Vidas Paralelas: Nicias, por Plutarco

Vidas Paralelas, Plutarco - Nicias. Vida del general y político ateniense Nicias (Siglo V a. C. - 413 a. C.)

Vidas Paralelas

Plutarco

Las Vidas paralelas, del historiador griego Plutarco, es una de las obras estudios biográficos pioneros de la Historia. Escrita entre los años 96 d. C. y el 117 d. C., la obra se caracteriza principalmente por su particular estructura. Es decir, el tomar a dos personajes, uno griego y otro romano relacionados a través de una dedicación o característica que Plutarco consideraba definitoria, y relatar sus vidas en detalle comparando a ambas figuras al final (práctica denominada σύγκρισις o sýnkrisis). De allí, lógicamente, el nombre de la obra, Vidas paralelas.

Como ocurre con muchos otros trabajos de la literatura clásica, la obra ha llegado incompleta hasta nuestros días, conservándose solo cuarenta y ocho biografías. De estas, veintidós pares corresponden a las Vidas paralelas y el resto a otros trabajos biográficos realizados por Plutarco.

Vidas paralelas

Tomo IV
CimónLúculoComparación
NiciasMarco CrasoComparación
ÉumenesSertorioComparación

Tomo ITomo IITomo IIITomo VTomo VITomo VII

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Vida de Nicias

(Siglo V a. C. – 413 a. C.)

I.- Pues nos parece que no vamos fuera de razón en comparar con Nicias a Craso y las derrotas causadas por los Partos con las sucedidas en la Sicilia, juzgamos oportuno rogar y amonestar a los que lean estas vidas no sospechen que en la narración de los hechos relativos a ellas, en la que Tucídides, excediéndose a sí mismo en la vehemencia, en la energía y en la elegancia, se hizo verdaderamente inimitable, hemos de incurrir en el mismo defecto que Timeo, el cual, lisonjeándose de superar a Tucídides en la facundia y de hacer ver que Filisto era rudo y vulgar, se mete con su historia por medio de los combates de tierra y de mar y por las arengas, en cuya descripción aquellos sobresalieron, no siquiera A pie corriendo cabe el lidio carro, como dice Pindaro, sino mostrándose del todo molesto, pueril y, según expresión de Dífilo, torpe y obeso, engordado en la grasa siciliana, y por lo más, arrimándose al modo de decir de Jenarco. Como cuando dice que debieron tener los Atenienses a mal agüero el que el general tomaba su nombre de la victoria, repugnara aquella expedición; igualmente que en la mutilación de las estatuas de Hermes les significaron los Dioses que les vendrían muchos males en aquella guerra de parte de Hermócrates, hijo de Hermón, y también que era natural, por una parte, que Heracles diera auxilio a los Siracusanos, por respeto a Cora, que le entregó el Cerbero, y que, por otra, mirara con odio a los Atenienses, por haber salvado a los Egesteos, descendientes de los Troyanos, cuando él, ofendido por Laomedonte, asoló su ciudad. Mas quizá era propio de la elocuencia de este escritor, como el decir tales sandeces, querer mejorar la dicción de Filisto e insultar a Platón y a Aristóteles. En cuanto a mí, la contienda y emulación con otros acerca del estilo en general me parece insulsa y repugnante; pero si es en cosas que no pueden imitarse, téngola por la última necedad. Por tanto, los hechos de Nicias, referidos por Tucídides y Filisto, ya que no es posible pasarlos del todo en silencio, especialmente los que dan a conocer la conducta y disposición de este hombre ilustre, escondidas entre sus muchas y grandes adversidades, los tocaré ligeramente y en sólo lo preciso; pero los que, por lo común, no son conocidos, a causa de haber sido separadamente notados por diferentes autores, o bien por haberse de tomar de presentallas y decretos antiguos, éstos los recogeré con esmero, no para tejer una historia inútil, sino tal que presente bien la índole y las costumbres.

II.- De Nicias, lo primero que se ofrece decir es lo que escribió Aristóteles; a saber: que eran tres los que sobresalían entre los ciudadanos y tenían benevolencia y amor patrio para con el pueblo: Nicias, hijo de Nicérato; Tucidides, hijo de Milesio, y Terámenes, hijo de Hagnin, en menor grado éste que los otros, pues que en cuanto a linaje le motejaron de extranjero oriundo de Ceo, y en cuanto a gobierno, por no haberse mantenido firme en un partido, sino andar continuamente variando, fue llamado Coturno. De éstos, era Tucidides el de más edad, y puesto al frente de los mejores y más principales ciudadanos contradijo en muchas cosas a Pericles, que afectaba popularidad. El más joven era Nicias; pero aun en vida de Pericles fue ya tenido en aprecio, hasta llegar a ser general con él y tener por sí solo mando muchas veces. Muerto Pericles, al punto fue llamado a ocupar el primer lugar, principalmente por los ricos y los nobles, que lo contraponían a la insolencia y osadía de Cleón; y aun tuvo el favor del pueblo, que también contribuyó a su adelantamiento; si bien Cleón alcanzó grande autoridad con guiarlo como a viejo y otorgarle salario, aun de los mismos a quienes favorecía, al ver su codicia, su orgullo y su temeridad, los más se ponían de parte de Nicias: por cuanto, aunque tenía gravedad, no era ésta severa y enfadosa, sino mezclada con cierta modestia, que atraía a los más, por lo mismo que mostraba timidez; y es que, siendo por naturaleza irresoluto y desconfiado, en la guerra su buena suerte ocultó su miedo, habiendo salido siempre vencedor en sus expediciones; mas, para el gobierno, su pusilanimidad y su temor a los calumniadores llegaban a parecer populares, y le ganaban el afecto de la plebe, que recela de los que hacen poca cuenta de ella y adelanta a los que la temen, pues en general, para la mucheP dumbre, el mayor honor de parte de los más poderosos es el que no la desprecien.

III.- Mientras Pericles manejó la ciudad, estando dotado de una virtud verdadera y de una poderosa elocuencia, no tuvo necesidad de otros amaños ni de ningún otro prestigio; pero Nicias, que no tenía aquellas prendas, abundando en bienes de fortuna, con ellos ganaba popularidad; faltándole disposición para rivalizar con la flexibilidad y las lisonjas de Cleón, logró atraerse con los coros, con los espectáculos y con otros medios de esta especie, el favor del pueblo, aventajándose en magnificencia y gusto a todos los de su tiempo, y aun a cuantos le habían precedido. Subsisten todavía, de las ofrendas que hizo, el Paladion del alcázar, habiendo perdido el dorado, y el templete que se conserva en el templo de Baco entre los trípodes ofrecidos en iguales ocasiones: porque conduciendo coros venció muchas veces, y en ninguna fue vencido. Dícese que en uno de estos coros compareció representando en el adorno a Baco un esclavo suyo, de hermosa disposición y figura, todavía imberbe y que, habiéndose agradado los Atenienses de su presencia, y aplaudido y palmoteado por largo rato, levantándose Nicias había expresado que tenía a sacrilegio que estuviese en la esclavitud un cuerpo celebrado por su semejanza con el dios, y había dado la libertad a aquel mozo. También se conservan en la memoria, como brillantes y dignos de tan alto objeto, los festejos que hizo en Delo; era lo regular de los coros enviados por las ciudades a cantar las alabanzas de Apolo, durante la navegación, fuesen como a cada uno le cogía, y que, acudiendo mucha gente a la llegada de la nave, se les hiciera cantar sin ningún orden, saltando en tierra en confusión y tomando las coronas y los trajes de la misma manera; mas él, cuando condujo la teoría, aportó a Renea con el coro, con las víctimas y todas las prevenciones, y llevando desde Atenas un puente, construído con las dimensiones convenientes, y adornado magnificamente con dorados, con colores, con coronas y alfombras, por la noche lo echó sobre el espacio que media entre Renea y Delo, que no es grande. Al día siguiente, al amanecer, condujo la procesión que se hacía al dios, y el coro, adornado primorosamente y cantando, y los pasó por el puente. Después del sacrificio, del combate y del festín, presentó al dios, en ofrenda, una palma de bronce, y habiendo comprado un terreno en diez mil dracmas se lo consagró, con destino a que de sus rentas tomaran los de Delo lo necesario para sacrificar y dar un banquete, rogando a los dioses por la prosperidad de Nicias. Porque así lo hizo escribir en la columna que dejó en Delo como monumento de esta dádiva, y la palma, quebrantada de los vientos, vino a caer sobre la estatua grande de los de Naxo y la hizo pedazos.

IV.- En estas cosas suele haber mucho de ostentación y vanagloria, como es bien sabido; pero atendiendo el carácter y las costumbres de Nicias para todo lo demás, podía, no sin violencia, colegirse que aquel esmero y toda aquella pompa era consecuencia de su religiosidad, porque le hacían demasiada impresión las cosas superiores y era dado a la superstición, según nos lo dejó escrito Tucídides. Así, se dice, en un cierto diálogo de Pasifonte, que todos los días ofrecía sacrificios a los dioses, y que, teniendo en casa un agorero, fingía consultarle sobre las cosas públicas, cuando regularmente no era sino, sobre las suyas propias, especialmente sobre sus minas de plata, porque poseía minas de este metal en Laurio, que le daban grandes utilidades, aunque el trabajo de ellas no carecía de peligro. Mantenía allí gran número de esclavos, y en esto consistía la mayor parte de su hacienda, por lo cual tenía siempre alrededor de sí muchos que le pedían y a quienes socorría, pues no era menos dadivoso con los que podían hacer mal que con los que eran dignos de sus liberalidades; en una palabra: con él era una renta para los malos su miedo y para los buenos su beneficencia. Dan de esto testimonio los poetas cómicos. Teleclides escribía así contra un calumniador:

Ni una mina partida por el medio le dio Carleles por que le tapase que entre los hijos que su madre tuvo él fue el primero que salió del saco. Nicias de Nicerato diole cuatro; mas aunque de este don yo sé la causa, no la diré, que Nicias es mi amigo, y obra a mi juicio con notable acuerdo. Y aquel a quien zahiere Éupolis en su comedia intitulada Maricas, sacando a la escena a uno de los holgazanes y mendigos, se explica así:

-¿Cuánto ha que viste a Nicias?
-Nunca le había visto; mas ahora ha poco que le vi estar en la plaza.
-Notad que éste confiesa claramente que en la plaza con Nicias se ha encontrado; y si de traición no, ¿qué tratarían? ¿No escucháis, camaradas, cómo Nicias fue en el delito mismo sorprendido?
-Andad, menguados; no es para vosotros en mal caso coger a hombre tan bueno.

y el Cleón de Aristófanes, en tono de amenaza dice:

El cuello apretaré a los oradores, y a Nicias causaré miedo y espanto.

También Frínico da idea de lo tímido y espantadizo que era, en los siguientes versos:

Era buen ciudadano, lo sé cierto, y no al modo de Nicias lo verían andar siempre con aire asustadizo.

V.- Viviendo siempre con este temor de los calumniadores, no cenaba con ninguno de los ciudadanos, ni trataba con ellos, ni asistía a sus ordinarias creaciones; en una palabra: no gustaba de semejantes pasatiempos, sino que, cuando era arconte, permanecía en el consistorio hasta la noche, y del Senado salía el último, habiendo entrado el primero; y cuando no tenía negocio público alguno, no se dejaba ver ni admitía a nadie, quieto siempre y encerrado en casa. Sus amigos recibían a los que concurrían a hablarle, y les pedían que le disculparan, porque estaba ocupado en negocios públicos de grande urgencia e importancia. El que principalmente representaba esta farsa, y se desvivía para conciliarle autoridad y opinión, era Hierón, que se había criado en su casa, y a quien el mismo Nicias había ejercitado en las letras y en la música. Dábase por hijo de Dionisio, a quien apellidaron Calco, y de quien se conservan todavía algunas poesías, y que, enviado de comandante de una colonia mandada a Italia, fundó la ciudad de Turios. Este, pues, trataba con los agoreros, de parte de Nicias, en la interpretación de los prodigios y los arcanos, y hacía correr en el pueblo la voz de que Nicias llevaba, por sólo el bien de la república, una vida infeliz y trabajosa, pues ni en el baño ni en la mesa dejaban de ocurrirle asuntos graves, teniendo abandonados sus intereses por cuidar los de su pueblo; tanto, que nunca se acostaba sino cuando los demás habían dormido el primer sueño. De donde provenía estar también su salud quebrantada, y no tener gusto ni humor para conversar con sus amigos, habiendo llegado a perderlos por los negocios públicos, justamente con su hacienda; cuando los demás, ganando amigos y enriqueciéndose con las magistraturas, lo pasan muy bien y se divierten en el gobierno. Y en realidad de verdad, tal venía a ser la vida de Nicias, por lo que él mismo se aplicó aquel epifonema de Agamenón: La majestad preside a nuestra vida; mas de la multitud somos esclavos.

VI.- Observando que el pueblo se valía a veces de la prudencia y experiencia de los insignes oradores y sobresalientes políticos, pero que siempre se recelaba y resguardaba de su habilidad, oponiéndose a su esplendor y su gloria, como se veía bien claro en la condenación de Pericles, en el destierro de Damón, en la desconfianza que manifestó la muchedumbre para con Anfitón Ramnusio, y sobre todo en lo ocurrido con Paques, el que tomó a Lesbo, que al dar las cuentas de su expedición, sacando en el mismo tribunal la espada, allí se quitó la vida, procuraba huir de las expediciones arduas y difíciles, y cuando iba de general consultaba mucho a la seguridad, con lo que lograba vencer, como era natural; mas, con todo, no atribuía estos sucesos ni a su inteligencia, ni a su poder, ni a su valor, sino a la fortuna, y se acogía a los dioses, sustrayéndose a la envidia que sigue a la gloria. Convienen con esto los mismos hechos: pues que habiendo sufrido la república en aquel tiempo muchos y grandes descalabros, en ninguno absolutamente tuvo parte; cuando en la Tracia fue vencida por los de Calcis, iban de generales Calíadas y Jenofonte; la derrota de Etolia se verificó siendo arconte Demóstenes; en Delio perdieron mil hombres mandando Hipócrates, y de la peste, la culpa se echó principalmente a Pericles, por haber encerrado en el recinto de la ciudad, a causa de la guerra, a todos los habitantes de la comarca, habiéndose aquella originado de la mudanza de aires y de género de vida. Nicias, pues, se conservó inculpable en todas estas desgracias, y, yendo de general, tomó a Citera, isla muy bien situada para hacer la guerra a la Laconia, y que estaba habitada de Lacedemonios. Recobró también y atrajo a muchos pueblos de Tracia que se habían rebelado. Habiendo encerrado dentro de los muros a los de Mégara, al punto se apoderó de la isla Minoa, y de allí a poco, partiendo de aquel punto, sujetó a Nisea. Bajó de allí a Corinto, y en batalla campal venció su numeroso ejército y a Licofrón, su general. Sucedióle en esta ocasión haberse dejado los cadáveres de dos de sus deudos, por no haberlos echado de menos al tiempo de recoger los muertos. Luego que lo advirtió, hizo alto con el ejército, y envió un heraldo a los enemigos, para tratar de recobrarlos. Según cierta ley y costumbre con ella conforme, los que recogían los muertos, en virtud de convenio, se entendía que renunciaban a la victoria, y no les era permitido levantar trofeo, porque vencen los que quedan dueños, y no quedan dueños los que ruegan, como que no está en su poder tomar lo que piden. Pues, con todo, más quiso hacer el sacrificio del vencimiento y de su gloria que dejar insepultos a dos ciudadanos. Taló, pues, todo el país litoral de la Laconia, y venciendo a los Lacedemonios que se le opusieron tomó a Tirea, guarnecida por los Eginetas, y a los que apresó los trajo cautivos a Atenas.

VII.- Como Demóstenes hubiese fortificado a Pilo, al punto acudieron por tierra y por mar los Lacedemonios y, trabada batalla, hubieron de dejar de los suyos en la isla Esfacteria hasta cuatrocientos hombres. Parecíales a los Atenienses cosa importante, como lo era, en realidad, apoderarse de ellos; pero el cerco se presentaba difícil y trabajoso en un país que carecía de agua, y para el que el acopio de provisiones, aun en verano, tenía que hacerse con un rodeo muy largo, hallándose por lo mismo en el invierno enteramente falto de todo; teníalos esto disgustados, y estaban pesarosos de haber despedido la legación que los Lacedemonios les habían enviado para tratar de paz. Habíanla despedido a instigación de Cleón, principalmente con la mira de mortificar a Nicias, porque era su enemigo; y viendo que se había puesto de parte de los Lacedemonios, esto bastó para que inclinase al pueblo a votar contra el tratado. Yendo, pues, largo el sitio, y recibiéndose noticias de que el ejército padecía de una escasez suma, se mostraban muy enconados contra Cleón, el cual se volvía contra Nicias, echándole la culpa y acusándole de que por sus temores y su flojedad dejaba allí aquellos hombres, cuya rendición no habría costado tanto tiempo a haber él tenido el mando. Ofrecióseles al punto a los Atenienses decirle: “¿Pues por qué no te embarcas y marchas contra ellos?” Levantóse también Nicias, y abdicó en él el mando sobre Pilo, proponiéndole que tomase la fuerza que quisiese y no anduviera echando baladronadas sobre seguro, en lugar de hacer cosa que fuera de importancia. Él, al principio, calló, turbado con tan inesperada salida; pero como insistiesen todavía los Atenienses y Nicias esforzase la voz, se acaloró, y picado de pundonor tomó a su cargo la expedición, y al dar la vela puso el término de veinte días, diciendo que, dentro de ellos, o había de acabar allí con los Lacedemonios, o los había de traer vivos a Atenas, de lo que los Atenienses se rieron mucho, bien lejos de creerlo, porque ya estaban acostumbrados a tomar a diversión y risa sus jactancias y sus sandeces. Pues se cuenta que, celebrándose un día junta pública, el pueblo, sentado, estuvo esperando largo rato, y ya, bien tarde, se presentó en la plaza con corona sobre las sienes, y pidió que la junta se dilatase hasta el día siguiente: “Porque hoy- dijo- estoy ocupado, teniendo a cenar unos forasteros, después que he hecho a los dioses sacrificio”, y que los Atenienses se levantaron y disolvieron la junta.

VIII.- Favorecióle entonces la fortuna, y habiéndose manejado bien en la expidición al lado de Demóstenes, dentro del término que prefijó, a cuantos Espartanos no murieron en el combate los trajo esclavos, habiéndosele rendido a discreción. Volvióse esto en gran descrédito de Nicias, pareciendo una cosa más torpe y fea todavía que arrojar el escudo el abandonar por miedo, espontáneamente, el mando, y, despojándose a sí mismo de la autoridad, proporcionar al enemigo la ocasión de tan brillante triunfo. Motejóle de nuevo con este motivo Aristófanes, en su comedia titulada Las aves, diciendo: Pues no, no es tiempo de dormirnos éste, ni de dar largas, imitando a Nicias. Y en la de Los labradores dice asimismo:

-Quiero labrar mis campos.
-¿Quién te estorba?
-Vosotros, y mil dracmas os prometo si exento me dejáis de todo mando.
-Las aceptamos; pues dos mil tendremos con las que ya de Nicias recibimos.

Y en verdad que hizo notable daño a la ciudad dejando que adquiriera Cleón tanto crédito y poder, con el que, tomando nuevo arrojo y una osadía inaguantable, entre otros males que acarreó a la república, de los que no le cupo a Nicias poca parte, le hizo el de destruir el decoro de la tribuna, siendo el primero que en las arengas gritó descompasadamente, se dejó abierto el manto, se golpeó los muslos e introdújo el dar carreras estando hablando; con lo que engendró en los que después de él manejaron los negocios un absoluto olvido y desprecio de toda dignidad: causa principalísima del trastorno y confusión que de allí a poco sobrevino a la república.

IX.- Empezaba ya entonces a mostrarse en Atenas Alcibíades, otro orador no tan descompuesto, pero de quien podía decirse lo que de la tierra de Egipto; pues como ésta, por su gran fertilidad, produce Muchas útiles plantas, y, a su lado, otras muchas nocivas y funestas, de la misma manera la índole de Alcibíades, propensa igualmente al bien que al mal, dio ocasión a grandes innovaciones. Por tanto, aunque Nicias llegó a verse desembarazado de Cleón, no tuvo tiempo de tranquilizar y afianzar del todo la república, sino que, habiendo conseguido llevarla por el buen camino, la apartó de él la violencia y fogosidad de Alcibíades, impeliéndole otra vez a la guerra, lo que sucedió de esta manera: Los que principalmente se oponían a la paz de la Grecia eran Cleón y Brásidas: aquel, porque en la guerra no se descubría tanto su maldad, y éste, porque en ella resplandecía más su virtud; como que al uno le daba ocasión para grandes injusticias y al otro para gloriosos triunfos. Mas, como ambos hubiesen muerto en la misma batalla, que fue la de Anfípolis, hallando Nicias a los Espartanos deseosos muy de antemano de la paz, y a los Atenienses con poca confianza de sacar partido de la guerra, y a unos y a otros fatigados y en disposiciones de deponer con el mayor gusto las armas, trabajó por ver cómo conciliar amistad entre las ciudades, y aliviar y dar reposo a los demás Griegos de los males que sufrían, haciendo para en adelante seguro y estable el sabroso nombre de felicidad. Y lo que es a los ancianos, a los ricos, y a las gentes del campo, desde luego los encontró con disposiciones pacíficas; en cuanto a los demás, hablando a cada uno en particular, y procurando convencerlos, logró también retraerlos de la guerra; y cuando así lo hubo ejecutado, dando ya esperanzas a los Espartanos, los excitó y movió a que se presentaran a pedir la paz. Fiáronse de él, ya por su conocida probidad, ya también porque a los cautivos y a los rendidos de Pilo, cuidándolos y visitándolos con humanidad, les hacía más llevadera su desgracia. Habían ya antes ajustado treguas por un año, durante las cuales, reuniéndose unos con otros, y gustando otra vez de sosiego y descanso, y del trato con los propios y con los extranjeros, se les había encendido un vivo deseo de aquella vida exenta de inquietudes y de riesgos; así, oían con gusto a los coros cuando cantaban: Quédate ¡oh lanza! a ser despojo inútil donde enreden su tela las arañas. Érales también sabroso traer a la memoria aquel gracioso dicho de que a los que en la paz toman el sueño no los despiertan las trompetas, sino los gallos. Abominando, pues, y maldiciendo a los que suponían tener el hado dispuesto de aquella guerra se prolongara por tres veces nueve años, trataron y conferenciaron entre sí e hicieron la paz. Formóse entonces generalmente la idea de que aquella reconciliación era estable, y todos tenían siempre a Nicias en los labios, diciendo que era un hombre amado de los dioses, a quien su buen Genio había concedido, por su piedad, que del mayor y más apreciable bien entre todos hubiera tomado el nombre; porque, realmente, así creían obra suya la paz, como de Pericles la guerra; pareciéndoles que éste, por muy pequeños motivos, había arrojado a los Griegos en grandes calamidades, y que aquel les había hecho olvidar los mutuos agravios, volviéndolos amigos. Por tanto, esta paz, hasta el día de hoy, se llama nicia.

X.- Convínose por los tratados en que se restituirían recíprocamente las tierras, las ciudades y los cautivos que tuviesen, sorteándose sobre quiénes habían de ser los primeros a restituir; y Nicias sobornó con su dinero la suerte, para que fuesen los primeros los Lacedemonios: así lo refiere Teofrasto. Viendo que los Corintios y Beocios oponían dificultades y que con diferentes achaques y quejas procuraban otra vez encender la guerra, persuadió Nicias a los Atenienses y Lacedemonios a que a la paz añadieran la alianza, como un refuerzo y nuevo vínculo, con el que se hiciera más temibles a los disidentes y se estrecharan más entre sí. Verificado esto, Alcibíades, que no tenía genio de estarse quieto, y que se hallaba resentido de los Lacedemonios, porque, no haciendo cuenta de él y mirándole con desdén, se manifestaban adictos a Nicias, se propuso desde luego minar la paz, y aunque por entonces nada pudo adelantar, como de allí a poco no se mostrasen ya los Lacedemonios tan complacientes con los Atenienses, y antes pareciese que empezaban a hacerles agravios en haber formado alianza con los Beocios y no haber entregado en pie las ciudades de Panacto y Anfípolis, aferrándose en estas causas procuraba acalorar al pueblo, haciéndoselas presentes a toda hora. Finalmente, habiendo hecho venir una legación de Argos para entablar alianza con los Atenienses, trabajaba para que lo consiguiese. Vinieron en esto embajadores de los Lacedemonios con plenos poderes, y como, presentándose al Senado, hubiesen dado idea de admitir toda condición justa y moderada, temeroso Alcibíades de que con sus proposiciones ganaran también al pueblo, desconcertó sus planes con una perfidia, ofreciéndoles, bajo juramento, que hallarían en él auxilio para cuanto quisiesen, con tal que no dijeran ni convinieran en que venían con plenos poderes, porque así saldrían mejor con su intento. Habiéndole dado crédito y unídose a él, fueron a Nicias, que los hizo comparecer ante el pueblo, y les preguntó si habían venido con plenos poderes para todo; y como dijesen que no, mudado repentinamente contra todo lo que podían esperar, llamó la atención del Senado sobre lo que acababan de decir, y excitó al pueblo a que no diera oídos ni crédito a unos hombres que tan abiertamente mentían y que ahora decían una cosa y luego la contraria. Quedaron tan pasmados como se deja conocer, y no teniendo el mismo Nicias nada que decir, de sorprendido y disgustado, al punto se decidió el pueblo a llamar y hacer venir a los de Argos, para concluir la alianza pero se puso de parte de Nicias un terremoto que en esto sobrevino, siendo causa de que se disolviese la junta. Congregada otra vez al día siguiente, ora con discursos y ora con ruegos, lo único que pudo alcanzar, y aun esto con dificultad, fue contener la negociación de los Argivos, y que a él se le enviase en legación a los Lacedemonios, con esperanza que dio de que todo se arreglaría a satisfacción. Pasando, pues, a Esparta, en todo lo demás le honraron como correspondía a un hombre de probidad y su apasionado; pero no habiendo podido concluir nada, suplantado por los del partido de los Beocios, hubo de volverse, no sólo desairado y con descrédito, sino también temeroso de lo que determinarían los Atenienses, disgustados y enfadados de que a su persuasión hubiesen tenido que restituir unos cautivos de tanta calidad: porque los traídos de Pilo eran de las primeras casas de Esparta, y tenían amigos y parientes entre los de mayor poder. No tomaron, sin embargo, en medio de su enojo, resolución ninguna violenta contra él, sino que nombraron general a Alcibíades, hicieron alianza al mismo tiempo que con los Argivos con los de Mantinea y los de Elea, que se habían rebelado a los Lacedemonios, y enviaron piratas a Pilo para molestar la Laconia: con lo que volvieron a ponerse en guerra.

XI.- Estaban Nicias y Alcibíades en lo más fuerte de su discordia, cuando hubo de tratarse de desterrar por el ostracismo, según costumbre recibida de que a cierto tiempo hiciera el pueblo mudar de país por diez años a uno de los que le fuesen sospechosos o que le causaran envidia por su gran crédito o por su riqueza. Estaban ambos en grande agitación y peligro, como que no podía dejar de ser el que el uno o el otro sufriera el destierro. Porque en Alcibíades vituperaban su abandonada conducta y temían de su arrojo, y en Nicias, además de mirarle con envidia por su riqueza, culpaban aquel aire poco afable y popular, o más bien intratable y oligárquico, que le hacía parecer de otra especie; y como repugnaba muchas veces a los deseos del pueblo, contradiciendo su modo de pensar, y violentándole en cierta manera hacía lo que creía conveniente, había venido a hacérseles odioso. En una palabra: la contienda era de los jóvenes y amigos de la guerra con los ancianos y amantes de la paz, queriendo los unos que la concha cayera sobre éste, y los otros sobre aquel.

Mas si por dos sobre un honor se alterca no es nuevo que recaiga en un perverso: así en esta ocasión, dividido el pueblo entre los dos, motivo a que se presentaran en la palestra los hombres más desvergonzados y corrompidos; de cuyo número era Hipérbolo Peritedes, hombre a quien no fue el poder el que le dio atrevimiento, sino que de ser atrevido pasó a tener poder, y de haber adquirido fama en la ciudad, a ser su afrenta y su infamia. Éste, pues, considerándose entonces muy distante del castigo de las conchas, cuando lo que verdaderamente le correspondía era un potro, esperaba que, cayendo cualquiera de aquellos dos, él iba a ser el rival del que quedase; así se veía bien a las claras que se alegraba de su división, y abiertamente acaloraba al pueblo contra ambos. Enterados Nicias y Alcibíades de esta maldad, se pusieron secretamente de acuerdo, y juntando en uno los dos partidos, lograron que el ostracismo no recayese sobre ninguno de los dos, sino sobre Hipérbolo. Al principio fue este cambio materia de diversión y risa para el pueblo; pero después ya lo sintieron, pareciéndoles que aquel recurso se había deshonrado, empleándose en un hombre indigno, pues tenían al ostracismo por una pena que honraba, y creían que, si bien era castigo para Tucídides, Aristides y otros semejantes, para Hipérbolo era una honra y motivo de jactancia el que fuese tratado, por su maldad, como lo habían sido los varones más excelentes; según que ya lo dijo Platón el cómico, hablando de él en estos versos: Por sus maldades mereció esta pena; mas, por su calidad, de ella era indigno: porque no se inventó seguramente para tan ruin canalla el ostracismo. Así es que, después de Hipérbolo, ya nadie sufrió esta forma de destierro, sino que él fue el último, habiendo sido el primero Hiparco Colargueo, pariente del tirano. Mas ¡cuán cierto es que la fortuna está muy fuera del alcance del juicio humano, y que respecto de ella nada sirven nuestros raciocinios! Pues si Nicias, habiendo hecho caer sobre Alcibíades el peligro de las conchas, hubiera salido vencedor, arrojando a éste de la ciudad, habría quedado en ella con toda tranquilidad, y en caso de haber sido vencido, él habría tenido que salir antes de los últimos infortunios que le oprimieron, conservando la opinión del mejor general. No se me oculta haber dicho Teofrasto que cuando salió desterrado Hipérbolo era Féax, y no Nicias, el que entraba en disputa con Alcibíades, pero los más lo refieren de aquella manera.

XII.-Vinieron en esto legados de los Segestanos y Leontinos, con la pretensión de que los Atenienses enviaran una expedición contra la Sicilia; mas, sin embargo de que Nicias lo contradecía, aun antes de que sobre este objeto se celebrase junta pública, fue ya arrollado por las sugestiones, y, sobre todo, por la ambición de Alcibíades, el cual, con esperanzas, había ganado a la muchedumbre y con sus discursos la había alucinado, hasta tal punto, que los jóvenes en las palestras y los ancianos sentados en sus talleres o en sus reuniones diseñaban el plan de la Sicilia, describían el mar que la rodea y los puertos y sitios por donde más se avecina al África. Porque no se contentaban con ganar la Sicilia en aquella guerra, sino que la miraban como escala para entrar desde allí en lid con los Cartagineses, y dominar en el África y en todo aquel mar, hasta las columnas de Heracles. Viéndolos, pues, con semejantes proyectos, hizo esfuerzos Nicias por disuadirlos, pero halló muy pocos hombres de poder e influjo que se pusieran a su lado; porque la gente acomodada, por no dar idea de que huían de servir y de contribuir para el armamento de las galeras, nada hicieron o dijeron. Con todo, no desistió o se dio por vencido, sino que, aun después de acordada la guerra y de haber sido nombrado general juntamente con Alcibíades y Lámaco, todavía en otra junta habló y procuró hacer revocar el decreto, poniéndoles a la vista los inconvenientes; y aun excitó sospechas contra Alcibiades, indicando que con miras de ambición y de utilidad particular trataba de envolver a la república en una guerra difícil y ultramarina; pero estuvo tan lejos de adelantar nada, que antes, teniéndole con esto por más a propósito, a causa de su inteligencia y de su nimia previsión, que contrastarían muy bien con la osadía de Alcibíades y la prontitud de Lámaco, dieron a su elección mayor firmeza: porque, levantándose Demóstrato, que era el orador que más inflamaba a los Atenienses para aquella expedición, dijo que él haría callar a Nicias; y escribiendo un decreto por el que se daban a los generales plenas facultades para resolver y ejecutar acá y allá cuanto les pareciera, hizo que el pueblo lo sancionase.

XIII.- Dicese que por parte de los augures se propusieron también muchas cosas que contradecían aquella jornada; pero teniendo Alcibíades otros agoreros, presentó, de ciertos oráculos antiguos, uno en que se decía que les vendría a los Atenienses grande esplendor de parte de la Sicilia, y, además, le vinieron ciertos adivinos de Zeus Amón, trayéndole un oráculo, por el que se prometía que los Atenienses se apoderarían de todos los Siracusanos; pero los que les eran contrarios los ocultaban, por temor de que se tomasen a mal agüero. Lo que no era mucho, cuando no los contenían las señales más visibles y manifiestas, como la mutilación de los Hermes, que a todos en una noche les fueron cortadas las partes prominentes, a excepción de uno solo, llamado de Andócides, ofrenda de la tribu Egeide, y que estaba junto a la casa en que Andácides habitaba entonces; y como la atrocidad ejecutada en el ara de los Docedióses, la cual consistió en que un hombre se subió repentinamente sobre ella, y, abriendo las piernas, con una piedra se cortó las partes genitales. En Delfos había una estatua de oro de la Diosa Palas, colocada sobre una palma de bronce, ofrenda de Atenas, de los despojos tomados a los Medos: a éste, pues, la picotearon por varios días unos cuervos que vinieron volando, y el fruto de la palma, que era de oro, lo arrancaron a picotazos y lo echaron al suelo; pero los Atenienses decían que esto era invención de los de Delfos, ganados por los Siracusanos Prescribióseles en aquella misma sazón, por un oráculo, que trajeran de Clazómenas la Sacerdotisa de Atenea; y, enviándola a buscar, se halló que su nombre era Hesiquia, y en esto parece que el buen Genio de Atenas aconsejaba a aquellos ciudadanos que por entonces se estuviesen quietos. Bien fuera por temor de estos prodigios, o bien porque lo alcanzara por su ciencia, el astrólogo Metón, a quien se había dado entonces cierto mando, fingió dar fuego a su casa, como que estaba loco: aunque otros dicen que no fingió tal locura, sino que, habiendo incendiado su casa por la noche, se presentó en la plaza muy afligido, y pidió a los ciudadanos que, en atención a tan grande desventura, eximieran de la expedición a su hijo, que estaba nombrado prefecto de un trirreme para pasar a Sicilia. A Sócrates el Sabio le anunció su Genio, por los medios que tenía por costumbre, que aquella expedición se equipaba en ruina de la ciudad, lo que refirió a sus amigos y conocidos, habiendo corrido entre muchos esta especie. Para no pocos eran también motivo de inquietud los días en que salió la armada, porque celebraban las mujeres las fiestas de Adonis; y por todas partes se veían tendidos por las calles sus simulacros, y junto a ellos exequias y llantos de mujeres, por lo cual, los que dan importancia a estas cosas se mostraban disgustados y temían no fuera que aquel aparato y aquella fuerza que se ostentaban entonces, tan brillantes y florecientes, se marchitasen bien en breve.

XIV.- El que Nicias se opusiese a la expedición proyectada, sin dejarse seducir de lisonjeras esperanzas, y que no mudase de dictamen, deslumbrado con la brillantez de tan ilustre mando, no puede menos de merecerle la alabanza de hombre recto y prudente; pero después, cuando, habiéndolo intentado, no pudo apartar al pueblo de la guerra, ni lograr que lo exonerase de su encargo, sino que más bien éste como que le cogió de la mano y por fuerza le puso al frente de aquellas tropas, entonces ya no era tiempo de detenciones e irresoluciones, indisponiendo a sus colegas y malogrando el objeto con volver como un niño los ojos atrás desde la nave y quejarse continuamente de que sus discursos no hubiesen sido atendidos; sino que lo que convenía era apresurarse y cargar prontamente sobre los enemigos, a probar la suerte de los combates. Mas él lo que hizo fue contradecir al dictamen de Lámaco, que quería se marchara directamente a Siracusa. y que en sus inmediaciones se diera una batalla, y también al de Alcibíades, que tenía por lo mejor hacer que las ciudades abandonaran el partido de los Siracusanos, y, logrado esto, encaminarse contra ellos; con lo que, y con dar la orden de que, recorriendo con las naves la isla, se hiciera ostensión de las tropas y del número de galeras, y se volviesen después a Atenas, dejando una pequeña guarnición a los Egestanos, desconcertó desde un principio los proyectos de entrambos generales y les infundió grande desaliento. Llamaron, de allí a poco los Atenienses a Alcibíades, para ser juzgado, y entonces, aunque se le nombró segundo general, en el poder quedó de primero, y siempre continuó, o estándose quieto, o teniendo en movimiento las naves, o juntando consejos, dando lugar a que en su ejército se debilitase la esperanza, y los enemigos sacudiesen el asombro y terror que les causó la primera vista de tan poderosas fuerzas. Cuando se hallaba allí todavía Alcibíades, bien se dirigieron con sesenta naves contra Siracusa; pero contuvieron el mayor número de ellas, formándolas fuera, a la vista del puerto, y sólo con diez penetraron adentro, con el objeto de hacer un reconocimiento; y mientras, por medio de un heraldo, llamaban para que volviesen a su casa a los Leontinos, cogieron una nave enemiga que conducía unas tablas, en las que los Siracusanos se habían inscrito a sí mismos, cada uno en su tribu; y puestas lejos de la ciudad, en el templo de Zeus Olimpio, entonces las habían enviado a buscar, para hacer el recuento de los que se hallaban en edad de hacer el servicio militar. Cogidas que fueron, las presentaron a los generales, y al ver aquel inmenso número de nombres se sobrecogieron los adivinos, temiendo no fuese aquello lo significado por el oráculo cuando decía: “Los Atenienses se apoderarán de todos los Siracusanos.” Aunque otros dicen que este oráculo había tenido ya pleno cumplimiento en otro tiempo, cuando Calipo el Ateniense dando muerte a Dion se apoderó de Siracusa.

XV.- No mucho después del regreso de Alcibíades desde Sicilia, toda la autoridad era ya de Nicias, pues aunque Lámaco era hombre de valor y justificación, y en las batallas peleaba denodadamente, se hallaba tan pobre y miserable, que en cada expedición se veían precisados los Atenienses a admitirle en las cuentas una pequeña cantidad para su vestido y calzado; y así a Nicias, ya por otras causas y ya también por su riqueza y por la gloria que había adquirido, era grande la preferencia que se daba. Cuéntase, por tanto, que, celebrando en una ocasión consejo de guerra, dio orden al poeta Sófocles para que, como el más anciano de los generales, diera el primero su dictamen, y éste le respondió: “Yo bien soy el más viejo, pero tú eres el más anciano.” De esta manera, teniendo bajo de sí a Lámaco, sin embargo de ser mejor general que él, y no usando de sus fuerzas sino con una nimia reserva y cuidado, primero con recorrer la Sicilia, lejos siempre de los enemigos, dio a éstos mucho aliento, y después con haber acometido a Hibla, aldea despreciable, y haberse retirado sin tomarla, incurrió en el mayor desprecio. Finalmente, se retiró a Catana, sin haber hecho otra cosa que asolar a Hicara, aldea habitada por bárbaros, donde se dice haber caído cautiva la célebre ramera Lais, todavía mocita, que, vendida con los demás esclavos, fue llevada al Peloponeso.

XVI.- Al fin del verano, como entendiese que los Siracusanos, muy alentados ya, estaban resueltos a acometer los primeros, y la caballería se acercase con insolencia a su campamento, preguntando si habían venido a aumentar los habitantes de Catana o a restituir a sus casas a los Leontinos, determinóse Nicias, no sin repugnancia, a marchar a Siracusa. Queriendo sentar con seguridad y sosiego su campamento, envió cautelosamente, desde Catana, un hombre que avisara a los Siracusanos de que, si querían encontrar desierto el canipo de los Atenienses y tomarle con cuanto contenía, acudieran con todas sus tropas a Catana el día que les prefijó, pues que, no saliendo por lo regular los Atenienses de la ciudad, tenían pensado los amigos de los Siracusanos, cuando vieran que ellos venían, apoderarse de las puertas, y al mismo tiempo poner fuego a la escuadra; siendo muchos los que estaban en ello, no aguardando más que su llegada. Éste fue el golpe de maestro que Nicias dio en Sicilia, porque, sacando con esta estratagema todas las tropas de la ciudad, y dejándola en cierta manera vacía, pudo marchar de Catana, apoderarse de los puestos y establecer el campo en sitio donde los enemigos no le incomodaran con aquello en que les era inferior, y desde donde esperaba hacerles libremente la guerra con lo que le daba ventajas. Después, cuando al volver los Siracusanos de Catana se formaron delante de la ciudad, los acometió súbitamente Nicias con sus fuerzas, y los venció; mas no se hizo gran matanza en los enemigos, porque la caballería impidió que se les siguiera el alcance. Rompió entonces Nicias, y derribó los puentes, lo que hizo decir a Hermócrates, para dar ánimo a los Siracusanos: “¡Ridículo general es este Nicias, que busca medios para no pelear, como si no hubiera sido enviada a pelear su expedición!” Con todo, fue tan grande la sorpresa y el miedo que causó a los Siracusanos, que, en lugar de los quince generales que entonces tenían, eligieron otros tres, asegurándoles el pueblo con juramento que los dejaría obrar con las más plenas facultades. Hallábase cerca el templo de Zeus Olimpio, y los Atenienses pensaban en tomarle, por haber en él muchas y muy ricas ofrendas de oro y plata; pero Nicias, de intento, lo fue dilatando y dejando para otro día, no impidiendo que los Siracusanos introdujesen guarnición, por pensar que, si los soldados saqueaban aquellas preciosidades, ningún provecho había de resultar de ello a la república, y sobre él vendría a recaer la nota de impiedad. Ningún partido sacó de una victoria tan celebrada, y, pasados pocos días, se retiró a Naxo, donde pasó el invierno, haciendo exorbitantes gastos para mantener tan numeroso ejército y ejecutando cosas de muy poca entidad con algunos Sicilianos de los que habían abrazado su partido. Con esto, los Siracusanos cobraron otra vez ánimo, y dirigiéndose a Catana talaron el país e incendiaron el campamento de los Atenienses; y de esto todos ponían la culpa a Nicias, porque en conferenciar, en meditar y en precaverse, se le iba el tiempo, malogrando las ocasiones. Sus hechos nadie los reprendía, pues era, una vez que se determinaba, activo y pronto; pero para decidirse, muy detenido y cobarde.

XVII.- Luego que resolvió mover de nuevo con su ejército para Siracusa, lo dispuso con tanto acierto y fue tal la prontitud y seguridad con que se condujo, que no se tuvo el menor indicio de haberse dirigido a Tapso con la escuadra y haber allí saltado en tierra la tripulación; ni tampoco de que él mismo se había adelantado hasta el punto de Epípolas y lo había tomado; en seguida de lo cual venció a lo más escogido de los auxiliares, cautivando unos trescientos, y rechazó la caballería de los enemigos, que era tenida por invencible. Pero lo que más que todo admiró a los Siracusanos y pareció increíble a los Griegos fue haber corrido en muy poco tiempo un muro alrededor de Siracusa, ciudad de no menor extensión que Atenas, y que, por la desigualdad de su terreno, por su inmediación al mar y por las lagunas de que hay en su contorno, ofrece mayores dificultades para poder ser circunvalada con tan dilatada muralla. Pues, con todo, faltó muy poco para que se acabase enteramente bajo el cuidado de un caudillo que estaba muy distante de gozar de la salud correspondiente a tantas fatigas, padeciendo un violento dolor de riñones, al que debe con razón atribuirse que aquel trabajo no se hubiese concluído. No puedo, pues, admirarme bastante de la diligencia de tal caudillo y del valor de tales soldados, por las victorias que consiguieron, puesto que Eurípides, después de sus derrotas y de su trágico fin, les hizo este epicedio: Ocho victorias, los que aquí descansan, de los Siracusanos alcanzaron, mientras plugo a los Dioses de ambos lados en igualdad perfecta mantenerse Y no ocho victorias solas, sino muchas más todavía se hallará haber sido las que consiguieron de los Siracusanos antes que, como es cierto, se hubiese hecho por los Dioses y por la fortuna oposición a los Atenienses, cuando habían llegado a la cumbre del poder.

XVIII.- Haciéndose, pues, violencia, acudía Nicias a cuanto se ofrecía; pero, habiéndose agravado el mal, tuvo que quedarse dentro del muro con algunos asistentes, y en tanto, mandando el ejército, Lámaco hacía frente a los Siracusanos, que construían desde la ciudad otra muralla por delante de la de los Atenienses, para impedir los efectos de su circunvalación. Por lo mismo que los Atenienses estaban victoriosos, solían desordenarse al seguirles el alcance, y habiéndose quedado en una ocasión casi solo Lámaco, aguardó a la caballería de los Siracusanos, que le cargaba. Era el primero de ella Calícrates, buen militar y de mucho aliento, y, como provocase a Lámaco, fuese éste para él y pelearon en singular batalla, en la que fue primero herido Lámaco, y al huir después éste a Callerates, cayó en el suelo, y ambos murieron juntos. Apoderáronse de su cadáver y de sus armas los Siracusanos, y en seguida dieron a correr hacia el muro de los Atenienses, en el que había quedado Nicias, sin tener casi a nadie en su ayuda. Sin embargo, movido de la necesidad y de la presencia del peligro, mandó a los que tenía cerca de sí que a cuantos maderos se hallaban reunidos para las máquinas, y a las máquinas mismas, les pegaran fuego. Sirvió esto para contener a los Siracusanos, y salvó a Nicias con la muralla y los efectos que allí tenían guardados los Atenienses, porque, viendo los Siracusanos a la mitad de la distancia aquel grande incendio, se retiraron. De resulta de estos sucesos, quedó Nicias único general, y se formaron grandes esperanzas; pasábanse a su partido las ciudades, y eran muchos los barcos cargados de provisiones que de todas partes llegaban al campamento, acudiendo todos a aquel cuyos negocios iban tan prósperamente; de manera que aun le habían llegado de parte de los Siracusanos proposiciones de paz, desconfiando de poder sostener la ciudad. Así Gilipo, que de Lacedemonia venía en su auxilio, luego en que el curso de su navegación supo cómo se hallaban cercados y la escasez que padecían, continuó su viaje, en la inteligencia de que la Sicilia estaba tomada, y que no le quedaba más que hacer sino conservar en la alianza a los italianos y sus ciudades, si aun para esto llegaba a tiempo. Porque las voces que corrían eran de que todo estaba ya por los Atenienses, y que tenían un general invencible, por su dicha y su prudencia. El mismo Nicias pasó de repente, con esta prosperidad, a ser confiado, contra lo que llevaba su natural, y teniendo por cierto, ya por su demasiado poder y ventura, y ya más principalmente por los avisos que secretamente le llegaban de Siracusa, que, para ser suya la ciudad, apenas le faltaba más que estar hechas las capitulaciones, ninguna cuenta hizo de la venida de Gilipo, ni puso las convenientes guardias para estar en observación; así, con desatenderle y despreciarle, dio lugar a que, sin tener él la menor sospecha, aportase en una lancha a la Sicilia, donde estableciéndose lejos de Siracusa reclutó mucha gente, sin que los Siracusanos lo supiesen y ni siquiera le esperasen. Por tanto, ya se había convocado para junta pública, con el objeto de tratar de la capitulación con Nicias; y algunos se encaminaban a ella, pareciéndoles que debía hacerse el tratado antes que del todo fuese circunvalada la ciudad, porque era muy poco lo que quedaba por hacer, y aun para esto estaban ya arrimados todos los materiales.

XIX.- Cuando se hallaban en este conflicto, llegó Góngilo de Corinto, con un trirreme, y, corriendo todos a él, como era natural, les dijo que Gilipo estaba para llegar de un momento a otro, y aun venían más fuerzas en su socorro. Todavía dudaban de esta relación de Góngilo, cuando les llegó aviso de Gilipo, previniéndoles que marcharan a unirse con él. Cobraron, pues, ánimo, y, tomando las armas, apenas llegó Gilipo, sin detención marchó en orden de batalla contra los Atenienses. Formó también Nicias contra ellos, y entonces, bajando Gilipo las armas, envió un heraldo a los Atenienses, diciéndoles que les daría permiso para retirarse conseguridad de la Sicilia, a lo cual ni siquiera se dignó de contestar Nicias; pero algunos de los soldados, echándose a reír, le preguntaron si por haberse presentado una capa y un báculo lacónicos había derepente mejorado tanto el estado de los Siracusanos, que pudieran despreciar a los Atenienses, que a trescientos más valientes que Gilipo y con más cabellera, teniéndolos en prisiones, los habían vuelto a los Lacedemonios. Timeo refiere quelos mismos Sicilianos miraron con el mayor desprecio a Gilipo; a la postre, por condenar en él su codicia y su avaricia sórdida, y cuando al principio se presentó, porque hacían irrisión de su capa y de su cabellera. Dice, además, que apenas se aparéció Gilipo volaron muchos a él, como cuando se aparece la lechuza, dispuestos a hacer la guerra; lo que es más cierto que lo que antes se deja dicho; porque acudieron en gran número, reconociendo en aquella capa y en aquel báculo la señal dístintiva y la dignidad de Esparta; y esto fue obra de sólo Gilipo, como lo dice Tucídides, y también Filisto, natural de Siracusa, y testigo ocular de estos sucesos. En la primera batalla quedaron vencedores los Atenienses, habiendo dado muerte a algunos Siracusanos y alcorintio Góngilo; pero al día siguiente hizo ver Gilipo cuánto puede la inteligencia y pericia militar, pues con las mismas armas, con los mismos caballos, en el mismo terreno, aunque no de la misma manera, sino variando la formación, venció a los Atenienses, que en fuga se retiraron a su campamento; y habiendo puesto a trabajar a los Siracusanos, con las piedras y materiales que aquellos habían allegado continuaron sus obras comenzadas, con las que cortaron el murallón de los Atenienses; de modo que aun con vencer nada adelantarían. Adelantados con esto extraordinariamente los Siracusanos, tripularon sus galeras, y recorriendo el país con su caballería y la de los aliados atrajeron a muchos. Dirigiéndose también Gilipo a las ciudades, movió alborotos y sediciones en todas ellas, consiguiendo que le obedeciesen y se le incorporasen. Nicias, entonces, volviendo a su primer modo de pensar, y reconociendo la mudanza que los negocios habían tenido, cayó de ánimo y escribió a los Atenienses, pidiendo que le enviaran otro ejército o retiraran aquel de la Sicilia, y en cuanto a sí, rogó que le exoneraran del mando, a causa de su enfermedad.

XX.- Aun antes de esto, habían intentado los Atenienses enviar nuevas fuerzas a Sicilia; pero, por envidia de la prosperidad con que la fortuna había hasta aquel punto lisonjeado a Nicias, lo habían ido dilatando; mas entonces se apresuraron a mandar los socorros. Estaba dispuesto que, pasado el invierno, marchara Demóstenes, con un poderoso ejército; pero, entre tanto, en el rigor de aquella estación dio la vela Eurimedonte, llevando caudales y la designación de los colegas de Nicias en el mando, tomados de los que allí hacían la guerra: eran éstos Eutidemo y Menandro. A este tiempo tentó Nicias repentinamente, por mar y por tierra, la suerte de los combates, y aunque al principio tuvo en el mar algún descalabro, con todo rechazó y echó a pique muchas de las naves enemigas; pero no habiendo podido por sí mismo adelantar por tierra sus socorros, cargó precipitadamente Gilipo y tomó a Plemirio, donde, hallándose los efectos del arsenal y otra infinidad de enseres, de todo se apoderó, dando muerte a no pocos y haciendo a otros cautivos; pero lo más fue haber quitado a Nicias la proporción del acopio de víveres, porque éste era sumamente seguro y pronto por Plemirio, ocupándole los Atenienses; pero, desposeídos de él, además de ser difícil, no podía hacerse sino a fuerza de continuos combates con los enemigos, que tenían surta allí su armada. Aun la victoria contra ésta no pareció haberse conseguido de poder a poder, sino por haberse desordenado cuando seguía el alcance; así, volvieron a presentarse en actitud de pelear, mejor preparados que antes; pero Nicias no quería aventurar otro combate naval, diciendo que sería gran necedad, estando aguardando tan brillantes tropas de refresco como eran las que a toda prisa conducía Demóstenes, querer arriesgarse a una batalla con fuerzas inferiores y mal organizadas. Pero de Menandro y Eutidemo, que acababan de ser elevados al mando, se había apoderado cierta envidia y emulación contra los otros dos generales, proponiéndose ejecutar algún hecho notable antes que llegase Demóstenes y oscurecer, si podían, a Nicias. El pretexto, sin embargo, era el celo por la gloria de la república, la que decían perecería y anublaría del todo si mostrasen temor a los Siracusanos, que los provocaban a batalla, con lo que le obligaron a combatir. Engañados con una estratagema por Aristón, piloto de Corinto, fue destrozada enteramente su ala izquierda, según escribe Tucídides, con pérdida de mucha gente. Afligióse sobremanera Nicias con este infortunio, pues si mandando solo ya había empezado a caer, ahora los colegas lo habían precipitado.

XXI.- Dejóse ver en esto Demóstenes en el puerto, tan brillante, con la pompa de su magnífica escuadra, como formidable a los enemigos, trayendo en setenta y tres galeras cinco mil infantes, y entre tiradores de armas arrojadizas, flecheros y honderos arriba de tres mil. El ornato de las armas, las insignias de las naves y la muchedumbre de cantores y flautistas presentaba un aparato teatral, propio para infundir a aquellos terror. Volvieron, por tanto, los Siracusanos a concebir los mayores recelos, viendo que sus trabajos no tenían término ni alivio, y que se estaban consumiendo y aniquilando en vano. No le duró, de otra parte, a Nicias largo tiempo el placer de la venida de aquellas fuerzas, pues apenas entró en conferencias con Demóstenes le vio resuelto a que al punto se acometiera a los enemigos, y, sin perder momento, se pusiera todo al tablero, para tomar a Siracusa y volverse a casa, de lo que concibió gran temor; maravillado de aquella prontitud y temeridad, le rogaba que nada se hiciera por desesperación y sin maduro consejo. Decíale que la dilación era toda contra los enemigos, que se hallaban gastados en sus bienes y no podían contar con que los auxiliares se mantuvieran a su lado largo tiempo, y que, si de nuevo sentían los apuros de la escasez y la hambre, acudirían a él, como antes, con proposiciones de paz. Porque había no pocos en Siracusa que secretamente daban avisos a Nicias y le inclinaban a permanecer, a causa de que aquellos habitantes padecían mucho con la guerra y no podían aguantar a Gilipo, y a poco que la miseria se aumentase, enteramente habían de desmayar. Como muchas de estas cosas no hacía Nicias más que indicarlas, no teniendo por conveniente decirlas a las claras, dio motivo a los colegas para que le trataran de irresoluto, diciéndole que ya volvía a sus precauciones, a sus dilaciones y nimiedades, con las que dejó perder el primer calor del ejército, no marchando al punto contra los enemigos, sino contemporizando y haciéndose despreciable; y como con esto los otros se adhiriesen al dictamen de Demóstenes, al cabo convino también Nicias, aunque no sin gran violencia. Hecho este acuerdo, tomó consigo Demóstenes, por la noche, las fuerzas terrestres, y marchando contra el punto de Epípolas dio muerte a algunos de los enemigos, sorprendiéndoles sin ser sentido, y a otros, que se defendieron, los desbarató; mas, aunque le tomó por este medio, no se contuvo, sino que discurrió adelante, hasta que dio con los Beocios; éstos fueron los primeros que, animándose unos a otros y corriendo a los Atenienses con las lanzas en ristre, los rechazaron con grande gritería, dando muerte a muchos de ellos. Con esto se introdujo gran confusión y terror en todo el ejército, llenando de él el que huía al que todavía estaba vencedor; y dando la parte que avanzaba y acometía, en la que se retiraba despavorida, trabaron unos con otros, creyendo que los que huían eran perseguidores y tratando a los amigos como enemigos. Porque en aquella desordenada confusión, acompañada de miedo y de la falta de conocimiento, y en la inseguridad de la vista en una noche que ni era absolutamente oscura ni tenía una luz cierta, como era preciso, estando ya para ponerse la Luna, y moviéndose entre su luz muchos cuerpos y armas, sin que pudieran reconocerselos semblantes, con miedo del enemigo, hasta él propio se hacía sospechoso, cayendo los Atenienses en la situación y perplejidad más terrible. Avínoles también el que tenían la Luna por la espalda, con lo que, enviando sus sombras delante de sí, ocultaban el número y brillo de sus armas, mientras que en los contrarios el resplandor de la Luna, que daba en los escudos, hacía que parecieran en mayor número y con ventaja. Finalmente, cayendo sobre ellos por todas partes los enemigos, luego que cedieron, unos fueron muertos por éstos en la fuga, otros perecieron a manos de sus camaradas, y otros se precipitaron por los derrumbaderos. A los que se dispersaron y perdieron el camino, venido el día los acabó la caballería, habiendo sido dos mil los que murieron, y de los que se presentaron en el campamento, muy pocos se salvaron con las armas.

XXII.- Habiendo recibido Nicias este golpe, no inesperado, se quejaba de la precipitación de Demóstenes; y éste, después de haber pretendido excusarse, fue de parecer que debían retirarse cuanto antes, pues que ya no debían de venirle nuevas fuerzas, ni con aquellas podían vencer a los enemigos; y aun cuando los vencieran, siempre había de ser preciso abandonar aquel terreno, contrario y enfermizo en todo tiempo, según se les informaba, para un campamento, y entonces mortífero, como lo estaban viendo; hallábanse, en efecto, a la entrada del otoño, tenían muchos enfermos y todos estaban abatidos. Resistíase Nicias a la propuesta de la retirada y del embarque, no porque no temiese a los Siracusanos, sino porque temía más a los Atenienses, sus juicios y sus calumnias: “Porque aquí- añadió- no espero nada de muy adverso; y aun cuando sucediera, prefiero recibir la muerte de los enemigos que no de mis conciudadanos”; al contrario de como pensó más adelante León Bizantino, que dijo a los suyos: “Más quiero morir de vuestra mano que con vosotros.” En cuanto al punto y país adonde trasladarían el campamento, dijo que ya deliberarían con más sosiego. Dicho esto, Demóstenes, como le había salido tan mal su primer dictamen. no insistió más en el que proponía, y los otros colegas, pareciéndoles que Nicias, por esperar y confiar en los de adentro, resistía el embarque con tanto tesón, convinieron al fin en su parecer. Mas como hubiesen recibido los Siracusanos otros refuerzos, y se agravase la enfermedad en los Atenienses, el propio Nicias condescendió en la retirada y dio orden a los soldados de que estuvieran prontos para embarcarse.

XXIII.- Cuando todo estaba a punto, sin que ninguno de los enemigos lo observase, como que tampoco lo esperaban, en aquella misma noche se eclipsó la Luna; cosa de gran terror para Nicias y para todos aquellos que, por ignorancia y superstición, se asustan con tales acontecimientos, porque, en cuanto a oscurecerse el Sol hacia el día trigésimo, ya casi todos saben que aquel oscurecimiento lo causa la Luna; pero en cuanto a ésta, que es lo que se le opone, y como hallándose en su lleno de repente pierde su luz y cambia diferentes colores, esto no era fácil de comprender, sino que lo tenían por cosa muy extraordinaria y por anuncio que hacia la Diosa de grandes calamidades, pues el primero que con más seguridad y confianza había puesto por escrito sus ideas acerca del creciente y menguante de la Luna había sido Anaxágoras, y éste no era antiguo, ni su escrito tenía celebridad, pues no se había divulgado, y sólo corría entre pocos, con reserva y cautela. Porque todavía no eran bien recibidos los físicos y los llamados especuladores de los meteoros, achacándoseles que las cosas divinas las atribuían a causas destituidas de razón, a potencias incomprensibles y a fuerzas que no pueden resistirse; así es que Protágoras fue desterrado, Anaxágoras puesto en prisión, de la que le costó mucho a Pericles sacarle salvo, y Sócrates, que no se metió en ninguna de estas cosas, sin embargo pereció por la filosofía. Ya más adelante, resplandeéió la fama de Platón, y tanto con su conducta como con haber subordinado las fuerzas físicas a principios divinos y superiores desvaneció las calumnias que corrían contra estos estudios y les abrió a todos camino para la instrucción. Así, su amigo Dion, aunque en el mismo punto en que estaba para dar la vela desde Zacinto contra Dionisio sobrevino un eclipse de Luna, no por eso se inquietó ni dejó de partir, y, apoderándose de Siracusa, expulsó al tirano. Hizo, además, la casualidad que Nicias no tuviese a su lado un adivino diestro, pues Estílbides, su gran confidente, que procuraba desimpresionarle de la superstición, había muerto poco antes. Y en verdad que aquella señal, como observa Filócoro, para los que querían huir, no era adversa, sino muy favorarable, porque las cosas que se hacen por miedo necesitan de reserva y la luz les es contraria; y fuera de esto, asi en los eclipses de Sol como en los de Luna, se estaba en observación por tres días, como en sus Comentarios lo expuso Autoclides; y Nicias les persuadió que esperaran otro período de Luna, como si no la hubiera visto al punto clara y limpia de manchas, luego que salió de la oscuridad con que la tierra impedía su luz.

XXIV.- Olvidado casi de todo lo demás, se ocupaba en hacer sacrificios, hasta que vinieron sobre ellos los enemigos, sitiando con sus tropas de tierra la muralla y el campamento y cercando en rededor el puerto con sus naves; y no sólo ellos, sino hasta los muchachos, conducidos en barquichuelos y en lanchas, provocaban e insultaban a los Atenienses. Uno de éstos, hijo de padres distinguidos, llamado Heraclides, que se había adelantado con su barquichuelo, fue cogido por una nave ática, que salió en su persecución; y como temiese por él Pólico, su tío, corrió, para librarle, con diez galeras que mandaba, y los demás, temiendo por Pólico, movieron igualmente. Trabóse una reñida batalla, en la que vencieron los Siracusanos, con muerte de Eurimedonte y otros muchos. No pudieron ya aguantar más los Atenienses, y empezaron a gritar contra los generales, clamando por que dispusieran la retirada por tierra, pues los Siracusanos, luego que hubieron alcanzado la victoria, custodiaron y cerraron la salida del puerto. Rehusaba Nicias venir en semejante resolución, porque le parecía cosa terrible abandonar un grandísimo número de transportes y muy pocas menos de doscientas galeras; embarcó, pues, lo más escogido de la infantería y los más robustos entre los tiradores, y ocupó con ellos ciento diez galeras, porque las restantes estaban desprovistas de remos. La demás tropa la situó a la orilla del mar, abandonando el gran campamento y la muralla que remataba en el templo de Heracles; de manera que, no habiendo ofrecido los Siracusanos al dios tiempo había los acostumbrados sacrificios, entonces, saltando en tierra, cumplieron con este acto religioso los sacerdotes y los generales.

XXV.- Cuando ya estaban listas las naves, anunciaron los agoreros a los Siracusanos que las víctimas les prometían prosperidad y victoria, si no eran los primeros a empezar el combate, y solamente se defendían, pues Heracles alcanzó todas sus victorias poniéndose en defensa cuando se veía amenazado, y con esto movieron del puerto. En este combate naval, uno de los más empeñados y terribles, y que no causó menores inquietudes y agitaciones en los espectadores que en los combatientes, por la vista de un encuentro que en breve tuvo muchas y muy inesperadas mudanzas, no vino menos daño a los Atenienses de su estado y disposición que de parte de los enemigos. Porque peleaban con naves estrechamente unidas y cargadas, contra otras que, estando vacías y ligeras, con facilidad discurrían por todas partes, siendo además ofendido con piedras, que, dondequiera que cayesen, hacían gran daño, cuando ellos no lanzaban sino dardos y saetas, que con el oleaje no tenían golpe seguro, ni siempre podían herir de punta. Esta fue lección que dio a los Siracusanos Aristión, el piloto de Corinto, el cual, habiendo peleado alentadamente en aquel combate, murió en él cuando ya habían vencido los Siracusanos. Habiendo sido grande la ruina y destrozo de los Atenienses, se les cortó toda esperanza de poder huir por mar, y como viesen también muy difícil el poderse salvar por tierra, ni estorbaron a los enemigos que remolcasen sus naves, no obstante estarlo presenciando, ni pidieron que se les permitiera recoger los muertos: teniendo todavía por más triste y miserable el abandono que se veían precisados a hacer de los enfermos y heridos, y considerándose a sí mismos en un estado aún más lastimoso, porque habían de llegar al mismo fin por entre mayores males.

XXVI.- Intentaban evadirse aquella noche, y Gilipo, viendo a los Siracusanos entregados a sacrificios y banquetes, en celebridad de la victoria y de la fiesta, desconfió de poder moverlos, ni con persuasiones ni con esfuerzo alguno, a que persiguieran a los enemigos, que no dudaba iban a retirarse; pero Hermócrates, por movimiento propio, excogitó contra Nicias un engaño, enviando algunos de sus amigos que le dijesen venir de parte de aquellos mismos que antes acostumbraban hablarle reservadamente, siendo su objeto avisarle que no marchara aquella noche, porque los Siracusanos les tenían armadas celadas y les habían tomado los pasos. Burlado Nicias con este engaño, padeció después, con verdad, de parte de los enemigos, lo que entonces falsamente se le hizo temer: porque, saliendo a la mañana siguiente, al amanecer, ocuparon las gargantas de los caminos, levantaron cercas delante de los vados de los ríos, cortaron los puentes y situaron la caballería en terreno llano y sin tropiezos, para que por ninguna parte pudieran pasar los Atenienses sin tener un combate. Aguardaron éstos en todo aquel día hasta la noche en la que se pusieron en marcha, río sin grande aflicción y suspiros, como si salieran de su patria y no de tierra enemiga, sintiendo la estrechez y miseria en que se veían y el abandono de los amigos y deudos; y, sin embargo, estos males les parecían más ligeros que los que les aguardaban. Pues, con todo de causar lástima el desconsuelo que reinaba en el campamento, ningún espectáculo era más triste y miserable que el ver a Nicias, debilitado por sus males y reducido, en medio de su dignidad, a lo más preciso, sin poder usar de los alivios que por el mal estado de su salud le eran más necesarios, y que a pesar de todo hacía y toleraba en aquella situación lo que no sufrían muchos de los que se hallaban sanos: echándose bien de ver que, no por sí mismo, ni por apego a la vida, aguantaba aquellas penalidades, sino que era el amor a sus conciudadanos el que le hacía no dar por perdida toda esperanza. Así, cuando los demás prorrumpían en lágrimas y sollozos, por el miedo y el dolor, si alguna vez se veía forzado a dar iguales muestras de su aflicción, se advertía que era a causa de comparar la afrenta e ignominia de su ejército con la grandeza y gloria de los triunfos que habían esperado conseguir. Aun sin tenerle a la vista, con sólo recordar sus discursos y las exhortaciones que había hecho para impedir la expedición, se les ofrecía que muy sin causa sufría aquellas calamidades, tanto, que hasta su esperanza en los Dioses llegó a debilitarse en gran manera, al considerar que un hombre tan piadoso, y en las cosas de la religión tan puntual y generoso, no era mejor tratado de la fortuna que los más perversos y ruines del ejército.

XXVII.- Esforzábase Nicias a mostrarse en la voz, en el semblante y en el modo de saludar superior a tanta desgracia, y en los ocho días de marcha, acometido y herido por los enemigos, conservó invencibles las fuerzas que tenía consigo, hasta que quedó cautivo Demóstenes, con su división, junto a la quinta llamada Polizelo, peleando y siendo cercado de los enemigos. Desenvainó entonces Demóstenes su espada, y se hirió a sí mismo, aunque no acabó de quitarse la vida, porque se arrojaron sobre él los enemigos y le echaron mano. Adelantáronse unos cuantos Siracusanos a enterar a Nicias del suceso; y habiendo mandado algunos de los suyos de a caballo, cuando se cercioró de la pérdida de aquellos, manifestó deseos de tratar con Gilipo para que dejaran partir a los Atenienses de la Sicilia, recibiendo rehenes sobre que serían indemnizados los Siracusanos de todos los gastos que hubiesen hecho en aquella guerra; mas ellos no le dieron oídos, sino que, tratándole con vilipendio y haciéndole amenazas e insultos, le lanzaron flechas, no obstante que le veían reducido al último extremo de miseria. Con todo, aún aguantó aquella noche, y al día siguiente continuó su marcha, acosado por los enemigos hasta el río Asinaro. Allí éstos alcanzaron a algunos, y los arrojaron a la corriente; otros habían llegado antes, y, compelidos de la sed, se habían echado de bruces a beber; y fue grande el estrago y crueldad contra los que a un mismo tiempo bebían y recibían la muerte; hasta que Nicias, echándose a los pies de Gilipo, le hizo este ruego: “Hallen compasión ¡oh Gilipo! en vosotros los vencedores, no yo que de nadie la deseo, debiendo bastarme el nombre y la gloria que me dan tamañas desgracias, sino los demás Atenienses, haciéndoos cargo de que son comunes los infortunios de la guerra, y que en ellos se portaron benignamente con vosotros los Atenienses cuando les fue favorable la fortuna.” Al proferir Nicias estas palabras, con ellas y con su vista no dejó de conmoverse Gilipo, pues sabía que los Lacedemonios habían sido de él favorecidos en el último tratado, y, además, echaba cuenta de que importaría mucho para su gloria el conducir prisioneros a los dos generales enemigos. Por tanto, tomando de la mano a Nicias, procuró alentarle, y dio orden para que a los demás les hiciesen prisioneros; pero habiéndose tardado algo en hacerla correr, fueron menos que los muertos los que se salvaron; de los cuales los soldados sustrajeron y robaron muchos. Reunido que hubieron todos los prisioneros que se manifestaron, suspendieron de los más altos y hermosos árboles de la orilla del río las armas ocupadas a los enemigos, pusieron coronas sobre sus sienes, y, enjaezando vistosamente sus caballos, y cortando las crines a los de los enemigos, se dirigieron a la ciudad, después de haber terminado la más celebrada contienda que Griegos contra Griegos tuvieron jamás y de haber alcanzado la victoria más completa, con grande poder y tesón, y con las mayores muestras de resolución y de virtud.

XXVIII.- Celebróse una junta de los Siracusanos y los aliados, en la que el orador Euricles propuso, primero, que el día en que habían hecho prisionero a Nicias sería sagrado y dedicado a hacer sacrificios, absteniéndose de todo trabajo; que esta festividad se llamaría Asinaria, del nombre del río; el día fue el 27 del mes Carneo, al que los Atenienses dicen Metagitnión; que los esclavos de los Atenienses serían vendidos y también sus aliados; pero los Atenienses mismos y los de la Sicilia hallados con ellos serían puestos en custodia, destinándolos a los trabajos de las minas a excepción de los generales, y que a éstos se les daría muerte. Habiendo aplaudido los Siracusanos esta propuesta, quiso Herniócrates hacerles entender que más glorioso que el vencer es saber usar con moderación de la victoria, pero se vio sumamente expuesto; y como Gilipo hubiese pedido que se le entregasen los generales de los Atenienses, para conducirlos a Esparta, ensoberbecidos los Siracusanos con la prosperidad, le respondieron desabridamente, pues fuera de la guerra llevaban muy mal su aspereza y su modo de mandar, verdaderamente lacónico; y, según dice Timeo, repugnaban y condenaban su mezquindad y su avaricia: enfermedad heredada, por la que su padre Cleándrides, en causa de soborno, fue desterrado; y él mismo, habiendo sustraído treinta talentos de los que Lisandro envió a Esparta, y escondidolos en el tejado de su casa, como hubiese sido denunciado, tuvo que huír con la mayor vergüenza; pero de esto hemos hablado con más detención en la vida de Lisandro. Timeo no dice que Demóstenes y Nicias hubiesen muerto apedreados, como lo escriben Filisto y Tucídides, sino que, habiéndoles avisado Hermócrates cuando todavía duraba la junta, por medio de uno de la guardia que allí se hallaba, ellos mismos se quitaron la vida, y que los cadáveres se expusieron públicamente a la puerta, para que pudieran verlos cuantos quisiesen. Se me ha informado que todavía se muestra en Siracusa un escudo, fijado en el templo, que se dice haber sido el de Nicias, y cuya cubierta es un tejido de oro y púrpura, primorosamente entremezclados.

XXIX.- De los Atenienses, los más fallecieron en las minas, de enfermedad y de mal alimentados, porque no se les daba por día más que dos cótilas de cebada y una de agua. No pocos fueron vendidos, o porque habían sido de los robados porque, habiéndose ocultado entre los siervos, pasaron por esclavos, y como tales los vendían, imprimiéndoles en la frente un caballo; teniendo que sufrir esta miseria más que la esclavitud. Fueron para éstos de gran socorro su vergüenza y su educación, porque, o alcanzaron luego la libertad, o permanecieron siendo tratados con distinción en casa de sus amos. Debieron otros su salud a Eurípides, porque los Sicilianos, según parece, eran entre los Griegos de afuera los que más gustaban de su poesía, y aprendían de memoria las muestras, y, digámoslo así, los bocados que les traían los que arribaban de todas partes, comunicándoselos unos a otros. Dícese, pues, que de los que por fin pudieron volver salvos a sus casas, muchos visitaron con el mayor reconocimiento a Eurípides, y le manifestaron, unos, que hallándose esclavos, habían conseguido libertad enseñando los fragmentos de sus poesías, que sabían de memoria, y otros, que, dispersos y errantes después de la batalla, habían ganado el alimento cantando sus versos; lo que no es de admirar cuando se refiere que, refugiado a uno de aquellos puertos un barco de la ciudad de Cauno, perseguido de piratas, al principio no lo recibieron, sino que lo hacían salir, y que después, preguntando a los marineros si sabían los coros de Eurípides, y respondiendo ellos que sí, con esto cedieron y les dieron puerto.

XXX.- La noticia de aquella desgracia se dice habérseles hecho increíble a los Atenienses, por la persona y el modo en que fue anunciada: llegó, según parece, un forastero al Pireo, y, entrando en la tienda de un barbero, comenzó a hablar de lo sucedido, como de cosa que ya debía saberse en Atenas. Oído que fue por el barbero, subió corriendo a la ciudad, antes que ningún otro pudiera tener conocimiento, y, dirigiéndose a los Arcontes, al punto les dio en la misma plaza parte de lo que le habían contado. Siguióse la consternación e inquietud que era natural, y, convocando los Arcontes a junta, le hicieron presentarse en ella; y como, preguntado por quién lo sabía, no hubiese podido decir cosa que satisficiese, teniéndole por un forjador de embustes, que trataba de afligir la ciudad, le ataron a una rueda, en la que fue atormentado por largo tiempo, hasta que llegaron personas que refirieron toda aquella tragedia como había pasado. ¡Tanto fue lo que les costó creer que a Nicias le habían sobrevenido los infortunios que tantas veces les había pronosticado!