La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro vigesimoctavo
La conquista final de Hispania.
[28,1] Aunque la invasión de Asdrúbal había desplazado la carga de la guerra a Italia y llevó el correspondiente alivio a Hispania, la guerra se renovó repentinamente en aquel país de manera tan formidable como la anterior. En el momento de la salida de Asdrúbal -208 a.C.-, Hispania estaba dividida entre Roma y Cartago de la siguiente manera: Asdrúbal, hijo de Giscón, se había retirado al litoral del océano cerca de Cádiz [la antigua Gades.-N. del T.], la línea de costa mediterránea y la casi totalidad del oriente de Hispania era mantenido por Escipión bajo el dictado de Roma. Un nuevo general, de nombre Hanón, tomó el lugar de Asdrúbal Barca y trajo un ejército de refresco, se unió a Magón y marchó al interior de la Celtiberia, que se encuentra entre el Mediterráneo y el océano, levantando aquí un ejército muy considerable. Escipión envió contra él a Marco Silano, con una fuerza de no más de diez mil infantes y quinientos jinetes. Silano marchó tan rápido como pudo, pero su avance fue impedido por el mal estado de los caminos y los estrechos pasos de montaña, obstáculos que se encuentran en la mayor parte de Hispania. A pesar de estas dificultades, superó no solo a los indígenas que podrían haber llevado las nuevas, sino incluso a cualquier rumor sobre su avance; con la ayuda de algunos desertores celtíberos que sirvieron como guías, logró encontrar al enemigo. Cuando estaba a unas diez millas de distancia [14800 metros.-N. del T.], fue informado por sus guías de que había dos campamentos cerca de la vía por la que estaba marchando; el de la izquierda estaba ocupado por los celtíberos, un ejército recién alistado de unos nueve mil componentes, y el de la derecha por los cartagineses. Este último estaba guardado celosamente mediante puestos avanzados, piquetes y todas las precauciones habituales contra sorpresas; el campamento celtíbero permanecía sin disciplina y descuidando todas las precauciones, como podría esperarse de bárbaros, reclutas y de quienes tienen poco miedo por estar en su propia tierra. Silano decidió atacar primero este, manteniendo a sus hombres tan a la izquierda como pudiera para no ser detectados por los puestos avanzados cartagineses. Después de enviar a sus exploradores, avanzó rápidamente contra el enemigo.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[28,2] Estaba ya a cerca de tres millas [4440 metros.-N. del T.] de distancia y ninguno de los enemigos se había dado aún cuenta de su avance pues las rocas y los matorrales que cubrían la totalidad de este territorio montañoso ocultaba sus movimientos. Antes de hacer su avance final, ordenó a sus hombres hacer alto en un valle, donde quedaron bien ocultos, y comer. Volvieron a salir las partidas de exploración y confirmaron las declaraciones de los desertores, tras de lo cual los romanos, después de colocar la impedimenta en el centro y armándose para el combate, avanzaron en orden de batalla. El enemigo se percató de su presencia cuando se encontraban a una milla de distancia [1480 metros.-N. del T.] y a toda prisa se dispusieron a enfrentárseles. En cuanto Magón oyó los gritos y vio la confusión, galopó a través de su campamento para tomar el mando. Había en el ejército celtibérico cuatro mil hombres con escudos [se refiere Livio con esta expresión a la infantería pesada.-N. del T.] y doscientos de caballería, formando casi una legión normal y compuesta por lo mejor de sus fuerzas. Puso a estos, que eran su fuerza principal, al frente, y al resto, que estaban ligeramente armados, en la reserva. Con esta formación los llevó fuera del campamento, pero apenas hubieron cruzado la empalizada los romanos les lanzaron sus pilos. Los hispanos se agacharon para evitarlos y, a continuación, se levantaron para descargar los suyos, que los romanos recibieron según su costumbre con los escudos superpuestos; luego cerraron distancia y combatieron cuerpo a cuerpo con sus espadas. Los celtíberos, acostumbrados a maniobrar rápidamente, encontraron inútil su agilidad sobre el terreno quebrado; pero los romanos, que estaban acostumbrados al combate estacionario, no encontraron inconveniente más allá del hecho de que, a veces, sus filas se quebraban al pasar por lugares estrechos o tramos con maleza. Luego tuvieron que luchar individualmente o en parejas, como si se tratara de duelos.
Estos mismos obstáculos, sin embargo, al impedir la huida de los enemigos, los entregó, como si estuviesen atados de pies y manos pies, a la espada. Casi toda la infantería pesada de los celtíberos había caído, cuando la infantería ligera cartaginesa, que había llegado desde el otro campamento, compartió su destino. No escaparon más de dos mil infantes; la caballería, que apenas había tomado parte en la batalla, pudo también escapar junto a Magón. El otro general, Hanón, fue hecho prisionero junto con los últimos en aparecer sobre el campo cuando la batalla ya estaba perdida. Magón, con casi la totalidad de su caballería y la infantería veterana, se unió a Asdrúbal en Cádiz diez días después del enfrentamiento. Los soldados novatos celtíberos se dispersaron por los bosques vecinos y alcanzaron así sus hogares. Hasta aquel entonces, la guerra no había sido grave, pero existía todo lo necesario para que se hubiera producido una conflagración mucho mayor, de haber sido posible inducir a las otras tribus a levantarse en armas con los celtíberos; esa posibilidad quedó muy oportunamente destruida mediante esta victoria. Escipión, por lo tanto, elogió a Silano en términos generosos, y se sentía esperanzado de llevar a término la guerra si él, por su parte, actuaba con la suficiente prontitud. Avanzó, en consecuencia, hasta el remoto rincón de Hispania donde se concentraban, bajo Asdrúbal, todas las restantes fuerzas de Cartago. Este resultó estar, por entonces, acampado en territorio de la Bética con el propósito de asegurarse la fidelidad de sus aliados; pero ante el avance de Escipión, de repente, se retiró y, en una marcha que se parecía mucho a una huida, se retiró hasta Cádiz, en la costa. Sintiéndose, sin embargo, muy seguro de que mientras mantuviera unido su ejército sería objeto de un ataque, dispuso, antes de cruzar a Cádiz [la antigua Gades, hasta no hace demasiado, era en realidad una isla que ahora está unida a tierra por un istmo.-N. del T.], que todas sus fuerzas se distribuyeran entre las distintas ciudades, de modo que pudieran proteger las murallas mientras estas les protegían a ellos.
[28,3] Cuando Escipión tuvo conocimiento de esta división de las fuerzas enemigas, se dio cuenta de que llevar sus armas de ciudad en ciudad supondría una pérdida de tiempo mucho mayor que los beneficios obtenidos y, por lo tanto, retrocedió. No deseando, sin embargo, dejar aquel territorio en manos enemigas, envió a su hermano Lucio con diez mil infantes y mil de caballería para atacar la ciudad más rica de aquella parte del país a la que los nativos llamaban Orongis y que se encuentra en el país de los mesesos [hay propuestas que sitúan esta ciudad como una Aurungis próxima a la actual Baza, otras la identifican con el actual Jaén; en cuanto a los mesesos, pudieran ser quizá los mastienos.-N. del T.], una de las tribus del sur de Hispania; el suelo es fértil y hay también minas de plata. Asdrúbal la había utilizado como base desde la cual lanzar sus incursiones contra las tribus del interior. Lucio Escipión acampó en las cercanías de la ciudad, pero antes de asediarla envió hombres a sus puertas de mantener una conferencia con los habitantes y tratar de persuadirlos para que pusieran a prueba más la amistad de los romanos que su fuerza. Como no se obtuvo ninguna respuesta en favor de la paz, rodeó la plaza con una doble línea de circunvalación y dividió su ejército en tres grupos, de manera que siempre hubiera uno listo para la acción mientras los otros dos estaban descansando y, por lo tanto, pudiera sostenerse un ataque continuo. Cuando el primer grupo avanzó para el asalto se produjo una lucha desesperada; tenían la mayor de las dificultades para acercarse a las murallas con las escalas de asalto, debido a la lluvia de proyectiles que caía sobre ellos. Aun cuando habían plantado las escalas contra los muros y empezaron a subirlas, eran tirados abajo por unas horcas construidas a tal fin; se dejaron caer ganchos de hierro sobre el resto, de manera que corrían el peligro de ser arrastrados hasta las murallas y quedar suspendidos en medio del aire. Escipión vio que lo que hacía indecisa la lucha era, simplemente, el insuficiente número de sus hombres y que los defensores tenían la ventaja debido a que estaban luchando desde sus murallas. Retiró el grupo que estaba atacando y lanzó a los otros dos. Al encarar este nuevo ataque los defensores, cansados de sostener el asalto anterior, se retiraron a toda prisa de las murallas y la guarnición cartaginesa, temiendo que la ciudad hubiera sido traicionada, abandonaron sus distintos puestos y formaron en un solo cuerpo. Esto alarmó a los habitantes que temían que, una vez dentro de la ciudad el enemigo, masacrase a todo el mundo, cartaginés o hispano. Muchos se lanzaron por una puerta abierta, manteniendo sus escudos por delante por si se les lanzaban proyectiles a distancia y mostrando sus manos derechas vacías para dejar claro que habían arrojado sus espadas. Pero su acción fue malinterpretada, bien por culpa de la distancia a la que fueron vistos o porque se sospechase de una traición; así que se lanzó un feroz ataque contra la multitud que huía, la cual fue destrozada como si se tratase de un ejército enemigo. Los romanos marcharon a través de la puerta abierta mientras que las demás puertas eran derribadas con hachas y picos; cada jinete entró al galope y, de conformidad con sus órdenes, se dirigió a ocupar el Foro. La caballería estaba apoyada por un destacamento de triarios; los legionarios ocuparon el resto de la ciudad. No hubo saqueo y, excepto en caso de resistencia armada, no hubo derramamiento de sangre. Todos los cartagineses y alrededor de un millar de los ciudadanos que habían cerrado las puertas fueron colocados bajo custodia, la ciudad fue entregada al resto de la población y se les restituyeron sus bienes. Cayeron en el asalto de la ciudad unos dos mil enemigos; no más de noventa entre los romanos.
[28,4] La captura de esta ciudad fue un motivo de gran satisfacción para quienes la habían llevado a cabo, como lo fue también para el comandante supremo y el resto del ejército. La entrada de las tropas resultó un notable espectáculo debido a la inmensa cantidad de prisioneros que les precedían. Escipión otorgó los más altos elogios a su hermano y declaró que la captura de Orongis era un logro tan grande como su propia captura de Cartagena. El invierno se acercaba y como la estación ya le permitía intentar la toma de Cádiz o perseguir al ejército de Asdrúbal, disperso como estaba por toda la provincia, Escipión llevó nuevamente todas sus fuerzas de vuelta a la Hispania Citerior. Tras dejar sus legiones en sus cuarteles de invierno, envió a su hermano a Roma con Hanón y el resto de prisioneros de alto rango, y después se retiró a Tarragona. La flota romana, bajo el mando del procónsul Marco Valerio Levino, navegó durante el año de Sicilia a África y llevó a cabo correrías alrededor de Útica y Cartago; el saqueo se llevó a cabo bajo las mismas murallas de Útica y hasta las fronteras de Cartago. A su regreso a Sicilia se encontraron con una flota cartaginesa de setenta buques. De estos, capturaron diecisiete, hundieron cuatro y pusieron en fuga al resto. El ejército romano, victorioso por tierra y mar, regresó a Marsala [la antigua Lilibeo.-N. del T.] con una enorme cantidad de botín de toda clase. Ahora que los barcos enemigos habían sido expulsados y el mar estaba seguro, grandes cantidades de grano fueron enviadas a Roma.
[28,5] Fue al comienzo de este verano -207 a.C.- cuando el procónsul Publio Sulpicio y el rey Atalo, que como ya se dijo había invernado en Egina, navegaron hasta Lemnos con sus flotas combinadas; los barcos romanos sumaban veinticinco y treinta y cinco los del rey. Con el fin de estar preparado para enfrentarse a sus enemigos por tierra o mar, Filipo descendió hasta Demetrias por la costa y dio órdenes para que el ejército se reuniera en Larisa un día determinado. Cuando se enteraron de la llegada del rey a Demetrias, las embajadas de todos sus aliados fueron allí a visitarle. Los etolios, envalentonados por su alianza con Roma y la llegada de Atalo, asolaban las tierras de sus vecinos. Se produjo una gran alarma entre los acarnanes, los beocios y los habitantes de Eubea; también los aqueos tuvieron otro motivo de temor pues, además de su guerra contra los etolios, fueron amenazados por Macánidas, el tirano de Lacedemonia, que había acampado no lejos de las fronteras de los argivos. Las embajadas informaron al rey del estado de cosas, y unos y otros le rogaban que les prestase ayuda contra los peligros que les amenazaban por tierra y mar. La situación en su propio reino estaba lejos de ser tranquila; le llevaron informes en los que se le anunciaba que Escardiledos y Pleúratos se habían levantado otra vez y que las tribus tracias, especialmente los medos, se estaban disponiendo para invadir Macedonia tan pronto el rey estuviera ocupado en alguna guerra lejana. Los beocios y los estados del interior de Grecia informaron de que los etolios habían cerrado el paso de las Termópilas en su parte más estrecha, con un foso y una muralla, para impedirle que llevase socorro a las ciudades de sus aliados. Incluso un jefe torpe habría sido despertado por todos aquellos disturbios a su alrededor. Despidió a las embajadas con promesas firmes de que ayudaría a todas ellas según el momento y las circunstancias lo permitieran. Por el momento, el cuidado más urgente era la ciudad de Pepareto, pues se le informó de que el rey Atalo, que había navegado hasta allí desde Lemnos, se encontraba saqueando y destruyendo todo el campo a su alrededor. Filipo envió un destacamento para proteger el lugar. También envió a Polifanta con una pequeña fuerza a Beocia, y a un tal Menipo, uno de sus generales, con mil peltastas -la pelta no es distinta de la cetra- [se refiere aquí Livio a infantería ligera que usaba de aquel tipo de escudo.-N. del T.] a Calcis. Esta fuerza se complementó con quinientos agrianos, a fin de que la totalidad de la isla pudiera quedar protegida. El propio Filipo marchó a Escotusa y ordenó a las tropas macedonias en Larisa que fuesen allí. Le llegaron allí informes de que el consejo nacional de los etilos se había reunido cerca de Heraclea [la de Traquinia.-N. del T.] y que Atalo estaría presente para deliberar con ellos sobre la dirección de la guerra. Así pues, Filipo se dirigió hacia allá a marchas forzadas, pero no llegó al lugar hasta después que se hubiera disuelto el Consejo. Destruyó, sin embargo, las cosechas que estaban casi en sazón, especialmente en torno al golfo Malíaco [de los enianos, en el original latino.-N. del T.], y luego llevó su ejército a Escotusa. Dejando el grueso de sus fuerzas allí, volvió a Demetrias con una cohorte regia. Con vistas a enfrentar cualquier movimiento del enemigo, envió hombres a la Fócida, a Eubea y a Pepareto para escoger lugares elevados desde los que se pudieran encender hogueras, y fijó él mismo un puesto de observación en el monte Bardhzogia [el antiguo Tiseo, de 130 metros.-N. del T.], un pico de inmensa altura. De esta manera, mediante los fuegos en la distancia, esperaba recibir noticia inmediata sobre cualquier movimiento por parte del enemigo. El general romano y Atalo zarparon de Pepareto hacia Nicea, y de allí a la ciudad de Kastro [esta Nicea es un puerto de la Lócride cercano a las Termópilas; Kastro es la antigua Oreos.-N. del T.] en Eubea. Esta es la primera ciudad de Eubea que se deja a mano izquierda al salir del Golfo de Demetrias hacia Calcis y el Euripo. Atalo y Sulpicio dispusieron que los romanos atacarían por mar y las tropas del rey por tierra.
[28,6] No fue hasta el cuarto día después de su llegada cuando se inició el ataque; el intervalo se pasó en conferencias secretas con Plátor, a quien Filipo había nombrado comandante de la guarnición. La ciudad tiene dos ciudadelas, una con vistas al mar y la otra hacia el corazón de la ciudad. Desde la última, un pasaje subterráneo bajaba hasta el mar, acabando a su vez en una torre de cinco pisos de altura que formaba una defensa imponente. Aquí tuvo lugar un violento combate, pues la torre estaba abundantemente provista con proyectiles de todo tipo, habiendo sido llevadas allí desde los buques máquinas y artillería para usarlas contra ella. Mientras la atención de todos estaba centrada en la lucha que tenía lugar aquí, Plátor dejó entrar a los romanos a través de la puerta de la ciudadela que miraba al mar, siendo esta capturada de inmediato. Luego, los defensores, viéndose obligados a regresar a la ciudad, trataron de alcanzar la otra ciudadela. Aquí se habían situado hombres con el propósito de cerrarles las puertas y, al dejarlos así fuera de las dos ciudadelas, fueron muertos o hechos prisioneros. La guarnición macedonia formó una falange cerrada bajo la muralla de las ciudades, sin tratar de huir ni tomar parte activa en los combates. Plátor persuadió a Sulpicio para que les dejase marchar, siendo embarcados y desembarcados luego en Nea Anchialos [la antigua Demetrio.-N. del T.], en la Ftiótide. El propio Plátor se unió a Atalo. Animado por su fácil éxito fácil en Oreos, Sulpicio partió de inmediato con su flota victoriosa hacia Calcis, pero aquí el resultado no respondió en modo alguno a sus expectativas. El mar, que es amplio y se cierra en cada extremo con un estrecho canal, presenta a primera vista la apariencia de un doble puerto con dos bocas opuestas entre sí. Pero sería difícil encontrar una rada más peligrosa para una flota. Repentinos vientos tempestuosos bajan de las altas montañas por ambos lados; y el Euripo no fluye y refluye, como comúnmente se afirma, siete veces al día a intervalos regulares, sino que sus aguas, arrastradas al azar por el viento ora en una dirección, ora en otra, se lanzan a lo largo como un torrente que descienda por la ladera de una montaña escarpada, de modo que los barcos nunca quedan en aguas tranquilas ni de día, ni de noche. Después de Sulpicio hubo anclado su flota en estas aguas turbulentas, se encontró con que la ciudad estaba protegida por un lado por el mar y, por el otro, el lado de tierra, por muy sólidas fortificaciones; también la fuerza de su guarnición y la lealtad de los oficiales, tan diferente de la duplicidad y la traición en Oreos, hacía a Calcis inexpugnable. Tras examinar lo difícil de su posición, el comandante romano actuó sabiamente al desistir de su temeraria empresa y, sin perder más tiempo, navegó hacia Cinos, en la Lócride, un lugar que servía como emporio a la ciudad de los opuntianos distante una milla del mar [del griego emporion, originalmente un emporio era un puesto marítimo comercial; en el caso de Hispania, por ejemplo, un establecimiento de esta clase dio nombre a la actual Ampurias, en la provincia de Gerona; el citado por Livio estaba a 1480 metros del mar.-N. del T.].
[28,7] Las hogueras en Oreos habían advertido a Filipo, pero por culpa de la traición de Plátor lo hicieron demasiado tarde y, en cualquier caso, la inferioridad naval de Filipo le habría hecho extremadamente difícil llegar a la isla. Como consecuencia de esta demora, no hizo ningún esfuerzo para aliviarla, pero se apresuró a auxiliar Calcis en cuanto le llegó la señal. Aunque esta ciudad también se encuentra en la isla, está separada del continente por un estrecho tan corto que permitía que estuviese conectada por un puente, lo que hacía más fácil acercarse a ella por tierra que por mar. Filipo marchó desde Demetrias hasta Escotusa; se marchó de aquel lugar a medianoche y, tras derrotar a los etilos que guarnecían el paso de las Termópilas, les expulsó en desorden hacia Heraclea. Llegó finalmente a Elatea, en la Fócida, habiendo cubierto más de sesenta millas en un día [88,8 kilómetros.-N. del T.]. Casi en el mismo día, la ciudad de los opuntianos fue tomada y saqueada por Atalo. Sulpicio le había dejado el botín a él, pues Oreos había sido saqueada por los romanos hacía unos días cuando las tropas del rey estaban en otro lugar. Mientras la flota romana estaba situada cerca de Oreos, Atalo estaba muy ocupado en exigiendo contribuciones a los principales ciudadanos de Opus, completamente ignorante de la aproximación de Filipo. Tan rápido fue el avance macedonio que, de no haber sido vista por casualidad, en la distancia, la columna enemiga por algunos cretenses que habían salido a forrajear, Atalo habría sido completamente sorprendido. Como fuera, este huyó en completo desorden hasta sus barcos, sin detenerse para armarse; cuando apareció Filipo, los hombres estaban, de hecho, botando sus buques y aquel provocó gran alarma entre las tripulaciones incluso desde la orilla del mar. Luego regresó a Opus, acusando a dioses y hombres por haberse quitado de las manos la posibilidad de lograr una gran victoria. Estaba furiosísimo con los opuntianos porque, aunque habían resistido hasta su llegada, tan pronto llegó el enemigo se entregaron voluntariamente.
Después de arreglar los asuntos de Opus, marchó a Nista [la antigua Thronium.-N. del T.]. Atalo había navegado hasta Oreos, pero al enterarse de que Prusias, el rey de Bitinia, había violado las fronteras de sus dominios, abandonó todos sus proyectos en Grecia, incluyendo la guerra etolia, y se embarcó hacia Asia. Sulpicio llevó a su flota de nuevo a Egina, de donde había salido al comienzo de la primavera. Filipo capturó Nista sin más dificultades que las que había tenido Atalo en Opus. Estaba habitada esta ciudad por refugiados de Tebas en la Ftiótide. Cuando la plaza fue capturada por Filipo, escaparon y se pusieron bajo la protección de los etolios, que les asignaron para residir una ciudad que había quedado arruinada y abandonada en la anterior guerra con Filipo. Después de capturar Nista, avanzó para capturar Titronio y Drumias, pequeñas ciudades sin importancia en la Dórida. Finalmente, llegó a Elatea donde se acordó que se encontrasen con él las embajadas de Ptolomeo y de los rodios. Aquí estuvieron discutiendo la cuestión de poner fin a la guerra etolia -los embajadores habían estado presentes en el reciente consejo entre romanos y etolios en Heraclea-, cuando se supo la noticia de que Macánidas había decidido atacar a los eleos en medio de sus solemnes preparativos para los Juegos Olímpicos. Filipo pensó que debía impedir esto y, por consiguiente, despidió a los embajadores tras asegurarles que él era responsable de la guerra y que no pondría ningún obstáculo en el camino de la paz, siempre que sus términos fuesen justos y honorables. A continuación, marchó con su ejército armado a la ligera, y pasó a través de Beocia hacia Megara, bajando desde allí hasta Corinto. Aquí recogió suministros y, a continuación, avanzó hacia Fliunte y Feneos. Cuando hubo llegado a Herea escuchó que Macánidas, atemorizado por su rápida aproximación, marchó apresuradamente de vuelta a Lacedemonia. Al recibir esta información se dirigió a Egio, a fin de estar presente en la reunión de la Liga Aquea; esperaba, también, encontrar allí la flota cartaginesa, que había solicitado para tener alguna fuerza en la mar. Los cartagineses había dejado pocos días antes aquel lugar, hacia Oxeas [¿Oxías?.-N. del T.], y después, cuando oyeron que Atalo y los romanos habían partido de Oreo, buscaron refugio en los puertos de la Acarnania, temerosos de que si les sorprendían en Rhíon, en la desembocadura del golfo de Corinto, pudieran ser derrotados.
[28,8] Filipo estaba muy decepcionado y triste al ver que, a pesar de sus rápidos desplazamientos, siempre llegaba demasiado tarde para hacer algo útil; y porque la Fortuna se burlase de su energía y actividad, quitando ante sus ojos cualquier oportunidad. Sin embargo, ocultó su decepción en presencia del Consejo y habló en un tono muy confiado. Apelando a los dioses y a los hombres, declaró que en ningún momento o lugar dejó de marchar con toda la rapidez posible cada vez que sonó el ruido de las armas enemigas. Sería difícil, continuó, estimar si él había sido más audaz en la guerra o si el enemigo la había hecho más deprisa. De esta manera se alejó Atalo de Opus y Sulpicio de Calcis, y así ahora había Macánidas escapado de sus manos. Pero la huida no siempre era algo bueno, y era imposible considerar que se trataba de una guerra difícil aquella en la que una vez se tomase contacto con el enemigo se habría vencido. Lo más importante era la propia admisión de los enemigos de que no eran rivales para él, y que obteniendo él en poco tiempo una victoria decisiva, el enemigo se encontraría con un resultado en la batalla peor del que habían previsto. Sus aliados se mostraron encantados con el discurso del rey. Luego, entregó Herea y Trifilia a los aqueos, y también Alifera a los megalopolitanos, tras demostrar estos que aquella había formado parte de su territorio. Posteriormente, con algunos buques proporcionados por los aqueos -tres cuatrirremes y otros tantos birremes- navegó hacia Antícira. Anteriormente había enviado al Golfo de Corinto siete quinquerremes y más de veinte barcos ligeros, con la intención de reforzar la flota cartaginesa, y con ellos se dirigió hacia Entras [la antigua Eruthras.-N. del T.] de Etolia, cerca de Eupalio, donde desembarcó. Los etolios supieron de su desembarco, pues todos los hombres que estaban en los campos o en los castillos de Potidania o Apolonia huyeron a los bosques y las montañas; los rebaños que no pudieron llevar consigo en su huida, fueron tomados por Filipo y llevados a bordo. Todo el botín se envió a cargo de Nicias, el pretor de los aqueos en Egio; Filipo, enviando a su infantería por tierra a través de Beocia, fue personalmente a Corinto y de allí a Cencrea. Aquí se embarcó de nuevo y, navegando más allá de la costa del Ática, alrededor del cabo Sunio y pasando casi a través de las flotas enemigas, llegó a Calcis. En su discurso a los ciudadanos habló en los mejores términos de su lealtad y coraje al negarse a ser arrastrados por cualesquiera amenazas o promesas, y les pidió que, en caso de que fueron atacados, mostrasen la misma determinación de ser fiel a su aliado si consideraban su propia posición preferible a la de Opus u Oreos. De Calcis navegó a Oreos, donde encomendó la administración y defensa de la ciudad a aquellos magnates que habían huido, al ser capturada la ciudad, en vez de entregarse a los romanos. Volvió luego a Demetrias, el lugar desde el que había comenzado a prestar ayuda a sus aliados. Procedió ahora a poner las quillas de cien buques de guerra en los astilleros de Casandrea, reuniendo gran número de carpinteros de ribera para su construcción. Como la situación estaba ahora tranquila en Grecia, debido a la partida de Atalo y a la efectiva ayuda que Filipo había prestado a sus aliados en dificultades, este regresó a Macedonia para iniciar las operaciones contra los dárdanos.
[28,9] Justo al final de este verano Quinto Fabio, el hijo de Máximo, que era lugarteniente del cónsul Marco Livio, llegó a Roma para informar al Senado de que el cónsul consideraba a Lucio Porcio y sus legiones suficientes para la defensa de la Galia y, en este caso, Livio y su ejército consular podían ser retirados de forma segura. El Senado llamó de vuelta no sólo a Livio, sino también a su colega Cayo Claudio, aunque las órdenes dadas a cada uno eran distintas. Se ordenó a Marco Livio que trajese de vuelta a sus tropas, pero las legiones de Nerón debían permanecer en su provincia, enfrentando a Aníbal. Los cónsules habían mantenido correspondencia entre ellos, conviniendo en que, igual que habían mantenido la misma opinión en su dirección de los asuntos públicos, así, aunque llegando desde direcciones opuestas, debían aproximarse a la Ciudad al mismo tiempo. Cualquiera que fuese el primero en llegar a Palestrina, debía esperar allí a su colega, ocurriendo por casualidad que ambos llegaron allí el mismo día. Después de enviar una convocatoria para que el Senado se reuniera en el templo de Bellona en el plazo de tres días, marcharon juntos hacia la Ciudad. Toda la población salió a su encuentro con gritos de bienvenida, tratando cada uno de coger las manos de los cónsules; llovieron sobre ellos felicitaciones y agradecimientos por haber, con sus esfuerzos, salvado a la República. Cuando el Senado se reunió, siguieron el precedente establecido por todos los generales victoriosos y sometieron a la Cámara un informe de sus operaciones militares. Luego se solicitó que, en reconocimiento a su dirección enérgica y eficaz de los asuntos públicos, a los dioses se les debían rendir honores especiales y a ellos, los cónsules, se les permitiría entrar en la Ciudad en triunfo. Los senadores aprobaron un decreto para que se mostrara en primer lugar el agradecimiento a los dioses y, después de a estos, a los cónsules. Una solemne de acción de gracias fue decretada en su nombre y a cada uno de ellos se le permitió disfrutar de un triunfo.
Habiendo estado en completo acuerdo en cuanto a la dirección de su campaña, decidieron que no tendrían triunfos separados y se hizo el siguiente arreglo: Como la victoria se había obtenido en la provincia de Livio y como le habían correspondido a él los auspicios el día de la batalla, además de que su ejército fuera el que había sido llamado de vuelta a Roma, mientras que el de Nerón no podía abandonar su provincia, se decidió que Livio conduciría la cuadriga a la cabeza de sus soldados y que Cayo Claudio Nerón iría a caballo, sin escolta de soldados. El triunfo así compartido entre ambos enaltecería la gloria de los dos, pero especialmente de aquel que había permitido a su compañero superarle en honor tanto como él mismo lo superaba en mérito. «Ese caballero -se decían entre sí los hombres- «atravesó Italia de punta a punta en seis días y, al tiempo que Aníbal le creía enfrentándole en la Apulia, él combatía en batalla campal contra Asdrúbal en la Galia. De aquel modo un cónsul había frenado el avance de dos generales, dos grandes capitanes en las esquinas opuestas de Italia, enfrentándose a uno con su estrategia y a otro en persona. El solo nombre de Nerón había bastado para mantener a Aníbal quieto en su campamento y, en cuanto a Asdrúbal, ¿qué fue lo que provocó su derrota y destrucción, sino la llegada de Nerón al campo de batalla? Uno de los cónsules podía conducir un carro con tantos caballos como quisiera, pues el triunfo verdadero pertenecía al otro, que iba a caballo por la Ciudad; aunque marchase a pie, la fama de Nerón nunca moriría, fuese por la gloria que adquirió en la guerra o por el desprecio que hacia ella mostró en su triunfo». Estas y otras observaciones parecidas de los espectadores siguieron a Nerón hasta llegar al Capitolio. El dinero que depositaron en el Tesoro ascendía a tres millones de sestercios y ochenta mil ases [el original latino dice literalmente «sestertium triciens, octoginta milia aeris»; las traducciones inglesas traducen “trescientos mil sestercios y ochenta mil ases.-N. del T.]. La generosidad de Marco Livio hacia sus soldados ascendió a cincuenta y seis ases por hombre, y Cayo Nerón prometió entregar la misma cantidad a los suyos en cuanto se reincorporase a su ejército. Fue de notar que aquel día, en sus bromas y canciones, los soldados celebraron con más frecuencia el nombre de Cayo Claudio Nerón que el de su propio cónsul; y que los miembros del orden ecuestre se volcaron en alabanzas hacia Lucio Veturio y Quinto Cecilio, instando a la plebe a que los nombrara cónsules para el año siguiente. Los cónsules agrandaron considerablemente el peso de esta recomendación cuando, a la mañana siguiente, informaron a la Asamblea del valor y fidelidad con que habían servido los dos oficiales.
[28.10] Se acercaba el tiempo de las elecciones y se decidió que deberían ser celebradas por un dictador. Cayo Claudio Nerón nombró dictador a su colega, Marco Livio, y este nombró como jefe de la caballería a Quinto Cecilio. Lucio Veturio y Quinto Cecilio fueron elegidos cónsules. Vino después la elección de los pretores; los nombrados fueron Cayo Servilio, Marco Cecilio Metelo, Tiberio Claudio Aselo y Quinto Mamilio Turrino, que era por entonces edil plebeyo. Cuando terminaron las elecciones, el dictador abandonó su cargo y tras licenciar a su ejército marchó con una misión oficial a Etruria. Había sido encargado por el Senado a realizar una investigación sobre qué pueblos de Etruria y Umbría habían concebido el designio de desertar con Asdrúbal en cuanto apareció, así como cuáles de ellos le habían ayudado con suministros, hombres o en cualquier otra manera. Tales fueron los acontecimientos del año en el país y en el extranjero. Los Juegos Romanos fueron celebrados en su totalidad durante tres días consecutivos por los ediles curules Cneo Servilio Cepio y Servilio Cornelio Léntulo; igualmente fueron celebrados los Juegos Plebeyos, durante un día, por los ediles plebeyos Marco Pomponio Matón y Quinto Mamilio Turrino. Ya era el decimotercer año de la Guerra Púnica [207 a.C.; los cónsules tomarían posesión de sus cargos el 15 de marzo de 206 a.C.-N. del T.]. A ambos cónsules, Lucio Veturio Filón y Quinto Cecilio Metelo, se le asignó la misma provincia, el Brucio, para que conjuntamente pudieran llevar a cabo las operaciones contra Aníbal. Los pretores sortearon sus provincias: Marco Cecilio Metelo obtuvo la pretura urbana y Quinto Mamilio la peregrina. Sicilia cayó a Cayo Servilio y Cerdeña a Tiberio Claudio.
Los ejércitos se distribuyeron de la siguiente manera: Uno de los cónsules se hizo cargo del ejército de Nerón; el otro, del que había mandado Quinto Claudio; cada uno estaba compuesto por dos legiones. Marco Livio, que estuvo actuando como procónsul durante el año, tomó de Cayo Terencio el mando de las dos legiones de esclavos voluntarios en Etruria. También se decretó que Quinto Mamilio, a quien se había asignado la pretura peregrina, debía transferir sus deberes judiciales a su colega y mantener la Galia con el ejército que Lucio Porcio había mandado como propretor; también se le ordenó asolar los campos de aquellos galos que se habían pasado a los cartagineses a la llegada de Asdrúbal. Cayo Servilio debía proteger Sicilia, como había hecho Cayo Mamilio, con las dos legiones de los supervivientes de Cannas. El antiguo ejército en Cerdeña, bajo el mando de Aulo Hostilio, fue llamado de vuelta, y los cónsules alistaron una nueva legión que Tiberio Claudio debía llevar con él a la isla. Se concedió la extensión de su mando por un año a Quinto Claudio, con el que permanecería al mando en Tarento, y a Cayo Hostilio Tubero, para que pudiera seguir actuando en Capua. Marco Valerio, al que se había encargado de la defensa de la costa siciliana, recibió la orden de entregar más de treinta barcos al pretor Cayo Servilio y regresar a Roma con el resto de su flota.
[28.11] En una ciudad agobiada por una guerra de tanta gravedad, donde los hombres achacaban a la acción directa de los dioses cada suceso afortunado o desafortunado, se anunciaron numerosos prodigios. En Terracina, el templo de Júpiter, y en Conca [la antigua Satricum.-N. del T.] el de Mater Matuta, fueron alcanzados por un rayo. En este último lugar se produjo aún mucha más alarma por la aparición de dos serpientes que se deslizaron directamente a través de las puertas dentro del templo de Júpiter. Desde Anzio se informó de que los segadores habían visto espigas de grano cubiertas de sangre. En Cere, nacieron un cerdo con dos cabezas y un cordero con el sexo femenino y el masculino a la vez. Se dijo que en Alba fueron vistos dos soles, y en Fregellas se hizo la luz durante la noche. En los campos de Roma se dijo que habló un buey; se afirmó que el altar de Neptuno, en el Circo Flaminio, se había bañado en sudor y los templos de Ceres, Salud y Quirino fueron alcanzados por rayos. Los cónsules recibieron órdenes de expiar los presagios mediante el sacrificio de víctimas mayores y fijando un día para una solemne rogativa. Estas medidas se llevaron a cabo de conformidad con la resolución del Senado. Lo que resultó ser una experiencia mucho más aterradora que todos los portentos notificados en los campos, o vistos en la Ciudad, fue la extinción del fuego en el templo de Vesta. La vestal que estaba a cargo del fuego aquella noche fue duramente azotada por orden de Publio Licinio, el Pontífice Máximo. Aunque esto no fue un presagio enviado por los dioses, sino simplemente el resultado de la negligencia humana, se decidió sacrificar víctimas mayores y celebrar una ceremonia de solemne súplica en el templo de las vestales.
Antes de que los cónsules partieran a los asuntos de la guerra, el Senado les aconsejó que «velaran porque fueran devueltas sus casas de campo al pueblo». Ya que gracias a la bondad de los dioses, la carga de la guerra ya se había alejado de la ciudad de Roma y del Lacio, y los hombres podían habitar las zonas rurales sin miedo, no resultaba apropiado que estuviesen más preocupados por los cultivos de Sicilia que por los de aquella parte de Italia». El pueblo, sin embargo, no encontró aquello tan fácil. A los pequeños propietarios se los había llevado la guerra; no había casi trabajadores esclavos disponibles; el ganado había sido tomado como botín y las casas de campo habían sido saqueadas o incendiadas. Sin embargo, ante la autoritaria insistencia de los cónsules, un número considerable regresó a sus fincas. Lo que llevó al Senado a encargarse de esta cuestión fue la presencia de embajadas de Plasencia y Cremona, que llegaron para quejarse por la invasión y el saqueo de sus territorios por sus vecinos, los galos. Una gran parte de sus pobladores, dijeron, había desaparecido, sus ciudades estaban casi sin habitantes, y el campo era un desierto. Al pretor Mamilio se encargó la defensa de estas colonias; los cónsules, actuando según una resolución del Senado, publicaron un edicto requiriendo que todos los que fueran ciudadanos de Cremona y de Plasencia regresasen a sus hogares antes de cierto día. Por último, hacia el comienzo de la primavera partieron a la guerra. El cónsul Quinto Cecilio se hizo cargo del ejército de Cayo Nerón y Lucio Veturio del que había mandado Quinto Claudio, llevándolo a su totalidad de efectivos mediante los nuevos alistamientos que había efectuado. Llevaron sus ejércitos a territorio de Cosenza [la antigua Consentia.-N. del T.], y lo devastaron en todas las direcciones. Cuando regresaban cargados con el botín, fueron atacados en un paso estrecho por una fuerza de brucios y lanzadores de jabalinas númidas, peligrando no solo el botín, sino también las mismas tropas. Hubo, sin embargo, más alarma y confusión que lucha real. El botín fue enviado por delante y las legiones lograron alcanzar una posición libre de peligro. Avanzaron en la Lucania y toda la zona volvió a su lealtad a Roma sin ofrecer resistencia alguna.
[28,12] No se libró ninguna acción contra Aníbal este año, pues tras el golpe que había caído sobre él y su patria, no efectuó ningún avance, ni se preocuparon los romanos de molestarle, tal era su percepción sobre la capacidad que tenía aquel general único, aún cuando su causa por todas partes caía arruinada. Me inclino a pensar que resultaba más admirable en la adversidad que en la época de sus grandes victorias. Durante trece años había estado dirigiendo una guerra, con suerte diversa, sobre un país enemigo y lejos de casa. Su ejército no estaba formado por sus propios compatriotas, sino que era un conjunto mezclado de varias nacionalidades que nada tenían en común, ni leyes, ni costumbres, ni lengua; difería su apariencia, vestuario y armas, extraños entre sí en cuanto a sus ritos religiosos, apenas reconociendo los mismos dioses. Y, sin embargo, los había unido tan estrechamente que ninguna sedición los rompió, ni contra los propios soldados ni contra su comandante, aunque muy a menudo faltara el dinero o los suministros; la carencia de estos ya había supuesto durante la Primera Guerra Púnica la sucesión de numerosos incidentes de carácter tan vergonzoso. De haber descansado todas sus esperanzas de victoria sobre Asdrúbal y su ejército, y después de que aquel ejército hubiera sido eliminado, se habría retirado al Brucio y abandonado el resto de Italia a los romanos. ¿No es de sorprender que no estallara ningún motín en su campamento? Porque además de todas sus restantes dificultades, no tenía ninguna posibilidad de alimentar a su ejército excepto con los recursos del Brucio que, incluso si todo aquel país hubiera estado en cultivo, no habría brindado más que un magro suministro a un ejército tan grande. Pero tal como estaban las cosas, una gran parte de la población había dejado de labrar la tierra por culpa de la guerra y por su amor innato y tradicional por el bandidaje. No recibía ayuda de su tierra, pues su gobierno estaba preocupado principalmente por mantener su dominio sobre Hispania, como si todo en Italia trascurriera favorablemente.
La situación en Hispania era similar en algunos aspectos y, en otros, totalmente distinta de la de Italia. Era similar en la medida en que los cartagineses, después de su derrota y la pérdida de su general, habían sido empujados hacia las zonas más distantes de Hispania, a orillas del océano. Era distinta en cuanto que las características naturales del país y el carácter de sus habitantes hacían de Hispania más a propósito que Italia, y de hecho más que cualquier otra tierra, para la constante reanudación de hostilidades. A pesar de que fue la primera provincia, de todas las del continente, en ser ocupada por los romanos, fue por tales motivos la última en ser completamente subyugada, y esto solo en nuestros propios días bajo la dirección y los auspicios de César Augusto [esta afirmación es la que ha permitido datar la escritura de este libro en fecha posterior al 19 a.C.-N. del T.]. Asdrúbal Giscón, que, junto a la familia Barca, fue el más grande y más brillante general cartaginés que ostentó el mando en esta guerra, fue animado por Magón a renovar las hostilidades. Partió de Cádiz y, atravesando toda Hispania, alistó una fuerza de cincuenta mil infantes y cuatro mil quinientos de caballería. En cuanto a la fuerza de su caballería, los autores están generalmente de acuerdo, aunque algunos de ellos afirmar que la fuerza de infantería que llevó a Silpia ascendió a setenta mil hombres [Silpia es Ilipa, la actual Alcalá del Río, en la provincia de Sevilla; por seguir la tradición clásica, haremos excepción y mantendremos en esta traducción el nombre romano y no el moderno.-N. del T.]. Cerca de esta ciudad acamparon los dos comandantes cartagineses, en una llanura amplia y abierta, dispuestos a aceptar la batalla si se les ofrecía.
[28,13] Cuando se dio noticia a Escipión de la reunión de este gran ejército, consideró que no se le podría enfrentar con sus legiones romanas a menos que empleara a sus auxiliares indígenas para poder aparentar, en todo caso, una mayor fortaleza. Al mismo tiempo, sentía que no debía depender demasiado de ellos, pues si cambiaban de bando podrían provocar la misma derrota que terminó con su padre y su tío. Culcas, cuya autoridad se extendía a más de veintiocho ciudades fortificadas, se había comprometido a organizar una fuerza de infantería y caballería durante el invierno, y envió a Silano para recibirlas. Luego, levantando sus cuarteles en Tarragona, Escipión bajó hasta Cástulo [hoy Cazlona, a 5 km. al sur de Linares, en la provincia de Jaén.-N. del T.] recogiendo pequeños contingentes proporcionados por las tribus amigas que quedaban al paso de su marcha. Allí se le unió Silano con tres mil infantes y quinientos de caballería. Todo su ejército, romanos y contingentes aliados, infantería y caballería, ascendían ahora a cincuenta y cinco mil hombres. Con esta fuerza avanzó al encuentro del enemigo y tomó posiciones cerca de Baécula [ver Libro 27,18.-N. del T.]. Mientras estaban sus hombres fortificando el campamento, fueron atacados por Magón y Masinisa con toda su caballería, y les habrían puesto en gran desorden de no haber cargado Escipión con su caballería, a la que había situado en cierto lugar, oculta tras una colina. Aquella derrotó rápidamente a los atacantes que habían llegado hasta las líneas y estaban ya atacando a los que construían la empalizada; con los otros, que mantuvieron sus filas y avanzaban formados y en orden, el combate fue más prolongado y permaneció indeciso durante un tiempo considerable. Pero cuando llegaron, desde los puestos avanzados, las cohortes de infantería ligera y los hombres que se encontraban en los trabajos de castramentación tomaron sus armas, frescos para el combate, fueron relevando en número creciente a sus camaradas cansados; una vez quedó dispuesto sobre el campo de batalla un cuerpo considerable de hombres armados, los cartagineses y los númidas se retiraron. En un primer momento se retiraron en orden y con rapidez, manteniendo su formación, pero cuando los romanos incrementaron su ataque ya no pudieron sostenerse y resistir, dispersándose y huyendo como pudieron. Aunque esta acción hizo mucho para levantar el ánimo de los romanos y bajar los del enemigo, durante varios días se produjeron incesantes escaramuzas entre la caballería y la infantería ligera de ambos lados.
[28.14] Después de que se hubieran probado suficientemente las fuerzas de cada parte, Asdrúbal condujo su ejército a la batalla, ante lo cual los romanos hicieron lo mismo. Cada ejército permanecía formado delante de su empalizada, sin decidirse a comenzar la lucha. Hacia el atardecer, los dos ejércitos, en primer lugar el cartaginés y después el romano, marcharon de vuelta a su campamento. Esto continuó durante algunos días; los cartagineses eran siempre los primeros en formar sus líneas y los primeros en recibir la orden de retirarse cuando estaban cansados de permanecer pie. No había movimiento alguno de avance por ningún bando, no se lanzó ningún proyectil ni se lanzó ningún grito de guerra. Los romanos se colocaban en el centro de una formación y los cartagineses en el centro de la otra; los flancos de ambos ejércitos estaban compuestos por tropas hispanas. Delante de la línea cartaginesa se situaban los elefantes, que desde la distancia parecían torres. Era creencia general en ambos campos que combatían según el orden en que habían formado y que la batalla principal se daría entre los romanos y los cartagineses del centro, los principales actores de la guerra y los más igualados en valor y armamento. Al darse cuenta Escipión de que esto se asumía como algo natural, alteró cuidadosamente sus órdenes para el día en que tenía intención de combatir. La noche anterior, envió una tésera por todo el campamento, ordenado a los hombres que desayunaran y procurasen que sus caballos se alimentaran antes del amanecer, la caballería debería estar para entonces completamente armada, con sus caballos dispuestos, embridados y ensillados. El día apenas había roto cuando envió toda su caballería, junto con la infantería ligera, contra los puestos avanzados cartagineses, siguiéndoles de inmediato con la infantería pesada de las legiones bajo su mando personal. Contrariamente a lo que todos esperaban, había convertido sus alas en la parte más fuerte de su ejército al colocar allí las tropas romanas, con los auxiliares ocupando el centro.
Los gritos de la caballería despertaron a Asdrúbal, que salió corriendo de su tienda. Cuando vio el cuerpo a cuerpo frente a la empalizada y el desorden entre sus hombres, y a los estandartes de las legiones brillando en la distancias con toda la llanura cubierta por el enemigo, de inmediato envió todas sus fuerzas de caballería contra la caballería enemiga. Sacó después a su infantería del campamento y formó su línea de batalla sin ningún cambio respecto al orden de días anteriores. El combate de caballería había cursado de momento sin ventaja para ninguno. Tampoco se podía llegar a nada decisivo, pues cuando cada una de las fuerzas era rechazada se retiraba entre la seguridad de su infantería. Pero cuando las fuerzas principales estaban a media milla una de otra, Escipión hizo llamar a su caballería e infantería ligera y les ordenó colocarse a retaguardia de la infantería, cuyas filas se abrieron para dejarle paso, y la formó después en dos divisiones situando cada una como apoyo detrás de cada ala. Entonces, al llegar el momento de ejecutar su maniobra, ordenó a los hispanos del centro que efectuasen un lento avance, enviando recado a Silano y Marcio para que se extendieran hacia la izquierda igual que él lo hacía hacia la derecha, y que se enfrentasen al enemigo con su caballería ligera y su infantería antes que los centros pudieran cerrar entre sí. Cada ala se alargó así mediante tres cohortes de infantería y tres turmas [unos 90 jinetes.-N. del T.], además de vélites, y con esta formación avanzaron contra el enemigo a la carrera, con los demás siguiéndoles en formación oblicua. La línea se curvó hacia adentro, hacia el centro, a causa del menor avance de los hispanos. Las alas estaban ya trabadas mientras que los cartagineses y los veteranos africanos, la principal fuerza de su ejército, no había tenido aún ocasión de lanzar un solo proyectil. No se atrevían a abandonar su lugar en las filas y ayudar a sus compañeros por miedo a dejar el centro abierto al avance del enemigo. Las alas estaban siendo presionadas mediante un ataque doble: la caballería, la infantería ligera y los vélites les habían rodeado y lanzaban una carga por el flanco, mientras las cohortes presionaban y fijaban su frente con el objeto de separarlos de su centro.
[28.15] La lucha no era igualada en ningún sector del campo de batalla. No solo quedaban enfrentados los baleáricos y los reclutas hispanos a los legionarios romanos y latinos sino que, conforme avanzaba el día, comenzó a ceder la fortaleza física del ejército de Asdrúbal. Sorprendido por el ataque repentino a primera hora de la mañana, habían sido obligados a ir a la batalla antes de que pudieran tomar fuerzas alimentándose. Fue con este objetivo por lo que Escipión había retrasado deliberadamente la lucha hasta el final del día, pues no fue hasta la séptima hora [a partir de mediodía.-N. del T.] cuando comenzó el ataque sobre las alas, y fue un poco después cuando la lucha alcanzó al centro; de tal modo que, con el calor del día, la fatiga de permanecer con las armaduras y el hambre y la sed que estaban sufriendo, quedaron agotados antes de cerrar con el enemigo. Así, exhaustos, se apoyaban en sus escudos donde estaban. Para completar su incomodidad, los elefantes, asustados por los repentinos gritos de la caballería y los rápidos movimientos de la infantería ligera y los vélites, se precipitaron desde las alas al centro de las líneas [es de suponer que lo apresurado de la formación, ante el madrugador ataque romano, impidió al cartaginés formar los elefantes como en días anteriores y tuvo que situarlos en sus alas.-N. del T.]. Cansados y desanimados, el enemigo comenzó a retroceder, manteniendo empero sus filas, como si hubieran recibido la orden de retirarse. Pero cuando los vencedores vieron que las cosas les eran favorables, lanzaron un ataque aún más furioso por todas partes del campo de batalla, que el enemigo casi fue incapaz de resistir pese a que Asdrúbal trataba de reunirlos e impedir que cedieran, diciéndoles que la colina de su retaguardia les daría refugio seguro si se retiraban en buen orden. Sus temores, sin embargo, pudieron más que su sentido de la vergüenza y cuando los más cercanos al enemigo cedieron, su ejemplo fue seguido repentinamente por todos y se produjo una desbandada general. Su primera parada fue en la parte inferior de la pendiente de la colina y, como los romanos dudasen en subirla, comenzaron a formar de nuevo sus líneas; pero al ver que avanzaban otra vez volvieron a huir y fueron obligados a retroceder en desorden a su campamento . Los romanos no estaban lejos de la empalizada y habrían asaltado el campamento sobre la marcha de no haber sido sustituido el brillante sol, que a menudo luce entre las fuertes lluvias, por una tormenta tal que los vencedores pudieron apenas regresar a su campamento; algunos, incluso, quedaron impedidos por un miedo supersticioso de intentar cualquier otra cosa aquel día. Aunque la noche y la tormenta invitaban a los cartagineses, exhaustos como estaban por su esfuerzo y muchos de ellos por sus heridas, a tomar el descanso que tanto necesitaban, sus temores y el peligro en que se encontraban, sin embargo, les impidió cualquier reposo. Esperando un ataque contra su campamento en cuanto se hiciera la luz, fortalecieron su empalizada con grandes piedras recogidas de los valles de alrededor, esperando hallar en sus fortificaciones la defensa que no les habían proporcionado sus armas. La deserción de sus aliados, sin embargo, les decidió a buscar la seguridad en la huida en lugar de arriesgarse a otra batalla. El primero en abandonarles fue Atene, régulo de los turdetanos; se marchó con un cuerpo considerable de sus compatriotas, siguiendo a esto la entrega de dos ciudades fortificadas con sus guarniciones a los romanos. Temiendo la propagación del aquel mal y la extensión del descontento, Asdrúbal levantó en silencio su campamento la noche siguiente.
[28,16] Cuando los puestos avanzados dieron noticia de la partida del enemigo, Escipión envió a su caballería y le siguió con todo su ejército. Tal fue la rapidez de la persecución que, de haber seguido la pista directa de Asdrúbal le debiera haber alcanzado. Pero, siguiendo el consejo de sus guías, tomaron una ruta más corta hacía el río Guadalquivir [el Betis, en el original latino.-N. del T.], de manera que le pudiesen atacar si trataba de cruzarlo. Encontrándose el río bloqueado, Asdrúbal dirigió su rumbo hacia el océano, y su precipitada marcha, que en su premura y confusión semejaba una huida, le dio una considerable distancia de las legiones romanas. La caballería e infantería ligera le hostigaron y retrasaron atacándole por los flancos y la retaguardia; y mientras se le obligaba constantemente a detenerse para repeler primero a la caballería y después a los escaramuzadores, llegaron las legiones. Ahora ya no fue una batalla, sino una pura carnicería; hasta el mismo general dio ejemplo huyendo y escapó a las colinas cercanas con unos seis mil hombres, muchos de ellos sin armas. El resto fueron muertos o hechos prisioneros. Los cartagineses improvisaron a toda prisa un campamento atrincherado en el punto más alto de las colinas, y como los romanos consideraron inútil intentar una precipitada ascensión, no tuvieron dificultad alguna en hacerse fuertes. Pero una altura desnuda y estéril apenas resultaba lugar donde mantener un asedio incluso de unos podías días y hubo numerosas deserciones. Finalmente, Asdrúbal marchó en busca de sus naves -pues no estaba lejos del mar- y huyó durante la noche, abandonando su ejército a su suerte. Tan pronto como Escipión se enteró de su huida, dejó a Silano para mantener el asedio del campamento cartaginés con diez mil soldados de infantería y mil jinetes mientras que él mismo, con el resto de sus fuerzas, regresaba a Tarragona. Durante su marcha de setenta días hacia esta plaza, tomó medidas para conocer de los asuntos de los régulos y de varias ciudades, para poderles recompensar según merecieran. Después de su partida, Masinisa llegó a un acuerdo secreto con Silano y cruzó con un pequeño contingente a África para inducir a su pueblo a apoyarlo en su nueva política. Las razones que le determinaron a este cambio repentino no fueron evidentes en el momento, pero la lealtad que posteriormente demostró durante su larga vida, y hasta su final, demostró fuera de toda duda que sus motivos iniciales fueron cuidadosamente sopesados. Después de Magón hubiera navegado hasta Cádiz en los buques que Asdrúbal le había enviado, el resto del ejército, abandonado por la partida de sus generales, desertó en parte con los romanos y otros se dispersaron entre las tribus vecinas. No quedó cuerpo alguno de tropas digno de consideración, ni por número ni por fuerza combativa. Tal fue, en general, la forma en que, bajo la dirección y los auspicios de Publio Escipión, los cartagineses fueron expulsados de Hispania, catorce años después del comienzo de la guerra y cinco años después de que Escipión asumiera el mando supremo. No mucho después de la salida de Magón, Silano se unió a Escipión en Tarragona e informó de que la guerra había terminado.
[28,17] Lucio Escipión fue enviado a Roma a cargo de numerosos prisioneros de alto rango para anunciar el sometimiento de Hispania. Todo el mundo celebró públicamente este brillante éxito con sentimientos de alegría y regocijo; pero el hombre que lo había conseguido, y cuya sed de virtud y sinceras alabanzas era insaciable, contemplaba su conquista de Hispania sólo como un pequeño tramo de lo que su grandeza de ánimo y esperanza le hacía concebir. Ya estaba mirando hacia África y a la gran ciudad de Cartago como destinadas a coronar su gloria e inmortalizar su nombre. Este era el objetivo que se marcaba, y pensó que lo mejor sería preparar el camino ganándose a los reyes y tribus de África. Comenzó por acercarse a Sífax, rey de los masesulios, una tribu vecina a los moros y que vivía en la costa, frente a la parte de Hispania donde está Cartagena. En aquel momento existía un tratado de alianza entre su rey y Cartago, pero Escipión no se imaginaba que Sífax considerase la santidad de los tratados más escrupulosamente de lo que generalmente son considerados entre los bárbaros, cuya fidelidad depende de los caprichos de la fortuna. En consecuencia, envió a Cayo Lelio con regalos para entrevistarse con él. El bárbaro estuvo encantado con los regalos, y viendo que la causa de Roma triunfaba por todas partes, mientras que los cartagineses habían fracasado en Italia y desaparecido completamente de Hispania, aceptó ser amigo de Roma, pero insistió en que la mutua ratificación del tratado debería tener lugar en presencia del general romano. Todo lo que Lelio pudo obtener del rey fue un salvoconducto, y con él regresó con Escipión. Para poder cumplir sus planes sobre África, le resultaba de suprema importancia asegurarse a Sífax; este era el más poderoso de los príncipes nativos e incluso había mantenido hostilidades contra Cartago; más aún, sus fronteras estaban separadas de Hispania solo por un corto estrecho [hay unos 200 kilómetros entre Cartagena y la parte más próxima de la costa africana, cerca de Arzew.-N. del T.].
Escipión pensó que valía la pena correr tan considerable riesgo considerable para lograr su fin y, como no podía hacerse de otra manera, hizo los arreglos para visitar Sífax. Dejando la defensa de Hispania en manos de Lucio Marcio en Tarragona y de Marco Silano en Cartagena, a donde se había dirigido a marchas forzadas desde Tarragona, navegó cruzando el mar hacia África y acompañado de Cayo Lelio. Sólo tomó dos quinquerremes y, como el mar estaba en calma, la mayor parte de la travesía la efectuaron a remo, aunque de vez en cuando les ayudó una ligera brisa. Sucedió que Asdrúbal, después de su expulsión de Hispania, entró al puerto al mismo tiempo. Había anclado sus siete trirremes y se disponía a vararlos cuando se avistaron los dos quinquerremes. Nadie albergó la menor duda de que pertenecían al enemigo y que podrían ser fácilmente sobrepasados por su superioridad numérica antes de que llegasen a puerto. Los esfuerzos de soldados y marinos, sin embargo, para alistar sus armas y sus barcos en poco tiempo, en medio de tanto ruido y confusión, resultaron inútiles al llenar las velas de los quinquerremes una refrescante brisa marina, que los llevó a puerto antes de que los cartagineses pudieran levar sus anclas. Como ya estaban en el puerto del rey, nadie se atrevió a hacer ningún intento por molestarles. Así que Asdrúbal, que fue el primero en desembarcar, y Escipión y Lelio, que lo hicieron poco después, se dirigieron todos donde estaba el rey.
[28,18] Sífax consideró esto como un honor excepcional -y verdaderamente lo era-, que los capitanes de las dos naciones más poderosas de su tiempo llegaran buscando su amistad y alianza. Invitó a ambos a ser sus huéspedes y, ya que la Fortuna los que había querido bajo el mismo techo, con el mismo ánimo trató de inducirlos a ponerse de acuerdo, con objeto de eliminar todas las causas de disputa. Escipión se negó, alegando que no tenía ninguna querella personal con el cartaginés y que no podía discutir asuntos de Estado sin órdenes del Senado. El rey ansiaba que aquello no pareciera como si uno de sus huéspedes fuese excluido de su mesa e hizo todo lo posible para convencer a Escipión de que estuviera presente. Este no planteó ninguna objeción, ambos cenaron con el rey y, a su petición personal, ambos ocuparon el mismo lecho. Tal era el encanto innato de Escipión y su tacto en el trato con todo el mundo, que se ganó no sólo a Sífax, que como bárbaro no estaba acostumbrado a las costumbres romanas, sino incluso a su enemigo mortal. Asdrúbal declaró abiertamente que «admiraba a Escipión más ahora que lo había conocido personalmente que después de sus victorias militares, y no tenía ninguna duda de que Sífax y su reino ya estaban a disposición de Roma, tal habilidad poseía el romano para ganarse a los hombres. La cuestión, para los cartagineses, no era cómo se había perdido Hispania, sino cómo se podría retener África. No era porque amase los viajes, o por su pasión por navegar por costas placenteras, por lo que había salido aquel gran general romano de su recién subyugada provincia y dejado su ejército con dos naves para ir a África, la tierra de sus enemigos, confiándose a la fidelidad no probada de un rey. Su verdadero motivo era la esperanza de convertirse en dueño de África; este proyecto había sido meditado durante mucho tiempo; se quejó abiertamente de que «Escipión no iba a dirigir la guerra en África como Aníbal en Italia». Después de que se concluyera el tratado con Sífax, Escipión zarpó de África y, tras pasar cuatro días en los que fue zarandeado por los vientos cambiantes y en su mayoría tormentosos, llegó a Cartagena.
[28.19] Hispania estaba tranquila en lo que se refería a la guerra con Cartago, pero era evidente que algunas ciudades, conscientes de sus malas prácticas, se mantenían tranquilas más por su miedo que por cualquier sentimiento de lealtad hacia Roma. De entre estas, Iliturgi y Cástulo eran las mayores en importancia y, sobre todo, en culpa [Polibio ofrece otros nombres, distintos pero muy parecidos: Iloúrgeia y Kastax; se conjetura con que la fuente de la que se informa Livio cambiase aquellos nombres por otros de ciudades que sí le eran conocidas. En todo caso, Iliturgi y Cástulo serían las actuales Andújar y Cazlona.-N. del T.] Mientras los ejércitos romanos fueron victoriosos, Cástulo se mantuvo fiel a su alianza; después de que los Escipiones y sus ejércitos fuesen destruidos, desertaron con Cartago. Iliturgi había ido más lejos, pues sus habitantes habían traicionado y condenado a muerte a los que habían buscado refugio con ellos después de los desastres, lo que agravó su traición con el crimen. Tomar medidas contra estas ciudades inmediatamente después de su llegada a Hispania, y estando aún las cosas indecisas, podría haber estado justificado, pero no era una decisión sabia. Ahora, sin embargo, cuando las cosas estaban decididas, se consideró que había llegado la hora del castigo. Escipión envió órdenes a Lucio Marcio para que llevase una tercera parte de sus fuerzas a Cástulo y que asaltara de inmediato el lugar; con el resto, él mismo marchó a Iliturgi, donde llegó tras cinco días de marcha. Las puertas se habían cerrado y se habían hecho todos los preparativos para repeler un asalto; los habitantes eran muy conscientes del castigo que merecían y de que cualquier declaración formal de guerra, por lo tanto, era innecesaria. Escipión hizo de esto el tema de su arenga a sus soldados. «Los hispanos», dijo, «al cerrar sus puertas han demostrado cuánto merecen el castigo que temen. Debemos tratarlos con mayor severidad de la que usamos con los cartagineses; con estos últimos luchamos por la gloria y el dominio, con apenas algún sentimiento de ira; pero a los primeros hemos de exigir la pena correspondiente a su crueldad, su traición y por asesinato. Ha llegado el momento de que venguéis la atroz masacre de vuestros camaradas de armas y la traición tramada contra vosotros mismos, si os hubiese llevado allí la huida. Dejaréis claro para siempre, con este horrible ejemplo, que nunca nadie deberá considerar maltratar a un soldado o a un ciudadano romano, independientemente de cuál fuera su situación».
Enardecidos por las palabras de su general, los hombres empezaron a prepararse para el asalto; se eligieron grupos de asalto de entre todos los manípulos y se les proveyó de escalas, y se dividió el ejército en dos grupos, uno puesto bajo el mando de Lelio, de manera que se pudiera atacar la ciudad desde lados opuestos y que se crease el doble de terror. Los defensores se veían estimulados a una prolongada y decidida resistencia no por sus generales o sus jefes, sino por el temor procedente de su conciencia de culpa. Con sus pasados crímenes en mente, se advertían entre sí de que el enemigo no buscaba tanto la victoria como la venganza. La cuestión no era cómo escapar de la muerte, sino cómo enfrentarla: si espada en mano y sobre el campo de batalla, donde la fortuna de la guerra a menudo levanta al vencido y derriba al vencedor, o entre las cenizas de su ciudad y ante los ojos de sus esposas e hijos cautivos, siendo azotados con el látigo y sometidos a vergonzosas y horribles torturas. Con esta perspectiva ante sí, cada hombre que podía empuñar un arma tomó parte en la lucha, e incluso las mujeres y los niños trabajaban más allá de sus fuerzas, llevando proyectiles a los combatientes y piedras a las murallas para los que reforzaban las defensas. No sólo estaba en juego su libertad -aquel motivo solo inspira a los valientes- sino que tenían ante sus ojos los mismos extremos de la tortura y una muerte vergonzosa. Al mirarse unos a otros y ver que cada cual trataba de superar a los demás en trabajos y peligros, su valor se incendió; y ofrecieron tan furiosa resistencia que el ejército que había conquistado Hispania fue rechazado una y otra vez de las murallas de una solitaria ciudad, cayendo en el desorden tras un combate que no trajo ningún honor. Escipión tenía miedo de que los esfuerzos inútiles de sus tropas pudieran levantar el valor del enemigo y desanimar el de los suyos, y decidió entrar en combate y compartir el peligro. Recriminando a sus soldados por su cobardía, ordenó que se colocasen las escalas y amenazó con subir él mismo si el resto se quedaba atrás. Ya había llegado al pie de la muralla, y estaba en peligro inminente, cuando por todas partes se oyeron los gritos de los soldados, que se angustiaban por la seguridad de su comandante, y se pusieron las escalas contra las murallas. Lelio lanzó entonces su ataque desde el otro lado de la ciudad. Esto quebró la resistencia de la parte posterior; se limpió la muralla de defensores y fue tomada por los romanos; en el tumulto, también se capturó la ciudadela por aquella parte donde se consideraba inexpugnable.
[28,20] Su toma fue efectuada por algunos desertores africanos que servían con los romanos. Mientras la atención de los habitantes se dirigía a la defensa de las posiciones que parecían estar en peligro, y los asaltantes situaban sus escalas dondequiera que se podían acercar a los muros, aquellos hombres advirtieron que la parte más alta de la ciudad, que estaba protegida por acantilados, estaba menos fortificada y defendida. Estos africanos, hombres de complexión ligera y que mediante un entrenamiento constante eran extremadamente ágiles, se dotaron de ganchos de hierro y subieron escalando por donde los resaltes de las rocas les servían de base; cuando llegaban a un lugar donde la roca era demasiado escarpada o lisa, fijaban los ganchos a intervalos regulares y los usaban como apoyo, los de delante tirando de los de atrás y los de abajo empujando a los de arriba. De esta manera, se las arreglaron para llegar a la cima y apenas lo hubieron hecho corrieron abajo, con grandes gritos, hacia la ciudad que los romanos ya habían capturado. Y entonces salió el odio y el resentimiento que había provocado el ataque a la ciudad. Nadie pensaba en hacer prisioneros o apoderarse de botín, aunque todo estaba a merced de los saqueadores; aquello fue escenario de una matanza indiscriminada, no combatientes junto a alzados en armas, mujeres y hombres por igual eran masacrados; el salvajismo despiadado se extendió incluso a la masacre de los niños. Incendiaron luego las casas y lo que no consumió el fuego fue completamente demolido. Hasta tal punto quisieron aniquilar todo vestigio de la ciudad y borrar toda memoria de sus enemigos. Desde allí, Escipión marchó a Cástulo. Este lugar estaba siendo defendido por nativos de los pueblos de los alrededores, así como por los restos del ejército cartaginés que se había juntado allí tras su huida. Pero la aproximación de Escipión había sido precedida por las noticias de la caída de Iliturgi, y estas propagaron el desánimo y la desesperación por todas partes. Los intereses de los cartagineses y de los hispanos eran muy distintos; cada parte procuraba por su propia seguridad sin tener en cuenta a la otra, y lo que eran al principio sospechas mutuas, pronto dieron lugar a una ruptura abierta entre ellos. Cerdubelo aconseja abiertamente a los hispanos que entregasen la ciudad; Himilcón, el comandante de los cartagineses, aconsejaba la resistencia. Cerdubelo llegó a un acuerdo secreto con el general romano, entregó la ciudad y puso a los cartagineses en sus manos. Mostró más clemencia en esta victoria; la ciudad no había incurrido en culpa tan grave y la entrega voluntaria hizo mucho para suavizar cualquier sentimiento de ira.
[28.21] Después de esto, Marcio fue enviado a reducir a sumisión a todas las tribus que aún no habían sido sometidas. Escipión volvió a Cartagena para cumplir sus votos de ofrecer un espectáculo de gladiadores, que había preparado en honor a la memoria de su padre y su tío. Los gladiadores, en esta ocasión, no procedían de la clase de la que los entrenadores solían obtenerlos -esclavos y hombres que venden su sangre-, sino que eran todos voluntarios y prestaron sus servicios gratuitamente. Algunos habían sido enviados por sus régulos para dar una muestra de la valentía instintiva de su raza, otros justificaron su deseo de combatir para contentar a sus jefes y otros más eran arrastrados por un espíritu de rivalidad, retando a otros a combate singular y aceptando estos últimos el desafío. Hubo algunos que tenían querellas pendientes y acordaron aprovechar esta oportunidad para resolverlas mediante la espada, con la condición de que el vencido quedaría a disposición del vencedor. No solo fueron individuos desconocidos los que hicieron esto. Miembros de linajes nada oscuros, sino nobles e ilustres, como Corbis y Orsua, primos hermanos entre sí, que se disputaban la primacía de una ciudad llamada Ibe [¿Ibi?.-N. del T.], declararon su intención de resolver su controversia mediante la espada. Corbis era el mayor de los dos: el padre de Orsua había sido el último en ostentar el principado, habiendo sucedido a su hermano mayor tras la muerte de este. Escipión quería que discutiesen la cuestión calmada y pacíficamente, pero como se habían negado a petición de sus propios familiares, le dijeron que no aceptarían el arbitrio de nadie, fuera hombre o dios, excepto de Marte, y solo a él apelarían. El mayor se enorgullecía de su fuerza, el más joven de su juventud; ambos preferían luchar a muerte antes que uno quedase a las órdenes del otro. Al no querer aquietar su rabia, resultaron un espectáculo sorprendente para el ejército y una prueba, igualmente sorprendente, de las desgracias que la pasión por el poder provoca entre los hombres. El mayor, por su familiaridad con las armas y su destreza, prevaleció con facilidad sobre la fuerza bruta y sin entrenar del más joven. Los combates de gladiadores fueron seguidos por juegos fúnebres, con toda la pompa que los recursos de la provincia y el campamento podían proporcionar.
[28.22] Mientras tanto, los lugartenientes de Escipión no estaban en absoluto inactivos. Marcio cruzó el Guadalquivir, llamado por los nativos Certis, y recibió la rendición de dos ciudades sin combatir. Estepa era una ciudad que siempre ha estado del lado de Cartago [Astapa en el original latino, en la actual provincia de Sevilla.-N: del T.]. Pero no fue esto lo que la hizo digna de la ira, sino su extraordinario odio contra los romanos, mucho mayor de lo que sería justificable por las necesidades de la guerra. Ni la situación ni las fortificaciones de la ciudad eran como para inspirar confianza a sus habitantes, pero su carácter proclive al bandolerismo les indujo a hacer incursiones en los territorios de sus vecinos, que eran aliados de Roma. En estas correrías tenían costumbre de capturar cualquier soldado romano solitario, comerciante o cantinero que se encontrasen. Como era peligroso viajar en pequeños grupos, se solía viajar en grandes partidas y una de ellas, mientras cruzaba la frontera, fue sorprendida por los bandidos que estaban al acecho, siendo asesinados todos sus miembros. Cuando el ejército romano avanzó para atacar el lugar, los habitantes, plenamente conscientes del castigo que merecía su crimen, supieron con seguridad que el enemigo estaba demasiado indignado como para albergar cualquier esperanza de seguridad mediante su rendición. Desesperando de que sus murallas o sus armas les protegieran, resolvieron un acto igualmente cruel y horrible para con ellos mismos y los suyos. Recogiendo lo más valioso de sus posesiones, las amontonaron en una pila, en un lugar determinado de su foro. Sobre aquel montón ordenaron sentarse a sus mujeres e hijos, amontonaron luego en torno a ellos gran cantidad de madera y en la parte superior colocaron leña seca. Se encargó a cincuenta hombres armados que cuidasen de sus pertenencias y de las personas que les resultaban más queridas que sus posesiones, dándoles las siguientes instrucciones: «Manteneos en guardia mientras la batalla esté dudosa; pero si veis que resulta en nuestra contra y que la ciudad está a punto de ser capturada, sabréis que a los que habéis visto marchar al combate nunca regresarán vivos; os imploramos, por todos los dioses del cielo y del infierno, en nombre de la libertad, libertad que terminará bien con una muerte honorable, bien con una deshonrosa esclavitud, que no dejéis nada sobre lo que un enemigo salvaje pueda descargar su ira. El fuego y la espada están en vuestras manos. Es mejor que se produzca por manos fieles y amigas la partida de quien está condenado a morir, y no que sea por la del enemigo que añadirá burla y desprecio a la muerte». Estas advertencias fueron seguidas por una terrible maldición sobre cualquiera que se apartara de su propósito por esperanza de salvarse o por blandura de corazón.
Luego abrieron las puertas y se lanzaron a una carga tumultuosa. No había posiciones avanzadas lo bastante fuertes como para enfrentarlos, pues lo último que se temía era que los sitiados se aventuran fuera de sus murallas. Unas pocas turmas de caballería e infantería ligera fueron enviadas contra ellos desde el campamento, produciéndose una lucha feroz e irregular en la cual la caballería, que había sido la primera en enfrentarse con el enemigo, fue derrotada, provocando esto el pánico entre la infantería ligera. El ataque podría haberles empujado hasta el mismo pie de la empalizada de no haber podido formar las legiones, aún con muy poco tiempo, y permitirles cubrirse tras sus líneas. Así las cosas, hubo al principio alguna vacilación entre las primeras filas, pues el enemigo, cegado por la rabia, se lanzó con loca temeridad para ser heridos por la espada. Luego, los soldados veteranos que surgieron como apoyo, imperturbables ante el frenético ímpetu, destrozaron las filas frontales y detuvieron así el avance de las posteriores. Cuando, a su vez, trataron de forzar al enemigo, se encontraron con que ninguno cedía terreno, todos resueltos a morir donde se encontraban. Ante esto, los romanos extendieron sus líneas, lo que su superioridad en número les permitió hacer fácilmente, hasta que desbordaron al enemigo que, luchando en un círculo, murió hasta el último hombre.
[28.23] Toda aquella matanza fue, en cualquier caso, obra de unos soldados exasperados que se enfrentaron a sus enemigos armados según las leyes de la guerra. Sin embargo, una carnicería mucho más horrible tuvo lugar en la ciudad, donde una multitud débil e indefensa de mujeres y niños fue masacrada por su propio pueblo; sus cuerpos fueron arrojados, aún convulsos, a la pira encendida que casi llegó a extinguirse por los ríos de sangre. Y por último de todo, los propios hombres, agotados por la penosa masacre de sus seres queridos, se arrojaron sobre las armas con todo en medio de las llamas. Todos habían perecido para el momento en que los romanos llegaron a la escena. En un primer momento se quedaron horrorizados ante tan espantosa visión; pero al ver el oro y la plata fundida que fluía entre el resto de cosas que componían la pila, la codicia propia de la naturaleza humana los impulsó a tratar de arrebatar lo que pudieran sacar del fuego. Algunos quedaron atrapados por las llamas y otros se quemaron con el aire caliente, pues los de delante no se retiraban por culpa de la multitud que los presionaba por detrás. Así, Estepa fue destruida por el hierro y el fuego sin dejar ningún botín a los soldados. Después de aceptar la rendición de las demás ciudades de aquel territorio, Marcio condujo a su victorioso ejército de vuelta con Escipión en Cartagena. Justo en ese momento, llegaron algunos desertores de Cádiz, que se comprometieron a entregar la ciudad con su guarnición cartaginesa y a su comandante, así como a los barcos del puerto. Después de su huida, Magón había situado su cuartel general en esa ciudad y, con la ayuda de los barcos que había reunido, había logrado juntar una fuerza considerable, en parte desde la costa opuesta de África y en parte mediante la gestión de Hanón entre las tribus hispanas vecinas. Luego de haberse dado mutuamente garantías de buena fe, Escipión envió a Marcio con las cohortes de infantería ligera y a Lelio con siete trirremes y un quinquerreme para dirigir las operaciones conjuntas, por tierra y mar, contra aquel lugar.
[28,24] Escipión cayó afectado por una grave enfermedad que los rumores, sin embargo, agravaron aún más, pues cada hombre, por el innato gusto por la exageración, añadía algún nuevo detalle a lo que acababa de oír. Toda Hispania, sobre todo las zonas más remotas, resultó muy agitada por estas noticias, y es fácil juzgar, a partir de la cantidad de problemas que causó un rumor sin base, los que se habrían producido de haber muerto realmente. Aliados que no conservaron su fidelidad, ejércitos que no cumplieron con sus obligaciones. Mandonio e Indíbil se habían hecho a la idea de que, tras la expulsión de los cartagineses, la soberanía sobre Hispania recaería sobre ellos. Cuando vieron frustradas sus esperanzas, llamaron a sus compatriotas los lacetanos, y levantaron una fuerza entre los celtíberos con la que asolaron el territorio de los suesetanos y el de los sedetanos [ambos pueblos habitaban las proximidades del Ebro, por la parte de Tarragona.-N. del T.], que eran aliados de Roma. Una perturbación de un tipo diferente, un acto de locura por parte de los propios romanos, se produjo en el campamento de Sucro [las últimas investigaciones parecen ubicarla en Albalat, sin descartar otras localizaciones próximas, en todo caso en la actual provincia de Valencia.-N. del T.]. Estaba ocupada por una fuerza de ocho mil hombres que estaban apostados allí para proteger a las tribus de este lado del Ebro [o sea, del lado norte.-N. del T.]. Los vagos rumores acerca de la vida de su comandante no fueron, sin embargo, la causa principal de su acción. Un largo período de inactividad, como de costumbre, los había desmoralizado y se irritaron contra las restricciones de la paz después de estar acostumbrado a vivir capturando botín del enemigo. En un primer momento su descontento se limitó a murmuraciones entre ellos mismos. «Si hay guerra en la provincia -se decían- ¿qué estamos haciendo aquí, entre una población pacífica? Si la guerra ha terminado ¿por qué no hemos regresado a Roma?» Exigieron luego el pago de los atrasos con una insolencia absolutamente incompatible con la disciplina y las normas militares. Los vigías insultaban a los tribunos cada vez que estos efectuaban sus rondas de inspección, y algunos se marcharon de noche para saquear a los pacíficos habitantes de los alrededores, hasta que al fin terminaron por abandonar sus estandartes sin permiso a plena luz del día. Hacían todo según les dictaba su capricho y su fantasía, sin prestar atención ni a las normas, ni a la disciplina ni a las órdenes de sus superiores. Solo una cosa ayudó a mantener exteriormente la apariencia de un campamento romano, y fue la esperanza que sostenían los hombres de que los tribunos se contagiaran de su locura y se unieran a su motín. Con esta esperanza les permitían administrar justicia desde sus tribunas, acudían a ellos para recibir la consigna y las órdenes del día y montaban guardia con los turnos adecuados. Así, después de privarlos de toda autoridad efectiva, guardaron apariencia de obedecer mientras eran, en realidad, sus propios jefes. Cuando vieron que los tribunos censuraban y reprobaban sus actos, y trataban de reprimirlos, declarando abiertamente que nada tendrían que ver con su locura insensata, estallaron en rebelión abierta. Expulsaron a los tribunos desde sus cuarteles, y luego fuera del campamento, por aclamación unánime pusieron el mando supremo en las manos de los principales cabecillas del motín, dos soldados comunes cuyos nombres eran Cayo Albio Caleno y Cayo Atrio Umbro. Estos hombres no solo no quedaron satisfechos con portar las insignias de los tribunos militares, sino que tuvieron la osadía de portar las del mando supremo, las fasces y las hachas. Nunca se les ocurrió que aquellos símbolos que habían llevado ante ellos para atemorizar a los demás se precipitarían sobre sus propias espaldas y cuellos. La falsa creencia de que Escipión había muerto les cegó; estaban seguros de que la difusión de aquella nueva prendería las llamas de la guerra por toda Hispania. En la turbamulta general, se imaginaban que serían capaces de recoger contribuciones de los aliados de Roma y saquear las ciudades a su alrededor; pensaban que en medio de la extendida confusión, donde por todas partes se cometían crímenes y ultrajes, no se advertiría lo que hubieran hecho.
[28.25] Esperaban a cada momento nuevos detalles de la muerte de Escipión, incluso noticias de su funeral. Sin embargo, no llegó ninguna y los mismos rumores se fueron apagando paulatinamente. Empezaron luego a buscar a quienes los empezaron, pero todos se quitaban de en medio prefiriendo que les considerasen crédulos antes que sospechosos de haber inventado una historia así. Abandonados por sus secuaces, los cabecillas miraban temerosamente las insignias que habían asumido y supusieron que, a cambio de aquella exhibición de poder, habrían arrastrado sobre ellos el peso de la autoridad auténtica y legítima. Mientras el motín se estancaba, llegó información concreta de que Escipión estaba vivo, seguida luego de la seguridad de que se había restablecido su salud. Esta seguridad fue comunicada por un grupo de siete tribunos militares, a quienes Escipión había enviado a Sucro. Al principio, su presencia exaltó los ánimos, pero las conversaciones que mantuvieron con aquellos a quienes conocían tuvo un efecto calmante; visitaron a los soldados en sus tiendas y charlaron con los grupos que rondaban los tribunales o que estaban en frente del Pretorio. No hicieron referencia a la traición de la que los soldados se habían hecho culpables, sólo les preguntaban sobre las causas del súbito motín. Se les contestaba que los hombres no cobraron puntualmente su paga ni se les dio parte conforme al papel que habían desempeñado en la campaña. Cuando los iliturgitanos cometieron su detestable traición, y después de la destrucción de los dos ejércitos y sus comandantes, fue gracias a su valor -afirmaron- que se conservó el nombre romano y la provincia para la República. Y a pesar de que aquellos habían recibido la justa recompensa por su traición, nadie se había preocupado de recompensar a los soldados romanos por sus meritorios servicios.
En respuesta a estas y otras denuncias, los tribunos dijeron a los hombres que sus peticiones eran razonables y que se las expondrían al general. Se alegraron de que no se tratase de nada peor o más difícil de solucionar en derecho, y los hombres podían descansar tranquilos de que Publio Escipión, tras el favor que los dioses le habían mostrado, e incluso el mismo Estado, les mostrarían su agradecimiento. Escipión tenía experiencia en la guerra, pero no estaba familiarizado el tratamiento de los motines. Dos cosas le inquietaban: la posibilidad de que la insubordinación se extendiera a todo el ejército y que los castigos infligidos resultaran excesivos. Por el momento, decidió seguir como había empezado y manejar el asunto con cuidado. Se enviaron recaudadores entre las ciudades tributarias, de manera que los soldados pudieran recibir prontamente sus pagas. Poco después, dio orden de que se reunieran en Cartagena con aquel propósito; debían marchar en un solo grupo o en destacamentos sucesivos, como prefirieran. Ya se estaba apagando el malestar cuando el cese repentino de las hostilidades, por parte de los hispanos rebeldes, lo hizo cesar completamente. Cuando Mandonio e Indíbil supieron que Escipión estaba vivo, se dieron por vencidos de su empresa y se retiraron dentro de sus fronteras; los amotinados no podían encontrar a nadie, ni entre sus propios compatriotas ni entre los indígenas, que se quisiera agregar a su acto insensato. Después de considerar cuidadosamente todas las posibilidades, vieron que la única manera de escapar de las consecuencias de sus malos consejos, y no con mucha esperanza, era someterse al justo malestar de su general y a su clemencia, la que no desesperaban de experimentar. Argüían que siempre había perdonado a los enemigos de su patria tras los combates, mientras que durante su sedición nadie había sido herido y no se había derramado ni una gota de sangre; habían estado libres de cualquier crueldad y no merecían un castigo cruel. ¡Así de elocuente es el ingenio humano para disculpar su propia mala conducta! Dudaron bastante entre si acudir a recibir sus pagas por separado, cohorte a cohorte, o todos juntos. Esto último les pareció lo más seguro y por ello se decidieron.
[28,26] Mientras estaban discutiendo estos puntos, en Cartagena se celebraba un consejo de guerra sobre ellos. Había división de pareceres: unos pensaban que sería suficiente proceder solo contra los cabecillas, que no sumaban más de treinta y cinco; otros lo consideraban un acto de alta traición en lugar de un motín, y sostenían que aquel mal ejemplo sólo podía ser frenado con el castigo de todos cuantos estuvieran implicados. Prevaleció finalmente la opinión más misericordiosa, que el castigo solo recayera sobre aquellos que originaron la sedición; en cuanto a las tropas, se consideró suficiente una severa reprensión. Al disolverse el consejo, se informó al ejército estacionado en Cartagena de que había de lanzarse una expedición contra Mandonio e Indíbil, y que debían preparar raciones para varios días. El objetivo era hacer parecer que se trataba de la empresa para la que se había reunido el consejo de guerra. Se entregó a cada uno de los siete tribunos que habían sido enviados a Sucro para sofocar el motín, y que ya habían regresado por delante de las tropas, los nombres de cinco cabecillas. Se les instruyó para que salieran al encuentro de los culpables con sonrisas y buenas palabras, que los invitaran a sus alojamientos y, cuando los hubieran hecho beber hasta adormecerlos, los encadenasen. Cuando ya estaban no lejos de Cartagena, fueron informados por personas con las que se encontraban de que todo el ejército partiría a la mañana siguiente, al mando de Marco Silano, contra los lacetanos. Esta noticia no disipó completamente los secretos temores que albergaban, aunque se alegraron mucho al oír aquello, pues se imaginaban que ahora que su comandante estaba solo podrían ellos apoderarse de él, en lugar de estar ellos en su poder.
El sol se ponía cuando entraron en la ciudad, y hallaron al otro ejército efectuando los preparativos para su marcha. Se había dispuesto de antemano cómo se les iba a recibir; se les dijo que su comandante se alegraba de que hubieran llegado cuando lo habían hecho, justo antes de que partiera el otro ejército. Se les separó entonces para buscar comida y descanso, llevando a los cabecillas a las casas de los hombres elegidos para la ocasión, donde se les entretuvo y donde los tribunos les arrestaron y encadenaron sin ningún alboroto. Sobre la cuarta guardia, el tren de bagajes del ejército empezó a moverse para iniciar su fingida marcha; al romper el día, los estandartes se adelantaron, pero el ejército al completo se detuvo en cuanto llegaron a la puerta, situando vigías a su alrededor para impedir que nadie abandonase la ciudad. Las tropas recién llegadas fueron convocadas a una asamblea, y se dirigieron al foro rodeando con gritos amenazantes la tribuna de su general, esperando intimidarle con sus gritos. En el momento en que subió a su tribunal, las tropas que habían vuelto desde la puerta y que estaban totalmente armadas, rodearon a la multitud desarmada. Entonces se acobardaron completamente y, como admitieron después, lo que más les atemorizó era el color y vigor de su jefe, a quien habían esperado ver débil y enfermo, así como la expresión nunca antes vista en su cara, ni siquiera en el fragor de la batalla. Durante algún tiempo permaneció sentado en silencio, hasta que le informaron de que los cabecillas habían sido llevados reducidos al foro y que todo estaba dispuesto.
[28,27] Después que el ordenanza obtuviera el silencio, pronunció el siguiente discurso: «Nunca pensé que me faltarían palabras para dirigirme a mi ejército, no por haberme adiestrado más para hablar que para actuar, sino porque al haber vivido la vida de campaña desde la niñez habría aprendido a comprender el carácter de los soldados. En cuanto a lo que ahora he de decir, me fallan las ideas y las palabras; ni siquiera sé con qué título dirigirme a vosotros. ¿Os he a llamar «ciudadanos romanos», a vosotros que os habéis rebelado contra vuestra patria? ¿Puedo llamaros «soldados», cuando habéis renunciado a la autoridad y auspicios de vuestro general y roto las solemnes obligaciones de vuestro juramento militar? En vuestra apariencia, vuestras maneras, vuestras ropas y vuestra actitud reconozco las de mis compatriotas, pero vuestros actos, vuestra lengua, vuestros planes, vuestro espíritu y temperamento son los de los enemigos de vuestra patria. ¿Qué diferencia hay entre vuestras esperanzas y objetivos y los de los ilergetes y los lacetanos? Incluso ellos elegían hombres de rango real, Mandonio e Indíbil, para mandarlos en su locura; mientras tanto vosotros delegáis los auspicios y el mando supremo en Atrio Umbro y en Albio Caleno. Decidme, soldados, que no estabais todos en esto o que no aprobabais lo que se ha hecho. Con mucho gusto creeré que sólo unos pocos eran culpables de tan insensato desatino, si me aseguráis que es así. Pues el delito es de tal naturaleza que, de haber participado todo el ejército, solo se podría expiar mediante un terrible sacrificio.
«Es doloroso para mí hablar de este modo, abriendo, por así decir, las heridas; pero sin tocar y volver a tocar las heridas no se pueden curar. Después de la expulsión de los cartagineses de Hispania, no creía que hubiera en ninguna parte nadie que deseara mi muerte, tal había sido mi conducta tanto para amigos como para enemigos. Y, sin embargo, estaba por desgracia en tan gran error que hasta en mi propio ejército la noticia de mi muerte fue, no ya creída, sino mirada con entusiasmo. Ni por un momento desearía acusaros de esto a todos vosotros, pues si pensase que todo mi ejército desea mi muerte, aquí moriría, ante vuestros ojos. Mi vida no tendría ningún atractivo para mí si resultara odioso a mis compatriotas y a mis soldados. Pero toda multitud es como el mar, que abandonado a sí mismo permanece naturalmente inmóvil, hasta que los vientos y las tormentas lo excitan. Lo mismo ocurre con la furia entre los hombres, cuya causa y origen se encuentra en vuestros cabecillas, que os han contagiado de su locura. Porque ni siquiera parecéis conscientes de hasta qué extremos de locura habéis llegado, o de cuán criminal imprudencia sois culpables, contra mi, contra vuestra patria, vuestros padres y vuestros hijos, contra los dioses que fueron testigos de vuestro juramento militar, contra los auspicios bajos los que servíais, contra la tradición del ejército y la disciplina de vuestros antepasados, contra la majestad inherente a la suprema autoridad. En cuanto a mí, prefiero mantener silencio; puede que hayáis prestado oído a la noticia de mi muerte con más ligereza que avidez, puede que sea yo de tal manera que mi mando resulte molesto al ejército. Sin embargo, vuestro país, ¿qué os ha hecho para que hagáis causa común con Mandonio e Indíbil en su traición? ¿Qué ha hecho el pueblo romano para que privéis de su autoridad a los tribunos que eligió y la deis a individuos particulares? ¡Y no contentos con tener a tales hombres por tribunos, vosotros, un ejército romano, habéis transferido las fasces de vuestro jefe a hombres que no tenían ni a un simple esclavo a sus órdenes! ¡El Pretorio fue ocupado por un Albio y un Atrio, ante sus puertas sonaba el clarín, a ellos acudíais por órdenes, se sentaban en el tribunal de Publio Escipión, el lictor les precedía y les abría camino y delante de a ellos iban las hachas y las fasces! Cuando se produce una lluvia de piedras, los edificios son golpeados por un rayo o de los animales nacen crías monstruosas, consideráis estas cosas como signos. Tenemos aquí un presagio que ninguna víctima y ninguna rogativa podrá expiar, excepto la sangre de quienes se han atrevido a un crimen tan terrible.
[28,28] «Aunque ningún delito es dictado por motivos racionales, aún así me gustaría saber lo que teníais en su cabeza, cuál era vuestra intención, en la medida en que tanta maldad admita alguna. Hace años, una legión que se envió de guarnición a Reggio asesinó a los hombres principales del lugar y se apoderaron de aquella rica ciudad durante diez años. Por este crimen fue decapitada toda una legión de cuatro mil hombres en el foro de Roma. Pero, en primer lugar, ellos no habían elegido para mandarles a un Atrio Umbro que era poco más que un cantinero y cuyo mismo nombre ya es un mal presagio, sino que siguieron a Décimo Vibelio, un tribuno militar. Tampoco se unieron a Pirro, ni a los samnitas y lucanos, los enemigos de Roma; pero vosotros comunicasteis vuestros planes a Mandonio e Indíbil, y os dispusisteis a unir vuestras armas a las suyas. Ellos se contentaron con hacer como los campanos hicieron al arrancar Capua de manos de los etruscos, sus antiguos habitantes, o como hicieron los mamertinos cuando capturaron Mesina en Sicilia; trataron convertir a Regio en su futuro hogar, sin pensamiento alguno de atacar a Roma o a los aliados de Roma. ¿Tratasteis de convertir Sucro en vuestra residencia permanente? Si, después de someter a Hispania, yo me hubiera marchado y os hubiese abandonado aquí, os podríais haber quejado con justicia ante los dioses y los hombres de que no habíais regresado con vuestras esposas e hijos. Pero debéis haber desterrado de vuestra mente todos recuerdo de ellos, como de vuestro país y de mí mismo. Me gustaría trazar el curso que habría tomado vuestro criminal proyecto, aunque sin llegar a extremos de locura. Estando yo vivo y conservando intacto el ejército con el que un día capturé Cartagena y derroté y expulsé de Hispania a cuatro ejércitos cartagineses, ¿realmente habríais arrebatado la provincia de Hispania del poder de Roma con una fuerza de unos ocho mil hombres; cada uno de vosotros, de todas formas, de menos valía que el Albio y el Atrio a quien hicisteis vuestros jefes?
«Dejo a un lado e ignoro mi propio honor y reputación, y asumo que en modo alguno he sido insultado por vuestra excesiva credulidad hacia la historia de mi muerte. ¿Y entonces qué? Suponiendo que yo hubiese muerto, ¿habría muerto conmigo la república, habría compartido la soberanía de Roma mi destino? De ningún modo; Júpiter Óptimo Máximo nunca habría permitido que una ciudad construida para la eternidad, construida bajo los auspicios y la sanción de los dioses, fuera a ser de tan corta vida como este frágil cuerpo mortal mío. A Cayo Flaminio, Emilio Paulo, Sempronio Graco, Postumio Albino, Marco Marcelo, Tito Quincio Crispino, Cneo Fulvio, y mis propios familiares, los dos Escipiones, todos ellos distinguidos generales, se los ha llevado esta única guerra; y sin embargo, aún vive Roma y viviría aunque mil más se perdieran por enfermedad o por la espada. ¿Iba a quedar entonces enterrada la República en mi solitaria tumba? ¿Por qué, incluso vosotros mismos, después de la derrota y muerte de mi padre y de mi tío, elegisteis a Séptimo Marcio para conducidos contra los cartagineses, exultantes como estaban por su reciente victoria? Hablo como si Hispania hubiera quedado sin general; pero ¿no habría vengado completamente Marco Silano, que llegó a la provincia investido con el mismo poder y autoridad que yo, con mi hermano Lucio Escipión y Cayo Lelio como lugartenientes suyos, el ultraje al imperio?. ¿Puede hacerse alguna comparación entre su ejército y vosotros, entre su rango y experiencia y los de los hombres que habéis elegido, entre la causa por la que luchan y la vuestra? Y si fuerais superiores a todos ellos, ¿levantaríais las armas junto a los cartagineses contra vuestra patria, contra vuestros conciudadanos? ¿Qué daño os han hecho?».
[28,29] «Coriolano fue una vez obligado a hacer la guerra a su país por una inicua sentencia que lo condenó al mísero e indigno exilio, pero un afecto privado lo hizo abandonar el crimen que planeaba contra el pueblo ¿Qué dolor, qué ira os incitó a vosotros? ¿Declarasteis la guerra a vuestro país, desertasteis del pueblo romano en favor de los ilergetes, pisoteasteis todas las leyes, humanas y divinas, simplemente porque se retrasó unos días vuestra paga debido a la enfermedad de vuestro general? No hay duda, soldados, que enloquecisteis; la enfermedad del cuerpo que yo he sufrido no ha sido ni un ápice más grave que la enfermedad que invadió vuestras mentes. Me horrorizo ante el modo en que los hombres dan crédito a los rumores, las esperanzas que albergan y los ambiciosos planes que se forman. Que todo se olvide, si es posible, o, si no, que por lo menos el silencio corra un velo sobre todo. Admito que mis palabras os parezcan severas e insensibles, pero pensad ¿cuán más grave no ha sido vuestra conducta que cualquier cosa que yo haya dicho? Os pensáis que está bien y es correcto que yo tolere vuestras acciones, ¿y aún no aguantaréis el oírlas nombrar? No os reprocharé nunca más todo esto; solo deseo que lo olvidéis tan pronto como yo lo olvidaré. En cuanto al ejército como cuerpo, si os arrepentís sinceramente de vuestro error, me daré por satisfecho y más que satisfecho. Albio Caleno y Atrio Umbro, junto a los demás cabecillas de este motín detestable, expiarán su crimen con su sangre. Contemplar su castigo os debe satisfacer y no apenar, si habéis recobrado verdaderamente la cordura, pues sus planes se han demostrado perjudiciales y destructivos más para vosotros que para cualquier otro». Apenas había terminado de hablar cuando, a una señal convenida, los ojos y los oídos de su audiencia fueron asaltados por todo cuanto les pudiera atemorizar y horrorizar. El ejército, que formaba en guardia alrededor de toda la asamblea, chocó sus espadas contra los escudos y se oyó la voz del ordenanza proclamando el nombre de quienes habían sido condenados en el Consejo de Guerra. Se les desnudó hasta la cintura, se les llevó en medio de la asamblea y se practicaron todos los métodos de castigo: fueron atados a la estaca, azotados y finalmente decapitados. Los espectadores quedaron tan embargados por el terror que ni una sola voz se levantó contra la severidad de la pena, ni siquiera un gemido se escuchó. Luego, los cuerpos fueron arrastrados y, tras limpiar el lugar, los soldados fueron convocados, cada uno por su nombre, para prestar el juramento de obediencia a Publio Escipión ante los tribunos militares. Después recibió cada uno de ellos la paga que se le debía. Tal fue el final y conclusión del motín que se inició entre los soldados de Sucro.
[28,30] Mientras tanto, Hanón, lugarteniente de Magón, había sido enviado por la zona del Guadalquivir con un pequeño grupo de africanos para alquilar tropas entre las tribus hispanas, logrando alistar cuatro mil jóvenes armados. Poco después, su campamento fue capturado por Lucio Marcio; la mayoría de sus hombres murió en el asalto y algunos otros durante su huida, por la caballería que les perseguía; el mismo Hanón escapó con un puñado de sus hombres. Mientras esto ocurría en el Guadalquivir, Lelio navegó hacia el oeste y llegó hasta Carteya, una ciudad situada en la parte de la costa donde el estrecho empezaba a ensancharse hacia el océano [próxima a la actual San Roque, en el centro de la bahía de Algeciras, provincia de Cádiz.-N. del T.]. Llegaron al campamento romano algunos hombres con la oferta de entregar voluntariamente la ciudad de Cádiz, pero el plan fue descubierto antes de madurar. Todos los conspiradores fueron arrestados y Magón los puso bajo la custodia del pretor Adérbal para trasladarlos a Cartago. Adérbal los puso a bordo de un quinquerreme que se envió por delante y que era un barco más lento que los ocho trirremes con los que zarpó poco después. El quinquerreme acababa de entrar en el Estrecho [el de Gibraltar.-N. del T.] cuando Lelio zarpó del puerto de Carteya con otro quinquerreme seguido por siete trirremes. Marchó contra Adérbal y sus trirremes, convencido de que el quinquerreme no podría dar la vuelta, atrapado por las corrientes del Estrecho.
Sorprendido por este ataque insospechado, el general cartaginés dudó por unos momentos entre seguir a su quinquerreme o virar su proa contra el enemigo. Esta vacilación le impidió declinar el combate, pues uno y otro quedaron ya al alcance de sus proyectiles y el enemigo le atacaba por todas partes. La fuerza de la marea les impedía dirigir sus buques hacia donde querían. No hubo apariencia alguna de batalla naval, sin libertad de acción ni espacio para tácticas o maniobras. Las corrientes de la marea dominaron completamente la acción; llevaban los barcos en contra de los de su mismo bando y contra los enemigos, de forma indiscriminada, a pesar de todos los esfuerzos de los remeros. Se podía ver un barco, que trataba de escapar, siendo arrastrado hacia los vencedores, y al que lo perseguía, si entraba en una corriente opuesta, era hecho retroceder como si huyera. Y cuando ya estaban todos enzarzados y un barco se dirigía hacia otro para embestirle con el espolón, se desviaba de su rumbo y recibía un golpe lateral del espolón; otras estaban presentando el costado cuando, de repente, se ponían de proa. Así transcurrió el combate entre los distintos trirremes, dirigidos y controlados por el azar. El quinquerreme romano respondía mejor a la caña, fuera porque su peso lo hacía más estable o porque había más remos para cortar las olas. Hundió dos trirremes, y se abrió paso rápidamente a través de un tercero, cortando todos los remos de una banda, y habría deshecho al resto si Adérbal no hubiera podido separarse con los cinco restantes y, dando todas las velas, llegar a África.
[28.31] Después de su victoria, Lelio volvió a Carteya, donde se enteró de lo que había estado ocurriendo en Cádiz, cómo se había descubierto el complot y se había enviado a Cartago a los conspiradores Como el propósito con el que había llegado se había visto así frustrado, envió recado a Lucio Marcio diciéndole que, si no quería perder el tiempo acampado ante Cádiz, ambos se debían reunir con su jefe. Marcio se mostró de acuerdo y ambos regresaron a los pocos días a Cartagena. Tras su partida, Magón respiró más libremente después de haber estado amenazado por un doble peligro, por tierra y mar; al recibir noticias de la reanudación de hostilidades por parte de los ilergetes, albergó nuevamente esperanzas de recuperar Hispania. Se enviaron mensajeros a Cartago, para presentar ante el Senado un relato bastante coloreado sobre el motín en el campamento romano y la defección de los aliados de Roma, urgiendo con fuerza al mismo tiempo que se le enviase ayuda para poder recobrar la herencia que le dejaron sus antepasados: la soberanía de Hispania. Mandonio e Indíbil se habían retirado durante cierto tiempo tras sus fronteras y esperaban tranquilamente hasta saber qué se decidía respecto al botín. No tenían ninguna duda de que si Escipión perdonaba la ofensa de sus propios conciudadanos, también ejercería la clemencia con ellos. Pero cuando la severidad del castigo se hizo de conocimiento general, se convencieron de que la misma medida les sería impuesta a ellos y decidieron, por tanto, reanudar las hostilidades. Llamaron nuevamente a las armas a sus hombres, reclamaron a los auxiliares que se les habían unido con anterioridad y, con una fuerza de veinte mil infantes y dos mil quinientos jinetes, cruzaron sus fronteras y se dirigieron a su antiguo terreno de acampada en la Sedetania.
[28,32] Al pagar a todos sus atrasos por igual, culpables e inocentes, y con su tono afable y su atención hacia cada uno, Escipión pronto recuperó el afecto de sus soldados. Antes de levantar sus cuarteles en Cartagena, convocó a sus tropas y, tras denunciar con cierto detenimiento la traición de los dos régulos al reiniciar la guerra, vino a decir que el ánimo con el que iba a vengar aquel crimen era muy distinto del que había tenido recientemente para sanar la culpa de sus engañados conciudadanos. Entonces se sintió como si estuvieran rasgándole las entrañas, al expiar con gemidos y lágrimas la ligereza y la culpabilidad de ocho mil hombres al costo de treinta vidas. Ahora marchaba con espíritu alegre y confiado a destruir a los ilergetes. Ya no se trataba de naturales de su misma tierra, ni había ningún tratado que los vinculara; el único vínculo era de honor y amistad, y ellos mismos lo habían roto con su crimen. Cuando miraba a su propio ejército veía que todos eran ciudadanos romanos o aliados latinos, pero lo que más le movía era el hecho de que apena había un solo soldado entre ellos que no hubiera llegado allí desde Italia, fuera con su tío Cneo Escipión, que fue el primer general romano en venir a aquella provincia, o con su padre o con él mismo. Todos ellos estaban acostumbrados al nombre y auspicios de los Escipiones, y los quería llevar de vuelta a su patria para disfrutar de un bien merecido triunfo. Si se presentaba candidato para el consulado esperaba que lo apoyasen, pues el honor que a él le confirieran también le pertenecería a ellos. En cuanto a la expedición que afrontaban, quien la considerase una guerra era porque había olvidado todo lo hecho hasta entonces. Magón, que había huido con unos pocos barcos a una isla rodeada por un océano, más allá de los límites del mundo de los hombres, era, les aseguró, más preocupante para él que los ilergetes; pues lo que allí permanecía era un general cartaginés y, aunque pequeña, una guarnición cartaginesa; aquí solo había bandidos y jefes de bandidos. Podían ser lo bastante fuertes como para saquear los campos de sus vecinos y para quemar sus casas y llevarse sus rebaños de ganado, pero no tenían valor para librar una batalla campal en campo abierto; cuando tenían que luchar confiaban más en su velocidad para huir que en sus armas. No era, pues, porque viera en ellos algún peligro o perspectiva de una guerra grave, por lo que marchaba a aplastar a los ilergetes antes de dejar la provincia, sino porque tal revuelta criminal no debía seguir sin castigo y, también, porque no debía decirse que había dejado atrás un solo enemigo en una provincia que con tanto valor y buena fortuna había reducido a sumisión. «Seguidme pues, -dijo en conclusión- con la benévola ayuda de los dioses, no para hacer la guerra -pues os las veréis con un enemigo que no es rival para vosotros- sino para castigar a hombres culpables de un crimen».
[28.33] Los hombres fueron despedidos con orden de disponerse a salir al día siguiente. Diez días después de salir de Cartagena llegó al Ebro, y a los cuatro días de cruzar el río llegó a la vista del enemigo. En frente de su campamento había un tramo de terreno llano cerrado en ambos lados por montañas. Escipión ordenó que se llevaran algunas cabezas de ganado, capturadas en su mayoría al enemigo, hacia el campamento contrario para despertar el salvajismo de los bárbaros. Lelio recibió instrucciones de permanecer oculto con su caballería detrás de una estribación de la montaña y, cuando la infantería ligera que iba guardando el ganado hubiera conducido al enemigo a la escaramuza, cargara desde su escondite. La batalla comenzó pronto; los hispanos, al ver el ganado, se lanzaron a apoderarse de él y los escaramuzadores los atacaron mientras estaban ocupados con su botín. Al principio las dos partes se atacaban mutuamente con proyectiles, descargaron luego dardos ligeros, que servían más para provocarlos que para decidir una batalla, y por fin desenvainaron sus espadas. Hubiera sido un mano a mano indeciso de no haber llegado la caballería. No sólo lanzaron un ataque frontal, bajando al galope todo el camino, sino que algunos cabalgaron alrededor del pie de la montaña para cortar la retirada del enemigo. La masacre fue mayor de lo habitual en escaramuzas de esta clase, y los bárbaros quedaron más enfurecidos que decepcionados por su falta de éxito.
Por lo tanto, con el fin de demostrar que no habían sido derrotados, salieron a la batalla a la mañana siguiente al amanecer. No había espacio para todos ellos en el estrecho valle que hemos descrito antes; dos partes de su infantería y toda su caballería ocuparon la llanura, y el resto de su infantería quedó situada en la ladera de una colina. Escipión vio que el limitado espacio le ofrecía una ventaja. Luchar en un frente estrecho se adaptaba más a la táctica romana que a la hispana, y como el enemigo había situado su línea en una posición donde no podía usar todas sus fuerzas, Escipión adoptó una novedosa estratagema. Como no había sitio por donde pudiera flanquear al enemigo con su propia caballería, y como la del enemigo estaba mezclada con la infantería y resultaría inútil donde estaba, dio órdenes a Lelio para que diese un rodeo por los cerros, escapando a la observación en la medida que le fuera posible, y que librara una acción de caballería diferenciada de la batalla de la infantería. Escipión dispuso sus estandartes y llevó a toda su infantería contra el enemigo con un frente de cuatro cohortes, ya que era imposible extenderse más. No perdió un momento en iniciar el combate pues esperaba que, con el fragor de la batalla, la caballería pudiera ejecutar su maniobra sin ser advertida. No advirtió el enemigo sus movimientos hasta que escuchó el ruido del combate en su retaguardia. Así, se libraron dos batallas separadas por toda la longitud del valle; una entre la infantería y otra entre la caballería, impidiendo la escasa anchura del valle que ambos ejércitos se ayudasen mutuamente o que actuasen coordinados. La infantería hispana, que había entrado en acción confiando en el apoyo de su caballería, fue despedazada, y la caballería, incapaz de sostener el ataque de la infantería romana tras la caída de la suya propia, y tomada por la retaguardia por Lelio y su caballería, cerraron filas y siguieron resistiendo un tiempo en sus puestos, pero finalmente murió hasta el último hombre. No quedó vivo ni un solo combatiente de la caballería ni de la infantería que lucharon en el valle. El tercer grupo, que había permanecido en la ladera de la montaña, mirando con seguridad en vez de participar en la lucha, tuvo espacio y tiempo suficientes para retirarse en buen orden. Entre ellos estaban los dos régulos, quienes escaparon en la confusión antes de que todo el ejército fuese rodeado.
[28.34] El campamento hispano fue capturado el mismo día y, además del resto del botín, se capturaron tres mil prisioneros. Cayeron en la batalla unos dos mil romanos y aliados, resultando heridos más de tres mil. La victoria no hubiera sido tan costosa de haber tenido lugar la batalla en una amplia llanura donde la huida hubiese sido más fácil. Indíbil aparcó toda idea de continuar la guerra, y pensó que el proceder más seguro, teniendo en cuenta su situación desesperada, sería entregarse a las bien conocidas clemencia y honor de Escipión. Le envió a su hermano Mandonio. Arrojándose de rodillas ante el vencedor, lo achacó todo a la fatal locura del momento, como si un contagio pestilente hubiera infectado no sólo a los ilergetes y lacetanos, sino incluso enloquecido a todo un campamento romano. Declaró que él y su hermano y el resto de sus compatriotas estaban en tales condiciones que, si lo consideraba apropiado, devolverían sus vidas al mismo Publio Escipión de quien las habían recibido; o, si los salvaba por segunda vez, dedicarían todas sus vidas al único hombre a quien se las debían. Anteriormente habían confiado su causa a sus propias fuerzas y no habían puesto a prueba su clemencia; ahora que su causa carecía de esperanzas, ponían toda su confianza en la misericordia de su vencedor. Era antigua costumbre de los romanos para el caso de una nación conquistada con la que no existiesen antiguas relaciones de amistad, fuera por tratados o por comunidad de derechos y leyes, no aceptar su rendición ni contemplar términos de paz hasta que todas sus propiedades, profanas y sagradas, les hubieran sido entregadas, haber tomado rehenes, haberles despojado de sus armas y haber colocado guarniciones en sus ciudades. En el presente caso, sin embargo, Escipión, después de reprender severa y largamente a Mandonio, presente, y al ausente Indíbil, dijo que sus vidas estarían perdidas, con justicia, por su crimen, pero que gracias a su propia bondad y a la del pueblo romano, se salvarían. No quería, sin embargo, demandar rehenes, pues estos solo eran una garantía para quienes temían un nuevo estallido de hostilidades; ni tampoco les quería despojar de sus armas, dejando sus corazones sin temor. Pero si se rebelaban, no serían rehenes desarmados, sino ellos mismos quienes sentirían el peso de su mano; no castigaría a hombres indefensos sino a enemigos armados. Les dejaría escoger entre el favor o la ira de Roma, que de ambos tenían ya experiencia. Así fue despedido Mandonio, imponiéndole la única condición de suministrar una indemnización pecuniaria suficiente para entregar la paga debida a las tropas. Después de enviar Marcio por delante hacia el sur de Hispania, Escipión se quedó donde estaba durante unos días hasta que los ilergetes hubieron pagado la indemnización y, a continuación, partiendo con una fuerza ligera, alcanzó a Marcio, que ya estaba llegando al océano.
[28.35] Las negociaciones que se habían iniciado con Masinisa se retrasaron por diversos motivos. Este quería, en cualquier caso, encontrarse personalmente con Escipión y confirmar la alianza entre ellos estrechándole la mano, y esta fue la razón por la que Escipión emprendió en aquel momento tan largo y apartado camino. Masinisa estaba en Cádiz y, al ser informado por Marcio de que Escipión venía de camino, pretextó ante Magón que sus caballos estaban desentrenados por permanecer confinados en una isla tan pequeña, que estaban provocando una escasez general que todos sufrían por igual y que sus jinetes estaban nerviosos por la inacción. Convenció al comandante cartaginés para que le permitiera cruzar a la parte continental con el propósito de saquear el país vecino. Cuando hubo desembarcado, envió tres notables númidas ante Escipión para acordar la fecha y el lugar de la entrevista. Dos de ellos quedaron retenidos por Escipión como rehenes, el tercero sería enviado de vuelta para conducir a Masinisa hasta el lugar que se había decidido. Llegaron a la conferencia, cada uno con una pequeña escolta. Por cuanto había oído hablar de sus logros, el númida ya había concebido una gran admiración por el comandante romano, imaginándoselo como un hombre de gran e imponente presencia. Pero cuando lo vio sintió una más profunda veneración por él. La majestuosidad natural de Escipión quedaba aumentada por su pelo suelto y la sencillez de su aspecto general, carente de todo adorno y afectación, varonil y militar en el más alto grado. Estaba en su edad de mayor vigor, y su recuperación de la reciente enfermedad le había conferido una frescura y limpieza de complexión que renovó la flor de su juventud.
Casi mudo de asombro ante esta su primera reunión con él, el númida comenzó dándole las gracias por haber hecho regresar al hijo de su hermano. Desde ese instante, declaró, había buscado una oportunidad como esta para expresarle su gratitud y, ahora que se le ofrecía por la bondad de los dioses inmortales, no la dejaría escapar. Él estaba deseoso de prestar tal servicio a Escipión y a Roma que, de ninguno de entre los nacidos en el extranjero, se pudiera jamás decir que habían prestado una ayuda más celosa. Esto había sido su deseo durante mucho tiempo, pero Hispania le era un país extraño y desconocido, y no había podido llevar a cabo su propósito allí; sería, sin embargo, fácil hacerlo en su tierra natal, donde había sido educado con la expectativa de suceder a su padre en el trono. Si los romanos enviaban a Escipión como general a África, estaba bastante seguro de que los días de Cartago estarían contados. Escipión lo contempló y lo escuchó con gran placer. Sabía que Masinisa era lo mejor de toda la caballería enemiga y, él mismo, joven de gran coraje. Después de haberse comprometido, Escipión regresó a Tarragona. Masinisa fue autorizado por los romanos a saquear los campos adyacentes, con el fin de que no pudiera pensarse que han navegado hasta el continente sin causa bastante, regresando después de esto a Cádiz.
[28,36] Las esperanzas de Magón habían aumentado a raíz del motín en el campamento romano y por la rebelión de Indíbil. Pero ahora se desesperó de lograr nada en Hispania y efectuó los preparativos para su partida. Estando ocupado en esto, llegó una carta del senado cartaginés ordenándole llevar la flota que tenía en Cádiz hasta Italia y que, después de levantar una fuerza tan grande como pudiera de galos y ligures en aquel país, se uniera a Aníbal y no se dejara así languidecer una guerra que había empezado con tanta energía y tanto éxito. Se le envió dinero desde Cartago con aquel fin, requisando también él cuanto puedo del pueblo de Cádiz. No sólo su tesoro público, fueron saqueados incluso sus templos y todos fueron obligados a contribuir con sus depósitos particulares de oro y plata. Navegando a lo largo de la costa hispana, desembarcó una fuerza no muy lejos de Cartagena y saquearon los campos más cercanos, tras lo cual llevó su flota hacia la ciudad. Durante el día mantenía sus hombres a bordo y no los desembarcaba hasta la noche. Luego los llevó contra aquella parte de la muralla de la ciudad por donde los romanos habían ejecutado la toma de la plaza, pensando que la ciudad estaba custodiada por una débil guarnición y que se produciría un levantamiento entre algunos de los habitantes que esperaban cambiar de amos. Sin embargo, la gente del campo que huía de sus tierras había traído las noticias de los saqueos y la aproximación del enemigo. También se había avistado su flota durante el día, y era evidente que no se habría situado frente a la ciudad sin algún motivo especial. Así pues, se dispuso una fuerza armada por fuera de la puerta que daba al mar. El enemigo se acercó a las murallas en desorden, los soldados y marineros mezclados, resultando más ruido y desorden que combate real. La puerta se abrió de repente y los romanos irrumpieron con un grito; el enemigo fue presa de la confusión, volvió espaldas a la primera descarga de proyectiles y fue perseguido con grandes pérdidas hasta la orilla. De no haberse acercado los barcos a la playa, ofreciendo así un medio de escape, ni un solo fugitivo habría sobrevivido. En los barcos, también, había prisa y confusión; la tripulación quitó las escalas para que el enemigo no pudiera subir a bordo junto con sus compañeros y cortaron los cables y maromas para no perder tiempo levando el ancla. Muchos de los que trataban de nadar hacia los buques no podían ver en la oscuridad qué dirección tomar o qué peligros evitar, pereciendo miserablemente. Al día siguiente, después de la flota hubo ganado nuevamente mar abierto, se descubrió que habían muerto ochocientos hombres entre la muralla y la costa, perdiéndose unas dos mil armas de toda clase.
[28.37] A su regreso a Cádiz, Magón se encontró las puertas de la ciudad cerradas para él por lo que ancló en Cimbios, lugar no muy lejos de Cádiz, y envió emisarios a quejarse por que le cerrasen a él las puertas, un aliado y amigo . Se excusaron diciendo que se adoptó aquella medida después de una asamblea de los ciudadanos, que estaban indignados por algunos actos de pillaje cometidos por los soldados durante el embarque. Invitó a sus sufetes -el título de sus magistrados supremos- junto con el cuestor de la ciudad a acudir a una conferencia y, cuando llegaron, ordenó que los azotaran y los crucificaran. Desde allí navegó hacia Pitiusa, una isla a unas cien millas de distancia del continente, que tenía por aquel entonces población fenicia [se trata de la isla de Ibiza, a 148 km. de la costa ibérica, según Livio, pero a menos de 100 de Denia en la realidad.-N. del T.]. Aquí la flota, naturalmente, se encontró con una recepción amistosa, y no sólo se le suministraron generosamente pertrechos, sino que recibió refuerzos para su flota en forma de armas y hombres. Así animado, el cartaginés navegó hacia las islas Baleares, un trayecto de alrededor de cincuenta millas [unos 74 km.-N. del T.]. Dos son las islas Baleares: la mayor está mejor surtida de armas y tiene una población más numerosa, también tiene un puerto donde Magón pensó que podría brindar un refugio apropiado a su flota durante el invierno, pues el otoño ya terminaba. Sin embargo, su flota se encontró con una recepción bastante hostil, como si la isla hubiese estado habitada por los romanos. La honda, de la que los baleares hacen aún hoy el mayor de los usos, era por entonces su única arma y ningún país se les acerca en la habilidad con que la manejan. Cuando los cartagineses trataron de acercarse a tierra, cayó sobre ellos una lluvia tal de piedras, como si fuera una tormenta de granizo, que no se aventuraron al interior del puerto. Poniendo proa una vez más a la mar, se acercaron a la isla más pequeña, que contaba con un suelo fértil pero con menos recursos en hombres y armas. Allí desembarcaron y acamparon en una posición fuerte que dominaba el puerto, desde el que se apoderaron de la isla sin encontrar resistencia alguna. Alistaron una fuerza de dos mil auxiliares que enviaron a Cartago, varando después sus buques para pasar el invierno. Después de la partida de Magón, Cádiz se entregó a los romanos.
[28.38] Este es el relatos de los hechos de Escipión en Hispania. Tras poner a cargo de la provincia a los procónsules Lucio Léntulo y Lucio Manlio Acidino, navegó con diez buques a Roma. A su llegada, se celebró una reunión del Senado en el templo de Belona en la que presentó un informe de todo lo que había hecho en Hispania, cuántas batallas campales había librado, cuántas ciudades había capturado y qué había tribus traído bajo el dominio de Roma. Declaró que cuando llegó a Hispania se encontró con cuatro ejércitos cartagineses que se le oponían; cuando partió, no quedaba en aquel país ni un solo cartaginés. No estaba sin esperanzas de que se le concediera un triunfo por sus servicios; sin embargo, no lo pedía con insistencia por ser bien consciente de que hasta aquel momento no había disfrutado nadie de un triunfo sin estar investido de una magistratura. Después de que el Senado hubo sido disuelto, hizo su entrada en la Ciudad y llevó ante él catorce mil trescientas cuarenta y dos libras de plata y una gran cantidad de monedas de plata, todo lo cual depositó en el tesoro [la plata en bruto suponía 4689,834 kg.-N. del T.]. Lucio Veturio Filón procedió a celebrar las elecciones consulares, y todas las centurias votaron, en medio de un gran entusiasmo, por Escipión. Publio Licinio Craso, el Pontífice Máximo, fue elegido como colega. Queda memoria de que participó en aquella elección un número mayor de electores que en cualquier otro momento durante la guerra. Habían llegado de todas partes, no sólo para dar sus votos, sino también para ver a Escipión; acudían en masa alrededor de su casa y también cuando sacrificó una hecatombe [es decir, el sacrificio de 100 víctimas.-N. del T.] en el Capitolio, que había ofrecido a Júpiter en Hispania. Se afirmaba entre ellos que, así como Cayo Lutacio había dado fin a la Primera Guerra Púnica, así también Escipión pondría fin a esta y que, del mismo modo que había expulsado a los cartagineses de Hispania, los expulsaría de Italia. También le asignaron África como provincia, como si la guerra en Italia hubiese terminado. Luego siguió la elección de los pretores. Dos de los elegidos, Espurio Lucrecio y Cneo Octavio, eran ediles plebeyos en aquel momento; los otros, Cneo Servilio Cepión y Lucio Emilio Papo, eran ciudadanos particulares. Era el decimocuarto año de la Segunda Guerra Púnica -205 a.C.- cuando Publio Cornelio Escipión y Publio Licinio Craso iniciaron su consulado. En la asignación de las provincias consulares, Escipión, con el consentimiento de su colega, tomó Sicilia sin recurrir a votación porque Craso, como Pontífice Máximo, sus deberes sagrados le impedían abandonar Italia; así pues, a este se encargó el Brucio. Después, los pretores sortearon sus provincias. La pretura urbana correspondió a Cneo Servilio; Espurio Lucrecio recibió Rímini, como se llamaba entonces a la provincia de la Galia; Sicilia correspondió a Lucio Emilio y Cerdeña a Cneo Octavio. El Senado celebró una sesión en el Capitolio en la que se aprobó una resolución sobre la moción presentada por Publio Escipión, para que celebrase los Juegos que había ofrecido durante el motín y que sufragara el costo del dinero que había depositado en el Tesoro.
[28.39] Luego les presentó una delegación de Sagunto y el miembro más anciano de ellos se dirigió a la Cámara en los siguientes términos: «Aunque no nos quejamos de nada, padres conscriptos, aparte de los sufrimientos que hemos soportado para mantener hasta el fin nuestra lealtad hacia vosotros, la bondad que vosotros y nuestros generales nos han mostrado nos han hecho olvidar nuestra miseria. Por nosotros habéis emprendido una guerra y la habéis sostenido con tal determinación que, a menudo, vosotros unas veces, y otras el pueblo cartaginés, os habéis visto reducidos a los mayores extremos. Aún teniendo en el corazón de Italia tan terrible guerra y a un enemigo como Aníbal, no obstante enviasteis a Hispania un cónsul con su ejército para reunir, por así decir, los restos de nuestro naufragio. Desde el día en que los dos Escipiones, Publio y Cneo Cornelio, entraron en la provincia, en ningún momento dejaron de hacernos el bien a nosotros y perjudicar a nuestros enemigos. En primer lugar, nos devolvieron nuestra ciudad y enviaron hombres por toda Hispania para que hallasen a cuantos de nosotros habían sido vendidos como esclavos y devolverles la libertad. Cuando nuestra suerte, de ser absolutamente miserable, se había convertido casi en envidiable, vuestros dos generales, Publio y Cneo Cornelio hallaron la, una pérdida que sentimos aún más amargamente que vosotros. Pareció entonces como si hubiésemos regresado de un lejano exilio a nuestros antiguos hogares, solo para contemplar por segunda vez nuestra propia ruina y la destrucción de nuestro patria. No hizo falta un general o un ejército cartaginés para ejecutar nuestra aniquilación; los túrdulos, nuestros inveterados enemigos que habían sido la causa de nuestro anterior colapso, se bastaban para destruirnos. Y justo cuando habíamos perdido toda esperanza, enviasteis de repente a Publio Escipión, al que contemplamos hoy aquí, nosotros, los más afortunados de los saguntinos. Llevaremos de vuelta a nuestro pueblo la noticia de que hemos visto, como vuestro cónsul electo, al único hombre en quien depositamos todas nuestras esperanzas de auxilio y salvación. Por él ha sido tomada ciudad tras ciudad a vuestros enemigos en toda Hispania, y en cada caso separó a los saguntinos de la masa de prisioneros y los devolvió a casa. Y, por último, a los turdetanos, tan mortales enemigos nuestros que de haber mantenido intactas sus fuerzas Sagunto no hubiera podido subsistir, les derrotó con una guerra hasta el punto de que ya no les tememos nosotros ni, casi me atrevo a decir, nuestros descendientes. La tribu en cuyo favor Aníbal destruyó Sagunto, ha visto la suya propia destruida ante nuestros ojos. Recibimos tributos de sus tierras, que nos gusta menos por la ganancia que por la venganza.
«Por estas bendiciones, las mayores que se podrían esperar o pedir a los dioses inmortales que concedieran, el senado y el pueblo de Sagunto han enviado esta legación para transmitir su agradecimiento. Estamos aquí, también, para expresar nuestra felicitación por vuestros éxitos durante estos últimos años en Hispania e Italia, pues habéis dominado al primer país por el poder de vuestras armas, no solo hasta el Ebro, sino incluso hasta las más distantes orillas que baña el Océano; y en el otro nada habéis dejado a los cartagineses, excepto la empalizada de su campamento. Al gran Guardián de vuestra fortaleza en el Capitolio, Júpiter Óptimo Máximo, se nos ordena dar no solo las gracias por estas bendiciones, sino también, si nos lo permitís, ofrecer y llevarla al Capitolio esta ofrenda de una corona de oro, como recuerdo de vuestras victorias. Os rogamos que sancionéis esto y, además, si os parece bien, que ratifiquéis y confirméis para siempre las ventajas que vuestros generales nos han concedido». El Senado respondió en el sentido de que la destrucción y la restauración de Sagunto eran, ambas por igual, una prueba al mundo entero de la fidelidad que cada parte había mantenido para con la otra. Sus generales habían actuado de manera prudente y adecuada, y de conformidad con los deseos del Senado en la restauración de Sagunto y al rescatar a sus ciudadanos de la esclavitud, y todos los demás actos de bondad realizados lo fueron tal y como el Senado deseó que se hicieran. Acordaron permitir a los legados que pusieran su ofrenda en el Capitolio. Se les proporcionó alojamiento y hospitalidad, ordenándose que a cada uno se le entregara una cantidad no menor de diez mil ases [272,5 kg. de bronce.-N. del T.]. El Senado concedió audiencia a otras legaciones. Los saguntinos también solicitaron que se les permitiera hacer una gira por Italia, hasta donde pudieran hacerlo con seguridad, y que se les proporcionaran guías y cartas para las distintas poblaciones requiriendo una recepción hospitalaria para los hispanos.
[28.40] El siguiente asunto que se presentó al Senado concernía al alistamiento de tropas y a la distribución de los distintos mandos. Hubo rumores que en África iba a constituir una nueva provincia y que se asignaría a Escipión sin necesitar de sorteo. El propio Escipión, no contentándose ya con una gloria moderada, iba diciendo al pueblo que había venido como cónsul no solo a dirigir la guerra, sino a darle fin, y que el único modo de hacerlo sería que él llevase un ejército a África. En caso de que el Senado se opusiera, afirmaba abiertamente que presentaría su propuesta a la autoridad del pueblo. El proyecto desagradaba a los líderes del Senado, y como el resto de senadores, por miedo a ser impopulares, se negaban a hablar, se preguntó su opinión a Quinto Fabio Máximo. Este la expuso mediante el siguiente discurso: «Soy bien consciente, senadores, de que muchos de vosotros consideráis la cuestión que se nos presenta como ya decidida, y creéis que cualquiera que discuta el destino de África es alguien con ganas de gastar palabras como si la cuestión siguiera abierta. No acabo de entender, sin embargo, cómo puede haber sido definitivamente asignada África como provincia a nuestro valiente y enérgico cónsul, cuando ni el Senado ni el pueblo han decidido que se incluya entre las provincias del año. Si así se ha asignado, creo entonces que el cónsul comete un gran error al invitar a un debate falso sobre una medida que ya se ha decidido; y que se ríe del Senado, pero no del senador al que pregunta su opinión.
«Al expresar mi desacuerdo con aquellos que piensan que debemos invadir África de inmediato, soy muy consciente de que me expongo a dos imputaciones. Por un lado, mi postura se achacará a mi naturaleza indecisa. Los hombres jóvenes la pueden llamar temor y pereza, si lo desean, siempre y cuando no tengamos motivos para lamentar que, a pesar de que los consejos de los demás parezcan a primera vista más atractivos, la experiencia demuestra que los míos son mejores. La otra será que actúo por motivos de malquerencia y envidia contra la cada día mayor gloria de nuestro fortísimo cónsul. Si mi pasada vida, mi carácter, mi dictadura y mis cinco consulados, la gloria lograda como ciudadano y como soldado, una gloria tan grande como para producir hartazgo y no desear más, si todo ello yo me protegiera contra esta imputación, dejad por lo menos que mi edad me libre de ella. ¿Qué rivalidad puede existir entre mi persona y un hombre que ni siquiera tiene la edad de mi hijo? Cuando yo era dictador, en la plena madurez de mis poderes y ocupado en las más importantes operaciones, mi autoridad quedó dividida, cosa nunca antes oída ni expresada, con el Jefe de la Caballería. ¿Escuchó alguien, sin embargo, de mí una palabra de protesta, fuera en el Senado o en la Asamblea, incluso cuando me perseguía con saña? Fue por mis actos, y no por mis palabras, como deseé que el hombre al que otros consideraban mi igual me pusiera por delante. ¿Y voy yo, que he recibido todos los honores que el Estado puede conferir, a entrar en competencia con joven tan brillante? ¡Como si en caso de que a él se le niegue África me fuera a ser asignada a mí, cansado como estoy no solo de la vida pública, sino de la propia vida! No, viviré y moriré con la gloria que he ganado. Impedí que Aníbal venciera, para que pudiera ser vencido por aquellos de vosotros que estáis en el pleno vigor de vuestras vidas».
[28.41] «Así pues, es justo, Publio Cornelio, que ya que en mi caso nunca he preferido mi propia reputación a los intereses del Estado, deberías perdonarme por no considerar ni siquiera tu gloria como más importante que el bienestar de la República. Tengo que admitir que si no hubiera guerra en Italia, o sólo hubiera un enemigo de cuya derrota no se hubiera de ganar gloria alguna, el hombre que te mantuviera en Italia, aunque actuase por el bien general, podría parecer que te estaba privando de la oportunidad de lograr la gloria en una guerra extranjera. Pero como nuestro enemigo, Aníbal, se ha mantenido durante catorce años en Italia con un ejército incólume, tú seguramente no despreciarás la gloria de expulsar de Italia, durante tu consulado, al enemigo que ha sido la causa de tantas derrotas, tantas muertes, y de dejar constancia de que eres tú quien dio fin a esta guerra, como Cayo Lutacio tiene la gloria imperecedera de haber dado fin a la Primera Guerra Púnica. A menos, claro está, que Asdrúbal fuese mejor general que Aníbal, o que la última guerra fuese más grave que esta, o que la victoria que dio fin a aquella fuera mayor y más brillante que esta, en caso de que nos tocara en suerte vencer mientras tú eres cónsul. ¿Preferirías haber expulsado a Amílcar de Trapani o de Erice [las antiguas Drepana y Erix.-N. del T.] en vez de expulsar a Aníbal y sus cartagineses de Italia? Aunque te aferrases más a la gloria obtenida que a la por venir, no podrías enorgullecerte más por haber liberado Hispania que por liberar Italia. Aníbal no es todavía un enemigo a quien el que desee hacer otra guerra considere que hay que despreciar en lugar de temer. ¿Por qué no te ciñes a esta tarea? ¿Por qué no marchas directamente desde aquí hasta donde está Aníbal, llevando allí la guerra, en vez de dar un rodeo con la esperanza de que una vez hayas cruzado a África él te seguirá? Estás deseando ganar la corona gloriosa de dar fin a la Guerra Púnica; tu opción natural sería defender tu propio país antes de ir a atacar el del enemigo. Que haya paz en Italia antes de que haya guerra en África; deja que sean desterrados nuestros propios temores antes de hacer temblar a los demás. Si ambos objetivos se pudieran alcanzar bajo tu mando y auspicios, entonces, cuando hayas vencido aquí a Aníbal, ve y toma Cartago. Si ha de quedar una de las dos victorias para tus sucesores, la primera es la mayor y más gloriosa y llevará necesariamente a la segunda. En la situación actual, la hacienda pública no puede proveer dos ejércitos en Italia y uno más en África, no nos queda nada con lo que equipar una flota y proveerla de suministros; y, por encima de todo esto, ¿cómo no ver los grandes peligros que incurriríamos? Supongamos que Publio Licinio dirige la campaña en Italia y que Publio Escipión lo hace en África. Bueno, pues suponiendo -¡Que todos los dioses eviten el presagio, pues me estremezco solo ante su mención!, pero que lo que ya ha sucedido puede volver a ocurrir-, suponiendo, digo, que Aníbal lograse una victoria y marchase sobre Roma, ¿habríamos de esperar hasta entonces antes de llamarte de vuelta de África, como tuvimos que llamar a Quinto Fulvio de Capua? ¿Qué ocurriría, incluso si en África la suerte de la guerra resultara igualmente favorable para ambas partes? Toma ejemplo del destino de tu propia casa, tu padre y tu tío destruidos con sus ejércitos en un plazo de treinta días, en el país donde elevaron el nombre de Roma y la gloria de tu familia a lo más alto entre todas las naciones, con sus grandes hazañas por tierra y mar. Me quedaría sin luz del día si tratase de enumerar los reyes y generales que con la precipitada invasión del territorio enemigo han llevado sobre ellos la más aplastante derrota, suya y de sus ejércitos. Atenas, ciudad de lo más sensata y prudente, escuchó el consejo de un joven de alta cuna y capacidad igualmente alta [Alcibíades.-N. del T.], y envió una gran flota a Sicilia antes de librarse de la guerra en casa, y en una sola batalla naval aquella floreciente república quedó para siempre arruinada».
[28.42] «No pondré ejemplos de tierras lejanas y tiempos remotos. Esta misma África de la que estamos hablando y la suerte de Atilio Régulo son un ejemplo más que evidente de la inconstancia de la fortuna. Escipión, ¿cuándo contemplaste África desde el mar no te pareció tu conquista de Hispania un juego de niños? ¿En qué se parecen? Comenzaste navegando por las costas de Italia y la Galia, en un mar libre de cualquier flota enemiga, y llegaste hasta Ampurias, una ciudad aliada. Después de desembarcar tus tropas, las llevaste por terreno completamente seguro hasta Tarragona, con los amigos y aliados de Roma, y desde Tarragona tu ruta pasó entre guarniciones romanas. Alrededor del Ebro estaban los ejércitos de tu padre y tu tío, cuya derrota los había enfurecido y que ardían en deseos de vengar la pérdida de sus comandantes. Su líder fue elegido de manera ciertamente irregular, mediante el voto de los soldados, para enfrentar la emergencia; pero pertenecía a una noble familia y de haber sido nombrado debidamente habría rivalizado con otros distinguidos generales por su dominio del arte de la guerra. Luego pudiste atacar Cartagena sin el menor estorbo; ninguno de los tres ejércitos cartagineses trató de defender a sus aliados. Del resto de tus operaciones, aunque estoy muy lejos de despreciarlas, no se pueden comparar con una guerra en África. No hay un puerto franco para nuestra flota, ningún territorio que nos reciba amistosamente, ninguna ciudad es nuestra aliada, no hay rey que sea nuestro amigo ni lugar que podamos emplear como base de operaciones. Dondequiera que vuelvas tus ojos, solo ves hostilidad y amenaza.
«¿Pones tu confianza en Sífax y sus númidas? Date por satisfecho por haber confiado en ellos una sola vez. La temeridad no siempre tiene éxito y el engaño prepara el camino a la confianza mediante bagatelas, de modo que, cuando la ocasión lo requiere, puede triunfar logrando alguna gran ventaja. Tu padre y tu tío no fueron derrotados hasta que la traición de sus auxiliares celtíberos los dejaron a merced del enemigo. Tú mismo no estuviste expuesto a tantos peligros con los comandantes cartagineses, Magón y Asdrúbal, cuantos los que pasaste tras la alianza de Indíbil y Mandonio. ¿Puedes confiar en los númidas después de la experiencia que has tenido de la deslealtad de tus propias tropas? Sífax y Masinisa prefieren ambos ser la principal potencia de África en lugar de los cartagineses; pero en su defecto, preferirán a los cartagineses antes que a cualquier otro. En este momento la mutua rivalidad y un sinnúmero de queja los incitan uno contra otro, pues los peligros externos están bien lejos; pero una vez contemplen las armas de Roma y un ejército extranjero, se apresurarán unos y otros a acudir como si tuviesen que apagar un incendio. Los cartagineses defendieron Hispania en una forma muy diferente a la que defenderán los muros de su patria, los templos de sus dioses, sus altares y hogares, cuando sus esposas y sus hijos pequeños les sigan temblando y aferrándose a ellos cuando marchen a la batalla. Por otra parte, ¿qué pasará si considerándose bien seguros del apoyo unánime de África, la fidelidad de sus aliados reales y la fortaleza de sus murallas, y viendo que tú y tu ejército ya no estáis para proteger Italia, los cartagineses enviasen un ejército de refresco desde África?, ¿y si ordenan a Magón, que según tenemos entendido ha partido de las Baleares y está navegando por la costa ligur, que se una con Aníbal? Sin duda, habremos de estar en el mismo estado de terror en que estuvimos cuando apareció Asdrúbal en Italia, después que tú, ¡que le ibas a bloquear el paso con tu ejército, no ya a Cartago, sin a toda África!, dejases que se te escurriera entre las manos. Dirás que lo derrotaste. Pues entonces lo lamento aún más, tanto por ti como por la república, que le permitieras tras su derrota invadir Italia.
«Permítenos atribuir todo lo pasado felizmente para ti y para el dominio del pueblo de Roma a tus sabios consejos, y todas las desgracias a la fortuna incierta de la guerra; cuanto mayor sea tu talento y tu valor, más reclaman tu patria natal y toda Italia que tan aguerrido defensor permanezca en casa. Ni siquiera se puede ocultar el hecho de que donde esté Aníbal está el centro y fundamento de la guerra, pues proclamas que tu única razón para pasar a África es arrastrar hasta allí a Aníbal. Así que, esté allí o esté aquí, aún tendrás que enfrentarte a Aníbal. ¿Y estarás en más fuerte posición, me gustaría saber, en África sin apoyos que aquí, con tu propio ejército y actuando de acuerdo con tu colega? ¡Qué diferencia entre esto y lo que demuestra el reciente ejemplo de los cónsules Claudio y Livio! ¿Qué? ¿Dónde estará Aníbal mejor provisto de hombres y armas? ¿En el rincón más remoto del Brucio, donde ha permanecido tanto tiempo solicitando en vano refuerzos de casa, o en los campos alrededor de Cartago y sobre el suelo africano, que está totalmente ocupado por sus aliados? ¡Qué extraordinaria es esta idea tuya de combatir donde tus fuerzas están reducidas a la mitad y las del enemigo grandemente aumentadas, en vez de en un país donde con dos ejércitos te enfrentarías solo a uno que, además, está agotado por tantas batallas y tan largo y oneroso servicio! Piensa simplemente en cuán diferente es tu plan del de tu padre. Tras su elección como cónsul se dirigió a Hispania, dejando luego su provincia y regresando a Italia para hacer frente a Aníbal en su descenso de los Alpes; tú te dispones a dejar Italia mientras Aníbal sigue, de hecho, aquí; y no en interés de la República, sino porque piensas que hacerlo es algo grande y glorioso. Justo de la misma forma en que tú, un general del pueblo romano, dejaste tu provincia y tu ejército sin ninguna autoridad legal, sin órdenes del Senado y confiaste a un par de buques las fortunas del Senado y la majestad del imperio que quedaron, por entonces, ligadas a tu propia seguridad [hace referencia a su viaje a África para entrevistarse con Masinisa. cf. 28-35.-N. del T.]. Sostengo la opinión de que Publio Cornelio Escipión fue elegido cónsul no para sus propios fines particulares, sino para nosotros y la República; y que los ejércitos se alistan para guardar esta ciudad y el suelo de Italia, y no para que los cónsules los a cualquier parte del mundo que les plazca a la soberbia manera de reyes».
[28.43] Este discurso de Fabio, tan apropiado a las circunstancias en que se produjo, y apoyado por el peso de su carácter y su largamente establecida reputación de prudencia, produjo un gran efecto entre la mayoría de los presentes, especialmente los más ancianos. Al ver que la mayoría aprobaba el sabio consejo de la edad, en vez de los del carácter impetuoso de la juventud, se dice que Escipión dio la siguiente respuesta: «Senadores, al comienzo de su discurso Quinto Fabio admitió que lo que tenía que decir lo pondría bajo la acusación de envidia. Personalmente, no me atreveré a acusar a hombre tan grande de esa debilidad, pero ya sea por lo insuficiente de su defensa o por la imposibilidad de hacerla con éxito, ha fracasado totalmente en limpiarse a sí mismo de tal acusación. En su afán por disipar la sospecha ha hablado sobre sus cargos y su reputación en términos tan exagerados que daba la impresión de estar yo en peligro de que se me equiparase alguien más bajo, y no él, pues estando por encima de los demás -posición a la que, lo confieso francamente, me gustaría llegar- no quiere que lo iguale. Se ha representado a sí mismo como un anciano lleno de honores, y para mí como un joven ni siquiera tan mayor como su hijo, como si la pasión por la gloria no se extendiera más allá de la duración de la vida humana y buscara su satisfacción en la memoria de las generaciones por venir. Estoy bien seguro de que es la suerte de todos los grandes hombres compararse no solo con sus coetáneos, sino también con aquellos ilustres de todas las épocas. Admito, Quinto Fabio, que estoy deseando no sólo igualar tu fama sino, y perdona que te lo diga, superarla si puedo. Que tus sentimientos hacia mí, ni los míos hacia los más jóvenes, sean tales que impidamos a cualquiera de nuestros conciudadanos llegar a nuestra altura; pues esto no solo perjudicaría a las víctimas de nuestra envidia, también daría como resultado una pérdida para el Estado y casi que para la raza humana.
«Ha disertado sobre el peligro al que me expondría de desembarcar en África, mostrándose preocupado no solo por la República y sus ejércitos, sino incluso por mí. ¿Qué ha llevado a tan repentina inquietud por mí? Cuando mi padre y mi tío resultaron muertos y sus ejércitos casi aniquilados, cuando Hispania estaba perdida, cuando cuatro ejércitos cartagineses con sus generales dominaban todo el país mediante el terror de sus armas, cuando buscabais un hombre que tomara el mando supremo de aquella guerra y no aparecía ninguno, nadie se ofreció excepto yo; cuando el pueblo romano me confirió el mando supremo antes de tener veinticinco años, ¿por qué nadie dijo nada sobre mi edad, la fuerza del enemigo, las dificultades de la campaña o el reciente desastre que se había apoderado de mi padre y de mi tío? ¿Ha ocurrido recientemente en África alguna calamidad mayor que la sucedida entonces en Hispania? ¿Hay ahora en África mayores ejércitos y más numerosos generales que los que había entonces en Hispania? ¿Era yo entonces de edad más madura para dirigir una gran guerra de lo que lo soy hoy día? ¿Es Hispania un campo de operaciones contra los cartagineses más conveniente que África? Ahora que he puesto en fuga cuatro ejércitos cartagineses, reducido tantas ciudades por la fuerza o por miedo y dominado cada territorio hasta las orillas del océano, a régulos y tribus por igual, ahora que he reconquistado toda Hispania tan completamente que no queda allí vestigio alguno de guerra, ahora resulta fácil subestimar mis servicios; tan fácil, de hecho, como lo será, cuando haya vuelto victorioso de África, subestimar esas mismas dificultades que ahora pinta con tan oscuros colores con el fin de mantenerme aquí.
«Dice Fabio dice ninguna parte de África nos es accesible, que no hay puertos abiertos a nosotros. Nos cuenta que Marco Atilio Régulo fue hecho prisionero en África, como si se hubiera encontrado con la desgracia nada más desembarcar. Se olvida de que aquel mismo comandante, desafortunado como fue posteriormente, encontró algunos puertos francos en África, y que durante los primeros doce meses logró algunas victorias brillantes y que, por lo que a los generales cartagineses respecta, se mantuvo invicto hasta el fin. No me desalentarás, por tanto, citando ese ejemplo. Incluso si aquel desastre se hubiera producido en esta guerra en vez de en la anterior, recientemente y no hace cuarenta años, incluso así, ¿por qué se me habría de impedir la invasión de África a cuenta de que Régulo fue capturado, más de lo que se me impidió marchar a Hispania tras la muerte de ambos Escipiones? Lamentaría creer que Jántipo, el lacedemonio, nació para ser una bendición mayor para Cartago de lo que yo lo pueda ser para mi patria, y se fortalece mi confianza al ver qué importantes cuestiones dependen del valor de un solo hombre. Hemos tenido que escuchar incluso historias sobre los atenienses, cómo se olvidaron de la guerra a sus puertas para ir a Sicilia. Pues bien, ya que emplea el tiempo en contarnos historias sobre los griegos, ¿por qué no nos menciona a Agatocles, el rey de Siracusa quien, después que Sicilia hubiera sido largo tiempo devastada por las llamas de la Guerra Púnica, navegó a esta misma África y cambió el curso de la guerra contra el país en el que había empezado?».
[28,44] «Mas ¿qué necesidad hay de mencionar casos traídos de otras tierras y otros tiempos para recordarnos cuánto depende de tomar la ofensiva y apartar de nosotros el peligro haciéndolo recaer sobre los demás? ¿Puede haber mayor ejemplo que el del propio Aníbal? Este nos muestra toda la diferencia entre estar devastando el territorio de otra nación o ver la tuya propia destruida a fuego y espada. Se demuestra más valor al atacar que al repeler los ataques. Además, lo desconocido siempre inspira terror, pero cuando has entrado en el territorio de tu enemigo tienes una visión más cercana de sus fortalezas y debilidades Aníbal nunca esperó que tantos pueblos italianos se le pasaran tras la derrota de Cannas; ¡cuánto menos podrían esperar los cartagineses, con aliados infieles, duros y tiránicos amos como son, contar con la firmeza y estabilidad de su imperio africano! Hasta cuando fuimos abandonados, incluso, por nuestros aliados, contamos con nuestra propia fuerza, los soldados de Roma. Los cartagineses no tienen ejército de ciudadanos, sus soldados son todos mercenarios, africanos y númidas de ánimo ligero, dispuestos a cambiar de bando a la menor provocación. Si no se me detiene, oiréis que he desembarcado, que África está envuelta por las llamas de la guerra, que Aníbal se apresura a marcharse de Italia, y que Cartago está sitiada; todo de un solo golpe. Tendréis más alegres y más frecuentes noticias de África de las que os llegaron de HIspania. Todo me inspira esperanza: la Fortuna que ampara a Roma, los dioses que atestiguaron el tratado roto por el enemigo, los dos príncipes, Sífax y Masinisa, en cuya fidelidad confío mientras me protejo de cualquier perfidia que puedan intentar. Muchas ventajas, que a esta distancia no nos resultan evidentes, se nos mostrarán conforme continúe la guerra. Un hombre demuestra su capacidad de liderazgo aprovechando cualquier oportunidad que se presenta, y haciendo que cualquier contingencia sirva a sus planes. Tendré el adversario que tú, Quinto Fabio, me asignas: Aníbal. Pero yo le obligaré a seguirme allí en vez de que él me mantenga aquí; yo le obligaré a combatir en su propio país, siendo Cartago el precio de la victoria y no las medio arruinadas fortalezas del Brucio.
«Que no sufra ahora daño la República durante mi viaje, o mientras yo esté desembarcando mis hombres en las costas de África o en mi avance contra Cartago, lo que tú, Quinto Fabio, pudiste lograr cuando Aníbal, en la hora de su victoria, recorría toda Italia, ¿no irás a decir que no lo puede conseguir el cónsul Publio Licinio, varón esforzadísimo, ahora que Aníbal tiene sus ejércitos quebrantados y disminuidos, y dado que como Pontífice Máximo no puede ausentarse de sus deberes sagrados ni sortear tan distante provincia? Y aunque la guerra no llegara a un rápido término con el plan que sugiero, la dignidad de Roma y su prestigio entre los reinos extranjeros y las naciones precisarían seguramente que poseemos el suficiente valor no solo para defender Italia, sino para llevar nuestras armas hasta África. No debemos permitir que se extienda por el extranjero la idea de que ningún general romano se atrevería a hacer lo que ha hecho Aníbal; o que durante la Primera Guerra Púnica, cuando el conflicto era por Sicilia, África fue atacada frecuentemente por nuestras flotas y ejércitos y, en esta guerra, cuando la lucha es por Italia, se deja África en paz. Dejad que Italia, durante tanto tiempo acosada, tenga finalmente algún descanso; que tome África su vez en el fuego y la destrucción; que un campamento romano amenace las puertas de Cartago en vez de que tengamos que ver las líneas enemigas desde nuestras murallas. Que sea África de ahora en adelante la sede de la guerra; llevemos allí de vuelta el terror y la huida, toda la devastación de nuestras tierras y la deserción de nuestros enemigos, todas las demás miserias de la guerra que nos han asolado durante los últimos catorce años . Ya se ha hablado bastante sobre la República, la guerra actual y la asignación de las provincias. Sería un debate largo y aburrido si yo siguiera el ejemplo de Quinto Fabio y, como él haya despreciado mis servicios en Hispania, yo hubiera de verter el ridículo sobre su gloria y exaltar la mía. No haré ni lo uno ni lo otro, senadores, y si, joven como soy, no puedo aventajar a un anciano en nada, al menos demostraré superarle en modestia y en contención de lenguaje. Mi vida y mi dirección de los asuntos públicos han sido tales que me contento con aceptar en silencio el juicio que os habéis formado espontáneamente en vuestro ánimo».
[28,45] Se escuchó a Escipión con impaciencia, pues todos estaban convencidos de que, si no lograba convencer al Senado para que África fuera su provincia, llevaría de inmediato la cuestión ante el pueblo [era prerrogativa del cónsul presentar directamente propuestas al pueblo.-N. del T.]. Así, Quinto Fabio, que había ostentado cuatro consulados [en el cap. 40 de este mismo libro, el propio Fabio señala en su discurso que han sido cinco los consulados desempeñados; pudiera aquí tratarse de un error del copista.-N. del T.], desafió a Escipión a que expusiera abiertamente ante el Senado si dejaba en sus manos la decisión sobre las provincias y estaba dispuesto a cumplirla, o si iba a llevarla ante el pueblo. Escipión le respondió que actuaría según le pareciera mejor para los intereses de la República. A esto observó Fabio: «Te he preguntado, no porque no supiera lo que dirías o cómo procederías, sino para que declares abiertamente ante la Curia que la estás informando y no consultándola, y que si nosotros no te asignamos inmediatamente la provincia que deseas, ya tienes dispuesta una resolución para presentarla a la Asamblea». Luego, dirigiéndose a los tribunos, les dijo: «Os exijo, tribunos de la plebe, que me apoyéis en mi negativa a presentar una propuesta pues, si la decisión me fuera favorable, el cónsul no la reconocerá». Se produjo entonces una discusión entre el cónsul y los tribunos; afirmaba este que no tenían apoyo legal para intervenir en apoyo de un senador que se negaba a presentar una propuesta que se le había solicitada que la hiciera. Los tribunos presentaron su decisión con los siguientes términos: «Si el cónsul presenta al Senado la asignación de las provincias, su decisión será vinculante y definitiva, y no permitiremos ninguna propuesta ante el pueblo. Si la presenta, apoyaremos a cualquier senador que se niegue a presentarla cuando se le solicite hacerlo». El cónsul solicitó un día de gracia a fin de consultar a su colega. Al día siguiente, presentó el asunto a la decisión del Senado. La resolución emitida respecto a las provincias fue que un cónsul se haría cargo de Sicilia y de los treinta buques de guerra [«rostratae naves», en el original latino: naves con espolón.-N. del T.] que Cayo Servilio había tenido el año anterior, se le concedió permiso para navegar a África si pensaba que esto resultaría en interés del estado; el otro cónsul se encargaría del Brucio y de las operaciones contra Aníbal, o con el ejército que había servido bajo los cónsules anteriores. [Esta porción en negrita falta en los manuscritos y se ha tomado de la edición de apoyo castellana de Alianza Editorial, cuyo autor la toma, a su vez, de Weissenborn, sobre lo redactado por Livio en el libro 36.1.9.174.-N. del T.]. Lucio Veturio y Quinto Cecilio habrían de sortear y acordar entre ellos quién debía actuar en el Brucio con las dos legiones que el cónsul no solicitara y al que tocara aquel territorio le sería prorrogado el mando durante un año. Con la excepción de los cónsules y los pretores, todos los que fueran a hacerse cargo de ejércitos y provincias verían sus mandos prorrogados durante un año. Le correspondió a Quinto Cecilio actuar junto al cónsul contra Aníbal en el Brucio.
Escipión celebró los Juegos en medio de los aplausos y el entusiasmo de una numerosa multitud de espectadores. Marco Pomponio Matón y Quinto Catio fueron enviados a Delfos para efectuar allí una ofrenda seleccionada del botín del campamento de Asdrúbal. Se trataba de una corona de oro de doscientas libras de peso, junto a copias de las piezas del botín efectuadas en plata con un peso total de mil libras [65,4 kg. de oro y 327 kg. de plata, respectivamente.-N. del T.]. Escipión obtuvo ni insistió en lograr permiso para alistar tropas, pero se le permitió reclutar voluntarios. Como había declarado que su flota no sería una carga para la república, se le dio libertad para aceptar cualquier material aportado por los aliados para la construcción de sus naves. Los pueblos de Etruria fueron los primeros en prometer ayuda, cada uno según sus medios. Cere contribuyó con grano y provisiones de toda clase para las tripulaciones; Populonia, con hierro; Tarquinia, con tela para las velas; Volterra, con madera para los cascos y grano; los arretinos [de Arezzo.-N. del T.], con tres mil escudos y otros tantos cascos, estando prestos a suministrar hasta cincuenta mil dardos, jabalinas y lanzas largas. También se ofrecieron a proporcionar todas las hachas, palas, hoces, gaviones y molinos de mano necesarios para cuarenta buques de guerra, así como ciento veinte mil modios de trigo para el suministro durante el viaje de decuriones y remeros [unos 840.384 kg. de trigo.-N. del T.]. Perugia, Chiusi y Roselle [las antiguas Perusia, Clusium y Russellas] enviaron madera de pino para la tablazón de los barcos y una gran cantidad de grano. Los pueblos de la Umbría, así como los habitantes de Nursia, Rieti y Pescara junto a todo el país Sabino, prometieron proporcionar hombres. Numerosos contingentes de los marsos, los pelignos y los marrucinos se presentaron voluntarios para servir en la flota. Camerino, ciudad aliada en igualdad de derechos con Roma, envió una cohorte de seiscientos hombres armados. Quedaron puestas las quillas de treinta barcos -veinte quinquerremes y diez cuatrirremes-, urgiendo Escipión los trabajos de tal manera que, en cuarenta y cinco días, tras haberse traído la madera de los bosques, se botaron las naves con sus aparejos y armamento al completo.
[28,46] Escipión navegó hacia Sicilia, con siete mil voluntarios a bordo de sus treinta buques de guerra, y Publio Licinio marcó al Brucio. De los dos ejércitos consulares estacionados allí, escogió el que había mandado el anterior cónsul, Lucio Veturio. Permitió que Metelo conservara el mando de las legiones que ya tenía, pues consideró que le iría mejor con hombres acostumbrados a su mando. Los pretores también marcharon a sus distintas provincias. Como se necesitaba dinero para la guerra, los cuestores recibieron órdenes para vender aquella parte del territorio de la Campania que se extendía entre la Fosa Griega [cerca de Cumas.-N. del T.] y la costa, así como para denunciar aquellos territorios pertenecientes a ciudadanos campanos, para que se pudieran confiscar. Los delatores recibirían una recompensa del diez por ciento del valor de las tierras. El pretor urbano, Cneo Servilio, debía también comprobar que los ciudadanos de Capua estuvieran residiendo donde el Senado les hubiese autorizado residir, castigando a cualquiera que viviese en otra parte. Durante el verano, Magón, que había invernado en Menorca, embarcó con una fuerza de doce mil infantes y dos mil de caballería, navegando hacia Italia con unos treinta buques de guerra y gran número de transportes. La costa estaba poco vigilada y pudo sorprender y capturar Génova [la antigua Genua.-N. del T.]. De allí marchó por la costa ligur con la intención de levantar a los ligures alpinos. Una de sus tribus, los ingaunos, estaba por entonces librando una guerra contra los epanterios, montanos. Tras dejar a resguardo su botín en Savona, dejando diez buques como escolta, Magón envió el resto de sus naves a Cartago para proteger la costa, pues se rumoreaba que Escipión trataba de invadir África, y formó luego una alianza con los ingaunos, de quienes esperaban obtener más apoyos que de los montañeses, y empezó a atacar a estos últimos. Su ejército crecía en número cada día; los galos, atraídos por la fama de su nombre, se le unieron desde todas partes. Aquellos movimientos se conocieron en Roma a través de un despacho de Espurio Lucrecio, lo que preocupó mucho al Senado. Parecía como si la alegría que sintieron al enterarse de la destrucción de Asdrúbal y su ejército dos años antes, quedara borrada completamente con el estallido de aquella nueva guerra en la misma zona, tan grave como la anterior y con la única diferencia del general. Enviaron órdenes al procónsul Marco Livio para que trasladara el ejército de Etruria hasta Rímini, y se facultó al pretor urbano, Cneo Servilio, por si lo consideraba conveniente, para que ordenase que las legiones urbanas pudieran emplearse en cualquier parte y para que pudiera otorgar el mando de las mismas a quien creyese más capaz. Marco Valerio Levino llevó estas legiones a Arezzo. Por entonces, Cneo Octavio, que estaba al mando en Cerdeña, capturó hasta ochenta transportes cartagineses en las proximidades. Según el relato de Celio, iban cargados con grano y suministros para Aníbal; Valerio, sin embargo, dice que transportaban el botín de Etruria, así como los prisioneros ligures y epanterios, a Cartago. Apenas nada digno de registrar tuvo lugar aquel año en el Brucio. Una peste atacó a los romanos y a los cartagineses, resultando igualmente fatal para ambos; pero, además de la epidemia, los cartagineses sufrieron de escasez de alimentos. Aníbal pasó el verano cerca del templo de Juno Lacinia, donde construyó y dedicó un altar con una larga inscripción con el relato de sus hazañas escrito en letras púnicas y griegas.