La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro trigesimoquinto
Antíoco en Grecia.
[35.1] En los primeros meses del año en que sucedieron los sucesos anteriores [-193 a.C.-N. del T.], tuvieron lugar varios enfrentamientos sin importancia en Hispania Citerior, entre el pretor Sexto Digicio y numerosas ciudades que se rebelaron tras la partida de Marco Catón. Aquellos fueron, en general, tan costosos para los romanos que las fuerzas que el pretor entregó a su sucesor fueron casi la mitad de las que él había recibido. Sin duda se habría producido un levantamiento general en toda Hispania de no haber librado el otro pretor, Publio Cornelio Escipión, varios combates victoriosos más allá del Ebro, intimidando de tal manera a los nativos que no menos de cincuenta ciudades fortificadas se pasaron con él. Estos combates los libró Escipión siendo pretor. Ya como propretor, infligió una severa derrota a los lusitanos. Estos habían devastado la Hispania Ulterior y regresaban a sus hogares con un muy cuantioso botín, cuando él los atacó cuando marchaban y combatió desde la hora tercia del día hasta la octava sin llegar a ningún desenlace. Aunque era inferior en número, tenía ventaja en otros aspectos, pues atacó con las filas cerradas una larga columna que se veía obstaculizada por múltiples cabezas de ganado, y con sus soldados frescos mientras que el enemigo estaba cansado por su larga marcha. En efecto, este había iniciado su marcha tras el relevo de la tercera guardia nocturna y a esta marcha se añadió otra diurna de tres horas; al verse obligados a aceptar el combate sin haber descansado nada, solo en la primera etapa de la batalla mostraron algún ánimo o energía. Al principio consiguieron forzar algún desorden entre los romanos, pero después la lucha se fue igualando. Al verse en situación comprometida, el pretor prometió ofrendar unos juegos a Júpiter si lograba derrotar y destruir al enemigo. Finalmente, el ataque romano se hizo más persistente y los lusitanos empezaron a ceder terreno para, seguidamente, dispersarse y huir. En la persecución que siguió, murieron unos doce mil enemigos, se tomaron quinientos cuarenta prisioneros, casi todos jinetes, y se capturaron ciento treinta y cuatro estandartes. Las pérdidas en el ejército romano ascendieron a setenta y tres hombres. El escenario de la batalla no estaba lejos de la ciudad de Alcalá del Río [la antigua ciudad turdetana de Ilipa, en la actual provincia de Sevilla.-N. del T.], y Publio Cornelio llevó su ejército victorioso, enriquecido con el botín, hacia aquel lugar. El conjunto del botín fue colocado frente a la ciudad, permitiéndose que los propietarios reclamaran sus propiedades. El resto fue entregado al cuestor para su venta, distribuyéndose los ingresos a los soldados.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[35,2] Cayo Flaminio no había salido aún de Roma, cuando ocurrieron estas cosas en Hispania. Naturalmente, él y sus amigos comentaron mucho más las derrotas que las victorias, y como había estallado en su provincia una guerra generalizada y él iba a hacerse cargo del miserable remanente del ejército que tenía Sexto Digicio, y aún aquel completamente desmoralizado, trató de convencer al Senado para que le asignara una de las legiones urbanas. Entre estas y las fuerzas que el Senado le había autorizado a alistar, pudo escoger hasta seis mil doscientos infantes y trescientos jinetes y, con esta legión -pues no se podía esperar mucho del ejército de Digicio- declaró que se podría emplear bastante bien. Los miembros de más edad de la Cámara sostenían que sus decisiones no se debían tomar sobre la base de rumores iniciados por ciudadanos particulares en interés de determinados magistrados, y que no se debía conceder importancia más que a los despachos de los pretores desde sus provincias o a los informes que llevaban a casa sus oficiales. Si había un levantamiento repentino en Hispania, consideraban que se podía autorizar al pretor para que efectuase inmediatamente un alistamiento extraordinario de tropas fuera de Italia. Lo que tenía en sus mentes el Senado era que estas tropas se reclutasen en Hispania. Valerio Antias afirma que Cayo Flaminio navegó a Sicilia para reclutar hombres y que, estando de camino desde allí hacia Hispania, fue llevado por una tormenta hasta África, donde tomó el juramento militar a los soldados que habían pertenecido al ejército de Publio Africano. A estas dos levas añadió otra en Hispania.
[35.3] En Italia, además, la guerra Ligur se estaba agravando. Pisa estaba ya rodeada por cuarenta mil hombres, incrementándose cada día su número con las multitudes que se sentían atraídas por el amor a la lucha y la esperanza de botín. Minucio llegó a Arezzo el día en que había fijado para la concentración de sus soldados. Desde allí, marchó en orden cerrado hacia Pisa, y aunque el enemigo había movido su campamento al otro lado del río, a una posición que distaba no más de una milla de la plaza [1480 metros.-N. del T.], consiguió entrar en la ciudad que, con su llegada, quedó salvada sin duda. Además, al día siguiente cruzó el río y fijó su campamento aproximadamente a media milla del asentamiento enemigo. Desde esta posición libró pequeños combates, protegiendo así de la devastación las tierras de las tribus amigas. Como sus tropas estaban compuestas por reclutas recientes, procedentes de diversas clases y aún no suficientemente acostumbrados los unos a los otros como para confiar mutuamente, no se aventuró a plantear una batalla campal. Los ligures, confiados en su número, salían y ofrecían batalla, dispuestos para un combate decisivo, y aún enviaban destacamentos en todas direcciones, más allá de sus fronteras, para conseguir botín. Una vez habían reunido gran cantidad de ganado y otros bienes, tenían dispuesta una escolta armada para llevarlos a sus castillos y aldeas.
[35,4] Como las operaciones en la Liguria estaban limitadas a Pisa, el otro cónsul, Lucio Cornelio Mérula, llevó su ejército, por los últimos territorios de los ligures, hasta el país de los boyos. Aquí se emplearon tácticas completamente distintas, pues fue el cónsul el que presentó batalla y el enemigo el que la declinó. Al encontrarse sin oposición, los romanos se dispersaron en destacamentos de saqueo, prefiriendo los boyos que se llevaran sus propiedades impunemente antes que arriesgar una batalla en su defensa. Una vez devastado todo el país a sangre y fuego, el cónsul dejó el territorio enemigo y marchó en dirección a Módena [la antigua Mutina.-N. del T.], tomando tan pocas precauciones contra un ataque como si estuvieran en territorio amigo. Cuando los boyos vieron que el enemigo se había retirado de sus fronteras, lo siguieron silenciosamente, buscando un lugar adecuado para una emboscada. Pasaron de largo el campamento romano durante la noche y se apoderaron de un desfiladero por el que debían marchar los romanos. Este movimiento no pasó desapercibido y el cónsul, que tenía por costumbre levantar el campamento bien entrada la noche, decidió esperar a la luz del día para que los peligros inherentes a un confuso combate no se vieran aumentados por la oscuridad. Aunque ya había bastante luz cuando partió, envió una turma de caballería para reconocer el terreno. Al recibir su informe en cuanto a la fuerza y posición del enemigo, ordenó que se reuniera toda la impedimenta y se ordenó a los triarios que la rodearan con una empalizada. Con el resto de su ejército en formación de batalla, avanzó contra el enemigo. Los galos hicieron lo mismo al ver que su estratagema había sido descubierta y que tendrían que librar una batalla campal en la que se impusieran por el valor.
[35.5] El combate comenzó alrededor de la segunda hora [sobre las ocho de la mañana.-N. del T.]. El ala izquierda, con la caballería aliada, y las fuerzas especiales combatían en primera línea, bajo el mando de dos generales de rango consular: Marco Marcelo y Tiberio Sempronio; el último había sido cónsul el año anterior. El cónsul Mérula estaba unas veces junto a los estandartes de vanguardia y otras reteniendo a las legiones de reserva, para que no se lanzaran al frente, en su afán por combatir, antes de que se diera la señal. Dos tribunos militares, Quinto y Publio Minucio, recibieron órdenes de sacar la caballería de aquellas dos legiones fuera de la línea y que lanzaran una carga, sin estorbos, cuando se les diera la señal. Mientras el cónsul tomaba estas disposiciones, llegó un mensaje de Tiberio Sempronio Longo informándole de que las fuerzas especiales no podían resistir la embestida de los galos, que muchos habían resultado muertos y los supervivientes, en parte por cansancio y en parte por miedo, habían perdido combatividad. Preguntaba al cónsul, por tanto, si aprobaba el envío de una de las legiones antes de que resultaran humillados por la derrota. Se envió a la segunda legión y se retiró al cuerpo especial, quedando restaurada la batalla al llegar la legión con sus hombres frescos y sus manípulos al completo. Conforme se retiraba el ala izquierda de la línea de combate, el ala derecha se aproximaba a primera línea. El sol abrasaba los cuerpos de los galos, que no podían soportar el calor; no obstante, soportaron los ataques de los romanos en formación cerrada, apoyándose unas veces en los demás y otras en sus escudos. Al observar esto, el cónsul ordenó a Cayo Livio Salinator, que mandaba la caballería aliada, que enviase a sus hombres a galope tendido contra ellos, quedando como reserva la caballería de las legiones. Este huracán de caballería confundió, desordenó y, finalmente, rompió las líneas de los galos, aunque no hasta obligarlos a huir. Sus jefes empezaron por detener cualquier intento de huída golpeando a los indecisos con sus lanzas y obligándolos a volver a sus líneas; sin embargo, la caballería de las alas, galopando entre ellos, no les dejaban hacerlo. El cónsul pedía a sus hombres un esfuerzo más, les decía que tenían la victoria al alcance de sus manos, veían como se desordenaba y desmoralizaba el enemigo, y debían presionarlos con su ataque. Si les permitían rehacer sus filas, la batalla empezaría de nuevo con resultado incierto. Ordenó que avanzaran los signíferos y, con un esfuerzo al unísono, obligaron al enemigo a ceder. Una vez se dispersó y puso en fuga a los galos, se envió a la caballería de las legiones a perseguirles. Catorce mil boyos murieron en el combate de aquel día, se hizo prisioneros a mil novecientos dos, entre ellos a setecientos veintiuno de su caballería, incluyendo tres jefes; además, se capturaron doscientas doce enseñas militares y sesenta y tres carros militares. Tampoco resultó incruenta la victoria para los romanos; perdieron más de cinco mil hombres, suyos o del contingente aliado, entre ellos 23 centuriones, cuatro prefectos de los aliados y tres tribunos militares de la segunda legión, Marco Genucio, Quinto Marcio y Marco Marcio.
[35.6] Casi el mismo día, llegaron a Roma las cartas de los dos cónsules. La de Lucio Cornelio contenía su informe de la batalla de Módena; la de Quinto Minucio, en Pisa, declaraba que le había tocado en suerte la celebración de las elecciones, pero que toda la situación en la Liguria era tan incierta que le resultaba imposible abandonarla sin causar la ruina de los aliados y dañar los intereses de la República. Sugería que, si al Senado le parecía bien, podría enviar recado a su colega, que prácticamente había dado fin a la guerra en la Galia, pidiéndole que regresara a Roma para celebrar las elecciones. Si Cornelio se oponía, alegando que aquello no era parte de las funciones que se sortearon, él estaría dispuesto, sin embargo, a hacer lo que decidiera el Senado. No obstante, él les rogaba que examinaran larga y cuidadosamente la cuestión y que miraran si no interesaría más al Estado el nombramiento de un interrex a que él regresara de su provincia en aquellas condiciones. El Senado encargó a Cayo Escribonio que enviara dos delegados de rango senatorial a Lucio Cornelio, para que le mostraran la carta que había remitido su colega a la Cámara y para que le informara de que, a menos que viniese él a Roma para celebrar las elecciones de los nuevos magistrados, el Senado tendría que dar su consentimiento al nombramiento de un interrex, para no llamar de vuelta a Quinto Minucio de una guerra que apenas acababa de empezar. Los delegados regresaron con la noticia de que Lucio Cornelio vendría a Roma para la elección de los nuevos magistrados. La carta que aquel había enviado después de su enfrentamiento con los boyos, dio lugar a un debate en el Senado. Marco Claudio había escrito, de manera no oficial, a la mayoría de los senadores afirmando que era a la buena fortuna de Roma y a la valentía de los soldados a las que tenían que agradecer cualquier victoria lograda. Cuanto el cónsul había hecho era perder un gran número de sus hombres y permitir que el enemigo se le escapara de entre las manos cuando tuvo la ocasión de aniquilarlos. Sus pérdidas se debieron, principalmente, a la demora en dar con sus reservas el relevo a la primera línea, que estaba siendo sobrepasada. El enemigo pudo escapar porque tardó demasiado en dar la orden a la caballería legionaria, impidiendo así que persiguieran a los fugitivos.
[35.7] El Senado acordó no debía tomarse ninguna decisión apresurada sobre este asunto y que se aplazaría el debate a una reunión posterior. Había otra cuestión urgente a tratar, pues los ciudadanos estaban sufriendo la presión de los prestamistas y, aunque se habían promulgado numerosas leyes para moderar su avaricia, se escapaban mediante la artimaña de traspasar las deudas a individuos de las ciudades aliadas a quienes no afectaban aquellas leyes. De esta manera, los deudores estaban siendo abrumados por unos intereses ilimitados. Tras discutir sobre el mejor sistema para controlar esta práctica, se decidió fijar como fecha límite la próxima festividad de las Feralias; los miembros de las ciudades aliadas que prestasen dinero a ciudadanos romanos después de aquella fecha lo habrían de declarar y desde aquel día los deudores podrían escoger a qué normas sobre los créditos se acogían. Después, cuando tras las declaraciones se descubrió la magnitud de las deudas contraídas por este sistema fraudulento, uno de los tribunos de la plebe, Marco Sempronio, fue autorizado por el Senado para proponer al pueblo una medida, que este aprobó, disponiendo que las deudas contraídas con miembros de las comunidades aliadas y latina se regirían por las mismas leyes que las contraídas con ciudadanos romanos. Estos fueron los principales acontecimientos militares y políticos en Italia. En Hispania, la guerra no dio como resultado absoluto tan grave como decían los rumores. Cayo Flaminio, en la Hispania Citerior, tomó la ciudad fortificada de Ilucia, en el territorio de los oretanos [pudiera tratarse de Ilugo, población oretana al noreste de Cástulo.-N. del T.]. Llevó después sus tropas a sus cuarteles de invierno, librando durante este varias acciones sin importancia para rechazar lo que eran más correrías de bandidos que ataques de tropas enemigas. Sin embargo, no siempre tuvo éxito y sufrió algunas pérdidas. Marco Fulvio dirigió operaciones de más importancia: libró una batalla campal cerca de Toledo [la antigua Toletum.-N. del T.] contra una fuerza combinada de vaceos, vetones y celtíberos, los derrotó y puso en fuga e hizo prisionero a su rey, Hilerno.
[35,8] Mientras tanto, se acercaba la fecha de las elecciones y Cornelio Lucio, después de entregar su mando a Marco Claudio, marchó a Roma. Después de explayarse en el Senado sobre sus servicios y el estado en que había dejado la provincia, quejándose a continuación ante los padres conscriptos porque no se hubiera rendido el debido homenaje a los dioses inmortales, tras haberse terminado guerra tan grave mediante una única batalla victoriosa. Solicitó luego a la Curia que decretase una acción de gracias pública, así como un triunfo para él. Antes de que se planteasen aquellas cuestiones, sin embargo, Quinto Metelo, que había desempeñado los cargos de cónsul y dictador, declaró que la carta que Lucio Cornelio había remitido al Senado se contradecía con la enviada por Marco Marcelo a la mayoría de senadores, habiéndose aplazado el debate sobre este respecto para que pudiera celebrarse cuando los autores de aquellas cartas estuvieran presentes. Él había esperado, por tanto, que el cónsul, sabedor de que su lugarteniente había efectuado algunas declaraciones en su contra, lo llevaría de regreso con él al tener que regresar a Roma, pues además el ejército se debía entregar a Tiberio Sempronio, que ya tenía el imperio, y no a un legado [imperio en el sentido de la más alta autoridad política, religiosa y militar en campaña; usamos legado en su sentido de jefe de una legión.-N. del T.]. Ahora parecía como si hubiera quitado intencionadamente a aquel hombre toda oportunidad de haber repetido sus declaraciones frente a frente con su oponente, mientras se le podría rebatir si hacía alguna afirmación sin base y se determinaba la verdad con toda claridad. Por lo tanto, su opinión era que no se debía tomar ninguna decisión, por el momento, en cuanto a lo solicitado por el cónsul. Como el cónsul aún insistiera en solicitar del Senado un decreto de acción de gracias y que se le autorizara a procesionar en triunfo por la Ciudad, dos de los tribunos de la plebe, Marco y Cayo Titinio dijeron que ejercerían su derecho de veto si se aprobaba una resolución del Senado a tal efecto.
[35.9] Los censores que habían sido elegidos durante el año anterior fueron Sexto Elio Peto y Cayo Cornelio Cétego. Cornelio cerró el lustro. Se censaron doscientos cuarenta y tres mil setecientos cuatro ciudadanos. Hubo aquel año lluvias torrenciales y las partes bajas de la Ciudad quedaron inundadas por el río Tíber. Cerca de la Puerta Flumentana se derrumbaron algunos edificios. La Porta Celimontana [en el Celio.-N. del T.] resultó alcanzada por el rayo, al igual que varios puntos de la muralla adyacente a ella. En La Riccia [la antigua Aricia.-N. del T.], Lanuvio y en el Monte Aventino se produjo una lluvia de piedras. Se informó desde Capua de que un gran enjambre de avispas voló por el foro y se instaló en el templo de Marte, recogiéndolas cuidadosamente y quemándolas. A consecuencia de estos portentos, se ordenó a los decenviros de los Libros Sagrados que los consultasen. Se ofrecieron sacrificios durante nueve días, señalándose la práctica de rogativas públicas y purificándose la Ciudad. Por aquellas fechas, Marco Porcio Catón dedicó la capilla de Victoria Virgen, próxima al templo de la Victoria, que había ofrecido mediante voto dos años antes. Durante aquel año se estableció una colonia latina en el Fuerte Ferentino, en territorio de Turios. Los triunviros que supervisaron la colonización fueron Aulo Manlio Volso, Lucio Apustio Fulón y Quinto Elio Tuberón, siendo el último el que había presentado la propuesta para efectuar su asentamiento. La colonia estaba compuesta por tres mil hombres de infantería y trescientos de caballería, lo que resultaba un número pequeño en proporción a la cantidad de tierra disponible. Podrían haberse asignado treinta yugadas a cada soldado de infantería y sesenta a los de caballería; pero siguiendo el consejo de Apustio, se reservó un tercio de las tierras para que, si se deseaba, se pudieran asignar a nuevos colonos. Así pues, la infantería recibió veinte yugadas y la caballería cuarenta cada uno [recuérdese que una yugada equivalía a 0,27 Ha. aproximadamente.-N. del T.].
[35.10] El año estaba llegando a su fin y la campaña para las elecciones consulares estaba más encendida que nunca. Había muchos y poderosos candidatos, tanto patricios como plebeyos. Los candidatos patricios eran Publio Cornelio Escipión [Nasica.-N. del T.], el hijo de Cneo, que había regresado recientemente de su provincia en Hispania con un brillante historial; Lucio Quincio Flaminino, que había mandado la flota en Grecia, y Cneo Manlio Volso. Los candidatos plebeyos eran Cayo Lelio, Cneo Domicio, Cayo Livio Salinator y Manio Acilio. Sin embargo, todos fijaban la vista en Quincio y Cornelio, pues ambos eran patricios, competían por la misma plaza y los dos tenían grandes méritos por su reciente gloria militar. Pero, sobre todo, eran los hermanos de ambos candidatos [el Africano, en realidad, era primo-hermano de Nasica.-N. del T.] los que hacían que la competencia resultara tan emocionante, pues eran los comandantes más brillantes de su época. Escipión tenía la más espléndida de las reputaciones, pero aquel mismo esplendor le exponía aún más a la envidia; la reputación de Quincio era de más reciente aparición, pues su triunfo había sido celebrado durante aquel año. Además, el primero había estado expuesto continuamente a la vista pública durante casi diez años, una circunstancia que tiende a disminuir el respeto sentido por los grandes hombres, pues la gente termina hastiada de ellos. Había sido nombrado cónsul por segunda vez después de su derrota final de Aníbal, y también censor. En el caso de Quincio, toda su popularidad era nueva y basada en sus recientes éxitos; desde su triunfo, nada había pedido al pueblo y nada había recibido de este. Decía que él pedía el voto para su hermano de sangre, no para un primo; lo pedía para quien había sido su lugarteniente en la guerra y copartícipe en la dirección de la campaña, habiendo él dirigido la campaña terrestre y su hermano la marítima. Con estos argumentos logró derrotar a su competidor, a pesar de que estaba apoyado por su hermano el Africano, por la gens Cornelia y por el hecho de que las elecciones estuvieran dirigidas con un Cornelio cónsul, al que el Senado tenía en tan gran consideración que había sido declarado el mejor de los ciudadanos y designado para recibir a la Madre del Ida, cuando llegó a Roma desde Pesinunte. Lucio Quincio y Cneo Domicio Ahenobarbo fueron los elegidos; de modo que incluso en el caso del candidato plebeyo, Cayo Lelio, Escipión, que había estado pidiendo el voto para él, fue incapaz de lograr su elección. Al día siguiente fueron elegidos los pretores. Los candidatos electos fueron Lucio Escribonio Libón, Marco Fulvio Centumalo, Aulo Atilio Serrano, Marco Bebio Tánfilo, Lucio Valerio Tapón y Quinto Salonio Sarra. Marco Emilio Lépido y Lucio Emilio Paulo se distinguieron aquel año como ediles. Multaron a gran número de arrendadores de pastos públicos y de la recaudación hicieron escudos dorados, que colocaron en el frontón del templo de Júpiter. También construyeron dos pórticos: uno en el exterior de la puerta Trigémina, terminado con un muelle sobre el Tíber, y una segunda galería que iba desde la puerta Fontinal hasta el altar de Marte, por donde se pasaba al Campo de Marte.
[35,11] Durante bastante tiempo nada digno de memoria había ocurrido en Liguria, pero hacia final de año las cosas estuvieron por dos veces abocadas a un grave peligro. El campamento del cónsul fue atacado, siendo rechazado el ataque con gran dificultad; cuando, no mucho después, marchaba el ejército romano a través de un desfiladero, un ejército ligur se apoderó de la salida del mismo. Al estar bloqueada la salida, el cónsul decidió volver atrás e hizo contramarchar a sus hombres. Sin embargo, la entrada, a sus espaldas, también había sido ocupada por una parte de las fuerzas enemigas; no solo se imaginaban los soldados el desastre de Caudio, ya casi se les presentaba ante su vista [referencia a la célebre derrota de las Horcas Caudinas; ver libro 9,1 y ss.-N. del T.]. Entre sus tropas auxiliares tenía el cónsul alrededor de 800 jinetes númidas. Su prefecto aseguró el cónsul que podría abrirse paso a través de cualquiera de los pasos que eligiera, siempre que pudiera decirle en qué dirección estaban los pueblos más numerosos para que él pudiera atacarlos e incendiar inmediatamente sus casas, de manera que la alarma así creada pudiera obligar a los ligures a dejar sus posiciones en el desfiladero y acudir en ayuda de sus compatriotas. El cónsul elogió grandemente su plan y le prometió una abundante recompensa. Los númidas montaron en sus caballos y empezaron a cabalgar hacia los puestos avanzados enemigos sin mostrarse agresivos. Nada a primera vista parecía más despreciable que el aspecto que presentaban; los caballos y los hombres eran igualmente delgados y diminutos; los jinetes no llevaban armadura y, excepto por las jabalinas que portaban, iban desarmados; los caballos andaban sin bridas y su paso parecía torpe, trotando como solían con el cuello rígido y la cabeza extendida hacia delante. Ellos hicieron cuanto estaba en su mano para aumentar aquel desprecio: se dejaban caer de los caballos y presentaban un espectáculo ridículo. Así pues, los hombres de los puestos avanzados, que se habían puesto inicialmente en estado de alerta y se habían dispuesto a rechazar un ataque, dejaron ahora a un lado sus armas y se sentaron a contemplar el espectáculo. Los númidas se adelantaban al galope y daban luego la vuelta, pero acercándose siempre un poco más a la salida, como si fueran llevados por sus caballos, a los que parecían incapaces de controlar. Finalmente, picando espuelas, se abrieron paso a galope tendido a través de los puestos avanzados enemigos y, saliendo a campo abierto, dieron fuego a todos los edificios próximos al camino, y después al primer pueblo que se encontraron, reduciéndolo a escombros a fuego y espada. La visión del humo, los gritos de los aterrados habitantes del pueblo y la huida precipitada de los ancianos y los niños produjeron una gran conmoción en el campamento ligur y, sin esperar órdenes o concertar alguna acción, cada hombre corrió a proteger sus propiedades; en un momento, el campamento quedó abandonado. El cónsul, liberado del bloqueo, pudo llegar a su destino.
[35.12] Ni los boyos ni los hispanos, sin embargo, con los que Roma había guerreado aquel año, resultaron enemigos tan encarnizados como los etolios. Después que los ejércitos romanos hubieron evacuado Grecia, aquellos esperaban que Antíoco se apoderaría de aquella parte de Europa desocupada y que ni Filipo ni Nabis permanecerían ociosos. Al ver que no se producía ningún movimiento en parte alguna, decidieron impedir que se vieran frustrados sus deseos y hacer algo para provocar agitación y confusión; por consiguiente, convocaron una asamblea en Lepanto [también llamada Naupacto.-N. del T.]. En ella, su pretor Toante se quejó del injusto trato que le dieron los romanos y de la posición en que quedaban los etolios, pues tras una victoria lograda gracias a ellos eran, de todos los estados y ciudades de Grecia, los que menos recompensa obtuvieron. Aconsejó que se enviaran embajadores a los tres reyes para averiguar sus intenciones e incitarles con los argumentos adecuados a la guerra contra Roma. Damócrito fue enviado a Nabis, Nicandro a Filipo y Dicearco, el hermano del pretor, a Antíoco. Demócrito señaló al tirano que se había reducido su poder por culpa de la pérdida de sus ciudades costeras; de ellas obtenía sus soldados, sus naves y sus tripulaciones. Convertido poco menos que en un prisionero tras sus propias murallas, tenía que ver a los aqueos dueños del Peloponeso; nunca tendría otra oportunidad de recuperar sus dominios si dejaba que aquello siguiera así; no había ningún ejército romano en Grecia y ni Gitión ni las demás ciudades laconias en la costa serían consideradas motivo suficiente para hacer regresar sus legiones. Aquellas fueron las razones usadas para influir en el tirano, de modo que, cuando Antíoco desembarcara en Grecia, la conciencia de haber roto su amistad con Roma al maltratar a sus aliados le obligara a unir sus armas a las del monarca sirio.
Nicandro siguió la misma línea en su entrevista con Filipo. Habló con toda su energía, pues tenía más argumentos, ya que el rey había partido de una posición más elevada que el tirano y, por tanto, había perdido más. Recordó al rey el antiguo prestigio de Macedonia y las victorias de su nación por todo el mundo. Nicandro le aseguró que la política que le recomendaba resultaba segura tanto en su inicio como en su ejecución. Por una parte, no le pedía a Filipo que iniciara acción alguna antes de que estuviera Antíoco en Grecia con su ejército; por otra, había muchas posibilidades de éxito final. ¿Con qué fuerzas podrían defenderse los romanos contra él cuando se aliara con Antíoco y los etolios, si él ya había sostenido sin la ayuda de aquellos una larga lucha contra los romanos y los etolios, que eran por entonces un enemigo más formidable que los romanos? Se refirió también a Aníbal, como un enemigo a Roma desde su nacimiento y que les había matado a más generales y soldados de los que les quedaban. Tales fueron los argumentos empleados con Filipo. Los expuestos por Dicearco en su entrevista con Antíoco fueron diferentes. Le dijo que el botín de guerra obtenido de Filipo pertenecía a los romanos, pero que la victoria fue de los etolios; ellos, y solo ellos, habían permitido que los romanos entraran en Grecia y les proporcionaron las fuerzas que aseguraron la victoria. Pasó luego a enumerar la cantidad de infantería y caballería que estaban dispuestos a proporcionar a Antíoco, los lugares disponibles para asentar su ejército terrestre y los puertos que podrían recibir a su flota. Después, como Filipo y Nabis no estaban presentes para contradecirle, los hizo aparecer falsamente dispuestos a iniciar inmediatamente las hostilidades y preparados para aprovechar la primera oportunidad que se presentara, la que fuere, para recuperar cuanto habían perdido en la guerra. De esta manera, los etolios trataron de levantar la guerra contra Roma en todo el mundo y a la vez.
[35.13] Los reyes, sin embargo, no hicieron nada o, en todo caso, actuaron con mucha lentitud. Nabis envió rápidamente emisarios a todas las ciudades de la costa para fomentar un levantamiento; se ganó a algunos de sus principales ciudadanos mediante sobornos e hizo matar a los que se mantuvieron firmes en su apoyo a Roma. Tito Quincio había confiado a los aqueos la defensa de las ciudades laconas marítimas, y estos no perdieron tiempo en mandar emisarios al tirano para recordarle su tratado con Roma y para advertirse contra la ruptura de la paz que con tanto ahínco había buscado. También enviaron refuerzos a Gitión, que el tirano ya estaba atacando, y mandaron un informe a Roma dando cuenta de lo que estaba pasando. Durante el invierno, Antíoco viajó a Rafah [en la actual Gaza, es la antigua Raphia.-N. del T.], en Fenicia, para estar presente en la boda de su hija con Ptolomeo, el rey de Egipto, y para finales de invierno regresó a Éfeso a través de Cilicia. Después de enviar a su hijo Antíoco a Siria, a comienzos de la primavera [se trataría ya de nuestro 192 a.C.-N. del T.], para vigilar las más lejanas fronteras de su reino por si se producía alguna alteración a sus espaldas, él dejó Éfeso y marchó con todo su ejército terrestre a atacar a los písidas, que habitaban en las proximidades de Sida. Por entonces, los delegados romanos, Publio Sulpicio y Publio Vilio que, como ya se ha dicho anteriormente, habían sido enviados para entrevistarse con él, recibieron órdenes de visitar antes a Eumenes; tras desembarcar en Elea, marcharon hacia Pérgamo, donde se encontraba el palacio del rey. Eumenes dio la bienvenida a la perspectiva de una guerra contra Antíoco, pues estaba seguro de que un monarca con un poder tan superior al suyo era un vecino problemático en tiempos de paz y, si había guerra, Antíoco no sería más rival para los romanos de lo que había resultado ser Filipo; o bien lo barrían completamente o le derrotaban lo suficiente como para obligarle a someterse a sus condiciones de paz. En este caso, perdería en su favor muchos de sus dominios y sería ya capaz de defenderse de él sin la ayuda de Roma. En el peor de los casos, Eumenes pensaba que sería mejor enfrentarse a cualquier desgracia con los romanos por aliados que, permaneciendo aislado, tener que aceptar la supremacía de Antíoco o, si se negaba, verse obligado a ello por la fuerza. Por estas razones, hizo cuanto pudo para inducir a los romanos, con su influencia personal y sus argumentos, a la guerra.
[35,14] Debido a la enfermedad, Sulpicio se detuvo en Pérgamo; entre tanto, Vilio marchó a Éfeso, pues había escuchado que el rey había iniciado las hostilidades en Pisidia. Permaneció allí unos días y, como resultó que Aníbal estaba allí por entonces, hizo cuanto pudo para entrevistarse con él, enterarse de sus planes futuros y, de ser posible, alejar de su mente cualquier temor de que le amenazase algún peligro de Roma. Nada más se discutió en las entrevistas, pero sí tuvieron un resultado que, aunque sin intención, pareció deliberadamente buscado, pues hizo disminuir la influencia de Aníbal sobre el rey y atrajo la sospecha sobre cuanto decía o hacía. Claudio, siguiendo los libros escritos en griego de Acilio, dice que Publio Africano fue uno de los delegados y que mantuvo conversaciones con Aníbal en Éfeso; recogiendo, incluso, una de estas. Africano preguntó a Aníbal quién había sido, en su opinión, el más grande general; su respuesta fue «Alejandro de Macedonia, pues con un puñado de hombres derrotó a innumerables ejércitos y recorrió las partes más distantes del mundo, que ningún hombre esperaba visitar». Africano le preguntó a quién pondría en segundo lugar, y Aníbal respondió: «A Pirro, porque fue el primero en enseñar cómo disponer un campamento y, además, porque nadie mostró más inteligencia en la elección de posiciones y en la disposición de las tropas. Poseía también el arte de atraerse a la gente, al punto que logró que los pueblos de Italia prefirieran el dominio de un rey extranjero al del pueblo romano, que durante tanto tiempo había estado a la cabeza de aquel país». Al volverle a preguntar Escipión a quién consideraba el tercero, Aníbal, sin ninguna duda, respondió: «Yo mismo». Riendo abiertamente, Escipión le preguntó: «¿Qué dirías si me hubieras vencido? » «Pues la verdad; en ese caso -respondió Aníbal- debería ponerme por delante de Alejandro y de Pirro y de todos los demás generales». Esta respuesta, dicha con aquella astucia cartaginesa y a modo de sorprendente halago, impresionó a Escipión, pues lo había colocado aparte del resto de generales, como si no admitiera comparación.
[35,15] Desde Éfeso, Vilio siguió hasta Apamea. Al ser informado de la llegada del delegado romano, Antíoco se dirigió también allí a su encuentro. Las conversaciones entre ellos transcurrieron casi en la misma línea que las que había mantenido Quincio con los enviados del rey en Roma. La conferencia quedó interrumpida ante la noticia de la muerte del hijo del rey que, como ya se dijo, había sido enviado a Siria. Hubo gran duelo en la corte, lamentándose profundamente la muerte del joven, que ya había dado prueba de tales cualidades que resultaba seguro que, de haber tenido una vida más larga, se habría demostrado como un gran y justo monarca. Cuanto más generalmente amado era por todos, más fuertes fueron las sospechas levantadas por su muerte. El rey, se decía, consideraba a su heredero una amenaza a causa de su avanzada edad y lo había hecho envenenar por ciertos eunucos, una clase de hombres cuyos servicios gustaba el rey de emplear para crímenes de esta índole. Otro motivo que se atribuía al rey reforzó estas sospechas, pues había dado Lisimaquia a su hijo Seleuco y no tenía una sede similar a la que enviar a Antíoco, manteniéndole alejado de su presencia confiriéndole alguna dignidad. La corte, sin embargo, se entregó durante varios días a guardar el luto y dar muestras de profundo dolor; el delegado romano, no deseando ser considerado inoportuno en aquellos momentos tan inadecuados, se retiró a Pérgamo. El rey abandonó la guerra que había empezado y regresó a Éfeso. Allí, con su palacio cerrado por el luto, mantuvo consejos secretos con su principal amigo, un hombre llamado Minio. Minio, poco ducho en política exterior y midiendo el poder del rey por sus campañas en Siria y Asia, estaba plenamente convencido de que Antíoco resultaría superior a los romanos en la guerra por la justicia de su causa y que vencería finalmente en aquella. Como el rey evitó cualquier posterior discusión con los delegados, fuera porque viese que nada se ganaba con ellos o por la depresión producida por su reciente duelo, Minio le dijo que él podía servir como portavoz en nombre del rey, convenciendo a Antíoco para que invitara a los delegados desde Pérgamo.
[35,16]. Sulpicio ya se había recuperado, por lo que ambos delegados marcharon a Éfeso. Minio se disculpó por la falta de asistencia del rey y las negociaciones se desarrollaron en su ausencia. Minio abrió la discusión con un discurso cuidadosamente preparado en el que dijo: «Veo que vosotros, los romanos, reclamáis el impresionante título de «Libertadores de las ciudades de Grecia». Pero vuestros actos no se corresponden con vuestras palabras, pues aplicáis una ley para Antíoco y otra para vosotros mismos. Pues ¿cómo pueden ser los habitantes de Esmirna y Lámpsaco más griegos que los de Nápoles, Regio o Tarento, a los que exigís tributos y naves en virtud de vuestro tratado con ellos? ¿Por qué enviáis cada año un cuestor a Siracusa y otras ciudades griegas de Sicilia, con varas y segures? [es decir, con poder de castigar e imponer la pena de muerte.-N. del T.] La única razón que podríais dar sería, por supuesto, que les impusisteis estos términos tras someterlos por las armas. Aceptar, entonces, las mismas razones para Antíoco en los casos de Esmirna, Lámpsaco y las ciudades de Jonia y la Eólide. Estas fueron conquistadas por sus antepasados y se les hizo pagar impuestos y tributos, y por ello reclama los antiguos derechos que ellas. Me gustaría, por lo tanto, que le respondáis sobre estos puntos, si es que estáis dispuestos a discutir sobre una base justa, y no tratáis simplemente de buscar un pretexto para la guerra».
Sulpicio respondió así: «Si estos son los únicos argumentos que puede presentar en apoyo de su causa, Antíoco ha mostrado una inteligente modestia al dejar que sea otro, y no él, quien los presente. Pues ¿qué posible semejanza puede haber entre las circunstancias de los dos grupos de ciudades que has mencionado? Desde el día en que Regio, Tarento y Nápoles pasaron a nuestro poder, hemos exigido el cumplimiento de sus obligaciones sobre un derecho continuamente ejercido y que nunca se ha interrumpido. Estas ciudades, ni por sí mismas ni por medio de ningún otro, hicieron nunca cambios en sus obligaciones; ¿puedes asegurar que sucedió lo mismo con las ciudades de Asia y que, una vez sujetas a los antepasados de Antíoco, permanecieron siempre en poder ininterrumpido de vuestra monarquía? ¿Puedes negar que algunas de ellas han estado sometidas a Filipo, otras a Ptolomeo y otras más han disfrutado durante muchos años una independencia que nadie desafió? Aún concediendo que en uno u otro momento, bajo la presión de circunstancias contrarias, alguna de ellas haya perdido su libertad ¿os da eso el derecho, después de tanto tiempo, para reclamarlas como siervas vuestras? Si así fuera, ¿no habríamos logrado nosotros nada al liberar Grecia de Filipo?, pues es como decir que sus sucesores pueden reclamar su derecho a Corinto, Calcis, la Demetríade y toda la Tesalia. Pero ¿por qué defiendo yo la causa de esas ciudades, cuando resulta más justo que se defiendan ellas mismas y que el rey y nosotros mismos las juzguemos? «
[35,17] A continuación, ordenó que se llamara a los representantes de las ciudades. Eumenes, que esperaba que todo cuanto resultara en una pérdida para Antíoco fuera a añadirse a sus propios dominios, había preparado de antemano a los representantes sobre qué debían decir. Entraron bastantes y, como todos expusieran a un tiempo agravios y exigencias, mezclando cosas justas e injustas, convirtieron el debate en un altercado. Incapaces tanto de hacer como de lograr concesiones, los delegados volvieron a Roma dejando todos los asuntos tan inciertos como cuando llegaron. Tras su partida, el rey convocó un consejo de guerra. En él, cada orador trató de superar en lenguaje violento a los demás, pues cuanto más resentidos se mostraban contra los romanos más probabilidad tenían de ganarse el favor del rey. Uno de ellos denunció las exigencias romanas como arrogantes: «Trataron de imponer exigencias a Antíoco, el monarca más grande en Asia, como si se tratara del vencido Nabis; e incluso al mismo Nabis le permitieron conservar la soberanía sobre su propia ciudad y conservar Lacedemonia, mientras que consideraban una ofensa que Esmirna y Lámpsaco estén bajo el dominio de Antíoco». Otros argumentaban que aquellas ciudades resultaban, para monarca tan grande, leves e insignificantes motivos de guerra, pero que las demandas injustas siempre empezaban con pequeñas cosas -a menos que creyeran que cuando los persas exigieron tierra y agua a los lacedemonios verdaderamente tenían necesidad de un terrón de tierra y de un trago de agua-. Cosa parecida estaban haciendo los romanos respecto a aquellas dos ciudades; y en cuanto las demás vieran que estas se sacudían el yugo, se pasarían al pueblo libertador. Incluso si la libertad no fuera en sí misma preferible a la servidumbre, todo el mundo, sea cual sea su estado actual, encuentra más atractiva la perspectiva de un cambio.
[35,18] Se encontraba entre los presentes un acarnane llamado Alejandro. Había sido, con anterioridad, amigo de Filipo, pero últimamente se había unido a la más rica y magnificente corte de Antíoco. Como estaba completamente familiarizado con la situación en Grecia, y poseía un cierto conocimiento de las romanas, había llegado a tales términos de amistad con Antíoco que incluso tomaba parte en sus consejos privados. Aun cuando la cuestión que se discutía no era si se debía o no declarar la guerra, sino simplemente dónde y cómo había que hacerla, él declaró que esperaba una victoria segura si el rey cruzaba a Europa y disponía de algún lugar en Grecia como base de operaciones. En primer lugar, encontraría a los etolios, que viven en el ombligo de Grecia [alusión al omphalós, la piedra sagrada que estaba en el Santuario de Apolo, en Delfos, y que señalaba el ombligo del mundo.-N. del T.] ya en armas, dispuesto a ocupar su lugar en el frente y a encarar los peligros y dificultades de la guerra. Luego, en las que podríamos llamar el ala derecha y el ala izquierda de Grecia, estaba Nabis, dispuesto en el Peloponeso para hacer cuanto pudiera por recuperar Argos y las ciudades marítimas de las que había sido expulsado por los romanos, encerrándolo dentro de las murallas de Lacedemón; en Macedonia, Filipo tomaría las armas en el momento en que escuchase el sonido de las trompetas de guerra; él conocía bien su ánimo y su temperamento, y sabía que había estado dando vueltas en su cabeza a grandes planes de venganza, agitándose la rabia en su pecho como la de una bestia salvaje encerrada o encadenada. Recordó, también, con qué frecuencia durante la guerra de Filipo había suplicado a todos los dioses para que le dieran la ayuda de Antíoco; si se le concedía ahora este ruego, no tardaría un momento en rebelarse. Lo único necesario era que no se produjera ningún retraso y no permanecer inactivos, pues la victoria dependía de ser el primero en conseguir aliados y apoderarse de las posiciones más ventajosas. Aníbal, además, debía ser enviado a África de inmediato para crear una distracción y dividir a las fuerzas romanas.
[35.19] Aníbal no había sido invitado al consejo. Había despertado las sospechas del rey por sus entrevistas con Vilio, y ahora no se le mostraba ningún respeto ni consideración. Durante algún tiempo, llevó esta afrenta en silencio; después, considerando que lo mejor era preguntar la razón de aquel distanciamiento repentino y descartar toda sospecha, eligió un momento oportuno y planteó directamente al rey el motivo de su enfado. Al enterarse de cuál era la razón, le dijo: «Cuando yo era un niño pequeño, Antíoco, mi padre Amílcar me llevó hasta el altar mientras él estaba ofreciendo el sacrificio y me hizo jurar solemnemente que yo nunca sería amigo de Roma. En virtud de este juramento, he combatido durante treinta y seis años; cuando se acordó la paz, ese juramente me hizo salir de mi país natal y me llevó, como un vagabundo sin hogar, hasta tu corte. Si defraudas mis esperanzas, este juramento me llevará dondequiera que encuentre apoyo, dondequiera que sepa que hay armas, y encontraré algún enemigo de Roma aunque tenga que buscarlo por todo el mundo. Por tanto, si a alguno de tus cortesanos les gusta buscar tu favor acusándome a mí, que busquen otro medio para hacer méritos que no sea a mi costa. Odio a los romanos y los romanos me odian a mí. Mi padre Amílcar y todos los dioses son testigos de que estoy diciendo la verdad. Así pues, cuando pienses en una guerra contra Roma, cuenta a Aníbal entre los primeros de tus amigos; si las circunstancias te obligan a permanecer en paz, busca a otro con quien discutir tus planes». Este discurso tuvo un gran efecto sobre el rey y dio lugar a la reconciliación con Aníbal. Se salió del consejo con la determinación de que se hiciera la guerra.
[35.20] En Roma, todo el mundo hablaba de Antíoco como de un enemigo cierto, pero más allá de esta actitud, no se hacía ningún preparativo para la guerra. -192 a.C.- Se había asignado Italia a ambos cónsules, en el entendimiento de que llegarían a un mutuo acuerdo o que sortearían cuál de ellos presidiría las elecciones aquel año. Aquel a quien no correspondiera aquella obligación debía estar dispuesto a llevar las legiones dondequiera que fueran necesarias, más allá de las costas de Italia. Se le autorizó a alistar dos nuevas legiones, así como a veinte mil infantes y ochocientos de caballería de las ciudades aliadas latinas. Las dos legiones que Lucio Cornelio había mandado como cónsul el año anterior quedaban asignadas al otro cónsul, junto con quince mil infantes aliados y quinientos jinetes extraídos del mismo ejército. Quincio Minucio conservó su mando y el ejército que tenía en la Liguria, y se le ordenó que lo complementase con cuatro mil infantes romanos y ciento cincuenta jinetes, mientras los aliados debía proporcionarle cinco mil infantes y doscientos cincuenta de caballería. A Cneo Domicio correspondería una provincia fuera de Italia, la que estimase el Senado; Lucio Quincio obtuvo la Galia como provincia así como la celebración de las elecciones. El resultado del sorteo entre los pretores fue el siguiente: Marco Fulvio Centumalo recibió la pretura urbana y Lucio Escribonio Libón la peregrina; a Lucio Valerio Tapón correspondió Sicilia, Cerdeña a Quinto Salonio Sarra; a Marco Bebio Tánfilo, Hispania Citerior; la Hispania Ulterior fue para Aulo Atilio Serrano. A estos dos últimos, sin embargo, se les permutaron sus mandos, en primera instancia, por una resolución del Senado y luego además por un plebiscito; A Aulo Atilio se le asignó la flota y Macedonia y Bebio fue nombrado para el mando en el Brucio. Flaminio y Fulvio vieron prorrogado su mando en las dos Hispanias. Bebio recibió, para sus operaciones en el Brucio, las dos legiones que habían estado acuarteladas anteriormente en la Ciudad, así como quince mil infantes y quinientos jinetes que proporcionarían los aliados. A Atilio se le ordenó la construcción de treinta quinquerremes, requisar de los astilleros los barcos antiguos que le pudieran resultar de utilidad y enrolar marineros. Los cónsules debían proporcionarle mil infantes romanos y dos mil aliados. Se decía que estos dos pretores, con sus fuerzas navales y terrestres, operarían contra Nabis, que estaba en aquellos momentos atacando a los aliados de Roma. Se esperaba, no obstante, la vuelta de los delegados enviados a Antíoco y el Senado prohibió a Cneo Domicio que abandonase la ciudad hasta su regreso.
[35,21] Los pretores Fulvio y Escribonio, cuya misión consistía en administrar justicia en Roma, recibieron el encargo de equipar cien quinquerremes, además de la flota que iba a mandar Bebio. Antes de que el cónsul y los pretores partieran para sus destinos, se celebraron solemnes rogativas a causa de diversos portentos. Llegaron noticas desde Piceno sobre una cabra que había parido seis cabritos en un único parto; En Arezzo nació un niño con solo una mano; en Pescara [la antigua Amiterno.-N. del T.] se produjo una lluvia de tierra; en Formia, resultaron alcanzadas por un rayo la muralla y una de las puertas. Sin embargo, el informe más terrible fue que un buey propiedad de Cneo Domicio había pronunciado las palabras «Roma, cave tibi» [«Roma, guárdate» o «Roma, ten cuidado».-N. del T.]. Con respecto a los demás portentos, se ofrecieron rogativas públicas; pero en el caso del buey, los arúspices ordenaron que se le guardase y alimentase cuidadosamente. El Tíber se desbordó sobre la Ciudad con mayor ímpetu que el año anterior, destruyendo dos puentes y numerosos edificios, la mayor parte de ellos en las proximidades de la puerta Flumentana. Una gran piedra, socavada por las fuertes lluvias o por un terremoto demasiado débil para haberse notado, cayó desde el Capitolio sobre el barrio Yugario y aplastó a mucha gente. En las zonas rurales, muchas cabezas de ganado fueron arrastradas por las inundaciones, quedando arruinados muchos caseríos. Antes de que el cónsul Lucio Quincio llegase a su provincia, Quinto Minucio libró una batalla campal contra los ligures cerca de Pisa. Dio muerte a nueve mil enemigos y obligó a los demás a huir a su campamento, que fue atacado y se defendió mediante furiosos combates sostenidos hasta el anochecer. Durante la noche, los ligures se escabulleron en silencio y, al amanecer, los romanos entraron en el abandonado campamento. Encontraron menos botín del esperado, pues los ligures tenían costumbre de enviar lo que capturaban en los campos a sus hogares. Después de esto, Minucio no les dio tregua; avanzando desde Pisa, devastó sus castillos y aldeas, cargándose los soldados romanos con el botín del que los ligures se habían apoderado en Etruria y que habían enviado a sus casas.
[35,22] Por este mismo tiempo, regresaron a Roma los delegados de su visita a los reyes. Las noticias que traían consigo no descubrían ningún motivo para una ruptura inmediata de hostilidades, excepto en el caso del tirano de Lacedemonia que, como también dijeron los embajadores aqueos, estaba atacando la zona costera de Laconia, contraviniendo el pacto de alianza. Se envió la flota a Grecia, al mando de Atilio, para proteger a los aliados. Como no había peligro inminente de Antíoco, se decidió que ambos cónsules partieran hacia sus provincias. Domicio marchó contra los boyos desde Rímini, el punto más cercano, y Quincio efectuó su avance a través de la Liguria. Ambos ejércitos, en sus respectivas rutas, devastaron el territorio a lo largo y a lo ancho. Algunos jinetes boyos, con sus prefectos, se pasaron a los romanos; a estos les siguió todo su senado y, finalmente, hombres de cierta dignidad o riqueza, hasta la cantidad de mil quinientos, se pasaron al cónsul. Los romanos tuvieron éxito aquel año en ambas provincias hispanas. Cayo Flaminio puso sitio y capturó Licabro [pudiera tratarse de Cabra, en la provincia de Córdoba.-N. del T.], plaza rica y muy fortificada, tomando prisionero al noble régulo Corribilón. El procónsul, Marco Fulvio, libró dos combates victoriosos y asaltó muchas plazas fortificadas, así como dos ciudades, Vescelia y Helo; otras se rindieron voluntariamente. Después marchó contra los oretanos y, tras apoderarse de dos ciudades, Noliba y Cusibi, avanzó hasta el Tajo. Aquí había una pequeña ciudad, pero bien defendida por su posición, Toledo, y mientras la estaba atacando los vetones enviaron un gran ejército para liberarla. Fulvio los derrotó en batalla campal y, tras ponerlos en fuga, asedió y capturó la plaza.
[35,23] Estas guerras en marcha, sin embargo, ocupaban mucho menos los pensamientos del Senado que la amenazante posibilidad de guerra con Antíoco. A pesar de que recibían de tanto en cuanto informes completos de sus embajadores, flotaban en el aire rumores vagos e inciertos en los que lo verdadero se mezclaba, en gran medida, con lo falso. Entre otras cosas, se informó de que tan pronto llegara Antíoco a Etolia, enviaría de seguido su flota a Sicilia. Atilio ya había sido enviado con su flota a Grecia, pero como el Senado, además de las tropas quería asegurarse su autoridad también sobre las ciudades aliadas, envió comisionados en misión especial a Tito Quincio, Cneo Octavio, Cneo Servilio y Publio Vilio, aprobándose un decreto mediante el que se ordenaba a Marco Bebio que desplazara sus legiones desde el Brucio a Tarento y Brindisi, y que si las circunstancias lo hacían necesario las transportase a Macedonia. Se ordenó a Marco Fulvio que enviara una flota de veinte buques para proteger Sicilia, y que su comandante estuviera investido de plenos poderes. El mando fue conferido a Lucio Opio Salinator, que había sido edil plebeyo el año anterior. El pretor debía también informar por escrito a su colega, Lucio Valerio, de que se temía que Antíoco enviara su flota a Sicilia y que, por lo tanto, el Senado había dispuesto que reforzara su ejército alistando una fuerza de emergencia de doce mil infantes y cuatrocientos jinetes, para defender la parte de la costa siciliana que daba a Grecia. El pretor consiguió los hombres para aquella fuerza tanto las islas adyacentes como de la propia Sicilia, situando guarniciones en todas las poblaciones de la cosa frente a Grecia. Tales rumores se vieron fortalecidos por la llegada de Atalo, el hermano de Eumenes, quien trajo la noticia de que Antíoco había cruzado el Helesponto con su ejército y que los etolios se estaban disponiendo a tomar las armas en el momento que llegara. Se acordó dar las gracias formalmente tanto a Eumenes, ausente, como a Atalo, que estaba presente. Este último fue tratado como huésped del Estado y adecuadamente alojado; además, se le regalaron dos caballos, dos equipamientos ecuestres, cien libras en vasijas de plata y veinte en vasijas de oro.
[35,24] Como, mensajero tras mensajero, llegaba noticia de que la guerra era inminente, se consideró asunto de gran importancia que se celebraran las elecciones consulares en la fecha más temprana posible. El Senado, por lo tanto, resolvió que Marco Fulvio debía escribir de inmediato al cónsul informándole de que el Senado deseaba que entregase el mando a sus generales y regresara a Roma. Cuando estuviera de camino, debía enviar su edicto convocando los comicios para las elecciones consulares. El cónsul llevó a cabo estas instrucciones, envió el edicto y regresó a Roma. También este año fueron reñidas las elecciones, pues competían tres patricios a un mismo cargo, a saber, Publio Cornelio Escipión [Nasica.-N. del T.], el hijo de Cneo Escipión, que había sido derrotado el año anterior; Lucio Cornelio Escipión y Cneo Manlio Volso. Como prueba de que el honor solo se había aplazado, que no negado, a un hombre tan eminente como él, se le otorgó el consulado a Publio Escipión, siéndole asignado como colega el plebeyo Manio Acilio Glabrión. Resultaron elegidos pretores al día siguiente Lucio Emilio Paulo, Marco Emilio Lépido, Marco Junio Bruto, Aulo Cornelio Mámula, Cayo Livio y Lucio Opio, estos dos últimos llevaban ambos el sobrenombre Salinator. Opio era aquel que había llevado la flota de veinte naves a Sicilia. Mientras los nuevos magistrados sorteaban sus provincias, Bebio recibió órdenes de navegar con todas sus fuerzas desde Brindisi hasta el Epiro y permanecer cerca de Apolonia; se encargó a Marco Fulvio la construcción de cincuenta quinquerremes nuevos.
[35.25] Mientras el pueblo romano se preparaba de este modo a enfrentar cualquier ataque por parte de Antíoco, Nabis ya estaba atacando y dedicaba todas sus fuerzas al asedio de Gitión. Los aqueos habían enviado socorro a la ciudad sitiada, y él, en venganza, devastó su territorio. Aquellos no se aventuraron a entrar en guerra hasta que no hubieron regresado sus delegados de Roma y supieron de la decisión del Senado. A su regreso, convocaron una asamblea que debía reunirse en Sición y enviaron delegados para solicitar a Tito Quincio que los aconsejara. Los miembros de la asamblea estaban unánimemente a favor de entrar inmediatamente en acción; pero vacilaron cuando se leyó una carta de Tito Quincio en la que les aconseja que esperasen al pretor romano y su flota. Algunos de los dirigentes mantuvieron su opinión, pero otros pensaban que, tras consultar a Tito Quincio, debían seguir su consejo. La gran mayoría, sin embargo, esperaron a oír la opinión de Filopemén. Él era por entonces su pretor y superaba a todos sus contemporáneos en prudencia y prestigio [auctoritate, en el original latino; auctoritas significaba entonces el prestigio personal que influía en las opiniones ajenas, por ello se suele traducir por «prestigio» y no por «autoridad», que tiene hoy el significado del poder ejercido por una persona (p.e.: «con permiso de la Autoridad»).-N. del T]. Comenzó alabando la sabiduría de la norma que habían adoptado los aqueos, prohibiendo que su pretor expresara su propio punto de vista cuando el asunto a discutir era la guerra. Él les invitaba a tomar una decisión rápida sobre qué deseaban; su pretor ejecutaría su decisión fiel y escrupulosamente, y trataría, dentro de los límites de la prudencia humana, de hacer cuanto pudiera para impedir que se lamentaran, tanto si se mostraban a favor de la paz como de la guerra. Este discurso sirvió más para incitarlos a la guerra que si hubiera abogado por ella abiertamente dejando ver sus deseos de dirigirla. El consejo se mostró, mediante votación unánime, a favor de las hostilidades, pero dejó la fecha y la dirección de las operaciones a absoluta discreción del magistrado. Filopemén era de la misma opinión que ya había expresado Quincio: que debían esperar la llegada de la flota romana que protegería Gitión por mar; pero temía que la situación no admitiera retraso y que no solo se perdiera Gitión, sino todas las fuerzas enviadas a defenderla. En consecuencia, ordenó echar a la mar los barcos aqueos.
[35,26] El tirano había entregado su antigua flota a los romanos, según una de las condiciones de paz, pero había reunido una pequeña fuerza naval consistente en tres buques con cubierta, junto con algunos lembos y naves ligeras, para impedir que llegara cualquier tipo de ayuda por mar a la ciudad. Con el fin de probar la resistencia de estos nuevos barcos y dejarlos listos para el combate, los hacía salir a la mar cada día, ejercitándose los soldados y los marineros mediante combates simulados, pues consideraba que la posibilidad de éxito del asedio dependía de su capacidad para interceptar cualquier ayuda venida por mar. Aunque el pretor de los aqueos podía competir en experiencia y destreza militar terrestre con los comandantes más famosos, era completamente inexperto en asuntos navales; él era natural de Arcadia, país de interior, desconociendo cualquier cosa del mundo exterior a excepción de Creta, donde había servidor como prefecto de una fuerza de tropas auxiliares. Había una vieja quadrirreme que había sido capturada ochenta años atrás cuando transportaba a Nicea, la esposa de Crátero, desde Lepanto a Corinto. Atraído por todo lo que había oído contar sobre esta nave, que había sido una famosa unidad de la flota real, ordenó que se trajera desde Egio, pese a estar ya muy podrida y con sus maderas separándose por la edad. Estando este buque al frente de la flota y sirviendo de buque insignia, con el prefecto de la flota, Tiso de Patras, a bordo, se encontró con los barcos lacedemonios que venían desde Gitión. Al primer choque contra el buque nuevo y sólido, el antiguo, que hacía aguas por todas partes, se deshizo completamente y todos los de a bordo fueron hechos prisioneros. El resto de la flota, después de ver perdido el buque insignia, huyó a fuerza de remos como pudo. El mismo Filopemén logró escapar en un barco ligero, no dejando de huir hasta llegar a Patras. Este incidente no desanimó en lo más mínimo a aquel hombre, que era un soldado veterano y había tenido experiencias de todo tipo; por el contrario, declaró que si había cometido un error desafortunado en asuntos navales, de los que nada sabía, tenía todos los motivos para esperar la victoria en otros sobre los que su experiencia era bien conocida, y que prometía que sería corta la alegría del tirano por su éxito.
[35,27] Muy eufórico por su victoria, Nabis no temió nada más por mar y decidió entonces cerrar todos los accesos por la parte terrestre, mediante una adecuada disposición de sus tropas. Retiró un tercio del ejército que estaba asediando Gitión y lo hizo acampar en Pleyas, en una posición dominante tanto sobre Leucas como sobre Acrias, pues suponía que el enemigo probablemente avanzaría desde aquella dirección. Aunque se trataba de un campamento estable, solo algunas tropas tenían tiendas de campaña; la mayoría de los soldados construyeron chozas con cañas y ramas para protegerse del sol. Antes de llegar a la vista del enemigo Filopemén decidió sorprender al enemigo con una clase de ataque que no esperaba. Reuniendo algunas pequeñas embarcaciones en un apartado fondeadero de la costa argiva, las tripuló con infantería ligera, en su mayor parte armada con cetras, a las que proporcionó hondas, jabalinas y otras armas ligeras. Navegando cerca de la costa, llegó a un promontorio próximo al campamento del enemigo, donde desembarcó sus hombres e hizo una marcha nocturna hasta Patras por caminos conocidos. Los centinelas enemigos, no temiendo ningún peligro inmediato, estaban dormidos, y los hombres de Filopemén prendieron fuego a las chozas por todas partes del campamento. Muchos perecieron en el fuego antes de ser conscientes de la presencia del enemigo; aquellos que se habían dado cuenta fueron incapaces de prestarles ninguna ayuda. Entre el fuego y la espada, la destrucción fue completa y muy pocos escaparon a la muerte de uno u otro tipo, los que escaparon huyeron al campamento principal frente a Gitión. Inmediatamente después de golpear así al enemigo, Filopemén llevó sus fuerzas hasta Trípoli, en Laconia, cerca del territorio megalopolitano, y antes de que el tirano pudiera mandar tropas desde Gitión para proteger los campos, logró llevarse una gran cantidad de botín, tanto en hombres como en ganado.
A continuación, reunió el ejército de la liga en Tegea, convocando también a los aqueos y a sus aliados a una asamblea, donde estarían presentes los dirigentes del Epiro y la Acarnania. Como sus fuerzas ya se habían recobrado suficientemente de la humillación de su derrota naval y el enemigo, por tanto, estaba por su parte desanimado, decidió marchar sobre Lacedemón, pues le parecía la única forma de que el enemigo se retirase de su asedio sobre Gitión. Su primera parada en territorio enemigo fue en Carias, y el mismo día en que acampó aquí fue capturada Gitión. Sin saber lo ocurrido, siguió su avance hasta llegar al Barnostenes, un monte situado a diez millas de Lacedemón [14800 metros.-N. del T.]. Después de tomar Gitión, Nabis regresó con su ejército desembarazado del bagaje, y pasando rápidamente Lacedemón alcanzó una posición conocida como Campamento de Pirro, donde estaba seguro de que se dirigían los aqueos. Desde allí, avanzó para enfrentarles. Debido a la estrechez de la carretera, sus fuerzas se extendían en una columna de casi cinco millas de longitud [7400 metros.-N. del T.]. La caballería y la mayor parte de las tropas auxiliares marchaban cerrando la columna, pues Filopemén pensaba que el tirano probablemente atacaría su retaguardia con los mercenarios, de los que dependía principalmente. Se produjeron dos circunstancias inesperadas que inquietaron a Filopemén; una fue que la posición de la que esperaba apoderarse ya estaba ocupada, y la segunda, que el enemigo tenía intención de atacar la vanguardia de la columna. No veía cómo podría hacer desplegar sus enseñas por terreno tan accidentado, sin el apoyo de las tropas ligeras.
[35,28] Filopemén, no obstante, poseía excepcionales habilidades para el mando de una columna y la selección de posiciones, pues había prestado especial atención a estos asuntos tanto en la paz como en la guerra. Era su costumbre, cuando iba de viaje y llegaba a un puerto de montaña de difícil travesía, estudiar el terreno en todas direcciones. Si estaba solo, reflexionaba sobre el asunto; si estaba acompañado, solía preguntar a los que iban con él qué harían si se dejara ver allí un enemigo y qué tácticas emplearían según el ataque se efectuara sobre su frente, sus flancos o su retaguardia, según les viniera el enemigo desplegado en orden de batalla mientras ellos ya estaban desplegados o si iban en columna de marcha, sin estar preparados para un ataque. Pensando a solas o preguntando, consideraba qué posiciones debía ocupar, qué cantidad de hombres o tipo de armas -pues estos diferían considerablemente- debía emplear; dónde debía situar la impedimenta y los equipajes de los soldados; dónde debían situarse los no-combatientes y cuál debía ser el tipo y composición de la escolta de los bagajes, así como si resultaría más adecuado hacer avanzar al ejército o hacerlo volver sobre sus pasos. Solía estudiar también con mucho cuidado los lugares a elegir para sus campamentos, la extensión de terreno que debían rodear las defensas, el suministro de agua, forraje y madera, la ruta más segura a tomar por la mañana y la mejor formación con la que marchar. Había ejercitado su mente en estos problemas desde muy joven, hasta el punto de que no había medida para enfrentarse a ellos que no le resultara familiar. En esta ocasión, hizo detener en primer lugar la columna y envió luego al frente a los auxiliares cretenses y a la caballería llamada tarentina, llevando cada jinete dos caballos, luego ordenó al resto de la caballería que los siguieran. Se apoderó entonces de una roca que sobresalía por encima de un torrente del que podría abastecerse de agua. Reunió aquí a la masa de sirvientes y a toda la impedimenta, rodeándolos con una escolta. Fortificó el campamento según permitía la naturaleza de la posición, pues resultaba difícil plantar las tiendas en aquel terreno áspero y desigual. El enemigo estaba a media milla de distancia, aprovisionándose ambas partes del mismo arroyo bajo la protección de la infantería ligera; antes de que se empeñaran en un combate, como suele suceder cuando los campamentos están próximos el uno del otro, llegó la noche. Era evidente, sin embargo, que al día siguiente habría que combatir para proteger a los aguadores en las proximidades del arroyo; en vista de ello, Filopemén situó durante la noche, fuera de la vista del enemigo, todas las fuerzas armadas de cetras que podía ocultar el terreno.
[35.29] Al amanecer, la infantería ligera cretense y los tarentinos se enfrentaron sobre la orilla del arroyo; Telemnasto de Creta mandaba a sus compatriotas, y Licortas de Megalópolis a la caballería. También el enemigo tenía auxiliares cretenses y caballería tarentina protegiendo sus partidas de aguada; como luchaban por ambas partes las mismas clases de tropas con el mismo tipo de armamento, el resultado fue incierto durante algún tiempo. Según se iba desarrollando la acción, las fuerzas auxiliares del tirano se fueron demostrando superiores, debido a su número y también a que Filopemén había ordenado a sus oficiales que presentaran solo una ligera resistencia, fingiendo luego huir para atraer así al enemigo hacia el lugar donde había establecido su emboscada. Como el enemigo se desordenara en su persecución, muchos murieron o fueron heridos antes de poder ver a su enemigo oculto. Los armados con cetras estaban agazapados, formando lo mejor que permitía la estrechez de espacio y permitiendo que sus propios compañeros fugitivos pudieran pasar a través de los intervalos entre sus filas. Se levantaron a continuación, frescos y poderosos, en perfecta formación, para atacar a un enemigo que, dispersos en su desordenada persecución, estaba además agotado por la tensión de los combates y las heridas que habían recibido muchos de ellos. La victoria fue indudable; los soldados del tirano se dieron la vuelta y huyeron con más velocidad que cuando eran ellos los perseguidores, llegando hasta su campamento. Muchos de ellos fueron muertos o hechos prisioneros durante la huida, y en el mismo campamento habría estallado el pánico si Filopemén no hubiera hecho tocar retirada. Temía este el suelo accidentado, tan peligroso para cualquiera que avanzara sin precaución, más que al enemigo. Suponiendo, por el desenlace del combate y por el carácter del tirano, en qué estado de inquietud se encontraría este, le envió a uno de sus auxiliares haciéndose pasar por desertor. Este hombre le dijo que se había enterado de que los aqueos tenían la intención de avanzar al día siguiente hasta el río Eurotas -este río casi lame las murallas de Lacedemón- para interceptarle e impedirle que se retirase hacia la ciudad, así como para cortar los suministros que llegaran desde la ciudad al campamento. También, le dijo, intentarían provocar un levantamiento contra él entre los ciudadanos. Aunque la historia del desertor no fue totalmente creída, proporcionó al temeroso tirano una excusa plausible para abandonar su posición actual. Este dio órdenes a Pitágoras para que permaneciera al día siguiente en guardia delante de la empalizada, con la caballería y los auxiliares, mientras él salía con la fuerza principal de su ejército como si fuera a presentar batalla, ordenando a sus signíferos que aceleraran el paso y se dirigieran a la ciudad.
[35.30] Cuando Filopemén los vio moviéndose rápidamente a lo largo de un camino estrecho y empinado, envió a sus auxiliares cretenses y a toda su caballería contra las tropas que estaban de guardia ante el campamento. Estas, al ver acercarse al enemigo y que el grupo principal de su ejército les había abandonado, trataron primero de retirarse a su campamento, pero como todo el ejército aqueo avanzaba en orden de batalla, temieron que les capturasen a ellos y al campamento, por lo que marcharon siguiendo a su fuerza principal que ya estaba a cierta distancia de ellos. Los aqueos armados con cetras atacaron de inmediato y saquearon el campamento, mientras el resto del ejército seguía en persecución del enemigo. La naturaleza de la ruta que habían tomado era tal que, incluso si no hubiera habido enemigo alguno al que temer, la columna solo podría haber avanzado con gran dificultad; por eso, cuando fueron atacadas las filas posteriores y llegaron a la cabeza de la columna los gritos de terror, cada hombre miró por sí mismo, arrojando sus armas y huyendo al bosque que bordeaba la carretera en ambos lados. En un instante, el camino estaba bloqueado con montones de armas, sobre todo lanzas, que, al caer de punta, formaron una especie de empalizada en el camino. Filopemén ordenó a los auxiliares que apretasen la persecución cuanto les fuera posible, pues ni siquiera a la caballería le sería fácil huir. Dirigió en persona a la infantería pesada hacia el Eurotas por un camino más abierto. Allí acampó, justo antes del atardecer, y esperó que llegaran las tropas ligeras que había dejado en persecución del enemigo. Estas regresaron durante la primera guardia, con noticias de que el tirano había entrado en la ciudad con un pequeño grupo de tropas; el resto de su ejército estaba desarmado y disperso por el bosque. Se les ordenó que comieran y descansaran. El resto del ejército, habiendo llegado temprano al campamento, ya lo había hecho así y estaba ahora fresco tras un corto sueño. Escogiendo a algunos de ellos y diciéndoles que no llevaran más que sus espadas, los situó sobre dos de los caminos que llevaban a las puertas que conducen a Faras y a Barbostene, pues esperaba que los fugitivos regresaran por ellos. Su suposición estaba justificada, pues los lacedemonios, mientras quedó algo de luz diurna, buscaban refugio en pleno bosque por senderos apartados; pero cuando se hizo de noche y vieron las luces en el campamento enemigo, avanzaron por sendas ocultas y paralelas a aquel. Una vez lo habían dejado atrás, y pensando que ya estaban a salvo, salían a los caminos abiertos. Aquí resultaron capturados por el enemigo que los estaba esperando, siendo tan numerosos los muertos y prisioneros por todas partes, que apenas logró escapar una cuarta parte de su ejército. Ahora que Filopemén había encerrado al tirano en su ciudad, pasó casi un mes asolando los campos lacedemonios y, tras debilitarlo así y casi quebrar el poder del tirano, regresó a casa. Los aqueos, en vista de su gran victoria, lo equiparaban en gloria militar con el general romano, considerándole incluso superior en lo tocante a la guerra de Laconia.
[35,31] Mientras se producía esta guerra entre los aqueos y el tirano, los delegados romanos estaban visitando las ciudades de sus aliados, pues sentían algún temor de que los etolios pudieran convencer a alguna para que se pasase con Antíoco. No se preocuparon por las aqueas; como estaban en guerra abierta con Nabis, se consideró que también en lo demás serían de fiar. Atenas fue el primer lugar que visitaron, desde allí siguieron a Calcis y de allí a Tesalia, donde hablaron a un consejo muy concurrido de los tesalios. Fueron a continuación a Demetríade, donde se había convocado una asamblea de los magnetes. Aquí tuvieron que cuidar mucho lo que decía, pues algunos de sus dirigentes se oponían a Roma y apoyaban de todo corazón a Antíoco y a los etolios. Su actitud se debía a que tras saberse de la liberación del hijo de Filipo, que permanecía como rehén, y que se había condonado el tributo impuesto al rey, se extendió el falso rumor de que los romanos tenían, además, la intención de devolverle la Demetríade. Para que no ocurriera esto, Euríloco, jefe de los magnetes, y algunos de los suyos, preferían que se produjera un cambio completo en la situación con la llegada de Antíoco y los etolios. Al encontrarse con aquel ánimo hostil, los delegados romanos debían tener el mayor cuidado para que la negación de aquella sospecha infundada no quitase la esperanza en ello de Filipo, convirtiendo en enemigo a un hombre que, por todos los motivos, resultaba para ellos de más importancia que los magnetes. Los delegados se limitaron a señalar que toda Grecia estaba en deuda con Roma por su libertad, y en especial aquella ciudad; pues no solo había tenido allí una guarnición macedonia, sino que incluso se había construido Filipo en ella un palacio, para obligarles a tener a su amo y señor ante sus ojos. Pero todo lo que Roma había hecho por ellos sería inútil si los etolios traían a Antíoco a ese palacio, pues habrían de tener un nuevo rey desconocido en lugar del anterior, al que ya conocían.
Su magistrado supremo recibía el nombre de «Magnetarca», desempeñando Euríloco el cargo por entonces. Basándose en aquella autoridad, este les contestó que ni él ni los magnetes podían callar sobre la noticia que corría ampliamente en el sentido de que la Demetríade iba a ser devuelta a Filipo. Para evitar esto, los magnetes estaban dispuestos a hacer todos los esfuerzos y afrontar todos los peligros. Llevado por la emoción, rechazó la desacertada observación de que incluso entonces Demetríade era libre solo en apariencia, pues todo se hacía a un gesto de cabeza de los romanos. Estas palabras fueron recibidas murmullos y opiniones diversas; algunos las aprobaron, pero otros se indignaron por haberse atrevido a hablar de aquella manera. En cuanto a Quincio, montó en ira de tal manera que elevó sus manos al cielo y puso a los dioses por testigos de la ingratitud y perfidia de los magnetes. Esta exclamación aterró a todos, y Zenón, uno de sus dirigentes, que había logrado mucha influencia entre ellos en parte por el refinamiento de su vida privada y en parte porque siempre había sido un amigo fiel de Roma, imploró a Quincio y a los otros delegados que no hicieran a toda la ciudad responsable de la locura de un solo hombre; que cada cual debía afrontar el riesgo de su propia insania. Los magnetes estaban en deuda con Tito Quincio y con el pueblo romano no solo por su libertad, sino por todo aquello que los hombres consideramos más precioso y sagrado; nada había que los hombres pudieran pedir a los dioses inmortales y que no tuvieran los magnetes gracias a los romanos. Antes pondrían las manos sobre sí mismos que violar su amistad con Roma.
[35,32] Su discurso fue seguido por los ruegos de la multitud. Euríloco salió precipitadamente y se dirigió a la puerta de la ciudad por calles apartadas, huyendo luego a Etolia, pues los etolios se habían quitado ya la máscara y mostraban cada día más sus intenciones hostiles. Toante, uno de sus dirigentes, acababa de volver de su misión ante Antíoco acompañado por Menipo, un embajador del rey. Antes de que tuviera lugar la asamblea [la panetolia de 192 a.C.-N. del T.], estos dos hombres llenaron todos los oídos con descripciones de las fuerzas navales y terrestres que había reunido Antíoco. Contaban que estaba de camino un enorme ejército de infantería y caballería, que se habían traído elefantes desde la India y -lo que pensaron que más impresionaría a la opinión popular- que traía oro suficiente como para comprar hasta a los mismos romanos. Era obvio qué clase de efecto podían tener estas palabras en el consejo, pues los delegados romanos estaban debidamente informados de la llegada de aquellos dos y de cuanto hacían. Aunque las cosas habían tomado ya un giro casi decisivo, Quincio pensó que no resultaría del todo inútil el que algunos representantes de ciudades aliadas asistieran a la asamblea y se atrevieran a hablar con franqueza, respondiendo al enviado del rey y recordando a los etolios su tratado de alianza con Roma. Los atenienses parecían los más idóneos para esta labor, tanto a causa del prestigio de su ciudad como por su antigua alianza con los etolios. Así pues, Quincio les pidió que enviaran delegados a la asamblea panetolia.
Toante dio inicio a la asamblea informando de sus gestiones. Le siguió Menipo, quien afirmó que lo mejor para todos los pueblos de Grecia y Asia habría sido que Antíoco hubiera intervenido mientras seguía intacto el poder de Filipo; todos habrían conservado cuanto tenían y no habría quedado todo a merced de Roma. «Incluso ahora -continuó- con solo que llevaseis a cabo los planes que habéis hecho, él sería capaz, con la ayuda de los dioses y la asistencia de los etolios, de restaurar la fortuna de Grecia, no obstante su declive, a su antigua dignidad. Tal dignidad, no obstante, debe basarse en la libertad, en una libertad sostenida con las propias fuerzas y que no dependa de la voluntad de otro». Los atenienses, que habían recibido permiso para expresar lo que pensaban tras el delegado real, no hicieron alusión alguna al rey, limitándose solo a recordar a los etolios su alianza con Roma y los servicios que Tito Quincio había prestado a toda Grecia. Les instaron para que no quebraran aquella alianza por alguna decisión precipitada e irresponsable; los consejos audaces e impetuosos podían resultar atractivos a primera vista, pero eran difíciles de poner en práctica y sus resultados solían ser desastrosos. Los delegados romanos y el mismo Quincio no estaban muy lejos, y sería mejor discutir el tema en cuestión en un debate amistoso antes que lanzar a Europa y Asia a una lucha funesta.
[35,33] La mayor parte de la asamblea, ansiando un cambio de política, estaba totalmente del lado de Antíoco y se oponía incluso a admitir a los romanos en la asamblea. Sin embargo, y principalmente gracias a la influencia de los más ancianos entre ellos, se decidió que sería convocada una reunión de la asamblea para escucharles. Cuando regresaron los atenienses y le informaron de esta decisión, Quincio consideró que debía ir a Etolia, para intentar hacer algo para que cambiaran su propósito y que, de esta manera, todos pudieran ver que la responsabilidad por la guerra recaía exclusivamente sobre los etolios, pues los romanos tomarían las armas por una causa justa y casi a la fuerza. Quincio comenzó su discurso ante la asamblea trazando la historia de la alianza entre los etolios y Roma, señalando cuán frecuentemente aquellos habían infringido sus disposiciones. A continuación, trató brevemente sobre los derechos de las ciudades que eran el objeto de la controversia y mostró cuánto mejor sería, si consideraban que tenían la justicia de su parte, enviar una delegación a Roma para defender su causa o presentarla ante el Senado, a su elección, que no una guerra entre el pueblo romano y Antíoco, instigada por los etolios y que provocaría una conmoción en todo el mundo y arruinaría completamente Grecia. Nadie sentiría antes el fatal resultado de una guerra así como quienes la hubieran provocado. El romano habló a modo de presagio, pero en vano. Sin conceder tiempo a que se deliberase, levantando el consejo o esperando incluso que se retirasen los romanos, Toante y el resto de sus seguidores aprobaron un decreto, entre las aclamaciones de la asamblea, para invitar a Antíoco a que consiguiera la libertad de Grecia y mediara entre romanos y etolios. La soberbia de este decreto fue agravada por el descaro personal de su pretor, Damócrito. En efecto, cuando Quincio le pidió una copia del decreto, Damócrito, sin la más mínima consideración hacia la majestad de su persona, le dijo que asuntos más importantes exigían su atención inmediata y que en breve le daría su respuesta y su decreto desde sus campamentos en Italia, a orillas del Tíber. Tal fue el grado de locura que por entonces poseyó a los etolios y sus magistrados.
[35,34] Quincio y el resto de delegado regresaron a Corinto. Los etolios, que tenían continuas noticias de los movimientos de Antíoco, deseaban hacer creer que ellos no hacían nada por sí mismos y que, simplemente, esperaban su llegada; por consiguiente, no celebraron un consejo de toda la liga tras la partida de los romanos. Sin embargo, a través de su apokleti -que era como ellos denominaban a su consejo más venerable, compuesto por personas escogidas- discutían el mejor modo de cambiar la situación en Grecia. Era de conocimiento general que los dirigentes y la aristocracia de las diversas ciudades eran partidarios de Roma, y que estaban a gusto con la situación establecida; las masas de población, y aquellos cuyas circunstancias no eran las que esperaban, estaban deseosas de un cambio. El consejo etolio tomó la decisión de llevar a la práctica un proyecto audaz e imprudente, no ya como hecho, sino como esperanza, a saber, ocupar la Demetríade, Calcis y Lacedemón. Se envió uno de sus dirigentes a cada una de estas ciudades: Toante fue a Calcis, Alexámeno a Lacedemón y Diocles a Demetríade. Euríloco, cuya huida y su motivo ya han sido descritos, llegó para ayudar a Diocles, pues no veía otra forma de regresar a casa. Escribió a sus amigos, a sus familiares y a los miembros de su partido, que presentaron ante la concurrida asamblea a su esposa e hijos, con ropas de luto y portando los ramos de olivo de los suplicantes. Apelaron personalmente a los presentes, e imploraron a la asamblea en su conjunto, para que no consintieran que un hombre inocente y que no había sido condenado gastara su vida en el exilio. Los simples y confiados fueron movidos por la compasión; a los malvados y sediciones los movió la posibilidad de aprovecharse de la confusión que causaría el levantamiento etolio. Todo el mundo votó por su vuelta. Habiéndose dado este paso previo, Diocles, que estaba por entonces al mando de la caballería, partió con todas sus fuerzas con el pretexto de acompañar a casa al exiliado. Recorrieron una gran distancia, marchando de día y de noche, y cuando estaba a seis millas de la ciudad [8880 metros.-N. del T.] se adelantó durante la madrugada con tres turmas de jinetes, dando al resto de la caballería orden de seguirles. Al aproximarse a la puerta, ordenó a sus hombres que desmontaran y llevaran sus caballos de la brida, más como si estuvieran acompañando a su prefecto en un viaje que formando parte de una fuerza militar. Dejando una turma en la puerta, para evitar perder el contacto con la caballería que venía detrás, llevó a Euríloco, tomándolo de la mano, por el centro de la ciudad y el foro hasta su casa, en medio de las felicitaciones de muchos que salían a su encuentro. En poco tiempo la ciudad se llenó de caballería y se tomaron las principales posiciones. A continuación, se ordenó a varias partidas que fuesen a las casas de los líderes opositores y les dieran muerte. Así fue como Demetríade cayó en poder de los etolios.
[35,35] No se emplearía la fuerza contra la ciudad de Lacedemón, sino que se tomaría al tirano mediante la traición. Después de haber sido despojado por los romanos de sus ciudades marítimas y haber quedado ahora encerrado tras sus murallas por los aqueos, cualquiera que tomase la iniciativa de darle muerte contaría con la gratitud de los lacedemonios. Los etolios tuvieron una buena excusa para enviarle alguien, pues exigía insistentemente que aquellos por cuya instigación él había comenzado la guerra le enviaran ayuda. Se proporcionó a Alexámeno mil soldados de infantería y 30 hombres escogidos de caballería. El pretor Damócrito había advertido solemnemente a estos últimos, durante el consejo nacional secreto que ya hemos mencionado, que no pensaran que se les enviaba a combatir contra los aqueos ni para cualquier otro fin que se pudieran imaginar. Fueran cuales fuesen las decisiones que tomase Alexámeno, obligado por las circunstancias, por inesperadas, peligrosas o audaces que fuesen, debían estar listos para ejecutarlas con puntual obediencia, considerando que se les había enviado desde sus hogares con aquel único fin. Con estos hombres así dispuestos, Alexámeno marchó con el tirano, y su llegada le llenó inmediatamente de esperanza. Le contó que Antíoco había desembarcado ya en Europa y que pronto estaría en Grecia, llenando el mar y la tierra con armas y hombres; los romanos descubrirían que no era con Filipo con quien trataban; la cantidad de su infantería, su caballería y sus naves era incontable; la mera visión de la línea de elefantes daría fin a la guerra. Le aseguró que los etolios estaban preparados para marcha a Lacedemón con todo su ejército como lo precisaran las circunstancias, pero que deseaban que Antíoco viera una considerable cantidad de sus tropas cuando llegara. Aconsejó también a Nabis que cuidara también de que las tropas no se enervaran por la ociosidad y la vida cuartelera; debía sacarlas al exterior y, mediante el ejercicio con las armas, endurecerlas y hacerlas más resistentes; el trabajo y el esfuerzo se hacían más ligeros con la práctica, pudiendo incluso resultarles agradable gracias a la amabilidad y cordialidad de su comandante.
A partir de ese momento, salían frecuentemente a la llanura que se extiende entre la ciudad y el Eurotas. La guardia del tirano solía formar, por lo general, en el centro de la formación; él mismo, con tres jinetes a lo sumo, entre los que se solía contar Alexámeno, cabalgaban delante de los estandartes para revistar los extremos de las alas. A la derecha estaban los etolios, incluyendo los que eran auxiliares de Nabis y el millar que había venido con Alexámeno. Alexámeno había hecho una costumbre el acompañar al tirano durante su inspección a algunas de las filas, hacía algunas sugerencias que le parecían pertinente, y luego cabalgaba hasta los etolios del ala derecha para impartirles las órdenes necesarias; después, regresaba al lado del tirano. Pero llegado el día que determinó llevar a cabo su plan mortal, acompañó al tirano solo durante un corto espacio de tiempo y luego se retiró junto a sus propios hombres, dirigiéndose a los treinta escogidos en estos términos: «Muchachos, debéis llevar a cabo con decisión la misión que se os ordenó ejecutar bajo mi mando. Disponed ánimos y manos, y que nadie vacile cuando me vea actuar; quien dude y se cruce en mi propósito con los suyos propios puede estar seguro de que no habrá regreso al hogar para él». El horror se apoderó de todos y recordaron las instrucciones con que habían llegado. El tirano llegaba cabalgando desde el ala izquierda y Alexámeno les ordenó que dispusieran sus lanzas y le observaran atentamente; él mismo, por su parte, tuvo que concentrar sus pensamientos, desconcertado ante el acto trascendente que iba a cometer. Al acercarse el tirano, lo atacó y le atravesó su caballo. El tirano cayó desmontado y, mientras estaba en tierra, los soldados lo atacaron con sus lanzas. Muchos de sus golpes fueron repelidos por la coraza, pero finalmente alcanzaron su cuerpo desprotegido y expiró antes de que acudieran en su ayuda desde el centro de la formación.
[35,36] Alexámeno se marchó con todos los etolios, apresurando el paso para apoderarse del palacio. Mientras tenía lugar ante sus ojos el asesinato, estuvieron demasiado asustados como para moverse; después, al ver al contingente etolio retirándose apresuradamente, corrieron hacia el cuerpo abandonado del tirano, pero los que tenían el deber de escoltarle y convertirse en de su muerte se comportaron como una simple multitud de espectadores. Ni un solo hombre habría ofrecido resistencia si se hubiese convocado al pueblo a una asamblea, tras deponer las armas, se hubiesen dicho las palabras adecuadas y los etolios se hubieran mantenido juntos y armados, sin ofender a nadie. Pero ocurrió lo que debía suceder con una acción iniciada mediante la traición; todo el asunto se desarrolló de manera que acabó con la ruina de quienes lo habían iniciado. El general, encerrándose en el palacio, pasó un día y una noche enteros buscando los tesoros del tirano, los etolios se dedicaron al saqueo como si hubieran tomado una ciudad de la que pretendían aparecer como libertadores. La indignación que esto provocó, así como el sentimiento de desprecio por el escaso número de los etolios, dio valor a los lacedemonios para unirse. Decían algunos que se debía expulsar a los etolios y recuperar la libertad que se les había arrebatado justo cuando parecía que se la estaban devolviendo; otros pensaban que se debía elegir a alguien de sangre real como cabeza visible de la acción. Había un descendiente de la antigua casa real llamado Lacónico, todavía un muchacho y que había sido criado con los hijos del tirano; lo montaron a caballo, tomaron sus armas y mataron a los etolios que andaban por la ciudad. Luego irrumpieron en el palacio y mataron a Alexámeno, que con unos pocos de sus hombres ofreció alguna resistencia. Varios de los etolios se habían reunido juntos en el Calcifico -un templo de bronce dedicado a Minerva- y los mataron a todos. Algunos arrojaron sus armas y huyeron unos a Tegea y otros a Megalópolis; allí fueron detenidos por los magistrados y vendidos como esclavos.
[35.37] Al enterarse de la muerte del tirano, Filopemén fue a Lacedemonia, donde se encontró que todo era miedo y confusión. Invitó a los dirigentes a entrevistarse con él y, tras hablarles como debería haberlo hecho Alexámeno, incorporó la ciudad a la liga aquea. Esto resultó más sencillo por el hecho de que, justo en esos momentos, llegó Aulo Atilio desde Gitión con veinticuatro quinquerremes. Toante, por las mismas fechas, contó en Calcis con los servicios de dos hombres, Eutimidas, un dirigente de Calcis expulsado por influencia del partido romano que se había visto fortalecido por la visita de Tito Quincio y los delegados, y Herodoro, un comerciante de Cía cuya riqueza le proporcionaba una considerable influencia en la ciudad. Por su mediación, Toante había acordado con los partidarios de Eutimidas que pondrían la ciudad en sus manos, pero no tuvo la misma fortuna que se mostró favorable a la ocupación de Demetríade por la intervención de Euríloco. Eutimidas, que había fijado su residencia en Atenas, marchó desde allí a Tebas y luego a Salgánea, Herodoro marchó a Tronio. No muy lejos de este lugar, Toante tenía dispuesta una fuerza de dos mil infantes y doscientos jinetes, así como treinta transportes pequeños en el golfo Malíaco. Herodoro debía llevar estas naves, junto con una dotación de seiscientos infantes, a la isla de Atalanta con el objeto de cruzar desde allí hasta Calcis en cuanto se enterase de que la fuerza terrestre estaba cerca de la Áulide y el Euripo. Toante, con el resto de sus fuerzas, marchó tan rápidamente como pudo, principalmente por la noche, hacia Calcis.
[35,38] Después de la expulsión de Eutimidas, todo el poder quedó en manos de Micición y Xenóclides. Fuese porque sospecharan lo que estaba pasando o porque les hubieran informado sobre ello, estaban al principio aterrorizados y creían que su única seguridad residía en huir; pero tras calmar sus temores y ver que estarían abandonando no solo a su ciudad sino su alianza con Roma, se centraron en el siguiente plan: Dio la casualidad de que se celebraba por entonces el festival anual de Diana en Amarinto, contando con la presencia no solo de los naturales del país, sino también de los caristios. Enviaron allí una delegación desde Calcis, para rogar a los eretrios y a los caristios que se compadecieran de aquellos que habían nacido en la misma isla, que tuviesen en cuenta su alianza con Roma y que no dejaran que la Cálcide pasara a manos de los etolios. Si se apoderaban de Calcis, lo harían de toda Eubea; los macedonios habían resultado amos crueles, pero los etolios serían aún menos soportables. El respeto por los romanos fue lo que más pesó en el ánimo de las ciudades, pues habían experimentado su valor, su justicia y su consideración en la última guerra. Por consiguiente, cada ciudad se armó y enviaron lo más granado de sus jóvenes. Los calcidios dejaron a estos la defensa de sus murallas y, cruzando el Euripo con todas sus fuerzas, asentaron su campamento en Salgánea. Desde allí enviaron primero un mensajero, seguido por delegados, para preguntar a los etolios qué habían dicho o hecho, ellos que eran sus amigos y aliados, para que viniesen a atacarlos. Toante, que estaba al mando, respondió que no habían venido para atacarlos, sino para liberarlos de los romanos. «Estáis ahora encadenados -les dijo- con cadenas más brillantes, pero más pesadas, que cuando teníais una guarnición macedonia en vuestra ciudadela». Los calcidios, por el contrario, le dijeron que no eran esclavos de nadie, ni tampoco necesitaban la protección de ningún hombre. Abandonaron la conferencia y volvieron a su campamento. Toante y los etolios habían puesto todas sus esperanzas en tomar al enemigo por sorpresa; como no estaban en igualdad para una batalla campal ni para asediar una ciudad poderosamente protegida por tierra y por mar, regresaron a su país. Cuando Eutimidas oyó que sus compatriotas estaban acampados en Salgánea y que los etolios se habían marchado, regresó de Tebas a Atenas. Herodoro, después de esperar ansiosamente la señal, que no llegó, desde Atalante, envío una nave espía para enterarse de la causa del retraso; cuando supo que sus aliados habían abandonado la empresa, regresó a Tronio, de donde había partido.
[35.39] Habiéndose enterado también de lo ocurrido, Quincio, de camino desde Corinto, se encontró con el rey Eumenes sobre la orilla calcídica del Euripo, acordándose que Eumenes dejara quinientos hombres para proteger Calcis y marchase a Atenas. Quincio siguió hacia su destino en Demetríade y, juzgando que la liberación de Calcis sería de mucha ayuda para inducir a los magnetes a reanudar su amistad con Roma, escribió a Eunomo, el pretor de los tesalios, para pedirle que armase a su juventud. Al mismo tiempo, envió a Vilio para que sondeara el sentir de la población, pero sin intentar nada más a menos que hubiera un gran número que se inclinara a regresar a las antiguas relaciones de amistad. Se trasladó en un quinquerreme, y había llegado a la bocana del puerto cuando se enteró de que todos los magnetes habían salido para verlo. Vilio les preguntó si preferían que se les dirigiese como amigos o como enemigos. Euríloco, el magnetarca, le contestó que llegada entre amigos, pero que debía mantenerse alejado del puerto y permitir que los magnetes vivieran en paz y libertad, sin inquietar al pueblo con la excusa de una audiencia. Esto provocó una intensa discusión, no una entrevista, pues el enviado romano reprochó agriamente a los magnetes su ingratitud, anunciándoles los desastres que rápidamente les alcanzarían; los ciudadanos, por su parte, gritaban sus airadas respuestas acusando unas veces al Senado y otras a Quincio. Frustrado su intento, Vilio regresó con Quincio, quien envió un mensaje al pretor para que disolviera sus fuerzas y él, con sus naves, volvió a Corinto.
[35,40] Los asuntos de Grecia, relacionados como estaban con los de Roma, me han desviado, por así decirlo, de mi rumbo; y no porque fuesen de mayor importancia el narrarlos, sino porque fueron los que provocaron la guerra con Antíoco. Después de las elecciones consulares -pues en ellas me aparté en mi narración-, los nuevos cónsules, Lucio Quincio y Cneo Domicio, partieron para sus provincias: Quincio hacia Liguria y Domicio a territorio de los boyos -192 a.C.-. Los boyos permanecieron tranquilos, incluso su senado con sus hijos y sus prefectos de la caballería con sus hombres, mil quinientos en total, se sometieron formalmente al cónsul. El otro cónsul devastó la Liguria a lo largo y a lo ancho, capturó varios de sus castillos y se apoderó en ellos no solo de botín y prisioneros, sino que también liberó a muchos ciudadanos y miembros de las ciudades aliadas que habían estado en manos del enemigo. Ese año, el Senado y el pueblo autorizaron la formación de una colonia militar en Vibo, asentándose allí tres mil setecientos infantes y trescientos jinetes y actuando como triunviros Quinto Nevio, Marco Minucio y Marco Furio Crasipe. Se asignaron quince yugadas a cada soldado de infantería y el doble a los de caballería [4,05 y 8,10 Hectáreas, respectivamente.-N. del T.]. Las tierras pertenecieron anteriormente a los brucios, que la habían tomado de los griegos. Durante este tiempo se produjeron dos incidentes alarmantes en Roma; uno de ellos duró más, pero fue menos destructivo. Hubo temblores de tierra que se prolongaron durante treinta y ocho días, transcurriendo los festivos durante todos aquellos días entre la inquietud general y la alarma. Se ofrecieron rogativas durante tres días consecutivos para alejar el peligro. El otro no resultó un pánico infundado, sino un auténtico desastre para muchos. Se desató un incendio en el Foto Boario; durante un día y una noche, los edificios frente al Tíber ardieron y se quemaron todas las tiendas con sus valiosas mercaderías.
[35.41] El año estaba casi terminando y día a día aumentaban los rumores sobre los preparativos bélicos de Antíoco, así como la inquietud del Senado. La discusión sobre la asignación de provincias para los nuevos cónsules dio como resultado que el Senado decretara que una de las provincias consulares sería Italia y la otra, cualquiera que decidiese el Senado, pues se daba por supuesto que esta sería la guerra con Antíoco. Aquel a quien se asignara este campo de operaciones, se le proporcionarían cuatro mil infantes romanos y seis mil aliados, junto con trescientos jinetes romanos y cuatrocientos aliados. Se encargó a Lucio Quincio que alistara estas fuerzas, de manera que no hubiera retraso en la inmediata partida del cónsul una vez lo considerase necesario el Senado. Se emitió un decreto similar para el caso de los pretores electos. El primer sorteo se celebró para asignar las preturas urbana y peregrina; el segundo fue para el Brucio; el tercero para el mando de la flota, que se enviaría donde ordenara el Senado; la cuarta fue para Sicilia; la quinta para Cerdeña y la sexta para la Hispania Ulterior. Se ordenó al cónsul Lucio Quincio que alistara dos nuevas legiones de ciudadanos romanos y un contingente aliado de veinte mil infantes y ochocientos jinetes. Ese ejército se asignó al pretor que tuviera el Brucio como su provincia. Aquel año se dedicaron dos templos a Júpiter; uno de ellos había sido ofrecido por Lucio Furio Purpúreo siendo pretor, en la guerra contra los galos, y el otro cuando era cónsul. La consagración fue llevada a cabo por uno de los decenviros, Quinto Marcio Rala. Se aprobaron aquel año muchas sentencias severas contra los prestamistas, actuando como acusadores los ediles curules, Marco Tucio y Publio Junio Bruto. Del producto de las multas que se les impuso, se colocaron cuadrigas doradas en el templo del Capitolio y doce escudos dorados en el frontispicio del santuario de Júpiter. Estos mismos ediles construyeron un pórtico en el exterior de la puerta Trigémina, en el barrio de los carpinteros.
[35.42] Si los romanos dedicaban toda su atención a los preparativos para una nueva guerra, Antíoco, por su parte, mostraba una actividad incesante. Sin embargo, estaba detenido en Asia por tres ciudades, Esmirna, Alejandría Troas [o de Tróade.-N. del T.] y Lámpsaco, que ni había podido tomar por asalto ni atraerse mediante condiciones, y que no quería dejar en su retaguardia durante su invasión de Europa. Otra causa de su retraso, era su incertidumbre acerca de Aníbal. Primeramente, se retrasaron los buques sin cubierta que tenía intención de enviar con Aníbal a África; después se cuestionó, principalmente por Toante, si debía enviársele o no. Toante afirmaba que toda Grecia estaba sumida en la confusión y que Demetríade había caído en sus manos. Las mentiras que había contado sobre el rey y las exageraciones en cuanto a las fuerzas que poseía Antíoco habían entusiasmado a muchos en Grecia, con estas mismas mentiras alimentaba también las esperanzas del rey. Le decía que todos deseaban su llegada y que acudían en masa a los puntos de la costa donde se avistaba la flota real. Fue también Toante el que se atrevió a disuadir al rey de la decisión, que ya tenía prácticamente tomada, respecto a Aníbal; expresó su opinión de que no se debían quitar naves de la flota del rey y que, en caso de que hubiera que hacerlo, Aníbal era la última persona que debía mandarlas, pues se trataba de un desterrado, de un cartaginés al que su fortuna o su imaginación sugerían cada día miles de planes nuevos. Además, la gloria militar, que acompañaba a Aníbal como una especie de dote, parecía demasiado grande quien solo era el prefecto de un rey; sobre el rey debían fijarse las miradas de todos, él debía ser el único líder y comandante supremo. Si Aníbal perdiera una flota o un ejército, la pérdida sería tan grande como si ocurriera bajo el mando de cualquier otro general; pero si se lograba la victoria, la gloria de ella sería para Aníbal y no para Antíoco. Suponiendo que fueran lo bastante afortunados como para infligir una derrota decisiva a los romanos y ganaran la guerra, ¿cómo podían esperar que Aníbal viviera tranquilamente sometido a un monarca, bajo el dominio de un hombre, si no había podido aguantar los límites impuestos por las leyes de su propio país? Sus aspiraciones de juventud y sus esperanzas de dominar todo el mundo no lo habían preparado para soportar un amo en su vejez. No había necesidad de que el rey otorgara un mando a Aníbal; podría encontrar para él un lugar como miembro de su séquito o consejero en cuestiones relativas a la guerra. Una exigencia moderada de habilidades como las suyas no resultaría peligroso ni inútil; pero si se le exigiera todo cuanto podía rendir, podría ocasionar perjuicio tanto de quien lo proporcionaba como de quien lo recibía.
[35.43] No hay carácter tan propenso a la envidia como el de aquellos cuyo nacimiento y fortuna no están de acuerdo con su inteligencia, pues odian el valor y el bien ajenos. El plan de enviar a Aníbal, que era lo único útil que se había ideado desde el principio de la guerra, fue dejado rápidamente de lado. Envalentonado porque Demetríade se hubiera pasado de los romanos a los etolios, Antíoco decidió no retrasar más su avance sobre Grecia. Antes de zarpar subió a Ilión [Troya, por otro nombre.-N. del T.] por la costa, para ofrecer un sacrificio a la diosa Minerva. Se reunió después con su flota y partió con cuarenta naves cubiertas y sesenta descubiertas, a las que siguieron doscientos transportes cargados de suministros e impedimenta militar de todo tipo. Puso rumbo primeramente a la isla de Imbros, cruzando desde allí el mar Egeo hacia Esciatos. Reagrupó allí los barcos que se habían desviado durante el viaje y navegó hasta Pteleo, el primer punto en el continente. Aquí se encontró con el magnetarca Euríloco y los dirigentes de los magnetes, llegados desde Demetríade, poniéndole de excelente humor la contemplación de tantos apoyos. Al día siguiente entró en el puerto de la ciudad e hizo desembarcar sus tropas en un lugar no lejos de allí. El total de sus fuerzas consistía en diez mil infantes, quinientos jinetes y seis elefantes, un contingente que apenas bastaba para ocupar una Grecia desarmada, y mucho menos para librar una guerra contra Roma. Cuando los etolios tuvieron noticia de que Antíoco estaba en Demetríade, se apresuraron a convocar una asamblea y a aprobar una resolución invitándolo a acudir. Como el rey ya sabía que se iba a aprobar dicha resolución, había partido de Demetríade y avanzaba hacia Fálara [la actual Stylídha.-N. del T.], en el golfo Malíaco. Después de que se le entregara el decreto pasó a Lamia, donde recibió una acogida entusiasta por parte de la población, que mostró su satisfacción mediante aplausos, gritos y el resto de manifestaciones con que la gente suele manifestar su alegría desbordante.
[35.44] Cuando entró en la asamblea, resultó difícil para el pretor Feneas y el resto de dirigentes lograr el silencio y que el rey pudiera hablar. Empezó disculpándose por haber llegado con menos fuerzas de las que todos habían esperado y previsto. Esto debía tomarse, les dijo, como la mayor prueba de su amistad y devoción por ellos; pues a pesar de no estar preparado y que la temporada no fuese la idónea para una travesía marítima, él había respondido de inmediato a la petición de sus delegados, convencido como estaba de que cuando los etolios le vieran entre ellos se darían cuenta de que, aún habiendo llegado solo, era sobre él en quien fiaban su seguridad y protección. Al mismo tiempo, él estaba dispuesto a cumplir con todas las esperanzas, incluso con las de aquellos que, por el momento, parecían decepcionadas. En cuanto la primera estación hiciera segura la navegación, cubriría toda Grecia con las armas, hombres y caballos, rodearía sus costas con la flota y no escatimaría esfuerzos ni peligros hasta haber librado Grecia del yugo del dominio romano y haber dado a los etolios la supremacía sobre ella. Suministros de todo tipo acompañarían a sus ejércitos desde Asia; por el momento, deberían ocuparse los etolios de proporcionar a sus tropas un abundante suministro de grano y otras provisiones a un precio razonable.
[35,45] Después de este discurso, que recibió la aprobación unánime, el rey se retiró. Se produjo a continuación una animada discusión entre los dos dirigentes etolios, Feneas y Toante. Feneas argumentaba que Antíoco no les sería de tanta utilidad dirigiendo la guerra como actuando como pacificador y árbitro, ante quien podrían someterse sus diferencias con Roma; su presencia entre ellos y su dignidad real harían más para ganarse el respeto de los romanos que las armas. Muchos hombres, para evitar la necesidad de la guerra, harán concesiones que no se les podrían arrancar mediante la lucha armada. Toante, por su parte, afirmaba que Feneas no deseaba realmente la paz y que solo quería obstaculizar sus preparativos para la guerra, de modo que el rey, harto de retrasos, relajara sus esfuerzos y los romanos ganaran tiempo para completar sus propias medidas. A pesar de todas las delegaciones que habían enviado a Roma y todas las discusiones en persona con Quincio, habían aprendido por experiencia que no se podían conseguir condiciones justas de Roma, ni habrían buscado la ayuda de Antíoco de no haber visto perderse todas sus esperanzas. Ahora que este se había presentado antes de lo que nadie esperaba, no debía disminuir su propósito, sino que debían rogar al rey que, ya que había venido personalmente como campeón de Grecia, que era lo más importante, hiciera venir a todas sus fuerzas militares y navales. Un rey de armas podría ganar algo; sin ellas, no tendría la menor influencia sobre los romanos, ni actuando en nombre de los etolios ni incluso defendiendo sus propios intereses. En estas discusiones pasaron el día y decidieron nombrar al rey comandante en jefe con poderes absolutos, eligiendo a treinta de sus notables para actuar como consejo asesor para cualquier asunto sobre el que deseara consultarles.
[35.46] Disuelta así la asamblea, sus miembros se marcharon, cada uno a su ciudad. Al día siguiente, el rey consultó a los apocletos dónde debería iniciar las operaciones. Se pensó que lo mejor era empezar por la Cálcide, donde los etolios habían efectuado un infructuoso intento y donde consideraban que la victoria dependía más de la rapidez en actuar que en grandes preparativos o esfuerzos. El rey, en consecuencia, con aquella fuerza de mil infantes que habían llegado con él desde Demetríade, marchó a través de la Fócide mientras los dirigentes etolios, que habían hecho llamar a unos pocos de sus jóvenes, fueron por otro camino y se reunieron con él en Queronea, siguiéndole en diez naves cubiertas. Fijando su campamento en Salgánea, cruzó el Euripo con los etolios y, cuando estaba a corta distancia del puerto, los magistrados y notables de Calcis salieron hasta la puerta. Un pequeño grupo de cada lado se reunió para conferenciar. Los etolios hicieron todo lo posible por convencer a los calcidios para que recibieran al rey como aliado y amigo, sin por ello alterar sus relaciones de amistad con los romanos. Les decían que había cruzado hasta Europa no para hacer la guerra, sino para liberar Grecia, y no con vacías profesiones como habían hecho los romanos, sino para liberarla realmente. Nada sería más ventajoso para las ciudades griegas que entablar relaciones de amistad con ambas parte, pues entonces quedarían a salvo de cualquier maltrato de una parte mediante la protección a que el otro se comprometía. Si se negaban a recibir al rey, debían considerar cuánto iban a sufrir en breve, pues los romanos estaban demasiado lejos para ayudarles y Antíoco, a quien no podrían resistirse, estaba ante sus puertas como enemigo. Micición, uno de los jefes aqueos, les respondió preguntándose qué pueblo sería aquel al que venía Antíoco a liberar, abandonando su reino y cruzando a Europa. Él no sabía de ninguna ciudad en Grecia que alojase una guarnición romana o pagara tributo a Roma, ni a la que se le hubieran impuesto contra su voluntad un tratado o se rigiera por leyes que no fueran de su agrado. Los calcidios no necesitaban a nadie que los liberara, pues ya eran libres; tampoco necesitaban protección, pues justamente gracias a aquel mismo pueblo romano disfrutaban de paz y libertad. Ellos no rechazan la amistad del rey, ni la de los mismos etolios; pero la primera prueba de su amistad sería su partida de la isla pues, por lo que a ellos concernía, estaban decididos a no admitirlos entre sus murallas y a no pactar ninguna alianza sin la autorización de los romanos.
[35.47] El rey había permanecido a bordo y, cuando se le informó de todo esto, decidió volver de momento a Demetríade, pues no había llevado suficientes tropas para intentar nada por la fuerza. Como su primer intento había sido un fracaso completo, consultó los etolios sobre cuál debía ser el siguiente paso. Estos decidieron tantear a los beocios, a los aqueos y a Aminandro, el rey de los atamanes. Tenían la impresión de que los beocios se habían separado de Roma ya desde la muerte de Braquiles y los acontecimientos que siguieron; también pensaban que Filopemén, el líder de los aqueos, disgustaba a Quincio, que estaba celoso de él por la gloria que había adquirido en la guerra de Laconia. Aminandro estaba casado con Apama, la hija de un tal Alejandro de Megalópolis, que se consideraba descendiente de Alejandro Magno y que había dado a sus tres hijos los nombres de Filipo, Alejandro y Apama. Cuando, por su matrimonio con el rey, Apama llegó a ser famosa, su hermano mayor, Filipo, la siguió a Atamania. Era este un joven débil y vanidoso, y Antíoco y los etolios le convencieron de que lograba atraerse a Aminandro y los atamanes del lado de aquel, podría esperar el trono de Macedonia, pues era de sangre real. Estas promesas vacías hicieron efecto no solo en Filipo, sino también en Aminandro.
[35.48] En Acaya, en una asamblea celebrada en Egio, fueron recibidos los enviados etolios y de Antíoco, en presencia de Tito Quincio. El enviado de Antíoco habló antes que los etolios. Como la mayoría de los hombres que son alimentados por la gracia real, este habló con un tono grandilocuente, llenando mar y tierra con el vacuo sonido de sus palabras. Según él, una masa innumerable de caballería estaba cruzando el Helesponto hacia Europa; algunos vestían cotas de malla y se les llamaba «catafractos»; otros eran arqueros y podían colocar sus flechas con bastante precisión al huir montando de espaldas, contra lo que no había protección bastante. Aunque esta fuerza de caballería por sí sola podría derrotar a todos los ejércitos unidos de Europa, siguió hablando de fuerzas de infantería muchas veces más numerosas y sorprendiendo a sus oyentes con nombres de los que apenas habían oído hablar: los dahas, medos, alimeos y cadusios. Las fuerzas navales eran tales que no había puertos en Grecia que pudieran darles cabida; el ala derecha estaba formada por los sidonios y los tirios, la izquierda por los aradios y los sidetas de Panfilia, naciones sin igual en todo el mundo como marineros hábiles e intrépidos. No era necesario, continuó, referirse al dinero u otros medios para la guerra, sus propios oyentes sabían que los reinos de Asia siempre habían abundado en oro. Así pues, los romanos no se las iban a ver con un Filipo o un Aníbal, adalid este de una sola ciudad y aquel confinado a los límites de su reino macedonio, sino con el Gran Rey que gobernada sobre toda Asia y parte de Europa. Y, sin embargo, viniendo como lo hacía desde los más remotos confines de Oriente para liberar Grecia, nada pedía a los aqueos que pudiera afectar a su lealtad hacia los romanos, sus antiguos amigos y aliados. No les pedía que tomasen las armas contra ellos, todo lo que quería era que no se unieran a ninguno de los dos bandos. «Que vuestro único deseo y anhelo -concluyó-, como corresponde a unos amigos comunes, sea que ambos disfruten de paz; si debe haber guerra, no os involucréis en ella». Arquidamo, que representaba a los etolios, habló en el mismo sentido y los instó a mantener una actitud pasiva, que resultaba lo más fácil y seguro, y que esperasen la fortuna última de los demás sin que la suya corriera ningún riesgo. A continuación dio rienda suelta a su lengua estallando en insultos, unas veces contra los romanos en general y otras contra Quincio en particular, reprochándoles su ingratitud y afirmando que la victoria sobre Filipo y la misma salvación se debió al valor de los etolios, que salvaron a Quincio y a su ejército de la destrucción. «¿Qué deberes propios de un general había desempeñado él? -exclamó- Yo lo he visto en el campo de batalla, tomando auspicios, sacrificando víctimas y ofreciendo votos como un sacerdote cualquiera, mientras yo me exponía a las armas enemigas para defenderlo».
[35,49] En su contestación, Quincio respondió que Arquidamo había tenido en cuenta más delante de quiénes hablaba, que no entre quiénes lo hacía, pues los aqueos sabían bien que la belicosidad de los etolios se encuentra más en sus palabras que en sus actos y se mostraba más arengando en las asambleas que sobre el campo de batalla. Por eso no habían dado tanta importancia a la opinión de los aqueos, pues sabían que los conocían bien, y habían dirigido su grandilocuencia hacia los enviados del rey y, por su medio, hacia el mismo rey ausente. Si hasta aquel momento no sabía qué había llevado a Antíoco a hacer causa común con los etolios, tras el discurso de su enviado ya podía deducirlo con claridad. Mintiéndose el uno al otro y alardeando de unas fuerzas que ninguno de ellos poseía, se habían llenado mutuamente de vanas esperanzas. Estos cuentan que gracias a ellos se derrotó a Filipo y que por su valor se salvaron los romanos, como acabáis de escuchar, y hablan como si vosotros y las restantes ciudades y naciones fueran a seguir su ejemplo. El rey, por su parte, se jacta de sus nubes de infantería y caballería, y de cubrir todos los mares con sus flotas. Esto es muy parecido a algo que sucedió cuando estábamos en una cena con un huésped mío en Calcis, hombre digno y excelente anfitrión. Tuvo lugar en pleno verano y estábamos siendo abundantemente regalados, preguntándonos cómo se las habría arreglado para conseguir tal abundancia y variedad de caza en aquella época del año. El hombre, que no era tan fanfarrón como estos, sonrió y nos dijo: «Esta variedad de lo que parecen carnes de caza se debe a los condimentos y aderezos, pues todo ha sido hecho a partir de un cerdo criado en casa». Esto mismo bien se pudiera aplicar a las fuerzas del rey, de las que se había hecho alarde poco antes. Toda aquella variedad de equipos y la multitud de nombres que nadie había oído jamás -dahas, medos, cadusios y elimeos-, no son más que sirios, cuyo servil y rastrero carácter hace de ellos más una raza de esclavos que una nación de soldados. Me gustaría poder traer ante vuestros ojos, aqueos, las visitas de este «Gran Rey» desde Demetríade, bien a Lamia, a la asamblea de los etolios, bien a Calcis. Veríais entonces lo que semejaban ser dos legiones mal desplegadas en el campamento real; veríais al rey implorando, casi de rodillas, trigo a los etolios y tratando de obtener un préstamo con el que pagar a sus hombres; lo veríais permanecer ante las puertas de Calcis y regresar a Etolia, tras ser rechazado, sin haber conseguido nada excepto un atisbo de la Áulide y el Euripo. La confianza del rey en los etolios estuvo fuera de lugar, así como la de ellos en las promesas vacías de él. No debéis, por tanto, dejaros engañar; en vez de eso, confiad en la fidelidad de Roma, de la que ya tenéis experiencia probada. En cuanto a eso que os dicen de que lo mejor que podéis hacer es no veros involucrados en la guerra, nada está más lejos de vuestro interés; pues luego, al no haber logrado ni gratitud ni respeto, caeréis como un premio para el vencedor».
[35,50] Se consideró que la respuesta a ambas partes resultó apropiada, ganándose fácilmente la aprobación de los oyentes. Sin más discusión ni debate se llegó a la decisión unánime de que los aqueos contarían entre sus amigos o enemigos aquellos a quienes los romanos considerasen como tales, declarando así mismo la guerra a Antíoco y a los etolios. Siguiendo instrucciones de Quincio, enviaron de inmediato un contingente de quinientos hombres a Calcis y número igual al Pireo. En Atenas, las cosas se estaban acercando rápidamente a un estado de guerra civil por culpa de la acción de ciertos individuos que, con la esperanza de recibir recompensas, estaban conduciendo a la población inclinada a dejarse comprar con oro, a ponerse de parte de Antíoco. Los partidarios de los romanos llamaron a Quincio y Apolodoro, el cabecilla de la rebelión, fue declarado culpable y enviado al destierro, actuando como acusador un tal Leonte. Los delegados volvieron al rey con una respuesta desfavorable por parte de los aqueos. Los beocios no dieron una respuesta definitiva; se limitaron, simplemente, a prometer que deliberarían sobre qué medidas debían tomar una vez apareciera Antíoco en Beocia. Cuando Antíoco escuchó que tanto los aqueos como el rey Eumenes habían enviado cada uno refuerzos a Cálcide, comprendió que debía actuar con prontitud, ser el primero en entrar en la plaza y, de ser posible, sorprender al enemigo cuando llegase. Envió a Menipo con unos tres mil hombres y a Polixénidas con toda la flota, marchando él pocos días después en persona con seis mil de sus propios hombres y un pequeño cuerpo de etolios que pudo reunir al vuelo en Lamia. Los quinientos aqueos y el pequeño contingente proporcionado por el rey Eumenes, al mando de Xenóclides de Calcis, cruzó el Euripo, pues esa ruta aún estaba abierta, y llegaron a Cálcide. Las tropas romanas, compuestas por unos quinientos soldados, llegaron después que Menipo hubiera acampado ante Salgánea, cerca del Hermeo, el punto de cruce desde Beocia a la isla de Eubea. Iba con ellos Micición, que había sido enviado a Quincio por los de Calcis para solicitar aquellas fuerzas. Sin embargo, cuando se encontró que el paso estaba bloqueado por el enemigo, abandonó el que llevaba a Áulide y tomó el de Delio con la intención de cruzar desde allí a Eubea.
[35,51] Delio es un templo de Apolo con vistas al mar, a cinco millas de distancia de Tanagra y a cuatro millas del punto más cercano de Eubea por mar [7400 y 5920 metros, respectivamente.-N. del T.]. Aquí, en el templo y en el bosque sagrado, protegidos e inviolables por el derecho de los santuarios que amparan los recintos llamados «asilos» por los griegos, los soldados paseaban tranquilamente a sus anchas, pues no habían escuchado todavía que existiera un estado de guerra, que se hubieran desenvainado las espadas o que se hubiera producido derramamiento de sangre. Algunos se dedicaban a visitar el templo y el bosque, otros paseaban desarmados por la playa y gran número de ellos habían ido a conseguir madera y forraje. Estando así dispersos, Menipo los atacó por sorpresa. Mató a … [falta el texto, supuestamente un numeral.-N. del T.] y cincuenta fueron hechos prisioneros. Escaparon muy pocos, entre los que estaba Micición, al que recogió una pequeña nave de carga. Las pérdidas disgustaron a Quincio y a los romanos pero, al mismo tiempo, se consideraron una justificación adición para la guerra contra Antíoco. Este había trasladado su ejército hasta la Áulide y desde allí envío una segunda embajada a Calcis, consistente en algunos de su propia gente y algunos etolios. Emplearon los mismos argumentos que la vez anterior, pero en un tono mucho más amenazante. A pesar de los esfuerzos de Micición y Xenóclides, no tuvieron mucha dificultad para convencer a los habitantes de la ciudad que le abrieran las puertas. Los partidarios de Roma salieron de la ciudad justo antes de la entrada del rey. Las tropas aqueas y las del rey Eumenes se mantenían en Salgánea, mientras un pequeño grupo de romanos construía un castillo en el Euripo para defender la posición [la fortificación estaba en la colina situada justo al norte del puente del Euripo.-N. del T.]. Menipo atacó Salgánea mientras Antíoco se disponía a capturar el castillo. Los aqueos y los soldados del rey Eumenes fueron los primeros en abandonar la defensa, a condición de que se les permitiera salir con seguridad. Los romanos ofrecieron una resistencia mucho mayor, pero cuando se dieron cuenta de que estaban bloqueados por tierra y mar, y que estaban aproximando artillería de asedio, no pudieron resistir más. Como el rey se había apoderado de la capital de Eubea, el resto de ciudades no se opuso a su dominio. Se ilusionaba, así, pensando que había tenido un muy buen inicio en la guerra, teniendo en cuenta el tamaño de la isla y el número de ciudades tan adecuadamente situadas que habían caído en sus manos.