Vitelio – Vidas de los doce césares – Suetonio

Vida de Vitelio - las Vidas de los doce césares - Suetonio. Libro completo.

Vidas de los doce césares

Vitelio

Por Suetonio

Gayo Suetonio Tranquilo (Gaius Suetonius Tranquillus) nacido en el año 70 en Roma y fallecido en el año 126, fue un autor, historiador, biógrafo, poeta y secretario gubernamental romano cuya obra maestra, las Vidas de los doce césares (De vita Caesaru), se ha convertido a lo largo de la historia en una ventana invaluable a las vidas de algunos de los líderes más importantes de finales de la República romana y principios del Imperio romano. De vita Caesaru cubre desde Julio César hasta Domiciano. Irónicamente, a pesar de habernos ofrecido detalles invaluables sobre las vidas de los personajes más importantes de Roma, es muy poco lo que sabemos sobre la vida de Suetonio. Su obra, las Vidas de los doce césares, comenzó a ser escrita al poco tiempo de haber sido expulsado de la corte del emperador Adriano en el año 121 d.C. Las Vidas de los doce césares fue posteriormente continuada con una serie de biografías sobres las vidas de los intelectuales de Roma. La obra está dedicada al prefecto de la guardia pretoriana Gayo Septicio Claro (Gaius Septicius Clarus). Pretoriano interesado en la literatura y amigo en común junto a Suetonio de Plinio el Joven.

Vidas de los doce Césares

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Aulo Vitelio

Importante: Este libro posee varias anotaciones las cuales pueden ser consultadas aquí.

I. Muchas y muy diversas tradiciones existen acerca del origen de Vitelio; unas pretenden que fue antiguo y noble; dicen otras que reciente, obscuro y hasta abyecto. Me atrevería a atribuir esta diversidad de opiniones a la adulación o a enemistad, si no remontase a una época muy anterior al reinado de Vitelio. Hay una obra de Q. Vitelio, cuestor del divino Augusto, en la que se afirma que los Vitelios proceden de Fauno, rey de los Aborígenes, y de Vitelia, que en muchos lugares fue adorada como divinidad; que reinaron en todo el Lacio; que sus sucesores pasaron del país de los sabinos a Roma, quedando aquí agregados a los patricios; que subsistieron por mucho tiempo rastros de su existencia, tales como la vía Vitelia, desde el Janículo al mar, y una colonia del mismo nombre, cuya defensa contra los equículos (161) emprendió en otro tiempo esta sola familia (162); dícese en ella por último, que en la época de la guerra con los sammitas, muchos Vitelios, enviados de guarnición a la Apulia, se establecieron en Nuceria y que sus descendientes, regresados a Roma mucho tiempo después, recuperaron su puesto en el orden de los senadores.

II. Por otra parte, algunos autores señalan como tronco de esta raza a un liberto, Casio Severo y otros muchos dicen que este liberto fue un zapatero, un hijo del cual, después de haber ganado algún dinero en ventas y tráficos, casó con una mujer de mala vida, hija de un panadero llamado Antíoco, de la que tuvo un hijo que llegó a ser caballero romano. No quiero discutir tales contradicciones; lo cierto es que P. Vitelio, ya procediese de rancia estirpe, ya de familia despreciable, fue caballero romano y administrador de los bienes de Augusto. Dejó cuatro hijos, que alcanzaron las dignidades más elevadas, y que llevando el mismo apellido, se distinguieron sólo por el nombre, y fueron Aulo, Quinto, Publio y Lucio. Aulo murió siendo cónsul con Domicio, padre del emperador Nerón; era un hombre pródigo, que se hizo célebre por la esplendidez de sus comidas; Quinto, fue eliminado del Senado cuando, a propuesta de Tiberio, se excluyó a todos los que no debían pertenecer a esta orden; Publio, compañero de armas de Germánico, acusó e hizo condenar a Cn. Pisón, enemigo y asesino de aquel joven príncipe; después de su pretura, le prendieron como cómplice de Seyano, y sometido a la custodia de su hermano, se abrió las venas con un buril; cediendo, sin embargo, a los ruegos de su familia, mucho más que al temor a la muerte, dejóse vendar y curar las heridas, y murió de enfermedad en la prisión. Lucio, después de su consulado, gobernó la Siria, Y a fuerza de habilidad decidió a Artabano, rey de los partos, a ir a visitarle y hasta a rendir homenaje a las águilas romanas. Fue luego dos veces cónsul ordinario y más adelante censor con el emperador Claudio, llegando hasta quedar encargado del Imperio en su ausencia, durante la expedición a Bretaña. Era un hombre desinteresado, activo, pero completamente deshonrado por su pasión hacia una liberta, cuya saliva bebía mezclada con miel, como remedio contra una enfermedad de la garganta; y no hacia esto en secreto o rara vez, sino cotidianamente y delante de todos. Tenía, por otra parte, maravilloso talento para la adulación; siendo él el primero que imaginó adorar a Calígula como dios al regresar de Siria este emperador, no se atrevió a acercarse a él sino cubriéndose la cabeza, y después de girar varias veces sobre sí mismo, arrodillándose a sus pies. Viendo a Claudio gobernado por sus mujeres y libertos, y no desdeñando ningún artificio para asegurarse su favor, solicitó un día de Mesalina, como gracia excepcional, permiso para descalzarla; le quitó la sandalia derecha, que llevó constantemente entre la toga y la túnica, besándola de tiempo en tiempo. Entre sus dioses domésticos estaban colocadas las estatuas de Narciso y de Palas, y cuando Claudio celebró los juegos seculares, le dijo: que los celebres muchas veces.

III. Un ataque de parálisis le llevó al sepulcro en dos días. Dejó dos hijos nacidos de Sextilia, mujer de severa virtud y de ilustre nacimiento, y a los dos vio cónsules en el mismo año, habiendo sucedido por seis meses el menor al mayor. El Senado decretó los funerales públicos, haciéndole levantar frente a los Rostros una estatua con esta inscripción: A la fidelidad inquebrantable hacia el príncipe. Su hijo, Aulio Vitelio, que fue emperador, nació el 8 de las calendas de octubre (163), o según otros el 7 de los idus de septiembre (164) bajo el consulado de Druso César y de Norbano Flaco. El horóscopo que de su nacimiento obtuvieron los astrólogos asustó de tal manera a la familia, que su padre hizo durante su vida increíbles esfuerzos para substraerle a los honores, y su madre, al verle al frente de un ejército y saber que había sido saludado emperador, comenzó a llorar como si ya le viese perdido. Pasó la infancia y la primera juventud en Capri entre las prostitutas de Tiberio, y fue marcado con el afrentoso nombre de Spintria, llegándose incluso a atribuir a sus repugnantes complacencias con el príncipe el favor que gozaba su Padre.

IV. En la edad siguiente continuó manchándose con toda suerte de infamias; consiguió el primer lugar en la corte, llegando a ser favorito de Calígula, con el que guió carros en el Circo, y de Claudio, jugando con él a los dados. Pero satisfizo mucho más a Nerón por las mismas complacencias, y especialmente por un mérito singular, y era que estando presidiendo los juegos Neronianos y viendo que el emperador, con vivos deseos de competir con los tocadores de lira, no se atrevía a hacerlo a pesar de las instancias de la multitud, saliendo incluso del teatro, él fue a buscarle como encargado de expresarle el ardiente anhelo del pueblo, de oírle también, y le proporcionó de este modo el placer de dejarse convencer.

V. El favor de estos tres príncipes elevóle a la cumbre de los honores y hasta a las primeras dignidades del sacerdocio. Obtuvo el proconsulado de Africa y después la intendencia de los trabajos públicos. Su conducta, en estos dos cargos, fue muy distinta, como la reputación que adquirió en ellos. En su gobierno, que duró dos años consecutivos, dio pruebas de extraordinario desinterés, y sirvió como legado bajo el mando de su hermano, que le sucedió. En cambio, durante su administración en Roma, substrajo, según se dice, las ofrendas y ornamentos de los templos, colocando cobre y estaño en el lugar del oro y la plata.

VI. Casó con Petronia, hija de un varón consular, que le dio un hijo, Petroniano, a quien faltaba un ojo. Instituido heredero por su madre, a condición de que no permaneciera bajo la autoridad paterna, le emancipó Vitelio, aunque poco después le hizo perecer acusándole de parricidio, y pretendiendo que, agobiado por los remordimientos, había bebido el veneno dispuesto para el crimen. Casó después con Galerta Fundana, cuyo padre había sido pretor; de ésta tuvo un hijo y una hija, pero el varón balbuceaba hasta el punto de ser casi tenido por mudo.

VII. Contra la opinión general, Galba le concedió el mando de la Germania Inferior. Créese que debió este empleo a la influencia de T. Vinio, omnipotente a la sazón, y cuyo favor se había granjeado mucho antes, por razón de su común predilección por el bando de los azules (165). Entonces dijo Galba, que no hay gentes menos peligrosas que las que sólo piensan en comer y que Vitelio necesitaba las riquezas de una provincia para satisfacer su insaciable glotonería; por lo cual se ve evidentemente que en la designación de este príncipe entró más el desprecio que la consideración. Cosa sabida es que ni siquiera poseía el dinero preciso para el viaje. Estaban sus negocios tan mal parados, que su esposa y sus hijos que quedaron en Roma, se fueron a vivir en una casucha con objeto de alquilar su casa por el resto del año y que para los gastos del camino tuvo que empeñar una perla de los zarcillos de su madre. Por todas partes se veía perseguido por un tropel de acreedores que querían detenerle, entre otros los enviados de Simuesa y de Formio, cuyos impuestos había retenido en provecho propio; éstos cesaron sólo de perseguirle ante el temor de verse acusados por él de calumniadores, pues lo había hecho ya con un liberto que reclamaba una deuda con obstinada tenacidad. Vitelio le procesó en efecto, por ultraje, con el pretexto de que le había dado un puntapié, y no cedió hasta después de haber obtenido de él cincuenta sestercios de oro. El ejército que iba a mandar, mal dispuesto hacia el príncipe, y pronto a emprenderlo todo, le acogió con manifestaciones de regocijo y como presente de los dioses, considerándole hijo de un hombre que había sido cónsul tres veces, jefe joven, complaciente y disipador. Acababa de dar nuevas pruebas de su conocido carácter, besando en el camino a cuantos había encontrado, incluso a simples soldados, bromeando en todos los descansos y en todas las posadas con los caminantes y muleteros, preguntando a cada uno, desde el amanecer, si había almorzado ya, y eructando ante ellos para demostrar que él ya lo había hecho.

VIII. Cuando entró en el campamento no negó nada a nadie y por autoridad propia perdonó la ignominia a los soldados degradados; a los acusados, perdonó la vergüenza del traje, y a los condenados el suplicio. Por este motivo, apenas transcurrido un mes, los soldados, sin tener para nada en cuenta el día y el momento, le sacaron una noche de su cámara de dormir y en el sencillo traje en que se encontraba le saludaron emperador. Le pasearon luego por los barrios más populosos, empuñando la espada de Julio César, que habían arrebatado del templo de Marte y ofrecido a él por un soldado durante las primeras aclamaciones. Cuando regresó al Pretorio, el comedor estaba ardiendo, por haberse incendiado la chimenea, presagio que consternó a todos: Valor -dijo entonces-; la luz brilla para nosotros. Ésta fue la arenga que dirigió a los soldados. Habiéndose manifestado en seguida por Vitelio las legiones de la Germania Superior, que habían ya abandonado a Galba por el Senado, tomó el sobrenombre de Germánico, que por aclamación unánime se le confirió; no aceptó, sin embargo, al mismo tiempo el de Augusto, y rehusó para siempre el de César.

IX. Al enterarse de la muerte de Galba puso en orden los asuntos de Germania y dividió sus huestes en dos cuerpos: uno que se adelantó marchando contra Otón y otro cuyo mando se reservó. El primero partió bajo felices auspicios, pues cuando lo hacía, se presentó de pronto un águila por la derecha, giró alrededor de las enseñas y precedió a la legión por el camino que había de seguir. Pero cuando Vitelio puso en movimiento su ejército, las estatuas ecuestres que le habían erigido en muchos sitios, cayeron todas a la vez y se les rompieron las piernas; la corona de laurel que, con todas las ceremonias de la religión, se había colocado en la cabeza, se le cayó en un río, y en Viena, en fin, mientras administraba justicia sentado en su tribunal, se le posó un gallo en el hombro, pasándole de él a la cabeza. Los sucesos posteriores confirmaron tales presagios: sus legados le dieron, en efecto, el Imperio, pero él no pudo mantenerlo.

X. Se encontraba todavía en la Galia cuando se enteró de la victoria de Betriácum y de la muerte de Otón. Licenció, entonces, por edicto, a las cohortes pretorianas, por haber dado un funesto ejemplo, y se les mandó librar las armas a los tribunos. Hizo perseguir y castigar con la muerte a ciento veinte soldados, de los cuales había encontrado memoriales dirigidos a Otón pidiéndole recompensas por la parte que tomaron en el asesinato de Galba. Esta acción era hermosa, magnánima y en ella se anunciaba un gran príncipe, pero la continuación respondió más a las costumbres de su pasada existencia que a la majestad del Imperio. Durante todo el camino atravesó las ciudades montado en carro triunfal y los ríos en las más espléndidas barcas, cuidadosamente adornadas con flores y coronas y cargadas con el aparato de espléndidos festines. No se veía rastro de disciplina en su servidumbre, ni tampoco entre los soldados, y las violencias y robos que cometían eran para él objeto de risa. No contento con los festines que les brindaban todas las ciudades, ponían en libertad a los que quería, y el que se oponía a sus caprichos era al punto acometido a latigazos, herido a veces y hasta muerto. Llegado a la llanura donde se dio la batalla, vio a algunos de los suyos que retrocedían con horror ante los cadáveres en putrefacción; entonces dijo esta frase execrable: El enemigo muerto siempre huele bien, y mejor aún si es ciudadano. No obstante, para defenderse del hedor empezó a beber copiosamente vino puro al frente de sus tropas, haciendo distribuir del mismo a todos. Al ver la sencilla piedra donde estaba escrito: A la memoria de Otón, henchido de arrogancia y vanidad, exclamó: ¡Mausoleo digno de él! Envió a la colonia de Agripina (166), para consagrarlo a Marte, el puñal con que se dio muerte Otón, y en conmemoración de este acontecimiento celebró un sacrificio nocturno en las cumbres del Apenino.

XI. Entró al fin en Roma, al sonido de las trompetas, vestido con el manto de general, ceñida la espada y en medio de las águilas y los estandartes. Los de su comitiva llevaban el traje de guerra, y los soldados iban con las armas en la mano. Mostró constantemente profundo desprecio por las leyes divinas y humanas; tomó posesión del pontificado máximo el día del aniversario de la batalla de Alía; dio las magistraturas por diez años y establecióse cónsul perpetuo. A fin de que se viese con claridad qué modelo había elegido para gobernar, envió al campo de Marte a todos los pontífices del Estado e hizo ofrendas fúnebres a los manes de Nerón. En medio de un festín solemne dijo en alta voz a un músico, cuya voz le había entusiasmado, que cantase también algunos pasajes de los poemas del maestro, y apenas hubo comenzado el canto llamado Neroniano cuando Vitelio se puso a aplaudir con calor

XII. Tales fueron los principios de este emperador, que en adelante no tuvo otra norma que los consejos y caprichos de los histriones más viles, de los aurigas y, especialmente, del liberto Asiático. Había éste permanecido en su juventud unido a Vitelio por comercio de mutua prostitución, pero no tardó en separarse de él disgustado. Hallado luego por su amo en Puzzola, donde vendía vino malo, le mandó prender, le puso en libertad en seguida y se sirvió de él como antes para sus placeres. Cansado de su carácter áspero y regañón, le vendió a un jefe de gladiadores ambulantes; arrebatóle de nuevo en el momento en que iba a presentarse en la arena al final de un espectáculo, y nombrado más adelante para el gobierno de una provincia, le manumitió. El primer día de su reinado, estando a la mesa, le dio el anillo de oro a pesar de que aquella misma mañana había contestado indignado a los que le pedían aquel favor para Asiático, que no quería manchar el orden ecuestre con semejante nombramiento.

XIII. Sus vicios principales eran la glotonería y la crueldad. Comía ordinariamente tres veces al día y a veces cuatro, designándolos almuerzo, comida, cena y colación. Podía hacer todas estas comidas por la costumbre que había adquirido de vomitar. Invitábase para un mismo día en casa de diferentes personas y ningún festín de éstos costó menos de cuatrocientos mil sestercios. El más famoso fue la cena que le dio su hermano el día de su entrada en Roma; dícese, en efecto, que sirvieron en ella dos mil peces de los más exquisitos y siete mil aves. Su hermano colmó aquel día su esplendidez con la inauguración de un plato de enormes dimensiones, al que llamaba fastuosamente escudo de Minerva protectora. Habían mezclado en él hígados de escaro, sesos de faisanes, lenguas de flamencos y huevos de lampreas. Barcas y trirremes habían ido a buscar estas cosas desde el país de los partos hasta el mar de España. Su voracidad no sólo no tenia limites, sino que era también sucia y desordenada, no pudiendo contenerse ni durante los sacrificios ni en los viajes. Comía sobre los mismos altares carnes y pastelillos, que mandaba cocer en ellos, y por los caminos tomaba en las tabernas platos humeando aún, o que, servidos el día anterior, estaban medio devorados.

XIV. Se le hallaba en todo momento dispuesto a ordenar asesinatos y suplicios, sin distinción de personas y por cualquier pretexto; así hizo morir de diferentes maneras a nobles romanos, en otro tiempo condiscípulos suyos y compañeros, atraídos a su lado por toda clase de agasajos y a los que hubo como si dijéramos asociado a él en el ejercicio del poder. Llegó hasta envenenar a uno de ellos por su propia mano, en un vaso de agua fresca que le pidió durante un acceso de fiebre. No perdonó a casi ninguno de los usureros y acreedores que en otro tiempo le habían exigido en Roma las cantidades que les debía, como tampoco a los recaudadores que en sus viajes le habían hecho pagar la tasa. A uno de ellos que se presentó a saludarla le envió al suplicio; pareciendo arrepentirse hizo que lo volvieran en seguida, y cuando todos celebraban ya su clemencia, mandó matarle a presencia suya, queriendo, según decía, dar satisfacción a sus ojos (167). Mandó ejecutar con otro a dos hijos suyos Tú eres mi heredero; quiso él entonces ver el testamento, y leyendo que un liberto de aquel caballero debía compartir con él la herencia, mandó degollar a los dos. Hizo matar a algunos hombres del pueblo por el delito de haberse manifestado en público contra el bando de los azules, audacia que significaba, según él, desprecio a su persona y esperanza de cambio de reinado. Odiaba especialmente a bufones y astrólogos, a los cuales condenaba a muerte por denuncia de cualquiera y sin quererlos oír. Su furor contra ellos llegó al colmo cuando, después del edicto en que ordenaba a los astrólogos salir de Roma y de Italia antes de las calendas de octubre, se publicó esta parodia: Salud a todos. Por orden de los caldeos, se prohíbe a Vitelio Germánico estar en ninguna parte del mundo para las calendas de octubre. Se sospechó también de él que había hecho morir de hambre a su madre enferma, porque una mujer del país de Cata, a la que prestaba fe como a un oráculo (168), le había anunciado un largo y tranquilo reinado si sobrevivía a su madre. Según otros testimonios, disgustada ella del presente y asustada por lo por venir, le pidió el veneno, que él le proporcionó sin dificultad.

XV. En el octavo mes de su reinado, se sublevaron contra él los ejércitos de Misia y de Panonia; se sublevaron asimismo los de Judea y de la Siria, al otro lado de los mares, y prestaron juramento a Vespasiano, presente o ausente. Vitelio, para asegurarse entonces la adhesión del resto de las tropas y del favor público, prodigo sin medida dinero y honores en nombre del Estado y en el suyo propio. Hizo levas en Roma, prometiendo a los voluntarios no sólo la licencia después del triunfo, sino también las recompensas de los veteranos y las ventajas del servicio regular. Estrechado por sus enemigos por mar y tierra, opúsoles, por un lado, a su hermano con una flota, milicias nuevas y un ejército de gladiadores, y por otro, a los generales y legiones que habían vencido en Betriácum. Pero vendido o derrotado en todas partes, trató con Flavio Sabino, hermanos de Vespasiano, no reservándose más que la vida con cien millones de sestercios; desde las gradas del palacio, declaró en el acto a los soldados reunidos que renunciaba al Imperio, del que se había hecho cargo contra su voluntad. Levantándose por todos lados oposiciones a semejante determinación, accedió a aplazarla, dejó pasar una noche y al amanecer, vestido con traje de luto, se dirigió a la tribuna de las arengas, donde, llorando, hizo la misma declaración, pero esta vez leyéndola en un escrito que tenía en la mano. El pueblo y los soldados le interpelaron de nuevo exhortándole a no dejarse vencer del abatimiento y prometiéndole todos a porfía ayudarle con todas sus fuerzas; recobró con esto su valor, atacó repentinamente a Sabino y a los otros partidarios de Vespasiano, que estaban confiados, los rechazó hasta el Capitolio, y allí los hizo perecer a todos incendiando el templo de Júpiter óptimo Máximo (169); entretanto, él, sentado a la mesa en casa de Tiberio, estuvo presenciando el combate y el incendio. Muy pronto se arrepintió de esta atrocidad, la culpa de la cual imputó a otros. Convocó al pueblo, e hizo jurar a todos y juró el primero no considerar nada tan sagrado como la tranquilidad pública. Desprendió entonces la espada que pendía de su cinto, la presentó primero al cónsul, y luego, por negativa de éste, a los demás magistrados y por último a cada senador; no quiso ninguno aceptarla, y cuando iba ya a depositarla en el templo de la Concordia, le gritaron muchos que él mismo era la Concordia. Volvió entonces sobre sus pasos, y declaró que conservaba la espada y aceptaba el sobrenombre de Concordia.

XVI. Invitó a los senadores a que enviasen legados con las vestales a pedir la paz, o cuando menos el tiempo necesario para deliberar. A la mañana siguiente, mientras esperaba la respuesta, llegó un explorador anunciando que se aproximaba el enemigo. Se ocultó en el acto en una silla gestatoria y acompañado sólo de su panadero y su cocinero se dirigió ocultamente al Aventino, a casa de sus padres, con la intención de pasar de allí a la Campania. Pero habiendo circulado en seguida el rumor, vago e incierto, de que se había hecho la paz, se dejó conducir de nuevo a palacio. Viendo allí que estaba todo desierto y que incluso los que le acompañaban desaparecían de su lado, ciñóse un cinturón lleno de monedas de oro, se refugió en la garita del portero, ató el perro delante de la puerta y la atrancó con una cama y un colchón.

XVII. Entraban ya los exploradores del ejército enemigo, y algunos, no encontrando a nadie, lo registraron todo según acostumbraban hacer. Sacáronle de su escondrijo y como no le conocían, le preguntaron, quién era y dónde estaba Vitelio; trató de engañarlos con mentiras, pero viéndose al fin reconocido, suplicó ardientemente que le dejaran en vida, aunque fuese en una prisión, pues tenía que revelar secretos de que dependía la existencia de Vespasiano. Lleváronle casi desnudo al Foro, con las manos atadas a la espalda, una cuerda al cuello y las ropas destrozadas, prodigándole los peores ultrajes por todo el trayecto de la vía Sacra: unos le tiraban de los cabellos hacia la espalda para levantarle la cabeza, como se hace con los criminales; otros, le empujaban la barba con la punta de la espalda para obligarle a mostrar la cara; arrojábanle éstos fango y excrementos; aquellos le llamaban borracho e incendiario; parte del pueblo hacia burlar hasta de sus defectos corporales, porque era, en efecto, extraordinariamente alto y tenía el rostro encendido y manchado por el abuso del vino, el vientre abultado y una pierna más delgada que la otra, a consecuencia de una herida que se infirió en otro tiempo en una carrera de carros, sirviendo de auriga a Calígula. Cerca ya de las Gemonias le desgarraron, en fin, a pinchazos con las espadas y por medio de un gancho lo arrastraron hasta el Tíber

XVIII. Murió con su hermano y su hijo (170) a los cincuenta y siete años de edad. El prodigio que le ocurrió en Viena y del que hemos hablado, se interpretó en el sentido de que algún día caería en poder de un galo; el suceso justificó la predicción, pues fue vencido por Antonio Primo, uno de los generales del ejército enemigo, nacido en Tolosa, y que había llevado en la infancia el epíteto de Becco, palabra que significaba pico de gallo.