La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro trigesimoctavo
Acusación de Escipión el Africano.
[38,1] -189 a.C.- Mientras tenía lugar la guerra en Asia, ni siquiera Etolia quedó libre de perturbaciones. Los atamanes fueron la causa del problema. Tras la expulsión de Aminandro, Atamania quedó bajo una guarnición de Filipo y sus gobernadores, logrando mediante su gobierno arbitrario y despótico que el pueblo añorara la desaparición de Aminandro. Este pasaba sus días de exilio en Etolia; las cartas de sus amigos y sus relatos sobre la situación en Atamania le hicieron albergar esperanzas de recuperar su corona. Envió mensajeros a Knisovo [la antigua Argitea, en Albania.-N. del T.], su capital, para informar a sus dirigentes de que si se le aseguraba completamente la simpatía de sus compatriotas, podría llegar a un acuerdo con los etolios para conseguir su ayuda y entrar en el país con los miembros del consejo etolio y su pretor, Nicandro. Cuando vio que estaban preparados para cualquier eventualidad, informó a los suyos del día n que tenía la intención de entrar en Atamania con un ejército. El movimiento contra los macedonios fue iniciado por cuatro hombres, seleccionando cada uno de ellos a seis compañeros; a continuación, no confiando en tan pequeño número, más apropiado para conspirar que para ejecutar su proyecto, doblaron el número de los conspiradores. Habiendo así llegado a cincuenta y dos, formaron cuatro grupos; uno fue a Heraclea, el segundo hacia Tetrafilia, donde se solía guardar el tesoro real, el tercero fue a Teudoria y el cuarto a Knisovo. Habían acordado todos mostrarse en los foros sin provocar ningún disturbio, como si hubiesen llegado para encargarse de asuntos particulares, debiendo congregar en un día determinado a las poblaciones de las diferentes ciudades y expulsar las guarniciones macedonias de sus ciudadelas. Cuando llegó el día y Aminandro se encontraba en la frontera con mil etolios, fueron expulsadas simultáneamente las guarniciones de Macedonia de las cuatro ciudades, enviándose cartas al resto de ellas instándolas a sacudirse la prepotente dominación de Filipo y recuperar la legítima monarquía de sus padres. Los macedonios fueron expulsados de todas partes del país. Xenón, el comandante de la guarnición de Teyo, interceptó el mensaje enviado a esa ciudad y ocupó la ciudadela. Finalmente, también aquella plaza se rindió a Aminandro y toda la Atamania, con excepción del castillo de Ateneo que estaba cerca de la frontera con Macedonia, quedó en su poder.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[38.2] Al tener noticia de la rebelión en Atamania, Filipo partió con una fuerza de seis mil hombres y, tras una marcha extraordinariamente rápida, llegó a Gonfos. Dejó aquí la mayor parte de su ejército, que no podía mantener estas largas marchas, y se dirigió con dos mil hombres hacia Ateneo, la única plaza que había sido retenida por sus tropas. Desde aquí trató de conquistar algunos lugares próximos, pero pronto descubrió que todos eran hostiles y regresó a continuación a Gonfos. Entro nuevamente en Atamania con todas sus fuerzas y envió a Xenón por delante, con mil infantes, para que ocupara Etiopía, una buena posición desde la que se dominaba Argitea. Cuando Filipo vio que sus hombres ocupaban el lugar, acampó cerca del templo de Júpiter Acreo. Quedó allí detenido todo un día a causa de una terrible tormenta; al día siguiente, decidió avanzar contra Argitea. Estando ya en marcha sus hombres, vio de repente a los atamanes corriendo hacia cierto terreno elevado que dominaba su línea de marcha. Al verlos, los estandartes de cabeza hicieron alto y se produjo confusión en toda la columna, pues los hombres se preguntaban qué sucedería si la columna bajaba hacia el valle que estaba dominado por aquellas alturas. El rey habría deseado cruzar rápidamente aquel desfiladero, si sus hombres le hubieran seguido, pero el desorden que se había producido le obligó a llamar de vuelta la cabeza de la columna y ordenarles contramarchar por el camino que habían venido. Al principio, los atamanes les siguieron discretamente a cierta distancia, pero una vez se les hubieron unido los etolios, los dejaron siguiendo la retaguardia y ellos se desplegaron sobre sus flancos, adelantándose algunos por atajos que conocían y alcanzando los lugares de paso. La confusión entre los macedonios era tal que su cruce del río se pareció más a una huida precipitada que a una marcha ordenada, dejando atrás a muchos de sus hombres y armas. Aquí se detuvo la persecución y los macedonios pudieron regresar a salvo hacia Gonfos, retirándose desde allí hacia Macedonia. Los atamanes y los etolios marcharon desde todas partes a Etiopía para expulsar a Xenón y sus mil macedonios. Considerando insegura su posición, había partido de Etiopía y ocuparon una posición en un terreno más alto y escarpado. Los atamanes, sin embargo, encontraron vías de aproximación hacia allí y los desalojaron de las alturas. Dispersos y puestos en fuga, no pudieron encontrar una vía de escape a través de los fragosos matorrales y el terreno rocoso, siendo muertos o hechos prisioneros, despeñándose muchos por los precipicios y logrando escapar solo unos pocos, con Xenón, hasta el rey. Posteriormente se concedió una tregua para enterrar a los que habían caído.
[38,3] Recuperada su corona, Aminandro envió una delegación al Senado y otra a los Escipiones, que se encontraban en Éfeso después de la batalla con Antíoco. Solicitaba la paz con Roma, excusándose por haber pedido la ayuda de los etolios para recobrar el trono de su padre y achacando toda la responsabilidad por la guerra a Filipo. Desde Atamania, los etolios entraron en Anfiloquia, quedando dueños de todo el país tras la rendición voluntaria de la mayoría de la población. Después de recuperar Anfiloquia, que en otro tiempo había pertenecido a los etolios, invadieron Aperancia con la esperanza de tener el mismo éxito, lo que lograron en gran medida al rendirse esta sin ofrecer resistencia. Los dólopes nunca había pertenecido a Etolia, sino que formaban parte de los dominios de Filipo. Al principio corrieron a las armas, pero al enterarse de que los anfiloquios se habían sumado a los etolios, que Filipo había huido de Atamania y que se había dado muerte a sus fuerzas, también ellos se rebelaron contra él y se unieron a los etolios. Con estos pueblos a su alrededor, los etolios se creían seguros contra los macedonios. Pero en medio de su confianza, les llegó la noticia de la derrota de Antíoco en Asia, a manos de los romanos, y no mucho después regresaron sus embajadores de Roma sin traerles ninguna esperanza de paz y anunciándoles que el cónsul Fulvio había desembarcado en Asia con un ejército. Horrorizado por estas nuevas, rogaron a Rodas y a Atenas que enviaran embajadores a Roma para que, con el apoyo de estas naciones amigas, pudieran tener mejor acogida por el Senado las peticiones recientemente rechazadas. Enviaron luego a sus dirigentes como su última esperanza, cuando no habían tomado precauciones para evitar la guerra hasta que el enemigo estuvo casi a la vista. Marco Fulvio había traído ya su ejército hasta Apolonia y estaba consultando con los dirigentes epirotas sobre dónde debía iniciarse la campaña. Estos pensaban que la mejor opción era empezar con un ataque contra Ambracia, que se había unido por aquel entonces a la Liga Etolia. Señalaron que, si los etolios llegaban para liberarla, existían en los alrededores terrenos abiertos y llanos para luchar; si evitaban el combate, el asedio no resultaría difícil debido a la abundancia de madera en los alrededores con la que construir terraplenes y demás obras de asedio; el Aretonte, un río navegable y bien adaptado para transportar todos los materiales precisos, fluía al pie mismo de las murallas; por último, se aproximaba el verano, que era la estación apropiada para el desarrollo de las operaciones. Así persuadido, el cónsul avanzó a través del Epiro.
[38,4] Sin embargo, cuando llegó a Ambracia consideró que el asedio sería una empresa dificultosa. Ambracia se encuentra al pie de un collado escarpado al que los nativos llaman Perrante. La ciudad, por el lado donde la muralla bordea el río y la llanura, mira a occidente; la ciudadela construida sobre la colina está situada a oriente. El río Aretonte, que nace en Atamania, desemboca en el golfo llamado de Ambracia, por el nombre de la ciudad próxima. Además de la protección conferida por el río a un lado y por la colina al otro, la ciudad estaba rodeada por una fuerte muralla de más de cuatro millas de perímetro [se le calcula actualmente a la muralla una longitud de unos 5 km, siendo cuatro millas 5920 metros.-N. del T.]. Fulvio construyó dos campamentos en la llanura, a poca distancia el uno del otro, así como un castillo sobre una altura frente a la ciudadela. Hizo también lo necesario para conectar el conjunto mediante una empalizada y un foso, de manera que los cercados en la ciudad no pudieran salir de ella ni tampoco se pudieran introducir socorros desde el exterior. Cuando les llegó la noticia del sitio de Ambracia, los etolios se reunieron en Estrato convocados por un edicto de su pretor Nicandro. Su primera intención fue la de marchar hasta allí con todas sus fuerzas e impedir el asedio, pero cuando vieron que una gran parte de la ciudad ya había sido rodeada con trabajos de sitio y que los epirotas habían situado su campamento en el terreno llano al otro lado del río, dividieron sus fuerzas. Eupólemo, con mil soldados de infantería ligera, logró entrar en la ciudad por un punto donde las fortificaciones aún no se habían cerrado. Nicandro trató de lanzar un ataque nocturno, con el resto de las tropas, sobre el campamento epirota, pues a los romanos les resultaría difícil acudir en su ayuda al tener el río entre ellos. Pensándolo mejor, sin embargo, el riesgo pareció demasiado grande en caso de que los romanos dieran la alarma y amenazaran su retirada, por lo que se marchó para asolar Acarnania.
[38,5] Finalmente, quedaron cerradas las fortificaciones de circunvalación y las máquinas de asedio que el cónsul se disponía a llevar contra las murallas. Comenzó ahora un asalto simultáneo desde cinco puntos. Por el lado de la ciudad que dominaba la llanura, donde la aproximación era más fácil, llevó tres máquinas de asedio a igual distancia unas de otras, hasta un lugar llamado el Pirreo, otra cerca del Esculapio y la quinta contra la ciudadela [el Pirreo era el palacio de Pirro y el Esculapio era un santuario en lo alto del Perrante.-N. del T.]. Hacía temblar las murallas con los arietes y mantenía libres los parapetos mediante guadañas fijas en pértigas; los defensores se aterrorizaban y desconcertaban ante lo que veían, así como ante el terrible ruido de los golpes asestados por los arietes; más cuando vieron que las murallas aún resistían, revivió su valor y mediante palancas derramaban sobre los arietes pesadas masas de plomo, grandes piedras y fuertes vigas de madera, sujetaban con garfios de hierro las hojas de las guadañas y quebraban sus mangos al tirar de ellas hacia dentro de la muralla. Sus ataques nocturnos contra las guarniciones de las máquinas y los diurnos contra los puestos avanzados, sembraban el pánico en el otro bando. Estando así las cosas en Ambracia, los etolios regresaron a Estrado de su incursión de saqueo en Acarnania. Aquí, Nicandro con la esperanza de levantar el asedio, lanzó un golpe audaz. Su intención era introducir a un cierto Nicódamo en la ciudad, con quinientos etolios, fijando la noche y la hora en la que se lanzaría un ataque desde la ciudad sobre las fortificaciones enemigas que estaban frente al Pirreo, mientras que él mismo amenazaba el campamento romano. Mediante este doble ataque, tanto más alarmante por cuanto se haría por la noche, esperaba lograr un brillante éxito. Nicódamo avanzó en el silencio de la noche y, después de abrirse paso a través de algunos de los puestos avanzados sin ser visto, y de otros mediante un ataque decidido, escaló sobre las líneas que conectaban las diferentes obras de asedio y penetró en la ciudad. Su llegada despertó las esperanzas de los sitiados y los animó a intentar cualquier aventura por peligrosa que fuere. Cuando llegó la noche señalada, lanzó un ataque repentino sobre las obras de asedio. Su intento no tuvo el éxito que correspondía a su concepción al no lanzarse ningún ataque desde el exterior, fuese porque el pretor temió moverse o porque considerase más importante llevar ayuda a Anfiloquia, reconquistada poco antes y que estaba siendo atacada con gran intensidad por Perseo, el hijo de Filipo, al que se había enviado para recuperar Dolopia y Anfiloquia.
[38,6] Como se ha dicho antes, las máquinas romanas se dirigieron contra el Pirreo desde tres lugares distintos, y contra cada uno de estos lanzaron los etolios ataques simultáneos, aunque ni con las mismas armas ni con igual violencia. Algunos llevaban antorchas encendidas, otros llevaban estopa, pez o dardos encendidos; toda su línea estaba iluminada por las llamas. A la primera acometida lograron abatir a muchos de los centinelas; después, cuando el ruido del tumulto y el griterío alcanzaron se oyeron desde el campamento, el cónsul dio la señal y los romanos, tomando sus armas, salieron por todas las puertas para auxiliar a sus camaradas. Sólo en un momento hubo una lucha real entre la espada y fuego, a los otros dos los etolios después de intentar, en vez de mantener, en un conflicto se retiraron sin efectuar ninguna. Se libró una lucha a hierro y fuego; aquí, ambos generales, Eupólemo y Nicódamo, a la cabeza de sus respectivas formaciones, animaban a los combatientes y les hacían albergar la esperanza, casi la seguridad, de que de un momento a otro aparecería Nicandro, como lo había prometido, y tomaría al enemigo por la retaguardia. Esta esperanza mantuvo durante algún tiempo sus ánimos, pero al no recibir la señal convenida de sus compañeros y ver que crecía el número de los enemigos, su valor se desvaneció y, finalmente, se dieron a la fuga cuando la retirada ya no era demasiado segura, huyendo en desorden hacia la ciudad. Lograron, sin embargo, incendiar algunas de las obras de asedio y causar muchas más bajas al enemigo que las sufridas por ellos. Si hubiera tenido éxito el plan establecido de operaciones, no hay duda de que por lo menos una sección de las fortificaciones de asedio podría haber sido tomada con gran mortandad para los romanos. Los ambracienses y los etolios de la ciudad abandonaron todo intento nocturno, e incluso durante el resto del asedio se mostraron mucho menos propensos a arriesgarse, como si sintieran que les habían traicionado. Ya no se efectuaron más incursiones contra las posiciones enemigas; se limitaron a combatir tras la relativa seguridad de las murallas y torres.
[38,7] Cuando Perseo se enteró de que se acercaban los etolios, levantó el sitio de la ciudad que estaba atacando y, tras devastar sus campos, dejó Anfiloquia y regresó a Macedonia. También los etolios fueron atraídos por los estragos perpetrados en la costa. Pléurato, rey de los ilirios, había entrado en el Golfo de Corinto con sesenta lembos [naves ligeras a vela y remo.-N. del T.] reforzados por los buques etolios de Patras, y estaba devastando los distritos marítimos de Etolia. Se envió contra él una fuerza de mil etolios, que lograban alcanzarle al tomar caminos directos hacia cualquier punto de la costa por la que viraba su flota, al ajustarse al contorno de la costa, tratando de efectuar un desembarco. En Ambracia los romanos habían derruido las murallas en varios lugares, dejando parcialmente al descubierto la ciudad, aunque no pudieron abrirse paso hacia ella. Tan pronto era destruido un lienzo de muralla, otro nuevo se alzaba en su lugar y los hombres, armados y en pie sobre los escombros, actuaban como bastiones. Al comprobar que estaba haciendo muy pocos progresos mediante el asalto directo, el cónsul decidió construir un paso subterráneo oculto después de cubrir el sitio donde empezaba con manteletes. Trabajando día y noche, lograron durante un tiempo considerable escapar de la observación del enemigo, no sólo mientras estaban cavando, sino también sacando fuera la tierra. De repente, la visión de un montículo de tierra visibles los vecinos dio una indicación de lo que estaba pasando. La repentina aparición del montón de tierra puso en alerta a los habitantes y, para evitar el peligro de que minaran la muralla y se abriera una vía de acceso a la ciudad, empezaron a cavar una zanja por dentro de la muralla, frente al lugar cubierto con manteletes. Cuando hubieron excavado tan profundamente como debía estar la galería oculta, y colocando las orejas contra diferentes lugares, permanecían en absoluto silencia para captar el sonido de los zapadores enemigos. En cuanto los oyeron, se abrieron paso directamente hacia la galería. No tuvieron mucha dificultad para hacerlo, ya que se encontraron rápidamente con un hueco en el que la muralla estaba apuntalada por vigas puestas por el enemigo. Establecido ahora el contacto entre la trinchera y el túnel abierto por cada una de las dos partes, los zapadores de ambos iniciaron un combate con sus herramientas de zapa. Muy pronto se les unieron grupos armados de ambas partes en una batalla subterránea en la oscuridad. Los sitiados cerraban en una parte el túnel mediante la colocación de pantallas de arpillera y tablazones a modo de barricada improvisada, adoptando un nuevo dispositivo contra el enemigo que resultó pequeño pero eficaz. Dispusieron un barril con un agujero en el fondo por el que se insertaba una tubería, así como un tubo de hierro y una plancha para el tonel, también de hierro, perforada en muchos puntos. El barril se llenaba con plumas muy ligeras y se colocaba con la boca en dirección a la galería, asomando por los agujeros de la tapa lanzas muy largas, de las llamadas «sarisas», con las que mantenían a raya al enemigo. Daban fuego a la pluma y reavivaban la llama con un fuelle de fragua sujeto al extremo de la tubería. El túnel se llenaba de un humo denso, que hacía aún más desagradable el horrible olor de las plumas quemadas y que apenas se podía soportar.
[38,8] Estando así las cosas en Ambracia, se presentaron ante el cónsul Feneas y Damóteles, como embajadores de los etolios e investidos de plenos poderes por un decreto de su pueblo. Su pretor, en vista del hecho de que, por un lado, Ambracia estaba sufriendo un asedio; que, por otro, les amenazaba en la costa una flota enemiga y, en tercer lugar, que Anfiloquia y Dolopia estaban siendo saqueadas por los macedonios y que los etolios no daban abasto para enfrentar tres guerras distintas, el pretor convocó una reunión de la Liga Etolia y consultó a los jefes de cada pueblo sobre qué se debía hacer. Todos fueron unánimemente de la opinión de que debían pedir la paz en condiciones de igualdad, si era posible, o por lo menos en condiciones tolerables. La guerra se había iniciado confiando en Antíoco; ahora que este había sido derrotado tanto por tierra como por mar y expulsado más allá de la cordillera del Tauro casi hasta los confines del mundo, ¿qué esperanza había de mantener la guerra? Feneas y Damóteles debían dar los pasos que considerasen más adecuados para los intereses de Etolia y en consonancia con su propio honor, ¿pues qué otro consejo u opción les había dejado su suerte? Los embajadores, provistos de estas instrucciones, imploraron al cónsul que preservara la ciudad y tuviera piedad de un pueblo que fue una vez aliado y que había sido empujado por la locura, no dirían que por sus errores, a las miserables condiciones en que vivían. El castigo que merecían por su participación en la guerra con Antíoco no debía oscurecer los servicios que habían prestado en la guerra contra Filipo. En aquel momento no se les había dado una recompensa generosa, tampoco ahora se les debía imponer una multa excesiva. El cónsul les replicó que los etolios habían pedido muy frecuentemente la paz, pero raramente con la sincera intención de mantenerla. Debían seguir el ejemplo de Antíoco, al que ellos habían arrastrado a la guerra. Este había cedido, no solo en lo referente a aquellas pocas ciudades cuya libertad había sido motivo de discordia, sino sobre toda la Asia a este lado de los montes Tauros, un reino rico y fértil. Él no escucharía ninguna propuesta a menos que los etolios depusieran las armas. Debían, en primer lugar, entregar sus armas y todos sus caballos; deberían pagar después mil talentos, la mitad en el acto, si deseaban la paz. Y, además de estos términos, debería estipularse mediante un tratado que tendrían los mismos amigos y enemigos que Roma.
[38,9] Los embajadores consideraban aquellos términos onerosos y, como sabían del temperamento feroz y caprichoso de sus compatriotas, se marcharon sin dar ninguna respuesta definitiva. Querían discutir toda la situación a fondo con el pretor y los dirigentes, llegando a alguna decisión en cuanto a lo que se debía hacer. Se les recibió con clamorosas protestas y reproches. «¿Cuánto tiempo -les preguntaron- iban a prolongar las cosas, después de recibir órdenes expresar de volver con la paz a cualquier precio?» Su viaje de regreso a Ambracia fue un desastre. Los acarnanes, con los que estaban en guerra, les habían tendido una emboscada cerca del camino por el que viajaban; fueron hechos prisioneros y conducidos a Tirreo para su custodia [al sur del golfo de Arta, cerca de la aldea de Trifo.-N. del T.] y quedaron interrumpidas las negociaciones de paz. Los delegados que habían sido enviados desde Atenas y Rodas para apoyar a los etolios estaban ya con el cónsul cuando Aminandro, que había obtenido un salvoconducto, llegó al campamento romano. Estaba más preocupado por la ciudad de Ambracia, donde había pasado la mayor parte de sus años de exilio, que por los etolios. Cuando el cónsul supo por ellos lo que había sucedido a los embajadores etolios, dio órdenes de que se les trajera desde Tirreo, comenzando las negociaciones a su llegada. Aminandro, cuyo principal interés estaba en Ambracia, hizo todo lo posible para convencer a la plaza de que se rindiera. Se acercó a las murallas y mantuvo conversaciones con sus dirigentes, pero viendo que estaba haciendo ningún progreso, obtuvo finalmente el permiso del cónsul para entrar en la ciudad y conseguir convencerles, mediante razones y súplicas, para que se pusieran en manos de los romanos. Los etolios encontraron también un firme defensor en Cayo Valerio, hijo del Levino que había sido el primero en establecer relaciones de amistad con ellos y que era hermano de madre del cónsul.
Tras acordar la partida a salvo de sus fuerzas de apoyo etolias, los ambracienses abrieron sus puertas. A continuación, los etolios aceptaron las siguientes condiciones: pagarían quinientos talentos euboicos [12960 kilos, no expresa el metal.-N. del T.]; doscientos en el acto y los trescientos restantes repartidos en seis años; los prisioneros y refugiados serían devueltos a los romanos; no retendrían dentro del territorio de su Liga a ninguna ciudad que hubiera sido capturada por los romanos o hubiera entrado en relaciones de amistad con ellos, desde el día en que Tito Quincio desembarcó en Grecia. A pesar de estas condiciones eran mucho menos gravosas de lo que esperaban, solicitaron que se les permitiera exponerlas ante su consejo. En este se produjo un breve debate sobre la cuestión de las ciudades que se habían confederado con ellos. Sentían profundamente su pérdida, pues era como si las arrancasen de un cuerpo vivo; no obstante, se mostraron unánimes al decidir que se debían aceptar todas las condiciones. Los ambracienses entregaron al cónsul una corona de oro de ciento cincuenta libras de peso [49,05 kilos.-N. del T.]. Se tomaron las estatuas en bronce y mármol y las pinturas con que Ambracia, como residencia real de Pirro, había sido más ricamente adornada que cualquier otra ciudad en aquella parte del mundo; aparte de eso, nada más fue tomada o dañada.
[38.10] El cónsul partió de Ambracia hacia el interior de Etolia, fijando su campamento próximo a Argos de Anfiloquia, a veintidós millas de Ambracia [32,560 metros.-N. del T.]. Aquí llegaron finalmente los delegados Etolia; el cónsul, entre tanto, se preguntaba qué les había retrasado. Al informarle de que el consejo etolio había aceptado las condiciones de paz, les dijo que marcharan a Roma para comparecer ante el Senado; se permitía también que comparecieran los rodios y los atenienses para interceder por ellos, y el cónsul, además, disponía que les acompañara su hermano, Cayo Valerio. Tras su partida, cruzó a Cefalania. En Roma, los delegados encontraron los oídos y los ánimos de los principales predispuestos por las acusaciones que Filipo había interpuesto contra ellos. A través de sus representantes y mediante cartas afirmó en sus declaraciones que se le habían arrebatado Dolopia, Anfiloquia y Atamania, así como que se había expulsado a sus guarniciones, y hasta a su hijo Perseo, de Anfiloquia. El Senado, por consiguiente, se negó a escucharlos. Los rodios y los atenienses, sin embargo, consiguieron una audiencia. Se dice que el portavoz ateniense, Leonte, hijo de Hicesias, los impresionó con su elocuencia. Haciendo uso de un símil común, comparó al pueblo de Etolia con un mar en calma que había sido agitado por los vientos. «Mientras fueron fieles a Roma -dijo- su temperamento pacífico les mantuvo tranquilos; pero cuando Toante y Dicearco, desde Asia, y Menestas y Damócrito desde Europa enviaron un vendaval, entonces se levantó aquella tempestad que los lanzó sobre Antíoco como sobre una roca».
[38.11] Tras un largo tira y afloja, los etolio finalmente consiguieron que se determinaran las condiciones de paz, que fueron las siguientes: «el pueblo de los etolios deberá reconocer honesta y sinceramente la majestad y soberanía del pueblo romano; no consentirán que pase en modo alguno, o se preste ayuda, a ningún ejército que pueda marchar contra los amigos y aliados de Roma; contarán como enemigos suyos a los de Roma y tomarán las armas y llevarán la guerra contra ellos de acuerdo con Roma; devolverán a los romanos y a sus aliados los desertores, los refugiados y los prisioneros, excepto a los repatriados que, vueltos a sus hogares, hubieran sido capturados por segunda vez, y a cualesquiera prisioneros de entre todos los que en cualquier momento hubieran combatido contra Roma cuando los etolios formaban parte de las guarniciones romanas. De los restantes, los que aparezcan en el plazo de cien días serán entregados sin reservas ni subterfugios a los magistrados de Corfú; los que no hayan sido descubiertos para entonces, serán entregados tan pronto como se los encuentre. Los etolios procederán a la entrega de cuarenta rehenes, que escogerá el cónsul según su criterio, no menores de doce años y no mayores de cuarenta años de edad. Ningún pretor, prefecto de caballería o escriba público será tomado como rehén, así como ningún otro que hubiera sido rehén de los romanos con anterioridad. Cefalania quedaría excluida de las condiciones de paz». En cuanto a la indemnización que debían pagar y la forma de pago, aprobaron el acuerdo con el cónsul. Si preferían pagar en plata en lugar de en oro, podrían hacerlo siempre que mantuviesen la equivalencia de una pieza de oro por diez de plata [la equivalencia en Roma, por entonces, estaba en 1 a 11.-N. del T.]. «Los etolios no tratarían de recuperar ninguna de las ciudades, los territorios o las poblaciones que en algún momento hubieran sido incorporadas a la Liga Etolia, o que hubieran sido capturadas o se hubiesen entregado voluntariamente a los romanos durante los consulados de Tito Quincio, Cneo Domicio o los cónsules que les siguieron. Los eníadas, con su ciudad y territorio, pertenecerían a los acarnanes». Estos fueron los términos en que se firmó el tratado con los etolios.
[38.12] El mismo verano, y casi en las mismas fechas en que Marco Fulvio llevaba a cabo estas operaciones en Etolia, el otro cónsul, Cneo Manlio, combatía en Galogrecia [o Galacia, en el centro de la actual Turquía.-N. del T.]. Procederé ahora a narrar los acontecimientos de esta guerra. El cónsul marchó a Éfeso al comienzo de la primavera y se hizo cargo de las tropas de Lucio Escipión. Tras revistar al ejército se dirigió a los soldados. Comenzó elogiando su valentía al dar fin a la guerra con Antíoco en una sola batalla, alentándolos a iniciar una nueva guerra contra los galos. Estos, les recordó, habían acudido en ayuda de Antíoco y eran de temperamento tan indómito que la expulsión de Antíoco más allá de los montes del Tauro sería inútil a menos que se quebrara el poder de los galos. Concluyó su discurso con unas palabras sinceras y sin faltar a la modestia sobre sí mismo. Los soldados se mostraron encantados y le aplaudieron con frecuencia; consideraban a los galos una mera parte del ejército de Antíoco y, ahora que el rey estaba derrotado, no creían que les quedara mucha agresividad por sí mismos. Eumenes estaba en Roma en aquel momento y el cónsul consideró su ausencia un contratiempo, pues estaba familiarizado con el país y su población, y estaba personalmente interesado en destruir el poder de los galos. Así pues, el cónsul hizo llamar a su hermano Atalo, que estaba en Pérgamo, y lo presionó para que tomara parte en la guerra. Atalo prometió su ayuda en su propio nombre y en el de sus súbditos, siendo enviado de regreso a casa para efectuar los preparativos necesarios. Pocos días después, habiendo partido el cónsul de Éfeso con dirección a Magnesia, le salió al encuentro Atalo con mil soldados de infantería y quinientos de caballería. Su hermano Ateneo tenía órdenes de seguirlo con el resto de las fuerzas, quedando confiada la defensa de Pérgamo a hombres que consideraba leales súbditos de su rey. El cónsul acogió con satisfacción los actos del joven y avanzó con todas sus fuerzas hacia el Meandro [es el actual Büyük Menderes Nehri, en Turquía.-N. del T.]. Una vez aquí acampó y, como el río resultaba invadeable, se reunieron embarcaciones para cruzar al ejército. Después de cruzar el Meandro marcharon hacia Hiera Come.
[38.13] Había aquí un templo de Apolo muy venerado y un santuario oracular; se dice que los sacerdotes entregaban las respuestas en suaves y elegantes versos. Desde este lugar, después de una marcha de dos días, llegaron al río Harpaso [es un afluente del Meandro.-N. del T.]. Aquí se encontraron con una delegación de Alabando, que venían a pedir a cónsul que obligara a regresar a su antigua obediencia a una fortaleza que hacía poco se había rebelado, fuera mediante su autoridad personal o con sus armas. También aquí llegó el hermano de Eumenes y Atalo, Ateneo, con el cretense Leuso y Corrago de Macedonia. Trajeron con ellos mil soldados de infantería de diversos pueblos y trescientos de caballería. El cónsul envió un tribuno militar con una pequeña fuerza para reducir la fortaleza, que se devolvió al pueblo de Alabando; él siguió su marcha y acampó en la Antioquía del Meandro. Este río nace en Celenas [sus ruinas están en la actual Dinar, Turquía.-N. del T.], ciudad que en otro tiempo fue la capital de Frigia. La población emigró a corta distancia de la antigua ciudad y construyó una nueva, que recibió el nombre de Apamea por Apama, la hermana del rey Seleuco [en realidad, se trataba de su esposa.-N. del T.]. El río Marsias, que nace no muy lejos de las fuentes del Meandro, desemboca en este río y cuenta la leyenda que fue en Celenas donde Marsias compitió con Apolo tocando la flauta. El Meandro nace en la parte más elevada de Celenas y fluye por el centro de la ciudad. Su curso discurre luego por Caria y Jonia, desembocando finalmente en la bahía entre Priene y Mileto.
Estando el cónsul acampado en Antioquía, llegó Seleuco, el hijo de Antíoco, para suministrar trigo al ejército en cumplimiento de lo estipulado en el tratado concertado con Escipión. Se planteó una pequeña dificultad a cuenta de los auxiliares al mando de Atalo, pues Seleuco sostenía que Antíoco solo había accedido a suministrar trigo a los soldados romanos. La disputa quedó resuelta por la firmeza del cónsul, quien envió un tribuno desde la tienda del pretorio para avisar de que los soldados romanos no tomaran su grano antes de que lo hubieran hecho las tropas auxiliares de Atalo. Desde Antioquía se dirigieron a un lugar llamado Gordiutico, y tras marchar otros tres días, los llevó hasta Tabas [Gordiutico está en la Caria oriental, mientras que Tabas está próxima a la actual Davas, en Turquía.-N. del T.]. Este lugar se encuentra dentro de las fronteras de Pisidia, en la parte que mira hacia el mar de Panfilia. Mientras este país mantuvo intactos sus recursos, su población mostró un ánimo belicoso. En esta ocasión lanzaron un vigoroso ataque contra la columna romana, creando al principio cierta confusión; pero cuando se hizo evidente que se les superaba en número y en valor, se les hizo retroceder hacia su ciudad y pidieron perdón por su error, ofreciendo entregar la ciudad. Se les impuso una multa de 25 talentos de plata y diez mil medimnos de trigo [o sea, a 25,92 kilos el talento euboico, 648 kilos de plata y a 51,80 litros el medimno x 0’800 gramos/litro para el trigo, hacen 414400 kilos de trigo.-N. del T.], aceptándose su rendición bajo estos términos.
[38.14] Tres días después llegaron al río Caso, desde donde avanzaron para atacar la ciudad de Eriza, que capturaron al primer asalto [el Caso es afluente del Indo, quedando Eriza al este de Tabas.-N. del T.]. Continuando su marcha llegaron a Tabusio, un castillo que domina el río Indo. Este río recibe su nombre de un indio que cayó en él desde su elefante. No estaban ya muy lejos de la ciudad de Gülishar [la antigua Cibira.-N. del T.], pero no se presentó ninguna delegación de Moagete, tirano de aquella ciudad, poco de fiar y de trato importuno. A fin de averiguar sus intenciones, el cónsul envió por delante a Cayo Helvio con cuatro mil infantes y quinientos jinetes. Ya estaba entrando esta fuerza en su territorio cuando les salieron al encuentro delegados anunciando que el tirano estaba dispuesto a cumplir las órdenes del cónsul. Rogaron a Helvio que entrase pacíficamente en su territorio y que impidiera a sus soldados que saquearan los campos; llevaban también una corona de oro de quince libras [4,905 kilos.-N. del T.]. Helvio se comprometió a proteger sus campos del pillaje y les dijo que fueran a ver al cónsul. Una vez hubieron hablado a este de manera similar, el cónsul respondió: «Los romanos no hemos recibido del tirano pruebas de buena voluntad a nuestro favor, y de todos es sabido que por su manera de ser más pensamos en castigarlo que en tratarlo como a un amigo». Los enviados quedaron muy alarmados por estas palabras y se limitaron a pedirle que aceptara la corona de oro y permitiera que el tirano le visitara personalmente, con libertad para hablarle y limpiar su hombre de sospechas. El cónsul concedió su permiso y al día siguiente llegó el tirano. Su vestimenta y su comitiva eran casi las de un ciudadano particular de modestos recursos; con su lenguaje, humilde y recortado, trataba de excusarse alegando la pobreza de sus ciudades y dominios. Poseía, además de Gülishar, Sileo y una ciudad llamada Limne; de estas ciudades, prometió, aunque algo dubitativo, recaudar 25 talentos a costa de despojarse a sí mismo y a sus súbditos. «¡Verdaderamente, -respondió el cónsul- esta burla es ya intolerable! Después de intentar engañarnos mediante tus enviados, sin sonrojarte, tienes ahora el descaro de persistir en tu insolencia. Dices que veinticinco talentos dejarán exhausta a tu tiranía. Pues bien, a menos que pagues quinientos talentos al contado dentro de tres días, habrás de contemplar el saqueo de tus campos y el asedio de tu ciudad». Pese a que estaba aterrorizado por la amenaza, aún persistía el tirano en fingir obstinadamente su pobreza. Arrastrando los pies, gimiendo y derramando lágrimas fingidas, logró llegar a una multa de cien talentos además de diez mil medimnos de trigo [414400 kilos de trigo.-N. del T.]. Todo esto fue recaudado en seis días.
[38.15] Desde Gülishar, el ejército fue llevado a través del territorio de Sinda, acampando tras cruzar el río Caular [pudiera tratarse del actual Tschavdir-Tschai.-N. del T.]. Al día siguiente, pasó las marismas de Caralitis [pudiera ser el actual lago de Sögüt-Gölüt.-N. del T.] y se detuvo en Madampro. Al avanzar hacia Laco, sus habitantes huyeron de la ciudad llevados por el pánico; al hallarla deshabitada, pero llena de toda clase de riquezas, los romanos la saquearon. Siguieron desde allí hacia las fuentes del río Lisis y llegaron al día siguiente al Cobulato [pudiera ser el Istanoz-Su.-N. del T.]. Los termesenses habían capturado la ciudad de Isionda [a unos 70 km. de Gülishar.-N. del T.] y se encontraban ahora atacando la ciudadela. A los sitiados no les quedaba más esperanza que recibir la ayuda de los romanos. Mandaron a implorar la ayuda del cónsul; encerrados en su ciudadela con sus mujeres e hijos, esperaban cada día la muerte, fuera por la espada o por el hambre. El cónsul aprovechó gustoso aquel pretexto para marchar hacia Panfilia, como deseaba, y levantó el asedio, concediendo la paz a Termeso a cambio de cincuenta talentos de plata [1296 kilos de plata, si eran talentos euboicos.-N. del T.]. Los aspendios y los demás pueblos de Panfilia fueron tratados de la misma manera. Dejando Panfilia y reanudando su marcha, acampó en el río Tauro, haciéndolo al día siguiente en un lugar llamado Xiline Come [entre Termeso y Cormasa.-N. del T.]. Marchó desde allí, sin interrumpir la marcha, hasta llegar a la ciudad de Cormasa. La siguiente ciudad era Darsa, que halló desierta y abandonada por sus aterrorizados habitantes, aunque abundantemente provista de toda clase de bienes. Mientras avanzaba bordando las marismas, llegó una delegación desde Lisínoe para entregar su ciudad. Alcanzaron desde este punto el territorio de Aglasun [la antigua Sagalasum.-N. del T.], una tierra fértil en toda clase de frutos. Sus habitantes pisidios eran, con mucho, los mejores soldados de aquella parte del mundo. Su superioridad militar, la fecundidad de su suelo, su gran población, y la situación excepcionalmente fuerte de su ciudad les hacían mantener alta la moral. Como no apareciera ningún embajador cuando el cónsul llegó a sus fronteras, envió partidas a saquear sus campos. Finalmente, se quebró su tozudez cuando vieron tomados sus ganados y llevados sus bienes. Los delegados que mandaron acordaron pagar una multa de cincuenta talentos, veinte mil medimnos de trigo y una cantidad igual de cebada, logrando la paz bajo aquellas condiciones [los romanos recibieron 828800 kilos de trigo y 725200 de cebada. Sobre estas cantidades, siempre se planteará la cuestión de su transporte, teniendo en cuenta que la capacidad de carga de un carro tirado por una pareja de bueyes -a los que también había que alimentar-, por ejemplo, es de unos mil kilos. Resulta razonable pensar que el ejército transportaba una parte para su consumo inmediato y que otra se desviaba hacía depósitos permanentes de grano convenientemente dispuestos en el territorio conquistado. A este respecto, resulta reveladora la tesis doctoral de la Dra. J.A. Silva Salgado «Mecanismos de Abastecimiento del ejército romano. La procedencia de las provisiones militares (218-105 a.C.)»-N. del T.]. Siguió el cónsul su avance hasta las fuentes Rotrinas, donde acampó en un pueblo llamado Apóridos Come [en nuestra edición latina aparece Acoridos, aunque la española de 1784 y todas las posteriores usan Apóridos, que nosotros seguimos.-N. del T.]. Al día siguiente llegó Seleuco desde Apamea. El cónsul envió a los enfermos y todos los bagajes innecesarios hacia Apamea y, una vez proporcionados guías por Seleuco, marchó aquel mismo día hacia las llanuras de Metrópolis, llegando al día siguiente a Dinias de Frigia. Una marcha a continuación lo llevó hasta Sínada. Todas las ciudades de los alrededores habían sido abandonadas por sus habitantes, marchando tan cargado el ejército con el botín capturado en todas ellas que le llevó todo un día recorrer las cinco millas hasta la que llaman Beudos la Vieja [7400 metros; una marcha normal, sin forzar el paso, podía recorrer fácilmente 25 o 30 kilómetros diarios.-N. del T.]. Su siguiente parada fue en Anabour [la Anabura antigua.-N. del T.]; al día siguiente acampó en las fuentes del Alandro, y al tercer día en Abasio. Habiendo llegado a las fronteras de los tolostobogios, permaneció allí en un campamento fijo durante varios días [los tolostobogios ocupaban la Galacia occidental, alrededor de Pesinunte.N. del T.].
[38.16] Un gran número de galos, ya fuera inducidos por la falta de tierras o por el deseo de saquear, y convencidos de que ninguno de los pueblos por donde tenían intención de pasar era rival para ellos con las armas, marcharon bajo la dirección de Breno hasta el país de los dárdanos [no confundir con el Breno que en 390 a.C. libra y gana la batalla de Alia, ver Libro 5.34-49.-N. del T.]. Se produjo aquí una disputa y veinte mil de ellos abandonaron a Breno y marcharon a Tracia bajo el mando de dos de sus régulos, Lonorio y Lutario. Lucharon aquí contra quienes se oponían a su avance y les impusieron tributos a los que les pidieron la paz, llegando a Bizancio. Aquí permanecieron durante algún tiempo, ocupando la costa de la Propóntide y haciendo tributarias suyas a todas las ciudades de aquella región. Cuando llegaron a sus oídos noticias de quienes conocían Asia sobre la fertilidad de sus suelos, les entraron ganas de cruzar allí y, tras capturar Lisimaquia mediante engaño y apoderarse de todo el Quersoneso, descendieron hacia el Helesponto. Allí se impacientaron todos por cruzar, al ver que solo los separaba un angosto estrecho, y mandaron mensajeros a Antípatro, el gobernador de la costa, para disponer su transporte. El asunto llevó más tiempo del esperado y estalló una nueva disputa entre los jefes. Lonorio, con la mayor parte de los hombres, regresó a Bizancio; Lutario tomó dos buques con cubierta y tres lembos a unos macedonios que habían sido enviados por Antípatro para espiar bajo la apariencia de embajadores, y en esos buques llevó un destacamento tras otro, de noche y de día, hasta que cruzó a todas sus fuerzas. No mucho después, Lonorio, con la ayuda del rey Nicomedes de Bitinia, cruzó desde Bizancio. Los galos, ya reunidos, ayudaron a Nicomedes en su guerra contra Zibeta, que se había apoderado de una parte de Bitinia, y gracias sobre todo a su ayuda fue derrotado Zibeta y puesta toda Bitinia bajo el imperio de Nicomedes.
Desde Bitinia se adentraron en Asia. De los veinte mil hombres, no más de diez mil llevaban armas; sin embargo, tan grande fue el terror que inspiraron a todos los pueblos a occidente del Tauro que, tanto aquellos que tenían experiencia de ellos como los que no, los que habían sido invadidos por ellos, los más remotos como los más próximos, todos se les sometieron por igual. Estaban divididos en tres tribus: los tolostobogios, los trocmos y los tectosagos. Finalmente, dividieron el territorio conquistado de Asia en tres partes, cada una tributaria de una tribu. La costa del Helesponto fue entregada a los trocmos, a los tolostobogios correspondió la Eólide y Jonia, y los tectosagos recibieron los territorios del interior. Cobraban tributos que recaudaban en toda Asia a esta parte del Tauro, pero fijaron su sede a ambos lados del río Halis [el actual Kizil Irmak.-N. del T.]. Tal fue el terror que su nombre provocaba, porque además crecía de tal manera su número, que hasta los reyes de Siria, finalmente, no se atrevieron a rehusar el pago de tributos. El primer hombre de Asia en rechazarlo fue Atalo, el padre del rey Eumenes; contrariamente a lo que todos esperaban, la fortuna favoreció su valerosa acción y resultó vencedor en una batalla campal. Los galos, sin embargo, no se desalentaron tanto como para renunciar a su supremacía en Asia; su poder se mantuvo incólume hasta la guerra entre Antíoco y Roma. Incluso entonces, después de la derrota de Antíoco, tenían bastantes esperanzas de que, debido a su lejanía del mar, los romanos no llegaran hasta ellos.
[38.17] Como se había de combatir contra un enemigo tan temido por todos los pueblos en aquella parte del mundo, el cónsul pasó revista a sus soldados y les dirigió las siguientes palabras, en líneas generales: «Soy muy consciente, soldados, que de entre todas las naciones de Asia, los galos se distinguen por su fama de guerreros. Este pueblo feroz, después de vagar y guerrear a lo largo de casi todo el mundo, había sentado su morada entre la más amable y apacible raza de hombres. Su gran estatura, sus largos cabellos rojos, sus enormes escudos, sus espadas extraordinariamente largas y, aún más, sus cánticos al entrar en batalla, sus gritos y danzas guerreras y el horrísono estruendo de sus armas al sacudir sus escudos como hacían sus padres antes que ellos, todas estas cosas efectuaban para aterrorizar y espantar. Pero que les teman aquellos a quienes resultan extrañas y sorprendentes, como los griegos, los frigios y los carios. Nosotros, los romanos, ya estamos acostumbrados al tumulto galo y sabemos cómo se queda en nada. Solo en una ocasión, cuando nuestros antepasados se les enfrentaron por vez primera, huyeron de ellos junto al Alia; desde aquel momento, en los últimos doscientos años, los han derrotado, despedazado como ganado y puesto en fuga. Se han celebrado casi más triunfos sobre los galos que sobre el resto del mundo. Nuestra experiencia nos ha enseñado esto: si soportáis su primera carga, con su salvaje entusiasmo y su ciega furia, sus miembros sufren con el sudor y la fatiga, sus armas resbalan, sus cuerpos flaquean y, cuando se ha consumido su furia, también flojean sus ánimos, postrados por el sol, el polvo y la sed aunque no levantéis la espada contra ellos. No solo hemos enfrentado nuestras legiones contra ellos, sino también cuerpo a cuerpo. Tito Manlio y Valerio Marco han demostrado cómo el tenaz valor romano supera al frenesí galo. Marco Manlio, él solo, arrojó a los galos que estaban subiendo al Capitolio. Y, además, aquellos antepasados nuestros tuvieron que enfrentarse con auténticos galos, criados en su propia tierra; estos son degenerados, una raza mestiza a la que con razón se le llama galogriega. Igual que con las frutas y el ganado, la semilla no conserva tan bien sus condiciones como la naturaleza del suelo y del clima en que se crían tienen para cambiarla.
«Los macedonios que ocuparon Alejandría, Seleucia, Babilonia y todas sus otras colonias por todo el mundo, han degenerado en sirios, partos y egipcios. Marsella, situada entre los galos, se ha contagiado en algo del temperamento de sus vecinos. ¿Cuánto de la dura y terrible disciplina de Esparta ha sobrevivido entre los tarentinos? Todo crece con más vigor en su propio entorno; cuando se planta en terreno extraño, cambia su naturaleza y se transforma en aquello de lo que obtiene su alimento. Igual que en la batalla contra Antíoco despedazasteis a los frigios, pese a sus pesadas armas galas, así los destrozaréis ahora vosotros, los vencedores, a ellos, los vencidos. Temo más que obtengamos poca gloria en esta guerra a que logremos demasiada. Atalo a menudo los derrotó y puso en fuga. No penséis que las bestias salvajes son las únicas que conservan su ferocidad, recién capturadas, y que luego de ser alimentadas algún tiempo por los hombres se amansan. La naturaleza actúa de la misma manera ablandando la barbarie de los hombres. ¿Creéis que estos hombres son los mismos que fueron sus padres y sus abuelos? Expulsados de su hogar por falta de espacio vagaron por la accidentada costa de Iliria, atravesaron a todo lo largo la Peonia y la Tracia, abriéndose camino entre los pueblos más belicosos y ocuparon estas tierras. Después de endurecerse y enfurecerse por todo cuanto hubieron de pasar, han encontrado una tierra que les engorda con abundancia de todo. Toda la ferocidad que trajeron con ellos ha sido domesticada por un suelo más fértil, un clima más benigno y el apacible carácter de las gentes entre las que se han asentado. Creedme, vosotros, hijos de Marte, tendréis que estar en guardia contra los encantos de Asia y evitarlos desde el primer momento; tal poder tienen los placeres de otras tierras para debilitar y destruir vuestras energías, tan fácilmente pueden afectaros las costumbres y prácticas de los pueblos que os rodean. Es, sin embargo, una suerte para nosotros que, a pesar de que no puedan oponerse a vosotros con nada parecido a la fuerza que una vez tuvieron, sigan gozando de su antigua fama entre los griegos. De esta manera, ganaréis tanta gloria entre nuestros aliados al vencer como si los galos a los que derrotaréis hubieran conservado todo el valor de tiempos pasados».
[38.18] Después de disolver la asamblea, envió mensajeros a Eposognatos, que era el único de los régulos galos que había mantenido la amistad con Eumenes y se había negado a ayudar a Antíoco contra los romanos. El cónsul reanudó su avance; en el primer día llegó al Alandro y el día siguiente a un pueblo llamado Tiscón. Aquí llegó una delegación de Oroanda [al este del lago Caralitis.-N. del T.] pidiendo la paz. Se les exigió el pago de doscientos talentos, permitiéndoles el cónsul regresar a su patria para informar de su exigencia a su gobierno. Marchó desde allí a Plitendo, acampando después cerca de Aliatos [entre el río Sangario y el nacimiento del Meandro.-N. del T.]. Aquí se le reunieron los mensajeros enviados a Eposognato, acompañados por embajadores del régulo, que solicitaron al cónsul que no diera inicio a las hostilidades contra los tectosagos, pues él mismo iría a este pueblo y lo convencería para que se rindiera. Se le concedió su petición. A continuación, el ejército marchó a través de la región llamada Axilos [en griego, literalmente, «sin madera».-N. del T.]. Su nombre se deriva del carácter del terreno, donde no existe rastro alguno de madera, pues ni siquiera crecen aquí espinos, zarzas ni cualquier otra cosa que pueda servir como combustible. Los habitantes utilizan estiércol de vaca en lugar de madera. Mientras estaban los romanos acampados en Cubalo, un castillo de Galogrecia, apareció un grupo de caballería enemiga con gran estruendo. Su ataque repentino no se limitó a provocar confusión entre los puestos de guardia romanos, sino que también les provocó algunas bajas. Al llegar el alboroto hasta el campamento, la caballería romana, precipitándose por todas las puertas, derrotó a los galos y los puso en fuga, dando muerte a un número considerable de fugitivos.
El cónsul, consciente de que ya se encontraba en territorio enemigo, avanzó con cautela, manteniendo bien juntas sus fuerzas y después de reconocer el terreno. Marchando sin parar, llegó hasta el río Sangario [el actual Sakarya, en Turquía.-N. del T.], y como no tuviera allí posibilidad de vadearlo, decidió construir un puente. El Sangario baja desde el monte Adoreo y fluye a través de Frigia, uniendo sus aguas con el Timbris en la frontera con Bitinia; con su caudal así crecido, discurre a través de Bitinia y desemboca en la Propóntide. Sin embargo, no resulta tan notable por su caudal como por la gran cantidad de peces que proporciona a sus ribereños. Una vez terminado el puente, el ejército cruzó el río y, según marchaban a lo largo de la orilla, se encontró con los sacerdotes galos de la Gran Madre, revestidos de sus insignias, que profetizaron con fanáticos cánticos que la diosa concedía a los romanos la victoria en la guerra y el dominio del país en el que se hallaban. El cónsul declaró que aceptaba el presagio y fijó su campamento en aquel mismo lugar para pasar la noche. Al día siguiente llegó a Gordio [en efecto, se trata del lugar donde se produjo el episodio del «nudo gordiano» y Alejandro Magno.-N. del T.]. Es este un lugar no muy grande, pero que posee un mercado muy conocido y frecuentado; más grande, de hecho, que los de la mayoría de ciudades del interior. Está casi a la misma distancia de tres mares, el Helesponto, el de Sínope [la costa del Mar Negro.-N. del T.] y su opuesto, el mar que baña las costas de Cilicia; linda también con los territorios de varios y grandes pueblos, quienes por convenir a sus mutuos intereses comerciales habían hecho de este el centro de sus negocios. Los romanos la encontraron desierta, sus habitantes habían huido y estaba repleta de toda clase de provisiones. Mientras estaban acampados aquí, llegaron los enviados de Eposognato con la notica de que se había entrevistado con los régulos de los galos, pero que no pudo hacerlos entrar en razón: Estaban abandonando sus aldeas y granjas en el campo, marchando hacia el monte Olimpo y llevándose a sus esposas, hijos y cuando podían transportar o arrear. Tenían la intención de defenderse allí con sus armas y su fuerte posición.
[38.19] A continuación, llegó información más precisa de Oroanda en el sentido de que los tolostobogios habían ocupado Olimpo; que los tectosagos, marchando en distinta dirección, se habían establecido en otra montaña llamada Magaba [pudiera ser el Kurg-Dagh.-N. del T.] y que los trocmos habían dejado a sus esposas e hijos al cuidado de los tectosagos y marchaban en auxilio de los tolostobogios. Los régulos de estas tribus eran Ortiagón, Combolomaro y Gauloto. Su razón principal para adoptar esta estrategia bélica era que, al apoderarse de las principales alturas del país y proveerlas de cuanto pudieran necesitar por tiempo indefinido, esperaban expulsar al enemigo por aburrimiento. Suponían que él nunca se atrevería a aproximárseles sobre terreno tan escarpado y difícil; si lo hiciera, creían que incluso una pequeña fuerza sería bastante para desalojarlo o hacerlo retroceder en desorden; por el contrario, si permanecía inactivo al pie de las montañas heladas, no podría soportar el frío ni el hambre. Aunque la altura de su posición era una protección por sí misma, cavaron trincheras y construyeron otras defensas alrededor de los picos donde se habían establecido. No se preocuparon casi de proveerse con armas arrojadizas, convencidos de que la naturaleza rocosa del terreno les proporcionaría piedras suficientes.
[38,20] Como el cónsul había previsto que el combate no sería a corta distancia, sino que implicaría atacar posiciones a distancia, hizo acumular jabalinas, lanzas para los vélites, flechas, glandes de plomo y pequeñas piedras apropiadas para lanzarlas con hondas. Provistos con estas armas arrojadizas, marchó hacia el Olimpo y acampó a cuatro millas de la montaña [5900 metros.-N. del T.]. A la mañana siguiente, salió con Atalo y cuatrocientos jinetes para reconocer el terreno y la situación del campamento galo. Estando en ello, salieron del campamento jinetes enemigos en doble número que los suyos y lo hicieron huir; algunos de sus hombres resultaron muertos y un número mayor quedó herido. Al tercer día, el cónsul salió de reconocimiento con toda su caballería y, como no saliera de sus fortificaciones ningún enemigo, recorrió las montañas sin incidentes. Se dio cuenta de que hacia el sur el terreno se elevaba en pendientes suaves de tierra; al norte, las paredes eran rocosas y casi verticales. Había sólo tres caminos posibles -e inaccesible por cualquier otro lugar-; uno por en medio de la montaña, con el suelo de tierra, y dos que resultaban difíciles: una al sureste y la otra al noroeste. Tras practicar estas observaciones acampó el resto del día cerca del pie de las montañas. Al día siguiente, tras ofrecer sacrificios que desde las primeras víctimas presentaron presagios favorables, avanzó contra el enemigo. Dividió al ejército en tres divisiones; él mandaba personalmente la primera y comenzó el ascenso por donde resultaba más sencillo; su hermano, Lucio Manlio, recibió la orden de avanzar desde el lado sureste hasta donde el terreno se lo permitiera hacer con seguridad, pero si llegaba a un lugar peligroso o de pendiente escarpada no debía luchar contra las dificultades del terreno ni tratar de abrirse paso a través de obstáculos insuperables. En tal caso, debía dar la vuelta y marchar por la cara de la montaña y unir su división con la que mandaba el cónsul. Cayo Helvio, con la tercera división, debía girar poco a poco por la base del monte y atacar luego con ella el lago noroeste. Dividió también en tres partes a las tropas auxiliares de Atalo y mandó al propio joven que fuese con él. Dejó a la caballería y los elefantes en el terreno llano más próximo a las colinas, teniendo órdenes sus comandantes de observar cuidadosamente el progreso de la acción y prestar asistencia inmediata allí donde se requiriera.
[38.21] Los galos, sintiéndose seguros de que su posición era inaccesible por ambos lados, dirigieron su atención a la vertiente sur. Para cerrar todo acceso por este lado, enviaron cuatro mil hombre para ocupar una altura que dominaba el camino y que distaba menos de una milla de su campamento; desde allí, como si de una fortaleza se tratara, podrían impedir el avance enemigo. Cuando vieron esto, los romanos se dispusieron para la batalla. Por delante de los estandartes iban los vélites y los arqueros cretenses de Atalo, así como los honderos tralos y tracios. Los estandartes de la infantería avanzaban lentamente, como lo aconsejaba el terreno, llevando los escudos por delante, no porque esperasen un combate cuerpo a cuerpo, sino para evitar los proyectiles. Comenzó la batalla con la descarga de proyectiles, librándose al principio en términos de igualdad al tener los galos la ventaja de su posición y los romanos la de la variedad y abundancia de sus armas arrojadizas. Según avanzaba el combate, sin embargo, dejaba de estar igualado; los escudos de los galos, aunque largos, no eran lo bastante anchos como para cubrir sus cuerpos y, al ser planos, proporcionaban una protección insuficiente. Por otra parte, no tenían más armas que sus espadas y, como no podían llegar al cuerpo a cuerpo, les resultaban inútiles. Trataron de emplear piedras, pero como no habían preparado ninguna, debieron emplear las que cada hombre, en la prisa y confusión, podía echar mano; poco acostumbrados a tales armas, no las podían emplear con efectividad, fuera por su habilidad o su fuerza. Eran alcanzados desde todas partes con flechas, balas de plomo y jabalinas que no podían evitar; cegados por la ira y el miedo, se vieron sorprendidos y se encontraron librando el tipo de combate para el que estaban peor equipados. En el combate cuerpo a cuerpo, donde podían recibir y causar heridas, su furia estimulaba su valor; pero cuando resultaban heridos por proyectiles lanzados desde lejos por un enemigo invisible, sin que hubiera nadie contra quien lanzar una ciega carga, se volvían contra sus propios compañeros, como bestias salvajes que hubieran sido alanceadas. Su costumbre de luchar siempre desnudos hacía más visibles sus heridas, y sus cuerpos son blancos y carnosos al no desnudarse nunca excepto en la batalla. Por consiguiente, fluía más sangre de ellos, las heridas abiertas parecían más horribles y la blancura de sus cuerpos contrastaba más con las manchas de la sangre oscura. Las heridas abiertas, sin embargo, no les preocupaban demasiado. A veces, cuando la herida es más ancha que profunda, consideran incluso que combaten más gloriosamente con cortes en la piel. Pero cuando les penetra la cabeza de una flecha o se les hunde una bala de plomo, torturándoles con lo que parece una pequeña herida y desafiando todos sus esfuerzos para sacarlos, se arrojan al suelo avergonzados y furiosos porque tan pequeña lesión amenace con resultarles fatal. Así que yacían por todas partes; y algunos que se arrojaron a la carrera sobre sus enemigos fueron atravesados por todas partes por los proyectiles que les arrojaron; a los que llegaron al cuerpo a cuerpo, los atravesaron los vélites con sus espadas. Estos soldados llevan un escudo de tres pies de largo [unos 88 centímetros.-N. del T.], jabalinas en su mano derecha para emplearlas a distancia y una espada hispana en sus cinturones [gladius hispaniensis, en el original latino.-N. del T.]. Cuando tienen que pelear de cerca, cambian las jabalinas a la mano izquierda y desenvainan sus espadas [esto podría sugerir que su escudo disponía de una correa mediante la que podían colgárselo del hombro, al modo macedonio.-N. Del T.]. Ya sobrevivían pocos de los galos y, al verse derrotados por la infantería ligera y a las legiones aproximándose, huyeron en desorden hacia su campamento, que era presa del pánico al estar allí hacinadas las mujeres, los niños y el resto de no combatientes. Los romanos se apoderaron de las alturas de las que había huido el enemigo.
[38,22] Lucio Manlio y Cayo Helvio, entretanto, habían marchado hasta donde la ladera de la montaña ofrecía un camino; cuando llegaron a un punto en que resultaba imposible avanzar, se volvieron hacia el único lugar que resultaba accesible y, como si estuvieran de acuerdo, siguieron al cónsul a cierta distancia el uno del otro. La necesidad les obligó ahora a adoptar lo que habría sido la mejor opción desde el principio, pues sobre terreno tan dificultoso las tropas de apoyo ofrecen la ventaja de que, cuando ha sido desordenada la primera línea, la segunda puede protegerlos y entrar en acción frescos y con todas sus fuerzas. Cuando las primeras enseñas de las legiones hubieron llegado a las alturas que había capturado la infantería ligera, el cónsul ordenó a sus hombres que descansaran y recobraran el aliento. Señaló los cuerpos de los galos esparcidos por el suelo y dijo: «Si la infantería ligera pudo luchar como lo ha hecho, ¿qué no esperaré de las legiones, de los que están bien armados, del valor de mis valientes soldados? Ellos debían capturar el campamento, donde tiembla de miedo el enemigo allí arrojado por la infantería ligera». Durante este alto, la infantería ligera había estado ocupada reuniendo los proyectiles que yacían por doquier, a fin de tener suministro suficiente; el cónsul, entonces, les ordenó avanzar. Según se acercaban al campamento, los galos, temiendo que sus fortificaciones no les brindasen protección suficiente, permanecían formados delante de la empalizada empuñando sus armas. Quedaron sobrepasados de inmediato por una descarga general de proyectiles, de los que fueron más los que hacían blanco que los que fallaban, a causa de su gran número y la poca distancia desde la que se arrojaron. En pocos minutos fueron rechazados al interior de su empalizada, dejando únicamente fuertes grupos para guardar las puertas del campamento. Se dirigió entonces una gran lluvia de proyectiles contra la masa que estaba en el campamento, demostrando los gritos mezclados con los llantos de las mujeres y los niños que muchos de ellos resultaron alcanzados. Contra los que guardaban las puertas, los legionarios arrojaron sus pilos. Estos no les hirieron, pero sus escudos quedaron perforados y, enredados así unos con otros sin remedio, no pudieron ya resistir la carga romana.
[38,23] Estando ya las puertas abiertas, los galos huyeron en todas direcciones antes de que irrumpan los vencedores. Se precipitan ciegamente por donde había camino y por donde no lo había; no les detenían ni los precipicios ni los despeñaderos; a nada temían más que al enemigo. Muchos de ellos se despeñaron desde las alturas, muriendo al golpearse o al quedar exánimes. El cónsul apartó a sus hombres del saqueo del campamento capturado, ordenándoles que hicieran todo lo posible para perseguir y acosar al enemigo para aumentar su angustia. Cuando llegó la segunda división, al mando de Lucio Manlio, también les prohibió entrar en el campamento y les envió de inmediato en persecución del enemigo. Después de confiar los prisioneros a los tribunos militares, él mismo se sumó a la persecución, pues creía que se le podía poner fin a la guerra si se daba muerte o se hacía prisionero al mayor número posible mientras se encontraban en tal estado de terror. Después de que el cónsul se hubo marchado, llegó Cayo Helvio con su división y no pudo impedir que sus hombres saquearan el campamento, quedando así el botín, mediante una injusta suerte, en manos de quienes no habían participado en los combates. La caballería quedó largo tiempo sin tener noticia alguna de la batalla ni de la victoria que habían obtenido sus camaradas. Después, subiendo hasta donde podían llegar sus caballos, cabalgaron tras los galos dispersos por la montaña, matándolos o haciéndolos prisioneros.
No fue fácil establecer el número de los muertos, pues la huida y la carnicería se extendió por todos los recovecos de la montaña, gran número se perdió y cayó por los precipicios más profundos; además, muchos murieron entre los bosques y los matorrales. Claudio, quien afirma que hubo dos batallas en el Olimpo, fija el número de muertos en cuarenta mil; Valerio Antias, que normalmente es más dado a la exageración, dice que no hubo más de diez mil. El número de prisioneros, sin duda, llegó a cuarenta mil, debido a que los galos habían llevado con ellos una muchedumbre de ambos sexos y de todas las edades, más como si fueran emigrantes que como hombres que iban a la guerra. Se juntó en una pila las armas del enemigo y se quemaron, ordenando el cónsul a las tropas que recogieran el resto del botín. Vendió la parte que tenía que ir al tesoro público; el resto lo distribuyó con la más escrupulosa equidad entre los soldados. Luego desfilaron y, después de encomiar sinceramente los servicios que todo el ejército había prestado, concedió recompensas a cada uno según su mérito, especialmente a Atalo, que fue unánimemente aplaudido por el valor ejemplar y la incansable energía que el joven príncipe había mostrado al hacer frente a las fatigas y peligros, solo igualadas por su modestia.
[38,24] Llegaba ahora el turno a la campaña contra los tectosagos, y el cónsul inició su avance contra ellos. En una marcha de tres días llegó a Ankara, ciudad de importancia en aquel territorio y con el enemigo a solo diez millas de ella [la ciudad es la antigua Ancira, y los galos estaban a 14800 metros de ella.-N. del T.]. Mientras estaba acampado aquí, tuvo lugar un incidente notable en relación con una prisionera. La esposa de un régulo llamado Orgiagonte, una mujer de belleza excepcional, estaba con otros cautivos bajo la custodia de un centurión libertino y avaricioso, como ya se sabe que son los militares. Este empezó tentando su ánimo, pero al ver era de completo rechazo a entregarse voluntariamente, forzó el cuerpo que la fortuna había hecho esclavo. Luego, para aplacar la indignidad del ultraje, ofreció a la mujer la posibilidad de regresar con los suyos; pero ni esto hizo a cambio de nada, como habría hecho un amante. Fijó cierta cantidad de oro, y para impedir que sus hombres tuvieran conocimiento alguno de ello, le permitió escoger a uno de los prisioneros y mandar por él un mensaje a los suyos. Se determinó un lugar en el río donde, a la noche siguiente, deberían presentarse no más de dos de los suyos con el oro y hacerse cargo de ella. Por casualidad, entre los prisioneros se encontraba uno de los esclavos de la mujer y el centurión llevó a este hombre más allá de los empalizados tan pronto se hizo la oscuridad. A la noche siguiente, dos de los suyos y el centurión con su cautiva se reunieron en el lugar. Mientras le estaban mostrando el oro, que ascendía a un talento ático -la suma acordada- [1 talento ático= 25,92 kilos.-N. del T.], la mujer, hablando en su propio idioma, les ordenó desenvainar sus espadas y matarlo mientras el centurión estaba pesando el oro. Envolviendo la cabeza del hombre muerto en sus ropas, llegó junto a su marido Orgiagonte, que había huido a su hogar desde el Olimpo. Antes de abrazarlo, arrojó la cabeza a sus pies y, mientras él se preguntaba de quién podría ser la cabeza o qué podría significar aquel acto tan poco femenino, ella le contó el ultraje que había padecido y la venganza que se había tomado por la violación de su virtud. Según se cuenta, mediante la pureza y el rigor de su vida posterior mantuvo hasta el último momento la gloria de una acción tan digna de una matrona.
[38,25] Mientras estaba el cónsul acampado en Ankara, fue visitado por embajadores de los tectosagos, quienes le rogaron que no avanzase más hasta haber mantenido una conferencia con sus régulos, asegurándole que no había términos de paz que no prefiriesen a una guerra. Se fijó el día siguiente para la entrevista; el lugar elegido era uno que parecía estar a medio camino entre Ankara y el campamento galo. El cónsul llegó allí a la hora fijada con una escolta de quinientos jinetes, no vio ningún galo y regresó al campamento. Volvieron a aparecer los mismos parlamentarios, excusando a los régulos por motivos religiosos; prometieron que vendrían algunos de sus hombres principales, con los que igualmente se podrían tratar todos los asuntos. El cónsul, por su parte, les dijo que enviaría Atalo para representarlo. Llegaron ambas partes, Atalo con una escolta de trescientos jinetes. Se discutieron los términos de paz, pero no se alcanzó ningún acuerdo en ausencia de los líderes, por lo que se dispuso que el cónsul se encontraría con los régulos al día siguiente. Los galos tenían un doble objetivo al demorar las negociaciones: en primer lugar, ganar tiempo para que pudieran trasladar sus bienes al otro lado del Halis, pues temían el peligro que pudieran correr, así como a sus esposas e hijos; en segundo lugar, porque estaban tramando una celada contra el cónsul, que no estaba tomando todas las precauciones contra una traición en la conferencia. Para este propósito, habían elegido de entre todas sus fuerzas a mil jinetes de probada audacia, y el plan habría tenido éxito si la fortuna no hubiera defendido el derecho de gentes que tenían intención de violar. Las tropas romanas encargadas de recoger forraje y madera fueron enviadas cerca del lugar de la conferencia, pues pareció a los tribunos militares el modo más prudente de actuar pues, de esta manera, la escolta del cónsul también les serviría de protección frente al enemigo. A pesar de ello, situaron a otro destacamento de seiscientos jinetes cerca de su campamento.
Al recibir garantía de Atalo de que vendrían los régulos y se podrían finalizar las negociaciones, el cónsul partió del campamento con la misma escolta que la vez anterior. Una vez recorridas unas cinco millas [7400 metros.-N. del T.] y no estando ya lejos del lugar de la cita, vio de pronto venir a los galos, lanzados al galope como en una carga contra el enemigo. Haciendo parar a su columna y dando órdenes a los suyos para que dispusieran armas y ánimos para la batalla, él mismo enfrentó la primera carga sin ceder terreno. Luego, ante el peso del número, comenzó a retirarse lentamente, sin descomponer sus filas; pero al final, como hubiera más peligro si permanecían en el campo que si mantenían el orden, rompieron las filas y huyeron. Estando así dispersos, los galos les presionaban duramente y les hacían pedazos, y gran parte de ellos habría quedado destruida de no haberse encontrado en su huida con los seiscientos a quienes se había enviado a proteger a los que estaban forrajeando. Habían oído los gritos de alarma entre sus compañeros y se apresuraron a disponer armas y caballos, llegando frescos al combate cuando este había casi terminado. Esto cambió la suerte del día y el pánico se trasladó de los vencidos a los vencedores. Los galos fueron derrotados en la primera carga, y como los forrajeadores llegaron corriendo desde los campos, el enemigo se vio rodeado por todas partes y casi sin una vía de escape practicable. Los romanos, sobre caballos frescos, perseguían los que estaban cansados y agotados, y pocos escaparon. No se hicieron prisioneros. La mayor parte de ellos pagó con la muerte el castigo por su falta de buena fe. Furiosos por esta traición, al día siguiente los romanos avanzaron con todas sus fuerzas contra el enemigo.
[38.26] El cónsul pasó dos días inspeccionando minuciosamente las características naturales de la montaña, para familiarizarse con todos los detalles. Al día siguiente, después de tomar los auspicios y ofrendar los sacrificios, sacó a su ejército formado en cuatro divisiones; con dos de ellas tenía intención de ocupar el centro de la montaña, las otras ascenderían por las laderas y tomarían a los galos por ambos flancos. La disposición del enemigo eran la siguiente: los tectosagos y los trocmos, que constituían su fuerza principal y sumaban cincuenta mil hombres, formaban en el centro; la caballería, en número de diez mil, estaban desmontados, pues los caballos resultaban inútiles en aquel terreno, y formaba en el ala derecha; los capadocios, bajo el mando de Ariarates y los auxiliares morcios, en número de cuatro mil, estaban situados a la izquierda. El cónsul dispuso a su infantería ligera en primera línea, como había hecho en la batalla sobre el Olimpo, cuidando que tuvieran a mano un amplio suministro de proyectiles. Cuando se acercaron al enemigo, se repitieron todas las circunstancias de la anterior batalla, excepto porque los ánimos de uno de los bandos se habían incrementado con su reciente victoria y los del otro habían disminuido pues, aunque no fueron ellos los derrotados, consideraban aquella derrota como propia. Así iniciada la batalla, terminó de la misma forma. Una nube de proyectiles ligeros abrumó a la formación de los galos. Ninguno se atrevía a lanzarse fuera de las filas por temor a exponer su cuerpo desnudo a la certidumbre de resultar alcanzado desde todas partes; y así, mientras permanecían de pie en sus líneas, en formación cerrada, recibían más heridas cuanto más prietos estaban, como si se apuntaran precisamente contra cada hombre en particular. Pensó el cónsul que la vista de los estandartes de las legiones provocarían la inmediata huida de los ya desmoralizados galos; por consiguiente, retiró a la infantería ligera y al resto de escaramuzadores tras las filas de las legiones y les ordenó avanzar.
[38.27] Los galos, aterrados por el recuerdo de la derrota de los tolostobogios, agotados por su larga permanencia y por sus heridas, con los proyectiles clavados en sus cuerpos, no esperaron a la primera carga y al grito de guerra de los romanos. Huyeron hacia su campamento, pero pocos ganaron el refugio de sus fortificaciones; la mayor parte fue más allá, por la derecha o por la izquierda, por donde les llevara su afán por escapar. Los vencedores los persiguieron hasta su campamento, tajándolos por la espalda; pero una vez en el campamento se detuvieron por su ansia de botín y ninguno siguió la persecución. Los galos se sostuvieron algún tiempo más en las alas, pues tardaron más en llegar hasta ellos; no esperaron, sin embargo, a la primera descarga de proyectiles. Como el cónsul pudo mantener a sus hombres alejados del saqueo del campamento, envió inmediatamente en persecución a las otras divisiones. Estas los siguieron hasta una distancia considerable, matando en total a unos ocho mil hombres en la huida, pues no hubo combate. Los supervivientes cruzaron el Halis. Una gran parte del ejército romano pasó la noche en el campamento enemigo; al resto, el cónsul lo llevó de vuelta a su propio campamento. Al día siguiente, el cónsul hizo recuento de prisioneros y botín; el montante del último fue tan grande como correspondía a un pueblo que siempre había estado dedicado a la rapiña y que lo había acumulado durante tantos años de poseer por la fuerza de las armas todo el país a occidente del Tauro. Tras haberse reunido los galos dispersos por su huida, la mayoría heridos, desarmados y despojados de todas sus pertenencias, enviaron parlamentarios para pedir la paz al cónsul. Manlio les ordenó ir a Éfeso. Él mismo, deseoso de salir del territorio frío próximo al Tauro -estaban ya a mediados del otoño- llevó a su victorioso ejército de vuelta a la costa, en su cuarteles de invierno.
[38,28] Mientras se desarrollaban estas operaciones en Asia, las cosas permanecieron tranquilas en las demás provincias. En Roma, los censores Tito Quincio Flaminino y Marco Claudio Marcelo revisaron las listas de los senadores. Publio Escipión Africano fue elegido por tercera vez Príncipe del Senado y solo cuatro miembros fueron eliminados de la lista, ninguna de los cuales había ocupado una magistratura curul. Los censores mostraron también mucha indulgencia en la revisión de la lista de los caballeros. Contrataron la construcción de los cimientos del Equimelio [lugar para el mercado de animales con destino al sacrificio doméstico.-N. del T.], sobre el Capitolio, así como la del empedrado de una calle desde la puerta Capena hasta el templo de Marte. Los campanos solicitaron al senado que decidiera dónde habían de censarse, decretándose que se censarían en Roma. Hubo inundaciones muy grandes este año; en doce ocasiones distintas, el Tíber inundó el Campo de Marte y las partes bajas de la Ciudad. Tras haber dado fin Cneo Manlio a la guerra contra los galos en Asia, el otro cónsul, Marco Fulvio, ahora que los etolios estaban derrotados, navegó hasta Cefalania y mandó dar a elegir a las diversas ciudades de la isla qué preferían: rendirse a los romanos o enfrentar la guerra. El miedo impidió que se negaran a rendirse y entregaron los rehenes que el cónsul les exigió en proporción a sus escasos recursos; los cranios, palenses y sameos entregaron veinte cada pueblo. Había amanecido en Cefalania la esperanza de una paz imprevista cuando, de repente, por alguna razón desconocida, la ciudad de los sameos se rebeló. Dijeron que, como su ciudad ocupaba una posición ventajosa, temían que los romanos los obligaran a irse a vivir a otro lugar. No se tiene la certeza de que se tratara de una invención por su parte y su quebrantamiento de la paz se debiera a temores imaginarios, o que la cuestión se hubiera discutido entre los romanos y hubiese llegado a sus oídos. Lo que sí se sabe con seguridad es que tras entregar rehenes cerraron sus puertas, y aunque el cónsul envió a aquellos rehenes ante las murallas para conmover las simpatías de sus conciudadanos y parientes, se negaron a abandonar su oposición. Como no dieran ninguna respuesta conciliadora, se inició el asedio de la ciudad. El cónsul hizo traer todas las máquinas de asedio desde Ambracia, completando rápidamente los soldados todos los trabajos que se debían hacer. Los arietes comenzaron a batir las murallas en dos puntos.
[38,29] Nada fue dejado de hacer por los sameos para defenderse de las máquinas de asedio o de los asaltos. Usaron, principalmente, de dos métodos de resistencia. Por una parte, allí donde era derruida la muralla construían incesantemente otra más fuerte por el lado de dentro; por la otra, practicaban frecuentes salidas, unas veces contra las obras de asedio y otras contra los puestos avanzados. En estas acciones, en muchas ocasiones, resultaron vencedores. Se ideó un sistema para mantenerlos atrás, simple y que casi no vale la pena mencionar. Se trajeron un centenar de honderos de Egio, Patras y Dime; estos hombres tenían la costumbre, como sus padres antes que ellos, de practicar con sus hondas lanzando al mar los cantos rodados que suele haber en la playa mezclados con la arena. De esta manera, lograban mayor precisión y mayor alcance que los honderos baleáricos. Sus hondas, además, no estaban hechas de una sola correa, como la de los baleares o las de otros pueblos, sino que constaban de tres capas cosidas juntas con fuertes costuras. Esto impedía que el proyectil girase al azar, cuando se soltaba la correa, y salía disparado recto y equilibrado como si se le hubiese lanzado con la cuerda de un arco. Solían atravesar, con sus piedras, anillos situados a gran distancia a modo de blancos, logrando así alcanzar no solo la cabeza, sino cualquier parte de la cara a la que apuntaran. Estas hondas impidieron a los sameos practicar aquellas frecuentes y osadas salidas; tanto se lo impidieron, de hecho, que pidieron desde las murallas a los aqueos que se retiraran durante un tiempo y se quedaran mirando mientras ellos combatían contra los puestos avanzados romanos. Same resistió el sitio durante cuatro meses. Día a día, una parte de su escaso número se reducía o resultaba herido, agotándose los defensores de física y anímicamente. Por fin, una noche, los romanos escalaron la muralla y se abrieron paso a través de la ciudadela que llaman Cineátide -pues, en efecto, la ciudad la extiende hacia el oeste, bajando hacia el mar- y llegaron hasta el foro. Al ver los sameos que la ciudad estaba parcialmente ocupada por el enemigo, se refugiaron en la ciudadela mayor con sus esposas e hijos. Al día siguiente se rindieron; la ciudad fue saqueada y se vendió a toda su población como esclavos.
[38,30] Después de resolver la situación de Cefalania y dejar una guarnición de Same, el cónsul navegó hacia el Peloponeso, donde ya hacía tiempo que le reclamaban los pueblos de Egio y los lacedemonios. Ya fuera como una concesión a su importancia o a causa de su conveniente ubicación, Egio había sido desde sus inicios el lugar de celebración de las reuniones de la Liga Aquea. Este año, por primera vez, Filopemen trató de acabar con esta costumbre y se disponía a promulgar una ley para que la asamblea se celebrara por turno en cada ciudad de la Liga. Justo antes de la visita del cónsul, mientras que los demiurgos [pese a su posterior significación como «creador» en la filosofía platónica o como «principio activo» para los gnósticos, la palabra griega Δημιουργός, Dēmiurgos, significa literalmente «servidor público».-N. del T.], que eran los magistrados de mayor rango de las ciudades, habían convocado una asamblea de la Liga en Egio, el pretor Filopemen la había convocado en Argos. Ya que resultaba evidente que casi todos acudirían allí a reunirse, el cónsul, aunque estaba a favor de los egienses, marchó también a Argos. Aquí se discutió el asunto y, viendo que las cosas tomaban otro rumbo, desistió de su intención. Los lacedemonios, a continuación, llamaron su atención con sus propias quejas. La principal causa de inquietud para su ciudad era la actitud amenazante de los exiliados, muchos de los cuales vivían en castillos y aldeas de la costa de Laconia, de la que se habían visto completamente privados. Los lacedemonios estaban irritados ante aquel estado de cosas; querían tener acceso al mar por algún sitio, por si alguna vez deseaban enviar embajadores a Roma o a cualquier otro lugar, y disponer también de un mercado y un almacén para los bienes importados para las necesidades del consumo. Lanzaron un ataque nocturno por sorpresa contra un pueblo de la costa llamado Las. Los aldeanos y los exiliados quedaron al principio aterrorizados por el ataque repentino, pero antes que se hiciera de día se reagruparon y, tras un pequeño combate, expulsaron a los lacedemonios. Entonces, se dio la alarma en toda la costa y todos los castillos, las aldeas y los exiliados que habían asentado allí sus hogares enviaron una embajada conjunta a los aqueos.
[38.31] Desde el principio, Filopemen había defendido la causa de los exiliados y había tratado siempre de convencer a los aqueos para que redujeran el poder e influencia de los lacedemonios. Convocó ahora un consejo para dar audiencia a los embajadores y, por iniciativa de él, se aprobó un decreto en los siguientes términos: «Considerando que Tito Quicio y los romanos habían confiado a la buena fe y protección de los aqueos las aldeas y castillos de la costa de Laconia, y puesto que la aldea ha sido atacada por los lacedemonios, que estaban comprometidos por un tratado a no interferir con ellos, habiéndose producido allí una matanza, decretamos que, a menos que los autores y cómplices de esta atrocidad sean entregados a los aqueos, se considerará roto el tratado». Se envió inmediatamente una misión a Lacedemonia para presentar esta exigencia. Tan arbitraria y arrogante la hicieron aparecer ante los ojos de los lacedemonios que de haber estado aquella ciudad en la posición que en otro tiempo ostentó, sin duda habrían tomado las armas. Lo que más temían era que, si se sometían al yugo al punto de cumplir con aquella exigencia inicial, Filopemen cumpliera con la política que había contemplado durante mucho tiempo de entregar Lacedemonia a los exiliados. En un arrebato de ira, dieron muerte a treinta hombres que pertenecían al partido de los que estaban de acuerdo con Filopemen y los exiliados, aprobando luego un decreto denunciando la alianza con los aqueos y ordenando la partida inmediata de una embajada a Cefalania para efectuar una rendición formal de Lacedemonia al cónsul y a Roma, rogándole que acudiera al Peloponeso y recibiera su ciudad bajo la protección y la soberanía del pueblo de romano.
[38,32] Cuando se informó de estas disposiciones a los aqueos, todas las ciudades de la Liga declararon unánimemente la guerra a los lacedemonios. El invierno impidió cualquier acción inmediata a gran escala, pero sí se lanzaron pequeñas expediciones de saqueo que devastaron sus territorios por tierra y por mar, con naves, más a la manera de los bandidos que de los soldados regulares. Estas agresiones hicieron venir al cónsul al Peloponeso, ordenando la convocatoria de una asamblea en Élide, a la que se convocó también a los lacedemonios para que expusieran su caso. La discusión pronto se convirtió en una acalorada disputa, a la que el cónsul puso fin. Este ansiaba contentar a ambas partes y tras haber dado respuestas que a nada le comprometían, advirtió a ambas partes que se abstuvieran de hostilidades hasta que hubieran comparecido sus embajadores ante el Senado, en Roma. Cada parte envió sus embajadores a Roma; los exiliados lacedemonios confiaron su causa a los aqueos. Los encargados de la embajada aquea fueron Diófanes y Licortas, ambos naturales de Megalópolis. Estos tenían opiniones políticas contrapuestas, y los discursos que pronunciaron mostraron igual divergencia. Diófanes era partidario de dejar la decisión de todos los puntos en manos del Senado, pues podría resolver los asuntos en disputa entre los aqueos y los lacedemonios de la mejor manera posible. Licortas, siguiendo instrucciones de Filopemen, reivindicó el derecho de los aqueos a ejecutar su decreto de conformidad con el Tratado y con sus leyes, y solicitó que el Senado les permitiera ejercer sin menoscabo la libertad que les había garantizado. Por aquel entonces, los aqueos gozaban de una alta estima por parte de los romanos; se decidió, no obstante, que la situación de los lacedemonios no debía cambiar de ninguna manera. La respuesta del Senado fue tan ambigua que, mientras que los aqueos supusieron que tenían las manos libres respecto a los lacedemonios, los lacedemonios la interpretaron en el sentido de que los aqueos no habían obtenido lo que pedían. Los aqueos usaron sin escrúpulos y con exceso de la libertad que suponían se les había concedido. A Filopemen se le prorrogó su magistratura.
[38.33] Al principio de la primavera, Filopemen movilizó al ejército y estableció su campamento en territorio de los lacedemonios. Envió entonces embajadores para exigir la entrega de los responsables de la rebelión y prometió que si la ciudad los entregaba seguiría en paz, no sufriendo ningún castigo aquellos hombres hasta que se hubiera fallado su caso. El miedo mantuvo callado al resto; los que habían sido nombrados declararon su voluntad de ir, ya que habían recibido garantías de los embajadores de Filopemen de que estarían a salvo de violencia hasta de emisarios Filopemen de la garantía de que estarían a salvo de la violencia hasta que se les hubiese escuchado. Fueron también otros, hombres de posición notable, para apoyar a sus amigos y porque consideraban además que su causa afectaba al interés público. Nunca antes habían los aqueos llevado a los exiliados a territorio lacedemonio, pues consideraban que nada les indispondría tanto; ahora, casi iban en vanguardia de todo el ejército. Cuando los lacedemonios llegaron ante la puerta del campamento, los exiliados les salieron en grupo. Al principio se atacaron mediante insultos; luego, conforme se excitaban los ánimos por ambas partes, los más exaltados de los exiliados atacaron a los lacedemonios. Como estos apelaran a los dioses y a la palabra dada por los embajadores de Filopemen, estos y el mismo pretor trataron de apartar a la multitud y proteger a los lacedemonios, parando incluso a alguno que ya los estaba encadenando; se juntó una gran masa y aumentó confusión. Los aqueos corrieron a ver lo que estaba pasando, y los exiliados, protestando a gritos por el sufrimiento que habían soportado, imploraban su ayuda y les decían que si dejaban pasar esta oportunidad nunca tendrían otra más favorable. Que por culpa de aquellos hombres se había quebrado el tratado firmado en el Capitolio, en Olimpia y en la ciudadela de Atenas; que antes de comprometerse con otro tratado se debía castigar a los culpables. Este lenguaje excitó a la multitud y un hombre gritó «¡destrozadlos!»; empezaron a arrojar piedras contra ellos, siendo muertos diecisiete hombres que habían sido encadenados durante el tumulto. Al día siguiente, fueron detenidos sesenta y tres de los que Filopemen había protegido de la violencia, no porque le preocupara su seguridad, sino porque no quería que perecieran antes del día del juicio. Víctimas de la furia de la multitud, poco pudieron hablar y a oídos contrarios. Todos fueron hallados culpables y entregados al suplicio.
[38,34] Habiendo aterrorizado así a los lacedemonios, les enviaron órdenes perentorias: en primer lugar, que debían destruir sus murallas; en segundo lugar, que todos los mercenarios extranjeros que habían servido bajo los tiranos debían abandonar el territorio de Laconia; en tercero, que todos los esclavos que habían liberado los tiranos, de los que existía un gran número, debían partir en una fecha dada; a cualquiera que se quedara, los aqueos tendrían el derecho de llevárselos y venderlos; por último, debían derogar las leyes y costumbres de Licurgo y someterse a las leyes e instituciones de los aqueos, ya que de esta manera formarían un solo cuerpo y se pondrían de acuerdo más fácilmente en una política común. Con ninguna de estas exigencias cumplieron más fácilmente que con la que exigía la destrucción de sus murallas, y ninguna levantó más amargos sentimientos como la que exigía la restauración de los exiliados. Se aprobó un decreto para su retorno en un consejo de los aqueos en Tegea, y se dijo que los mercenarios extranjeros habían sido licenciados y que los «lacedemonios adscritos» [quizá «naturalizados» sería una expresión más exacta.-N. del T.], pues así se designó a los esclavos liberados por los tiranos, habían abandonado la ciudad y se habían dispersado por los alrededores. Al recibir esta información se decidió que, antes de que se desmovilizara el ejército, el pretor debería marchar con una fuerza de infantería ligera y arrestar a tales hombres, vendiéndolos como botín adquirido legítimamente. Muchos fueron capturados y vendidos. Con el dinero así obtenido se restauró, por sugerencia de los aqueos, el pórtico de Megalópolis que los lacedemonios habían destruido. Esta ciudad recuperó también el territorio de Belbina, del que se habían apoderado injustamente los tiranos de Lacedemonia; esto se efectuó en virtud de un antiguo decreto emitido por los aqueos durante el reinado de Filipo, el hijo de Amintas [este Filipo es el padre de Alejandro Magno.-N. del T.]. Por estas medidas, la ciudad de Lacedemonia perdió el nervio de sus fuerzas y quedó durante mucho tiempo a merced de los aqueos. Ninguna pérdida, sin embargo, les afectó más profundamente que la abolición de la disciplina de Licurgo, que habían mantenido durante ochocientos años.
[38,35] Después de la reunión de la asamblea en que se dilucidó la disputa entre los aqueos y los lacedemonios, el cónsul, Marco Fulvio, regresó a Roma con el propósito de celebrar las elecciones, pues el año estaba ya llegando a su fin. Proclamó cónsules a Marco Valerio Mesala y a Cayo Livio Salinator, desechando a Marco Emilio Lépido, enemigo suyo, que también fue candidato al consulado para aquel año -188 a.C.-. Los pretores electos fueron Quinto Marcio Filipo, Marco Claudio Marcelo, Cayo Estertinio, Cayo Atinio, Publio Claudio Pulcro y Lucio Manlio Acidino. Una vez finalizadas las elecciones, se decidió que Marco Fulvio regresaría a su ejército y mando, concediéndole una prórroga de su mando a él y a su colega Cneo Manlio por un año. Este año se hizo colocar una estatua de Hércules en el templo del dios, según las indicaciones de los decenviros [los custodios de los Libros Sagrados.-N. del T.]; Publio Cornelio emplazó un carro dorado con seis caballos en el Capitolio, con una inscripción declarando que había sido donada por el cónsul. También colocaron doce escudos dorados los ediles curules Publio Claudio Pulcro y Servio Sulpicio Galo, a partir de las multas impuestas a los mercaderes de grano que lo habían estado acaparando. El edil plebeyo, Quinto Fulvio Flaco, hizo colocar dos estatuas doradas procedentes de la multa de un solo acusado, pues los juicios se habían visto por separado. Su colega, Aulo Cecilio, no había condenado a nadie. Se celebraron tres veces los Juegos Romanos y cinco veces los Juegos Plebeyos. Inmediatamente después de tomar posesión del cargo los idus de marzo [el 15 de marzo.-N. del T.], los nuevos cónsules consultaron al Senado sobre la política a seguir respecto a las provincias y los ejércitos. No se hizo ningún cambio respecto a Etolia o Asia. Pisa y los ligures fueron asignadas a un cónsul y la Galia al otro. Recibieron instrucciones para que llegaran un acuerdo, o echaran a suertes, el reparto de las provincias; cada uno alistaría un nuevo ejército de dos legiones romanas y quince mil infantes y mil doscientos jinetes de los aliados italianos. Liguria correspondió a Mesala y la Galia a Salinator. A continuación, los pretores sortearon sus mandos. La pretura ciudadana recayó en Marco Claudio; la peregrina fue para Publio Claudio; Sicilia correspondió a Quinto Marcio; Cerdeña fue para Cayo Estertinio; la Hispania Citerior fue para Lucio Manlio y la Hispania Ulterior para Cayo Atinio.
[38.36] En relación con los ejércitos del extranjero, se decidió que las legiones de la Galia, que habían estado bajo el mando de Cayo Lelio, se deberían transferir al del propretor Marco Tucio para prestar servicio en el Brucio. Se licenciaría el ejército de Sicilia y el propretor Marco Sempronio traería la flota allí basada de vuelta a Roma. Se decretó que las legiones destacadas en cada una de las dos Hispanias seguirían allí y que los pretores llevarían cada uno con ellos, como refuerzos, a tres mil infantes y doscientos jinetes procedentes de los aliados. Antes de que los nuevos magistrados partieran para sus provincias, se celebraron rogativas especiales durante tres días en todos los cruces de caminos, por orden del colegio de los decenviros, como consecuencia de la oscuridad que se extendió entre las horas tercera y cuarta. También se ordenaron sacrificios durante nueve días a consecuencia de una lluvia de piedras sobre el Aventino. Los campanos habían sido obligados, por un senadoconsulto aprobado el año anterior, a censarse en Roma, pues anteriormente había habido dudas sobre dónde se debían censar. Solicitaban ahora que se les autorizara a casarse con ciudadanas romanas, y que a quien ya lo hubiera hecho se le permitiera conservarla, así como que los niños ya nacidos tuvieran la consideración de legítimos herederos. Ambas solicitudes fueron concedidas. Uno de los tribunos de la plebe, Cayo Valerio Tapón, presentó una propuesta para que se concediera derecho al voto a los ciudadanos de Formia, Fundo y Arpino, que hasta entonces habían disfrutado de la ciudadanía sin el derecho a voto. Esta moción fue rechazada por cuatro de los tribunos, basándose en que no había recibido la sanción del Senado; cuando se les indicó que residía en el pueblo, y no en el Senado, la potestad de otorgar el derecho a quien quisiera, abandonaron su oposición . Los ciudadanos de Formia y Fundo votarían en la tribu Emilia, los de Arpino lo harían en la Cornelia. En estas tribus, por lo tanto, quedaron inscritas por vez primera en virtud del plebiscito Valerio. El censor Marco Claudio Marcelo, preferido por la suerte a Tito Quincio, cerró el lustro. El censo arrojó que el número de ciudadanos ascendía a doscientos cincuenta y ocho mil trescientos dieciocho. Una vez resuelto el censo, los cónsules partieron hacia sus provincias.
[38,37] Durante este invierno, Cneo Manlio, que pasaba la estación en Asia, primero como cónsul y después como procónsul, fue visitado por las delegaciones de todas las naciones y pueblos a esta parte del Tauro. Mientras que los romanos consideraban su victoria sobre Antíoco como más notable que la posterior sobre los galos, los aliados asiáticos se alegraron más por la segunda que por la primera. El sometimiento al rey era cosa mucho más fácil de soportar que la ferocidad de los despiadados bárbaros, por la horrorosa incertidumbre diaria de no saber dónde llevaría la desolación aquella especie de tormenta. Habiendo recuperado su libertad mediante la expulsión de Antíoco y la paz por el sometimiento de los galos, venían ahora ante el cónsul no solo para presentarle sus felicitaciones y darle las gracias, sino con coronas de oro, cada una según sus posibilidades. Llegaron también embajadores de Antíoco, y hasta de los mismos galos, para conocer las condiciones de la paz. También envió embajadores Ariarates para pedir el perdón y ofrecer una expiación pecuniaria por su responsabilidad al haber ayudado a Antíoco con tropas auxiliares. Se le ordenó pagar seiscientos talentos de plata [si se trataba de talentos eubóicos, serían 15552 kilos.-N. del T.], a los galos se les dijo que cuando llegara el rey Eumenes este les dictaría las condiciones de paz. Despidió las delegaciones de las diversas ciudades con amables respuestas y se marcharon aún más contentas que a su venida. Los embajadores de Antíoco recibieron orden de llevar el dinero y el trigo a Panfilia, según lo acordado con Lucio Escipión; también allí se dirigiría el cónsul con su ejército.
Por lo tanto, al comienzo de la primavera y después de purificar al ejército con las lustraciones, inició su marcha y, después de ocho días, llegó a Apamea. Allí permaneció acampado durante tres días y entró luego en Panfilia, donde había ordenado a los embajadores del rey que depositaran el dinero y el trigo. Los dos mil quinientos talentos de plata se llevaron a Apamea y el trigo se distribuyó entre el ejército. Desde allí avanzó hasta Perga, la única ciudad de ese país que estaba ocupada por una guarnición de soldados del rey. A su llegada, salió a su encuentro el prefecto de la guarnición, quien le solicitó una tregua de treinta días para que pudiera consultar con Antíoco sobre la entrega de la ciudad. Se le concedió aquel plazo y al trigésimo día la guarnición evacuó la plaza. Mientras el cónsul estaba en Perga, envió a su hermano Lucio Manlio con una fuerza de cuatro mil hombres a Oroanda, para recoger el resto del dinero que debía entregarse según lo estipulado. Al enterarse de que habían llegado a Éfeso el rey Eumenes y los diez comisionados de Roma, llevó su ejército a Apamea y ordenó a los embajadores de Antíoco que lo siguieran.
[38,38] Los diez comisionados redactaron aquí el tratado, cuyos términos aproximados fueron los siguientes: «Habrá paz y amistad entre el rey Antíoco y el pueblo romano sobre los siguientes términos y condiciones: el rey no permitirá el paso por sus territorios, ni por los que le estén sometidos, de ningún ejército que vaya a hacer la guerra al pueblo romano o a sus aliados, ni le ayudará con provisiones ni de ninguna otra forma. Los romanos y sus aliados actuarán de igual manera respecto a Antíoco y quienes estén bajo su dominio. El rey Antíoco no tendrá derecho a hacer la guerra a los que habitan en las islas ni a pasar a Europa. Procederá a retirarse de todas las ciudades, tierras, pueblos y fortalezas de este lado de las montañas del Tauro hasta el río Halis, así como desde el valle del Tauro hasta las cumbres de la ladera que da a Licaonia. Aparte de las armas, no se llevará nada de las mencionadas ciudades, tierras y fortaleza; si se hubiera llevado algo, lo devolverá debidamente a cualquier lugar que perteneciera. No acogerá a ningún soldado ni otra persona alguna del reino de Eumenes. Si hay ciudadanos que pertenecen a las ciudades que dejan de estar bajo su dominio con Antíoco o dentro de los límites de su reino, todos habrán de regresar a Apamea en una fecha determinada, sin excepción; si está con los romanos, o con alguno de sus aliados, cualquier súbdito de Antíoco, serán libres de quedarse o de regresar. Devolverá a los romanos y a sus aliados los esclavos, fueran fugitivos o prisioneros de guerra, y a cualquier hombre libre que hubiera sido capturado o que fuera un desertor. Deberá renunciar a sus elefantes y no obtendrá ninguno más. Asimismo, entregará sus buques de guerra con todos sus aparejos y no podrá tener más de diez naves ligeras, ninguna de ellas impulsada por más de treinta remos ni monere [con una sola bancada de remos.-N. del T.] alguna que pueda emplearse en alguna guerra que él piense hacer. No llevará sus barcos al oeste de los farallones del Calicado y Sarpedonio, excepto aquellos que deban transportar el dinero, el tributo, embajadores o rehenes. Antíoco no tendrá derecho a contratar a mercenarios de los pueblos que estén bajo el dominio de Roma, ni los aceptará como voluntarios. Aquellas casas y edificios pertenecientes a los rodios y a sus aliados, que estén dentro de los dominios de Antíoco, seguirán perteneciéndoles con el mismo derecho que antes de la guerra. Si se debiera cualquier dinero, les será abonado; si algo hubiera sido sustraído, tendrán derecho a buscarlo y recuperarlo. Cualquier ciudad de las que ha entregado y que estuviera en poder de alguien a quien se la hubiera dado Antíoco, deberá ver retiradas sus guarniciones y asegurarse su entrega debidamente. Deberá pagar doce mil talentos áticos de plata de buena ley, en plazos iguales durante doce años -los talentos habrán de tener un peso mínimo de 80 libras romanas- y quinientos cuarenta mil modios de trigo [80 libras romanas equivalen a 26,16 kilos; el talento ático son 25,92 kilos; así pues, los romanos estaban imponiendo una sobretasa de casi el 1%. Respecto al trigo, son 4.725.000 kilos.-N. del T.]. Deberá pagar al rey Eumenes trescientos cincuenta talentos en un plazo de cinco años y, en lugar de trigo, pagará su valor en metálico, ciento veintisiete talentos. Entregará a los romanos veinte rehenes, que sustituirá por otros a los tres años; ninguno será menor de dieciocho años ni mayor de cuarenta y cinco. Si alguno de los aliados de Roma hace la guerra sin provocación a Antíoco, este tendrá derecho a repelarlo por la fuerza de las armas, a condición de que no ocupe una ciudad por derecho de guerra ni la reciba como amiga. Los litigios se determinarán ante un tribunal y mediante árbitros o, si ambos así lo deciden, mediante la guerra». Se añadió una cláusula adicional respecto a la entrega de Aníbal el cartaginés, el etolio Toante, Mansíloco el acarnane y los calcidenses Eubúlidas y Filón; así mismo se indicó que si más adelante se decidiera agregar, derogar o modificar cualquiera de los puntos, se haría sin menoscabo de la validez del tratado.
[38.39] El cónsul prestó juramento de respetar el tratado, y Quinto Minucio Thermus y Lucio Manlio, que casualmente acababan de regresar de Oroanda, fuero a exigir el juramento del rey. El cónsul escribió también a Quinto Fabio Labeo, que estaba al mando de la flota, para que se dirigiera inmediatamente a Pátara y desguazase o quemase todos los barcos del rey que estaban allí estacionados. Así pues, saliendo de Éfeso, destruyó o quemó cincuenta naves con cubierta. Durante este viaje, recibió la rendición de Telmeso, cuyos habitantes se aterrorizaron ante la repentina aparición de la flota. Dejando Licia, siguió su viaje y pasando por entre las islas llegó a Grecia, permaneciendo unos pocos días en Atenas en espera de los barcos a los que había mandado que le siguieran desde Éfeso. En cuanto entraron en el Pireo, regresó con toda su flota a Italia. Entre las cosas que debía entregar Antíoco estaban sus elefantes, que fueron todos regalados por Cneo Manlio a Eumenes. Luego se dispuso a examinar la situación de las diferentes ciudades, muchas de las cuales estaban confusas a causa de los cambios políticos. Ariarates fue acogido como amigo y, por aquel entonces, había comprometido a su hija con Eumenes; mediante los buenos oficios de este, se le perdonó la mitad de la indemnización que debía.
Una vez completada la investigación sobre la situación y circunstancias de las diferentes ciudades, los diez comisionados tomaron las decisiones correspondientes. A las que habían sido tributarias de Antíoco, pero cuyas simpatías habían estado con Roma, se les concedió la exención de todos los tributos. A las que habían sido aliadas de Antíoco o habían pagado tributo a Atalo, se les ordenó que lo pagaran a Eumenes. Los nativos de Colofón que vivían en Notio, junto con los cimeos y milasenos, recibieron también una mención especial de exención. A Clazomene se le entregó la isla de Drimusa [en el golfo de Esmirna.-N. del T.], así como la exención. Se devolvió a los milesios la llamada «tierra sagrada», y a los ilienses les anexionaron Reteo y Gergito [están a oriente de Ilión, en el monte Ida.-N. del T.], no tanto por los servicios recientemente prestados, sino como a modo de reconocimiento por ser su hogar ancestral, concediéndose la libertad por este mismo motivo a Dárdano. Quíos, Esmirna y Eritrea, también, a cambio de la singular lealtad mostrada durante la guerra, recibieron territorios y fueron tratadas con honores y consideración especiales. Se devolvió a los focenses el territorio que poseían antes de la guerra y se les permitió gobernarse por sus antiguas leyes. Se confirmaron las donaciones hechas a Rodas en virtud de un decreto anterior; estas incluían Licia y Caria, hasta el Meandro, con excepción de Telmeso. Los dominios de Eumenes se ampliaron con la incorporación del Quersoneso, en Europa, y de Lisimaquia y los castillos, pueblos y territorio de la extensión que había ocupado Antíoco; en Asia, las dos Frigias, la del Helesponto y la otra, llamada Frigia Mayor; Misia, que le había arrebatado Prusias, le fue devuelta junto con Licaonia, Milíade y Lidia, así como las ciudades de Tralo, Éfeso y Telmeso, que se citaron específicamente. Con respecto a Panfilia, surgió una dificultad entre Eumenes y los emisarios de Antíoco, pues una parte de esta está a este lado del Tauro y la otra está del otro lado; el asunto se remitió al Senado.
[38.40] Una vez resueltas y aceptadas estas disposiciones, Manlio se dirigió al Helesponto con los diez comisionados y todo su ejército. Una vez aquí, convocó a los régulos galos y les informó de las condiciones bajo las que mantendrían la paz con Eumenes, advirtiéndoles de que habrían de poner fin a su costumbre de lanzar incursiones armadas y deberían quedarse dentro de los límites de sus propios territorios. Reunió luego sus naves a todo lo largo de la costa y, con la adición de la flota de Eumenes que fue traída desde Elea por su hermano Ateneo, el cónsul trasladó a Europa a la totalidad de sus fuerzas. El ejército iba pesadamente cargado con toda clase de botín y, por consiguiente, avanzó a través del Quersoneso a un ritmo moderado hasta que llegaron a Lisimaquia. Aquí descansaron durante algún tiempo para que sus animales de carga pudieran estar los más fuertes y descansados que se pudiera antes de entrar en Tracia, pues generalmente se temía el tránsito por aquel país. El cónsul llegó al río Mélana el mismo día en que salió de Lisimaquia, arribando al día siguiente a Cipsela. Desde Cipsela, les esperaba una marcha de diez millas por un terreno quebrado, estrecho y rodeados por bosques. En vista de las dificultades de la ruta, el ejército formó en dos divisiones. A una de ellas se le ordenó marchar en vanguardia; a la otra, a considerable distancia, que cubriera la retaguardia. Entre ambas se situó la impedimenta. Esta incluía los carros que transportaban el dinero del erario y el botín de más valor. Mientras marchaban con este orden a través de un paso, un grupo de tracios procedentes de cuatro tribus -astios, cenos, maduatenos y Corelos-, en número no mayor de diez mil, se emboscaron a ambos lados de la carretera, en su parte más angosta. Todos pensaron que aquello se debió a la traición de Filipo, quien sabía que los romanos regresarían por Tracia y era también conocedor de la cantidad de dinero que transportaban.
El comandante marchaba con el grupo de vanguardia, inquieto por el terreno accidentado y difícil. Los tracios no se movieron mientras pasaban las tropas armadas; pero cuando observaron que la vanguardia había salido de la parte más estrecha del paso y que el grupo posterior aún no se acercaba, atacaron los bagajes y los equipos personales, y dando muerte a la escolta empezaron unos a saquear los carros y otros a tirar de las acémilas con sus cargas. Los gritos y los gritos fueron escuchados en primer lugar por los que venían detrás y después por los que iban por delante. Desde ambas direcciones se acudió a toda prisa al centro, comenzando una lucha desordenada en varios puntos a la vez. El mismo botín expuso a los tracios a una masacre, pues su peso les estorbaba y muchos iban sin armas para disponer de ambas manos libres para el saqueo. Por otra parte, el terreno desfavorable dejaba expuestos a los romanos frente a los bárbaros, que corrían por senderos con los que estaban familiarizados o que se escondían en los recovecos de las rocas. También los equipajes y los carros estorbaban a los combatientes y obstruían los movimientos de unos y otros como por casualidad. Aquí cae un saqueador, allí otro que intenta recuperar el botín. La suerte de la batalla cambiaba primero para un lado y luego para el otro, según fuera el terreno favorable o desfavorable, según creciera o decreciera el valor de cada cual, o según el número, pues unos se habían encontrado con un grupo más numeroso y otros con uno menos numeroso. Cayeron muchos en ambos lados y ya se estaba haciendo la noche cuando los tracios se retiraron, no porque escaparan heridos y muertos, sino porque ya tenían suficiente botín.
[38,41] Una vez fuera del paso, en terreno abierto, la división de cabeza del ejército romano acampó cerca del templo de Bendis [o Mendis, una deidad tracia equiparable a Artemisa o a Cibeles.-N. del T.]. El segundo grupo se mantuvo dentro del paso para proteger el tren de bagajes, al que rodearon con una doble empalizada. Al día siguiente, después de reconocer el paso, se unieron con la división de vanguardia. El combate se extendió prácticamente por todo el paso, perdiéndose una parte de los animales de carga y cayendo parte de los calones [eran los que transportaban impedimenta general o particular, en gran medida esclavos, así como quienes dirigían el tren de bagajes de las legiones: una heterogénea multitud que solo más adelante sería regularizada e incorporada a la organización legionaria con sus propios mandos.-N. del T.] y buen número de soldados. Sin embargo, la pérdida más grave fue la del valiente y esforzado soldado Quinto Minucio Termo. En el transcurso del día llegaron al Evro [el antiguo Hebro.-N. del T.], y desde allí marcharon hasta más allá de un templo de Apolo al que los nativos llaman Zerintio [se trata de una gruta en la que, según otros, se daba culto a Hécate.-N. del T.], en el país de los enios. Se debía cruzar otro desfiladero cerca Tempira -que así se llama el lugar-, no menos difícil que el anteriormente cruzado; pero como no había terreno boscoso alrededor, no ofrecía ocasión de ocultar una emboscada. Otra tribu tracia, los trausos, se habían concentrado también aquí, ávidos de botín; pero sus movimientos, al tratar de bloquear el paso, fueron detectados desde lejos a causa de la aridez del paisaje. Los romanos sufrieron menos miedo y desorden, ya que, aunque el terreno no era muy propicio a las maniobras, sí podían desplegar sus estandartes y formar alineados. Cargando en orden cerrado y lanzando su grito de guerra, expulsaron al enemigo de sus posiciones y luego lo pusieron en fuga. La estrechez obligó al hacinamiento de los fugitivos, produciéndose una gran masacre.
Los victoriosos romanos acamparon en una aldea maronita llamada Sale. Al día siguiente, marchando a través de terreno despejado, entraron en la llanura Priática. Allí permanecieron, haciendo acopio de trigo traído en parte de los campos maronitas por ellos mismos y en parte por los buques de la flota, que iban cargados con todo tipo de pertrechos y que seguían sus movimientos. Un día de marcha les llevó hasta Apolonia y, desde aquí, a través del territorio de Abdera, llegaron a Neápolis. Toda esta parte de la marcha, a través de las colonias griegas, se efectuó pacíficamente; la otra parte, sin embargo, a través del corazón de la Tracia, aunque no presentó una oposición frontal, exigió una continua cautela tanto de día como de noche. Cuando este ejército recorrió esta misma ruta bajo el mando de Escipión encontró a los tracios menos agresivos; la única razón para esto fue que llevaban menos botín para saquear. No obstante, nos cuenta Claudio que un grupo de tracios, en número de unos quince mil, trató de oponerse a Mútines el númida, que estaba practicando un reconocimiento en vanguardia del ejército principal. Había cuatrocientos jinetes númidas y unos cuantos elefantes; el hijo de Mútines, con ciento cincuenta jinetes escogidos, cabalgó a través del enemigo; atacó después por la retaguardia al enemigo con el que ya se estaba enfrentado Mútines, con sus elefantes en el centro y su caballería en los flancos. Creó tal desorden entre ellos que nunca lograron acercarse al cuerpo principal de la infantería. Atravesando Macedonia, Cneo Manlio condujo a su ejército a Tesalia y llegó, finalmente, a Apolonia después de cruzar el Epiro. Allí permaneció durante el invierno, pues el estado del mar en aquella estación no era tan despreciable como para aventurarse a cruzarlo.
[38.42] Ya casi al final del año llegó el cónsul Marco Valerio desde Liguria para la elección de nuevos magistrados. No había hecho nada digno de mencionar en su provincia y que pudiera haber justificado que llegase en una fecha más tardía de lo habitual para celebrar las elecciones. Los comicios para elegir a los cónsules tuvieron lugar el dieciocho de febrero, resultando electos Marco Emilio Lépido y Cayo Flaminio -para el 187 a.C.-. Los pretores elegidos al día siguiente fueron Apio Claudio Pulcro, Servio Sulpicio Galba, Quinto Terencio Culeo, Lucio Terencio Masiliota, Quinto Fulvio Flaco y Marco Furio Crasípede. Una vez terminadas las elecciones, los cónsules pidieron al Senado que resolviera qué provincias se asignarían a los pretores. Se decretó que deberían quedar dos en Roma para la administración de justicia; dos fuera de Italia, en Sicilia y Cerdeña; dos en la misma Italia, en Tarento y en la Galia; y se ordenó que los pretores las sortearan de inmediato antes de asumir el cargo. La pretura urbana recayó en Servio Sulpicio y la peregrina en Quinto Terencio; Sicilia fue para Lucio Terencio, Cerdeña para Quinto Fulvio, Tarento correspondió a Apio Claudio y la Galia a Marco Furio. Durante aquel año, Lucio Minucio Mirtilo y Lucio Manlio fueron acusados de haber golpeado a los embajadores cartagineses. Fueron entregados a estos por los feciales y llevados a Cartago.
Había rumores de una guerra a gran escala en la Liguria, que iban creciendo de día en día. Como consecuencia de esto, el Senado decretó que ambos cónsules tendrían Liguria como su provincia. El cónsul Lépido se opuso a esta resolución y protestó contra el que ambos cónsules quedaran confinados a los valles de la Liguria. Marco Fulvio -dijo- y Cneo Manlio había estado actuando durante dos años, el uno en Europa y el otro en Asia, como su hubieran sustituido a Filipo y Antíoco en sus tronos. Si el Senado deseaba que hubiera sendos ejércitos en aquellos países, resultaba más apropiado que a su frente estuvieran los cónsules y no ciudadanos particulares. Iban visitando y amenazando con la guerra a naciones contra las que se les había declarado, y vendiendo la paz por un precio. Si era necesario que tales ejércitos ocupasen aquellas provincias, entonces Cayo Livio y Marco Valerio, como cónsules, debían suceder a Fulvio y Manlio de la misma manera en que Lucio Escipión, cuando fue cónsul, sucedió a Manio Acilio y que Marco Fulvio y Cneo Manlio, al convertirse en cónsules, sucedieron a Lucio Escipión. Y en todo caso, ahora, una vez que la guerra en Etolia había llegado a su fin, que se había tomado Asia de Antíoco y que se había subyugado a los galos, o se enviaban a los cónsules para mandar los ejércitos consulares regulares o se traían a casa las legiones y se devolvían a la república. Después de escuchar su discurso, el Senado mantuvo su decisión de que ambos cónsules tuvieran la Ligurio como provincia; decidió que Manlio y Fulvio debían dejar sus provincias y que retirasen de allí a sus ejércitos y volvieran a Roma.
[38,43] Marco Fulvio y Marco Emilio estaban en malos términos el uno con el otro, principalmente porque Emilio consideraba que había sido cónsul con dos años de retraso por culpa de Marco Fulvio. Con el fin de provocar envidia y enemistad contra él, presentó ante el Senado a algunos embajadores de Ambracia a los que había sobornado para que presentaran cargos contra él. Estos afirmaron que, habiendo estado en paz y habiendo hecho cuanto los anteriores cónsules les habían exigido, y estando dispuestos a mostrar la misma obediencia a Marco Fulvio, se les declaró la guerra, se asolaron sus campos, se provocó el terror a base de derramamientos de sangre y el pillaje alcanzó a su ciudad y les obligó a cerrar sus puertas. Luego fueron sitiados, su ciudad tomada al asalto y se desataron sobre ellos todos los horrores de la guerra: incendios y masacres, sus casas demolidas, su ciudad completamente saqueada, sus esposas e hijos arrastrados a la esclavitud, arrebatadas sus propiedades y, lo que más amargamente sentían, los templos de su ciudad despojados de sus adornos, las estatuas de sus dioses, o más bien los mismos dioses, arrancados de sus santuarios y llevados. Todo lo que quedó a la ambracienses fueron las paredes desnudas y los pórticos para recibir su culto o escuchar sus súplicas y sus oraciones. Mientras estaban presentando estas quejas, el cónsul, como previamente se había dispuesto, les interrogaba sobre otras acusaciones y obtenía respuestas pronunciadas con aparente renuencia.
La Cámara quedó impresionada por estas declaraciones y el otro cónsul, Cayo Flaminio, se hizo cargo de la defensa de Fulvio. Señaló que los ambracienses habían recurrido a una antigua y desusada práctica, pues justo de aquella misma manera había sido acusado Marco Marcelo por los siracusanos y Quinto Fulvio por los campanos. ¿Por qué no dejaba el Senado que Filipo acusara, con similares motivos, a Tito Quincio; que Antíoco lo hiciera contra Manio Acilio y Lucio Escipión, los galos contra Cneo Manlio, o los etolios y cefalanios contra el mismo Marco Fulvio? «Ambracia, -continuó diciendo- ha sido tomada por asalto, se han llevado las estatuas y ornamentos del templo, y ha sucedido cuanto generalmente ocurre en la captura de las ciudades. ¿Creéis, padres conscriptos, que yo, hablando en defensa de Marco Fulvio, lo negaré? ¿O qué lo va a negar el mismo Marco Fulvio, cuando por todos estos hechos piensa solicitaros un triunfo y llevar delante de su carro y atar a los pilares de su casa la representación de la captura de Ambracia y las estatuas de cuyo robo se le acusa, así como otros bienes? No hay motivo para separar la causa de los ambracienses de la de los etolios, las circunstancias de unos son las mismas que las de los otros. Mi colega, por tanto, debe descargar su enemistad en alguna otra causa o, si prefiere la presente, debe retener a sus ambracienses hasta el regreso de Fulvio. No permitiré que se apruebe ningún decreto ni respecto a los ambracienses ni respecto a los etolios en ausencia de Marco Fulvio».
[38,44] Emilio continuó atacando a su enemigo y declaró que su astucia y su malicia eran notorias, y que Fulvio se las arreglaría para retrasar las cosas de manera que no vendría a Roma mientras fuera cónsul su adversario. Dos días pasaron así disputando los cónsules. Era evidente que no se llegaría a ninguna decisión mientras se encontrara allí Flaminio. Aprovechando una ausencia de Flaminio por enfermedad, Emilio presentó una propuesta, que el Senado aprobó, en el sentido de que se devolverían todos sus bienes a los ambracienses y que serían libres para vivir bajo sus propias leyes; podrían percibir por tierra y mar los derechos de aduanas que desearan, a condición de quedar exentos de ellos los romanos y sus aliados latinos. Con respecto a las estatuas y ornamentos que según dijeron habían sido sustraídos de sus templos, se decidió que tras el regreso de Marco Fulvio a Roma se elevaría la cuestión al colegio de pontífices y se haría lo que este dictaminase. El cónsul no quedó satisfecho con esto; posteriormente, aprovechando una sesión de la Curia con poca asistencia, logró que se añadiera una cláusula afirmando que no existían pruebas de que Ambracia hubiera sido tomada al asalto. Como consecuencia de una grave epidemia que asoló la Ciudad y la campiña por igual, los decenviros decretaron que se debían ofrecer rogativas y sacrificios especiales durante tres días. Se celebraron después las Ferias Latinas. Una vez quedaron libres los cónsules de estos deberes religiosos y hubieron alistado a los hombres que precisaban -ambos prefirieron emplear tropas nuevas-, partieron para su provincia y licenciaron a las tropas veteranas. Después de su salida llegó Cneo Manlio a Roma, convocando el pretor Servio Sulpicio una reunión del Senado para concederle audiencia. Después de informar de los actos que había llevado a cabo, solicitó que, en reconocimiento por estos servicios, se rindieran honores a los dioses inmortales y se le diera permiso para entrar triunfante en la Ciudad. La mayoría de los diez comisionados que habían estado con él se opusieron a esta demanda, en especial Lucio Furio Purpurio y Lucio Emilio Paulo.
[38,45] Se les había nombrado, dijeron, para actuar como comisionados junto con Cneo Manlio con el propósito de concluir la paz con Antíoco y establecer finalmente los términos del tratado que se había esbozado por Lucio Escipión. Cneo Manlio hizo todo lo posible para alterar las negociaciones y, de haber tenido oportunidad, habría cogido a Antíoco en una trampa. Dándose cuenta el rey de las insidias del cónsul, y aunque le invitó frecuentemente a una entrevista personal, evitó no solo encontrarse con él, sino incluso simplemente verle. Estando el cónsul empeñado en cruzar la cadena del Tauro, resultó sumamente difícil para los comisionados convencerle contra la tentación de hacerlo así y que no quisiera experimentar la condena predicha por la Sibila para aquellos que sobrepasaban los límites fijados por el destino. No obstante, marchó con su ejército y acampó casi en las mismas alturas, allí donde se dividen las vertientes. Cuando vio que las tropas del rey se mantenían tranquilas y que nada había que justificara las hostilidades, llevó sus fuerzas contra los galogriegos, un pueblo contra el que no se había declarado la guerra ni bajo la autoridad del Senado ni por orden del pueblo. ¿Quién más se había atrevido a hacer tal cosa por propia decisión? Las guerras contra Antíoco, Filipo, Aníbal y Cartago estaban frescas en la memoria de todos los hombres; en cada una de ellas, el Senado emitió un decreto y el pueblo lo ordenó; se habían enviado embajadores previamente en demanda de satisfacción y, como paso final, se declaró la guerra. «¿Cuál de estos preliminares -continuó el orador- has observado, Cneo Manlio, como para que nosotros consideremos tal guerra como librada por el pueblo de Roma y no simplemente como una expedición de saqueo por tu parte? ¿Te contentaste acaso con esto y marchaste con tu ejército directamente contra aquellos a quienes elegiste considerar como tus enemigos? ¿Por el contrario, no diste vueltas por caminos sinuosos, te detuviste en todos los cruces de caminos para que dondequiera que se dirigiera Atalo, el hermano de Eumenes, le pudieras seguir como un capitán mercenario tú, un cónsul con un ejército romano? ¿No visitaste cada lugar remoto y cada rincón de Pisidia, Licaonia y Frigia para cobrar a los tiranos y a los habitantes de los poblados apartados? ¿Qué necesidad tenías de interferir con los oroandeses o con los demás pueblos igualmente inocentes? Y sobre esta guerra, por la que estás solicitando un triunfo, ¿en qué manera la condujiste? ¿Combatiste en terreno favorable y en el momento de tu elección? Estás verdaderamente en lo cierto al reclamar que se rindan honores a los dioses inmortales: En primer lugar, porque no permitieron que el ejército pagara la temeridad de su comandante al hacer la guerra desafiando el derecho de gentes; en segundo, porque nos pusieron delante bestias salvajes, no enemigos.
[38.46] «No creáis, senadores, que los galogriegos son una raza mixta solo de nombre; hace ya mucho que sus cuerpos y mentes se mezclaron y corrompieron. Si hubieran sido verdaderos galos, como aquellos contra los que hemos librado incontables batallas en Italia con resultado dispar, en cuanto dependió de vuestro general, hubiera regresado alguien para contarlo? Luchó contra ellos en dos ocasiones y en ambas avanzó contra ellos desde una posición desfavorable, formando el ejército más abajo, casi a los pies del enemigo que, casi sin tener que arrojarnos sus armas desde arriba, con solo haberse dejado caer con sus cuerpos desnudos, nos podría haber aplastado. ¿Qué sucedió entonces para que se evitara esto? ¡Pues que es grande la fortuna del pueblo romano, grande y terrible su nombre! Las recientes derrotas de Aníbal, de Filipo, de Antíoco, tenían casi aturdidos a los galos. Por ser tan grandes sus cuerpos, fueron puestos en fuga por hondas y flechas, ni una espada del ejército se manchó con la sangre de un galo, que huyeron como bandadas de aves ante el primer zumbido de nuestros proyectiles. Y sí, ¡por Hércules!, también la fortuna nos advirtió de lo que nos hubiera entonces ocurrido si hubiésemos tenido un auténtico enemigo. En nuestra marcha de regreso caímos entre los bandidos tracios con los que nos encontramos, fuimos masacrados, puestos en fuga y despojados de nuestros bagajes. Quinto Minucio Termo cayó, junto con muchos hombres valientes, y su pérdida fue mucho más grave de lo que hubiera sido la de Cneo Manlio, por cuya temeridad ocurrió la catástrofe. El ejército que traía a casa el botín tomado de Antíoco marchaba dividido en tres secciones y pernoctó entre matorrales y guaridas de bestias salvajes: la vanguardia por acá, la retaguardia allá y en otro lugar el tren de bagajes. ¿Es por estas hazañas por las que se pide un triunfo? Suponiendo que no se hubiera producido en Tracia esta ignominiosa derrota, ¿sobre qué enemigo pides el triunfo? Supongo que sobre aquellos que el Senado o el pueblo de Roma te hubiera designado como enemigos. Bajo tales términos se otorgó el triunfo a Lucio Escipión, a Manio Acilio sobre Antíoco; a Tito Quincio, un poco antes, sobre Filipo, a Publio Africano sobre Aníbal, Cartago y Sifax. Y cuando ya el Senado haya votado a favor de la guerra, aún se hubieron de contemplar algunas cuestiones menores como a quién se debería hacer la declaración de guerra, si inexcusablemente a los propios reyes o si bastaría con declararla ante alguna de sus guarniciones fronterizas. ¿Querremos pues, senadores, sé que traten con desprecio todos estos trámites, que sea abolido el procedimiento solemne de los feciales y que se eliminen a los mismos feciales? Supongamos que se lancen a los vientos todos los escrúpulos religiosos -¡que los dioses me perdonen por decirlo!-; que se apropie de nuestros corazones el olvido de los dioses, ¿Aun así consideraríais apropiado que no se consultara al Senado sobre la guerra, o que no se planteara al pueblo si era su voluntad que se llevara a cabo la guerra contra los galos? En todo caso, recientemente, cuando los cónsules querían tener Grecia y Asia como provincias, vosotros mantuvisteis vuestra resolución de asignarles Liguria como provincia, y ellos se sometieron a vuestra autoridad. Merecidamente, por lo tanto, os solicitarán un triunfo tras sus victorias, a vosotros por cuya autoridad la han alcanzado».
[38.47] Esta fue la sustancia de lo que dijeron Furio y Emilio. Según la información que he podido reunir, Manlio habló en los siguientes términos: «Antiguamente, padres conscriptos, eran los tribunos de la plebe los que solían oponerse a quienes solicitaban un triunfo. Les agradezco que me rindan este homenaje, sea por mi persona o en reconocimiento de la grandeza de mis servicios, mostrando con su silencio su aprobación a que reciba este honor que, caso necesario, estaban dispuestos a solicitar del Senado. Es entre los diez comisionados donde están mis oponentes, aquellos que nuestros antepasados asignaron a sus comandantes con el propósito de recoger los frutos de sus victorias y aumentar su gloria. Lucio Furio y Lucio Emilio me impiden subir al carro triunfal y privan a mi frente de la corona, ellos, a quienes pensaba llamar como testigos de mis hazañas en caso de que los tribunos se opusieran a mi triunfo. No envidio a ningún hombre sus honores, padres conscriptos. El otro día, cuando los tribunos de la plebe, hombres esforzados y valerosos, trataron de impedir el triunfo de Quinto Fabio Labeo, vosotros los hicisteis desistir con vuestra autoridad. Y disfrutó de su triunfo, aun cuando sus enemigos le acusaron no ya de haber combatido en una guerra injusta, sino de no haber visto siquiera al enemigo. A mí, que he librado tantas batallas campales contra cien mil de nuestros más feroces enemigos, que he dado muerte o hecho prisioneros a cuarenta mil, que he asaltado dos de sus campamentos y que ha dejado todo el territorio de esta parte del Tauro más pacífico que el de Italia, a mí, padres conscriptos, no solo se me niega mi triunfo, sino que debo de hecho defenderme ante vosotros de las acusaciones de mis comisionados.
Como habéis comprobado, padres conscriptos, dos acusaciones presentan en mi contra: que no he hecho la guerra contra los galos y que la he dirigido de manera apresurada e imprudente. «Los Galos -dicen- no eran nuestros enemigos, pero tú los has atacado arbitrariamente mientras obedecían tranquilamente lo que se les mandaba». No voy os pediré, padres conscriptos, que juzguéis aplicable a los galos que habitan aquellas tierras lo que ya sabéis del salvajismo común a su raza y su odio mortal contra el nombre de Roma. Dejad aparte el carácter infame y odioso de esa raza en su conjunto y juzgarlos por sí mismos. Me gustaría que Eumenes estuviese aquí, que lo estuviesen todas las ciudades de Asia, y que pudieseis escuchar sus quejas en vez de mis acusaciones. ¡Vamos!, enviad comisionados que visiten todas las ciudades de Asia y que averigüen si se les liberó de una esclavitud más pesada al alejar a Antíoco más allá del Tauro o al someter a los galos. Que traigan noticia de la frecuencia con que eran devastados los campos de aquellos pueblos, cuán a menudo se les llevaban a ellos y a sus propiedades, sin apenas oportunidad de rescatar a los cautivos y sabiendo que los sacrificaban como víctimas humanas e inmolaban a sus hijos Dejadme deciros que vuestros aliados pagaban tributo a los galos y que lo seguirían pagando ahora, aunque vosotros los liberasteis del yugo de Antíoco, si yo no le hubiera puesto fin.
[38,48] Cuanto mayor fuese la distancia a la que se expulsó a Antíoco, más tiránicamente los galos se enseñoreasen sobre Asia; al expulsarlo, añadisteis todas las tierras de este lado del Tauro a sus dominios, no a los vuestros. Y me diréis «Suponiendo que esto sea cierto, ya en una ocasión despojaron los galos el oráculo de Delfos, oráculo común a toda la humanidad y ombligo del mundo, y no por ellos los romanos les declararon la guerra». No hay duda de ello; pero yo he considerado que había una considerable diferencia entre las condiciones existentes cuando Grecia y Asia no estaban aún bajo vuestra soberanía, en lo que respecta al interés que hay que poner en lo que sucede en esos territorios, y lo que suceda ahora; cuando establecisteis el Tauro como frontera de vuestros dominios, cuando habéis dado a las ciudades la libertad y la inmunidad de tributos, cuando estáis agrandando los territorios de unos y disminuyendo los de otros, castigando o imponiendo tributos; extendéis, disminuís, dais y quitáis reinos, considerando vuestra única responsabilidad que mantengan la paz tanto por tierra como por mar. No consideraríais liberada Asia si Antíoco no hubiese retirado sus guarniciones, que estaban tranquilas en sus ciudadelas; ¿habrían sido efectivos vuestros regalos a Eumenes o habrían conservado las ciudades su libertad, si los ejércitos galos siguieran deambulando a lo largo y lo ancho?
Pero ¿por qué usar estos argumentos, como si yo hubiera convertido a los galos en enemigos y no los hubiera encontrado ya de tal condición? Apelo a ti, Lucio Escipión, cuyo valor y buena fortuna he pedido para mí a los dioses inmortales -y no en vano-, cuando te sucedí en el mando; apelo a ti, Publio Escipión, que aunque subordinado a tu hermano el cónsul aún tenías ante él y el ejército la autoridad de un colega; y os pregunto si supisteis que hubiera legiones galas en el ejército de Antíoco, si visteis que estuvieran situados sus flancos de sus fuerzas, pareciendo casi que fueran el grueso de ellas; os pregunto si combatisteis contra ellos como enemigos regulares y les matasteis y trajisteis a casa sus despojos. Y sin embargo, la guerra que había decretado el Senado y ordenado el pueblo era una guerra contra Antíoco, no contra los galos. Más yo sostengo que el decreto y la orden incluían a todos los que formaran parte de su ejército; y entre aquellos -excepto Antíoco, con quien Escipión había firmado la paz y a quien vosotros ordenasteis que se diera un trato especial- todos cuantos empuñaran las armas en su nombre fueron nuestros enemigos. Los galos fueron los que más apoyaron su causa, junto con algunos reyezuelos y tiranos. Con los otros, sin embargo, hice la paz y los obligué a pagar por sus faltas proporcionalmente a la dignidad de vuestro imperio; y traté de tantear sus intenciones por si se pudiera mitigar su innata ferocidad. Al ver que permanecían irreductibles e implacables, consideré que se les debía obligar por la fuerza de las armas.
Ahora que he refutado la acusación de agresión flagrante, procederé a explicar mi dirección de la guerra. Sobre este asunto me sentiría seguro de mi defensa aunque no hablase ante el Senado romano, sino ante el cartaginés, donde se dice que crucifican a sus generales, aun cuando logran la victoria, si su estrategia ha resultado defectuosa. Sin embargo, al iniciar y ejecutar cualquier negocio, esta Ciudad acude a los dioses, pues no somete a la censura de ningún hombre lo que los dioses han sancionado; y cuando decreta una acción de gracias o un triunfo, emplea la solemne fórmula: «Considerando que ha administrado los asuntos de la república con éxito y acierto». Si, entonces, renunciando a cualquier afirmación de mis propios méritos, por arrogantes y presuntuosos, fuera yo a pedir en nombre de mi propia buena suerte y de la de mi ejército, por haber aplastado a tan poderosa nación sin pérdidas, que se rindieran honores a los dioses inmortales y que se me permitiera subir en triunfo al Capitolio, desde el que partí tras ofrecer debidamente mis votos y oraciones, ¿rehusaríais concedérmelo a mí y a los dioses inmortales?
[38,49] Pero dicen que combatí en terreno desfavorable. Decidme, entonces ¿dónde podría haber combatido en mejor posición? El enemigo había ocupado la montaña y se mantuvieron tras sus líneas; era evidente que si quería vencer tendría que avanzar contra ellos. ¿Y si hubiesen tenido allí una ciudad y se hubieran mantenido dentro de sus murallas? Por supuesto que habría sido preciso asediarlos. ¿No se enfrentó Manio Acilio a Antíoco en las Termópilas sobre terreno desfavorable? ¿Y en similares condiciones, no desalojó Tito Quincio a Filipo cuando ocupaba las alturas sobre el río Áoo? No se me alcanza a distinguir qué clase de enemigo se imaginaban que era o cómo quieren haceros creer que era. Si, como dicen, se había degenerado y enervado con la molicie y el lujo de Asia, ¿qué riesgo había en atacarlos, incluso aunque estuviésemos en una mala posición? Y de considerarlo formidable, por su ferocidad y su fuerza física, ¿negaréis el triunfo a tan gran victoria? La envidia, padres conscriptos, es ciega y no conoce otro método más que el de menospreciar el mérito y ensuciar sus honores y recompensas. Os pido que seáis indulgentes, padres conscriptos, si he alargado un tanto mi discurso, pero ha sido por la necesidad de defenderme de las acusaciones y no por querer proclamar mis alabanzas. ¿Estaba acaso en mi poder, cuando marché atravesando la Tracia, convertir los pasos angostos en terreno abierto, los caminos quebrados en terreno llano, los bosques en campos despejados? ¿Estaba en mi mano tomar las decisiones para impedir que los bandidos tracios se ocultaran en los escondites que conocían perfectamente, o que se robaran nuestros bagajes, o que se llevaran algún animal de carga de tan larga columna, o que fuera herido un solo hombre, o que aquel valiente soldado, Quinto Minucio, muriese de sus heridas? Dan gran importancia a este incidente en el que se produjo la tan triste desgracia de haber perdido a un ciudadano como él. Pero ¿y el hecho de que cuando cayó el enemigo sobre nuestra impedimenta, en un difícil desfiladero y en terreno desconocido, nuestras dos divisiones a un tiempo, la vanguardia y la retaguardia, cayeron sobre ellos dando muerte o apresando a miles de enemigos aquel día y a muchos más unos días después? ¿Piensan que si esto lo callan no lo habréis de saber después, cuando el ejército es testigo de lo que yo digo? Aun si nunca hubiera desenvainado la espada en Asia, ni llegado a ver allí a enemigo alguno, aun así habría merecido un triunfo por las dos batallas en Tracia. Pero ya he dicho lo suficiente y solo deseo solicitar, y espero recibir, vuestro perdón por haberos cansado al hablar con más detalle del que me hubiera gustado».
[38.50] Ese día habrían prevalecido las acusaciones sobre la defensa, de no ser porque el debate se prologó hasta hora tan tardía. Cuando el Senado levantó la sesión, la opinión general era que, con toda probabilidad, se habría rechazado el triunfo. Al día siguiente, los amigos y familiares de Cneo Manlio hicieron todo cuanto pudieron y los senadores de más edad lograron hacer valer su influencia. Declararon que no se recordaba ningún antecedente de que un general que hubiera traído de vuelta a su ejército, tras someter a un enemigo peligroso y haber puesto en orden su provincia, entrase en la Ciudad sin el carro y los laureles del triunfo, como un ciudadano particular y sin honores. La indignidad de este proceder fue más fuerte que las calumnias de sus enemigos y el pleno del Senado decretó un triunfo para él. Todas las discusiones, e incluso el recuerdo de esta controversia, se perdieron por completo ante una controversia más violenta surgida a propósito de un hombre más importante y más distinguido. Según nos cuenta Valerio Antias, los dos Quintos Petilios iniciaron una acción judicial contra Publio Escipión Africano. Los hombres interpretaron aquello de distinta manera, según sus diversos talantes. Algunos culparon no sólo a los tribunos, sino el conjunto de los ciudadanos, por permitir que tal cosa fuera posible; las dos mayores ciudades del mundo, decían, habían demostrado ser, casi al mismo tiempo, ingrata con sus primeros ciudadanos. Roma fue la más ingrata de las dos: mientras que Cartago, después de su derrota, condenó al derrotado Aníbal al exilio, Roma expulsaba al Africano vencedor. Otros defendían que ningún ciudadano debía estar a tal altura que no pudiera ser obligado a responder ante la ley. Nada contribuía más a mantener la libertad de todos que el poder de someter a juicio al más poderoso de los ciudadanos. ¿Qué negocio, se preguntaban, por no mencionar el mando supremo de la república, podría ser confiado a un hombre, si no hubiera de dar cuenta de él? Si un hombre no se somete a las leyes, que son iguales para todos, no es ilegítimo usar la fuerza contra él. Así se fue discutiendo el asunto hasta que llegó el día del juicio. Nunca nadie antes, ni siquiera el mismo Escipión cuando fue cónsul o censor, estuvo acompañado por mayor afluencia de gentes de todo orden y condición que el día en que acudió al Foro. Cuando se le invitó a defenderse, no aludió a ninguna de las acusaciones formuladas contra él, sino que habló de los servicios que había prestado en un tono tan elevado que resultó claro que jamás nadie había recibido elogios más altos ni más merecidos. Describió sus hazañas, en efecto, con el mismo espíritu y temperamento que las había ejecutado, y se le escuchó sin impaciencia, pues no las refería por vanagloria, sino para defenderse.
[38.51] A fin de apoyar las acusaciones que presentaron contra él, los tribunos sacaron a relucir la antigua historia sobre su vida licenciosa en sus cuarteles de invierno, en Siracusa, y los disturbios provocados por Pleminio en Locri. Pasaron luego a acusarlo de haber recibido sobornos, más sobre la base de sospechas que por pruebas directas; alegaron que a su hijo, quien había sido hecho prisionero, se la había liberado sin rescate; que Antíoco había tratado por todos los medios de congraciarse con Escipión, como si la paz y la guerra con Roma estuvieran en sus únicas manos; que Escipión se había comportado con el cónsul en su provincia más como un dictador que como un subordinado; que había ido sin más objeto que dejar claro a Grecia, Asia y a todos los reyes y pueblos de Oriente lo que ya había dejado bien asentado en Hispania, la Galia, Sicilia y África: que solo él era la cabeza y el pilar del imperio romano; que bajo la sombra de Escipión descansaba protegida la Ciudad dueña del mundo y que un gesto suyo valía por todos los decretos de Senado y las órdenes del pueblo. No pudiendo achacarle nada vergonzoso, dada su reputación, hacen cuanto pueden para excitar el odio del pueblo contra él. Como los discursos se prolongaron hasta la noche, se suspendió el proceso para otro día. Cuando llegó el siguiente día para el juicio, los tribunos ocuparon sus asientos en los Rostra [muro de la tribuna de oradores del foro de Roma, decorado con los espolones -rostra- mandados arrancar a las naves enemigas el 338 a.C. por el cónsul Cayo Menio, tras la batalla naval de Anzio.-N. del T.] al amanecer. El acusado fue citado y, pasando por en medio de la asamblea, acompañado por gran cantidad de amigos y clientes, se acercó a los Rostra. Una vez se hizo el silencio, habló así:
«Tribunos de la plebe, y vosotros, Quirites, en tal día como hoy combatí con éxito y buena fortuna en batalla campal contra Aníbal y los cartagineses. Por lo tanto, es justo y apropiado que en este día se dejen aparte todos los litigios y las disputas; yo subiré directamente desde aquí al Capitolio y a la Ciudadela, para rendir homenaje a Júpiter Óptimo Máximo, y a Juno y a Minerva, y a todas las demás deidades tutelares del Capitolio y la Ciudadela; y les daré las gracias por haberme concedido en este día, y en muchas otras ocasiones, la sabiduría y la fortaleza para prestar a la República un excepcional servicio. Aquellos de vosotros, Quirites, a los que venga bien hacerlo, venid conmigo. Venir y pedir a los dioses que siempre podáis tener dirigentes como yo, pues desde los diecisiete años hasta mi vejez siempre me habéis concedido honores antes de tener la edad y yo siempre me he adelantado con mis actos a vuestros honores». Desde los Rostra subió directamente hacia el Capitolio y toda la asamblea, dando la espalda a los tribunos, le siguió; hasta los secretarios y subalternos abandonaron a los tribunos, nadie quedó con ellos excepto sus esclavos y el pregonero que solía citar desde los Rostra a los acusados. Escipión no sólo subió al Capitolio, sino que visitó todos los templos de toda la Ciudad, acompañado por el pueblo romano. El entusiasmo de los ciudadanos y el reconocimiento de su verdadera grandeza hizo de aquel día uno casi tan glorioso para él que cuando entró en triunfo en la Ciudad tras sus victorias sobre Sífax y los cartagineses.
[38.52] Este espléndido día de gloria fue el último que brilló para Escipión. Previó los envidiosos ataques y enfrentamientos con los tribunos, y tras producirse un aplazamiento más largo del proceso, se retiró a su propiedad en Literno [era una colonia romana, puerto de la Campania al norte de Cumas y a unos 170 km. de Roma.-N. del T.], firmemente resuelto a no comparecer para defenderse. Su espíritu era demasiado elevado, su carácter demasiado grande; estaba hecho a mejor fortuna como para que pudiera aceptar la posición de acusado o someterse a la posición humilde del que se ha de defender. Cuando llegó el día y se citó su nombre, Lucio Escipión se disculpó por su ausencia aduciendo su mala salud. Los tribunos acusadores no aceptaron la excusa y declararon que no acudía por el mismo espíritu soberbio y arrogante que le había hecho salir del juicio, abandonando a los tribunos y a la asamblea, rodeado por los mismos hombres a los que había privado del derecho y la libertad de dictar sentencia contra él, arrastrándolos luego como prisioneros de guerra, y había celebrado un triunfo sobre el pueblo de Roma, provocando aquel día una secesión con los tribunos de la plebe hacia el Capitolio. «Así que ahora -siguieron- tenéis la debida recompensa por vuestra temeridad; el hombre por cuya iniciativa y bajo cuya dirección nos abandonasteis, os abandona ahora a vosotros. De día en día mengua nuestro valor, de manera que, mientras hace diecisiete años nos atrevimos a enviar tribunos de la plebe y un edil para arrestarlo -cuando tenía bajo su mando un ejército y una flota-, ahora que es un ciudadano particular no nos atrevemos a ir a buscarlo en su casa de campo para defenderse en su juicio». Los tribunos de la plebe a quienes apeló Lucio Escipión aprobaron la siguiente resolución: «Ya que se alegaba como excusa la enfermedad, ellos proponían que se admitiera tal justificación y que se aplazara el día del juicio». Tiberio Sempronio Graco era uno de los tribunos y había una enemistad política entre él y Escipión, habiéndose negado a que se agregara su nombre a la resolución. Todos esperaban que hiciera una propuesta más severa, pero él se manifestó en el sentido siguiente: «Ya que Lucio Escipión ha aducido la enfermedad como razón para la ausencia de su hermano, él la tenía por ser justificación bastante y no permitiría que Publio Escipión fuera enjuiciado antes de su regreso a Roma; incluso entonces, si apelaba a él, lo apoyaría en todo lo posible para evitar que tuviera que defenderse en juicio. Escipión había alcanzado, por común acuerdo de los dioses y los hombres, una posición tan elevada por sus propias hazañas y por los honores que el pueblo romano le había otorgado, que tener que permanecer ante los Rostra como demandado y haber de escuchar los insultos de aquellos jovenzuelos, sería más ignominia para el pueblo de Roma que para él».
[38.53] Añadió a esto un discurso indignado: «¿Va a estar aquí a vuestros pies, tribunos, el gran Escipión, el conquistador de África? ¿Para esto desbarató y derrotó a cuatro ejércitos en Hispania, bajo los más famosos generales que tenía Cartago? ¿Para esto capturó a Sífax y aplastó a Aníbal, hizo a Cartago nuestra tributaria, expulsó a Antíoco más allá del Tauro -pues su hermano Lucio le permitió compartir su gloria-? ¿Solo para que pudiera sucumbir ante los dos Petilios, para que vosotros pudieseis reclamar la palma de la victoria sobre Publio Africano? ¿No podrán nunca alcanzar los hombres ilustres, por sus propios méritos o por algún honor que les concedáis, un lugar seguro y, si se me permite decirlo, un asilo sagrado donde, ya que no resultar venerada, al menos descansar su vejez sin recibir ataques? Su resolución y el discurso la siguió hicieron su efecto sobre los demás tribunos, incluso entre los acusadores, quienes declararon que debían deliberar sobre cuáles eran sus obligaciones y su deber. Una vez disuelta la asamblea, se celebró una reunión del Senado. En esta, se aprobó por unanimidad un voto de sincero agradecimiento a Tiberio Graco, especialmente por aquellos hombres de rango consular y los senadores de más edad, por haber puesto los intereses de la república por delante de sus propios sentimientos; los Petilios fueron cubiertos de reproches por haber deseado brillar a costa de oscurecer la reputación de otros y enriquecerse mediante un triunfo sobre el Africano. Después de esto, nunca se volvieron a mencionar a Escipión. Pasó su vida en Literno, sin ningún deseo de regresar a la Ciudad, y se dice que en su lecho de muerte dio órdenes de que se le enterrase allí y que allí se erigiese su monumento funerario, de modo que no se pudieran celebrar los ritos funerarios en su patria ingrata. Fue un hombre extraordinario, más distinguido, sin embargo, en las artes de la guerra que en las de la paz. La primera parte de su vida fue más brillante que la posterior; como hombre joven, estuvo constantemente ocupado en la guerra; al pasar los años, la gloria de sus logros se disipó y no se ofreció terreno a su genio. ¿Qué lustre tuvo su segundo consulado, incluso sumando su censura, en comparación con el primero? ¿Qué distinción pudo ganar durante su mando subalterno en Asia, inutilizado por la enfermedad y entristecido por la desgracia que alcanzó a su hijo? Después, nuevamente, se vio tras su regreso en la necesidad de afrontar un proceso o ausentarse de él, alejándose así de su patria. Con todo, solo él obtuvo la gloria de dar fin a la Guerra Púnica, la mayor y más grave que hubieran nunca librado los romanos.
[38.54] Con la muerte del Africano se creció el valor de sus enemigos. El primero de ellos era Marco Porcio Catón, que incluso durante la vida de Escipión tuvo la costumbre de menospreciar su grandeza; se cree que los Petilios lo atacaron a instigación suya mientras estaba vivo. Después de su muerte, presentaron la siguiente moción ante la Asamblea: «En lo que respecta al dinero incautado, decomisado y recibido del rey Antíoco y sus súbditos, ¿queréis y ordenáis, Quirites, que en referente a tal dinero que no ha sido ingresado en el tesoro, el pretor urbano, Servio Sulpicio, pueda consultar al Senado sobre a cuál de los actuales pretores designarán para investigar el asunto?». Los dos Mummios, Quinto y Lucio, interpusieron su veto a esta propuesta; consideraban que lo adecuado y correcto era que el Senado llevase a cabo la investigación, como lo había hecho siempre, sobre las cantidades no ingresadas en el erario. Los Petilios atacaban la preeminencia y el dominio que tenían los Escipiones sobre el Senado. Lucio Furio Purpurio, un hombre de rango consular, uno de los diez comisionados en Asia, consideraba que la investigación debía ir más allá. Para poder dañar a su enemigo Cneo Manlio, sugirió que se debería incluir no solo la cantidad recibida de Antíoco, sino cuanto se había recibido de otros reyes pueblos. Lucio Escipión, quien como era evidente se disponía más a hablar en su propia defensa que en contra de la ley, se adelantó para oponerse a ella. Protestó enérgicamente porque se planteara esta cuestión después de la muerte de su hermano Publio Africano, de entre todos los hombres el más valiente y el más ilustre; No fue suficiente que no se hubiera hecho el elogio fúnebre de Publio Africano ante los Rostra, también debían acusarlo. Los propios cartagineses se contentaron con desterrar a Aníbal; pero el pueblo romano no estaba satisfecho con la muerte del Africano: su reputación debía ser hecha pedazos incluso sobre su tumba y, como añadido a su inquina, también debían sacrificar a su hermano. Marco Catón habló apoyando la moción -todavía existe su discurso «Sobre el dinero del rey Antíoco-; El peso de su autoridad disuadió a los tribunos Mummios de su oposición y retiraron su veto; así pues, la propuesta fue aprobada por el voto unánime de las tribus.
[38,55] Servio Sulpicio, a continuación, consultó al Senado sobre a quién se encargaría la investigación, resultando designado Quinto Terencio Culeo. Quienes afirman que Publio Cornelio murió y fue enterrado en Roma, pues también existe esta versión, afirman que este pretor era tan allegado a la familia de los Cornelios que, durante el funeral, fue por delante del féretro igual que marchó en el desfile del triunfo, tocado con el gorro de liberto; dicen también que distribuyó vino con miel en la puerta Capena a los que seguían al cortejo fúnebre, con el motivo de haber sido liberado en África por Escipión de entre los enemigos. Otros relatan que era claramente hostil a la familia y que, sabedores de esto, el partido opositor a los Escipiones lo eligió como aquel que debía llevar a cabo la investigación. Como quiera que fuese, ante este pretor excesivamente inclinado a su favor o en su contra fue llevado Lucio Escipión inmediatamente, como acusado. Fueron también denunciados y llevados ante el pretor sus generales Aulo y Lucio Hostilio Catón, así como el cuestor Cayo Furio Aculeo; de todo su personal, también se denunció a dos secretarios y a un asistente, para que pareciera que estaban implicadas en la malversación de fondos personas de todos los niveles. Lucio Hostilio, los secretarios y el asistente fueron todos absueltos antes de que se viera el caso de Escipión. Escipión, junto con Aulo Hostilio y Cayo Furio, fueron declarados culpables porque, para propiciar unas condiciones de paz más favorables a Antíoco, Escipión recibió, además de las que ingresó en el Tesoro, seis mil libras de oro y cuatrocientas ochenta de plata; Aulo Hostilio por haberse apropiado de ochenta libras de oro y cuatrocientas tres de plata, y el cuestor fue hallado culpable de haber recibido ciento treinta libras de oro y doscientas de plata [o sea, 2030,67 kilos de oro y 354,14 de plata.-N. del T.]. Estas son las cantidades que encuentro referidas por Antias. En el caso de Lucio Escipión, lo cierto es que me inclino más a considerar estas cifras como un error del copista que a una falsedad por parte del autor, pues el peso de la plata debió ser, con toda probabilidad, mayor que el del oro; en efecto, es más probable que la cifra estimada fuera de cuatrocientos mil sestercios, más que de dos millones cuatrocientos mil, en especial si, como se afirmó, aquella fue la suma por la que se pidieron cuentas a Escipión en el Senado. Publio, después de mandar a su hermano Lucio en busca de su libro de cuentas, lo rompió con sus propias manos ante la vista del Senado, protestando indignado porque le pidieran cuentas por cuatrocientos mil sestercios cuanto había ingresado dos mil millones en el Tesoro [en el original latino que manejamos, las tres cifras anteriores se expresan, respectivamente como «quadrigiens», «ducentiens quadragiens» y «bis milliens». Literalmente, serían 400, 240 y 2000; la traducción castellana de 1794 da «cuatro cuentos», «cuarenta y cuatro» y «dos millones o cuentos»; la traducción de José Antonio Villar Pidal, para la Ed. Gredos – 1993, indica «cuatro millones», «veinticuatro millones» y «doscientos millones». En el anterior libro [37.59] hemos visto las cantidades que Lucio Escipión hizo desfilar en su triunfo y las repartidas entre sus tropas; por todo ello, las nuestras nos parecen más acordes con el literal del texto, de una parte, y por otra con el contraste entre lo aportado al Tesoro y la cantidad reclamada, que debía parecer ridícula para provocar aquella reacción del Africano.-N. del T.]. Se afirma además que demostró la misma confianza en sí mismo cuando pidió la llave de la tesorería, cuando los cuestores no se atrevían a sacar dinero del erario en contra de la ley, diciendo que él abriría el tesoro, pues debido a él estaba cerrado.
[38,56] Hay muchos otros detalles en los que difieren los diversos autores, en especial en lo que respecta a sus últimos años, su enjuiciamiento, su muerte, su funeral y su tumba; por lo tanto, no sé qué tradiciones o qué escritos seguir. No hay acuerdo tampoco en cuanto a los acusadores: Algunos dicen que fue Marco Nevio quien inició el proceso, otros que los Petilios; ni siquiera lo hay sobre la fecha en que comenzó, ni sobre el año en que murió ni sobre dónde fue enterrado. Unos dicen que murió y fue enterrado en Roma, otros dicen que en Literno. En ambos lugares se pueden ver sus monumentos y sus estatuas. En Literno había un monumento coronado por una estatua, que vi personalmente hace poco, abatida por una tormenta. En Roma había tres estatuas sobre el monumento de los Escipiones; se dice que dos son las de Publio y Lucio, y que la tercera es la del poeta Quinto Enio. Y no sólo difieren entre sí los cronistas; también discrepan entre sí los de Publio Escipión y Tiberio Graco, si es que son realmente suyos los que se les atribuyen. El título del discurso de Escipión nombra a Marco Nevio como tribuno de la plebe; pero no aparece el nombre en el mismo texto: unas veces lo llama bribón y otras trapacero. Tampoco el discurso de Graco hace mención de los Petilios como acusadores del Africano, ni de la fecha de la citación del Africano. Es necesario, empero, recoger otra versión totalmente distinta, concordante con el discurso de Graco y siguiendo a otros historiadores, según la cual el Africano estaba cumpliendo con una misión en Etruria en el momento en que se juzgaba y condenaba a Lucio Escipión por haber aceptado sobornos del rey; al enterarse de la desgracia sucedida a su hermano, se apresuró a regresar a Roma. Como le dijeron que su hermano estaba siendo conducido a prisión, marchó directamente al Foro, apartó al lictor del lado de su hermano y, reaccionando más por su afecto fraternal que como ciudadano, recurrió a la violencia contra los tribunos que trataron de apartarlo.
El mismo Tiberio Graco se queja precisamente de esto: que un particular desafiara con éxito la autoridad de los tribunos; al final de su discurso, en el que se comprometió a ayudar a Escipión, añade que es un precedente más tolerable el ver la potestad tribunicia y la autoridad de la república vencida por un tribuno de la plebe [él mismo.-N. del T.], que no por un ciudadano privado. Pero, mientras le reprocha amargamente la pérdida de su autocontrol en este acto de prepotencia ilegal, censurándolo por haber caído muy por debajo de sí mismo, atempera su actual reprensión al recordar y acumular elogios sobre su moderación y disciplina anteriores. Recordó a sus oyentes cómo Escipión reprendió severamente al pueblo por querer hacerlo cónsul y dictador perpetuo; como les impidió que levantaran estatuas suyas en los Comicios, en los Rostra, en la Curia, en el santuario de Júpiter y en el Capitolio; cómo impidió que se aprobara un decreto para que saliese su imagen, con los ropajes del triunfo, desde el templo de Júpiter Óptimo Máximo.
[38,57] Estas consideraciones, que incluso insertas en un elogio público seguirían siendo una prueba de la grandeza de espíritu de quien mantiene sus honores dentro de los límites de un ciudadano, son la confesión de un adversario en el transcurso de un proceso. No hay discrepancia en cuanto a que la más joven de sus dos hijas se casó con este mismo Graco y que la mayor fue entregada por el padre a Publio Cornelio Nasica; no hay seguridad sobre si el compromiso y la boda fueron después de la muerte de su padre o si es cierta la historia según la cual, cuando Lucio Escipión era llevado a la cárcel y ninguno de sus colegas le ayudaba, Graco juró que su enemistad con los Escipiones continuaba y que él no actuaba para ganarse las simpatías de nadie, pero que no iba a permitir que un hermano del Africano fuese llevado a la misma prisión donde este había puesto a reyes y generales enemigos. Resultó que el Senado estaba celebrando aquella noche una cena en Capitolio y solicitó a Escipión que allí y entonces mismo prometiera su hija a Graco. Una vez formalizado el compromiso en una celebración oficial, Escipión marchó a su casa. Al encontrarse con su mujer, Emilia, le dijo que había prometido a su hija menor; ella, naturalmente herida e indignada por no haber sido consultada en lo referente a su hija menor, le observó que, incluso si la entregaba a Tiberio Graco, su madre debería haber tenido voz en el asunto. Escipión se alegró al descubrir que estaban de acuerdo y le dijo que se la había prometido precisamente a aquel hombre. Es apropiado dejar testimonio de estos detalles, a pesar de las diferencias entre la tradición oral y la escrita, por tratarse de un hombre tan importante.
[38,58] Cuando el pretor Quinto Terencio dio fin a los procesos, Hostilio y Furio, que habían sido condenados, presentaron aquel día fiadores a los cuestores urbanos. Para Escipión, quien sostuvo enérgicamente que la totalidad del dinero que había recibido estaba en el tesoro y que no poseía nada que perteneciera al Estado, se ordenó prisión. Publio Escipión Nasica apeló oficialmente a los tribunos mediante un discurso lleno de gloriosos y verdaderos hechos de la familia Cornelia y, en particular, de su propia familia. Señaló que dos hombres distinguidos, Cneo y Publio Escipión, eran los padres, respectivamente, de él mismo y de Publio y Lucio Escipión, al que ahora se llevaba a la cárcel. Estos dos hombres, durante muchos años, habían combatido en Hispania contra numerosos generales y ejércitos de cartagineses e hispanos, y no sólo habían aumentado la gloria de Roma entre aquellos pueblos, sino que tras dar ejemplo de moderación y fidelidad habían terminado por dar sus vidas por la República. Ya habrían tenido bastante sus descendientes con mantener incólume su gloria para la posteridad, pero Publio Africano sobrepasó en tal manera la fama de su padre que los hombres no le creían hijo de padres humanos, sino de origen divino. En cuanto a Lucio Escipión, cuyo caso presenciaban, aparte de cuanto había hecho en Hispania y África como legado de su hermano, cuando fue cónsul el Senado lo consideró digno de encargársele la provincia de Asia y la guerra contra Antíoco sin necesidad de sorteo. Su hermano, aunque había sido censor, dos veces cónsul y honrado con un triunfo, marchó con él para servirle como legado [legado militar, en este caso empleamos el término con esa acepción.-N. del T.] en Asia. Estando allí, para impedir que la grandeza y el esplendor del lugarteniente eclipsara la gloria del cónsul, sucedió que el día en que Lucio Escipión derrotó completamente a Antíoco en la gran batalla de Magnesia, Publio Escipión se encontraba a varios días de viaje de distancia, enfermo en Elea. El ejército contra el que se enfrentó Lucio no era menor que aquel, mandando por Aníbal, contra el que se combatió en África. Aníbal, que había ostentado el mando durante toda la Guerra Púnica, era también uno de los generales de Antíoco. La dirección de la guerra fue tal que nadie podría haber achacado nada al capricho de la Fortuna. Se hacían las acusaciones a propósito de la paz, la paz que según decían se había vendido. De así era, también estaban involucrados los diez comisionados en la acusación, pues la paz se concedió según su consejo. Y aunque algunos de esos diez hombres se levantaron para acusar a Cneo Manlio, no solo no lograron aprobar su acusación, sino que ni siquiera pudieron retrasar su triunfo.
[38,59] Pero, ¡por Hércules!, en el caso de Escipión los términos mismos de la paz constituyeron la base de la sospecha por ser demasiado favorables a Antíoco. «Su reino -decían- le ha sido dejado intacto y tras su derrota ha quedado en posesión de todo lo que le pertenecía antes de la guerra. Pese a que había poseído gran cantidad de oro y planta, nada de ello había sido entregado al tesoro, sino que pasó todo a manos privadas». ¿No había pasado a la vista de todos mayor cantidad de oro y plata, durante el triunfo de Lucio Escipión, que la suma total de otros diez triunfos juntos? ¿Y qué podré decir respecto a los límites de los dominios del rey? Antíoco poseía toda Asia y las partes colindantes de Europa; todo el mundo sabía cuál era la extensión de aquella parte del mundo, desde el Tauro hasta el Egeo, cuántas ciudades y cuántos pueblos contenía. Esta extensión de territorio, con una longitud de más de treinta días de marcha y, de mar a mar, de diez días de marcha a lo ancho y extendiéndose hasta las montañas del Tauro, fue capturada a Antíoco. A este se le había desterrado al rincón más remoto del mundo. ¿Qué más se le podría haber quitado, si es que la paz le había resultado gratis? Después de la derrota de Filipo, se le dejó Macedonia del mismo modo que se dejó Lacedemonia a Nabis, y aún nadie había promovido una acusación contra Quincio. Sería porque no había tenido al Africano por hermano, cuya gran reputación debería haber ayudado a Lucio, en lugar de perjudicarlo por la envidia que suscitaba aquel. Se dijo en el juicio que la cantidad de oro y plata llevados a casa de Lucio Escipión fue mayor de la que se podría haber obtenido vendiendo todos sus bienes. ¿Dónde estaba, pues, aquel oro, aquella plata y tantas herencias como había recibido? En una casa cuyo tesoro no se había vaciado con gastos, debería seguramente haber aparecido aquel cúmulo de bienes. Lo que sus enemigos no habían podido sacar de sus propiedades esperaban sacarlo ahora de su persona y de sus espaldas, mediante el insulto y la tortura, para que un hombre tan ilustre esté encerrado con ladrones y salteadores en el más profundo calabozo y que expire su vida en la oscuridad, para que después se arroje su cuerpo desnudo delante de la prisión. Todo esto debería ser una profunda vergüenza, más para la ciudad de Roma, no para la familia Cornelia.
[38,60] Terencio, en respuesta, leyó la propuesta Petilia, la decisión del Senado y la sentencia dictada contra Lucio Escipión. A menos que el importe fijado en la sentencia no fuera ingresado en el tesoro, él no podía hacer ninguna otra cosa más que ordenar el arresto e ingreso en prisión del condenado. Los tribunos se retiraron a deliberar y, poco después, Cayo Fannio, en nombre de todos sus colegas excepto Graco, declaró que no intervendrían para impedir al pretor el ejercicio de su autoridad. Tiberio Graco expresó así su decisión: No se opondría a la acción del pretor en lo referente a la recuperación de la suma en cuestión, procedente de la venta de los bienes de Lucio Escipión; pero que en cuanto al propio Lucio Escipión, un hombre que había vencido a los más prósperos y ricos monarcas del mundo, que había llevado el dominio de Roma hasta el límite del mundo, que había hecho aliados de Roma al rey Eumenes, a los rodios y a tantas otras ciudades de Asia a base de los servicios prestados por el pueblo romano, y que había puesto en prisión a un gran número de generales enemigos tras hacerles desfilar en su triunfo, él no permitiría que se encarcelase y encadenase a ese hombre junto a los enemigos del pueblo romano. Ordenaba, luego, que se le pusiera en libertad. Su decisión fue recibida con tanto entusiasmo por quienes la oyeron, y hubo tanta alegría ante la noticia de la liberación de Escipión, que apenas parecía posible que aquella fuese la misma Ciudad en la que hacía poco se había pronunciado la sentencia. El pretor, después, envió a los cuestores para incautarse de las propiedades de Lucio Escipión en nombre del Estado. No sólo no se halló vestigio alguno del oro del rey, sino que la cantidad total no alcanzaba ni de lejos la suma mencionada en la sentencia. Los familiares, amigos y clientes de Lucio Escipión contribuyeron con una cantidad suficiente, si la hubiera aceptado, para haberle hecho aún más rico que antes de su desgracia. Se negó a aceptar nada de aquello. Sus parientes más cercanos le proporcionaron lo imprescindible para vivir y la inquina contra los Escipiones se volvió ahora contra el pretor, los consejeros de este y los acusadores.