La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro trigésimo
Fin de la Guerra contra Aníbal.
[30,1] Era ya era el decimosexto año de la II Guerra Púnica -203 a.C.-. Los nuevos cónsules, Cneo Servilio y Cayo Servilio, presentaron ante el Senado las cuestiones de política general de la república, la dirección de la guerra y la asignación de provincias. Se resolvió que los cónsules deben llegar a un acuerdo, o en su defecto decidir por sorteo, cuál de ellos debería enfrentarse a Aníbal en el Brucio mientras el otro obtenía como provincia la Etruria y la Liguria. Aquel a quien correspondiera el Brucio se haría cargo del ejército de Publio Sempronio, cuyo mando se extendería un año más como procónsul, y habría de relevar a Publio Licinio, quien debería de regresar a Roma. Licinio no sólo era un buen soldado, sino también, en todos los aspectos, uno de los ciudadanos más destacados de la época; combinaba en sí mismo cuantas cualidades pudieran conceder la naturaleza o la fortuna: era un hombre de excepcional belleza, de extraordinaria fuerza física y se le consideraba uno de los más elocuentes oradores, tanto exponiendo una causa como defendiendo o atacando una medida en el Senado o ante la Asamblea, estando totalmente versado en las leyes sagradas. Su reciente consulado había asentado su reputación como jefe militar. Se adoptaron también disposiciones similares a las del Brucio para Etruria y Liguria; Marco. Cornelio entregaría su ejército al nuevo cónsul y mantendría la provincia de la Galia con las legiones que Lucio Escribonio había mandado el año anterior. A continuación, los cónsules sortearon sus provincias, correspondiéndole el Brucio a Cepión y Etruria a Servilio Gémino. Después se procedió a sortear las provincias de los pretores; Elio Peto obtuvo la pretura urbana, en Publio Léntulo recayó Cerdeña, Sicilia a Publio Vilio y Rímini a Quintilio Varo con las dos legiones que había mandado Espurio Lucrecio. Este vio extendido su mando por otro año, para permitirle reconstruir Génova, que había sido destruida por Magón. Se prorrogó el mando de Escipión hasta que se diera término a la guerra en África. También se emitió un decreto para que, habiendo pasado a África, se ofrecieran solemnes rogativas a los dioses para que su expedición fuera en provecho del pueblo romano, del general y de su ejército.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[30,2] Se alistaron tres mil hombres para el servicio en Sicilia, pues todas las tropas de esa provincia habían sido llevadas a África y se había decidido que la isla debía ser protegida por cuarenta naves hasta que la flota regresara de África. Vilio llevó con él trece buques nuevos, el resto eran los antiguos de Sicilia que fueron reacondicionados. Marco Pomponio, que había sido pretor el año anterior, fue designado para hacerse cargo de esta flota y en ella se embarcaron los nuevos reclutas que había traído de Italia. Se asignó una flota igual a Cneo Octavio, quien también había sido pretor el año anterior y que quedó investido ahora con poderes similares para proteger la costa sarda. Al pretor Léntulo se le ordenó proporcionar dos mil hombres para servir con la flota. En vista de la incertidumbre en cuanto a dónde pudiera hallarse la flota cartaginesa -se pensaba que irían a cualquier lugar sin vigilancia-, se proporcionaron cuarenta buques a Marco Marcio para que vigilara la costa de Italia. Los cónsules fueron autorizados por el Senado para alistar tres mil hombres para esta flota, así como dos legiones para defender la Ciudad contra cualquier imprevisto. La provincia de Hispania quedó al mando de sus antiguos generales, Lucio Léntulo y Lucio Manlio Acidino, que conservaron sus antiguas legiones. Aquel año hubo en servicio activo veinte legiones y ciento sesenta naves de guerra. Se ordenó a los pretores que marcharan a sus respectivas provincias. Antes de que los cónsules dejaran la Ciudad, recibieron órdenes del Senado para celebrar los Grandes Juegos, que según la ofrenda del dictador Tito Manlio Torcuato precisaban ser celebrados cada cinco años, si se mantenían sin alteración las condiciones de la República. Numerosas historias de presagios llenaron las mentes de los hombres con supersticiosos terrores. Se dijo que unos cuervos recogieron con sus picos parte del oro del Capitolio, y que de hecho se lo comieron, y que las ratas mordieron una corona de oro en Anzio. Todo el campo alrededor de Capua quedó cubierto por un inmenso enjambre de langostas, sin que nadie supiera de dónde habían venido. En Rieti nació un potro con cinco patas; en Anagni, primero, se vieron fuegos en diferentes partes del cielo y estos fueron seguidos por una enorme antorcha ardiente; en Frosinone, un delgado arco rodeó el Sol, cuyo tamaño creció luego hasta extenderse más allá del arco; en Arpino se produjo un hundimiento de tierra, formándose un gran abismo. Al estar uno de los cónsules sacrificando, se vio que el hígado de la primera víctima estaba sin cabeza [se refiere al lóbulo superior del hígado, aunque el original latino emplea la expresión «caput iocineris defuit».-N. del T.]. Estos augurios fueron expiados mediante el sacrificio de víctimas mayores, indicando el colegio de pontífices a qué dioses se debían ofrendar.
[30,3] Una vez resuelto este asunto, los cónsules y los pretores partieron a sus diferentes provincias. Todos, sin embargo, estaban interesados por lo que ocurría en África, tanto como si les hubiera correspondido a ellos en suerte; fuese porque vieran que la guerra y el destino de su patria se decidirían allí o porque deseasen prestar un servicio a Escipión, como el hombre a quien todas las miradas se volvían. Así fue como no sólo de Cerdeña, como queda dicho, sino de la misma Sicilia y de Hispania se le enviaban ropas y grano, y de Sicilia también armas y toda clase de suministros. Durante todo el invierno no se produjo pausa alguna en las numerosas operaciones que Escipión llevó a cabo por todas partes. Mantuvo el asedio de Útica; su campamento estaba a plena vista de Asdrúbal; los cartagineses habían botado sus barcos y tenían su flota completamente equipada y dispuesta para interceptar sus suministros. No obstante, él no había perdido de vista su propósito de reconciliarse con Sífax, en el caso de que su pasión por su esposa ya se hubiera enfriado tras el continuo placer. Sífax ansiaba la paz y propuso como condiciones que los romanos debían evacuar África y los cartagineses Italia, pero dio a entender a Escipión que, si la guerra continuaba, él no abandonaría a sus aliados. Yo creo que las negociaciones se llevaron a cabo a través de intermediarios -y la mayor parte de los autores adoptan este punto de vista- en lugar de que Sífax, como afirma Valerio Antias, llegara al campamento romano para conferenciar personalmente con Escipión. Al principio, el comandante romano apenas permitió que fueran contemplados estos términos; después, sin embargo, con el fin de que sus hombres pudieran tener una razón plausible para visitar el campamento de los enemigos, no las rechazó tan decididamente, extendiendo las esperanzas de que tras las frecuentes conversaciones pudieran llegar a un acuerdo. Los cuarteles de invierno de los cartagineses, construidos como estaban con materiales recogidos al azar de los campos vecinos, estaban hechos casi completamente con madera. Los númidas, en particular, vivían en chozas hechas con cañas y techadas con esteras de hierba; se esparcían por todo el campo sin orden ni concierto, algunas incluso por fuera de las líneas. Cuando se informó de esto a Escipión, albergó la esperanza de tener la oportunidad de incendiar el campamento de arriba a abajo.
[30.4] A los embajadores enviados a Sífax les acompañaron algunos centuriones primiordines, hombres sagaces y de valor probado, disfrazados como esclavos del campamento. Mientras los embajadores estaban en la conferencia, aquellos hombres se paseaban por el campamento observando todos los accesos y salidas, la disposición general del campamento, las posiciones respectivas de cartagineses y númidas, así como la distancia entre el campamento de Asdrúbal y el de Sífax. Observaron también el sistema que tenían para situar vigías y guardias, viendo si se lanzaría mejor por el día o por la noche un ataque por sorpresa. Las conferencias se celebraron con mucha frecuencia, y se enviaron distintos hombres cada vez con el fin de que aquellos detalles pudieran ser conocidos por el mayor número posible. Como las discusiones se hicieran con frecuencia cada vez mayor, Sífax, y a través de él los cartagineses, esperaban que la paz se lograra en unos pocos días. De repente, los embajadores romanos anunciaron que se les había prohibido regresar a su pretorio a menos que se les diera una respuesta definitiva. Sífax debía decir si había tomado ya una decisión o, si le fuera preciso consultar con Asdrúbal y los cartagineses, hacerlo así; había llegado el momento, bien de un acuerdo de paz, bien de la enérgica reanudación de las hostilidades. Mientras Sífax consultaba con Asdrúbal y los cartagineses, los espías romanos tuvieron tiempo de visitar cada rincón del campamento y Escipión de tomar todas sus disposiciones. La esperanza de paz había hecho, como suele ocurrir, que Sífax y los cartagineses estuviesen menos alertas para guardarse contra cualquier intento hostil que se pudiera producir en el ínterin. Por fin llegó la respuesta, pero como suponían que los romanos estaban ansiosos por firmar la paz, aprovecharon la oportunidad para añadir algunas condiciones inaceptables. Esto era justo lo que Escipión quería, para así justificar la ruptura del armisticio. Le dijo al mensajero del rey que iba a remitir el asunto a su consejo; al día siguiente le dio su respuesta, en el sentido de que ni un solo miembro del consejo, aparte de él mismo, estaba a favor de la paz. El mensajero debía llevar el mensaje de que la única esperanza de paz para Sífax residía en abandonar la causa de los cartagineses. Así, Escipión puso fin a la tregua con el fin de quedar libre para llevar a cabo sus planes sin violar en modo alguno su palabra. Botó sus barcos -ya era el comienzo de la primavera- y puso a bordo sus máquinas y piezas de artillería, como si fuese a atacar Útica desde el mar. También envió dos mil hombres para mantener la colina que dominaba la ciudad, y que ya había ocupado anteriormente, en parte con la intención de desviar la atención del enemigo de su auténtico objetivo y en parte para impedir que su campamento pudiera ser atacado desde la ciudad, ya que quedaría con sólo una débil guardia mientras marchaba contra Sífax y Asdrúbal.
[30,5] Después de tomar estas disposiciones, convocó un consejo de guerra y ordenó a los espías que informasen de cuanto habían descubierto; al mismo tiempo, pidió a Masinisa, que lo conocía todo sobre el enemigo, que le contase al Consejo todo lo que sabía. Después les expuso su plan de operaciones para la noche siguiente y ordenó a los tribunos que llevasen las tropas al campo de batalla en cuanto tocaran las trompetas al disolverse el consejo. Cumpliendo sus órdenes, empezaron a salir los estandartes con la puesta del sol. Sobre la primera guardia, la columna de marcha quedó desplegada en formación de combate. Después de avanzar con esta formación a ritmo suave durante siete millas [10360 metros.-N. del T.], alcanzaron el campamento enemigo cerca de la medianoche. Escipión asignó a Lelio una parte de sus fuerzas, incluyendo a Masinisa y sus númidas, con órdenes de atacar a Sífax e incendiar su campamento. Se llevó después aparte a Lelio y a Masinisa, y les pidió a cada uno, por separado, que pusieran el mayor cuidado y diligencia durante la confusión inherente a un ataque nocturno. Les dijo que él atacaría a Asdrúbal y el campamento cartaginés, pero que esperaría hasta que viese el fuego en el campamento del rey. No hubo de esperar mucho tiempo, pues cuando prendió el fuego en las cabañas más próximas a ellos, saltó rápidamente a las siguientes y se extendió por el campamento, en todas direcciones. Un fuego tan extenso, extendiéndose durante la noche, produjo la natural alarma y confusión, pero los hombres de Sífax pensaron que era accidental y salieron corriendo a extinguirlo, sin armas. En seguida se encontraron enfrentados a un enemigo armado, principalmente los númidas de Masinisa que, familiarizados con la disposición del campamento, se habían situado en los lugares donde podían bloquear todas las vías. Algunos quedaron atrapados por las llamas, aún medio dormidos en sus camas; otros muchos fueron pisoteados al huir precipitadamente y agolparse en las puertas del campamento.
[30.6] En el campamento cartaginés, los primeros en ver las llamas fueron los vigías y después las vieron el resto, despertados por el tumulto; todos cayeron en el mismo error de suponer que se trataba de un fuego accidental. Tomaron los gritos de los combatientes heridos por los de la alarma nocturna, por lo que no fueron conscientes de lo realmente ocurrido. Sin sospechar, ni mucho menos, la presencia del enemigo, salieron corriendo, cada uno por la puerta que le quedaba más cercana y sin llevar arma alguna, para ayudar a extinguir las llamas; dieron directamente contra el ejército romano. Todos fueron aniquilados, al no darles cuartel el enemigo, y ninguno pudo escapar y dar la alarma. En la confusión, las puertas quedaron sin vigilancia y Escipión se apoderó inmediatamente de ellas, prendiendo fuego a las chozas más cercanas. Las llamas estallaron en un primer momento en diferentes lugares, pero, corriéndose de cabaña en cabaña, en muy pocos instantes envolvió a todo el campamento en un vasto incendio. Hombres y animales, medio quemados, bloqueaban el paso de las puertas y caían aplastados unos por otras. Aquellos a quienes no alcanzó el fuego perecieron por la espada y ambos campamentos se vieron abocados a una común destrucción. Ambos generales, no obstante, se salvaron, y de todos aquellos miles, solo dos mil de infantería y quinientos de caballería lograron escapar, en su mayoría heridos o con quemaduras. Perecieron cuarenta mil hombres, fuese por el fuego o por el enemigo; unos cinco mil fueron hechos prisioneros, incluyendo muchos nobles cartagineses de los que once eran senadores; se capturaron ciento setenta y cuatro estandartes, dos mil setecientos caballos y seis elefantes, habiendo sido muertos o quemados otros ocho. Se capturó una enorme cantidad de armas, que el general ofrendó a Vulcano quemándolas todas.
[30,7] Asdrúbal, a quien acompañó en su huida un pequeño grupo de jinetes, se dirigió a la ciudad más cercana de los africanos, donde se le unieron luego todos los que sobrevivieron; pero temiendo la ciudad se entregase a Escipión, partió durante la noche. Poco después de su salida se abrieron las puertas para dejar entrar a los romanos y, como la rendición fuera voluntaria, el lugar no sufrió trato violento. Se tomaron y saquearon dos ciudades poco después y el botín que allí se logró, junto a todo lo rescatado del campamento incendiado, se entregó a los soldados. Sífax se estableció en una posición fortificada a unas ocho millas de distancia [11.840 metros.-N. del T.], Asdrúbal se apresuró a marchar a Cartago, temiendo que el reciente desastre hiciera que el asustado Senado tomara alguna decisión pusilánime. Tan grande era, en verdad, el terror, que el pueblo esperaba que Escipión abandonase Útica y comenzara inmediatamente el asedio de Cartago. Los sufetes, -una magistratura que corresponde a la nuestra de cónsul- convocaron una reunión del Senado en la que se presentaron tres propuestas. Una de ellos fue la de enviar embajadores a Escipión para negociar la paz; otra, llamar a Aníbal para que regresara y protegiera a su patria de la ruina que la amenazaba; la tercera, que mostraba una firmeza digna de los romanos en la adversidad, instaba al refuerzo del ejército hasta el total de sus fuerzas y hacer un llamamiento a Sífax para que no abandonase las hostilidades. La última propuesta, que fue apoyada por Asdrúbal y el conjunto del partido Bárcida, fue la adoptada. El reclutamiento se inició en seguida en la ciudad y los distritos rurales, y se envió una delegación a Sífax, que ya estaba haciendo todo lo posible para reponer sus pérdidas y reanudar las hostilidades. Le apremiaba su esposa, ahora ya sin confiar como antes en las palabras cariñosas y las caricias, tan persuasivas sobre los enamorados, sino que con ruegos, llamamientos lastimeros y ojos bañados en lágrimas, instaba a los dioses para que no le permitieran traicionar a su padre y a su patria, ni a dejar que Cartago fuera devastada por las llamas que habían consumido su campamento. La embajada le alentó y dio esperanzas, informándole de que se habían encontrado, cerca de una ciudad llamada Oba, un grupo de unos cuatro mil mercenarios celtíberos que habían sido reclutados en Hispania, una fuerza espléndida, y que Asdrúbal aparecería pronto con un formidable ejército. Sífax les respondió en términos amistosos y luego los llevó a ver un gran número de campesinos númidas a quienes acababa de entregar armas y caballos, asegurándoles que iba a convocar a todos los jóvenes de su reino. Era bien consciente, les dijo, de que su derrota se debió al fuego y no a la suerte de la batalla; solo el hombre vencido por las armas era inferior en la guerra. Tal fue el tenor de su respuesta a la delegación. Unos días más tarde, Asdrúbal y Sífax unieron sus ejércitos; sus fuerzas unidas ascendían a cerca de treinta mil hombres.
[30,8] Escipión apretó el asedio de Útica, como si la guerra hubiese finalizado en lo que se refería a Sífax y los cartagineses, y ya estaba acercando sus máquinas hasta las murallas, cuando recibió noticias de la actividad del enemigo. Dejando una pequeña fuerza para mantener la apariencia de un asedio por tierra y mar, marchó con el cuerpo principal de su ejército al encuentro de sus enemigos. Su primera posición fue sobre una colina a unas cuatro millas del campamento del rey [5920 metros.-N. del T.]. Al día siguiente hizo bajar a su caballería hasta lo que se conocía como las Grandes Llanuras, una franja de tierra llana que se extendía al pie de la colina, y pasó el día cabalgando hacia los puestos avanzados del enemigo y hostigándolos con escaramuzas. Durante los siguientes dos días, ambas partes sostuvieron aquella lucha inconexa sin resultado alguno digno de mención; al cuarto día ambas partes bajaron a presentar batalla. El comandante romano dispuso a sus príncipes detrás de los manípulos frontales de asteros, con los triarios como reserva; la caballería italiana se situó en el ala derecha, con Masinisa y los númidas en la izquierda. Sífax y Asdrúbal colocaron la caballería númida frente a la italiana, y la caballería cartaginesa se enfrentó a Masinisa mientras los celtíberos formaban en el centro para enfrentarse a la carga de las legiones. Con esta formación se aproximaron. Los númidas y cartagineses de ambas alas fueron derrotadas al primer choque; los primeros, que eran en su mayoría campesinos, no pudieron resistir a la caballería romana, como tampoco pudo la cartaginesa, compuesta también por reclutas, mantenerse frente a Masinisa, cuya reciente victoria lo había hecho más formidable que nunca. Aunque expuestos por ambos flancos, los celtíberos se mantuvieron firmes, pues al no conocer el país la huida no les ofrecía seguridad, ni tampoco podían esperar ningún cuartel de Escipión al haber llevado sus armas mercenarias a África para atacar al hombre que tanto había hecho por ellos y por sus compatriotas. Completamente rodeados por sus enemigos, murieron luchando hasta el final, cayendo uno tras otro en la posición donde se encontraban. Mientras que la atención de todos estaba concentrada en ellos, Sífax y Asdrúbal ganaron tiempo para escapar. Los vencedores, cansados de la masacre más que de combatir, fueron sorprendidos por la noche.
[30.9] Por la mañana, Escipión envió a Lelio con toda la caballería, romana y númida y alguna infantería armada en persecución de Sífax y Asdrúbal. Las ciudades vecinas, todas las cuales estaban sometidas a Cartago, fueron atacadas por él con lo principal de su ejército; algunas las conquistó apelando a sus esperanzas y temores, otras las tomó al asalto. Cartago estaba en un estado de pánico terrible, pues estaban seguros de que cuando hubiera sometido aquellas ciudades con el rápido progreso de sus armas, lanzaría un repentino ataque contra la ciudad. Las murallas fueron reparadas y protegidas con baluartes; cada hombre, por su cuenta, trasladó desde los campos cuanto le permitiera soportar un largo asedio. Pocos se atrevían a mencionar la palabra «paz» en el Senado, muchos estaban a favor de llamar de vuelta a Aníbal y la mayoría era de la opinión de que la flota destinada a interceptar los suministros debía enviarses a destruir los buques anclados en Útica, que actuaban sin suficiente prevención. Esta propuesta encontró la mayoría de votos a favor; al mismo tiempo, se decidió mandar aviso a Aníbal, «pues, aún -argumentaron- en el supuesto de que las operaciones navales fueran un éxito completo, el sitio de Útica quedaría sólo parcialmente levantado; quedando después la defensa de Cartago, no tenían más general que Aníbal ni otro ejército más que el de Aníbal para encargarse de aquella tarea». Al día siguiente se botaron algunas naves y, al mismo tiempo, zarpó un grupo de legados hacia Italia. El estado crítico de las cosas sirvió de fuerte estímulo, todo se hizo con febril energía y a quienquiera que mostrase vacilación o tardanza se le consideraba un traidor a la seguridad de todos. Como Escipión fuera avanzando lentamente, con su ejército retrasado por los despojos de tantas ciudades, envió a los prisioneros y el resto del botín a su antiguo campamento en Útica. Siendo ahora Cartago su objetivo, tomó Túnez, de la que había huido su guarnición, un lugar a unas quince millas de Cartago [la antigua Tyneta, a 2200 metros.-N. del T.], protegida tanto por su situación natural como por sus obras defensivas. Es visible desde Cartago y sus murallas ofrecen una vista del mar que la rodea.
[30.10] Mientras los romanos estaban ocupados fortificándose, vieron a la flota enemiga navegando desde Cartago hacia Útica. De inmediato cesaron los trabajos, se dio la orden de marcha y el ejército efectuó un rápido avance, temiendo que los buques fueran tomados por sorpresa, aproados a la costa y ocupados en el asedio, sin estar dispuestos para una batalla naval. «¿Cómo pueden -se preguntaban- resistirse ante una flota en marcha, completamente armada y navegando en perfecto orden, unos barcos cargados con artillería y máquinas de guerra, o convertidos en transportes, llegados tan próximos a las murallas como para poder emplearlos como base para grupos de asalto a modo de escalas y puentes? «Dadas las circunstancias, Escipión abandonó las tácticas habituales. Llevando los buques de guerra que hubieran podido proteger a los otros hasta la posición más retrasada, cerca de la costa, alineó los transportes delante de ellos en cuatro líneas para que sirvieran como muro contra el ataque del enemigo. Para evitar que se deshicieran las líneas por culpa de las violentas cargas, ató las naves entre sí mediante mástiles, antenas y gruesas maromas de barco a barco, como una cadena continua. A continuación, fijó tablas en la parte superior de éstos, creando así un paso libre a lo largo de toda la línea, pudiendo navegar bajo estos puentes naves exploradoras que tenían espacio para atacar al enemigo y retirarse a su seguridad. Después de completar estas apresuradas medidas cuanto se lo permitió el tiempo, situó mil hombres escogidos a bordo de los transportes, con una enorme cantidad de proyectiles, para que fueran suficientes sin importar la duración de los combates. Así dispuestos y ansiosos, esperaron al enemigo.
Si los cartagineses se hubieran movido más rápidamente, habrían encontrado prisas y desorden por doquier y podrían haber destruido la flota al primer contacto. Estaban, sin embargo, desalentados por la derrota de sus fuerzas de tierra, y ahora ya no se sentían confiados ni siquiera en la mar, el elemento en que más fuertes eran. Después de navegar lentamente durante todo el día, llegaron cerca del atardecer a un puerto llamado Rusucmona por los nativos [próximo al actual Puerto Farina.-N. del T.]. Al día siguiente, se hicieron a la mar en formación de combate, esperando que los romanos vinieran a atacarles. Después de haber estado detenidos durante mucho tiempo y sin movimiento visible por parte del enemigo, comenzaron por fin a atacar los transportes. Nada de aquello se asemejaba en absoluto a una batalla naval; parecía justamente como si los buques estuviesen atacando murallas. Los transportes eran considerablemente más altos que sus oponentes, y por lo tanto los proyectiles de los buques cartagineses, que se tenían que lanzar desde más abajo, eran en su mayoría ineficaces; los arrojados desde lo alto de los transportes caían con más fuerza, añadiendo su peso al impacto. Las naves ligeras y de exploración, que salían por entre los intervalos bajo las pasarelas de tablones, fueron arrolladas por el impulso y mayor tamaño de los navíos de guerra, convirtiéndose al mismo tiempo en un estorbo para quienes se defendían desde los transportes, que a menudo se veían obligados a desistir de arrojar proyectiles por miedo a alcanzarles mientras estaban mezclados con los barcos enemigos. Al final, los cartagineses comenzaron a lanzar palos con ganchos de agarre al extremo -los soldados los llaman arpones- a los barcos romanos, resultando imposible cortar los palos ni las cadenas de las que estaban suspendidos. Cuando un buque de guerra se había enganchado a uno de los transportes, lo arrastraba remando y se podía ver cómo cedían las cuerdas que unían a los transportes entre sí, siendo arrastrada a veces toda una línea de transportes. De esta manera, todas las pasarelas que conectaban la primera línea de transportes quedaron rotas, y casi no quedaba sitio donde los defensores pudieran buscar refugio en la segunda línea. Sesenta transportes fueron remolcados hacia Cartago. Aquí, el regocijo fue mayor del justificable por las circunstancias del caso; pero lo que lo hizo aún más celebrado fue el hecho de que la flota romana había escapado por poco a la destrucción; un escape debido a la desidia del comandante cartaginés y a la oportuna llegada de Escipión. Entre tantas continuos desastres y duelos, este fue un inesperado motivo de alegría.
[30.11] Mientras tanto, Lelio y Masinisa, después de una marcha de quince días, entraron en Numidia y los masesulios, encantados de ver a su rey, cuya ausencia habían lamentado tanto tiempo, lo pusieron nuevamente en el trono de sus antepasados. Todas las guarniciones con las que Sífax había ocupado el país fueron expulsadas, viéndose confinado dentro de los límites de sus antiguos dominios. No tenía ninguna intención, sin embargo, de quedarse quieto; le incitaban su esposa, a quien amaba apasionadamente, y su padre; tenía tan gran cantidad de hombres y caballos, que la mera visión de los recursos que ofrecía un reino que había disfrutado de tantos años de prosperidad habría estimulado la ambición incluso de un carácter menos bárbaro e impulsivo del que poseía Sífax. Reunió a todos los que eran aptos para la guerra y, después de distribuir entre ellos caballos, armaduras y armas, encuadró a los hombres montados en turmas y a la infantería en cohortes, una disposición que había aprendido en los viejos tiempos de los centuriones Con este ejército, tan numeroso como el que había tenido antes pero compuesto casi en su totalidad de reclutas nuevos y sin entrenamiento, se dirigió al encuentro de sus enemigos y fijó su campamento en las proximidades. En un primer momento, envió pequeños grupos de caballería desde los puestos avanzados para practicar un cauteloso reconocimiento; obligados a retirarse por una lluvia de dardos, galoparon de vuelta con sus compañeros. Ambos lados hicieron incursiones alternativamente, e indignados por haber sido rechazados se aproximaron en grupos mayores. Esto suele actuar como acicate en las escaramuzas de caballería, cuando el bando ganador encuentra a sus compañeros acudiendo hacia ellos con la esperanza de la victoria, mientras que la rabia ante la perspectiva de la derrota atrae los apoyos para quienes van perdiendo. Así fue entonces: el combate había sido iniciado por unos pocos, pero el amor por la lucha atrajo finalmente a toda la caballería de ambos bandos al campo de batalla. Mientras solo se enfrentaron las caballerías, los romanos tuvieron gran dificultad en enfrentar el gran número de masesulios que Sífax envió al frente. De pronto, sin embargo, la infantería romana irrumpió entre la caballería que les abría paso y esto dio firmeza a la línea y detuvo el avance enemigo. Este aflojó su velocidad y después se detuvo, siendo pronto desordenados por este desacostumbrado modo de combatir. Finalmente cedieron terreno, no solo ante la infantería, sino también ante la caballería, a la que el apoyo de su infantería había dado nuevos bríos. En aquel momento llegaban las legiones, pero los masesulios no esperaron su ataque; la mera visión de sus estandartes y armas bastó, tal era el efecto de los recuerdos de sus pasadas derrotas o del miedo que ahora les inspiraba el enemigo.
[30,12] Sífax estaba cabalgando hacia las turmas enemigas, con la esperanza de que su sentido del honor o su peligro personal pudieran detener la huida de sus hombres, cuando su caballo resultó herido de gravedad y él fue arrojado a tierra, reducido, hecho prisionero y conducido ante Lelio. Masinisa se alegró especialmente de verlo cautivo. Cirta era la capital de Sífax, y un número considerable escapó a esa ciudad. Las pérdidas sufridas fueron insignificantes en comparación con la importancia de la victoria, al haberse limitado los combates a la caballería. No hubo más de cinco mil muertos, y en el asalto del campamento, donde la masa de las tropas había huido después de haber perdido a su rey, menos de la mitad de ese número fueron hechos prisioneros. Masinisa dijo a Lelio que nada le gustaría más en aquel momento que visitar como vencedor sus dominios ancestrales, que había recobrado después de tantos años, pues tanto en la derrota como en la victoria se precisaban acciones rápidas. Sugirió que se le permitiera ir con la caballería y el vencido Sífax hasta Cirta, la podría tomar confusa por el miedo; Lelio le podría seguir con la infantería en fáciles jornadas. Lelio dio su consentimiento y Masinisa avanzó hacia Cirta, ordenando que se invitara a conferencias a los ciudadanos principales. Estos estaban ignorantes de lo que había ocurrido al rey, y aunque Masinisa les contó cuanto había sucedido, se encontró con que tanto las amenazas como la persuasión resultaron inútiles hasta que les presentó al rey encadenado. Ante este espectáculo penoso y humillante se produjo un estallido de dolor, las defensas fueron abandonadas y se tomó la decisión unánime de buscar el favor de la victoria abriéndole las puertas. Después de situar guardias alrededor de todas las puertas y en los lugares adecuados de las fortificaciones, galopó hasta el palacio para tomar posesión de este.
Conforme se adentraba por el vestíbulo, en realidad en el mismo umbral, se encontró con Sofonisba [parece que su nombre púnico era Saphanbaʿal.-N. del T.], la esposa de Sífax e hija del cartaginés Asdrúbal. Cuando ella lo vio rodeado por una escolta armada, destacando por sus armas y apariencia general, supuso con razón que él era el rey y, arrojándose a sus pies, exclamó: «Tu valor y buena fortuna, ayudado por los dioses, te han dado poder absoluto sobre nosotros. Pero si una cautiva puede pronunciar palabras de súplica ante quien es dueño de su destino, si puede ella tocar su mano derecha victoriosa, entonces yo te pido y suplico que, por la grandeza real de la que no hace mucho estaba revestida, por el nombre de Numidia que tanto tú como Sífax lleváis, por los dioses tutelares de esta morada real que ruego te reciban con más justos presagios que los que te trajeron aquí, concedas al menos este favor a tu suplicante para que decidas por ti mismo el destino de tu cautiva, cualquiera que sea, y que no me dejes caer bajo la cruel tiranía de un romano. Si yo fuese sido simplemente la esposa de Sífax, aún podría elegir confiar en el honor de un númida, nacido bajo el mismo cielo africano que yo, más que en el de un extranjero y extraño. Pero yo soy de Cartago, la hija de Asdrúbal, y ya ves cuánto he de temer. Si no es posible otro camino, te suplico entonces que me salves de la muerte de caer en manos de los romanos». Sofonisba se encontraba en la flor de la juventud y en todo el esplendor de su belleza, y mientras sostenía la mano de Masinisa y le rogaba que le diera su palabra de que no sería entregada a los romanos, el tono de su voz paso de la súplica al halago. Esclavo de la pasión, como todos sus compatriotas, el vencedor de inmediato se enamoró de su cautiva. Él le dio su solemne palabra de que haría cuanto ella deseaba y luego se retiró al palacio. Una vez aquí, consideró de qué manera podía cumplir su promesa y, como no veía ninguna forma práctica de hacerlo, permitió que su pasión le dictase un método imprudente e indecente por igual. Sin perder un instante, hizo los preparativos para celebrar sus nupcias en ese mismo día, de modo que ni Lelio ni Escipión tuviesen oportunidad de tratar como prisionero a quien era ya la esposa de Masinisa. Cuando hubo finalizado la ceremonia de matrimonio, Lelio apareció en escena y, lejos de ocultar su desaprobación por lo que había hecho, trató de arrastrarla de brazos del novio y enviarla con Sífax y los demás prisioneros a Escipión. Sin embargo, las protestas de Masinisa prevalecieron hasta el punto que se dejó a Escipión que decidiera cuál de los dos reyes sería el feliz poseedor de Sofonisba. Después que Lelio hubiera enviado a Sífax y a los otros prisioneros, recuperó, con la ayuda de Masinisa, el resto de ciudades en Numidia, que estaban aún ocupadas por las guarniciones del rey.
[30.13] Cuando llegó la noticia de que Sífax era llevado al campamento, el ejército entero se volvió como para contemplar una procesión triunfal. El mismo rey, encadenado, fue el primero en aparecer, seguido por una multitud de nobles númidas. Conforme pasaban, cada soldado por turno trataba de ampliar su victoria exagerando la grandeza de Sífax y la reputación militar de su nación. «Este es el rey», decían, «cuya grandeza ha sido hasta ahora reconocida por los Estados más poderosos del mundo, Roma y Cartago; hasta Escipión dejó a su ejército en Hispania y se embarcó hacia África con dos trirremes para asegurarse su alianza, y el cartaginés Asdrúbal no solo lo visitó en su reino, sino que incluso le dio a su hija en matrimonio. Había tenido en su poder, a un tiempo, a los comandantes romano y cartaginés. Así como cada bando había buscado la paz y amistad de los dioses inmortales, ofreciéndoles sacrificios, así cada uno por igual había buscado la paz y la alianza con él. Fue tan poderoso como para expulsar a Masinisa de su reino, reduciéndole a tal condición que debió su vida a la noticia de su muerte y a su ocultamiento en los bosques, donde vivió de lo que podía capturar en ellos, como una bestia salvaje». En medio de estas declaraciones de los presentes, el rey fue conducido a la tienda del pretorio. Como Escipión comparase la anterior fortuna de aquel hombre con su condición actual, recordando su propia recepción hospitalaria para con él, el mutuo estrechar de sus diestras y los lazos políticos y personales entre ellos, quedó muy conmovido. También Sífax, pensando sobre tales cosas, obtuvo el valor para enfrentar a su vencedor. Escipión le preguntó por su intención al denunciar primero su alianza con Roma y luego comenzar una guerra no provocada contra ella. Él admitió que había hecho mal y que se comportó como un loco, pero que su alzamiento en armas contra Roma no fue el comienzo de su locura, sino el último acto de esta. Su locura salió inicialmente a la luz, al despreciar todos los lazos privados y las obligaciones públicas, cuando admitió en su casa una novia cartaginesa. Las antorchas que iluminaron las nupcias incendiaron su palacio. Aquella furia de mujer, aquel flagelo, había utilizado toda su seducción para enajenar y deformar sus sentimientos, y que no descansó hasta que con sus impías manos lo armó contra su huésped y amigo. Sin embargo, roto y arruinado como estaba, le quedaba esto para consolarse en su miseria: que aquella furia pestilente había entrado en la casa de su más encarnizado enemigo. Masinisa no era más prudente o constante de lo que él había sido, su juventud lo hacía todavía menos cauto; en todo caso, aquel matrimonio demostraba que era más necio y terco.
[30.14] Era este el lenguaje de un hombre animado, no sólo por el odio hacia un enemigo, sino también por el aguijón de un amor desesperado, sabiendo como sabía que la mujer que amaba estaba en la casa de su rival. Escipión se angustió profundamente por lo que oyó. La prueba de las acusaciones se encontró en la prisa con que se celebraron las nupcias, casi en medio del fragor de las armas y sin consultar ni esperar siquiera a Lelio. Masinisa había actuado con tal precipitación que el primer día que vio a su cautiva se casó con ella; de hecho, los ritos se celebraron ante los dioses tutelares de la casa de su enemigo. Esta conducta le pareció aún más sorprendente a Escipión, porque cuando él estaba en Hispania, joven como era, ninguna muchacha cautiva lo había conmovido jamás por su belleza. Mientras meditaba sobre todo esto nuevamente, aparecieron Lelio y Masinisa. Dio a ambos el mismo amable y agradable recibimiento, y en presencia de un gran número de sus oficiales se dirigió a ellos en los términos más elogiosos. Luego llevó aparte en silencio a Masinisa y le habló de la siguiente manera: «Creo, Masinisa, que debiste haber visto alguna buena cualidad en mí, cuando viniste a verme en Hispania para establecer conmigo relaciones de amistad, y también después, cuando te me confiaste a ti mismo y a tu fortuna en África. Ahora bien, de entre todas las virtudes que te atrajeron, no hay ninguna de la que me enorgullezca tanto como de mi continencia y el control de mis pasiones. Me gustaría, Masinisa, que tú añadieras esta a las demás nobles virtudes de tu propio carácter. En nuestro tiempo de vida no estamos, créeme, tanto en peligro por culpa de los enemigos armados como de los seductores placeres que nos tientan por doquier. El hombre que ha puesto freno a estos y los ha sometido mediante su autocontrol, ha ganado para sí la mayor gloria y una victoria más grande que la que hemos obtenido sobre Sífax. El valor y la energía que has desplegado en mi ausencia me complació sumamente, lo alabé y recordé; sobre el resto de tu conducta, prefiero que reflexiones cuando estés a solas y no que yo te avergüence aludiendo a ella. Sífax ha sido derrotado y hecho prisionero bajo los auspicios del pueblo de Roma; y siendo esto así, su esposa, su reino, su territorio, sus ciudades con todos sus habitantes, cualquier cosa que poseyera Sífax, pertenecen ahora a Roma como botín de guerra. Incluso si su esposa no fuera una cartaginesa, si no supiésemos que su padre está al mando de las fuerzas del enemigo, seguiría siendo nuestro deber enviarla con su marido a Roma y dejar que el Senado y el pueblo decidiera el destino de quien alejó de nosotros a un aliado y lo precipitó en armas contra nosotros. Vence tus sentimientos y guárdate de que un único vicio estropee las muchas cualidades que posees y mancille la gracia de todos tus servicios con una falta que está fuera de toda proporción con su causa».
[30.15] Al oír esto, Masinisa se ruborizó intensamente y hasta se le saltaron las lágrimas. Dijo que cumpliría con los deseos del general, y le rogó que tuviera en cuenta, en la medida que pudiese, la promesa que había dado precipitadamente, pues le había prometido que no la dejaría pasar a poder de nadie. Salió luego del pretorio y se retiró a su propia tienda en estado de confusión. Despidió a todos sus asistentes y permaneció allí algún tiempo, dando rienda suelta a continuos suspiros y gemidos, bien audibles para los que estaban fuera. Al fin, con un profundo gemido, llamó a uno de sus esclavos, en el que confiaba plenamente y que tenía bajo su custodia el veneno que los reyes suelen tener en reserva frente a las vicisitudes de la fortuna. Después de mezclarlo en una copa, le dijo que la llevara a Sofonisba y que le dijera al tiempo que Masinisa habría cumplido encantado la primera promesa que había hecho a su esposa, pero como aquellos que tenían el poder le privaban del derecho a hacerlo, cumpliría la segunda: que no caería viva en manos de los romanos. Pensando en su padre, su patria y los dos reyes con los que había casado, ella decidiría cómo actuar. Cuando el criado llegó con el veneno y el mensaje, Sofonisba dijo: «Acepto este regalo de boda, nada desagradable si mi marido no puede hacer nada más por su esposa. Pero le digo que habría muerto más feliz si mi lecho nupcial no hubiese estado tan cerca de mi tumba». La altivez de estas palabras fue refrendada por la valentía con que, sin la menor señal de temor, bebió la pócima. Cuando la noticia llegó a Escipión, tuvo miedo de que el joven, loco de dolor, diera un paso aún más desesperado, por lo que mando enseguida a buscarle y trató de consolarlo. Al mismo tiempo, lo censuraba suavemente por haber expiado un acto de locura cometiendo otro y hacer más trágico el asunto de lo que hubiera debido ser. Al día siguiente, con intención de desviar sus pensamientos, Escipión subió a la tribuna y ordenó que se tocara a asamblea. Dirigiéndose a Masinisa como rey, y elogiándolo en los mejores términos posibles, le hizo entrega de una corona de oro, una pátera de oro, una silla curul, un cetro de marfil y también una toga bordada y una túnica con palmas. Resaltó el valor de estos regalos señalándole que los romanos consideraban que no había honor más espléndido que el de un triunfo, y que ninguna insignia más grandiosa era portada por los generales triunfantes que aquellas que el pueblo romano concedía a Masinisa, único entre los extranjeros digno de poseerlas. Lelio fue el siguiente en ser elogiado y le hizo entrega de una corona de oro. Otros soldados recibieron recompensas de acuerdo a sus servicios. Los honores conferidos al rey estuvieron muy lejos de calmar su dolor, animándole solo la esperanza de tomar rápida posesión de toda la Numidia ahora que Sífax quedaba apartado.
[30,16] Lelio fue enviado, encargado de Sífax y los otros prisioneros, a Roma, acompañándole embajadores de Masinisa. Escipión regresó a su campamento en Túnez y completó las fortificaciones que había comenzado. El regocijo de los cartagineses por el éxito temporal de su ataque naval fue corto y evanescente, pues cuando se enteraron de la captura de Sífax, sobre quien habían descansado sus esperanzas casi más que en Asdrúbal y su ejército, se desanimaron completamente. El partido de la guerra ya no se podía hacer oír y el Senado envió a treinta ancianos, de entre sus notables, para pedir la paz. Este cuerpo era el más augusto consejo de su estado y controlaba en muy alto grado al propio senado. Cuando llegaron a la tienda del pretorio, en el campamento romano, hicieron una profunda reverencia y se postraron; era esta una práctica, creo yo, que trajeron con ellos desde su lugar de origen [la ciudad fenicia de Tiro, la actual Sur en el Líbano.-N. del T.]. Su lenguaje se correspondió con su humilde posición. Se excusaron, aunque achacando la responsabilidad de la guerra a Aníbal y a sus partidarios. Anhelaban el perdón para una ciudad que se había arruinado dos veces por la imprudencia de sus ciudadanos y que solo podría preservarse con seguridad por la buena voluntad de su enemigo. Lo que Roma buscaba, dijeron, era el homenaje y la sumisión de los vencidos, no su aniquilación. Se declararon dispuestos a ejecutar cualquier orden que él les diera. Escipión replicó que él había venido a África con la esperanza -una esperanza que sus éxitos habían confirmado- de llevar de regreso a Roma una victoria completa, y no sólo propuestas de paz. No obstante, aunque la victoria estaba casi a su alcance, él no se negaría a otorgar condiciones de la paz, para que todas las naciones supieran que a Roma le movía el espíritu de justicia, tanto si iniciaba una guerra como si le daba fin.
Les indicó los términos de la paz, que eran la entrega de todos los prisioneros, desertores y refugiados; la retirada de los ejércitos de Italia y la Galia; el abandono de toda acción en Hispania; la evacuación de todas las islas situadas entre Italia y África, y la entrega de toda su marina con excepción de veinte buques. También debían proporcionar quinientos mil modios de trigo y trescientos mil de cebada, y una cantidad de dinero que, en la actualidad, resulta dudosa [3.500.000 kg de trigo y 1.837.500 kg de cebada.-N. del T.]. En algunos autores leo cinco mil talentos, en otros se mencionan cinco mil libras de plata; algunos otros solo dicen que se exigió doble paga para las tropas. «Se os conceden -agregó- tres días para considerar si estáis de acuerdo con la paz en estos términos. Si lo decidís así, concertad conmigo un armisticio y mandad embajadores al Senado de Roma». Los cartagineses fueron despedidos. Como su objetivo era ganar tiempo para que Aníbal pudiera cruzar navegando hasta África, resolvieron no rechazar las condiciones de paz y, por consiguiente, enviaron delegados para concluir una tregua con Escipión, siendo enviada también una embajada a Roma para pedir la paz; estos últimos llevaron con ellos algunos prisioneros y desertores y esclavos fugitivos para que aquella paz les fuera más fácilmente otorgada.
[30.17] Varios días antes, Lelio llegó a Roma con Sífax y los presos númidas. Él hizo un informe al Senado sobre todo lo que se había hecho en África y hubo gran alegría por el estado actual de cosas y las optimistas perspectivas cara al futuro. Después de discutir el asunto, el Senado decidió que Sífax debía quedar internado en Alba y que Lelio habría de permanecer en Roma hasta que llegasen los embajadores cartagineses. Se ordenaron cuatro días de acción de gracias. Al levantarse la sesión de la Curia, Publio Elio, el pretor, convocó de inmediato una reunión de la Asamblea y subió a los Rostra acompañado por Cayo Lelio. Cuando el pueblo escuchó que los ejércitos de Cartago habían sido derrotados, un afamado rey vencido y hecho prisionero, y efectuado un avance victorioso a lo largo de Numidia, no pudieron ya contener sus sentimientos y expresaron su alegría sin límites mediante gritos y otras manifestaciones de regocijo. Al ver al pueblo en este estado de ánimo, el pretor enseguida dio órdenes para que se abrieran todos los lugares sagrados de la Ciudad, para que todo el mundo pudiera disponer del día entero para ir a los santuarios y ofrecer sus oraciones y acciones de gracias a los dioses.
Al día siguiente, presentó a los embajadores de Masinisa al Senado. Ellos, en primer lugar, felicitaron al Senado por los éxitos de Escipión en África y luego expresaron su agradecimiento en nombre de Masinisa por la decisión de Escipión, no sólo otorgándole el título de rey, sino también dándole un contenido real al devolverle los dominios de sus antepasados donde, ahora que Sífax estaba a su disposición y si el Senado así lo decidía, él reinaría libre de todo temor y oposición. Estaba agradecido por la forma en que Escipión había hablado de él ante sus oficiales y por las espléndidas insignias con que se le había honrado, y que había hecho todo lo posible para demostrar que era digno de ellas y que seguiría siéndolo. Solicitaron al Senado que confirmaran mediante un decreto formal el título real y los demás favores y dignidades que Escipión le había conferido. Y como concesión añadida, Masinisa solicitó, si no era pedir demasiado, que liberasen a los prisioneros númidas que estaban bajo custodia en Roma; aquello, consideraba, aumentaría su prestigio entre sus súbditos. La respuesta dada a los embajadores fue el sentido de que el Senado felicitaba al rey tanto como a sí mismos por los éxitos de África; que Escipión había actuado correctamente al reconocerle como rey y que los senadores aprobaban calurosamente cuando había hecho para satisfacer los deseos de Masinisa. Aprobaron un decreto para que los regalos que los embajadores llevaran al rey comprendieran dos capas púrpuras con un broche de oro cada una, así como dos túnicas con franjas anchas; dos caballos ricamente enjaezados y un conjunto de armaduras ecuestres con corazas para cada uno; dos tiendas de campaña y muebles militares, como los habitualmente proporcionados a los cónsules [es decir, le proporcionaron objetos suntuarios correspondientes a un cónsul, como reconociéndolo tal rango.-N. del T.]. El pretor recibió instrucciones para cuidar que tales cosas fuesen remitidas al rey. Cada uno de los embajadores recibió regalos por valor de cinco mil ases, y cada miembro de su séquito por valor de mil ases. Además de éstos, se entregaron dos trajes a cada embajador y uno a cada uno de los de su séquito y a cada uno de los prisioneros númidas que debían ser devueltos al rey. Durante su estancia en Roma, se puso una casa a su disposición y fueron tratados como huéspedes del Estado.
[30,18] Durante este verano, el pretor Publio Quintilio Varo y el procónsul Marco Cornelio libraron una batalla campal contra Magón. Las legiones del pretor formaron la línea de combate; Cornelio mantuvo las suyas en reserva, pero cabalgó al frente y tomó el mando de una de las alas, dirigiendo el pretor la otra y exhortando ambos a los soldados para cargar furiosamente contra el enemigo. Al no lograr hacer ningún efecto sobre ellos, Quintilio dijo a Cornelio: «Como puedes ver, la batalla se está desarrollando muy lentamente; el enemigo está ofreciendo una inesperada resistencia y en ella se han escudado contra el miedo, hay peligro de que conviertan ese temor en audacia. Debemos descargar un ataque de caballería contra ellos, si queremos turbarlos y hacerles ceder terreno. Así pues, mantén tú el combate en primera línea y yo traeré la caballería, o bien yo me quedo aquí y dirijo las operaciones de primera línea mientras tú lanzas la caballería de las cuatro legiones contra el enemigo». El procónsul dejó al pretor que decidiera qué deseaba hacer. Quintilio, en consecuencia, acompañado por su hijo Marco, un joven enérgico, cabalgó donde estaba la caballería, le ordenó que montase y la envió de inmediato contra el enemigo. El efecto de su carga se incrementó por el grito de guerra de las legiones y el enemigo no habría mantenido sus posiciones si Magón, al primer movimiento de la caballería, no hubiera hecho entrar en acción sin demora a sus elefantes. La aparición de estos animales, su bramido y olor, aterrorizaron de tal manera a los caballos que hicieron su ayuda inútil. Cuando se acercaban y podían emplear la espada y la lanza, la caballería romana tenía ventaja, pero cuando era arrastrada por un caballo aterrorizado resultaba mejor objetivo para los dardos númidas. En cuanto a la infantería, la duodécima legión había perdido una gran parte de sus hombres y estaban manteniendo su terreno más para evitar la vergüenza de la retirada que por cualquier esperanza de ofrecer una resistencia eficaz. Tampoco lo hubiesen podido sostener mucho más tiempo si la decimotercera legión, que estaba en reserva, no hubiera sido llevada al frente para intervenir en el combate indeciso. Para enfrentarse a esta nueva legión, Magón empleó también a sus reservas. Estos eran galos, y los asteros de la undécima legión no tuvieron muchos problemas en ponerlos en fuga. A continuación, cerraron y atacaron a los elefantes que estaban creando confusión en las filas de la infantería romana. Lanzando contra ellos una lluvia de proyectiles, amontonados como estaban y casi nunca fallando el blanco, los hicieron retroceder sobre las líneas cartaginesas una vez hubieron caído cuatro, heridos de gravedad.
Por fin, el enemigo comenzó a ceder terreno y toda la infantería romana, al ver a los elefantes volverse contra su propio bando, se precipitaron hacia delante para aumentar el pánico y la confusión. Mientras Magón mantuvo su posición en el frente, sus hombres se retiraron poco a poco y en buen orden; pero cuando lo vieron caer, gravemente herido y sacado del campo de batalla a punto de desmayarse, se produjo una desbandada general. Las pérdidas del enemigo ascendieron a cinco mil hombres, capturándose veintidós estandartes. La victoria estuvo lejos de resultar incruenta para los romanos, que perdieron dos mil trescientos hombres del ejército del pretor, la mayoría de la duodécima legión, entre ellos dos tribunos militares, Marco Cosconio y Marco Mevio. La decimotercera legión, la última en tomar parte en la acción, también sufrió sus pérdidas; Cayo Helvio, un tribuno militar, cayó mientras reanudaba el combate, y veintidós miembros del orden de los caballeros, pertenecientes a familias distinguidas, junto con algunos de los centuriones, resultaron muertos al pisotearlos los elefantes. La batalla habría durado más si la herida de Magón no hubiese dado la victoria a los romanos.
[30,19] Magón se retiró durante la noche, marchando tan rápidamente como se lo permitía su herida, hasta alcanzar aquella parte de la costa ligur que estaba habitada por los ingaunos. Aquí se encontró con la delegación de Cartago, que había desembarcado unos días antes en Génova. Le informaron de que debía zarpar hacia África lo antes posible; su hermano Aníbal, a quien se le habían impartido similares instrucciones, estaba a punto de hacerlo. Cartago no estaba en condiciones de retener sus dominios sobre la Galia e Italia. Las órdenes del Senado y los peligros que amenazaban a su país decidieron a Magón para proceder, más aún cuando existía el riesgo de que el victorioso enemigo le atacase si se retrasaba, así como por la deserción de los ligures que, viendo Italia abandonada por los cartagineses, se pasarían con quienes, en última instancia, residiría el poder. Esperaba también que un viaje por mar sería una prueba menor para su herida de lo que había resultado la marcha y que contribuyera más a su recuperación. Embarcó a sus hombres y luego él, pero aún no se había perdido de vista Cerdeña cuando murió a consecuencia de la herida. Algunos de sus buques, que se habían separado de los demás, fueron capturados en alta mar por la flota romana que patrullaba en las proximidades de Cerdeña. Tales fueron los acontecimientos por mar y tierra en los territorios de Italia al pie de los Alpes. El cónsul Cayo Servilio no había efectuado nada digno de mención en Etruria y tampoco después partir hacia la Galia. En este último país, había rescatado a su padre, Cayo Servilio, y también a Cayo Lutacio después de dieciséis años de esclavitud, resultado de su captura por parte de los boyos en Taneto [en algún lugar próximo a la actual Módena.-N. del T.]. Con su padre a un lado y Lutacio al otro, regresó a Roma con más honra en lo personal que en lo público. Se propuso al pueblo una moción para eximirle de sanción por haber actuado ilegalmente como tribuno de la plebe y edil plebeyo mientras su padre, que había ocupado una silla curul, estaba, aunque él no lo supiera, todavía con vida. Una vez aprobada la moción de inmunidad, regresó a su provincia. El cónsul Cneo Servilio, en el Brucio, recibió la rendición de varias plazas, ahora que veían que la Guerra Púnica estaba llegando a su fin. Entre ellas estaban Cosenza, Aufugio, Berga, Besidia, Otrícoli, Linfeo, Argentano, Clamplecia y otras muchas ciudades desconocidas [se trata de las antiguas Consentia, Aufugium, Bergae, Besidiae, Ocriculum, Lymphaeum, Argentanum y Clampetia; solo se pueden identificar positivamente las actuales Cosenza, Otrícoli y Clampecia.-N. del T.]. También se enfrentó en una batalla contra Aníbal, en la vecindad de Crotona, de la que no existe un relato claro. Según Valerio Antíate, murieron quince mil enemigos, pero este combate tan importante pudiera ser una ficción desvergonzada o una omisión descuidada del analista. A cualquier efecto, Aníbal no realizó nada más en Italia, pues la delegación para llamarle de regreso a África resultó llegar al mismo tiempo que la de Magón.
[30,20] Se dice que rechinó sus dientes, se quejó y casi derramó lágrimas cuando escuchó lo que los enviados tenían que decir. Después que le hubieran entregado sus órdenes, exclamó: «los mismos que trataron de hacerme retroceder, dejando de proporcionarme soldados y dinero, son los que ahora me llaman, no por medios torcidos, sino clara y abiertamente. Así que ya veis, no es el pueblo romano, tantas veces derrotado y destrozado, el que ha vencido a Aníbal, sino el senado cartaginés con su maledicencia y envidia. Y no se enorgullecerá y gloriará tanto Escipión por mi regreso como Hanón, quien ha aplastado mi casa, ya que no podía hacerlo de otro modo, bajo las ruinas de Cartago». Había presagiado lo que iba a suceder y había dispuesto sus buques con antelación. Se desprendió de la parte inservible de sus tropas distribuyéndolas como guarniciones entre las pocas ciudades que, más por miedo que por lealtad, aún estaban con él. Llevó con él a África la fuerza principal de su ejército. Muchos, que eran naturales de Italia, se negaron a seguirlo y se retiraron al templo de Juno Lacinia, un santuario que hasta aquel día había permanecido inviolado. Allí, dentro mismo del recinto sagrado, fueron asesinados vilmente. Rara vez ha dejado nadie su país natal para marchar al exilio con tan sombrío dolor como el que manifestó Aníbal al partir del país de sus enemigos. Se dice que a menudo miraba atrás, a las costas de Italia, acusando a los dioses y a los hombres, maldiciéndose incluso a sí mismo por no haber llevado a sus hombres, bañados en sangre, directamente desde el victorioso campo de batalla de Cannas hasta Roma. Escipión, dijo, que mientras fue cónsul nunca había visto un cartaginés en Italia, había osado ir a África; entre tanto él, que había acabado con cien mil hombres en el Trasimeno y en Cannas, había envejecido frente a Casilino, Cumas y Nola. En medio de estas acusaciones y lamentos, abandonó su larga ocupación de Italia.
[30,21] La noticia de la partida de Magón llegó a Roma al mismo tiempo que la de Aníbal. La alegría con la que se recibió la noticia de esta doble partida, sin embargo, fue menor debido al hecho de que sus generales, por falta de valor o de fuerzas, no pudieron detenerlos pese a haber recibido órdenes expresas del Senado en tal sentido. Se produjo también un sentimiento de inquietud por la cuestión de que, ahora, todo el peso de la guerra recaía sobre un solo ejército y un único general. Justo en aquel momento llegó una comisión de Sagunto, que traía algunos cartagineses que habían desembarcado en Hispania con el propósito alquilar mercenarios y a los que habían capturado junto al dinero que llevaban. Fueron depositadas en el vestíbulo del Senado doscientas cincuenta libras de plata y ochenta de oro [81,75 kilos de plata y 26,16 kilos de oro.-N. del T.]. Después de haber entregado a los hombres, que fueron puestos en prisión, se devolvió el oro y la plata a los saguntinos. Se les concedió un voto de agradecimiento, fueron agasajados con regalos y se les proporcionaron barcos con los que regresar a Hispania. A continuación de este asunto, algunos de los senadores más ancianos recordaron a la Cámara una gran omisión: «Los hombres», dijeron, «recuerdan más vívidamente sus desgracias que las cosas buenas que les vienen. Recordamos el pánico y el terror que sentimos cuando Aníbal descendió sobre Italia. ¡Cuántas derrotas y luto siguieron! ¡Cuántas oraciones, públicas y privadas, elevamos todos y cada uno de nosotros al ver desde la Ciudad el campamento del enemigo! ¡¿Cuántas veces escuchamos en nuestras asambleas el lamento de los hombres, elevando sus manos al cielo y preguntándose si llegaría el día en que Italia se vería liberada de la presencia de su enemigo, floreciendo en paz y prosperidad?! Por fin, después de dieciséis años de guerra, los dioses nos han otorgado este don; y, sin embargo, nadie pide que se les agradezca. Si los hombres no recibían el actual presente con el corazón agradecido, mucho menos sería probable que recordaran los beneficios recibidos con retraso». Por aclamación de toda la Cámara, se ordenó al pretor Publio Elio que presentase una moción. Se decretó una acción de gracias durante cinco días en todos los pulvinares [eran una especie de lechos sobre los que se ponían imágenes y estatuillas de los dioses, y a los que se ofrecían banquetes y ofrendas.-N. del T.], y se sacrificaron ciento veinte víctimas mayores. Para aquel momento, Lelio había abandonado Roma junto a los embajadores de Masinisa. Al recibirse noticias de que se había visto en Pozzuoli una embajada de paz cartaginesa y que venía desde allí por tierra, se decidió llamar de vuelta a Lelio para que pudiera estar presente en el encuentro. Publio Fulvio Gilón, uno de los generales de Escipión, condujo a los cartagineses hasta Roma. Como se les prohibió entrar en la Ciudad, se les alojó en una casa de campo propiedad del estado, concediéndoseles una audiencia del Senado en el templo de Belona.
[30,22] Su discurso ante el Senado fue muy parecida al que habían hecho ante Escipión; rechazaron que el gobierno tuviese culpa alguna en la guerra, achacándola enteramente sobre Aníbal. «Él no tenía órdenes de su Senado para cruzar el Ebro, y mucho menos los Alpes. Por su propia cuenta había hecho la guerra no sólo contra Roma, sino también contra Sagunto; considerando atentamente la cuestión, el senado y el pueblo cartaginés habían mantenido el tratado con Roma hasta aquel día. Por consiguiente, sus instrucciones eran pedir, simplemente, que se les permitiera continuar en las mismas condiciones de la paz que las pactadas en la última ocasión con Cayo Lutacio». De acuerdo con la costumbre tradicional, el pretor dio, a todo el que lo deseó, permiso para interrogar a los embajadores; por los más ancianos miembros, que habían tomado parte en el acuerdo de los anteriores tratados, se formularon distintas preguntas. Los enviados, que eran casi todos hombres jóvenes, dijeron que no tenía ningún recuerdo de lo sucedido. Se desataron entonces fuertes protestas por toda la Curia; los senadores declararon que aquello era un caso de traición púnica: escogieron, para pedir la renovación del antiguo tratado, a hombres que ni siquiera recordaban sus términos.
[30,23] Se ordenó a los embajadores que se retiraran y se preguntó a los senadores su opinión. Marco Livio aconsejó que, como el cónsul Cayo Servilio era el más cercano, se le debía convocar a Roma para que pudiera estar presente durante el debate. Ningún tema había más importante que el anterior, y no le parecía compatible con la dignidad del pueblo romano que la discusión tuviese lugar en ausencia de los dos cónsules. Quinto Metelo, que había sido cónsul tres años antes y que también había sido dictador, expresó su opinión de que como Publio Escipión, tras destruir sus ejércitos y devastar sus tierras, había llevado al enemigo a la necesidad de pedir la paz, no había en el mundo nadie que pudiera formarse un juicio más fundado en cuanto a sus auténticas intenciones al abrir negociaciones, que el hombre que en aquel momento llevaba la guerra ante las puertas de Cartago. En su opinión, deberían seguir el consejo de Escipión, y no el de ningún otro, en cuanto a si debía aceptarse o rechazarse la oferta de paz. Marco Valerio Levino, que había desempeñado dos consulados, declaró que habían venido como espías y no como embajadores, e instó a que se les ordenase abandonar Italia y fuesen escoltados hasta sus naves, así como que se enviasen instrucciones escritas a Escipión para no relajar las hostilidades. Lelio y Fulvio agregaron que Escipión pensaba que la única esperanza de paz residía en que Magón y Aníbal no fueran llamados de vuelta; pero que los cartagineses emplearían cualquier subterfugio, mientras esperaban a sus generales y sus ejércitos, y proseguirían después la guerra, ignorando los tratados por recientes que fuesen y desafiando a todos los dioses. Estas declaraciones llevaron al Senado a aprobar la propuesta de Levino. Los embajadores fueron despedidos sin ninguna perspectiva de paz y casi sin respuesta [Livio difiere aquí sensiblemente de otras fuentes, como Casio Dión o Polibio, el más cercano temporalmente a los hechos, que relatan cómo sí se llegó a un acuerdo que posteriormente quedaría roto por la captura de un convoy romano.-N. del T.].
[30.24] El cónsul Cneo Servilio, plenamente convencido de que la gloria de restablecer la paz en Italia era suya, persiguió a Aníbal hasta Sicilia como si lo hubiera obligado a huir y con la intención de navegar desde allí hasta África. Cuando esto se supo en Roma, el Senado decidió que el pretor debía escribirle e informarle de que el Senado pensaba que lo adecuado era que permaneciese en Italia. El pretor dijo que Servilio podía no hacer caso a una carta suya [por ser su rango inferior al del cónsul.-N. del T.], y ante esto se resolvió nombrar dictador a Publio Sulpicio y que este, en virtud de su autoridad superior, llamara al cónsul de vuelta a Italia. El dictador pasó el resto del año visitando, acompañado por Marco Servilio, su jefe de la caballería, las diferentes ciudades de Italia que se habían separado de Roma durante la guerra, llevando a cabo una investigación caso por caso. Durante el armisticio, fueron enviados por el pretor Léntulo, desde Cerdeña, un centenar de buques de transporte que llevaban suministros e iban escoltados por veinte naves de guerra; llegaron a África sin sufrir daños del enemigo o de las tormentas. Cneo Octavio zarpó de Sicilia con doscientos transportes y treinta buques de guerra, pero no fue igual de afortunado. Disfrutó de una travesía favorable hasta llegar casi a la vista de África, donde cesaron los vientos; luego se levantó un ábrego [viento del suroeste.-N. del T.] que dispersó sus naves en todas direcciones. Gracias a los extraordinarios esfuerzos de los remeros contra el oleaje adverso, Octavio consiguió llegar al cabo Ras Zebib [el antiguo promontorio de Apolo, a unos 20 km. al oeste del cabo Farina.-N. del T.]. La mayor parte de los transportes se vieron arrastrados hasta Zembra, una isla que hace de rompeolas a la bahía donde está situada Cartago y que dista unas treinta millas de la ciudad [la antigua Egimuro, a unos 44,4 km. de Cartago.-N. del T.]. Otras fueron llevadas frente a la ciudad, hasta las «Aguas Calientes» [hoy Hamman Kourbes.-N. del T.]. Todo esto fue visto desde Cartago y una multitud, venida de todas las zonas de la ciudad, se reunió en el foro. Los magistrados convocaron al Senado; las personas que estaban en el vestíbulo del senado protestaban porque se permitiera escapar ante sus ojos tanto botín como tenían al alcance de sus manos. Algunos objetaron que aquello sería una violación de la fe mientras se celebraban las negociaciones de paz, otros estaban a favor de respetar la tregua que aún no había expirado. La asamblea popular estaba tan mezclada con el Senado que casi formaban un solo cuerpo, y se decidió por unanimidad que Asdrúbal debería dirigirse a Zembra con cincuenta buques de guerra y capturar las naves romanas que estaban esparcidas a lo largo de la costa o en los puertos. Los transportes que habían sido abandonados por sus tripulaciones fueron remolcados hacia Zembra donde posteriormente fueron llevados otros desde Aguas Calientes.
[30,25] Los embajadores no habían regresado aún de Roma y no se sabía si el Senado se había decidido por la paz o por la guerra; tampoco había finalizado la tregua pactada. Lo que más indignó a Escipión fue el hecho de que todas las esperanzas de paz habían quedado destruidas y todo respeto por la tregua burlado por los mismos hombres que habían pedido paz y tregua. Mandó de inmediato a Lucio Bebio, Marco Servilio y Lucio Fabio a Cartago para protestar. Como se arriesgaban a sufrir maltrato por la multitud y en vista de que se les evitase regresar, solicitaron a los magistrados, con cuya ayuda se había impedido la violencia, que les mandasen barcos que les escoltasen y protegieran de la violencia. Se les proporcionó dos trirremes y, cuando alcanzaban la desembocadura del Medjerda [el antiguo Bagradas.-N. del T.], desde donde era visible el campamento romano, los buques regresaron a Cartago. La flota cartaginesa estaba fondeada en Útica y, fuese como consecuencia de un mensaje secreto de Cartago, o porque Hanón actuase por propia iniciativa y sin la connivencia de su gobierno, tres cuatrirremes de la flota lanzaron un ataque por sorpresa contra un quinquerreme romano que estaba rodeando el promontorio. Sin embargo, no pudieron alcanzarlo por su mayor velocidad y su mayor altura impidió cualquier intento de abordaje. Mientras le duraron los proyectiles, el quinquerreme se defendió con brillantez, pero al faltarle aquellos nada le podría haber salvado, excepto la cercanía de tierra y el número de hombres que habían bajado desde el campamento hasta la orilla para observar. Los remeros llevaron el barco hasta la playa con todas sus fuerzas; la nave naufragó, pero los tripulantes escaparon ilesos. Así pues, por una fechoría tras otra, se disiparon todas las dudas sobre la ruptura de la tregua en cuanto Lelio y los cartagineses llevaron a su regreso de Roma. Escipión les informó de que, a pesar del hecho de que los cartagineses habían roto no solo la tregua que se habían comprometido a observar, sino incluso el derecho de gentes con su trato a los embajadores, él no tomaría por sí mismo ninguna acción en aquel caso, pues era incompatible con las mayores tradiciones de Roma y estaba en contra de sus propios principios. Luego los despidió y se dispuso a reanudar las operaciones. Aníbal estaba ya próximo a tierra y ordenó a un marinero que subiera al mástil y averiguase a qué parte del país se dirigían. El hombre informó que se dirigían a un sepulcro en ruinas. Aníbal, considerándolo como un mal presagio, le ordenó al piloto navegar más allá de aquel lugar y llevar la flota a Leptis [Leptis Magna, próxima a la actual Lemta.-N. del T.], donde desembarcó sus tropas.
[30,26] Todos los hechos antes descritos ocurrieron durante este año; los que siguen tuvieron lugar durante el año siguiente, cuando Marco Servilio, el jefe de la caballería, y Tiberio Claudio Nerón fueron cónsules -202 a.C.-. Hacia el final del año llegó una delegación de las ciudades griegas, aliadas nuestras, para quejarse de que sus territorios habían sido devastados y de que no se había permitido acercarse a Filipo a los embajadores que enviaron para exigir una reparación. También comunicaron que corría el rumor de que cuatro mil hombres, bajo el mando de Sópatro, habían zarpado rumbo a África para ayudar a los cartagineses, llevando con ellos una considerable suma de dinero. El Senado decidió enviar legados a Filipo para informarle de que consideraban aquellas medidas una violación de los términos del tratado. Se confió esta misión a Cayo Terencio Varrón, a Cayo Mamilio y a Marco Aurelio, a quienes se proporcionó tres quinquerremes. El año se hizo memorable por un enorme incendio, en el que las casas de la Cuesta Publicia fueron arrasadas por el fuego, y también por una gran inundación. Los alimentos, sin embargo, eran muy baratos, pues no sólo toda Italia estaba abierta, ahora que disfrutaba de paz, sino que se había enviado gran cantidad de grano desde Hispania que los ediles curules, Marco Valerio Faltón y Marco Fabio Buteón, repartieron al pueblo, barrio a barrio, a cuatro ases el modio. Este año se produjo la muerte de Quinto Fabio Máximo, a muy avanzada edad, de resultar cierto lo que afirman algunos autores: que había sido augur durante sesenta y dos años. Fue un hombre digno de tan gran sobrenombre, aun si hubiera sido el primero en llevarlo. Superó a su padre en distinciones e igualó a su abuelo [Quinto Fabio Máximo Gurges y Quinto Fabio Máximo Ruliano, respectivamente.-N. del T.]. Ruliano había logrado más victorias y combatido en batallas mayores, pero su nieto tuvo a Aníbal como enemigo y esto lo compensaba todo. Fue más famoso por su cautela que por su energía, y aunque pueda ser objeto de discusión si era de naturaleza lenta para la acción o si adoptó aquellas tácticas como más a propósito con el carácter de la guerra, nada es más cierto que esto, como dice Ennio, «un hombre, con su retraso, restauró la situación». Había sido a la vez augur y pontífice; su hijo, Quinto Fabio Máximo le sucedió como augur y Servio Sulpicio Galba como pontífice. Los Juegos Romanos y los Juegos Plebeyos fueron celebrados por los ediles Marco Sextio Sabino y Cneo Tremelio Flaco; los primeros durante un día y los últimos se repitieron durante tres días. Estos dos ediles fueron elegidos pretores junto con Cayo Livio Salinator y Cayo Aurelio Cota. Los autores están divididas en cuanto a quién presidió las elecciones, si lo hizo el cónsul Cayo Servilio o si, a causa de estar retenido en Etruria por los juicios por conspiración de los notables, que el Senado le había ordenado dirigir, nombró dictador a Publio Sulpicio para presidirlas.
[30.27] Al principio del año siguiente -202 a.C.-, los cónsules Marco Servilio y Claudio Tiberio convocaron al Senado en el Capitolio para decidir la asignación de las provincias. Como los dos querían África, estaban deseando sortear aquella provincia e Italia. Sin embargo, principalmente gracias a los esfuerzos de Quinto Metelo, nada se decidió sobre África; se ordenó a los cónsules que dispusieran con los tribunos de la plebe una votación del pueblo para que este decidiera quién debía dirigir la guerra en África. Las tribus votaron unánimemente a favor de Publio Escipión. A pesar de ello, el Senado decretó que los dos cónsules debían sortear y África recayó en Tiberio Claudio, quien debería cruzar allí con una flota de cincuenta buques, todos quinquerremes, desempeñando el mando con el mismo rango que Escipión. Etruria cayó a Marco Servilio. Cayo Servilio, que había tenido aquella provincia, vio extendido su mando para el caso de que el Senado debiera exigir su presencia en Roma. Los pretores se distribuyeron de la siguiente manera: Marco Sextio recibió la Galia y Publio Quintilio Varo debía entregar dos legiones que tenía allí; Cayo Livio debía guarnecer el Brucio con las dos legiones que Publio Sempronio había mandado allí el año anterior; Cneo Tremelio fue enviado a Sicilia y se encargó de las dos legiones de Publio Vilio Tápulo, el pretor del año anterior; Vilio, en condición de propretor, fue provisto de veinte barcos de guerra y mil hombres para la protección de la costa siciliana; Marco Pomponio debía llevar de vuelta a Roma mil quinientos hombres con los veinte buques restantes. La pretura urbana pasó a manos de Cayo Aurelio Cotta. Los otros mandos se mantuvieron sin cambios. Dieciséis legiones se consideraron suficientes este año para la defensa del imperio de Roma. Con el fin de que todas las cosas pudieran emprenderse y llevarse a cabo con el favor de los dioses, se decidió que antes de que los cónsules salieran en campaña deberían celebrar los Juegos y ofrecer los sacrificios que el dictador Tito Manlio había ofrecido durante el consulado de Marco Claudio Marcelo y Tito Quincio [en el 208 a.C.-N. del T.], si la República mantenía intacta su posición durante cinco años. Los Juegos se celebraron en el circo, durante cuatro días, y las víctimas prometidas a los dioses se sacrificaron debidamente.
[30,28] A lo largo de este tiempo, crecieron por igual la esperanza y el temor. Los hombres no podían decidir si se debían alegrar más porque, tras dieciséis años, Aníbal había abandonado finalmente Italia y dejaba su posesión indiscutible a Roma, o si debían temer el que hubiera desembarcado en África con su fuerza militar intacta. «Cambia la sede del peligro -decían- pero no el peligró en sí». Quinto Fabio, que acaba de morir, predijo cuán grande sería la lucha cuando declaró con tono oracular que Aníbal resultaría un enemigo más formidable en su propio país de lo que había sido en tierra extranjera. «Escipión no se las tendría que ver con Sífax, cuyos súbditos eran bárbaros indisciplinados y cuyo ejército estaba dirigido generalmente por Estatorio, que era poco más que un cantinero; ni con el escurridizo suegro de Sífax, Asdrúbal, y su turba medio armada de campesinos apresuradamente reclutados por los campos, sino que habría de enfrentarse con Aníbal, que prácticamente había nacido en los cuarteles de su padre, el más valiente de los generales; criado y educado en medio de las armas, soldado aún niño y general apenas salido de la adolescencia. Había pasado la flor de su virilidad de victoria en victoria, habiendo llenado Hispania, la Galia e Italia, desde los Alpes hasta el mar del sur con los recuerdos de grandes hazañas. Los hombres que mandaba eran tan veteranos como él, templados por tan innumerables dificultados que resulta increíble que los hombres las hubieran soportado, salpicados innumerables veces con sangre romana, cargados de los despojos arrancados de sus cuerpos, y no solo de soldados rasos, sino incluso de los generales. Escipión se enfrentaría en el campo de batalla a muchos de los que con sus propias manos habían dado muerte a los pretores, a los generales, a los cónsules de Roma, y que se adornaban ahora con coronas murales y vallares después de haber vagado a voluntad por los territorios y ciudades de Roma que capturaron. Todas las fasces que llevaban hoy ante sí los magistrados romanos no serían tantas como las que podría haber llevado Aníbal ante él, capturadas en el campo de batalla al dar muerte al imperator» [no nos resistimos aquí a emplear el título latino, que es el único que refleja la amplitud de lo que representaba a los ojos de un romano contemporáneo de los hechos narrados o de un romano culto como el propio Tito Livio.-N. del T.]. Preocupados por estos pronósticos sombríos, aumentaba su miedo y su inquietud. Y había otro motivo de aprensión. Se habían acostumbrado a ver transcurrir la guerra primero en un lugar de Italia y después en otro, sin demasiada esperanza de que terminara pronto. Ahora, sin embargo, los ánimos de todos estaban encendidos, con Escipión y Aníbal enfrentados como para librar el último y decisivo combate. Incluso aquellos que tenían la mayor confianza en Escipión y sostenían las mayores esperanzas en que resultara victorioso, se fueron poniendo más y más nerviosos conforme se daban cuenta de que se acercaba la hora fatídica. Los cartagineses se encontraban en un estado de ánimo muy similar. Cuando pensaban en Aníbal y en la grandeza de las hazañas que había ejecutado, se lamentaban de haber pedido la paz; pero cuando reflexionaban sobre el hecho de que habían sido derrotados dos veces en campo abierto, que Sífax había sido hecho prisionero, que les habían expulsado de Hispania y luego de Italia, que todo esto era el resultado de la decidida valentía de un hombre, y que aquel hombre era Escipión, le temían como si hubiera estado destinado desde su nacimiento a provocar su ruina.
[30,29]. Aníbal había llegado a Susa [la antigua Hadrumeto, en Túnez.-N. del T.], donde permaneció algunos días para que sus hombres se recuperasen de los efectos de la travesía, cuando mensajeros sin aliento anunciaron que todo el territorio alrededor de Cartago estaba ocupado por las armas romanas. Se dirigió de inmediato, a marchas forzadas, hacia Zama. Zama está a cinco días de marcha de Cartago. Los exploradores, que había enviado por delante para practicar un reconocimiento, fueron capturados por los puestos de avanzada romana y conducidos ante Escipión. Escipión los puso a cargo de los tribunos militares y dio órdenes para que fuesen llevados alrededor del campamento, donde pudiera mirar todo lo que quisieran sin temor. Después de preguntarles si lo habían examinado todo a su entera satisfacción, los envió, escoltados, de vuelta con Aníbal. El informe que le dieron no le resultó agradable de oír, pues resultó que aquel mismo día llegó Masinisa con una fuerza de seis mil infantes y cuatro mil jinetes. Lo que más inquietud le produjo era la confianza del enemigo que, como se vio claramente, no carecía de buenas razones para ello. Por lo tanto, a pesar de haber sido él el causante de la guerra, a pesar de que su llegada había trastornado la tregua y disminuido la esperanza de cualquier paz que se estuviera negociando, aún pensaba que estaría en mejor posición para obtener condiciones si pedía la paz mientras sus fuerzas estaban intactas que después de una derrota. Así pues, envió un mensajero a Escipión para solicitarle que le concediera una entrevista. Que lo hiciera por propia iniciativa u obedeciendo órdenes de su gobierno, yo no puedo asegurarlo taxativamente. Valerio Antíate dice que fue derrotado por Escipión en la primera batalla, con unas pérdidas de doce mil muertos y mil setecientos prisioneros, y que después de esto marchó, en compañía de diez legados, al campamento de Escipión. Comoquiera que sea, Escipión no se negó a la entrevista propuesta, y de común acuerdo los dos comandantes avanzaron sus campamentos el uno hacia el otro para que se pudieran encontrar más fácilmente. Escipión estableció su posición de no muy lejos de la ciudad de Sidi-Youssef [la antigua Naragara.-N. del T.] en un terreno que, además de otras ventajas, ofrecía un suministro de agua dentro del alcance de los proyectiles procedentes de las líneas romanas. Aníbal escogió cierto terreno elevado a unas cuatro millas de distancia [5.920 metros.-N. del T.], una posición segura y ventajosa excepto porque el agua la debía conseguir de lejos. Se determinó un punto a medio camino entre los campamentos que, para evitar alguna posibilidad de traición, quedaba a la vista de ambos bandos.
[30,30] Cuando sus respectivas escoltas se hubieron retirado a una distancia igual, ambos jefes avanzaron al encuentro del otro, acompañado cada uno por un intérprete; eran los más grandes generales, no solo de su propia época, sino de todos los que registra la historia antes de aquel día, pares de los más famosos reyes y generales que el mundo hubiera visto. Por unos instantes se contemplaron con admiración el uno al otro, en silencio. Aníbal fue el primero en hablar. «Si -dijo- el destino ha querido de esta manera que yo, quien fui el primero en hacer la guerra a Roma y que tan a menudo he tenido la victoria final casi al alcance de mi mano, sea ahora el primero en venir a pedir la paz, me felicito porque el destino te haya designado, entre todos los demás, como aquel a quien se la he de pedir. Entre tus muchas y brillantes distinciones no será este tu menor título de fama, el que Aníbal, a quien los dioses han concedido la victoria sobre tantos generales romanos, ceda ante ti, a quien ha correspondido poner fin a una guerra memorable ya antes por vuestras derrotas que por las nuestras. Así de irónica es la Fortuna, que tras tomar las armas cuando tu padre era cónsul, y teniéndole como mi adversario en mi primera batalla, sea su hijo ante quien vengo desarmado a pedir la paz. Hubiera sido mucho mejor que nuestros padres, por disposición de los dioses, se hubiesen contentado, vosotros con la soberanía de Italia y nosotros con la de África. Tal como están las cosas, ni siquiera para vosotros resultan Sicilia y Cerdeña una compensación adecuada por la pérdida de tantas flotas, tantos ejércitos y tantos y tan espléndidos generales. Pero es más fácil que lamentar el pasado que repararlo. Hemos codiciado lo ajeno, y después hemos tenido que combatir por lo nuestro; no solo la guerra os ha asolado a vosotros en Italia y a nosotros en África, sino que habéis visto las armas y estandartes de un enemigo casi dentro de vuestras puertas y sobre vuestras murallas, y nosotros escuchamos en Cartago los murmullos del campamento romano. Así que aquello que más detestamos por encima de todo, lo que vosotros hubieseis deseado antes que nada, ha sucedido ahora; la cuestión de la paz se discute ahora, cuando vuestra fortuna está en ascenso. Nosotros, a quienes más incumbe obtener la paz, somos los únicos en proponerla y tenemos plenos poderes para tratarla, lo que hagamos aquí lo ratificarán nuestros gobiernos. Cuanto necesitamos es ánimo para discutir las cosas con calma. En lo que a mí respecta, vuelto a una patria de la que marché cuando niño, los años y la experiencia de éxitos y fracasos me han desilusionado tanto que prefiero guiarme por la razón y no por la Fortuna. En cuanto a ti, tu juventud y continuo éxito te harán, me temo, impaciente ante consejos de paz. No es fácil, para el hombre a quien nunca decepciona la Fortuna, reflexionar sobre las incertidumbres y los accidentes de la vida. Lo que yo fui en el Trasimeno y en Cannas, lo eres tú hoy. Apenas tenías la edad suficiente para tomar las armas cuando recibiste el mando y, en todas tus empresas, hasta en las más osadas, la Fortuna nunca te ha fallado. Vengaste la muerte de tu padre y tu tío, y aquel desastre para tu casa se convirtió en la ocasión para que ganases una gloriosa fama por tu valor y tu piedad filial. Recuperaste las provincias perdidas de Hispania tras expulsar cuatro ejércitos cartagineses fuera del país. Luego fuiste elegido cónsul y, mientras que tus predecesores apenas tuvieron ánimo suficiente para defender Italia, tú cruzaste a África donde, tras destruir dos ejércitos y capturar e incendiar dos campamentos en una hora, hacer prisionero al poderoso monarca Sífax y robar de sus dominios y los nuestros numerosas ciudades, al fin me arrastraste fuera de Italia, tras haberla dominado durante dieciséis años. Es muy posible que en tu actual estado de ánimo prefieras la victoria a una paz justa; también sé la ambición que tiene por objeto lo que es grande y no lo que es conveniente; también sobre mí brilló una vez una fortuna como la tuya. Pero si, en el éxito, los dioses nos dan también sabiduría, hemos de reflexionar no solo sobre lo sucedido en el pasado, sino sobre lo que puede ocurrir en el futuro. Para tomar sólo un ejemplo, yo mismo soy un ejemplo suficiente de la inconstancia de la fortuna. Solo ayer tenía situado mi campamento entre tu ciudad y el Anio, y avanzaba mis estandartes contra las murallas de Roma; y aquí me ves, privado de mis dos hermanos, soldados valerosos y generales brillantes como eran, delante de las murallas de mi ciudad natal, que está casi asediada, y pidiendo en nombre de mi ciudad que pueda salvarse del destino con que yo amenacé la tuya. Cuanto mayor sea la buena fortuna de un hombre, menos debe contar con ella. La victoria te asiste y nos ha abandonado; para ti, el conceder la paz, será gloria y brillantez; para nosotros, que la pedimos, es más una dura necesidad que una rendición honrosa. Una paz asentada es algo mejor y más seguro que la esperanza de la victoria; aquella está en tus manos, esta en las de los dioses. No expongas la buena suerte de tantos años al azar de una sola hora. Consideras tus propias fuerzas, pero debes pensar también en la parte que juega la fortuna, e incluso Marte, en los vaivenes de la batalla. En ambos lados habrá espadas y hombres que las utilicen; en ninguna parte se cumplen menos las expectativas que en la guerra. La victoria no añadirá mucho a la gloria que ahora puedes obtener concediendo la paz, y la derrota te la puede quitar toda. La fortuna de una hora puede acabar con todos los honores que has ganado y todos los que puedes esperar. Concertar la paz depende enteramente de ti, Publio Cornelio, de lo contrario tendrás que aceptar cualquier suerte que te envíen los dioses. Marco Atilio Régulo, en este mismo suelo habría podido brindar un ejemplo casi único del éxito y del valor, si hubiera en la hora de la victoria otorgada la paz a nuestros padres cuando se la pidieron. Pero como no pusiera límite alguno a su prosperidad, ni frenara su alborozo por su buena suerte, la altura a la que aspiraba solo hizo su caída más terrible».
«Es aquel que otorga la paz, no el que la pide, quien dicta los términos; pero quizás no resulte inapropiado que nos impongamos una multa. Admitimos que sea vuestro todo aquello por lo que fuimos a la guerra: Sicilia, Cerdeña, Hispania y todas las islas que están entre África e Italia. Nosotros, los cartagineses, confinados dentro de las costas de África, nos contentamos, pues tal es el deseo de los dioses, con veros gobernar vuestro imperio por tierra y mar fuera de vuestras fronteras. Tengo que admitir que la falta de sinceridad mostrada recientemente, al pedir la paz y al no observar la tregua, justifican tus sospechas sobre la buena fe de Cartago. Pero, Escipión, la observancia fiel de la paz depende en gran medida del carácter de las personas que la buscan. He oído decir que vuestro Senado, a veces, se negó incluso a concederla porque los embajadores no eran del rango suficiente. Ahora es Aníbal quien la busca, y no la pediría si no creyera que era ventajosa para nosotros; y porque lo creo así, haré que se mantenga inviolada. Como yo iniciase la guerra y la dirigiera sin que nadie se lamentase, hasta que los dioses se mostraron celosos de mi éxito, así haré todo lo posible para evitar que nadie esté descontento de la paz procurada por mí».
[30,31] Ante tales argumentos, el comandante romano dio la siguiente respuesta: «No ignoraba, Aníbal, que era la esperanza de tu llegada lo que llevó a los cartagineses a romper la tregua y a turbar toda perspectiva de paz. De hecho, tú mismo lo admites, pues eliminas de los términos anteriormente propuestos todo aquello hace ya tiempo está en nuestro poder. Sin embargo, igual que tú deseas ansiosamente aliviar a tus compatriotas por tu mediación, yo debo cuidarme de que no tengan hoy las condiciones que primeramente acordaron, detraídas de las condiciones de paz en recompensa por su perfidia. ¡Indignos de merecer las antiguas condiciones, aún tratáis que vuestros engaños os aprovechen! Ni fueron nuestros padres los agresores en la guerra de Sicilia, ni fuimos nosotros los agresores en Hispania, sino primero los peligros que amenazaban a nuestros aliados mamertinos en un caso, y después la destrucción de Sagunto, en el otro, lo que motivó que tomásemos de manera justa y leal. Que, en cada caso, vosotros provocasteis la guerra, tú mismo lo admites y los dioses son testigos de ello; dieron a la guerra anterior un fin justo y equitativo, y están haciendo y harán lo mismo en esta. En cuanto a mí, no me olvido de cuán débiles criaturas son los hombres; no ignoro la influencia que ejerce la fortuna y los innumerables accidentes a los que están sujetas todas nuestras acciones. Si tú, por propia voluntad, hubieras evacuado Italia y embarcado tu ejército antes de que yo hubiese navegado hacia África, y después hubieras venido con propuestas de paz, admito que habría yo actuado con espíritu prepotente y arbitrario si las hubiese rechazado. Pero ahora que te he arrastrado hasta África, renuente y entre dudas antes de la batalla, no estoy obligado a mostrarte la más mínima consideración. Así pues, si además de las condiciones en que la paz podría haber sido concluida anteriormente, se añade la condición de una indemnización por el ataque a nuestros transportes, la ruptura de la tregua y el maltrato a nuestros embajadores durante el armisticio, tendré algo que presentar ante el consejo [de guerra.-N. del T.]. Si consideráis esto inaceptable preparaos para la guerra, pues habéis sido incapaces de soportar la paz». De esta manera, no se llegó a un entendimiento y los generales se reunieron con sus ejércitos. Informaron que la entrevista había sido infructuosa, que la cuestión sería decidida por las armas y que el resultado quedaba en manos de los dioses.
[30,32] A su regreso a sus campamentos, ambos emitieron la orden del día a sus tropas: «Debían disponer sus armas y acopiar valor para la lucha final y decisiva; si la suerte estaba con ellos, resultarían victoriosos no durante un día, sino para siempre; antes de la próxima noche sabrían si sería Roma o Cartago la que daría leyes a las naciones, pues no solo África e Italia, sino el mundo entero sería el premio de la victoria. Pero tan grande como el premio sería el peligro en caso de derrota, ya que los romanos no tendrían dónde escapar en aquella tierra extraña y desconocida y Cartago estaba haciendo su último esfuerzo, si este fallaba su destrucción sería inminente. Al día siguiente marcharon a la batalla los dos generales más brillantes y los dos ejércitos más fuertes que poseían las dos naciones más poderosas, para coronar aquel día los muchos honores que habían ganado o a perderlos para siempre. Los soldados pasaban de la esperanza al miedo, conforme mirasen a sus propias líneas o a las opuestas, comparando sus fuerzas más con la vista que con la razón, alegrándose y abatiéndose cada vez. El ánimo que no se podían dar por sí mismos, se lo proporcionaban sus generales con sus exhortaciones. El cartaginés recordó a sus hombres sus dieciséis años de victorias en suelo italiano, todos los generales romanos que habían caído y todos los ejércitos que habían quedado destruidos; cuando llegaba ante cualquier soldado que se hubiera distinguido en cualquier combate, recordaba sus valientes hazañas. Escipión les recordó la conquista de Hispania y las recientes batallas en África, mostrándoles la confesión enemiga de su debilidad, cuyo miedo les obligaba a pedir la paz y cuya innata falta de fidelidad a los pactos les impedía respetarla. Describió a su conveniencia la conferencia mantenida con Aníbal que, al ser privada, le dejaba el campo libre a la invención. Les señaló un presagio, declarándoles que los dioses habían concedido a los cartagineses los mismos auspicios que cuando sus padres combatieron en las islas Égates. El final de la guerra y de sus esfuerzos, les aseguró, había llegado; los despojos de Cartago estaban a su alcance, así como el regreso al hogar en la patria, con sus esposas, hijos y penates. Habló con la cabeza erguida y un rostro tan radiante que podríais suponer que ya había logrado la victoria. A continuación sacó a sus hombres, los asteros al frente, detrás de ellos los príncipes y los triarios cerrando la retaguardia.
[30,33] No formó las cohortes en densas líneas tras sus estandartes respectivos, sino que dejó un considerable intervalo entre los manípulos con el fin de que hubiera espacio para que los elefantes enemigos pudieran ser dirigidos entre ellos sin romper las filas. Lelio, que había sido uno de sus legados y que ahora desempeñaba la función de cuestor, sin sorteo, por un decreto del senado, estaba al mando de la caballería italiana en el ala izquierda, Masinisa y sus númidas fueron situados en la derecha. Los vélites, la infantería ligera de aquellos días, fueron dispuestos cubriendo los pasillos abiertos entre los manípulos, delante de los estandartes, con órdenes para retirarse cuando los elefantes cargasen y refugiarse entre las líneas de manípulos, o bien correr a derecha e izquierda de los estandartes y dejar así que los monstruos se enfrentasen a los dardos desde ambos flancos. Para dar a su línea un aspecto más amenazante, Aníbal situó sus elefantes al frente. Tenía ochenta en total, un número mayor del que nunca hubiera llevado a la batalla. Detrás de ellos estaban los auxiliares, ligures y galos mezclados con baleares y moros. La segunda línea estaba formada por los cartagineses y los africanos, junto con una legión de macedonios. A poca distancia detrás de ellos se situaron en reserva sus tropas italianas. Se trataba, principalmente, de brucios que lo habían seguido desde Italia más obligados por la necesidad que por su propia y libre voluntad. Al igual que Escipión, Aníbal cubrió sus flancos con su caballería: los cartagineses a la derecha, los númidas a la izquierda.
Diferentes palabras de aliento se precisaban en un ejército compuesto por tan diversos elementos, donde los soldados nada tenían en común, ni lenguaje, ni costumbres, ni leyes, ni armas, ni vestimenta, ni siquiera el motivo que los llevó a filas. A los auxiliares los atrajo con la paga que recibirían y, aún más, con el botín que lograrían. En el caso de los galos, hizo un llamamiento a su odio instintivo y particular contra los romanos. A los ligures, procedentes de las montañas salvajes, les decía que contemplasen las fértiles llanuras de Italia como recompensa por la victoria. A los moros y los númidas los amenazaba con la perspectiva de quedar bajo la desenfrenada tiranía de Masinisa. Cada nacionalidad se dejaba influir por sus esperanzas y temores. Los cartagineses estaban situados a plena vista de las murallas de su ciudad, de sus hogares, los sepulcros de sus padres, sus esposas e hijos, la alternativa de la esclavitud y la destrucción o el imperio del mundo. No había término medio, tenían todo por esperar y todo por temer. Mientras el general se dirigía así a los cartagineses, y los jefes de cada nacionalidad transmitían sus palabras a sus propias gentes y a las extranjeras mezcladas con ellas, principalmente mediante intérpretes, sonaron las trompetas y cuernos de los romanos, formando tal estrépito y griterío que los elefantes, se volvieron contra los suyos que estaban detrás, sobre todo en el ala izquierda compuesta por moros y númidas. Masinisa no tuvo dificultad alguna para convertir aquel desorden en fuga, despojando así a la izquierda cartaginesa de su caballería. Algunos de los animales, sin embargo, no mostraron miedo y fueron azuzados contra las filas de vélites, entre los que produjeron grandes destrozos pese a las muchas heridas que recibieron. Los vélites, para evitar morir pisoteados, saltaron tras los manípulos y dejaron así un pasillo a los elefantes, desde cuyos ambos lados llovieron dardos sobre las bestias. Los manípulos frontales no dejaron tampoco de descargar proyectiles hasta que aquellos animales fueron también expulsados de las líneas romanas contra sus propias líneas, poniendo en fuga a la caballería cartaginesa que cubría el ala derecha. Cuando Lelio vio la confusión de la caballería enemiga, se apresuró a aprovecharse de ella.
[30.34] Cuando las líneas de infantería se cerraron, los cartagineses quedaron expuestos en ambos flancos, debido a la huida de la caballería, y desequilibrados en esperanzas y fuerzas. Otras circunstancias, también, aparentemente triviales por sí mismas, pero de considerable importancia en combate, dieron ventaja a los romanos. Sus gritos formaron un solo, mayor y más intimidante; los del enemigo, proferidos en varios idiomas, eran simplemente disonantes. Los romanos mantuvieron sus posiciones, pues combatían y presionaban al enemigo con el mero peso de sus armas y cuerpos; por el otro lado, había más agilidad y movilidad que reciedumbre en la lucha. Como consecuencia de ello, los romanos hicieron que el enemigo cediera terreno en su primera carga, empujándoles después con sus escudos y hombros, avanzando sobre el terreno que habían desalojado y adelantándose considerablemente sin encontrar resistencia. Cuando los que estaban en la parte de atrás se dieron cuenta del movimiento de avance, empujaron a su vez quienes tenían delante, aumentando considerablemente la fuerza de la presión. Los africanos y cartagineses que formaban la segunda línea no ayudaron a los auxiliares enemigos que se retiraban. De hecho, tan lejos se mostraron de apoyarles que también ellos retrocedieron, temiendo que el enemigo, después de matar a quienes resistían obstinadamente en primera línea, llegara hasta ellos. Ante esto, los auxiliares se retiraron de repente y dieron media vuelta; algunos se refugiaron dentro de la segunda línea, otros, a los que no se les permitió, empezaron a matar a los que se negaban a dejarlos pasar tras haberse negado a apoyarles. Había ahora en marcha dos batallas: la que los cartagineses debían librar contra el enemigo y, al mismo tiempo, la que libraban contra sus propias tropas. Aun así, no admitieron a estos fugitivos enloquecidos dentro de sus líneas; cerraron la formación y los empujaron hacia las alas, más allá del terreno donde se combatía, temiendo que sus líneas descansadas y sin debilitar se pudieran desmoralizar al introducirse entre ellas hombres atacados por el terror y heridos.
El terreno donde habían estado situados los auxiliares había quedado bloqueado con tantos cuerpos y armas amontonadas que era casi más difícil cruzarlo de lo que había sido abrirse paso entre enemigos en formación. Los asteros que componían la primera línea siguieron al enemigo, avanzando cada hombre lo mejor que podía sobre los montones de cuerpos y armas, y sobre el suelo manchado de sangre resbaladiza, hasta que los estandartes y manípulos quedaron en total confusión. Incluso las insignias de los príncipes empezaron a desplazarse de acá para allá, al ver la irregular línea del frente. En cuanto Escipión observó esto, ordenó que tocasen a retirada para los asteros y, tras llevar los heridos a retaguardia, situó a los príncipes y triarios en las alas, para que los asteros del centro se vieran apoyados y protegidos por ambos flancos. Así comenzó nuevamente la batalla por completo, pues los romanos lograron por fin llegar hasta sus auténticos enemigos, que estaban a su altura en armamento, experiencia y reputación militar, y que tenían tanto que ganar y que temer como ellos mismos. Los romanos, sin embargo, tenía superioridad en número y en confianza, pues su caballería había derrotado ya a los elefantes y ellos estaban luchando contra la segunda línea del enemigo después de derrotar a la primera.
[30,35] Lelio y Masinisa, que habían seguido a la derrotada caballería hasta una distancia considerable, regresaron ahora de la persecución en el momento justo y atacaron al enemigo por la retaguardia. Esto decidió finalmente la acción. El enemigo fue derrotado, muchos resultaron rodeados y muertos en combate, los que se dispersaron huyendo por campo abierto fueron muertos por la caballería, que ocupaba todas las zonas. Más de veinte mil de los cartagineses y sus aliados murieron en ese día, y casi tantos fueron hechos prisioneros. Se capturaron ciento treinta y dos estandartes y once elefantes. Los vencedores perdieron mil quinientos hombres. Aníbal escapó en la confusión con unos cuantos jinetes y huyó a Susa. Antes de abandonar el campo había hecho todo lo posible, tanto en la batalla misma como en su preparación. El mismo Escipión confesó, y todos expertos militares estaban de acuerdo, que Aníbal había demostrado una singular destreza en la disposición de sus tropas. Situó a sus elefantes por delante, para que su carga irregular y su fuerza irresistible hicieran imposible a los romanos mantener sus filas y el orden de su formación, en los que residía su fortaleza y confianza. Luego dispuso a los mercenarios delante de sus cartagineses, con el fin de que a esta fuerza variopinta, procedente de todas las naciones y mantenida junta por su sueldo, que no por un espíritu de lealtad, no le resultara fácil escapar. Al tener que sostener el primer contacto, desgastarían el ímpetu del enemigo y, aunque no hicieran otra cosa, embotarían las espadas enemigas con sus heridas. Luego vinieron las tropas cartaginesas y africanas, el pilar de sus esperanzas. Iguales en todos los aspectos a sus adversarios, teniendo incluso ventaja en la medida en que llegarían frescos a la acción contra un enemigo debilitado por las heridas y el cansancio. En cuanto a las tropas italianas, tenía sus dudas sobre si se comportarían como amigas o enemigas y, por tanto las retiró a la línea más retrasada. Después de dar esta prueba final de su valor, Aníbal huyó, como se ha dicho, hacia Susa. De aquí fue convocado a Cartago, ciudad a la que regresó treinta y seis años después de haberla dejado cuando era niño. Admitió francamente en el Senado que no solo había perdido una batalla, sino toda la guerra, y que su única posibilidad de salvación radicaba en la obtención de la paz.
[30.36] Desde el campo de batalla, Escipión procedió de inmediato a tomar por asalto el campamento de los enemigos, donde se obtuvo una inmensa cantidad de botín. Luego regresó a sus barcos, después de haber recibido noticias de que Publio Léntulo había llegado desde Útica con cincuenta buques de guerra y cien transportes cargados con suministros de todo tipo. Lelio fue enviado para llevar la noticia de la victoria de Escipión, quien, pensando que el pánico en Cartago debía ser aumentado amenazando la ciudad por todos los lados, ordenó a Octavio que hiciera marchar las legiones hacía allí por tierra, mientras él en persona navegaba desde Útica con su vieja flota, reforzada por la escuadra que Léntulo había traído, poniendo proa al puerto de Cartago. Cuando ya se aproximaba a él, se encontró con un buque decorado con bandas de lana blanca y ramas de olivo. En ella iban los diez hombres más importantes de la ciudad, que, por consejo de Aníbal, habían sido enviados como embajada para pedir la paz. Tan pronto se hallaron cerca de la popa del buque del general, alzaron los emblemas suplicantes y clamaron implorando la piedad y protección de Escipión. La única respuesta que se les dio era que debía ir a Túnez, pues Escipión estaba a punto de trasladar a su ejército a ese lugar. Manteniendo su rumbo, entró en el puerto de Cartago con el fin de estudiar la situación de la ciudad [el original latino emplea “provectus in portum”, como texto intercalado; esto no quiere decir que llegase a atracar, sino que navegó por el interior del puerto.-N. Del T.], no tanto con el propósito de obtener información como de desalentar al enemigo. Luego navegó de regreso a Útica, llamando también a Octavio de vuelta allí. De camino este último hacia Túnez, se le informó que Vermina, el hijo de Sífax, iba a venir en ayuda de los cartagineses con una fuerza compuesta principalmente de caballería. Octavio atacó a los númidas sobre la marcha con parte de su infantería y toda su caballería. La acción tuvo lugar el primer día de las saturnales [el 17 de diciembre.-N. del T.] y terminó rápidamente con la derrota completa de los númidas. Estando totalmente rodeados por la caballería romana, todas las vías de escape les quedaron cerradas; murieron quince mil y fueron hechos prisioneros mil doscientos, se capturaron también mil quinientos caballos y setenta y dos estandartes. El propio régulo escapó con unos pocos jinetes. Los romanos volvieron a ocupar su antiguo campamento en Túnez, donde una embajada compuesta por treinta legados de Cartago se entrevistaron con Escipión. A pesar de que adoptaron un tono mucho más humilde que en la ocasión anterior, como exigía su situación desesperada, fueron escuchados con mucha menos simpatía por culpa de su reciente perfidia. Al principio, el consejo de guerra, movido por una justa indignación, estuvo a favor de la completa destrucción de Cartago. No obstante, cuando reflexionaron sobre la magnitud de la tarea y la cantidad de tiempo que llevaría el asedio de una ciudad tan fuerte y bien amurallada, sintieron muchas dudas. El mismo Escipión temía que pudiera llegar su sucesor y reclamar la gloria de dar término a la guerra, después que le hubiera sido preparado el camino mediante los esfuerzos y peligros de otro hombre. Así que se produjo un veredicto unánime en favor de que se hiciera la paz.
[30.37] Al día siguiente, se convocó nuevamente a los embajadores ante el consejo y se les reprendió severamente por su falta de fidelidad y honestidad, exhortándoles a que aprendieran de corazón la lección de sus numerosas derrotas y creyeran en el poder de los dioses y la justicia de los juramentos. Después, se les declararon las condiciones de paz: vivirían en libertad bajo sus propias leyes; seguirían poseyendo todas las ciudades y todos los territorios que habían poseído antes de la guerra, y los romanos cesarían desde aquel mismo día en sus saqueos. Debían devolver a los romanos todos los desertores, refugiados y prisioneros, entregarían todos sus buques de guerra, conservando solo diez trirremes; entregarían todos sus elefantes adiestrados, comprometiéndose al mismo tiempo a no entrenar más. No habrían de hacer la guerra, ni dentro ni fuera de las fronteras de África, sin el permiso del pueblo romano. Deberían devolver todas sus posesiones a Masinisa y hacer un tratado con él. En espera del regreso de los enviados de Roma, debían abastecer de grano y pagar a los auxiliares del ejército romano. También debían pagar una indemnización de guerra de diez mil talentos de plata [270.000 kg.-N. del T.], efectuándose el pago en cuotas anuales iguales durante cincuenta años. Debían entregar un centenar de rehenes, que serían elegidos por Escipión, con edades de entre catorce y treinta años. Finalmente, él se comprometía a concederles un armisticio si se devolvían los transportes capturados durante la tregua anterior, con todo lo que contenían. De lo contrario no habría tregua ni esperanzas de paz.
Cuando los enviados regresaron con aquellos términos y los expusieron ante la Asamblea, Giscón se adelantó y protestó contra las propuestas de paz. El pueblo, inquieto y cobarde, le escuchaba favorablemente cuando Aníbal, indignado porque se expusieran aquellos argumentos en una crisis tal, lo agarró y lo arrastró por la fuerza fuera de la tribuna elevada. Este era un espectáculo inusual en una ciudad libre y el pueblo expresó visiblemente su desaprobación. El soldado, sorprendido por la libre expresión de su opinión por parte de sus conciudadanos, les dijo: «Os dejé cuando tenía nueve años y he regresado ahora, después de una ausencia de treinta y seis años. Del arte de la guerra, que me enseñaron desde mi infancia tanto mis actividades públicas como privadas, creo estar bastante bien informado. De vosotros debo aprender las reglas, las leyes y las costumbres de la vida cívica y del foro». Tras excusar así su inexperiencia, se refirió a los términos de paz y les demostró que no eran irrazonables y que su aceptación era una necesidad. La mayor dificultad de todas se refería a los transportes capturados durante la tregua, pues no se encontró nada, aparte de los mismos buques, y cualquier indagación sería dificultosa pues los que resultarían acusados serían los enemigos de la paz. Se decidió que los barcos serían devueltos y que, en cualquier caso, se buscaría a sus tripulaciones. Se dejaría a Escipión valorar todo el resto desaparecido y los cartagineses pagarían el monto en efectivo. Según algunos autores, Aníbal marchó a la costa directamente desde el campo de batalla y, abordando un buque que ya estaba listo, zarpó de inmediato hacia la corte del rey Antíoco; cuando Escipión insistió, sobre todo, en su entrega, se le dijo que Aníbal no estaba en África.
[30.38] Tras el regreso de los embajadores ante Escipión, los cuestores recibieron órdenes para realizar un inventario de los bienes públicos propiedad del Estado existentes en los transportes, debiendo notificarse a sus propietarios todos los bienes privados. Se hizo una recaudación de veinticinco mil libras de plata, equivalentes al valor pecuniario [8.175 kg.-N. del T.], y se concedió a los cartagineses un armisticio de tres meses. Se añadió una condición adicional: que mientras estuviera en vigor el armisticio no habían de enviar emisarios a ningún lugar, excepto a Roma, y que si llevaba cualquier emisario a Cartago no debían dejarle partir hasta que se hubiera informado al comandante romano del objeto de su visita. Los embajadores cartagineses fueron acompañados a Roma por Lucio Veturio Filón, Marco Marcio Rala y Lucio Escipión, el hermano del general. Durante este tiempo, los suministros que llegaron de Sicilia y Cerdeña abarataron tanto el precio de los suministros que los comerciantes dejaron el grano a los marineros a cambio del flete de la carga. Las primeras noticias sobre la reanudación de las hostilidades por parte de Cartago produjeron un considerable malestar en Roma. Se ordenó a Tiberio Claudio que llevara una flota, sin pérdida de tiempo, a Sicilia y desde allí a África; al otro cónsul se le ordenó permanecer en la Ciudad hasta que se conociera definitivamente el estado de cosas en África. Tiberio Claudio fue muy lento al disponer su flota y hacerse a la mar, pues el Senado había decidido que fuera Escipión y no él, aunque era el cónsul, quien quedase facultado para fijar los términos de la paz que se debían otorgar. La inquietud general ante las noticias de África se incrementó a causa de los rumores sobre diversos portentos. En Cumas, el disco solar disminuyó su tamaño y se produjo una lluvia de piedras; en territorio de Velletri [la antigua Veliterno.-N. del T.] cedió el suelo y se formó una inmensa caverna por donde se precipitaron los árboles; en Ariccia, el foro y las tiendas de alrededor fueron alcanzadas por el rayo, así como partes de la muralla de Frosinone y una de las puertas; se produjo también una lluvia de piedras en el Palatino. Este último portento fue expiado, según la costumbre tradicional, mediante oraciones continuas y sacrificios durante nueve días; el resto lo fue mediante el sacrificio de víctimas mayores. En medio de todos estos prodigios, se produjo una crecida tan fuerte que fue interpretada en clave religiosa. El Tíber se elevó tan alto que se inundó el Circo, haciéndose arreglos para celebrar los Juegos de Apolo fuera de la puerta Colina, en el templo de Venus Erucina. Llegado el día de los juegos, el cielo se despejó repentinamente y la procesión que había partido hacia la puerta Colina fue hecha volver y llevada hacia el Circo, pues se anunció que el agua había bajado. El regreso del espectáculo solemne a su lugar apropiado alegró al pueblo y aumentó el número de espectadores.
[30,39] Finalmente, el cónsul partió de la Ciudad. Quedó, sin embargo, atrapado por una violenta tormenta entre los puertos de Cosa y Loreto, expuesto al mayor de los peligros, pero logró llegar al puerto de Piombino [la antigua Populonia.-N. del T.], donde quedó anclado hasta que pasó la tempestad. Desde allí navegó a Elba, luego a Córcega y de allí a Cerdeña. Aquí, mientras rodeaba los Montes Gennargentu [llamados antiguamente Insanos.-N. del T.], le sorprendió una tormenta aún más violenta y en lugar más peligroso. Su flota se dispersó, muchos de sus barcos quedaron desarbolados y perdieron sus aparejos, algunos fueron destruidos totalmente. Con su flota agitada así por la tempestad y destrozada, se refugió en Cagliari [la antigua Caralis, en Cerdeña.-N. del T.]. Mientras reparaba aquí sus naves le alcanzó el invierno. Su año de mandato expiró y, como no recibiera ninguna prórroga del mando, llevó su flota de regreso a Roma convertido en un particular. Antes de partir hacia su provincia, Marco Servilio nombró dictador a Cayo Servilio con el fin de evitar que le llamaran para celebrar las elecciones. El dictador nombró a Publio Elio Peto jefe de la caballería. A pesar de que se fijaron distintas fechas para las elecciones, el mal tiempo impidió que se celebraran. En consecuencia, cuando los magistrados abandonaron el cargo la víspera de los idus de marzo [el 14 de marzo.-N. del T.] no se habían designado otros nuevos y la república estaba sin ningún tipo de magistrados curules. El pontífice Tito Manlio Torcuato murió este año y su lugar fue ocupado por Cayo Sulpicio Galba. Los Juegos Romanos fueron celebrados tres veces por los ediles curules Lucio Licinio Lúculo y Quinto Fulvio. Algunos de los escribas y mensajeros de los ediles fueron encontrados culpables, por el testimonio de testigos, de sustraer dinero del erario público, no sin infamia para el edil Lúculo. Se encontró que los ediles plebeyos, Publio Elio Tuberón y Lucio Letorio, habían sido nombrados irregularmente y renunciaron al cargo. Antes de que esto sucediera, sin embargo, habían celebrado los Juegos plebeyos y el festival de Júpiter, habiendo colocado también en el Capitolio tres estatuas hechas de la plana pagada en multas. El dictador y el jefe de la caballería fueron autorizados por el Senado para celebrar los Juegos en honor de Ceres.
[30.40] A la llegada de los enviados romanos de África, junto con los cartagineses, el Senado se reunió en el templo de Belona. Lucio Veturio Filón informó de que Cartago había hecho su último esfuerzo, que se había librado una batalla contra Aníbal y que, por fin, se había dado término a esta guerra desastrosa. Tal anuncio fue recibido por los senadores con gran alegría y Veturio informó de otra victoria, aunque comparativamente menos importante, a saber, la derrota de Vermina, el hijo de Sífax. Se le pidió que fuera hasta la Asamblea y que hiciera partícipe al pueblo de las buenas noticias. Entre la alegría general, se abrieron todos los templos de la Ciudad y se ordenaron acciones de gracia durante tres días. Los enviados de Cartago y los de Filipo, que también había llegado, solicitaron audiencia del Senado. El dictador, a instancias del Senado, les informó de que se la concederían los nuevos cónsules. A continuación, se celebraron las elecciones y Cneo Cornelio Léntulo y Publio Elio Peto fueron nombrados cónsules. Los pretores electos fueron Marco Junio Peno, a quien correspondió la pretura urbana; Marco Valerio Faltón, a quien correspondió el Brucio; Marco Fabio Buteo, que recibió Cerdeña, y Publio Elio Tuberón, sobre quien recayó Sicilia. En cuanto a las provincias de los cónsules, se acordó que no debía hacerse nada hasta que los enviados de Filipo y los de Cartago hubieran obtenido audiencia. Tan pronto como se daba fin a una guerra, surgía la perspectiva del comienzo de otra. El cónsul Cneo Léntulo deseaba intensamente obtener África como su provincia; si la guerra continuaba él esperaba lograr una fácil victoria y si llegaba a su fin ansiaba obtener la gloria de finalizar un conflicto tan grande. Se negó a tratar ningún asunto hasta que no se le hubiera decretado África como su provincia. Su colega, hombre moderado y sensato, cedió cuando vio que aquel intento de arrebatarle la gloria a Escipión no solo resultaba lamentable sino también desigual. Dos de los tribunos de la plebe, Quinto Minucio Termo y Manlio Acilio Glabrión, declararon que Cneo Cornelio intentaba aquello en lo que había fracasado Tiberio Claudio, y que después que el Senado hubiera autorizado que el asunto del mando supremo en África fuera remitido a la Asamblea, las treinta y cinco tribus habían votado unánimemente por Escipión. Después de numerosos debates, tanto en el Senado como en la asamblea, se resolvió finalmente dejar el asunto al Senado. Se dispuso que los senadores habrían de votar bajo juramento, siendo su decisión que los cónsules debían llegar a un entendimiento mutuo o, en su defecto, deberían recurrir a sortear cuál de ellos tendría Italia y cuál tomaría el mando de la flota de cincuenta naves. Al que se asignara la flota debía navegar a Sicilia y, si no resultase posible hacer la paz con Cartago, se dirigiría a África. El cónsul actuaría por mar; Escipión, conservando sus plenos poderes, llevaría a cabo la campaña por tierra. Si se acordaban los términos de la paz, los tribunos de la plebe preguntarían al pueblo si era su voluntad que la paz fuese otorgada por el cónsul o por Escipión. Igualmente, debían consultarles para que decidieran, en caso de que se trajera el ejército victorioso desde África, quién debía traerlo. Si el pueblo decidía que la paz debía ser concluida por Escipión y que también él debía traer el ejército de vuelta, el cónsul no navegaría hacia África. El otro cónsul, al que había correspondido Italia como provincia, tomaría el mando de las dos legiones del pretor Marco Sextio.
[30,41] Escipión recibió una prórroga de su mando y mantuvo los ejércitos que tenía en África. Las dos legiones del Brucio que habían estado al mando de Cayo Livio fueron trasladadas al del pretor Marco Valerio Faltón, y las dos legiones de Sicilia, bajo el mando de Cneo Tremilio, debían ser asumidas por el pretor Publio Elio. La legión de Cerdeña, mandada por el propretor Publio Léntulo, fue asignada a Marco Fabio. Marco Servilio, el cónsul del año anterior, seguiría al mando de sus dos legiones en Etruria. En lo que respecta a Hispania, Lucio Cornelio Léntulo y Lucio Manlio Acidino habían permanecido allí durante varios años, así que los cónsules acordarían con los tribunos preguntar a la asamblea para que decidiera quién debía tener el mando en Hispania. El general nombrado debía formar una legión de romanos, además de los dos ejércitos, y quince cohortes de los aliados latinos, con los que mantener la provincia; Lucio Cornelio y Lucio Manlio deberían traer de vuelta a Italia a los soldados más veteranos. Cualquiera que fuese el cónsul que recibiera África como provincia, debía elegir cincuenta barcos de entre las dos flotas, a saber, la que mandaba Cneo Octavio en aguas africanas y la que, con Publio Vilio, vigilaba la costa siciliana. Publio Escipión mantendría los cuarenta buques de guerra que tenía. En caso de que el cónsul deseara que Cneo Octavio siguiera al mando de su flota, lo haría con rango de propretor; si le daba el mando a Lelio, entonces Octavio partiría hacia Roma y traería de vuelta los barcos que el cónsul no quisiera. También se asignarían diez barcos de guerra a Marco Fabio, para Cerdeña. Además de las fuerzas arriba mencionadas, se ordenó a los cónsules que alistaran dos legiones urbanas para que aquel año hubiera a disposición de la república catorce legiones y cien barcos de guerra.
[30.42] Luego se discutió el orden de recepción de las embajadas de Filipo y de los cartagineses. [-201 a.C.-; recuérdese que se había decretado la audiencia a los embajadores una vez los cónsules hubieran tomado posesión del cargo.-N. del T.] Se decidió que se recibiría en primer lugar a los macedonios. Su discurso trató sobre varios puntos. Empezaron negando toda responsabilidad por los saqueos en los países aliados de los que se habían quejado al rey los legados romanos. A continuación, fueron ellos mismos los que presentaron quejas contra los aliados romanos y otras aún más graves contra Marco Aurelio, uno de los tres embajadores, de quien dijeron que se había quedado allí y, tras alistar un cuerpo de tropas, empezó las hostilidades en su contra, violando los términos del tratado y combatiendo en varios enfrentamientos contra sus generales. Finalizaron con una petición: que los macedonios y su general Sópatro, que habían servido como mercenarios bajo el mando de Aníbal y permanecían por entonces prisioneros, les fueran devueltos. En respuesta, Marco Furio, que había sido enviado desde Macedonia por Aurelio para que lo representase, señaló que Aurelio sin duda se había quedado atrás, pero que fue con el fin de impedir que los aliados de Roma desertaran con el rey a consecuencia de los daños y saqueos que estaban sufriendo. Señaló también que no había pasado de sus fronteras; pero que se había encargado de que ninguna horda de saqueadores las cruzasen impunemente. Sópatro, que era uno de los nobles purpurados que estaban cerca del trono y próximo al monarca, había sido enviado recientemente a África para ayudar a Aníbal y a Cartago con dinero, así como con una fuerza de cuatro mil macedonios.
Al ser interrogados sobre estas cuestiones, los macedonios dieron respuestas evasivas y poco satisfactorias; por lo tanto, la respuesta que recibieron del Senado no fue nada favorable. Se les dijo que su rey estaba buscando la guerra y que, si seguía como hasta entonces, muy pronto la encontraría. Era responsable de violar el tratado en dos aspectos: de una parte, por haber cometido una flagrante agresión contra los aliados de Roma mediante el empleo hostil de las armas; además, había ayudado a los enemigos de Roma con hombres y dinero. Escipión estaba actuando correcta y legítimamente al tratar como enemigos a los capturados en armas contra Roma y mantenerlos encadenados. Marco Aurelio también estaba actuando en interés de la república, y el Senado se lo agradecía, al conceder protección armada a los aliados de Roma cuando las disposiciones de los tratados carecían de poder para defenderlos. Con esta severa respuesta fueron despedidos los embajadores de Macedonia. A continuación fueron llamados los cartagineses. En cuanto vieron su edad, apariencia y rango, pues se trataba de los hombres más notables del Estado, los senadores comprendieron que ahora ya se trataba efectivamente la paz. Destacaba entre todos ellos Asdrúbal, a quien sus compatriotas le había otorgado el sobrenombre de «Haedus» [cabrito, la cría de la cabra.-N. del T.]. Siempre había sido un defensor de la paz y un opositor del partido Bárcida. Esto dio a sus palabras un peso adicional, cuando se deslindó de toda responsabilidad por la guerra en nombre de su gobierno y la achacó a unos cuantos individuos ambiciosos,
Su discurso resultó variado y elocuente. Rechazó algunos de los cargos, admitió otros para que la negación de hechos fehacientemente demostrados no llevara a dificultar el perdón. Exhortó a los senadores a emplear su buena fortuna con espíritu de moderación y continencia. «Si los cartagineses -continuó- hubieran escuchado a Hanón y a mí mismo, y hubiesen estado dispuestos a aprovechar su oportunidad, podrían haber dictado los términos de paz que ahora os pedimos. Rara vez se conceden a los hombres, a un tiempo, la buena fortuna y el buen sentido. Lo que hace a Roma invencible es el hecho de que su pueblo no pierde el buen juicio en los momentos favorables. Y sería sorprendente que fuera de otra forma, pues aquellos para quienes la buena fortuna es cosa novedosa se volverían locos de placer al no estar acostumbrados; pero para vosotros, romanos, la alegría de la victoria es una costumbre, casi podría decir que una experiencia corriente. Habéis extendido vuestro dominio más por la clemencia en favor de los vencidos que por la propia victoria». Los otros se expresaron con expresiones más patéticas, calculadas para provocar compasión. Recordaron a su audiencia la posición de poder e influencia desde la que había caído Cartago. Aquellos, dijeron, que hasta hacía poco habían tenido el mundo entero sometido a sus armas, ahora nada tenían, excepto las murallas de su ciudad. Confinados dentro de estas, no veían nada, por tierra o por mar, que fuera de su propiedad. Incluso su ciudad, sus dioses penates y sus hogares, solo los pondrían conservar si el pueblo romano estaba dispuesto a salvarlos; de lo contrario, lo perderían todo. Como se hizo evidente que los senadores se llenaron de compasión, uno de ellos, exasperado por la perfidia de los cartagineses, se dice que gritó: «¡¿Por qué dioses juraréis observar el tratado, pues habéis faltado a aquellos por los que antes jurasteis?!». «Por los mismos que antes -replicó Asdrúbal- pues tan hostiles son a quienes violan los tratados».
[30,43] Aunque todos estaban a favor de la paz, el cónsul Cneo Léntulo, que estaba al mando de la flota, impidió que la Cámara aprobase cualquier resolución. Acto seguido, dos de los tribunos de la plebe, Manio Acilio y Quinto Minucio, presentaron inmediatamente ante el pueblo las siguientes cuestiones: ¿Era su voluntad y le placía que el Senado aprobase un decreto para concluir un tratado de paz con Cartago? ¿Quién debía otorgar la paz?, y ¿Quién debía traer el ejército de África? Sobre la cuestión de la paz, todas las tribus votaron afirmativamente; dieron también orden de que fuera Escipión quien otorgase la paz y trajese de vuelta a casa al ejército. En cumplimiento de esta decisión, el Senado decretó que Publio Escipión debería, de acuerdo con los diez comisionados, concluir la paz con el pueblo de Cartago en los términos que considerase apropiados. Sobre esto, los cartagineses expresaron su agradecimiento a los senadores y les rogaron que les fuera permitido entrar en la Ciudad y entrevistarse con sus compatriotas detenidos bajo custodia del Estado. Estos eran miembros de la nobleza, amigos o parientes, habiendo otros para los que tenían mensajes de sus amigos en casa. Cuando esto hubo sido dispuesto, hicieron una petición adicional para que se les permitiera rescatar a los que quisieran de entre los prisioneros. Se les indicó que proporcionasen los nombres y presentaron alrededor de doscientos. El Senado aprobó entonces una resolución para que se designase una comisión que llevase hasta África, con Escipión, a los doscientos prisioneros que habían elegido los cartagineses y que le informasen de que, si se concluía la paz, debería devolverlos a los cartagineses sin rescate. Cuando los feciales recibieron órdenes de partir hacia África con el propósito de sellar el tratado, requirieron del Senado que definiera el procedimiento. El Senado, por consiguiente, se decidió por esta fórmula: «Los feciales llevarán consigo sus propias piedras y sus propias hierbas; cuando un pretor romano les ordenase sellar el tratado, le exigirían a él las hierbas sagradas». Las hierbas entregadas a los feciales era de un tipo que se recogía normalmente de la Ciudadela. Los embajadores cartagineses fueron finalmente despedidos y regresaron con Escipión. Concluyeron la paz con él en los términos antes mencionados, entregando sus buques de guerra, sus elefantes, los desertores y refugiados y cuatro mil prisioneros, incluyendo a Quinto Terencio Culeón, un senador. Escipión ordenó que los barcos se llevasen a alta mar y se incendiasen. Algunos autores afirman que fueron quinientas las embarcaciones, comprendiendo todas las clases impulsadas por remos. La vista de todos aquellos buques, estallando repentinamente en llamas, causó tanto pesar al pueblo como si fuera la misma Cartago la que estuviese ardiendo. Los desertores fueron tratados con mucha más severidad que a los fugitivos; los que pertenecían a los contingentes latinos fueron decapitados, los romanos fueron crucificados.
[30,44] La última paz que se firmó con Cartago fue durante el consulado de Quinto Lutacio y Aulo Manlio, cuarenta años antes [en el 241 a.C.-N. del T.]. Veintitrés años más tarde comenzó la guerra, en el consulado de Publio Cornelio y Tiberio Sempronio. Terminó en el consulado de Cneo Cornelio y Publio Elio Peto, diecisiete años más tarde. La tradición habla de una observación que se dice pronunciaba frecuentemente Escipión, en el sentido de que la guerra no terminó con la destrucción de Cartago gracias, en primera instancia, a la celosa ambición de Tiberio Claudio, y después a la de Cneo Cornelio. Cartago se vio en dificultades para cumplir con la primera entrega de la indemnización de guerra, pues su tesoro estaba exhausto. Hubo llantos y lamentos en el senado, y se dice que en medio de todo aquello se vio a Aníbal reír. Asdrúbal Haedus le reprendió por su alegría en medio de las lágrimas de la nación, que a él se debían. Aníbal le replicó: «Si pudieras discernir mis más íntimos pensamientos tan claramente como lo haces con mi contención, descubrirías con facilidad que estas risas que tan inapropiadas encuentras no proceden de un corazón alegre, sino de uno casi enloquecido por el sufrimiento interior. De todos modos, están muy lejos de ser tan inoportunas y fuera de lugar como vuestras absurdas lágrimas. El tiempo apropiado para llorar fue cuando nos vimos privados de nuestras armas, cuando nuestras naves fueron incendiadas y cuando se nos prohibió cualquier guerra más allá de nuestras fronteras. Esa es la herida que les resultaría fatal. No hay la menor razón para suponer que los romanos lo decidieron para que os quedaseis ociosos. Ningún Estado puede permanecer en calma; si no tiene ningún enemigo en el exterior, encontrará uno en casa, como les pasa a los hombres excesivamente fuertes que, pareciendo seguros contra los peligros externos, caen víctimas de su propia fortaleza. Por supuesto que sólo sentimos las calamidades públicas en cuanto nos afectan personalmente, y nada de ellas nos produce una punzada más aguda que la pérdida de dinero. Cuando los despojos de la victoria eran arrastrados lejos de Cartago, cuando la veíais desnuda e indefensa en medio de una África en armas, nadie lanzó un gemido; ahora, porque habéis contribuido a la indemnización con vuestras fortunas particulares lloráis como si contemplaseis un funeral público. ¡Mucho me temo que muy pronto os encontraréis con que estas desgracias por las que hoy lloráis son pequeñas!». Tal era la forma en que Aníbal hablaba a los cartagineses. Escipión reunió a sus tropas en asamblea y, en presencia de todo el ejército, recompensó a Masinisa añadiendo a su reino ancestral la ciudad de Cirta y las otras ciudades y territorios que habían estado bajo el dominio de Sífax y habían pasado bajo el imperio de Roma. Cneo Octavio recibió órdenes de llevar la flota a Sicilia y entregarla al cónsul Cneo Cornelio. Escipión dijo a los enviados cartagineses para que marchasen a Roma con el fin de que las disposiciones que él había tomado, de acuerdo con los diez comisionados, pudieran recibir la sanción del Senado y ser formalmente ordenadas por el pueblo.
[30.45] Establecida la paz por tierra y mar, Escipión embarcó su ejército y navegó hasta Marsala. Desde allí envio la mayor parte de su ejército en los buques, mientras que él viajaba atravesando Italia. El país se regocijaba tanto por la restauración de la paz como por la victoria que había obtenido, y él se dirigió a Roma a través de multitudes que se derramaban desde las ciudades para honrarlo, con masas de campesinos que bloqueaban las carreteras de los territorios rurales. La procesión triunfal con la que entró en la Ciudad fue la más brillante que jamás se hubiera visto. El peso de la plata que llevó al tesoro ascendió a ciento veintitrés mil libras [40.221 kg.-N. del T.] Además del botín, distribuyó cuatrocientos ases a cada soldado. Sífax había muerto poco antes en Tívoli, a donde había sido trasladado desde Alba; su desaparición, si bien restó interés al espectáculo, en modo alguno atenuó la gloria del general triunfante. Su muerte constituyó, sin embargo, otro espectáculo, pues recibió un funeral público. Polibio, autor de peso considerable, dice que este rey fue llevado en la procesión. Quinto Terencio Culeón marchó detrás de Escipión, llevando el gorro de liberto; después, y a lo largo de toda su vida como era de justicia, lo veneró como el autor de su libertad. En cuanto al sobrenombre de «Africano», no puedo afirmar a ciencia cierta ni que le fuese conferido por la devoción de sus soldados o por aclamación popular, ni que fuese como en los recientes casos de Sila el Afortunado y Pompeyo el Grande, en tiempos de nuestros padres, originado por la adulación de sus amigos. En cualquier caso, él fue el primer general ennoblecido con el nombre del pueblo que había conquistado [a estos sobrenombres se les conoce como «cognomen ex virtutem», sobrenombres por méritos.-N. del T.]. Desde sus tiempos, hombres que han ganado victorias mucho más pequeñas han dejado, imitándole, espléndidas inscripciones en sus bustos y nombres ilustres a sus familias.