La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro trigesimonoveno
Las bacanales en Roma y en Italia.
[39,1] Mientras se producían estos incidentes en Roma -si es que se produjeron verdaderamente durante este año [el 187 a.C.-N. del T.]– ambos cónsules libraron una guerra contra los ligures. Aquel enemigo que parecía haber nacido para mantener la disciplina militar de los romanos en los intervalos entre guerras más importantes; ninguna otra provincia estimulaba tanto los actos valerosos de los soldados. En Asia, los placeres de la vida ciudadana, el amplio surtido de lujos llegados por tierra y mar, la molicie del enemigo y las riquezas de los reyes servían más para enriquecer que para hacer más eficaces a los ejércitos. Especialmente, bajo el mando de Manlio se volvieron descuidados e indisciplinados al punto que una marcha algo más dura a través de Tracia y un enemigo más belicoso les hicieron aprender una muy necesaria lección mediante una severa derrota. En Liguria existía todo lo preciso para templar un soldado: un país duro y difícil, altas montañas que costaban tanto ocupar como desalojar de ellas al enemigo, caminos escabrosos en los que siempre existía el peligro de una emboscada, un enemigo armado a la ligera, rápido de movimientos, de apariciones repentinas y que nunca permitía que ningún lugar, a ninguna hora, gozara de calma y quedara seguro. Cualquier ataque contra una posición fortificada implicaba mucho trabajo y peligro; poco se podía sacar de aquel país y los soldados se veían reducidos a una alimentación escasa, pues podían obtener poco botín. En consecuencia, no había lugar para vivanderos ni para largas columnas de animales de carga; nada más que las armas y los hombres que dependían exclusivamente de ellas. Nunca faltaban ocasiones para combatir, pues los nativos, impulsados por su pobreza, estaban habituados a atacar los campos de sus vecinos; nunca, sin embargo, se enzarzaban en una batalla campal.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[39,2] El cónsul Cayo Flaminio, tras librar varios combates con éxito contra los ligures friniates [habitaban el territorio comprendido entre las actuales Módena y Reggio Emilia.-N. del T.], aceptó su rendición y los desarmó. Al no cumplir esta exigencia, tomó severas medidas contra ellos, por lo que abandonaron sus aldeas y se refugiaron en el monte Augino, con el cónsul persiguiéndoles de cerca. En partidas dispersas y la mayoría sin armas, huyeron precipitadamente por lugares escarpados e impracticables, donde su enemigo no les podía seguir, escapando de esta manera a través del Apenino. Los que se habían quedado en su campamento fueron rodeados y aplastados. Después, las legiones fueron conducidas a través del Apenino. Allí, los enemigos se defendieron durante un corto espacio de tiempo gracias a la altura de la montaña que habían ocupado, aunque pronto terminaron por rendirse. Esta vez se hizo una búsqueda más exhaustiva de armas y se les quitaron todas. Se trasladó luego la guerra al territorio de los ligures apuanos, cuyas continuas incursiones en los campos de Pisa y Bolonia hacían imposible cualquier cultivo. El cónsul, así mismo, los venció completamente y trajo la paz a los alrededores. Ahora que la provincia había cambiado del estado de guerra al de paz y tranquilidad, decidió que sus soldados no debían mantenerse ociosos y los empleó en la construcción de una carretera desde Bolonia hasta Arezzo. El otro cónsul, Marco Emilio, destruyó e incendió las granjas y las aldeas de los ligures que habitaban las tierras bajas y los valles; estos huyeron y ocuparon las alturas de Balista y Suismoncio [pudiera tratarse del Balestra y el Bismantova.-N. del T.]. A continuación, los atacó en las montañas, acosándoles mediante escaramuzas y obligándolos, finalmente, a un enfrentamiento regular donde los derrotó por completo. Durante la batalla, prometió con voto un templo a Diana. Como todas las tribus de este lado del Apenino quedaran sometidas, Emilio avanzó contra los tramontanos, incluyendo a aquellos de los friniates con los que no había establecido contacto Cayo Flaminio. Los sometió a todos, los privó de sus armas e hizo descender a toda la población desde las alturas al llano. Después de establecer la paz en Liguria, llevó a su ejército a la Galia e hizo construir una carretera desde Plasencia a Rímini [se trata de la Vía Emilia.-N. del T.] para enlazar con la Vía Flaminia. En la última batalla librada contra los ligures, prometió con voto un templo a Juno Reina. Estos fueron los acontecimientos del año en Liguria.
[39,3] En la Galia todo estaba tranquilo, pero el pretor Marco Furio, deseoso de hacer que pareciera como si estuviese en guerra, privó a los inofensivos cenomanos de sus armas. Estos fueron a Roma para quejarse por lo ocurrido ante el Senado, que los envió al cónsul Emilio, al que encargaron la investigación del caso. Se produjo un largo y acalorado debate con el pretor, pero mantuvieron en todo sus posiciones y se ordenó a Furio que les devolviera sus armas y abandonara la provincia. El Senado dio audiencia luego a las delegaciones de los aliados latinos que habían llegado desde todas las ciudades y colonias del Lacio. Se quejaban por el gran número de sus ciudadanos que habían emigrado a Roma y se habían censado allí. Quinto Terencio Culeo, uno de los pretores, se encargó de la tarea de encontrarlos y, a cualquiera que se demostrase que su padre o él se habían censado durante la censura de Cayo Claudio y Marco Livio [en el 204 a.C.-N. del T] o sus sucesores, se le ordenaría regresar a la ciudad en la que había sido registrado; a consecuencia de aquello, fueron devueltos a sus hogares doce mil latinos. Incluso entonces, la ciudad soportaba la carga de gran multitud de inmigrantes.
[39,4] Marco Fulvio regresó de Etolia antes de que los cónsules volvieran a Roma. El Senado le dio audiencia en el templo de Apolo, donde informó detalladamente de sus operaciones en Etolia y Cefalania. Solicitó luego al Senado que aprobara una resolución, si lo consideraba justo, por la que, en consideración al éxito y la buena fortuna con que había servido al Estado, se rindieran honores a los dioses inmortales y se decretase para él un triunfo. Marco Aburio, uno de los tribunos de la plebe, participó su intención de vetar la aprobación de cualquier decreto antes de la llegada de Marco Emilio. El cónsul quería oponerse y, al partir hacia su provincia, le había encargado al tribuno que se aplazase la discusión de aquel asunto hasta su regreso. Fulvio, argumentó, nada perdería con el retraso y el Senado podría aprobar el triunfo aun cuando estuviese presente el cónsul. Fulvio replicó así: «Incluso si la hostilidad de Emilio hacia él y el carácter arbitrario y dictatorial que mostraba contra sus adversarios no fueran asunto de general conocimiento, aun así resultaría intolerable que un cónsul ausente pudiera interponerse en la manera de rendir honores a los dioses inmortales y retrasar un triunfo merecido y justo, o que un general que había alcanzado brillantes éxitos debiera permanecer ante la puerta de la Ciudad con su ejército victorioso, el botín de guerra y los prisioneros hasta que al cónsul, que precisamente por ello se retrasaba, le placiera regresar a Roma. Y sin embargo, resultando tan conocidas y notorias sus diferencias con el cónsul, ¿Qué trato justo podría esperarse de alguien que había depositado en el erario [el templo de Saturno albergaba el erario y los archivos públicos de Roma.-N. del T.] un senadoconsulto, aprobado casi a escondidas y aprovechando la poca asistencia, insinuando que Ambracia no se había capturado al asalto, que no se había atacado esa ciudad con terraplenes y manteletes, que cuando se incendiaron aquellas obras de asedio no se construyeron otras nuevas; que durante quince días se combatió alrededor de las murallas, sobre el terreno, y también por debajo, y aun cuando los soldados hubieron sobrepasado las murallas siguió una lucha larga y dudosa desde la madrugada al anochecer; que murieron más de tres mil enemigos? ¿Qué era, además, aquella historia maliciosa con la que acudió a los pontífices en relación con el espolio de los templos de los dioses inmortales en la ciudad capturada? ¡A no ser que supongamos que es legítimo que adornen la Ciudad las obras de arte de Siracusa y las demás ciudades capturadas, y que se considere que Ambracia queda fuera del derecho de guerra!». Rogó a los senadores y pidió al tribuno que no hicieran de él un objeto de burla para su prepotente adversario.
[39,5] Los senadores le apoyaron como un solo hombre; algunos trataron de convencer al tribuno para que renunciara a su veto y otros lo asaltaban con amargos reproches. Fue, sin embargo, el discurso de su colega, Tiberio Graco, el que produjo en mayor efecto. Dijo que era un mal precedente que un hombre usara su cargo oficial como instrumento para sus enemistades personales; pero que un tribuno de la plebe se convirtiera en agente de la venganza de otro hombre resultaba vergonzoso e indigno del poder e inviolabilidad del colegio tribunicio y de las leyes sagradas. Cada cual debía elegir por sí mismo a quién amar y a quién odiar, qué actos aprobar o desaprobar; no debía esperar la mirada o el gesto de otro hombre, ni dejarse llevar a una parte o a otra por los motivos o los estados de ánimo de otro hombre. Un tribuno no se debía convertir en herramienta de los enfados de un cónsul, teniendo presente lo que Marco Emilio le había confiado en privado, ni olvidar que el tribunado le había sido conferido por el pueblo de Roma, que le confiaba la protección de la libertad de los ciudadanos particulares, no la defensa de un cónsul autocrático. No se daba cuenta de que lo que pasaría a la posteridad sería que, de dos miembros del mismo colegio de tribunos, uno subordinó sus disputas privadas a los intereses del Estado y el otro se involucró en un conflicto que ni siquiera era suyo propio, sino encargado por otra persona. Agobiado por estos reproches, el tribuno abandonó la Curia y, a propuesta de Servio Sulpicio, se decretó un triunfo para Marco Fulvio. Este dio las gracias a los senadores y les comunicó que, el día en que tomó Ambracia, se había comprometido mediante voto a celebrar unos grandes juegos en honor de Júpiter Óptimo Máximo y que las ciudades habían contribuido con cien libras de oro para este fin. Solicitó al Senado que mandasen apartar esa cantidad del dinero que aportaría al tesoro, tras llevarlo en el triunfo. El Senado ordenó que se remitiera al colegio de pontífices la cuestión de si era necesario que todo aquel oro fuera gastado en los Juegos. Respondieron que no era cosa relevante, a efectos religiosos, cuánto dinero se gastase en los Juegos; así pues, el Senado autorizó a Fulvio para que gastara cuanto quisiera en los Juegos, siempre la cantidad no excediera los ochenta mil sestercios.
Fulvio había fijado la fecha de su triunfo para enero; sin embargo, al saber que Marco Emilio había recibido una carta de Aburio diciéndole que había retirado su oposición y que venía de camino a Roma para impedir el triunfo, pero que se había detenido en su viaje por estar enfermo, adelantó la fecha para no tener que pelear más en el triunfo que durante la guerra. El veintitrés de diciembre celebró su triunfo sobre los etolios y Cefalania. Desfilaron ante su carro coronas de oro con un peso total de ciento doce libras, mil ochenta y tres libras de plata, doscientas cuarenta y tres libras de oro, ciento dieciocho mil tetracmas áticos y doce mil cuatrocientos veintidós filipos [moneda de oro con la efigie de Filipo II y un peso de 8,73gr.-N. del T.]; setecientas ochenta estatuas de bronce y doscientas treinta de mármol. Hubo una gran cantidad de armaduras, armas y demás despojos enemigos, así como catapultas, ballestas y toda clase de artillería. Desfilaron también en la procesión veintisiete jefes etolios, cefalanios y del ejército de Antíoco que este abandonó allí. Antes de entrar efectivamente en la Ciudad, Fulvio otorgó recompensas a muchos de los tribunos militares, prefectos, caballeros y centuriones, tanto del ejército romano como de los contingentes aliados. Además del botín, dio a cada soldado veinticinco denarios, el doble a cada centurión y el triple a los jinetes.
[39,6] Se acercaba ya el momento de las elecciones y como Marco Emilio, a quien correspondía la obligación de celebrarlas, estaba incapacitado para ello [recordemos que había caído enfermo.-N. del T.], Cayo Flaminio fue a Roma para este propósito. Los cónsules electos fueron Espurio Postumio Albino y Quinto Marcio Filipo. Los nuevos pretores fueron Tito Menio, Publio Cornelio Sila, Cayo Calpurnio Pisón, Marco Licinio Lúculo, Cayo Aurelio Escauro y Lucio Quincio Crispino. Al cierre del año, una vez nombrados los nuevos magistrados, Cneo Manlio Vulso celebró su triunfo sobre los galos asiáticos el día cinco de marzo. La razón por la que aplazó su triunfo hasta fecha tan tardía fue su interés por evitar un enjuiciamiento en virtud de la ley Petilia mientras Quinto Terencio Culeo fuera pretor, así como la posibilidad de quedar atrapado entre las llamas de la sentencia que condenó a Escipión. Pensó que los jueces serían aún más hostiles hacia él de lo que habían sido hacia Escipión, a causa de los informes que habían llegado de Roma en los que se decía que había permitido a los soldados toda clase de libertades y que había destruido completamente la disciplina que su predecesor, Escipión, había mantenido. Y no eran las historias de lo sucedido en su provincia, lejos de la vista de los hombres, lo único que lo desacreditó; cosas aún peores se veían cada día entre sus soldados, pues los lujos extranjeros fueron introducidos en Roma por el ejército que prestó servicio en Asia. Aquellos hombres fueron los primeros en llevar a Roma lechos de bronce, costosas colchas, tapices y otros finos tejidos, así como mesas de un solo pie y aparadores, lo que en aquellos momentos se consideraron muebles magníficos. Se hicieron más atractivos los banquetes mediante la presencia de tañedoras de cítara y sambuca [es una especie de arpa.-N. del T.], así como otras formas de diversión; los mismos banquetes empezaron a prepararse con mayor cuidado y gasto. El cocinero, a quien los antiguos consideraron y trataron como al más humilde y menos valioso, fue aumentando de valor y lo que había sido considerado un oficio servil llegó a ser apreciado como un arte. Sin embargo, lo que por entonces apenas empezó a dejarse ver era el germen del lujo que se avecinaba.
[39,7] En su triunfo, Cneo Manlio hizo llevar delante de él doscientas coronas de oro, cada una de doce libras de peso, doscientas veinte mil libras de plata, dos mil ciento tres libras de oro, ciento veintisiete mil tetracmas áticos, doscientos cincuenta mil cistóforos [moneda de plata cuyo valor difiere, según el especialista al que se consulte, entre 1 didracma y 1 tetradracma, o sea, entre 8,6 y 17,2 gramos de plata.-N. del T.] y dieciséis mil trescientos veinte filipos de oro; también desfilaron, llevadas en carros, gran cantidad de armas y despojos capturados a los galos. Desfilaron también ante su carro cincuenta y dos de los jefes enemigos. Distribuyó entre los soldados cuarenta y dos denarios a cada legionario, el doble para los centuriones y el triple para los jinetes, así como una paga doble para todos. Desfilaron detrás de su carro muchos, de todas las graduaciones, que habían recibido recompensas militares, resultando evidente, por los versos de las canciones que cantaban los soldados, que lo consideraban un general indulgente y deseoso de popularidad, y que la celebración del triunfo era más apreciada entre los militares que por el pueblo. Sin embargo, los amigos de Manlio lograron ganarse también el favor del pueblo; mediante sus presiones, se aprobó un senadoconsulto ordenando que el dinero llevado en el triunfo se empleara en abonar la parte del préstamo, pendiente de pago, que el pueblo había hecho al Estado. Los cuestores, haciendo una escrupulosa y justa valoración, pagaron el veinticinco y medio por mil. Justo en aquel momento, llegaron dos tribunos militares con cartas de Cayo Atinio y Lucio Manlio, que gobernaban respectivamente en la Hispania Citerior y Ulterior. Al parecer, los celtíberos y los lusitanos estaban en armas y se dedicaban a asolar los territorios de los pueblos aliados. El Senado encargó a los nuevos magistrados la discusión sobre esta situación. Mientras se celebraban aquel año los Juegos Romanos por Publio Cornelio Cétego y Aulo Postumio Albino, un mástil mal asegurado del circo cayó sobre la estatua de Polencia [divinidad itálica, al parecer del poder o de la victoria, perteneciente a los dei indigetes.-N. del T.] y la derribó. Esto se consideró un presagio, decidiendo el Senado que los Juegos se celebraran durante un día más y que se debían erigir dos estatuas en lugar de la que había caído, siendo una de ellas dorada. Los Juegos plebeyos fueron prolongados un día más por los ediles Cayo Sempronio Bleso y Marco Furio Lusco.
[39,8] Durante el año siguiente -186 a.C.-, los cónsules Espurio Postumio Albino y Quinto Marcio Filipo vieron desviada su atención del ejército, las guerras y la administración de las provincias por la necesidad de sofocar una conspiración interna. Las provincias fueron adjudicadas a los pretores de la siguiente manera: la pretura urbana fue para Tito Menio y la peregrina para Marco Licinio Lúculo; Cerdeña correspondió a Cayo Aurelio Escauro, Sicilia a Publio Cornelio Sila, la Hispania Citerior fue para Lucio Quincio Crispino y la Ulterior para Cayo Calpurnio Pisón. Se encargó a ambos cónsules la investigación de las conspiraciones secretas. El asunto comenzó con la llegada a Etruria de un griego de bajo nacimiento que no poseía ninguna de las numerosas artes que difundió entre nosotros el pueblo que con más éxito cultivó la mente y el cuerpo. Era una especie de practicante de cultos y adivino, pero no de aquellos que inducen a error a los hombres enseñando abiertamente sus supersticiones por dinero, sino un sacerdote de misterios secretos y nocturnos. Al principio, estos se divulgaron solo entre unos pocos; después, empezaron a extenderse tanto entre hombres como entre mujeres, aumentando su atractivo mediante los placeres del vino y los banquetes para aumentar el número de sus seguidores. Una vez el vino, la noche, la promiscuidad de sexos y la mezcla de edades tiernas y adultas calentaban sus ánimos, apagando todo el sentido del pudor, comenzaban los excesos de toda clase, pues todos tenían a mano la satisfacción del deseo al que más le inclinaba su naturaleza. Y no se limitaba el daño a la violación general de hombres libres y mujeres; de la misma fuente salían falsos testimonios, la falsificación de sellos y testamentos, las falsas informaciones, y los filtros mágicos y muertes tan secretas que ni siquiera se podían encontrar los cadáveres para darles sepultura. Muchos crímenes fueron cometidos mediante engaños y muchos otros mediante la violencia, que quedaba oculta por el hecho de que, a causa de los gritos y el ruido de los tímpanos y címbalos, no se podía escuchar a los que pedían auxilio entre las violaciones y las muertes.
[39,9] Este mal desastroso se propagó desde Etruria a Roma como una enfermedad contagiosa. Al principio, el tamaño y la extensión de la Ciudad permitieron más espacio e impunidad para tales maldades y sirvieron para ocultarlas; pero, finalmente, llegaron noticias al cónsul y lo hicieron aproximadamente del siguiente modo: Publio Ebucio, cuyo padre había servido en la caballería con montura pública [es decir, pagada por el Estado.-N. del T.], había muerto, dejándole huérfano a edad temprana y al cuidado de tutores. Muertos estos también, se había educado bajo la tutela de Duronia, su madre, y de su padrastro, Tito Sempronio Rútilo. Como, por una parte, la madre estaba completamente sometida a su marido y, por la otra, su padrastro había ejercido su tutela de tal manera que no estaba en condiciones de dar cuentas adecuadamente de la misma, deseaba este quitarse de en medio a su pupilo o bien ponerlo a su merced mediante algo de lo que acusarlo. La única manera de corromper al joven eran las Bacanales. La madre dijo al muchacho que había hecho un voto en su nombre durante una enfermedad, a saber, que en cuanto se recuperase lo iniciaría en los misterios báquicos; ahora, comprometida por su voto por la bondad de los dioses, estaba obligada a cumplir con aquél. Él debía preservar su castidad durante diez días; tras la cena del décimo día, una vez bañado en agua pura, ella lo llevaría al lugar sagrado.
Había una liberta de nombre Hispala Fenecia que había sido una famosa cortesana y que no resultó digna de ser liberada pues, acostumbrada desde su niñez a tal actividad, incluso tras su manumisión siguió dedicándose a ella. Como sus casas estaban cerca una de la otra, había surgido cierta intimidad entre ella y Ebucio, que no resultaba en absoluto perjudicial ni para la reputación de él ni para su hacienda, pues ella buscaba su compañía y su amor desinteresadamente, manteniéndolo por su generosidad mientras sus padres se lo escatimaban todo. Su pasión por él había ido tan lejos que, una vez muerto su tutor y no estando ya bajo la tutela de nadie, solicitó a los tribunos y al pretor que nombraran un tutor para ella. Entonces, hizo testamento nombrando a Ebucio su único heredero.
[39.10] Con estas pruebas de su amor, ya no tenían secretos entre ellos y el joven le dijo en tono jocoso que no se sorprendiera si se ausentaba de ella durante algunas noches, pues tenía que cumplir un deber religioso: el cumplimiento de una promesa, hecha mientras estaba enfermo, por la que quería ser iniciado en los misterios de Baco. Al oír esto, quedó ella muy perturbada y exclamó «¡no lo consientan los dioses!. Mejor nos sería morir ambos antes que hagas tal cosa!». Lanzó luego maldiciones e imprecaciones sobre la cabeza de quien le hubiera aconsejado así. El joven, asombrado ante sus palabras y su gran emoción, le pidió que cesara en sus maldiciones, pues había sido su madre quien se lo había ordenado, con el consentimiento de su padrastro. «Pues entonces, tu padrastro -respondió ella-, ya que puede que no sea justo acusar a tu madre, tiene prisa por arruinar con este acto tu virtud, tu reputación, tus esperanzas y tu vida». Aún más asombrado, él le preguntó qué quería decir. Rogando a los dioses que la perdonaran si, llevada por su amor hacía él, revelaba lo que se debía callar, le descubrió cuando era una sierva había acompañado a su ama a aquel lugar de iniciación, pero que nunca se había acercado por allí desde que era libre. Sabía que aquella era oficina para toda clase de corruptelas, teniendo constancia de que en los últimos dos años no se había iniciado a nadie mayor de veinte años. Cuando alguien era llevado allí se le entregaba como una víctima a los sacerdotes, quienes lo llevaban a un lugar que resonaba con gritos, cánticos y el percutir de címbalos y tímpanos, de modo que no se podían oír los gritos de auxilio de aquel a quien sometían a violencia sexual. Le rogaba y le suplicaba, por ello, que se saliera del asunto lo mejor que pudiese y que no se precipitase a ciegas en un lugar en el que habría de soportar, y luego cometer, toda clase de ultrajes concebibles. No le dejó marchar hasta que él no le hubo dado su palabra de que no tomaría parte en aquellos ritos.
[39,11] Después de llegar a casa, su madre trajo a colación el tema de la iniciación, diciéndole lo que tenía que hacer ese día y los días siguientes. Él le dijo que no haría nada de aquello y que no tenía intención de ser iniciado. Su padrastro estaba presente en la conversación. De inmediato, la madre exclamó que él no podía pasar diez noches fuera de los brazos de Hispala; tan hechizado estaba por los encantos venenosos de aquella víbora que no respetaba ni a su madre, ni a su padrastro ni a los dioses. Entre los reproches de su madre, por un lado, y su padrastro, por otro, con la ayuda de cuatro esclavos lo echaron de la casa. El joven, entonces, se marchó a casa de una tía paterna, Ebucia, y le explicó por qué había sido expulsado de su casa; por consejo de ella, al día siguiente informó sin testigos al cónsul Postumio sobre el asunto. Postumio le dijo que regresara nuevamente a los dos días; al mismo tiempo, preguntó a su suegra Sulpicia, mujer respetable y juiciosa, si conocía a una anciana llamada Ebucia, que vivía en el Aventino. Ella le respondió que la conocía como una mujer respetable y de estricta moral a la antigua usanza; el cónsul le dijo que era importante que se entrevistara con ella y que Sulpicia debía mandarle recado para que viniera. Ebucia vino a ver a Sulpicia y el cónsul, entrando como por casualidad, llevó la conversación hacia Ebucio, el hijo de su hermano. La mujer estalló en lágrimas y comenzó a lamentarse de la desgracia del joven, a quien habían despojado de su fortuna los que menos debían haberlo hecho. Estaba -dijo- en su casa en aquellos momentos, pues su madre «lo había echado porque el virtuoso y respetable joven había rehusado -¡que los dioses me perdonen!- ser iniciado en unos misterios obscenos, según se decía».
[39.12] Considerando el cónsul que había comprobado lo suficiente sobre el testimonio de Ebucio y que la evidencia era fiable, despidió a Ebucia y pidió a su suegra que mandara llamar a Hispala, una liberta, muy conocida en el Aventino, pues había ciertas cuestiones que deseaba preguntarle también a ella. Se perturbó Hispala ante el recado, al ser convocada a presencia de una mujer tan noble y respetable sin saber el motivo; y ya, cuando vio en el vestíbulo a los lictores, a los asistentes del cónsul y al mismo cónsul, casi se desmayó. La llevaron a una habitación interior con el cónsul y en presencia de su suegra, por si servía para hacer que dijera la verdad; el cónsul le dijo que nada tenía que temer, podía confiar en la palabra de una mujer como Sulpicia y en la suya propia, pero debía darle una descripción detallada de lo que solía ocurrir en los ritos báquicos nocturno en el bosque de Simila [se identifica a esta deidad con Sémele; dicho bosque estaba entre el Aventino y la puerta Trigémina, cerca del Tíber.-N. del T.]. Al oír esto, la mujer fue presa de tanto miedo y tales temblores en todos sus miembros que no pudo abrir la boca en bastante rato. Recuperó finalmente sus nervios y contó que había sido iniciada siendo esclava y aún muy niña, junto a su ama; pero que desde que la manumitieron, hacía ya algunos años, no sabía nada más de lo que allí pasaba. El cónsul la elogió por haber confesado que había sido iniciada y le rogó que fuera igualmente veraz en el resto de su historia. Al asegurar ella que no sabía nada más, el cónsul le advirtió que no recibiría la misma consideración y perdón si alguien la refutaba que si confesaba libremente, pues la persona que le había oído hablar de aquellas cosas se lo había revelado todo a él.
[39.13] La mujer, totalmente convencida, y con razón, de que era Ebucio el informante, se arrojó a los pies de Sulpicia y le imploró que no permitiera que una conversación entre una liberta y su amante fuera considerada como un asunto no solo grave, sino incluso capital. Cuanto ella le había dicho, lo fue con el fin de asustarlo, no porque ella supiera nada realmente. Postumio se encolerizó y le dijo entonces que quizá se imaginaba que estaba bromeando con su amante, y no hablando en la casa de una mujer respetabilísima y en presencia del cónsul. Sulpicia levantó a la aterrorizada mujer del suelo, le habló dulcemente y, al tiempo, trataba de calmar la cólera de él. Al fin se hizo la calma, y después de quejarse amargamente de la traición de Ebucio, que así le pagaba todo lo que había hecho por él, declaró que temía grandemente a los dioses, por desvelar sus misterios, pero que temía aún más a los hombres, que la despedazarían si se convertía en delatora. Así, ella rogaba a Sulpicia y al cónsul que la llevaran a algún lugar fuera de las fronteras de Italia, donde pudiera vivir con seguridad el resto de sus días. El cónsul la instó a tener buen ánimo, pues él se encargaría de que viviese segura en Roma. Hispala, entonces, dio cuenta del origen de aquellos misterios.
Inicialmente, se trataba de un santuario reservado a las mujeres, donde era costumbre no admitir a ningún hombre; había tres días al año en los que, durante el día, se iniciaba en los misterios de Baco; se solía elegir por tuno a matronas como sacerdotisas. Paculla Annia, una sacerdotisa de la Campania, había efectuado cambios radicales, como por inspiración divina, pues fue la primera en admitir hombres e inició a sus propios hijos, Minio y Herenio Cerrinio. Al mismo tiempo, hizo que el rito fuera nocturno y que en vez de tres días al año se celebrara cinco veces al mes. Una vez los misterios hubieron asumido aquel carácter promiscuo, con los hombres mezclados con las mujeres en licenciosas orgías nocturnas, no quedó ningún crimen y ninguna acción vergonzosa por perpetrarse allí. Se producían más prácticas vergonzantes entre hombres que entre hombres y mujeres. Quien no se sometiera al ultraje o se mostrara remiso a los malos actos, era sacrificado como víctima. No considerar nada como impío o criminal era la misma cúspide de su religión. Los hombres, como posesos, gritaban profecías entre las frenéticas contorsiones de sus cuerpos; las matronas, vestidas como bacantes, con los cabellos en desorden, se precipitaban hacia el Tíber con antorchas encendidas, las metían en las aguas y las sacaban aún encendidas, pues contenían azufre vivo y cal. Los hombres ataban a algunas personas a máquinas y las echaban en cuevas ocultas, y se decía por ello que habían sido arrebatadas; se trataba de quienes se habían negado a unirse a su conspiración, tomar parte en sus crímenes o someterse a los ultrajes sexuales. Era una inmensa multitud, casi una segunda población, y entre ellos se encontraban algunos hombres y mujeres de familias nobles. Se ha convertido en costumbre, durante los dos últimos años, que nadie de más de veinte años fuera iniciado; solo captaban a los de edad más susceptible de engaño y corrupción.
[39,14] Cuando hubo terminado de dar su testimonio, cayó de rodillas y de nuevo le rogó al cónsul que la enviara al extranjero. Este pidió a su suegra que desocupara alguna parte de su casa donde pudiera trasladarse Hispala. Se le asignó una habitación en la parte superior a la que se accedía por una escalera desde la calle, que se bloqueó, abriéndose un acceso desde el interior de la casa. Se llevaron allí de inmediato todos los enseres de Fecenia, así como sus esclavos, y se ordenó a Ebucio que se mudara a casa de un cliente del cónsul. Una vez tenía a sus dos informantes bajo su control, Postumio informó del asunto al Senado. Explicó todo detallada y ordenadamente, primero la información que había recibido y después lo que había averiguado con su investigación. Los senadores fueron presa de un intenso pánico, tanto por la seguridad pública en el caso de que aquellas ocultas conspiraciones y reuniones nocturnas pudieran suponer un peligro para el Estado, como por ellos mismos en lo que pudiera atañer a los suyos en caso de estar implicados. Aprobaron no obstante un voto de gracias al cónsul por haber conducido sus investigaciones tan cuidadosamente, sin provocar una alteración del orden público. A continuación, otorgando a los cónsules poderes extraordinarios, pusieron en sus manos la investigación sobre cuanto sucedía durante las bacanales y los ritos nocturnos. Deberían cuidar de que Ebucio y Fenecia no sufrieran daño alguno por la información que habían proporcionado, así como también ofrecer recompensas para que otros denunciaran. Se debía buscar a los sacerdotes de aquellos ritos, fuesen hombres o mujeres, no solo en Roma, sino en cualquier foro o lugar de reunión en que se los pudiera hallar, para ponerlos a disposición de los cónsules. Además, se publicaron edictos en Roma, y se enviaron por toda Italia, prohibiendo que todo el que ya hubiera sido iniciado en el culto a Baco se reuniera para celebrar sus misterios o practicar cualquier rito de similar carácter; y, sobre todo, que se investigase rigurosamente contra aquellos que se hubiesen conjurado para cometer alguna inmoralidad o algún delito. Estas fueron las medidas que decretó el Senado. Los cónsules ordenaron a los ediles curules que buscasen a todos los sacerdotes de aquellos ritos y, cuando los hubieran detenido, los mantuvieran bajo custodia como mejor les pareciera para proceder a la investigación. Los ediles plebeyos cuidarían de que no se llevara a cabo ningún rito en lugar cerrado; a los triunviros capitolinos se les encargó que situaran guardias por toda la Ciudad y que procurasen que no tuvieran lugar reuniones nocturnas; como precaución añadida contra los fuegos, se nombraron cinco hombres para ayudar a los triunviros y hacerse cargo de los edificios que se les asignaran en cada sector a uno y otro lado del Tíber.
[39,15] Cuando los diversos magistrados quedaron instruidos de sus obligaciones, los cónsules convocaron la Asamblea y subieron a los Rostra. Después de recitar la solemne oración que suelen pronunciar los cónsules antes de dirigirse al pueblo, Postumio habló así: «Quirites, en ninguna reunión anterior de la Asamblea había sido esta plegaria a los dioses tan adecuada, y yo diría que hasta tan necesaria. Porque nos recuerda que son estos los dioses a los que nuestros antepasados determinaron que se diese culto, se reverenciara y se rezara; y no a aquellos dioses que llevan las mentes, mediante ritos extranjeros y envilecedores, como empujadas por las Furias, a toda clase de crímenes y desenfrenos. En verdad que no sé hasta qué punto debo guardar silencio o hasta dónde he de llegar en lo que tengo que deciros. Pues me temo que si quedáis ignorantes de alguna cosa se me pueda acusar de negligencia, mientras que si os lo revelo todo os pueda aterrorizar en exceso. Por mucho que pueda decir, podéis estar seguros de que será poco en comparación con la enormidad y gravedad de los hechos. Procuraré que sea lo suficiente como para poneros en guardia. Estoy seguro de que ya sabéis, no solo por lo que se comenta sino por los ruidos y gritos nocturnos que se producen por toda la Ciudad, de que las Bacanales se han extendido por toda Italia y ahora también por muchas partes de Roma; pero no creo que sepáis realmente qué es lo que ello significa. Algunos de vosotros os imaginaréis que es alguna forma privada de culto a los dioses; otros creen que es algún tipo permitido y admisible de distracción, y que sea como sea, concierne solo a unos cuantos. Respecto a su número, será natural que os alarméis si os digo que se trata de muchos miles, aún antes se explicaron quiénes son y cuál es su calaña.
«En primer lugar, en efecto, las mujeres constituyen la mayor parte, y fueron ellas el origen de este mal. Están luego los hombres, totalmente afeminados, cometiendo y recibiendo las mismas perversiones, exaltados y desenfrenados, fuera de sí por las noches sin sueño, por el vino, los gritos y el alboroto nocturno. La conspiración no tiene aún ninguna fuerza, pero su número se incrementa rápidamente día a día y su fuerza es cada vez mayor. Vuestros antepasados decidieron que ni siquiera vosotros os reunieseis en Asamblea de manera irregular y sin motivo, sino que, izando el estandarte en la ciudadela, se mandase salir al ejército, que los tribunos ordenasen al pueblo que se reuniera o que uno de los magistrados hubiera convocado en debida forma a la Asamblea. Consideraban, así mismo, que siempre que el pueblo se reuniera debería haber allí alguna autoridad legítima presidiéndolo. ¿Os imagináis cómo serán estas reuniones nocturnas, esta promiscuidad de hombres y mujeres? Si supieseis a qué edad se inician los varones, no solo os compadeceríais de ellos, también os avergonzaríais. ¿Consideráis, Quirites, que a jóvenes iniciados en juramentos como este se les puede convertir en soldados? ¿Que se les puede confiar las armas a estos que salen de un santuario de obscenidad? Serán estos hombres, apestando a sus propias impurezas y a las de quienes tienen alrededor, los que esgrimirán sus espadas en defensa de la castidad de vuestras mujeres e hijos?
[39.16] «Y el daño no sería tan grave, empero, si solo se hubieran afeminado ellos con su libertinaje, pues entonces la deshonra caería principalmente sobre ellos mismos, y hubiesen mantenido libres sus manos de ultrajes y sus ánimos de engaños. Nunca ha habido un mal tan grave en la República, ni que afectara a un número mayor de personas o que haya causado más crímenes. Podéis estar completamente seguros de que todos los delitos producidos en estos últimos años, en forma de lujuria, traición o crímenes, han tenido su origen en aquel santuario de ritos profanos. Y aún no se han revelado todas las maldades para las que han conspirado. Hasta ahora, su impía asociación se limitaba a crímenes individuales, pues aún no tiene fuerza bastante para destruir la república. Pero la maldad sigue infiltrándose sigilosamente, creciendo día a día, ya es demasiado grande como para limitarse a los intereses privados y apunta al Estado. A menos que toméis precauciones, Quirites, a esta Asamblea legalmente convocada por un cónsul a la luz del día, se enfrentará otra asamblea que se reúne en la oscuridad de la noche. Por ahora, desunidos, ellos os temen a vosotros, unidos en Asamblea; pero en cuanto os hayáis dispersado hacia vuestros hogares y granjas, celebrarán la suya y tramarán su propia seguridad y vuestra ruina. Será entonces vuestro turno, separados como estaréis, de temer su unión.
«Debéis, por tanto, rezar cada uno de vosotros porque vuestros amigos hayan conservado su sensatez. Si alguno se ha precipitado a tal abismo de lujuria desenfrenada y exasperante, debéis considerarlo no como uno de los vuestros, sino como alguien que se ha sumado a los juramentados para ejecutar toda clase de maldades. No estoy seguro, incluso, de que alguno de vosotros no hayáis sido engañados, pues nada hay que presente una apariencia más engañosa que una falsa religión. Cuando los delitos se cobijan bajo el nombre de la voluntad de los dioses, siempre existe el temor a que, castigando la hipocresía de los hombres, estemos violentando algo sagrado relacionado con las leyes divinas. De estos escrúpulos quedáis liberados por las innumerables decisiones de los pontífices, senadoconsultos y respuestas de los augures. ¡Cuán a menudo, en tiempos de vuestros padres y abuelos, se ha encargado a los magistrados la tarea de prohibir todos los ritos y ceremonias extranjeros, impedir que los sacrificadores y adivinos entrasen al Foro, al Circo o a la Ciudad, buscando y quemando todos los libros de falsas profecías, y aboliendo cualquier rito sacrifical que no estuviera de acuerdo con la costumbre romana! Y es que aquellos hombres, tan prácticos en todo lo referente al amor divino y humano, consideraban que nada tendía tanto a destruir la religión como la realización de sacrificios no a la manera de nuestros padres, sino según las modas importadas del extranjero. Pensé que debería deciros esto de antemano, de modo que a ninguno de vosotros le angustiaran los temores religiosos cuando vea demolidas las sedes de las bacanales y dispersadas sus impías reuniones. Todo lo que vamos a hacer será hecho con la sanción de los dioses y obedeciendo su voluntad. Para mostrar su descontento por el insulto hecho a su majestad mediante tales apetitos sexuales y crímenes, los han arrastrado fuera de sus oscuros escondrijos, a plena luz del día, y quisieron que quedasen expuestos a dicha luz no para que gozaran de impunidad, sino para que fuesen castigados y aplastados. El Senado nos ha otorgado, a mi colega y a mí mismo, poderes extraordinarios para llevar a cabo una investigación sobre este asunto. Haremos uso enérgicamente de ellos y hemos encargado a los magistrados menores de la vigilancia nocturna por toda la Ciudad. Es justo que vosotros mostréis también la misma energía al cumplir con vuestro deber en cualquier puesto en que se os destine y ante cualquier orden que recibáis, así como que ayudéis en que no se provoque ningún peligro ni altercados por culpa de la conjura secreta de unos criminales».
[39.17] Ordenaron a continuación que se diera lectura a las resoluciones del Senado, ofreciendo una recompensa a cualquiera que llevara un culpable ante los cónsules o que diera su nombre si se encontraba ausente. En el caso de que alguno hubiera sido denunciado y hubiese huido, le fijarían un día para responder de la acusación y, si no comparecía, sería condenado en ausencia; cualquiera que estuviese fuera del territorio de Italia en aquel momento, vería ampliado el plazo fijado para que pudiera defenderse. Publicaron después un edicto prohibiendo que nadie vendiera o comprase nada con el propósito de huir, ni que se recibiera, almacenara o en modo alguno se auxiliara a quienes huyeran. Una vez disuelta la Asamblea, toda la Ciudad fue presa de un gran terror. Tampoco se limitó el pánico al interior de las murallas de la Ciudad o a las fronteras de Roma; cundió la inquietud y la consternación por toda Italia según iban llegando las cartas de inmigrantes que relataban las resoluciones del Senado, lo sucedido en la Asamblea y el edicto de los cónsules. Durante la noche siguiente a la exposición de los hechos en la Asamblea, se apostaron guardias en todas las puertas, siendo arrestados por los triunviros, y obligados a volver, muchos que intentaron escapar. Se denunciaron muchos nombres y algunos de ellos, tanto hombres como mujeres, se suicidaron Se afirmó que más de siete mil personas de ambos sexos estaban implicadas en la conspiración. Los cabecillas fueron, al parecer, los dos Atinios, Marco y Cayo, miembros ambos de la plebe; Lucio Opicernio, de Falerio, y Minio Cerrinio, un campano. Ellos fueron los instigadores y organizadores de todos los crímenes y ultrajes, los sumos sacerdotes y fundadores de aquel culto. Se procuró arrestarlos lo antes posible y al comparecer ante los cónsules lo confesaron todo inmediatamente.
[39,18] Fue tan grande, sin embargo, el número de los que huyeron de la Ciudad que, al quedar sin efecto las incautaciones y acusaciones, y viéndose obligados los pretores Tito Menio y Marco Licinio, por intervención del Senado, a aplazar sus juicios treinta días para permitir a los cónsules completar sus investigaciones. Debido al hecho de que las personas cuyos nombres estaban en la lista no respondieron a la citación y no se les encontró en Roma, los cónsules tenían que visitar las poblaciones rurales, investigar y juzgar sus casos en ellas. Aquellos que simplemente habían sido iniciados, esto es, los que habían repetido, tras dictarla el sacerdote, la forma prescrita de la imprecación por la que se comprometía a toda forma de maldad e impureza, pero que no habían participado ni activa ni pasivamente en ninguno de los hechos a los que sus juramentos los ataban, los dejaban en la cárcel. Aquellos que se habían contaminado mediante indignidades o asesinatos, o que se habían manchado con falsos testimonios, falsos sellos y testamentos, así como otras prácticas fraudulentas, fueron condenados a muerte. El número de los ejecutados superó el número de los condenados a penas de prisión; en ambas grupos hubo gran cantidad tanto de hombres como de mujeres. Las mujeres que habían sido declaradas culpables fueron entregadas a sus familiares o tutores para que actuaran contra ellas en privado; si no había nadie con potestad para infligir el castigo, este se aplicaba en público. La siguiente tarea a afrontar por los cónsules fue la destrucción de los santuarios del culto de Baco, empezando por Roma y siguiendo luego por todo lo largo y lo ancho de Italia; solo se exceptuó aquellos donde existía un altar antiguo o una imagen consagrada. Después se aprobó un senadoconsulto por el cual, en el futuro, no habría bacanales en Roma ni en Italia. Si alguien consideraba que esta forma de culto era una obligación solemne y necesaria, y que no podía prescindir de ella sin sentirse culpable de impiedad, debería efectuar una declaración ante el pretor urbano; el pretor debería consultar al Senado y, si el Senado lo autorizaba estando presentes no menos de cien senadores, podría observar los ritos a condición de que no tomasen parte en ellos más de cinco personas, que no tuviesen fondo común, ni maestro de ceremonias ni sacerdote [el CIL I,581 recoge el hallazgo, el siglo XVII, de una pieza de bronce con el Senatvsconsvltvm de Bacchanalibvs.-N. del T.].
[39.19] El cónsul Quinto Marcio presentó otra propuesta, relacionada con esto y que fue objeto de un decreto, a saber, los casos de quienes los cónsules habían empleado como informantes. Se decidió que se dejaría la cuestión para ser tratada en cuanto Espurio Postumio hubiera cerrado su investigación y estuviese de regreso en Roma. El Senado decidió que el campano Minio Cerrinio fuera enviado a Ardea para ser encerrado, advirtiéndose a sus magistrados que lo mantuvieran bajo estrecha vigilancia para impedir no solo su fuga, sino cualquier intento de suicidio. Espurio Postumio regresó a Roma bastante después. Presentó a discusión la cuestión de las recompensas que se debían otorgar a Publio Ebucio y a Hispala Fecenia, pues gracias a su ayuda se habían podido descubrir las bacanales. El Senado decidió que el pretor urbano entregaría a cada uno de ellos cien mil ases del Tesoro y que el cónsul debería acordar con los tribunos que se propusiera a la plebe, a la primera oportunidad, que Publio Ebucio quedara exento del servicio militar y que no se le obligara, a menos que él lo deseara, a servir ni en infantería ni en caballería. Se concedió a Fecenia el derecho a disponer de sus propiedades como le placiera, a casarse fuera de su gens y a elegir a su propio tutor, como si se lo hubiera asignado un marido mediante su testamento. Tendría también libertad para casarse con un hombre nacido libre, sin que ninguno que se casase con ella sufriese merma en su reputación o posición. Y aún más, los cónsules y pretores entonces en activo, así como aquellos que les sucedieran, cuidarían que no se infligiera ningún daño a la mujer, sino que viviera con seguridad. Estas propuestas eran las que el Senado consideraba justas y deseaba que se procediera de aquel modo. Todas ellas fueron presentadas a la plebe, resultando confirmada la resolución del Senado; en lo referente a la inmunidad y recompensas de otros informadores, se dejó la decisión en manos de los cónsules.
[39.20] Había por entonces terminado Publio Marcio su investigación en el distrito que se le encomendó, y se preparaba para marchar a su provincia de Liguria. Se le reforzó con tres mil infantes romanos y ciento cincuenta jinetes, junto a un contingente de aliados latinos de cinco mil infantes y doscientos jinetes. Esta provincia también se le había decretado a su colega, en unión con él, y también recibió el mismo número de soldados de infantería y de caballería. Se hicieron cargo de los ejércitos que habían mandado los cónsules anteriores, alistando dos nuevas legiones previa autorización del Senado. Exigieron a los aliados latinos que proporcionasen veinte mil infantes y ochocientos jinetes, llamando así mismo a tres mil infantes y a ochocientos jinetes romanos. A todas estas fuerzas, con excepción de las legiones, se las destinó a reforzar los ejércitos en Hispania. Mientras los cónsules estuvieron ocupados con sus investigaciones, nombraron a Tito Menio para supervisar el alistamiento de las tropas. Publio Marcio fue el primero en terminar su investigación y partió de inmediato contra los ligures apuanos. Cuando se hallaba siguiéndolos hasta las profundidades de bosques escondidos, donde solían refugiarse y ocultarse, el enemigo tomó un estrecho desfiladero y lo rodeó en una posición desventajosa. Se perdieron cuatro mil hombres, tres estandartes de la segunda legión y once de los aliados latinos cayeron en manos enemigas, junto con gran cantidad de armas que los fugitivos, al ver que obstaculizaban su fuga, arrojaron por doquier en los caminos del bosque. El enemigo detuvo su persecución antes que los romanos su huida. En cuanto el cónsul salió del territorio enemigo, y para evitar que se conociera la extensión de sus pérdidas, licenció al ejército. No pudo, sin embargo, borrar el recuerdo de la derrota sufrida: El paso donde los ligures lo habían puesto en fuga recibió después el nombre de «paso de Marcio».
[39,21] No bien se habían difundido las nuevas de Liguria, se recibió una carta de Hispania que produjo sentimientos mezclados de alegría y dolor. Cayo Atinio, que dos años antes había ido a la provincia como propretor, libró una batalla campal contra los lusitanos en las proximidades de Hasta [la actual Mesas de Asta, en el término de Jerez de la Frontera, Cádiz.-N. del T.]. Se dio muerte a seis mil enemigos, siendo el resto derrotados y expulsados de su campamento. Llevó después a las legiones a un ataque contra la ciudad fortificada de hasta, que capturó con tan poca dificultad como la que halló para capturar el campamento. Sin embargo, mientras se aproximaba a las murallas un tanto imprudentemente, resultó alcanzado por un proyectil, muriendo en pocos días de sus heridas. Cuando se leyó la carta que comunicaba su muerte, el Senado fue de la opinión de que se debía enviar un correo al pretor Cayo Calpurnio, en el puerto de Luna, e informarle de que el Senado le aconsejaba apresurar su partida, pues aquella provincia no podía quedar sin un administrador. El correo llegó a Luna en cuatro días, pero Calpurnio había partido unos días antes. En la Hispania Citerior también se produjeron combates: Lucio Manlio Acidino luchó contra los celtíberos justo en el momento en que Cayo Atinio llegaba a la provincia. La batalla resultó indecisa, excepto porque los celtíberos desplazaron su campamento a la noche siguiente y el enemigo permitió así a los romanos que enterraran a sus muertos y recogieran los despojos de los enemigos. Unos días más tarde, los celtíberos, tras reunir una fuerza mayor, tomaron la iniciativa y atacaron a los romanos cerca de la ciudad de Calahorra [la antigua Calagurris.-N. del T.]. La tradición no da ninguna explicación de por qué, pese al aumento de su número, demostraron ser más débiles. Fueron derrotados en la batalla; murieron doce mil, se hizo prisioneros a dos mil y los romanos se apoderaron de su campamento. Si su sucesor no hubiera detenido el victorioso avance de Calpurnio, los celtíberos habrían sido sometidos. El nuevo pretor trasladó ambos ejércitos a sus cuarteles de invierno.
[39.22] En el momento en que se recibieron estas noticias de Hispania, se celebraron durante dos días, y por motivos religiosos, los juegos Taurios [presuntamente establecidos por Tarquinio el Soberbio en honor de los dioses infernales, para conjurar una epidemia.-N. del T.]. A estos les siguieron los juegos que Marco Fulvio había ofrendado durante la guerra Etolia y que se celebraron con gran magnificencia durante diez días. Llegaron de Grecia muchos artistas con ocasión de ellos, siendo también la primera vez que se vieron en Roma certámenes atléticos. Constituyó una novedad la caza de leones y panteras, presentándose todo el espectáculo casi con tanto esplendor y variedad como los de la actualidad. Cayó una lluvia de piedras en Piceno, que duró tres días, y se cuenta que en diversos lugares se precipitó fuego desde el cielo, quemando principalmente las ropas de muchas personas. Como consecuencia de estos signos, se celebró un novenario religioso al que se añadió un día adicional por orden de los pontífices debido a que el templo de Ops, en el Capitolio, fue alcanzado por un rayo. Los cónsules sacrificaron víctimas adultas y purificaron la Ciudad. Casi al mismo tiempo, llegó un informe desde Umbría comunicando el hallazgo de un niño de nueve años de edad que era hermafrodita. Horrorizados ante tal portento, ordenaron que fuera sacado cuanto antes de territorio romano y que se le diera muerte.
Aquel año pasado a Venecia algunos galos transalpinos, quienes sin provocar daño alguno ni intentar hostilidades. Tomaron posesión de ciertos terrenos no lejos de donde ahora está Aquilea, fundando una ciudad fortificada. Se enviaron embajadores romanos más allá de los Alpes para recabar información sobre aquel hecho, siendo informados de que la migración se había producido sin autorización de su tribu, no sabiéndose qué estaban haciendo en Italia. Por aquel tiempo, Lucio Escipión celebró durante diez días los Juegos que había prometido con voto en la guerra contra Antíoco; el coste se sufragó con el dinero aportado por los reyes y ciudades de Asia. Según Valerio Antias, fue enviado, después de su condena y la venta de sus propiedades, como embajador especial para resolver las diferencias entre Antíoco y Eumenes, y fue durante el transcurso de esta misión cuando recibió las aportaciones económicas y reunió actores de todas partes de Asia. Solo tras el cumplimiento de su misión se trató en el Senado el asunto de estos Juegos a los que no se había referido tras la finalización de la guerra en que decía haberlos ofrendado.
[39,23] Como el año ya llegaba a su fin, Quinto Marcio iba a dejar su cargo estando ausente; Espurio Postumio, que ya había completado las investigaciones que había dirigido con la más escrupulosa imparcialidad, celebró las elecciones. Los nuevos cónsules fueron Apio Claudio Pulcro y Marco Sempronio Tuditano [para el 185 a.C.-N. del T.]. Al día siguiente se eligieron los pretores: Publio Cornelio Cétego, Aulo Postumio Albino, Cayo Afranio Estelión, Cayo Atilio Serrano, Lucio Postumio Tempsano y Marco Claudio Marcelo. Espurio Postumio había informado de que, al mismo tiempo que efectuaba sus investigaciones, había recorrido ambas costas de Italia y había hallado despobladas dos colonias: Siponto en el Adriático y Buxentum en el Tirreno. El pretor urbano, Tito Menio, en virtud de un decreto del Senado, nombró triunviros para alistar colonos con aquel destino a Lucio Escribonio Libón, Marco Tucio y Cneo Bebio Tánfilo. La guerra que se aproximaba contra Perseo y los macedonios no tuvo su origen en lo que la mayoría imagina, ni tampoco en el mismo Perseo. Los primeros movimientos fueron hechos por Filipo y, de haber vivido más tiempo, él mismo la hubiera emprendido. Una vez le hubieron sido impuestas las condiciones de paz tras su derrota, lo que más lo irritó fue la negativa del Senado ante su pretensión de castigar a aquellos de los macedonios que se habían rebelado contra él durante la guerra. Al establecer las condiciones de paz, Quincio había dejado este punto para una posterior consideración, por lo que albergó esperanzas de ver satisfecha su reclamación. Un segundo motivo de queja fue que, cuando Antíoco resultó derrotado en las Termópilas y ambos ejércitos se separaron, avanzando el cónsul Acilio contra Heraclea y Filipo contra Lamia, se le ordenó retirarse frente a las murallas de Lamia, tras la captura de Heraclea, y la ciudad se rindió a los romanos. El cónsul, que a toda prisa se dirigía a Lepanto, donde se habían concentrado los etolios después de su huida, apaciguó la ira de Filipo permitiéndole hacer la guerra a Atamania y a Aminandro, incorporando a su reino las ciudades que los etolios habían arrebatado antes a los tracios. Expulsó a Aminandro de Atamania sin muchos problemas y tomó algunas de sus ciudades. También redujo a Demetrias, una ciudad fuerte y bien situada en todos los aspectos, y puso bajo su dominio a la tribu de los magnetes. En Tracia, además, había algunas ciudades muy revueltas debido a las disputas de sus dirigentes y el mal uso de una libertad a la que no estaban acostumbrados; a estas se las aseguró apoyando a la parte más débil en tales conflictos internos.
[39,24] Por el momento, estos éxitos disiparon la ira del rey contra los romanos. Nunca, sin embargo, desvió su atención de acumular durante los años de paz tantas fuerzas como pudo, para cuando se le presentase una oportunidad favorable para emplearla en una guerra. Elevó los impuestos que gravaban los productos agrícolas y aumentó la cuantía de los tribunos sobre las importaciones y las exportaciones; abrió nuevamente antiguas minas en desuso de oro y plata, y comenzó la explotación de otras nuevas. Con el fin de compensar la pérdida de población provocada por las guerras, obligó a todos sus súbditos a procrear y criar hijos. Asimismo, trasladó un gran número de tracios a Macedonia y de esta manera, durante todo el tiempo que no tuvo que intervenir en ninguna guerra, dedicó todos sus pensamientos y cuidados a incrementar el poder y recursos de su reino. Posteriormente, se produjeron nuevos incidentes que contribuyeron a reavivar su indignación contra los romanos. Los tesalios y los perrebios protestaron porque retuviera su soberanía sobre sus ciudades; los embajadores del rey Eumenes también se quejaron por la ocupación forzosa de ciudades de Tracia y el traslado de población a Macedonia. La acogida de estas protestas dejó claro que no serían ignoradas. Lo que más preocupó en el Senado fue la noticia de que tenía la intención de apoderarse de Eno y Maronea; los tesalios les preocupaban menos. También aparecieron delegados de Atamania para quejarse, no ya por la pérdida de una parte de su país o de los quebrantamientos de las fronteras, sino del sometimiento de toda Atamania a la autoridad del rey. Habían llegado, además, algunos refugiados maronitas de los que resultaron expulsados por haber tratado de defender su libertad contra la guarnición del rey. Estos declararon que tanto Maronea como Eno estaban en poder de Filipo. También llegaron enviados de Filipo para defenderlo contra estos cargos. Afirmaron que no se había hecho nada sin autorización de los generales romanos; que las ciudades de los tesalios, perrebios y magnetes, así como los pueblos de Atamania con su rey Aminandro, estaban en el mismo caso que los etolios porque, cuando tras la expulsión de Antíoco, el cónsul se ocupó en el asedio de las ciudades de Etolia, envió a Filipo para tomar las ciudades en cuestión; ahora estaban sometidas por las armas. El Senado, para no llegar a ninguna decisión en ausencia del rey, dispuso el envío de Quinto Cecilio Metelo, Marco Bebio Tánfilo y Tiberio Sempronio, como delegados especiales, para resolver la controversia. Con antelación a su llegada, se mandó aviso a todas las ciudades concernidas por sus diferencias con el rey de que se celebraría una conferencia en Tempe, en Tesalia.
[39,25] Cuando todos hubieron ocupado sus asientos -los comisionados romanos como árbitros; los tesalios, perrebios y atamanes, como abiertos acusadores; y Filipo, que tenía que escuchar las acusaciones que se le hacían, como parte demandada- los jefes de las distintas delegaciones revelaron sus caracteres según la actitud que asumieron hacia Filipo, fuera de simpatía o de más o menos violento antagonismo. La discusión giró en torno a la situación de las ciudades de Gonfos, Tríkala, Faloria, Eurímenas [Gonfos pudiera ser la antigua Filipópolis, a no confundir con la ciudad Tracia que luego sería la actual Plovdiv, en Bulgaria; Tríkala es la antigua Trica.-N. del T.], y las otras ciudades próximas. La cuestión era si pertenecían de pleno derecho a Tesalia, pese a haber sido capturadas y tomadas mediante la fuerza por los etolios -pues se admitía que era a los etolios a quienes se las había arrebatado Filipo- o si desde siempre habían sido ciudades etolias. Se argumentaba que Acilio se las había concedido al rey en el bien entendido de que pertenecieran los etolios y se hubieran sumado a ellos voluntariamente, no bajo la coacción de las armas. Una cuestión similar se planteó con respecto a las ciudades de Perrebia y Magnesia, ya que los etolios, al apoderarse de estas ciudades cuando tuvieron ocasión, habían mezclado en un mismo conjunto los derechos de todas ellas. Se añadían a estas controversias las quejas de los tesalios, que señalaban que si aquellas ciudades se les devolvían tal y como estaban, les serían devueltas saqueadas y despobladas. Pues, en efecto, además de los perdidos por la guerra, se había llevado a quinientos de los principales jóvenes a Macedonia, donde malgastaban su energía en trabajos serviles, y aquello que se vio obligado a devolver a Tesalia procuró hacerlo en un estado inservible. En épocas anteriores, el único puerto mercantil próspero al que tenían acceso los tesalios era Tebas Ftías, del que obtenían ganancias e ingresos. El rey había dispuesto una flota mercante que, dejando de lado Tebas, hacía la ruta hacia Demetrias y apartaba de esa manera el tráfico marítimo de aquel puerto. Las cosas habían llegado ya a tal punto que no vacilaba en hacer violencia a sus embajadores, que estaban protegidos por el derecho de gentes; les había asaltado y capturado cuando estaban de camino para ver a Tito Quincio. La totalidad de Tesalia, por tanto, estaba tan intimidada que nadie se atrevía a abrir la boca, ni en sus ciudades ni en su asamblea nacional. Los romanos, los defensores de sus libertades, estaban muy lejos; a su lado tenían un tirano opresivo que les impedía gozar de los beneficios que el pueblo de Roma les había concedido. ¿Qué libertad había allí si faltaba la libertad de palabra? Incluso entonces, y gracias a que confiaban en el apoyo de los comisionados, podían quejarse más que hablar. A menos que los romanos tomaran alguna medida para controlar la audacia de Filipo y aliviar los miedos de los griegos vecinos de Macedonia, de nada serviría la derrota de aquel y su liberación. Si no obedecía al freno, habría que sujetarlo apretando un poco más el bocado. Estas fueron las amargas invectivas de los últimos que hablaron; los primeros oradores habían intentado suavizar la ira del rey pidiendo al rey que perdonara a quienes hablaban en defensa de sus libertades. Expresaron la esperanza de que dejara de lado el rigor del amo y se resignara a convertirse en su amigo y aliado, siguiendo así el ejemplo de los romanos, que preferían extender sus alianzas mediante el afecto antes que por el miedo. Tras los tesalios, los perrebios expusieron su caso. Estos alegaron que Gonocóndilo, a la que Filipo había rebautizado como Olimpia, había pertenecido a Perrebia y solicitaban su devolución. Pedían lo mismo respecto a Malea y Ericinio. Los atamanes trataban de recuperar su independencia y los puestos fortificados de Ateneo y Petneo.
[39.26] Filipo apareció más como acusador que como demandado. Empezó por acusar a los tesalios de capturar Menelaide por las armas, en Dolopia, una plaza que pertenecía a su reino, y de capturar, en unión con los perrebios, Petra, en Pieria. Incluso Xinias, una ciudad etolia más allá de toda, quedó bajo dominio de los tesalios, y se adueñaron de Paraqueloide, que pertenecía a Atamania, sin ningún título legal. En cuanto a las acusaciones que se le hacían sobre haber emboscado a unos embajadores y de provocar el uso o el abandono de puertos de mar, esta segunda resultaba absurda al no ser él responsable de las preferencias de los comerciantes o los patrones por determinados puertos; en cuanto a la primera, aquello era completamente contrario a su carácter. Durante todos aquellos años, se le había acusado constantemente tanto ante los generales romanos como ante el Senado de Roma. ¿A alguno se le había maltratado, siquiera de palabra? Hablaban de una vez en se había emboscado a los que iban a ver a Quincio, pero no añadían qué les había ocurrido. Aquellas eran las acusaciones de los hombres que buscan falsos cargos, pues no los tienen verdaderos. Los tesalios, insolentemente, abusaban de la indulgencia del pueblo de Roma; como quienes tras un largo periodo de sed bebían vino ansiosamente, se habían embriagado con la libertad. Al igual que los esclavos repentinamente manumitidos, querían mostrar su libertad sin poner freno alguno a su lenguaje y se preciaban de insultar a sus antiguos amos. A continuación, en un acceso de cólera, exclamó: «¡Aún no se ha puesto el sol de todos los días!» Tanto los tesalios como los romanos tomaron aquello como una amenaza dirigida contra ellos. Cuando los murmullos de desaprobación ante estas palabras se hubieron disipado, replicó a los enviados perrebios y atamanes sosteniendo que las ciudades que representaban estaban en la misma situación que las demás: Acilio y los romanos se las habían entregado a él en un momento en que estaban en el bando enemigo. Si los donantes querían volverse atrás de lo que habían concedido, él sabía que tendría que renunciar a ellas; pero, en tal caso, se estarían congraciando con aliados inconstantes e inútiles, y cometiendo una injusticia con un amigo mejor y que lo merecía más. Ningún agradecimiento tenía una vida más corta que el sentido por el don de la libertad, especialmente entre aquellos que estaban dispuestos a abusar de ella y malgastarla. Después de escuchar a todas las partes, los comisionados anunciaron su decisión: Deberían ser retiradas las guarniciones del rey de las ciudades en disputa y su reino se limitaría a las antiguas fronteras de Macedonia. En cuanto a las denuncias que cada parte hacía contra la otra, se debería constituir un tribunal de arbitraje para resolver las diferencias entre estos pueblos y los macedonios.
[39,27] Dejando al rey intensamente molesto, los comisionados marcharon a Tesalónica para examinar la cuestión de las ciudades de Tracia. Aquí se reunieron con los enviados de Eumenes, quienes les dijeron que ellos, por respeto, nada tenían que decir si los romanos deseaban la libertad de Eno y Maronea, pero que les recomendaban que esa libertad fuera real y no solo de nombre, y que no permitieran que nadie les robara esa concesión. Pero si pensaban que la cuestión de las ciudades de Tracia tenía relativamente poca importancia, sería mucho más razonable que aquellas que habían estado bajo el dominio de Antíoco quedaran como botín de guerra para Eumenes, en vez de para Filipo. Esto sería un pago a Eumenes por los servicios prestados por Atalo, su padre, durante la guerra librada por el pueblo romano contra aquel mismo Filipo, además de por aquellos que él mismo había prestado al participar de todos los trabajos y peligros, tanto por tierra como por mar, en la guerra contra Antíoco. Más aún, tenía también Eumenes a su favor la decisión que habían tomado los diez comisionados, pues al concederle el Quersoneso y Lisimaquia le habían concedido también sin duda Eno y Maronea, pues esas dos ciudades, por su proximidad, formaban como apéndices de la concesión principal.»¿Qué servicio prestado al pueblo romano, o qué derecho soberano podría aducir Filipo que justificara el que hubiera forzado la entrada de sus guarniciones en estas ciudades, tan alejadas de las fronteras de Macedonia? Podían llamar a los maronitas, y así podrían enterarse exactamente sobre todo lo referido al estado de ambas ciudades». Entonces fueron llamados los representantes de los maronitas. Estos contaron a los comisionados que las fuerzas del rey no se habían confinado en una zona de la ciudad, como en otras poblaciones, sino esparcidos por doquier; toda la ciudad estaba llena de macedonios. Los partidarios del rey se habían hecho los amos; solo a ellos se les permitía hablar en el senado y en la asamblea, asegurándose todos los puestos para ellos y sus amigos. Todo ciudadano respetable que tuviera algún respeto por la libertad y la ley había sido expulsado de su tierra natal o, deshonrado y a merced de la turba, fue obligado a permanecer en silencio. Explicaron brevemente cuáles eran sus legítimas fronteras, afirmando que cuando Quinto Fabio Labeo estuvo en aquellas tierras, había fijado como frontera al rey Filipo el antiguo camino real que lleva a Parorea, en Tracia, sin torcer nunca hacia el mar; posteriormente, Filipo construyó una nueva vía mediante la que abarcó las ciudades y tierras de los maronitas.
[39,28] Filipo respondió siguiendo un curso muy diferente en su réplica del que había adoptado respecto a los tesalios y los perrebios. «Mi controversia -comenzó- no es con los maronitas o con Eumenes, sino con vosotros, los romanos. Hace ya tiempo que me doy cuenta de que no recibo nunca un trato justo por vuestra parte. Consideraba justo y apropiado que me fueran devueltas las ciudades macedonias que se rebelaron contra mí durante la suspensión de hostilidades, y no porque ello fuera a significar un gran aumento de mi reino, ya que son lugares pequeños situados en los mismos confines, sino porque aquel ejemplo sería de gran importancia para contener al resto de macedonios. Esto me fue negado. Durante la guerra Etólica, Manio Acilio me ordenó atacar Lamia y cuando, tras largos y agotadores trabajos de asedio y combates, estaba ya por fin coronando las murallas, con la ciudad casi tomada, el cónsul me hizo llamar y me obligó a retirar mis tropas. Como una especie de consuelo por esta injusticia, se me permitió capturar algunas plazas en Tesalia, Perrebia y Atamania -fuertes, más que ciudades. Son esos mismos lugares que tú, Quinto Cecilio, me has quitado hace pocos días.
«Hace solo un momento, los enviados de Eumenes, según place a los dioses, afirmaban como algo fuera de toda duda que sería más justo que Eumenes poseyera lo que perteneció a Antíoco, no yo. Mi opinión es muy diferente. A menos que los romanos no hubieran vencido, no ya intervenido, en aquella guerra, Eumenes no habría podido permanecer en su trono. Así que es él quien está en deuda con vosotros, y no vosotros con él. Tan lejos estaba ninguna zona de mi reino de verse amenazada, que cuando Antíoco trató de comprar mi apoyo prometiéndome tres mil talentos, cincuenta naves con cubierta y todas las ciudades de Grecia que anteriormente le habían pertenecido, yo rechacé su oferta y me declaré su enemigo, aún antes de que Manio Acilio desembarcara en Grecia con su ejército. De acuerdo con él, me hice cargo de las operaciones bélicas que me asignó; y cuando su sucesor, Lucio Escipión, decidió llevar a su ejército por tierra al Helesponto, no solo le permití paso libre por mis dominios, sino que dispuse carreteras, construí puentes y le proporcioné suministros, no solo a través de Macedonia, sino también por Tracia donde, entre otras cosas, hube de asegurar el comportamiento pacífico de los bárbaros. A cambio de estas pruebas de mi buena voluntad hacia vosotros -no las llamaré servicios- ¿qué era lo adecuado que hicierais vosotros: añadir y ampliar mi reino con vuestra generosidad o quitarme, como ahora hacéis, lo que era mío por derecho o por concesión vuestra? No se me devuelven las ciudades de Macedonia que, vosotros mismos lo admitís, formaban parte de mis dominios. Eumenes ha venido aquí para despojarme como si yo fuera Antíoco; y tiene el descaro de presentar la decisión de los diez comisionados para encubrir sus deshonestas intrigas: en efecto, mediante esa misma decisión se le puede refutar con toda eficacia. Se dice muy clara y explícitamente en ella que el Quersoneso y Lisimaquia se conceden a Eumenes. ¿Dónde se mencionan las ciudades tracias, Eno y Maronea? ¿Va a obtener de vosotros lo que no se atrevió a pedirles a ellos, como si se lo hubieran concedido? Para mí, resulta importante saber en qué consideración me tenéis. Si tenéis intención de perseguirme como a un enemigo, seguid como habéis comenzado; pero si sentís algún respeto hacia mí, como rey aliado y amigo, os ruego que no me consideréis digno de tan gran injusticia».
[39.29] El discurso del rey impresionó un tanto a los comisionados. Así pues, dejaron el asunto sin decidir y dieron una respuesta de compromiso: Si las ciudades en cuestión fueron entregadas a Eumenes por el dictamen de los diez comisionados, dijeron, ellos no harían cambio alguno; si Filipo las había capturado durante la guerra, las conservaría como botín de guerra; si no se daban ninguno de los dos supuestos anteriores, la cuestión se remitiría al Senado para su consideración. Con el fin de que las cosas quedasen como estaban, deberían retirarse las guarniciones que estaban en aquellas ciudades. Estas fueron las razones principales por las que Filipo se volvió contra los romanos. Así pues, no fue Perseo el que inició la guerra por motivos nuevos, sino que podría considerarse como un legado de su padre. En Roma no se pensaba en una guerra contra Macedonia. El procónsul Lucio Manlio había regresado de Hispania. El Senado se reunió en el templo de Bellona y aquel presentó su solicitud para que se le permitiera celebrar su triunfo. La magnitud de las empresas afrontadas justificaba su petición, pero existían precedentes en su contra: la costumbre inmemorial era que ningún comandante gozaría de un triunfo a menos que hubiera traído con él a su ejército, o por lo menos que hubiese dejado a su sucesor una provincia completamente dominada y pacificada. Sin embargo, se concedió a Manlio el honor intermedio de entrar en Roma y recibir la ovación. Fueron llevadas en su procesión cincuenta y dos coronas de oro, ciento treinta y dos libras de oro y dieciséis mil libras de plata; anunció ante el Senado que su cuestor, Quinto Fabio, llevaba diez mil libras de plata y ochenta de oro que también serían depositadas en el tesoro [en total, sin contar las coronas, 69,32 kilos de oro y 8600 de plata.-N. del T.]. Aquel año se produjo en Apulia una gran revuelta de esclavos. El pretor Lucio Postumio tenía la administración de la provincia de Tarento; investigó y procedió con gran energía contra una banda de pastores que habían vuelto inseguros los caminos y los pastos públicos, llegando a condenar a cerca de siete mil personas. Muchos dieron a la fuga y otros muchos fueron ejecutados. Los cónsules, que durante largo tiempo habían estado retenidos en las cercanías de Roma por el alistamiento de las tropas, partieron finalmente hacia sus provincias.
[39,30] En Hispania, a comienzos de la primavera, los pretores Cayo Calpurnio y Lucio Quincio sacaron a sus fuerzas de los cuarteles de invierno y unieron sus fuerzas en Beturia [la región comprendida entre los ríos Guadiana y Guadalquivir -Annas y Betis, en latín-N. del T.]; como el enemigo estaba acampado en la Carpetania, avanzaron hacia allí dispuestos a dirigir sus operaciones de mutuo acuerdo. El combate se inició, entre partidas de forrajeadores, en un lugar no muy lejos de las ciudades de Dipo [esta Dipo resulta desconocida, pues aquella de la que se tiene noticia está situada entre Mérida y Ebora.-N. del T.] y Toledo; recibieron refuerzos de ambos campamentos y gradualmente se vio arrastrada a la lucha la totalidad de ambos ejércitos. En aquella lucha desorganizada, el enemigo se vio ayudado por su conocimiento del terreno y las características el combate. Los dos ejércitos romanos fueron derrotados y obligados a retroceder hasta su campamento. El enemigo no presionó a sus desmoralizados adversarios. Los comandantes romanos, temiendo que el campamento pudiera ser asaltado a la mañana siguiente, retiraron a sus ejércitos en silencio durante la noche. Los hispanos formaron en orden de combate al amanecer y marcharon contra la empalizada; sorprendidos al encontrar el campamento vacío, entraron en él y se apoderaron de cuanto fue dejado atrás en la confusión de la noche. Después de esto, regresaron a su propio campamento y permanecieron inactivos durante algunos días. Las pérdidas de los romanos y los aliados en la batalla ascendieron a cinco mil muertos, armándose el enemigo con los despojos de sus cuerpos. Luego se trasladaron hasta el río Tajo.
Los generales romanos, mientras tanto, dedicaron todo su tiempo a alistar tropas auxiliares hispanas de las ciudades aliadas y a restaurar la moral de sus hombres tras el pánico de la derrota. Cuando consideraron que ya eran lo bastante fuertes y los propios soldados les pedían enfrentarse al enemigo y limpiar su deshonra, avanzaron y fijaron su campamento a una distancia de doce millas del río Tajo [17760 metros.-N. del T.]. Luego, a la tercera guardia, partieron con los estandartes desplegados, y en formación de cuadro llegaron al Tajo al amanecer. El campamento enemigo estaba sobre una colina al otro lado del río. Había dos lugares por los que se podía vadear el río y por ellos fueron llevados rápidamente los ejércitos: Calpurnio por el de la derecha y Quincio por el de la izquierda. El enemigo permaneció inmóvil, desconcertado por el repentino avance de los romanos y preguntándose qué hacer cuando podrían haber atacado a los romanos y ponerlos en desorden mientras atravesaban el río. Mientras tanto, los romanos habían hecho cruzar sus bagajes y los habían reunido en un solo punto. No quedaba tiempo para montar un campamento atrincherado y, viendo que el enemigo se había puesto en movimiento, se desplegaron en línea de batalla. Dos legiones, la quinta, del ejército de Calpurnio, y la octava, del de Quincio, formaron en el centro, la posición más fuerte de todo el ejército. El terreno era llano y despejado hasta el campamento enemigo, sin que se pudieran temer sorpresas o emboscadas.
[39,31] Cuando los hispanos vieron las dos columnas romanas a este lado del río, decidieron enfrentárseles antes de que pudieran formar un frente unido y, saliendo de su campamento, corrieron a la batalla. La batalla se inició con mucha dureza, pues los hispanos estaban plenos de moral tras su reciente victoria y a los romanos les aguijoneaba una humillación a la que no estaban habituados. El centro romano, formado por dos de las más agresivas legiones, peleó con gran valor; y el enemigo, viéndose incapaz de desalojarlos de cualquier otra manera, formó en cuña y, concentrados así y cada vez más numerosos, presionaban sobre el centro. Cuando el pretor Calpurnio vio que la formación tenía problemas allí, envió a los lugartenientes Tito Quintilio Varo y Lucio Juvencio Talna, cada uno a una legión, con orden de restaurar su ánimo y hacerles recordar que todas sus esperanzas de victoria y de mantener su dominio sobre Hispania residían en ellos; si cedían, ni un solo hombre vería no ya Italia, sino ni siquiera la otra orilla del Tajo. Él mismo, con la caballería de ambas legiones, dio un pequeño rodeo y cargó contra el flanco de la cuña enemiga que presionaba el centro; Quincio, con la caballería aliada, lanzó una carga similar por el otro flanco. Sin embargo, la caballería bajo el mando de Calpurnio luchó con mayor determinación, y el pretor más que nadie. Él fue el primero en cargar contra el enemigo, moviéndose de tal manera entre las filas de combatientes que resultaba difícil reconocer a qué bando pertenecía. El notable valor del pretor encendió el de la caballería, y el de la caballería encendió el de la infantería. Los centuriones principales, viendo al pretor en medio de los proyectiles arrojados por el enemigo, sintieron que su honor propio estaba en juego y cada uno de ellos urgió a su signífero, gritándoles para que hicieran avanzar sus estandartes y apremiando a sus soldados para que los siguieran de inmediato. Se elevó nuevamente el grito de guerra de todo el ejército y todos se lanzaron hacia delante, como si cargaran desde un terreno más elevado. Igual que un torrente, se precipitan y abaten a su desconcertado enemigo, y les resulta imposible resistir su ataque en cargas continuadas. La caballería persiguió a los fugitivos hasta su campamento e irrumpió en él, mezclada con la masa de enemigos. Aquí comenzó un nuevo combate entre los que habían quedado para vigilar el campamento y los jinetes romanos, que se vieron obligados a desmontar y luchar a pie. La quinta legión se unió entonces a los combatientes, subiendo el resto tan rápidamente como pudo. Los hispanos fueron destrozados por todas partes del campamento; no escaparon más de cuatro mil hombres. De estos, alrededor de tres mil, que habían conservado sus armas, ocuparon una monte próximo y el resto, solo a medio armar, se dispersó por los campos. La cantidad de enemigos había ascendido a más de treinta y cinco mil, de los que solo sobrevivió a la batalla aquel pequeño número. Se capturaron ciento treinta y dos estandartes. De los romanos y los aliados, cayeron poco más de seiscientos; de los auxiliares de la provincia, alrededor de ciento cincuenta. La pérdida de cinco tribunos militares y unos pocos caballeros romanos dio la impresión de una victoria notablemente sangrienta [preferimos traducir aquí por caballeros, en vez de jinetes, porque la «impresión de una victoria notablemente sangrienta» se debía a la pérdida de bastantes nobles, que servían como oficiales superiores o en la caballería, cuya pérdida se publicitaba más en aquella sociedad profundamente clasista que la de los simples ciudadanos y porque se tendía a suponer que unas bajas elevadas entre los nobles implicaban otras, aún más elevadas, entre la plebe.-N. del T.]. Como no habían tenido tiempo de fortificar su propio campamento, se quedaron en el del enemigo. Al día siguiente, Calpurnio dirigió unas palabras de agradecimiento y elogio a la caballería, regalando fáleras [discos de metal que servían a modo de coraza.-N. del T.] a los jinetes. Les dijo que la derrota del enemigo y la captura de su campamento se debió principalmente a su actuación. El otro pretor, Quincio, regaló cadenas y fíbulas a sus jinetes. También recibieron recompensas los centuriones de ambos ejércitos, especialmente aquellos que habían ocupado el centro de la formación.
[39,32] Una vez finalizados el alistamiento de tropas y los demás asuntos que debían ser resueltos en Roma, los cónsules marcharon a Liguria, su provincia, al mando del ejército. Sempronio avanzó desde Pisa contra los ligures apuanos y, tras devastar sus campos y quemar sus aldeas y poblados fortificados, dejó paso libre hacia el río Macra y el puerto de Luna. Los enemigos se asentaron en un monte donde antiguamente lo habían hecho sus antepasados, pero aunque la aproximación resultaba muy difícil fueron expulsados de allí por la fuerza. En valor y buena fortuna, Apio Claudio no estaba por detrás de su colega. Logró varias victorias sobre los ligures ingaunos, tomó seis de sus ciudades al asalto e hizo prisioneros a varios miles de sus habitantes; capturó también a cuarenta y tres de los principales instigadores de la guerra, que fueron decapitados. Se acercaba ya la época de las elecciones. Correspondió a Sempronio su celebración, pero Claudio llegó a Roma antes que él, ya que su hermano Publio Claudio se presentaba al consulado. Los otros candidatos patricios eran Lucio Emilio, Quinto Fabio y Servio Sulpicio Galba. No habían tenido éxito en las anteriores elecciones, y todos consideraban que tenían mayor derecho al cargo por haberles sido negado con anterioridad. Sólo uno de los cónsules podía ser patricio y por esto la campaña resultó más reñida. Los candidatos plebeyos eran todos hombres populares: Lucio Porcio, Quinto Terencio Culeo y Cneo Bebio Tánfilo; todos ellos, también, esperaban alcanzar por fin el honor diferido por derrotas anteriores. De todos los candidatos, Claudio era el único que se presentaba por primera vez. La opinión general daba como segura la elección de los candidatos Quinto Fabio Labeo y de Lucio Porcio Licinio. Pero el cónsul Claudio, sin la escolta de sus lictores, hacía campaña a favor de su hermano por cada rincón del Foro, a pesar de las fuertes protestas de sus oponentes y de la mayoría de los senadores, quienes le decían que debía tener en cuenta que él era cónsul del pueblo de Roma antes que hermano de Publio. «¿Por qué -preguntaban- no ocupa su silla en el tribunal y se muestra como árbitro o espectador silencioso de las elecciones?» A pesar de todo, no se le pudo impedir su esforzado celo. Las elecciones se vieron de tanto en tanto perturbadas por acaloradas disputas entre los tribunos de la plebe; algunos estaban en contra de los actos del cónsul y otros lo apoyaban. Finalmente, Apio logró su propósito de ver elegido cónsul a su hermano Publio Claudio Pulcro, derrotando a Fabio, pese a lo que él mismo y el resto esperaban. Lucio Porcio Licinio obtuvo su cargo debido a que entre los plebeyos el debate se llevó a cabo con moderación y no con el apasionamiento de los Claudios. Al día siguiente, fueron elegidos pretores Cayo Decimio Flavo, Publio Sempronio Longo, Publio Cornelio Cétego, Quinto Nevio Mato, Cayo Sempronio Bleso y Aulo Terencio Varrón. Estos fueron los principales sucesos civiles y militares ocurridos durante el año del consulado de Apio Claudio y Marco Sempronio -185 a.C.-.
[39,33] Al inicio del siguiente año -184 a.C.-, una vez presentaron su informe los comisionados Quinto Cecilio, Marco Bebio y Tiberio Sempronio, que habían sido enviados para resolver las diferencias entre el rey Filipo y el rey Eumenes y las ciudades tracias, los cónsules presentaron ante el Senado a los embajadores de los dos monarcas y de las ciudades. Los mismos argumentos que habían empleado ante los comisionados en Grecia, fueron repetidos por ambas partes. El Senado dispuso que debía ir a Grecia y Macedonia una nueva comisión, encabezada por Apio Claudio, para comprobar si se habían devuelto las ciudades a los tesalios y a los perrebios. Se les encomendó, así mismo, que fueran retiradas las guarniciones de Eno y Maronea, así como que quedaran libres de Filipo y los macedonios toda la zona costera de Tracia. También se ordenó a los comisionados que visitaran el Peloponeso, al que los anteriores comisionados habían dejado en una situación más insatisfactoria que si no hubiesen estado allí, pues habían partido sin recibir ninguna garantía y el Consejo de la Liga Aquea había negado su solicitud para celebrar una entrevista. Quinto Cecilio se había quejado muy enérgicamente por aquella conducta y los lacedemonios, al mismo tiempo, se lamentaron por la destrucción de sus murallas, la deportación de sus habitantes a Acaya, donde los vendieron como esclavos, y la abolición de las leyes de Licurgo, sobre las que había descansado hasta aquel día la estabilidad de su Estado. Los aqueos justificaban su negativa a reunir el Consejo citando una ley que prohibía su convocatoria excepto cuando se tratase de una cuestión de paz o guerra, o cuando llegasen enviados del Senado con cartas o credenciales por escrito. Para que no pudieran excusarse de aquel modo en el futuro, el Senado les indicó que era su deber procurar que los enviados romanos tuviesen en todo momento la oportunidad de dirigirse a su Consejo, del mismo modo que el Senado les había concedido audiencia a ellos siempre que la habían solicitado.
[39,34] Las delegaciones fueron despedidas y Filipo fue informado por sus enviados de que debía retirarse y sacar sus guarniciones de las ciudades. Furioso como estaba con todo el mundo, descargó su venganza sobre los maronitas. Mandó instrucciones a Onomasto, el gobernador de la zona costera, que diera muerte a los dirigentes del partido que se le oponía. Había un tal Casandro, uno de los cortesanos del rey, que estaba viviendo en Maronea desde hacía ya un tiempo. Por su mediación, un grupo de tracios fue admitido por la noche, a lo que siguió una matanza general, como si la plaza hubiera sido tomada al asalto. Los comisionados romanos lo censuraron por tanta crueldad para con los inofensivos maronitas y por mostrarse tan desafiante hacia el pueblo romano; aquellos a los que el Senado había garantizado su libertad, él los había asesinado como si fuesen enemigos. Filipo declaró que ni él ni ninguno de los suyos tenían nada que ver con aquellos hechos; se había desatado entre ellos una lucha interna: unos por querer llevar la ciudad con él y otros por querer llevarla con Eumenes; los comisionados podrían comprobar fácilmente los hechos preguntando a los propios maronitas. Hizo esta sugerencia completamente convencido de que los maronitas habían quedado tan aterrorizados por la reciente masacre que nadie se atrevería a abrir la boca contra él. Apio respondió que no habría ninguna investigación, como si hubiera alguna duda sobre hechos ya lo bastante claros. Si Filipo deseaba eliminar toda sospecha, debía enviar a Roma a los que se decía habían sido los autores del crimen, Onomasto y Casandro, para que el Senado pudiera interrogarlos. En un primer momento, el rey quedó tan sorprendido ante esto que el color huyó de su rostro. Luego, recuperando su presencia de ánimo, prometió que enviaría a Casandro, si así lo deseaba, pues este había estado en Maronea; sin embargo, preguntó, ¿cómo podría estar Onomasto relacionado con el asunto, no habiendo estado en Maronea y ni siquiera en las proximidades? Trataba de mantener a Onomasto fuera de todo peligro, por ser amigo y de más alto rango, y temía cualquier testimonio que pudiera prestar al haber mantenido frecuentes conversaciones con él y haberlo tenido como colaborador y cómplice en muchos actos parecidos. En cuanto a Casandro, se cree fue hecho envenenar, para impedir que pudiera salir alguna información, por personas mandadas a escoltarle a través del Epiro hasta el mar.
[39,35] Los comisionados salieron de la entrevista con Filipo sin ocultar su insatisfacción por todo lo sucedido; Filipo, por su parte, no tenía ninguna duda de que habría de reanudar las hostilidades. Sus recursos aún no eran suficientes y, con el fin de ganar tiempo, decidió enviar a su hijo menor, Demetrio, a Roma con el objeto de exculparle de las acusaciones formuladas contra él y, al mismo tiempo, aplacar la cólera del Senado. Tenía bastantes esperanzas de que, pese a su juventud, el príncipe, que ya había dado pruebas de un carácter propio de un rey mientras estuvo en Roma como rehén, tuviera una considerable influencia allí. Mientras tanto, con el pretexto de llevar auxilio a los bizantinos, pero realmente para intimidar a los régulos tracios, avanzó contra estos últimos y los derrotó completamente en una sola batalla, haciendo prisionero a su jefe, Amodoco. Previamente, había enviado mensajes a los bárbaros de las orillas del Danubio [el Histro, o Istro, en el original latino.-N. del T.], instigándolos para que invadieran Italia. Los comisionados romanos tenían órdenes de marchar desde Macedonia hacia Acaya, esperándose su llegada al Peloponeso. El pretor Licortas convocó una reunión especial de la Asamblea Nacional para decidir la política que se debía adoptar. El tema de discusión fueron los lacedemonios. De ser enemigos, se habían convertido en acusadores, y existía el temor de que resultasen más peligrosos ahora, cuando habían sido derrotados, que cuando tomaban parte en la guerra. En esa guerra, los aqueos habían encontrado en los romanos unos útiles aliados; ahora, aquellos mismos romanos se mostraban más favorables hacia los lacedemonios que hacia los aqueos. Areo y Alcibíades, ambos exiliados y repatriados por los buenos oficios de los aqueos, habían de hecho marchado en una misión a Roma en contra de los intereses del pueblo al que tanto debían, habiendo hablado en un tono tan hostil que se pudiera pensar que habían sido expulsados, y no restaurados, de su país. De toda la Asamblea surgió un grito unánime exigiendo que se presentara una propuesta particular respecto a ellos. Como todo estaba dominado por el rencor, y no por la razón, se les condenó a muerte. Unos días más tarde llegaron los comisionados romanos y se convocó una Asamblea Nacional en Clitor, en Arcadia, para reunirse con ellos.
[39,36] Antes de que empezaran las discusiones, los aqueos vieron cómo Areo y Alcibíades, que habían sido condenados a muerte, acompañaban a los comisionados. Quedaron muy alarmados y consideraron que el debate no les resultaría demasiado favorable; ninguno, sin embargo, se atrevió a abrir la boca. Apio señaló cómo las diversas cosas que se quejaban los lacedemonios eran vistas con desagrado por el Senado: el asesinato en Compasio de los delegados que, por invitación de Filopemen, habían acudido para hacer su defensa y, tras esta crueldad para con los hombres, haber llegado al límite del salvajismo al derribar los muros de una ciudad nobilísima y anular las leyes inmemoriales, suprimiendo la famosa constitución de Licurgo. Después de este discurso, Licortas en su calidad de pretor y también como defensor de Filopemen, el principal responsable de todo cuanto había ocurrido en Lacedemonio, le levantó para responder: «Es más difícil para nosotros -comenzó- hablar ante ti, Apio Claudio, de lo que fue hace poco hacerlo ante el Senado romano. Pues entonces tuvimos que responder a las acusaciones de los lacedemonios y ahora sois vosotros nuestros acusadores, ante quienes hemos de defender nuestra causa. Mas, aún partiendo con esta desventaja, esperamos todavía que dejes de lado la animosidad que hace poco nos mostraste y que nos escuches con el ánimo de un juez. En todo caso, por lo que respecta a las denuncias que los lacedemonios presentaron ante Quinto Cecilio y después en Roma, y que tú mismo acabas de repetir, es a ellos y no a ti a quienes supongo que debo responder.
«Nos acusáis del asesinato de los delegados que habían sido invitados por Filopemen para defenderse. Según mi parecer, nunca se nos debería acusar de esto, romanos, y menos aún en vuestra presencia. ¿Y esto por qué? Pues porque quedó establecido en el tratado de alianza con vosotros que los lacedemonios no interferirían con las ciudades costeras. De haber estado Tito Quincio en el Peloponeso, de haber estado allí un ejército romano, como antes, cuando los lacedemonios tomaron las armas y atacaron aquellas ciudades a las que se habían comprometido a dejar en paz, sus habitantes, desde luego, habrían buscado refugio entre los romanos. Pero, estando vosotros lejos, ¿con quién podrían haber buscado refugio, sino con nosotros, vuestros aliados? Ya nos habían visto auxiliar a Giteo y atacar a Lacedemón, junto a vosotros y por motivos similares. En vuestro nombre, pues, emprendimos la guerra como algo justo, llevados por nuestro sentido del deber. Y aquello por lo que otros nos felicitan y a lo que ni siquiera los lacedemonios pueden hallar tacha, pues hasta los mismos dioses lo aprueban habiéndonos concedido la victoria, ¿cómo se podrá discutir lo que ejecutamos por derecho de guerra? Además, aquello sobre lo que más énfasis ponen no nos incumbe en modo alguno. Somos responsables de haber llamado a juicio a los hombres que habían incitado a la población a tomar las armas, a quienes habían tomado al asalto y saqueado las ciudades costeras, masacrando a sus principales ciudadanos; pero de su muerte, mientras venían de camino al campamento, soy responsables vosotros, Areo y Alcibíades, ¡por los dioses!, y no nosotros a quienes ahora acusáis de ello. Los refugiados lacedemonios, y con ellos estos dos hombres, estaban con nosotros en aquel momento, y debido a que habían escogido las ciudades costeras para residir en ellas, pensaban que sus vidas corrían peligro; en represalia, lanzaron un ataque contra aquellos con quienes estaban resentidos por considerarlos culpables de su destierro, sin tener siquiera la seguridad de envejecer a salvo en el exilio. No fueron, por lo tanto, aqueos, sino lacedemonios los que dieron muerte a lacedemonios; y si fue de modo justo o injusto no es cosa que debamos de discutir nosotros.
[39,37] Y también decís «Bien, pues; pero es obra vuestra, aqueos, por lo menos, la abolición de las leyes y constituciones de Licurgo, que han llegado desde la remota antigüedad, así como la destrucción de las murallas». Ahora bien, ¿cómo pueden acusarnos de estas dos cosas a un tiempo las mismas personas? Pues las murallas no fueron construidas por Licurgo, sino hace unos pocos años y, precisamente, para terminar con las leyes de Licurgo. Los tiranos las levantaron muy recientemente a modo de baluarte y defensa para ellos mismos, no para la ciudad; y si Licurgo levantara hoy la cabeza de entre los muertos, se alegraría de verlas en ruinas y podría decir que ahora sí que reconocía a su vieja Esparta. Eran como marcas que os señalaban como esclavos, y vosotros mismos debisteis haberlas derribado y derruido con vuestras propias manos, lacedemonios, para borrar todo vestigio del gobierno del tirano sin esperar a que lo hicieran Filopemen y los aqueos. Mientras pasasteis ochocientos años sin murallas, fuisteis libres y durante algún tiempo el primer pueblo de Grecia; pero cuando os rodeasteis de murallas, como si os ataseis con cadenas, fuisteis esclavos durante cien años. En cuanto a la privación de vuestras leyes y vuestra constitución, considero que fueron los tiranos quienes privaron a los lacedemonios de sus antiguas leyes; no las abolimos nosotros, pues ningunas tenían; mas les dimos nuestras propias leyes, y tampoco les causamos daño alguno cuando los hicimos miembros de nuestra asamblea y los incorporamos a nuestra Liga, de manera que pudieran formar parte de un todo político, con una única asamblea para todo el Peloponeso. Si nosotros hubiésemos estado regidos, en aquel momento, por unas leyes distintas de aquellas que les impusimos, entonces sí podrían quejarse, en mi opinión, y sentirse justamente indignados por no disfrutar de los mismos derechos que nosotros.
«Soy muy consciente, Apio Claudio, de que el lenguaje que hasta ahora se ha empleado no es aquel en que se hablan los aliados, ni corresponde a un pueblo de hombres libres; en realidad, es el apropiado para un esclavo que se justifica ante su amo. Si algo significaban aquellas palabras del heraldo, por las que ordenasteis que los aqueos fuesen los primeros de entre todos los griegos en ser libres, si vuestro tratado aún está en vigor, si los términos de amistad y alianza se conservan en términos de igualdad por ambas partes, ¿Por qué no debería yo preguntaros, romanos, qué hicisteis al tomar Capua, cuando nos pedís cuentas por lo que hicimos los aqueos al tomar Lacedemonia, tras vencerlos en la guerra? Algunos de ellos fueron muertos, supongamos que por nosotros. ¿Y qué? ¿No decapitasteis vosotros a los senadores campanos? Hemos destruido sus murallas; vosotros privasteis a los campanos no solo de sus murallas, sino de toda su ciudad y sus campos. Diréis que el tratado solo es entre iguales desde un punto de vista formal, pero que los aqueos, de hecho, disfrutan de una libertad otorgada a modo de gracia, correspondiendo el poder supremo a los romanos. Yo soy muy consciente de ello y no protestaré a no ser que se me obligue; pero te suplico, a pesar de cuán grande sea la diferencia entre los romanos y los aqueos, que no permitas que nuestros enemigos comunes permanezcan en una posición tan favorable ante ti como nosotros, que somos tus aliados; todavía más, que estén en posición más favorable. Nosotros los pusimos en condiciones de igualdad cuando les dimos nuestras leyes y les hicimos pertenecer a la Liga Aquea. Lo que satisface a los vencedores es demasiado poco para los vencidos; lo que exigen los enemigos en más de lo que reciben los aliados. El acuerdo que fue jurado y grabado en la piedra de un monumento perpetuo, como algo sagrado e inviolable, se preparan para anularlo convirtiéndonos en perjuros. Sentimos un profundo respeto por vosotros, romanos, y si lo deseáis os temeremos; pero respetamos y tememos aún más profundamente a los dioses inmortales».
Su discurso fue recibido con aprobación general, reconociendo todos que había hablado como correspondía a la alta posición que ostentaba, de manera que resultaba evidente que los romanos no podrían mantener su autoridad si no actuaban de manera firme. Apio dijo que recomendaba encarecidamente a los aqueos que se mostraran indulgentes mientras pudieran hacerlo por propia voluntad, no fuera que pronto estuvieran obligados a hacerlo a la fuerza y mediando coacción. Estas palabras provocaron una murmullo general, pero tenían miedo de lo que pudiera suceder si se negaban a cumplir con las exigencias de Roma. Sólo pidieron a los romanos para que hicieran los cambios que considerasen necesarios respecto a los lacedemonios, quitando a los aqueos el escrúpulo del perjurio al dejar ellos mismos sin efecto cuando habían jurado. La única decisión a la que se llegó fue la anulación de la sentencia contra de Areo y Alcibíades.
[39,38] En la asignación de las provincias, al comienzo de aquel año [seguimos en el 184 a.C.-N. del T.], para los cónsules y los pretores, Liguria, que era el único país donde había guerra, fue asignada a los cónsules. La asignación de las provincias a los pretores fue la siguiente: la pretura urbana recayó en Cayo Decimio Flavo y la peregrina en Publio Cornelio Cétego; Cayo Sempronio Bleso se hizo cargo de Sicilia, Publio Nevio Mato de Cerdeña así como de la investigación sobre unos supuestos casos de envenenamiento; Aulo Terencio Varrón se hizo cargo de la Hispania Citerior y Publio Sempronio Longo de la Ulterior. De estas dos últimas provincias, llegaron a Roma los generales Lucio Juvencio Talna y Tito Quincio Varo, y tras explicar ante el Senado la magnitud de la guerra en Hispania que acababa de terminar, solicitaron, por tan gran éxito, que se rindieran honores a los dioses inmortales y que se permitiera a los pretores que trajeran sus ejércitos de vuelta a casa. Se decretaron dos días de acción de gracias; respecto al regreso de las legiones, al tratarse de ejércitos de cónsules y pretores, el Senado decidió que se aplazara el asunto para un debate posterior. A los pocos días se aprobó un decreto mediante el que se transfería a cada uno de los dos cónsules los ejércitos que habían mandado Apio Claudio y Marco Sempronio. La cuestión de los ejércitos de Hispania dio lugar a un serio conflicto entre los nuevos pretores y los amigos de los pretores que estaban en Hispania. Cada parte fue apoyada por unos tribunos de la plebe y por uno de los cónsules. Un partido amenazaba con vetar cualquier senadoconsulto que ordenara el regreso de los ejércitos; el otro declaraba que, si se interponía aquel veto, impedirían cualquier otra resolución. Los intereses de los pretores en el exterior resultaron vencidos y se aprobó un senadoconsulto por el que los nuevos pretores podrían alistar, como fuerzas que les acompañarían, cuatro mil infantes y trescientos jinetes romanos, y de entre los aliados latinos cinco mil infantes y quinientos jinetes. Cuando se hubieran incorporado a Hispania las cuatro legiones, de manera que cada legión no tuviera más de cinco mil infantes y trescientos jinetes, licenciarían en primer lugar a los que hubiesen cumplido su tiempo de servicio militar, y después a los que hubieran demostrado un valor excepcional en la batalla bajo el mando de Calpurnio y Quincio.
[39,39] No bien se hubo resuelto esta disputa, surgió una nueva al producirse la muerte del pretor Cayo Decimio. Los candidatos para el puesto vacante eran Cneo Sicinio y Lucio Pupio, que había sido ediles durante el año anterior; Cayo Valerio, flamen de Júpiter, y Quinto Fulvio Flaco, que era edil curul designado y que por ello no vestía la toga cándida, aunque era el más activo de todos y rivalizaba con el flamen. Al principio todos estaban igualados, pero cuando este último parecía ser el vencedor, algunos de los tribunos de la plebe declararon que no aceptarían los votos por él, pues nadie podía aceptar o desempeñar dos magistraturas, especialmente las curules, al mismo tiempo. Otros tribunos pensaban que resultaba justo que se le eximiera de tal exigencia legal para que el pueblo tuviera libertad de elegir como pretor a quien quisiera. Lucio Porcio, el cónsul, no estaba al principio dispuesto a permitir que se votara por él; después, para contar con la autoridad del Senado al hacer esto, convocó a los senadores y dijo que sometía a su autoridad la cuestión de la elección como pretor de un edil curul electo, como no ajustada a derecho, y que además sentaría un precedente inadmisible en una Ciudad libre [recordemos que la pretura urbana, que había quedado vacante por la muerte de C. Decimio y que era por la que competían los candidatos, era la más importante, ya que a ella correspondía el máximo poder en la Ciudad en ausencia de los cónsules.-N. del T.]. Por lo que a él se refería, a menos que considerasen preferible otra opción, trataría de celebrar la elección de acuerdo a la ley. El Senado decidió que el cónsul Lucio Porcio debería hablar con Quinto Fulvio para convencerlo de que no se opusiera a que se celebrase la elección de un pretor, de acuerdo a la ley, en sustitución de Cayo Decimio. Actuando según este senadoconsulto, el cónsul habló con Flaco, quien respondió que nada pensaba hacer que fuera indigno de él. Quienes interpretaron esta respuesta evasiva según sus propios deseos, albergaron la esperanza de que cedería a la autoridad del Senado. El día de la elección, mostró una actitud más decidida que nunca haciendo campaña y acusó al cónsul y al Senado de tratar de privarlo de la buena voluntad y la simpatía del pueblo de Roma, acusándolo de querer acumular cargos, como si no fuera más que evidente que tan pronto fuese elegido pretor renunciaría a la edilidad. Cuando el cónsul vio que se obstinaba cada vez más y que el sentimiento popular crecía en su favor, suspendió las elecciones y convocó una reunión del Senado. En una sesión muy concurrida, se decidió que, ya que la autoridad del Senado no había tenido ninguna influencia con él, se llevase ante el pueblo el asunto de Flaco. La Asamblea se reunió y el cónsul expuso ante ella esta cuestión. Ni siquiera entonces mudó Flaco en su determinación. Expresó su agradecimiento al pueblo romano por su apoyo entusiasta y su deseo de hacerlo pretor siempre que se les dio oportunidad de expresar su voluntad. No tenía ninguna intención de renunciar aquella muestra de confianza que le concedían sus conciudadanos. La firme determinación así expresada encendió el entusiasmo popular hasta tal punto que, sin duda, se habría convertido en pretor de haber estado el cónsul dispuesto a aceptar los votos en su favor. Tuvo lugar una acalorada discusión entre los tribunos, y entre éstos y el cónsul, hasta que en una reunión del Senado convocada por el cónsul se decretó que, ya que la tozudez de Quinto Fulvio y la penosa parcialidad del pueblo impedía que la elección se llevara a cabo conforme a la ley, el Senado consideraba que ya había un número suficiente de pretores. Publio Cornelio ejercería ambas jurisdicciones [la urbana y la peregrina.-N. del T.] e igualmente celebraría los Juegos de Apolo.
[39,40] Habiendo quedado así suspendidos estos comicios por la sensatez y el coraje del Senado, le siguieron otros en que estuvieron en juego intereses más importantes y aparecieron competidores más numerosos e influyentes. Se trataba de la elección a la censura. Se presentaban los patricios Lucio Valerio Flaco, los dos Escipiones, Publio y Lucio, Cneo Manlio Vulso, Lucio Furio Purpurio; y los siguientes plebeyos: Marco Porcio Catón, Marco Fulvio Nobilior, Tiberio Sempronio Longo y Marco Sempronio Tuditano. Aunque la competencia era muy animada, Marco Porcio Catón aventajaba con mucho a los demás, patricios y plebeyos por igual, e incluso a los pertenecientes a las más nobles familias. Poseía este hombre tal capacidad y fuerza de carácter que se tenía la impresión de que, en cualquier posición social que hubiera nacido, habría conseguido ser un hombre afortunado y de éxito. Poseía todos los conocimientos necesarios para desempeñar cualquier función, fuera pública o privada, estando igualmente versado en las cuestiones de la vida urbana y de la rural. Algunos hombres han alcanzado los puestos más altos mediante sus conocimientos de derecho, otros a través de la elocuencia y otros por la gloria militar. El versátil genio de este hombre lo hizo igualmente capaz para todo, de tal manera que fuera cual fuese la actividad que desarrollaba, se diría que había nacido expresamente para ella. En la guerra era un combatiente muy valeroso y se distinguió en muchas acciones notables; cuando llegó a los puestos más altos, demostró ser un consumado general. En la paz, si se le consultaba, se hallaría en él a un capaz abogado y, de tener que defender una causa, a uno de los más elocuentes; pero no de aquellos cuya oratoria es afamada durante su vida y de cuya elocuencia no queda ninguna memoria; la suya sigue viva y fuerte, consagrada en escritos de todo género. Quedan gran número de discursos pronunciados en su propia defensa, defendiendo a otros y también en contra de otros, pues acosaba a sus oponentes tanto si acusaba como si defendía. Las querellas personales -demasiadas de ellas- lo mantuvieron ocupado y él mismo se encargó de mantenerlas vivas; de modo que sería difícil decir quién mostró mayor energía: la nobleza en perseguirlo a él o él en perseguir a la nobleza. Fue, sin duda, un hombre de carácter áspero y amargo, con una lengua desenfrenada y demasiado franca, dueño absoluto de sus pasiones, de inflexible integridad e indiferente por igual a la riqueza y la popularidad. Vivió una vida de frugalidad, capaz de soportar la fatiga y el peligro, férreo de cuerpo y mente, al que ni siquiera la vejez, que todo lo debilita, llegó a quebrar. A sus ochenta y seis años defendió un caso, escribió y pronunció su propia defensa y a los noventa años sometió a Servio Galba a juicio ante el pueblo.
[39,41] Este era el hombre que se presentaba como candidato a la censura y la nobleza intentó ahora, como lo había hecho durante toda su vida, acabar con él. Con la excepción de Lucio Flaco, que había sido su colega en el consulado, todos los candidatos se combinaron para dejarlo fuera del cargo; no tanto porque lo quisieran para sí mismos o porque no se resignaran a ver como censor a un hombre nuevo [la expresión latina «homo novus» se refería a aquella persona que era la primera de su linaje en ocupar magistraturas en Roma.-N. del T.], sino porque suponían que su censura sería estricta, severa y perjudicial para la reputación de muchos; la mayoría de ellos le habían atacado antes y ahora estaría deseoso de tomar represalias. Incluso durante su candidatura adoptó un tono amenazante y acusó a sus oponentes de tratar de impedir su elección, porque tenían miedo de un censor que actuaría con imparcialidad y valentía. Al mismo tiempo, él apoyaba la candidatura de Lucio Valerio, pues lo consideraba el único hombre con el que, como colega, podría reprimir los vicios de la época y restaurar la antigua moral. Sus discursos despertaban el entusiasmo general y el pueblo, en contra del deseo de la nobleza, lo eligió censor y aún le dio a Lucio Valerio como colega. Inmediatamente después de terminar la elección de los censores, los cónsules y los pretores partieron para sus provincias. Quinto Nevio, sin embargo, no marchó a Sicilia hasta cuatro meses después, ya que estuvo ocupado con la tarea de investigar las acusaciones de envenenamiento. Los procesos se llevaron a cabo, en su mayoría, en municipios y centros de población fuera de Roma, al haberlo considerado un arreglo más conveniente. Si hemos de creer a Valerio Antias, sentenció a más de dos mil personas. Lucio Postumio, a quien se le había asignado Tarento como provincia, aplastó grandes movimientos de pastores rebeldes y practicó una detallada y cuidadosa investigación de los restantes casos relacionados con las Bacanales. Muchos de los que habían sido llamados a Roma no habían comparecido, o habían dado por perdidas sus fianzas y se escondían en aquella parte de Italia. Detuvo a algunos y los envió a Roma para que los examinase el Senado, a otros los condenó como culpables; Publio Cornelio los encarceló a todos.
[39,42] En Hispania Ulterior las cosas permanecieron tranquilas, al haberse quebrado la fuerza de los lusitanos en la última guerra. En la Hispania Citerior, Aulo Terencio asedió y tomó, empleando manteletes, la ciudad de Corbio [pudiera hallarse en el valle de Sangüesa, en Navarra, o entre este y el río Ebro.-N. del T.], perteneciente a los suesetanos, y vendió a los prisioneros. Después de esto, también la Hispania Citerior permaneció tranquila durante el invierno. Los pretores salientes regresaron a Roma y el Senado, por unanimidad, decretó un triunfo para cada uno de ellos. Cayo Calpurnio celebró su triunfo sobre los lusitanos y los celtíberos; hizo llevar en su procesión ochenta y tres coronas de oro y doce mil libras de plata [3924 kilos.-N. del T.]. Unos días más tarde, Lucio Quincio Crispino celebró su triunfo sobre las mismas naciones, llevando en su procesión una cantidad similar de oro y plata. Los censores Marco Porcio y Lucio Valerio, en medio de mucha expectación y miedo, revisaron las listas del Senado. Quitaron siete nombres, entre ellos el de un hombre de rango consular, Lucio Quincio Flaminino, distinguido por su alta cuna y los cargos que había desempeñado. Se dice que en tiempos de nuestros padres quedó establecido que los censores debían escribir las razones de la exclusión junto al nombre de los excluidos del Senado. Se conservan de Catón algunos duros discursos contra aquellos a quienes sacó de la lista del Senado o a quienes quitó el caballo [se refiere a quienes tenían derecho a recibir un caballo del Estado.-N. del T.]; empero, el más agresivo es el que hizo contra Lucio Quincio. Si Catón hubiera pronunciado este discurso como acusador antes de que el nombre fuera borrado, y no como censor después de haberlo quitado, ni siquiera su hermano Tito Quincio, de haber sido censor en su momento, podría haberlo mantenido en las listas del Senado.
Entre otros cargos de los que le acusó, estuvo el de haberse llevado de Roma a su provincia de la Galia, mediante grandes sobornos, a un joven llamado Filipo el cartaginés, atractivo y famoso prostituto. Este muchacho solía a menudo reprochar al cónsul, entre sus juegos lascivos, el habérselo llevado de Roma para cumplir las pasiones del cónsul por un alto precio, justo antes de un espectáculo de gladiadores. Sucedió que, mientras estaban en un banquete y ya calientes por el vino, se anunció mediante un mensaje que se había presentado un noble boyo con sus hijos, pidiendo refugio y solicitando ver al cónsul para obtener de él, personalmente, garantías de protección. Fue llevado a la tienda y empezó a dirigirse al cónsul mediante un intérprete. Mientras el boyo estaba hablando, el cónsul se volvió hacia su amante y le dijo: «Ya que te has perdido el espectáculo de los gladiadores, ¿te gustaría ver morir ahora mismo a este galo?» Hablando apenas en serio, el joven asintió. El cónsul tomó una espada que estaba colgando por encima de él y, mientras el galo seguía hablando, lo hirió en la cabeza. Luego, mientras se daba la vuelta para huir, implorando la protección del pueblo romano y de los que estaban presentes, el cónsul le atravesó el costado con la espada.
[39,43] Valerio Antias, quien es probable que nunca hubiera leído el discurso de Catón y que se limita a dar crédito a una historia sin autor conocido, expone el incidente de modo distinto, aunque parecido al anterior en cuanto a lujuria y crueldad. Según él, el cónsul invitó a una mujer de mala reputación, de la que estaba locamente enamorado, a un banquete en Plasencia. Durante este, haciendo alarde de sus hazañas, le contó a la prostituta, entre otras cosas, que él había sido un riguroso investigador y que en la cárcel tenía a gran cantidad de condenados a los que pensaba cortar la cabeza. Ella, que estaba recostada a su lado, le comentó que nunca había visto una ejecución y que le gustaría ver una. Entonces, el enamorado, por complacerla, ordenó que trajeran a su presencia a uno de aquellos infelices y le cortó la cabeza. Sucediera el incidente como se describe en el discurso del censor o como lo narra Valerio, fue en cualquier caso un crimen cruel y una brutalidad el que durante un banquete, donde se acostumbra a verter libaciones a los dioses y desear toda clase de felicidad a los huéspedes, se sacrificara una víctima humana y se salpicara de sangre la mesa para deleitar los ojos de una desvergonzada prostituta tendida entre los brazos de un cónsul. Catón cerraba su discurso presentando a Quincio una disyuntiva: podía negar los cargos y defenderse tras presentar una fianza, o podía admitir los hechos y considerar si alguien lloraría su caída en desgracia después que se hubiera divertido, perdido el sentido por el vino y la lujuria, mediante el derramamiento de la sangre de un ser humano durante un banquete.
[39,44] Al revisarse la lista de los caballeros, se le quitó el caballo a Lucio Escipión Asiagenes [ver 37,58.-N. del T.]. También en el establecimiento de los ingresos se mostró dura y servera la censura con todas las clases. Se dieron órdenes a los tasadores jurados para que registrasen, multiplicando su valor por diez, los adornos y vestidos femeninos, así como los vehículos valorados en más de quince mil ases. Del mismo modo, los esclavos menos de veinte años de edad que hubieran sido vendidos desde el último censo en diez mil ases o más, debían valorarse en diez veces esa cantidad, imponiéndose sobre estas tasaciones un impuesto de un tres por mil. Los censores quitaron todos los suministros públicos de agua desde los acueductos hasta las casas o tierras particulares; donde los propietarios privados habían construido apoyándose en edificios o sobre suelo público, se obligó a demoler las construcciones en un plazo de treinta días. Después, con el dinero destinado para ellos, adjudicaron los contratos para las obras públicas: revestimiento con piedra de los depósitos, limpieza de las alcantarillas que lo precisaran y construcción de una nueva en el Aventino y en otros lugares donde no existía ninguna. Por su parte, Flaco hizo construir dique en las Aguas de Neptuno, para que pudieran pasar las gentes, y una vía a lo largo de los montes de Formia. Catón adquirió para el Estado dos atrios en las Lautumias, el Menio y el Ticio, así como cuatro tiendas, haciendo construir en aquel sitio una basílica que recibió el nombre de Porcia. Adjudicaron la recaudación de impuestos al mejor postor y los suministros del estados al de precio más bajo. El Senado, cediendo a los ruegos y lamentos de los adjudicatarios de las subastas, anuló estos acuerdos y ordenó que se realizaron otros nuevos. Los censores volvieron a celebrar las subastas, excluyendo de las mismas mediante un edicto a quienes habían despreciado el cumplimiento de las anteriores, y volvieron a conceder las adjudicaciones consiguiendo un precio un poco más bajo. Esta censura fue notable y llena de rencillas, y por su rigor, atribuido a Marco Porcio, le ganó enemistades de por vida. Dos colonias se fundaron este año: una en Potenza Picena, en el Piceno, y otra en Pesaro, en territorio galo [originalmente Potentia y Pisauro, respectivamente.-N. del T.]. Se asignaron seis yugadas a cada colono [1,62 Ha.-N. del T.], siendo los triunviros que supervisaron la asignación de lotes Quinto Fabio Labeo, Marco Fulvio Flaco y Quinto Fulvio Nobilior. Los cónsules de este año no hicieron nada digno de mención ni política ni militarmente.
[39.45] Los cónsules elegidos para el año siguiente -183 a.C.- fueron Marco Claudio Marcelo y Quinto Fabio Labieno. En el día en que tomaron posesión del cargo -el quince de marzo- presentaron ante el Senado la cuestión de la asignación de sus provincias y las de sus pretores. Liguria fue asignada a los dos cónsules con los mismos ejércitos habían tenido sus predecesores, Publio Claudio y Lucio Porcio. Los pretores electos fueron Cayo Valerio, el flamen de Júpiter que había sido candidato el año anterior, y Espurio Postumio Albino, Publio Cornelio Sisenna, Lucio Pupio, Lucio Julio y Cneo Sicinio. Al sortear las provincias los nuevos pretores, las dos Hispanias se reservaron para los pretores del año anterior, que mantuvieron sus ejércitos. Se ordenó que se celebrara el sorteo reservando para Cayo Valerio una de las dos preturas de Roma, escogiendo este luego la peregrina. Para las demás provincias, el reparto fue el siguiente: la pretura urbana fue para Publio Cornelio Sisenna, Sicilia correspondió a Espurio Postumio, Apulia fue para Lucio Pupio, la Galia para Lucio Julio y Cerdeña para Cneo Sicinio. Se ordenó a Lucio Julio que acelerara su partida. Los galos transalpinos, que, como se ha indicado anteriormente, habían descendido hacia Italia por una vía de montaña hasta entonces desconocida, estaban construyendo una ciudad fortificada en el territorio que ahora pertenece a Aquilea. El pretor recibió instrucciones para que evitara que lo hiciesen, de ser posible sin guerra; si se lo tenía que impedir por la fuerza de las armas, debía informar a los cónsules y uno de ellos conduciría las legiones contra los galos. Hacia el final del año anterior se produjo la elección de un augur para ocupar el lugar de Cneo Cornelio Léntulo, que había muerto, resultando elegido Espurio Postumio Albino.
[39.46] Al comienzo de este año murió Publio Licinio Craso, el Pontífice Máximo. Marco Sempronio Tuditano fue cooptado como pontífice para ocupar la vacante en el colegio y se eligió a Cayo Servilio Gémino como Pontífice Máximo. El día de los funerales por Publio Licinio se hizo una distribución pública de carne y combatieron ciento veinte gladiadores, se celebraron juegos fúnebres durante tres días y, al terminar los juegos, un banquete público. Estando ya extendidos los triclinios por todo el Foro, estalló una violenta tormenta de viento y lluvia que obligó a la mayor parte de las personas a levantar tiendas de campañas y buscar refugio en ellas. Al escampar se retiró todo al poco y se dice que la gente comentaba que se había cumplido el presagio de los adivinos, que profetizaron que sería necesario levantar tiendas de campaña en el Foro. No bien se hubieron liberado de este temor religioso, otro les sobrevino al llover sangre durante dos días seguidos en la plaza de Vulcano, ordenando los decenviros de los Libros Sagrados rogativas especiales para expiar el prodigio. Antes de que los cónsules partieran hacia sus provincias, presentaron diversas delegaciones extranjeras ante el Senado. Nunca antes se habían reunido tantas personas de aquella parte del mundo en Roma. En cuanto se difundió entre las tribus que habitaban en Macedonia que las quejas contra Filipo no habían caído en oídos sordos y que a muchos les había compensado encontrar el valor para presentar sus denuncias, acudieron a Roma ciudades, tribus y hasta demandantes individuales, cada cual con su propia reclamación, pues Filipo resultaba un incómodo vecino para todos, con la esperanza de obtener la reparación de sus agravios o el alivio de sus sufrimientos. El rey Eumenes envió también a su hermano Ateneo con una delegación para quejarse de que no se habían retirado las guarniciones de Tracia y de que Filipo había ayudado a Prusias en su guerra contra Eumenes, enviando fuerzas auxiliares a Bitinia.
[39,47] Demetrio, que era por entonces un hombre muy joven, tuvo que hacer frente a todas las acusaciones. No le resultaba fácil, en modo alguno, mantener en su memoria los detalles de las acusaciones ni la respuesta más adecuada que se les debía dar. Y es que no solo eran muy numerosas, sino que la mayoría de ellas resultaban totalmente triviales, como disputas sobre lindes, robos de ganado y hombres, administración arbitraria de justicias, jueces corrompidos mediante sobornos o intimidados mediante amenazas de violencia. Al ver los senadores que Demetrio no se explicaba con claridad suficiente y que no podían obtener de él una información precisa, conmovidos por su aspecto avergonzado al no saber qué decir, ordenaron que se le preguntara si no había recibido de su padre algún memorando sobre aquellos asuntos. Ante su contestación afirmando que sí había recibido uno, consideraron que lo más adecuado sería tener las respuestas del propio rey a cada uno de los puntos planteados. Mandaron pedir el libro y permitieron que el propio joven lo leyera. Sin embargo, no contenía más que concisas explicaciones sobre cada asunto. Según decía, algunas de las cosas que había hecho estaban de acuerdo con los dictados de los comisionados; respecto a otros, explicaba que no era culpa suya el no haberlos efectuado, sino de los mismos que se los imputaban. Intercalaba también, en la exposición, sus protestas en contra de la parcialidad en las decisiones de los comisarios y la forma injusta en la que se había desarrollado la discusión ante Cecilio, así como los inmerecidos e indignos insultos que recibió por todas partes. El Senado tomó estas quejas como muestra de la irritación del rey; sin embargo, como el joven príncipe se excusara por algunas cosas y se comprometiera a que en el futuro todo se realizaría a voluntad del Senado, este decidió que se le debía dar la siguiente respuesta: «De cualquier manera en que se hubieran desarrollado los acontecimientos, nada habría podido complacer más al Senado que el haber deseado dar satisfacción a Roma mediante su hijo Demetrio. El Senado podría cerrar los ojos, dando por olvidadas muchas cosas, y creían que podrían confiar en Demetrio; aunque lo devolvían en persona a su padre, consideraban que retenían como rehén a sus sentimientos, pues sabían que era amigo del pueblo romano en la medida en que pudiera serlo sin menoscabo del afecto por su padre. En consideración a él, enviarían delegados a Macedonia, para que se remediara todo lo que no se hubiera hecho, incluso sin ningún tipo de sanción por anteriores omisiones». El Senado deseaba también que Filipo supiera que sus relaciones con el pueblo de Roma seguían plenamente vigentes gracias a su hijo Demetrio.
[39.48] Esto último, que se hizo para acrecentar la dignidad del joven príncipe, despertó inmediatamente los celos en su contra y finalmente resultó ser su ruina. A continuación se presentaron los lacedemonios. Se discutieron muchos puntos, la mayoría insignificantes; hubo otras, sin embargo, de gran importancia como, por ejemplo, si se debía devolver o no a los aqueos los que habían sido condenados, o si los que habían sido ejecutados lo habían sido justa o injustamente; y también si los lacedemonios debía permanecer en la Liga Aquea o si, como ya había sido el caso, habría una ciudad en todo el Peloponeso que se rigiera por sus propias leyes aparte. Se decidió que los exiliados debían ser devueltos y anuladas las sentencias dictadas contra ellos, así como que Lacedemonia debería permanecer en la Liga Aquea. Se puso por escrito este decreto y se decidió que fuera suscrito por lacedemonios y aqueos. Quinto Marcio fue enviado como comisionado especial a Macedonia, con órdenes para que examinara la situación en el Peloponeso. Aún reinaban allí los disturbios por las anteriores disensiones y Mesenia se había separado de la Liga Aquea. Si tuviera que entrar en el origen y el progreso de esta guerra, debería olvidar mi resolución de no tratar sobre los asuntos exteriores salvo en la medida en que están conectados con los de Roma.
[39,49] Hubo un incidente digno de ser recordado: A pesar de que los aqueos iban ganando la guerra, su pretor Filopemen fue tomado prisionero. Estaba de camino para ocupar Corone, contra la que ya estaba avanzando el enemigo, y mientras atravesaba un valle por un terreno difícil y quebrado, con una pequeña escolta de caballería, resultó sorprendido por el enemigo. Se dice pudo haber escapado con la ayuda de los tracios y los cretenses, pero el honor le impidió abandonar a su caballería, hombre de buena familia a los que él mismo había escogido. Mientras él cerraba la retaguardia, para enfrentarse a la aparición del enemigo y dar así tiempo a su caballería a escapar a través del estrecho paso, su caballo tropezó y, entre la propia caída y el peso del caballo sobre él, quedó casi muerto en el acto. Tenía ya setenta años y sus fuerzas se habían visto muy afectadas por una larga enfermedad de la que estaba entonces recuperándose. El enemigo, rodeándolo mientras estaba tendido en el suelo, lo hizo prisionero. En cuanto lo reconocieron, el enemigo, por respeto personal hacia él y recordando sus grandes servicios, lo trataron como si hubiera sido su propio general: lo levantaron con cuidado, le dieron reconstituyentes y lo llevaron desde el apartado valle hasta el camino alto, creyendo apenas en la buena suerte que les había sonreído. Algunos de ellos enviaron de inmediato mensajeros a Mesenia para anunciar que la guerra había terminado y que llevaban prisionero a Filopemen. La cosa pareció en un primer momento tan increíble que no solo no querían creer el mensajero, sino que lo tomaron por loco. Como llegaran uno tras otro, trayendo todos la misma historia, la creyeron finalmente; y antes de saber con seguridad que se acercaba a la ciudad, toda la población, ciudadanos y esclavos, hasta los niños y las mujeres, salieron a verlo. La multitud había bloqueado la puerta, y parecía como si cada uno quisiera ver la evidencia por sus propios ojos antes de poder creerse que hubiera tenido lugar, verdaderamente, tan gran acontecimiento. Los que llevaban a Filopemen tuvieron muchas dificultades para abrirse paso hacia la ciudad a través de la multitud. Una aglomeración igual de densa impedía el tránsito por el resto del camino y, como la mayoría no podían ver nada, corrieron hacia el teatro que estaba cerca de la vía y todos a una gritaron que se le llevara allí, donde la gente pudiera verlo. Los magistrados y los ciudadanos principales temían que la compasión levantada por la contemplación de un hombre tan importante provocara algún disturbio, al contrastar algunos su antigua grandeza con su situación actual y al recordar otros todo lo que había hecho por ellos. Se lo colocó, pues, donde se le podía ver a distancia, apartándolo después de la vista de los hombres, aduciendo el pretor Dinócrates que existían ciertas cuestiones, relacionadas con la dirección de la guerra, sobre las que los magistrados deseaban interrogarlo. Lo llevaron luego a la curia y convocaron al senado, empezando las deliberaciones.
[39,50] Caía ya la tarde y no solo no pudieron ponerse de acuerdo en otros asuntos, sino ni siquiera en cuanto a dónde lo podrían custodiar con seguridad durante la noche. Estaban abrumados por la grandeza y el valor de aquel hombre, por lo que no se atrevían a llevarlo a sus casas ni a confiar su custodia a una sola persona. Alguien les recordó que el tesoro público estaba en una cámara subterránea recubierta por bloques de piedra labrada. Aquí se le puso, encadenado, y se le colocó encima mediante poleas una gran piedra que sirvió de cierre. Habiendo considerado así preferible confiar su custodia a un lugar, en vez de a cualquier hombre, esperaron al próximo día. A la mañana siguiente, toda la población, o por lo menos la más cabal, teniendo en cuenta sus anteriores servicios a su ciudad, consideró que se le debía perdonar y buscar, con su mediación, una solución a sus actuales problemas. Los autores de la rebelión, que controlaban el gobierno, celebraron una reunión secreta y, por unanimidad, decidieron que se le debía dar muerte, aunque no pudieron acordar si debían hacerlo inmediatamente o no. La parte que estaba ansiosa por darle muerte se impuso y se envió un hombre a llevarle el veneno. Se dice que tomó la taza y se limitó a preguntar si Licortas -el otro general de los aqueos- y sus jinetes habían podido escapar. Cuando se le aseguró que estaban a salvo, dijo: «Está bien»; y sin la menor señal de miedo vació el cuenco y poco después expiró. Los autores de esta crueldad no se felicitaron durante mucho tiempo por su muerte. Mesenia fue tomada durante en la guerra y, por exigencia de los aqueos, se entregó a los criminales. Los restos de Filopemen les fueron devueltos y todo el Consejo Aqueo estuvo presente en su funeral. Se le tributaron todos los honores humanos y no se le rehuyeron tampoco los divinos. Los historiadores griegos y latinos rinden a este hombre tan alto homenaje que algunos de ellos, para destacar este año, transmitieron a la tradición que durante aquel año murieron tres ilustres generales: Filopemen, Aníbal y Publio Escipión. Hasta aquel punto lo pusieron en igualdad con los más grandes generales de las naciones más poderosas del mundo.
[39,51] Prusias había caído, desde hacía algún tiempo, bajo las sospechas de Roma; en parte por haber dado cobijo a Aníbal tras la huida de Antíoco y en parte porque había iniciado una guerra contra el rey Eumenes. Por consiguiente, se le envió a Tito Quincio Flaminino en una comisión especial. Acusó a Prusias, entre otras cosas, de admitir en su corte a quien, de entre todos los hombres vivos, era el más mortal enemigo del pueblo de Roma; a quien había instigado primero a su patria y después, quebrado el poder de esta, al rey Antíoco para que llevara la guerra contra Roma. Ya fuera debido al lenguaje amenazante de Flaminino o porque quisiera congraciarse con este y los romanos, tomó la decisión de dar muerte a Aníbal o entregarlo a ellos. En cualquier caso, inmediatamente después de su primera entrevista con Flaminino envió soldados para vigilar la casa en la que vivía Aníbal. Aníbal había siempre había concebido en su ánimo tal fin para su vida, pues era totalmente consciente del odio implacable que los romanos sentían hacia él y no tenía confianza alguna en la lealtad de los monarcas. Ya había experimentado la fragilidad del carácter de Prusias y temía la llegada de Flaminio como algo fatal para él. Para precaverse frente a los peligros que lo acosaban por todas partes, trató de mantener abiertas varias vías de escape y, con esto presente, hizo construir siete salidas desde su casa, algunas de ellas ocultas para que no pudieran ser bloqueadas por guardias. Pero inmenso poder de los reyes no deja que quede oculto nada de lo que desean descubrir. Los guardias rodearon la casa tan de cerca que nadie podía escapar de ella. Cuando Aníbal fue informado de que los soldados del rey estaban en el vestíbulo, trató de escapar por una salida lateral [para el término latino original «devium» las traducciones más antiguas dicen «salida trasera» o «por detrás», mientras que la de José Antonio Villar Vidal emplea «lateral»; habrían sido igualmente aceptables los términos «a trasmano» o «desviada».-N. del T.] y escondida por la que podía quedar más oculta la salida. Se encontró con que esta también estaba vigilada muy de cerca y que los guardias estaban situados alrededor de todo el lugar. Finalmente, pidió el veneno que desde hacía tiempo tenía dispuesto en previsión de una emergencia como aquella y exclamó: «Vamos, -dijo- aliviemos a los romanos de la ansiedad que tanto tiempo han experimentado, ya que no tienen paciencia para esperar a la muerte de un anciano. La victoria que Flaminino obtendrá sobre un fugitivo indefenso y traicionado no será ni grande ni memorable; este día demostrará por sí mismo cuán enormemente han cambiado las costumbres del pueblo romano. Sus antepasados advirtieron a Pirro, cuando tenía un ejército en Italia, que se precaviera contra el veneno; ahora mandan a un hombre de rango consultar para que convenza a Prusias de asesinar a su huésped». A continuación, maldiciendo a Prusias y a su reino y apelando a los dioses que protegen los usos de la hospitalidad para que castigaran su perfidia, apuró la copa. Tal fue el final de la vida de Aníbal.
[39.52] Según Polibio y Rutilio, este fue el año en que murió Escipión. Yo no estoy de acuerdo con ninguno de estos autores ni con Valerio, pues me he encontrado con que, durante la censura de Marco Porcio y Lucio Valerio, el mismo Valerio fue elegido príncipe del Senado, aunque el Africano había ocupado aquel cargo durante las dos censuras anteriores; y a menos que asumamos que se le borró de las listas senatoriales -y no hay registro alguno de que una deshonra así se añadiera a su nombre-, no se habría elegido a ningún otro hombre para este cargo de haber seguido vivo. Se demuestra la equivocación de Valerio Antias por las siguientes consideraciones: Durante el tribunado plebeyo de Marco Nevio, Escipión pronunció un discurso que todavía se conserva; en las listas de los magistrados aparece que este Nevio fue tribuno de la plebe en el consulado de Publio Claudio y Lucio Porcio -184 a.C.-, pero entró en funciones el diez de diciembre -185 a.C.-, cuando eran cónsules Apio Claudio y Marco Sempronio. Desde esa fecha hasta el quince de marzo, cuando entraron en funciones Publio Claudio y Lucio Porcio, pasaron tres meses. Así pues, parece que Escipión estaba vivo cuando Nevio fue tribuno y pudo haber sido llevado a juicio por este, pero murió antes de que Lucio Valerio y Marco Porcio fueran censores. Podemos trazar una correspondencia entre la muerte de estos tres hombres, los más ilustres de sus respectivos pueblos, pues, aunque no murieron al mismo tiempo, todos tuvieron un final indigno del esplendor de sus vidas. Ninguno de ellos murió, ni a ninguno se le enterró, en suelo patrio. Aníbal y Filopemen murieron mediante el veneno; Aníbal fue un exiliado y fue traicionado por su anfitrión, Filopemen fue un prisionero y murió encadenado en la cárcel. Aunque Escipión no había sido desterrado ni condenado a muerte, al no comparecer a juicio el día fijado para este, debidamente citado, el mismo se impuso un destierro perpetuo, no solo de por vida, sino también tras su funeral.
[39,53] Mientras tenían lugar en el Peloponeso los acontecimientos de los que me he separado durante mi digresión, Demetrio y los delegados habían regresado a Macedonia. Este retorno afectó de diferente manera los ánimos de unos y otros. La mayor parte de la población macedonia, aterrorizada ante la perspectiva de una guerra inminente contra Roma, apoyaba con entusiasmo a Demetrio. Lo contemplaban como artífice de la paz y consideraban segura su sucesión al trono tras la muerte de su padre. Aunque menor que Perseo, él era hijo legítimo mientras que el otro era el hijo de una concubina. El otro, engendrado en un cuerpo que se había entregado a muchos, no tenía ningún rasgo particular de semejanza con su padre, mientras que Demetrio mostraba un notable parecido con Filipo; aún más, Perseo no era apreciado por los romanos y a estos les gustaría poner a Demetrio en el trono de su padre. Tales eran los comentarios generales. Perseo, por tanto, estaba inquieto al considerar que su mayor edad, por si sola, le serviría de poco ante su hermano, que lo aventajaba en todos los demás aspectos. El propio Filipo, además, poco convencido de que fuera él quien hubiera de decidir a quién dejar como heredero al trono, llegaba a comentar que su hijo menor estaba empezando a ser una amenaza más seria de lo que le gustaría. Le molestaba la manera en que los macedonios recurrían a Demetrio y consideraba humillante la existencia de una segunda corte real mientras él aún vivía. El joven príncipe, por su parte, había vuelto a casa con una conciencia mucho más alta de su propia importancia, basándose en los elogios emitidos por el Senado y en que se le había concedido a él lo que se le había negado a su padre. Cada alusión que hacía a los romanos elevaba su prestigio entre los macedonios, pero provocaban un rechazo equivalente tanto de su hermano como de su padre. Esto resultó ser así, especialmente, cuando llegaron de Roma los nuevos delegados y Filipo se vio obligado a evacuar Tracia, retirar sus guarniciones y llevar a cabo las demás medidas exigidas por los comisionados anteriores y las nuevas órdenes del Senado. Todas estas cosas eran una fuente de dolor y amargura para él, tanto más porque veía que su hijo tenía mucho más contacto con los romanos que con él mismo. No obstante todo esto, se mostró obediente a las órdenes de Roma para que no pudiera haber pretexto alguno al inicio de hostilidades. Pensando en desviar cualquier sospecha que pudieran albergar los romanos sobre sus planes, llevó su ejército al interior de Tracia, contra los odrisas, los denteletos y los besos [los odrisas vivían en el valle del río Hebro, Maritsa para los búlgaros, y los denteletos en el curso alto del Estrimón.-N. del T.]. Tomó la ciudad de Filipópolis, que había sido abandonada por sus habitantes y que con sus familias se habían refugiado en las montañas cercanas. Aceptó la rendición de los bárbaros que vivían en las llanuras después de asolar sus tierras. Dejando una guarnición en Filipópolis, que fue expulsada poco después por los odrisas, inició la construcción de una ciudad en el Deuríopo -un distrito de Peonia-, cerca del río Erígono que, naciendo en Iliria, fluye a través de Peonia hasta en río Axio [el actual Wardar.-N. del T.], no lejos de la antigua ciudad de Estobos. Ordenó que la nueva ciudad fuera llamada Perseide en honor a su hijo mayor.
[39,54] Mientras sucedían estos acontecimientos en Macedonia, los cónsules partían hacia sus provincias. Marcelo envió un mensaje a Lucio Porcio, el procónsul, para pedirle que llevara sus legiones hacia la ciudad que los galos acababan de construir. A la llegada del cónsul, los galos se rindieron. Doce mil de ellos tenían armas, la mayoría tomadas a la fuerza por los campos. Se les requisaron estas, así como todo aquello de lo que se habían apoderado al saquear los campos o que habían traído con ellos. Enviaron emisarios a Roma para quejarse por estas medidas y el pretor Cayo Valerio los introdujo en el Senado donde explicaron cómo, debido a la superpoblación, la falta de tierra y la miseria general, se habían visto obligados a cruzar los Alpes en busca de un hogar. Al ver tierras deshabitadas y sin cultivar, se establecieron sin hacer daño a nadie. Incluso habían comenzado a construir una ciudad fortificada, una prueba clara de que no iban con intenciones agresivas contra ninguna ciudad ni pueblo. Marco Claudio les había enviado recientemente un mensaje amenazándoles con hacerles la guerra si no se rendían. Al preferir una paz segura, aunque no fuera atractiva, antes que las incertidumbres de la guerra, se habían puesto bajo la protección, más que bajo el dominio, del pueblo romano. Pocos días después, se les ordenó evacuar la ciudad y el territorio, y su intención era partir tranquilamente y asentarse en aquella parte del mundo que pudieran. A continuación se les arrebataron las armas y, por último, todo lo que poseían, sus bienes y su ganado. Ellos imploraban al Senado y al pueblo de Roma que no tratasen a quienes se habían rendido sin hacer daño a nadie con más severidad de la que trataban a sus enemigos.
Ante estas razones, el Senado ordenó que se les diera la siguiente respuesta: ellos habían actuado ilegalmente al venir a Italia y tratar de construir una ciudad en un territorio que no era suyo sin el permiso del magistrado romano que tenía a su cargo aquella provincia; Por otra parte, no complacía al Senado que, después de haberse rendido, se les hubiera despojado de sus bienes y posesiones. El Senado enviaría a su vuelta unos comisionados al cónsul para ordenarle que se les devolvieran todas sus pertenencias siempre que regresaran a su lugar de origen. Los comisionados deberían también cruzar los Alpes y advertir a las comunidades galas para que mantuvieran su población en su país; Los Alpes se extendían entre ellos como una frontera casi intransitable y, desde luego, no les iría mejor que a los primeros que abrieron una vía de paso en ellos. Se envió como comisionados a Lucio Furio Purpurio, Quinto Minucio y Lucio Manlio Acidino. Después de que se les devolviera todo aquello que era suyo, sin pérdida para ninguno, los galos salieron de Italia.
[39.55] Las tribus transalpinas dieron una amable respuesta a los comisionados. Sus ancianos criticaron la excesiva indulgencia de los romanos al haber dejado marchar sin castigo a unos hombres que, sin la autorización de su tribu, habían salido a ocupar territorio perteneciente al gobierno romano y habían tratado de fundar una ciudad en unas tierras que no les pertenecían; deberían haber pagado un alto precio por su temeridad. La indulgencia mostrada al devolverles sus bienes podría, se temían, invitar a otros a empresas similares. La hospitalidad que mostraron hacia los comisionados fue tan generosa que los colmaron de regalos. Una vez que los galos se hubieron retirado de su provincia, Marco Claudio a desarrollar sus planes para una guerra contra Histria. Escribió al Senado pidiendo permiso para llevar sus legiones a Histria y el Senado lo autorizó a hacerlo. Se estaba discutiendo por entonces la cuestión del envío de colonos a Aquilea, considerándose si debía ser una colonia latina o se debía enviar ciudadanos romanos. Finalmente, se decidió que se fundase una colonia latina. Para supervisar el asentamiento, se nombró triunviros a Publio Escipión Nasica, Cayo Flaminio y Lucio Manlio Acidino. También en ese año fueron fundadas las colonias de Módena [la antigua Mutina.-N. del T.] y Parma, ambas por ciudadanos romanos. Se asentaron en cada colonia dos mil hombres, en tierras que recientemente habían pertenecido a los boyos y anteriormente a los etruscos. Los de Parma recibieron ocho yugadas cada uno y los de Módena cinco [2,16 y 1,35 Ha., respectivamente.-N. del T.]. La asignación de la tierra fue llevada a cabo por Marco Emilio Lépido, Tito Ebucio Caro y Lucio Quincio Crispino. También se fundó una colonia de ciudadanos romanos en Saturnia, bajo la supervisión de Quinto Fabio Labeo, Cayo Afranio Estelio y Tiberio Sempronio Graco. Se asignaron diez yugadas a cada colono [2,7 Ha.-N. del T.].
[39,56] Durante el mismo año, el procónsul Aulo Terencio libró algunos combates victoriosos contra los celtíberos, no lejos del Ebro, en territorio ausetano, asaltando algunas plazas que se habían hecho fuertes allí. La Hispania Ulterior permaneció más tranquila aquel año debido a la larga enfermedad de Publio Sempronio; los lusitanos, que no fueron provocados por nadie, siguieron estando, afortunadamente, tranquilos. Tampoco Quinto Fabio hizo nada digno de mención en la Liguria. Marco Marcelo fue llamado de Histria y su ejército fue licenciado. Regresó a Roma para llevar a cabo las elecciones. Los nuevos cónsules fueron Cneo Bebio Tánfilo y Lucio Emilio Paulo -para el 182 a.C-. Este último había sido edil curul con Marco Emilio Lépido, que cinco años antes había ganado su consulado después de dos derrotas anteriores. Los nuevos pretores fueron Quinto Fulvio Flaco, Marco Valerio Levino, Publio Manlio, por segunda vez, Marco Ogulnio Gallo, Lucio Cecilio Denter y Cayo Terencio Istra. Al final del año se efectuaron rogativas a causa de ciertos prodigios. Se creyó firmemente que durante dos días había llovido sangre en el recinto del templo de la Concordia, y se informó de que no lejos de Sicilia había surgido una nueva isla del mar, donde no la había. Valerio Antias es nuestra autoridad para afirmar que Aníbal murió este año, y que, además de Tito Quincio Flaminino, cuyo nombre es mencionado con frecuencia en relación con este asunto, Lucio Escipión Asiático y Publio Escipión Nasica fueron también enviados a Prusias con aquel propósito.