La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro vigesimocuarto
La Revolución en Siracusa.
[24.1] -215 a.C.- Tras su regreso desde Campania al Brucio, Hanón, con la ayuda y guía de los brucios, atacó las ciudades griegas. Estas continuaron firmes en su adhesión a Roma, más aún al ver que los brucios, a quienes temían y odiaban, tomaban partido por los cartagineses. Regio fue el primer lugar que atacó, pasando allí varios días sin ningún resultado. Mientras tanto, los locrenses se apresuraron a llevar su grano y todo cuanto se pudiera precisar desde los campos a la ciudad, no solo por seguridad, sino también para que no quedase al enemigo nada que saquear. Cada día salía gran número de personas por todas las puertas hasta que, al fin, solo quedaron seiscientos en la ciudad: los que tenían obligación de reparar los muros y puertas o mantener un depósito de armas sobre las murallas. En contra de aquel grupo diverso de todas las clases y edades, vagando por los campos y en su mayoría desarmados, Amílcar envió a su caballería con orden de no herir a nadie, sino simplemente de ponerlos en fuga y cortarles luego la vuelta a la ciudad. Había tomado posiciones en un terreno elevado donde tenía una vista completa del campo y de la ciudad, y dio órdenes para que una de las cohortes brucias se llegaran hasta las murallas e invitaran a conferenciar a los hombres notables de la ciudad, y que si consentían tratasen de persuadirlos para que traicionasen la ciudad, prometiéndoles, si lo hacían, la amistad de Aníbal. La conferencia tuvo lugar, pero no concedieron ningún crédito a lo que decían los brucios, hasta que los cartagineses mismos se mostraron sobre las colinas y unos pocos de los que escaparon hasta la ciudad llevaron las noticias de que toda la población estaba en manos del enemigo. Desconcertados por el terror, contestaron que deseaban consultar al pueblo, convocándose en seguida una Asamblea. Todos los que se sentían inquietos y descontentos preferían una nueva política y una nueva alianza, mientras que aquellos cuyos parientes habían sido mantenidos fuera de la ciudad por el enemigo se sentían tan comprometidos como si hubieran entregado rehenes. Algunos estaban a favor de mantener su lealtad a Roma, pero guardaron silencio en lugar de aventurarse a defender su opinión. Se aprobó una resolución con aparente unanimidad a favor de rendirse a los cartagineses. Lucio Atilio, el prefecto de la guarnición, y sus hombres fueron conducidos secretamente hasta el puerto y embarcados en una nave para transportarlos a Regio; Amílcar y sus cartagineses fueron recibidos dentro de la ciudad en el entendimiento de que se concluiría pronto un tratado en igualdad de términos. Esta condición estuvo a punto de romperse, pues los cartagineses acusaron a los locrenses de traición por dejar escapar a los romanos de mala fe, mientras que los locrenses aducían que se habían escapado. Envió alguna caballería para perseguirlos, por si la marea del estrecho hubiera provocado algún retraso en la salida de los buques o los hubiese arrastrado a tierra. No adelantaron a los que perseguían, pero vieron algunos barcos cruzar el estrecho de Mesina hacia Regio. Estos eran los soldados romanos que habían sido enviados por Claudio, el pretor, para defender la ciudad. Así que los cartagineses se retiraron enseguida de Regio. Por orden de Aníbal, se concedió la paz a los locrenses; serían independientes y vivirían bajo sus propias leyes; la ciudad estaría abierta a los cartagineses, los locrenses tendrían control exclusivo del puerto y la alianza estaría basada sobre el principio del apoyo mutuo: los cartagineses auxiliarían a los locrenses y los locrenses a los cartagineses, en la paz y en la guerra.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[24.2] Así, los cartagineses se retiraron de los estrechos en medio de las protestas de los brucios, quienes se quejaron de que las ciudades de Regio y Locri, cuyo botín se les había señalado, hubieran permanecido intactas. Decidieron actuar por su cuenta, y tras alistar y armar a quince mil de sus propios soldados, se dirigieron a atacar Crotona, una ciudad griega situada en la costa. Imaginaban que podían acrecentar inmensamente su fuerza si poseían una ciudad marítima con un puerto fortificado. Lo que les preocupaba era que no podían aventurarse a llamar a los cartagineses en su ayuda, para que no pensaran que no habían actuado como debían hacerlo los aliados, y también porque, si el cartaginés resultaba ser por segunda vez el abogado de la paz y no el de la guerra, temían que habrían luchado en vano contra la libertad de Crotona, como lo habían hecho contra la de Locri. Les pareció el mejor camino mandar embajadores a Aníbal y obtener de él la garantía de que, tras su captura, Crotona pasaría a los brucios. Aníbal les dijo que era un asunto a solventar por quienes estaban en el lugar y los remitió a Hanón; pues ni él ni Hanón querían que fuera saqueada aquella famosa y rica ciudad, y esperaban que cuando los brucios la atacaran y vieran que los cartagineses ni los auxiliaban ni aprobaban el ataque, los defensores vendrían con Aníbal cuanto antes.
En Crotona no había ni unidad de objetivos ni de sentimientos; parecía como si una enfermedad hubiera atacado a todas las ciudades de Italia por igual, en todas partes la población era hostil a la aristocracia. El Senado de Crotona era favorable a los romanos, la plebe quería poner su república en manos de los cartagineses. Esta división de opiniones en la ciudad fue comunicada a los brucios por un desertor. Según sus declaraciones, Aristómaco era el líder de la plebe e incitaba la rendición de la ciudad, que era extensa y estaba densamente poblada, con fortificaciones cubriendo un gran área. Las posiciones ocupadas por los senadores eran pocas y estaban dispersas, las que estaban en manos del pueblo resultaban accesibles. A sugerencia del desertor, y bajo su guía, los brucios cercaron completamente la ciudad y al primer asalto les dejó entrar el pueblo, y se apoderaron de todo el lugar con excepción de la ciudadela. Esta quedó en poder de los aristócratas, que lo habían preparado de antemano como un lugar donde refugiarse en caso de que algo así pudiera ocurrir. Aristómaco también huyó allí y declaró que él había aconsejado la rendición de la ciudad a los cartagineses, no a los brucios.
[24,3] Antes de la llegada de Pirro a Italia, la ciudad de Crotona tenía murallas que formaban un circuito de doce millas [17760 metros.-N. del T.]. Tras la devastación producida por la guerra, apenas la mitad del lugar estaba habitado; el río, que solía fluir por en medio de la ciudad, corría ahora por la parte exterior donde estaban las casas y la ciudadela quedaba a considerable distancia de ellas. A seis millas [8880 metros.-N. del T.] de esta famosa ciudad había un templo aún más famoso dedicado a Juno Lacinia, objeto de veneración de todas las poblaciones circundantes. Había aquí un bosque sagrado rodeado una densa arboleda y altos abetos, en cuya mitad existía un claro que ofrecía un delicioso pasto. En este claro solía pacer ganado de todo tipo, consagrado a la diosa, sin que nadie cuidase de él; al caer de la noche los distintos rebaños se separaban en sus propios establos sin que ningún animal de presa les acechase ni humano alguno los robase. Este ganado era fuente de grandes beneficios, con el dinero de él obtenido se construyó una columna de oro macizo que se dedicó a la diosa. Así, el templo se hizo famoso por su riqueza tanto como por su santidad y, como suele generalmente suceder en estos lugares célebres, también se le atribuyeron algunos milagros. Se decía que, habitualmente, había un altar colocado en el pórtico del templo y que las cenizas que allí estaban nunca se agitaban con el viento.
La ciudadela de Crotona, que dominaba el mar por un lado y que por el otro estaba en pendiente hacia el campo, estaba protegida al principio únicamente por su posición natural; posteriormente se le protegió más mediante una muralla, por el lado por donde Dionisio, el tirano de Sicilia, aprovechando unas rocas la capturó mediante una estratagema. Fue esta ciudadela la que ahora ocupaban los aristócratas de Crotona, considerándola como una fortaleza bastante segura, mientras que la plebe, junto a los brucios, les sitiaba. Por fin, Los brucios vieron que nunca podrían tomar el lugar con sus propias fuerzas y se vieron obligados a recurrir a Hanón en busca de ayuda. Trató de conseguir que los crotonenses se rindieran con la condición de admitir una colonia brucia y permitir que su ciudad, agotada y asolada por una guerra tras otra, recuperase su antigua populosidad. Ni un solo hombre entre ellos, a excepción de Aristómaco, lo escuchó. Dijeron que antes preferían morir que mezclarse con brucios, cambiar sus ceremonias, costumbres, leyes y hasta a una lengua extranjera. Aristómaco, al verse impotente para persuadirles a que se rindieran y sin ocasión para traicionar la ciudadela como había traicionado la ciudad, se fue en solitario con Hanón. Poco después, algunos embajadores de Locri que, con el permiso de Hanón, habían tenido acceso a la ciudadela, les convencieron de que ser trasladados a Locri en vez de afrontar las últimas consecuencias. Esta ya había dado cuenta a Aníbal de esto y obtenido su consentimiento para proceder así. Así, dejaron Crotona y fueron conducidos al mar, puestos a bordo de un barco y llevados en grupo a Locri. En Apulia, ni el invierno transcurrió en calma entre los romanos y Aníbal. Sempronio estaba invernando en Lucera y Aníbal no muy lejos de Arpi; se produjeron algunas escaramuzas entre ellos cuando se presentó ocasión o cuando algún bando vio oportunidad; estos roces con el enemigo hicieron a los romanos cada día más eficaces y más familiarizados con los astutos métodos de sus oponentes.
[24.4] En Sicilia, la posición de los romanos quedó completamente alterada por la muerte de Hierón -215 a.C.- y la sucesión al trono de su nieto Jerónimo, que era sólo un muchacho y apenas capaz de usar su propia libertad, y menos aún su poder soberano, con moderación. Con aquella edad y con aquel temperamento, tutores y amigos por igual trataron de hundirlo en toda clase de excesos. Según se dice, Hierón, previendo lo que iba a pasar, estaba ansioso al final de su larga vida por dejar Siracusa como un estado libre [es decir, como una república, pues tal es el usual significado político romano de la palabra libertas.-N. del T.], no fuera que el reino que había adquirido y construido por métodos honorables cayera en la ruina bajo el despotismo de un muchacho. Su proyecto se encontró con la más tenaz oposición de sus hijas. Estas imaginaban que mientras que el muchacho conservase en título de rey, el poder podría recaer realmente en ellas y sus maridos, Andranodoro y Zoipo, a quienes el rey se proponía dejar como tutores principales del niño. No era cosa fácil para un hombre de noventa años, noche y día sujeto a la persuasión y halagos de dos mujeres, mantener la mente despierta y hacer que los intereses públicos predominaran sobre los privados en sus pensamientos. Así, todo lo que pudo hacer fue dejar quince tutores a cargo de su hijo, y les imploró en su lecho de muerte para que mantuviesen intactas las relaciones de lealtad con Roma, que había cultivado desde hacía cincuenta años, y cuidaran que el joven, sobre todas las cosas, siguiera sus pasos y se adhiera a los principios en los que se había criado. Tales fueron sus disposiciones. Cuando el rey exhaló su último suspiro, los guardianes dieron cuenta del testamento y presentaron al muchacho, que por entonces tenía unos quince años, ante la asamblea del pueblo. Algunos, que habían tomado posición en distintos sitios para aclamarlo, gritaron su aprobación al testamento; la mayoría, sintiéndose como si hubiesen perdido al padre, temían lo peor ahora que el Estado estaba huérfano. Luego siguió el funeral del rey, que fue honrado más por el amor y el afecto de sus súbditos que por cualquier dolor entre sus propios parientes. Poco después, Andranodoro se deshizo del resto de tutores con la excusa de que Jerónimo era ya un hombre joven y capaz de asumir el gobierno; renunciando él mismo a la tutela que compartía con los otros, concentró todos los poderes en su persona.
[24,5] Incluso un príncipe bueno y sensato hubiera tenido difícil hacerse popular entre los siracusanos como sucesor de su amado Hierón. Pero Jerónimo, como si estuviera ansioso por hacer sentir aún más intensamente la pérdida de su abuelo con sus propios vicios, mostró desde su primera aparición en público cuánto había cambiado todo. Aquellos que, durante tantos años, habían visto a Hierón y a su hijo, Gelón, andar sin que nada en su vestimenta mostrase su realeza para distinguirlos del resto de sus compatriotas, contemplaban ahora a Jerónimo vestido de púrpura, llevando una diadema, rodeado de una escolta armada, e incluso a veces salir de su palacio en una carroza tirada por cuatro caballos blancos, al estilo de Dionisio el tirano. Muy en consonancia con esta extravagante asunción del estado y la pompa estaba el desprecio que mostraba por todos; el tono insolente con que se dirigía a aquellos que le solicitaban audiencia; el modo en que se hacía de difícil acceso, no solo a forasteros sino incluso a sus tutores; sus pasiones monstruosas y su inhumana crueldad. Tal terror se apoderó de todo el mundo que algunos de sus tutores prevenían la muerte por tortura mediante el suicidio o la huida. A tres de ellos, los únicos que tenían acceso familiar al palacio, Andranodoro y Zoipo, los yernos de Hierón, y un cierto Trasón, no se les tenía muy en cuenta en ningún otro asunto; pero como los dos primeros estaban de parte de los cartagineses y Trasón del de los romanos, sus acaloradas discusiones y disputas atrajeron la atención del joven rey. Una conspiración contra la vida del déspota fue revelada por un tal Calón, un muchacho de la misma edad que Jerónimo y acostumbrado desde su niñez a relacionarse con él en términos de perfecta intimidad. El informante fue capaz de dar el nombre de uno de los conspiradores, Teodoto, por quien él mismo había sido invitado a participar en el complot. Este hombre fue arrestado de inmediato y entregado a Andranodoro para torturarle. Confesó su complicidad sin dudar, pero no dijo nada sobre los demás. Por fin, cuando se le sometió a duros tormentos, demasiado terribles para la resistencia humana, fingió ser superado por sus sufrimientos y en vez de descubrir los nombres de los culpables apuntó a un hombre inocente, acusando falsamente a Trasón de ser el cabecilla de la trama. Declaró que, de no tener aquel hombre tan influyente para guiarles, nunca se habrían aventurado en tan grave empresa. Pergeñó aquella historia entre gemidos de angustia y mencionaba los nombres conforme se le ocurrían, cuidando de elegir los más despreciables entre los cortesanos del rey. Fue la mención de Trasón lo que pesó más en persuadir al rey de la veracidad de la historia; fue ejecutado de inmediato y los demás, tan inocentes como él, compartieron su destino. A pesar de que su cómplice estuvo bajo tortura durante mucho tiempo, ni uno de los conspiradores reales se ocultó o buscó refugio huyendo, tan grande era su confianza en el valor y el honor de Teodoto, y tan grande la firmeza con la que guardó su secreto.
[24.6] El único enlace con Roma había desaparecido con Trasón y no había ninguna duda sobre el giro de la situación hacia la rebelión. Se mandaron embajadores a Aníbal, que envió de vuelta, junto a un joven noble llamado también Aníbal, otros dos embajadores, Hipócrates y Epícides, nativos de Cartago y cartagineses por parte de madre, aunque su abuelo era un refugiado de Siracusa. Por sus oficios se firmó una alianza entre Aníbal y el tirano de Siracusa y, con el consentimiento de Aníbal, se quedaron junto a Jerónimo. Tan pronto como Apio Claudio, que estaba al mando en Sicilia, tuvo noticias de esto, mandó embajadores a Jerónimo. Cuando anunciaron que habían venido a renovar la alianza que existía con su abuelo, se rieron de ellos y, cuando ya se marchaban, el rey les preguntó con burlas qué tal suerte habían corrido en la batalla de Cannas, pues apenas podía creer lo que los enviados de Aníbal le contaron; quería saber la verdad para poder decidirse sobre cuál de los caminos a seguir le ofrecía las mejores perspectivas. Los romanos le dijeron que volverían nuevamente ante él cuando hubiera aprendido a recibir con seriedad las embajadas y, después de advertirle, en vez de pedirle, que no diera de lado a la ligera su alianza, se marcharon. Jerónimo mandó embajadores a Cartago para concluir un tratado en los términos de su alianza con Aníbal. Se acordó en este pacto que después de haber expulsado a los romanos de Sicilia -lo que se haría prontamente si se enviaba una flota y un ejército-, el río Himera, que divide casi en partes iguales la isla, vendría a ser la frontera entre los dominios de Siracusa y los de Cartago. Hinchado por la adulación de las gentes que le decían que debía seguir los pasos no ya de Hierón, sino los de su abuelo materno, el rey Pirro, Jerónimo envió una segunda legación a Aníbal para decirle que pensaba que lo justo sería que toda Sicilia le fuera cedida y que Cartago debería reclamar el imperio sobre Italia como propio. Tal frivolidad y jactancia no sorprendieron en el exaltado joven, de quien solo preocupaba que se mantuviese lejos de Roma.
[24.7] Pero todas estas cosas lo precipitaban hacia su ruina. Había enviado a Hipócrates y a Epícides por delante, cada uno con dos mil soldados, para atacar algunas ciudades que estaban ocupadas por guarniciones romanas, mientras que él mismo avanzaba hacia Lentini [la antigua Leontini.-N. del T.] con quince mil infantes y jinetes, que suponían el resto de su ejército. Los conspiradores, que resultaban estar todos en filas, se apoderaron de una casa vacía con vistas a la estrecha calle por la que el rey solía bajar al foro. Mientras estaban todos delante de la casa, con todas sus armas, esperando que pasase el rey, a uno de ellos, llamado Dinomenes, se le encargó, por ser uno de los guardaespaldas, mantener atrás a la multitud, por cualquier medio, cuando el rey se acercase a la puerta de la casa. Todo se hizo como se había convenido. Aparentando aflojar uno de los lazos [se supone que de su calzado.-N. del T.] que le apretaba demasiado el pie, Dinomenes retrasó al cortejo y consiguió abrir un hueco tan grande entre ellos que cuando el rey fue atacado en ausencia de sus guardias, resultó apuñalado en varias partes antes de que le pudiera llegar ayuda. Tan pronto escucharon los gritos y el tumulto, la guardia arrojó sus jabalinas sobre Dinomenes, que sin duda estaba bloqueando el camino, y que escapó con solo dos heridas. Cuando vieron al rey tendido en el suelo, sus acompañantes huyeron. Algunos de los asesinos se dirigieron al pueblo, que estaba reunido en el foro regocijándose con su recobrada libertad; otros se apresuraron a ir a Siracusa para impedir los planes de Adranodoro y el resto de los hombres del rey. En este estado de cosas crítico, Apio Claudio, al darse cuenta de que empezaba una guerra en su vecindad, envió un despacho al Senado informándole de que Sicilia estaba siendo ganada para Cartago y Aníbal. Para frustrar los planes que se tramaban en Siracusa, trasladó todas las guarniciones a la frontera entre la provincia romana y los dominios del difunto rey. Al término del año, Quinto Fabio fue autorizado por el Senado para reforzar Pozzuoli [la antigua Puteoli.-N. del T.], donde la colonia comercial había visto aumentar mucho su población durante la guerra, y también para situar en ella una guarnición. Durante su camino a Roma, donde iba para celebrar las elecciones, dio aviso de que las convocaría para el primer día hábil en que pudiera fijarlas, y después, para ahorrar tiempo, marchó sin entrar en la Ciudad, hasta el Campo de Marte [de esta manera no perdería sus poderes militares, que sólo mantenía fuera del pomerium, o límites sagrados, de la Ciudad.-N. del T.]. Aquel día, la suerte de la primera votación recayó en la centuria de jóvenes de la tribu de los Anios [centuria prerrogativa: se sorteaba cuál sería la primera en votar y su elección se consideraba indicativa del parecer divino, condicionando mucho el resto del proceso.-N. del T.], que dio su voto a Tito Otacilio y Marco Emilio Regilo, cuando Quinto Fabio, habiendo obtenido el silencio, pronunció el siguiente discurso:
[24.8] «Si Italia estuviese en paz, o si tuviéramos entre manos una guerra y un enemigo ante los que gozásemos de mayor margen de error, consideraría que le preocupaban poco vuestras libertades a cualquiera que viniese a detener el entusiasmo con que habéis acudido aquí, al Campo de Marte, a conferir honores a los hombres de vuestra elección. Pero en esta guerra, enfrentando a este enemigo, ninguno de nuestros generales ha cometido nunca un solo error que no nos haya involucrado en los más graves desastres; así pues, lo único adecuado es que ejerzáis vuestra libertad en la elección de cónsules tanta seriedad como la que mostráis al marchar armados al combate. Cada hombre debe decirse: «Nombro al cónsul que será el igual de Aníbal. Ha sido este año cuando Vibelio Táurea, el primero de los caballeros campanos, desafió y se enfrentó con Aselo Claudio, el mejor jinete romano, en Capua. Contra un galo, que lanzó en tiempos su desafío en el puente sobre el Anio, enviaron nuestros antepasados a Tito Manlio, un hombre diestro y de coraje indomable. No muchos años después, me atrevo a decir que armado con el mismo valor y confianza, el mismo Marco Valerio se armó contra el galo que le desafió del mismo modo a combate singular. Del mismo modo que deseamos que nuestra infantería y nuestra caballería sean las más fuertes, o si eso fuera imposible que resultase por lo menos igual a la del enemigo, así debemos buscar un jefe por lo menos igual al suyo. Incluso si elegimos como nuestro jefe al mejor general de la república, solo es elegido por un año, e inmediatamente después de su elección tendrá que enfrentarse a un estratega veterano que no está constreñido por ningún límite de tiempo o autoridad, ni impedido de formar y ejecutar cualesquiera planes que requieran las necesidades de la guerra. En nuestro caso, por el contrario, se nos va el año simplemente entre hacer los preparativos y dar inicio a una campaña. He dicho lo suficiente en cuanto a la clase de hombres que debéis elegir como vuestros cónsules; permitidme decir unas palabras sobre los hombres en cuyo favor se ha producido la primera votación. Marco Emilio Regilo es el flamen Quirinal [o sea, el sacerdote encargado del culto a Rómulo; bajo ningún concepto podía conducir tropas ni abandonar Roma sin autorización de pontífice máximo.-N. del T.]; no podemos descargarle de sus deberes sagrados sin descuidar nuestra obligación para con los dioses y no podemos mantenerlo en casa sin descuidar la debida atención a la guerra. Otacilio está casado con la hija de mi hermana y tiene hijos con ella, pero las obligaciones que me habéis conferido a mí y a mis antepasados no son tales como para que yo anteponga las relaciones privadas al bienestar del Estado. En un mar en calma cualquier marinero, cualquier pasajero, puede dirigir el barco; pero cuando surge una violenta tormenta y el barco es impulsado por el viento sobre las aguas turbulentas, entonces queréis tener alguien que sea un auténtico piloto. No navegamos ahora en aguas tranquilas, ya hemos casi naufragado en la muchas tormentas que nos han azotado y, por lo tanto, debéis emplear de la máxima previsión y prudencia al elegir al hombre que ha de tomar el timón.
«En cuanto a ti, Tito Otacilio, ya hemos tenido alguna experiencia sobre tu dirección de operaciones relativamente poco importantes, y desde luego no nos has dado motivo alguno para que te confiemos otras de más envergadura. Había tres objetivos por los que equipamos este año la flota que tú mandaste: asolar la costa africana, asegurarnos la costa Italiana y, lo más importante de todo, impedir que llegase cualquier refuerzo, dinero o suministros que enviasen desde Cartago para Aníbal. Si Tito Otacilio ha cumplido, no diré ya todos, sino solo alguno de estos objetivos, elegidlo sin dudar cónsul en beneficio de la república. Pero, si mientras estabas al mando de la flota, le llegó a Aníbal sano y salvo todo cuando precisaba desde su hogar, si la costa de Italia este año ha estado en mayor peligro que la de África, ¿qué motivo plausible puedes ofrecer para que se te erija justamente a ti para enfrentarte a Aníbal? Si tú fueses cónsul tendríamos que seguir el ejemplo de nuestros antepasados y nombrar un dictador, y no podrías tomar como un insulto que alguno, entre todos los ciudadanos de Roma, fuera considerado mejor estratega que tú. Es a ti a quien más importa, Tito Otacilio, que no se eche sobre tus hombros una carga que te aplastaría. Y a vosotros, compatriotas míos, apelo solemnemente para recordaros lo que estáis a punto de hacer. Imaginaos armados y formados en vuestras filas sobre el campo de batalla; de repente, os llaman para elegir dos jefes bajo cuyo auspicioso generalato debáis luchar. Elegid hoy con el mismo ánimo a los cónsules a quienes prestarán juramento vuestros hijos, a cuya convocatoria se reunirán en asamblea y bajo cuya tutela y protección habrán de servir. Trasimeno y Cannas son tristes precedentes a recordar, pero son también solemnes advertencias para protegerse contra desastres similares. ¡Ujier! llama nuevamente a la centuria aniense de jóvenes para que voten otra vez».
[24,9] Tito Otacilio estaba enfurecido, exclamando a gritos que Fabio quería ver prolongado su consulado, y como persistía en provocar disturbios, el cónsul ordenó a los lictores que se le aproximasen y le advirtiesen de que, como había marchado directamente hacia el Campo de Marte sin entrar en la Ciudad, las hachas estaban aún en las fasces [es decir, aún tenía potestad para aplicar la pena de muerte sumarísima.-N. del T.]. La votación, entre tanto, se había reanudado y la primera votó a favor de Quinto Fabio Máximo como cónsul, por cuarta vez, y de Marco Marcelo por tercera. Todas las demás centurias votaron sin excepción por los mismos hombres. A Quinto Fulvio Flaco se le prorrogó la pretura y para las demás se nombraron otros distintos: Tito Otacilio Craso fue pretor por segunda vez, Quinto Fabio, un hijo del cónsul y edil curul en el momento de su elección, y Publio Cornelio Léntulo. Cuando finalizó la elección de los pretores, el Senado aprobó una resolución por la que a Quinto Fulvio se le encomendaría la Ciudad como su provincia y que cuando los cónsules hubieran partido para la guerra él tendría el mando en casa. Hubo dos grandes inundaciones este año; el Tíber anegó los campos, provocando una destrucción generalizada de edificios agrícolas, provisiones y muchas pérdidas de vidas. Fue en el quinto año de la Segunda Guerra Púnica cuando Quinto Fabio Máximo asumió el consulado por cuarta vez y Marco Claudio Marcelo por tercera -214 a.C.-. Su elección provocó un interés inusual entre los ciudadanos, pues había pasado mucho tiempo desde que habían tenido un par de cónsules como ellos. Los ancianos recordaban que Máximo Rulo había sido elegido de una forma similar, junto con Publio Decio, a causa de la guerra Gala, y también luego, del mismo modo, Papirio y Carvilio habían sido elegidos cónsules para actuar contra los samnitas y los brucios así como contra los lucanos y tarentinos. Marcelo fue elegido estando ausente, mientras permanecía con el ejército. Fabio fue reelegido cuando estaba ocupando el cargo y, de hecho, celebrando las elecciones. Irregular como resultaba, las circunstancias del momento, las exigencias de la guerra, la crítica posición de la república impidieron que nadie inquiriese sobre los precedentes o sospechase que el cónsul ambicionaba el poder. Por el contrario, alabaron su grandeza de espíritu, pues cuando supo que la República necesita de su mejor general, y que él lo era sin duda, pensó menos en los odios personales en que pudiera incurrir que en el interés de la república.
[24.10] El día en que los cónsules tomaron posesión del cargo [el 15 de marzo del 214 a.C.; no se cambiaría la fecha al 1º de enero hasta el año 153 a.C., a consecuencia de la dura guerra numantina y la lejanía a Roma.-N. del T.], se celebró una reunión en el Capitolio. El primer decreto aprobado consistió en que los cónsules debían sortear entre ellos o ponerse de acuerdo en cuál dirigiría la elección de censores antes de partir a reunirse con el ejército. Un segundo decreto amplió el mando militar de los anteriores cónsules, que se encontraban con sus ejércitos, y se les ordenó permanecer en sus respectivas provincias: Tiberio Graco en Lucera, donde estaba estacionado con su ejército de esclavos voluntarios, Cayo Terencio Varrón en territorio picentino y Manio Pomponio en territorio galo. Los pretores del año anterior actuarían como propretores; Quinto Mucio se ocuparía de Cerdeña y Marco Valerio permanecería al mando de la costa, con sus cuarteles en Brindisi, donde debería estar alerta contra cualquier movimiento por parte de Filipo de Macedonia. La provincia de Sicilia se asignó a Publio Cornelio Léntulo, uno de los pretores, y Tito Otacilio fue a mandar la misma flota que había tenido el año anterior para actuar contra los cartagineses. Se anunciaron aquel año muchos portentos, y cuando más numerosos eran los hombres de mentes sencillas y piadosas que creían en ellos, más numerosas eran las notificaciones. Justo en el interior del templo de Juno Sospita [salvadora.-N. del T.] en Lanuvio algunos cuervos habían construido un nido; en Apulia se incendió una palmera verde; en Mantua, una piscina formada por el desbordamiento del agua del Mincio adoptó la apariencia de sangre; en Calvi Risorta llovió greda y en Roma, en el Foro Boario, sangre; en el barrio Insteiano fluyó una corriente subterránea con tal violencia que arrastró algunas tinajas y toneles que allí había, como si hubieran sido barridas por un torrente; fueron alcanzados por el rayo el atrio público del Capitolio, el templo de Vulcano en el Campo de Marte, el de Vacuna y un camino público en territorio sabino y las murallas y una de las puertas de Gabii. Luego se informó de otras maravillas: la lanza de Marte, en Palestrina, se movió por sí mismas; en Sicilia habló un buey; un nonato, entre los marrucinos, gritó «¡Viva! ¡Victoria!» dentro del vientre de su madre; en Spoleto una mujer se convirtió en hombre; en Atri [la antigua Hadria.-N. del T.] fue visto un altar en el cielo con hombres vestidos de blanco en pie en torno a él; y finalmente en Roma, en la misma Ciudad, un enjambre de abejas fue visto en el foro e inmediatamente después algunas personas empezaron a gritar «¡a las armas!», declarando que vieron legiones armadas en el Janículo, aunque las personas que estaban en aquel momento en la colina dijeron que no vieron a nadie, excepto a los que trabajaban allí habitualmente en los jardines. Estos portentos fueron expiados mediante víctimas mayores [ovejas y corderos ya crecidos.-N. del T.], de acuerdo con las instrucciones de los arúspices, y se ordenaron solemnes rogativas a todos los dioses que poseían santuarios en Roma.
[24.11] Cuando se hubo practicado todo para asegurar «la paz de los dioses», los cónsules presentaron ante el Senado las cuestiones relativas a la política del Estado, la dirección de la guerra y la cantidad y disposición de las fuerzas militares y navales de la república. Se decidió poner dieciocho legiones en campaña. Cada uno de los cónsules tendría dos; la Galia, Sicilia y Cerdeña serían guarnecidas cada una por dos legiones; Quinto Fabio, el pretor, se haría cargo del mando de las dos de Apulia y Tiberio Graco mantendría sus dos legiones de esclavos voluntarios en Lucera. Una legión quedaría en el Piceno con Cayo Terencio, otra más con Marco Valerio en Brindisi, para la flota, y se dejarían dos para defender la Ciudad. Para alcanzar este número de legiones habrían de alistarse seis nuevas. Los cónsules se dispusieron a alistarlas tan pronto como pudieran, y a equipar una flota de manera que, con los barcos apostados frente a la costa calabresa, la armada de aquel año pudiera incrementarse hasta los ciento cincuenta grandes buques de guerra. Tras alistar las tropas y botar cien nuevas naves, Quinto Fabio celebró los comicios para la elección de censores; los elegidos fueron Marco Atilio Régulo y Publio Furio Filo. Como los rumores de guerra en Sicilia se hacían más frecuentes, Tito Otacilio se dirigió navegando allí con su flota. Como había falta de marineros, los cónsules, actuando según una disposición del Senado, publicaron una orden por la que cada uno de los que hubieran sido censados o cuyo padre hubiera sido censado, en la censura de Lucio Emilio y Cayo Flaminio, con una fortuna de entre cincuenta mil a cien mil ases [1 as = 27,25 gramos de bronce.-N. del T.], o que hubieran alcanzado desde entonces aquella cantidad, deberían proporcionar cada uno un marinero y seis meses de sueldo; los que poseyeran una fortuna evaluada entre cien mil y trescientos mil ases debían proporcionar tres marineros y doce meses de sueldo; los que poseyeran entre trescientos mil y un millón debían contribuir con cinco marineros y, por encima de esta cantidad, siete. Los senadores debían presentar ocho marineros y la soldada de un año. Los marineros así dispuestos, tras ser armados y equipados por sus amos, subieron a bordo con las raciones para treinta días [es decir, se trataba de esclavos.-N. del T.]. Esta fue la primera ocasión en que se alistó una flota romana con marineros costeados por los particulares.
[24.12] La extraordinaria magnitud con que se efectuaron estos preparativos dejaron a los campanos consternados; temían que los romanos iniciaran ese año su campaña sitiando Capua. Por tanto, mandaron embajadores ante Aníbal implorándole que llevase su ejército hasta Capua; nuevos ejércitos, le informaron, habían sido levantados en Roma con el propósito de atacarles, y no había ciudad de cuya defección se resintiesen más los romanos que la suya. Debido a la urgencia del mensaje, Aníbal sintió que debía perder tiempo, por si los romanos se le anticipaban, y dejando Arpi asentó su posición en su antiguo campamento en el Tifata, sobre Capua. Dejando sus númidas e hispanos para proteger el campamento y Capua a la vez, descendió con el resto de su ejército al Lago Averno, con el aparente propósito de sacrificar, pero en realidad para hacer un intento contra Pozzuoli y su guarnición. Tan pronto como le llegaron las noticias de la partida de Aníbal de Arpi y su regreso a la Campania, Máximo regresó con su ejército, viajando día y noche y envió órdenes a Tiberio Graco para que moviera sus fuerzas de Lucera a Benevento, mientras que a Quinto Fabio, el pretor e hijo del cónsul, se le ordenó que ocupase el lugar de Graco en Lucera. Por entonces, salieron dos pretores hacia Sicilia: Publio Cornelio para el ejército y Tito Otacilio para hacerse cargo de la costa y dirigir las operaciones navales. Todos los demás marcharon a sus respectivas provincias, y aquellos cuyo mandato había sido prorrogado se mantuvieron en los mismos territorios que habían ocupado el año anterior.
[24.13] Estando Aníbal en el lago Averno fue visitado por cinco jóvenes nobles de Tarento que habían sido hechos prisioneros, unos en el Trasimeno y otros en Cannas, y que después habían sido enviados a sus hogares con el mismo trato cortés que los cartagineses habían mostrado hacia todos los aliados de Roma. Le dijeron que no habían olvidado su amabilidad y que por gratitud habían persuadido a la mayoría de los hombres más jóvenes de Tarento para que escogiesen la amistad y la alianza de Aníbal con preferencia sobre la de los romanos; sus compatriotas les habían enviado que marchase cerca de Tarento. «Con que únicamente tus estandartes y campamento», declararon, «fuesen vistos en Tarento, no se vacilaría en poner la ciudad en tus manos. El pueblo está en manos de los hombres más jóvenes, y el gobierno de Tarento está en manos del pueblo». Aníbal les abrumó con alabanzas, les cargó con espléndidas promesas y les pidió que regresasen a casa para madurar sus planes. Él mismo se presentaría en el momento adecuado. Con esta esperanza, se despidió a los tarentinos. El propio Aníbal ansiaba sobremanera apoderarse de Tarento; veía que era una ciudad rica y noble y, lo que era más importante, se trataba de una ciudad marítima en la costa frente a Macedonia; como los romanos mantenían Brindisi, esta podría ser la puerta por la que el rey Filipo entrase si ponía rumbo a Italia. Después de realizar los ritos sagrados que eran la excusa para su venida, y habiendo durante su estancia devastado el territorio de Cumas hasta donde el cabo de Miseno, marchó repentinamente hacia Pozzuoli esperando sorprender a la guarnición romana. Había allí seis mil soldados y la plaza estaba muy fortificada, no solo por su naturaleza. Los cartagineses pasaron tres días allí, atacando la fortaleza por todas partes, y al no tener éxito alguno se dedicó a asolar el territorio alrededor de Nápoles, más por rabia y decepción que por esperanza en apoderarse de la ciudad. El pueblo de Nola, que había permanecido mucho tiempo desafecto a Roma y en desacuerdo con su propio senado, se entusiasmó grandemente con su presencia en territorio tan próximo al suyo. En consecuencia, sus embajadores llegaron para invitar a Aníbal y asegurarle positivamente que la ciudad se le entregaría. Sus intenciones fueron anticipadas por el cónsul Marcelo, que había sido llamado por los ciudadanos más notables. En un día, marchó desde Calvi Risorta hasta Arienzo a pesar del retraso por el cruce del río Volturno, y a la noche siguiente introdujo en Nola seis mil infantes y quinientos jinetes para proteger al senado. Mientras el cónsul actuaba con la mayor energía asegurando Nola contra un ataque, Aníbal perdía el tiempo y, tras dos intentos infructuosos, estaba cada vez menos inclinado a confiar en el pueblo de Nola.
[24,14] Mientras sucedía todo aquello, el cónsul Quinto Fabio atacó Casilino, que estaba sostenida por una guarnición cartaginesa; al mismo tiempo, como si actuasen de acuerdo, Hanón, marchando desde el Brucio con un poderoso cuerpo de jinetes e infantes, llegaba a Benevento por un lado y Tiberio Graco, desde Lucera, se acercaba desde la dirección contraria. Este llegó el primero a la ciudad y, oyendo que Hanón había acampado junto al río Calore, a unas tres millas de la ciudad [4440 metros.-N. del T.], y que estaba devastando los campos, salió de la ciudad y asentó su campamento como a una milla del enemigo. Aquí reunió sus tropas en una asamblea. Sus legiones estaban compuestas en su mayoría por esclavos voluntarios que se habían hecho a la idea de ganar su libertad sin murmuraciones y sirviendo otro año más, en lugar de exigirlo abiertamente. Había advertido, sin embargo, al salir de sus cuarteles de invierno, que existían «crecientes rumores de descontento en el ejército, pues los soldados se preguntaban si alguna vez servirían como hombres libres». A consecuencia de esto, había enviado una carta al Senado en la que indicaba no tanto lo que querían como lo que se merecían; le habían rendido hasta el momento buenos y valientes servicios y solo les separaba del nivel de los soldados normales la cuestión de su libertad personal. Sobre aquel asunto, se le había concedido autorización para que actuase como creyese mejor para los intereses de la república. Así que, antes de cerrar con el enemigo, les anunció que había llegado el momento que tanto habían esperado, y que ya era el momento de ganar su libertad. Al día siguiente se libraría una batalla campal, en una llanura abierta y expedita, donde habría amplio margen para el auténtico valor, sin temor a emboscadas. Cualquiera que trajese de vuelta la cabeza de un enemigo, sería al momento, por orden suya, declarado hombre libre; a cualquiera que abandonase su puesto en las filas, él le castigaría con la muerte de un esclavo [la crucifixión, contra la decapitación impuesta a los ciudadanos libres.-N. del T.]. La fortuna de cada hombre estaba en sus propias manos. No solo él era el autor de su libertad, sino también el cónsul Marcelo y la totalidad del Senado, a quien había consultado y que le había autorizado a obrar con libertad. Luego leyó el despacho de Marcelo y la resolución aprobada en el Senado. Estos fueron recibidos con un clamor intenso y general. Exigieron que les llevara de inmediato al combate y le presionaron para que diera la señal. Graco anunció que la batalla se daría al día siguiente y despidió los hombres. Los soldados tenían la moral alta, en especial aquellos que esperaban ganar su libertad con el trabajo duro de un día, y pasaron el resto de la jornada alistando sus armas y corazas.
[24.15] Cuando, por la mañana del día siguiente, sonaron los toques de corneta, los esclavos voluntarios fueron los primeros en reunirse frente al pretorio, armados y dispuestos. Tan pronto salió el sol, Graco llevó sus fuerzas al campo de batalla, no retrasándose el enemigo en hacerle frente. Este disponía de diecisiete mil infantes, la mayor parte brucios y lucanos, y de mil doscientos de caballería, entre los que había unos cuantos italianos y todos los demás númidas y moros. La batalla resultó intensa y larga; durante cuatro horas, ninguno de los dos obtuvo ninguna ventaja. Nada obstaculizó más a los romanos que el haber fijado un precio por las cabezas de sus enemigos, el precio de la libertad; pues tan pronto alguno había atacado furiosamente a un enemigo y le daba muerte, perdía el tiempo cortándole la cabeza -cosa difícil en el tumulto y confusión de la batalla- y después, como sus diestras estaban ocupadas agarrando las cabezas, los mejores soldados no pudieron seguir combatiendo y la batalla quedó para los lentos y menos animosos. Los tribunos militares informaron a su comandante que no se atacaba a los enemigos en sus posiciones, sino que se masacraba a los caídos y los soldados llevaban en sus manos derechas cabezas en lugar de espadas. Graco les hizo dar orden de inmediato para que arrojasen las cabezas y acometieran al enemigo, y que les dijeran que su valor ya estaba lo bastante probado y que no habría ninguna duda sobre la libertad de los hombres valientes. Tras esto, la lucha se reanudó y hasta la caballería fue enviada contra el enemigo. Los númidas lanzaron un contraataque con gran impetuosidad, y la lucha llegó a ser tan feroz entre las caballerías como lo era entre las infanterías, haciendo dudoso otra vez el resultado. Los comandantes de ambos bandos lanzaron ahora un llamamiento a sus hombres: los romanos señalaban a los brucios y lucanos, tantas veces derrotados y aplastados por sus antepasados; los cartagineses mostrando desprecio hacia los esclavos romanos y los soldados sacados de las cárceles. Por fin, Graco exclamó que no habría esperanza alguna de libertad si no se derrotaba al enemigo aquel día y se le ponía en fuga.
[24,16] Estas palabras encendieron de tal manera su coraje que parecían hombres diferentes; lanzaron nuevamente el grito de guerra y se arrojaron sobre el enemigo con tal fuerza que ya no pudieron resistir su ataque. Quedaron rotas las filas cartaginesas delante de sus estandartes, luego los soldados que rodeaban los estandartes fueron puestos en desorden y, al final, todo su ejército cayó en una completa confusión. No tardaron en quedar derrotados sin dudas, y corrieron a su campamento con tanta prisa y pánico que ni en las puertas ni en la empalizada hubo intento alguno de resistencia. Los romanos casi les pisaban los talones y comenzó una nueva batalla dentro de la muralla enemiga. Aquí, los combatientes tenían menos espacio para moverse y el combate resultó aún más sangriento. Los prisioneros que había en el campamento también ayudaban a los romanos, pues tomaron unas espadas en la confusión y, formando en una sólida falange, cayeron sobre los cartagineses por la retaguardia y detuvieron su huida. De aquel gran ejército, escaparon menos de 2000 hombres, y entre estos la mayor parte fue de la caballería, que consiguió salir con su general; todos los demás fueron muertos o hechos prisioneros, capturándose treinta y ocho estandartes. De los vencedores, apenas cayeron dos mil. La totalidad del botín, con excepción de los prisioneros, se le entregó a los soldados; también se exceptuó todo el ganado que sus propietarios reclamaron en los siguientes treinta días.
En regresar al campamento, cargados con el botín, unos cuatro mil de los esclavos voluntarios que se habían mostrado remisos en el combate y que no se habían unido a la carrera contra el campamento enemigo, se apoderaron de una colina no lejos de su propio campamento, pues temían el castigo. Al día siguiente, Graco ordenó que desfilase su ejército y estos hombres fueron arrastrados por sus oficiales y entraron en el campamento después que el resto del ejército se reuniera. El procónsul otorgó el primer lugar las recompensas militares a los veteranos, de acuerdo con el valor y actos mostrados en la batalla. Luego, volviéndose hacia los esclavos voluntarios, les dijo que habría preferido elogiar a todos por igual, tanto si lo merecían como si no, antes que tener que castigar a nadie aquel día. Que lo que voy a hacer sea en beneficio, felicidad y prosperidad de la república y vuestro: Os declaro hombres libres». Tras estas palabras estalló una tormenta de aclamaciones; en un momento se abrazaban y felicitaban unos a otros, al siguiente elevaban sus manos al cielo y rezaban para que descendiesen todas las bendiciones sobre el pueblo de Roma y sobre el propio Graco. Pero Graco continuó: «Antes de igualaros con los hombres libres, no quise hacer marca que distinguiera al soldado valiente del cobarde; pero ahora que la república ha cumplido su palabra para con vosotros, no dejaré de hacer distinción entre valor y cobardía. Pediré que me traigan los nombres de aquellos que, retrayéndose del combate, se separaron luego de nosotros; cuando sean convocados ante mí les haré prestar el juramento de que, mientras están en filas y a menos que se lo impida la enfermedad, comerán y beberán siempre de pie. No os pesará este pequeño castigo cuando reflexionéis en que habría sido imposible imponeros estigma más ligero por vuestra cobardía».
Dio órdenes luego para que se empacaran las tiendas y otros bagajes, y los soldados, cargando con su botín o llevándolo ante ellos, regresaron alegres a Benevento entre bromas, con los ánimos tan felices que parecían regresar de un día de fiesta y no de una batalla. Toda la población de Benevento salió en masa a su encuentro en las puertas; abrazaban y felicitaban a los soldados y les invitaban a participar de su hospitalidad. Se habían extendido mesas para ellos en los patios de las casas; los ciudadanos invitaban a los hombres y solicitaron a Graco que permitiese a sus tropas disfrutar de una fiesta. Graco consintió, a condición de que todo el banquete fuese a la vista del público, cada ciudadano llevó su parte y colocaron sus meses frente a sus puertas. Los voluntarios, que ahora ya no eran más esclavos, llevaron durante la fiesta píleos [los gorros o sombreros que llevaban los hombres libres y que daban a los esclavos al manumitirlos.-N. del T.] o bandas de lana blanca alrededor de la cabeza; unos reclinados y otros de pie, comiendo al tiempo que servían a los otros. Graco pensó que valía la pena conmemorar la escena y, a su regreso a Roma, ordenó que se pintase en el templo de la Libertad, que había construido y dedicado su padre en el Aventino con el producto de las multas, una representación de aquel día.
[24.17] Durante el transcurso de aquellos sucesos en Benevento, Aníbal, tras devastar el territorio napolitano, llevó su campamento a Nola. Tan pronto el cónsul fue alertado de su llegada, envió a buscar a Pomponio, el propretor, para que se le uniese con el ejército que estaba acampado sobre Arienzo, y se dispuso a enfrentarse al enemigo sin demora. Envió a Cayo Claudio Nerón con lo mejor de la caballería a través de la puerta del campamento que estaba más alejada del enemigo, en medio de la noche, con instrucciones de cabalgar rodeando al enemigo sin ser observado, seguirlo lentamente y, cuando viera que comenzaba la batalla, lanzarse sobre su retaguardia. Nerón no pudo seguir sus órdenes, fuera porque se perdió o porque no tuviera suficiente tiempo, no se sabe. La batalla empezó en su ausencia y los romanos, sin duda, ganaron ventaja, pero al no aparecer la caballería a tiempo, los planes del comandante se torcieron. Marcelo no se atrevió a perseguir a los cartagineses que retrocedían, y ordenó tocar a retirada aunque sus soldados estaban, en realidad, venciendo. Se afirma que aquel día murieron más de dos mil enemigos, mientras que los romanos perdieron menos de cuatrocientos hombres. Nerón regreso próximo el atardecer, con sus caballos y jinetes agotados en vano y sin haber visto siquiera al enemigo. Fue reprendido severamente por el cónsul, que incluso llegó a decir que era enteramente culpa suya el no haber infligido al enemigo una derrota tan aplastante como la de Cannas. Al día siguiente, los romanos marcharon hacia el campo de batalla, pero los cartagineses permanecieron en su campamento, admitiendo así tácitamente que habían sido vencidos. Al tercer día, en el silencio de la noche y perdida toda esperanza de apoderarse de Nola, cuyos intentos siempre fracasaron, parte [Aníbal.-N. del T.] hacia Tarento, donde tenía más esperanzas de apoderarse de la plaza mediante la traición.
[24.18] El Gobierno demostró tanta energía en casa como en campaña. Debido a lo vacío de las arcas, los censores fueron liberados de la tarea de contratar obras públicas y pusieron su atención en la regulación de la moral pública y el castigo de los vicios que se originaban durante la guerra, igual que las naturalezas debilitadas por una larga enfermedad desarrollan naturalmente otros males. Empezaron por convocar ante ellos a aquellos de los que se informó que habían concebido planes para abandonar la república tras la derrota de Cannas; el principal implicado, Marco Cecilio Metelo, resultó ser cuestor por aquel entonces [otras ediciones dicen «censor», pero el texto latino emplea claramente el término «quaestor».-N. del T.]. Él y el resto de los involucrados en la acusación fueron llevados a juicio y, al no ser capaces de aclarar su conducta, los censores les declararon culpables de haber hablado contra la república, tanto privada como públicamente, para lograr que se formase una conspiración para abandonar Italia. Además de estos, fueron convocados aquellos que habían resultado demasiado ingeniosos al interpretar su exoneración de un juramento: los prisioneros que pensaban que, al haber regresado furtivamente, tras haber salido, al campamento de Aníbal, quedaban liberados del juramento que habían hecho de volver allí. En su caso, y en el de los antes mencionados, todos los que poseían caballos del Estado fueron privados de ellos, y a todos se les borró de sus tribus y se les convirtió en erarios [se convertían en simples contribuyentes y se les aminoraba el valor de sus fortunas.-N. del T.]. No se limitó la atención de los censores al Senado o al orden ecuestre, sacaron de los archivos de las centurias de jóvenes los nombres de todos aquellos que no habían prestado servicio durante cuatro años, a menos que estuviesen formalmente exentos o incapacitados por enfermedad, fueron borrados de las tribus los nombres de más de dos mil hombres y convertidos también en erarios. Este drástico proceder de los censores fue seguido por severas medidas por parte del Senado. Este aprobó una resolución por la que todos aquellos a quienes hubiesen degradado los censores debían servir como soldados de infantería y ser enviados con los restos del ejército de Cannas a Sicilia. Esta clase de soldados sólo terminaría su servicio cuando el enemigo hubiera sido expulsado de Italia.
Como los censores estaban entonces absteniéndose, por el vacío del Tesoro, de efectuar contrato alguno para la reparación de los edificios sagrados, para suministrar caballos a los carros y otros asuntos por el estilo, eran frecuentados por aquellos que habían solido licitar aquellos contratos y que les urgían para concluir todos sus negocios y firmar los contratos igual que si hubiese fondos en la tesorería. Nadie, decían, reclamaría el dinero del Tesoro hasta que la guerra hubiera terminado. Vinieron después los dueños de los esclavos a los que Tiberio Sempronio había manumitido en Benevento. Declararon que habían tenido conocimiento por los triunviros de que iban a recibir el valor de sus esclavos, pero que no lo aceptarían hasta que hubiese terminado la guerra. Mientras los plebeyos demostraban así su disposición a enfrentarse con las dificultades de un erario público vacío, empezaron a ser depositados los patrimonios de los huérfanos, primero, y luego el de las viudas y solteras; todo ellos pensando que en ningún otro lugar estaría más seguro ni más escrupulosamente custodiado que bajo la garantía del Estado. Cuanto se compraba o suministraba a los huérfanos o viudas, era autorizado por el cuestor. Este espíritu de generosidad por parte de los ciudadanos particulares se extendió desde la ciudad a los campamentos, de modo que ni un soldado a caballo, ni un solo centurión aceptó su paga; el que lo hizo mereció el epíteto infamante de «mercenario» [recordemos que aquel ejército romano, todavía, estaba compuesto por ciudadanos que pagaban su equipamiento y manutención. Las cantidades y botín que recibían eran más a modo de compensación por su abandono de negocios o propiedades que un salario propiamente dicho.-N. del T.].
[24,19] Se ha mencionado antes que el cónsul, Quinto Fabio, estaba acampado cerca de Casilino, que estaba guarnecida por una fuerza compuesta de dos mil campanos y setecientos de las tropas de Aníbal. Gneo Magio Atelano, que era el medix tuticus [ver Libro 23,35.-N. del T.] de aquel año, encargó a Estacio Mecio que tomase el mando; había armado indiscriminadamente a pueblo y esclavos para atacar el campamento romano mientras el cónsul estaba ocupado con el asalto a la ciudad. Fabio era perfectamente consciente de cuanto ocurría, y le envió un mensaje a su colega, en Nola, diciéndole que se precisaría de un segundo ejército para contener a los campanos mientras él daba el asalto; fuera que viniese él mismo y dejase una fuerza suficiente en Nola o, si aún había peligro de que Aníbal se apoderase de la ciudad y se requería su presencia, podría llamar a Tiberio Graco desde Benevento. Al recibir este mensaje, Marcelo dejó dos mil hombres para proteger Nola y vino con el resto de su ejército a Casilino. Su llegada puso fin a cualquier movimiento por parte de los campanos, y Casilino quedó entonces sitiada por ambos cónsules. Muchos de los soldados romanos resultaban heridos al aventurarse demasiado cerca de las murallas y las operaciones no tenían ningún éxito. Fabio pensaba que la empresa, que era de poca importancia aunque tan difícil como otras más grandes, debía ser abandonada y que debían marchar donde les esperaban asuntos más graves. Marcelo insistió en que si bien había muchos asuntos de los que no debía encargarse un gran general, una vez asumidos no debían darse de lado, por la gran influencia que tendría aquel comportamiento sobre la opinión pública. Logró impedir que se abandonase el asedio y empezó ahora el asalto con más empeño; cuando llevaron contra las murallas los manteletes, máquinas de asedio y artillería de toda clase, los campanos pidieron a Fabio que les concediera un salvoconducto hasta Capua. Después que unos pocos hubieran salido fuera de la ciudad, Marcelo ocupó la puerta por la que estaban saliendo y comenzó una masacre indiscriminada, primero entre los más próximos a la puerta y luego, después que las tropas hubieran irrumpido, en la propia ciudad. Unos cincuenta campanos habían pasado ya y huyeron hacia Fabio, bajo cuya protección llegaron a Capua. Entre estos parlamentos y el retraso ocasionado por los que pedían protección, los sitiadores vieron su oportunidad y Casilino fue tomada. A los campanos y a las tropas de Aníbal que fueron hechos prisioneros, se les envió a Roma y se les encarceló; la masa de la población se distribuyó entre las poblaciones vecinas para que los mantuviesen bajo custodia.
[24,20] Justo cuando los cónsules se retiraban de Casilino tras su victoria, Graco envió algunas cohortes, que había alistado en Lucania bajo el mando de un oficial aliado, en una expedición de saqueo a territorio enemigo. Estando dispersos en todas direcciones, Hanón los atacó y les infligió pérdidas tan grandes como las que él sufrió en Benevento, tras de lo cual se retiró rápidamente al Brucio para que Graco no le pudiera alcanzar. Marcelo volvió a Nola, Fabio entró en el Samnio para devastar el país y para recuperar, por la fuerza de las armas, las ciudades que se habían sublevado. Su mano cayó con más fuerza sobre Montesarquio [la antigua Caudium.-N. del T.]; los cultivos fueron incendiados por todas partes, el ganado y los hombres fueron llevados como botín y sus ciudades tomadas al asalto; Compulteria, Telesia, Conza della Campania [la antigua Compsa.-N. del T.], tras estas Fugífulas y Orbitanio, de los lucanos, y Blanda y Troia [la antigua Aecae.-N. del T.], de los apulios, todas fueron capturadas. En todas estas plazas fueron muertos o hechos prisioneros veinticinco mil enemigos y trescientos setenta desertores fueron capturados, a los que el cónsul envió a Roma; allí fueron azotados en el Comicio y luego arrojados desde la roca [es decir, se les azotó en el lugar donde se reunía la asamblea y se les despeñó desde la roca Tarpeya, en el Capitolio.-N. del T.]. Todos estos éxitos fueron obtenidos por Quinto Fabio en pocos días. Marcelo se vio obligado a permanecer inmóvil en Nola por culpa de una enfermedad. El pretor Quinto Fabio, también encontró el éxito; estaba en campaña en el territorio alrededor de Lucera y capturó la ciudad de Acuca, tras esto estableció un campamento permanente en Ardoneas.
Mientras que los generales romanos estaban así ocupados en otros lugares, Aníbal había llegado a Tarento, asolando y destruyendo todo completamente según avanzaba. No fue hasta que su ejército estuvo en territorio tarentino que su ejército empezó a avanzar pacíficamente; no causaron ningún daño, no abandonaban la línea de avance los forrajeadores o saqueadores, y resultaba evidente que este autocontrol por parte del general y sus hombres tenía el único fin de ganarse las simpatías de los tarentinos. Sin embargo, cuando se acercó a las murallas y no se produjo el movimiento que esperaba a la vista de su ejército, acampó a cerca de una milla [1480 metros.-N. del T.] de la ciudad. Tres días antes de su llegada, el propretor Marco Valerio, que estaba al mando de la flota en Brindisi, había enviado a Marco Livio a Tarento. Este alistó rápidamente una fuerza de jóvenes nobles y situó destacamentos donde los consideró necesarios, en las puertas y sobre las murallas; al permanecer siempre alerta, día y noche, no dio oportunidad al enemigo o a los aliados poco de fiar para que pudieran intentar nada por sí mismos ni esperar nada de Aníbal. Después de pasar allí infructuosamente algunos días y ver que no le iban a ver ninguno de los que le visitaron en el lago Averno, ni en persona ni por medio de mensajero o carta, reconoció que le habían engañado con promesas vacías y retiró su ejército. Aún se abstuvo de causar daño alguno al territorio de Tarento, aunque con aquella afectación de suavidad no había conseguido nada bueno para él. Todavía se aferraba a la esperanza de debilitar su lealtad a Roma. Cuando llegó a Salapia [entre Barletta y Foggia.-N. del T.], el verano había terminado y como el lugar parecía apropiado para los cuarteles de invierno, lo aprovisionó con grano recogido de los campos que rodeaban Metaponto y Heraclea [una comarca bastante extensa, pues, ya que ambas ciudades distaban unos 25 kilómetros entre sí.-N. del T.]. Desde este centro, se envió a númidas y moros en expediciones de saqueo a través del distrito salentino y las tierras de pastos fronteras con la Apulia; a excepción de cierta cantidad de caballos, no consiguieron mucho botín de otras clases, y distribuyeron entre los soldados unos cuatro mil animales para ser domados.
[24.21] Una guerra amenazaba en Sicilia, lo que en modo alguno podía tomarse a la ligera, pues la muerte del tirano, más que inclinarlos a cambiar de bando, les había aportado a los siracusanos unos líderes capaces y enérgicos. En consecuencia, el Senado puso al otro cónsul, Marco Marcelo, a cargo de aquella provincia. Inmediatamente después de la muerte de Jerónimo, estalló un altercado entre los soldados, en Lentini [la antigua Leontini.-N. del T.]; exigían a gritos que el asesinato del rey fuera expiado con la sangre de los conspiradores. Sin embargo, al repetirse constantemente las palabras «el restablecimiento de la libertad», tan agradables de escuchar, les hizo concebir la esperanza de que recibirían un donativo del tesoro real y que servirían en adelante a las órdenes de jefes más capaces; cuando, además, se les contó los repugnantes crímenes y pasiones aún más obscenas del tirano, sus sentimientos cambiaron tan absolutamente que permitieron que el cuerpo del rey, cuya pérdida habían lamentado, yaciera insepulto. El resto de los conspiradores se quedó atrás para asegurar el ejército, mientras que Teodoto y Sosis, montando los caballos del rey, se dirigieron a toda velocidad a Siracusa para aplastar a los partidarios del rey que aún estaban ignorantes de cuanto había sucedido. Sin embargo, los rumores, que en tales ocasiones corren más rápidos que cualquier otra cosa, llegaron a la ciudad antes que ellos, habiendo llevado también la noticia uno de los sirvientes reales. Así prevenidos, Adranodoro había dotado de fuertes guarniciones la Isla, la ciudadela, y todas las demás posiciones que resultaba preciso asegurar. Teodoto y Sosis cabalgaron a través del Hexapilon después del atardecer, cuando ya oscurecía, y mostraban el vestido manchado de sangre del rey y la diadema que había adornado su cabeza. Cabalgaron después a través de la Ticha, y convocando al pueblo a las armas por la libertad, les pidieron que se reunieran en la Acradina. Parte de la población salió corriendo a la calle, otra se quedó en sus portales y otra miraba desde las ventanas y los tejados preguntando qué pasaba. Se veían luces por todas partes y la ciudad entera estaba alborotada. Los que tenían armas se juntaron en los espacios abiertos de la ciudad; los que no tenían, arrancan los despojos de los galos e ilirios, que el pueblo romano había cedido a Hierón y que había colgado en el templo del templo de Júpiter Olímpico, y rezaron fervorosamente al dios para que les concediera su gracia y su misericordia, prestándoles aquellas armas consagradas para usarlas en defensa de los santuarios de los dioses y en defensa de su libertad. A los ciudadanos se unieron las tropas que se habían situado por las diferentes partes de la ciudad. Entre otros lugares de la Isla, Adranodoro había guarnecido fuertemente el granero público. Este lugar, rodeado por un muro de grandes bloques de piedra y fortificado como una ciudadela, cae en poder de un destacamento de jóvenes a los que se había encargado su defensa; desde allí enviaron mensajeros a la Acradina para decirles que los graneros y el grano allí almacenado se encontraba en poder del Senado.
[24,22] Nada más hacerse de día, toda la población, armada y desarmada, se reunió en la Curia, en la Acradina. Allí, frente al templo de la Concordia que había sido levantado en aquel lugar, uno de los ciudadanos prominentes, llamado Polieno, pronunció un discurso lleno de franqueza y moderación: «Los hombres», dijo, «que han experimentado el miedo y la humillación de la esclavitud reaccionan iracundos contra un mal que conocen bien. Los desastres que conlleva la discordia civil, siracusanos, los conocíais por boca de vuestros padres más que por vuestra propia experiencia. Alabo vuestra acción al tomar las armas de inmediato, y os alabaré más aún si no las empleáis a menos que os veáis obligados a hacerlo como último recurso. Os aconsejo que mandéis embajadores en seguida a Adranodoro y que le adviertan para someterse a la autoridad del senado y del pueblo, que abra las puertas de la Isla y que rinda la fortaleza. Si él decide usurpar la soberanía de la que fue nombrado tutor, os digo que entonces habréis de mostrar todavía más determinación en recuperar de sus manos vuestras libertades que la que mostrasteis de Jerónimo».
Así pues, se enviaron embajadores. Se celebró luego una reunión del Senado. Durante el reinado de Hierón, este cuerpo había seguido actuando como consejo público, pero desde su muerte, y hasta aquel día, no había sido nunca convocado o consultado sobre ningún asunto. Adranodoro, a la llegada de los embajadores, quedó muy impresionado por la unanimidad del pueblo así como por la toma de varios puntos de la ciudad, especialmente en la Isla, la posición más fortificada, en la que había sido traicionado y que había perdido. Pero su esposa, Damarata, una hija de Hierón, con todo el espíritu de una princesa y la ambición de una mujer, le llamó aparte de los enviados y le recordó un dicho muy citado de Dionisio el Tirano: que uno debe renunciar al poder soberano arrastrando sus pies, no montando a caballo. Era fácil para cualquiera renunciar estando en una alta posición, pero llegar y mantenerse era una ardua y difícil tarea. Ella le aconsejó que pidiera a los enviados un tiempo para consultar y que empleara ese tiempo en convocar a las tropas de Lentini; si les prometía entregarles el tesoro real, él se apoderaría de todo. Adranodoro no rechazó completamente estas femeninas sugerencias, ni tampoco las siguió de inmediato. Él pensaba que la forma más segura de hacerse con el poder consistía en ceder por el momento, así que les dijo a los embajadores que llevasen de vuelta su palabra de que se sometería a la autoridad del senado y del pueblo. Al día siguiente, tan pronto como hubo luz, abrió las puertas de la Isla y entró en el foro, en el Acradina. Se acercó al altar de la Concordia, desde el que el día anterior Polieno se había dirigido al pueblo y empezó su discurso disculpándose por su retraso: «Es cierto», continuó, «que cerré las puertas, pero no porque considerase mis intereses como algo separado de los del Estado, sino porque recelé qué pasaría una vez que se desenvainasen las espadas y con la gran sed de sangre que os movía; si os contentaríais con la muerte del tirano, lo que aseguraba ampliamente vuestra libertad, o si a todo el que hubiera estado relacionado con Palacio, por familia o por posición oficial, se le condenaría a muerte como pena por las culpas de otro. Tan pronto como vi que los que liberaban a su patria pretendían mantenerla libre y que todos buscaban el bien público, no tardé en devolver a mi patria mi persona y cuanto había sido confiado a mi protección, ahora que quien me lo había encomendado había perecido por su propia locura». Luego, volviéndose a los asesinos del rey y dirigiéndose a Teodoto y a Sosis por su nombre, les dijo: «Habéis llevado a cabo una acción que será recordada; pero, creedme, vuestra fama aún está por hacerse y a menos que luchéis por la paz y la concordia os espera enfrente un peligro aún más grave: que la república perezca en su libertad».
[24.23] Con estas palabras, depositó las llaves de las puertas y del Tesoro Real a sus pies. La asamblea se disolvió aquel día y los alegres ciudadanos, acompañados por sus esposas e hijos, ofrecieron acciones de gracias en todos los templos. Al día siguiente se celebraron las elecciones para la designación de los pretores. Entre los primeros en ser elegidos estuvo Adranodoro, los demás eran en su mayoría hombres que habían participado en la muerte del tirano; dos resultaron elegidos en su ausencia: Sopater y Dinomenes. Estos dos, al enterarse de lo ocurrido en Siracusa, llevaron la parte del tesoro real que estaba en Lentini y lo dejaron a cargo de cuestores especialmente designados, la parte que estaba en la Isla les fue entregada también en Acradina. La parte de la muralla que separaba la Isla de la ciudad con una barrera innecesariamente fuerte, fue derribada con la aprobación unánime de los ciudadanos; todas las demás medidas que se adoptaron lo fueron en consonancia con la general voluntad de libertad. Tan pronto como Hipócrates y Epícides tuvieron noticia de la muerte del tirano, lo que Hipócrates había tratado de ocultar dando muerte al mensajero, viéndose abandonados por sus soldados, regresaron a Siracusa al parecerles el camino más seguro dadas las circunstancias. Para no llamar la observación o ser sospechosos de planear una contra-revolución, se acercaron a los pretores y por su mediación se les concedió audiencia en el Senado. Declararon públicamente que habían sido enviados por Aníbal con Jerónimo como a un amigo y aliado; habían obedecido las órdenes de los hombres a quienes su general Aníbal había deseado que obedecieran y ahora ansiaban volver con Aníbal. El viaje, sin embargo, no era seguro, pues había romanos en cada parte de Sicilia; solicitaron, por lo tanto, que se les diera una escolta para conducirlos a Locri, en Italia, con lo que lograrían así que Aníbal se sintiera muy obligado para con ellos y con muy poca molestia para sí mismos. La petición fue concedida con mucha facilidad, ya que estaban ansiosos por ver salir a los últimos generales del rey, que no sólo eran comandantes capaces, sino también porque añoraban la guerra y eran osados. Pero Hipócrates y Epícides no ejecutaron su propósito con la prontitud que parecía necesaria. Estos jóvenes, siendo soldados ellos mismos y familiarizados con la vida cuartelera, iban entre las tropas y los desertores, que en gran parte eran marineros romanos, y aún entre la hez del populacho, difundiendo acusaciones difamatorias contra el Senado y la aristocracia, a los que acusaban de conspirar en secreto para poner bajo un artificio a Siracusa bajo la soberanía de Roma, con la excusa de la renovación de la alianza. Después, insinuaron, la pequeña facción que eran los principales partidarios de la renovación del tratado se convertirían en los amos de la ciudad.
[24,24] Estas calumnias fueron escuchados y creídas por las multitudes que acudían a Siracusa, cuyo número aumentaba cada día y que dieron esperanza, no sólo a Epícides, sino también a Adranodoro, de cambiar las tornas. Este último era advertido continuamente por su esposa de que ya era tiempo de tomar las riendas del poder mientras que la nueva y desorganizada libertad lo confundía todo, mientras que la soldadesca, paciendo sobre el donativo real, estaba dispuesta a su favor y mientras que los emisarios de Aníbal, generales competentes en el manejo de tropas, estaban dispuestos a ayudarle en su empresa. Harto al fin de su impertinencia, comunicó su propósito a Temisto, el esposo de la hija de Gelón, y pocos días después se lo reveló incautamente a Aristo, un actor trágico al que tenía la costumbre de confiar secretos. Aristo era un hombre de familia y posición respetables, pues en modo alguno era su profesión una desgracia para él, ni entre los griegos aquello era algo de lo que avergonzarse. Pensó este que a su patria debía la mayor y más fuerte lealtad y pasó la información a los pretores. Tan pronto como se comprobó con pruebas concluyentes que el asunto no era una denuncia falsa, consultaron a los senadores más ancianos y por su autoridad pusieron una guardia a la puerta y mataron a Temisto y a Adranodoro conforme entraron en la Curia. Se produjo un disturbio, ante lo que parecía un crimen atroz, por aquellos que ignoraban el motivo, y los pretores, habiendo logrado por fin que se hiciera el silencio, presentaron al informante ante el Senado. El hombre les dio todos los detalles de la historia en orden. La conspiración se inició primeramente en el momento de la boda de Harmonia, la hija de Gelón, con Temisto; a algunas de las tropas auxiliares africanas e hispanas se les había indicado que asesinaran al pretor y al resto de los principales ciudadanos, se les habían prometido sus propiedades a modo de recompensa; además, una banda de mercenarios, a sueldo de Adranodoro, estaban listos para apoderarse de la Isla por segunda vez. Luego puso ante sus ojos los diversos papeles que cada uno debía jugar, así como la totalidad de la organización de la conspiración con los hombres y las armas que serían empleados. El Senado estaba absolutamente convencido de que la muerte de estos hombres estaba tan merecidamente justificada como la de Jerónimo, pero surgió un clamor de la multitud reunida frente a la curia, que estaba dividida en sus simpatías y dudosa sobre cuanto estaba ocurriendo. Conforme empujaban adelante, con gritos amenazantes, en el vestíbulo, la vista de los cuerpos de los conspiradores les horrorizó tanto que se hizo el silencio entre ellos y se unieron al resto de la población que se dirigía tranquilamente a celebrar una asamblea. Sopater fue encargado por el Senado y por sus colegas para que explicase cómo estaban las cosas.
[24.25] Este empezó por recordar la pasada vida de los conspiradores muertos, como si los juzgase, y mostró cómo todos los impíos y escandalosos crímenes que se habían cometido desde la muerte de Hierón eran obra de Adranodoro y Temisto. «¿O es era posible», preguntó, «que un muchacho como Jerónimo, que apenas estaba en su adolescencia, los hubiera cometido por propia iniciativa? Sus tutores y maestros reinaron sin impedimento porque el odio caía sobre otro; debían haber perecido antes que Jerónimo o, en todo caso, cuando lo hizo él. Sin embargo, estos hombres, merecidamente condenados a muerte, cometieron nuevos crímenes tras la muerte del tirano; al principio abiertamente, cuando Adranodoro cerró las puertas de la Isla y, declarándose heredero de la corona, se apoderó como si fuera el dueño legítimo de lo que había poseído simplemente como administrador. Luego, cuando fue abandonado por todos en la isla y quedó rodeado por todos los ciudadanos que ocupaban la Acradina, trató por medios ocultos de alcanzar el trono que no había podido conseguir mediante la violencia abierta. No se le pudo apartar de su propósito, ni por el favor que se le mostró ni por el honor que se le confirió cuando a él, que estaba conspirando contra la libertad, se le eligió pretor junto con aquellos que habían conquistado la libertad de su patria. Pero eran las esposas las auténticas responsables y las que, siendo de sangre real, habían llenado a sus maridos con tal pasión por la realeza, pues uno de ellos se había casado con la hija de Hierón y el otro con una hija de Gelón». A estas palabras correspondió un griterío que se levantó de toda la asamblea, declarando que ninguna de aquellas mujeres debían vivir, ni sobrevivir miembro alguno de la familia real. Tal es el carácter de la muchedumbre; igual son serviles esclavos que tiranos implacables. Pues, en cuanto a la libertad que es el término medio, son incapaces de construirla con moderación ni de mantenerla con sabiduría. Tampoco hay falta, por lo general, de hombres que los muevan a la ira, despertando la codicia y la desmesura y excitando los sentimientos amargos y vengativos que incitan al derramamiento de sangre y al asesinato. Fue precisamente con este ánimo con el que los pretores presentaron de inmediato una moción, que fue aprobada casi antes de ser propuesta, para que se exterminara a todo el que llevara sangre real. Los emisarios de los pretores dieron muerte a Damarata y a Harmonia, las hijas de Hierón y Gelón y esposas de Adranodoro y de Temisto.
[24,26] Heraclia era hija de Hierón y esposa de Zoipo, hombre a quien Jerónimo había enviado en una embajada ante Ptolomeo, y que había decidido permanecer en un exilio voluntario. Tan pronto ella se enteró de que los verdugos se acercaban, huyó buscando refugio en la capilla privada donde estaban los penates [los dioses del hogar.-N. del T.] acompañada por sus hijas doncellas, con los cabellos despeinados y cuanto en su aspecto pudiera mover a compasión. A esto añadió ruegos y oraciones. Imploró a los verdugos, por la memoria de su padre Hierón y de su hermano Gelón, que no permitieran que una mujer inocente como ella cayera víctima del odio que sentían por Jerónimo. «Todo lo que he ganado con su reinado es el exilio de mi marido; durante su tiempo de vida la fortuna de mis hermanas fue muy distinta de la mía, y ahora que lo han matado nuestros intereses no son los mismos. ¡Pues qué! Si los planes de Adranodoro hubieran tenido éxito, su hermana habría compartido el trono de su marido y ella habrían sido su esclava como los demás. ¿Hay alguno de vosotros que dude de que si alguien anunciase a Zoipo la muerte de Jerónimo y la recuperación de la libertad de Siracusa, no embarcaría de inmediato y regresaría a su tierra natal? ¡Cómo se falsificaban todas las esperanzas humanas! Ahora su patria era libre y su esposa y sus hijos estaban luchando por sus vidas, ¿en qué se oponían a la libertad y a la ley? ¿Qué peligro había para nadie, si no eran más que una mujer casi viuda y sus hijas que viven como huérfanas? ¡Ah!, pero incluso no habiendo ningún peligro que temer de nosotras, somos de la odiada estirpe real. Desterradnos luego lejos de Siracusa y de Sicilia, ordenad que nos lleven a Alejandría, enviad a la esposa con su marido y a las hijas con su padre».
Ella se dio cuenta de que los oídos y los corazones estaban sordos a sus súplicas y que algunos disponían sus espadas sin más pérdida de tiempo. Entonces, no rogando ya por ella misma, les imploró para no perder a sus hijas; su corta edad debiera ser respetada incluso por un enemigo encolerizado. «No por vengaros de los tiranos», exclamó, «imitéis los crímenes por los que se hicieron tan odiados». Mientras gritaba, la arrastraron fuera de la capilla y la degollaron. Luego atacaron a las hijas, que habían quedado salpicadas con la sangre de su madre. Enloquecidas por el dolor y el terror, se lanzaron como locas fuera de la capilla y, si hubieran tenido salida hacia la calle, habrían creado un tumulto por toda la ciudad. Aún como sucedió, en el limitado espacio de la casa lograron eludir por algún tiempo a todos aquellos hombres armados sin ser heridas, y se libraron de aquellos que las agarraban, pese a tener que luchar contra tantas manos fuertes. Por fin, agotadas por las heridas, con todo el lugar cubierto por su sangre, cayeron sin vida al suelo. Su destino, digno de compasión en todo caso, lo fue aún más, pues muy poco después de haber terminado todo llegó un mensajero para prohibir sus asesinatos. El sentir popular había oscilado al lado de la misericordia, misericordia que pronto dio paso a la cólera contra sí mismos, pues se habían apresurado tanto en castigar que no habían dado tiempo al arrepentimiento ni a que se calmasen sus pasiones. Agrias protestas se oyeron por todas partes en contra de los pretores, y el pueblo insistió en celebrar una elección para cubrir los puestos de Adranodoro y Temisto, un procedimiento en modo alguna del agrado de los otros pretores.
[24.27] Cuando llegó el día fijado para la elección, para sorpresa de todos, un hombre desde la parte de atrás de la multitud propuso a Epícides y luego otro nominó a Hipócrates. Las voces de apoyo eran cada vez más numerosas y, evidentemente, ganaban la aprobación del pueblo. De hecho, la asamblea estaba muy concurrida, no solo por ciudadanos sino también por una multitud de soldados presentes, que se mezclaban con una gran proporción de desertores, deseosos de alborotar todo. Los pretores fingieron en un primer momento no escuchar y trató de retrasar el procedimiento; por fin, impotentes ante una asamblea unánime y temiendo un brote sedicioso, les declararon pretores electos. No revelaron sus planes inmediatamente después de ser elegidos, aunque estaban extremadamente molestos porque se hubieran enviado embajadores a Apio Claudio para disponer una tregua de diez días, y porque se hubieran enviado otros, tras aquellos, para discutir sobre la renovación del antiguo tratado. Los romanos tenían en aquel momento una flota de cien barcos en Murgantia [al sudoeste de la llanura de Catania.-N. del T.], esperando el resultado de los disturbios que la masacre de la familia real había provocado en Siracusa y el efecto sobre el pueblo de su nueva y no probada libertad. Durante ese tiempo, los embajadores de Siracusa había sido remitidos por Apio a Marcelo a su llegada a Sicilia, y Marcelo, tras escuchar los términos de la propuesta de paz, pensó que el asunto podría arreglarse y, por consiguiente, envió embajadores a Siracusa para discutir públicamente con los pretores la cuestión de la renovación del tratado. Pero ahora ya no quedaba nada de aquel estado de calma y tranquilidad en la ciudad. Tan pronto como llegaron noticias de que una flota cartaginesa estaba a la altura del cabo Passero [antiguo Pachyno.-N. del T.], Hipócrates y Epícides, desechando todo temor, fueron primero entre los mercenarios y luego entre los desertores manifestando que Siracusa estaba siendo entregada a los romanos. Cuando Apio llevó sus barcos a fondear en la bocana del puerto, con la esperanza de aumentar la confianza de aquellos que pertenecían al otro bando, aquellas insinuaciones infundadas recibieron la apariencia de una evidente confirmación, y a la primera visión de la flota el pueblo bajó corriendo al puerto, en un estado de gran excitación, para impedirles cualquier intento de desembarcar.
[24,28] Como las cosas estaban tan perturbadas, se decidió celebrar una asamblea. En esta se expresaron las opiniones más divergentes, y las cosas parecían estar llegando al punto del estallido de una guerra civil, cuando uno de los más notables ciudadanos, Apolónides, se levantó y efectuó lo que, bajo aquellas circunstancias, resultó ser un sabio y patriótico discurso. «Ninguna ciudad», dijo, «ha tenido tan brillante perspectiva de seguridad permanente ni más posibilidades de quedar completamente arruinada de las que tenemos en este momento. Si todos nos ponemos de acuerdo en nuestra política, ya sea del lado de Roma o del lado de Cartago, ningún Estado será más próspero ni de más feliz condición; si seguimos caminos distintos, la guerra entre cartagineses y romanos no será más amarga que otra entre los mismos siracusanos, encerrados como están entre las mismas murallas, cada bando con su propio ejército, sus propios pertrechos de guerra y su propio general. Por tanto, debemos hacer todo lo posible para garantizar la unanimidad. Qué alianza sea la más ventajosa para nosotros es cuestión de menor importancia, y muy poco depende de ello, pero aun así pienso que debemos guiarnos por la autoridad de Hierón al elegir a nuestros aliados y no por la de Jerónimo; en cualquier caso, deberíamos preferir una acreditada amistad de cincuenta años a otra de la que nada sabemos y que ya una vez encontramos indigna de confianza. También hay otra grave consideración: podemos declinar llegar a un acuerdo con los cartagineses sin miedo a hostilidades inminentes por su parte, pero con lo romanos se trata de una cuestión de paz o de inmediata declaración de guerra». La falta de ambición personal y de espíritu partidista de este discurso le dio el mayor peso y se convocó de inmediato un consejo de guerra, en él los pretores y un selecto número de senadores se unieron a los oficiales y jefes de los auxiliares. Hubo frecuentes y acaloradas discusiones pero, al final, ya que no parecía haber motivos para hacer una guerra contra Roma, se decidió concluir una paz y enviar una embajada para obtener la ratificación.
[24,29] Pasaron pocos días antes de que llegase una embajada de Lentini pidiendo una fuerza que protegiera su territorio. Esta petición pareció ofrecer una oportunidad favorable para aliviar a la ciudad de cierto número de personajes indisciplinados y desordenados y deshacerse de sus líderes. Hipócrates recibió órdenes para marchar con los desertores hasta Lentini, con estos y un gran grupo de mercenarios reunió una fuerza de cuatro mil hombres. La expedición fue bienvenida tanto por los enviados como por los remitentes: los primeros vieron la oportunidad, largamente esperada, de llevar a cabo una revolución; los últimos agradecieron que se limpiara la escoria de la ciudad. Resultó, sin embargo, sólo un alivio temporal de la enfermedad, que después se agravó todavía más pues Hipócrates comenzó a devastar el territorio adyacente a la provincia romana; al principio mediante incursiones furtivas y después, cuando Apio hubo enviado un destacamento para proteger los campos de los aliados de Roma, lanzó un ataque con todas sus fuerzas sobre uno de los puestos avanzados y le infligió grandes pérdidas. Al ser informado Marcelo de esto, envió inmediatamente embajadores a Siracusa para comunicar que la paz que había garantizado estaba rota, y que nunca faltaría ocasión para la guerra a menos que se desterrase lejos a Hipócrates y Epícides, no ya de Siracusa, sino de Sicilia. Epícides temía que, si se quedaba, se le hallaría responsable de las fechorías de su hermano ausente y también que no podría hacer su parte en fomentar la guerra; así pues, se marchó a Lentini y, viendo allí al pueblo bastante airado contra Roma, trato de ponerlos en contra también de los siracusanos. «Los siracusanos,» les dijo, «han concluido una paz con Roma, a condición de que todos los pueblos que estaban sometidos a sus reyes permanecieran bajo su gobierno; no se contentan con liberarse ellos mismos, a menos que puedan gobernar y tiranizar a otros. Debéis hacerles entender que los lentineses también consideran justo que ellos sean libres, y esto por dos motivos: uno es que fue en territorio lentinés donde cayó el tirano y que fue en Lentini donde el grito por la libertad se lanzó en primer lugar, y desde Lentini acudió el pueblo hasta Siracusa, tras abandonar a los jefes realistas. Que dicha disposición del tratado quede fuera o, si se insiste en él, que no se acepte el tratado». No tuvieron ninguna dificultad en convencer al pueblo, y cuando los enviados siracusanos presentaron su protesta por la masacre del puesto avanzado romano y exigieron que Hipócrates y Epícides marchasen a Locri o a cualquier otro lugar de su elección, siempre que abandonasen Sicilia, recibieron la desafiante réplica de que los lentineses no habían dado mandato alguno a los siracusanos para firmar un tratado con Roma, ni estaban obligados por los pactos que otro pueblo hiciera. Los siracusanos informaron de esto a los romanos y les dijeron que los lentineses no estaban bajo su control; «en este caso», añadieron, «los romanos pueden hacerles la guerra sin infringir su tratado con nosotros, y nosotros no quedaremos al margen de tal guerra si queda claramente entendido que cuando queden sometidos volverán a formar parte de nuestros dominios, de acuerdo con los términos del tratado».
[24,30] Marcelo avanzó con todas sus fuerzas contra Lentini y convocó a Apio para que atacase por el lado opuesto. Los hombres estaban tan furiosos por la matanza del puesto avanzado que tomaron la plaza al primer asalto mientras estaban, de hecho, llevándose a cabo negociaciones. Cuando Hipócrates y Epícides vieron que el enemigo se apoderaba de las murallas y rompía las puertas, se retiraron con un pequeño grupo de seguidores a la ciudadela, y durante la noche escaparon en secreto a Herbeso [la antigua Herbesus puede que estuviera próxima a Mégara.-N. del T.]. Los siracusanos ya habían enviado un ejército de ocho mil hombres, y al llegar al río San Juliano [antiguo río Mylas.-N. del T.] se encontraron con las noticias de que la ciudad había sido capturada. El resto del mensaje era, en su mayoría, falso: su informante les dijo que se había producido una masacre indiscriminada de soldados y civiles, y creía que ni un joven había quedado con vida; la ciudad había sido saqueada y entregadas a las tropas las propiedades de los ciudadanos ricos. Al recibir esta impactante información, el ejército se detuvo; había gran excitación en todos los rangos y los generales, Sosis y Dinomenes, se consultaron sobre qué hacer. Lo que daba una cierta verosimilitud a la historia, y daba aparentes motivos de alarma, era el apaleamiento y decapitación de dos mil desertores; pero, por lo demás, ninguno de los lentineses o de las tropas regulares habían sido heridos tras la toma de la ciudad y la propiedad de cada hombre le fue devuelta, más allá de lo que resultase destruido en el primer asalto. No se pudo convencer a los hombres para que siguieran su marcha hacia Lentini, aunque protestaban airadamente diciendo que sus camaradas habían sido llevados a una masacre, ni consentían seguir donde estaban hasta tener noticias más precisas. Vieron los pretores que estaban dispuestos a amotinarse, pero no creyeron que durase la excitación si se quitaba de en medio a quienes les guiaban en su locura. Llevaron el ejército hasta Mégara y cabalgaron con un pequeño cuerpo de caballería hasta Herbeso, esperando que el pánico general asegurase la traición del lugar. Como fallara este intento, decidieron recurrir a la fuerza y al día siguiente marcharon desde Mégara con intención de atacar Herbeso con todas sus fuerzas. Ahora que toda esperanza había sido cortada, Hipócrates y Epícides pensaron que su única opción, y a primera vista una no demasiado segura, era entregarse a los soldados, que les conocían bien y que estaban muy enojados con la historia de la masacre. Así que fueron al encuentro del ejército. Dio la casualidad que las primeras filas estaban compuestas por un grupo de seiscientos cretenses, que habían servido bajo aquellos mismos hombres en el ejército de Jerónimo y habían experimentado la amabilidad de Aníbal al haber sido hechos prisioneros con otras tropas auxiliares en el Trasimeno y luego liberados. Cuando Hipócrates y Epícides les reconocieron por sus estandartes y el modo en que llevaban las armas, agarraron ramas de olivo y otros signos de los suplicantes y les rogaron que les recibieran y protegieran, y que no les entregasen a los siracusanos, quienes les entregarían a los romanos para que les ejecutaran.
[24.31] «Tened alta la moral», les respondieron, «compartiremos vuestra suerte». Durante este diálogo, los estandartes se habían detenido y todo el ejército con ellos, pero los generales aún no se habían enterado del motivo de la demora. Tan pronto como se extendió el rumor de que Hipócrates y Epícides estaban allí y demostrando con gritos de alegría todo el ejército, sin lugar a dudas, cuán contentos estaban por su llegada, los pretores cabalgaron hasta el frente y preguntaron con firmeza: «¿Qué significa este comportamiento? ¡¿Qué audacia es ésta por parte de los cretenses, que se atreven a mantener con un enemigo y lo admiten en sus filas en contra de las órdenes?!» Ordenaron que Hipócrates fuera detenido y encadenado. Ante esta orden, los cretenses presentaron tan enconadas protestasen, y luego los demás, que los pretores vieron que si iban más allá sus vidas estarían en peligro. Preocupados e inquietos, impartieron órdenes para regresar a Mégara, y enviaron mensajeros a Siracusa para informar sobre cuál era su situación. Sobre hombres dispuestos a sospechar de cualquiera practicó Hipócrates un nuevo engaño. Envió a algunos de los cretenses para que se situaran cerrando los caminos y lee una carta que él mismo había escrito, dado como si la hubieran interceptado. «Los pretores de Siracusa al cónsul Marcelo,», rezaba el remitente, y a continuación del saludo habitual venía a decir: «Has actuado justa y apropiadamente al no perdonar a un solo lentinés, pues todos los mercenarios están haciendo causa común y Siracusa nunca estará en paz mientras existan fuerzas extranjeras en la ciudad o en nuestro ejército. Haz por lo tanto todo lo que puedas para apoderarte de los que están en el campamento, con nuestros pretores, en Mégara, y que mediante su castigo se asegure por fin la libertad de Siracusa». Tras la lectura de esta carta, corrieron todos a las armas y se lanzaron tan iracundos gritos que los pretores, horrorizados por el tumulto, huyeron al galope hacia Siracusa. Ni siquiera su huida calmó el disturbio, y los soldados siracusanos fueron atacados por los mercenarios; ni un solo hombre habría escapado a su violencia de no haber contenido su ira Epícides e Hipócrates, no por algún sentimiento de piedad o humanidad, sino por miedo a terminar con cualquier esperanza de regreso. Además, protegiendo así a los soldados, les tendrían tanto como fieles seguidores como por rehenes, ganando a sus parientes y amigos, en primer lugar por tan gran favor y después al mantenerlo como garantía de lealtad. Habiendo aprendido por experiencia lo fácil que es excitar a la liviana multitud, tomaron a uno de los hombres que habían estado en Lentini cuando la capturaron y lo sobornaron para que llevase a Siracusa informaciones similares a las que habían mandado al San Juliano, y que levantasen las iras del pueblo dando fe personalmente de la veracidad de su historia y acallando cualquier duda al declarar que había sido testigo ocular de lo que contaba.
[24.32] Este hombre no sólo consiguió la credulidad del pueblo, sino que, de hecho, también lo hizo entre el Senado cuando fue llevado a la Curia. Algunos de los presentes, que no carecían en absoluto de sentido común, afirmaron abiertamente que era una muy buena cosa el que los romanos hubieran mostrado su rapacidad y crueldad en Lentini pues, de haber entrado en Siracusa, se habrían comportado de igual modo, o aún peor, pues había allí más para alimentar su codicia. Fue opinión unánime que se debían cerrar las puertas y poner la ciudad en estado de defensivo, pero no eran unánimes en sus temores y odios. Todos los soldados y gran parte de la población detestaban a los romanos; los pretores y unos cuantos aristócratas ansiaban evitar un peligro más apremiante, aunque ellos también estaban excitados por la falsa información. Pues ya Hipócrates y Epícides estaban en el Hexápilo y mantenían conversaciones, por medio de los familiares de los soldados siracusanos, para que abriesen las puertas y dejasen que su patria común fuera defendida de cualquier ataque romano. Una de las puertas del Hexápilo ya había sido forzada y empezaban a entrar las tropas, cuando entraron en escena los pretores. Emplearon al principio órdenes y amenazas, luego su autoridad personal y, finalmente, viendo inútiles todos sus esfuerzos, recurrieron a los ruegos, sin cuidar de su dignidad, e imploraron a los ciudadanos que no entregaran su patria a hombres que ya antes bailaron al son de un tirano y que estaban ahora corrompiendo al ejército. Pero los oídos del pueblo enloquecido eran sordos a sus peticiones y golpeaban las puertas, tanto desde dentro como desde fuera. Después que las hubieron abierto todas, el ejército entero ocupó toda la longitud del Hexápilo. Los pretores y los ciudadanos más jóvenes se refugiaron en la Acradina. El número de los enemigos se acrecentó con los mercenarios, los desertores y todos los guardias del difunto rey que quedaban en Siracusa, con el resultado de que la Acradina fue capturada al primer asalto y todos los pretores que no lograron escapar en la confusión fueron ejecutados. La noche puso fin a la masacre. Al día siguiente, los esclavos fueron llamados para recibir el píleo de la libertad y cuantos estaban en prisión fueron liberados. Esta abigarrada multitud eligió a Hipócrates y Epícides como pretores, y Siracusa, tras su efímero destello de libertad, cayó de nuevo en su vieja atadura.
[24.33] Cuando los romanos recibieron la información de lo que estaba pasando, levantaron de inmediato su campamento en Lentini y marcharon hacia Siracusa. Apio había enviado algunos embajadores para que pasaran a través del puerto a bordo de un quinquerreme, un cuatrirreme que había zarpado antes fue capturado y los embajadores escaparon con mucha dificultad. Se hizo pronto evidente que ya no solo no se respetaban las leyes de tiempo de paz, sino incluso tampoco las de la guerra. El ejército romano había acampado en el Olimpo (un templo de Júpiter), como a una milla y media de la ciudad [2220 metros.-N. del T.]. Se decidió enviar nuevamente embajadores desde allí; Hipócrates y Epícides se encontraron con ellos, acompañados por los suyos, fuera de las puertas, para impedir que entrasen a la ciudad. El portavoz de los romanos les dijo que no llevaban la guerra a los siracusanos, sino ayuda y auxilio, tanto para los que estaban intimidados por el terror como para aquellos que soportaban una servidumbre peor que la del exilio, pero aún que la propia muerte. «Los romanos», dijo, «no permitirán que la infame masacre de sus aliados quede sin venganza. Por lo tanto, si aquellos que han buscado refugio con nosotros son libres de regresar a sus casas sin ser molestados, si los cabecillas de la masacre son entregados y si se permite que Siracusa vuelta a disfrutar de su libertad y sus leyes, no habrá necesidad de armas; pero si no se llevan a efecto estas cosas, visitaremos con todos los horrores de la guerra a quienes, sean quienes sean, se interpongan en el camino de la satisfacción de nuestras demandas». A todo esto respondió Epícides: «Si fuésemos nosotros las personas a quienes se dirigen vuestras demandas, las habríamos respondido; cuando el gobierno de Siracusa esté en las manos de aquellos a quienes se os ha enviado, podéis volver de nuevo. Si nos provocáis a la guerra aprenderéis por experiencia que atacar Siracusa no es exactamente lo mismo que atacar Lentini». Con estas palabras, dejó a los embajadores y cerraron las puertas. Entonces se lanzó un ataque simultáneo por mar y tierra contra Siracusa. El ataque terrestre se dirigió contra el Hexápilo; el marítimo lo fue contra la Acradina, cuyas murallas estaban bañadas por las olas. Como habían tomado Lentini al primer asalto a causa del terror que habían provocado, los romanos estaban confiados en que hallarían algún punto donde pudieran penetrar a lo ancho de la ciudad y dispersarse, así que llevaron toda su artillería de sitio contra los muros.
[24.34] El asalto comenzó con tanta fuerza que sin duda habría tenido éxito de no haber vivido por entonces en Siracusa cierto hombre. Este hombre era Arquímedes, observador sin igual del cielo y las estrellas, pero aún más asombroso como inventor y creador de máquinas militares e ingenios mediante los cuales, con muy poco trabajo, era capaz de confundir los más laboriosos esfuerzos del enemigo. La muralla de la ciudad pasaba por encima de colinas de altitud variable, en su mayor parte alta y de difícil acceso, pero en algunos lugares baja y permitiendo la aproximación desde el nivel de los valles. Esta muralla había sido provista de artillería de toda clase, de acuerdo con las necesidades de las diferentes posiciones. Marcelo, con sesenta quinquerremes, atacó la muralla de la Acradina, que como ya dijimos está bañada por el mar. En algunos buques iban arqueros, honderos, e incluso infantería ligera, cuyos proyectiles resultan incómodos de devolver para quienes no son expertos en su manejo, por lo que no permitían que nadie permaneciese en las murallas sin resultar herido. Como necesitaban espacio para disparar sus proyectiles, mantenían sus barcos a cierta distancia de los muros. Las demás quinquerremes habían sido unidas a pares, retirando los remos de las bandas interiores para permitir unirlas; se impulsaban como un solo buque mediante las bandas externas de remos y, así unidas, llevaban torres cubiertas y otra maquinaria para batir las murallas.
Para hacer frente a este ataque naval, Arquímedes colocó en las empalizadas ingenios de diversos tamaños. Bombardeaba los barcos más distantes con piedras enormes y los más cercanos con otras más ligeras y, por tanto, más numerosas; finalmente, atravesó toda la altura de las murallas con aspilleras de un codo de ancho [1 codo romano: 0,4436 metros.-N. del T.] por las que sus hombres podían descargar sus proyectiles sin exponerse ellos mismos. A través de estas aberturas apuntaban contra el enemigo sus flechas y pequeños «escorpiones» [a modo de ballestas con soporte de tierra que permitían lanzar dardos a gran distancia.-N. del T.]. Algunos de los barcos que se aproximaron más, para estar por debajo del tiro de la artillería, fueron atacados del modo siguiente: Colgó gran viga oscilando sobre un pivote proyectado fuera de la muralla, con una fuerte cadena que colgando del extremo tenía sujeto un gancho de hierro. Este se descendía sobre la proa de un barco y se ponía un gran peso de plomo sobre el otro extremo de la viga, hasta que tocaba el suelo y levantaba la proa del buque al aire y hacía que este descansara sobre la popa. Luego quitaba el contrapeso, la proa caía repentinamente al agua como si estuviera sobre la muralla, para gran consternación de los marineros; el choque era tan grande que aunque cayera nivelada embarcaba gran cantidad de agua. De esta manera se frustró el asalto naval y todas las esperanzas de los sitiadores se basaron ahora en un ataque por el lado de tierra, lanzado con todas sus fuerzas. Pero también aquí había dedicado Hierón, durante muchos años, dinero y trabajos para cubrir todo con máquinas de guerra de toda clase, guiados y dirigidos por la inmensa habilidad de Arquímedes. La naturaleza del terreno también ayudaba a la defensa. La roca sobre la que se basaban los cimientos de la muralla era en su mayor parte tan empinada que no solo las piedras lanzadas por máquinas, sino aún las arrojadas a mano caían por su propio peso con terribles efectos sobre el enemigo. Esta misma causa hacía difícil toda aproximación a pie y precario el avance. Así pues, se celebró un consejo de guerra y se decidió, pues todos sus intentos habían quedado frustrados, desistir de las operaciones activas y limitarse a un simple bloqueo, cortando todos los suministros del enemigo por mar y por tierra.
[24,35] Marcelo continuó, mientras tanto, con alrededor de un tercio de su ejército recuperando las ciudades que en la alteración general se habían pasado a los cartagineses. Eloro [la antigua Helorum, al sur de Siracusa.-N. del T.] y Herbeso se rindieron de inmediato, Mégara se tomó al asalto, saqueada y después completamente destruida para aterrorizar al resto, especialmente a Siracusa. Himilcón, que había estado durante un tiempo considerable con su flota a la vista desde el cabo Passero, desembarcó en la Heraclea llamada Minoa [al pie del actual Cabo Blanco.-N. del T.] veinticinco mil infantes, tres mil de caballería y doce elefantes. Estas fuerzas eran muy distintas en número a las que había mantenido antes su flota a la vista del cabo Passero. Pero, en cuanto se enteró de la captura de Siracusa por Hipócrates, regresó a Cartago y allí contó con el apoyo de los enviados del mismo Hipócrates y de una carta de Aníbal en la que decía que había llegado el momento de recuperar Sicilia del modo más glorioso; y él en persona, con el peso de su propia presencia, no tuvo dificultad alguna para convencer al gobierno de que enviase a Sicilia tantas fuerzas como pudieran de infantería y caballería. Inmediatamente después de su llegada tomó Heraclea, y Agrigento unos días más tarde. Otras ciudades que se habían puesto del lado de Cartago tenían tantas esperanzas de expulsar a los romanos de Sicilia que hasta empezaron a levantarse los ánimos de los bloqueados siracusanos. Sus generales consideraban que una parte de su ejército sería suficiente para la defensa de la ciudad, dividieron por lo tanto sus fuerzas; Epícides supervisaría la defensa de la ciudad mientras que Hipócrates conduciría la campaña contra el cónsul romano junto a Himilcón. Hipócrates salió de la ciudad por la noche con diez mil infantes y quinientos jinetes, a través de una parte desprotegida de las líneas romanas, y seleccionó un lugar para su campamento cerca de la ciudad de Chiaramonte Gulfi [la antigua Acrillae.-N. del T.]. Marcelo cayó sobre ellos mientras aún estaban fortificándose. Había ido a marchas forzadas hasta Agrigento con la esperanza de llegar antes que el enemigo, pero al encontrarla ya ocupada, volvió a su posición ante Siracusa, esperando al menos encontrar una fuerza siracusana en aquel momento y lugar. Sabiendo que no era rival, con las tropas que tenía, para Himilcón y sus cartagineses, había avanzado con la mayor precaución, observando atentamente y protegiéndose contra cualquier sorpresa.
[24.36] Mientras estaban en este estado de alerta cayó sobre Hipócrates, de manera que los preparativos que había hecho para enfrentarse a los cartagineses le sirvieron para tener una buena posición contra los siracusanos. Él los tomó por sorpresa mientras montaban su campamento, dispersos, desordenados y en su mayoría desarmados. La totalidad de la infantería fue masacrada, la caballería ofreció una ligera resistencia y escapó junto a Hipócrates hacia Acre [la antigua Acrae.-N. del T.]. Aquella batalla contuvo a los siracusanos en su revuelta contra Roma y Marcelo volvió ante Siracusa. Unos días más tarde, Himilcón, al que se había unido Hipócrates, fijó su campamento junto al río Anapo, a unas ocho millas de Siracusa [11840 metros.-N. del T.]. Una flota cartaginesa de cincuenta y cinco buques de guerra entró casi al mismo tiempo al gran puerto de Siracusa desde alta mar; también una flota romana, con treinta quinquerremes, desembarcó a la primera legión en Palermo [la antigua Panormo.-N. del T.]. Parecía como si la guerra se hubiera desviado completamente de Italia, tan absolutamente fijaron ambos pueblos su atención en Sicilia. Himilcón confiaba plenamente en que la legión que había desembarcado en Palermo caería en sus manos al marchar a Siracusa, pero quedó decepcionado cuando no tomaron la ruta que él esperaba. Mientras marchaba hacia el interior, la legión procedió a lo largo de la costa, acompañada por la flota, y se unió a Apio Claudio, que había venido a encontrarse con ellos con una parte de sus fuerzas. Ahora los cartagineses desesperaron de aliviar Siracusa y la abandonaron a su suerte. Bomílcar no sentía la suficiente confianza en su flota, al tener los romanos una que doblaba su número, y como vio que permaneciendo inactivo solo iba a agravar la escasez que prevalecía entre sus aliados, se hizo a la mar y puso rumbo a África. Himilcón había seguido la pista de Marcelo hacia Siracusa, esperando una oportunidad para combatir antes de que se le unieran fuerzas superiores; como no se le presentó ninguna oportunidad de hacerlo y vio que el enemigo poseía grandes fuerzas y seguridad dentro de sus líneas alrededor de Siracusa, se marchó sin preocuparse de perder el tiempo sitiando para nada y contemplando el asedio de sus aliados. Deseaba también estar libre para marchar donde hubiera cualquier esperanza de deserción de Roma y donde su presencia animase a aquellos que simpatizaran con Cartago. Comenzó capturando Murgantia, donde el pueblo traicionó a la guarnición romana, y donde se había almacenado gran cantidad de grano y suministros de toda clase para uso de los romanos.
[24,37] Otras ciudades se armaron de valor a partir de este ejemplo de deserción y las guarniciones romanas fueron expulsadas de sus ciudadelas o vencidas a traición y exterminadas. Enna [la antigua Henna.-N. del T.], situado en una posición elevada y rodeada por todos los lados de precipicios, era naturalmente inexpugnable y poseía una fuerte guarnición romana y un prefecto al que no resultaba adecuado que se acercasen los traidores. Lucio Pinario era un soldado severo que confiaba más en su propia vigilancia y prevención que en la fidelidad de los sicilianos. Las numerosas traiciones y deserciones que llegaron a sus oídos y la masacre de las guarniciones romanas le hicieron aún más cauto a la hora de tomar todas las precauciones posibles. Así que, tanto durante el día como durante la noche, tenía todo dispuesto, cada posición ocupada por guardias y centinelas, con los soldados siempre junto a sus armas y sin abandonar sus puestos. Los ciudadanos notables de Enna ya habían llegado a un acuerdo con Himilcón respecto a traicionar a la guarnición y, cuando observaron todas sus prevenciones y se dieron cuenta de que los romanos no podrían ser sorprendidos y traicionados, comprendieron que habrían de dar la cara. «La ciudad y su ciudadela», dijeron, «deberían estar bajo nuestra autoridad, si aceptamos como hombres libres la alianza romana y no nos entregamos en custodia como esclavos. Nos parece que lo correcto, por tanto, es que se nos entreguen las llaves de las puertas; el vínculo más fuerte entre los buenos aliados es confiar en la lealtad del otro; solo si seguimos voluntariamente en amistad con Roma, y no por la fuerza, podrá vuestro pueblo sentirse agradecido para con nosotros». A lo que el comandante romano respondió: «Yo he sido puesto aquí al mando por mi comandante en jefe, de él recibí las llaves de las puertas y la custodia de la ciudadela; no tengo estas cosas a mi disposición o a la de los ciudadanos de Enna, sino a la del hombre que las puso a mi cargo. Abandonar el puesto de uno es para los romanos un delito capital, y los padres han llegado incluso a castigar en casos tales a sus propios hijos. El cónsul Marcelo no está lejos, enviadle embajadores, él tiene el derecho y la autoridad para decidir en este asunto». Dijeron que no los enviarían y que si sus razones no servían habrían de buscar otro método para reivindicar su libertad. A esto contestó Pinario: «Pues bien, si os parece muy problemático mandar embajadores al cónsul, podéis, en todo caso, darme oportunidad de consultar al pueblo para que pueda poner en claro si esta demanda parte de unos pocos o de toda la ciudadanía». Se acordó convocar una reunión de la asamblea para el día siguiente.
[24,38] Después que él hubo regresado a la ciudadela tras la entrevista, convocó a sus hombres y se dirigió a ellos de la siguiente manera: «Creo, soldados, que ya habéis oído lo que ha sucedido últimamente y cómo han sido sorprendidas y masacradas las guarniciones romanas por los sicilianos. Habéis evitado esa traición, en primer lugar, por la buena providencia de los dioses, y luego por vuestro propio valor y constante vigilancia, permaneciendo bajo las armas día y noche. Sólo espero que el resto de nuestro tiempo se puede pasar sin sufrir o que nos inflijan daños demasiado terribles como para contarlos. Las precauciones que hemos tomado hasta ahora lo han sido contra las traiciones ocultas; como no han podido contra ellas, exigen ahora abiertamente las llaves de las puertas; y tan pronto como las entregásemos, la ciudad caería en poder de los cartagineses y nos sacrificarían aquí con mayor crueldad que a la guarnición de Murgantia. He conseguido con dificultad que me den una noche para deliberar, de modo que os pueda informar del inminente peligro. Al despuntar el día se va a celebrar una asamblea del pueblo en la que se lanzarán acusaciones contra mí y agitarán a la población contra vosotros. Así, mañana correrá la sangre en Enna, la vuestra o la de sus propios ciudadanos. Si no os adelantáis, no hay esperanza para vosotros; si lo hacéis, no hay peligro. La victoria caerá del lado de quien primero desenvaine la espada. Así que estad todos alerta y esperad con atención la señal. Yo estaré en la asamblea y ganaré tiempo hablando y discutiendo hasta que todo esté completamente dispuesto, y cuando de la señal con mi toga, lanzad un fuerte grito y caed sobre la multitud desde todos lados y destrozadlos a todos con la espada, y cuidar que ninguno sobreviva de quien se pueda temer violencia abierta o traición». Luego continuó: «A vosotras, Madre Ceres y Proserpina, y a todas vosotras, deidades celestiales e infernales que tenéis vuestra morada en esta ciudad y en estos sagrados lagos y árboles, yo os pido y suplico que seáis clementes y misericordiosas con nosotros, si es cierto que los hechos que nos proponemos ejecutar con esta acción solo tienen por objeto escapar a la traición y el asesinato. Yo os diría más, soldados, si fueseis a combatir contra un enemigo armado; estos están desarmados y para nada sospechan que los vayáis a masacrar hasta hartaros. Además, el campamento del cónsul está cerca y nada hay que temer de Himilcón y los cartagineses».
[24,39] Después de este discurso, los despidió para que descansasen. A la mañana siguiente situó a varios de ellos en distintos lugares para bloquear las calles y cerrar las salidas; la mayoría se sitúa alrededor del teatro y sobre el terreno que estaba encima; habían contemplado con frecuencia desde allí otras asambleas, por lo que su aparición no despertó sospechas. El comandante romano fue presentado a la Asamblea por los magistrados. Este les dijo que era el cónsul, y no él, quien tenía el derecho y el poder de decidir sobre el asunto, y les habló más o menos del mismo modo que el día anterior. Al principio se escucharon una o dos voces, y luego muchas más, exigiendo la entrega de las llaves, hasta que toda la asamblea estalló en gritos y amenazas, pareciendo que estaban a punto de atacarlo mientras él seguía dudando y esperando. Entonces, por fin, dio la señal convenida con su toga y los soldados, que habían estado durante bastante tiempo dispuestos y expectantes, lanzaron un grito y se precipitaron sobre la multitud mientras otros bloqueaban las salidas del densamente ocupado teatro. Cercados y enjaulados, los hombres de Enna fueron despedazados sin piedad y amontonados; no solo apilaron a los muertos, también aquellos que trataron de escapar tropezaron con las cabezas de los demás y cayeron unos encima de otros, con los heridos tropezando con los ilesos y los vivos sobre los muertos. Después, los soldados se dispersaron por todas partes y la ciudad se llenó de cadáveres y gente que huía para salvar la vida, pues los soldados masacraban a la multitud indefensa con tanta furia como si combatiesen contra un enemigo igual y los excitara el ardor de la batalla.
Así se conservó Enna para Roma, con un acto que hubiera sido criminal de no resultar inevitable. Marcelo no sólo no censuró la operación, sino que incluso concedió a los soldados las propiedades saqueadas a los ciudadanos, pensando que por el terror que inspiraría así a los sicilianos retrasaría la traición a sus guarniciones. La noticia de este hecho se difundió por Sicilia en apenas un día, pues la ciudad, situada en el centro de la isla, no era menos famosa por la fuerza natural de su posición que por la sagrada devoción que la relacionaba con la antigua historia del rapto de Proserpina [por el dios Plutón.-N. del T.]. Todos consideraron que aquello fue un sucio y criminal ultraje ejecutado tanto contra la morada de los dioses como contra la de los hombres, y muchos que antes se habían mostrado vacilantes se inclinaron ahora hacia los cartagineses. Hipócrates e Himilcón, que habían conducido sus fuerzas hasta Enna por la invitación de los presuntos traidores, viéndose incapaces de hacer nada se retiraron, el primero a Murgantia y el último a Agrigento. Marcelo marchó de regreso a Lentini, y después de recoger los suministros de grano y otras provisiones para el campamento, dejó un pequeño destacamento para guarnecer la ciudad y volvió a asedio de Siracusa. Dio permiso a Apio Claudio para que marchase a Roma para presentar su candidatura al consulado y puso en su lugar a Tito Quincio Crispino, al mando de la flota y del antiguo campamento [el de Olimpia.-N. del T.], mientras que él mismo construía y fortificaba sus cuarteles de invierno en un lugar llamado Leonta, a unas cinco millas del Hexápilo [7400 metros.-N. del T.]. Estas fueron las principales incidencias en la campaña de Sicilia hasta el comienzo del invierno.
[24.40] Las hostilidades con Filipo, que se temían con anterioridad, estallaron efectivamente este verano. El pretor, Marco Valerio, que tenía su base en Brindisi y patrullaba frente a las costas de Calabria, recibió información desde Orico [la antigua Oricum, cerca de la actual Pascha Liman, en Albania.-N. del T.] diciendo que Filipo había efectuado un ataque sobre Pojani [la antigua Apolonia, en Albania.-N. del T.], enviando una flota de ciento veinte lembos birremes remontando el río [se trataba del Vojussa.-N. del T.], viendo luego que las cosas trascurrían con demasiada lentitud, llevó su ejército por la noche hasta Orico, y como la plaza se encontraba en una llanura y no estaba lo bastante fortificada para defenderse, ni por sus construcciones ni por su guarnición, fue tomada al primer asalto. Sus informantes le pidieron que enviase ayuda y que mantuviese alejado a quien, sin lugar a dudas, era un enemigo a Roma, para que no dañase las ciudades de la costa que peligraban por el mero hecho de estar situadas frente a Italia. Marco Valerio contentó su solicitud, y dejando una pequeña guarnición de dos mil hombres al mando de Publio Valerio, se hizo a la mar con su flota dispuesta para la acción y a sus soldados, como no había espacio en los barcos de guerra para todos ellos, los embarcó en naves de carga. Al segundo día llegó a Orico y, como el rey a su partida solo había dejado una débil fuerza para guarnecerla, se tomó con muy poca lucha. Mientras estaba allí, llegaron embajadores desde Pojani, informándole de que estaban sometidos a un asedio debido a su negativa a romper con Roma, y que a menos que les protegieran, no podrían resistir mucho más tiempo al macedonio. Valerio se comprometió a hacer lo que deseaban y les envió una fuerza escogida de dos mil hombres, en buques de guerra, a la desembocadura del río, bajo el mando de Quinto Nevio Crista, prefecto de los aliados y un soldado enérgico y experimentado. Este desembarcó a sus hombres y envió a los barcos para unirse nuevamente con la flota en Orico, mientras él marchaba a cierta distancia del río, donde sería menos probable que se encontrase con alguna de las tropas del rey, y entró en la ciudad por la noche sin ser observados por ningún enemigo. Al día siguiente descansaron, para darle la oportunidad de practicar una minuciosa inspección de la fuerza armada de Pojani y de la fortaleza de la ciudad. Se sintió alentado, tanto por el resultado de la inspección como por la cuenta que le dieron sus exploradores sobre la indolencia y negligencia que reinaba entre el enemigo. Marchando fuera de la ciudad en la oscuridad de la noche, sin el más mínimo ruido o desorden, entró en el campamento enemigo, que estaba tan desprotegido y sin vigilancia que se resulta creíble que pudieran entrar hasta un millar de hombres antes de ser detectados; y si se hubieran abstenido de emplear las espadas podrían haber llegado hasta la tienda del rey. La masacre de los más cercanos a las puertas del campamento despertó al enemigo, y tan general terror y pánico se extendió entre ellos que ninguno tomó las armas ni hizo intento alguno de expulsar a los invasores. Incluso el propio rey, despertado repentinamente, huyó a medio vestir con un aspecto indigno de un soldado común, no digamos ya de un rey, y escapó a sus barcos en el río. El resto huyó alocadamente en la misma dirección. Las pérdidas entre muertos y prisioneros fueron de menos de tres mil, siendo los prisioneros mucho más numerosos. Después de haber saqueado el campamento, los pojanienses llevaron las catapultas, las balistas y la restante artillería de sitio, que había sido dispuesta para el asalto, al interior de la ciudad para defensa de sus propias murallas, en previsión de que pudiera ocurrir nuevamente alguna otra emergencia; todo el resto del botín se entregó a los romanos. Tan pronto como la noticia de esta acción llegó a Orico, Valerio envió la flota a la desembocadura del río para prevenir cualquier intento por parte de Filipo de escapar por mar. El rey no sentía la suficiente confianza como para arriesgarse a un combate, fuera por tierra o por mar, y varó sus buques en tierra o los quemó, y se dirigió a Macedonia por tierra con la mayor parte de su ejército habiendo perdido sus armas y todas sus pertenencias. Marco Valerio invernó con su flota en Orico.
[24.41] La lucha continuó este año en Hispania con fortuna variable. Antes de que los romanos cruzaran el Ebro, Magón y Asdrúbal derrotaron a enormes cantidades de hispanos. Toda la Hispania ulterior habría abandonado el bando de Roma de no haber cruzado rápidamente Publio Cornelio Escipión el Ebro, confirmando con su oportuna aparición a los aliados indecisos. Los romanos fijaron al principio su campamento en Castrum Album [se identifica generalmente con Alicante.-N. del T.], un lugar que se hizo famoso por la muerte del gran Amílcar [el padre de Aníbal murió allí el 228 a.C.-N. del T.], y acumularon allí suministros de grano. La comarca alrededor, sin embargo, estaba infestada por el enemigo, y su caballería atacó impunemente a los romanos mientras marchaban; perdieron casi dos mil hombres que se habían retrasado y se habían separado de la columna de marcha. Decidieron retirarse a una zona menos hostil y se atrincheraron en el Monte de la Victoria [se desconoce su ubicación.-N. del T.]. Cneo Escipión se les unió aquí con todo su ejército, y Asdrúbal, el hijo de Giscón, llegó también con un ejército completo. Había ahora tres generales cartagineses y todos ellos acamparon al otro lado del río, frente al campamento romano. Publio Escipión salió con alguna caballería ligera para hacer un reconocimiento, pero a pesar de todas sus precauciones no pudo pasar inadvertido, y habrían sido derrotados en la llanura abierta si no se hubiese apoderado de cierto terreno elevado que estaba cerca. Aquí quedó rodeado y sólo la oportuna llegada de su hermano lo rescató. Cazlona [la antigua Castulo, en Jaén.-N. del T.], una ciudad poderosa y famosa de Hispania, y en alianza tan estrecha con Cartago que Aníbal tomó allí esposa [Hímilce era su nombre.-N. del T.], se puso del lado de Roma. Los cartagineses iniciaron un ataque contra Illiturgis [hay alguna epigrafía que la situaría en la actual Mengíbar, aunque hasta no hace mucho se pensaba mayoritariamente que correspondía a la actual Andújar, ambas en la provincia de Jaén.-N. del T.] debido a la presencia de una guarnición romana allí, y parecía como si verdaderamente la fueran a reducir por hambre. Cneo Escipión fue en ayuda de los sitiados con una legión ligera, y combatiendo al pasar entre dos de los campamentos cartagineses, entró en la ciudad tras infligir grandes pérdidas a los sitiadores. Al día siguiente hizo una salida que resultó igualmente afortunada. Más de doce mil hombres resultaron muertos en ambas batallas y más de mil fueron hechos prisioneros, capturándose también treinta y seis estandartes. De esta manera quedó levantado el sitio de Illiturgi. Los cartagineses atacaron luego Bigerra [pudiera tratarse de Becerra, a 10 km. al norte de Guadix.-N. del T.], también aliada de Roma, pero al aparecer Cneo Escipión se retiraron sin combatir.
[24.42] El campamento cartaginés se trasladó junto a Munda [cuya ubicación sigue discutiéndose, siendo candidatas, entre otras, Montilla y Osuna, en Córdoba.-N. del T.], y los romanos los siguieron inmediatamente. Aquí se combatió durante cuatro horas en una batalla campal, y estaban obteniendo los romanos una espléndida victoria cuando se dio señal de retirada. Cneo Escipión fue herido en el muslo por una jabalina y los soldados que le rodeaban temieron que la herida fuese fatal. No había la menor duda de que si no se hubiera producido aquel retraso, el campamento cartaginés habría sido capturado aquel mismo día, pues habían obligado a que se retirasen los hombres, además de los elefantes, hasta sus propias líneas, siendo atravesados treinta y nueve de los últimos por los pila romanos. Se afirma que murieron doce mil hombres en esta batalla y que unos tres mil fueron hechos prisioneros, además de capturarse cincuenta y siete estandartes. Desde allí, los cartagineses se retiraron a Jaén [la antigua Auringis.-N. del T.], los romanos los siguieron lentamente, sin dejarles tiempo para recuperarse de sus derrotas. Allí se libró otro combate y Escipión fue llevado al campo de batalla en una camilla. La victoria fue decisiva aunque no se acabó ni con la mitad de los enemigos que en la ocasión anterior, pues quedaban menos para luchar. Pero los hispanos tienen un instinto natural para recuperarse de las pérdidas en la guerra y, cuando Magón fue enviado por su hermano para alistar tropas, muy pronto se cubrieron los huecos en el ejército, lo que animó a sus generales a trabar otra batalla. A pesar de que eran en su mayoría soldados novatos y que defendían una causa que en poco tiempo había sido derrotada repetidamente, combatieron con el mismo ánimo y el mismo resultado con que lo habían hecho sus antecesores. Más de ocho mil hombres murieron, no menos de mil cayeron prisioneros y se capturaron cincuenta y ocho estandartes. La mayor parte del botín había pertenecido a los galos, hubo gran número de brazaletes de oro y cadenas y dos distinguidos régulos galos, Meniacapto y Vismaro, cayeron en la batalla [en realidad se trataba de reyezuelos celtíberos, siéndolo el segundo de los arévacos.-N. del T.]. Ocho elefantes fueron capturados y tres muertos. Como las cosas marchaban tan bien en Hispania, los romanos, finalmente, empezaron a sentirse avergonzados por haber dejado Sagunto, la causa principal de la guerra, en manos enemigas durante casi ocho años [Sagunto fue tomada el 219 a.C. o 218 a.C., según la fuente; si se recupera en 214 a.C., permanece entonces cuatro o cinco años en poder cartaginés.-N. del T.]. Así, después de expulsar a la guarnición cartaginesa, recuperaron la ciudad y se la devolvieron a aquellos de sus antiguos habitantes que se habían salvado de la guerra. Los turdetanos, que habían provocado la guerra entre Sagunto y Cartago, fueron reducidos a la sumisión y vendidos como esclavos; su ciudad fue completamente destruida.
[24.43] Este fue el curso de los acontecimientos en Hispania durante el año en Quinto Fabio y Marco Claudio fueron cónsules -214 a.C.-. Inmediatamente después de tomar posesión del cargo los tribunos de la plebe, Marco Metelo, uno de ellos, acusó a los censores, Publio Furio y Marco Atilio y exigió que se les llevase a juicio ante el pueblo. Su razón para actuar de este modo era que el año anterior le habían privado de su caballo, degradado de su tribu y convertido en erario sobre la base de que estaba envuelto en el complot que se había organizado tras la batalla de Cannas para abandonar Italia. Los otros nueve tribunos, sin embargo, interpusieron su veto en contra de su procesamiento mientras desempeñaran su cargo y el asunto no se concretó. La muerte de Publio Furio les impidió completar el lustrum [o sea, efectuar la ceremonia religiosa que cerraba la práctica del censo; como la duración de la censura era de cinco años, lustrum dio «lustro» en castellano con el significado de periodo de cinco años.-N. del T.] y Marco Atilio renunció al cargo. Las elecciones consulares se celebraron bajo la presidencia de Quinto Fabio Máximo, el cónsul. Ambos cónsules fueron elegidos en su ausencia: Quinto Fabio Máximo, el hijo del cónsul, y Tiberio Sempronio Graco, por segunda vez. Los pretores elegidos fueron Marco Atilio y tres que por entonces eran ediles curules, a saber, Publio Sempronio Tuditano, Cneo Fulvio Centimalo y Marco Emilio Lépido. Según la tradición, aquel año duraron cuatro días, por vez primera, los juegos escénicos [representaciones teatrales.-N. del T.], que celebraron los ediles curules. El edil Tuditano era el magistrado que condujo a sus hombres por entre medio del enemigo tras la derrota de Cannas, cuando todos los demás estaban paralizados por el terror. Tan pronto terminaron las elecciones, los cónsules electos fueron, por consejo de Quinto Fabio, llamados a Roma para que tomaran posesión de sus cargos. Tras regresar, consultaron al Senado acerca de la dirección de la guerra, la asignación de provincias a ellos y a los pretores, los ejércitos que habían de alistarse y los hombres a quienes mandarían -213 a.C.-.
[24.44] Las provincias y los ejércitos se distribuyeron como sigue: Las operaciones contra Aníbal fueron confiados a los dos cónsules, reteniendo Sempronio el ejército que ya mandaba. Fabio iría a hacerse cargo del ejército de su padre. Cada uno constaba de dos legiones. Marco Emilio, el pretor que tenía la jurisdicción sobre los extranjeros, se haría cargo de Lucera y de las dos legiones que Quinto Fabio, el cónsul recién elegido, había mandado como pretor; Publio Sempronio Tuditano recibió Rímini [la antigua Arimino.-N. del T.] como provincia, y Arienzo correspondió a Cneo Fulvio, cada uno con dos legiones; Fulvio estaría al mando de las legiones ciudadanas y Tuditano tomaría el mando de las de Manio Pomponio. Se extendieron los siguientes mandos: Marco Claudio retendría la parte de Sicilia que había constituido el reino de Hierón mientras Léntulo, como propretor, debería administrar la antigua provincia; Tito Otacilio seguiría al mando de la flota, sin que se le proporcionasen nuevas tropas, y Marco Valerio operaría en Grecia y Macedonia con la legión y buques que tenía; Quinto Mucio seguiría al mando de su antiguo ejército de dos legiones en Cerdeña y Cayo Terencio mantendría su única legión en el Piceno. Se dieron órdenes para que se alistasen dos legiones en la Ciudad y que los aliados proporcionasen veinte mil hombres.
Tales eran los generales y las tropas que servirían de baluarte de Roma contra las muchas guerras, algunas ya en marcha y otras previstas, que la amenazaban. Después de alistar las dos legiones de la ciudad y reclutar los demás refuerzos, ambos cónsules dejaron la Ciudad, no sin antes proceder a la expiación de ciertos portentos que habían ocurrido. Parte de la muralla de la Ciudad y algunas de las puertas habían sido alcanzadas por un rayo, así como el templo de Júpiter en La Riccia [la antigua Aricia.-N. del T.]. Otras cosas que el pueblo imaginó haber visto u oído se reputaron como ciertas; En Terracina, se creyó haber visto barcos de guerra en el río, aunque nada había allí; se escuchó un choque de armas en el templo de Júpiter Vicilino, en las proximidades de Conza, y se dijo que corrió ensangrentado el río en Pescara [las antiguas Tarracino, Compsa y Amiterno, respectivamente.-N. del T.]. Cuando se expiaron tales presagios según las instrucciones de los pontífices, los cónsules marcharon al frente; Sempronio hacia Lucania y Fabio hacia Apulia. Fabio padre llegó al campamento de su hijo en Arienzo, como lugarteniente suyo. El hijo salió a su encuentro con los doce lictores precediéndole en fila. El anciano pasó cabalgando a once de ellos, todos los cuales, por respeto a él, permanecieron en silencio; llegado allí, el cónsul ordenó al lictor restante, y que estaba inmediatamente frente a él, que cumpliera con su deber. El hombre ordenó a Fabio que desmontara y este, saltando de su caballo, dijo a su hijo: «Quería saber, hijo mío, si eres lo bastante consciente de que e luego llamó a Fabio a desmontar, y saltando de su caballo, dijo a su hijo: «Quería saber, hijo mío, si te dabas cuenta cabal de que eres el cónsul».
[24.45] Una noche, Dasio Altinio, de Arpinova, realizó una visita secreta a este campamento, acompañado por tres esclavos, ofreciendo traicionar Arpinova contra la entrega de una recompensa. Fabio remitió el asunto al consejo de guerra y algunos pensaron que debía ser tratado como un desertor, azotado y decapitado. Decían que era un traidor, un enemigo de ambos lados y que, tras la derrota de Cannas, como si la lealtad dependiera de la suerte, se había pasado a Aníbal y conducido Arpinova a la deserción; y que ahora que la causa de Roma estaba, en contra de sus esperanzas y deseos, resurgiendo de sus raíces, él les prometía una nueva traición como manera de compensar a aquellos a quienes antes había traicionado. Propugnaba abiertamente apoyar a un bando mientras sus simpatías estaban con el otro, infiel como aliado y despreciable como enemigo; de la misma calaña que el que traicionó Civita Castellana [la antigua Faleria; ver Libro 5,27.-N. del T.] o el que ofreció el veneno a Pirro, se le debía convertir en una tercera advertencia para todos los renegados. El padre del cónsul tenía una opinión diferente. «Algunos hombres», dijo, «ajenos a los tiempos y estaciones, forman juicio sobre todas las cosas con tanta calma e imparcialidad corran tiempos de guerra como de paz. El asunto más importante que debemos discutir y decidir es la forma en que podamos evitar que nuestros aliados nos abandonen, pero esto es lo último que estamos pensando; estamos hablando de la obligación de hacer un ejemplo de alguien que se da cuenta de su error y contempla con pesar la antigua alianza abandonada. Pero si un hombre es libre de abandonar a Roma y no lo es para regresar con ella, ¿quién dejará de ver que en poco tiempo el imperio romano, despojado de aliados, se encontrará a toda Italia obligada con tratados a Cartago? Desde luego que no voy a aconsejar que se deposite confianza alguna en Altinio; propondré una vía intermedia para tratar con él. Yo recomendaría que no se le trate ni como enemigo ni como amigo, sino que se le interne en alguna ciudad no muy lejana de nuestro campamento, en la que podamos confiar, y que se le mantenga allí durante la guerra. Luego, cuando esta haya finalizado, podremos discutir si merece ser castigado por su anterior deslealtad más de lo que merece el perdón por su actual regreso con nosotros. La sugerencia de Fabio encontró la aprobación general y Altinio fue entregado, junto a los que le acompañaban, a algunos embajadores de Calvi Risorta. Había traído con él una cantidad considerable de oro, y se ordenó que le fuera guardado. En Cales era libre de moverse durante el día, pero seguido siempre por un guardia que le mantenía confinado durante la noche. En Arpinova se le echó de menos en su casa y comenzaron a buscarle, los rumores corrieron pronto por la ciudad y, naturalmente, se produjo gran inquietud al ver que habían perdido a su líder. Se temió una revolución y en seguida se mandaron mensajeros a Aníbal. El cartaginés no estaba en absoluto preocupado por lo sucedido; había sospechado durante mucho tiempo del hombre y dudaba de su lealtad, por lo que ahora tenía una razón plausible para confiscar y vender las propiedades de un hombre muy rico. Pero, con el fin de hacer creer que le movía más la rabia que la avaricia, aumentó su rapacidad con un acto de crueldad atroz. Mandó a buscar a su esposa e hijos [de Altinio.-N. del T.], y después de interrogarles primero sobre las circunstancias en que Altinio había desaparecido, y después sobre la cantidad de oro y plata que había dejado en casa, para descubrir así lo que realmente quería saber, los quemó vivos.
[24,46] Fabio levantó su campamento en Arienzo y decidió comenzar con un ataque contra Arpinova. Acampó como a media milla de allí [740 metros.-N. del T.] y, al observar desde una posición cercana la situación de la ciudad y sus defensas, vio que una parte estaba más fortificada y, por tanto, menos guardada; por este lugar decidió lanzar su asalto. Después de comprobar que todo lo necesario para que el asalto estaba dispuesto, hizo una selección de entre los centuriones de su ejército y los situó bajo el mando de tribunos distinguidos por su valentía. Luego les proporcionó a seiscientos soldados, número que consideró suficiente para su propósito, y les ordenó llevar a aquel punto las escalas cuando oyeran la señal en la cuarta guardia [sobre las dos de la madrugada.-N. del T.]. Había una puerta estrecha y baja que daba a una calle poco frecuentada que recorría una parte solitaria de la ciudad. Sus órdenes eran que fuesen los primeros en escalar la muralla con sus escalas y que abriesen después la puerta o rompiesen los goznes y barras desde el interior; cuando se hubieran apoderado de aquella parte de la ciudad debían indicarlo con un toque de corneta para que el resto de las tropas pudiera ser llevado allí, pues él ya les tendría en orden y dispuestos. Se siguieron sus instrucciones al pie de la letra, y lo que parecía probable que fuese un obstáculo resultó ser de gran ayuda para ocultar sus movimientos. Una tormenta de lluvia que comenzó a la medianoche hizo que todos los centinelas y puestos avanzados marcharan a buscar abrigo en las casas, y el rugido de la lluvia, que caía al principio como un diluvio, impidió que se oyera a los que estaban actuando contra la puerta. Luego, cuando el sonido de la lluvia cayó con sonido más suave y regular, calmó a la mayor parte de los defensores hasta hacerles dormir. Tan pronto como se apoderaron de la puerta, situaron las cornetas equidistantes por la calle y ordenaron que tocasen para avisar al cónsul. Una vez hecho esto como se había dispuesto previamente, el cónsul ordenó un avance general y, poco antes del amanecer, entró en la ciudad por la puerta derribada.
[24.47] Por fin, el enemigo se despertó; hubo una pausa en la tormenta y la luz del día despuntaba. La guarnición de Aníbal en la ciudad ascendía a unos cinco mil hombres y los propios ciudadanos habían dispuesto una fuerza de tres mil. A estos, los cartagineses los colocaron delante para enfrentarse al enemigo y que no pudieran hacerles ninguna traición por la retaguardia. Los combates comenzaron en la oscuridad, por las calles estrechas; los romanos habían ocupado no sólo las calles cerca de la puerta, sino también las casas, para que no se les pudiera atacar desde los tejados. Poco a poco, a medida que aumentaba la luz, algunos de las tropas ciudadanas y algunos romanos se reconocieron mutuamente y empezaron a conversar. Los soldados romanos les preguntaron qué era lo que deseaban los arpinenses, qué mal les había hecho Roma y qué buen servicio les había prestado Cartago para que ellos, nacidos y criados en Italia, combatiesen contra sus antiguos amigos romanos en nombre de bárbaros y extranjeros y desearan convertir a Italia en una provincia tributaria de África. La gente de Arpinova arguyó en su defensa que no sabían nada de lo que estaba pasando, que en realidad habían sido vendidos por sus gobernantes a los cartagineses y que eran víctimas y esclavos de una pequeña oligarquía. Una vez que empezaron las conversaciones, estas se extendieron más y más; por fin, el pretor de Arpinova fue llevado por sus amigos donde el cónsul y, tras prestarse mutuas garantías, rodeados por las tropas y bajo sus estandartes, los ciudadanos se volvieron por sorpresa contra los Cartagineses y combatieron a favor de los romanos. Un grupo de hispanos, también, en número algo inferior al millar, transfirieron sus servicios al cónsul con la única condición de que se permitiera partir indemne a la guarnición cartaginesa. Se les abrieron las puertas y se les dejó salir, según lo estipulado, con la mayor seguridad y marcharon con Aníbal en Salapia [antigua ciudad cercana a la actual Trinitapoli.-N. del T.]. Así, Arpinova volvió con a los romanos sin que se perdiera ninguna vida, a excepción de la aquel hombre que tiempo atrás había sido un traidor y que había desertado recientemente. Se ordenó que se entregase doble ración a los hispanos y la república se benefició en muchas ocasiones de su valor y fidelidad.
Mientras que uno de los cónsules estaba en Apulia y el otro en Lucania, unos ciento doce jinetes nobles campanos abandonaron Capua con permiso de sus magistrados, al objeto, según dijeron, de saquear el territorio enemigo. En realidad, sin embargo, se marcharon hasta el campamento romano encima de Arienzo, y cuando se acercaron a los puestos exteriores les dijeron que deseaban entrevistarse con el pretor, Cneo Fulvio. Al ser informado de su petición, dio órdenes para que llevasen ante él a diez de ellos, después de haber dejado sus armas. Cuando se enteró de lo que querían, que resultó ser, simplemente, que tras la reconquista de Capua se les devolvieran sus propiedades, los recibió a todos bajo su protección. El otro pretor, Sempronio Tuditano, tomó la ciudad de Atrino [se desconoce su ubicación.-N. del T.] al asalto. Se tomaron más de siete mil prisioneros así como una considerable cantidad de monedas de bronce y plata. En Roma se produjo un terrible incendio que duró dos noches y un día. Todos los edificios entre Salinas y la puerta Carmental, incluyendo el Equimelio, el barrio Jugario y los templos de la Fortuna y de Mater Matuta se quemaron hasta los cimientos. El fuego se desplazó a considerable distancia fuera de las puertas y destruyó muchas propiedades y objetos sagrados [Se trata de una zona próxima a la Isla Tiberina, entre el Capitolio y el foro por el interior y, extramuros, entre el Capitolio y el teatro de Marcelo.-N. del T.].
[24.48] Los dos Escipiones, Publio y Cneo, después de sus exitosas operaciones en Hispania, en el curso de las cuales se recuperaron muchos antiguos aliados y se ganaron otros nuevos, empezaron durante el año a albergar esperanzas de resultados similares en África. Sifax, rey de los númidas, había adoptado de repente una actitud hostil hacia Cartago. Los Escipiones le enviaron tres centuriones en embajada, con órdenes de concluir una alianza de amistad con él y de asegurarle que, si hostigaba persistentemente a los cartagineses, se ganaría la obligación para con él del senado y el pueblo de Roma, y harían cuanto pudieran para pagarle en su momento la deuda con creces. El bárbaro quedó encantado con la embajada y mantuvo frecuentes conversaciones con los centuriones sobre los métodos de la guerra. Al escuchar a los soldados veteranos, se enteró de muchas cosas que ignoraba y de cuán grande era el contraste entre sus propias costumbres y la disciplina y organización de los otros. Les pidió que, mientras dos de ellos llevaban de vuelta el informe de su misión a sus comandantes, el tercero se quedase con él como instructor militar. Explicó que los númidas hacían infantes muy pobres y que solo eran útiles como jinetes; les explicó que este era el estilo de guerrear que habían adoptado sus antepasados desde los primeros tiempos y que en este estilo había sido entrenado desde su infancia. Ellos tenían un enemigo que dependía principalmente de su infantería, y si quería ir a su encuentro en igualdad de condiciones, él también se debía proveer de infantería. Su reino tenía una población abundante y adecuada para ello, pero él desconocía el método apropiado para armarlos, equiparlos y entrenarlos. Todo estaba desordenado y sin organización, como una multitud reunida al azar.
Los enviados respondieron que, por el momento, harían lo que él deseaba en el entendido de que, si sus jefes no aprobaban el acuerdo, él enviaría inmediatamente de vuelta al que se quedara. El nombre del que se quedó junto al rey era Quinto Estatorio. El rey envió a algunos númidas para acompañar a los dos romanos a Hispania y obtener la sanción del acuerdo de sus comandantes. También les encargó tomar medidas inmediatas para persuadir a los númidas que actuaban como auxiliares de las tropas cartaginesas para que se pasasen con los romanos. Del gran número de jóvenes que había en el país, Estatorio alistó una fuerza de infantería para el rey. A estos los encuadró según el modelo romano, enseñándoles a seguir sus estandartes y mantener las filas mediante en entrenamiento y la práctica. También les hizo familiarizarse con el arte de la fortificación y otras labores militares, de modo que el rey puso tanta confianza en su infantería como en su caballería y en una batalla campal librada en campo abierto demostró ser superior a los cartagineses. La presencia de los enviados del rey en Hispania también resultó ser provechosa para los romanos, pues ante las noticias de su llegada se produjeron numerosas deserciones entre los númidas. Así pues, entre Sifax y los romanos se establecieron relaciones de amistad. Tan pronto como los cartagineses se enteraron de lo que estaba pasando, enviaron emisarios a Gala, que reinaba en la otra zona de Numidia sobre una tribu llamada mésulos [en contraposición a los númidas masesilios de Sifax, al occidente, lindantes con los mésulos y con capital en la actual Constantina, los mésulos lindaban con los cartagineses por el este.-N. del T.].
[24,49] Gala tenía un hijo llamado Masinisa, un muchacho de diecisiete años pero de un carácter tan fuerte que ya entonces resultaba evidente que él haría el reino más grande y más rico de cuanto lo recibiera. Los embajadores señalaron a Gala que, ya que Sifax se había unido a los romanos para fortalecerse mediante su alianza contra los reyes y pueblos de África, lo mejor para él sería unirse a los cartagineses tan pronto pudiera y antes de que Sifax cruzara a Hispania o los romanos a África. Sifax, dijeron, podría ser fácilmente aplastado, pues nada había conseguido de la alianza con Roma, excepto el nombre. El hijo de Gala pidió que se le confiara la dirección de la guerra y persuadió con facilidad a su padre para que enviase un ejército que, en unión de los cartagineses, venció a Sifax en una gran batalla en la que se dice que murieron treinta mil hombres. Sifax, con algunos de sus jinetes, huyó del campo de batalla junto a los maurusios, una tribu númida que vive en la parte más alejada de África, cerca del océano frente a Cádiz [la antigua Gades.-N. del T.]. Ante la noticia de su llegada, los bárbaros acudieron a él desde todas partes y en poco tiempo armó una fuerza inmensa. Mientras se preparaba para cruzar con ellos a Hispania, de la que solo le separaba un corto estrecho [el de Gibraltar, claro está.-N. del T.], Masinisa llegó con su victorioso ejército y se ganó gran fama por el modo en que dio fin a la guerra contra Sifax sin ayuda alguna de los cartagineses. En Hispania no ocurrió nada de importancia, excepto que los romanos se aseguraron para sí los servicios de los celtíberos, ofreciéndoles la misma paga que habían acordado con los cartagineses. También enviaron a Italia trescientos nobles hispanos para que convenciesen a sus compatriotas que servían con Aníbal. Esto es lo único destacable en Hispania durante aquel año, pues nunca, antes de aquellos celtíberos, habían tenido los romanos mercenarios en sus campamentos.