Vidas Paralelas
Plutarco
Las Vidas paralelas, del historiador griego Plutarco, es una de las obras estudios biográficos pioneros de la Historia. Escrita entre los años 96 d. C. y el 117 d. C., la obra se caracteriza principalmente por su particular estructura. Es decir, el tomar a dos personajes, uno griego y otro romano relacionados a través de una dedicación o característica que Plutarco consideraba definitoria, y relatar sus vidas en detalle comparando a ambas figuras al final (práctica denominada σύγκρισις o sýnkrisis). De allí, lógicamente, el nombre de la obra, Vidas paralelas.
Como ocurre con muchos otros trabajos de la literatura clásica, la obra ha llegado incompleta hasta nuestros días, conservándose solo cuarenta y ocho biografías. De estas, veintidós pares corresponden a las Vidas paralelas y el resto a otros trabajos biográficos realizados por Plutarco.
Vidas paralelas
Tomo VI
Foción – Catón el Joven – Comparación
Agis / Cleómenes – Tiberio Graco / Gayo Graco – Comparación
Demóstenes – Cicerón – Comparación
Tomo I ― Tomo II ― Tomo III ― Tomo IV ― Tomo V ― Tomo VII
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Vida de Cleómenes
(c. 519 a. C. – c. 490 a. C.)
I.- Muerto Agis, Leónidas anduvo tardo en prender a su hermano Arquidamo, que inmediatamente se puso en huída; pero a su mujer, que hacía poco había dado a luz un niño, la echó de la casa propia, y por fuerza la casó con su hijo Cleómenes, aunque todavía no se hallaba enteramente en edad de tomar mujer; y es que no quería se adelantara otro a aquel matrimonio, a causa de que Agiatis había heredado la cuantiosa hacienda de su padre Gilipo, y era en la edad y en la belleza la más aventajada de las griegas, y en sus costumbres y conducta sumamente apreciable. Dícese por lo mismo que nada omitió para que no se la hiciera aquella violencia, pero enlazada con Cleómenes, aunque aborrecía a Leónidas, era buena y cariñosa esposa de aquel joven, el cual, además, se había enamorado de ella, y en cierta manera participaba de la memoria y benevolencia que a Agis conservaba su esposa; tanto, que muchas veces le preguntaba sobre aquellos sucesos, y escuchaba con grande atención la relación que le hacía de las ideas y proyectos que tenía Agis. Era Cleómenes amante de gloria, de elevado ánimo, y no menos que Agis inclinado por carácter a la templanza y a la modestia; mas no tenía la excesiva bondad y mansedumbre de éste, sino que en su ánimo había una cierta punta de ira y gran vehemencia para todo lo que reputaba honesto, y si le parecía honestísimo mandar a los que voluntariamente obedecían, tenía a lo menos por bueno el impeler a los que le repugnaban, violentándolos hacia lo más conveniente.
II.- No podía, por tanto, agradarle el estado de la república: inclinados los ciudadanos al ocio y al deleite, y desentendiéndose el rey de todos los negocios, si alguno no le turbaba el reposo y el lujo en que quería vivir. Descuidábanse las cosas públicas; porque cada uno no pensaba sino en el provecho propio; y del ejercicio de la templanza, de la tolerancia y de la igualdad entre los jóvenes, ni siquiera era seguro el hablar, habiéndole venido de aquí a Agis su perdición. Dícese además que Cleómenes, de joven, gustó la doctrina de los filósofos, habiendo venido a Lacedemonia Esfero Boristenita, y ocupándose, no sin esmero, en la instrucción de aquellos mancebos. Era Esfero uno de los primeros discípulos de Cenón Ciciense, y según parece se prendó mucho del carácter varonil de Cleómenes, y dio calor a su ambición. Cuéntase que, preguntado Leónidas el mayor acerca del concepto en que tenía al poeta Tirteo, respondió que le juzgaba muy bueno para incitar los ánimos de los jóvenes, porque, llenos de entusiasmo con sus poesías, se arriesgaban sin cuidar de sí mismos en los combates; pues por lo semejante la doctrina estoica, si para los de ánimo grande y elevado tiene un no sé qué de peligroso y excesivo, cuando se junta con una índole grave y apacible entonces es cuando da su propio fruto.
III.- Cuando por la muerte de Leónidas entró a reinar, encontró la república del todo desordenada, porque los ricos, dados a sus placeres y codicias, miraban con desdén los negocios públicos; la muchedumbre, hallándose infeliz y miserable, ni tenía disposición para la guerra ni sentía los estímulos de la ambición para la buena educación de los hijos; y a él mismo no le había quedado más que el nombre de rey, residiendo todo el poder en los Éforos. Propúsose, pues, desde luego, alternar y mudar aquel estado, y teniendo por amigo íntimo a un tal Xenares, que había sido su amador, a lo que los Lacedemonios llaman ser inspirador, empezó a tantearle, preguntándole qué tal rey había sido Agis, de qué modo y por medio de quiénes había entrado en aquel camino. Xenares, al principio, hacía con gusto memoria de aquellos sucesos, refiriendo y explicando cómo se había ejecutado cada cosa; mas cuando observó que Cleómenes reinflamaba al oírle, y se mostraba decididamente inclinado a las novedades de Agis, y que gustaba que se las relatara muchas veces, le respondió con enfado, como que estaba fuera de juicio, y por fin se apartó de hablarle de tal negocio y de concurrir a su casa. No descubría, sin embargo, a nadie la causa de esta separación, diciendo solamente que el rey bien la sabía. De este modo Xenares empezó a oponerse a sus ideas, y Cleómenes, juzgando que los demás pensarían del mismo modo, sólo de sí mismo esperó la ejecución de ellas. Reflexionó después que en la guerra podría hacerse mejor la mudanza que no en tiempo de paz, y con esta mira indispuso a la república con los Aqueos, que ya habían dado motivos de queja. Porque Arato, que era el que entre éstos todo lo mandaba quiso desde el principio reunir a todos los del Peloponeso en una asociación, y éste era el fin de sus muchas expediciones y de su largo mando, por creer que sólo así se librarían de ser molestados por los enemigos de afuera. Habiéndosele agregado ya casi todos, faltando solamente los Lacedemonios, los Eleos, y de los Árcades, los que a los Lacedemonios estaban unidos; apenas murió Leónidas, empezó a incomodar a los Arcades, talando sus campos, sobre todo los de aquellos que confinaban con los Aqueos, para tentar a los Lacedemonios, por lo mismo que miraba con desdén a Cleómenes, como joven sin experiencia.
IV.- En consecuencia de esto, los Éforos dieron principio por enviar a Cleómenes a que tomara el templo y castillo de Atena, llamado Belbina, punto que viene a ser la entrada de la región lacónica, y que era entonces objeto de disputa con los Megalopolitanos. Tomólo Cleómenes y lo fortificó; no dio acerca de ello ninguna queja Arato, sino que, moviendo por la noche con su ejército, entró en los términos de los Tegeatas y Orcomenios; mas habiendo mostrado miedo los traidores que le servían de guía, se retiró, creyendo que aquello quedaría oculto; pero Cleómenes, usando de ironía, le escribió preguntándole, como si fueran amigos, dónde había ido de noche; respondiéndole que, habiéndosele informado de que iba a fortificar a Belbina, bajaba a estorbárselo; y Cleómenes le envió de nuevo a decir que bien lo creía: “Pero si no tienes inconveniente- le añadió-, dime: ¿para qué iban en pos de ti hachones y escalas? Echóse Arato a reír con este chiste y preguntando: “¿Qué clase de joven es éste?” El lacedemonio Demócrates, que se hallaba desterrado: “Sí has de hacer algo contra los Lacedemonios- le respondió-, el tiempo es éste, antes que le nazcan las presas a este polluelo”. En esto, hallándose Cleómenes en la Arcadia con pocos caballos y trescientos infantes, le dieron orden los Éforos de que se retirase, temiendo la guerra; pero no bien se había retirado cuando Arato tornó a Cafias; y entonces los Éforos volvieron a mandarle salir. Tomó a Metidrio, y corrió el país de Argos, con lo que los Aqueos marcharon contra él con veinte mil infantes y mil caballos, mandados por Aristómaco, salióles al encuentro Cleómenes junto a Palantio, y queriendo darles batalla; temió Arato aquel arrojo y no permitió al general entrase en batalla, sino que se retiró, improperado de los Aqueos y escarnecido y despreciado de los Lacedemonios, que no llegaban a cinco mil. Habiendo cobrado Cleómenes con esto grande aliento, trataba de infundirle en sus ciudadanos, y les trajo a la memoria aquel dicho de uno de sus antiguos reyes: “Que nunca los Lacedemonios acerca de los enemigos preguntan cuántos son, sino dónde están”.
V.- Fue de allí a poco en auxilio de los Eleos, a quienes los Aqueos hacían la guerra; y alcanzando a éstos cerca del monte Liceo, cuando ya se retiraban, desordenó y desbarató todo su ejército dando muerte a muchos y tomando gran número de cautivos: habiendo corrido por la Grecia la voz de haber muerto Arato en la batalla; pero éste, sacando el mejor partido posible de aquella situación, en seguida de la derrota marchó a Mantinea, cuando nadie lo esperaba, tomó la ciudad, y se aseguró en ella. Decayeron con esto enteramente de ánimo los Lacedemonios, y tenían a raya a Cleómenes en punto a guerra, por lo cual dispuso llamar de Mesena al hermano de Agis, Arquidamo, a quien tocaba reinar por la otra casa, esperando que se debilitaría el poder de los Éforos, si la autoridad real se ponía con él en equilibrio estando completa, pero habiéndolo entendido los que antes habían dado muerte a Agis, temerosos de llevar su merecido si Arquidamo volvía, le recibieron en la ciudad, en la que había entrado de oculto, y aún le acompañaron; pero inmediatamente le quitaron la vida: o contra la voluntad de Cleómenes, según siente Filarco, o cediendo a los amigos, y abandonando a su odio al mismo que había hecho venir, porque a ellos fue siempre a quienes aquella atrocidad se atribuyó, pareciendo que habían hecho violencia a Cleómenes.
VI.- Determinóse, sin embargo, a llevar a cabo la mudanza proyectada, para lo que alcanzó con dádivas de los Éforos que le permitieran salir a campaña, y también trató de ganar a otros muchos ciudadanos por medio de su madre Cratesiclea, que gastó y obsequió con profusión. Más es: que no pensando ésta en volverse a casar, se dice que a persuasión del hijo tomó por marido a uno de los más principales en gloria y en poder. Moviendo, pues, con su ejército, toma a Leuctras en los términos de Megalópolis, y acudiendo pronto contra él el socorro de los Aqueos, a las órdenes de Arato, a vista de la misma ciudad fue vencida una parte de su ejército. Mas sucedió que, no habiendo permitido Arato que los Aqueos pasasen un barranco profundo, obligándoles a hacer alto en la persecución de los enemigos, irritado de ello Lidíadas, Megalopolitano, marchó con la caballería que tenía cerca de sí, y continuando la persecución se metió en un terreno lleno de viñas, de acequias y de tapias, de donde, desuniéndosele la gente con estos estorbos, se retiraba con dificultad. Advirtiólo Cleómenes, y marchó contra él con los Tarentinos y Cretenses, por los que fue muerto Lidíadas, aunque se defendió con gran valor. Cobrando con esto grande ánimo los Lacedemonios, acometieron con gritería a los Aqueos, e hicieron retirar a todo su ejército. Habiendo sido grande el número de muertos, todos los demás los entregó Cleómenes en virtud de un tratado; pero en cuanto al cadáver de Lidíadas, mandó que se le llevaran; y adornándole con púrpura y poniéndole una corona, le hizo conducir hasta las mismas puertas de Megalópolis. Este es aquel mismo Lidíadas que abdicó la tiranía, dio libertad a sus conciudadanos e incorporó a Megalópolis en la liga de los Aqueos.
VII.- Cobró con esto mayor ánimo Cleómenes, y estando en la inteligencia de que si hiciera la guerra a los Aqueos, obrando en negocios libremente según su voluntad, fácilmente los vencería, hizo ver al marido de su madre, Megistónoo, que convenía deshacerse de los Éforos, y poniendo en común las tierras para todos los ciudadanos, restablecer la igualdad en Esparta y despertar a ésta, y promoverla al Imperio de la Grecia; persuadido éste, previno también a otros dos o tres de sus amigos. Sucedió por aquellos mismos días que, habiéndose dormido uno de los Éforos en el templo de Pasífae, tuvo un maravilloso ensueño. Parecióle que en el lugar en que los Éforos dan audiencia sentados había quedado una sola silla, y las otras cuatro se habían quitado; y que como esto le causase admiración, salió del centro del templo una voz que dijo ser aquello lo que más a Esparta convenía. Refirió el Éforo esta visión a Cleómenes, y éste al principio se sobresaltó, pensando que esto podía dirigirse a sondearle por alguna sospecha; pero luego que se convenció de que el que hacía la relación no mentía, se tranquilizó, y tomando consigo a aquellos ciudadanos que le parecía habían de ser más contrarios a su designio, se apoderó de Herea y Alsea, ciudades sujetas a los Aqueos. Introdujo después víveres en Orcomene, se acampó junto a Mantinea, y yendo arriba y abajo con continuas y largas marchas, quebrantó de tal modo a los Lacedemonios, que a petición de ellos mismos dejó la mayor parte en la Arcadia; y conservando consigo a los que servían a sueldo, marchó con ellos a Esparta. En el camino comunicó su proyecto a aquellos que creía serle más adictos, y hacía su marcha con sosiego y recato para sorprender a los Éforos cuando estuviesen en la cena.
VIII.- Cuando estuvo cerca de la ciudad, envió a Euriclidas al lugar donde tenían los Éforos su cenador, como que iba de su parte a darles alguna noticia relativa al ejército; y Terición y Febis, y dos de los que se habían criado con Cleómenes, a los que llaman Motaces, le seguían con unos cuantos soldados. Todavía estaba Euriclidas haciendo su relación a los Éforos cuando, entrando aquellos con las espadas desenvainadas, empezaron a acuchillarlos. El primero con quien tropezaron fue Agileo, y cayendo al golpe en el suelo, se creyó que había muerto; mas él, arrastrándose poco a poco, se salió del cenador, y pudo pasar a ocultarse en un edificio muy pequeño que estaba contiguo. Era éste el templo del Miedo, y siendo así que ordinariamente estaba cerrado, entonces por casualidad se halla abierto; entrándose, pues, en él, cerró la puerta. Los otros cuatro fueron muertos, y con ellos más de diez de los que se pusieron a defenderlos; pues que no ofendieron a los que se estuvieron quedos ni detuvieron a los que quisieron salirse de la ciudad, y aun usaron de indulgencia con Agileo, que al otro día salió del templo.
IX.- Tienen los Lacedemonios templos, no sólo del Miedo, sino de la Muerte, de la Risa y de otros afectos y pasiones; mas si veneran al Miedo, no es como a los Genios que queremos aplacar, teniéndole por nocivo, sino en la persuasión de que la república principalmente se sostiene con el temor; y por esta razón los Éforos, al entrar a desempeñar su cargo, mandan por pregón, según dice Aristóteles, que se afeiten el bigote y observen las leyes, para no encontrarlos indóciles. Lo del bigote, en mi concepto, lo comprenden en el pregón para acostumbrar a los jóvenes a la obediencia aun en las cosas más pequeñas. En mi dictamen, asimismo no creían los antiguos que la fortaleza era falta de miedo, sino más bien temor del vituperio y miedo de la afrenta; porque los que más temor tienen a las leyes, son los más osados contra los enemigos, y sienten menos el padecer y sufrir los que más temen a que se hable mal de ellos. Así, tuvo mucha razón el que dijo:
Allí está la vergüenza donde el miedo;
Y Homero:
Yo os venero y temo, oh caro suegro;
Y en otra parte:
Callados y temiendo a sus caudillos.
Porque a los más les sucede que muestran rubor ante aquellos a quienes temen; por esta causa habían erigido los Lacedemonios templo al Miedo junto al cenador de los Éforos, habiendo acercado la autoridad de éstos muy próximamente a la de un monarca.
X.- Luego que se hizo de día, proscribió Cleómenes a ochenta ciudadanos, que entendió convenía saliesen desterrados, y quitó las sillas de los Éforos, a excepción de una que dejó para dar él mismo audiencia en ella. Congregó enseguida junta del pueblo, con el objeto de hacer la apología de las disposiciones tomadas, en la que dijo que por la institución de Licurgo a los reyes se asociaban los ancianos, y por largo tiempo estuvo así gobernada la república, sin que se echase de menos ninguna otra autoridad. Más adelante, prolongándose demasiado la guerra contra los Mesenios, y no pudiendo los reyes atender a los juicios por estar ocupados en los ejércitos, fueron elegidos algunos de sus amigos, para que quedaran en su lugar y acudieran a ellos los ciudadanos; y éstos fueron los que se llamaron Éforos. Al principio no eran más que unos ministros de los reyes; pero después, poco a poco se atrajeron la autoridad, sin que se echara de ver que iban formándose una magistratura propia; de lo que es indicio que aun hoy, cuando los Éforos llaman al rey la primera y segunda vez, se niega a ir; y llamando la tercera, se levanta y acude al llamamiento; y el primero que extendió y dio más fuerza a esta magistratura, que fue Asteropo, no la ejerció sino muchas edades después. Y si hubieran usado de ella con moderación, sería lo mejor sufrirlos; pero habiendo tentado hacer nula la autoridad patria con un poder pegadizo, hasta el punto de proceder contra los mismos reyes, desterrando a unos, dando a otros muerte sin que preceda juicio y amenazando a todos los que desean ver restablecida la excelente y divina constitución de Esparta, esto ya es inaguantable. “¡Y ojalá hubiera sido posible- añadió- desterrar sin sangre las pestes que se han introducido en Lacedemonia, a saber: el regalo, el lujo, las deudas, el logro y otros males más antiguos todavía que éstos, la pobreza y la riqueza; porque en tal caso me tendría por el más dichoso de los reyes en curar a la patria sin dolor, como los médicos, pero ahora no puedo menos de obtener perdón, de la necesidad en que me he visto, del mismo Licurgo, que sin ser rey ni magistrado, sino un particular que se proponía obrar como rey, se presentó en la plaza con armas; de manera que el rey Carilao se refugió al templo; mas como fuese justo y amante de la patria, tomó luego parte en las disposiciones de Licurgo, y admitió la mudanza del gobierno; pero ello es que el mismo Licurgo dio con su conducta testimonio de que es difícil mudar el gobierno sin violencia y terror; y aun yo he empleado los medios más suaves y benignos que he podido, no habiendo más que quitar los que podían ser estorbo a la salud de Lacedemonia; y en beneficio de todos los demás hago la propuesta de que sea común todo el territorio, de que se libre a los deudores de sus obligaciones y de que se haga juicio y discernimiento de los forasteros, para que, hechos Esparciatas los mejores de ellos, salven la república con sus armas, y no veamos en adelante con indiferencia que la Laconia sea presa de los Etolios e Ilirios por falta de quien la defienda”.
XI.- Él fue después el primero que hizo presentación de sus haberes; y su padrastro Megistónoo, cada uno de sus amigos, y por fin todos los ciudadanos, habiéndose repartido el territorio. Asignó en esta distribución su suerte a cada uno de los que él mismo había desterrado, y se comprometió a restituirlos luego que todo estuviese tranquilo. Llenó el número de ciudadanos con los más apreciables de los colonos, formando con ellos una división de cuatro mil infantes, y habiéndoles enseñado a manejar con ambas manos la azcona en lugar de la lanza, y a embrazar el escudo por el asa y no por la correa, convirtió su cuidado a los ejercicios y educación de los jóvenes, en lo que tuvo por principal auxiliador a Esfero, que allí se hallaba. Con esto, en breve los ejercicios y banquetes espartanos se pusieron en el pie conveniente, y unos pocos por necesidad, la mayor parte por gusto, se redujeron a aquel método de vida incomparable y enteramente espartano. Con todo, para suavizar el nombre de monarquía, designó para reinar con él a su hermano Euclidas, y sólo entonces se verificó tener los Espartanos los dos reyes de una de las dos casas.
XII.- Habiendo llegado a entender que los Aqueos y Arato estaban persuadidos de que, no teniendo la mayor seguridad en sus negocios por las novedades introducidas, no se hallaba en estado de salir fuera de la Laconia, ni de dejar pendiente la república en tiempos de tales agitaciones, creyó que no carecería de grandeza y utilidad el hacer ver a los enemigos la excelente disposición de su ejército. Invadiendo, pues, el territorio de Megalópolis, recogió un rico botín y taló gran parte de aquel. Por fin, llamando cerca de sí a unos farsantes que iban a Mesena, y levantando un teatro en el país enemigo, señaló a la representación el precio de cuarenta minas, y asistió a ella un día sólo, no porque gustase de aquel espectáculo, sino para burlarse en cierto modo de los enemigos y hacer ostentación de su gran superioridad, manifestando que los miraba con desprecio. Pues, por lo demás, de todos los ejércitos, ya griegos y ya del rey, éste sólo era al que no seguían ni cómicos, ni juglares, ni bailarinas, ni cantoras, sino que se conservaba puro de toda disolución y de toda vanidad y aparato: estando por lo común ejercitados los jóvenes, y ocupándose los ancianos en instruirlos, y cuando no tenían otra cosa que hacer, pasando todos el tiempo en sus acostumbrados chistes y en motejarse unos a otros con dichos graciosos y propiamente lacónicos. Ahora, cuál sea la utilidad de esta especie de juego, lo dijimos en la Vida de Licurgo.
XIII.- Él era maestro de todos, poniéndoles a la vista como un ejemplo de sobriedad su propio tenor de vida, en la que nada había de exquisito, de artificioso o de extraordinario que le distinguiese de los demás, lo que le dio grande influjo en los asuntos de la Grecia. Porque los que tenían que negociar con los otros reyes, no tanto se maravillaban de su riqueza y su lujo como se incomodaban con su altanería y orgullo, recibiendo con gravedad y aspereza a los que a ellos acudían. Mas los que se presentaban a Cleómenes, que en realidad era y se llamaba rey, al ver que no tenía para el servicio de su persona ni púrpura ni preciosas ropas, ni ricos escaños, ni muebles, y que para conseguir su audiencia no había que vencer dificultades, ni el obstáculo de muchedumbre de pajes, de porteros y secretarios, sino que él mismo salía en persona a que le saludasen, vestido como cualquiera particular, hablando a los que tenían negocios y entreteniéndose con ellos festiva y humanamente, todos le aplaudían y amaban, diciendo que él solo era el verdadero descendiente de Heracles. Para su cena cotidiana no había más de tres escaños, y era muy parca y muy espartana; pero si convidaba a embajadores o tenía huéspedes, entonces se ponían otros dos escaños, y los sirvientes usaban para las mesas algún aparato, mas no en exquisitos guisados, ni tampoco en pastas, sino en cuidar de que los manjares estuviesen más abundantes y el vino fuese de mejor calidad; así es que afeó a un amigo el que, habiendo dado de comer a unos huéspedes, les hubiese puesto el caldo negro y la torta de que en sus banquetes cívicos usaban: porque decía que se había de cuidar de no ser con los huéspedes tan rigurosamente espartanos. Levantada la mesa, se traía un trípode, en que había un lebrillo de bronce lleno de vino, dos ampollas de plata de cabida de dos cótilas y algunos vasos de plata, en muy corto número; con lo que bebía el que quería, y al que lo repugnaba no se le alargaba el vaso. No había música ni hacía falta, porque él mismo alegraba aquel rato con su conversación, ya haciendo preguntas o ya refiriendo acaecimientos, sin que en sus discursos se notase una solicitud desagradable, sino más bien cierta festividad graciosa y urbana. Porque el modo con que los otros reyes cazaban a los hombres, cebándolos y corrompiéndolos con dinero y con dádivas, creía que, sobre ser injusto, era mal entendido; y al revés, el atraerlos y ganarlos con pláticas y discursos sencillos y graciosos le parecía lo más honesto y lo más digno de un rey, pues en nada se diferencia el jornalero del amigo, sino en que éste se adquiere con la conducta y el trato y el otro por dinero.
XIV.- Fueron, pues, los Mantinenses los primeros que acudieron a él, e introduciéndose de noche en la ciudad, arrojaron la guarnición de los Aqueos, y se entregaron a los Lacedemonios. Restituyóles sus leyes y gobierno, y en el mismo día marchó para Tegea. Poco después, regresando por la Arcadia, bajó contra Feras, ciudad de la Acaya, con intento o de dar una batalla a los Aqueos, o de excitar sospechas contra Arato, como que voluntariamente se retiraba y le abandonaba el país; pues aunque entonces era general Hipérbatas, toda la autoridad y el poder de los Aqueos residía en Arato. Saliendo, pues, los Aqueos con todas sus fuerzas, y sentando su campo en Dimas, junto al sitio llamado Hecatombeón, acudió Cleómenes, y parece que hizo una cosa temeraria en ir a ponerse en medio entre la ciudad de Dimas, que era enemiga, y el campamento de los Aqueos; pero provocando con la mayor osadía a éstos, los obligó a acometer; y venciéndolos en batalla campal, destrozó su infantería con muerte de muchos en el combate, y haciéndoles además gran número de prisioneros. Cayó después sobre Langón, y echando fuera a los Aqueos que estaban de guarnición, restituyó la ciudad a los Eleos.
XV.- Quebrantados así los Aqueos, Arato, acostumbrado a ser siempre general un año sí y otro no, renunció y se excusó de esta carga, no obstante que le instaron y rogaron: cosa no bien hecha, en tan gran tormenta de los negocios públicos, poner en otras manos el timón y abandonar el mando. Por lo que hace a Cleómenes, al principio pareció que tenía bastante consideración a los embajadores de los Aqueos; pero enviando otros por su parte, propuso que había de dársele la primacía, y que en lo demás no altercaría con ellos, y aun les restituiría el territorio ocupado y los cautivos. Convinieron los Aqueos en hacer la paz aun con estas condiciones, y propusieron a Cleómenes que pasara a Lerna, donde había de celebrar junta; pero sucedió que, habiendo hecho Cleómenes una marcha rápida, y bebido agua a deshora, arrojó cantidad de sangre, y perdió enteramente la voz, por lo cual envió a los Aqueos los más principales de los cautivos, y suspendiendo la junta se retiró a Esparta.
XVI.- Perjudicó mucho este accidente a los negocios de la Grecia, que hubiera podido reponerse de los males presentes y librarse de los insultos y codicia de los Macedonios; pero Arato, o por desconfianza y temor de Cleómenes, o quizá por envidia a su no esperada prosperidad, dándose a entender que habiendo él hombreado por treinta y tres años sería cosa terrible que se apareciese de pronto un joven a arrebatarle su gloria y su poder, y a ponerse al frente de unos negocios que por él habían recibido aumento, y que él había conducido y manejado por tan largo tiempo, intentó, en primer lugar, que los Aqueos se opusieran a lo que ya estaba acordado y lo estorbaran. Después, cuando vio que no le escuchaban, por hallarse sobrecogidos de la intrepidez de Cleómenes, y aun por parecerles justo el intento de los Lacedemonios de restituir el Peloponeso a su esplendor antiguo, convirtió su ánimo a otro proyecto, del que no podía resultar utilidad alguna a ninguno de los Griegos, y que era además vergonzoso para él, e indigno de sus anteriores hazañas y de las miras con que se había conducido en el gobierno; y fue el de atraer a Antígono sobre la Grecia, e inundar el Peloponeso de aquellos mismos Macedonios que siendo mozo había arrojado de él, poniendo en libertad la ciudadela de Corinto; a lo que se agregaba que, habiéndose hecho sospechoso a todos los reyes, y declarádose su enemigo, de Antígono había dicho dos mil males en los Comentarios que nos dejó escritos. Pues con ser esto así, y con decir él mismo que había padecido y trabajado mucho por los Atenienses para ver libre aquella ciudad de la guarnición de los Macedonios, después a estos mismos los introdujo armados en la patria y en su propia casa hasta los últimos rincones, al propio tiempo que se desdeñaba de que un descendiente de Heracles y rey de los Espartanos, que, como quien templa instrumentos desafinados, restablecía el patrio gobierno, restituyéndolo a la sabia ley de Licurgo y al templado método de vida de los Dorios, tomara el título de general de los Sicionios y Triteos. Huyendo, pues, de la torta y de la capa, y de lo que acusaba como más duro en Cleómenes, que era la reducción de la riqueza y el destierro de la miseria, se postraba a sí mismo y postraba la Acaya ante la diadema, la púrpura y los preceptos despóticos de Macedonios y de sátrapas, por no estar a las órdenes de Cleómenes, haciendo sacrificios por la salud de Antígono y entonando con corona en la cabeza himnos en honor de un hombre lleno de corrupción y pestilencia. No es nuestro ánimo, al referir estas cosas, acusar a Arato, porque, en general, fue un varón digno de la Grecia y de los más ilustres de ella, sino tomar de aquí ocasión para compadecer la miseria de la naturaleza humana, que aun en índoles tan dignas de alabanza y tan inclinadas a toda virtud no puede producirse un bien perfecto y que no esté sujeto a alguna reprensión.
XVII.- Acudiendo los Aqueos a Argos otra vez con objeto de la junta, y bajando de Tegea Cleómenes, tenían todos grande esperanza de que verificaría la paz; pero Arato, que en los puntos más capitales estaba ya convenido con Antígono, temiendo que Cleómenes lo llevara todo a cabo, reunió al pueblo, y aun se puede decir que lo violentó, y quería que, tomando Cleómenes trescientos rehenes, se presentara solo en la junta, o que conferenciaran fuera, junto al gimnasio llamado Cilarabio, pudiendo entonces venir con tropas. Al oírlo Cleómenes se quejó de que se le hacía injusticia, pues que debían habérselo dicho desde el principio y no desconfiar entonces, y hacerle retroceder cuando ya había llegado a sus puertas; y habiendo escrito sobre este incidente una carta a los Aqueos, que era en la mayor parte una acusación de Arato, y llenádole a su vez Arato de improperios ante la muchedumbre, se retiró al punto con su ejército, y al mismo tiempo envió a los Aqueos un heraldo declarándoles la guerra (no a Argos, sino a Egio, como dice Arato), para no dar lugar a que pudieran prevenirse. Grande fue entonces la turbación de los Aqueos, inclinándoselas ciudades a la rebelión; de parte de la plebe, porque esperaba el repartimiento de tierras y la abolición de las deudas, y de parte de los principales, porque les era molesto Arato, y aun algunos habían concebido ira contra él porque les traía los Macedonios al Peloponeso. Alentado, por tanto, con estos sucesos, Cleómenes invadió la Acaya; tomó, en primer lugar, a Pelena, cayendo sobre ella de improviso, y echó de allí a los que la guarnecían juntamente con los Aqueos. Enseguida atrajo a su partido a Feneo y Penteleo: y como los Aqueos, por temor de que se hubiera fraguado alguna traición en Corinto y Siciones, hubiesen enviado la caballería y las tropas auxiliares desde Argos para custodia de estas plazas, mientras ellos bajaban a Argos a celebrar los juegos nemeos, esperando Cleómenes lo que era en realidad, que llena la población de los concurrentes a la fiesta y de espectadores, si iba allá de sorpresa sería mayor la turbación, condujo de noche su ejército hasta el pie de las murallas, y tomando el punto inmediato al Escudo que dominaba el teatro, lugar agrio y poco accesible, los sobrecogió de tal manera que nadie se movió a la defensa, sino que admitieron guarnición, le entregaron veinte ciudadanos en rehenes y se hicieron aliados de los Lacedemonios para militar a las órdenes de Cleómenes.
XVIII.- Resultóle de aquí no pequeña gloria y poder, porque los antiguos reyes de los Lacedemonios, por más que habían hecho, nunca pudieron conseguir que Argos se uniera firmemente a Esparta; y Pirro, el más hábil de todos los generales, aunque llegó a entrarla por fuerza, no sujetó la ciudad, sino que, murió en la empresa, con pérdida de gran parte de sus tropas. Era, pues, admirada la actividad y prudencia de Cleómenes; y si antes, cuando decía que había imitado a Solón y a Licurgo en la abolición de las deudas y en la igualación de las haciendas, se le echaban a reír, entonces del todo se convencieron de que él era la causa de la mudanza que se veía en los Espartanos. Porque antes había sido tal su decadencia y tan imposibilitados estaban de valerse, que habiendo hecho los de Etolia una irrupción en la Laconia, se les llevaron cincuenta mil esclavos: con alusión a lo cual se cuenta haber dicho un anciano, de los Espartanos, que les habían servido de auxilio los enemigos, aliviando a la Laconia; y ahora, con sólo haber pasado un poco de tiempo, en el que no habían hecho más que empezar a resucitar las costumbres patrias y a restablecer un vestigio de su educación antigua, habían ya dado a Licurgo, como si estuviera presente y los gobernase, grandes muestras de valor y obediencia, restituyendo a Lacedemonia el imperio de la Grecia y volviendo a recobrar el Peloponeso.
XIX.- Tomado Argos, se reunieron a Cleómenes inmediatamente Cleonas y Fliunte, y hallándose por suerte a este tiempo Arato en Corinto, ocupado en la averiguación de los que se decía laconizaban o eran partidarios de los Lacedemonios, le llegó la noticia de estos sucesos, la que le causó gran sorpresa; y teniendo observado que la ciudad se inclinaba a Cleómenes, como por otra parte los Aqueos quisiesen también retirarse, convocó sí a junta a los ciudadanos, pero escabulléndose, sin que lo entendiesen, marchó a la puerta, y montando allí en un caballo que le trajeron, huyó a Sicione. Apresuráronse los Corintios a marchar a Argos para unirse a Cleómenes, tanto, que dice Arato haberse reventado todos los caballos, y que Cleómenes les hizo cargo de no haberle detenido y haberle dejado escapar; mas, con todo, fue en su busca Megistónoo de parte del mismo Cleómenes, a que le entregara el Acrocorinto, porque había en él guarnición de Aqueos, haciéndole sobre ello instancias y ofreciéndole gran suma de dinero: a lo que le había respondido que no era dueño de los negocios, sino los negocios de él: así lo dejó escrito Arato. Cleómenes salió de Argos, y agregando a su partido a los de Trecene, Epidauro y Hermíona, pasó a Corinto, donde tuvo que circunvalar el alcázar, por no querer los Aqueos desampararle. Al mismo tiempo envió a llamar a los amigos y apoderados de Arato, y les dio orden para que se incautaran de su casa y su hacienda y las tuvieran en buena custodia y administración. Mandó asimismo en busca de éste a Tritimalo de Mesena, para hacerle la proposición de que el Acrocorinto fuese guardado a un tiempo por Aqueos y Lacedemonios, y la particular oferta de una pensión doble de la que recibía del rey Tolomeo. Mas como Arato se hubiese negado y hubiese enviado a su hijo con otros rehenes a Antígono, haciendo decretar a los Aqueos que a éste sería a quien se entregase el Acrocorinto, en consecuencia Cleómenes invadió la Sicionia, la taló y recibió en dádiva la hacienda de Arato en virtud de decreto de los Corintios.
XX.- Pasó en esto Antígono la Geranea con grandes fuerzas, y le pareció a Cleómenes que no debía circunvalar y guardar el Istmo, sino los montes Oneos, y quebrantar más bien a los Macedonios con una guerra de puestos, que no venir a las manos en ordenada batalla; y haciéndolo como lo había pensado, puso en grande apuro a Antígono, porque ni había hecho suficiente acopio de víveres ni era fácil forzar el paso, situado allí Cleómenes. Intentó rodear de noche el Lequeo, y fue rechazado, con pérdida de alguna gente, con lo que se alentó extraordinariamente Cleómenes, y sus tropas, engreídas, con la victoria, se fueron tranquilas a preparar la cena; como, por el contrario, decayó de ánimo Antígono, reducido a no tomar sino partidos desesperados en semejante conflicto. Así pensó en ir a tomar la cresta del Hereo, y desde allí pasar en barcos las tropas a Sicione, aunque esto era obra de mucho tiempo y de no comunes preparativos; pero ya a la caída de la tarde vinieron de Argos por mar unos amigos de Arato, enviados por éste a llamarle, con motivo de que los Argivos se habían rebelado a Cleómenes. Era Aristóteles quien había negociado esta defección, no habiéndole sido fácil persuadir a la muchedumbre, irritada porque Cleómenes no había hecho la abolición de deudas con que ella se había lisonjeado. Tomando, pues, Arato mil quinientos soldados de los de Antígono, los condujo por mar a Epidauro; pero Aristóteles ni siquiera lo esperó, sino que, poniéndose al frente de los ciudadanos, acometió a los que guardaban la ciudadela, y al mismo tiempo acudió en su auxilio Timóxeno, que con tropas de los Aqueos vino desde Sicione.
XXI.- Llegaron estas nuevas a Cleómenes a la segunda vigilia de la noche; y haciendo llamar a Megistónoo, le mandó con enfado que fuese al punto a dar socorro contra los de Argos, porque él había sido la principal causa de que Cleómenes se hubiera fiado demasiado de los Argivos, y quien le estorbó que no desterrase a los sospechosos. Enviando, pues, a Megistónoo con dos mil hombres, él se quedó en observación de Antígono, y tranquilizó a los Corintios, diciéndoles que no había sido cosa lo de Argos sino un alboroto suscitado por unos cuantos. Mas sucedió que Megistónoo, llegado a Argos, murió en el combate, y los de la guarnición se sostenían con gran dificultad, enviando continuos partes a Cleómenes. Temiendo, pues, no fuera que los enemigos se apoderaran de Argos y, tomándole los pasos, talaran a su placer la Laconia y sitiaran a Esparta, que había quedado sin gente, sacó al punto su ejército de Corinto, ciudad que perdió bien pronto, entrando en ella Antígono y poniendo guarnición. Cayó sobre Argos, con ánimo de escalar la muralla, para lo que reunió su ejército, que estaba en marcha; y habiéndose abierto paso por las bóvedas del Escudo, subió y se incorporó con los de la guarnición, que todavía resistían a los Aqueos. Arrimando después las escalas, tomó algunos puntos de la ciudad, y desembarazó las calles de enemigos, habiendo dado orden a los Cretenses de que usaran de las ballestas. Mas habiendo visto que Antígono bajaba desde las cumbres a la llanura con la infantería, y que ya los caballos corrían apresuradamente hacia la ciudad, desconfió de reducirla, y juntando toda su gente, bajó con entera seguridad y se retiró resguardado de la muralla; y habiendo venido a cabo de grandes empresas en muy breve tiempo, y estando en muy poco el que en una vuelta, como quien dice, no se hubiera hecho duelo de todo el Peloponeso, también en un momento se le fue todo de las manos, porque de los aliados unos le abandonaron desde luego y otros hicieron después entrega de sus ciudades a Antígono.
XXII.- Cuando tan mal le sucedían las cosas de la guerra e iba en retirada con su ejército, ya tarde, cerca de Tegea, llegaron mensajeros de Lacedemonia trayéndole nuevas de una desventura en nada inferior a las que le aquejaban, y era la de la muerte de su mujer, por sola la cual se mostraba poco sufrido aun en medio de sus prosperidades; pues que viajaba con frecuencia a Esparta, enamorado siempre de Agiatis, y teniéndola en el mayor aprecio y estimación. Sorprendióse, pues, y sintió el más vivo dolor, como era preciso en un joven que perdía una mujer bella y virtuosa; y, sin embargo, no hizo, en medio de tanto pesar, nada que desdijese de su grandeza de alma, o que pusiera mengua en ella, sino que, conservando la misma voz, el mismo continente y el mismo semblante con que siempre se mostraba, atendió a dar las órdenes a los caudillos y a proveer a la seguridad de los Tegeatas. A la mañana muy temprano bajó a Lacedemonia, y habiendo en casa desahogado el llanto con la madre y los hijos, inmediatamente volvió a entregarse al despacho de los negocios; y como Tolomeo, rey de Egipto, para ofrecerle socorros exigiese que le diera en rehenes a los hijos y a la madre, estuvo largo tiempo sin atreverse a decírselo a ésta; y entrando muchas veces con este intento, en el acto mismo de ir a hablar enmudecía; tanto, que ella misma llegó a concebir alguna sospecha, y preguntó a sus amigos qué era en lo que se detenía cuando la visitaba. Por fin habiéndose determinado Cleómenes a manifestárselo, se echó a reír diciéndole: “¿Y esto es lo que tenías que proponerme y que tanto miedo te costaba? ¿Por qué, pues, no te das prisa a poner en un barco este mi cuerpo y a enviarlo donde pueda ser útil a Esparta, antes que con la vejez se destruya aquí sentado, sin ser de provecho para nada?” Cuando todo estaba dispuesto fueron a pie a Ténaro, y los acompañó el ejército con armas; y al ir Cratesicle a embarcarse llevó a Cleómenes solo al templo de Neptuno, y habiéndole abrazado y saludado tiernamente, como le viese apesadumbrado y afligido: “Ea- le dijo-, oh rey de los Lacedemonios, cuando salgamos afuera es menester que nadie advierta que hemos llorado, y que no hagamos nada que sea indigno de Esparta; porque esto sólo está en nuestro poder, y las cosas de fortuna saldrán como Dios quisiere.” Dicho esto, compuso su semblante, y subió a la nave, llevando al niño consigo, y al punto dio orden al comandante para que levara áncoras. Llegada a Egipto, entendió que Tolomeo andaba en tratos con Antígono y recibía sus mensajes, y que Cleómenes, haciéndole los Aqueos proposiciones de paz, temía por ella terminar la guerra sin la concurrencia de Tolomeo; por lo que le escribió que hiciera lo que fuera útil y decoroso a Esparta, y no estuviera temiendo siempre a Tolomeo por una vieja y un niño. ¡Tan magnánima se dice haber sido esta mujer para los casos de fortuna!
XXIII.- Tomó Antígono a Tegea, y saqueó a Mantinea y Orcómeno, con lo que, estrechado Cleómenes a la Laconia, dio la libertad a aquellos ilotas que pudieron pagar cinco minas áticas, recogiendo por este medio quinientos talentos; habiendo luego armado a dos mil a la Macedonia, para oponerlos a los Leucáspidas de Antígono, concibió un proyecto atrevido e inesperado de todos. Megalópolis era ya entonces por sí sola no menor ni menos poderosa que Lacedemonia, y tenía además el auxilio de los Aqueos y el de Antígono, que cubría sus costados, llamado al parecer por los Aqueos, a solicitud principalmente de los Megalopolitanos. Pensando, pues, en saquearlo Cleómenes- acción a la que en lo pronta e inesperada ninguna puede compararse-, dio orden a los soldados de que tomaran víveres para cinco días, y marchó con su ejército a la vía de Selasia, como quien iba a talar la Argólide; pero de allí bajó al territorio de los Megalopolitanos, y habiendo comido los ranchos junto al Reteo, repentinamente se encaminó por Helicunte a la ciudad misma. Cuando ya estaba a corta distancia, envió a Panteo con dos cohortes de Lacedemonios a apoderarse del lienzo de muralla entre las torres, que sabía era el puesto que tenían menos guardado los Megalopolitanos, y él seguía a paso lento con las demás tropas; pero habiendo encontrado Panteo descuidados no sólo aquel punto, sino otros muchos de la misma muralla, unos los tomó al golpe, en otros abrió brecha, y de la guarnición dio muerte a cuantos se presentaron, con lo que se apresuró Cleómenes a reunírsele, y antes que los Megalopolitanos pudieran apercibirse, ya estaba dentro de la ciudad con todas sus fuerzas.
XXIV.- No bien había corrido la voz de esta sorpresa por la ciudad, cuando unos se salieron de ella, llevándose lo que pudieron recoger, y otros acudieron con armas, y oponiéndose y resistiendo a los enemigos, si no pudieron rechazarlos, a lo menos proporcionaron seguridad a los ciudadanos que huían; de manera que no quedaron arriba de mil personas, habiéndose apresurado todos los demás a refugiarse a Mesena con sus hijos y sus mujeres. Salvóse también gran número de los que habían acudido en auxilio y habían tomado parte en el combate, siendo muy pocos los prisioneros que se hicieron; mas fueron de este corto número Lisándridas y Teáridas, varones muy ilustres y los de mayor autoridad entre los Megalopolitanos; por lo mismo los soldados que los apresaron los llevaron a presentar a Cleómenes;. Lisándridas, luego que le vio de lejos, le dijo en alta voz: “En tu mano está, oh rey de los Lacedemonios, ejecutar una hazaña más señalada y regia que la que acabas de hacer, y con la que adquieras todavía más gloria”; y Cleómenes, sospechando qué era lo que quería indicar: “¿Qué es lo que dices, Lisándridas?- le replicó- ¿Quieres proponerme que os restituya la ciudad?” A lo que contestó Lisándridas: “Eso mismo es lo que digo, aconsejándote que no arruines una ciudad como ésta, sino que la llenes de amigos y aliados fíeles y seguros, restituyendo a los Megalopolitanos su patria y constituyéndote en libertador de un pueblo tan numeroso”. Estuvo Cleómenes suspenso por un rato; luego dijo: “Difícil es eso de creer; pero con nosotros siempre ha podido más lo que se encamina a la gloria que al provecho.” Y dicho esto, los envió a Mesena, y un heraldo de su parte para anunciar que restituía su ciudad a los Megalopolitanos, sin más condición que la de que fueran sus aliados y amigos, separándose de los Aqueos. Mas, sin embargo de haber hecho Cleómenes una proposición tan benigna y humana, no dejó Filopemen a los Megalopolitanos separarse de la liga de los Aqueos, tomando para ello el medio de acusar a Cleómenes de que no trataba de restituir la ciudad, sino de apoderarse de los ciudadanos; e hizo echar a Teáridas y Lisándridas de Mesena. Este es aquel Filopemen que más adelante fue el primero de los Aqueos, y adquirió grande gloria y fama entre los Griegos, como en su propia Vida lo hemos escrito.
XXV.- Cuando recibió esta noticia Cleómenes, que había conservado intacta e indemne la ciudad, hasta el punto de estar todos seguros de que no se había tomado la cosa más mínima, entonces, alterado e incomodado del todo, hizo meter a saco todos los bienes, envió las estatuas y pinturas a Esparta, y, arruinando y asolando la mayor y más señalada parte de la ciudad, movió para la Laconia, por temor de Antígono y de los Aqueos. Mas éstos nada hicieron, porque se hallaban en Egio reunidos en consejo. Después, cuando, subiendo Arato a la tribuna, estuvo largo tiempo haciendo exclamaciones y poniéndose el manto delante del rostro, sorprendidos todos, le rogaron que hablase, y diciéndoles que Megalópolis había sido arruinada por Cleómenes, al punto se disolvió la junta, lamentando los Aqueos su súbita y desmedida desventura. Pensó Antígono en ir en su auxilio; pero acudiendo con lentitud las tropas de los cuarteles de invierno, dio orden para que permaneciesen en el país que ocupaban, y él pasó a Argos, llevando consigo escasas fuerzas; por lo que otra segunda sorpresa de Cleómenes pudo parecer una temeridad y locura, pero fue obra de una singular prudencia, como escribe Polibio. “Porque sabiendo- dice- que los Macedonios estaban esparcidos por las ciudades, y que Antígono, que invernaba en Argos con sus amigos, sólo tenía unos cuantos estipendiarios, invadió la Argólide; echando cuenta con que, o vencería a Antígono si le movía la vergüenza, o lo pondría en mal con los Argivos si no se atrevía a combatir, que fue lo que sucedió. Porque talado por él el país, y trastornado y conmovido todo, los Argivos, que no podían llevarlo en paciencia, corrían al palacio del Rey clamando porque pelease o cediera el imperio a los que valían más que él; pero Antígono, que como general prudente tenía por vergonzoso el exponerse temerariamente sin tener cuenta de su seguridad, y no el que los otros hablaran mal de él, no quiso de ninguna manera salir, sino que se mantuvo en su propósito; y Cleómenes, llegando con su ejército hasta las murallas, los insultó, les hizo todo el mal posible impunemente, y se retiró.
XXVI.- Habiéndose oído de allí a poco que Antígono se dirigía otra vez a Tegea, para pasar desde allí a invadir la Laconia, reunió con presteza sus tropas, y adelantándose por otros caminos, al rayar el día se le vio ya en las inmediaciones de Argos, talando el país, para lo que no segaba el trigo como los demás con hoces o con las espadas, sino que lo tronchaba con unos palos largos, hechos en forma de sable, tomando como por juego el destrozar los frutos en la misma marcha sin ningún trabajo. Mas como al llegar al gimnasio Cilarabio quisiesen los soldados pegarle fuego, lo impidió, manifestándoles que lo ejecutado en Megalópolis mas había sido un arrebato de cólera que un acto laudable. Retiróse Antígono por el pronto a Argos, y después, según iba ocupando los montes y todas las eminencias, ponía guardias; y Cleómenes, para manifestar que no se le daba nada y le tenía en poco, le envió heraldos a pedirle las llaves del templo de Hera, para sacrificar a esta diosa en su retirada. Habiéndose burlado y mofado de esta manera, y hecho sacrificio a la diosa al pie del templo, que se halaba cerrado, condujo su ejército a Fliunte, y de allí expulsando la guarnición de Oligirto, bajó por Orcómeno; con lo que no solamente infundió aliento y confianza a sus ciudadanos, sino que con los enemigos mismos se acreditó de general y se mostró capaz de grandes empresas. Porque habiendo salido con las fuerzas de una ciudad sola, hacer juntamente la guerra contra el ejército de los Macedonios, contra todos los del Peloponeso y contra todos los tesoros del rey, y no sólo conservar intacta la Laconia, sino talar el territorio de aquellas y tomar ciudades de tanta importancia, esto era ciertamente obra de una pericia y de una virtud nada comunes.
XXVII.- El que primero profirió la máxima de que el dinero era el nervio de todos los negocios, parece que para decirlo miró principalmente a los de la guerra: Demades, mandando en una ocasión a los Atenienses que se equiparan y tripularan las galeras estando faltos de dinero: “Antes esles dijo- el pan que el piloto” Dícese asimismo de Arquidamo el Mayor que, al principio de la guerra del Peloponeso, dándosele orden de que fijara las contribuciones de los aliados, dijo que la guerra no se mantiene de lo tasado. Porque así como los atletas muy ejercitados cansan y rinden con el tiempo a los bien dispuestos y a los que sólo tienen destreza, de la misma manera Antígono, sosteniendo la guerra con un inmenso poder, fatigaba y cansaba a Cleómenes, que apenas podía pagar la soldada a los extranjeros y dar el alimento a sus ciudadanos; pues por lo demás, el tiempo estaba en favor de Cleómenes, por los graves negocios que llamaban a Antígono a su propio país. Porque, en su ausencia, los bárbaros habían invadido y talado la Macedonia, y entonces descendía a ella un ejército numeroso de los Ilirios, hostigados del cual instaban por su vuelta los Macedonios; y a poco, con que hubieran llegado antes de la batalla aquellas cartas, se habría marchado al punto, despidiéndose y no haciendo cuenta de los Aqueos: pero la que decide, nada más que con un poquito de mayores negocios, que es la fortuna, mostró entonces con la mayor evidencia la fuerza y el poder de la ocasión: pues que, acabada de dar la batalla de Selasia y de perder Cleómenes el ejército y la ciudad, en aquel mismo punto llegaron los mensajeros que llamaban a Antígono; accidente que contribuyó a hacer más digna de compasión la desgracia de Cleómenes. Porque si se hubiera detenido dos días no más, empleando los medios de prolongar la guerra, ninguna necesidad hubiera tenido de dar batalla, sino que, retirados los Macedonios, habría hecho la paz con los Aqueos del modo que le hubiera parecido, mientras que ahora, por la falta de fondos, según decimos, lo expuso todo a la suerte de las armas, precisado a entrar en acción con veinte mil hombres contra treinta mil, según dice Polibio.
XXVIII.- En el combate, a pesar de que dio muestras de excelente general, de que sus ciudadanos se portaron con el mayor valor y que nada hubo que en los auxiliares y estipendiarios, la calidad de las armas y el peso de la falange fue lo que sin duda le oprimió; y aun Filarco es de sentir que intervino traición, y que a ésta se debió principalmente el que fuera arrollado Cleómenes. Porque dando Antígono orden a los Ilirios y Acarnanios de que ocultamente tomaran la vuelta y fingieran el ala que mandaba Euclidas, hermano, de Cleómenes, y formando después las demás tropas en orden de batalla, se puso a mirar Cleómenes desde una eminencia, y como no descubriese por ninguna parte las armas de los Ilirios y Acarnanios, temió que Antígono los hubiera destinado a alguna emboscada. Llamó, pues, a Damóteles, que era el encargado de observar las asechanzas, y le mandó que viera y examinara qué era lo que había a retaguardia y alrededor de su hueste; y como Damóteles, que es fama haber sido antes sobornado con dinero, le dijese que sobre aquel punto no tuviera cuidado, porque todo estaba bien, y atendiera sólo a lo que tenía delante, y procurara defenderse, dióle crédito, marchó contra Antígono, y habiendo rechazado hasta la distancia de cinco estadios la falange de los Macedonios, con el ímpetu de los Espartanos que consigo tenía, la derrotó y venció, siguiéndole el alcance; pero como en la otra ala hubiese sido envuelto Euclidas, hizo alto, y advirtiendo el peligro: “Pereciste- exclamó-, caro hermano; pereciste como valiente, dejando ejemplo a nuestros hijos y memoria a las mujeres espartanas.” Muerto así Euclidas, corrieron de la otra parte los que le vencieron, y viendo Cleómenes a sus soldados desordenados, y ya sin valor para aguardar el nuevo choque, hubo deponerse en salvo. Dícese que de los auxiliares murieron la mayor parte, y de los Lacedemonios, que eran en número de seis mil, todos, a excepción de doscientos.
XXIX.- Llegado a la ciudad, exhortó a los ciudadanos que salieron a recibirle a que dieran entrada a Antígono, y les dijo que por él, muerto o vivo, si en algo podía ser útil a Esparta, no faltaría a ejecutarlo. Viendo que las mujeres salían al encuentro a los que con él se habían salvado, que les tomaban las armas y les llevaban de beber, se entró en su casa; y como una criada que tenía de condición libre, habiéndola tomado en Megalópolis después de la muerte de su mujer, se llegase a él como solía, con deseo de asistirle, viéndole venir del ejército, ni quiso beber, sin embargo de que se ahogaba de sed, ni sentarse, estando fatigado; sino que, armado como estaba, puso la mano en una columna, y dejando caer el rostro sobre la flexura del brazo, descansó así por algunos instantes, y haciendo entre sí diferentes reflexiones, se dirigió con sus amigos al puerto de Gitio, y embarcándose en algunas naves prevenidas al intento, se hizo a la vela.
XXX.- Tomó Antígono a Esparta con sólo presentarse; pero trató con humanidad a los Lacedemonios, sin insultar ni humillar la dignidad de Esparta; antes bien, les restituyó sus leyes y su gobierno, y sacrificando a los dioses, marchó al tercero día, noticioso de la guerra que sufría la Macedonia, y de que los bárbaros devastaban el país. Hallábase ya entonces enfermo, por haber contraído una tisis grave y una tos continua. Mas no por eso se dejó caer, sino que se esforzó para esta guerra de su patria durante lo bastante para alcanzar en ella una señalada victoria, con gran carnicería de los bárbaros, y hacer su muerte más gloriosa, la que se verificó, como es más natural, lo dice Filarco, de resultas de habérsele reventado la apostema con los gritos que dio durante el combate; aunque en los corrillos se decía que, prorrumpiendo de gozo después de la victoria en esta exclamación: “¡Oh, qué glorioso día!”, arrojó gran cantidad de sangre, y levantándosele una fuerte calentura, murió. Mas baste esto de Antígono.
XXXI.- Cleómenes, navegando de Citera, tocó en otra isla, que era la de Egialia, de donde estaba para pasar a Cirene, cuando uno de sus amigos, llamado Terición, varón de grande aliento para las empresas, y en sus expresiones altivo y arrogante, hallándole a solas, le hizo este razonamiento: “La muerte para el hombre más gloriosa la desdeñamos en el combate, sin embargo de que todos nos habían oído decir que Antígono no sería vencedor del rey de los Espartanos, como lo fuera después de muerto; pues la ocasión de la otra muerte, que a aquella es segunda en fama y en virtud, tenémosla ahora en nuestra mano. ¿Por qué, pues, navegamos a la ventura, huyendo de la que tenemos tan cerca, para ir a buscarla lejos? Porque si no es una afrenta que sirvan a los sucesores de Filipo y Alejandro los descendientes de Héracles, nos ahorraríamos una larga navegación con entregarnos a Antígono, que tanto se ha de aventajar a Tolomeo cuanto a los Egipcios los Macedonios. Y si nos desdeñamos de sujetarnos a aquellos por quienes con las armas fuimos vencidos, ¿iremos a tomar por dueño y señor al que no nos ha vencido, para qué así en lugar de uno haya dos a quienes seamos inferiores, Antígono, de quien huimos, y Tolomeo, a quien habremos de adular? ¿O diremos que venimos a Egipto a causa de la madre? ¡ Pues por Cierto que serás a la madre un espectáculo agradable y digno de ser tomado por modelo, habiendo de presentar a las mujeres de Tolomeo un rey convertido en esclavo y un hijo fugitivo! ¿Pues por qué siendo todavía dueños de nuestras espadas, y teniendo todavía la Laconia a nuestra vista, no nos sustraemos aquí al imperio de la fortuna, justificándonos así para con los que yacen en Selasia muertos por Esparta? Y no que ahora vamos a estarnos reposados en Egipto, para informarnos de quién es el sátrapa que Antígono ha dejado en Lacedemonia” Habiendo hablado de esta manera Terición, le respondió Cleómenes: “Con seguir, oh menguado, de las cosas humanas la más fácil, y que todos tienen más a la mano, que es el morir, ¿quieres acreditarte de fuerte entregándote a una fuga más vergonzosa que la primera? Porque a les enemigos han cedido antes de ahora otros mejores que nosotros, o por caprichos de la fortuna u oprimidos por la muchedumbre; pero al que, o por el trabajo y el infortunio o por la gloria y el vituperio de los hombres se da por perdido, a éste es su propia cobardía la que le vence: la muerte voluntaria no debe elegirse para huir de obrar, sino para alguna acción útil, pues es cosa vergonzosa que vivamos o muramos para nosotros solos, que es lo que tú aconsejas, queriendo que nos apresuremos a salir de la situación presente, sin hacer o proponer ninguna otra cosa que sea honesta o provechosa. Mas por lo que hace a mí, creo que tú y yo no debemos perder aun toda esperanza de salvación para la patria; y cuando llegue el caso de que esta esperanza nos abandone enteramente, siempre nos ha de ser fácil el morir, si así conviene.” A esto nada replicó Terición; pero a la primera oportunidad que tuvo de apartarse de Cleómenes se retiró por la ribera y se dio muerte.
XXXII.- Cleómenes, haciéndose al mar desde Egialia se dirigió al África, y acompañado por los oficiales del rey, pasó a Alejandría. Presentándose a éste, al principio no fue de él tratado sino con la común humanidad y benevolencia; pero luego que dio a conocer el temple de su ánimo, acreditándose de hombre de mucho asiento, y mostrando en el trato diario un carácter espartano y sencillo, con cierta gracia liberal e ingenua, sin mancillar en lo más mínimo su ilustro origen ni aparecer abatido por el rigor de la fortuna, tuvo ya en el corazón del rey mejor lugar que los que bajamente le lisonjeaban y adulaban; sintiendo éste pesar y vergüenza de haber mirado con abandono a un varón tan singular y haber dejado que fuera la presa de Antígono, que de resultas tanto había aumentado en gloria y en poder. Enmendando, pues, lo pasado con nuevas honras y agasajos, alentó a Cleómenes, anunciándole que con naves y dinero le volvería a la Grecia y lo restablecerla en el reino. Señalole, además, una pensión de veinticuatro talentos al año, con los que se mantenía a sí mismo y a sus amigos con parsimonia y frugalidad, invirtiendo la mayor parte en socorrer benigna y humanamente a los que de la Grecia se acogían al Egipto.
XXXIII.- Mas Tolomeo el Mayor murió antes de que tuviera cumplimiento la restitución de Cleómenes; y como al punto hubiese caído la corte en embriagueces, lascivias y todo género de disolución, fue consiguiente que se echara en olvido lo ofrecido a Cleómenes. Porque el rey mismo le habían traído a tal grado de corrupción con las mujerzuelas y el vino, que cuando más despierto estaba y más en su acuerdo, se le iba el tiempo en celebrar misterios y en andar por el palacio con una campanilla convocando a ellos; y de las cosas de gobierno disponía a su arbitrio Agatoclea, que era su favorita, la madre de ésta y un rufián llamado Enantes. Sin embargo, al principio no se tuvo por del todo inútil a Cleómenes, porque como Tolomeo temiese a su hermano Magas, a causa de que por su madre tenía ascendiente sobre las tropas, se valió de Cleómenes, y le admitió a los consejos íntimos, con la idea de deshacerse del hermano; mas él solo, sin embargo de que todos los demás instaban sobre que se pusiese por obra, desaprobó tal intento, diciendo que si fuera posible debían darse al rey muchos hermanos para su seguridad, y para tener con quien repartir la muchedumbre de los negocios; y aunque Sosibio, que era el de más poder entre los amigos del rey, expuso que no podrían tener confianza en las tropas asalariadas mientras Magas viviese, les dijo Cleómenes que en este punto estuvieran porque había entre estas tropas más de tres mil peloponesianos que estaban a su devoción, y con sólo hacerles una seña se le presentarían armados, con la más pronta voluntad: manifestación que por entonces granjeó a Cleómenes opinión de afecto al rey y de no estar destituido de poder. Mas como luego la misma flojedad de Tolomeo acrecentase en él el miedo, y, según la costumbre de los que no se paran a considerar nada, tuviese por lo más seguro temer de todo y no fiarse de nadie, empezó entre los cortesanos a tener por temible a Cleómenes, a causa de su influjo con las tropas extranjeras, y ya muchos decían que a aquel león se le tenía entre las ovejas; y a la verdad, como tal estaba en el palacio, mirando con entereza y haciéndose cargo de cuanto pasaba.
XXXIV.- Desmayó, pues, en la demanda de naves y tropas; mas habiendo sabido que había muerto Antígono, que los Aqueos estaban enredados en la guerra de Etolia y que los negocios pedían su presencia y le llamaban allá, estando el Peloponeso en el mayor tumulto y agitación, pidió que se le permitiera ir sólo con sus amigos: pero de nadie fue escuchado, porque el rey a nadie daba oídos, entretenido siempre con mujerzuelas, con los regocijos de Baco y con comilonas; el que lo dirigía y gobernaba todo, que era Sosibio, si detenía a Cleómenes contra su deseo, le miraba como desasosegado y temible, y en el caso de dejarle marchar, le infundía recelos un hombre osado y de grandes alientos que estaba muy hecho cargo de las dolencias de aquel reino. Porque ni aun las dádivas le dominaban, sino que, así como Apis, cuando parecía que nadaba en la abundancia y en el placer, le inquietaba el deseo de una vida según su genio, y de las carreras y juegos en toda libertad, viéndose claramente que le era insufrible el que le contuviera la mano del sacerdote; del mismo modo a Cleómenes ningún regalo le lisonjeaba, sino que, como a Aquiles, el fuerte corazón se lo angustiaba de verse allí encerrado; y de las lides en el deseo bullicioso ardía.
XXXV.- Cuando sus cosas se hallaban en este estado, llega a Alejandría Nicágoras de Mesena, hombre que aborrecía a Cleómenes, aunque aparentaba serle amigo; y es que le había vendido años pasados una buena posesión, y por penuria de dinero, a lo que entiendo, o quizá por falta de oportunidad con motivo de las continuadas guerras, no había aún recibido el precio. Viéndole, pues, entonces Cleómenes saltar en tierra desde la nave, porque casualmente se estaba paseando en el desembarcadero del puerto, le saludó con afecto, y le preguntó cuál era la causa que le conducía a Egipto. Correspondióle Nicágoras con afabilidad, contestándole que traía para el rey caballos hechos a la guerra; Cleómenes se echó a reír: “Y yo te aconsejaría- le dijo- que más bien le trajeras tañedoras de flautas o hermosos mocitos, porque éstas son ahora las cosas de más gusto para el rey” Rióse también Nicágoras por entonces; pero haciendo, al cabo de pocos días, conversación en el campo a Cleómenes, le rogó que le pagara el precio, diciendo que no le incomodaría a no haber sentido bastante pérdida en el despacho del cargamento; y respondiéndole Cleómenes no tener ningún sobrante de su asignación, incomodado Nicágoras, denunció a Sosibio el dicho de Cleómenes. Oyóle aquel con placer; pero deseoso de tener otra causa con que exasperar más el ánimo del rey, persuadió a Nicágoras que dejara escrita una carta contra Cleómenes, en la que dijese que éste tenía meditado, si alcanzaba que se le dieran naves y soldados, apoderarse de Cirene. Escribió Nicágoras la carta y se marchó, y Sosibio, a los cuatro días, se la leyó al rey, como que acababa de recibirla, con lo que le acaloró e irritó, haciéndole determinar que se condujera a Cleómenes a un edificio grande, y acudiéndole allí con todo lo acostumbrado, se le privara de la salida.
XXXVI.- No dejaba esta disposición de afligir a Cleómenes; pero fue todavía mas triste la perspectiva que se le presentó para lo venidero con este desgraciado accidente. Tolomeo, hijo de Crisermo, que era amigo del rey, había hablado siempre a Cleómenes con cariño, y aun había entre ambos cierta amistad y franqueza. Éste, pues, a ruego de Cleómenes, vino a verle, y le trató también en afabilidad, removiendo toda sospecha y procurando excusar al Rey; pero al retirarse de aquel edificio no se fijó en que Cleómenes seguía acompañándole hasta la puerta, y reprendió ásperamente a los de la guardia de que custodiaban con poca elegancia y cuidado a una fiera que pedía otra vigilancia. Oyólo Cleómenes, y retirándose sin que Tolomeo le sintiese, lo participó a los amigos. Todos, pues, desecharon las esperanzas que antes habían tenido, y poseídos de ira, determinaron vengarse de la injusticia e insulto de Tolomeo y morir de un modo digno de Esparta, sin aguardar a ser degollados como víctimas engordadas; para el sacrificio: pues era cosa terrible que, habiendo Cleómenes desechado las proposiciones de paz hechas por Antígono, gran militar y hombre de valor, se estuviera ahora sentado esperando a que se hallara de vagar un rey ministro de Cibeles, y a que depusiera el tímpano y el tirso para degollarle.
XXXVII.- Tomada esta resolución, hizo la casualidad que Tolomeo había ido a Canopo, y con esta oportunidad hicieron correr la voz de que el rey le daba libertad. Además de esto, siendo costumbre recibida en el palacio que se enviase la comida y diferentes regalos a los que iban a ser sacados de la prisión, los amigos habían hecho estos preparativos para Cleómenes, y se los enviaron desde afuera del edificio, para engañar a los de la guardia, haciéndoles creer que era el rey el que los enviaba; para lo que sacrificó y les dio abundantemente parte, coronándose él de flores, y recostándose a comer con sus amigos. Dícese que puso en ejecución su designio más presto de lo que tenía pensado, por haber llegado a entender que un esclavo que estaba en el secreto había dormido fuera con una mujer, de la que estaba enamorado; y temeroso de que pudiera descubrirlo, siendo la hora del medio día, y habiéndose asegurado de que los guardias estaban durmiendo medio beodos, se puso la túnica, y desatando los lazos del hombro derecho, con la espada desnuda en la mano salió con los amigos, preparados de la misma manera, que en todos eran trece. De éstos, Hipotas, que era cojo, al primer ímpetu los acompañó con igual ardor; pero cuando advirtió que por él iban más despacio, les pidió que lo mataran y no malograron la empresa por esperar a un hombre inútil. Mas sucedió que atravesó por la puerta un alejandrino que llevaba un caballo; quitáronselo, y poniendo en él a Hipotas, dieron a correr por las calles, excitando a la muchedumbre a la libertad; pero, a lo que parece, para aquellos habitantes el último término de su valor era alabar y admirar la osadía de Cleómenes, no habiendo nadie que la tuviera para seguirle y darle ayuda. A Telomeo, hijo de Crisermo, que salía de palacio, le acometieron tres al punto, y le dieron muerte, y corriendo contra ellos en su carro el otro Tolomeo, a cuyo cargo estaba la custodia de la ciudad, saliéndole al encuentro, dispersaron a sus esclavos y a los de su escolta, y a él, arrojándole del carro, le mataron. Dirigiéronse en seguida al alcázar, con el objeto de quebrantar la cárcel y ayudarse con la muchedumbre de los presos; pero la guardia se les había anticipado, y la tenía bien defendida; de manera que, frustrado Cleómenes en este intento, corría desatentado por la ciudad, sin que se le reuniera nadie, y antes huyendo todos y mostrando el mayor temor, paróse, pues, y diciendo a sus amigos: “Nada tiene de extraño que sean mandados por mujeres unos hombres que rehúsan la libertad”, los exhortó a todos a morir de un modo digno de él y de sus anteriores hazañas. Hipotas fue el primero que se hizo traspasar por uno de los más jóvenes; y en seguida cada uno de los demás se atravesó a sí mismo con su espada con la mayor serenidad e intrepidez, a excepción de Penteo, que había sido el primero que entró en Megalópolis cuando fue tomada. A éste, bellísimo de persona, de la mejor índole y disposición para la educación espartana, y que por estas prendas había sido el amado de Cleómenes, le dio orden de que cuando viera que él y los demás habían acabado entonces acabara consigo. Yacían todos por el suelo, y Penteo fue de uno en uno tentando con la espada, no fuera que alguno quedara vivo; y haciendo por fin con Cleómenes la prueba de punzarle en un pie, como observase en su rostro algún movimiento, le besó, se sentó a su lado, y, cuando ya expiró, abrazó su cadáver, y en esta actitud se quitó a sí mismo la vida.
XXXVIII.- De este modo terminó sus días Cleómenes, habiendo reinado en Esparta diez y seis años y llegado a ser un varón tan eminente. Divulgada la noticia por toda la ciudad, Cratesiclea, no obstante ser de ánimo varonil, desfalleció con la grandeza de semejante calamidad, y abrazando a los hijos de Cleómenes, empezó a lamentarse y hacer grandes exclamaciones. El mayor de aquellos niños, desprendiéndose y saliendo de allí cuando nadie podía sospecharlo, se arrojó de cabeza desde el tejado, y aunque se hizo grandísimo daño, no murió del golpe, Y cuando le levantaron gritaba y se desesperaba porque le impedían el morir. Tolomeo, luego que se le dio cuenta, mandó que desollaran el cuerpo de Cleómenes y lo pusieran en una cruz, y que diesen muerte a los hijos, a la madre y a las mujeres que tenía consigo. Era una de éstas la mujer de Penteo, de hermosa y agraciada persona. Estaban recién casados, y en el primer ardor de sus amores les sobrevinieron estos infortunios. Quiso, pues, embarcarse desde el principio con Penteo, pero sus padres no la dejaron, teniéndola guardada por fuerza bajo llave; mas, al cabo de poco, habiendo podido proporcionarse un caballo y algún dinero, se escapó de noche, y sin detenerse caminó hasta Ténaro, y allí se embarcó en una nave que se dirigía a Egipto; conducida a la compañía de su marido, vivió con él en tierra extraña alegre y contenta. Entonces asistió a Cratesiclea, arrebatada por los soldados, la recogió el manto y la exhortó a tener buen ánimo, sin embargo de que mostró no arredrarla la muerte, no pidiendo más que una sola cosa, que era morir antes que los niños. Llegadas al sitio en que los ministros acostumbraban hacer tales ejecuciones, primero dieron muerte a los niños a vista de Cratesiclea, y después a ésta misma, que en medio de tanta aflicción no pronunció más palabras que éstas: “¡Hijos míos, a dónde habéis venido!” La mujer de Penteo se ciñó el manto, y siendo alta y de fuerza, callando y con reposo prestó su asistencia a cada una de las que murieron, y cubrió sus cadáveres en la forma que pudo. Finalmente, muertas todas, cuidó de su propio adorno, se recogió la ropa, y no permitiendo que se acercase nadie ni la viese, sino el encargado de la ejecución, murió heroicamente, sin necesitar de nadie que cuidara de cubrirla y amortajarla después de su muerte. ¡Tan celosa fue de conservar, aun en este trance, la limpieza de su alma, y de guardar aquel pudor, que fue mientras vivió el antemural de su cuerpo!
XXXIX.- Lacedemonio, pues, habiendo puesto en contraposición y competencia en esta tragedia el valor de unas mujeres con el de los hombres, hizo ver que la virtud no puede ser nunca ofendida y agraviada por la fortuna. Al cabo de pocos días, los que guardaban el cuerpo de Cleómenes en cruz, vieron un dragón de bastante magnitud enroscado en su cabeza, y que le cubría el rostro en términos de no poder acercarse ninguna ave a comer sus carnes, de resulta de lo cual se apoderó del ánimo del rey cierta superstición y miedo, que dio ocasión a las mujeres para diferentes expiaciones, dándose a entender que habían muerto a un hombre amado de los dioses y de una naturaleza superior; los de Alejandría dieron en concurrir a aquel lugar, invocando a Cleómenes como héroe e hijo de los dioses, hasta que otros tenidos por más inteligentes los retrajeron de esta opinión, contándoles que de los bueyes podridos nacen las abejas, de los caballos las avispas, de los asnos en igual forma los escarabajos, y que los cuerpos humanos, cuando el podre de la medula se espesa y toma consistencia, produce serpientes: lo que observado por los antiguos, miraron al dragón como el más amigo, y compañero de los héroes entre todos los animales.