La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
Ir a la biblioteca de textos clásicos
Libro trigesimotercero
La Segunda Guerra Macedónica (continuación).
[33,1] Los hechos antes descritos tuvieron lugar en el invierno [del 197 a.C.-N. del T.]. Al comienzo de la primavera, Quincio, deseoso de atraer bajo su dominio a los beocios, que vacilaban sobre de qué lado inclinarse, convocó a Atalo en Elacia y, marchando a través de la Fócida, acampó en un lugar a unas cinco millas de Tebas, la capital de Beocia [a 7400 metros de la actual Thiva, la antigua Tebas.-N. del T.]. Al día siguiente, escoltado por un único manípulo y acompañado por Atalo y las diversas delegaciones que se le habían unido de todas partes, se dirigió a la ciudad. Los asteros de la legión, en número de dos mil, recibieron la orden de seguirlo a una distancia de una milla [1480 metros.-N. del T.]. Hacia mitad de camino se encontró con Antífilo, pretor de los beocios; la población de la ciudad estaba en las murallas, contemplando con inquietud la aproximación del general romano y el rey. Veían que con ellos iban pocas armas y pocos soldados; los asteros, que les seguían una milla por detrás, quedaban ocultos por los recodos del camino y las ondulaciones del terreno. Cuando llegó cerca de la ciudad, aflojó el paso, como para saludar a las gentes que salían a su encuentro, aunque lo que pretendía, en realidad, era dar tiempo a que los asteros le alcanzasen. Los ciudadanos, empujándose apelotonados delante del lictor, no vieron la columna armada que llegaba, a la carrera, donde estaba el lugar de recepción del general. Quedaron entonces completamente consternados, pues pensaron que la ciudad había sido entregada y capturada mediante la traición del pretor Antífilo. Resultaba evidente que la Asamblea de los beocios, que estaba convocada para el día siguiente, no tendría ocasión de deliberar sin impedimentos. Ocultaron su disgusto, pues el haberlo mostrado habría sido inútil y peligroso.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[33,2] Atalo fue el primero en hablar en el Consejo. Comenzó haciendo un recuento de los servicios que había prestado a Grecia en su conjunto y en particular a los beocios. Pero ya estaba demasiado anciano y enfermo como para soportar la tensión de hablar en público; de repente, guardó silencio y se derrumbó. Mientras retiraban al rey, que había perdido el uso de un lado de su cuerpo, y trataban de ayudarle, se suspendieron los actos. Aristeno, el pretor de los aqueos, fue el siguiente en hablar y lo hizo con la mayor autoridad, pues dio a los beocios el mismo consejo que ya había dado a los aqueos. El propio Quincio añadió algunas observaciones, con las que hizo más hincapié en la buena fe de los romanos y su sentido del honor que en sus armas y recursos. Dicearco de Platea presentó una moción a favor de la alianza con Roma. Una vez leídos sus términos, nadie se atrevió a oponerse y, en consecuencia, fue aprobada con el voto unánime de las ciudades de Beocia. Una vez disuelto el Consejo, Quincio permaneció en Tebas solo mientras el repentino ataque de Atalo lo hizo necesario y, tan pronto vio que no había peligro inmediato para su vida, pese a la debilidad de sus miembros, lo dejó para que se sometiera al tratamiento preciso y regresó a Elacia. Los beocios, al igual que los aqueos antes que ellos, fueron así admitidos como aliados y, una vez hubo dejado todo tranquilo y seguro, pudo dedicar todos sus pensamientos a Filipo y a los medios para llevar la guerra a su fin.
[33,3] Después que sus emisarios hubieron regresado de su infructuosa misión en Roma, Filipo decidió alistar tropas en todas las ciudades de su reino. Debido a las constantes guerras que durante tantas generaciones habían disminuido la población macedonia, se daba una grave falta de hombres en edad militar; durante el propio reinado de Filipo había muerto un gran número en las batallas navales contra los rodios y Atalo, así como en las campañas contra los romanos. En estas circunstancias, alistó incluso a jóvenes de dieciséis años y llamó nuevamente a los hombres que ya habían prestado su periodo de servicio, siempre y cuando aún fueran útiles. Una vez alcanzados todos los efectivos de su ejército, concentró todas sus fuerzas en Díon [próxima al monte Olimpo, por el norte de este.-N. del T.], estableciendo allí un campamento permanente en el que instruyó y ejercitó a sus soldados día tras día mientras esperaba al enemigo. Durante este tiempo, Quincio dejó Elacia y marchó a través de Tronio y Escarfea hacia las Termópilas. El Consejo Etolio había sido convocado para reunirse en Heraclea y decidir la fuerza del contingente que debía seguir a la guerra al general romano, esperando este un par de días en las Termópilas para saber el resultado. Cuando se le hubo informado de su decisión partió y, pasando en su marcha Xinias, estableció su campamento en la frontera entre los enianes y Tesalia. Allí esperó al contingente etolio, que llegó sin pérdida alguna de tiempo, bajo el mando de Feneas, en número de seiscientos infantes y cuatrocientos de caballería. Para eliminar cualquier duda en cuanto a por qué había esperado, reanudó su marcha tan pronto como llegaron. En su avance a través de la Ftiótide se le unieron 500 cretenses de Gortinio, al mando de Cidante, y trescientos apolonios, armados como los cretenses, y no mucho después mil doscientos infantes atamanes al mando de Aminandro. En cuanto Filipo se cercioró de que los romanos habían partido de Elacia, se dio cuenta de que la lucha que se le presentaba decidiría el destino de su reino y pensó que resultaría conveniente dirigir unas palabras de ánimo a sus soldados. Después de repetir las frases familiares sobre las virtudes de sus antepasados y la reputación militar de los macedonios, incidió primero en las consideraciones que les producían temor y, después, en aquellas por las que incrementarían sus esperanzas.
[33,4] A las tres derrotas sufridas por la falange macedonia en el Áoo, contrapuso el rechazo de los romanos en Atrage En la ocasión anterior, cuando no pudieron mantener su control sobre el paso que conduce al Epiro, señaló que la culpa fue, en primer lugar, de los que habían descuidado su misión en los puestos avanzados, y luego del comportamiento de la infantería ligera y de los mercenarios en la batalla propiamente dicha. Sin embargo, la falange macedonia se mantuvo firme y, mientras estuviesen en terreno favorable y en campo abierto, se mantendrían siempre imbatidos. La falange estaba compuesta por dieciséis mil hombres, la flor de las fuerzas militares de sus dominios. Había, además, dos mil soldados con cetras, a quienes ellos llaman peltastas, y contingentes en igual número proporcionados por los tracios y por los tralos, una tribu iliria. Además de éstos, había unos mil quinientos mercenarios procedentes de diversas nacionalidades y un cuerpo de caballería compuesto por dos mil jinetes. Con esta fuerza esperó el rey a sus enemigos. El ejército romano era casi igual en número, solo era superior en caballería debido a la aportación de los etolios.
[33,5] Quincio albergaba la esperanza de que Tebas, en la Ftiótide, sería traicionada por Timón, el ciudadano más importante de la ciudad y, en consecuencia, se dirigió hacia allí. Cabalgó hasta las murallas con un pequeño grupo de caballería e infantería ligera, pero sus expectativas se vieron frustradas por una salida practicada desde la ciudad, al punto que le habría puesto en grave peligro de no haber llegado en su ayuda, desde el campamento, fuerzas tanto de infantería como de caballería. Al comprobar que sus esperanzas eran infundadas y que no había perspectivas de que se realizaran sin empeñar más esfuerzos, desistió de cualquier otro intento por el momento. Sabiendo, por otro lado, que el rey estaba ya en Tesalia, aunque su paradero exacto era desconocido, envió a sus hombres por los campos vecinos para cortar y preparar estacas para una empalizada. Tanto los macedonios como los griegos hacían uso de las empalizadas, pero no adaptaban sus materiales ni para el transporte ni para fortalecer las defensas. Los árboles que cortaban eran demasiado grandes y con demasiadas ramas como para que los soldados los transportaran junto con sus armas; una vez colocados en su lugar y cercado su campamento, la demolición de su empalizada era cosa fácil. Los grandes troncos se erguían separados unos de otros y las gruesas ramas proporcionaban un buen agarre, de manera que dos, o a lo sumo tres, jóvenes bastaban para derribarlos y, una vez derribado, crear un hueco ancho como una puerta, sin que tuviesen nada a mano con lo que taponar la apertura. Por otro lado, las estacas que cortaban los romanos eran más ligeras, generalmente ahorquilladas y con tres o a lo sumo cuatro ramas; de esta manera, con sus armas colgadas a la espalda, los soldados romanos podían llevar con ellos cómodamente varias de ellas. Las hincan tan juntas en el terreno y entrelazan las ramas de tal manera que resulta imposible descubrir a qué árbol en particular pertenece cualquiera de las ramas exteriores; estas se aguzan y entrelazan tan estrechamente que no queda espacio para meter la mano, ni se puede agarrar o tirar, porque están tan entrelazadas unas con otras como los eslabones de una cadena. Si una resulta arrancada, solo deja una pequeña abertura y resulta muy fácil colocar otra en su lugar.
[33.6] Quincio hizo una corta marcha al día siguiente, pues los soldados portaban la madera para construir una empalizada y poder establecer un campamento atrincherado en cualquier lugar. La posición que escogió estaba a unas seis millas de Feres [a unos 8880 metros de la antigua Feras.-N. del T.] y, después de establecer su campamento, envió partidas para averiguar en qué parte de Tesalia estaba el enemigo y cuáles eran sus intenciones. Filipo estaba en las proximidades de Larisa y ya había recibido la información de que los romanos habían partido de Tebas hacia Feres. También él ansiaba dar término a las cosas y decidió dirigirse directamente contra el enemigo; finalmente, fijó su campamento a unas cuatro millas de Feres [a unos 5920 metros.-N. del T.]. Al día siguiente, la infantería ligera de ambos bandos salió con el objeto de apoderarse de ciertas colinas que dominaban la ciudad; al llegar a la vista la una de la otra, se detuvieron y mandaron a pedir órdenes a sus respectivos campamentos sobre qué debían hacer ahora que se habían encontrado inesperadamente con el enemigo. Mientras, esperaban sin moverse el regreso de los enlaces y transcurrió el día sin combatir, para ser finalmente retirados tales grupos a sus campamentos. Al día siguiente, se libró una acción de caballería cerca de aquellas colinas en la que las tropas de Filipo fueron derrotadas y rechazadas de nuevo a su campamento; una victoria cuya responsabilidad correspondió principalmente a los etolios. Ambas partes se vieron obstaculizadas en gran medida en sus movimientos por la naturaleza del terreno, que estaba densamente plantado con árboles y huertos como los que generalmente se encuentran en los terrenos suburbanos, con los caminos delimitados por tapias y, en algunos casos, bloqueados por estas. Ambos comandantes estaban igualmente decididos a dejar aquel terreno y, como si lo hubieran establecido de común acuerdo, se dirigieron a Escotusa: Filipo, con la esperanza de conseguir allí suministros de grano; Quincio, con la intención de adelantarse a su adversario y destruir su grano. Los ejércitos marcharon todo el día, sin conseguir avistar al otro debido a una serie continua de colinas que estaban entre ellos. Los romanos acamparon en Eretria, en la Ftiótide; Filipo fijó su campamento junto al río Onquestos. Al día siguiente, Filipo acampó en Melambio, en territorio de Escotusa, y Quincio en Tetideo, en las proximidades de Farsala, pero ni siquiera entonces tuvo ninguno de ellos conocimiento seguro de dónde estaba su enemigo. Al tercer día llegaron unas pesadas nubes, seguidas por una oscuridad tan negra como la noche y que mantuvo a los romanos en su campamento por temor a un ataque por sorpresa.
[33,7] Deseoso de seguir adelante, Filipo no se mostró disuadido en lo más mínimo por las nubes que habían descendido tras la lluvia y ordenó que los portaestandartes avanzaran. Sin embargo, se había formado una niebla tan espesa que había desaparecido la luz del día y ni los portaestandartes podían ver el camino, ni los hombres podían ver sus estandartes. Confundidos por los gritos contradictorios, la columna cayó en gran desorden, como si hubieran perdido el rumbo durante una marcha nocturna. Una vez superada la cadena de colinas conocida como Cinoscéfalas [cabeza de perro, en griego.-N. del T.], donde dejaron una gran fuerza de infantería y caballería para ocuparla, establecieron su campamento. El general romano todavía estaba en su campamento en Tetideo; envió, sin embargo, diez turmas de caballería y mil vélites para hacer un reconocimiento, advirtiéndoles que se guardasen contra las emboscadas, de que debido a la poca luz diurna podría no ser detectada ni siquiera en campo abierto. Cuando llegaron a las alturas donde estaba situado el enemigo, ambas partes permanecieron inmóviles, como si estuvieran paralizados por el miedo mutuo. En cuanto desapareció su sorpresa ante la inesperada visión del enemigo, ambos enviaron mensajes a sus generales en el campamento y se enfrentaron sin dilación. La acción fue iniciada por las patrullas de avanzada, generalizándose después según se incorporaban los refuerzos. Los romanos no eran en absoluto rivales para sus oponentes y mandaron un mensaje tras otro a su general para informarle de que estaban siendo sobrepasados. Se despachó a toda prisa un refuerzo de quinientos de caballería y dos mil infantes, en su mayoría etolios, bajo el mando de dos tribunos militares, que restauraron un combate que ya se inclinaba contra los romanos. Este giro de la fortuna puso en dificultades a los macedonios, que mandaron a pedir ayuda a su rey. Pero, como debido a la oscuridad una batalla era la última cosa que había previsto para aquel día, y como había enviado gran número de hombres de todas las filas a forrajear, permaneció durante un tiempo considerable sin saber qué hacer. Los mensajes se hicieron cada vez más insistentes, y como la niebla ya se había levantado y puesto de manifiesto la situación de los macedonios, que habían sido rechazados hasta la cima más alta y buscaban más seguridad en su posición que en sus armas, Filipo consideró que debía arriesgar un enfrentamiento general y decisivo, en vez de dejar que se perdiera parte de sus fuerzas por falta de apoyo. En consecuencia, envió a Atenágoras, el comandante de los mercenarios, con todo el contingente auxiliar, a excepción de los tracios, y también a la caballería macedonia y tesalia. Su aparición dio lugar a que los romanos resultaran expulsados de la colina y obligados a retirarse a un terreno más bajo. Que no fueran rechazados en desordenada fuga se debió principalmente a la caballería etolia, que en ese momento era la mejor de Grecia, aunque en infantería eran inferiores a sus vecinos.
[33.8] De esta acción se informó al rey como si se tratara de una victoria más importante de lo que justificaban los hechos. Desde el campo de batalla llegó un mensajero tras otro, gritando que los romanos estaban en fuga, y aunque el rey, reticente y vacilante, decía que la acción había comenzado de manera precipitada y que ni el momento ni el lugar le convenían, fue finalmente inducido a llevar todas sus fuerzas al campo de batalla. El comandante romano hizo lo mismo, más porque no le quedaba otra opción que porque quisiera aprovechar la oportunidad de una batalla. Colocó los elefantes delante las enseñas, y mantuvo en reserva a su ala derecha; él, personalmente y con la totalidad de la infantería ligera, se hizo cargo de la izquierda. Según avanzaban, les recordó que iban a pelear con los mismos macedonios a quienes, pese a la dificultad del terreno y protegidos como estaban por las montañas y el río, habían expulsado de los pasos que llevaban al Epiro y derrotado completamente; los mismos a los que habían vencido bajo el mando de Publio Sulpicio, cuando trataron de detener su marcha sobre Eordea. El reino de Macedonia, afirmó, se mantenía por su prestigio, no por su fuerza, y aún su prestigio había finalmente desaparecido. Para entonces ya había llegado hasta sus destacamentos que resistían en el fondo del valle. De inmediato reanudaron el combate y, mediante un feroz ataque, obligaron al enemigo a ceder terreno. Filipo, con sus soldados con cetra y la infantería de su ala derecha, el mejor cuerpo de su ejército, al que llaman falange, llegó hasta el enemigo casi a la carrera; ordena a Nicanor, uno de sus cortesanos, que le siga de inmediato con el resto de su fuerza. En cuanto llegó a la cima de la colina y vio unos cuantos cuerpos enemigos y armas yaciendo por allí, concluyó que se había producido una batalla en aquel lugar y que los romanos habían sido rechazados; cuando vio, además, que el combate estaba teniendo lugar en la proximidad del campamento enemigo, se alegró enormemente. Pronto, sin embargo, cuando sus hombres retrocedieron huyendo y fue su turno para inquietarse, se debatió durante algunos momentos con ansiedad sobre si debía retirar sus tropas al campamento. Después, al aproximarse el enemigo y, especialmente, cuando sus propios hombres fueron siendo destrozados y no podrían salvarse a menos que los auxiliara con tropas de refuerzo, no siendo ya segura la retirada, se vio obligado él mismo a arriesgarlo todo, pese a no haber llegado todavía la otra parte de sus fuerzas. Situó en su ala derecha a la caballería y la infantería ligera que ya había entrado en acción; a los soldados con cetra y a los falangistas les ordenó que dejaran las lanzas, cuya longitud les estorbaba, y que hicieran uso de sus espadas. Para evitar que su línea resultase rápidamente quebrada, redujo su frente a la mitad y dobló la profundidad de sus filas, de manera que la profundidad fuera mayor que la anchura. También ordenó que se cerrasen las filas, de manera que cada hombre estuviera en contacto con los demás, arma con arma.
[33,9] Una vez se hubieron reintegrado a sus líneas y bajo los estandartes las tropas romanas que ya habían combatido, Quincio ordenó que las trompetas dieran la señal. Rara vez, se dice, ha sido lanzado un grito de batalla como aquel al comienzo de una acción, pues ambos ejércitos lo hicieron al mismo tiempo, no solo aquellos que ya se estaban enfrentando, sino incluso las reservas romanas y las macedonias, que estaban apareciendo en aquel momento en el campo de batalla. El rey, en la derecha, ayudado principalmente por el terreno más elevado sobre el que combatía, tenía la ventaja. En la izquierda, donde la parte de la falange que constituía la retaguardia estaba apenas llegando, todo era confusión y desorden. El centro estaba quieto y contemplando aquello como si se tratase de un combate que no le afectara. La parte recién llegada de la falange, formada en columna en vez de en línea de batalla, marchando en lugar de formando, apenas había alcanzado la cima de la colina. Aunque Quincio vio que sus hombres estaban cediendo terreno a la izquierda, envió a los elefantes contra aquellas tropas desordenadas y los lanzó a la carga, considerando con razón que la derrota de una parte se extendería al resto. Ya no quedó duda del resultado: los macedonios del frente, aterrorizados por los animales, se dieron instantáneamente la vuelta y los demás, al verlos rechazados, los siguieron. Uno de los tribunos militares, al ver la situación, decidió al momento qué hacer y, dejando aquella parte de su línea que estaba ganando claramente, dio un rodeo con veinte manípulos y atacó la derecha enemiga por la espalda. Ningún ejército, cuando es atacado por la retaguardia, puede dejar de sufrir confusión; pero esa inevitable confusión se vio incrementada por la incapacidad de la falange macedonia, una formación pesada y lenta, para encarar un nuevo frente. Para empeorar las cosas, estaban en seria desventaja a causa del terreno, pues al seguir a su enemigo rechazado colina abajo, habían abandonado la altura al enemigo que, dando un rodeo, la ocupó en su movimiento envolvente. Atacada por ambos lados, sufrieron graves pérdidas y en poco tiempo arrojaron las armas y se dieron a la fuga.
[33.10] Filipo ocupó el punto más elevado de las colinas con un pequeño grupo de caballería e infantería, con el fin de ver qué fortuna corrían sus tropas en el ala izquierda. Al darse cuenta de su huida desordenada y ver los estandartes y armas romanas ondeando sobre todas las colinas, también él abandonó el campo de batalla. Quincio, que estaba presionando sobre el enemigo en retirada, vio que los macedonios ponían repentinamente en posición vertical sus lanzas y, como no sabía qué pretendían con aquella maniobra desconocida, cesó la persecución durante algunos minutos. Al saber que esta era la señal macedonia de rendición, llegó a pensar en perdonar a los vencidos. Los soldados, sin embargo, sin darse cuenta de que el enemigo ya resistía e ignorantes de la intención de su general, se lanzaron contra ellos al ataque; al caer muertos los de vanguardia, el resto se dispersó huyendo. El propio Filipo se alejó a galope tendido en dirección a Tempe, deteniéndose en Gonos donde permaneció durante un día para recoger a los supervivientes de la batalla. Los romanos irrumpieron en el campamento enemigo esperando saquearlo, pero se encontraron con que había sido ya limpiado en gran parte por los etolios. Perecieron aquel día ocho mil enemigos y se hizo prisioneros a cinco mil; de los vencedores cayeron alrededor de setecientos hombres. Si hemos de creer a Valerio, que es dado a la exageración sin límites, perecieron cuarenta mil enemigos y, aquí su imaginación no es tan salvaje, se hizo prisioneros a cinco mil setecientos y se capturaron doscientos cuarenta y nueve estandartes. Claudio, también, escribe que murieron treinta y dos mil enemigos y que cuatro mil trescientos fueron hechos prisioneros. Hemos tomado el número más pequeño no porque sea el menor, sino porque hemos seguido a Polibio, que resulta un autor fiable para la historia romana, especialmente cuando tiene lugar en Grecia.
[33,11] Después de reunir a los fugitivos que se habían dispersado en las distintas etapas de la batalla y que le habían seguido en su huida, Filipo envió hombres a quemar sus papeles en Larisa, para que no cayeran en manos del enemigo, y se retiró luego a Macedonia. Quincio vendió algunos de los prisioneros y una parte del botín, entregando el resto a los soldados; después de esto se dirigió a Larisa, no sabiendo con certeza en qué dirección había marchado el rey o qué movimiento pensaba hacer. Estando allí, llegó un mensajero del rey con el pretexto de pedir un armisticio para enterrar a los caídos en la batalla, aunque en realidad venía a solicitar permiso para abrir negociaciones de paz. Ambas solicitudes fueron concedidas por el general romano, que también envió un mensaje al rey pidiéndole que no se desanimara. Esto ofendió grandemente a los etolios, que se molestaron mucho y decían que el comandante había cambiado tras su victoria. Antes de la batalla, según decían, solía consultar con sus aliados todos los asuntos, grandes y pequeños, pero ahora los había excluido de todos sus consejos; actuaba guiado únicamente por su propio juicio. Estaba buscando la oportunidad de congraciarse personalmente con Filipo, de manera que después que los etolios hubieran llevado todo el peso de las dificultades y sufrimientos de la guerra, el romano se pudiera asegurar para él todo el agradecimiento y las ventajas de la paz. Es un hecho que Quincio, sin duda, mostró menos consideración hacia los etolios, pero estos ignoraban en realidad su motivo para tratarlos con displicencia. Creían que buscaba sobornos por parte de Filipo, pese a que era un hombre que nunca cedió a la tentación del dinero; pero no era sin una buena razón que estaba disgustado con los etolios, a causa de su insaciable apetito de botín y su arrogancia al reclamar para ellos mismos el crédito de la victoria, vanidad que ofendía los oídos de todos. Además, si Filipo caía y el reino de Macedonia quedaba aplastado sin esperanza, él consideraba que los etolios se convertirían en la potencia dominante en Grecia. Guiado por estas consideraciones, concibió su conducta deliberadamente para humillarlos y menospreciarlos a los ojos de los demás.
[33.12] Se concedió al enemigo una tregua de quince días y se hicieron gestiones para mantener una conferencia con Filipo. Antes de la fecha fijada para ella, Quincio llamó a consultas a sus aliados y les expuso las condiciones de paz que pensaba debían ser impuestas. Aminandro expuso brevemente su punto de vista, que consistía en que los términos debían ser tales que Grecia resultara lo bastante fuerte, aún en ausencia de los romanos, como para proteger su libertad e impedir que se quebrara la paz. Los etolios hablaron en un tono más reivindicativo: después de aludir brevemente a la acertada actitud de Quincio, llamando a quienes habían sido sus aliados en la guerra para aconsejarle sobre la cuestión de la paz, llegaron a asegurarle que estaba completamente equivocado si suponía que podía fundar la paz con Roma o la libertad de Grecia sobre una base segura, a menos que Filipo fuera muerto o expulsado de su reino. Cualquiera de estas alternativas le resultaría factible si quería aprovechar su suerte. Quincio respondió que, al expresar aquellas pretensiones, los etolios estaban perdiendo de vista la política establecida por Roma y siendo ellos mismos incoherentes con sus propuestas. En todos los consejos y conferencias anteriores, cuando se discutía la cuestión de la paz, ellos nunca habían abogado por la destrucción de Macedonia; y los romanos, cuya política desde los primeros momentos había sido mostrar misericordia hacia los vencidos, habían aportado una prueba evidente de esto en la paz que habían concedido a Aníbal y los cartagineses. Pero sin tener en cuenta a los cartagineses, no obstante, ¿no se había reunido él frecuentemente con Filipo? Y nunca se había planteado la cuestión de su abdicación. ¿Acaso se había convertido aquella en una guerra de exterminio por haber sido derrotado en una batalla? «Contra un enemigo que empuña las armas se está obligado a proceder con implacable hostilidad; con el vencido, la grandeza de ánimo muestra la mayor clemencia. ¿Creéis que los reyes de Macedonia son un peligro para las libertades de Grecia? Si tal nación y reino fueran barridos, los tracios, los ilirios, los galos, tribus salvajes y bárbaras, se derramarían por Macedonia y por Grecia. No vaya a ser que, eliminando el peligro más próximo a vosotros, abráis la puerta a otros mayores y más graves». Aquí fue interrumpido por Feneas, el pretor de la Liga Etolia, que declaró solemnemente y muy alterado que, si Filipo escapaba, pronto demostraría ser un enemigo aún más peligroso. «Cese el alboroto -dijo Quincio-, cuando tenemos que deliberar. La paz no se asentará sobre tales términos que hagan posible reanudar la guerra».
[33.13] El consejo se disolvió y, a la mañana siguiente, Filipo llegó hasta el lugar fijado para la conferencia, que estaba en el desfiladero que lleva a Tempe. Al tercer día, en una concurrida reunión de romanos y aliados, se le escuchó. Mostró una gran prudencia al ceder espontáneamente en todas las condiciones sin las que no se podría conseguir la paz, sin necesidad de que se las impusieran durante la discusión. Declaró estar de acuerdo con cuanto, en la conferencia anterior, habían exigido los aliados o insistido los romanos; todo lo demás lo dejaría a la decisión del Senado. Esto pareció haber impedido cualquier otra exigencia, aún de los que les eran más hostiles; sin embargo, Feneas rompió el silencio general al preguntarle: «¡¿Qué, Filipo parece haber impedido otra demanda, incluso de los más hostiles a él, y sin embargo Feneas rompió el silencio general, al preguntar: «¿Qué, Filipo?! ¿Por fin nos devuelves Farsala, Larisa, Cremaste, Equino y Tebas Ftías?». Al responder Filipo que no pondría dificultad alguna en la devolución de aquellos lugares, se inició una discusión entre Quincio y los etolios sobre Tebas. Quincio afirmó que pertenecía a Roma por derecho de la guerra, pues antes de que estallara la guerra marchó hacia allí e invitó a los ciudadanos a establecer con él relaciones de amistad, y que siendo los ciudadanos perfectamente libres de abandonar a Filipo, prefirieron su alianza a la de los romanos. Feneas replicó que era justo y equitativo, teniendo en cuenta la parte que habían tomado en la guerra, que se devolviera a los etolios cuanto habían poseído antes de la guerra. Además, había quedado establecido en el tratado desde el primer momento que los botines de guerra, incluyendo los bienes muebles y todo tipo de ganado y prisioneros, quedarían para los romanos; las ciudades conquistadas y los territorios serían para los etolios. «Vosotros mismos -respondió Quincio- rompisteis ese tratado cuando nos dejasteis e hicisteis la paz con Filipo. Si todavía estuviera en vigor, sólo se aplicaría a las ciudades que han sido capturadas; las ciudades de Tesalia han pasado a nuestro poder de su propia voluntad». Esta declaración, que fue aprobada por todos los aliados, provocó en aquel momento una sensación amarga entre los etolios y llevaría pronto a una guerra que resultó ser de lo más desastrosa para ellos. Se acordó que Filipo entregaría a su hijo Demetrio y a algunos de los amigos del rey como rehenes, pagando además una indemnización de doscientos talentos. Respecto a las demás cuestiones, enviaría una embajada a Roma y se le concedió una tregua de cuatro meses para que pudiera hacerlo. En caso de que el Senado se negara a otorgarle condiciones de la paz, se cancelaría el acuerdo y se devolverían a Filipo los rehenes y el dinero. Se dice que la razón principal por la que Quincio deseaba una rápida paz eran los preparativos bélicos de Antíoco y su amenaza de invasión de Europa.
[33.14] En aquel mismo momento, y según algunos relatos en el mismo día en que se libró la batalla de Cinoscéfalos, los aqueos derrotaron a Andróstenes, uno de los generales de Filipo, en una batalla campal librada en Corinto. Filipo trataba de mantener esa ciudad como amenaza para los estados griegos y, después de invitar a conferenciar a sus dirigentes bajo el pretexto de acordar qué fuerza de caballería podrían proporcionar los corintios en la guerra, se apoderó de ellos como rehenes. La fuerza de ocupación que ya se encontraba allí estaba compuesta por quinientos macedonios y ochocientos auxiliares de diversas nacionalidades. Además de éstos, envió a mil macedonios y mil doscientos ilirios y tracios, así como ochocientos cretenses, cuyas tribus combatían para ambos bandos. Había, también, mil soldados armados de escudo, beocios, tesalios y acarnanes, además de setecientos jóvenes de la propia Corinto, lo que elevaba el total de fuerzas a seis mil hombres; Andróstenes se sintió lo bastante fuerte como para presentar batalla. El pretor de los aqueos, Nicóstrato, estaba en Sición con dos mil infantes y doscientos jinetes, pero en vista de que era inferior tanto en el número como en la calidad de sus tropas, no se aventuró fuera de las murallas. Las tropas del rey invadieron y devastaron los territorios de Pelene, Fliunte y Cleonas. Al fin, para mostrar su desprecio por el miedo de su enemigo, invadieron el territorio de Sición y, navegando a lo largo de la costa aquea, corrieron y asolaron el terreno. Su confianza, como suele ocurrir, les hizo descuidados y condujeron sus ataques en ausencia de toda precaución. Viendo la posibilidad de vencer en un ataque por sorpresa, Nicóstrato envió aviso secretamente a todas las ciudades de alrededor, señalando las fuerzas que debían enviar y un día para que se reunieran en Apelauro [junto al monte Apelauro, a menos de veinte quilómetros de Fliunte.-N. del T.], una localidad que pertenecía a Estinfalia. Con todo dispuesto el día señalado, hizo una marcha nocturna a través del territorio de Fliunte hacia Cleonas, sin que nadie supiera cuál era su objetivo. Llevaba con él cinco mil de infantería, de los cuales … [falta el texto en el original latino.-N. del T.] llevaban armamento ligero, así como trescientos de caballería. Con estas fuerzas esperó el regreso de las patrullas de exploración que había enviado para averiguar en qué dirección se había dispersado el enemigo.
[33,15] Andróstenes, ignorando todo esto, salió de Corinto y acampó junto al Kutsomodi [el antiguo Nemea.-N. del T.], un arroyo que divide el territorio de Corinto del de Sición. Aquí, dejando la mitad de su ejército en el campamento, dispuso la otra mitad y a toda la caballería en tres grupos y les ordenó lanzar correrías simultáneas por los territorios de Pelene, Sición y Fliunte. Los tres grupos marcharon a ejecutar sus misiones por separado. En cuanto llegaron a Nicóstrato, que estaba en Cleonas, noticias de esto, mandó rápidamente un fuerte destacamento de mercenarios para apoderarse del paso que llevaba a Corinto. Él los siguió con rapidez, disponiendo su ejército en dos columnas y con la caballería formada en vanguardia. En una columna marchaban los mercenarios y la infantería ligera; en la otra iban los armados de clípeos, la principal fuerza de todos los ejércitos griegos [«clipeati» en el original latino; el clípeo es el escudo del hoplita, que recibe esta denominación de su pesado equipamiento u «hoplón» (palabra de la que procede la castellana panoplia o «todas las armas»), y que no se refiere exactamente al escudo que, en griego, recibe el nombre genérico de aspis; la denominación de hoplón se empleó posteriormente para el escudo de la infantería pesada, pero no se encuentra con ese término en la literatura contemporánea a los hechos narrados, donde se emplea el término «aspis koliè»: escudo hueco.-N. del T.]. Cuando no estaban lejos del campamento enemigo, algunos de los tracios comenzaron a atacar las partidas enemigas diseminadas por los campos, llenándose de alarma el campamento y quedando su comandante sorprendido y desconcertado. Nunca había visto al enemigo, excepto en pequeños grupos, acá y allá sobre las colinas frente a Sición, sin aventurarse a los terrenos más bajos, y nunca supuso que dejarían sus posiciones en Cleonas para ir hasta allí. Llamó de vuelta a las partidas dispersas mediante toques de trompeta y, ordenando a los soldados que tomasen las armas a toda prisa, se apresuró a salir con una débil fuerza y formó su línea a la orilla del río. El resto de sus tropas apenas tuvo tiempo de reunirse y formar, sin poder resistir la primera carga enemiga; los macedonios, sin embargo, que fueron los que en mayor número acudieron a los estandartes, mantuvieron incierta durante largo tiempo la esperanza de victoria. Finalmente, con su flanco expuesto por la huida del resto del ejército y sometido a dos ataques independientes, uno de la infantería ligera sobre su flanco y otro, de los armados con clípeos y cetras, contra su frente, empezaron a ceder terreno y, conforme se hizo mayor la presión, se dieron media vuelta y huyeron. La mayor parte arrojó sus armas y, abandonando cualquier esperanza de conservar su campamento, se dirigió a Corinto. Contra estos, Nicóstrato envió a sus mercenarios para perseguirles, despachando a la caballería y a los auxiliares tracios para atacar las partidas de saqueo alrededor de Sición. También aquí se produjo una gran masacre, casi mayor, de hecho, que en la propia batalla. Algunos de los que habían estado asolando la comarca alrededor de Pelene y Fliunte regresaban al campamento, sin guardar formación militar alguna y sin apercibirse de cuanto había sucedido, cuando fueron a dar con las patrullas enemigas donde habían esperado encontrarse con las propias. Otros, viendo hombres que corrían en todas direcciones, sospecharon lo que había pasado y huyeron con tal precipitación que ellos mismos se perdieron, siendo destrozados incluso por los campesinos. Ese día cayeron mil quinientos hombres y se capturaron trescientos prisioneros. Toda la Acaya quedó liberada de un gran temor.
[33,16] Acarnania era el único estado griego que todavía mantenía la alianza con Macedonia. Antes de la batalla de Cinoscéfalos, Lucio Quincio había invitado a sus notables a mantener una conferencia en Corfú, incitándoles de algún modo a cambiar de bando. Las dos razones principales de su fidelidad eran, primero, su innato sentido de la lealtad, y después su miedo y odio hacia los etolios. Se convocó una Asamblea en Léucade. La asistencia de los pueblos acarnanes no fue en modo alguno general, ni tampoco los presentes estuvieron de acuerdo en cuanto al curso a seguir. Sin embargo, entre dos notables y un magistrado lograron aprobar una moción particular a favor de una alianza con Roma. Esto sentó mal a las ciudades que no habían enviado representantes, y en medio de este malestar general dos de sus dirigentes, Androcles y Equedemo, lograron influir lo bastante no solo para conseguir la cancelación del decreto, sino incluso para asegurarse la condena de sus autores, Arquelao y Bianor, personas principales entre sus pueblos, bajo la acusación de traición, así como la destitución del pretor Zeuxidas, que había presentado la moción. Los condenados dieron un paso arriesgado que, al final, tuvo éxito. Sus amigos les aconsejaron ceder a las circunstancias y acudir junto a los romanos, en Corfú, pero ellos resolvieron presentarse ante el pueblo y, o bien calmar la indignación popular mediante aquel acto o sufrir lo que la fortuna les deparase. Cuando entraron en la atestada sala de la Asamblea se oyeron al principio murmullos de asombro; pero, pronto, el respeto que inspiraba la alta posición que una vez tuvieron y la compasión por su infortunio presente, provocaron el silencio. Habiéndoseles dado permiso para hablar, adoptaron inicialmente un tono suplicante; pero cuando llegaron a la parte en que afrontaban los cargos de los que se les acusaba, se defendieron con toda la confianza de hombres inocentes y, finalmente, se atrevieron a quejarse un tanto del trato que habían recibido, protestando contra la injusticia y crueldad que se les había impuesto. Los sentimientos de su audiencia quedaron tan sacudidos que todas las medidas adoptadas en su contra fueron anuladas por una gran mayoría. No obstante, se decidió regresar a la alianza con Filipo y renunciar a las relaciones de amistad con Roma.
[33,17] Estos decretos fueron aprobados en Léucade, la capital de Acarnania y sede donde se reunían todos sus pueblos. Cuando se informó a Flaminino, que estaba en Corfú, de este cambio repentino, se hizo a la vela de inmediato hacia Léucade, arribando a un lugar llamado Hereo. Avanzó después hacia la ciudad con toda clase de artillería y máquinas de asedio, pensando que, al primer toque de alarma, los defensores se desanimarían. En cuanto vio que no había signos de que le pidieran la paz, empezó a montar los manteletes y torres, acercando los arietes hasta las murallas. La Acarnania se encuentra entre Etolia y Epiro, mirando al oeste, hacia el mar Sículo. Leucadia, que es ahora es una isla separada de Acarnania por un canal vadeable, era entonces una península conectada con la costa oeste de Acarnania por un estrecho istmo de media milla de largo que no superaba en ningún punto los ciento veinte pasos de ancho [Leucadia, como Leucas y Léucade, es otra denominación de la isla; el istmo tenía 740 metros de largo por no más de 180 de ancho.-N. del T.]. La ciudad de Léucade se encuentra en este istmo, descansando sobre una colina que mira hacia el este, hacia la Acarnania; la parte más baja de la ciudad es llana y se encuentra ya a nivel del mar que separa Acarnania de Leucadia. Esto hace que quede abierta a ataques tanto por tierra como por mar, pues las aguas someras son más parecidas a las de una laguna que a las del mar, y el suelo de la llanura alrededor está compuesto por tierra, muy a propósito para las obras de asedio. Así pues, se minaron muchas zonas de la muralla o se las batió con los arietes. Pero la ventaja que la situación de la ciudad daba a los asaltantes se vio contrarrestada por el espíritu indomable de los defensores. Siempre alerta, noche y día reparaban las murallas destrozadas, colocaban barricadas en las brechas, efectuaban constantes salidas y defendían sus murallas con las armas sin dejar que las murallas les defendiesen a ellos. El asedio se podría haber prolongado más de lo que los romanos habían previsto, de no haber sido porque algunos refugiados italianos, que vivían en Léucade, dejaron entrar a los soldados en la ciudadela. Una vez dentro, bajaron con gran tumulto desde la parte alta, encontrando a los leucadianos en el foro, formados en orden de combate y ofreciendo una tenaz resistencia. Mientras tanto, se habían coronado con éxito muchos puntos de las murallas, practicándose entre las piedras y escombros una vía de acceso al interior de la ciudad. Llegado este momento, el propio general había rodeado a los combatientes con una fuerza considerable; mientras algunos perecieron entre ambos grupos de asaltantes, otros arrojaron sus armas y se rindieron. Unos días más tarde, al enterarse de la batalla de Cinoscéfalos, toda la Acarnania se sometió al general romano.
[33.18] En todas partes por igual se iba hundiendo la fortuna de Filipo. Y, justo entonces, los rodios decidieron reclamarle el territorio continental conocido como Perea, que habían poseído sus antepasados. Enviaron una expedición bajo el mando del pretor Pausístrato, compuesta por ochocientos infantes aqueos y unos mil ochocientos soldados procedentes de diversas nacionalidades: galos y mniesutas, pisuetas, tarmianos, y tereos de Perea y laudicenos de Asia. Con estas fuerzas, Pausístrato tomó Tendeba, una posición muy ventajosa situada en territorio de Estratonicea; las tropas del rey que estaban en Tera no advirtieron su avance. [Estratonicea es la moderna Eskihisar, en la provincia de Muğla, Turquía. Tendeba y Tera eran poblaciones de la Caria, también en Turquía.-N. del T.] En estos momentos recibieron los refuerzos pedidos especialmente para esta campaña: mil infantes aqueos y un centenar de jinetes, al mando todos de Teoxeno. Dinócrates, prefecto del rey, se dirigió a Tendeba con el fin de recuperar la plaza, y desde allí hacia Astragon, otro castillo en el mismo territorio. Se retiraron todas las guarniciones dispersas, y con estas y un contingente de auxiliares tesalios de la propia Estratonicea pasó a Alabanda [es la actual Doğanyurt, en Turquía.-N. del T.], donde estaba el enemigo. Los rodios estaban listos para la batalla y, como los campamentos se encontraban cerca el uno del otro, salieron inmediatamente al campo de batalla. Dinócrates situó a sus quinientos macedonios en la derecha y a los agrianes en su izquierda, situando en el centro a las fuerzas de las distintas guarniciones, la mayoría procedente de la Caria, mientras que los flancos quedaban cubiertos por la caballería y los auxiliares cretenses y tracios. Los rodios situaron en su derecha a los aqueos y a una fuerza escogida de mercenarios en su izquierda; el centro estuvo a cargo de una fuerza mixta de varias nacionalidades; sus flancos quedaron protegidos tanto por caballería como por infantería ligera.
Ese día los dos ejércitos se limitaron a permanecer junto a las orillas del arroyo que fluía por entonces con poco caudal, regresando unos y otros a su campamento después de arrojarse unos cuantos proyectiles. Al día siguiente se dispusieron con el mismo orden, siguiendo una lucha mucho más reñida de lo que se podía haber esperado del número de combatientes. Había no más de tres mil infantes y cien jinetes por cada parte, pero bastante equilibrados no solo en número y armamento, sino también en valor y tenacidad. Los aqueos iniciaron la batalla cruzando el arroyo y atacando a los agrianes, siguiéndoles toda la línea casi a la carrera. Durante mucho tiempo se mantuvo incierto el combate, hasta que los aqueos, que sumaban unos mil, obligaron a retirarse a cuatrocientos enemigos. Con el ala izquierda enemiga rechazada, concentraron su ataque sobre su derecha. Mientras las filas macedonias permanecieron intactas y la falange conservó su formación cerrada, no se les pudo mover; pero cuando su izquierda quedó expuesta y trataron de dar la vuelta a sus lanzas para encarar al enemigo que estaba haciéndoles un ataque de flanco, se desordenaron ellos mismos; luego se dieron la vuelta y, por fin, arrojando sus armas, huyeron precipitadamente. Los fugitivos se dirigieron hacia Bargilias, hacia donde también se dirigió Dinócrates. Los rodios los persiguieron durante el resto del día y luego regresaron al campamento. Si hubieran ido directamente a Estratonicea desde el campo de batalla, con toda probabilidad habrían tomado la ciudad, pero perdieron la ocasión de hacerlo al perder el tiempo recuperando los castillos y pueblos de Perea. Durante este intervalo, los que estaban al mando en Estratonicea recobraron el ánimo y, poco después, Dinócrates y los supervivientes de la batalla entraron en la plaza. La ciudad fue sitiada y asaltada posteriormente, pero todo fue inútil y no se pudo capturar hasta algunos años después, por parte de Antíoco. Todos estos hechos se produjeron, casi simultáneamente, en Tesalia, Acaya y Asia.
[33,19] Teniendo noticias Filipo de que los dárdanos, envalentonados por las sucesivas derrotas de Macedonia, habían empezado a devastar la zona norte del reino, y pese a que el destino había hecho que casi todos y en todas partes estuviesen en contra suya y de su pueblo, consideró que ser expulsado de Macedonia sería algo peor que la muerte. Por lo tanto, se apresuró a alistar tropas en todas las ciudades de su reino y cayó inesperadamente sobre el enemigo, con una fuerza de seis mil infantes y quinientos jinetes, en las proximidades de Estobos [la actual Opstina Gradsko, en la confluencia de los ríos Axio y Erígono, en Macedonia.-N. del T.], en Peonia. Una gran cantidad murió en la batalla y un número aún mayor en los campos, por donde se habían dispersado en busca de botín. Donde no existía obstáculo para huir, lo hicieron sin afrontar siquiera el riesgo de una batalla, retirándose tras sus propias fronteras. El éxito de esta expedición, tan diferente del estado de cosas en los demás lugares, revivió la moral de sus hombres. Después de esto regresó a Tesalónica. El fin de la guerra púnica tuvo lugar en un momento favorable, pues eliminó el peligro de sostener al mismo tiempo una segunda guerra contra Filipo. Aún más oportuna resultó la victoria sobre Filipo, en un momento en que Antíoco ya estaba emprendiendo acciones hostiles en Siria. No sólo era que resultaba más fácil enfrentarse a cada uno por separado, sino que en Hispania, por la misma época, se estaban produciendo movimientos bélicos a gran escala. Durante el verano anterior Antíoco había sometido todas las ciudades de Celesiria [en puridad, se trata de la zona del valle de la Becá, en Líbano, pero a menudo se extiende a la zona situada al sur del río Eleutero, incluida Judea.-N. del T.], que habían estado bajo la influencia de Tolomeo, y aunque ya se había retirado a sus cuarteles de invierno en Antioquía, mostró tanta actividad desde ellos como lo había hecho desde los de verano. Había llamado a todas las fuerzas de su reino y había acumulado enormes contingentes, tanto terrestres como navales. Al comienzo de la primavera había enviado a sus dos hijos, Ardis y Mitrídates, con un ejército a Sardes [la actual Sart, en Turquía.-N. del T.], con órdenes de esperarlo allí mientras él zarpaba por mar con una flota de cien naves con cubierta y doscientas más ligeras, lembos y barcas chipriotas [los cercuris, en el original latino, eran barcas de la mencionada procedencia, algo más grandes que los lembos.-N. del T.]. Su objetivo era doble: intentar el sometimiento de las ciudades costeras de Colicia, Licia y Caria, que eran dominio de Tolomeo, y también ayudar a Filipo -pues la guerra contra él aún no había terminado- tanto por tierra como por mar.
[33.20] Los rodios habían ofrecido muchas espléndidas pruebas de su valor al mantener su lealtad a Roma y al defender las libertades de Grecia, pero la más espléndida tuvo lugar en aquel momento. Sin desanimarse por la inmensidad de la inminente guerra, enviaron un mensaje al rey prohibiéndole navegar más allá de Quelidonias, que es un promontorio de la Cilicia famoso por un antiguo tratado entre los atenienses y los reyes de Persia. Si él no mantenía su flota y sus fuerzas dentro de aquel límite, le informaban que se le opondrían, no por ninguna enemistad personal contra él, sino porque le podían permitir que uniera sus fuerzas con Filipo, dificultando así a los romanos sus operaciones para liberar Grecia. Antíoco, por entonces, se encontraba asediando Coracesio. Ya se había apoderado de Zefirio, Solos, Afrodisíade y Córico, y tras rodear el Anemurio, otro cabo de Cilicia, había capturado Selinos [Coracesio está al oeste de Cilicia; Zefirio está al este, cerca de Tarso; Solos está al oeste de Zefirio; Afrodisíade está sobre el promontorio de Zefirio y Córico está al este; sobre el Anemurio se erguía la ciudad de Anemuria, que está a 4 kilómetros de la moderna Anamur; Selinos está al noroeste del Anemurio.-N. del T.]. Todos estas ciudades y otros castillos de esta costa se le habían entregado, bien voluntariamente, bien bajo la presión del miedo; sin embargo, Coracesio le cerró inesperadamente sus puertas. Durante esta detención, los embajadores de los rodios obtuvieron audiencia con él. La embajada que llevaban era de tal naturaleza que provocaría la ira regia, pero este contuvo su ira y les dijo que iba a mandar mensajeros a Rodas con órdenes de renovar los antiguos lazos que él y sus antepasados había establecido con aquel Estado, así como para darles nuevas seguridades sobre el objetivo de su aproximación, que no supondría ningún perjuicio o pérdida para ninguno de ellos ni de sus aliados. La embajada que había enviado a Roma acababa de regresar y, como el resultado de la guerra con Filipo era aún incierto, el Senado sabiamente les había otorgado una favorable acogida. Antíoco alegó la amable respuesta del Senado y la resolución que aprobó, tan favorable a él, como prueba de que no tenía ninguna intención de romper sus relaciones de amistad con Roma. Mientras los embajadores del rey argüían tales consideraciones ante la asamblea de los rodios, llegaron noticias de que la guerra había llegado a su fin en Cinoscéfalos. Tras la recepción de estas nuevas, los rodios, no teniendo nada más que temer de Filipo, abandonaron su plan de oponerse a Antíoco con su flota. No abandonaron, sin embargo, su otro objetivo: la defensa de las libertades de las ciudades aliadas de Tolomeo, a las que Antíoco estaba amenazando. A algunos les prestaron ayuda activa, a otras las previno de los movimientos del enemigo; de aquel modo, fue así como Cauno, Mindo, Halicarnaso y Samos debieron su libertad a Rodas [Cauno está es la costa de Caria, casi frente al extremo septentrional de Rodas; Mindo y Halicarnaso están en la orilla norte del golfo de Cos.-N. del T.]. No vale la pena entrar en detalles sobre todos los acontecimientos sucedidos en esta parte del mundo, pues está casi más allá de mi capacidad tratar los que guardan relación directa con la guerra romana.
[33.21] Fue por este tiempo cuando Atalo, que debido a su enfermedad había sido trasladado de Tebas a Pérgamo, murió allí a los setenta y un años, después de un reinado de cuarenta y cuatro. Aparte de sus riquezas, la fortuna no le había dado nada a este hombre en lo que pudiera basar la esperanza de ser alguna vez rey. Sin embargo, haciendo un uso racional de ellas y al mismo tiempo empleándolas a una escala magnífica, poco a poco empezó a ser considerado, primero por sí mismo y después a ojos de sus amigos, como alguien no indigno de la corona. En una sola batalla decisiva derrotó a los galos, la nación más temible por entonces y que había emigrado a Asia hacía relativamente poco tiempo, y tras su victoria asumió el título real, mostrando siempre una grandeza de ánimo a la altura del mismo. Gobernó a sus súbditos con absoluta justicia y mostró una lealtad excepcional a sus aliados; afectuoso con su esposa y sus hijos, cuatro de los cuales le sobrevivieron, era considerado y generoso con sus amigos y dejó a su reino tan estable y seguro que su posesión se transmitió hasta la tercera generación de sus descendientes. Este era el estado de las cosas en Grecia, Asia y Macedonia, cuando justo al terminar la campaña contra Filipo y antes de que la paz quedara definitivamente establecida, estalló un grave conflicto en la Hispania Ulterior. Marco Helvio administraba la provincia y escribió al Senado para informarle de que los régulos Culca y Luxinio se habían levantado en armas. Diecisiete ciudades fortificadas tomaron partido por Culca, mientras que Luxinio recibió el apoyo de las poderosas ciudades de Carmona y Bardón, de los malacinos y sexetanos y de toda la Beturia [Carmona es la antigua Carmo; de Bardón se desconoce su ubicación; los malacinos y sexetanos son, respectivamente, los actuales malagueños y almuñequeros; la Beturia es la región comprendida entre los cursos medios e inferiores del Guadiana y del Guadalquivir.-N. del T.]. Además de estas tribus, las que no habían revelado aún sus intenciones estaban dispuestas a levantarse tan pronto como sus vecinos se movieran. Una vez que Marco Sergio, el pretor urbano, hubo leído esta carta en el Senado, se aprobó un decreto ordenando que, una vez fueran electos los nuevos pretores, el que obtuviera Hispania como provincia debería someter a deliberación del Senado el asunto de la guerra en Hispania.
[33,22] Los cónsules llegaron a Roma al mismo tiempo y convocaron al Senado en el templo de Belona. Al solicitar la celebración de un triunfo por sus éxitos militares, se les opusieron dos de los tribunos de la plebe, Cayo Atinio Labeón y Cayo Afranio, que insistieron en que cada cónsul presentara su propuesta a la Cámara por separado. No permitirían que se presentase una solicitud conjunta, sobre la base de que, en ese caso, se otorgarían honores iguales a servicios que distaban de serlo. Quinto Minucio respondió que Italia se había asignado a los dos y que él y su colega habían dirigido sus operaciones con una misma idea y una misma política. Cayo Cornelio agregó que cuando los boyos cruzaron el Po para enfrentárseles y ayudar a los ínsubros y a los cenomanos, fue la acción de su colega, asolando sus campos y aldeas, la que les obligó a regresar para defender su propio territorio. Los tribunos admitieron que los logros de Cayo Cétego eran tales que no podía haber duda en cuanto a concederle un triunfo, como tampoco sobre que se debían dar las gracias a los dioses inmortales. Sin embargo, ni él ni ningún otro ciudadano tenían tanta influencia y poder como para lograr, tras obtener para sí un bien merecido triunfo, que se le otorgara el mismo honor a un colega que se atrevía a solicitarlo sin haberlo merecido. Quinto Minucio, dijeron, había librado algunas acciones insignificantes entre los ligures, de las que apenas valía la pena hablar, y había perdido gran cantidad de hombres en la Galia. Dos tribunos militares, Tito Juventio y Cneo Ligurio, ambos destinados en la cuarta legión, habían caído en una batalla adversa junto a muchos otros hombres valerosos, tanto ciudadanos como aliados. Se habían rendido falsamente algunas ciudades y aldeas, fingiéndolo durante algún tiempo y sin entregar rehenes. Estos altercados entre los cónsules y los tribunos llevaron dos días. Finalmente, la tenacidad de los tribunos se impuso y los cónsules presentaron sus solicitudes por separado.
[33.23] Se decretó por unanimidad un triunfo para Cayo Cornelio. Su popularidad quedó aún más reforzada por la gratitud de los placentinos y cremonenses, que describieron cómo los había librado de los horrores de un asedio y cómo había liberado a muchos que ya habían sido hechos esclavos. Quinto Minucio hizo un mero intento de presentar su petición, pero al ver que todo el Senado se oponía a concedérselo, declaró que lo celebraría en el monte Albano en virtud de sus derechos como cónsul y de acuerdo con el precedente sentado por muchos hombres ilustres [cabe señalar que, para ese momento, Livio solo ha citado un caso similar: el de Marcelo en 211 a.C. -ver libro 26,21-N. del T.]. Cayo Cornelio celebró su triunfo sobre los ínsubros y cenomanos mientras aún ostentaba su magistratura. Se llevaron en la procesión muchos estandartes militares, también llevó ante su carro muchos nobles galos y muchas carretas con despojos galos. Algunos autores aseguran que el general cartaginés Amílcar fue uno de ellos. Pero los ojos de todos se concentraron principalmente en una multitud de colonos de Cremona y Placentia que seguían la carroza del cónsul llevando el píleo [era el gorro propio de los esclavos a los que se manumitía.-N. del T.]. Llevó en su desfile doscientos treinta y siete mil quinientos ases y setenta y nueve mil bigados de plata [o sea, 6.471,875 kilos de bronce y 308,1 kilos de plata en denarios «bigados».-N. del T.]. Cada uno de los soldados recibió una donación de setenta ases de bronce y el doble a cada centurión y jinete. Quinto Minucio celebró sus victorias sobre los ligures y los boyos en el monte Albano. A pesar de este triunfo fue menos honroso que el otro debido al escenario y la gloria de sus hazañas, y aunque todo el mundo era consciente de que su coste no fue sufragado por el tesoro público, casi resultó igual al otro en número de estandartes, carretas y botín. Incluso la cantidad de dinero alcanzó casi la misma cifra: hubo doscientos cincuenta y cuatro mil ases de bronce y cincuenta y tres mil doscientos bigados de plata. Dio a cada uno de sus soldados las mismas sumas que había entregado su colega.
[33,24] Después del triunfo vinieron las elecciones. Los nuevos cónsules fueron Lucio Furio Purpurio y Marco Claudio Marcelo. Los pretores elegidos al día siguiente fueron Quinto Fabio Buteo, Tiberio Sempronio Longo, Quinto Minucio Termo, Manio Acilio Glabrión, Lucio Apustio Fulón y Cayo Lelio. Sobre finales de año llegaron despachos de Tito Quincio en los que indicaba que había librado una batalla campal con Filipo en Tesalia y que el enemigo había sido derrotado y puesto en fuga. Estas cartas fueron leídas por Sergio, primero en el Senado y después, con la aprobación de este, ante una Asamblea de los ciudadanos. Se dispuso una acción de gracias durante cinco días por esta victoria. Poco después llegaron las embajadas de Tito Quincio y de Filipo. Los macedonios fueron conducidos a una villa pública en el Campo de Marte, donde quedaron alojados en calidad de invitados del Estado. El Senado les recibió en audiencia en el templo de Belona; no hubo largos discursos, pues los embajadores se limitaron a declarar que el rey estaba dispuesto a actuar según los deseos del Senado. Siguiendo la costumbre tradicional, se nombraron diez comisionados para asesorar a Tito Quincio sobre los términos bajo los que se concedería la paz a Filipo, añadiéndose una cláusula al decreto disponiendo que entre los miembros de la embajada debía incluirse a Publio Sulpicio y Publio Vilio, a los que se había asignado Macedonia como provincia cuando fueron cónsules. También por entonces, los cosanos presentaron una solicitud para que se aumentase el número de su colonia, dándose orden de que se añadieran mil nuevos colonos, sin que se pudiera incluir en aquel número a ninguno que hubiera estado con enemigos extranjeros después del consulado de Publio Cornelio y Tiberio Sempronio.
[33,25] Los ediles curules, Publio Cornelio Escipión [Nasica, no el Africano.-N. del T.] y Cneo Manlio Vulso, celebraron los Juegos Romanos en el Circo Máximo y en los escenarios, a una escala más espléndida de lo habitual y entre la gran alegría de la mayor parte de los espectadores a causa de las recientes victorias en el campo de batalla. Se repitieron tres veces desde el principio. Los Juegos Plebeyos se repitieron siete veces. Estos últimos fueron ofrecidos por Manio Acilio Glabrión y Cayo Lelio; de los fondos procedentes de las multas, erigieron estatuas de bronce de Ceres, Líber y Líbera. El primer asunto que se presentó a los nuevos cónsules, Lucio Furio y Marco Claudio Marcelo, fue la asignación de las provincias -196 a.C.-. El Senado estaba preparando un decreto para asignar Italia a ambos, aunque los cónsules trataron de lograr que se sortease Macedonia, además de Italia. Marcelo, que de ambos era el que más ansiaba la asignación de Macedonia, declaró que la paz con Filipo era ilusoria y que el rey reanudaría las hostilidades si se retiraba el ejército romano. Esto hizo que el Senado dudara sobre la decisión a tomar, y el cónsul habría conseguido imponer su punto de vista si dos de los tribunos de la plebe, Quinto Marcio Rala y Cayo Atinio Labeón, no hubiesen amenazado con interponer su veto a menos que se consultase antes al pueblo si era su deseo y voluntad que se hiciera la paz con Filipo. La cuestión fue sometida a la plebe en el Capitolio, votando afirmativamente todas las treinta y cinco tribus. La satisfacción sentida por el acuerdo de paz con Macedonia fue aún mayor a causa de una triste noticia llegada de Hispania, al hacerse público un despacho informando que el procónsul, Cayo Sempronio Tuditano, operando en la Hispania Citerior, había sido vencido y su ejército derrotado y puesto en fuga. Muchos hombres ilustres habían caído en la batalla y el mismo Tuditano resultó gravemente herido, muriendo poco después de ser retirado del campo de batalla. Italia fue asignada a ambos cónsules como su provincia, junto con las legiones que habían tenido los cónsules anteriores; tenían que alistar cuatro nuevas legiones, dos para guarnecer la Ciudad y dos que quedarían a disposición del Senado. Tito Quincio Flaminino seguiría en su provincia con el ejército que ya tenía, considerándose que la anterior prórroga de su mando bastaba [es decir, que seguía en vigor la anterior disposición que se lo prorrogaba hasta que el Senado dispusiera otra cosa; ver libro 32,28.-N. del T.].
[33.26] A continuación, los pretores sortearon sus provincias. Lucio Apustio Fulón obtuvo la pretura urbana y Marco Acilio Glabrión la peregrina. Quinto Fabio Buteo recibió la Hispania Ulterior y Quinto MinucioTermo la Citerior. A Cayo Lelio le tocó Sicilia y a Tiberio Sempronio Longo, Cerdeña. Se ordenó a los cónsules que proporcionaran a cada pretor de los que marchaban a Hispania una legión a cada uno, de las cuatro nuevas que debían alistar, así como cuatro mil infantes aliados y latinos, y trescientos jinetes. A estos dos pretores se ordenó que marcharan a sus provincias lo antes posible. La Guerra Hispana, que era prácticamente una nueva, pues los nativos habían recurrido a las armas por cuenta propia y sin ningún general o ejército cartaginés que les apoyara, se reanudó unos cinco años después de que hubiera finalizado la anterior simultáneamente a la Guerra Púnica. Antes de que los pretores partieran hacia Hispania o que los cónsules dejaran la Ciudad, se les encargó que expiaran los diversos prodigios que se habían anunciado. Publio Vilio, un caballero romano que se encontraba de camino hacia el país sabino, resultó muerto, junto con su caballo, por un rayo. El templo de Feronia, cerca de Capena, fue alcanzado de manera similar. En el templo de Moneta, dos puntas de lanza estallaron en llamas. Un lobo entró en la Ciudad a través de la Puerta Esquilina, la zona más concurrida de la ciudad, y bajó corriendo hacia el Foro; corrió después por los barrios Tusco y Cermalo, escapando finalmente por la Puerta Capena casi indemne. Estos portentos fueron expiados mediante el sacrificio de víctimas mayores [«maioribus hostiis», en el original latino: solía tratarse de ovejas y corderos ya crecidos; el caso de las suovetaurilias se especificaba precisamente con su término.-N. del T.].
[33,27] Por los mismos días, Cneo Cornelio Blasión, que había administrado la Hispania Citerior antes de Tuditano, entró en la Ciudad tras concederle el Senado la ovación. Ante él llevó mil quinientas quince libras de oro y veinte mil de plata, además de treinta y cuatro mil quinientos denarios de plata [o sea, 495,405 kilos de oro, 6540 kilos de plata sin acuñar y 134,55 kilos de plata acuñada.-N. del T.]. Lucio Estertinio, quien no hizo ningún esfuerzo para obtener un triunfo, trajo de la Hispania Ulterior cincuenta mil libras de plata para el tesoro público [16350 kilos.-N. del T.], y con los ingresos de la venta del botín erigió dos arcos en el foro Boario, frente a los templos de Fortuna y Mater Matuta, y uno en el Circo Máximo, colocando sobre las tres estatuas doradas. Lo anterior fue lo esencial de lo ocurrido durante el invierno. Tito Quincio estaba en sus cuarteles de invierno en Elatia. Entre las numerosas peticiones que recibía de los estados aliados, había una de los beocios que solicitaba la devolución de aquellos de sus compatriotas que habían estado luchando a favor de Filipo. Quincio accedió rápidamente a su petición, no porque pensara que lo merecían, sino porque deseaba, a la vista de los movimientos sospechosos de Antíoco, ganarse el apoyo y la simpatía de las ciudades griegas. Después de habérselos devuelto, quedó claro cuán poca gratitud había suscitado entre los beocios, pues enviaron delegados para agradecer a Filipo la vuelta de sus compatriotas, como si fuese él quien había hecho directamente la concesión, y no por mediación de Quincio y los romanos. Además, en las siguientes elecciones eligieron a un tal Braquiles como Beotarca, no por otra razón más que la de haber sido el pretor del contingente beocio que había servido bajo Filipo, pasando así por encima de hombres como Zeuxipo, Pisístrato y otros que se mostraron favorables a la alianza con Roma. Estos hombres ya estaban preocupados por entonces, y estaban aún más inquietos sobre el futuro, pues si seguían aquellas cosas mientras se extendía un ejército romano ante sus puertas, ¿qué les sucedería, se preguntaban, cuando los romanos hubieran partido hacia Italia y Filipo estuviese próximo para ayudar a sus amigos y vengarse de sus adversarios?
[33.28] Como Braquiles era el principal partidario del rey, decidieron deshacerse de él mientras estaban cerca las armas de Roma. El momento elegido fue cuando regresaba de un banquete oficial, borracho y con la escolta de crápulas con los que había estado divirtiéndose en el salón del banquete. Le atacaron seis hombres armados, tres italianos y tres etolios, matándole en el acto. Sus compañeros huyeron gritando y pidiendo ayuda, alborotándose toda la ciudad con las gentes que corrían con antorchas en todas direcciones. Entretanto, los asesinos escaparon por la puerta más próxima. Al amanecer la mañana siguiente, la población se reunió en el teatro en una cantidad tal que parecía una Asamblea formal convocada por un decreto o por el pregonero público. Todos comentaban abiertamente que había sido asesinado por su séquito y por los miserables disolutos que le acompañaban, aunque en sus corazones consideraban a Zeuxipo el instigador del crimen. Por el momento, sin embargo, decidieron que se arrestaría a los que habían estado con él y se les interrogaría bajo tortura. Mientras los buscaban, Zeuxipo, decidido a limpiar cualquier sospecha de complicidad, llegó con calma ante los reunidos y dijo que el pueblo se equivocaba al suponer que ese acto atroz podía haber sido ejecutado por aquellos medio-hombres. Adujo muchos y muy convincentes argumentos en apoyo de esta opinión, y algunos de los que le escucharon se convencieron de que si él hubiera sido su cómplice nunca se habría presentado ante el pueblo, ni habría hecho alusión alguna al asesinato cuando nadie le había requerido para ello. Otros estaban bastante seguros de que, por aquel medio, trataba desvergonzadamente de desviar las sospechas que sobre él recaían. Al poco tiempo, los que realmente eran inocentes fueron torturados, aunque ellos nada sabían, pero siguieron la creencia general y dieron los nombres de Zeuxipos y Pisístrato, sin aportar ninguna evidencia que hiciera suponer que tenían conocimiento cierto de lo sucedido. No obstante, Zeuxipo escapó durante la noche a Tanagra junto a una persona llamada Estratónidas, temiendo más por su propia conciencia de culpabilidad que por las declaraciones de hombres que nada sabían. Pisístrato no se preocupó de los delatores y permaneció en Tebas.
Zeuxipo tenía un esclavo que había tomado parte y actuado como intermediario en todo el asunto. Pisístrato temía que este hombre pudiera convertirse en delator, y fue este mismo miedo el que obligó al esclavo a efectuar la delación. Envió una carta a Zeuxipo, advirtiéndole que acabase con el esclavo, pues no le creía capaz de ocultar todo aquello en lo que había participado. Al portador se le ordenó entregar la carta a Zeuxipo en cuanto pudiera pero, al no tener oportunidad de entregársela de inmediato, se la dio a este mismo esclavo, a quien consideraba como el más fiel a su amo, diciéndole al mismo tiempo que la carta era de Pisístrato y que trataba sobre un asunto que preocupaba mucho a Zeuxipo. El esclavo aseguró al portador que la entregaría de inmediato; sin embargo, alertado por esto, la abrió y, aterrorizado después de leerla hasta el final, huyó a Tebas y denunció los hechos ante los magistrados. Advertido por la huida del esclavo, Zeuxipo se retiró a Antedón pues consideraba aquel un lugar seguro donde exiliarse. Pisístrato y los demás fueron interrogados bajo tortura y ejecutados después.
[33.29] Este asesinato despertó en Tebas y en toda la Beocia un tremendo odio contra los romanos; estaban completamente convencidos de que Zeuxipo, el hombre más notable entre ellos, no habría tomado parte en un crimen así sin la instigación del general romano. Ir a la guerra resultaba imposible; no teniendo fuerzas ni jefe para ello, se dedicaron a lo más aproximado a la guerra: el bandidaje. Tomaban por sorpresa a algunos soldados de los que estaban alojados entre ellos, a otros cuando estaban en sus cuarteles de invierno, atendiendo a diversos asuntos. Algunos fueron capturados en los mismos caminos por gentes que se ocultaban para esperarles, a otros los llevaron con engaños a posadas solitarias donde los apresaban y asesinaban. Cometían estos crímenes tanto por codicia como por odio, pues los hombres llevaban plata en sus cinturones para efectuar compras. Como cada día desaparecían más y más hombres, toda la región de Beocia adquirió una pésima fama y los hombres temían salir de su campamento más que si hubiesen estado en un país enemigo. A este respecto, Quincio envió legados a las distintas ciudades para investigar los asesinatos. Se averiguó que la mayoría de ellos resultaron haber sido cometidos alrededor del pantano de Copaide; se desenterraron aquí varios cuerpos del fango y se sacaron de las aguas someras cuerpos atados a piedras o ánforas que los hundiesen más rápidamente con su peso. También se produjeron muchos asesinatos en Acrefia y Coronea. Quincio dio órdenes para que se les entregasen los culpables, imponiendo una multa de quinientos talentos a los beocios por los quinientos soldados asesinados.
Ninguna de estas órdenes se cumplió. Las ciudades se limitaron a excusarse, diciendo que no habían autorizado oficialmente ninguno de aquellos hechos. Acto seguido, Quincio envió una delegación para visitar Atenas y Acaya para ponerlos por testigos de que iba a proceder a castigar con las armas a los beocios con causa justificada y santa. Apio Claudio recibió órdenes de marchar hacia Acrefia con la mitad de las fuerzas; con la otra mitad, él mismo asedió Coronea tras asolar los campos a través de los cuales avanzó cada división desde Elacia en distintas direcciones. Los beocios, completamente acobardados por las pérdidas sufridas, y con el temor y las fugas extendiéndose por todas partes, mandaron embajadores. Al no ser admitidos en el campamento, llegaron en su ayuda embajadores atenienses y aqueos. La mediación de los aqueos fue la más efectiva de las dos, pues en caso de no haber logrado obtener la paz para los beocios estaban dispuestos a combatir de su lado. Mediante la intervención de los aqueos, se permitió que los beocios llegaran hasta el general romano y le presentaran su caso. Se les otorgó la paz a condición de que entregasen a los culpables y pagaran una multa de treinta talentos, levantándose el asedio.
[33.30] Unos días después llegaron de Roma los diez comisionados. Con su consejo, se concedió la paz a Filipo bajo los siguientes términos: todas las ciudades griegas de Europa y Asia deberían ser libres e independientes; Filipo retiraría todas sus guarniciones de aquellas que habían estado bajo su dominio y, tras su evacuación, las entregaría a los romanos antes de la fecha establecida para los Juegos Ístmicos. Además, debía retirar sus guarniciones de las siguientes ciudades de Asia: Euromo, Pedasos, Bargilias, Jaso, Mirina, Abido, Tasos y Perinto, pues se decidió que también estas fuesen libres. Con respecto a la libertad de los cianos, Quincio se comprometió a escribir a Prusias, rey de Bitinia, comunicándole la decisión del Senado y de los diez comisionados. Filipo también debía devolver todos los prisioneros y desertores a los romanos, y entregar todas sus naves cubiertas, menos cinco, aunque podría retener la nave real, que era casi imposible de maniobrable a causa de su tamaño y que estaba propulsada por dieciséis bancadas de remeros. Su ejército nunca excedería de cinco mil hombres y no se le permitiría tener un solo elefante, ni tampoco hacer la guerra más allá de sus fronteras sin la autorización expresa del Senado. La indemnización que debía pagar ascendía a mil talentos [que, si lo eran romanos, equivaldrían a unos 32.745 kg.-N. del T.], la mitad a pagar de inmediato y el resto en diez anualidades. Valerio Antias afirma que se impuso al rey un tributo anual de cuatro mil libras de plata durante diez años. Claudio dice que el tributo anual ascendió a cuatro mil doscientas libras de plata a pagar durante treinta años, con una entrega inmediata de dos mil libras [el primer caso serían 1308 kilos de plata; el segundo, 1373,4 kilos.-N. del T.]. Dice también que una cláusula adicional del tratado prohibía expresamente a Filipo hacer la guerra a Eumenes, que había sucedido a su padre Atalo en el trono. Como garantía de la observancia de estas condiciones los romanos tomaron diez rehenes, entre los que se encontraba Demetrio, el hijo de Filipo. Valerio Antias dice, además, que la isla de Egina y los elefantes fueron entregados a Atalo; Estratonicea y las demás ciudades de la Caria que Filipo había ocupado fueron dadas a los rodios; finalmente, las islas de Lemnos, Imbros, Delos y Esciros se entregaron a los atenienses.
[33.31] Casi todas las ciudades de Grecia estuvieron de acuerdo con aquellos términos de paz, con la sola excepción de los etolios. No se atrevían a sostener una oposición abierta pero, en privado, criticaban amargamente la decisión de los diez comisionados. Aquellas eran, según decían, meras palabras que sugerían vagamente una imagen ilusoria de libertad. ¿Por qué -preguntaban- debían ser entregadas algunas ciudades a los romanos sin nombrarlas, y otras que sí lo eran conservarían su libertad? A no ser que se dejasen libres a las de Asia, más seguras precisamente por su lejanía, y se apoderasen de las de Grecia, a las que ni siquiera nombraban, es decir, de Corinto, de Calcis y de Oreo junto con Eretria y Demetrias. Y no carecía esta acusación de fundamento; pues había dudas respecto a tres de estas ciudades ya que, en el decreto del Senado que habían traído consigo los diez comisionados, el resto de las ciudades de Grecia y Asia se declaraban inequívocamente libres, en el caso de Corinto, Calcis y Demetrias, los comisionados tenían órdenes de decidir y hacer lo que el interés de la república, las circunstancias del momento y su propio sentido del deber juzgaran apropiado. Lo que tenían en mente era el rey Antíoco; estaban convencidos de que en cuanto dispusiera de las fuerzas adecuadas invadiría Europa, no teniendo intención de dejarle el paso abierto para ocupar ciudades que constituirían bases de operaciones tan favorables. Quincio se dirigió con los diez comisionados hacia Anticira y desde allí navegaron a Corinto. Una vez aquí, los comisionados discutieron durante varios días las medidas para garantizar la libertad de Grecia. Una y otra vez, Quincio instó a que toda Grecia fuese declarada libre, si querían detener las lenguas de los etolios e inspirar a todos un verdadero afecto hacia Roma y aprecio por su grandeza; si deseaban convencer a los griegos de que habían cruzado los mares con la única intención de lograr su libertad y no para lograr ellos el dominio que tenía Filipo. Los comisionados no objetaban nada respecto a la liberación de las ciudades, pero señalaban que sería más seguro para las propias ciudades el permanecer un tiempo bajo la protección de guarniciones romanas, en lugar de tener que aceptar luego a Antíoco como amo en lugar de Filipo. Llegaron finalmente a una decisión: la ciudad de Corinto debía ser devuelta a los aqueos, pero con una guarnición apostada en el Acrocorinto [o sea, la acrópolis o ciudadela de Corinto.-N. del T.], Calcis y Demetrias serían retenidas hasta que pasara la amenaza de Antíoco.
[33.32] Estaba próxima la fecha fijada para los Juegos Ístmicos. Estos juegos siempre atraían grandes multitudes, en parte debido al amor innato de aquel pueblo por aquel espectáculo en el que contemplaban competiciones de toda clase, concursos de talento artístico así como pruebas de fuerza y velocidad, y en parte debido al hecho de que su posición entre dos mares lo convertía en un mercado común a Grecia y Asia, donde las gentes podían conseguir toda clase de productos. Pero, en esta ocasión, no fueron los alicientes habituales los que atrajeron a personas de todas partes de Grecia; todos estaban expectantes, preguntándose cuál sería el futuro del país y qué fortuna les esperaba a ellos mismos. Se hacían y expresaban abiertamente toda clase de conjeturas sobre qué harían los romanos, pero casi nadie estaba convencido de que se retirarían completamente de Grecia.
Cuando los espectadores ocuparon sus asientos, un heraldo, acompañado por un trompetero, avanzó hasta mitad de la arena, donde se solían inaugurar los juegos con la fórmula acostumbrada, y tras hacerse el silencio después del toque de trompeta, efectuó el siguiente anuncio: de un trompetista, un paso adelante en el centro de la arena, donde los juegos son por lo general abierto por las formalidades de costumbre, y después de una ráfaga de la trompeta se había producido el silencio, hizo la siguiente El anuncio: «El Senado de Roma y Tito Quincio, su general, habiendo vencido al rey Filipo y a los macedonios, decretan que todos los siguientes serán libres, quedarán liberados del pago de tribunos y vivirán bajo sus propias leyes, a saber: los corintios, los focenses, todos los locrenses y la isla de Eubea, los magnetes, los tesalios, los perrebos y los aqueos ftiotas». Esta lista comprendía a todos los pueblos que habían estado bajo el dominio de Filipo. Cuando el heraldo hubo finalizado su proclama, la alegría fue demasiado grande como para que las gentes pudieran asimilarla. Apenas se atrevían a confiar en sus oídos y se miraban asombrados unos a otros, como si vivieran una ensoñación. No confiando en sus oídos, preguntaban a los más próximos cómo se veían afectados y, como todo el mundo quería no solo escuchar, sino también contemplar al hombre que había proclamado su libertad, se volvió a llamar al pregonero, que repitió su mensaje. Vieron que ya no había dudas sobre el motivo de su alegría, y los aplausos y vítores que surgieron hicieron completamente evidente que, para todas las gentes, ninguna de las bendiciones de la existencia era más apreciada que la libertad. Los Juegos se celebraron con tal velocidad que apenas se fijaron en ellos los ojos ni los oídos de nadie, tan completamente suplantó una sola alegría al resto de gozos.
[33.33] Al finalizar los Juegos, casi todos corrieron al lugar donde estaba sentado el general romano, llegando casi a resultar peligroso aquel torrente humano que trataba de tocarle la mano y ponerle guirnaldas y cintas. Él tenía unos treinta y tres años de edad por entonces, dándole fuerzas no solo el vigor de la juventud, sino el deleite de haber cosechado tan brillante gloria. La alegría general no quedó en una simple emoción temporal, expresándose durante muchos días mediante pensamientos y palabras de gratitud: «Hay una nación -decían las gentes- que a su propia costa, por su propio esfuerzo y a su propio riesgo ha ido a la guerra en nombre de la libertad de otros. No prestan este servicio a los que están al otro lado de sus fronteras, ni a los pueblos de estados vecinos o a los que viven en su mismo continente, sino que cruzan los mares para que en parte alguna del mundo pueda existir la injusticia y la tiranía, y para que el derecho y la ley divina y humana prevalezcan en todas partes. Mediante este simple anuncio del pregonero, todas las ciudades de Grecia y Asia recuperan su libertad. Era preciso un espíritu audaz para haberse propuesto un fin como este; y el haberlo llevado a cabo es prueba de un valor excepcional y una extraordinaria buena suerte».
[33,34] Inmediatamente después de los Juegos Ístmicos, Quicio y los diez comisionados dieron audiencia a los embajadores de los distintos monarcas, pueblos y ciudades. Los primeros en ser oídos fueron los de Antíoco. Se expresaron de la misma manera en que lo habían hecho anteriormente en Roma, profiriendo expresiones vacías e hipócritas de amistad, pero no recibieron la misma respuesta ambigua que en la ocasión anterior, cuando Filipo aún estaba incólume. Se conminó abierta e inequívocamente a Antíoco para que abandonase todas las ciudades de Asia que habían pertenecido a Filipo o a Tolomeo, para que dejase en paz a las ciudades libres y que nunca las agrediera; todas las ciudades a lo largo y ancho de Grecia debían poder seguir disfrutando de paz y libertad. Se le advirtió, sobre todo, de que no dirigiese sus fuerzas hacia Europa ni que fuese allí él mismo. Una vez despedidos los embajadores del rey, empezaron a celebrarse reuniones en relación con diversas ciudades y pueblos, avanzándose con celeridad al limitarse los diez comisionados a la lectura del decreto para cada ciudad en concreto. Los orestas, un pueblo de Macedonia, vieron devuelta su antigua constitución como recompensa por haber sido los primeros en rebelarse contra Filipo. Los magnetes, los perrebos y los dólopes también fueron declarados libres. Los tesalios recibieron su libertad, así como una parte de la Ftiótide aquea, con excepción de la Tebas Ftiótide y Farsala. La demanda de los etolios para que Farsala y Léucade les fuera devuelta, de acuerdo con lo dispuesto en el tratado, se remitió al Senado; se les entregó la Fócida y la Lócride, volviendo las cosas a su estado anterior bajo la autoridad de un decreto. Corinto, Trifilia y Herea, ciudad esta del Peloponeso, fueron devueltas a la Liga Aquea. Los diez comisionados intentaron donar Oreo y Eretria a Eumenes, el hijo de Atalo, pero como Quincio planteara objeciones, este punto se dejó a la decisión del Senado, declarando este que aquellas ciudades, así como Caristo, debían ser ciudades libres. Licnido y el territorio partino fueron entregados a Pléurato; ambas eran ciudades ilirias que habían estado bajo el dominio de Filipo. Se dijo a Aminandro que conservara las fortalezas que había tomado a Filipo durante la guerra.
[33,35] Una vez disueltas las reuniones, los comisionados se repartieron entre ellos el trabajo y se separaron, partiendo para formalizar la liberación de las ciudades de las regiones que tocaron a cada uno. Publio Léntulo fue a Bargilias; Lucio Estertinio marchó a Hefestia, Taso y las ciudades de Tracia; Publio Vilio y Lucio Terencio marcharon a entrevistarse con Antíoco, y Cneo Cornelio visitó a Filipo. Después de tratar asuntos de importancia menor, de acuerdo con sus instrucciones, preguntó al rey si escucharía con paciencia un consejo que le resultaría tan útil como vital. Filipo le contestó que estaría agradecido por cualquier sugerencia que hiciera y que resultara en su provecho. Cornelio, entonces, le instó a mandar una embajada a Roma, ahora que había obtenido la paz, para establecer relaciones de amistad y alianza. De esta manera eliminaría, en caso de algún movimiento hostil por parte de Antíoco, la posibilidad de parecer como a la espera de una oportunidad para reanudar la guerra. Esta reunión con Filipo se llevó a cabo en Tempe, en Tesalia. Aseguró este a Cornelio que enviaría de inmediato embajadores y Cornelio marchó luego a las Termópilas, donde el llamado Consejo Pilaico -una asamblea muy concurrida de todos los territorios griegos- se reunía en días determinados. Se presentó ante el Consejo e instó, en especial a los etolios, a que siguieran en la amistad y fidelidad a Roma. Algunos de los notables etolios protestaron levemente diciendo que los sentimientos de los romanos hacia ellos no eran los mismos tras la victoria que durante la guerra; otros adoptaron un tono más fuerte y declararon que, sin la ayuda etolia, Filipo no habría podido ser vencido ni los romanos habrían podido nunca pasar a Grecia. Para evitar que aquello deviniera en una discusión abierta, el comisionado romano se abstuvo de replicar a aquellas acusaciones y se limitó a asegurarles que si enviaban una embajada a Roma obtendrían cuanto fuera justo y razonable. Por lo tanto, y por su autoridad, aprobaron una resolución para que se enviara aquella embajada. Tales fueron los sucesos que marcaron el final de la guerra con Filipo.
[33.36] Mientras tenían lugar estos hechos en Grecia, Macedonia y Asia, Etruria estuvo a punto de convertirse en un escenario de guerra debido a una conspiración de esclavos. Con el fin de investigar y aplastar a este movimiento, se envió al pretor Manio Acilio Glabrión, que tenía la administración de justicia entre ciudadanos y extranjeros, junto con una de las dos legiones acantonadas en la Ciudad. Un contingente de los conspiradores resultó derrotado en campo abierto, siendo muertos muchos de ellos o hechos prisioneros; los cabecillas fueron azotados y crucificados, a los demás se los devolvió a sus amos. Los cónsules partieron hacia sus provincias. Marcelo entró en el territorio de los boyos y, mientras fortificaba su campamento en cierto terreno elevado, con sus hombres agotados tras bregar durante todo el día abriendo un camino, Corolamo, un régulo boyo, lo atacó con una gran fuerza y mató a tres mil de sus soldados. Varios hombres ilustres cayeron en esta tumultuosa batalla; entre ellos estaban Tiberio Sempronio Graco y Marco Junio Silano, prefectos de los aliados, y dos tribunos militares de la segunda legión: Marco Olgino y Publio Claudio. Los romanos, sin embargo, lograron con grandes esfuerzos terminar la fortificación del campamento y conservarlo contra los ataques finalmente inútiles del enemigo, a quien su éxito inicial había envalentonado. Marcelo se mantuvo en su campamento durante algún tiempo para que sus heridos pudieran ser curados y para que sus hombres dispusieran de tiempo para recobrar ánimos tras pérdidas tan graves.
Los boyos, no pudiendo soportar el cansancio de la espera, se dispersaron por todas partes hacia sus aldeas y fortalezas. De repente, Marcelo cruzó a toda velocidad el Po e invadió el territorio comense, donde acampaban por entonces los ínsubros, que habían convencido a los comenses para que tomasen las armas. Los galos, llenos de confianza después del reciente combate librado por los boyos, se lanzaron al combate cuando los romanos aún estaban marchando, atacando al principio con tal violencia que obligaron a las primeras filas a ceder terreno. Ante el temor de que una vez empezaran a ceder terreno podrían ser completamente rechazados por el enemigo, Marcelo llevó una cohorte de marsios y lanzó todas las fuerzas de la caballería latina contra el adversario. Las dos primeras cargas de estos jinetes detuvieron el impulso inicial de los galos, el resto de la línea romana recobró su firmeza y aguantó todos los intentos de quebrarla. Finalmente, se lanzaron al ataque con una furiosa carga que los galos no pudieron resistir: se dieron media vuelta y huyeron en desorden. Según Valerio Antias, murieron más de cuarenta mil hombres en esa batalla y se capturaron ochenta y siete estandartes junto con setecientos treinta y dos carros y gran número de collares de oro. Claudio escribe que uno de ellos, muy pesado, se depositó como ofrenda en el templo de Júpiter en el Capitolio. El campamento galo fue asaltado y saqueado el mismo día que tuvo lugar la batalla, capturándose unos días más tarde la ciudad de Como [que no estaba exactamente donde la ciudad moderna homónima, sino en las proximidades de Grandate, más al suroeste.-N. del T.]. Posteriormente, se rindieron al cónsul veintiocho plazas fuertes. Una cuestión es asunto de debate entre varios historiadores: si el cónsul marchó en primer lugar contra los boyos o contra los ínsubros, y si borró la derrota con una victoria posterior o si la victoria en Como se vio empañada por un ulterior desastre contra los boyos.
[33,37] Poco después de estos hechos de tan diversa fortuna, el otro cónsul, Lucio Furio Purpurio, invadió el territorio boyo a través de la tribu sapinia, en la Umbría. Se estaba aproximando a la fortaleza de Mútilo, pero temiendo verse atrapado al mismo tiempo entre los boyos y los ligures, hizo retroceder a su ejército por el camino que había venido y, dando un gran rodeo por campo abierto y terreno seguro, se reunió en última instancia con su colega. Con sus ejércitos unidos, atravesaron el territorio boyo hasta la ciudad de Bolonia [la antigua Felsina.-N. del T.], saqueándolo sistemáticamente conforme avanzaban. Esta plaza, junto con todas las posiciones fortificadas de alrededor, se rindieron como hizo la mayor parte de la tribu; los jóvenes permanecieron en armas por el afán del botín y se retiraron a lo profundo de los bosques. Después, ambos ejércitos avanzaron contra los ligures. Los boyos esperaban que, como les suponían a gran distancia, el ejército romano estaría más descuidado al guardar su formación de marcha y lo siguieron por caminos ocultos en los bosques, con la intención de lanzar un ataque por sorpresa. Como no lo pudieron alcanzar, cruzaron repentinamente el Po con barcas y devastaron las tierras de los levos y de los libuos. En su camino de vuelta, a lo largo de la frontera ligur y cargados con el botín, se encontraron con los ejércitos romanos. La batalla comenzó con mayor rapidez y furia más que si se hubiera fijado previamente el momento y lugar, y efectuado todos los preparativos para la batalla. Aquí se dio un notable ejemplo del modo en que la ira estimula el valor, pues los romanos estaban tan decididos a matar, en vez de simplemente lograr la victoria, que apenas dejaron un hombre vivo para que llevase la noticia de la derrota. Cuando el anuncio de esta victoria llegó a Roma, se ordenaron tres días de acción de gracias por la victoria. Marcelo llegó a Roma poco después y el Senado le otorgó un triunfo por unanimidad. Celebró su triunfo sobre los ínsubros y los comenses estando aún en el cargo. Dejó a su colega la esperanza de un triunfo sobre los boyos porque él, en solitario, solo había conseguido una derrota, logrando la victoria únicamente en conjunción con su colega. En los carros capturados al enemigo se llevaron gran cantidad de despojos, incluyendo numerosos estandartes; en metálico se llevaron trescientos veinte mil ases de bronce y doscientos treinta y cuatro mil denarios de plata. Cada legionario recibió una gratificación de ochenta ases, la caballería y los centuriones recibieron el triple.
[33,38]. Durante este año Antíoco, que había pasado el invierno en Éfeso, se esforzó en reducir todas las ciudades de Asia a su antigua condición de dependencia [la que se derivó de la victoria de Seleuco en el 281 a.C.-N. del T.]. Con excepción de Esmirna y Lámpsaco, pensó que todas aceptarían el yugo sin dificultad, pues o bien estaban situadas en terreno llano, o bien estaban débilmente defendidas por sus murallas y soldados. Esmirna y Lámpsaco hacían valer su derecho a ser libres y existía el peligro, si se concedía su reclamación, de que otras ciudades jónicas y eólidas siguieran el ejemplo de Esmirna, y las del Helesponto el ejemplo de Lámpsaco. Por consiguiente, envió una fuerza desde Éfeso para sitiar Esmirna y ordenó a las tropas de Abidos que marchasen contra Lámpsaco, dejando únicamente un pequeño destacamento para guarnecer la plaza. Más no empleó solo las armas; mandó embajadores para que intentaran persuadir a los ciudadanos, reprendiendo al mismo tiempo cuidadosamente su temeridad y obstinación en esperar poder obtener en un corto periodo de tiempo cuanto deseaban. Quedaría, no obstante, bien claro para ellos y para todo el mundo, que su libertad se debería a un obsequio gratuito del rey y no a que ellos hubiesen aprovechado una oportunidad favorable para obtenerla. En respuesta, dijeron a los embajadores que Antíoco no debía sorprenderse ni enojarse si no se resignaban pacientemente a postergar indefinidamente sus anhelos de libertad.
Al comienzo de la primavera zarpó Antíoco de Éfeso hacia el Helesponto y ordenó a su ejército que marchase desde Abidos hacia el Quersoneso. Unió sus fuerzas navales y militares en Maditos, una ciudad del Quersoneso y, como aquella le hubiera cerrado completamente sus puertas, la sitió completamente y ya estaba a punto de aproximar sus máquinas de asedio cuando la ciudad se rindió. El miedo que Antíoco inspiró de esta manera llevó a los habitantes de Sesto y otras ciudades del Quersoneso a rendirse voluntariamente. Su siguiente objetivo era Lisimaquia. Cuando llegó aquí con todas sus fuerzas terrestres y navales, encontró el lugar abandonado y convertido en poco más que un montón de ruinas, pues algunos años antes los tracios la habían capturado y saqueado, para luego incendiar la ciudad. Hallándola en tal condición, se apoderó de Antíoco el deseo de restaurar una ciudad tan célebre y bien situada, disponiéndose de inmediato a afrontar las diversas tareas que aquello suponía. Se reconstruyeron casas y murallas, se liberó a algunos de los antiguos habitantes que habían sido esclavizados; buscó e hizo regresar a otros, que estaban dispersos como refugiados por todo el Quersoneso y las costas del Helesponto, atrayendo nuevos colonos ante la perspectiva de las ventajas que lograrían. Usó, de hecho, todo sistema posible para repoblar la ciudad. Para evitar, al mismo tiempo, cualquier temor a sufrir problemas por parte de los tracios, procedió con la mitad de su ejército a devastar los territorios próximos de Tracia, dejando la otra mitad y todas las tripulaciones de los barcos para seguir con las labores de reconstrucción.
[33,39] Muy poco después de esto, Lucio Cornelio, que había sido enviado por el Senado para resolver las diferencias entre Antíoco y Tolomeo, hizo un alto en Selimbria [en la Propóntide, a unos 60 kilómetros al oeste de Bizancio.-N. del T.], y tres de los diez comisionados se dirigieron a Lisimaquia: Publio Léntulo desde Bargilias, Publio Vilio y Lucio Terencio lo hicieron desde Taso. Allí se les unió Lucio Cornelio, desde Selimbria, y unos pocos días después Antíoco, que regresó de Tracia. El primer encuentro con los comisionados y la invitación posterior de Antíoco fueron amables y hospitalarios; pero cuando fueron a discutir sobre sus instrucciones y el estado de los asuntos en Asia, se tensaron los ánimos por ambas partes. Los romanos dijeron claramente a Antíoco que todo cuanto había hecho desde que su flota zarpó de Siria era desaprobado por el Senado y que ellos consideraban justo que todas las ciudades que habían pertenecido a Tolomeo le fueran devueltas. Con respecto a aquellas ciudades que habían formado parte de las posesiones de Filipo, y de las que él se había apoderado, aprovechando la oportunidad mientras Filipo estaba ocupado en la guerra contra Roma, resultaba simplemente intolerable que, una vez los romanos hubiesen asumido durante tanto tiempo tales riesgos y dificultades por mar y tierra, Antíoco se llevara los frutos de la guerra. Suponiendo que los romanos pudieran no hacer caso a su aparición en Asia, como si no fuera de su incumbencia, ¿qué ocurría con su entrada en Europa junto a todo su ejército y marina? ¿Qué diferencia había entre esto y una abierta declaración de guerra contra los romanos? Incluso si hubiera desembarcado en Italia diría que aquello no significaba la guerra, pero los romanos no iban a esperar hasta que él estuviese en condiciones de hacerlo.
[33.40] En su respuesta, Antíoco expresó su sorpresa porque los romanos se preocupasen tanto de lo que Antíoco debía o no hacer, y que no se detuvieran, sin embargo, a considerar qué límites se debían imponer a sus propios avances por tierra y mar. Asia no era asunto del Senado, y ellos no tenían más derecho a preguntar qué estaba haciendo Antíoco en Asia del que tenía él a preguntar qué estaba haciendo el pueblo romano en Italia. En cuanto a Tolomeo y su denuncia de que se había apoderado de sus ciudades, él y Tolomeo estaban en términos completamente amistosos, y estaban en curso gestiones para unirse por lazos de matrimonio. No había tratado de sacar ventaja de las desgracias de Filipo ni había llegado a Europa con ninguna intención hostil contra los romanos. Después de la derrota de Lisímaco, cuanto a él pertenecía pasó por derecho de guerra a Seleuco, y por lo tanto lo consideraba parte de sus dominios. Tolomeo, y después de él Filipo, habían ocupado algunos de estas plazas en un momento en sus antepasados dedicaban sus preocupaciones y atención a otros asuntos. ¿Podría haber sombra de duda sobre que el Quersoneso y la parte de Tracia que rodeaba Lisimaquia pertenecieron anteriormente a Lisímaco? Recuperar sus antiguos derechos sobre aquellos territorios era el motivo de su llegada, así como reconstruir desde sus cimientos la ciudad de Lisimaquia, que había sido destruida por los tracios, para que su hijo Seleuco pudiera usarla como capital de su reino.
[33,41] Después de estar discutiendo sobre esto durante varios días, les llegó el rumor, de incierto autor, de que Tolomeo había muerto. Esto impidió que se llegase a alguna decisión; ambas partes fingieron que no lo habían oído, y Lucio Cornelio, encargado de la misión entre Antíoco y Tolomeo, pidió un breve receso para poder entrevistarse con Tolomeo; su objetivo era desembarcar en Egipto antes de que el nuevo ocupante del trono pudiera iniciar un cambio de política. Antíoco, por su parte, estaba seguro de que se podría apoderar de Egipto si tomaba posesión de él inmediatamente; y así, se despidió de los comisionados romanos y dejó a su hijo completando la restauración de Lisimaquia, navegando con toda su flota hacia Éfeso. Desde allí despachó emisarios a Quincio para calmar sus sospechas y asegurarle que nada cambiaría en su alianza. Costeando las orillas de Asia llegaron a Pátaras, en Licia, enterándose allí de que Tolomeo estaba vivo. Abandonó entonces toda intención de navegar a Egipto, pero siguió su viaje hasta Chipre. Cuando hubo rodeado el promontorio de Quelidonias, se retrasó un tiempo en Panfilia, cerca del río Eurimedonte [el actual Köprü Çay, en Turquía.-N. del T.] por culpa de un motín entre los remeros. Después de continuar su viaje hasta las conocidas como las «cabezas» del río Saro fue alcanzado por una terrible tormenta que casi lo hundió con toda su flota [estaba cerca de Tarso.-N. del T.]. Muchos de los barcos quedaron destruidos, otros muchos encallaron y un gran número de ellos se fue a pique tan de repente que nadie pudo nadar hasta tierra. Se produjo una enorme pérdida de vidas; no solo multitudes de marineros y soldados anónimos, sino también muchos amigos del rey, hombres distinguidos, se hallaron entre las víctimas. Antíoco reunió los restos de su destrozada flota, pero como no estaba en condiciones de intentar llegar a Chipre, regresó a Seleucia, mucho más pobre en hombres y recursos que cuando inició su expedición. Aquí ordenó la varada de los barcos, pues el invierno se acercaba, y él partió a Antioquía para pasar el invierno. Tal era la situación en que estaban los reyes.
[33.42] Este año, por primera vez, se nombraron triunviros epulones, a saber, Cayo Licinio Lúculo, el tribuno de la plebe que había logrado la aprobación de la ley por la que se nombraban, y con él Publio Manlio y Publio Porcio Leca. Se les permitió, por ley, llevar la toga pretexta como los pontífices [pues era un cargo de carácter religioso: los triunviros epulones eran sacerdotes encargados de organizar los banquetes en honor de los dioses.-N. del T.] Sin embargo, este año estalló una grave disputa entre el conjunto de los sacerdotes y los cuestores de la ciudad, Quinto Fabio Labeón y Publio Aurelio. El Senado había decidido que se efectuara el último reembolso del dinero prestado por los particulares para la guerra púnica, necesitándose dinero para ello. Los cuestores les exigieron las contribuciones que no hubiesen efectuado durante la misma. Apelaron en vano a los tribunos de la plebe y se les obligó a pagar su parte por cada año de guerra. Murieron dos pontífices murieron durante el año; fueron sustituidos por el cónsul Marco Marcelo, en lugar de Cayo Sempronio Tuditano, que había muerto mientras servía como pretor en Hispania, y por Lucio Valerio Flaco en lugar de Marco Cornelio Cétego. También murió, muy joven, el augur Quinto Fabio Máximo, antes de poder desempeñar ninguna magistratura; no se le nombró sucesor durante el año.
Las elecciones consulares fueron celebradas por Marco Marcelo; los nuevos cónsules fueron Lucio Valerio Flaco y Marco Porcio Catón. Los pretores electos fueron Cneo Manlio Volsón, Apio Claudio Nerón, Publio Porcio Leca, Cayo Fabricio Luscino, Cayo Atinio Labeón y Publio Manlio. Los ediles curules, Marco Fulvio Nobilior y Cayo Flaminio, vendieron durante el año un millón de modios de trigo al pueblo, a dos ases el modio. Este trigo fue enviado por los sicilianos en señal de respeto por Cayo Flaminio y en honor a la memoria de su padre; Flaminio quiso compartir la gracia del gesto con su colega. Se celebraron con gran esplendor los Juegos Romanos y se repitieron en tres días distintos. Los ediles plebeyos, Cneo Domicio Enobarbo y Cayo Escribonio Curio, llevaron ante el tribunal del pueblo a varios mercaderes de ganados de los pastos públicos; tres de ellos fueron condenados y de las multas que se les impuso construyeron un templo en la isla de Fauno. Los Juegos Plebeyos se repitieron dos días y se dio el banquete de costumbre.
[33.43] El 15 de marzo -195 a.C.-, el día en que tomaron posesión del cargo, los nuevos cónsules presentaron a discusión en el Senado la asignación de las provincias. El Senado decidió que, ya que la guerra en Hispania se estaba extendiendo de manera tan grave como para requerir la presencia de un cónsul y un ejército consular, Hispania Citerior debería ser una de las dos provincias consulares. Se aprobó una resolución para que los cónsules llegasen a un acuerdo o que sorteasen aquella provincia e Italia. Al que le correspondiera Hispania se le asignarían dos legiones, quince mil infantes aliados latinos y ochocientos jinetes y una flota de veinte buques de guerra. El otro cónsul debería alistar dos legiones; aquello se consideraba suficiente para guarnecer la Galia, después del golpe demoledor asestado el año anterior a boyos e ínsubros. A Catón correspondió Hispania y a Valerio, Italia. Después, los pretores sortearon sus provincias. Cayo Fabricio Luscino recibió la jurisdicción urbana y Cayo Atinio Labeón la jurisdicción peregrina; a Cneo Manlio Volsón correspondió Sicilia; a Apio Claudio Nerón, la Hispania Ulterior; a Publio Porcio Leca, Pisa, para amenazar a los ligures por su retaguardia. Publio Manlio fue asignado al cónsul para auxiliarle en Hispania Citerior. Debido a la actitud sospechosa de Antíoco, los etolios, Nabis y los lacedemonios, Tito Quincio vio prorrogado su mando otro año, con las dos legiones que ya tenía. Los cónsules alistarían todos los refuerzos necesarios para completar la totalidad de sus plantillas y los enviarían a Macedonia. Además de la legión que había mandado Quinto Fabio, se autorizó a Apio Claudio para alistar otros dos mil infantes y doscientos jinetes. El mismo número de soldados de infantería y caballería se asignó a Publio Manlio, para emplearlos en la Hispania Citerior junto con la legión que había servido bajo el pretor Quinto Minucio. Se decretó que, del ejército de la Galia, se llevaran diez mil soldados de infantería y quinientos de caballería para actuar por los alrededores de Pisa, en Etruria. Tiberio Sempronio Longo vio prorrogado su mando en Cerdeña.
[33.44] Tal fue la distribución de las provincias. Antes de que los cónsules dejaran la Ciudad se les requirió, de acuerdo con un decreto de los pontífices, para que proclamasen una primavera sagrada [durante la que se ofrecían las primicias de las cosechas a los dioses y sacrificios humanos que, más tarde, se cambiaron por sacrificios animales.- N. del T.]. Esta debía celebrarse en cumplimiento de una promesa hecha por el pretor Aulo Cornelio Mámula, según el deseo del Senado y por el orden del pueblo, veintiún años antes, durante el consulado de Cneo Servilio y Cayo Flaminio. Cayo Claudio Pulcro, el hijo de Apio, fue nombrado por entonces augur en lugar de Quinto Fabio Máximo, que había muerto el año anterior. Mientras todos se extrañaban de que nada se hiciera respecto a la guerra que había estallado en Hispania, llegó una carta de Quinto Minucio anunciando que se había enfrentado victoriosamente a los generales hispanos Budare y Besadine, y que el enemigo había perdido doce mil hombres, Budare había resultado prisionero y el resto fue derrotado y puesto en fuga [tanto el texto latino como la traducción española de la Ed. Gredos, precisan que la batalla tuvo lugar cerca de la plaza de Turda, «Turdam oppidum», aunque en la traducción inglesa no aparece esta mención.-N. del T.]. Una vez leída la carta, disminuyó la inquietud sobre las dos Hispanias, donde se había previsto una guerra de grandes proporciones. La preocupación se centró ahora sobre Antíoco, especialmente tras el regreso de los diez comisionados. Después de informar sobre las negociaciones con Filipo y los términos en que se había hecho la paz con él, dejaron claro que era inminente una guerra al menos a la misma escala contra Antíoco. Este había desembarcado en Europa, según informaron al Senado, con una enorme flota y un espléndido ejército, y si no hubiese desviado su atención hacia la invasión de Egipto una esperanza infundada, basada en un rumor incierto, Grecia ya se habría visto inflamada por las llamas de la guerra. Ni siquiera los etolios, un pueblo inquieto por naturaleza y ahora intensamente resentido contra los romanos, dejarían de intervenir. Y había otro mal aún más formidable hundido en las entrañas de Grecia: Nabis, que era por entonces el tirano de Lacedemonia, pero al que si se le dejaba se convertiría en el de toda Grecia, era hombre en el que la codicia y la brutalidad rivalizaba con los más notorios tiranos de la historia. Si, una vez llevados de vuelta a Italia los ejércitos romanos, se le permitía mantener Argos como una fortaleza que amenaza la totalidad del Peloponeso, la liberación de Grecia de Filipo habría sido en vano; en todo caso, en lugar de un monarca distante tendrían por dueño a un tirano próximo.
[33,45] Después de escuchar estas declaraciones, hechas por hombres de tal peso y cuyo juicio, además, se basaba en cuestiones observadas por ellos mismos, el Senado fue de la opinión de que aunque la política a seguir respecto a Antíoco era la cuestión más importante que se les presentaba, aun así, como el rey, cualquiera que fuese el motivo, se había retirado a Siria, parecía más urgente considerar en primer lugar qué hacer respecto al tirano. Tras un largo debate, sobre si había suficientes motivos para una declaración formal de guerra o si sería suficiente dejar a Tito Quincio libertad de acción en lo referente a Nabis, según considerase mejor para los intereses de la república, se decidió dejar el asunto a su criterio. Se hizo así al no parecerles que tomar estas decisiones antes o después no serían de vital importancia para el Estado. Una cuestión mucho más urgente era qué harían Aníbal y Cartago ante el caso de una guerra con Antíoco. Los miembros del partido opositor a Aníbal escribían constantemente a sus amigos en Roma; según su versión, Aníbal había mandado mensajeros con cartas para Antíoco, habiendo mantenido emisarios del rey conferencias secretas con él. Así como existen bestias salvajes que no podían ser amansadas, así era de indómito e implacable el ánimo de este hombre. Se quejaba de que sus compatriotas se enervaban cada vez más por culpa de la inactividad y se dormían en la indolencia y la pereza, y que solo despertarían con el fragor de las armas. Las gentes estaban aún más dispuestas a creer estas afirmaciones al recordar que fue este hombre el responsable del inicio y el fin de la última guerra. Una reciente disposición suya, además, había provocado un fuerte resentimiento entre muchos de los potentados.
[33.46] Predominaba por entonces en Cartago la clase judicial, debido principalmente al hecho de que ocupaban el cargo de por vida. Las propiedades, la reputación y la vida de todo el mundo estaban en sus manos. Quien ofendiera a uno de aquella clase tendría por enemigo a cada miembro de ella y, cuando los jueces resultaban hostiles, siempre se encontraría un acusador entre ellos. Mientras estos hombres ejercían tan desenfrenado despotismo, pues usaban de su poder sin tener en cuenta los derechos de sus conciudadanos, Aníbal, que había sido nombrado pretor, ordenó que se convocara al cuestor ante él. El cuestor no atendió la convocatoria; pertenecía al partido opositor y, aún más, como de la cuestura se solía pasar a la judicatura, estamento todopoderoso, se daba ya aires acordes al poder que pronto ostentaría. Considerando Aníbal que este comportamiento era indigno, envió un funcionario para arrestar al cuestor y, llevándolo ante la Asamblea, Aníbal denunció no solo al cuestor, sino a todo el orden judicial, cuya insolencia y prepotencia habían subvertido completamente las leyes y la autoridad de los magistrados que debían hacerlas cumplir. Cuando vio que sus palabras tenían una acogida favorable, y que la insolencia y tiranía de aquel orden se reconocían como un peligro para la libertad del más humilde ciudadano, se apresuró a proponer y promulgar una ley por la que los jueces deberían ser elegidos cada año y ninguno podría ocupar el cargo durante dos años consecutivos. No obstante, cualquiera que fuese la popularidad lograda entre las masas por esta medida, quedó contrarrestada por la ofensa inferida a gran número de notables. Otra más que tomó en interés general despertó una intensa hostilidad personal contra él. Los ingresos públicos estaban siendo desperdiciados, en parte a causa de un manejo descuidado y en parte por el fraude que cometían algunos principales y magistrados. El resultado era que no había dinero suficiente para cubrir el pago anual de la indemnización a Roma, llegando a parecer muy probable que se impusiera a los particulares un fuerte impuesto.
[33.47] Cuando Aníbal se hubo informado sobre la cantidad a que ascendían todas las rentas, de tierra y de mar, los gastos que se hacían, qué proporción iba a las necesidades corrientes del Estado y cuánto se había malversado, declaró públicamente en la Asamblea que si se exigía cuanto se debía, el Estado tendría riqueza suficiente para afrontar el pago del tributo a los romanos sin necesidad de ninguna contribución a los particulares. Y cumplió con su palabra. Los que durante años habían estado engordando a costa del tesoro público estaban tan furiosos como si aquello fuera una incautación de sus bienes personales, en vez de la recuperación forzosa de todo lo que habían robado. En su furia, comenzaron a instigar a los romanos, que ya de suyo propio buscaban una excusa para volcar su odio contra él. Durante mucho tiempo, esta política encontró un enemigo en Publio Escipión Africano, que consideraba impropio de la dignidad del pueblo romano apoyar los ataques de los acusadores de Aníbal o entrometer la autoridad del Estado en las políticas partidistas de Cartago, no contentándose con haber derrotado a Aníbal en campo abierto y tratándolo como si fuera un criminal contra el que aparecerían acusando, prestando juramento y declarando en su contra. Al final, sin embargo, sus opositores se salieron con la suya y se enviaron delegados a Cartago para señalar allí ante el Senado que Aníbal estaba haciendo planes con Antíoco para iniciar la guerra. Cneo Servilio, Marco Claudio Marcelo y Quinto Terencio Culeón componían la delegación. A su llegada a Cartago fueron asesorados por los enemigos de Aníbal para que dijeran, a quienes preguntaran el motivo de su llegada, que habían venido para resolver las diferencias entre Masinisa y el gobierno de Cartago. Esta explicación fue creída por todo el mundo. Solo Aníbal no se llamó a engaño, sabía que él era el objetivo de los romanos y que el motivo subyacente de la paz con Cartago fue que él quedase como la única víctima de su eterna hostilidad. Decidió inclinarse ante la tormenta y la fortuna y, después de hacer todos los preparativos para la huída, se dejó ver durante todo el día en el foro para alejar toda sospecha; en cuanto se hizo la oscuridad, fue con su ropa de calle [«vestitu forensi», en el original latino, «vestido para el foro».-N. del T.] hasta la puerta, acompañado por dos ayudantes que no sabían de sus planes, y partió.
[33.48] Los caballos que había ordenado estaban dispuestos y cabalgó durante la noche hasta Bizacio -que es el nombre de un distrito rural- llegando al día siguiente a un castillo de su propiedad en la costa, entre Acila y Tapso [en la costa oriental de Túnez, al sur de Adrumento.-N. del T.]. Allí le esperaba un barco, con su dotación de remeros y preparado para partir de inmediato. Así fue como se retiró Aníbal de África, lamentando más la suerte de su patria que la suya propia. Aquel mismo día desembarcó en la isla de Kerkennah [las antiguas islas de Cercina, al sur de Acila.-N. del T.]. Allí encontró algunos buques mercantes fenicios cargados de mercancías y, al desembarcar, se vio rodeado por las gentes que le daban la bienvenida. En respuesta a sus preguntas, les contestó que iba a Tiro como embajador. Temiendo, sin embargo, que alguno de aquellos buques pudiese partir por la noche hacia Tapso o Adrumeto y dar noticia de su aparición en Kerkenna, ordenó que se hicieran los preparativos para hacer un sacrificio e invitó a los capitanes de los barcos y a los mercaderes a la celebración. Dio también instrucciones para que recogieran las velas y antenas de las naves, de manera que pudieran formar un toldo que diera sombra en la playa a los invitados, pues estaban a mitad del verano. La celebración tuvo lugar con todo el lujo que el tiempo y las circunstancias permitían, prolongándose el festín hasta la noche y consumiéndose gran cantidad de vino. En cuanto tuvo la oportunidad de escapar a la observación de los que estaban en el puerto, Aníbal zarpó. Los demás quedaron sumidos en el sueño, y no se recuperaron de su sopor hasta bien avanzado el día siguiente, torpes por culpa de la borrachera, teniendo que pasar varias horas hasta que consiguieron devolver los aparejos a sus buques. En la casa de Aníbal, en Cartago, la multitud habitual se aglomeró en grandes cantidades en el vestíbulo. Cuando se hizo de conocimiento general que no se encontraba allí, la multitud irrumpió en el foro exigiendo la aparición de su primer ciudadano. Algunos, adivinando la verdad, sugirieron que había huido; otros -y estos fueron los más numerosos y los que más gritaban- decían que le habían dado muerte los romanos en una traición. En los rostros se veían distintas expresiones, como era de esperar en una ciudad desgarrada por los partidarios de distintas facciones. Luego, llegó la noticia de que había sido visto en Kerkennah.
[33,49] Los delegados romanos informaron al consejo de Cartago que el Senado había constatado que Filipo había hecho la guerra a Roma a instancias principalmente de Aníbal y que este había enviado recientemente cartas a Antíoco y los etolios, habiendo hecho planes para llevar a Cartago a una revuelta. Se había marchado con Antíoco, no con ningún otro, y nunca descansaría hasta haber desencadenado la guerra en todo el mundo. Si los cartagineses querían satisfacer al pueblo romano, ninguna de sus acciones [de Aníbal, claro.-N. del T.] debía quedar impune y debían dejar claro que ni respondían a sus deseos ni contaban con la sanción de su gobierno. Los cartagineses respondieron que harían cuanto los romanos considerasen correcto. Después de una travesía sin problemas, Aníbal llegó a Tiro, donde los fundadores de Cartago dieron la bienvenida, como a una segunda patria, al hombre que se había distinguido con todos los honores posibles. Tras una corta estancia aquí, siguió su viaje a Antioquía. Aquí se enteró de que el rey se había marchado a Asia y mantuvo una entrevista con su hijo, que estaba celebrando en aquel momento los Juegos de Dafne, quien le dio recibió amablemente. Deseando no perder tiempo, siguió de inmediato su viaje y halló al rey en Éfeso, sin poder aún decidirse sobre la cuestión de la guerra con Roma. La llegada de Aníbal no fue el factor menos influyente para que su ánimo se decidiera. Los etolios, además, se mostraban cada vez más reacios a su alianza con Roma. Habían enviado una embajada a Roma para demandar la devolución de Farsala, Léucade y algunas otras ciudades, bajo los términos del tratado anterior, siendo remitidos por el Senado a Tito Quincio.