Tristes
Publio Ovidio Nasón
Las Tristes (Tristia en latín), también llamadas en español Tristezas, es una colección de poemas escritos por el afamado poeta y escritor romano Publio Ovidio Nasón, mejor conocido en nuestros tiempos simplemente por su nomen, Ovidio. Los mismos fueron escritos en el exilio, luego de que en el año 8 después de Cristo el emperador Octavio Augusto expulsara al poeta de Roma por considerar vulgares los versos hallados en su obra Ars Amatoria (aunque otras fuentes plantean, de manera quizás más afín a la realidad, que la expulsión se debió a que Ovidio tenía conocimiento de las aventuras amorosas de Julia, la nieta del emperador). Se estima que Ovidio escribió la obra en el año 9 d. C. durante su penosa travesía a Tomos.
Los poemas, de esquema dístico elegíaco (un hexámetro y un pentámetro), se agrupan en cinco libros a lo largo de los cuales Ovidio expresa con su bella poesía sus dolores, nostalgia y melancolía a causa del exilio. Además de lo anterior, la obra tiene como objetivo el explicar lo sucedido, defender su inocencia e implorar clemencia al emperador. Ovidio continua su obra en el exilio con las Cartas del Póntico.
Tristes
Libro I ― Libro II ― Libro III ― Libro IV ― Libro V
Notas
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Libro primero
ELEGIA 1
I.- Pequeño libro, irás, sin que te lo prohíba ni te acompañe, a Roma, donde, ¡ay de mí!, no puede penetrar tu autor. Parte sin ornato, como conviene al hijo de un desterrado, y viste en tu infelicidad el traje que te imponen los tiempos. Que el jacinto no te hermosee con su tinte de púrpura: tal color es impropio de los duelos; que tu título no se trace con bermellón, ni el aceite de cedro brille en tus hojas, ni los extremos de marfil se destaquen de la negra página. Luzcan estos primores en los libros venturosos; tú debes recordar mi adversa fortuna. Que la frágil piedra pómez no pula tu doble frente, para que aparezcas erizado con los pelos dispersos. No te avergüences de los borrones; el que los vea, notará que los han producido mis lágrimas. Marcha, libro mío; saluda de mi parte aquellos gratos lugares, y al menos los visitaré del único modo que se me permite.
Recomendación: puede consultar las notas a cada verso siguiendo este enlace. Las notas ayudarán a una mejor comprensión del contexto.
Si entre la turba hay quien se acuerda de mi, y pregunta acaso en qué me ocupo, dile que vivo, mas no afirmes que estoy sano y salvo; pues gozo la existencia gracias al beneficio de un Dios. Entrega con prudencia tus páginas a la curiosidad indiscreta, y no hables más de lo necesario. Al punto que te vea el lector, recordará mi crimen, y la voz general me declarará enemigo del bien público. No salgas a mi defensa, aunque las acusaciones me despedacen; una causa mala se empeora si la defienden. Tal vez encuentres alguno que se lastime de mi destierro, y no lea tus versos sin humedecer sus mejillas, y temeroso de que le sorprenda cualquier malvado, haga mudos votos por que la clemencia de César me imponga castigo de menos rigor. Quienquiera que sea, yo a la vez ruego mil prosperidades para el que pretende aplacar a los dioses en pro de un desvalido. Ojalá consiga lo que impetra, y calmada la cólera del Príncipe, se me permita morir en el seno de la patria. Aun cumpliendo fiel mis órdenes, tal vez, libro mío, seas criticado y puesto por debajo de la reputación que se labró mi ingenio. Es deber del juez pesar tanto las circunstancias del hecho como el hecho mismo; si así fueres juzgado, no temas los peligros. Los cantos son partos de un ánimo sereno, y súbitas desgracias ennegrecen mis días; los cantos reclaman el sosiego y la soledad del escritor, y yo soy juguete del mar, los vientos y las sombrías tempestades. El vate necesita hallarse libre de temores, y mi perdición me representa una espada que amenaza a todas horas clavárseme en el pecho. Un crítico benévolo admirará mi labor actual, y leerá con indulgencia mis versos desmayados.
Pon en mi lugar a Homero asediado de infortunios, y su ingenio sobresaliente caerá abatido por tantos males. En fin, libro mío, corre sin que te preocupe la fama, y no te sonrojes si desagradas al lector. La fortuna no se nos muestra tan propicia que hagamos caso de la gloria. En mis prósperos tiempos amaba la celebridad y me afanaba con ardor por conquistar alto renombre; hoy hago bastante si no aborrezco la poesía para mí tan funesta, porque mi destierro lo debo a los frutos de mi ingenio. No obstante, ya que te es lícito, ve en mi lugar y contempla a Roma. Así permitiesen los dioses que yo me convirtiera en mi libro.
Mas no porque te presentes como extranjero en la gran ciudad vayas a creer que pasarás inadvertido del público; te delatará tu sombrío color, bien que no lleves título y quieras disimular que me perteneces; sin embargo, penetra a la callada, no sea que te perjudiquen mis anteriores poemas, que hoy no gozan como en otros días la plenitud del favor. Si tropiezas alguno que por haberte yo compuesto renuncia a leerte y te arroja con displicencia, dile que se fije en el título, que no eres el maestro del Amor, obra que ya pagó la merecida pena. Tal vez quieras saber sí te mando subir la colina donde se abre el palacio que habita César. Perdonadme, augustos lugares y dioses que presidís en ellos: de vuestra altura descendió el rayo sobre mi cabeza; reconozco la clemencia de los númenes que habitan tales mansiones, pero temo la cólera que me ha castigado. Al menor ruido de alas se asusta la paloma herida por las uñas del gavilán, y la oveja arrancada a la boca de hambriento lobo no se atreve a apartarse lejos del redil. Si resucitara Faetón huiría del cielo, y se negaría a regir los corceles que pretendió su arrogancia. Yo mismo, lo reconozco, temo las armas de Jove que experimenté en mi daño, y cuando truena me creo amenazado por un rayo vengador. El piloto de la escuadra de Argos que escapó a los escollos de Cafarea, aparta siempre su nave de los bordes de la Eubea, y mi barca, ya una vez maltrecha por horrorosa tempestad, rehuye la visita de los sitios en que estuvo a pique de naufragar. Así, pues, libro mío, encógete con cierta timidez, y que te baste ser leído entre gentes de modesta condición. Icaro, por haberse lanzado con alas poco firmes a las regiones aéreas, dio su nombre al mar Icario. Difícil me es aconsejarte si debes valerte de los remos o las velas; consulta en esto el lugar y la ocasión. Si puedes introducirte cuando se halle desocupado; si ves todas las circunstancias favorables; si la cólera agotó ya su violencia; si algún protector, viéndote perplejo y temeroso, te presenta y habla cuatro palabras en tu abono, pasa adelante, y ojalá, más dichoso que tu dueño, llegues allá en buena hora y ayudes al alivio de sus males; pues nadie sino el que causó las heridas puede, como Aquiles, aplicarles el remedio. Mas cuida no me perjudiques queriendo favorecerme; en mi alma alienta menos la esperanza que el temor. Evita atizar de nuevo la cólera que reposaba; no seas la ocasión de un segundo castigo. Cuando vuelvas a penetrar en el santuario de mis estudios y ocupes la caja redonda que destino a tu residencia, contemplarás allí pues tos en orden a tus hermanos, producto de mis constantes vigilias. Todos llevarán ostensiblemente sus títulos respectivos y publicarán sus nombres con todas las letras; tres verás que se ocultan aparte en un rincón obscuro y enseñan lo que nadie ignora: El Arte de amar. Huye su contacto y condénalos con los dictados de Edipo o Telegón. Te aconsejo que, por respeto a tu padre, no ames a ninguno de estos tres libros, despreciando sus lecciones. Hallarás también quince volúmenes de Metamorfosis, poesías que escaparon a mis funerales; diles que el semblante de mi varia fortuna podría añadir una nueva transformación a las ya celebradas; pues de súbito tomó aspecto tan diferente del anterior, que hoy arranca lágrimas el que ayer rebosaba de alborozo. Tenía, si quieres saberlo, otras muchas cosas que encomendarte; pero temo haber dado motivo al retraso de tu viaje, y si hubieses de llevar contigo, libro mío, cuanto se me ocurre, llegarías a convertirte en un fardo de difícil transporte. Apresura los pasos, el camino es largo; yo habitaré el último confín del orbe, tierra bien apartada de aquella en que nací.
II.- Dioses de mar y cielo, ¿qué me resta sino acudir a los votos? No acabéis de destrozar mi nave quebrantada, ni confirméis, os lo suplico, la cólera del gran César. Contra la persecución de un Dios, otro nos presta muchas veces auxilio. Vulcano se declaró contra Troya, y Apolo la defendía. Venus era favorable a los Teucros, y Minerva su enemiga. La hija de Saturno aborrecía a Encas y fue la defensora de Turno; pero aquél vivía incólume gracias a la protección de Venus. Neptuno, furibundo, acometió cien veces al cauto Ulises, y otras tantas Minerva salvó al hermano de su padre. Aunque a larga distancia de la grandeza de estos héroes, ¿quién impedirá que una divinidad nos defienda de las iras de otra? ¡Ay mísero!, piérdense en el vacío mis inútiles plegarias, y olas imponentes cierran la boca del que las profiere. El airado Noto dispersa las palabras y no permite que mis preces lleguen a los dioses a quienes van dirigidas; así los mismos vientos, como si un suplicio no bastase a destruirme, se llevan, yo no sé adónde, mis velas y mis votos.
¡Oh trance fatal, cuántos montes de agua se levantan contra mí! Diríase que amenazan a los astros del cielo. ¡Qué profundos valles entre las ondas que se rompen y hienden! Creyérase que van a descubrir los abismos del Tártaro. Adondequiera que vuelvas los ojos no verás sino mar y cielo: el uno hinchado con las olas, el otro amenazador con las nubes, y entre mar y cielo se desencadenan los vientos huracanados, y las ondas no saben a qué dueño obedecer; porque ya el Euro se precipita impetuoso desde el purpúreo Oriente, ya sopla el blando Céfiro de la parte occidental, ya el helado Bóreas desciende del árido Septentrión, ya el Noto le sale al encuentro por la parte contraria. El piloto, indeciso, no sabe qué rumbo seguir o evitar, y su arte vacila, recelando peligros por doquier. No hay duda, aquí perecemos, es vana la esperanza de salvación; mientras hablo, un golpe de mar me inunda el semblante, me quita el aliento y recibo por la boca, que implora al cielo en vano, las espumas salobres que pretenden ahogarme. Mi fiel esposa no se conduele más que de verme desterrado; es el único de mis trabajos que conoce y llora. No sabe que me veo perdido en la inmensidad del Ponto, que soy juguete de los vientos y que veo próxima la muerte. Los dioses me aconsejaron bien no permitiendo que se embarcara conmigo: hubiese pasado la amargura de sufrir dos veces la muerte; mas ahora, si yo perezco, como ella no peligra, sobreviviré a lo menos en la mitad de mi ser. ¡Ay de mi!, ¡cómo se encienden las nubes en rápidas llamas!; ¡qué espantoso fragor resuena en las bóvedas celestes! Las ondas azotan los costados de mi nave, con la fuerza de la pesada balista que rompe las murallas. La ola que en este momento nos ataca sobrepuja a todas las anteriores; es la que sigue a la novena y precede a la undécima. No temo la muerte, sino este espantoso modo de morir; suprimido el naufragio, la muerte sería para mí una merced. Sirve de gran consuelo al que cae por la enfermedad o por el hierro, rendir el cuerpo exánime en la tierra donde ha vivido, esperar de sus deudos el sepulcro que se les ordenó levantar, y no servir de pasto a los peces marinos. Suponed que merezco muerte tan cruel; no soy el único pasajero de la nave. ¿Por qué infligir mi castigo a hombres inocentes? Númenes supremos, dioses que reináis en los mares azulados, cesad unos y otros en vuestras amenazas. Permitid a un desgraciado arrastrar la vida que le concedió la cólera harto clemente de César en el punto que se le asigna. Si queréis que pague la pena merecida, mi culpa no es digna de la muerte, según el propio juez. Si César me hubiese querido enviar a las riberas de la Estigia, no necesitaba para esto vuestra ayuda: él no tiene empeño en que se vierta mi sangre; cuando quiera puede quitarme la vida que me perdonó. Vosotros, contra quienes no me reprocho haber cometido ningún crimen, ¡oh dioses!, aplacaos al fin con las cuitas que padezco. Mas aunque todos os esforzarais por salvar a un desdichado, no podríais volver a la existencia al que yace herido de muerte. Que el mar repose en calma, que los vientos me favorezcan, que consiga vuestro perdón, no por eso dejaré de ser el desterrado. Y no es la codicia insaciable de riquezas ganadas con el tráfico de mercancías la que me impele a surcar los vastos mares; no voy, como en otro tiempo, a completar mis estudios en Atenas o a las ciudades de Asia y los sitios que antes visité; no navego hacia la insigne ciudad de Alejandría para asistir, ¡oh Nilo!, regocijado al espectáculo de tus fiestas. Si deseo vientos favorables, ¿quién osará creerlo?, es porque anhelan mis votos llegar a la tierra de Sarmacia; con ellos me atrevo a pisar las bárbaras playas del Ponto occidental, y aun me quejo de retrasar tanto la fuga de mi patria y me esfuerzo en abreviar la ruta con mis preces para visitar a los habitantes de Tomos, ciudad situada en no sé qué rincón del orbe.
Si os soy querido, calmad la rabia de las olas y que vuestra divinidad se manifieste propicia a mi viaje; si os soy odioso, dejadme llegar a la región que se me ha señalado: la mitad de mi suplicio radica en la naturaleza de este país. ¿Ya qué hago aquí? Vientos, empujad rápidos mis velas; ¿por qué se distinguen todavía desde las playas de Ausonia? El César os lo prohibe. ¿Por qué detenéis al mísero que ha desterrado? Vean luego mis ojos la comarca del Ponto; lo dispuso y lo merecí, y estimo injusto y poco piadoso defender los delitos que él condena. Si nunca las acciones humanas escapan a la penetración de los dioses, vosotros sabéis que fui culpable, pero no criminal; es más: si me dejé impulsar del error, debiose a la ofuscación del entendimiento, no a la maldad. Si con mi escaso prestigio sostuve siempre la casa de Augusto; si sus órdenes tuvieron para mí el valor de públicos decretos; si llamé siglo feliz al de su imperio y mi piedad quemó el incienso en honor de César y los suyos; si tales fueron mis sentimientos, dioses, dignaos perdonarme; si lo contrario, que me arrebate la ola suspendida sobre mi cabeza. ¿Es ilusión, o comienzan a desvanecerse las nubes tormentosas y se quebranta la agitación del mar que muda de aspecto? No es debido al azar; sois vosotros, a quienes condicionalmente invoqué, a quienes nadie consigue engañar, los que venís en mi auxilio.
III.- Cuando se me representa la imagen de aquella tristísima noche que fue la última de mi permanencia en Roma, cuando de nuevo recuerdo la noche en que hube de abandonar tantas prendas queridas, aun ahora mis ojos se deshacen en raudales de llanto. Ya estaba a punto de amanecer el día en que César me ordenaba traspasar las fronteras de Ausonia; ni la disposición del espíritu ni el tiempo consentían los preparativos del viaje, y un profundo estupor paralizaba mis energías. No me cuidé de escoger los siervos, los acompañantes, los vestidos y lo que necesita quien parte al destierro; estaba tan atónito como el hombre que, herido por el rayo de Jove, vive y no se da cuenta de su vida. Así que el exceso del dolor disipó las nubes que ofuscaban mi mente y comencé a recobrar los sentidos, resuelto a partir, dirijo las últimas palabras a mis inconsolables amigos, que de muchos sólo me acompañaba alguno que otro: mi esposa, mezclando su llanto con el mío, me sujetaba en los tiernos brazos y anegaba en ríos de lágrimas las inocentes mejillas. Mi hija, ausente en la tierra lejana de Libia, no podía conocer mi suerte fatal. Adondequiera que volvieses los ojos no verías más que llantos y gemidos; todo presentaba el cuadro de un luctuoso funeral. Mujeres, hombres y niños me lloran como muerto, y no hay rincón en la casa que no se vea anegado de lágrimas. Si es lícito comparar los grandes sucesos con los pequeños accidentes, tal era el aspecto de Troya en el momento de su caída. Ya cesaban de oírse las voces de los hombres y los ladridos de los perros, y la luna regía en lo alto del cielo los nocturnos caballos; yo, contemplándola, y distinguiendo a su luz el Capitolio, cuya proximidad de nada aprovechó a mis Lares, exclamé: «Númenes habitadores de estas mansiones vecinas, templos que ya nunca volverán a ver mis ojos, dioses que abandono y que residís en la noble ciudad de Quirmo, recibid para siempre mi postrer salutación. Aunque embrazo tarde el escudo después de recibir la herida, no obstante libertad ni destierro del odio que me persigue, y decid al varón celestial el error de que fui víctima, no vaya a juzgar mi falta un odioso crimen. Lo que vosotros sabéis, sépalo asimismo el autor de mi castigo; porque aplacando a este dios, ya no puedo llamarme desdichado.» Tal plegaria dirigí a los dioses; mi esposa estuvo más insistente y entrecortaba con los sollozos sus palabras. Postrada ante los Lares y los cabellos en desorden, besó con sus trémulos labios los fuegos extintos y elevó a los adversos Penates cien súplicas que no habían de reportar ningún provecho a su desventurado esposo. Ya la noche precipitando los pasos me negaba toda dilación, y la Osa de Parrasio había vuelto su carro. ¿Qué hacer? El dulce amor de la patria me retenía, mas esta noche era la última de mi estancia en Roma. ¡Ah!, ¡cuántas veces viendo el apresuramiento de algún compañero le dije «¿Por qué te apresuras? Piensa en el lugar que abandonas y en aquel adonde corres precipitado.» ¡Cuántas veces, engañándome a mí mismo, señalé otra hora más favorable a mi partida! Tres veces pisé el umbral, y otras tantas volví los pasos atrás, y mis tardíos pies revelaban la indecisión del ánimo. Con frecuencia, después de las despedidas, reanudaba de nuevo la conversación, y como si ya me alejase, di los últimos besos, reiteré los mismos mandatos y procuré engañarme contemplando las prendas queridas de mi corazón. Por fin exclamé: «¿A qué tal premura? La Escitia es adonde me destierran, y tengo que abandonar a Roma; una y otra justifican la demora. Vivo aún, me arrancan por siempre de los brazos de mi esposa, de mi casa y de los miembros fieles a la misma. ¡Oh dulces compañeros a quienes amé con amor fraternal, oh corazones unidos al mío con la fidelidad de Teseo!, os estrecharé con efusión, ya que se me permite; pues acaso no vuelva a hacerlo jamás: quiero lucrarme de la hora que se me concede.» Llega el momento, dejo sin concluir las palabras y abrazo a los seres queridos del alma. Mientras que hablo y lloramos, el lucero de la mañana, estrella funesta para mí, resplandeció en el alto firmamento. Me separo con esfuerzo como si me arrancasen los miembros y mi cuerpo se rompiese en dos partes; de tal modo se dolió Metio cuando los caballos vueltos en sentido contrario le despedazaron en castigo de su traición. Resuenan entonces los clamores y gemidos de todos los míos y se golpean los pechos con violentas manos. Entonces mi esposa, arrojándose a los hombros del que partía, mezcló con sus lágrimas estas tristes palabras: «No puedes separarte de mí; partiremos, ¡ah!, partiremos los dos juntos; te seguiré, y mujer de un desterrado, me desterraré igualmente. Tu camino se abre para mí, los últimos confines me recibirán y no seré pesada carga en tu nave pronta a zarpar. La cólera del César te ordena salir de la patria, el amor que te profeso, sí, el amor será mi César. » Bregaba en tal empeño que ya había manifestado antes, y apenas se dejó persuadir por la consideración de nuestro mutuo interés. Parto al fin, si aquello no era conducirme derecho al sepulcro, desaliñado y con el cabello revuelto sobre el hirsuto rostro. Ella, angustiada por mi pena, sintió obscurecérsele la vista, y supe después que se desplomó sobre el suelo desmayada. Así que recobró el sentido y con el cabello manchado de sucio polvo levantó el cuerpo del frío pavimento, deploró su suerte y sus Penates abandonados, y llamó por su nombre cien veces al esposo que le arrebataban, gimiendo con no menos duelo que si viese en la alzada pira el cuerpo de su hija o el mío. Deseaba morir y con la muerte poner término al sufrimiento, y sólo consintió vivir para serme útil en adelante. Que viva, pues así lo dispusieron los hados; que viva y preste continua ayuda a su desterrado esposo.
IV.- El guardián de la Osa de Erimanto se sumerge en el Océano, y con su influjo alborota las aguas marinas; nosotros, sin embargo, rompemos las olas del Jonio a la fuerza y el temor alienta nuestra audacia. ¡Ay, mísero, qué ráfagas tan impetuosas encrespan el piélago y cómo hierve la arena removida en el hondo abismo! Una ola, cual montaña, asalta la proa y la encorvada popa y azota las imágenes de los dioses. Los costados de pino retumban; los cables sacudidos rechinan y la misma nave parece gemir con nuestros quebrantos. El piloto declara su terror en la palidez del rostro y déjase llevar por la nave que no acierta a dirigir, como el jinete de escaso vigor abandona las riendas impotentes a detener el potro rebelde; así veo al piloto disponer las velas, no hacia donde se dirige, sino adonde le arrebata la impetuosidad de las ondas, y a no enviar Eolo vientos contrarios, pronto nos veremos arrastrados a lugares que nos están entredichos; pues dejando a la izquierda lejos la Iliria, nos hallamos a la vista de Italia, que se nos impide pisar. Cesad, vientos, os lo suplico, de empujarme a tierras prohibidas, y obedeced conmigo a un Dios poderoso. Mientras hablo y deseo y temo a la vez alejarme, ¡con qué violencia las ondas se estrellan en el costado de mi embarcación! Perdonadme, sí, perdonadme, númenes del cerúleo Ponto, ya me basta con el odio de Jove. Salvad de la muerte cruel a un hombre aniquilado, si quien pereció puede aun volver a la vida.
V.- ¡Oh tú, a quien siempre recordaré como el mejor de mis amigos, el primero que identificó su suerte con la mía, el primero, bien lo recuerdo, que viéndome consternado osó alentarme con sus persuasiones y me aconsejó dulcemente conservar la vida cuando en mi destrozado pecho se abrigaba el ansia de la muerte, ya sabes a quién aludo en las señales que indican tu nombre, y no es posible que te equivoques sobre la gratitud a que me obligan tus favores, que quedarán por siempre grabados en el fondo de mi alma, siéndote deudor perpetuo de la existencia; el hálito que me anima se perderá en el vacío del aire, y abandonaré mis despojos a la llama de la pira antes que me olvide de tu generosa conducta, y en tiempo alguno deje de corresponderte con mi ternura. Que los dioses te sean propicios y te concedan fortuna en todo diferente de la mía, que no necesite la asistencia de nadie. Si un viento favorable impulsara mi nave, tal vez quedase ignorada tu fiel abnegación. Piritoo no habría conocido la constancia de Teseo, a no descender vivo aún a las riberas infernales. Desventurado Orestes, las furias que te perseguían hicieron que Pílades se revelase como el modelo de una acendrada fidelidad. Si Euríalo no hubiera caído en las manos enemigas de los Rútulos, ninguna gloria hubiera conquistado Niso, el hijo de Hírtaco; que así como el oro se prueba sometido al fuego, así en la desgracia se acrisola la amistad verdadera. Cuando la fortuna nos ayuda y sonríe con benévola faz, todos siguen al esplendor de las riquezas; pero así que truena la tormenta, todos huyen y desconocen al mortal poco antes asediado por una turba de aduladores. Esta verdad que conocí en los ejemplos de los antepasados, ahora me la confirma la experiencia de mi propia desventura. De tantos amigos, apenas me quedasteis dos o tres; los demás eran secuaces de la fortuna, no fieles amigos. Cuanto más reducido vuestro número, con tanto mayor ahínco debéis socorrer al desvalido y dar a su naufragio un seguro puerto. No os dejéis embargar de falso miedo, temerosos de que un Dios se ofenda de vuestra compasión. Mil veces César alabó la fidelidad en los mismos adversarios; ama esta virtud en los suyos y la aprueba en los enemigos. Mi causa tiene mejor defensa; no fomenté contra él disensiones y merecí el destierro por inadvertencia; así, te suplico que vivas atento a mi grave situación, por si consigues calmar un tanto la cólera de este numen.
Si alguien deseara conocer todas mis calamidades pretendería más de lo que me es posible decir. He padecido tantos males como estrellas rutilan en el cielo, como en la árida playa se revuelven menudos átomos de arena; he soportado contrariedades que parecen increíbles, y aunque harto verdaderas, no encontraré quien las crea; parte de ellas debe morir conmigo, y ojalá mi silencio las sepultase en el olvido. Si tuviera una voz incansable, un pecho más duro que el bronce y añadiese cien bocas con cien lenguas, aun así el asunto agotaría mis fuerzas, antes que llegase a abarcarlo por completo. Famosos poetas, escribid sobre mis infortunios olvidando al rey de Nerito. Él anduvo errante muchos años por el breve espacio que media entre Duliquio y las casas de Ilión; a mí la suerte me ha lanzado a las costas de los Getas y los Sármatas, atravesando mares muy alejados del cielo que conocía; él tuvo una hueste devota de fieles compañeros, y los míos me abandonaron en el momento de partir al destierro; él, regocijado y victorioso, volvió a la patria, y yo, vencido y desterrado me alejo de la mía, y no radicaba mi casa en Duliquio, Itaca o Samos, lugares que sin mucho sentimiento pueden abandonarse, sino, en Roma, la ciudad que desde sus siete colinas vela sobre todo el universo, la sede del Imperio y la morada de los dioses. El cuerpo de Ulises era recio y endurecido en las fatigas, mis fuerzas son débiles y mi complexión delicada; él se había hecho robusto en los trances duros de la guerra, yo me entregué siempre a estudios apacibles. Un dios me abrumó, sin que ningún otro aliviase mi desventura, y la diosa de los combates prestaba al rey de Itaca constante ayuda. Siendo inferior a Jove el numen que reina en las hinchadas olas, él se vio perseguido por la venganza de Neptuno, yo por la de Jove. Añádase que la mayor parte de sus trabajos es una pura ficción, lo que no sucede en mis tristes sucesos. Él por fin encontró sus Penates deseados, y pisó los campos que por tanto tiempo le fuera imposible visitar, y yo tengo que carecer de la patria a perpetuidad, si no se calma la cólera del dios a quien he agraviado.
VI.- Lide no fue tan amada del poeta de Claros, ni Batis del nacido en Cos, como tú, cara esposa, cuya imagen llevo grabada en el fondo del corazón, digna de marido más feliz, ya que no más consecuente. Tú fuiste el puntal que impidió mi completa ruina, y si algo soy todavía, a ti lo debo todo. Tú conseguiste que no fuera el despojo y la presa de aquellos que codiciaban los restos de mi naufragio. Como el lobo rapaz incitado por el hambre y la sed de matanza espía el instante de sorprender un redil indefenso; como el buitre voraz revuelve a todas partes la vista, ansioso de descubrir un cadáver insepulto, así un sujeto que desconozco, envalentonado por mi fatal proscripción, intentó apoderarse de mis bienes, si tú lo hubieras consentido; mas le detuvo tu valor, que alentaron esforzados amigos, para los cuales será siempre poca mi inmensa gratitud. Un testigo tan veraz como desdichado ensalza tu proceder, si tiene algún peso testimonio como el mío. Tu abnegación sobrepuja a la de la esposa de Héctor y de Laodamia, que acompañó en la muerte a su marido. Si hubieses alcanzado la suerte de hallar un Hornero, tu fama eclipsaría la de Penélope, ya debas tanta virtud a ti sola, sin que ninguna maestra te inculcara esa piedad, y tus nobles cualidades te adornen desde el día que naciste; ya sea que una mujer principal, por la que siempre has sentido veneración, te enseñase a ser el modelo de las buenas esposas, y el trato continuo te hiciese su semejante, si cabe similitud entre los destinos grandes y los humildes. ¡Ay de mí! ¿Por qué mis versos no revelan más brío? ¿Por qué mis cantos quedan debajo de tus méritos? ¿Por qué el escaso vigor con que escribí en otro tiempo yace aniquilado por la pesadumbre de mis desdichas? Tú ocuparías el primer puesto entre las santas heroínas y brillarías la primera por las virtudes del ánimo. No obstante, por menguado valor que alcancen mis elogios, vivirás eternamente en mis versos.
VII.- Seas quien seas, tú que conservas la imagen fiel de mi persona, quita de mis cabellos la guirnalda de hiedra consagrada a Baco; esos felices distintivos convienen a los poetas dichosos, y no sienta bien la corona a mi triste situación. Caro amigo, afectas en vano el disimulo, sabiendo que me dirijo a ti, que me llevas a todas lloras en el anillo del dedo. Engarzaste mi efigie en oro de ley, para ver del único modo que se te consentía la faz de un desterrado; acaso cuantas veces la contemplas te ocurre exclamar: «¡Qué lejos vive de aquí el amigo Nasón!». Te agradezco de veras el piadoso recuerdo, pero mi imagen se reproduce más exacta en los versos que te envío; léelos, a pesar de su escaso mérito. Canto en ellos las transformaciones de los mortales, obra interrumpida por el funesto destierro del autor, quien antes de partir los arrojó por su misma mano al fuego, con otros muchos poemas, en el arrebato de la desesperación. Como la hija de Testas abrasó, según cuentan, a su hijo con un tizón, revelándose mejor hermana que madre, así yo condené a morir conmigo mis inocentes libros, y arrojé mis propias entrañas a las llamas devoradoras, o en aborrecimiento de las Musas culpables de mi condenación, o porque mi libro sin terminar semejaba todavía un esbozo informe. Mas puesto que no fue enteramente destruido, y aun vive, así lo creo, porque existían varios ejemplares, hoy les deseo próspera vida, que deleiten los ocios del lector y conserven mi recuerdo. Sin embargo, no podrá sostener con paciencia su lectura quien ignore que me ha sido imposible darles la última mano. Me los arrebataron cuando aun estaban en el yunque, y falta a sus páginas la postrer lima. No pido alabanzas, sino indulgencia; harto alabado me estimaré si consigo, lector, que no me desprecies. Al frente del primer libro he puesto seis versos; helos aquí, si los juzgas dignos de figurar en la portada: « Seas quienquiera, tú, que tomas en las manos esta obra huérfana de padre, concédele al menos un asilo en Roma, tu patria, y para que la favorezcas más, ten presente que no fue lanzada a la publicidad por el autor, sino casi arrancada de sus funerales. A ser posible, hubiéranse corregido las imperfecciones que descubren versos tan poco limados.»
VIII.- Los ríos caudalosos retrocederán desde la desembocadura hacia sus fuentes; el sol volverá atrás los pasos de sus fogosos corceles; la tierra se cubrirá de estrellas; el arado abrirá surcos en el cielo, brotarán las llamas del seno de las ondas y saltará el agua del fuego; se trastornarán, en fin, todas las leyes de la Naturaleza, y ningún cuerpo seguirá la ruta que se le trazó, se realizarán los fenómenos juzgados más imposibles y no habrá nada tan asombroso a que no prestemos crédula fe. Hago estos vaticinios después de verme burlado por quien debía constituir el apoyo más firme de mi desgracia. Pérfido, ¿a tal punto llegó tu falta de memoria, tanto miedo sentiste de socorrer a un desdichado, que ni osabas mirarle compasivo, ni sentir su aflicción, ni acompañarle siquiera a sus funerales? ¿Te atreves a pisotear como una cosa vil el santo y venerable nombre de la amistad? ¿Tanto te costaba visitar al amigo postrado bajo el peso de la desventura y levantar su ánimo con el lenitivo de tus palabras? Y ya que no te costase una lágrima su infortunio, ¿no pudiste acompañarle en sus quejas, aun siendo fingido tu dolor, y darle el último adiós, lo que no niegan los extraños, y unir tu voz y tus gritos a los del pueblo, y, en fin, contemplar, pues que te era lícito, en el día supremo de la partida aquel semblante angustiado que nunca volverías a ver, y por una vez sola en el curso de la vida recibir y devolverle con voz afectuosa el postrer adiós? Así lo hicieron otros no obligados por los lazos de la amistad, que con las lágrimas patentizaron sus íntimos sentimientos. ¿Cómo te hubieras conducido si relaciones habituales, causas poderosas y una amistad de larga fecha no me uniesen contigo? ¿Qué habrías hecho a no conocer todos mis placeres y ocupaciones, como yo conocía tus ocupaciones y placeres? ¿Qué si te hubiese tratado sólo en medio de Roma, cuando tantas veces fuiste recibido en los mismos lugares que yo? Y todo esto vino a ser juguete de los vientos del mar, todo esto se lo llevaron en su corriente las olas del Leteo. ¡Ah! No te considero nacido en la grata ciudad de Quirino, donde jamás he de poner las plantas, sino entre los pefiascos que erizan la ribera izquierda del Ponto, en los montes salvajes de los Escitas y Sármatas. Tus entrañas son de roca, tu corazón de insensible hierro, y sin duda una tigre ofreció como nodriza sus hinchadas ubres a tu boca infantil; de otro modo asistieras a mi desgracia más conmovido, y no serías de mi parte fustigado por tu crueldad. Mas puesto que a mis daños fatales se une la pérdida del afecto que antes me acreditabas, haz por que me olvide de tus faltas, y con el mismo labio que hoy te acuso pueda ensalzar pronto tu fidelidad.
IX.- Así logres arribar sin percances al término de la carrera, tú que lees mi obra sin enemiga prevención, y ojalá queden cumplidos en tu favor mis votos, que no consiguieron en el mío vencer a los dioses implacables. Mientras seas feliz contarás numerosos amigos; si el cielo de tu dicha se anubla, te quedarás solo. Mira cómo acuden las palomas a las blancas moradas, mientras que la torre ennegrecida por los años no recibe a ningún huésped alado. Nunca las hormigas se dirigen a los graneros vacíos, y nadie solicita la amistad del que perdió sus riquezas. Como a los rayos del sol sigue la sombra a nuestro cuerpo, y huye al momento que las nubes obscurecen su disco, así el vulgo inconsecuente sigue el brillo de la fortuna y se aparta al instante que la envuelve un nublado amenazador. Quisiera que estas verdades te pareciesen siempre erróneas, pero mis propios sucesos obligan a confesar que no lo son.
Cuando permanecía firme mi casa, si no con fausto, con cierta celebridad, vióse visitada por una turba suficiente de amigos; mas a la primer sacudida todos temieron la ruina, todos con espanto se dieron de concierto a la fuga, y no me asombra que teman los rayos crueles, los que ven cómo destruyen cuanto encuentran a su alrededor. Sin embargo, César, aun en el aborrecido contrario, aplaude al que permanece leal en el infortunio, y no suele irritarse, porque ninguno iguala su moderación contra el que ama en la adversidad al que amó en la fortuna. Dícese que Toas aprobó la conducta de Pílades cuando reconoció al compañero de Orestes el de Argos; la boca de Héctor solía ensalzar el hondo afecto que al hijo de Actor profesó siempre el invicto Aquiles; cuando el piadoso Tesco descendió a la región de los Manes por acompañar a su amigo, cuéntase que el mismo dios del Tártaro se sintió conmovido, y es creíble, Turno, que las lágrimas humedecieron tus mejillas al saber la heroica abnegación de Niso y Euríalo. También para los desgraciados existe la piedad, sentimiento que se encomia hasta en el enemigo. ¡Ay de mí! A cuán pocos mueven mis reflexiones, y eso que mi situación y las vicisitudes de mi existencia debieran arrancar copiosos raudales de llanto. Mas aunque las angustias laceren mi alma con los propios sucesos, se ha serenado al considerar los tiempos felices; caro, amigo, ya había previsto tu éxito cuando un tiempo menos favorable impulsaba tu barca. Si tienen algún valor las buenas costumbres y una vida irreprochable, nadie será más estimado que tú. Si alguien se aventaja en el estudio de las artes liberales, eres tú, cuya elocuencia triunfa en todas las causas ¿Yo, conmovido por ella, te dije desde el primer día, buen amigo, que un vasto escenario se abría a tus dotes sobresalientes, y no me lo revelaron las entrañas de las ovejas, o el trueno que retumbaba a la izquierda, o el canto y vuelo de las aves. Mi augur fue la razón, que presentía lo futuro; por ella adiviné y expuse lo que sabía, y puesto que el éxito ha confirmado mi predicción, me felicito y te felicito de todas veras, porque tu ingenio no quedó sepultado en la obscuridad. Ojalá el nuestro se hubiese hundido en profundas tinieblas; me convenía que mis estudios no viesen nunca la luz. Como se beneficia tu elocuencia con las serias artes, así me perjudicaron otras distintas de las que cultivas. Sin embargo, conoces mi vida, sabes que mis costumbres no tienen parentesco con aquel Arte de que soy autor, que este poema fue una diversión de mi juventud, y bien que digno de censura, al fin un simple juego. Si ningún argumento es capaz de colorar mi falta, creo a lo menos que podría disculparse. Discúlpala en lo posible, no hagas traición a la causa de la amistad. Diste un primer paso afortunado; sigue, pues, la misma ruta.
X.- Voy a bordo, y así prosiga, de una nave puesta bajo la protección de la sabia Minerva, que debe su nombre al casco de la de diosa en ella pintado. Cuando iza las velas, boga presta al menor soplo del viento; cuando se vale del remo, avanza dócil al esfuerzo del remador. No satisfecha con vencer la velocidad de las que parten a su lado, si quiere déjase atrás a las que abandonaron antes el puerto. Afronta las corrientes, resiste el choque de las olas que de lejos la asaltan, y sus costados no se hienden al furor de las aguas tempestuosas. Desde Cencrea, próxima a Corinto, donde la conocí por vez primera, ha sido el guía y fiel compañero de mi fuga precipitada, y navego indemne a través de cien vicisitudes y borrascas, concitadas por los indómitos vientos, gracias a la protección de Palas. Ojalá franquee sin riesgo ahora la entrada del vasto Ponto y penetre en las aguas del litoral Gético, término de mi viaje.
Así que me llevó al mar de Helle, nieta de Eolo, y recorrió tan largo trayecto por un estrecho surco, nos dirigimos a la izquierda, y dejando la ciudad de Héctor, arribamos al puerto de Imbros; de allí un viento fresco nos impulsó a las playas de Cerinto, y fatigados anclamos, por fin, en Samotracia, de la que dista Tempira una breve travesía. Hasta aquí hice mi viaje a bordo, pero quise recorrer a pie los campos Bistonios, mientras mi nave volvía a las aguas del Hellesponto, encaminándose a Dardania, así llamada del nombre de su fundador; a Lampsaco, defendida por el dios de los jardines, y al estrecho canal que separa las ciudades de Sestos y Abidos, donde pereció la virgen, mal conducida por el áureo carnero; luego dirigió el rumbo a Cicico, situada en las costas de la Propóntida, noble fundación del pueblo de Hemonia, y posteriormente a las costas de Bizancio, que señorea la entrada del Ponto, como ancha puerta que pone en comunicación dos mares. Así venza todos los escollos, y alentada por el impulso del Austro, atraviese incólume los montes inestables de Cianea, el golfo de Tynios, y desde él, por la ciudad de Apolonia, siga su ruta ante los muros elevados de Anquiale, y se deje atrás el puerto de Mesembria, Odesa, la ciudad, ¡oh Baco!, que lleva tu nombre, y aquella en que los fugitivos de Alcatoe establecieron sus lares errantes, desde la cual arribe sin daño a la colonia de Mileto, adonde me relegó la cólera de un numen ofendido. Si llego a pisar esta tierra, ofreceré a Minerva el sacrificio bien merecido de una oveja; víctima mayor, está por encima de mis recursos. Vosotros, hijos de Tíndaro, reverenciados en esta isla, os lo ruego, sed propicios a mi doble travesía. La una de mis naves se arriesga a pasar el estrecho de las Simplégadas; la otra se abre camino por las aguas Bistonias. Haced que los vientos favorezcan por igual a las dos, aunque siguen vías tan distintas.
XI.- Todas las epístolas del libro que acabas de leer han sido compuestas durante mi penosa navegación. Las aguas del Adriático viéronme escribir, la una estremecido por los fríos de diciembre, la otra se compuso después de haber cruzado el istmo que divide dos mares, en el momento de tomar la segunda nave que había de conducirme al destierro. Imagino que las Cícladas del Egeo se llenaron de estupor viéndome componer poesías entre las fieras amenazas del mar embravecido. Yo mismo me asombro ahora de que no se abatiese mi ingenio en medio de tantas turbaciones del ánimo y las olas. Ya se dé a esta manía el nombre de estolidez o de locura, gracias a ella mi espíritu se sintió libre de toda inquietud. Con frecuencia era el juguete de las nubes tormentosas que aglomeraban las Cabrillas; con frecuencia el piélago rugía amenazador por el influjo de Estérope; ya el guardián de la osa de Erimanto enlutaba el día, ya el Austro, al ocultarse las Híadas, amontonaba las nubes. A veces una ola invadía mi barco, y, no obstante, mi mano temblorosa seguía trazando versos buenos o malos. Ahora oigo rechinar los cables, sacudidos por el Aquilón, y la onda surge y se dobla a manera de un monte. El mismo piloto tiende las manos al cielo, se olvida de su arte e impetra la ayuda de los dioses. Adondequiera que vuelo los ojos descubro la imagen de la muerte, el temor amilana mi brío, y deseo lo que temo, porque si arribo al puerto, el puerto mismo es para mí un motivo de terror. La tierra adonde voy me inspira más espanto que las olas enemigas; persíguenme a un tiempo las perfidias de los hombres y del mar; la espada y el oleaje doblan mis temores; recelo que la una se disponga a lucrarse con mi sangre y que el otro ambicione el honor de mi muerte. La gente de la izquierda del Ponto es bárbara y siempre dispuesta a la rapiña; entre ella reinan constantemente la sangre, la guerra y la carnicería.
Aunque el mar se subleve alborotado por las borrascas del invierno, mi alma se halla más alterada que sus olas; por esta razón debes ser indulgente, lector benévolo, con mis poemas, si los encuentras, cual son, inferiores a lo que esperabas. No los escribo como en otros días en mis jardines, ni mi cuerpo reposa sobre el blando lecho en que solía tenderse. Véome acometido por el abismo indomable en un día cubierto de nubarrones, y las tablillas en que escribo se mojan con las cerúleas aguas. La tempestad lucha encarnizada y se indigna contra mí porque me atrevo a componer, despreciando sus pavorosas amenazas. Venza la tempestad al hombre; mas al mismo tiempo que pongo fin a mis versos, ponga ella también término a sus furores.