La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro vigesimonoveno
Escipión en África.
[29.1] -205 a.C.- A su llegada a Sicilia, Escipión organizó a los voluntarios en manípulos y centurias, y escogió a trescientos jóvenes en la flor de su edad y que descollaban por su vigor, manteniéndolos cerca de sí. No portaban armas y no sabían por qué estaban desarmados ni por qué no se les encuadró en las centurias. Después, escogió de entre toda la población en edad militar de Sicilia a trescientos de los más nobles y ricos y los encuadró en una fuerza que llevaría con él a África. Les fijó un día para que se presentasen completamente equipados con caballos y armas. La perspectiva de una campaña lejos de su casa, con sus fatigas y grandes peligros, por tierra y por mar, horrorizó a los jóvenes tanto como a sus padres y familiares. Llegado el día señalado, se presentaron todos completamente equipados de armas y caballos. Entonces, Escipión les dijo que había llegado a su conocimiento que algunos de los jinetes sicilianos estaban temerosos de esta expedición tan llena de dificultades y penalidades. Si alguno de ellos se sentía así, prefería que se lo expusieran en ese momento a que luego la república estuviera servida por soldados reacios e ineficientes que estuvieran siempre quejándose. Podían expresarse con libertad, que él les escucharía con benevolencia. Uno de ellos se atrevió a decir que si fuera libre de elegir, preferiría no ir, a lo que respondió Escipión: «Joven, ya que no has ocultado tus auténticos sentimientos, proveeré un sustituto para ti; a este le darás tu caballo, tus armas y el resto de tu equipo militar, lo llevarás contigo para instruirlo en la monta de un caballo y en el uso de las armas». Aquel hombre quedó encantado de causar baja en aquellos términos y Escipión le asignó a uno de los trescientos a quienes mantenía sin armas. Cuando los otros vieron que aquel caballero quedó exento de aquel modo, con la aprobación del comandante, todos ellos se excusaron y aceptaron un sustituto. De este modo, los romanos reemplazaron a los trescientos jinetes sicilianos sin ningún coste para el Estado. Los sicilianos se encargaron de todo su entrenamiento, pues las órdenes del general eran que todo el que no lo llevara a cabo tendría que prestar por sí mismo el servicio de armas. Se dice que de esto resultó una espléndida ala de caballería que prestó buenos servicios a la república en muchas batallas.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
Luego inspeccionó las legiones y escogió a los que habían prestado más tiempo de servicio, en particular a quienes habían servido al mando de Marcelo, pues consideraba que estos se habían entrenado en la mejor escuela y que, tras su prolongado asedio de Siracusa, estaban completamente familiarizados con los métodos de ataque a plazas fuertes. De hecho, Escipión no estaba pensando en absoluto en operaciones de pequeña envergadura, pues ya había fijado su mente en la captura y destrucción de Cartago. Distribuyó después su ejército entre las ciudades fortificadas y ordenó a los sicilianos que suministrasen grano, economizando así el que había traído de Italia. Se reacondicionaron las naves viejas y se envió a Cayo Lelio con ellas para saquear la costa africana; varó las nuevas en Palermo, ya que debido a su apresurada construcción se habían hecho con maderas fuera de temporada y quería tenerlas en dique seco durante el invierno. Cuando terminó sus preparativos para la guerra, Escipión visitó Siracusa. Esta ciudad aún no había recuperado la tranquilidad después de las violentas convulsiones de la guerra. Ciertos hombres de nacionalidad italiana se habían apoderado de las propiedades de algunos siracusanos en el momento de la captura, y aunque el Senado había ordenado su restitución todavía las conservaban. Después de realizar infructuosos esfuerzos para recuperarlas, los griegos vinieron a Escipión para pedir su devolución. Consideraba que lo primero era restaurar la confianza en la honradez del gobierno, mediante proclamas en unos casos y sentencias judiciales en otros, contra aquellos que persistían en retener las propiedades, logró la devolución de sus bienes a los siracusanos. Este proceder suyo, fue apreciado con gratitud no solo por los propietarios, sino por todas las ciudades de Sicilia, que se esforzaron más que nunca en ayudarle.
Durante este verano se extendió por Hispania una gran guerra incitada por el ilergete Indíbil, cuya única motivación fue que su admiración por Escipión le hizo despreciar a los otros generales. Lo consideraba como el único general que les quedaba a los romanos, pues todos los demás habían sido muertos por Aníbal. Indíbil dijo a los hispanos que, por este motivo, no hubo nadie a quien pudieran enviar a Hispania tras la muerte de los dos Escipiones y que, cuando la guerra arreció con fuerza en Italia, llamaron de vuelta a casa al único hombre que podía enfrentarse con Aníbal. Los generales romanos en Hispania no tenían más que el nombre y se había retirado al ejército veterano; había ahora confusión por todas partes y una multitud desentrenada de nuevos reclutas. Nunca más volvería a tener Hispania otra oportunidad de recobrar su libertad. Hasta aquel momento habían sido esclavos de los romanos o de los cartagineses, y a veces no de uno, sino de ambos al mismo tiempo. Los cartagineses habían sido expulsados por los romanos; los romanos podían ser expulsados por los hispanos si estaban unidos, y después, una vez libre su patria de la dominación extranjera, podrían volver a las tradiciones y ritos de sus antepasados. Con argumentos de esta clase logró levantar a su propio pueblo y a sus vecinos, los ausetanos. Se les unieron otras tribus de los alrededores y, en pocos días, se reunieron en territorio sedetano, en el punto de reunión designado, treinta mil de infantería y unos cuatro mil de caballería.
[29.2] Los generales romanos, Lucio Léntulo y Lucio Manlio Acidino, estaban decididos a no dejar que la guerra se extendiera por culpa de alguna negligencia por su parte. Unieron sus fuerzas y marcharon con sus ejércitos combinados por territorio ausetano, sin causar ningún daño a ninguno de los territorios, enemigos o pacíficos, hasta que llegaron donde estaba acampado el adversario. Asentaron su propio campamento a una distancia de tres millas [4440 metros.-N. del T.] del de su enemigo y enviaron emisarios para persuadirlo de que depusiera las armas. Sin embargo, cuando la caballería hispana atacó a una partida de forrajeadores, salieron de inmediato apoyos de caballería de los puestos avanzados romanos, produciéndose una escaramuza sin ventaja especial para ningún bando. Al día siguiente, la totalidad del ejército hispano marchó armado y en formación de combate hasta menos de una milla del campamento romano. Los ausetanos formaban el centro, los ilergetes lo hacían a la derecha y la izquierda estaba compuesta por varias tribus sin nombre. Entre las alas y el centro quedaron espacios abiertos, lo bastante anchos como para permitir que la caballería cargase por ellos cuando fuera el momento adecuado. La línea romana se formó en la forma habitual, excepto que copiaron la del enemigo al punto de dejar espacios entre las legiones por los que pudiera pasar también su caballería. Léntulo, sin embargo, se dio cuenta de que esta disposición solo resultaría ventajosa para aquel bando que fuera el primero en enviar su caballería por los espacios abiertos en la línea contraria. Por consiguiente, ordenó al tribuno militar, Servio Cornelio, que enviase a su caballería a toda velocidad a través de las aberturas. Él mismo, viendo que su infantería no progresaba y que la duodécima legión, que estaba en la izquierda frente a los ilergetes, empezaba a ceder terreno, mandó a la decimotercera legión, que estaba en reserva, para que la apoyara. Tan pronto se restauró la batalla en este sector, cabalgó hasta Lucio Manlio, que estaba en primera línea animando a sus hombres y llevando refuerzos donde lo exigía la situación, señalándole que todo estaba a salvo a su izquierda y que Servio Cornelio, actuando bajo sus órdenes, pronto envolvería al enemigo con una carga de caballería. Apenas había dicho esto cuando la caballería romana, cargando por en medio del enemigo, puso en desorden a su infantería y, al mismo tiempo, impidió el paso de los jinetes hispanos. Estos, al verse incapacitados para actuar como caballería, desmontaron y combatieron a pie. Cuando los generales romanos vieron el desorden en las filas enemigas, extendiéndose el pánico y la confusión y oscilando atrás y delante sus estandartes, llamaron a sus hombres para que quebrasen al enemigo y no le dejasen volver a formar su línea. Los bárbaros no habrían resistido el furioso ataque que siguió de no haberse colocado Indíbil y su caballería desmontada a modo de pantalla de la infantería. Durante algún tiempo se combatió muy violentamente, sin que ninguna de las partes cediera. El rey, aunque medio muerto, mantuvo su terreno hasta que cayó a tierra atravesado por un pilo; los que combatían a su alrededor cayeron finalmente abrumados bajo una lluvia de proyectiles. Se inició una huida general y la carnicería resultó aún mayor debido a que los jinetes no tuvieron tiempo de recuperar sus caballos y los romanos nunca relajaron su persecución hasta haber arrojado al enemigo de su campamento. Trece mil hispanos fueron muertos aquel día y se tomaron unos mil ochocientos prisioneros. De los romanos y sus aliados cayeron poco más de doscientos, principalmente en el ala izquierda. Los hispanos que habían sido derrotados en el campo de batalla o expulsados de su campamento, se dispersaron entre los campos y finalmente regresaron a sus respectivas comunidades.
[29,3] Después de esto, Mandonio convocó una reunión del consejo nacional, en el que se pronunciaron fuertes quejas por las derrotas sufridas y se denunció con fuerza a los autores de la guerra. Se resolvió enviar emisarios a efectuar una rendición formal y entregar sus armas. Echaron toda la culpa a Indíbil, por el inicio de la guerra, así como a otros príncipes caídos en su mayoría durante la batalla. La respuesta que recibieron fue que su rendición solo sería aceptada a condición de que entregasen vivo a Mandonio y a los demás instigadores de la guerra; de no hacerlo así, el ejército romano marcharía al país de los ilergetes y ausetanos, así como a los territorios de los demás pueblos, uno tras otro. Cuando se informó de esta respuesta al Consejo, Mandonio y los otros jefes fueron inmediatamente detenidos y entregados para su castigo. La paz quedó restablecida entre las tribus hispanas. Se les exigió que proporcionaran doble paga para las tropas aquel año, un suministro extra de seis meses de grano así como capotes y togas para el ejército. También se exigió la entrega de rehenes a una treintena de tribus. De esta manera, la rebelión fue aplastada en Hispania sin ninguna perturbación grave y todo el terror de nuestras armas se volvió hacia África. Cayo Lelio llegó a Hipona Regia [a unos 2 km. de la actual Bona, en la provincia de Annaba, Argelia; fue la patria de san Agustín, doctor de la Iglesia.-N. del T.] durante la noche y, al amanecer, sus soldados y los tripulantes de las naves fueron enviados a tierra firme con el propósito de devastar la región circundante. Como los habitantes estaban pacíficamente dedicados a sus ocupaciones y no sospechaban ningún peligro, se les produjo un daño considerable. Mensajeros fugitivos sin aliento extendieron una gran agitación en Cartago, al declarar que una flota romana había arribado, bajo el mando de Escipión; el rumor de su cruce a Sicilia ya había llegado al extranjero. Como nadie sabía con certeza cuántos barcos habían sido vistos o cuál era el número de la fuerza desembarcada, sus miedos les llevaron a exagerarlo todo. Una vez recuperados del primer impacto de la alarma, se llenaron de consternación y dolor. «¿Ha cambiado tanto la Fortuna -se preguntaban-, como para que la nación que en el orgullo de la victoria situó un ejército ante las murallas de Roma, y que tras hacer tantas veces morder el polvo a los ejércitos enemigos, forzando o persuadiendo a la sumisión a todos los pueblos de Italia, deba ahora, al retroceder la guerra, ser testigo de la desolación de África y el asedio de Cartago, sin poseer de ningún modo la fortaleza que tuvieron los romanos para hacer frente a tales problemas? De la plebe de Roma y del Lacio se surtían de una juventud, que siempre fue más numerosa y eficiente, con la que reemplazar todos los ejércitos que perdieron; mientras, nuestro pueblo era inútil para la guerra, fuera el de la ciudad o el de los campos. Nosotros hemos de contratar mercenarios entre los africanos, en los que no se puede confiar y que son tan volubles como el viento. Los soberanos nativos nos son ahora hostiles; Sífax se ha vuelto totalmente contra nosotros desde su entrevista con Escipión; Masinisa se ha declarado abiertamente como nuestro peor enemigo. En ninguna parte aparece la más mínima posibilidad de ayuda. Magón no ha provocado ningún quebranto en la Galia ni se ha reunido con Aníbal; el mismo Aníbal se está debilitando, tanto en prestigio como en fuerza».
[29.4] Los cartagineses volvieron de sus sombrías reflexiones, en las que se habían hundido ante las terribles noticias, a causa de la presión del inminente peligro y la necesidad de idear los modos de remediarlo. Decidieron efectuar una apresurada recluta tanto de la población urbana como de la campesina, enviar agentes para reclutar mercenarios africanos, fortalecer las defensas de la ciudad, acumular reservas de grano, preparar un suministro de armas y armaduras, equipar barcos y enviarlos contra la flota romana en Hipona. En medio de estos preparativos, llegaron noticias de que era Lelio, y no Escipión, quien estaba al mando, que la fuerza que había traído sólo era suficiente para hacer correrías y que la fuerza principal de combate estaba aún en Sicilia. Respiraron aliviados una vez más, y empezaron a enviar delegaciones a Sífax y a los otros príncipes con el propósito de consolidar sus alianzas. Incluso enviaron emisarios a Filipo con la promesa de doscientos talentos de plata [si se trata del talento cartaginés, serían unos 5400 kilos de plata], para inducirlo a invadir Sicilia o Italia. También se enviaron otros a sus generales en Italia, para decirles que debían mantener totalmente ocupado a Escipión en su casa e impedir así que saliera del país. A Magón no solo le enviaron emisarios, sino también veinticinco buques de guerra y una fuerza de seis mil infantes, ochocientos de caballería y siete elefantes. También se le remitió una gran cantidad de dinero para que pudiera reclutar un cuerpo de mercenarios, con los que podría trasladarse más cerca de Roma y unirse con Aníbal. Tales fueron los preparativos y planes de Cartago. Mientras Lelio se llevaba la enorme cantidad de botín que habían tomado de los indefensos y desprotegidos campesinos, Masinisa, que había oído hablar de la llegada de la flota romana, llegó con unos pocos jinetes de escolta a visitarlo. Se quejó de la falta de energía mostrada por Escipión. ¿Por qué -preguntó- no había llevado su ejército a África, justo en el momento en que los cartagineses estaban en tal estado de consternación y desánimo, y con Sífax ocupándose de guerrear con sus vecinos? Estaba seguro de que si se le daba tiempo para organizar los asuntos a su antojo, no actuaría con auténtica lealtad hacia los romanos. Lelio debía instar a Escipión para que no cejara y él, Masinisa, aunque expulsado de su reino, le podría ayudar con una fuerza de caballería e infantería que en modo alguno resultaría despreciable. El mismo Lelio, también, no debía permanecer en África, pues había motivos para creer que había zarpado una flota de Cartago con la que, en ausencia de Escipión, no sería seguro enfrentarse.
[29,5] Después de esta conversación, Masinisa se marchó y al día siguiente Lelio partió de Hipona con sus barcos cargados con el botín, volviendo a Sicilia donde expuso ante Escipión las indicaciones Masinisa. Fue por entonces cuando aparecieron los barcos enviados desde Cartago a Magón, en un lugar frente a la costa situada entre los ligures albingaunos y Génova. La flota de Magón resultó estar anclada en aquel momento y, en cuanto advirtió la naturaleza de las instrucciones que le llevaban y que debía reunir una fuerza tan grande como pudiera, de inmediato convocó un consejo de los jefes galos y ligures, las dos naciones que componían la mayor parte de la población de aquel país. Cuando estuvieron reunidos, les dijo que su misión era la de devolverles la libertad y que, como podían ver por ellos mismos, le eran enviados refuerzos desde su hogar. Sin embargo, dependía de ellos el número y fuerzas disponibles para la guerra. Había dos ejércitos romanos en campaña, uno en la Galia y el otro en Etruria, y sabía que era un hecho el que Espurio Lucrecio uniría sus fuerzas con Marco Livio. Se debía armar varios miles de hombres si querían ofrecer una resistencia eficaz a dos generales romanos con sus dos ejércitos. Los galos le aseguraron que estaban totalmente dispuestos a cumplir con su parte, pero que, como uno de los ejércitos romanos estaba en su territorio y el otro junto en la frontera con Etruria, casi a su vista, cualquier intento de ayudar abiertamente a los cartagineses sometería su patria a una invasión desde ambas partes. Magón solo debía pedir de los galos aquellos auxilios que le pudieran proporcionar en secreto. En cuanto a los ligures, les dijo que el campamento romano estaba muy lejos de sus ciudades y eran por lo tanto libres de actuar según su elección; era justo que armaran a sus jóvenes y cumplieran equitativamente con su parte en la guerra. Los ligures no pusieron ninguna objeción y solicitaron solo un periodo de dos meses para alistar sus fuerzas. Magón, mientras tanto, tras mandar a los soldados galos de vuelta a casa, empezó a contratar mercenarios en secreto por su país, siéndole enviados clandestinamente suministros desde las diferentes poblaciones. Marco Livio marchó con su ejército de esclavos voluntarios desde Etruria a la Galia y, después de unirse con Lucrecio, hizo los preparativos para oponerse a cualquier movimiento que Magón puede hacer en dirección a Roma. Si, por su parte, los cartagineses se mantenían tranquilos en aquel rincón de los Alpes, también él permanecería donde estaba, cerca de Rímini, para defender Italia.
[29,6] El afán de Escipión por ejecutar su proyecto se aceleró a causa del informe que Cayo Lelio llevó de vuelta tras su conversación con Masinisa, y los soldados se mostraron también muy interesados en hacer el viaje cuando vieron a toda la flota de Lelio cargada de botín capturado al enemigo. En su propósito mayor, sin embargo, se cruzó otro menor, a saber, la conquista de Locri, una de las ciudades que se había pasado a los cartagineses durante la deserción general de Italia. La esperanza de lograr este objetivo había surgido de un incidente muy trivial. La lucha en el Brucio había asumido más un carácter de bandidaje que el de una guerra regular. Los númidas habían comenzado tal práctica y los brucios siguieron su ejemplo, no tanto porque fueran aliados de los cartagineses, sino porque aquel era su modo tradicional y natural de hacer la guerra. Al final, incluso los romanos se vieron arrastrados por la pasión por el saqueo y, en tanto sus generales se lo permitían, solían efectuar incursiones de saqueo contra los campos del enemigo. Una partida de locrios, que había dejado el refugio de su ciudad, fue capturada por aquellos en una de dichas correrías y llevados a Regio; entre ellos había algunos artesanos que habían estado trabajando para los cartagineses en la ciudadela de Locri. Muchos de los nobles Locrios que habían sido expulsados por sus opositores cuando la ciudad fue entregada a Aníbal, se habían retirado a Regio y vivían allí en aquel momento. Reconocieron a aquellos artesanos y, naturalmente tras su larga ausencia, querían saber qué estaba pasando en sus casas. Tras responder a todas sus preguntas, los prisioneros dijeron que si eran rescatados y enviados de vuelta creían que podrían entregarles la ciudadela, pues vivían allí y gozaban de la plena confianza de los cartagineses. Los nobles, llenos como estaban de nostalgia por su hogar y ardiendo en deseos de vengarse de sus rivales, llegaron con ellos a un entendimiento en cuanto a cómo se debía ejecutar el plan y qué signos debían hacerse con los de la ciudadela. A continuación, fueron rápidamente rescatados y enviados de vuelta. Su siguiente paso fue ir a Siracusa, donde se alojaban algunos de los refugiados, y entrevistarse con Escipión. Le contaron lo que los prisioneros les habían prometido hacer y que consideraban que existía una posibilidad razonable de éxito. Dos tribunos militares, Marco Sergio y Publio Matieno, les acompañaron de vuelta a Regio con órdenes de tomar tres mil hombres de la guarnición y marchar a Locri. Se enviaron también instrucciones escritas al propretor Quinto Pleminio para que tomara el mando de la expedición.
Las tropas salieron de Regio portando con ellas escalas construidas especialmente para alcanzar la elevada altura de la ciudadela; sobre la medianoche llegaron al lugar desde el que debían dar la señal convenida. Los conspiradores estaban atentos a la misma y, cuando observaron la señal, dejaron caer escalas que habían fabricado con tal propósito; de esta manera, los asaltantes pudieron subir por diferentes sitios al mismo tiempo. Antes de que se diera la alarma, atacaron a los hombres de guardia que, no sospechando ningún peligro, estaban dormidos. Sus gemidos de muerte fueron los primeros sonidos que se escucharon, luego se produjo el desánimo de hombres súbitamente despertados y que no sabían la causa del tumulto; por fin, al darse cuenta, despertaron a los demás y cada hombre gritó «¡Alarma; el enemigo está en la ciudadela y están matando a los centinelas!» con más fuerza que los demás. Los romanos, superados ahora en número, habrían resultado vencidos si los gritos de los que estaban fuera no hubiesen desconcertado a la guarnición, pues la confusión y el miedo de un asalto nocturno hacían parecer todo más terrible. Los cartagineses, en su temor, imaginaron que la ciudadela estaba ocupada por el enemigo y, abandonando toda resistencia, huyeron a la otra ciudadela que se encuentra no muy lejos de la primera. La ciudad en sí, que se extendía entre las dos como premio por la victoria, estaba ocupada por la población. Se efectuaban salidas desde cada ciudadela y escaramuzas todos los días. Quinto Pleminio mandaba la guarnición romana; Amílcar, la cartaginesa. Se aumentó el número de cada parte mediante refuerzos procedentes de las posiciones próximas. Por fin, el propio Aníbal se puso en marcha y los romanos no se hubieran podido sostener si la población, amargada por la tiranía y rapacidad de los cartagineses, no se hubiera puesto de su lado.
[29.7] Cuando llegó noticia a Escipión de la grave situación en Locri y de la aproximación de Aníbal, temió por la guarnición, que correría gran peligro por la dificultad de la retirada. Dejando a su hermano Lucio al mando de un destacamento en Mesina, partió en cuanto cambió el sentido de la marea y pudo salir a su favor. Aníbal había llegado al río Buloto, en un punto no muy lejos de Locri, y desde allí había enviado instrucciones a Amílcar ordenándole lanzar un violento ataque contra romanos y locrios, mientras que él mismo lanzaba un asalto por el lado opuesto de la ciudad, que quedaría desguarnecida mientras la atención de todos se concentraba en el ataque que Amílcar estaba efectuando. Llegó ante la ciudad al amanecer y se encontró el combate ya iniciado, pero al no haber llevado escalas de asalto con las que asaltar las murallas, no se limitó a la ciudadela, donde sus hombres, apiñados, se impedirían los movimientos unos a otros. Después de dar órdenes para que se apilase el equipaje de los soldados, mostró su ejército formado en orden de batalla con objeto de intimidar al enemigo. Mientras se disponían escalas y se preparaban para lanzar un asalto, él cabalgó alrededor de las murallas con sus númidas para ver por dónde se haría mejor la aproximación. A medida que avanzaba hacia la muralla, uno de los que estaban cerca de él resultó alcanzado por un escorpión y, alarmado por el peligro al que estaban expuestos sus hombres, ordenó que se tocara retirada y se fortificó en una posición bastante más allá del alcance de los proyectiles. La flota romana llegó de Mesina lo bastante temprano como para que toda la fuerza pudiera desembarcar y entrar en la ciudad antes del anochecer. Al día siguiente, los cartagineses comenzaron los combates contra la ciudadela mientras que Aníbal avanzaba hacia las murallas con las escalas de asalto y todo el resto de aparatos dispuestos para el mismo. De repente, una puerta se abrió de golpe y los romanos salieron contra ellos, ejecutando la última cosa que esperaba. En su carga por sorpresa dieron muerte a unos doscientos, y Aníbal, viendo que el cónsul en persona estaba al mando, retiró el resto de sus fuerzas al campamento. Envió un mensaje a los de la ciudadela diciéndoles que debían procurar su propia seguridad. Durante la noche levantó el campamento y se fue, y los hombres en la ciudadela, después de incendiar sus cuarteles para retrasar cualquier persecución con la confusión así creada, siguieron y alcanzaron a su cuerpo principal con una velocidad que se parecía mucho a una huida.
[29.8] Cuando Escipión descubrió que la ciudadela había sido evacuada y abandonado el campamento, convocó a los locrios a una asamblea y les reprochó con gravedad su deserción. Los autores de la revuelta fueron ejecutados y sus bienes conferidos a los jefes del otro partido, como recompensa por su excepcional lealtad a Roma. En lo referente al status político de Locri, dijo que no lo cambiaría; deberían enviar representantes a Roma y aquello que el Senado considerase conveniente, sería su destino. Añadió que estaba bastante seguro de que, si bien se había portado tan mal con Roma, estarían mejor bajo los romanos, indignados como estaban contra de ellos, que bajo sus amigos cartagineses. Dejando el destacamento que había capturado a la ciudadela, con Pleminio al mando, para proteger la ciudad, regresó con las tropas que había traído a Mesina. Después de su deserción de Roma, los locrios se habían encontrado con un trato tan brutal y tiránico por parte de los cartagineses que pudieron soportar los moderados castigos no solo con paciencia, sino casi con alegría. Pero, como sucedió que Pleminio superó a Amílcar, y sus soldados a los cartagineses, en maldad y avaricia, parecía que estaban rivalizando unos con otros en vicios, no en valor. Nada de lo que puede practicar el poder de los fuertes dejó de ser hecho contra los débiles e indefensos habitantes de la ciudad por el comandante y sus hombres. Fueron infligidos inenarrables atropellos a sus personas, a sus esposas y a sus hijos. Su rapacidad no rehuyó incluso el sacrilegio; no contentos con saquear los demás templos, queda constancia de que pusieron sus manos sobre el tesoro de Proserpina, que siempre había estado intacto, excepto por Pirro, e incluso él devolvió el botín y ofreció una costosa ofrenda para expiar su acto sacrílego. Igual en aquella ocasión la flota del rey fuera arrojada y hecha añicos por la tempestad, no devolviendo ileso a tierra nada más que el sagrado dinero de la diosa, así ahora un desastre de una clase diferente hizo que aquel mismo dinero, que había resultado contaminado por la violación de su templo, llevara a todos a un grado tal de frenesí que los oficiales se volvían contra los oficiales y los soldados contra los soldados vertiendo contra ellos mismo una rabia hostil.
[29,9] Pleminio tenía el mando supremo sobre las tropas que había llevado desde Regio, el resto estaba al mando de los tribunos militares. Uno de sus hombres iba corriendo con una copa de plata que había robado en una casa, y los propietarios iban corriendo tras él. Resultó que se encontró con Sergio y Matieno, los tribunos militares, que ordenaron que se le quitase la copa. Surgió una controversia, se lanzaron gritos furiosos y, al final, se inició un verdadero combate entre los soldados de Pleminio y los de los tribunos militares. Unos primero y otros después, cada uno corría a unirse a su propio grupo, yendo en aumento el número y alboroto de los que luchaban. Los de Pleminio fueron derrotados y corrieron a su comandante quejosos y enfadados, mostrándole sus heridas y las armaduras manchadas de sangre, y repitiendo las palabras insultantes hacia él que se habían empleado en la pelea. Enfureció, y saliendo a la carrera de su casa convocó ante él a los tribunos militares y ordenó que se les desnudara y se trajesen varas para azotarlos. Esto llevó algún tiempo, ya que lucharon y pidieron ayuda a sus hombres, que, excitados por su reciente victoria, llegaron corriendo desde todas partes como si hubieran sido convocados a las armas para repeler un ataque. Cuando vieron a las personas de sus tribunos efectivamente ultrajadas por los azotes, se encendieron con una ira irrefrenable y, sin el menor respeto por la majestad del cargo ni la menor humanidad, maltrataron groseramente a los lictores, separaron al general de sus hombres y, rodeándole, le cortaron la nariz y las orejas dejándole medio muerto. De todo esto se informó a Escipión en Mesina, que unos días más tarde llegó a Locri en una nave con seis órdenes de remeros [llamadas hexeris.-N. del T.], llevando a cabo una investigación formal sobre las causas de los disturbios. Pleminio fue absuelto y retuvo su mando, los tribunos fueron declarados culpables y encadenados para ser enviados a Roma. Escipión regresó a Mesina y desde allí partió hacia Siracusa. Pleminio estaba fuera de sí de rabia. Consideraba que Escipión había tratado sus ofensas demasiado a la ligera y que el único hombre que podía decidir la pena era el que había sufrido el ultraje. Los tribunos fueron arrastrados ante él y, después de someterlos a todas las torturas que el cuerpo humano puede soportar, fueron ejecutados. Ni siquiera entonces quedó saciada su crueldad y ordenó que los cuerpos quedasen insepultos. Ejecutó la misma salvaje crueldad con los ciudadanos más destacados de Locri, de quienes supo que fueron a quejarse a Escipión de su mala conducta. Las pruebas de su lujuria y codicia, que ya había dado entre los aliados de Roma, se multiplicaron entonces por su ira, recayendo la vergüenza y el odio que provocaron no solo sobre él, sino también sobre su comandante en jefe.
[29.10] Se acercaba la fecha de las elecciones cuando se recibió una carta del cónsul Publio Licinio. Decía en ella que él y su ejército estaban sufriendo una grave enfermedad y que no habrían podido sostener su posición si al enemigo no le hubiera visitado también con una gravedad igual o incluso mayor. Como, por lo tanto, no podría venir, si el Senado lo aprobaba él nombraría dictador a Quinto Cecilio Metelo para que celebrase las elecciones. Sugirió que sería conveniente para el interés público que se disolviera el ejército de Quinto Cecilio, pues no había utilidad inmediata para él ahora que Aníbal había marchado a sus cuarteles de invierno y que la epidemia había atacado su campamento con tal violencia que, a menos que se dispersaran pronto, a juzgar por las apariencias no quedaría vivo ni un solo hombre. El Senado autorizó al cónsul para que tomase las medidas que, en conciencia, considerara más convenientes para la república. Por aquel entonces, los ciudadanos estaban afectados por un asunto religioso que había surgido últimamente. Debido a la inusual cantidad de lluvias de piedras caídas durante el año, se habían consultado los libros sibilinos y se habían descubierto ciertos versos oraculares que anunciaban que siempre que un enemigo extranjero llevase la guerra a Italia, se le podría expulsar y vencer si la imagen de la Madre del Ida fuese traída desde Pesino a Roma [Mater Idaea, en el original latino: Cibeles, la Gran Madre, cuyo gran santuario estaba en Pesinunte, en el monte Ida, cercano de Troya de donde, no se olvide, se hacían proceder los romanos; este constituyó el primer culto oriental en penetrar en Roma.-N. del T.]. El descubrimiento, por los decenviros, de esta profecía provocó la mayor de las impresiones en los senadores, debido a que la delegación que había llevado la ofrenda a Delfos informó a su regreso de que, cuando sacrificaron a Apolo Pitio, los indicios presentes en las víctimas resultaron totalmente favorables; además, la respuesta del oráculo lo fue en el sentido de que esperaba a Roma una victoria mucho mayor que aquella por la que se llevaban aquellos despojos a Delfos. Consideraban que aquellas esperanzas se veían así confirmadas por la acción de Escipión al solicitar África como su provincia, como si tuviera el presentimiento de que esto daría fin a la guerra. Por lo tanto, con el fin de asegurar cuanto antes la victoria que tanto los hados, los augurios y los oráculos anunciaban por igual, dieron en pensar la mejor manera de transportar la diosa a Roma.
[29,11] Hasta ese momento, el pueblo romano no tenía aliadas entre las ciudades de Asia. No habían olvidado, sin embargo, que cuando estaban sufriendo una grave epidemia enviaron a buscar a Esculapio de Grecia, a pesar de que no tenían ningún tratado con aquel país; ahora que el rey Atalo había firmado con ellos una liga de amistad contra su común enemigo, Filipo, esperaban que este haría todo lo posible en interés de Roma. Así pues, decidieron enviarle una embajada; los escogidos con aquel propósito fueron Marco Valerio Levino, que había sido cónsul dos veces y también había estado a cargo de las operaciones en Grecia, Marco Cecilio Metelo, un ex-propretor, Servio Sulpicio Galba, antiguo edil, y dos antiguos cuestores, Cneo Tremelio Flaco y Marco Valerio Faltón. Se dispuso que debían navegar con cinco quinquerremes, a fin de que pudieran presentar un aspecto digno del pueblo de Roma en su visita a aquellos Estados que debían ser favorablemente impresionados con la grandeza del nombre romano. En su camino a Asia, los legados desembarcaron en Delfos, marchando de inmediato a consultar el oráculo y saber qué esperanzas tenían ellos y su patria respecto al cumplimiento de su deber. La respuesta que, según se dice, recibieron fue que alcanzarían su objetivo mediante el rey Atalo, y que cuando hubieran transportado la diosa a Roma deberían procurar que el mejor y más noble hombre de Roma le diera hospitalidad. Marcharon a la residencia real de Pérgamo, y aquí el rey les dio una cordial bienvenida y los condujo a Pesinunte, en Frigia. Luego les entregó la piedra sagrada que los nativos decían que era «la Madre de los Dioses» y les pidió que la llevaran a Roma. Marco Valerio Faltón fue enviado por delante para anunciar que la diosa estaba en camino, y que el mejor y más noble hombre de Roma debía ir a recibirla con todos los honores debidos. El cónsul al mando en el Brucio designó dictador a Quinto Cecilio Metelo para que celebrase las elecciones, disolviendo su ejército; Lucio Veturio Filón fue nombrado jefe de la caballería. Los nuevos cónsules fueron Marco Cornelio Cétego y Publio Sempronio Tuditano; este último fue elegido en su ausencia, pues estaba al mando de Grecia. Luego siguió la elección de los pretores, siendo elegidos Tiberio Claudio Nerón, Marco Marcio Ralla, Lucio Escribonio Libón y Marco Pomponio Matón. Cuando las elecciones hubieron finalizado, el dictador renunció a su cargo. Los juegos romanos se celebraron tres veces y los Juegos Plebeyos, siete. Los ediles curules fueron los dos Cornelios, Cneo y Lucio. Lucio estaba a cargo de la provincia de Hispania; fue elegido en su ausencia, y aunque ausente, ejerció este cargo. Tiberio Claudio Aselo y Marco Junio Peno fueron los ediles plebeyos. El templo de Virtus, cerca de la puerta Capena fue dedicado este año por Marco Marcelo, habiendo sido prometido por su padre en Casteggio [la antigua Clastidium.-N. del T.], en la Galia, diecisiete años antes. Marco Emilio Regilo, flamen de Marte, murió este año.
[29,12] Durante los últimos dos años, se había prestado poca atención a los asuntos en Grecia. Como resultado de ello, Filipo, viendo que los etolios habían sido abandonados por los romanos, los únicos de los que esperaban ayuda, les obligó a pedir la paz y a aceptar sus términos. De no haber dedicado todas sus energías a conseguir este resultado lo antes posible, sus operaciones contra ellos habrían sido interrumpidas por el procónsul Publio Sempronio, que había sustituido a Sulpicio y mandaba una fuerza de diez mil infantes, mil jinetes y treinta y cinco buques de guerra, un contingente considerable que llevar en auxilio de nuestros aliados. Apenas se había concluido la paz cuando llegaron al rey noticias de que los romanos estaban en Dirraquio [Dürres, en la actual Albania.-N. del T.] y que las tribus partinas y otras vecinas se habían levantado y estaban sitiando Krotine [la antigua Dimallum.-N. del T.]. Los romanos habían desviado sus fuerzas hacia este lugar, en vez de marchar hacia los etolios, como muestra de descontento por haber estos firmado la paz con el rey en contra de la alianza que mantenían y sin su consentimiento. Al tener noticia de esto Filipo, ansiando impedir que aquellos derivase en una sublevación mayor, marchó apresuradamente hacia Apolonia. Sempronio se había retirado a este lugar después de enviar a Letorio, con parte de sus fuerzas y quince de los buques a Etolia para comprobar cómo estaban las cosas allí y, si era posible, perturbar la paz. Filipo asoló el territorio alrededor de Apolonia y llevó sus fuerzas hasta la ciudad con objeto de ofrecer combate a los romanos. Sin embargo, como vio que se mantenían dentro de sus murallas, y dudando sobre su capacidad para atacar la plaza, se retiró a su reino. Un motivo adicional para su retirada era su deseo de firmar la paz con ellos como lo había hecho con los etolios; o si no la paz, en todo caso, una tregua, por lo que evitó irritarlos con más hostilidades.
Los epirotas, para entonces, estaban ya cansados de la prolongada guerra; tras sondear a los romanos enviaron emisarios a Filipo con propuestas para un acuerdo general y asegurándole que no cabía duda en cuanto a su firma si conferenciaba con Sempronio. El rey no era en absoluto contrario a la propuesta y consintió a visitar el Épiro. Finiq, una importante ciudad del Épiro [la antigua Fénice.-N. del T.], fue elegida como el lugar de reunión, y allí el rey, después de una entrevista preliminar con Aeropo, Dardas y Filipo, pretores de los epirotas, se reunió con Sempronio. Estuvieron presentes en la conferencia Aminandro, rey de los Atamanos, así como los magistrados de los epirotas y acarnanes. El magistrado epirota, Filipo, abrió el debate apelando al rey y al general romano para que pusieran fin a la guerra en consideración a los epirotas. Las condiciones de la paz, según declaró Sempronio, eran que los partinos, junto a las ciudades de Krotine, Bargulo y Eugenio debían pasar a dominio de Roma; Atintania sería para Macedonia si los embajadores de Filipo lograba que el Senado sancionara el acuerdo. Cuando quedaron acordados los términos, el rey incluyó a Prusias, rey de Bitinia, y a los aqueos, beocios, tesalios, acarnanes y epirotas como partes del acuerdo Los romanos, por su parte, extendieron sus disposiciones a los Ilienses, al rey Atalo, a Pleurato, a Nabis, tirano de los lacedemonios, a los eleos, a los mesenios y a los atenienses. Se pusieron luego por escrito las cláusulas y se sellaron debidamente. Se acordó un armisticio de dos meses, para permitir que los embajadores enviados a Roma obtuvieran de la Asamblea la ratificación del tratado. Todas las tribus votaron a favor, contentas de verse relevadas en aquel momento de la presión de otras guerras, ahora que sus esfuerzos se dirigían a África. Tras concluirse la paz, Publio Sempronio partió hacia Roma para asumir los deberes de su consulado.
[29,13] Publio Sempronio y Marco Cornelio se hicieron cargo de su consulado en el decimoquinto año de la guerra púnica -204 a.C.-. A este último se le decretó la provincia de Etruria junto con el ejército que allí estaba; Sempronio recibió el Brucio y tuvo que alistar nuevas tropas. De los pretores, Marco Marcio se encargó de la pretura urbana, Lucio Escribonio de la peregrina y la administración de la Galia; Sicilia recayó sobre Marco Pomponio Matón y Cerdeña sobre Tiberio Claudio Nerón. Publio Escipión vio ampliado su mandato durante doce meses con el ejército y la flota que ya tenía. Publio Licinio debía permanecer en el Brucio con dos legiones, hasta el cónsul considerase conveniente que mantuviera allí su mando. Marco Livio y Espurio Lucrecio también mantendrían las legiones con las que habían estado protegiendo la Galia contra Magón. Cneo Octavio había de entregar su legión y el mando de Cerdeña a Nerón, y hacerse cargo de una flota de cuarenta buques para la protección de la costa, dentro de los límites fijados por el Senado. Los restos del ejército de Cannas, que ascendían a dos legiones, fueron asignados a Marco Pomponio, el pretor al mando de Sicilia. Tito Quincio debía mantener Tarento y Cayo Hostilio Túbulo guardaría Capua, con las guarniciones existentes y ambos con rango de propretor. Con respecto a Hispania, se dejó al pueblo que decidiera sobre los dos procónsules que se debían enviar a aquella provincia, siendo unánimes al retener allí al mando a Lucio Cornelio Léntulo y Lucio Manlio Acidino. Los cónsules procedieron al alistamiento, según lo ordenado por el Senado, con el propósito de reclutar nuevas legiones para el Brucio y completar los demás ejércitos hasta su total de efectivos.
[29,14] A pesar de que África no había sido colocada oficialmente entre las provincias -los senadores, creo yo, lo mantuvieron en secreto para evitar que los cartagineses obtuviesen la información de antemano-, los ciudadanos esperaban que África sería aquel año el escenario de las hostilidades y que el final de la Segunda Guerra Púnica no estaría lejos. En tal estado de excitación mental, los pensamientos de los hombres se llenaban de superstición y al estar dispuestos a dar crédito a los anuncios de portentos, hacían que aumentase su número. Se dijo que habían sido vistos dos soles; hubo intervalos de luz diurna durante la noche; en Sezze se vio cruzar un cometa de este a oeste; una puerta en Terracina y, en Anagni, una puerta y varias porciones de la muralla, fueron golpeadas por un rayo; en el templo de Juno Sospita, en Lanuvio, se escuchó un estrépito al que siguió un terrible fragor. Para expiar estos portentos se ofrecieron rogativas especiales durante un día completo, y como consecuencia de una lluvia de piedras se observaron solemnemente nueve días de oraciones y sacrificios. La discusión sobre recepción debida a la Madre Idea también era objeto de discusión. Marco Valerio, el miembro de la delegación que había adelantado su llegada, había informado que estaría en Italia casi de inmediato, y un mensajero recién llegado había traído la noticia de que ya estaba en Terracina. La atención del Senado estaba centrada en una cuestión de no poca importancia, pues tenían que decidir quién era el mejor hombre de todos los ciudadanos. Cada cual consideraba que el ganar esta distinción para sí mismo sería una auténtica victoria, muy superior a cualquier cargo oficial o distinción honorífica que pudieran conferir tanto patricios como plebeyos. De todos los grandes y buenos hombres de la República, se consideró como el mejor y más noble a Publio Escipión, el hijo del Cneo Escipión que había caído en Hispania; un joven aún no lo bastante mayor como para ser cuestor. De haberlo dictado los autores que vivieron más próximos a aquellos días, me habría encantado registrar para la posterior aquellos de sus méritos que indujeron al Senado a llegar a tal conclusión. Así pues, no interpondré mis conjeturas en una materia oculta en las nieblas de la antigüedad.
Se ordenó a Publio Escipión que fuese a Ostia, acompañado por todas las matronas, para recibir a la diosa. La recogería conforme abandonase la nave y, al llegar a tierra, debía ponerla en manos de las matronas que debían llevarla a su destino. Tan pronto se divisó el barco en la desembocadura del Tíber, se hizo a la mar según sus instrucciones, recibió la diosa de las manos de sus sacerdotisas, y la trajo a tierra. Allí fue recibida por las importantes matronas de la Ciudad, entre las cuales el nombre de Claudia Quinta destacaba por su excelencia. Según el relato tradicional, su reputación había sido dudosa anteriormente, pero su función sagrada la rodeó con un halo de castidad a los ojos de la posteridad. Las matronas, cada una tomando su turno para llevar la imagen sagrada, trasladaron a la diosa al interior del templo de la Victoria, en el Palatino. Todos los ciudadanos acudieron a su encuentro; en las calles por donde se la llevaba fueron colocados incensarios quemando incienso delante de las puertas, surgiendo de todos los labios una oración para que ella, por su propia y libre voluntad, se complaciera en entrar en Roma. El día en que este evento se llevó a cabo fue el 12 de abril, y se observó como festivo; el pueblo llegó en masa a hacer sus ofrendas a la deidad; se celebró un lectisternio y quedaron constituidos los juegos que posteriormente serían conocidos como Megalesios [o sea, en griego, en honor a la Megále Mater, Gran Madre.-N. del T.].
[29.15] Mientras se adoptaban las medidas para completar las plantillas de las legiones en las provincias, algunos de los senadores sugirieron que había llegado el momento de no tolerar más ciertas cosas que, si bien se habían adoptado en un momento de emergencia crítica, resultaban intolerable ahora que, gracias a la bondad de los dioses, habían desaparecido sus temores. En medio de la atención de la Cámara manifestaron que «las doce colonias latinas que rehusaron proporcionar soldados cuando Quinto Fabio y Quinto Fulvio eran nuestros cónsules, han disfrutado en los últimos seis años de una exención de servicios militares, como si se les hubiera concedido a modo de honor o distinción. Mientras tanto, nuestros buenos y fieles aliados, como recompensa por su fidelidad y devoción, se han agotado por completo con los reclutas que han efectuado año tras año». Estas palabras no solo volvieron a la memoria del Senado un hecho que casi habían olvidado, sino que excitó su ira. En consecuencia, insistieron llevar esto en primer lugar ante la Cámara, que promulgó el siguiente decreto: «Los cónsules convocarán en Roma a los magistrados y diez notables de cada colonia ofensora, a saber: Nepi, Sutri, Ardea, Calvi Risorta, Alba, Carseoli, Sora, Suessa, Sezze, Cercei, Narni e Interamna Sucasina. Ordenarán a cada colonia que suministre un contingente de infantería el doble de numeroso del mayor que hubieran alistado desde que los cartagineses aparecieron en Italia, además de ciento veinte de caballería. En caso de que alguna colonia no pudiera completar el número requerido de hombres a caballo, se les permitiría sustituir cada soldado de caballería faltante con tres de infantería. Tanto la caballería como la infantería debían elegirse de entre los ciudadanos más ricos, y se enviarían allá donde se precisasen refuerzos fuera de los límites de Italia. Si alguna de ellas se negase a cumplir con esta demanda, ordenamos que los magistrados y representantes de esa colonia sean detenidos, y que no se les conceda audiencia del Senado hasta que no hayan cumplido con lo que se les exige. Además de estos requerimientos, se impondrá a estas colonias un impuesto de un as por cada mil, pagadero anualmente, practicándose un censo según las leyes determinadas por los censores, rigiendo las mismas que para el pueblo de Roma. Los censores romanos debían proporcionar a los censores de las colonias el conjunto de instrucciones preciso, y estos últimos debían llevar sus cuentas juradas a Roma antes de abandonar el cargo».
En cumplimiento de esta resolución del Senado, fueron convocados a Roma los magistrados y los notables de esas colonias. Cuando los cónsules les ordenaron proporcionar los suministros necesarios de hombres y dinero estallaron en fuertes y rabiosas protestas. Era imposible, dijeron, alistar tantos soldados y ya tendrían la mayor de las dificultades en conseguir el número anterior. Rogaron que se les permitiera comparecer y defender su causa ante el Senado, y protestaban diciendo que no habían hecho nada que justificase que debieran morir. Pero, incluso si eso significaba la muerte para ellos, ninguna culpa de la que fueran culpables y ninguna amenaza por parte de Roma le podría hacer alistar más hombres de los que tenían. Los cónsules fueron inflexibles y ordenaron a los representantes que permanecieran en Roma mientras los magistrados regresaban a sus casas para reclutar los hombres. Se les dijo que, a menos que llevasen a Roma el número requerido de hombres, el Senado no les concedería audiencia. Como no había ninguna esperanza de acercarse al Senado y pedir un trato más favorable, procedieron al alistamiento en las doce colonias, no presentando este ninguna dificultad debido al aumento en el número de hombres en edad militar después del largo periodo de exención.
[29.16] Otra cuestión, que se había perdido de vista durante un período de tiempo similar, fue planteada por Marco Valerio Levino. Era justo y apropiado, dijo, que se devolvieran las sumas aportadas por los particulares en el año en que él y Marco Claudio fueron cónsules. Nadie debía sorprenderse de que él estaba particularmente interesado en que la república cumpliera honorablemente con sus compromisos, pues, aparte del hecho de que concernía especialmente al cónsul de aquel año, fue él mismo quien abogó por aquellas contribuciones en un momento en que el tesoro estaba exhausto y los plebeyos no podían pagar su impuesto de guerra. Los senadores se alegraron de que se les recordara el incidente y se encargó a los cónsules que presentaran una resolución para su discusión. Estos emitieron un decreto para que los préstamos fuesen pagados en tres plazos; el primero, inmediatamente por los cónsules entonces en ejercicio; el segundo y tercero por los cónsules que estuviesen en activo a los dos y cuatro años, respectivamente. Posteriormente, se presentó un asunto que anuló cualquier otro interés, a saber, el terrible estado de cosas en Locri. Hasta ese momento nada se había oído de esto, pero desde la llegada de los delegados se había vuelto de general conocimiento. Se sintió una profunda ira por la criminal conducta de Pleminio, pero aún más por la ambición y negligencia mostradas por Escipión. Diez embajadores de Locri, presentando una imagen de dolor y miseria, se acercaron a los cónsules, que se encontraban en sus tribunales en el Comicio, y llevando al modo griego ramas de olivo como símbolo de los suplicantes, se postraron en el suelo con lágrimas y gemidos. En respuesta a la pregunta de los cónsules en cuanto a quiénes eran, dijeron que eran locrios y que habían sufrido a manos de Pleminio y sus soldados romanos tal trato como ni el pueblo romano desearía ver sufrir a los cartagineses. Anhelaban el permiso para comparecer ante el Senado y mostrar su dolorosa historia.
[29.17] Se les concedió audiencia y el embajador de más edad se dirigió al Senado en los siguientes términos: «La importancia que otorguéis a nuestras quejas, senadores, dependerá en gran medida, lo sé muy bien, de que tengáis conocimiento preciso de las circunstancias bajo las que Locri fue entregada a Aníbal y, después de que fuera expulsada su guarnición, cómo regresamos nuevamente bajo vuestra soberanía. Pues si nuestro senado y pueblo no fueron en ningún caso responsables de la deserción, y se puede demostrar que nuestro regreso a vuestra obediencia se produjo no sólo con nuestro pleno consentimiento, sino también por nuestro propio esfuerzo y valor, sentiréis entonces la mayor indignación por tales vergonzosos ultrajes, infligidos por vuestro magistrado y soldados contra buenos y fieles aliados. Creo, sin embargo, que debemos posponer para otro momento la explicación sobre nuestro doble cambio de bando, por dos razones. Una de ellas es que el asunto debiera ser discutido cuando esté presente Publio Escipión, pues él retomó Locri y fue testigo de todos nuestros actos, tanto buenos como malos; la otra razón es que, por malos que pudiéramos ser, no habríamos sufrido como lo hemos hecho. No negamos, senadores, que cuando tuvimos la guarnición cartaginesa en la ciudadela hubimos de someternos a muchos actos de insolencia y crueldad a manos de Amílcar y sus númidas y africanos, ¿pero qué era aquello comparado con lo que está pasando hoy en día? Os ruego, senadores, que no os ofendáis por lo que a regañadientes me veo obligado a decir. El mundo entero está esperando con ferviente expectación para ver si seréis vosotros o los cartagineses los amos del orbe. Si la elección entre la supremacía romana y púnica dependiera de la forma en que los cartagineses nos han tratado a los locrios en comparación con lo que estamos sufriendo hoy de vuestros soldados, no hay ni uno de nosotros que no prefiriera su gobierno al vuestro. Y, sin embargo, a pesar de todo esto, ved cuáles han sido nuestros sentimientos hacia vosotros. Cuando estábamos sufriendo comparativamente menores ofensas de los cartagineses, nos dirigimos a vuestro comandante; ahora que sufrimos de vuestras tropas peores injurias que cualquiera que nos hubiera infligido el enemigo, es ante vosotros, y ante nadie más, donde exponemos nuestras quejas. Si vosotros, senadores, no dirigís vuestra mirada sobre nuestras miserias, nada nos quedará excepto rezar a los mismos dioses inmortales».
“Quinto Pleminio fue enviado con un destacamento de tropas para recuperar Locri de los cartagineses, permaneciendo con ellas en la ciudad. En este general vuestro -lo extremo de la miseria me da el valor para hablar libremente- nada tiene de humano excepto su faz y apariencia, no hay rastro de un romano excepto en su vestir y lenguaje; es una bestia salvaje, un monstruo como esos legendarios, que rondan las aguas que nos separan de Sicilia, para destrucción de los marinos. Si se hubiera contentado con llevar su propia infamia, villanía y rapacidad sobre vuestros aliados, podríamos haber llenado este abismo, por profundo que fuese, con paciente resistencia; pero tal como han sido las cosas, se ha mostrado tan ansioso por difundir su libertinaje y maldad tan indiscriminadamente que ha convertido a cada centurión y a cada soldado en un Pleminio. Todos roban por igual, saquean, golpean, hieren, matan, ultrajan a las matronas, doncellas y niños, a quienes arrancan de brazos de sus padres. Cada día es testigo de un nuevo terror, un nuevo saqueo de nuestra ciudad; en todas partes, día y noche, se repite el eco de los gritos de las mujeres secuestradas y raptadas. Cualquiera que sepa lo que está pasando podría preguntarse cómo somos capaces de soportarlo todo, o por qué no se han cansado de vuestros crímenes. No entraré en detalles, ni tampoco merece la pena escuchar lo que cada uno de nosotros ha sufrido; pero os daré una descripción general. Me atrevo a afirmar que no hay una sola casa en Locri, ni un solo individuo, que haya escapado de los malos tratos; no hay forma de maldad, lujuria o codicia que no se haya practicado sobre todo aquel que fuese víctima apropiada. Es difícil decidir cuál es la mayor desgracia para una ciudad, si la de ser capturada por el enemigo en la guerra o la de ser aplastados por la fuerza y la violencia de un tirano sanguinario. Todos los horrores que conlleva la captura de una ciudad hemos sufrido y seguimos sufriendo con el máximo rigor; todas las torturas que infligen los tiranos despiadados y crueles a sus oprimidos súbditos, nos las ha infligido Pleminio a nosotros, a nuestros hijos y a nuestras esposas».
[29,18] «Hay un asunto sobre el que nuestros sentimientos religiosos nos obligan a presentar una queja en especial, y nos daremos por satisfechos si, después de escuchar lo ocurrido y así lo decidís, tomáis medidas para limpiar vuestra república de la contaminación del sacrilegio. Hemos visto con qué cuidado piadoso adoráis no solo a vuestros dioses, sino que incluso reconocéis a los de las demás naciones. Hay ahora en nuestra ciudad un santuario consagrado a Proserpina, y creo que algunos rumores sobre la santidad de ese templo llegaron a vuestros oídos durante vuestra guerra contra Pirro. En su viaje de regreso desde Sicilia, tocó tierra en Locri y añadió, a las atrocidades que había cometido contra nosotros por nuestra lealtad hacia vosotros, el saqueo del tesoro de Proserpina, intactos hasta aquel día. Puso el dinero a bordo de su flota y continuó su viaje por tierra. ¿Qué ocurrió, senadores? Pues que al día siguiente una terrible tormenta hizo añicos su flota y los barcos que transportaban el oro sagrado fueron arrojados a tierra, sobre nuestras costas. Convencido por este gran desastre de que, a fin de cuentas, existían realmente los dioses, el arrogante monarca impartió órdenes para que se recogiera todo el dinero y se llevase de vuelta al tesoro de Proserpina. A despecho de esto, nada le fue bien después; fue expulsado de Italia y, en un intento temerario por entrar en Argos durante la noche, se encontró con una muerte innoble y deshonrosa. Vuestro general y los tribunos militares han oído hablar de este incidente, y de muchos otros que se les contaron, no tanto para aumentar la sensación de temor como para dar pruebas de la potencia directa y manifiesta de la diosa, un poder que nosotros y nuestros ancestros hemos experimentado muchas veces. A pesar de ello, osaron poner las manos sacrílegas sobre ese tesoro inviolable, haciendo recaer sobre ellos mismos, sus casas y vuestros soldados la culpa de su profanador saqueo. Os imploramos por tanto, senadores, por todo lo que os es sagrado, que no empleéis a estos hombres en ningún servicio militar hasta que hayan expiado su crimen, para que su sacrilegio no sea expiado, no ya solo por su sangre, sino también por desastres de la república”.
“Ni siquiera ahora tarda la ira de la diosa en visitar a vuestros oficiales y soldados. Se han enfrentado con frecuencia en batallas campales; Pleminio mandando un bando y los tribunos militares el otro. Han combatido unos contra otros entre sí tan furiosamente como nunca han luchado contra los cartagineses; y en su frenesí, han dado ocasión a Aníbal para recuperar Locri, si no hubiéramos avisado a Escipión. No creáis que mientras la culpa del sacrilegio conduce a los hombres a la locura, la diosa no manifestará su ira castigando también a los jefes. Justamente aquí es donde más claramente se manifiesta. Los tribunos fueron azotados con varas por su oficial superior; después, fue sorprendido por ellos y, además de ser herido por todas partes, le cortaron la nariz y las orejas y fue dejado por muerto. Al final, recuperándose de sus heridas, encadenó a los tribunos y después, tras azotarlos y someternos a las torturas que le infligen a los esclavos, los ejecutó y una vez muertos impidió que fuesen enterrados. De esta manera castiga la diosa a los saqueadores de su templo, ni dejará de vejarlos con toda clase de locura hasta que el tesoro sagrado sea nuevamente depositado en el santuario. Cierta vez, cuando nuestros antepasados se vieron apretados durante la guerra contra Crotona, decidieron, como el templo estuviese fuera de los muros de la ciudad, trasladar a esta el tesoro. Una voz se escuchó en la noche, procedente del santuario, profiriendo una advertencia: «¡No pongáis la mano sobre él! ¡La diosa protegerá su templo». Disuadido por el temor religioso de mover el tesoro, quisieron construir una muralla alrededor del templo. Después de haber progresado un tanto su construcción, se derrumbó repentinamente. A menudo en el pasado ha protegido la diosa su templo y la sede de su presencia, o bien, como en la actualidad, se ha cobrado una gran expiación de quienes la han violado. Pero ella no puede vengar nuestros males, ni nadie puede excepto vosotros, senadores; es a vuestro honor al que invocamos y vuestra protección bajo la que buscamos refugio. Permitir que Locri siga bajo aquel general y aquellas fuerzas resulta, por lo que a nosotros respecta, lo mismo que si nos entregaseis a Aníbal y sus cartagineses para que nos castiguen. No os pedimos que aceptéis lo que decimos de inmediato, en ausencia del acusado y sin oír su defensa. Permitid que comparezca, que escuche los cargos contra él y que los refute. Si hay algún delito, de los que un hombre puede ser culpable hacia otro, que ese hombre nos haya ahorrado, estaremos entonces dispuestos a sufrirlo, si está en nuestra mano hacerlo, una vez más, y dispuestos a perdonarle todo mal contra los dioses y los hombres».
[29.19] Al terminar el discurso el embajador, Quinto Fabio le preguntó si habían expuesto sus quejas ante Escipión. Contestaron que le habían enviado una delegación, pero estaba muy ocupado con los preparativos para la guerra y navegando, o a punto de navegar en muy pocos días, hacia África. Habían tenido prueba de la alta estima que por Pleminio tenía su comandante en jefe, pues, tras investigar las circunstancias que había llevado a la disputa entre él y los tribunos militares, Escipión había encadenado a los tribunos y permitido que su subordinado conservase el mando, pese a ser tanto o más culpable. Se les ordenó entonces retirarse, y en la discusión que siguió tanto Pleminio como Escipión fueron severamente criticados por los notables de la Cámara, especialmente por Quinto Fabio. Declaró que Escipión había nacido para destruir toda la disciplina militar. Lo mismo ocurrió en Hispania; más hombres se habían perdido allí durante el motín que en la batalla. Su conducta era la de algún rey extranjero, siendo primero indulgente para con los soldados y luego castigándolos. Fabio concluyó su ataque con la siguiente drástica resolución: «Propongo que Pleminio sea conducido a Roma encadenado para que defienda su causa y, si las acusaciones que los locrios le imputan son justificadas, que se le ejecute en prisión y se confisquen sus bienes. Con respecto a Publio Escipión, que ha abandonado su provincia sin órdenes de hacerlo, propongo que se le llame de vuelta y se traslade a los tribunos de la plebe que presenten ante la Asamblea la propuesta de que se le releve de su mando. En cuanto a los locrios, propongo que se les traiga de vuelta a la Curia y que les aseguremos, en respuesta a su queja, que tanto el Senado como el pueblo desaprueban lo que se ha hecho y que les reconocemos como buenos y fieles aliados y amigos. Y, además, que sus esposas e hijos y todo lo que se les ha quitado les será devuelto, y que todo el dinero sustraído del tesoro de Proserpina será recogido y devuelto el duplo. La cuestión de la expiación debe ser remitida al colegio de pontífices, que deberá decidir qué ritos expiatorios habrán de observarse, qué deidades se deberán propiciar y qué víctimas se deben sacrificar en los casos en que son violados los tesoros sagrados. Los soldados de Locri deben ser trasladados a Sicilia y se deben enviar cuatro cohortes latinas como guarnición de la plaza». Debido a los acalorados debates entre los partidarios de Escipión y sus oponentes, no se pudieron recoger las opiniones ese día. No sólo tenía que soportar el odio por la criminal brutalidad de Pleminio hacia los locrios, sino que se acusaba al comandante de no vestir como un romano y ni siquiera como un militar. Se afirmaba que andaba por el gimnasio con un manto y sandalias griegas, que pasaba el tiempo entre lecturas y la palestra, y que todos los de su personal estaban disfrutando de las atracciones de Siracusa y viviendo una vida semejante de molicie. Que habían perdido por completo de vista a Aníbal y a los cartagineses; que todo el ejército estaba desmoralizado y desmandado; como antes el de Sucro, este ahora de Locri era más temido por sus aliados que por el enemigo.
[29,20] Aunque había bastante verdad en estas acusaciones como para darles un aire de verosimilitud, la opinión de Quinto Metelo logró la mayoría de los apoyos. Aun estando de acuerdo con el resto del discurso de Fabio, discrepaba en lo referente a Escipión. Escipión, dijo, hacía solo unos pocos días que había sido elegido por sus conciudadanos, joven como era, para mandar la expedición que debía recuperar Hispania; y, tras haberla recuperado, fue elegido cónsul para dar término a la guerra púnica. Todas las esperanzas se centraban ahora en él, como el hombre que estaba destinado a someter África y liberar Italia de Aníbal. ¿Cómo -se preguntó-, siendo consecuentes, podrían ellos llamarle perentoriamente, como a otro Pleminio, sin haber escuchado su defensa, y en especial cuando los mismos locrios admitían que las crueldades de las que se quejaban tuvieron lugar cuando Escipión ni siquiera estaba en el lugar y cuando de nada se le podía acusar definitivamente, más allá de una excesiva indulgencia o pundonor para con su subordinado? Presentó una resolución para que Marco Pomponio, el pretor al que había correspondido Sicilia, partiera de su provincia en un plazo de tres días; que los cónsules escogieran a su discreción diez miembros del senado que acompañarían al pretor, así como a dos tribunos de la plebe y a uno de los ediles. Con todos estos como consejeros suyos, debería llevar a cabo una investigación y, si los actos de los cuales los locrios se quejaban, se demostraban haber sido cometidos por orden o con el consentimiento de Escipión, le ordenarían salir de su provincia. Si ya hubiera desembarcado en África, los tribunos y el edil con dos de los diez senadores que el pretor considerase más aptos para la tarea, debían dirigirse allí, los tribunos y el edil para traer de vuelta a Escipión y los dos senadores para tomar el mando del ejército hasta que llegase un nuevo general. Si, por el contrario, Marco M. Pomponio y sus diez consejeros se aseguraban de que lo sucedido no fue por orden ni con la concurrencia de Escipión, este retendría su mando y seguiría la guerra como se había propuesto. Esta resolución, propuesta por Metelo, fue aprobada por el Senado, y se pidió a los tribunos de la plebe que dispusieran quiénes de ellos habrían de acompañar al pretor. El colegio de pontífices fue consultado en cuanto a la expiación necesaria por la profanación y robo del templo de Proserpina. Los tribunos plebeyos que acompañó al pretor fueron Marco Claudio Marcelo y Marco Cincio Alimento. Se les asignó un edil plebeyo, para que en el caso de que Escipión se negara a obedecer al pretor o ya hubiera desembarcado en África, los tribunos pudieran, en virtud de su autoridad sagrada, ordenar al edil que lo arrestara y los trajera de vuelta con ellos. Decidieron ir a Locri primero y luego a Mesina.
[29.21] En cuanto a Pleminio, se cuentan dos historias. Una de ellos reza en el sentido de que, cuando se enteró de la decisión en Roma, partió al exilio en Nápoles y en su camino se encontró con Quinto Metelo, uno de los diez senadores, que lo arrestó y lo llevó de vuelta a Regio. Según la otra, el mismo Escipión mandó un general con treinta de los más nobles jinetes de su caballería [recordemos que aún en aquella época los equites del ejército eran aquellos que pertenecían a aquel orden social que traducimos como caballeros.-N. del T.], encadenando a Pleminio y a los principales instigadores de la sedición. Fueron entregados, por órdenes de Escipión o de sus oficiales, al pueblo de Regio para su custodia. El pretor y el resto de la comisión, a su llegada a Locri, se ocupó en primer lugar de la cuestión religiosa, según sus instrucciones. Se reunió todo el dinero sagrado en posesión de Pleminio y sus soldados, y junto al que ellos habían traído fue depositado en el templo, ofreciéndose después sacrificios expiatorios. Después de esto, el pretor convocó las tropas en asamblea, y emitió una orden del día por la que amenazaba con severos castigos a cualquier soldado que se quedase en la ciudad o que se llevara cualquier cosa que no le perteneciera. Luego, ordenó que se llevasen los estandartes fuera de la ciudad y asentó su campamento en campo abierto. A los locrios se les dio plena libertad para tomar lo que reconocieran como de su propiedad y para que reclamaran lo que no pudiera encontrarse. Sobre todo, insistió en la inmediata restitución de todas las personas libres a sus hogares, cualquiera que dejara de devolverlos sería muy severamente castigado.
El siguiente paso del pretor fue convocar una asamblea de los locrios; aquí anunció que el Senado y el Pueblo de Roma les devolvían su constitución y sus leyes. Quien desease entablar una acción judicial contra Pleminio o contra cualquier otra persona, debería seguir al pretor a Regio. Si deseaban acusar a Escipión, fuera por ordenar o por aprobar los crímenes contra los dioses y los hombres que se habían perpetrado en Locri, debían enviar sus representantes a Mesina, donde, con la ayuda de sus consejeros, practicaría una investigación. Los locrios expresaron su gratitud al pretor y a los demás miembros de la comisión, así como al Senado y al pueblo de Roma. Anunciaron su intención de acusar a Pleminio, pero en cuanto a EscipiónLa pareja anunció su intención de procesar a Pleminio pero, en cuanto a Escipión, «aunque no se haya preocupado mucho por las injurias infligidas a su ciudad, preferían tenerlo más como su amigo que como su enemigo. Estaban convencidos de que no fue ni por orden ni con la aprobación de Publio Escipión que se cometieron aquellos crímenes infames; su culpa era haber depositado demasiada confianza en Pleminio o demasiada desconfianza en los locrios. Algunos hombres eran de tal carácter que, no habiendo cometido un delito, carecen de la resolución para infligir un castigo cuando se han cometido». El pretor y su consejo se sintieron muy aliviados al no tener que llamar a Escipión a declarar; Pleminio y otros treinta y dos fueron encontrados culpables y enviados encadenados a Roma. Después, la comisión marchó donde estaba Escipión para ver con sus propios ojos si había alguna verdad en los rumores generalizados sobre el estilo de vestir de Escipión, su gusto por los placeres y la falta de disciplina militar, para poder informar a Roma.
[29.22] Mientras estaban de camino a Siracusa, Escipión se dispuso a justificarse a sí mismo no con palabras, sino con hechos. Dio órdenes para que todo el ejército se reuniera en Siracusa y para que la flota estuviese dispuesta a la acción, como si se fuese a enfrentar a los cartagineses tanto por tierra como por mar. Cuando la comisión hubo desembarcado, les recibió cortésmente y, al día siguiente, los invitó a contemplar las maniobras de sus fuerzas de tierra y mar; las tropas realizaron sus maniobras, como si estuviesen en una batalla, y los buques participaron en un simulacro de batalla naval. A continuación, el pretor y los comisionados llevaron a cabo una ronda de inspección por los arsenales y almacenes y los demás preparativos para la guerra; la impresión causada por el conjunto y por cada detalle individual fue bastante para convencerlos de que si aquel general y aquel ejército no podían vencer a Cartago, nadie podría. Se le instó a que partiera rumbo a África con la bendición de los dioses y que cumpliera lo más rápidamente posible las esperanzas y expectativas por las que las centurias lo habían elegido cónsul por unanimidad. Marcharon con ánimos tan alegres que parecían estar llevando de vuelta el anuncia de una victoria y no simplemente informando de los magníficos preparativos para la guerra. Pleminio y sus criminales secuaces fueron encarcelados tan pronto llegaron a Roma. Cuando se presentaron por vez primera ante el pueblo, por los tribunos, todos los ánimos estaban tan ocupados por los sufrimientos de los locrios que no hubo lugar alguno a la piedad. Sin embargo, después de haber sido presentados varias veces, los ánimos contra ellos fueron poco a poco menos adversos, la mutilación que había sufrido Pleminio y la ausencia de Escipión, que había sido su amigo, dispusieron al populacho en su favor. Sin embargo, murió en la cárcel antes de que terminara su juicio. Clodio Licinio, en el tercer libro de su Historia Romana, afirma que Pleminio sobornó a algunos hombres para que prendieran fuego a varias partes de la Ciudad durante los Juegos que Escipión el Africano celebraba en cumplimiento de un voto, durante su segundo consulado, para darle una oportunidad de salir de la cárcel y escaparse. El complot fue descubierto y se le trasladó, por orden del Senado, al Tuliano [el Tullianum era una antigua cisterna que estaba situada en un subterráneo del Foro, también se la conoce como Cárcel Mamertina.-N. del T.]. Nada se hizo respecto a Escipión excepto en el Senado, donde todos los comisionados y los tribunos hablaron en términos tan elogiosos sobre el general, su ejército y su flota que el Senado resolvió que la expedición debía partir para África tan pronto pudiera. Se dio permiso a Escipión para que seleccionara, de entre los ejércitos en Sicilia, qué tropas quería llevar con él y cuáles dejaría para guarnecer la isla.
[29,23] Durante estos sucesos en Roma, los cartagineses habían establecido puestos de observación en todos los promontorios y pasaron todo el invierno esperando con inquietud las noticias que transmitían unos espejos colocados allá. Formaron una alianza con el rey Sifax, un paso que consideraban importante contra la invasión, pues con su ayuda el general romano habría podido desembarcar en África; Asdrúbal Giscón, como ya hemos mencionado, tenía lazos de hospitalidad con el rey desde que, a su salida de Hispania, se encontraron Escipión y él en su corte. Hubo conversaciones sobre un lazo más cercano, mediante el matrimonio del rey con una hija de Asdrúbal y, con miras a la concreción de este proyecto y fijar un día para las nupcias -pues la doncella estaba en edad casadera-, Asdrúbal hizo una visita a Sífax. Cuando vio que el príncipe deseaba apasionadamente el enlace -los númidas son, de todos los bárbaros, los más ardientes amantes-, mando traer la muchacha desde Cartago y aceleró la boda. La satisfacción por el enlace se vio acentuada por el hecho de que el rey fortaleció sus lazos con Cartago mediante una alianza política. Se redactó un tratado, y se ratificó bajo juramento, entre Cartago y el rey, en el que las partes contratantes se comprometieron a tener los mismos amigos y los mismos enemigos. Asdrúbal, sin embargo, no había olvidado el tratado que Escipión se había firmado con Sífax, ni el carácter caprichoso e inconstante de los bárbaros con los que había que tratar; su gran temor era si, una vez Escipión desembarcase en África, este matrimonio no resultaría una restricción demasiado ligera para el rey. Así, mientras el rey estaba en los primeros embates de la pasión y obediente a las cariñosas y persuasivas palabras de su esposa, aprovechó la oportunidad para convencer a Sífax de que enviase mensajeros a Escipión aconsejándole que no navegase a África confiando en sus antiguas promesas, pues ahora había emparentado con una familia cartaginesa mediante su matrimonio con la hija de Asdrúbal; Escipión recordaría haber conocido al padre en su corte. Tenían que informar a Escipión de que también había hecho una alianza pública con Cartago y que era su deseo que los romanos condujeran sus operaciones contra Cartago alejados de África, como hasta entonces habían hecho. De lo contrario, él se involucraría en el conflicto y se vería obligado a apoyar a un bando y abandonar su alianza con el otro. Si Escipión se negara a mantenerse alejado de África y condujera su ejército contra Cartago, Sífax se vería en la necesidad de combatir en defensa de su tierra natal y en defensa de la ciudad natal de su esposa, el padre de esta y su hogar.
[29,24] Provistos de estas instrucciones, los enviados del rey se dirigieron a Siracusa para entrevistarse con Escipión. Este reconoció que se le privaba de un apreciable apoyo con el que había esperado contar en su campaña africana, pero decidió enviar inmediatamente de vuelta a los emisarios antes que su misión fuera de conocimiento general. Les dio una carta para el rey en la que le recordaba los lazos personales entre ellos y la alianza que había establecido con Roma, y solemnemente le advirtió en contra de romper los vínculos o violar los solemnes compromisos que había adoptado, ofendiendo así a los dioses que lo habían atestiguado y que les harían justicia. La visita de los númidas no pudo, sin embargo, ser mantenida en secreto, pues paseaban por la ciudad y se les vio en el Pretorio; existía el peligro de que se conociera ampliamente el objeto real de su visita y que el ejército se desanimara ante la perspectiva de tener de combatir contra el rey y contra los cartagineses al mismo tiempo. Para evitar esto, Escipión decidió alejarlos de la verdad ocupando sus mentes con una mentira. Las tropas fueron convocados a una asamblea y Escipión les dijo que ya no debía haber más demora. Los príncipes aliados le insistían para marchar a África lo antes posible; el mismo Masinisa ya había visitado a Lelio para quejarse del modo en que perdían el tiempo, y ahora Sífax había mandado emisarios para expresar su sorpresa por el retraso y para exigir que el ejército fuera enviado a África o, si había algún cambio de planes, que se le informara de ellos para que pudiera tomar medidas para la salvaguardia suya y de su reino. Por tanto, como ya estaban dispuestos todos los preparativos y las circunstancias no admitían más demora, su intención era reunir la flota en Marsala [la antigua Lilibeo.-N. del T.], juntar allí toda su infantería y caballería y, al primer día que se presentara propicio para viajar, darse a la vela hacia África con la bendición de los dioses. Luego escribió a Marco Pomponio para pedirle, si lo creía conveniente, que fuese a Marsala para ponerse de acuerdo sobre qué legiones debían escogerse y cuál debía ser la fuerza total del ejército invasor. También se dieron órdenes por toda la costa para requisar todos los buques y que se trasladasen a Marsala. Cuando se hubieron reunido en Sicilia todas las fuerzas militares y navales, ya no podía la ciudad acomodar a todos los hombres ni el puerto alojar a todos los buques, imponiéndose tal entusiasmo entre todos los rangos que parecía como si en vez de marchar a la guerra fueran a cosechar los frutos de una victoria ya ganada. Este era, particularmente, el caso de los supervivientes de Cannas, que se sentían totalmente confiados en que bajo ningún otro jefe podrían prestar tal servicio a la república que pusiera fin a su ignominiosa condición. Escipión estaba lejos de despreciar a estos hombres; era muy consciente de que la derrota de Cannas no fue provocada por ninguna cobardía por su parte y sabía, también, que no había soldados en el ejército romano que hubiesen tenido tan larga experiencia en toda clase de lucha y en la realización de asedios. Las legiones de Cannas eran la quinta y la sexta. Después de anunciarles que las llevaría con él a África, les pasó revista hombre a hombre, y a quienes no consideró aptos los dejó atrás, sustituyéndolos con los hombres que había traído de Italia. De esta manera, elevó la plantilla de cada legión hasta seis mil doscientos infantes y trescientos caballeros. Escogió también el contingente latino, tanto de a pie como a caballo, de los del ejército de Cannas.
[29.25] En cuanto al número de tropas que embarcaron, existe una considerable divergencia entre los autores. Me encuentro en algunos relatos que ascendían a diez mil de infantería y dos mil doscientos de caballería; en otros dicen que dieciséis mil infantes y mil seiscientos jinetes; y aún otros doblan esta estimación y dan un total de treinta y dos mil entre los de a pie y los de a caballo. Algunos autores no dan ninguna cifra exacta y, en una materia tan incierta, prefiero incluirme entre ellos. Celio declina, es cierto, dar ninguna cifra exacta, pero exagera hasta tal punto que da la impresión de una incontable multitud; los mismos pájaros, dice, cayeron en tierra aturdidos por el griterío de los soldados, y tan poderosa hueste embarcó que parecía como si no fuera a quedar ni un hombre en Italia o Sicilia. Para evitar confusiones, Escipión supervisó el embarque personalmente. Cayo Lelio, que estaba al mando de la flota, había situado previamente a todos los marineros en sus puestos y los mantuvo allí mientras los soldados embarcaban. El pretor, Marco Pomponio, fue el responsable del embarque de la impedimenta; se embarcaron provisiones para cuarenta y cinco días, incluyendo el suministro para quince días de comida cocinada. Cuando todos estuvieron a bordo, se enviaron botes por todos los barcos para recoger a los pilotos, a los capitanes y a dos hombres de cada buque que debían reunirse en el foro y recibir sus órdenes. Cuando todos estuvieron presentes, su primera pregunta fue sobre el suministro de agua para los hombres y los caballos, y lo mismo en cuanto al grano. Le aseguraron que había agua suficiente en los barcos para cuarenta y cinco días. Luego dejó clara a los soldados la necesidad de permanecer tranquilos, en silencio, mantener la disciplina y no interferir con los marineros en el desempeño de sus labores. Además, les informó de que él y Lucio Escipión mandarían el ala derecha, con veinte buques de guerra; Cayo Lelio, prefecto de la flota, junto a Marco Porcio Catón [he aquí al que luego sería famoso censor, nacido en 234 a.C. y muerto en 149 a.C.; sería enemigo acerbo de Escipión el Africano.-N. del T.], que era cuestor por entonces, estarían a cargo del ala izquierda, con el mismo número, y protegerían a los transportes. Los buques de guerra que muestran las luces solo por la noche, los transportes tendría dos, mientras que la nave del comandante se distingue por tres luces. Dio órdenes a los pilotos de que pusieran rumbo a Emporio [región situada entre los golfos de Hammamet y de Gabes, al este de la actual Túnez.-N. del T.]. Este era un distrito extremadamente fértil, pudiéndose encontrar allí en abundancia suministros de todo tipo. Los nativos, como suele ocurrir en los territorios fecundos, no eran belicosos y seguramente resultarían vencidos antes de que les pudiese llegar ayuda desde Cartago. Tras impartir estas órdenes los despidió a sus naves y, al día siguiente, tras dar la señal estuvieron, con la ayuda de los dioses, dispuestos a zarpar.
[29,26] Muchas flotas romanas habían partido de Sicilia, y desde aquel mismo puerto, pero ni siquiera durante la Primera Guerra Púnica -en la guerra actual, la mayoría eran simplemente expediciones de saqueo- pudo ninguna haber ofrecido una imagen más llamativa en su salida. Y, sin embargo, si sólo se tiene en cuenta el número de buques, se debe recordar que dos cónsules con sus respectivos ejércitos habían salido de ese puerto en una ocasión anterior, y los buques de guerra de sus flotas eran casi tan numerosos como los transportes que en esta llevaba Escipión para efectuar su traslado y que, además de los cuarenta buques de guerra, constaba de cuatrocientos transportes para llevar a su ejército. Varias causas conspiraron para hacer de la ocasión algo único. Los romanos consideraban la guerra actual como más grave que la anterior, ya que se estaba librando en Italia y había implicado la destrucción de tantos ejércitos con sus generales. Escipión, una vez más, se había convertido en el general más popular de su tiempo por sus valientes actos de armas, y su invariable buena fortuna había incrementado enormemente su fama como soldado. Su plan de invadir África nunca había sido intentado por ningún jefe, y era creencia general que lograría sacar a Aníbal de Italia y terminar la guerra en suelo africano. Una gran multitud de espectadores se había reunido en el puerto; además de la población de Marsala, estuvieron presentes todas las legaciones de las diferentes ciudades de la isla que habían ido a presentar sus respetos a Escipión, así como aquellas que habían acompañado a Marco Pomponio, el pretor de la provincia. También bajaron las legiones que se iban a quedar en Sicilia para despedir a sus camaradas; la multitud que llenaba el puerto era un espectáculo tan grande para los que iban embarcados, como la propia flota para quienes estaban en la orilla.
[29.27] Cuando llegó el momento de la partida, Escipión ordenó al heraldo que mandara silencio en toda la flota y elevó la siguiente plegaria: «A Vosotros, dioses y diosas del mar y la tierra, os ruego y suplico que concedáis un resultado favorable a cuanto se ha hecho o se está haciendo ahora, o a cuanto se hará en adelante bajo mi mando. Que todo sea en beneficio mio y de la Ciudad y el Pueblo de Roma, de nuestros aliados de nombre latino, de todos los que lleven en el corazón la causa de Roma y de todos cuantos marchan bajo mis estandartes, bajo mis auspicios y mando, por tierra, mar o ríos. Dadnos vuestra generosa ayuda en todas nuestras acciones, coronad nuestros esfuerzos con el éxito. Traed a estos mis soldados y a mí mismo salvos a casa de nuevo, victoriosos sobre nuestros vencidos enemigos, adornados con sus despojos, cargados de botín y exultantes en triunfo. Permitid que nos venguemos de nuestros enemigos y conceded al pueblo de Roma y a mí el poder de infligir un castigo ejemplar a la ciudad de Cartago, y poder devolverles todas las injurias que su pueblo ha tratado de infligirnos». Cuando terminó, arrojó al mar las vísceras crudas de la víctima con el ritual acostumbrado. Ordenó luego al corneta que tocara la señal de partida, y como un fuerte viento les fuera favorable, rápidamente se perdieron de vista. Al medio día se vieron envueltos en una niebla tan espesa que tuvieron dificultades para impedir que sus naves chocaran entre sí, el viento se suavizó conforme salían a mar abierto. Durante la noche continuó una niebla similar, que se dispersó después del amanecer al mismo tiempo que volvía a soplar el viento. Divisaron tierra por fin y unos minutos después el piloto informó a Escipión de que no estaban a más de cinco millas de la costa de África y que se veía claramente el promontorio de Mercurio [es decir, estaban a unos 7400 metros del cabo Bon, en Túnez, que dista unos 150 km. de Marsala; del relato se puede deducir que tardaron unas 24 horas en recorrer esa distancia y que la velocidad media del convoy, por tanto, fue de unos 6,25 km/h, es decir unos cuatro nudos.-N. del T.]. Si le ordenaba dirigirse a él, se aseguró el hombre, pronto toda la flota estaría en puerto. Cuando tuvo la tierra a la vista, Escipión ofreció una oración para que esta primera visión de África le deparase algo bueno a él y a la República. A continuación dio órdenes a la flota para largar velas y buscar un fondeadero más al sur. Marcharon con el mismo viento empujándoles, pero se levantó una niebla casi a la misma hora que el día anterior, perdieron de vista la costa y amainó el viento. Como llegara la noche y todo se oscureciera, y para evitar cualquier riesgo de colisión entre los barcos o que fuesen arrastrados contra la orilla, se decidió echar el ancla. Al hacerse la luz, el viento refrescó de nuevo a la misma hora y la dispersión de la niebla reveló toda la costa de África. Escipión preguntó el nombre del promontorio más cercano, y al enterarse de que se llamaba Pulchrum («Cabo Afortunado, Bello») comentó: «Me gusta el augurio, dirigid allí las naves». La flota navegó hasta allí y desembarcaron todas las fuerzas. Esta descripción de la travesía, favorable y sin verse acompañada por clase alguna de confusión o alarmas, está basada en las declaraciones de numerosos autores griegos y latinos. Solo Celio cuenta que, salvo las naves que no fueron hundidas por las olas, toda la flota estuvo expuesta a cualquier posible peligro desde el cielo y el mar, siendo finalmente empujada desde la costa africana hasta la isla de Gez Giamur [la antigua Egimurus.-N. del T.], logrando desde aquí, a duras penas, recuperar el rumbo correcto. Agrega que mientras los barcos escapaban de mala manera y casi se hundían, los soldados tomaron los botes sin órdenes de su general, como si fueran náufragos, y escaparon a tierra desarmados y con el mayor desorden.
[29.28] Cuando el desembarco se completó, los romanos midieron un lugar para establecer su campamento en cierto lugar elevado de las cercanías. La visión de una flota enemiga, seguida por el bullicio y la emoción del desembarco, provocó preocupación y alarma no solo en los campos y granjas de la costa, sino también en las ciudades. No sólo quedaron llenos los caminos, por todas partes, de una turba de hombres, mujeres y niños mezclados con tropas, sino también con los campesinos que conducían su ganado tierra adentro, de manera que se podría decir que África se desalojaba repentinamente. El terror que provocaron estos fugitivos en las ciudades fue incluso mayor del que ellos mismos habrían sentido, especialmente en Cartago, donde la confusión era casi tan grande como si en verdad hubiera sido capturada. Desde la época de los cónsules Marco Atilio Régulo y Lucio Manlio, hacía casi cincuenta años, nunca habían visto más ejércitos romanos que los empleados en las distintas expediciones de saqueo, que tomaban lo que podían de los campos y regresaban a sus buques siempre antes de que sus compatriotas pudieran reunirse para hacerles frente. Esta provocó en la ciudad huidas y mucha alarma. Y no es de extrañar, pues ni existía un ejército eficaz ni un general que se pudiera enfrentar a Escipión. Asdrúbal, el hijo de Giscón, era de lejos el hombre más destacado del Estado, se distingue tanto por su nacimiento, su reputación militar y su riqueza, y ahora por su parentesco con la realeza. Pero los cartagineses no se habían olvidado de que en Hispania había sido derrotado y puesto en fuga en varias batallas por este mismo Escipión, y que como general no era más rival para él de lo que su desorganizado ejército lo era contra el ejército de Roma. Se hizo un llamamiento general a las armas, como si trataran de anticiparse a un asalto inmediato; las puertas se cerraron a toda prisa, se situaron tropas en las murallas, se colocaron puestos de vigía y centinelas y pasaron la noche bajo las armas. Al día siguiente, un cuerpo de caballería de unos quinientos jinetes, enviado hacia el mar para practicar un reconocimiento y hostigar a los romanos durante el desembarco, cayeron sobre los puestos avanzados romanos. Escipión, por su parte, después de enviar la flota a Útica [a unos 40 km. al noreste de Tunicia, Túnez.-N. del T.], había avanzado a una corta distancia de la orilla y capturado una altura cercana donde estacionó alguna de su caballería como puestos avanzados; al resto lo envió a saquear los campos.
[29.29] En la escaramuza que siguió, los romanos mataron a algunos de los enemigos en el mismo combate, pero la mayoría cayeron muertos en la persecución, entre ellos el joven Hanón, que estaba al mando. Escipión devastó los campos circundantes y capturó una ciudad bastante opulenta en la vecindad inmediata. Además del botín, que de inmediato fue puesto a bordo de los transportes y remitido a Sicilia, hizo prisioneros a unos ocho mil hombres, libres y esclavos. Lo que animó sobre todo al ejército, al comienzo de su campaña, fue la llegada de Masinisa que, según algunos autores, iba acompañado por una fuerza montada de 200 hombres; la mayoría de autores, sin embargo, afirman que su número ascendía a 2000. Como este monarca era, con mucho, el más grande de sus contemporáneos y prestó los más importantes servicios a Roma, valdrá la pena desviarse del orden de nuestro relato y dar una breve relación de las diversas fortunas que experimentó, con la pérdida y posterior recuperación del trono de sus antepasados. Mientras se encontraba en Hispania, luchando por los cartagineses, murió Gala, su padre. De acuerdo con la costumbre de Numidia, la corona pasó a Ezalces, hermano del difunto rey y hombre de edad avanzada. No mucho tiempo después falleció este y el mayor de sus dos hijos, Capusa -el otro era un muchacho- le sucedió en el trono. Pero como obtuvo el reino más por la costumbre del país que porque poseyera cualquier influencia o autoridad sobre sus súbditos, un tal Mazetulo se dispuso a disputarle su derecho. Este hombre también era de sangre real, pertenecía a una familia que siempre había sido enemiga de la casa reinante y había mantenido una lucha constante con fortuna variable contra los ocupantes del trono. Logró levantar a sus compatriotas, sobre los cuales, debido a la impopularidad del rey, tenía una influencia considerable, y poniendo abiertamente su ejército en campaña, obligó al rey a luchar por su corona. Capusa cayó en el combate junto con muchos de sus principales partidarios; la totalidad de la tribu mesulia se sometió a Mazetulo. Sin embargo, este no quiso aceptar el título de rey, que dio al niño Lacumazes, único superviviente de la casa real, y se contentó con el modesto título de tutor. Con vistas a una alianza con Cartago, se casó con una dama cartaginesa de noble nacimiento y viuda de Ezalces. También mandó embajadores a Sífax y renovó con él los viejos lazos de hospitalidad, asegurándose así por todas partes apoyos para la lucha que se avecinaba contra Masinisa.
[29.30] Al enterarse de la muerte de su tío, seguida por la de su primo, Masinisa salió de Hispania hacia Mauretania [dividida posteriormente en las regiones Tingitana y Caesarensis, esta región se correspondería con el territorio septentrional del actual Marruecos, las ciudades españolas de Ceuta y Melilla y el oeste y centro de los territorios argelinos situados al norte de las montañas del Atlas; sus habitantes eran conocidos como «mauri» -«moros», en castellano- y masaselios. En la presente traducción hemos preferido dejar el término «Mauretania» para evitar cualquier confusión con el actual estado de Mauritania, situado sobre la costa atlántica de África, al sur del reino de Marruecos-N. del T.] Baga era el rey en ese momento, y Masinisa, mediante fervientes y humildes súplicas, obtuvo de él una fuerza de cuatro mil moros para servirle como escolta, ya que no lo pudo convencer para suministrarle fuerzas suficientes para operaciones de guerra. Con esta escolta llegó a las fronteras de Numidia, habiendo enviado con antelación mensajeros a sus amigos y a los de su padre. Aquí se le unieron unos quinientos númidas y, como se había dispuesto, su escolta de moros regresó con su rey. Sus seguidores eran menos de lo que esperaba, muy pocos de hecho, como para aventurarse en una empresa tan grande. Pensando, sin embargo, que mediante su propio esfuerzo podría llegar a reunir una fuerza que le permitiera lograr algo, avanzó hacia Tapso [sus ruinas son visibles en Ras Dimas, cerca de Bekalta, Túnez.-N. del T.], donde se reunió con el pequeño rey Lacumazes, que se dirigía a reunirse con Sífax. La escolta del rey se retiró a toda prisa a la ciudad, y Masinisa capturó la plaza al primer asalto. Algunas de las tropas reales se rindieron, otras que ofrecieron resistencia fueron muertas, pero la gran mayoría escapó con su niño-rey en la confusión y continuaron su viaje hacia Sífax. La noticia de este éxito inicial, por escaso que fuera, trajo a los númidas con Masinisa; y de los campos y aldeas, por todas partes, acudieron en masa los viejos soldados de Gala bajo sus estandartes e instaron al joven a recuperar su trono ancestral. Mazetulo tenía una considerable ventaja en cuanto al número; tenía el ejército con el que había derrotado a Capusa, así como algunas de las fuerzas que se habían pasado a él tras la muerte del rey, y Lacumazes había llevado muchas tropas auxiliares procedentes de Sífax. Su fuerza total ascendía a quince mil infantes y diez mil jinetes; aunque inferior en ambas armas, Masinisa se le enfrentó. La valentía de los veteranos y la habilidad de su comandante, formado como estaba en las guerras de Hispania, hicieron suyo el día; el rey y el tutor, con solo un puñado de masesulios, escaparon a territorio cartaginés. Así recuperó Masinisa el trono de sus antepasados. Como vio, sin embargo, que le esperaba un conflicto mucho más grave con Sífax, pensó que sería mejor conseguir una reconciliación con su primo y envió una embajada al niño para asegurarle que, si se ponía en manos de Masinisa, tendría el mismo trato honorable que Ezalces recibió de Gala. También dio su palabra a Mazetulo en el sentido de que no sufriría daño por lo que había hecho y, más aún, que se le devolverían todas sus propiedades. Tanto Lacumazes como Mazetulo prefirieron una modesta fortuna en casa a una vida de exilio y, a pesar de todos los esfuerzos de los cartagineses, se pasaron a Masinisa.
[29,31] Resultó, por entonces, que Asdrúbal estaba visitando a Sífax. El númida no consideraba asunto de mucha importancia para él que el trono masesulio estuviese ocupado por Lacumazes o por Masinisa, pero Asdrúbal le advirtió de que estaría cometiendo un muy grave error si suponía que Masinisa se contentaría con las mismas fronteras que su padre, Gala. «Ese hombre -le dijo- tiene mucha más capacidad y carácter del que haya mostrado hasta ahora ninguno de aquella nación. En Hispania, tanto ante amigos como frente a los enemigos, había dado pruebas de un valor poco común entre los hombres. A menos que Sífax y cartagineses sofocaran aquella llama creciente, pronto se abrasarían en una enorme conflagración. Su poder era todavía débil y poco seguro, estaba amamantando un reino cuyas heridas aún no se habían cerrado». Gracias a la continua insistencia sobre estas consideraciones, Asdrúbal lo convenció para trasladar su ejército hasta las fronteras de la Masulia y fijar su campamento en territorio que reclamaba, sin lugar a dudas, como parte de sus dominios; esta reclamación había sido contestada por Gala no solo con argumentos, sino con la fuerza de las armas. Le aconsejó que en caso de que se le presentara oposición -y solo deseaba que fuera así- estuviese dispuesto al combate; si por miedo a él se retiraban, debía avanzar al corazón del reino. Los mesulios podían sometérsele sin lucha o verse irremediablemente superados por las armas. Animado por estas ideas, Sífax comenzó la guerra contra Masinisa y en la primera batalla derrotó y dispersó a los mesulios. Masinisa, con unos cuantos jinetes, escapó del campo de batalla y huyó a una montaña a la que los nativos llamaban Belo. Varias familias, con sus tiendas de campaña y sus rebaños de ganado -su única riqueza- siguieron al rey; el grueso de la población se sometió a Sífax. La zona montañosa donde se asentaron los fugitivos estaban bien provistas de hierba y agua, proporcionando excelentes pastos para el ganado, que suministraba sustento bastante para los hombres, que vivían de leche y carne. Desde estas alturas corrían todo el territorio vecino; al principio en incursiones nocturnas furtivas y luego con robos a la luz del día. Quedó afectado sobre todo el territorio cartaginés, debido a que ofrecía más botín y el saqueo resultaba un asunto más seguro allí que entre los númidas. Por fin, llegaron a tal punto de audacia que se llevaban el botín hasta el mar y allí lo vendían a los comerciantes, que lo llevaban finalmente a sus buques. Cayeron o fueron hechos prisioneros más cartagineses en aquellas incursiones de lo que a menudo ocurre en la guerra regular. Las autoridades de Cartago se quejaron con fuerza de todo esto ante Sífax, que también se mostraba molesto, presionándolo para que pusiera fin a aquellos restos de la guerra. No le parecía, sin embargo, tarea digna de un rey el perseguir a un ladrón a lo largo de las montañas.
[29,32] Boncar, uno de los prefectos del rey, soldado entusiasta y enérgico, fue seleccionado para esta tarea. Se le proporcionaron cuatro mil infantes y doscientos jinetes, con buenas perspectivas de obtener recompensas si traían la cabeza de Masinisa o, lo que al rey le supondría una satisfacción inigualable, si lo capturaban con vida. Lanzando un ataque por sorpresa contra los saqueadores, cuando no sospechaban peligro alguno, separó una enorme cantidad de hombres y ganado de su escolta armada y empujó al propio Masinisa con unos cuantos seguidores a lo alto de la montaña. Consideraba ya terminadas las acciones más serias y, tras mandar su captura de hombres y ganado al rey, devolvió también el grueso de sus tropas, a las que no consideraba necesarias para los combates restantes, reteniendo solamente quinientos infantes y doscientos jinetes. Con estos se apresuró a perseguir a Masinisa, que había abandonado las alturas, y encerrándolo en un estrecho valle, bloqueó las dos entradas e infligió una derrota muy severa a los masulios. Masinisa, con no más de cincuenta jinetes, se escapó a través de las escarpadas pistas de montaña desconocidas para sus perseguidores. Boncar, sin embargo, le siguió la pista y lo alcanzó en campo abierto, cerca de [la antigua Clupea, en Túnez.-N. del T.] donde lo rodeó hasta tal punto que toda la partida resultó muerta con excepción de cuatro que, junto a Masinisa, herido él mismo, se le escaparon entre las manos durante la refriega. Kélibia Detectaron su huida y envió a la caballería en su persecución. Esta se extendió por la llanura, yendo algunos por un atajo contra la cabeza de los cinco fugitivos, cuya huida les llevaba a un gran río. Temiendo al enemigo más que al río, espolearon sus caballos hacia el agua, sin dudarlo un instante, y la rápida corriente los llevó río abajo. Dos se ahogaron ante los ojos de sus perseguidores, y se creyó que Masinisa había perecido. Él, sin embargo, con los dos supervivientes, salió entre los arbustos de la otra orilla. Este fue el final de la persecución Boncar, pues él no se aventuró en el río y no creyó que ya le quedase nadie a quien seguir. Volvió junto al rey con la historia sin fundamento de la muerte de Masinisa y se enviaron mensajeros a Cartago para llevar la buena nueva. La noticia se difundió por toda África y afectó a los hombres de maneras muy diferentes. Masinisa se encontraba descansando, oculto en una cueva y tratando su herida con hierbas, y durante algunos días se mantuvo con vida en lo que sus dos jinetes traían de sus incursiones. Tan pronto como la herida hubo sanado lo suficiente como para permitirle soportar los movimientos del caballo, comenzó con una audacia extraordinaria a intentar nuevamente recuperar su reino. Durante su viaje no reunió más de cuarenta jinetes, pero cuando llegó a los mesulios y dio a conocer su identidad, su presencia provocó una gran excitación. Su anterior popularidad, y la inesperada alegría de verlo sano y salvo, después de que se le había creído muerto, tuvo como efecto que en pocos días se reunieron en torno a sus estandartes seis mil de infantería y cuatro mil de caballería. Ahora estaba en posesión de su reino, y comenzó a asolar las tribus aliadas de Cartago y el territorio masesulio que estaba bajo el dominio de Sífax. Habiendo provocado así las hostilidades contra Sífax, Masinisa tomó posiciones en ciertas alturas de montaña entre Constantina [la antigua Cirto.-N. del T.] e Hipona, una situación ventajosa en todos los aspectos.
[29,33] Sífax se persuadió de que el conflicto era demasiado serio como para confiarlo a sus lugartenientes. Puso una parte de su ejército al mando de su joven hijo Vermina, con instrucciones para marchar por detrás de las montañas y atacar al enemigo por la retaguardia mientras él mismo ocupaba su atención por delante. Vermina partió durante la noche, pues debía caer sobre el enemigo por sorpresa; Sífax levantó el campamento y salió a plena luz del día, con la obvia intención de dar batalla campal. Cuando hubo transcurrido tiempo suficiente como para que Vermina llegara a su objetivo, Sífax condujo a sus hombres sobre una parte de la montaña que ofrecía una suave pendiente y se dirigió directamente contra el enemigo, confiando en su superioridad numérica y en el éxito del ataque por la retaguardia. Masinisa, al frente de los suyos, se dispuso a hacer frente al ataque confiado en su posición más elevada. La batalla fue feroz y durante mucho tiempo permaneció igualada; Masinisa tenía la ventaja del terreno y de mejores soldados; Sífax, la de la gran superioridad numérica. Sus masas de hombres, divididas en dos partes, presionando una al frente del enemigo y la otra rodeando su retaguardia, proporcionaron a Sífax una victoria decisiva. La huida fue imposible, pues estaban cercados por ambos lados, y casi todas las fuerzas de infantería y caballería resultaron muertas o hechas prisioneras. Unos doscientos jinetes se habían reunido alrededor de Masinisa, a modo de guardia de corps, y este los dividió en tres grupos, con órdenes de abrirse paso hacia puntos distintos y, una vez estuvieran a salvo, reunirse con él en un punto que precisó. Él mismo cargó contra el enemigo y escapó en la dirección que pretendía, pero dos de los grupos encontraron imposible escapar; uno se rindió y el otro, tras una tenaz resistencia, fue abatido y quedó enterrado bajo los proyectiles del enemigo. Masinisa se encontró a Vermina pisándole casi los talones, pero cambiando continuamente de camino pudo eludir su persecución hasta que, por fin, le obligó a abandonar su agotador y desesperado seguimiento. Acompañado por sesenta soldados llegó a la Sirte Menor. Aquí, en la conciencia orgullosa de sus muchos y heroicos esfuerzos para recuperar el trono de su padre, pasó su tiempo entre la Emporia cartaginesa y la tribu de los garamantes, hasta la aparición de Cayo Lelio y la flota romana en África. Esto me lleva a creer que cuando Masinisa vino hasta Escipión, fue más con un grupo pequeño que grande de caballería; el primero sería mucho más plausible para el destino de un exiliado, el segundo para el de un príncipe reinante.
[29,34] Después de la pérdida de sus cuerpos de caballería y de su comandante, los cartagineses alistaron una nueva fuerza, que colocaron bajo el mando de Hanón, el hijo de Amílcar. Habían enviado repetidos mensajes tanto a Asdrúbal como a Sifax, enviando finalmente una embajada especial a cada uno de ellos, apelando a Asdrúbal para que socorriera a su ciudad natal, que estaba casi asediada, e implorando a Sífax que acudiese en ayuda de Cartago y, de hecho, en la de toda África. Escipión, por entonces, estaba acampado como a una milla de Útica [1480 metros.-N. del T.], habiéndose trasladado desde la costa, donde durante unos cuantos días había ocupado una posición fortificada cerda de su flota. Las tropas montadas proporcionadas a Hanón no eran lo suficientemente fuertes como para hostigar al enemigo, o incluso para proteger el país de sus correrías, siendo su primera y más urgente tarea la de aumentar sus fuerzas. Aunque no rechazó reclutas de otras tribus, su alistamiento consistió principalmente en númidas que eran, con mucho, la mejor caballería de África. Cuando hubo elevado el número de sus fuerzas hasta unos cuatro mil hombres, se apoderó de una ciudad llamada Saleca, a unas quince millas del campamento romano [22,2 km.-N. del T.]. Se informó de esto a Escipión, que exclamó: «¡La caballería en verano bajo techo! ¡Que haya más de ellos, siempre que tengan un jefe así!» Comprendiendo que cuanta menos energía mostrase el enemigo, menos vacilación debía mostrar él, ordenó a Masinisa y a su caballería que cabalgaran hasta los cuarteles enemigos y los sacaran a combatir: cuando todas sus fuerzas estuviesen combatiendo y empezara a ser sobrepasado, debía retirarse lentamente y Escipión vendría a apoyarle en el momento oportuno. El general romano esperó hasta Masinisa hubo dispuesto de tiempo suficiente para sacar fuera al enemigo y luego lo siguió con su caballería, quedando oculta su aproximación por algunas colinas bajas que, afortunadamente, flanqueaban su ruta.
Masinisa, de acuerdo con sus instrucciones, se dirigió hasta las puertas y, cuando apareció el enemigo, se retiró como si temiera enfrentársele; este miedo simulado hizo que su adversario se confiara aún más, al punto de estar tentado de salir abruptamente. Aún no habían salido todos los cartagineses de la ciudad, y su general ya tenía bastante con obligar a algunos, que aún iban cargados de vino y sueño, a que empuñasen sus armas y embridaran sus caballos, o a impedir que otros salieran por la puerta desordenadamente, sin trazas de una formación y hasta sin sus estandartes. El primero que salió galopando incautamente cayó en manos de Masinisa, pero pronto se expandieron en un grupo compacto y en mayor número, igualándose la lucha. Al final, cuando toda la caballería cartaginesa estaban en el campo, Masinisa ya no pudo sostener la presión de su ataque. Sus hombres, sin embargo, no se dieron a huir, sino que retrocedieron lentamente ante las cargas del enemigo hasta que su comandante logró arrastrarlos donde se elevaba el terreno que ocultaba a la caballería romana. A continuación, estos últimos cargaron desde detrás de la colina, caballos y hombres descansados, y se lanzaron sobre el frente, los flancos y la retaguardia de Hanón y sus africanos, que estaban cansados por la lucha y la persecución. Masinisa. Al mismo tiempo, dio media vuelta y reanudó la lucha. Alrededor de mil, que estaban en las primeras filas, incapaces de retirarse, quedaron rodeados y muertos, entre ellos el mismo Hanón; el resto, consternado por la muerte de su líder, huyó precipitadamente, persiguiéndoles los vencedores durante más de treinta millas [44,4 km.-N. del T.]. Unos dos mil murieron o fueron hechos prisioneros, y es casi seguro que entre ellos había no menos de doscientos cartagineses, entre ellos algunos pertenecientes a sus más ricas y nobles familias.
[29.35] En el mismo día en que se libró esta acción, sucedió que regresaron con suministros los barcos que habían llevado el botín a Sicilia, como si hubieran adivinado que tendrían que llevar de vuelta nuevamente una segunda carga de botín de guerra. No todos los autores cuentan que dos generales cartagineses del mismo nombre cayeran muertos en dos acciones distintas; pienso que temían equivocarse al repetir dos veces los mismos hechos. En todo caso, Celio y Valerio nos dicen que Hanón fue hecho prisionero. Escipión distribuyó entre los jinetes y sus prefectos recompensas oficiales en correspondencia con el servicio prestado por cada cual; Masinisa fue distinguido por encima de los demás con unos espléndidos regalos. Después de situar una fuerte guarnición en Saleca, continuó su avance con el resto de su ejército, no solo despojando los campos en el sentido de su marcha, sino capturando varias ciudades y pueblos, sembrando el terror por todas partes. Después de una semana de marcha, regresó al campamento con un gran tren de hombres, ganado y toda clase de botín, siendo enviados los barcos por segunda vez bien cargados con el botín de guerra. Abandonó ahora sus expediciones de saqueo y dedicó todas sus fuerzas a un ataque contra Útica, con la intención, si la tomaba, de convertirla en la base de sus operaciones futuras. Su contingente naval fue empleado contra el lado de la ciudad que daba al mar, mientras que su ejército de tierra operaba desde cierto terreno elevado que dominaba las murallas. Había traído con él algo de artillería y de máquinas de asedio, alguna otra se le había enviado con los suministros desde Sicilia y otras nuevas fueron construidas en un arsenal donde trabajaron encerrados gran número de artesanos especializados [se tratarían de los artesanos capturados en Cartago.-N. del T.]. Bajo la presión de tan vigoroso asedio, todas las esperanzas del pueblo de Útica descansaban en Cartago, y todas las esperanzas de los cartagineses descansaban en Asdrúbal y toda la ayuda que pudiera obtener de Sífax. Para los precisados de alivio, todo parecía estar moviéndose muy lentamente. Asdrúbal había estado haciendo todo lo posible para conseguir tropas y, de hecho, había reunido una fuerza de treinta mil infantes y tres mil jinetes, pero no se atrevió a aproximarse al enemigo hasta que Sífax se le unió. Este llegó con cincuenta mil soldados de infantería y diez mil de caballería, y con sus fuerzas unidas avanzaron de inmediato desde Cartago y se colocaron en una posición no muy lejos de Útica y las líneas romanas. Su aproximación se tradujo en, al menos, un resultado importante: después de conducir el sitio de Útica con todos los recursos a su disposición, Escipión abandonó cualquier otro intento contra la plaza y, como se aproximaba el invierno, construyó un campo atrincherado en una lengua de tierra que se proyectaba en el mar y estaba conectada por un estrecho istmo con el continente. Unió los campamentos de las fuerzas terrestres y navales tras una misma empalizada. Las legiones quedaron situadas en el centro de la península; los barcos, que se habían varado, y sus tripulaciones ocuparon la parte norte; las tierras bajas en el lado sur fueron asignadas a la caballería. Tales fueron los sucesos de la campaña de África hasta el final del otoño.
[29.36] Además del grano que se había acumulado por el saqueo de todo el país, y los suministros traídos desde Sicilia e Italia, una gran cantidad fue enviada por el propretor Cneo Octavio, que las había obtenido de Tiberio Claudio, el gobernador de Cerdeña. Los graneros existentes estaban todos llenos y se construyeron otros nuevos. El ejército necesitaba vestuario y Octavio recibió instrucciones para hablar con el gobernador y ver cuánta ropa se podía fabricar y enviar desde aquella isla. El asunto fue atendido rápidamente y, en poco tiempo, se remitieron mil doscientas togas y doce mil túnicas. Durante este verano, el cónsul Publio Sempronio, que estaba al mando en el Brucio, iba marchando cerca de Crotona cuando se topó con Aníbal. Se produjo una batalla tumultuosa, pues ambos ejércitos marchaban en orden de columna y no se desplegaron en línea. Los romanos fueron rechazados, y aunque se trató más de un cuerpo a cuerpo desordenado que de una batalla, murieron no menos de mil doscientos del ejército del cónsul. Se retiraron en desorden a su campamento, pero el enemigo no se atrevió a atacarlo. El cónsul, sin embargo, escapó en el silencio de la noche, después de enviar un mensaje al procónsul Publio Licinio para que trajera sus legiones. Con sus fuerzas unidas, ambos jefes marcharon nuevamente para enfrentarse a Aníbal. Ninguna parte vaciló; la confianza del cónsul se había recuperado al duplicar sus fuerzas y el valor del enemigo se había acrecentado con su reciente victoria. Publio Sempronio colocó a sus propias legiones delante, situándose las de Publio Licinio en reserva. Al comienzo de la batalla, el cónsul prometió un templo a la Fortuna Primigenia en caso de que derrotara al enemigo, siéndole concedido su ruego. Los cartagineses fueron derrotados y puestos en fuga, más de cuatro mil murieron, casi trescientos fueron hechos prisioneros y se capturaron cuarenta caballos y once estandartes. Intimidado por su derrota, Aníbal se retiró a Crotona. Etruria, en el otro extremo de Italia, estaba casi en su totalidad de parte de Magón, esperando, con su ayuda, poder rebelarse. El cónsul Marco Cornelio mantuvo su dominio sobre la provincia más por el terror creado por los juicios que por la fuerza de las armas. Llevó a cabo las investigaciones que el Senado le había encargado hacer, sin contemplación alguna por nadie: muchos nobles etruscos que se habían entrevistado personalmente con Magón, o habían mantenido correspondencia con él, fueron procesados y condenados a muerte; otros, sabiéndose igualmente culpables, marcharon al exilio y fueron sentenciados en ausencia. Como sus personas no pudieron ser habidas, solo se pudo confiscar sus propiedades como anticipo de su futuro castigo.
[29.37] Mientras los cónsules llevaban a cabo estas empresas en sus distintas regiones, los censores Marco Livio y Cayo Claudio estaban ocupados en Roma. Revisaron la lista de senadores y Quinto Fabio Máximo fue elegido de nuevo como Príncipe del Senado. Siete nombres fueron eliminados de la lista, pero ninguno de ellos había usado nunca silla curul. Los censores insistieron en el exacto cumplimiento de los contratos que se habían hecho para la reparación de edificios públicos, firmando contratos adicionales para la construcción de una calle desde el Foro Boario hasta el templo de Venus, alrededor de los asientos del Circo, y también para la construcción de un templo dedicado a la Magna Mater en el Palatino. Impusieron además un nuevo impuesto anual en forma de tasa sobre la sal. En Roma y en Italia se había estado vendiendo por un sextante [1 sextans era la sexta parte de un as: 4,55 gr. de bronce.-N. del T.], y se obligó a los concesionarios a venderla en Roma al precio antiguo, pero permitiéndoles cargar un precio mayor en los pueblos del interior y en los mercados. Se creía que uno de los censores había ideado este impuesto por despecho hacia el pueblo, porque una vez había sido injustamente condenado por este, y se dijo que el alza en el precio de la sal afectaba en mayor medida en las tribus que habían contribuido a su condena. Por este motivo, Livio recibió el sobrenombre de Salinator. El lustro fue cerrado después de lo habitual, debido a que los censores habían enviado comisionados a las provincias para determinar el número de ciudadanos romanos que estaban sirviendo en los ejércitos. Incluyendo a estos, el número total, como se muestra en el censo, ascendió a doscientos catorce mil. El lustro fue cerrado por Cayo Claudio Nerón. Este año, por primera vez, se recibió el censo de las doce colonias, habiendo proporcionado los censores de las colonias las listas, de manera que quedase registrada en los archivos de la república la fuerza militar y situación financiera de cada una. Luego siguió la revisión de los caballeros y dio la casualidad de que ambos censores poseían caballo a cargo del erario público. Cuando llegaron a la tribu Polia, donde estaba inscrito Marco Livio, el heraldo dudó en citar al mismo censor. «Nombra a Marco Livio», exclamó Nerón y luego, como si aún perviviera la antigua enemistad o como si tuviera un arranque de severidad inoportuna, se volvió a Livio y le ordenó que vendiera su caballo, como había sido condenado por el veredicto del pueblo. Cuando iban por la tribu Arniense y llegó al nombre de su colega, Livio ordenó a Cayo Claudio Nerón que vendiera su caballo por dos razones; primero, porque había dado falso testimonio contra él y, segundo, porque no había sido sincero al reconciliarse con él. Así, al término de su censura, se produjo una disputa en descrédito de ambos, cada uno mancillando el buen nombre del otro a costa del suyo propio.
Después que Cayo Claudio Nerón hubo hecho la declaración jurada de costumbre, según había actuado de conformidad con las leyes, se acercó al Tesoro y, entre los nombres de aquellos a quienes dejó privados de derechos, colocó el de su colega. Le siguió Marco Livio, quien adoptó medidas aún más dramáticas. Con excepción de la tribu Mecia, que no le condenó antes ni después, a pesar de su condena, lo nombró cónsul o censor, Livio redujo a la condición de erario a las treinta y cuatro restantes tribus del pueblo romano, sobre la base de que habían condenado a un hombre inocente y, luego, lo habían nombrado cónsul y censor. Sostuvo que habían de admitir que, o bien actuaron ilegalmente al juzgarle la primera vez, o bien lo hicieron luego dos veces como electores. Entre las treinta y cuatro tribus, Cayo Claudio Nerón, dijo, sería privado de sus derechos y si hubiera algún precedente de haber degradado al mismo hombre dos veces, así lo haría con aquel en concreto. Esta rivalidad entre los censores, estigmatizándose mutuamente, resultaba deplorable, pero la dura lección administrada al pueblo por su inconstancia era, en justicia, la que debía darles un censor y estaba en correspondencia con la seriedad de aquel tiempo. Como los censores hubieran caído en desgracia respecto a uno de los tribunos de la plebe, Cneo Bebio, este consideró que aquella era una buena ocasión para lograr popularidad a su costa y señaló un día para que comparecieran ante el pueblo. La propuesta fue derrotada por el voto unánime del Senado, determinado a que la censura no quedase en el futuro a merced del capricho popular.
[29,38] Durante el verano, el cónsul tomó al asalto Clampetia, en el Brucio; Cosenza, Pandosia y algunos otros lugares sin importancia se entregaron voluntariamente. A medida que se acercaba el momento de las elecciones, se pensó que lo mejor sería llamar a Cornelio de Etruria, pues no había allí hostilidades en curso, y él celebró las elecciones. Los nuevos cónsules fueron Cneo Servilio Cepión y Cayo Servicio Gémino. En la elección de los pretores que siguió, los elegidos fueron Publio Cornelio Léntulo, Publio Quintilio Varo, Publio Elio Peto y Publio Vilio Tápulo; los dos últimos eran, en aquel momento, ediles plebeyos. Cuando terminaron las elecciones, el cónsul regresó a Etruria. Algunas muertes se produjeron este año entre los sacerdotes, haciéndose los nombramientos para cubrir las vacantes. Tiberio Veturio Filón fue nombrado Flamen de Marte en lugar de Marco Emilio Régilo, que murió el año anterior. Marco Pomponio Matón, que había sido tanto augur como decenviro de los Libros Sagrados, fue sucedido por Marco Aurelio Cota en el último cargo y por Tiberio Sempronio Graco, un hombre muy joven, como augur, algo muy inusual en aquella época en los nombramientos al sacerdocio. Los ediles curules, Cayo Livio y Marco Servilio Gémino, colocaron en el Capitolio carros de oro. Los ediles, Publio Elio y Publio Vilio, celebraron durante dos días los Juegos Romanos. También se celebró una fiesta en honor de Júpiter con motivo de los Juegos.