La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
Ir a la biblioteca de textos clásicos
Libro trigesimosegundo
La Segunda Guerra Macedónica.
[32.1] Los cónsules y los pretores entraron en funciones el 15 de marzo y sortearon de inmediato sus mandos -199 a.C.-. Italia correspondió a Lucio Léntulo y Macedonia a Publio Vilio. Los pretores se distribuyeron de la siguiente manera: Lucio Quincio recibido la jurisdicción urbana de la ciudad; Cneo Bebio, Rímini; Lucio Valerio, Sicilia y Lucio Vilio, Cerdeña. El cónsul Léntulo recibió órdenes de alistar dos nuevas legiones; Vilio se hizo cargo del ejército de Publio Sulpicio y se le autorizó a incrementarlo, reclutando las fuerzas que considerase necesarias. Las legiones que Cayo Aurelio había mandado como cónsul fueron asignados a Bebio, en el entendimiento de que las retendría hasta que el cónsul lo relevara con su nuevo ejército y que, a su llegada a la Galia, todos los soldados cuyo tiempo de servicio se hubiese cumplido serían enviados a casa. Solo se mantendrían en servicio cinco mil hombres del contingente aliado, un número suficiente, según se pensaba, para mantener la provincia alrededor de Rímini. Dos de los anteriores pretores vieron extendidos sus mandos: Cayo Sergio, con el propósito de asignar las tierras a los soldados que habían servido durante muchos años en España, y Quinto Minucio para que pudiera completar la investigación sobre las conspiraciones en el Brucio, que hasta entonces había dirigido con tanto cuidado e imparcialidad. A los que fueron condenados por el sacrilegio, y enviados encadenados a Roma, los mandó a Locri para ser ejecutados; también debía comprobar que lo que se hubiese sustraído del templo de Proserpina fuera reemplazado con los debidos ritos expiatorios. Como consecuencia de las denuncias presentadas por representantes de Ardea, en cuanto a que no se habían entregado a esa ciudad las porciones habituales de las víctimas sacrificadas en el Monte Albano, los pontífices decretaron que se celebrase nuevamente el Festival Latino. Llegaron informes procedentes de Suessa notificando que las dos puertas de la ciudad y la muralla que había entre ellas habían sido alcanzadas por un rayo. Unos mensajeros de Formia anunciaron que lo mismo había ocurrido allí en el templo de Júpiter; otros de Ostia anunciaron que también había sido alcanzado el templo de Júpiter y, desde Velletri, llegaron nuevas de que los templos de Apolo y Sanco habían sido alcanzados y de que había aparecido pelo sobre la estatua en el templo de Hércules. Quinto Minucio, el propretor que estaba en el Brucio, escribió para comunicar que había nacido un potro con cinco patas y tres pollos con tres patas cada uno. Se recibió un despacho de Publio Sulpicio, el procónsul en Macedonia, en el que, entre otras cosas, afirmaba que había nacido un retoño de laurel en la popa de un buque de guerra. Para el caso de los demás presagios, el Senado decidió que los cónsules debían sacrificar víctimas completamente desarrolladas a aquellas deidades que considerasen debían recibirlas; pero respecto del portento mencionado en último lugar, se llamó a los arúspices al Senado para que lo aconsejaran. De acuerdo con sus instrucciones, se ordenó un día de rogativas y plegarias especiales, ofreciéndose sacrificios en todos los santuarios.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[32.2] Este año, los cartagineses enviaron a Roma la plata correspondiente a la primera entrega de la indemnización de guerra. Como los cuestores informaran que no era de ley porque, al probarla, hallaron que contenían una cuarta parte de aleación, los cartagineses tomaron un préstamo en Roma por la plata faltante. Solicitaron al Senado que permitiera que se devolviesen los rehenes, entregándoseles un centenar de ellos. Se les dio esperanzas sobre la devolución de los restantes, si Cartago era fiel a sus obligaciones. Otra petición que presentaron fue para que los rehenes que aún estaban retenidos pudieran ser trasladados desde Norba, donde estaban muy incómodos, a otro lugar. Se acordó que se les trasladase a Segni y a Ferentino. Llegó a la Ciudad una delegación de Cádiz, con una solicitud para que no se enviase allí ningún prefecto, pues esto contravendría lo acordado con Lucio Marcio Séptimo cuando se pusieron bajo la protección de Roma. Su petición fue concedida. También llegaron enviados de Narni, quienes afirmaban que su colonia estaba por debajo del número apropiado y que algunos, que no eran de los suyos, se habían asentado entre ellos y se hacían pasar por colonos. Se ordenó al cónsul Lucio Cornelio que nombrase triunviros que se encargaran del caso. Fueron nombrados los dos Elios, Publio y Sexto, ambos de sobrenombre Petón, y Cneo Cornelio Léntulo. Los colonos de Cosa también solicitaron un incremento de su número, pero su solicitud fue denegada.
[32,3] Después de disponer las cosas de Roma, los cónsules partieron hacia sus respectivas provincias. A su llegada a Macedonia, Publio Vilio se encontró con un grave motín entre las tropas, que no se había controlado desde un principio a pesar de que hacía algún tiempo hervían de irritación. Se trataba de los dos mil que, después de la derrota final de Aníbal, habían sido trasladados desde África a Sicilia y, menos de un año después, a Macedonia. Se les consideraba voluntarios, pero ellos sostenían que habían sido llevados allí sin su consentimiento y embarcados por los tribunos a pesar de sus protestas. Pero, en cualquier caso, fuera su servicio obligatorio o voluntario, afirmaban haber cumplido el tiempo prescrito y era justo que se les licenciara. No habían visto Italia durante muchos años, habían envejecido bajo las armas en Sicilia, África y Macedonia, y ahora estaban agotados por sus fatigas y penurias, exangües por las muchas heridas recibidas. El cónsul les dijo que, si pedían su licencia de manera adecuada, había una base razonable para concederla, pero ni aquello ni otra cosa alguna justificaba el amotinarse. Por lo tanto, si ellos estaban dispuestos a permanecer bajo los estandartes y obedecer las órdenes, él escribiría al Senado sobre su licenciamiento. Tenían muchas más probabilidades de alcanzar su objetivo mediante la moderación que por la contumacia.
[32.4] En aquel momento, Filipo apretaba el cerco de Domoko [la antigua Taumacos.-N. del T.] con la mayor energía. Había completado sus terraplenes, los manteletes estaban completamente desplegados y los arietes a punto de ser llevados contra las murallas, cuando la repentina llegada de los etolios le obligó a desistir. Bajo el mando de Arquidamo, recorrieron el camino a través de la guardia macedonia y entraron en la ciudad. Día y noche efectuaban constantes salidas, unas veces atacando los puestos avanzados y otras las obras de asedio de los macedonios. Les ayudaba la naturaleza del país. Domoko estaba situado en una altura que, viniendo desde las Termópilas y el golfo Malíaco, y atravesando el territorio de Lamia, dominaba un desfiladero de acceso a Tesalia que llaman Cele. Cuando se recorre el camino sinuoso por el terreno quebrado y se llega hasta la propia ciudad, se extiende de repente ante uno toda la llanura de Tesalia, como un vasto mar más allá de los límites de la visión. De esta maravillosa vista que ofrece, proviene el nombre de Domoko [el Thaumacos del original latino viene del griego thaûma, milagro, maravilla.-N. del T.]. La ciudad estaba protegida no sólo por su posición elevada, sino también a estar sobre rocas cortadas por todas partes. A la vista de estas dificultades, Filipo no creyó que su captura valiese todo el esfuerzo y peligro que implicaba, abandonando así la tarea. Ya había empezado el invierno cuando se retiró del lugar y regresó a sus cuarteles de invierno.
[32,5] Todo el mundo se relajaba con aquel descanso más o menos largo, buscando el reposo de cuerpo y de mente; pero el respiro que obtuvo Filipo del incesante esfuerzo de marchas y batallas, solo le sirvió para inquietarse aún más, al liberar su mente y contemplar los problemas de la guerra en su conjunto, temiendo la presión enemiga por tierra y mar, y con graves dudas en cuanto a las intenciones de sus aliados e incluso de sus propios súbditos, no fuera que los primeros le traicionaran con la esperanza de conseguir la amistad de Roma y que los segundos se rebelaran contra su gobierno. Para estar seguro sobre los aqueos, les envió embajadores para exigirles el juramento de fidelidad a Filipo que se habían comprometido a renovar anualmente, así como para anunciarles su intención de devolver a los aqueos las ciudades de Orcómenos y Herea, así como la Trifilia, que se le había capturado a los eleos; y a devolver a los megalopolitanos la ciudad de Alifera; estos sostenían que nunca había pertenecido a Trifilia, sino que era uno de los lugares que, por decisión del consejo de los arcadios, había contribuido a la fundación de Megalópolis y, por lo tanto, les debía ser devuelta. Mediante estos actos trataba de consolidar su alianza con los aqueos. Su dominio sobre sus propios súbditos resultó reforzado por cómo actuó en el caso de Heráclides. Viendo que el motivo principal de su impopularidad entre los macedonios era su amistad con este, presentó muchas acusaciones en su contra y lo puso en prisión con gran alegría de sus compatriotas. Sus preparativos para la guerra fueron dispuestos tan cuidadosamente como nunca antes. Ejercitó constantemente a los macedonios y a las tropas mercenarias, y al comienzo de la primavera [del 198 a.C.-N. del T.] envió a Atenágoras con todos los auxiliares extranjeros y la infantería ligera a Caonia, a través del Epiro, para apoderarse del paso de Saraqinisht [la antigua Antigonea, en Albania.-N. del T.], que los griegos llaman Estena. Unos días más tarde le siguió con las tropas pesadas, y después de examinar todas las posiciones del país, consideró que el lugar más adecuado para un campamento fortificado era uno más allá del río Áoo. Este fluye a través de un estrecho barranco entre dos montañas que llevan los nombres locales de Meropo y Asnao, ofreciendo un camino muy estrecho a lo largo de su orilla. Ordenó a Atenágoras que ocupase Asnao con su infantería ligera y que se fortificase; él fijó su campamento en Meropo. Situó pequeños puestos avanzados montando guarda donde existían acantilados, las partes más accesibles las fortificó con fosos, empalizadas o torres. Se dispuso una gran cantidad de artillería en lugares adecuados para mantener al enemigo a distancia mediante los proyectiles. La tienda del rey se plantó sobre la altura más visible, en la parte delantera de las líneas, para intimidar al enemigo y dar confianza a sus propios hombres.
[32,6]. El cónsul había invernado en Corfú y, al tener noticia mediante Caropo, un epirota, de que el paso había sido ocupado por el rey y su ejército, navegó hasta el continente al comienzo de la primavera y marchó inmediatamente en dirección al enemigo. Cuando se encontraba a unas cinco millas [7400 metros.-N. del T.] del campamento del rey, dejó las legiones en posiciones fortificadas y avanzó con algunas tropas ligeras para efectuar un reconocimiento. Al día siguiente se celebró un consejo de guerra para decidir si debían intentar abrirse paso, a pesar de la inmensa dificultad y el peligro a que se enfrentarían, o si debían hacer que las fuerzas dieran un rodeo por la misma ruta que había tomado Sulpicio el año anterior, cuando invadió Macedonia. Esta cuestión había sido objeto de debate durante varios días, cuando llegó un mensajero para informar de la elección de Tito Quincio al consulado, que Macedonia le había sido asignada como provincia, y el hecho de que se apresuraba a tomar posesión de su provincia y ya había llegado a Corfú. Según cuenta Valerio Antias, Vilio, considerando imposible un ataque frontal, pues toda aproximación estaba bloqueada por las tropas del rey, entró en la hondonada y marchó a lo largo del río. Rápidamente lanzó un puente y cruzó al otro lado, donde estaban las tropas del rey, y atacó; el ejército del rey fue derrotado, puesto en fuga y despojado de su campamento. Doce mil enemigos murieron en la batalla, dos mil doscientos fueron hechos prisioneros y se capturaron ciento treinta y dos estandartes y doscientos treinta caballos. También, durante el combate, se prometió ofrecer un templo a Júpiter si el resultado era favorable. Todos los autores griegos y latinos, hasta donde he podido consultar, relatan que Vilio no hizo nada digno de mención y que el cónsul que le sucedió, Tito Quincio, se hizo cargo de toda la guerra desde el principio.
[32,7]. Durante estos sucesos en Macedonia el otro cónsul, Lucio Léntulo, que había permanecido en Roma, convocó los comicios para la elección de los censores. Entre varios candidatos distinguidos, la elección de los electores recayó en Publio Cornelio Escipión el Africano y Publio Elio Peto. Trabajaron juntos en perfecta armonía, y revisaron la lista del Senado sin descalificar a un solo miembro. También arrendaron los derechos de aduanas en Capua y Pozzuoli, así como del puerto de Castro, donde hay hoy una ciudad. Aquí se enviaron trescientos colonos -la cantidad fijada por el Senado- y también vendieron las tierras pertenecientes a Capua que se extendían a los pies del Monte Tifata. Publio Porcio, un tribuno de la plebe, impidió a Lucio Manlio Acidino, que había dejado Hispania por aquel entonces, disfrutar de una ovación a su regreso, aunque el Senado se lo había concedido. Entró en la Ciudad de manera extraoficial, y entregó al Tesoro mil doscientas libras de plata y treinta de oro [392,4 kg. de plata y 9,810 kg. de oro.-N. del T.]. Durante aquel año, Cneo Bebio Tánfilo, que había sucedido a Cayo Aurelio en el mando en la Galia, invadió el país de los galos ínsubros pero, debido a su falta de precaución, fue sorprendido y rodeado, y estuvo a punto de perder la totalidad de su ejército. Sus pérdidas ascendieron a seis mil setecientos hombres, aconteciendo esta gran derrota en una guerra de la que ya no se temía nada. Este incidente hizo salir al cónsul Lucio Léntulo de la Ciudad. En cuanto llegó a la provincia, que estaba llena de disturbios, se hizo cargo del mando del desmoralizado ejército y, después de censurar severamente al pretor, le ordenó dejar la provincia y regresar a Roma. El propio cónsul, sin embargo, no hizo nada de alguna importancia, ya que fue llamado de vuelta a Roma para llevar a cabo las elecciones. Estas fueron retrasadas por dos de los tribunos de la plebe, Marco Fulvio y Manio Curio, que no permitirían que Tito Quincio Flaminino fuese candidato al consulado, después de haber sido únicamente cuestor hasta aquel momento. Alegaban que los cargos de edil y pretor eran ahora desdeñados, los hombres notables no ascendían a través de los sucesivos puestos de honor antes de presentarse al consulado, demostrando así su eficacia, sino que saltaban por encima de los puestos intermedios, directamente desde los más bajos a los más altos. La cuestión pasó del Campo de Marte al Senado, que aprobó una resolución en el sentido de que el pueblo podría elegir a cualquiera que fuese candidato a un cargo que legalmente pudiera desempeñar. Los tribunos acataron la autoridad del Senado. Los cónsules elegidos fueron Sexto Elio Peto y Tito Quincio Flaminino. En la posterior elección de pretores salieron los siguientes: Lucio Cornelio Mérula, Marco Claudio Marcelo, Marco Porcio Catón y Cayo Helvio. Estos habían sido ediles plebeyos, celebrando los Juegos plebeyos y, con ese motivo, tuvo lugar un banquete en honor de Júpiter. Los ediles curules, Cayo Valerio Flaco, flamen de Júpiter, y Cayo Cornelio Cétego, celebraron los Juegos Romanos con gran esplendor. Dos pontífices, miembros ambos de la gens de los Sulpicios, Servio y Cayo, murieron este año. Sus plazas fueron ocupadas por Marco Emilio Lépido y Cneo Cornelio Escipión.
[32.8] -198 a.C.- Al asumir sus funciones, los nuevos cónsules, Sexto Elio Peto y Tito Quincio Flaminino convocaron al Senado en el Capitolio, y se decretó que los cónsules podrían, bien acordar entre ellos sobre el reparto de las dos provincias de Macedonia e Italia, bien sortearlas entre sí. Al que tocase Macedonia, debería alistar tres mil infantes romanos y trescientos de caballería, con el fin de completar las legiones hasta su fuerza completa, reclutando además cinco mil hombres de entre los latinos y aliados y quinientos jinetes. El ejército del otro cónsul sería uno completamente nuevo. Lucio Léntulo, el cónsul del año anterior, vio extendido su mando y recibió órdenes de no dejar su provincia ni alejar su ejército veterano hasta que llegara el cónsul con las nuevas legiones. El resultado de la votación fue que Italia correspondió a Elio y Macedonia a Quincio. En cuanto a los pretores, Lucio Cornelio Mérula recibió la jurisdicción urbana; a Claudio Marco correspondió Sicilia; a Marco Porcio, Cerdeña y a Cayo Helvio, la Galia. Siguió el alistamiento de tropas pues, además de los ejércitos consulares, se dispuso el reclutamiento de fuerzas para los pretores. Marcelo alistó cuatro mil infantes latinos y aliados, y trescientos de caballería para el servicio en Sicilia; Catón alistó dos mil infantes y doscientos jinetes de la misma procedencia para servir en Cerdeña, de manera que ambos pretores, al llegar a sus provincias, podrían licenciar las infanterías y caballerías veteranas. Una vez completadas estas disposiciones, los cónsules presentaron ante el Senado los embajadores de Atalo. Anunciaron que el rey estaba ayudando a Roma con todas sus fuerzas terrestres y navales, y que, hasta aquel día, había hecho cuanto le era posible para cumplir fielmente las órdenes de los cónsules romanos; pero temía que ya no iba a estar en libertad de hacer esto por más tiempo, pues Antíoco había invadido su reino mientras estaba indefenso por mar y tierra. Por lo tanto, solicitaba al Senado que, si deseaban hacer uso de su flota y sus servicios en la guerra macedónica, o bien le enviaban una fuerza para proteger su reino o, si no deseaban hacerlo así, que le permitieran regresar a casa y defender sus dominios con su flota y el resto de sus tropas. El Senado dio instrucciones a los cónsules para transmitir la siguiente respuesta a los delegados: «El Senado agradecía la ayuda que el rey Atalo ha dado a los comandantes romanos con su flota y demás fuerzas. Ellos no enviarían ayuda a Atalo contra Antíoco, ya que este era amigo y aliado de Roma, ni retendrían a los auxiliares que Atalo les había proporcionado para que los empleara como más le conviniera al rey. Cuando los romanos habían hecho uso de los recursos de otros, siempre lo habían hecho según el criterio de esos otros. El principio y el final de la ayuda prestada dependía siempre de quienes deseaban prestarla a los romanos. El Senado iba a enviar embajadores a Antíoco para informarle de que el pueblo romano estaba empleando las naves y hombres de Atalo contra su común enemigo, Filipo, y Antíoco satisfaría al Senado si desistía de las hostilidades y respetaba los dominios de Atalo. Era justo y correcto que monarcas amigos y aliados de Roma, mantuvieran también la paz entre sí».
[32.9] El cónsul Tito Quincio, al alistar las tropas, cuidó de escoger principalmente a aquellos que habían demostrado su valor mientras servían en Hispania o en África. Aunque estaba deseando partir hacia su provincia, el anuncio de ciertos prodigios y la necesidad de expiarlos lo retuvo. Varios lugares habían sido alcanzados por un rayo: la vía pública a Veyes, el foro y el templo de Júpiter en Lanuvio, el templo de Hércules en Ardea, y las murallas y torres de Capua, así como el templo llamado Alba. En Arezzo, el cielo pareció estar incendiado. En Velletri se hundió la tierra sobre un espacio de tres yugadas, dejando un enorme abismo [3 yugadas: 0,81 Ha.-N. del T.]. En Suessa se informó de que un cordero había nacido con dos cabezas, y en Mondragone [la antigua Sinuessa.-N. del T.] nació un cerdo con cabeza humana. Como consecuencia de estos portentos se decretó un día de rogativas especiales y los cónsules dispusieron oraciones y sacrificios. Después de aplacar de este modo a los dioses, los cónsules partieron hacia sus respectivas provincias. Elio llevó con él a la Galia al pretor Helvio, entregándole el ejército que había recibido de Lucio Léntulo para ser licenciado, mientras él mismo se disponía a continuar la guerra con las legiones que había llevado consigo. No obstante, no hizo nada digno de mención. El otro cónsul, Tito Quincio, dejó Brindisi antes de lo que sus predecesores solían hacer y se embarcó para Corfú con un ejército de ocho mil infantes y ochocientos de caballería. Desde allí, cruzó en un quinquerreme a la parte más cercana de la costa de Epiro, dirigiéndose a marchas forzadas al campamento romano. Envió a Vilio de regreso a casa y esperó luego unos cuantos días hasta que las tropas que le seguían desde Corfú se le unieron. Mientras tanto, celebró un consejo de guerra para tratar sobre si debía marchar directamente, atravesando el campamento enemigo o si, en vez de intentar una tarea tan difícil y peligrosa, no sería mejor recorrer un camino seguro a través de Dasarecia y el país de Linco y entrar en Macedonia por aquella parte. Se habría adoptado esta última propuesta si Quincio no hubiera temido que, si él se alejaba del mar, su enemigo se le podría escapar de las manos y buscar la seguridad de los bosques y desiertos, en cuyo caso se pasaría el verano sin haber llegado a ningún resultado decisivo. Se decidió, por lo tanto, atacar al enemigo donde estaba, a pesar del terreno desfavorable sobre el que se habría de lanzar el ataque. Pero era más fácil decidir que se debía atacar que formarse una idea clara de cómo hacerlo. Durante cuarenta días permanecieron inactivos a plena vista del enemigo.
[32.10] Esto llevó a Filipo a albergar la esperanza de poder acordar una paz con la mediación de los epirotas. Se celebró un consejo en el que Pausanias, su pretor, y Alejando, su jefe de la caballería, fueron encargados de la misión; estos acordaron una conferencia entre el rey y el cónsul, en un lugar donde Áoo se hace más estrecho. Las demandas del cónsul se resumían en que el rey retirase sus guarniciones de las ciudades, que devolviera a aquellas ciudades saqueadas cuanto se pudiera recuperar y las compensara del resto con una cantidad justa. En respuesta, Filipo afirmó que las circunstancias de cada ciudad eran diferentes. Aquellas que habían sido tomadas por él en persona, se podrían liberar; pero en cuanto a las que le habían sido legadas por sus predecesores, no renunciaría a lo que había heredado como posesiones legítimas. Si alguna de las ciudades con las que había estado en guerra presentaba reclamaciones por las pérdidas que habían sufrido, él sometería la cuestión al arbitraje de cualquier nación neutral que escogieran. A esto, el cónsul replicó que, en todo caso, en este punto no habría necesidad alguna de arbitraje pues nadie podía dejar de ver que la responsabilidad del ataque recaía en quien primero hizo uso de las armas y, en todas las ocasiones, había sido Filipo quien agredió sin recibir provocación armada alguna. La discusión se volvió luego sobre la cuestión de qué comunidades debían ser liberadas. El cónsul mencionó a los tesalios, para empezar. Filipo se enfureció tanto ante esta sugerencia que exclamó «¿Qué imposición más pesada, Tito Quincio, me impondrías de ser un enemigo derrotado?»; y con estas palabras abandonó rápidamente la conferencia. Con dificultad se impidió que ambos ejércitos se lanzasen a combatir arrojándose proyectiles, separados como estaban por la anchura del río. Al día siguiente, las patrullas de ambas partes se enzarzaron en numerosas escaramuzas sobre la amplia llanura que se extendía entre los campamentos. A continuación, las tropas del rey se retiraron y los romanos, en su afán por combatir, las siguieron hasta un terreno cerrado y fragoso. Tenían la ventaja de su orden y disciplina, así como en la naturaleza de su armadura, que protegía toda su persona; a los macedonios les ayudaba la fuerza de su posición, que permitía colocar ballestas y catapultas sobre casi cada roca, como si fuese la muralla de una ciudad. Después de resultar heridos muchos de cada bando, e incluso haber caído algunos en combate regular, la noche puso fin a la batalla.
[32.11] En esta coyuntura, fue llevado ante el cónsul un pastor enviado por Caropo, un notable de los epirotas. Dijo que tenía costumbre de pastorear su rebaño en el desfiladero que ocupaba por entonces el campamento del rey y que conocía cada pista y revuelta de las montañas. Si el cónsul quisiera enviar una patrulla con él, les llevaría por una ruta, que no era difícil ni peligrosa, hasta un lugar por encima de la cabeza del enemigo. Al oír esto, el cónsul mandó a preguntar a Caropo sobre si se podía confiar en el rústico en asunto de tanta importancia. Caropo le dijo que podía confiar en él, pero siempre que mantuviera todo en sus propias manos y sin quedar a merced de su guía. Temiendo y deseando a un tiempo confiar en aquel hombre, con sentimientos de alegría y prevención, decidió confiar en la autoridad de Caropo y probar la oportunidad que se le ofrecía. A fin de disipar toda sospecha sobre su previsto movimiento, durante dos días lanzó continuos ataques contra cada parte de la posición enemiga, llevando tropas de refresco a relevar a las que ya estaban agotadas por la lucha. Mientras tanto, seleccionó cuatro mil de infantería y trescientos de caballería, y puso esta fuerza escogida al mando de un tribuno militar con órdenes de llevar la caballería tan lejos como le permitiera el terreno y, cuando el terreno fuera infranqueable para hombres montados, debía situarlos en algún espacio llano; la infantería debería seguir el camino indicado por el guía. Cuando, como este lo había prometido, llegaran a una posición por encima de los enemigos, elevarían una señal de humo y no lanzarían el grito de guerra hasta recibir del cónsul la señal y pudiera juzgar que la batalla había comenzado. El cónsul ordenó que marcharan durante la noche -resultó, además, que había luna llena-, comiendo y descansando durante el día. Al guía se le prometió una gran recompensa si se mostraba fiel, pero lo entregó atado al tribuno. Después de enviar esta fuerza, el comandante romano presionó vigorosamente contra los puestos avanzados macedonios.
[32,12] Al tercer día, los romanos señalaron mediante una columna de humo que habían llegado y ocupaban las alturas. Entonces el cónsul, habiendo formado su ejército en tres divisiones, avanzó hasta el fondo del barranco con su fuerza principal, enviando sus alas derecha e izquierda contra el campamento. El enemigo se mostró no menos alerta a la hora de enfrentar el ataque. Deseando llegar a las manos, salieron fuera de sus líneas y, al pelear en campo abierto, los romanos resultaron ampliamente superiores en valor, entrenamiento y armas. Pero, después de perder muchos hombres entre muertos y heridos, las tropas del rey se retiraron a posiciones fuertemente fortificadas o naturalmente seguras, siendo entonces el turno de los romanos para encontrarse en dificultades a medida que iban avanzando por un terreno peligroso, donde el estrecho espacio hacía la retirada casi imposible. No habrían sido capaces de retirarse sin pagar un alto precio por su temeridad de no haber escuchado los macedonios el grito de guerra romano en su retaguardia. Este ataque imprevisto los aterrorizó; algunos huyeron en desorden, otros se mantuvieron firmes, no tanto porque tuvieran valor para combatir, sino porque no había lugar donde escapar, quedando rodeados por el enemigo que les presionaba por delante y por detrás. Todo el ejército podría haber sido aniquilado si los vencedores hubieran sido capaces de sostener la persecución; sin embargo, la caballería se vio obstaculizada por el terreno desigual y estrecho, y la infantería por el peso de su armadura. El rey se alejó al galope del campo de batalla sin mirar atrás. Después de haber galopado unas cinco millas [7400 metros.-N. del T.], y sospechando con razón que, dada la naturaleza del país, al enemigo le resultaría imposible perseguirle, hizo un alto en cierto terreno elevado y envió a su escolta por todas partes, sobre montes y valles, para reunir sus tropas dispersas. De entre todas sus fuerzas, sus pérdidas no fueron más de dos mil hombres; el resto, como obedeciendo a una señal, se reunió y marchó en una fuerte columna hacia Tesalia. Después de continuar la persecución en la medida que pudieron hacerlo con seguridad, matando a los fugitivos y despojando a los muertos, saquearon el campamento del rey donde, incluso en ausencia de los defensores, resultaba difícil acceder. Permanecieron en el campamento durante la noche y, a la mañana siguiente, el cónsul siguió al enemigo a través de la garganta por cuyo fondo se abría paso el río.
[32.13] En el primer día de su retirada, el rey llegó a un lugar llamado el Campamento de Pirro, en la Trifilia molosia [cerca de Konitsa, a unos 50 kilómetros al sureste del paso de Saraqinisht.-N. del T.]. Al día siguiente llegó a los montes Lincon, una marcha enorme para su ejército, aunque sus temores los impulsaron. Estos montes están en el Epiro y lo separan de Macedonia al Norte y de Tesalia al este. Las laderas de las montañas se vestían con bosques densos, formando las cumbres una amplia meseta con corrientes perennes de agua. Aquí permaneció acampado el rey durante varios días, incapaz de decidirse si marchar directamente de vuelta a su reino o si le sería posible efectuar antes una incursión en Tesalia. Decidió hacer marchar a su ejército abajo, hacia Tesalia, y se dirigió por la ruta más cercana a Tríkala [la antigua Tricca.-N. del T.], lugar desde el cual visitó las ciudades de los alrededores en rápida sucesión. Obligaba a abandonar sus casas a los hombres capaces de seguirlo, incendiando luego las poblaciones. Se les permitía llevar con ellos cuantos bienes pudieran cargar, el resto se convirtió en botín para los soldados. Un enemigo no les habría sometido a mayores crueldades que las que recibieron de sus aliados. Estas medidas resultaron extremadamente desagradables para Filipo pero, como el país pronto estaría en poder del enemigo, estaba decidido a mantener las personas de sus aliados, en todo caso, fuera de su alcance. Las ciudades que resultaron así devastadas fueron Facio, Piresias, Evidrio, Eretria y Palefársalo [Palefársalo pudiera ser, simplemente, la parte antigua de Farsala.-N. del T.]. En Feras le cerraron las puertas, y como un asedio le hubiera causado un considerable retraso y no tenía tiempo que perder, desistió de intentarlo y marchó hacia Macedonia.
Su retirada se apresuró ante la noticia de la llegada de los etolios. Cuando se enteraron de la batalla que tuvo lugar cerca del Áoo, los etolios devastaron el país más próximo a ellos, alrededor de Esperquias y Macras, que ellos llaman Come, y cruzando después la frontera de Tesalia se apoderaron de Ctimene y Angeia al primer asalto. Mientras estaban devastando los campos alrededor de Metrópolis, los ciudadanos, que se habían reunido a una para defender sus murallas, los derrotaron y rechazaron. Al atacar Calitera se encontraron con una resistencia parecida, pero después de un tenaz combate lograron rechazar a los defensores de vuelta tras sus murallas. Como no tenían esperanza alguna de apoderarse del lugar, se tuvieron que contentar con esta victoria. Atacaron a continuación los pueblos de Teuma y Celatara, que saquearon. Se apoderaron de Acarras por rendición; en Xinias [Acarras pudiera ser la moderna Ekkara; Xinias podría haber estado en la orilla este del lago del mismo nombre.-N. del T.] aterrorizaron a los campesinos, que huyeron abandonando sus hogares y fueron a dar con un destacamento de etolios que marchaban hacia Taumacos para proteger a sus aprovisionadores de trigo. La multitud desarmada e indefensa, entre la que iban gentes no aptas para las armas, fue muerta por la soldadesca armada y la abandonada Xinia fue saqueada. A continuación, los etolios tomaron Cifera, un castillo que dominaba Dolopia. Estas operaciones fueron llevadas a cabo rápidamente por los etolios en pocos días. Tampoco Aminandro ni los atamanes permanecieron inactivos al tener noticia de la victoria romana.
[32,14] Como tenía poca confianza en sus soldados Aminandro pidió al cónsul que le dejara un pequeño destacamento con el que atacar Gonfos. Comenzó por capturar Feca, una plaza situada entre Gonfos y los estrechos desfiladeros que dividen Atamania de Tesalia. Después se dirigió a atacar Gonfos. Durante varios días, los habitantes defendieron su ciudad con el mayor vigor pero, cuando finalmente se colocaron las escalas de asalto contra las murallas, su miedo les empujó a la rendición. La caída de Gonfos produjo un vivo temor en toda Tesalia. Se rindieron en rápida sucesión Argenta, Ferinio, Timaro, Liginas, Estimon y Lampso, junto con los restantes y poco importantes puestos fortificados de los alrededores. Mientras que los atamanes y etolios, liberados del peligro macedonio, se apoderaban así del botín gracias a la victoria que otros habían logrado, y la Tesalia, sin saber a quién considerar amigo o enemigo, era devastada por tres ejércitos a la vez, el cónsul marchó por el desfiladero que había quedado abierto por la huida del enemigo y entró en territorio de Epiro. Sabía perfectamente de qué lado habían estado los epirotas, con la excepción del noble Caropo; pero como viera que estaban deseosos de reparar sus errores del pasado, haciendo todo lo posible para cumplir sus órdenes, los consideró por su actitud presente y no por la anterior, asegurándose su adhesión para el futuro mediante su clemencia y disposición al perdón. Después de enviar órdenes a Corfú para que los transportes entrasen en el golfo de Ambracia, avanzó en cómodas etapas durante cuatro días y fijó su campamento a los pies del monte Cercetio [frontero entre el Epiro y Tesalia.-N. del T.]. Se indicó a Aminandro que llevara sus tropas hasta aquel lugar, no tanto porque fuera necesaria su ayuda, sino porque el cónsul deseaba tenerlos como guías en Tesalia. También se permitió prestar servicio como auxiliares a muchos epirotas que se presentaron voluntarios.
[32.15] La primera ciudad de Tesalia en ser atacada fue Faloria. Estaba guarnecida por dos mil macedonios que ofrecieron una resistencia muy tenaz con las armas y defensas que les protegían. El cónsul estaba convencido de que la ruptura de la resistencia a los ejércitos romanos en este primer ataque, decidiría la actitud general de los tesalios, por lo que presionó atacando día y noche sin interrupción. Finalmente, se superó la determinación de los macedonios y Faloria fue capturada. Ante esto, llegaron embajadas de Metrópoli y Cierio para rendir sus ciudades y pedir clemencia. Su petición fue concedida, pero Faloria fue saqueada e incendiada. A continuación avanzó contra Eginio, pero cuando vio que la plaza era prácticamente inexpugnable, incluso con una pequeña fuerza para defenderla, se contentó con descargar unos cuantos proyectiles sobre el puesto exterior más próximo y desvió su marcha hacia Gonfos. Como había devastado los campos de los epirotas, su ejército carecía ahora de los medios de vida necesarios y, al descender a la llanura de Tesalia, envió averiguar si los transportes habían llegado a Léucade o al golfo de Ambracia; mandando por turno las cohortes a Ambracia para aprovisionarse de trigo. Aunque la ruta de Gonfos de Ambracia es aunque difícil e incómoda, resulta muy corta y, en pocos días, el campamento quedó lleno de provisiones de toda clase que se habían traído desde la costa. Su siguiente objetivo era Atrage [cerca de la actual Alifaka.-N. del T.]. Esta ciudad se encuentra sobre el río Peneo, a unas diez millas de Larisa [14800 metros.-N. del T.], y fue fundada por emigrantes de Perrebia. Los tesalios no se alarmaron ante la aparición de los romanos, y aunque el propio Filipo no se atrevió a avanzar hacia Tesalia, permaneció acampado en Tempe, desde donde podía enviar ayuda, según la ocasión lo requería, a cualquier lugar amenazado por los romanos.
[32,16] Por el tiempo en que el cónsul iniciaba su campaña contra Filipo, asentando su campamento en las gargantas del Epiro, su hermano, Lucio Quincio, a quien el Senado había confiado la flota y el mando de la costa, navegó a Corfú con dos quinquerremes. Cuando se enteró de que la flota había partido de allí, decidió no perder tiempo y la siguió hasta la isla de Cefalonia [la isla de Same, en el original latino.-N. del T.]. Una vez aquí, tras despedir a Cayo Livio, al que sucedía, marchó al Malea. El viaje fue lento, pues los buques que lo acompañaban, cargados de provisiones, debían navegar en su mayoría a remolque. Desde Malea, él prosiguió con tres quinquerremes rápidas hasta El Pireo, dejando órdenes al resto de la flota para que lo siguieran tan rápidamente como pudiesen y, una vez aquí, se hizo cargo de los barcos que Lucio Apustio había dejado para proteger Atenas. Al mismo tiempo, dos flotas navegaban desde Asia; una, de veinticuatro quinquerremes, con Atalo; la otra era una flota rodia compuesta por veinte buques con cubierta bajo el mando de Acesímbroto. Estas flotas se unieron en Andros y de allí navegaron hacia Eubea, que solo está separada por un angosto estrecho. Comenzaron por devastar los campos de los caristios, pero cuando llegaron refuerzos a Caristo desde Calcis, se apresuraron a poner rumbo a Eretria. Al enterarse de que Atalo había llegado allí, Lucio Quincio se dirigió a aquel lugar con la escuadra del Pireo, tras dejar órdenes para que el resto de la flota, según llegase, navegara hacia Eubea.
Comenzó entonces un ataque muy feroz contra Eretria. Las naves de las tres flotas portaban todo tipo de máquinas de asedio y artillería, y el territorio alrededor proporcionaba un abundante suministro de madera para la construcción de otras nuevas. Al principio, los habitantes se defendieron muy enérgicamente, pero se fueron agotando gradualmente y muchos resultaron heridos, y cuando vieron una parte de las murallas arrasadas por las máquinas enemigas, empezaron a pensar en rendirse. Sin embargo, la guarnición estaba compuesta por macedonios y los habitantes de la ciudad temían más a estos que a los romanos. Filocles, prefecto de Filipo, envió además mensajeros desde Calcis, diciendo que acudiría a tiempo de ayudarles si resistían. Así, tanto sus esperanzas como sus temores les obligaron a alargar su resistencia más allá de sus deseos o de sus fuerzas. Por fin, se enteraron de que Filocles había sido derrotado y que huía precipitadamente a Calcis, y se apresuraron a enviar parlamentarios a Atalo para pedir clemencia y protección. Con la esperanza de la paz, aflojaron en su defensa y se contentaban con vigilar aquella parte de la muralla que se había derrumbado. Quincio, sin embargo, lanzó un asalto por la noche hacia el lugar donde menos lo esperaban y capturó la ciudad. Todos los habitantes de la ciudad, con sus esposas e hijos, se refugiaron en la ciudadela y finalmente se rindieron. No hubo mucho oro ni plata, pero se descubrieron más esculturas y pinturas de antiguos artistas, así como objetos similares, de lo que podría haberse esperado a partir del tamaño y riqueza de la ciudad.
[32,17] Caristo fue la siguiente plaza en ser atacada. Aquí, antes de que las tropas desembarcaran, toda la población abandonó la ciudad y se refugió en la ciudadela. Luego enviaron emisarios para acordar los términos con el general romano. A los ciudadanos se les garantizó de inmediato la vida y la libertad; a los macedonios se les permitió salir tras entregar las armas y pagar una suma equivalente a trescientas monedas por cabeza. Tras rescatarse a sí mismos mediante esta suma, marcharon a Beocia. Después de todo esto, a los pocos días y habiendo capturado dos importantes ciudades de Eubea, las flotas rodearon el Sunio, un cabo del Ática, y llegaron a Céncreas, puerto comercial de los corintios. Mientras tanto, el cónsul tenía en sus manos un asedio que resultó ser más tedioso y gravoso de lo que nadie había previsto, siendo dirigida la defensa de un modo para el que no estaba preparado. Dio por sentado que todos sus esfuerzos estarían dedicados a la demolición de las murallas y que, una vez se hubiera abierto paso hacia la ciudad, la huida y la masacre del enemigo seguirían como sucede habitualmente cuando las ciudades son capturadas al asalto. Pero después de haber batido mediante arietes las murallas, los soldados empezaron a pasar sobre los escombros, hacia el interior de la ciudad, y se encontraron con el inicio de una nueva tarea. La guarnición macedonia, una fuerza numerosa de hombres escogidos, consideraba motivo de gloria el defender la ciudad con sus armas y valor, en vez de con murallas, y formaron en orden cerrado, apoyando su frente en una columna de inusual profundidad. En cuanto vieron a los romanos trepando sobre las ruinas de la muralla, los hicieron retroceder sobre el mismo terreno cubierto de obstáculos y mal adaptado para la retirada.
El cónsul estaba muy contrariado, pues consideraba que este humillante rechazo no solo ayudaba a prolongar el asedio, sino que era también posible que influyera en el curso futuro de la guerra que, en su opinión, dependía en gran medida de incidentes poco importantes. Tras despejar el terreno donde estaban los montones del muro derrumbado, llevó una torre móvil de gran altura, con gran cantidad de hombres en el interior de sus varios pisos, y envió cohorte tras cohorte para quebrar, si era posible, la formación en cuña de los macedonios a la que ellos llaman falange. Sin embargo, en aquel estrecho espacio -pues la brecha en la muralla no era en absoluto ancha-, la clase de armas y la táctica de combate daba ventaja al enemigo. Cuando las apretadas filas macedonias presentaron sus larguísimas lanzas, los romanos cargaron con sus espadas, tras lanzar infructuosamente sus pilos contra una especie de muro de escudos unidos, sin poder acercarse ni quebrar las puntas de las lanzas; y si conseguían cortar o romper alguna, los extremos quebrados y afilados formaban una especie de empalizada entre las puntas de las que seguían intactas. Otra cosa que ayudó al enemigo fue la protección que ofrecía a sus flancos aquella parte de la muralla que estaba en pie; no tenían que atacar ni retroceder sobre una amplia extensión de terreno, lo que por lo general desordena las filas. Un accidente que sufrió la torre les dio aún más confianza: al moverse por tierra no completamente apisonada, una de las ruedas se hundió en un surco y dio al enemigo la impresión de que la torre se iba a caer, haciendo enloquecer de terror a los soldados que iban en ella.
[32,18] No estaba haciendo ningún progreso y se estaba dando lugar a la comparación entre las tácticas y armas de los ejércitos contendientes; reconocía que no tenía perspectivas de un asalto victorioso en breve y tampoco medios para invernar tan lejos del mar, en un territorio asolado por los estragos de la guerra. Bajo aquellas circunstancias, levantó el asedio; pero no había ningún puerto en toda la costa de Acarnania ni de Etolia que pudiera alojar todos los transportes empleados en el aprovisionamiento de las tropas y, al mismo tiempo, aportar cuarteles de invierno cubiertos para los legionarios. Antícira, en la Fócida, frente al golfo de Corinto, parecía el lugar más adecuado, ya que no estaba muy lejos de Tesalia y las posiciones ocupadas por el enemigo, y sólo estaba separada del Peloponeso por un estrecho brazo de mar. Tendría a sus espaldas Etolia y Acarnania, y a sus lados la Lócride y Beocia. Se capturó sin combatir Fanotea, en la Fócida; Antícira solo ofreció una breve resistencia, siguiendo rápidamente las capturas de Ambriso y Hiámpolis. Davlia [Ambriso e Hiámpolis están próximas al actual pueblo de Vogdhani, en la Fócida oriental; Davlia es la antigua Daulis.-N. del T.], debido a su posición en una colina elevada, no se pudo capturar por asalto directo. Acosando a la guarnición mediante proyectiles y, cuando efectuaban salidas, mediante escaramuzas, avanzando y retirándose alternativamente sin intentar nada definitivo, les llevaron a tal extremo de descuido y desprecio por sus contrincantes que, cuando se retiraron tras sus puertas, los romanos corrieron hasta allí junto a ellos y se apoderaron de la plaza al asalto. Otras fortalezas sin importancia cayeron en manos de los romanos, más por miedo que por la fuerza de las armas. Elatea les cerró sus puertas y parecía que había poca probabilidad de que admitieran ni a un general ni a un ejército romano, a menos que se les obligara por la fuerza.
[32.19] Mientras el cónsul estaba ocupado con el asedio de Elatea, brilló ante él la esperanza de lograr un éxito aún mayor, es decir, lograr convencer a los aqueos para que abandonasen su alianza con Filipo y entablar relaciones amistosas con Roma. Ciclíadas, el líder del partido macedonio, había sido expulsado, y era pretor Aristeno, partidario de la alianza con Roma. La flota romana, en unión de la de Atalo y Rodas, estaba anclada en Céncreas, preparándose para lanzar un ataque conjunto sobre Corinto. El cónsul pensaba que, antes de comenzar las operaciones, sería mejor enviar una embajada a los aqueos y prometerles que si abandonaban al rey y se pasaban a los romanos, Corinto se incorporaría a la liga aquea como antiguamente. Por sugerencia del cónsul, fueron enviados embajadores por su hermano Lucio Quincio, por Atalo, los rodios y los atenienses. Se celebró una reunión del consejo en Sición. Los aqueos, sin embargo, estaban lejos de tener claro qué curso debían seguir. Temían a Nabis, el lacedemonio, su peligroso e implacable enemigo; temían las armas de Roma y estaban muy obligados con los macedonios por sus muchos servicios, tanto en años pasados como recientemente. Sin embargo, sospechaban del mismo rey por su infidelidad y crueldad; no daban mucha importancia a sus actos de aquel momento, y veían claramente que después de la guerra sería más tirano que nunca. Tenían considerables dudas sobre qué opinión expresar, ya en sus senados respectivos o en el consejo general de la Liga; ni siquiera en privado llegaban a formarse una opinión definida sobre qué era lo que realmente deseaban o qué era lo mejor para ellos. Estando los consejeros con este ánimo indeciso, se presentaron los embajadores y se les pidió que expusieran su caso. El embajador romano, Lucio Calpurnio, fue el primero en hablar; le siguieron los representantes del rey Atalo, y después fue el turno de los delegados de Rodas. Los emisarios de Filipo fueron los siguientes en hablar, y los atenienses fueron los últimos de todos, para que pudieran responder a los macedonios. Estos últimos atacaron al rey con mayor severidad que cualquiera de los otros, pues ninguno había sufrido más ni había sido sometido a un trato tan amargo. Los continuos discursos llevaron todo el día, disolviéndose el consejo al atardecer.
[32.20] Al día siguiente fueron convocados de nuevo. Cuando, de conformidad con la costumbre griega, el pregonero anunció que los magistrados autorizaban tomar la palabra a cualquiera que deseara exponer sus puntos de vista ante el consejo, se produjo un largo silencio, mientras se miraban unos a otros. Tampoco esto resultaba sorprendente, por cuanto aquellos hombres habían estado dando vueltas en sus mentes a propuestas que se oponían frontalmente unas a otras, hasta llegar a un punto muerto, dado que los discursos, que se prolongaron durante todo el día anterior, les desconcertaron aún más al resaltar las dificultades presentadas por una y otra parte. Finalmente Aristeno, el pretor de los aqueos, decidido a no aplazar el consejo sin debate, dijo: «¿Dónde están, aqueos, aquellas vivas disputas que manteníais en banquetes y calles, cuando la mención de Filipo o de los romanos apenas lograba evitar que llegaseis a las manos? Ahora, en un conejo convocado para este propósito concreto, cuando habéis oído a los representantes de ambas partes, cuando los magistrados someten la cuestión a debate, cuando el pregonero os invita a expresar vuestra opinión, os volvéis mudos. Si no la preocupación por la seguridad común, ¿no logrará el espíritu partidario de unos u otros hacer que nadie tome la palabra? Sobre todo porque nadie es tan torpe como para no ver que este es el momento, antes de que se apruebe alguna disposición, para hablar y defender el curso que se considere mejor. Una vez aprobado cualquier decreto, cada cual habrá de sostenerlo como una medida buena y saludable, aún aquellos que anteriormente se opusieran a ella». Este llamamiento del pretor no solo no indujo a que ni un solo orador se presentara, ni siquiera evocó una simple aprobación o murmullo en aquella gran asamblea donde tantos estados estaban representados.
[32.21] Luego, Aristeno continuó: «Líderes de los aqueos, no estáis más faltos de consejos que de lengua, pues ninguno de vosotros está dispuesto a poner en peligro su propia seguridad por la seguridad general. Posiblemente, también yo habría guardado silencio de haber sido solo un ciudadano particular; pero siendo el pretor, considero que, o no debiera haber presentado los embajadores al consejo, o tras haberlos presentado no los debía haber despedido sin darles alguna respuesta. ¿Pero cómo puedo darles alguna respuesta que no sea conforme con lo que vosotros decretéis? Y ya que ninguno de vosotros, los convocados a este consejo, está dispuesto o tiene la valentía de expresar su opinión, vamos a examinar los discursos que nos hicieron ayer los embajadores como hubieran sido hechos por los miembros de este consejo; considerémoslos, no como exigencias efectuadas en su propio interés, sino como recomendaciones de una política que consideran ventajosa para nosotros. Tanto los romanos, como los rodios y Atalo buscan nuestra alianza y amistad, y consideran que es justo y apropiado que les ayudemos en la guerra que están librando contra Filipo. Filipo, por otra parte, nos recuerda el hecho de que somos sus aliados y que nos hemos comprometido con él mediante juramento. Solo nos pide que estemos junto a él y se contenta con que no intervengamos en los combates. ¿A nadie se le ocurre preguntarse por qué los que aún no son nuestros aliados piden más que los que ya lo son? Esto no es debido al exceso de modestia en Filipo o la falta de ella en los romanos. Es la fortuna de la guerra la que da y quita confianza a las exigencias de un lado y de otro. Por lo que respecta a Filipo, nada vemos que le pertenezca, excepto su enviado. En cuanto a los romanos, su flota se encuentra en Céncreas, cargada con los despojos de las ciudades de Eubea, y vemos al cónsul con sus legiones invadiendo la Fócida y la Lócride, que solo están separadas de nosotros por una estrecha franja de mar. ¿No os sorprende por qué el enviado de Filipo, Cleomedonte, habló tan tímidamente cuando nos instó a tomar las armas contra los romanos en nombre de su rey? Él nos recordaba la santidad del tratado y el juramento; pero, si en virtud de ese mismo tratado y juramento le pidiésemos que Filipo nos defendiera de Nabis y sus lacedemonios y de los romanos, no podría encontrar una fuerza adecuada para protegernos, y ni siquiera para una respuesta a nuestra petición. Como ya le pasó, ¡por Hércules!, al mismo Filipo el año pasado, cuando trató de llevarse nuestros jóvenes a Eubea, prometiendo que haría la guerra a Nabis, y viendo que no sancionábamos aquel uso de nuestros soldados ni aprobábamos el vernos involucrados en una guerra con Roma, se olvidó en todo del tratado que ahora nos recuerda tanto, dejándonos expuestos a los estragos y pillajes de Nabis y los lacedemonios.
En cuanto a mí, de hecho me parece que los argumentos que ha empleado Cleomedonte resultan incompatibles entre sí. Consideró cosa ligera una guerra contra Roma y dijo que el asunto tendría el mismo fin que el de su guerra anterior contra Filipo. Y si fuese así, ¿por qué entonces Filipo se mantiene a distancia y pide nuestra ayuda, en vez de venir en persona y protegernos a nosotros, sus antiguos aliados, de Nabis y de los romanos? ¿A «nosotros», digo? ¡Pero si consintió la captura de Eretria y de Caristo! ¿No pasó igual con todas aquellas ciudades de Tesalia? ¿Y con las de la Lócride y la Fócida? ¿Por qué permite que se esté atacando ahora mismo Elatea? ¿Por qué desguarneció los pasos que llevaban al Epiro y las guarniciones inexpugnables que dominaban el río Áoo? ¿Y por qué marchó al interior de su reino una vez nos hubo abandonado? Si él, deliberadamente, deja a sus aliados a merced de sus enemigos, ¿cómo puede objetar a estos aliados que se ocupen de su propia seguridad? Si su acción fue dictada por el miedo, debe perdonar el nuestro. Si se retiró porque fue derrotado por las armas de Roma, Cleomedonte, ¿cómo nos vamos a enfrentar los aqueos a las que los macedonios no pudisteis resistir? Nos dices que los romanos no tienen ni están empleando más fuerzas en esta guerra que en la última; ¿debemos creer tu palabra, a la vista de los hechos presentes? En aquella ocasión, ellos solo enviaron su flota para auxiliar a los etolios; no pusieron un cónsul al mando ni emplearon un ejército consular. Las ciudades marítimas pertenecientes a los aliados de Filipo estaban consternadas y alarmadas, pero los territorios del interior estaban tan a salvo de las armas de Roma que Filipo devastó las tierras de los etolios mientras imploraban en vano la ayuda de los romanos. Ahora, sin embargo, los romanos han dado fin a la guerra con Cartago, esa guerra que han debido soportar durante dieciséis años, que hizo presa, por así decir, en las entrañas de Italia; y no han enviado simplemente un destacamento para auxiliar a los etolios, ellos mismos han asumido el mando de la guerra y están atacando Macedonia por tierra y mar. Ya es su tercer cónsul el que está conduciendo operaciones con la mayor energía. Sulpicio se enfrentó con el propio rey en Macedonia, lo derrotó, lo puso en fuga y devastó la parte más rica de su reino; y ahora, cuando estaba guarneciendo los pasos que constituyen la llave del Epiro, seguros, según él creía, por sus posiciones, sus líneas fortificadas y su ejército, Quincio lo ha privado de su campamento, lo persiguió mientras huía a Tesalia, asaltó las ciudades de sus aliados y expulsó sus guarniciones casi a la vista del mismo Filipo.
Supongamos que no hay verdad en lo que ha expuesto el enviado de Atenas sobre la brutalidad, la lujuria y la avaricia del rey; supongamos que los crímenes cometidos en el Ática contra todos los dioses, celestes e infernales, no nos importan; y aún menos los sufrimientos de Quíos y Abidos, que están bien lejos; olvidemos nuestras propias heridas, los robos y asesinatos en Mesenia, en el corazón del Peloponeso; el asesinato por el rey de Cariteles, huésped de Filipo en Ciparisia, casi en plena mesa de banquetes y contra todo derecho humano o divino; y de la muerte de los dos Arato de Sición, padre e hijo, -el rey tenía la costumbre de hablar del viejo desgraciado como si fuera su padre-, el secuestro de la esposa del hijo en Macedonia, como víctima de la lujuria del rey, y todos los demás ultrajes contra matronas y doncellas…, dejemos que todo esto sea consignado al olvido. Imaginemos incluso que la cuestión no tiene que ver con Filipo, cuya crueldad os ha hecho enmudecer, ¿pues qué otra razón puede haber para que vosotros, que habéis sido convocados al consejo, guardéis silencio?, sino con Antígono, un suave y justo monarca que ha sido nuestro mayor benefactor. ¿Suponéis que no iba a exigir que hiciéramos lo que resulta imposible de hacer? El Peloponeso, recordad, es una península unida al continente por la estrecha franja de tierra del Istmo, abierta, y expuesta ante todo, a un ataque naval. Si una flota de cien barcos con cubierta, cincuenta más sin cubierta y treinta lembos de Isa se ponen a devastar nuestra costa y atacar las ciudades que permanecen expuestas casi en la orilla, supongo que nos retiraremos a las ciudades del interior como si estuviésemos a punto de quedar atrapados por las llamas de una guerra interna que se nos enquistase en las entrañas. Cuando Nabis y los lacedemonios nos estén atacando por tierra y la flota romana por mar, ¿cómo apelaré a nuestra alianza con el rey e imploraré a los macedonios que nos ayuden? ¿Protegeremos con nuestras propias armas las ciudades amenazadas y en contra de los romanos? ¡Cuán espléndidamente protegimos Dimas en la última guerra! Los desastres de los demás deberían servirnos de advertencia suficiente a nosotros; no busquemos el modo de convertirnos en advertencia para los demás.
Ya que los romanos piden nuestra amistad voluntariamente, cuidemos de no desdeñar lo que deberíais haber deseado y haber hecho cuanto pudierais por obtener. ¿Os creéis que están atrapados en una tierra extraña y que sus propios temores los llevan a buscar la sombra de vuestra ayuda y el refugio de una alianza con vosotros, para que puedan entrar en vuestros puertos y hacer uso de vuestros suministros? ¡Ellos controlan el mar! Ponen de inmediato bajo su dominio cualquier costa a la que llegan y se dignan pedir lo que podrían obtener por la fuerza. Es porque quieren ser indulgentes con vosotros por lo que no os permiten dar un paso que os destruya. En cuanto a la vía intermedia, que Cleomedonte ha señalado como la más segura, es decir, que estéis tranquilos y os abstengáis de hostilidades, esa no es una vía intermedia, no es una vía en absoluto. Tenemos que aceptar o rechazar la alianza con Roma; de lo contrario no obtendremos el reconocimiento o la gratitud de ninguna de las partes, sino que, como hombres que esperan los hechos cumplidos, dejaremos nuestra política a merced de la Fortuna ¿y qué resultará de esto, sino convertirnos en presa del vencedor? Lo que deberíais haber buscado con la mayor solicitud se os ofrece ahora espontáneamente; cuidar de no despreciar la oferta. Tenéis hoy abiertas cualquiera de las alternativas; no siempre lo estarán. La oportunidad no durará mucho tiempo, ni se repetirá a menudo. Durante mucho tiempo habéis deseado y no os habéis atrevido a libraros de Filipo. Los hombres que os conseguirán vuestra libertad, sin riesgo alguno por vuestra parte, han cruzado los mares con flotas y ejércitos poderosos. Si rechazáis su alianza, no estaréis apenas en vuestros cabales; os veréis obligados a tenerlos como amigos o enemigos».
[32.22] Al finalizar el discurso del pretor se extendió un murmullo de voces por la asamblea, algunas aprobando y otras atacando ferozmente a los que aprobaban. Pronto, no discutían sólo los miembros individuales, sino pueblos completos; finalmente, los principales magistrados de la Liga, a los que llaman «damiurgos» y eligen en número de diez, estaban discutiendo aún más acaloradamente que el resto de la asamblea. Cinco de ellos declararon que presentarían una propuesta de alianza con Roma y que votarían por ella; los otros cinco protestaron diciendo que la ley prohibía que los magistrados propusieran o que el consejo aprobase cualquier resolución contraria a la alianza ya existente con Filipo. Así, también aquel día se gastó en discusiones. Ya solo quedaba un día para las sesiones reglamentarias del consejo, pues la ley exigía que sus decretos se promulgaran al tercer día. Conforme se acercaba el momento, se exaltaron tanto los ánimos que poco faltó para que los padres no les pusieran las manos encima a sus hijos. Pisias, un delegado de Palene, tenía un hijo llamado Memnón, damiurgo, que era uno de los que se oponían a que se presentara y sometiese a votación la resolución. Durante bastante tiempo apeló a su hijo, para que permitiera que los aqueos adoptaran medidas para su común seguridad y para que, por su obstinación, no trajeran la ruina a toda la nación. Cuando vio que su apelación no tenía efecto alguno, juró que ya no lo consideraría un hijo, sino un enemigo, y que le daría muerte con su propia mano. La amenaza surtió efecto y, al siguiente día, Memnón se unió a los que estaban a favor de la resolución. Al estar ahora en mayoría, presentaron la propuesta que resultó claramente aprobada por casi todos los pueblos, indicación evidente de lo que sería la decisión final. Antes de que se aprobara efectivamente, los representantes de Dimas y Megalópolis, y algunos de los de Argos, se levantaron y abandonaron el consejo. Esto no produjo sorpresa o desaprobación, considerando la situación en que quedaban. Los megalopolitanos, después de haber sido expulsados por los lacedemonios de su patria en los días de sus abuelos, habían sido reintegrados en ella por Antígono. Dimas había sido tomada y saqueada por los romanos, con sus habitantes vendidos como esclavos, y Filipo había ordenado que se les rescatase dondequiera que los encontraran, habiéndoles devuelto su libertad y a su ciudad. Los argivos, que creían que los reyes de Macedonia habían surgido de entre ellos, estaban en su mayoría unidos a Filipo por lazos de amistad personal. Por estas razones se retiraron del consejo, al mostrarse este a favor de formalizar una alianza con Roma, siendo considerada su secesión como algo excusable a la vista de las grandes obligaciones contraídas por los servicios que recientemente se les había prestado.
[32.23] Al ser llamados a votar, el resto de los pueblos aqueos se pronunciaron a favor de la inmediata conclusión de una alianza con Atalo y con los rodios. Como una alianza con Roma no podía hacerse sin una resolución del pueblo romano, se retrasó la cuestión hasta que se pudieran enviar allí embajadores. Mientras tanto, se decidió que debían enviarse tres representantes a Lucio Quincio y que todo el ejército aqueo debía ser llevado a Corinto, pues Quincio ya había empezado a atacar la ciudad una vez había tomado Céncreas. Los aqueos fijaron su campamento en dirección a la puerta que conduce a Sición, los romanos al otro lado de la ciudad que mira hacia Céncreas y Atalo llevó su ejército a través del Istmo y atacó la ciudad por el lado de Lequeo [al oeste, al este y al norte, respectivamente.-N. del T.], el puerto que da al otro mar. Al principio, no mostraron mucho ánimo en el ataque, pues tenían esperanzas en las discordias internas entre los habitantes de la ciudad y la guarnición de Filipo. Sin embargo, cuando se vio que todos a una enfrentaban el asalto, los macedonios defendiéndose con tanta energía como si defendieran su tierra natal y los corintios obedeciendo las órdenes de Andróstenes, el general de la guarnición, tan lealmente como si fuese un conciudadano que ellos mismos hubieran puesto al mando por sufragio, los asaltantes pasaron a poner todas sus esperanzas en sus armas y en sus trabajos de asedio. A pesar de las dificultades de la aproximación, se construyeron rampas contra las murallas por todas partes. Por el lado donde operaban los romanos, los arietes habían destruido cierta porción de la muralla y los macedonios llegaron en masa para defender la brecha. Comenzó un furioso combate, siendo fácilmente expulsados los romanos a causa de la abrumadora mayoría de los defensores. Llegaron entonces los aqueos y Atalo en su ayuda, haciendo más igualada la lucha y dejando claro que no tendrían mucha dificultad en obligar a ceder a macedonios y griegos. Había una gran cantidad de desertores italianos, en parte provenientes de aquellos del ejército de Aníbal que habían entrado al servicio de Filipo para escapar al castigo por parte de los romanos, y en parte marineros que habían dejado la flota ante la perspectiva de un servicio militar más honroso [en el sentido de lucrativo o provechoso.-N. del T.]. Estos hombres, temiendo por sus vidas en caso de que vencieran los romanos, se encendieron más de locura que de valor. En la parte que da a Sición se encuentra el promontorio de Juno, de Acrea según la llaman ellos, que se adentra en el mar; la distancia desde Corinto es de unas siete millas [10360 metros.-N. del T.]. En ese momento, Filocles, uno de los prefectos del rey, llevó una fuerza de mil quinientos hombres a través de la Beocia. Las embarcaciones de Corinto estaban en disposición de llevar este destacamento a Lequeo. Atalo aconsejó que se levantara inmediatamente el sitio y que se quemaran las obras de asedio, pero el comandante romano demostró mayor resolución y quería persistir en su intento. Sin embargo, cuando vio a las tropas de Filipo firmemente apostadas delante de todas las puertas y se dio cuenta de que sería difícil enfrentar sus ataques en caso de que efectuaran salidas, concordó con la opinión de Atalo. Así pues, se abandonó la operación y se envió de vuelta a casa a los aqueos. El resto de las tropas reembarcaron; Atalo navegó hacia el Pireo y los romanos hacia Corfú.
[32.24] Estando ocupadas de esta manera las fuerzas navales, el cónsul acampó ante Elatea, en la Fócida. Comenzó invitando a los dirigentes de la ciudad a una conferencia y trató de inducirlos a que se rindieran, pero estos le dijeron que aquello no estaba en su mano, al ser las fuerzas del rey más fuertes y numerosas que los habitantes de la ciudad. Ante esto, procedió a atacar la ciudad por todas partes con armas y artillería de asedio. Tras haber acercado los arietes, cayó con un terrorífico estrépito una porción de la muralla entre dos torres, dejando expuesta la ciudad. De inmediato avanzó una cohorte romana por la abertura así provocada, y los defensores dejaron sus puestos y se dirigieron a la carrera, desde todas partes de la ciudad, hacia el lugar amenazado. Mientras unos romanos estaban trepando sobre las ruinas de la muralla, otros situaban sus escalas de asalto contra los muros que aún estaban en pie; estando la atención de los defensores desviada hacia otro lugar, las murallas fueron coronadas con éxito y los asaltantes descendieron a la ciudad. El ruido del tumulto aterrorizó de tal modo al enemigo que abandonaron la plaza que tan vigorosamente habían estado defendiendo y huyeron todos a la ciudadela, seguidos por una multitud de no combatientes. Habiéndose apoderado así de la ciudad, el cónsul la entregó al saqueo. A continuación, envió un mensaje a los de la ciudadela, prometiendo respetar la vida de las tropas de Filipo si entregaban las armas y también restaurar a los elatenses su libertad. Una vez dadas las necesarias garantías, se hizo con la ciudadela unos días después.
[32,25] La aparición de Filocles en Acaya no solo levantó el sitio de Corinto, sino que provocó la pérdida de Argos, que fue traicionada por los dirigentes de la ciudad actuando con pleno consentimiento de la población. Era costumbre entre ellos que los pretores pronunciasen, para iniciar las celebraciones y como presagio de buena fortuna, los nombres de Júpiter, Apolo y Hércules, habiéndose promulgado una ley para que se añadiera el nombre del rey Filipo. Después que se hubo establecido la alianza con Roma, el pregonero no añadió su nombre, estallando el pueblo en airados murmullos y escuchándose pronto gritos añadiendo el nombre de Filipo y exigiendo los honores que por derecho le correspondían, hasta que finalmente se pronunció su nombre entre tremendos vítores. En respuesta a esta prueba de su popularidad, los partidarios de Filipo invitaron a Filocles que, durante la noche, se apoderó de una colina que dominaba la ciudad; la fortaleza se llamaba Larisa. Situando allí una guarnición, bajó en orden de batalla hasta el foro, que estaba al pie de la colina. Allí se encontró con una formación de tropas establecidas para enfrentarse a su avance. Era una fuerza aquea, que había sido llevada recientemente a la ciudad, consistente en quinientos hombres escogidos de entre todas las ciudades bajo el mando de Enesidemo de Dimas. El prefecto del rey les envió un parlamentario pidiéndoles que abandonasen el lugar pues, no siendo enemigos suficientes para enfrentarse a los ciudadanos que apoyaban a los macedonios, aún menos lo serían contra los mismos macedonios a los que ni los romanos pudieron resistir en Corinto. Al principio, su advertencia no hizo ninguna impresión, ni en el comandante ni en sus hombres, pero cuando vieron de pronto, tras de sí, un gran grupo de argivos armados que marchaban contra ellos por el otro lado, comprendieron que su destino estaba sellado, si su jefe hubiera persistido en la defensa de la plaza por la que, evidentemente, estaban dispuestos a luchar hasta la muerte. Enesidemo, sin embargo, no quiso que la flor de los soldados aqueos se perdiera junto con la ciudad y llegó a un entendimiento con Filocles para que se les permitiera salir. Él mismo, sin embargo, permaneció bajo las armas en el lugar donde había hecho alto, junto con algunos de sus seguidores [«clientibus», de sus clientes, dice literalmente el texto latino.-N. del T.]. Filocles envió a preguntarle cuál era su intención; sin dar un paso y sujetando su escudo frente a él, le contestó que moriría combatiendo en defensa de la ciudad que se le había confiado. El prefecto, entonces, ordenó a los tracios que arrojaran una lluvia de proyectiles sobre ellos, muriendo todo el grupo. Por lo tanto, incluso después de haberse establecido la alianza entre los aqueos y los romanos, dos de las más importantes ciudades, Argos y Corinto, estaban en manos del rey. Tales fueron las operaciones de las fuerzas navales y militares de Roma, durante este verano, en Grecia.
[32.26] El cónsul Sexto Elio, a pesar de tener dos ejércitos en la provincia, no llevó a cabo nada de importancia en la Galia. Conservó el que había mandado Lucio Cornelio, y que debía haber sido licenciado, situando a Cayo Helvio a su mando; al otro ejército lo llevo consigo a la provincia. Casi la totalidad de su año de mandato se gastó en obligar a los antiguos habitantes de Cremona y Plasencia a que regresaran a sus hogares, de donde habían sido alejados por los accidentes de la guerra. Mientras que las cosas estuvieron inesperadamente tranquilas este año en la Galia, los alrededores de la Ciudad estuvieron a punto de convertirse en el escenario de un levantamiento de esclavos. Los rehenes cartagineses estaban bajo custodia en Sezze [la antigua Setia.-N. del T.]. Como hijos de la nobleza, estaban atendidos por una gran cantidad de esclavos, cuyo número había aumentado con muchos que los propios setinos habían comprando de entre los prisioneros capturados en la reciente guerra en África. Prepararon una conspiración y mandaron a algunos de sus miembros a convencer a los esclavos del territorio alrededor de Sezze y, después, a los territorios de Norba y Cercei. Estando sus preparativos ya lo bastante adelantados, se dispusieron a aprovechar la oportunidad que les ofrecerían los Juegos que dentro de poco se iban a celebrar en Sezze y atacar al pueblo mientras su atención se concentraba en el espectáculo. Luego, entre el alboroto y el derramamiento de sangre, los esclavos se apoderarían de Sezze y, a continuación, se asegurarían Norba y Cercei.
La información de este asunto monstruoso fue llevada a Roma y sometida a Lucio Cornelio Léntulo, el pretor urbano [se confunde aquí Livio, pues en el cap. 7 ha dicho que el pretor de aquel año era Lucio Cornelio Mérula.-N. del T.]. Dos esclavos llegaron a él antes del amanecer, dándole cumplida cuenta de cuanto se había hecho y de lo que se contemplaba hacer. Tras dar órdenes para que quedasen detenidos en su casa, convocó al Senado y le comunicó las noticias que habían traído los informantes. Se le ordenó que empezase de inmediato una investigación y aplastase la conspiración. Acompañado por cinco legados, obligó a cuantos encontró por los campos a prestar el juramento militar, armarse y seguirle. Mediante esta leva informal, reunió una fuerza armada de unos dos mil hombres con los que llegó a Sezze, todos ellos completamente ignorantes de su destino. Una vez allí, se apoderó rápidamente de los cabecillas y esto provocó una huida general de los esclavos de la ciudad. Se enviaron partidas por los campos para darles caza <…> [existe un hueco en el texto; seguimos la nota de José Antonio Villar Vidal que, en la edición de Gredos citada en la «Nota del Traductor», cita la propuesta de MacDonald: «en busca de los fugitivos…, el propio pretor llevó la investigación… llevó al suplicio a cerca de dos mil hombres».-N. del T.] Resultó muy valiosa la información proporcionada por los dos esclavos y por un hombre libre. Para este último, el Senado ordenó una gratificación de cien mil ases; para cada uno de los esclavos concedió cinco mil ases y su libertad, compensándose a los propietarios del erario público. Poco después llegaron noticias de que algunos esclavos, los restos de aquella conspiración, tenían la intención de apoderarse de Palestrina [la antigua Preneste.-N. del T.]. Lucio Cornelio marchó allí y castigó a unos dos mil que habían estado involucrados en la conjura. Los ciudadanos temían que los responsables y principales impulsores del asunto hubieran sido los rehenes y prisioneros cartagineses. Por consiguiente, se dispuso una estricta vigilancia en los barrios de Roma, se dispuso que los magistrados menores inspeccionaran los puestos de vigilancia y que los triunviros de la cárcel de las «lautumias» estrecharan la vigilancia. También dio órdenes el pretor a las comunidades latinas para que los rehenes se mantuvieran en privado y que no se les dejase aparecer en público; los prisioneros debían ser esposados con grilletes de no menos de diez libras de peso [3,27 kilos.-N. del T.] y no quedar confinados sino en cárceles del Estado.
[32,27] Aquel año, una delegación del rey Atalo depositó en el Capitolio una corona de oro que pesaba 246 libras [80,442 kilos.-N. del T.]. También presentaron su agradecimiento al Senado por la intervención de los enviados romanos, pues gracias a ellos Antíoco había retirado su ejército de los territorios de Atalo. En el transcurso del verano, Masinisa envió al ejército en Grecia doscientos jinetes, diez elefantes y doscientos mil modios de trigo [1400 Tn. de trigo.-N. del T.]. Además, desde Sicilia y Cerdeña se envió al ejército gran cantidad de provisiones y vestuario. Marco Marcelo se encargó de la administración de Sicilia y Marco Porcio Catón de la de Cerdeña. Este último era un hombre de vida íntegra y honesta, pero considerado demasiado severo en su represión de la usura. Los prestamistas fueron desterrados de la isla, recortándose o aboliéndose totalmente las sumas que los aliados regalaban para el agasajo de los pretores. El cónsul Sexto Elio volvió de la Galia para llevar a cabo las elecciones; Cayo Cornelio Cétego y Quinto Minucio Rufo fueron los nuevos cónsules. Dos días más tarde siguió la elección de los pretores. Como consecuencia del aumento en las provincias y la extensión del dominio de Roma, este año se eligieron por primera vez seis pretores, a saber, Lucio Manlio Volso, Cayo Sempronio Tuditano, Marco Sergio Silo, Marco Helvio, Marco Minucio Rufo y Lucio Atilio. De ellos, Sempronio y Helvio eran ediles plebeyos; resultaron electos ediles curules Quinto Minucio Termo y Tiberio Sempronio Longo. Los Juegos Romanos se celebraron cuatro veces durante el año.
[32.28] -197 a.C.- El primer asunto que trataron los cónsules fue el reparto de las provincias, tanto a los pretores como a los cónsules. Se empezó con las de los pretores, pues se podían asignar por sorteo. La pretura urbana tocó a Sergio, la peregrina a Minucio, Cerdeña fue para Atilio, Sicilia para Manlio, la Hispania Citerior fue para Sempronio y la Ulterior fue para Helvio [la Hispania Citerior, o «de acá», era la parte de la península Ibérica al norte del Ebro; la Ulterior, o «de allá», es la que está al sur del Ebro. Los romanos, en general, empleaban los términos citerior y ulterior siempre respecto a Roma.-N. del T.]. Cuando los cónsules se disponían a sortear entre sí Italia y Macedonia, dos de los tribunos de la plebe, Lucio Opio y Quinto Fulvio, se opusieron a ello. Macedonia, objetaron, era una provincia lejana y, hasta aquel momento, nada se había opuesto más a una victoria en la guerra que el hecho de que apenas hubieran comenzado las operaciones ya se estaba llamando al anterior cónsul, justo cuando estaba la campaña en pleno desarrollo. Este era ya el cuarto año desde que se había declarado la guerra a Macedonia: Sempronio había pasado la mayor parte del año para tratando de dar con el rey y su ejército; Vilio había llegado a contactar con el enemigo, pero fue llamado antes de librarse cualquier acción decisiva; Quincio había sido retenido en Roma durante la mayor parte del año por asuntos relacionados con la religión; pero, de haber llegado antes a su provincia o de haberse retrasado el inicio del invierno, su dirección de las operaciones mostraba que podía haber dado fin a la guerra. Ahora casi estaba ya en sus cuarteles de invierno, pero se decía que estaba preparando la guerra de tal forma que, si no se lo impedía su sucesor, podría darle término al siguiente verano. Mediante estos argumentos, consiguieron que los cónsules se comprometieran a aceptar la decisión del Senado si los tribunos también lo hacían. Como ambas partes dejaron al Senado libertad de acción, se emitió un decreto para que Italia fuera administrada por ambos cónsules y que Tito Quincio viera confirmado su mando hasta el momento en que el Senado designara a su sucesor. A cada uno de los cónsules se les asignarían dos legiones; con ellas deberían dirigir la guerra contra los galos cisalpinos, que se habían rebelado contra Roma. También se votaron refuerzos para que Quincio los empleara contra Macedonia, totalizando seis mil infantes y trescientos jinetes, además de tres mil marinos aliados. Lucio Quincio Flaminio conservó su puesto al mando de la flota. Cada uno de los pretores que iban a operar en Hispania recibió ocho mil infantes proporcionados por los latinos y los aliados, y cuatrocientos jinetes; estos debían sustituir al antiguo ejército, que debía ser enviado a casa. Debían también concretar los límites de las dos provincias hispanas, la Citerior y la Ulterior. Publio Sulpicio y Publio Vilio, que anteriormente habían estado en Macedonia como cónsules, fueron destinados allí como generales.
[32.29] Antes de que los cónsules y los pretores partieran paras sus respectivas provincias, se tomaron medidas para expiar varios portentos que se habían anunciado. Los templos de Vulcano y Sumano [Sumano pudiera tratarse de una primitiva denominación de Júpiter.-N. del T.] en Roma, y una de las puertas con una porción de la muralla de Fregenas, fueron alcanzados por un rayo; en Éfula nació un cordero con cinco pies y dos cabezas; en Formia entraron dos lobos y mutilaron a varias personas que se cruzaron en su camino; en Roma entró un lobo que incluso llegó hasta el Capitolio. Cayo Atinio, uno de los tribunos de la plebe, presentó una propuesta para la fundación de cinco colonias en la costa: dos en la desembocadura de los ríos Volturno y Literno, una en Pozzuoli, una en el Castro Salerno y, finalmente, otra en Buxento [Castro Salerno es la actual Salerno y Buxento estaba próxima a la actual Policastro.-N. del T.]. Se decidió que cada colonia consistiría en trescientas familias, nombrándose triunviros para supervisar el asentamiento. Estos desempeñarían sus cargos durante tres años. Fueron designados Marco Servilio Gémino, Quinto Minucio Termo y Tiberio Sempronio Longo. Cuando hubieron alistado las fuerzas requeridas y terminado todos los asuntos, tanto divinos como humanos, ambos cónsules partieron para la Galia. Cornelio tomó el camino que iba directo hacia tierras de los ínsubros, que estaban en armas junto a los cenomanos; Quinto Minucio torció hacia la parte izquierda de Italia, en dirección al Adriático [«al mar inferior», según la traducción directa del original latino.-N. del T.], y llegando con su ejército a Génova empezó sus operaciones contra los ligures. Se rindieron dos ciudades fortificadas, Casteggio [el Adriático es llamado, en el original latino, «mar inferior»; Casteggio es la antigua Clastidio.-N. del T.] y Litubio, ambas pertenecientes a los ligures, y dos comunidades de ese mismo pueblo, los celeyates y los cerdiciates. Todas las tribus del este lado del Po habían quedado ya reducidas, a excepción de los boyos, en la Galia, y los ilvates, en la Liguria. Se dijo que se habían rendido quince ciudades fortificadas y veinte mil hombres.
[32.30] Desde aquí, llevó sus legiones al país de los boyos, cuyo ejército, no mucho antes, había cruzado el Po. Habían oído que los cónsules tenían intención de atacarles con sus legiones unidas, y con el propósito de consolidar ellos también sus propias fuerzas mediante su unión, habían establecido una alianza con ínsubros y cenomanos. Cuando les llegó noticia de que uno de los cónsules estaba incendiando los campos de los boyos, surgió una diferencia de opinión; los boyos exigían que todos debían apoyar a quienes sufrían la mayor presión, mientras que los ínsubros declararon que no dejarían indefenso su propio país. Así pues, dividieron sus fuerzas; los boyos marcharon a proteger su país y los ínsubros y cenomanos tomaron posiciones a orillas del Mincio. En el mismo río, dos millas más abajo, fijó Cornelio su campamento [a 2960 metros.-N. del T.]. Desde allí envío emisarios a las aldeas de los cenomanos y a Brixia, su capital, enterándose con certeza de que su juventud estaba en armas sin la sanción de sus mayores y que su consejo nacional tampoco había autorizado que se prestase ayuda alguna a la revuelta de los ínsubros. Al saber de esto, invitó a sus jefes a una conferencia y trató de inducirlos a romper con los ínsubros, regresando a sus hogares o pasándose a los romanos. No fue capaz de obtener su consentimiento a la última propuesta, pero le dieron garantías de que no tomarían parte en los combates, a menos que surgiera la ocasión, en cuyo caso sería para ayudar a los romanos. Los ínsubros fueron mantenidos en la ignorancia de este pacto, pero sospecharon algo sobre a las intenciones de sus aliados y, al formar sus líneas, no se arriesgaron a confiarles una posición en ningún ala, no fuera a ser que abandonasen su posición traicioneramente y llevaran a todo el ejército a un desastre. Por lo tanto, fueron situados en la retaguardia, como reserva. Al comienzo de la batalla, el cónsul prometió un templo a Juno Sospita en caso de que el enemigo fuera derrotado ese día y los soldados, con sus gritos, aseguraron a su jefe que ellos harían que pudiera cumplir su promesa. A continuación cargaron, no resistiendo los ínsubros el primer choque. Algunos autores dicen que los cenomanos los atacaron desde atrás cuando la batalla estaba en marcha y que el doble ataque los arrojó en un completo desorden. Murieron treinta y cinco mil hombres y se hizo prisioneros a cinco mil doscientos, incluyendo al general cartaginés Amílcar, el principal instigador de la guerra; también se capturaron ciento treinta estandartes y numerosas carretas. Aquellos de entre los galos que habían seguido a los ínsubros en su rebelión se rindieron a los romanos.
[32.31] El cónsul Minucio había llevado sus expediciones de saqueo por todo el país de los boyos, pero cuando se enteró de que habían abandonado a los ínsubros y vuelto para defender su país, se mantuvo dentro de su campamento, pensando que se enfrentaría a ellos en una batalla campal. Los boyos no habrían declinado presentar batalla si la noticia de la derrota de los ínsubros no hubiera quebrado su ánimo. Abandonaron a su jefe y su campamento, dispersándose por sus poblados y disponiéndose cada hombre a defender su propiedad. Esto provocó que su antagonista cambiara sus planes pues, al no existir ya esperanza alguna de forzar la terminación de la guerra en una sola acción, el cónsul reanudó los saqueos de sus campos y el incendio de sus aldeas y granjas. Fue por entonces cuando resultó incendiada Casteggio. Los ligustinos ilvates eran, ahora, la única tribu ligur que no se había sometido, por lo que condujo las legiones contra ellos. Sin embargo, también ellos se rindieron al enterarse de la derrota de los ínsubros y de que, además, los boyos estaban tan desanimados que no se aventurarían a un enfrentamiento. Las cartas de los dos cónsules, anunciando sus victorias, llegaron a Roma al mismo tiempo. El pretor urbano, Marco Sergio, las leyó en el Senado y fue autorizado por ese Cuerpo a leerlas a la Asamblea. Se ordenaron cuatro días de acción de gracias.
[32.32] El invierno ya había llegado y Tito Quincio, después de la captura de Elatea, había acuartelado a sus tropas en la Fócida y en la Lócride. Surgieron disputas políticas en Opunte [da aquí Livio un pequeño salto hacia atrás y nos sitúa a finales del 198 a.C., comienzos del 197a.C.; …aunque para ellos sería «nuestro» 198 a.C. hasta el 15 de marzo. En cuanto a Opunte, pudiera corresponder a la moderna Talanda o más probablemente a Kardhenítza.-N. del T.]; un partido llamó en su ayuda a los etolios, que estaban más cerca, y el otro llamó a los romanos. Los etolios fueron los primeros en llegar, pero el otro partido, más rico e influyente, les negó la entrada y, después de enviar un mensaje al general romano, conservó la ciudad a la espera de su llegada. La ciudadela estaba guarnecida por tropas de Filipo y ni las amenazas de los opuntios ni el tono autoritario del jefe romano sirvieron para que la abandonaran. El lugar habría sido atacado de inmediato, de no haber llegado un heraldo del rey pidiendo que designaran lugar y momento para una entrevista. Tras una considerable vacilación, se le concedió su petición. La resistencia de Quincio no se debía a que no deseara ganar la gloria de dar fin a la guerra por las armas y por las conversaciones, pues aún no sabía nada acerca de que ninguno de los nuevos cónsules iría a relevarle, ni de que iba a seguir con su mando, decisión que había encargado a sus amigos y familiares que hicieran cuanto pudieran por asegurar. Pensó, sin embargo, que una conferencia serviría a su propósito y le dejaría en libertad de mostrarse favorable a la guerra, si seguía al mando, o a la paz, si tenía que partir.
Eligieron un lugar en la costa del golfo Malíaco, cerca de Nicea. El rey se dirigió allí desde Demetrias, en un buque de guerra escoltado por cinco lembos. Estaba acompañado por dos magnates de Macedonia y también por un distinguido exiliado etolio llamado Ciclíadas. Con el comandante romano estaba el rey Aminandro, Dionisodoro, embajador de Atalo, Acesímbroto, prefecto de la flota rodia, Feneas, jefe de los etolios y dos aqueos, Jenofonte y Aristeno. Rodeado por este grupo de notables, el general romano avanzó hasta el borde de la playa y, al avanzar el rey hacia la proa de su nave, que estaba anclada, le llamó: «Si vienes a la orilla, ambos podremos hablar y escuchar al otro con más comodidad». El rey se negó a ello, por lo que Quincio le preguntó: «¿De qué tienes miedo?». En un tono de real orgullo, Filipo contestó: «No temo a nadie, excepto a los dioses inmortales; pero no confío en los que te rodean, y menos aún en los etolios». «Ese», respondió Quincio, «es un peligro al que están igualmente expuestos todos los que acuden a conferenciar con el enemigo, esto es, que no exista buena fe». «Así es, Tito Quincio -fue la respuesta de Filipo-, pero las recompensas de la traición, si bien se piensa, no son las mismas para ambas partes; Filipo y Feneas no tienen el mismo valor. A los etolios no les resultaría tan difícil sustituirlo por otro magistrado, como a los macedonios reemplazar a su rey».
[32.33] Después de esto no se habló más. El comandante romano consideraba que lo correcto era que empezase la conversación aquel que había solicitado la conferencia; el rey pensaba que la discusión debían abrirla los hombres que daba los términos de paz, no el que los recibía. Entonces, el Romano señaló que lo que tenía que decir era muy simple y directo; se limitaría a exponer las condiciones sin las cuales la paz sería imposible. «El rey debe retirar sus guarniciones de todas las ciudades en Grecia; deberá devolver los prisioneros y desertores a los aliados de Roma; aquellas plazas en Iliria que había capturado tras la conclusión de la paz en el Epiro, serían devueltas a Roma; las ciudades de las que se había apoderado por la fuerza, tras la muerte de Tolomeo Filópator, serían devueltas a Tolomeo, el rey de Egipto. Estas -dijo- son mis condiciones y las del pueblo de Roma; pero es justo y apropiado que también sean escuchadas las demandas de nuestros aliados». El representante del rey Atalo exigió la devolución de las naves y los prisioneros que se habían tomado en la batalla naval de Quíos, así como la restauración a su estado anterior del Niceforio y del Templo de Venus, que el rey había saqueado y devastado. Los rodios exigieron la cesión de la Perea, un territorio del continente frente a su isla y que anteriormente estaba bajo su dominio, insistiendo en la retirada de las guarniciones de Filipo de Jasos, Bargilias y Euromo, así como de Sesto y Abidos en el Helesponto; la devolución de Perinto a los bizantinos, junto con el restablecimiento de sus viejas relaciones políticas y la libertad de todos los mercados y puertos de Asia. Los aqueos exigieron la devolución de Corinto y Argos. Feneas, pretor de los etolios, exigió, casi en los mismos términos que los romanos, la evacuación de Grecia y la devolución de las ciudades que anteriormente habían estado bajo dominio de los etolios.
Le siguió uno de los notables etolios, llamado Alejandro, considerado entre los etolios un hombre elocuente. Había permanecido largamente en silencio, dijo, no porque pensara que la conferencia llevaría a algún resultado, sino simplemente porque no quería interrumpir a ninguno de los oradores que representaban a sus aliados. Filipo -continuó- no era sincero al discutir los términos de paz, ni había demostrado un auténtico valor en la forma en que había dirigido la guerra. En las negociaciones se mostraba engañoso y acechante, en la guerra no se enfrentaba a su enemigo en terreno abierto ni combatía en batalla campal. Se mantenía fuera del camino de su adversario, saqueaba e incendiaba sus ciudades y, cuando vencía, destruía lo que debería ser el premio de los vencedores. Los antiguos reyes de Macedonia no se comportaron de esta manera; confiaban en sus formaciones de combate y, en la medida de lo posible, salvaron a las ciudades para que su imperio pudiera resultar aún más opulento. ¿Qué clase de política era aquella de destruir las mismas cosas por las que combatía, sin dejar nada para sí excepto la misma guerra? El año anterior Filipo arrasó más ciudades en Tesalia, pese a que pertenecían a sus aliados, que cualquier enemigo que Tesalia hubiese tenido antes. Incluso a nosotros, los etolios, nos ha tomado más ciudades, desde que se convirtió en nuestro aliado, de las que nos tomó cuando era nuestro enemigo. Se apoderó de Lisimaquia después de expulsar a la guarnición etolia y a su comandante; de la misma manera destruyó por completo Cíos, miembro de nuestra liga. Mediante una traición similar es ahora dueño de Tebas, Ptía, Equino, Larisa y Farsala.
[32,34] Alterado por el discurso de Alejandro, Filipo trasladó su barco más cerca de la orilla con el fin de que le oyeran mejor y comenzó un discurso dirigido principalmente contra los etolios. Fue, sin embargo, interrumpió al principio con vehemencia por Feneas, que exclamó: «No están las cosas para ser resueltas con palabras. O vences en la guerra o debes obedecer a quienes son mejores que tú». «Eso -respondió Filipo- es evidente hasta para un ciego» -lo que era una alusión burlona a un defecto en la vista de Feneas- Filipo era, por naturaleza, más dado a la ironía de lo que convenía a un rey, no pudiendo contener su humor ni siquiera en medio de los más graves asuntos. Pasó luego a expresar su indignación porque los etolios le ordenaran evacuar Grecia, como si fueran romanos, cuando no podrían decir cuáles eran las fronteras de Grecia. Incluso dentro de la misma Etolia, los egreos, los apódotos y los anfílocos, que constituían una parte considerable de su población, no estaban incluidos en Grecia. «¿Es que tienen -continuó- algún derecho a quejarse porque no haya respetado a sus aliados, cuando ellos mismos practican su antigua costumbre, como si fuese una obligación legal, de permitir a sus jóvenes que tomen las armas contra sus propios aliados con la excusa de que no lo autoriza su gobierno? Y así, muy a menudo sucede que ejércitos enemigos tienen en ambos lados contingentes procedentes de Etolia. En cuanto a Cíos, no fui yo realmente quien la asaltó, aunque ayudé a Prusias, mi aliado y amigo, en su ataque contra aquella plaza. Tomé Lisimaquia a los tracios, pero como tenía que poner toda atención en esta guerra no pude conservarla y aún la mantienen los tracios».
«Todo esto, en cuanto a los etolios. Respecto a Atalo y Rodas, en estricta justicia nada les debo, pues no empecé yo la guerra, sino ellos. Sin embargo, en honor de los romanos, devolveré Perea a los rodios y las naves a Atalo, con todos los prisioneros que se puedan encontrar. En lo tocante a la restauración del Niceforio y del templo de Venus, ¿qué respuesta puedo dar a esta demanda, aparte de declarar que asumiré el cuidado y los gastos de la replantación, que es la única manera de devolver los bosques y arboledas taladas? Son tales demandas las que gustan de concederse los reyes unos a otros». Terminó su discurso respondiendo a los aqueos. Después de enumerar los servicios prestados a esa nación, en primer lugar por Antígono y luego por él mismo, ordenó que se leyeran los decretos que habían aprobado en su favor, derramando sobre él todos los honores humanos y divinos, comparándolos luego con el único que habían aprobado últimamente y en el que decidían romper con él. Reprochándoles amargamente por su infidelidad, se comprometió no obstante a devolverles Argos. La situación de Corinto la discutiría con el general romano, preguntándole al mismo tiempo si consideraba justo que tuviese que renunciar a toda pretensión sobre las ciudades que había capturado y mantenido por derecho de guerra, e incluso a las que había heredado de sus antepasados.
[32,35] Los aqueos y los etolios se disponían a replicar pero, como ya casi se estaba poniendo el sol, se suspendió la conferencia hasta la mañana siguiente. Filipo regresó a su fondeadero y los romanos y sus aliados a sus campamentos. Se había establecido Nicea como lugar para la próxima reunión y Quincio llegó puntualmente al día siguiente, pero Filipo no aparecía por ninguna parte ni llegó en varias horas ningún mensajero suyo. Por fin, cuando ya habían abandonado toda esperanza de que viniera, aparecieron repentinamente sus barcos. Explicó que había pasado todo el día considerando las exigencias tan duras y humillantes que se le habían hecho, sin saber qué decidir. Lo que todos pensaron fue que había demorado deliberadamente su aparición hasta el final del día, para que los aqueos y los etolios no pudieran dar sus réplicas. Esta sospecha se confirmó cuando pidió que, con el fin de evitar perder el tiempo con recriminaciones y llegar a una conclusión final, los demás se retirasen y que el general romano y él conferenciasen juntos. Al principio se pusieron objeciones a esto, pues parecería como si se excluyera de la conferencia a los aliados; pero como insistiera en su demanda, acordaron entre todos que el resto se retiraría y el general romano, acompañado por Apio Claudio, un tribuno militar, se adelantaría a la orilla de la playa mientras el rey, con dos de su séquito, se llegaba a tierra. Allí conversaron durante algún tiempo en privado. No se sabe qué contó Filipo a su pueblo sobre la entrevista, pero lo que Quincio declaró a los aliados fue que Filipo estaba dispuesto a ceder a los romanos toda la costa iliria y entregar a los refugiados y cuantos prisioneros pudiera tener, a devolver a Atalo sus naves y sus tripulaciones capturadas; a devolver a los rodios la región que llamaban Perea, pero que no evacuaría Jasos ni Bargilias; a los etolios devolvería Farsala y Larisa, pero no Tebas; a los aqueos cedería no solo Argos, sino también Corinto. Ninguna de las partes interesadas se mostró satisfecha con estas propuestas, porque decían que perdían más de lo que ganaban y, a menos que Filipo retirase sus guarniciones de toda Grecia, nunca faltarían motivos de disputa.
[32,36] Todos los miembros del consejo se manifestaron y protestaron ruidosamente, y aquellos gritos llegaron hasta Filipo, que se encontraba a cierta distancia. Pidió a Quincio que pospusiera el asunto hasta el día siguiente; con seguridad, o le convencía o era convencido. Se estableció la costa próxima a Tronio para la conferencia, reuniéndose allí a una hora más temprana. Filipo comenzó instando a Quincio y a todos los presentes para que no siguieran destruyendo todas las esperanzas de paz. A continuación, pidió tiempo para que pudiera enviar embajadores al Senado romano, fuera que lograra conseguir la paz en los términos que él proponía o aceptar cualesquiera condiciones ofreciera el Senado. Esta sugerencia se encontró con el rechazo de todos, que dijeron que su único objetivo era ganar tiempo para reunir sus fuerzas. Quincio observó que esto habría podido ser cierto de ser verano y una estación apropiada para una campaña, pero ahora que se acercaba el invierno nada se perdería dándole tiempo bastante para enviar sus embajadores. Ningún acuerdo al que él pudiera llegar con el rey sería válido sin la ratificación del Senado y, ya que el invierno pondría fin necesariamente a las operaciones militares, sería posible ver qué condiciones de paz aprobaba el Senado. El resto de los negociadores coincidió con este punto de vista y se acordó un armisticio de dos meses. Los diferentes Estados decidieron enviar cada uno un embajador para exponer los hechos ante el Senado, de manera que no pudiera ser engañado por falsas declaraciones de los de Filipo. Asimismo, se acordó que, antes de que entrase en vigor el armisticio, se debían retirar de la Fócida y la Lócride las guarniciones del rey. Para dar mayor importancia a la misión, Quincio envió con ellos a Aminandro, rey de los atamanes, a Quinto Fabio, hijo de una hermana de su mujer, a Quinto Fulvio y a Apio Claudio.
[32,37] A su llegada a Roma, los delegados de los aliados fueron recibidos en audiencia antes que los de Filipo. Su discurso ante el Senado estuvo compuesto, principalmente, por ataques personales contra el rey, aunque lo que más influyó en el Senado fue su descripción de aquella parte del mundo y la distribución del mar y la tierra. De tal descripción quedó bien claro que, mientras Filipo conservara Demetrias, en la Tesalia, Calcis en Eubea y Corinto en Acaya, Grecia no podría ser libre; el mismo Filipo, con tanta verdad como insolencia, las llamaba «los grilletes de Grecia». Los enviados del rey fueron presentados después; ya habían comenzado un discurso un tanto largo cuando se les interrumpió con una pregunta directa: «¿Está dispuesto a abandonar las tres ciudades?». Ellos respondieron que sus órdenes no lo mencionaban. Ante esto, se les despidió y se rompieron las negociaciones, quedando la paz o la guerra enteramente a juicio de Quincio. Como era evidente que el Senado no se oponía a la guerra, y como el propio Quincio ansiaba más la victoria que la paz, rechazó este cualquier otra entrevista con Filipo y dijo que no admitiría más enviados suyos a menos que llegaran para anunciar que se retiraba completamente de Grecia.
[32.38] Cuando Filipo vio que las cosas se decidirían en el campo de batalla, llamó a sus fuerzas de todas partes. Su principal inquietud eran las ciudades de Acaya, que estaban tan lejanas, temiendo menos por Argos que por Corinto. Pensó que la mejor opción sería ponerla a cargo de Nabis, el tirano de Lacedemonia, como una especie de depósito que le devolvería en caso de victoria o que seguiría bajo dominio del tirano en caso de derrota. Escribió a Filocles, que era el gobernador de Corinto y Argos, pidiéndole que tratara la cuestión, personalmente, con Nabis. Filocles llevó un regalo con él y, como prenda de la futura amistad entre el rey y el tirano, informó a Nabis de que Filipo deseaba formalizar una alianza matrimonial entre sus hijas y los hijos de Nabis. Al principio, el tirano se negó a aceptar la ciudad a menos que los mismos argivos, mediante un decreto formal, lo llamaran en su ayuda. Sin embargo, cuando se enteró de que en una reunión multitudinaria de su Asamblea los argivos despreciaron y execraron su nombre, consideró que ya tenía justificación suficiente para saquearles y comunicó a Filocles que le podía entregar la ciudad cuando quisiera. El tirano fue admitido en la plaza durante la noche, sin levantar sospechas; al amanecer, todas las posiciones dominantes estaban ocupadas y las puertas cerradas. Algunos de los principales ciudadanos habían escapado al principio del tumulto y se incautaron de sus propiedades; los que aún permanecían en ellas vieron tomado todo su oro y su plata, imponiéndoseles multas muy severas. Los que pagaron pronto fueron expulsados sin insultos ni injurias, los que eran sospechosos de ocultar o conservar cualquier cosa fueron azotados y torturados como esclavos. Se convocó luego una reunión de la Asamblea en la que promulgó dos medidas: una para cancelar las deudas y otra para dividir la tierra; las dos antorchas con las que los revolucionarios inflaman a la plebe contra la aristocracia.
[32.39] Una vez estuvo la ciudad de los argivos en su poder, el tirano ya no se preocupó más por el hombre que se la había entregado ni por las condiciones en que la había aceptado. Envió emisarios a Quincio, en Elatea, y Atalo, que invernaba en Egina, para informarles de que Argos estaba en su poder. Debían también comunicar a Quincio que, si venía hasta Argos, Nabis estaba seguro de que podrían llegar a un completo acuerdo. La política de Quincio consistía en privar a Filipo de cualquier apoyo, por lo que consintió en visitar a Nabis al tiempo que enviaba un mensaje a Atalo para encontrarse con él en Sición. Justo en este momento llegó su hermano Lucio con diez trirremes desde sus cuarteles de invierno en Corfú, y con estos navegó Quincio desde Antícira a Sición. Atalo ya estaba allí y, cuando se encontraron, le comentó que era el tirano quien debía acudir al comandante romano, no el comandante romano al tirano. Quincio se mostró de acuerdo con él y declinó entrar en Argos. No muy lejos de esa ciudad hay un lugar que se llama Micénica, decidiéndose que se celebrara allí la reunión. Quincio fue con su hermano y unos pocos tribunos militares, Atalo iba con su comitiva regia y Nicóstrato, el pretor de los aqueos, también estuvo presente con unos cuantos auxiliares. Encontraron a Nabis esperándoles con todas sus fuerzas. Marchó hasta casi la mitad del espacio que separaba ambos campamentos, completamente armado y escoltado por un cuerpo de guardias armados; Quincio, desarmado, el rey también sin armas y acompañados por Nicóstrato y uno de sus auxiliares, salieron a su encuentro. Nabis empezó disculpándose por haber venido a la conferencia armado y con escolta, pese a que vio que el rey y el comandante romano estaban desarmados. No tenía miedo de ellos, dijo, sino de los refugiados de Argos. Empezaron luego a discutir los términos en que se podrían establecer relaciones de amistad. Los romanos hicieron dos peticiones: primera, que Nabis debía poner fin a las hostilidades contra los aqueos y, en segundo lugar, que debería proporcionar ayuda contra Filipo. Este se comprometió a proporcionarla; en vez de una paz definitiva, se acordó un armisticio con los aqueos que permanecería en vigor hasta que hubiese terminado la guerra con Filipo.
[32,40] Atalo abrió entonces una discusión sobre la cuestión de Argos, sosteniendo que había sido entregada a traición por Filocles y que ahora era retenida a la fuerza por Nabis. Nabis respondió que había sido invitado por los argivos para acudir en su defensa. Atalo insistió en que se convocara una reunión de la Asamblea de Argos, para que se pudiera comprobar la verdad. El tirano no planteó ninguna objeción a esto, pero cuando el rey dijo que se debían retirar las tropas de la ciudad y que la Asamblea debía quedar en libertad para decidir lo que verdaderamente deseaban los argivos, sin que estuviesen presentes los lacedemonios, Nabis se negó a retirar sus hombres. La discusión no produjo resultado alguno. El tirano proporcionó a los romanos una fuerza de seiscientos cretenses, acordándose un armisticio de cuatro meses entre Nicóstrato, el pretor de los aqueos, y el tirano de los lacedemonios; después de esto se disolvió la conferencia. Desde allí, Quincio se dirigió a Corinto, marchando hasta las puertas con la cohorte cretense para que Filocles, el comandante, pudiera ver que Nabis había roto con Filipo. Filocles mantuvo una entrevista con el general romano, que lo presionó para que se cambiase de bando y entregara la ciudad, dando la impresión en su réplica de que aplazaba, más que rechazaba, la decisión. Desde Corinto, Quincio fue a Antícira y envió a su hermano para conocer la actitud de los acarnanes. Desde Argos, Atalo se dirigió a Sición, que rindió al rey honores aún mayores que los que le había ofrecido anteriormente; él, por su parte, decidió no pasar entre sus aliados y amigos sin dar muestra de su generosidad. Tiempo atrás, les había conseguido, a un costo considerable para él, cierto terreno que fue consagrado a Apolo; ahora les regaló diez talentos de plata y mil medimnos de grano [si Tito Livio emplea aquí el talento romano de 32,3 kilos, el regalo fue de 323 kg. de plata y 41472 kg. de trigo (1 medimno = 51,80 litros x 0’800 gramos/litro para el trigo).-N. del T.]. A continuación volvió a sus naves, en Céncreas. Nabis regresó también a Lacedemonia, tras dejar una fuerte guarnición en Argos. Como él había despojado a los hombres de Argos, ahora envió a su esposa a despojar a las mujeres. Esta invitaba a las damas nobles a su casa, a veces solas y a veces en grupos familiares; de esta manera, mediante halagos y amenazas, consiguió de ellas no solo su oro, sino incluso sus vestidos y todos los artículos femeninos de belleza.