La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro vigesimosegundo
El desastre de Cannas.
[22.1] La primavera ya estaba llegando y Aníbal abandonó sus cuarteles de invierno. Su anterior intento de cruzar los Apeninos había sido frustrado por el insoportable frío y con gran peligro e inquietud siguieron allí. Los galos se le habían unido por la perspectiva de botín y despojos, pero cuando vieron que en vez de saquear el territorio de los demás pueblos era el suyo el que se había convertido en escenario de la guerra y tenía que aguantar la carga de aprovisionar los cuarteles de invierno de ambos bandos, vertieron contra Aníbal su odio hacia los romanos. Sus jefes conspiraban con frecuencia contra su vida y debió su seguridad a la mutua desconfianza de los galos entre sí, pues traicionaban las conspiraciones contra él con el mismo espíritu de ligereza con que las concebían. Se protegía de sus intentos asumiendo diferentes disfraces, llevando unas veces vestidos distintos y otras poniéndose pelucas. Sin embargo, estos constantes sobresaltos fueron otro motivo más para salir anticipadamente de sus cuarteles de invierno. Más o menos al mismo tiempo, Cneo Servilio tomó posesión de su consulado en Roma, el 15 de marzo -217 a.C.-. Cuando hubo presentado ante el Senado la política que se proponía llevar a cabo, estalló nuevamente la indignación contra Cayo Flaminio. «Se han elegido dos cónsules, pero, de hecho, solo tenían uno. ¿Qué autoridad legítima tiene este hombre? ¿Qué sanción religiosa? Los magistrados solo adquieren estas sanciones en casa, en los altares del Estado y en los suyos privados, tras haber celebrado el Festival Latino, ofrecido el sacrificio en el Monte Albano y haber recitado adecuadamente los votos en el Capitolio. Estas sanciones no podían ser tomadas por un ciudadano particularmente ni, si había partido sin haberlas tomado, las podía obtener en toda su plenitud estando en tierra extranjera».
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
Para aumentar la general sensación de aprensión, se recibieron nuevas de los portentos ocurridos simultáneamente en varios lugares. En Sicilia, varios de los dardos de los soldados se cubrieron de llamas; en Cerdeña, le sucedió lo mismo a un caballero que, sobre la muralla, hacía su ronda de inspección de los centinelas; las costas se habían iluminado por numerosos incendios y dos escudos sudaron sangre; algunos soldados habían sido alcanzados por un rayo; se observó cómo menguaba el Sol; en Palestrina llovieron piedras ardientes del cielo; en Arpos [cerca de la actual Foggia.- N. del T.] se vieron escudos en el cielo y el Sol apareció luchando con la Luna; en Capena se vieron dos lunas durante el día; en Cerveteri las aguas corrieron mezcladas con sangre y hasta la fuente de Hércules borboteó con gotas de sangre en el agua; en Anzio, caían las espigas con sangre en los cestos de los segadores, en Civita Castellana [antigua Faleria.- N. del T.] el cielo pareció partirse como con una enorme brecha con una luz resplandeciente en ella; las tablillas oraculares encogieron y una cayó con esta inscripción: «MARTE AGITA SU LANZA»; al mismo tiempo, la estatua de Marte en la vía Apia y las imágenes de los Lobos sudaron sangre. Por último, en Capua se vio el cielo en llamas y a la Luna cayendo en medio de una lluvia torrencial. Entonces se dio crédito a portentos relativamente insignificantes, tales como que las cabras de ciertas personas se cubrieran repentinamente de lana, que una gallina se convirtiese en gallo y un gallo en gallina. Después de comunicar los detalles tal y como a él se los habían contado y de llevar ante el Senado a sus informadores, el cónsul consultó a la Curia sobre qué prácticas religiosas debían adoptarse. Se aprobó un decreto por el que, para evitar los males que estos augurios presagiaban, se deberían ofrecer sacrificios, las víctimas habrían de ser tanto animales completamente desarrollados como lactantes y, además, se debían hacer rogativas especiales en todos los santuarios durante tres días. Todo lo demás que pudiera ser necesario se haría de acuerdo con las instrucciones de los decenviros, después que hubieran consultado los Libros Sagrados y comprobado la voluntad de los dioses. Por su consejo se decretó que la primera ofrenda se hiciera a Júpiter, en forma de un rayo de oro de cincuenta libras de peso [16,35 kilos de oro.- N. del T.], presentes de plata a Juno y Minerva y sacrificios de víctimas mayores a la Reina Juno en el Aventino y a Juno Salvadora en Lanuvio; las matronas contribuirían, entre tanto, de acuerdo con sus medios y entregarían su presente a la Reina Juno en el Aventino. Se celebraría un lectisternio, e incluso los libertos habrían de contribuir en lo que pudieran para un presente al tempo de Feronia [diosa de las fuentes y los bosques.- N. del T.]. Cuando se cumplieron estas disposiciones, los decenviros sacrificaron víctimas mayores en el foro de Ardea y, finalmente, a mitad de diciembre hubo un sacrificio en el templo de Saturno; se ordenó un lectisternio para el que los senadores prepararon los lechos, y un banquete público. Durante un día y una noche, el grito de la Saturnalia resonó por toda la Ciudad y se ordenó al pueblo que guardara ese día como de fiesta y lo observara así para siempre.
[22,2] Mientras que el cónsul estaba ocupado en estas ceremonias propiciatorias así como con el alistamiento de las tropas, Aníbal levantó sus cuarteles de invierno. Al saber que el cónsul Flaminio había llegado a Arezzo, y pese a que se le había señalado un camino más largo, pero más seguro, escogió otro más corto que pasaba a través de las marismas del Arno, cuyo nivel por entonces estaba más alto de lo habitual. Ordenó a hispanos y africanos, el componente principal de los veteranos de su ejército, que fuesen por delante y que llevasen sus equipajes con ellos para que, en caso de parada, pudieran tener los suministros precisos; los galos debían seguirles formando el centro de la columna; la caballería marcharía la última y Magón y su caballería ligera númida cerrarían la columna, principalmente para mantener en su sitio a los galos en caso de que flaquearan o se detuvieran por la fatiga y el esfuerzo de tan larga marcha, pues como nación eran incapaces de soportar tal clase de cosas. Los de delante seguían por donde indicaban los guías, a través de las profundas y casi sin fondo pozas de agua, y aunque prácticamente absorbidos por el fango que mitad vadeaban, mitad nadaban, fueron capaces de conservar sus filas. Los galos no podían ni recuperarse cuando resbalaban ni tenían, una vez caídos, la fuerza para luchar por salir de las pozas; con sus cuerpos desanimados y sus ánimos sin esperanza. Algunos arrastraban dolorosamente sus agotados miembros, otros abandonaban la lucha y morían entre los animales de carga que yacían por todas partes. Lo que más les molestaba era la falta de sueño, que sufrieron durante cuatro días y tres noches. Como todo estaba cubierto de agua y no había un lugar seco donde reposar sus cuerpos cansados, apilaban los equipajes en el agua y se tendían encima, mientras otros lograban algunos minutos de necesario descanso amontonando los animales de carga que por doquier permanecían fuera del agua. El mismo Aníbal, cuyos ojos se vieron afectados por el cambiante e inclemente clima primaveral, cabalgó sobre el único elefante sobreviviente para poder estar un poco más alto sobre el agua. Sin embargo, debido a la falta de sueño, la bruma nocturna y la malaria de los pantanos, sufrió pesadez de cabeza, y como no admitió en ningún momento ni lugar que le atendieran, perdió completamente la vista de un ojo.
[22,3] Después de perder a muchos hombres y bestias bajo estas terribles circunstancias, por fin consiguió salir de los pantanos y, tan pronto como pudo encontrar un terreno seco, plantó su campamento. Los grupos de exploradores que había enviado le informaron de que el ejército romano estaba en las proximidades de Arezzo. Su siguiente paso fue investigar tan cuidadosamente como podía todo lo que materialmente le era posible saber: cuál era el estado de ánimo del cónsul, qué planes tenía, cuáles eran las características del país y de sus carreteras, así como los recursos que ofrecía en cuanto a la obtención de suministros. Aquellas tierras eran unas de las más fértiles de Italia; las llanuras de Etruria, que se extienden desde Fiesole [la antigua Faesulae.-N. del T.] hasta Arezzo son ricas en grano, ganado vivo y toda clase de productos. El carácter autoritario del cónsul, que había ido empeorando desde su último consulado, le había hecho perder el respeto por sí mismo y hasta por los dioses, por no mencionar la majestad del Senado y las leyes, y este lado obstinado y prepotente de su carácter se vio agravado por los éxitos que había alcanzado tanto en casa como en campaña. Resultaba completamente evidente que no buscaría el consejo de dios ni de hombre, y que todo cuanto hiciera se haría de un modo impetuoso y terco. Para hacer más visibles estos defectos de su carácter, el cartaginés se dispuso a irritarle y molestarle. Dejó el campamento romano a su izquierda, y marchó en dirección a Fiesole para saquear los distritos centrales de Etruria. Ante la vista del cónsul produjo tanta destrucción como pudo, y desde el campamento romano veían cumplidamente el fuego y las masacres.
Flaminio no tenía intención alguna de estarse quieto, incluso aunque el enemigo lo hiciera, pero ahora que veía las propiedades de los aliados de Roma saqueadas y pilladas casi ante sus propios ojos, sintió que era una deshonra personal que un enemigo rondase a voluntad por Italia y avanzara para atacar Roma sin que nadie se lo impidiera. Todos los demás miembros del consejo de guerra estaban más a favor de una política segura que no de otra brillante; le instaron a esperar a su colega, a que uniesen sus fuerzas y actuasen de común acuerdo según un plan único y a que, mientras llegaba, controlase los salvajes saqueos del enemigo con la caballería y los auxiliares armados a la ligera. Enfurecido por estas sugerencias, salió del consejo y ordenó que las trompetas tocasen a generala mientras, al tiempo, exclamaba: «¡Que nos sentemos ante las murallas de Arezzo, porque aquí están nuestra patria y nuestros penates! ¡Que ahora que Aníbal se nos ha escapado de las manos y que está haciendo estragos en Italia, destrozando y quemándolo todo en su camino hasta llegar a Roma, quieren que nos quedemos aquí hasta que el Senado convoque a Cayo Flaminio desde Arezzo como antaño lo hizo con Camilo desde Veyes!» Durante este estallido, ordenó que los estandartes se pusieran en marcha a toda prisa y, al mismo tiempo, montó su caballo. Apenas lo había hecho, el animal tropezó y se cayó, arrojándolo sobre su cabeza. Todos los que estaban alrededor quedaron horrorizados por lo que consideraron un mal presagio al comienzo mismo de la campaña, y su alarma aumentó considerablemente al llegar al cónsul un mensaje diciendo que el estandarte no se podía mover por más que el signífero hiciera el mayor de los esfuerzos. Se volvió hacia el mensajero y le preguntó: «¿Traes también un despacho del Senado prohibiéndome salir en campaña? Ve y diles que lo saquen con picos si es que tienen las manos demasiado entumecidas por el miedo». A continuación, la columna inició su marcha. Los oficiales, además de oponerse absolutamente a sus planes, estaban atemorizados por el doble portento aunque la gran masa de soldados estaban encantados con el ánimo que mostraba su general; tenían confianza sin saber qué débiles eran los motivos para ello.
[22,4] Con el fin de exasperar aún más a su enemigo y hacerlo ansiar el de vengar las heridas infligidas a los aliados de Roma, Aníbal arrasó con todos los horrores de la guerra el territorio entre Cortona y el lago Trasimeno. Había llegado a una posición muy bien adaptada para una táctica de sorpresa, donde el lago llega cerca de las colinas de Cortona. Sólo había aquí una estrecha vía entre las colinas y el lago, como si se hubiese dejado aquel espacio a propósito para la emboscada. Más adelante hay una pequeña extensión de terreno llano rodeado de colinas, y fue aquí donde Aníbal puso su campamento, ocupado solo por sus africanos e hispanos con él mismo al mando. Los baleares y el resto de la infantería ligera fue llevada detrás de las colinas; dispuso a la caballería en la boca misma de un desfiladero, apantallada por algunas colinas bajas, para que cuando los romanos hubieran entrado en él quedaran totalmente rodeados entre la caballería, el lago y las colinas. Flaminio llegó al lago al atardecer. A la mañana siguiente, todavía con poca luz, pasó por el desfiladero sin enviar exploradores a comprobar el camino y, cuando la columna empezó a desplegarse conforme se ensanchaba el terreno llano, el único enemigo que vieron fue el que tenían al frente, el resto estaba oculto a su retaguardia y sobre sus cabezas. Cuando el cartaginés vio alcanzado su objetivo y tuvo a su enemigo encerrado entre el lago y las colinas, con sus fuerzas rodeándolo, dio la orden de ataque general y cargaron directamente hacia abajo, sobre el punto que tenían más cercano. Todo resultó aún más repentino e inesperado para los romanos al haberse levantado una niebla desde el lago, más densa en el llano que en las alturas; los grupos enemigos se podían ver bastante bien entre ellos y así les resultó más sencillo cargar todos al mismo tiempo. El grito de guerra se elevó alrededor de los romanos antes de que pudieran ver claramente de dónde venía o de darse cuenta de que estaban rodeados. Comenzaron los combates al frente y en los flancos antes de que pudieran formar en línea, disponer sus armas o desenvainar sus gladios.
[22.5] En medio del pánico general, el cónsul mostró toda la tranquilidad que se podía esperar, dadas las circunstancias. Las filas eran rotas al volverse cada hombre hacia las voces discordantes; los recompuso tan bien como permitía el tiempo y el lugar, y dondequiera que se le veía u oía, animaba a sus hombres y les ordenaba aguantar y combatir. «No os abriréis paso con oraciones y súplicas a los dioses», les decía, «sino con vuestra fuerza y vuestro valor. Será la espada la que abra el camino por en medio del enemigo, y donde haya menos miedo habrá menos peligro». Pero era tal el alboroto y la confusión que ni los consejos ni las órdenes se escuchaban; y tan lejos estaban los soldados de conocer su puesto en las filas, su unidad o su estandarte, que apenas tuvieron presencia de ánimo bastante para agarrar sus armas y disponerse a usarlas, encontrándose algunos, al ser alcanzados por el enemigo, que eran más una carga que una protección. Con tan espesa niebla, los oídos eran de más utilidad que los ojos; los hombres volvían la mirada en todas direcciones al escuchar los gemidos de los heridos o los golpes en los escudos y las corazas, los gritos de triunfo se mezclaban con los gritos de terror. Algunos que intentaron huir se toparon con un denso cuerpo de combatientes y no pudieron ir más allá; otros que regresaban a la refriega fueron arrastrados por una avalancha de fugitivos. Por fin, cuando se hubo cargado inútilmente en todas direcciones y se vieron completamente rodeados por el lago y las colina de ambos lados y con el enemigo al frente y retaguardia, quedó claro para todos que su única esperanza de salvación estaba en su propia mano y en su propia espada. Luego, cada cual empezó a depender de sí mismo para guiarse y alentarse y comenzó una nueva batalla, no ordenada en sus tres líneas de príncipes, asteros y triarios [aquí describe Livio la famosa formación romana en tres líneas: príncipes, asteros y triarios; se diferenciaban en su experiencia de combate y en lo completo de su panoplia. Aunque casi todas las traducciones mantienen el término hastati, o lo castellanizan en “hastados”, hemos preferido usar el término castellano correcto, pues el D.R.A.E., en su tercera acepción lo define como “soldado de la antigua milicia romana, que peleaba con asta”- N. del T.], donde se combate delante de los estandartes y con el resto del ejército detrás y donde cada soldado permanece con su propia legión, cohorte y manípulo. Las circunstancias les agrupaban, cada hombre formando al frente o a la retaguardia según le inclinase su valor; y tal fue el ardor de los combatientes, su voluntad de luchar, que ni un solo hombre en el campo de batalla se preocupó del terremoto que destruyó gran parte de muchas ciudades de Italia, alteró el curso de rápidas corrientes, llevó el mar dentro de los ríos y provocó enormes corrimientos de tierras entre las montañas.
[22,6] Durante casi tres horas, siguió el combate; en todas partes se sostenía una lucha desesperada, pero se enconó con la mayor fiereza en torno al cónsul. Le seguía lo más selecto de su ejército, y dondequiera que les veía en apuros, o con dificultades, corría enseguida a ayudarles. Destacando por su armadura, era objeto de los más fieros ataques del enemigo, que sus camaradas hacían todo lo posible por repeler, hasta que un jinete ínsubro, que conocía al cónsul de vista -su nombre era Ducario- gritó a sus compatriotas: «¡Aquí está el hombre que mató a nuestras legiones y devastó nuestra ciudad y nuestras tierras! ¡Lo ofrezco en sacrificio a las sombras de mis compatriotas vilmente asesinados!». Picando espuelas a su caballo, cargó contra la densa masa enemiga y mató a un escudero que se interpuso en su camino cuando cargaba lanza en ristre, y luego hundió su lanza en el cónsul; pero los triarios protegieron el cuerpo con sus escudos y le impidieron despojarlo. Comenzó entonces una huida general, ni el lago ni la montaña detenían a los aterrorizados fugitivos, se precipitaban como ciegos sobre riscos y desfiladeros, hombres y armas cayendo unos sobre otros en desorden. Muchos, al no encontrar vía de escape, entraron en el agua hasta los hombros; algunos, en su miedo salvaje, incluso trataron de escapar nadando, lo que era una tarea sin fin ni esperanza en aquel lago. Unos se desanimaban y se ahogaban, otros veían inútiles sus esfuerzos y ganaban con gran dificultad las aguas poco profundas del borde del lago, para ser destrozados en todas partes por la caballería enemiga que había entrado en el agua. Alrededor de seis mil hombres que habían formado la vanguardia de la línea de marcha se abrieron paso por entre el enemigo y dejaron el desfiladero, completamente inconscientes de todo lo que había estado sucediendo detrás de ellos. Se detuvieron en cierto terreno elevado y escucharon los gritos y chocar de las armas por debajo, pero no fueron capaces, debido a la niebla, de ver o descubrir cuál fue la suerte del combate. Por último, cuando la batalla había terminado y el calor del sol hubo disipado la niebla, la montaña y llanura revelaron a plena luz la desastrosa derrota del ejército romano y mostraron muy a las claras que todo estaba perdido. Temiendo ser vistos en la distancia y que enviaran la caballería, a toda prisa tomaron sus estandartes y desaparecieron con la mayor rapidez posible. Maharbal los persiguió durante toda la noche con todas sus fuerzas montadas, y al día siguiente, como el hambre, además de sus demás miserias, les amenazaba, se rindieron a Maharbal a condición de que se les permitiera escapar con una prenda de vestir cada uno. Aníbal mantuvo esta promesa con su fidelidad púnica y los encadenó a todos.
[22,7] Esta fue la famosa batalla del Trasimeno, y un desastre para Roma memorable como pocos han sido. Quince mil romanos murieron en acción; mil fugitivos se dispersaron por toda la Etruria y llegaron a la Ciudad por diversos caminos; dos mil quinientos enemigos murieron en combate y muchos, de ambos bandos, fallecieron después de sus heridas. Otros autores señalan para ambos bandos pérdidas muchas veces mayores, pero me niego a caer en las exageraciones a las que tan aficionados son algunos escritores y, lo que es más, me apoyo en la autoridad de Fabio, que vivió durante la guerra. Aníbal despidió sin rescate a los prisioneros pertenecientes a los aliados y encadenó a los romanos. Dio órdenes, a continuación, para que separasen los cuerpos de sus propios hombres de los montones de muertos y se les enterrase; se buscó también cuidadosamente el cuerpo de Flaminio para que recibiera honorable sepultura, pero no se encontró. Tan pronto como la noticia del desastre llegó a Roma la gente acudió al Foro en un estado de gran pánico y confusión. Las matronas vagaban por las calles, preguntando a quienes se encontraban qué nuevo desastre se había anunciado o qué noticias había del ejército. La multitud en el Foro, tan numerosa como una Asamblea llena de gente, acudió en masa hacia el Comicio y la Curia y llamó a los magistrados. Por fin, un poco antes del atardecer, Marco Pomponio, el pretor, anunció: «Hemos sido derrotados en una gran batalla». Aunque nada más concreto sacaron de él, el pueblo, con un mar de rumores que oían unos de otros, llevaron de vuelta a sus hogares la noticia de que el cónsul había resultado muerto con la mayor parte de su ejército; sólo unos pocos sobrevivieron y estos se habían dispersado en su huida por Etruria o habían sido hechos prisioneros por el enemigo.
Las desgracias caídas sobre el ejército derrotado no fueron tan numerosas como los miedos de aquellos cuyos familiares habían servido bajo Cayo Flaminio, ignorantes como estaban del destino de cada uno de sus amigos y sin saber qué esperar o qué temer. Al día siguiente, y varios días después, una gran multitud, compuesta más por mujeres que por hombres, se quedaba a las puertas esperando a alguno de sus conocidos o noticias de ellos, rodeando a los que se encontraban con inquietud y preguntas ansiosas y sin dejarlos marchar, especialmente a los que conocían, hasta que habían dado todos los detalles del primero al último. Luego, conforme se separaban de sus informantes, se podían ver las distintas expresiones de sus caras, según hubiese recibido cada cual buenas o malas noticias, y a los amigos felicitándoles o consolándoles al encaminarse hacia sus casas. Las mujeres mostraban especialmente su alegría y su dolor. Contaban que una que de repente se encontró a su hijo en las puertas, sano y salvo, expiró en sus brazos, y que otra, que recibió falsas noticias de la muerte de su hijo, se sentó en un sentido duelo en su casa y que tan pronto lo vio regresar murió en la mayor de las felicidades. Durante varios días los pretores mantuvieron al Senado en sesión de sol a sol, discutiéndose bajo el mando de qué general o con qué fuerzas podrían ofrecer una resistencia efectiva a la victoria cartaginesa.
[22,8] Antes de que se hubiera concebido ningún plan definitivo se anunció un nuevo desastre; cuatro mil de caballería, bajo el mando de Cayo Centenio, el propretor, habían sido enviados por el cónsul Servicio en auxilio de su colega. Cuando se enteraron de la batalla del Trasimeno entraron en la Umbría, y ahí fueron rodeados y capturados por Aníbal. La noticia de este suceso afectó a los hombres de maneras muy distintas. Algunos, cuyos pensamientos estaban ocupados con problemas más graves, consideraron esta pérdida de caballería como una cuestión ligera en comparación con las pérdidas anteriores; otros estimaban la importancia del incidente no por la magnitud de la pérdida, sino por su efecto moral. Al igual que una enfermedad ligera afecta más a una constitución débil que a otra robusta, así cualquier desgracia que se abatiera sobre el Estado en su enferma y desordenada condición actual no debía medirse por su importancia objetiva, sino por su efecto sobre un Estado ya exhausto e incapaz de soportar nada que pueda agravar su condición. En consecuencia, los ciudadanos se refugiaron en un recurso del que durante mucho tiempo no se había hecho uso ni se había precisado, es decir, el nombramiento de un dictador. Como el único cónsul que podía nombrarlo estaba ausente y no era fácil enviar un mensajero o un despacho a través de Italia, pues estaba invadida por las armas de Cartago, y contrariando todos los precedentes, el pueblo reunido en Asamblea nombró un dictador e invistió a Quinto Fabio Máximo con el poder dictatorial; este nombró a Marco Minucio Rufo como su jefe de caballería. El Senado les encargó reforzar las murallas y torres de la Ciudad y situar guarniciones en cualquier posición que considerasen mejor; se derribaron los puentes sobre varios ríos, pues ahora se trataba de una lucha por su Ciudad y sus hogares, al no estar en condiciones de defender Italia.
[22,9] Aníbal marchó en línea recta a través de Umbría hasta Espoleto [antigua Spoletum y actual Spoleto.- N. del T.], y tras devastar la comarca alrededor, dio comienzo a un ataque sobre la ciudad que fue rechazado con grandes pérdidas. Como una sola colonia fuera lo bastante fuerte como para derrotar su desafortunado intento, esto le hizo conjeturar las dificultades respecto a la toma de Roma y, por consiguiente, desvió su marcha a territorio Piceno, un distrito abundante no solo en toda clase de productos, sino rico con toda clase de botín que sus soldados, ávidos y necesitados, saquearon sin reservas. Permaneció allí en campaña varios días, durante los cuales sus soldados recuperaron fuerzas tras las operaciones invernales, su marcha por los pantanos y la batalla que, aunque finalmente victoriosa, costó graves pérdidas y no resultó sencilla de ganar. Una vez concedido tiempo suficiente para descansar a hombres que disfrutaban más con el saqueo y la destrucción que con la ociosidad y el descanso, Aníbal reanudó su marcha y devastó los campos de Teramo y Atri [antiguas Praetutia y Hadria.- N. del T.], luego trató de la misma manera el país de los marsios, el de los marrucinos y el de los pelignos y la parte de la Apulia que le quedaba más cercana, incluyendo las ciudades de Arpos y Luceria. Cneo Servilio había librado algunos combates insignificantes contra los galos y capturado una pequeña ciudad, pero cuando se enteró de la muerte de su colega y de la destrucción de su ejército temió por las murallas de su Ciudad natal y marchó directamente hacia Roma para no estar ausente en el más crítico de los momentos.
Quinto Fabio Máximo era ahora dictador por segunda vez [la primera lo fue en el 221 a.C.- N. del T]. El mismo día de su toma de posesión, convocó una reunión del Senado, y la comenzó discutiendo asuntos religiosos. Dejó bien claro a los senadores que la culpa de Cayo Flaminio residió más en su abandono de los auspicios y de sus deberes religiosos que en el mal generalato y la temeridad. Según él, se debía consultar a los dioses para que ellos mismos dispusieran las medidas necesarias para evitar su disgusto; logró que se aprobase un decreto para que se ordenase a los decenviros consultar los Libros Sibilinos, una disposición que solo se adoptaba cuando se tenía conocimiento de los más alarmantes portentos. Tras consultar los Libros del Destino, informaron al Senado de que el voto ofrendado a Marte con motivo de aquella guerra no se había dedicado correctamente y que se debía efectuar nuevamente y en mucha mayor escala. Debían dedicarse los Grandes Juegos a Júpiter, un templo a Venus Ericina y otro a la Razón; se debía celebrar un lectisternio y hacerse solemnes rogativas; se debía dedicar también una Primavera Sagrada [durante la que se ofrecían las primicias de las cosechas a los dioses y sacrificios humanos que, más tarde, se cambiaron por sacrificios animales.- N. del T.]. Todas estas cosas se debían hacer si se quería vencer en la guerra y que la república se conservara en el mismo estado que estaba al comienzo de la guerra. Como Fabio estaría completamente ocupado con los necesarios preparativos bélicos, el Senado, con la unánime aprobación del colegio pontifical, ordenó al pretor, Marco Emilio, que se encargase de que todas aquellas órdenes se cumpliesen en su debido tiempo.
[22,10] Después de que estas resoluciones fuesen aprobadas en el Senado, el pretor consultó al colegio pontifical sobre las medidas adecuadas para cumplimentarlas y Lucio Cornelio Léntulo, el Pontífice Máximo, decidió que el primer paso a dar era remitir al pueblo el asunto de la «Primavera Sagrada», ya que esta clase particular de ofrenda no podía llevarse a cabo sin la aprobación del pueblo. La forma de proceder era así: el pretor preguntaba a la Asamblea «¿Es vuestro deseo y voluntad que todo se haga de la manera siguiente?, es decir, que si la república de los romanos y los quirites ha de preservarse, como rezo para que así sea, sana y salva en las actuales guerras -a saber, la que es entre Roma y Cartago y la mantenida con los galos al otro lado de los Alpes-. entonces que los romanos y quirites presenten como ofrenda cuanto produzca la primavera de sus ganados y rebaños, sean cerdos, u ovejas, o cabras, o vacas y todo cuanto no está consagrado a ninguna otra deidad, y se consagre a Júpiter desde el momento en que el Senado y el pueblo lo ordenen. Cualquiera que haga una ofrenda, que lo haga en cualquier momento y en cualquier modo que desee y, en cualquier forma que lo haga, se contabilizará como debidamente ofrendado. Si el animal que debiera haber sido sacrificado muere, será como si no hubiera sido consagrado y no habrá pecado. Si algún hombre hiere o mata algo consagrado sin darse cuenta, no será condenado. Si un hombre robase alguno de tales animales, el pueblo ni él cargarán con la culpa de lo robado. Si un hombre sacrifica, sin darse cuenta, en día nefasto, el sacrificio será válido [en los días nefastos, señalados en el calendario establecido por el rey Numa, no se podían efectuar negocios públicos.- N. del T.]. Lo haga de día o de noche, sea esclavo o libre, se contará como debidamente ofrendado. Si se presenta cualquier sacrificio antes de que el Senado y el pueblo lo hayan ordenado, el pueblo estará libre y absuelto de toda culpa en adelante». Con el mismo motivo, se ofrecieron unos Grandes Juegos con un costo de trescientos treinta y tres mil trescientos treinta y tres con treinta y tres ases [a 27,25 gramos de bronce por as del 217 a.C., equivaldrían a unos 9083,33 kilos de bronce], además de trescientos bueyes a Júpiter y un buey blanco y demás víctimas acostumbradas a una serie de dioses. Una vez debidamente pronunciados los votos, se ordenó una rogativa de intercesión, y no solo la población de la Ciudad, sino la gente de las comarcas rurales, cuyos intereses privados se estaban viendo afectados por la angustia pública, marcharon en procesión con sus esposas e hijos. A continuación se celebró un lectisternio durante tres días bajo la supervisión de los decenviros encargados de los Libros Sagrados. Se exhibieron públicamente seis lechos; uno de Júpiter y Juno, otro de Neptuno y Minerva, un tercero para Marte y Venus, el cuarto para Apolo y Diana, el quinto para Vulcano y Vesta y el sexto para Mercurio y Ceres. Esto fue seguido por la dedicatoria de templos. Quinto Fabio Máximo, como dictador, dedicó el templo de Venus Ericina, ya que los Libros del Destino habían establecido que esta dedicación debía ser efectuada por el hombre que tuviera la suprema autoridad del Estado. Tito Otacilio, el pretor, consagró el otro a la Razón.
[22,11] Después de haber así cumplido con las diversas obligaciones hacia los dioses, el dictador presentó al Senado la cuestión de la política a adoptar respecto a la guerra, con cuántas y cuáles legiones creían que debían enfrentar al victorioso enemigo. Se decretó que él debía hacerse cargo del ejército de Cneo Servilio, y que además podría alistar de entre los ciudadanos y los aliados tanta caballería e infantería como considerase necesaria; todo lo demás quedaba a su criterio para que lo dispusiera como considerase conveniente para el interés de la república. Fabio dijo que añadiría dos legiones al ejército que mandaba Servilio; serían alistadas por el jefe de la caballería y fijó un día para su reunión en Tívoli. Se publicó además un edicto para que cuantos vivieran en ciudades y castillos no suficientemente fortificados marchasen a lugares seguros, y que toda la población asentada en los territorios por los que Aníbal pudiera pasar abandonasen sus granjas, tras haber quemado primero sus hogares y destruido sus productos, para que no quedase suministro alguno al que dirigirse. Marchó luego por la vía Flaminia a encontrarse con el cónsul. Tan pronto como tuvo a la vista al ejército, en las proximidades de Ocriculo [hoy en ruinas, próxima a la actual Otricoli.- N. del T.], cerca del Tíber, y al cónsul cabalgando con alguna caballería a su encuentro, envió un oficial a decirle que debía presentarse al dictador sin sus lictores. Así lo hizo, y el modo en que se encontraron produjo un profundo sentimiento de la majestad del dictador tanto entre ciudadanos como entre aliados, que para entonces casi habían olvidado la grandeza de las magistraturas. Poco después, se entregó un despacho de la Ciudad diciendo que ciertos transportes, que llevaban suministros para el ejército en Hispania, habían sido capturados por la flota cartaginesa cerca del puerto de Cosa [hoy en ruinas, cerca de la actual Orbetello.- N. del T.]. Se ordenó pues al cónsul que completase los barcos atracados en Roma o en Ostia con su dotación completa de marineros y soldados, y que navegase en persecución de la flota enemiga y protegiera la costa de Italia. Una gran fuerza fue alistada en Roma, incluso a libertos con hijos y que estuviesen en edad militar se les tomó el juramento. Además de estas tropas ciudadanas, todos los menores de treinta y cinco años fueron puestos a bordo de las naves y al resto se le dejó para guarnecer la Ciudad.
[22.12] El dictador se hizo cargo del mando del ejército del cónsul por mediación de Fulvio Flaco, el segundo al mando, y marchó a través del territorio sabino hasta Tívoli, donde había ordenado que se reuniese la fuerza recién alistada el día señalado. Desde allí avanzó a Palestrina y, tomando una ruta campo a través, vino a salir a la vía Latina. Desde este punto se dirigió hacia el enemigo, poniendo el mayor cuidado en reconocer las distintas rutas y determinado a no correr ningún riesgo en parte alguna, a no ser que la necesidad le obligase. El primer día que acampó a la vista del enemigo, no lejos de Arpos; el cartaginés no perdió tiempo en sacar a sus hombres en orden de combate para ofrecerle batalla. Pero al ver que el enemigo se mantenía completamente tranquilo y que no había signos de inquietud en su campamento, comentó burlonamente que los ánimos de los romanos, aquellos hijos de Marte, se habían quebrado finalmente, que la guerra estaba terminando y que abiertamente habían renunciado a toda pretensión de valentía y renombre. A continuación, regresó al campamento. Pero estaba, en realidad, en un estado mental de inquietud, porque vio que tenía que enfrentarse con una clase de jefe muy distinta de Flaminio o Sempronio; los romanos habían aprendido de sus derrotas y encontrado, finalmente, un duque [en su acepción de «general de tropas».- N. del T.] equivalente a él. Le alarmaba su prudencia, no su fuerza; aún no había probado su inflexible determinación. Comenzó a hostigarlo y provocarlo mediante frecuentes cambios de campamento y devastando ante sus ojos los campos de los aliados de Roma. A veces marchaba con rapidez fuera de su vista y luego, en algún recodo del camino, se ocultaba con la esperanza de atraparlo en caso de que bajase al terreno llano. Fabio se mantenía en terrenos elevados, a distancia moderada del enemigo, de manera que nunca le perdía de vista y nunca se le acercaba. A menos que estuviesen en servicios imprescindibles, los soldados estaban confinados en el campamento. Cuando iban en busca de leña o forraje lo hacían en grupos grandes y solo dentro de los límites prescritos. Una fuerza de caballería e infantería ligera permanecía dispuesta a sostener combates repentinos, cubriendo a sus propios soldados y amenazando a los dispersos forrajeadores enemigos. Se negaba a jugárselo todo a un enfrentamiento general mientras que los pequeños combates, sostenidos en terreno seguro y con un refugio a mano, envalentonaba a sus hombres, que se habían desmoralizado con las anteriores derrotas, y les hacía estar menos insatisfechos con su propio valor y fortuna. Sin embargo, sus tácticas de sentido común no eran más desagradables a Aníbal que a su propio jefe de caballería. Más tozudo e impetuoso en el consejo y con una lengua ingobernable, lo único que le impidió hacer caer al Estado fue el hecho de que estaba en una posición subalterna. Al principio a unos pocos y luego abiertamente entre la tropa, injuriaba a Fabio, tildando de indolencia a sus dudas, cobardía a su precaución, atribuyéndole faltas en vez de sus auténticas virtudes y, menospreciando a su superior (práctica vil que, por tener frecuentemente buenos resultados, va cada vez a más), trataba de exaltarse a sí mismo.
[22.13] Partiendo de territorio hirpino, Aníbal cruzó el Samnio; asoló el territorio de Benevento y capturó la ciudad de Telese [antigua Telesia.- N. del T.]. Hizo todo lo posible para provocar al comandante romano, con la esperanza de que se indignase tanto con los insultos y los sufrimientos infligidos a sus aliados que fuese capaz de venir a un enfrentamiento en campo abierto. Entre los miles de aliados de nacionalidad italiana que habían sido tomados prisioneros por Aníbal en Trasimeno y devueltos a sus hogares, estaban tres caballeros de Campania, que habían sido seducidos mediante sobornos y promesas para ganarle el favor de sus compatriotas. Estos enviaron un mensaje a Aníbal en el sentido de que si llevaba su ejército a la Campania tendría una buena oportunidad para apoderarse de Capua. Aníbal dudaba si confiar en ellos o no, pues la empresa era mayor que la autoridad de quienes se la aconsejaban; sin embargo, al final lo persuadieron de dejar el Samnio e ir a la Campania. Les advirtió que deberían hacer buenas sus repetidas promesas con sus actos, y después de pedirles que volviesen junto a él en unión de más de sus compatriotas, incluyendo algunos de sus jefes, los despidió. Algunos de los que estaban familiarizados con el país le dijeron que si marchaba hacia las proximidades de Casino [próximo al actual Montecasino.- N. del T.] y ocupaba el paso, podría impedir que los romanos prestasen ayuda a sus aliados; en consecuencia, ordenó a un guía que lo llevase allí. Pero la dificultad que tenían los cartagineses al pronunciar los nombres latinos llevó al guía a entender Casilino en vez de Casino. Abandonando así su ruta prevista, bajó por tierras de Allife, Callifas y Calvi Risorta hasta las llanuras de Stellato [respectivamente, las antiguas Allifas, Callifae, Cales y Estella.- N. del T.]. Cuando miró alrededor y vio el país, encerrado por montañas y ríos, llamó al guía y le preguntó en qué tierra estaba. Al decirle que ese día podría plantar sus cuarteles en Casilino, se dio cuenta del error y comprendió que Casino estaba muy lejos, en un país muy distinto. El guía fue azotado y crucificado con el fin de sembrar el terror en los demás. Tras consolidar su campamento, envió a Maharbal con su caballería para hostigar el territorio falerno. La obra de destrucción se extendió hasta las Termas de Sinuesa [próxima a la actual Mondragone.- N. del T.]; los númidas produjeron grandes pérdidas, pero el pánico y el terror que esparcieron fueron aún mayores. Y todavía, pese a estar todo envuelto por las llamas de la guerra, los aliados no dejaron que su terror les alejara de su lealtad, simplemente porque estaban bajo un gobierno justo y ecuánime, y rindieron una voluntaria obediencia a sus superiores, el único vínculo de lealtad.
[22.14] Cuando Aníbal hubo acampado junto al río Volturno, con la parte más bella de Italia siendo reducida a cenizas y el humo elevándose por todas partes desde las granjas en llamas, Fabio siguió su marcha por las alturas de los montes Másicos. Durante unos días surgió el descontento entre las tropas, que casi se amotinan, pero se calmó al deducir de la rapidez de marcha de Fabio que se apresuraba a salvar la Campania del saqueo y la devastación. Pero al llegar al extremo occidental de la cordillera y ver que el enemigo quemaba las granjas de los colonos de Sinuesa y las del campo de Falerno, sin que se dijese nada de dar batalla, el sentimiento de exasperación se levantó nuevamente y Minucio exclamó: «¿Hemos venido aquí», preguntaba, «para disfrutar de la vista de nuestros aliados asesinados y de las humeantes ruinas de sus hogares? Y si no por otra cosa, ¿no nos avergonzaremos de nosotros mismos al ver los sufrimientos de los que nuestros padres mandaron como colonos a Sinuesa, para que su frontera quedase protegida frente al enemigo samnita, cuyos hogares están siendo incendiados, no por nuestros vecinos, los Samnitas, sino por un cartaginés extranjero, venido del otro extremo de la Tierra, y al que hemos permitido llegar tan lejos simplemente por nuestra lentitud e indolencia? ¿Tanto hemos, ¡ay!, degenerado desde nuestros padres, que miramos tranquilamente el país, recorrido por invasores númidas y moros, cuyas costas antes habríamos considerado deshonroso que las recorriera una flota cartaginesa? ¡Nosotros, los que sólo hace unos días, indignados por el ataque a Sagunto, apelábamos no solo a los hombres, sino a los tratados y a los dioses, miramos ahora tranquilamente a Aníbal escalando las murallas de una colonia romana! El humo de las granjas quemadas y de los campos sopla en nuestras caras, nuestros oídos son asaltados por los gritos de nuestros desesperados aliados, que recurren a nosotros en busca de ayuda en vez de hacerlo a los dioses; ¡y aquí estamos, un ejército en marcha como una manada de ganado por los pastos de verano y por senderos de montaña, ocultos por bosques y nubes! Si Marco Furio Camilo hubiera elegido este método de vagar por las alturas montañosas para rescatar la Ciudad de los galos, que ha sido adoptado por este nuevo Camilo, este dictador sin igual que nos ha sido revelado para nuestros problemas, para recuperar Italia de Aníbal, Roma aún estaría en manos de los galos y mucho me temo que, si seguimos perdiendo el tiempo de esta manera, la Ciudad que nuestros antepasados tan a menudo han salvado, será salvada únicamente por Aníbal y los cartagineses. Pero el día en que llegó a Veyes el mensaje diciendo que Camilo había sido nombrado dictador por el Senado y el pueblo, aunque el Janículo estaba lo bastante elevado como para sentarse allí y contemplar al enemigo, como el auténtico hombre y romano que era bajó a la llanura y, en el mismo corazón de la Ciudad donde ahora están las tumbas de los galos, hizo pedazos las legiones de los galos y al día siguiente hizo lo mismo a este lado de Castiglione [la antigua Gabii.- N. del T.]. ¿Pues qué?, cuando hace tantos años los samnitas nos hicieron pasar bajo el yugo en las Horcas Caudinas, ¿fue explorando las alturas del Samnio o asediando y atacando Luceria y desafiando a nuestros victoriosos enemigos como Lucio Papirio Cursor se sacudió el yugo de la cerviz romana y lo puso sobre el arrogante samnita? ¿Qué otra cosa, sino la rapidez al actuar, dio la victoria a Cayo Lutacio? El día después de ver por primera vez al enemigo sorprendió a su flota cargada de suministros y obstaculizada por su carga de provisiones y equipo. Es una locura suponer que, simplemente, se puede dar fin a la guerra solo sentándose o haciendo ofrendas. Vuestro deber es tomar las armas, bajar y enfrentarse al enemigo de hombre a hombre. Ha sido con los actos y la osadía como Roma ha aumentado su dominio, no mediante estos indolentes consejos a los que los cobardes llaman precaución». Minucio dijo todo esto ante gran cantidad de tribunos romanos y caballeros, como si se dirigiera a la Asamblea, y sus osadas palabras llegaron incluso a oídos de los soldados; si se hubiera votado el asunto, no hay duda de que habrían reemplazado a Fabio por Minucio.
[22,15] Fabio mantenían una cuidadosa mirada sobre ambas cuestiones; no menos sobre sus propios hombres como sobre el enemigo, y demostró que su resolución era bastante firme. Era muy consciente de que su inactividad lo estaba haciendo impopular no sólo en su propio campamento, sino también en Roma; no obstante, su determinación se mantuvo sin cambios, persistió en las mismas tácticas durante el resto del verano y Aníbal abandonó toda esperanza de librar la batalla que tan ansiosamente había buscado. Se le hizo necesario buscar por los alrededores un lugar adecuado para invernar, pues el país en el que estaba, una tierra de huertos y viñedos, estaba cultivada con productos de lujo y no con los necesarios para la vida común y proporcionaba suministros solo para unos meses, no para todo el año. Los movimientos de Aníbal fueron señalados a Fabio por sus exploradores. Como se sentía muy seguro de que iba a regresar por el mismo paso por el que había entrado en territorio de Falerno, envió un destacamento bastante fuerte al monte Calícula y otro a guarnecer Casilino. El río Volturno fluye por el centro de esta ciudad y forma el límite entre los territorios de Falerno y Campania. Llevó a su ejército de vuelta por las mismas alturas, tras haber enviado por delante a Lucio Hostilio Mancino, con cuatrocientos de caballería, para reconocer el terreno. Este hombre se encontraba entre la multitud de jóvenes oficiales que habían escuchado con frecuencia las feroces arengas del jefe de caballería. Al principio avanzó con cautela, como debe hacer un grupo de exploración, para obtener una buena visión del enemigo desde una posición segura. Pero cuando vio a los númidas vagando en todas direcciones a través de los pueblos, sorprendiendo e incluso matando a varios de ellos, dejó de pensar en otra cosa más que en luchar y olvidó por completo las órdenes del dictador, que consistían en llegar tan lejos como pudiese con seguridad y retirarse antes de que el enemigo lo viera. Los númidas, atacando y retrocediendo en pequeños grupos, poco a poco lo llevaron casi hasta su campamento, con sus hombres y caballos para entonces completamente agotados. Entonces, Cartalón, el general al mando de la caballería, cargó a toda velocidad y, antes de llegar al alcance de sus jabalinas, les puso en fuga y los persiguió sin descanso durante cinco millas [7400 metros.- N. del T.]. Cuando Mancino vio que no había ninguna posibilidad de que el enemigo cesara la persecución, o de escapar de él, reunió a sus hombres y enfrentó a los númidas aunque le superaban en número. Él mismo, con lo mejor de sus jinetes, fue destrozado; el resto reanudó su alocada huida, llegaron a Calvi Risorta y por malos caminos regresaron donde el dictador. Sucedió que Minucio se había reincorporado aquel día con Fabio. Se le había enviado para reforzar la fuerza que mantenía el desfiladero que se contrae en un estrecho paso justo por encima de Terracina, cerca del mar. Esto se hacía para evitar que el cartaginés utilizase la vía Apia para bajar a territorio de Roma al dejar Sinuesa. El dictador y el jefe de caballería, con sus ejércitos unidos, trasladaron su campamento sobre la ruta que esperaban que tomase Aníbal, que estaba acampado a dos millas de distancia [2960 metros.- N. del T.].
[22.16] Al día siguiente, el ejército cartaginés se puso en marcha y ocupó toda la carretera entre ambos campamentos. Aun cuando los romanos habían formado inmediatamente debajo de su empaliza, en terreno incuestionablemente más ventajoso, el cartaginés todavía se acercó a su enemigo, con su caballería y su infantería ligera, para provocarlo. Atacaron y se retiraron repetidamente, pero la línea romana mantuvo el terreno; el combate fue lento y más satisfactorio para el dictador que para Aníbal; cayeron doscientos romanos y ochocientos enemigos. Viendo ahora cerrada la vía a Casilino, le pareció a Aníbal que quedaba bloqueado en tanto que Capua, el Samnio y todas las ricas tierras del Lacio tras él suministraban provisiones a los romanos mientras que los cartagineses tendrían que invernar entre las peñas de Formia y las arenas y pantanos de Literno y en medio de sombríos bosques. Aníbal no dejó de observar que sus propias tácticas eran empleadas en su contra. Como no podía salir a través de Casilino, y tendría que abrirse paso por la montaña cruzando el paso de Calícula, era posible que le atacasen los romanos mientras estaba encerrado en los valles. Para protegerse de esto se decidió por una estratagema que, engañando los ojos del enemigo por su aspecto alarmante, le permitiría escalar las montañas en una noche de marcha sin temor a interrupciones. El ardid que adoptó fue el siguiente: Recogió antorchas de madera de todos los alrededores, sarmientos y haces de leña seca que ató en los cuernos de los toros, bravos o domesticados, que en gran número había capturado como botín por los campos. Reunieron, con este fin, alrededor de dos mil toros. A Asdrúbal se le encargó la tarea de prender fuego a los haces atados a los cuernos de este rebaño tan pronto como cayera la oscuridad y luego arrearlo a las montañas y, de ser posible, en su mayoría sobre los pasos que estaban custodiados por los romanos.
[22,17] Tan pronto como fue de noche, el campamento se levantó en silencio; los toros se llevaron a cierta distancia por delante de la columna. Cuando hubieron llegado al pie de las montañas, donde los caminos se estrechaban, se dio la señal y los rebaños con los cuernos encendidos fueron conducidos hasta la ladera de la montaña. El terrible resplandor de las llamas destellando sobre sus cabezas y el calor que penetraba en la raíz de sus cuernos hizo que los toros apresuraran el paso como enloquecidos. En medio de este súbito correr, pareció como si el bosque y las montañas estuviesen en llamas y todos los matorrales se incendiaron, con las incesantes, pero inútiles sacudidas de cabeza esparciendo las llamas con más fuerza y dando la apariencia de hombres corriendo en todas direcciones. Cuando los hombres que custodiaban el paso vieron los fuegos moviéndose por encima de ellos en lo alto de las montañas, pensaron que su posición había sido copada y se apresuraron a abandonarla. Al tomar su camino en dirección a los puntos más elevados, se dirigían hacia donde parecía haber menos llamas, pensando que este era el camino más seguro. Aun así, se encontraron con bueyes perdidos y separados de la manada, y al principio se detuvieron asombrados con lo que parecía una visión sobrenatural de seres que respiraban fuego. Cuando resultó ser simplemente un artificio humano, se inquietaron aún más al sospechar que se trataba de una emboscada y se dieron a la fuga. Dieron entonces con algunos de la infantería ligera de Aníbal, pero ambas partes se mantuvieron sin combatir hasta el amanecer. Mientras tanto, Aníbal había hecho marchar a la totalidad de su ejército a través del paso, y tras sorprender y dispersar algunas fuerzas romanas en el mismo paso, estableció su campamento en el distrito de Allife.
[22,18] Fabio fue testigo de toda esta confusión e inquietud, pero como creyó que se trataba de una emboscada, y en todo caso se abstuvo de un combate nocturno, mantuvo a sus hombres en sus puestos. Tan pronto hubo luz, se libró una batalla bajo la cresta de la montaña donde la infantería ligera cartaginesa quedó separada de su cuerpo principal y habría sido fácilmente aplastada por los romanos, que tenían una considerable ventaja numérica, si no hubiera aparecido una cohorte hispana enviada de vuelta por Aníbal en su ayuda. Estos hombres estaban más acostumbrados a las montañas y más entrenados en correr por peñas y precipicios; más rápidos y más ligeramente armados, podían fácilmente emplear su técnica de combate eludiendo a un enemigo situado en terreno inferior, pesadamente armado y acostumbrado a tácticas fijas. Por fin, todos abandonaron un combate que en absoluto fue de igual a igual. Los españoles casi indemnes y los romanos, habiendo sufrido grandes pérdidas, cada cual se retiró a sus respectivos campamentos. Fabio siguió el rastro de Aníbal a través del paso y acampó sobre Allife, en una posición elevada y de gran fortaleza natural. Aníbal volvió sobre sus pasos, hacia los pelignos, devastando su país al marchar como si su intención fuese dirigirse a través del Samnio hacia Roma. Fabio continuó moviéndose por las alturas, manteniéndose entre el enemigo y la Ciudad, sin evitarlo ni atacarlo. El cartaginés dejó a los pelignos y, marchando de vuelta a Apulia, llegó a Gereonio. Esta ciudad había sido abandonada por sus habitantes debido a que parte de sus murallas habían caído en ruinas. El dictador estableció un campamento fortificado cerca de la, porque una parte de las paredes habían caído en la ruina. El dictador se fortificó en la comarca de Molise [se trata de la antigua Larinum.-N. del T.]. De allí se le llamó de vuelta a Roma por asuntos relativos a la religión. Antes de su partida, no sólo con órdenes como jefe, sino con consejos de amigo y hasta con súplicas, encareció a su jefe de caballería la necesidad de confiar más en la prudencia que en la suerte y de seguir más su propio ejemplo que el de Sempronio y Flaminio. No debía suponer que nada se había conseguido ahora se había pasado el verano desconcertando al enemigo; hasta los médicos obtenían a menudo más beneficio no molestando a sus pacientes que sometiéndoles a movimientos y ejercicios; no era pequeña ventaja el haber evitado la derrota a manos de un enemigo tan frecuentemente victorioso y haber conseguido un poco de respiro tras aquella serie de desastres. Con estas advertencias, aunque desatendidas, al jefe de la caballería, se dirigió a Roma.
[22.19] Al principio de aquel verano en que ocurrieron los hechos antes narrados, comenzó la guerra en Hispania, tanto por tierra como por mar. Asdrúbal añadió diez barcos a los que había recibido de su hermano, equipados y dispuestos para la acción, y dio a Himilcón una flota de cuarenta buques. Luego partió de Cartago Nova, manteniéndose cerca de tierra, y con su ejército moviéndose en paralelo a lo largo de la costa, listo para enfrentarse a cualquier fuerza que el enemigo le presentara. Cuando Cneo Escipión se enteró de que su enemigo había abandonado sus cuarteles de invierno adoptó, en un principio, la misma táctica, pero luego consideró que no debía aventurarse a un combate terrestre a causa de las persistentes nuevas de más tropas auxiliares. Después de embarcar una fuerza selecta de su ejército, se dirigió con una flota de treinta y cinco barcos a enfrentarse con el enemigo. El día después de salir de Tarragona fue a anclar a un punto distante diez millas [14800 metros.- N. del T.] de la desembocadura del Ebro. Despachó dos barcos marselleses en reconocimiento y regresaron con informes de que la flota cartaginesa estaba anclada en la desembocadura del río y que su campamento estaba en la orilla. Escipión levó anclas enseguida y navegó hacia el enemigo con intención de provocarles un repentino pánico al sorprenderles con la guardia baja y sin sospechar del peligro.
Hay en Hispania muchas torres situadas en terrenos elevados y que se emplean tanto como atalayas como de puestos de defensa contra piratas. Fue desde una de estas donde vieron primeramente a los buques enemigos y lo señalizaron a Asdrúbal; la confusión y el alboroto llegaron antes al campamento de la costa que a los buques en la mar, pues aún no se oía el chapoteo de los remos y otros ruidos de los buques al avanzar y las puntas de tierra ocultaban la vista de la flota romana. De repente, llegó un jinete tras otro, enviados por Asdrúbal, ordenando que todos los que vagaban por la playa o descansaban en sus tiendas sin esperar otra cosa más que la llegada del enemigo la batalla para aquel día, embarcasen a toda velocidad y tomasen las armas, pues la flota romana estaba ahora no lejos del puerto. Tal orden fueron dando los jinetes por todas partes, antes de que el propio Asdrúbal apareciera con todo su ejército. Por todas partes había ruido y confusión, los remeros y los soldados estaban mezclados a bordo, más como hombres que huían que como soldados dispuestos a entrar en acción. Apenas estuvieron todos a bordo, unos soltaban amarras y se inclinaban sobre las anclas, otros cortaban los cables; todo se efectuaba con demasiada prisa y velocidad, estorbando las labores náuticas a los preparativos de los soldados e impidiéndoles disponerse al combate a causa del pánico y la confusión que prevalecía entre los marineros. Para entonces, no solo estaban ya cerca los romanos, sino que incluso habían dispuesto sus buques para el ataque. Los cartagineses estaban completamente paralizados, más por su propio desorden que por la llegada del enemigo, y giraron sus barcos para huir tras abandonar una lucha de la que sería más exacto decir que se intentó y no que comenzó. Pero resultaba imposible que su línea, ampliamente extendida, entrase a la vez por la desembocadura del río, así que los barcos fueron llevados a tierra por todas partes. Algunos de los que iban a bordo desembarcaron por aguas poco profundas, otros saltaron a la playa, con o sin armas, huyendo hasta el ejército formado a lo largo de la costa. Dos barcos cartagineses, sin embargo, fueron capturados al principio y cuatro resultaron hundidos.
[22,20] Aunque los romanos veían que el enemigo estaba formado en tierra y que su ejército se extendía por la orilla, no dudaron en perseguir al enemigo aterrorizado de la flota. Se hicieron con todos los buques que no habían encallado sus proas en la playa o llevado sus cascos hasta los vados sujetando cabos a sus popas y arrastrándolos tierra adentro. De cuarenta embarcaciones, veinticinco fueron capturadas de esta manera. Esto no fue, sin embargo, la mejor parte de la victoria. Su importancia principal radicó en el hecho de que este encuentro insignificante dio el dominio de todo el mar adyacente. A continuación, la flota navegó hacia Onusa y allí los soldados desembarcaron, capturaron y saquearon el lugar para luego marchar hacia Cartagena. Asolaron toda la comarca alrededor y acabaron prendiendo fuego a las casas adyacentes a murallas y puertas. Reembarcaron cargados con el botín, navegaron hacia Loguntica [puede que se trate de la posterior Lucentum, la actual Alicante.-N. del T.], donde encontraron gran cantidad de esparto que Asdrúbal había reunido para uso naval [hasta fechas recientes se ha usado el esparto como materia prima para la confección de jarcias, maromas y diversa cordelería; de hecho, por ejemplo, en época bizantina Cartagena se llamaba Carthago Spartaria.- N. del T.], tras apoderarse del que podrían usar quemaron el resto. No se limitaron a recorrer la costa, sino que cruzaron hasta la isla de Ibiza [Ebusum en el original latino.- N. del T.] donde efectuaron un decidido pero infructuoso ataque sobre la capital durante dos días completos. Al darse cuenta de que únicamente estaban perdiendo el tiempo con una empresa sin esperanza, se dieron a saquear el país, devastando y quemando varias aldeas. Aquí lograron más botín que en el continente, y después de colocarlo a bordo, estando ya a punto de partir, llegaron algunos embajadores de las islas Baleares hasta Escipión para pedir la paz. Desde aquí, la flota navegó hasta la provincia Citerior, donde se reunieron embajadores de todos los pueblos de la zona del Ebro, algunos incluso de las partes más remotas de Hispania. Los pueblos que realmente reconocieron la supremacía de Roma y entregaron rehenes sumaron ciento veinte. Los romanos tenían ahora tanta confianza en su ejército como en su armada y marcharon hasta el paso de Despeñaperros [saltus castulonensem, el paso de Cástulo, en el original latino.- N. del T.]. Asdrúbal se retiró a Lusitania, donde estaba más cerca del Atlántico.
[22,21] Ahora parecía como si el resto del verano fuera a ser tranquilo, y así habría sido, por lo que a los cartagineses concernía. Pero el temperamento hispano es inquieto y amigo de los cambios, y después que los romanos hubieran abandonado el paso y se hubieran retirado hacia la costa, Mandonio e Indíbil, quien fuese anteriormente reyezuelo de los ilergetes [de Iltirta-Ilerda, la actual Lérida.-N. del T.], rebelaron a sus compatriotas y procedieron a correr las tierras de aquellos que estaban en paz y alianza con Roma. Escipión envió un tribuno militar con algunos auxiliares ligeramente armados para dispersarlos, y después de un enfrentamiento sin importancia, pues eran indisciplinados y estaban desorganizados, fueron casi todos puestos en fuga, algunos resultaron muertos o se les capturó y una gran parte se vio privada de sus armas. Este altercado, sin embargo, trajo Asdrúbal, que marchaba hacia el oeste, de vuelta en defensa de sus aliados al sur del Ebro. Los cartagineses se encontraban acampados entre los ilergavones [pueblo que habitaba próximo a la desembocadura del Ebro.-N. del T.]; el campamento romano estaba en Nueva Clase [pudiera ser Ad Nova, entre Lérida y Tarragona, mencionada en el itinerario Antonino.-N. del T.], cuando nuevas inesperadas cambiaron el curso de la guerra en otra dirección. Los celtíberos, que habían enviado a sus notables ante Escipión, como embajadores, y habían entregado rehenes, fueron incitados por un enviado de Escipión a tomar las armas e invadir la provincia de Cartagena con un poderoso ejército. Capturaron al asalto tres ciudades fortificadas, y combatieron dos batallas victoriosas contra el propio Asdrúbal, matando a quince mil enemigos, haciendo cuatro mil prisioneros y apoderándose de numerosos estandartes.
[22.22] Esta era el estado de cosas cuando Publio Escipión, cuyo mando le había sido prorrogado tras haber cesado en el consulado, llegó a la provincia que le había sido asignada por el Senado. Trajo un refuerzo de treinta buques de guerra y ocho mil soldados, además de un gran convoy de suministros. Esta flota, con su enorme columna de transportes, concitó la más viva alegría entre los habitantes de las ciudades y sus aliados al ser vista en la distancia y, finalmente, arribó al puerto de Tarragona. Allí, los soldados fueron desembarcados y Escipión marchó el interior del país para reunirse con su hermano; a partir de entonces condujeron la campaña con sus fuerzas unidas y con un solo ánimo y propósito. Como los cartagineses estuvieran ocupados con la guerra celtíbera, los Escipiones no dudaron en cruzar el Ebro y, al no aparecer ningún enemigo, marcharon directamente hacia Sagunto, donde se les había informado que estaban detenidos, en la ciudadela y con una débil guardia, todos los rehenes que habían sido entregados a Aníbal desde todas partes de Hispania. El hecho de que hubieran entregado aquellas prendas era lo único que impedía que todos los pueblos de Hispania manifestaran abiertamente su inclinación a una alianza con Roma; temían que el precio de su defección de Cartago fuese la sangre de sus propios hijos. De esta atadura fue liberada Hispania por la astuta, aunque traicionera, acción de un solo hombre.
Abeluce [Abelux en el original latino.-N. del T.] era un noble hispano natural de Sagunto y que una vez fuera leal a Cartago; pero después, con la acostumbrada inconsistencia de los bárbaros, al cambiar la fortuna él cambió su lealtad. Consideró que cualquiera que fuese al enemigo sin nada de valor que traicionar sería solo un tipo inútil y despreciable, de modo que convirtió en su único objetivo el hacer el mayor de los servicios a sus nuevos aliados. Después de estudiar qué podría haber puesto la Fortuna a su alcance, se decidió a llevar a cabo la entrega de los rehenes; solo aquello, pensaba, serviría más que cualquier otra cosa para ganar a los romanos la amistad de los jefes hispanos. Era muy consciente, sin embargo, de que los guardianes de los rehenes no tomarían ninguna medida sin las órdenes de Bóstar, su prefecto; por ello, usó su artimaña contra el propio Bóstar. Este había fijado su campamento fuera de la ciudad, en la costa, de modo que pudiera interceptar la llegada de los romanos por aquel lado. Después de obtener una entrevista secreta con él, le advirtió, como si no fuera consciente de ello, en cuanto a la auténtica situación. «Hasta este momento,» dijo, «solo el miedo ha mantenido fieles a los hispanos, pues los romanos estaban muy lejos; ahora el campamento romano está de nuestro lado del Ebro, un bastión seguro y refugio para todos los que quieran cambiar su lealtad. Así pues, aquellos que ya no están atados por el miedo deben ligarse con nosotros mediante la bondad y los sentimientos de gratitud». Bóstar quedó muy sorprendido, y le preguntó que concesión repentina podría garantizar tan buenos resultados. «Enviar a los rehenes», fue la respuesta, «de regreso a sus hogares. Eso provocará la gratitud de sus padres, que son personas muy influyentes en su propio país, y también la de sus compatriotas en general. A cada uno le gusta sentir que es de confianza; la confianza que depositas en los demás, generalmente, refuerza la que ellos ponen en ti. Reclamo para mí el servicio de devolver los rehenes a sus respectivos hogares, para que pueda contribuir al éxito de mi plan con mi esfuerzo personal y ganar por tal acto de gracia aún más gratitud».
Logró convencer a Bóstar, cuya inteligencia no estaba a la par con la agudeza que mostraban los demás cartagineses. Después de esta entrevista fue en secreto hasta los puestos avanzados del enemigo y, encontrándose con algunos auxiliares hispanos, fue llevado por ellos a presencia de Escipión, a quien explicó lo que se proponía hacer. Intercambiaron promesas de buena fe, y fijaron el lugar y la hora para hacerse cargo de los rehenes; tras esto regresó a Sagunto. Pasó el día siguiente recibiendo instrucciones de Bóstar para la ejecución del proyecto. Acordaron entre ambos que debía partir por la noche para, como pretendía, escapar a la observación de los puestos de vigía romanos. Él ya había acordado con estos la hora a la que vendría y, tras despertar a quienes guardaban a los muchachos, condujo a los rehenes, sin parecer consciente del hecho, hasta la trampa que él mismo había dispuesto. Los vigías les llevaron hasta el campamento romano; el resto de los detalles referentes a su devolución a sus hogares se llevaron a cabo tal y como había dispuesto con Bóstar, precisamente como si el negocio se efectuase en nombre de Cartago. Sin embargo, aunque el servicio prestado fue el mismo, la gratitud hacia los romanos resultó considerablemente mayor que la que hubieran ganado los cartagineses, que se habían mostrado opresores y tiránicos en su prosperidad y que, ahora que experimentaban el cambio de la suerte, parecían actuar al dictado del miedo. Los romanos, por otra parte, hasta entonces perfectos desconocidos, apenas habían entrado en el país y lo hicieron con un acto de clemencia y generosidad, y se consideró que Abeluce, hombre prudente, había cambiado de aliados con cierto provecho. Con sorprendente unanimidad, ya todos empezaban a pensar en la revuelta, y se habría producido un movimiento armado de no haber llegado el invierno que les obligó, tanto a romanos como a cartagineses, a retirarse a sus cuarteles.
[22,23] Estos fueron los principales incidentes de la campaña en Hispania durante el segundo verano de la guerra Púnica. En Italia, la hábil falta de acción de Fabio había provocado un respiro en los desastres romanos. Esto fue una causa de gran inquietud para Aníbal, pues se daba perfecta cuenta de que los romanos habían elegido como comandante en jefe un hombre que dirigía la guerra según principios racionales y no confiaba en la casualidad. Pero entre su propio pueblo, soldados y civiles por igual, sus tácticas eran vistas con desprecio, sobre todo después de haberse librado una batalla debido a la imprudencia del jefe de la caballería, en ausencia del dictador, que se describiría mejor como afortunada que no como victoriosa. Se produjeron dos incidentes que hicieron al dictador aún más impopular. Uno de ellos se debió a la astuta política de Aníbal: Algunos desertores le habían indicado qué tierras eran propiedad del dictador y, tras haber derruido hasta los cimientos las edificaciones circundantes, ordenó que sus propiedades se salvaran del fuego, la espada y de todo tratamiento hostil, para que se pudiera pensar que existía algún acuerdo secreto entre ellos. La segunda causa de la creciente impopularidad del dictador era algo que él mismo hizo y que al principio presentó un aspecto dudoso, al haber actuado sin autorización del Senado, pero que finalmente se reconoció unánimemente que redundaba en su crédito. Al llevar a cabo el intercambio de prisioneros, se había acordado entre los jefes romanos y cartagineses, siguiendo el precedente de la Primera Guerra Púnica, que el lado que recibiera de vuelta más prisioneros debía compensarlo mediante el pago de dos libras y media de plata [817,5 gramos.-N. del T.] por cada soldado que recibieran de más respecto a los que ellos entregasen. Los prisioneros romanos devueltos fueron doscientos cuarenta y siete más que los cartagineses. La cuestión de este pago había sido frecuentemente discutida en el Senado, pero como Fabio no consultó a la Cámara antes de formalizar el acuerdo hubo cierto retraso a la hora de votar la libranza del dinero. El asunto fue resuelto por Fabio al enviar a su hijo Quinto a Roma para vender la tierra que había quedado sin afectar por el enemigo; así descargó al Estado de aquella obligación a su propia costa. Cuando Aníbal incendió Gereonio tras capturarla, dejó unas cuantas casas en pie para que sirvieran de graneros y ocupaba ahora un campamento permanente ante sus murallas. Tenía la costumbre de enviar dos tercios del ejército a recoger grano y él permanecía en el campamento con el tercio restante, dispuesto a desplazarse en cualquier dirección donde viera que se atacaba a sus recolectores de grano.
[22.24] El ejército romano estaba por entonces en los alrededores de Larino, con Minucio al mando debido, como hemos dicho, a que el dictador hubo de partir hacia la Ciudad. El campamento, que se había situado en una posición elevada y segura, se desplazó entonces a la llanura y se discutieron medidas más enérgicas en consonancia con el temperamento del general; se sugirió que se atacase a las partidas dispersas de recolectores de grano o al mismo campamento, ahora que estaba con una débil guarnición. Aníbal pronto se dio cuenta de que las tácticas de sus enemigos habían cambiado con el cambio de los generales, que actuarían con más agresividad que prudencia y, por increíble que parezca, aunque su enemigo estaba muy próximo a él, mandó otra vez a dos terceras partes de su ejército a recoger grano mientras mantenía la otra tercera parte en el campamento. Lo siguiente que hizo fue trasladar su campamento aún más cerca del enemigo, a unas dos millas de Gereonio [2960 metros.-N. del T.] sobre un terreno elevado a la vista de los romanos, para que supiesen que estaba decidido a proteger a sus recolectores en caso de ataque. Desde esta posición podía ver otra más elevada y aún más cercana al campamento romano, de hecho estaba más baja que la suya. No había duda de que si él intentase tomarla a plena luz del día, el enemigo, estando a menos distancia, podría llegar allí antes que él, así que envió una fuerza de númidas para ocuparla durante la noche. Al día siguiente, los romanos, al ver cuán pequeño era el número de los que ocupaban la posición, hicieron un pequeño esfuerzo y los expulsaron, transfiriendo luego allí su propio campamento. Para entonces, ya solo había una muy pequeña distancia entre empalizada y empalizada, e incluso esta estaba casi completamente ocupada por las fuerzas romanas, que hacían demostraciones de fuerza para ocultar los movimientos de la caballería y la infantería ligeras, que habían sido enviadas a través de la puerta del campamento más alejada del enemigo para atacar a sus recolectores, a quienes infligieron graves pérdidas. Aníbal no se aventuró a una batalla normal, pues su campo estaba tan débilmente guarnecido que no habría podido repeler un asalto. Siguiendo las tácticas de Fabio, empezó a conducir la campaña permaneciendo casi totalmente inactivo y retiró su campamento a su posición inicial ante las murallas de Gereonio. Según algunos autores, se libró una batalla campal con ambos ejércitos en formaciones regulares; los cartagineses fueron derrotados al primer choque y expulsados hacia su campamento; desde allí hicieron una salida por sorpresa y fue entonces el turno para huir de los romanos, la batalla se reanudó de nuevo tras la aparición repentina de Numerio Décimo, el general samnita. Décimo era, tanto por riqueza como por linaje, el hombre más importante no sólo de Boiano, su ciudad natal, sino de todo el Samnio. Obedeciendo las órdenes del dictador, llevaba al campamento una fuerza de ocho mil infantes y quinientos jinetes, y cuando apareció por la retaguardia de Aníbal ambos bandos pensaron que eran refuerzos llegados de Roma al mando de Quinto Fabio. Se afirma, además, que Aníbal ordenó a sus hombres que se retiraran, que los romanos les siguieron y que con la ayuda de los samnitas capturaron en el mismo día dos de sus posiciones fortificadas; murieron seis mil enemigos y unos cinco mil romanos, y aunque las pérdidas estaban tan equilibradas llegó a Roma un vanidoso informe sobre una espléndida victoria junto con una carta del jefe de la caballería aún más infundada.
[22.25] Este estado de cosas llevó a constantes discusiones en el Senado y la Asamblea. El dictador estaba solo en medio del regocijo general; declaró que él no concedía la menor credibilidad ni al informe ni a la carta, y que, incluso si todo fuera como parecía, temían más al éxito que a la adversidad. Ante esto, Marco Metilio, tribuno de la plebe, dijo que estaba empezando a resultar intolerable que el dictador, no contento con impedir que se lograse cualquier éxito cuando estaba en campaña, se opusiera ahora del mismo modo a los que se lograban en su ausencia. «Estaba perdiendo el tiempo deliberadamente al dirigir así la guerra con la intención de permanecer todo el tiempo que pudiera como único magistrado y retener el mando supremo. Un cónsul había caído en batalla, el otro había sido desterrado lejos de Italia con el pretexto de perseguir a la flota cartaginesa; dos pretores estaban ocupados completamente con Sicilia y Cerdeña, ninguna de las cuales provincias había necesitado un pretor en todo en este tiempo; Marco Minucio, el jefe de la caballería, había sido mantenido casi bajo custodia para evitar que viera al enemigo o hiciera cualquier cosa que se aproximara a la guerra. Y así, ¡por Hércules!, no sólo en el Samnio, de donde se retiró ante los cartagineses como si se tratara de un territorio más allá del Ebro, sino también en los territorios de Campania, Cales y Falerno, resultaron completamente arrasados mientras el dictador estaba sentado sin hacer nada en Casilino, empleando las legiones de Roma para proteger sus propias tierras. Al jefe de la caballería y al ejército, que estaban ansiosos por combatir, se les mantenía dentro de sus líneas y casi prisioneros; se les privaba de sus armas como si fueran prisioneros de guerra. Por fin, tan pronto como el dictador partió, como hombres liberados de un bloqueo, salieron de sus fortificaciones, derrotaron al enemigo y lo pusieron en fuga. Bajo tales circunstancias, yo estaría dispuesto, si la plebe de Roma aún poseía el espíritu que mostró en tiempos pasados, a dar el paso de presentar una medida para relevar a Quinto Fabio de su mando; como sea, propondré una resolución redactada en términos muy moderados para ‘que la autoridad del jefe de la caballería se iguale a la del dictador’. Pero incluso si esta resolución se aprobase, debía impedirse a Quinto Fabio reunirse con el ejército antes de que hubiese nombrado al cónsul sustituto de Cayo Flaminio».
Como la línea que seguía el dictador era impopular en el más alto grado, este se mantuvo alejado de la Asamblea. Incluso en el Senado produjo una impresión desfavorable cuando habló en términos elogiosos del enemigo y achacó los desastres de los últimos dos años a la temeridad y falta de capacidad militar de los comandantes. El jefe de la caballería, dijo, debía ser llamado para rendir cuentas por haber luchado contra sus órdenes. Llegó a decir que si se dejasen en sus manos el mando supremo y la dirección de la guerra, haría conocer a los hombres que habiendo un buen general la Fortuna jugaba poco papel, por ser la inteligencia y la habilidad militar los factores principales. Haber conservado el ejército en circunstancias de extremo peligro, sin sufrir ningún tipo de derrota humillante, era en su opinión algo más glorioso que haber masacrado a miles de enemigos. Pero no pudo convencer a su audiencia y, después de nombrar a Marco Atilio Régulo como cónsul, partió por la noche para reunirse con su ejército. Él estaba ansioso por evitar un altercado personal sobre el asunto de su autoridad, y salió de Roma el día antes de que la propuesta fuera sometida a votación. Al amanecer, se celebró una Asamblea de la plebe para considerar la propuesta. Aunque el sentir general era de hostilidad hacia el dictador y de buena voluntad hacia el jefe de la caballería, pocos fueron lo bastante audaces como para apoyar estos sentimientos y recomendar una propuesta que, no obstante siendo aceptable a la plebe en su conjunto y estar el pueblo a favor, careció del apoyo de hombres de peso e influencia. Se encontró un hombre que se presentó a defender la propuesta, Cayo Terencio Varrón, que fuera pretor el año antes, hombre de origen no ya humilde, sino bajo. Dice la tradición que su padre fue un carnicero que compraba él mismo la carne y que empleó a su hijo en este trabajo pesado y de baja categoría.
[22.26] Dejó el dinero obtenido con este negocio a su hijo, quien esperaba que su fortuna podría ayudarle para obtener una posición más respetable en la sociedad. Decidió convertirse en abogado, y sus apariciones en el Foro, donde defendió a hombres de las clases bajas a base de ataques ruidosos y difamatorios contra las propiedades y fama de ciudadanos respetables, le consiguió notoriedad y, finalmente, una magistratura. Tras desempeñar la cuestura, dos edilidades, plebeya y curul, y por último la pretura, aspiraba ahora al consulado. Con esto en vista, aprovechó hábilmente los sentimientos en contra del dictador para obtener el favor popular y ganarse el mérito de que se aprobase la resolución. Todo el mundo, tanto en Roma como en el ejército, fuera amigo o enemigo, con la única excepción del propio dictador, consideró que esta propuesta tenía la intención de insultarle. Pero se enfrentó a la injusticia que el pueblo cometía con él, por estar amargado en su contra, con la misma digna compostura con que había anteriormente enfrentado las acusaciones que sus oponentes le lanzaban ante el pueblo. Estando aún de camino, recibió una carta que contenía el decreto del Senado equiparando sus mandos, pero como sabía perfectamente bien que el mando militar compartido y equiparado no implicaba en absoluto una similar competencia militar, regresó junto a su ejército sin que su ánimo lo quebrasen conciudadanos ni enemigos.
[22,27] Debido a su éxito y a su popularidad, Minucio se había vuelto casi insoportable, pero ahora que había obtenido una gran victoria, se jactaba con arrogancia sin límites, más que de haber vencido a Aníbal, de haber vencido a Quinto Fabio. «El hombre», proclamaba, «que fue escogido como el único general que podía enfrentarse a Aníbal, ahora, por orden del pueblo, había sido equiparado con su segundo al mando; el dictador tendría que compartir sus poderes con el jefe de la caballería. No hay precedentes de esto en nuestros anales, y se ha hecho en la misma Ciudad en la que los jefes de la caballería acostumbraban a mirar con temor las varas y segures de los dictadores. Tan brillantes han sido mi buena fortuna y mis méritos. Si el dictador persiste en aquellas dilaciones y retrasos que habían sido condenadas por el juicio de los hombres y de los dioses, yo seguiré mi buena fortuna donde quiera me lleve». Por consiguiente, en su primera entrevista con Quinto Fabio, le dijo que la primera cuestión a resolver era el método mediante el que ejercerían su mando compartido. El mejor plan, pensaba, sería que cada uno ejerciera el mando supremo en días alternos, o, si lo prefería, con intervalos más largos. Esto permitiría que, quienquiera que estuviese al mando, se pudiera enfrentar a Aníbal con fuerzas y tácticas iguales a las suyas si surgía ocasión de actuar. Quinto Fabio respondió a esta propuesta con una rotunda negativa. Todo, adujo, cuanto la temeridad de su colega pudiera proponer estaría a merced de la Fortuna; aunque su mando estuviese equiparado con otro, no se le había privado completamente de él; así pues, él nunca cedería voluntariamente cualquier mando que ostentase para dirigir operaciones con sentido común y prudencia, y aunque rehusaba acordar una división del mando por periodos, estaba preparado para repartir con él al ejército y emplear la mejor de sus previsiones y juicios para salvar lo que pudiera, ya que no a todos. Por lo tanto, se dispuso que debían adoptar la costumbre de los cónsules y dividir las legiones entre ellos. La primera y cuarta quedaron con Minucio y Fabio retuvo a la segunda y a la tercera. La caballería y los contingentes proporcionados por los latinos y los aliados también quedaron divididos a partes iguales entre ellos. El jefe de la caballería insistió, incluso, en separar los campamentos.
[22,28] Nada de lo que estaba pasando entre sus enemigos escapó a la observación de Aníbal, pues tanto los desertores como sus exploradores le proporcionaban amplia información. Estaba encantado por partida doble: estaba seguro de aprovecharse a su manera de la insensata temeridad de Minucio, y había visto cómo las hábiles tácticas de Fabio le habían hecho perder la mitad de sus fuerzas. Entre el campamento de Minucio y el de Aníbal existía cierto terreno elevado, y el bando que se apoderase de él convertiría la posición del enemigo en menos segura. Aníbal decidió ocuparla y, aunque habría sido mejor hacerlo sin luchar, prefirió provocar un combate con Minucio quien, estaba seguro, correría a detenerlo. Todo el país parecía, a primera vista, completamente inadecuado para tácticas de sorpresa, pues no había bosques en parte alguna, ni lugares cubiertos por arbustos o maleza; pero en realidad sí que se prestaba a tal propósito, precisamente porque en tan ancho valle nadie podría sospechar de ninguna estratagema. En sus recodos había cuevas, algunas tan grandes como para albergar a doscientos hombres armados. Cada uno de estos escondites se llenó de soldados, hasta un total de cinco mil infantes y jinetes. En todo caso, sin embargo, para que la estratagema no pudiera ser detectada por el movimiento involuntario de algún soldado o por el brillo de las armas en un valle tan abierto, al amanecer Aníbal envió un pequeño destacamento para apoderarse del terreno elevado ya mencionado y desviar la atención del enemigo. Tan pronto fueron divisados, su pequeño número pareció ridículo y todos los hombres pidieron que se les encargase la tarea de desalojarlos. Visible entre sus soldados, el necio y visible general hizo tocar a generala, insultando y amenazando vanamente al enemigo. Envió primero a la infantería ligera en orden abierto para escaramucear, a estos les siguió la caballería en formación cerrada y, por último, cuando vio que el enemigo llevaba refuerzos, avanzó con las legiones en línea. Aníbal, por su parte, reforzaba a sus hombres, tanto con jinetes como con infantes, dondequiera que tuviesen más presión y los números enfrentados crecieron rápidamente hasta que hubo formado a todo su ejército en orden de batalla y ambos bandos contaban con todas sus fuerzas. La infantería ligera romana, ascendiendo por la colina desde terreno más bajo, fue la primera en ser rechazada y obligada a volver hacia la caballería que la seguía, provocando el pánico. Buscaron refugio junto a los estandartes de las legiones, que fueron las únicas en mantener la presencia de ánimo y serenidad en medio del pánico general. De haber sido un combate frontal, hombre a hombre, habrían resultado evidentemente un gran rival para sus enemigos, tanto más cuanto que su anterior victoria, unos días antes, les había devuelto el valor. Sin embargo, la aparición repentina de las tropas ocultas y su ataque combinado sobre ambos flancos y la retaguardia de las legiones, produjo tal confusión y alarma que a ningún hombre quedó ánimo para combatir ni esperanza de escapar huyendo.
[22,29] La atención de Fabio se dirigió primero hacia los gritos de alarma, luego observó en la distancia las filas rotas y desordenadas. «Justo así», exclamó, «sorprende la Fortuna a su imprudencia, aunque no tan rápido como me temía. Fabio es su igual en el mando, pero ya ha visto que Aníbal le supera tanto en capacidad como en suerte. Sin embargo, no es este momento para la censura o el reproche, ¡sacad los estandartes fuera de la empalizada! Arrebatemos la victoria del enemigo y una confesión de error de nuestros conciudadanos». Para entonces, ya la derrota se había extendido por gran parte del campo de batalla, algunos habían muerto y otros buscaban un modo de escapar cuando apareció el ejército de Fabio como bajado del cielo para rescatarles. Antes de que llegaran al alcance de sus proyectiles y poder intercambiar golpes, contuvieron la alocada huida de sus camaradas y el fiero ataque del enemigo. Los que se habían dispersado aquí y allí después que sus filas hubieran sido rotas se acercaron desde todas partes y volvieron a formar sus líneas; los que se habían mantenido juntos en su retirada, volvieron a enfrentar al enemigo y, formando en cuadro, los que hacía un momento se retiraban volvieron a mantenerse firmes hombro con hombro. Las tropas derrotadas y las que estaban frescas en el campo de batalla se habían ya convertido prácticamente en una sola línea, y empezaban a avanzar los estandartes sobre el enemigo cuando el cartaginés mandó tocar a retirada, demostrando claramente que, habiendo él vencido a Minucio, a él le había vencido Fabio. La mayor parte del día se había gastado en estas variables fortunas de la batalla. A su regreso al campamento, Minucio convocó a sus hombres y se dirigió a ellos así: «Soldados, a menudo he oído decir que el mejor hombre es el que aconseja sobre qué es lo que se debe hacer; a este le sigue el hombre que sigue los buenos consejos; pero aquel hombre que ni sabe qué consejo dar ni obedece los buenos consejos de los demás resulta ser de la clase más baja de inteligencia. Ya que se nos ha negado la primera clase a inteligencia y capacidad, aferrémonos a la segunda e intermedia y, mientras aprendemos a mandar, decidámonos a obedecer a quien es sabio y previsor. Unámonos nuestro campamento con el de Fabio. Cuando hayamos llevado los estandartes a su Pretorio yo le llamaré «Padre», un título que merece tanto por el servicio que nos ha hecho como por la majestad de su cargo; vosotros, soldados, saludaréis como «Patronos» a aquellos cuyas armas y diestras os han protegido hace tan poco. Si el día de hoy no nos ha servido para nada más, que nos confiera al menos la gloria de poseer un corazón agradecido».
[22.30] Se dio la señal y se ordenó recoger el equipaje; luego marcharon en formación hasta el campamento del dictador donde, para su sorpresa, rodearon a este y a cuantos allí estaban. Cuando hubieron colocado los estandartes frente a su tribunal, el jefe de la caballería se adelantó y le llamó «Padre», y todas sus fuerzas saludaron a la multitud que les rodeaba como «Patrones». Luego, dijo: «Te he puesto, dictador, con mis palabras, al mismo nivel que mis padres; pero a ellos debo solo la vida, a ti te debo mi preservación y la seguridad de todos estos hombres. El decreto de la plebe, que siento más como una carga que como un honor, soy el primero en rechazarlo y anularlo y, rezando para que esto sea tu favor, el mío y el de estos ejércitos tuyos, defensores y defendidos por igual, me coloco yo mismo bajo los auspicios de tu autoridad y te he devuelto estas legiones con sus estandartes. Te pido, como acto de gracia, que me ordenes conservar mi cargo y que estos, cada uno de ellos, conserve su lugar en filas». Se estrecharon las diestras y, disolviéndose la asamblea, los soldados fueron llevados a las tiendas donde fueron generosa y hospitalariamente entretenidos tanto por conocidos como por desconocidos, y el día, que hacía tan poco resultaba oscuro, sombrío y casi marcado por el desastre, se convirtió en otro de gozo y alegría. Cuando llegó la noticia de este suceso a Roma y se confirmó luego mediante cartas, no solo de ambos jefes, sino también de soldados rasos de ambos ejércitos, todo el mundo alabó a Máximo y le puso por las nubes. Ganó la misma reputación entre Aníbal y los cartagineses; ahora, por fin, comprobaban que combatían contra romanos y en suelo italiano. Durante los últimos dos años habían sentido tal desprecio por los generales romanos y las tropas romanas que apenas podían creer que estuviesen guerreando contra aquella nación de la que habían escuchado tan terribles historias a sus padres. Se cuenta que Aníbal, a su regreso del campo de batalla, dijo: «La nube que durante tanto tiempo se asentaba en los picos de las montañas ha estallado al fin como tormenta y lluvia sobre nosotros».
[22.31] Mientras tenían lugar en Italia estos acontecimientos, Cneo Servicio Gémino, con una flota de ciento veinte buques, visitaba Cerdeña y Córcega y recibía rehenes de ambas islas; desde allí navegó hasta África. Antes de desembarcar en el continente, asoló la isla de Djerba y permitió a los habitantes de Kerkennah salvar su isla de una visita similar pagando una indemnización de diez talentos de plata [en el original latino, se trata de las islas de Menix y Cercina; así mismo, la cantidad equivale a 323 o 270 kilos de plata según sean talentos romanos o áticos, respectivamente.- N. del T.]. Después de esto, desembarcó sus fuerzas en la costa africana y las envió, tanto a soldados como a marineros, a devastar el país. Se dispersaron a lo largo y a lo ancho, como si estuviesen saqueando islas deshabitadas y, en consecuencia, su imprudencia les llevó a una emboscada. Dispersos en pequeños grupos, fueron rodeados por gran número de enemigos que conocían el país mientras que a ellos les era extraño, con el resultado de que fueron obligados a huir alocadamente y volvieron con grandes pérdidas a sus barcos. Después de perder hasta un millar de hombres, entre ellos al cuestor Tiberio Sempronio Bleso, la flota se hizo a toda prisa a la mar, llena de enemigos, y puso rumbo a Sicilia. La entregó en Lilibeo al pretor Tito Otacilio, para que su general Publio Cincio la devolviera a Roma. El mismo Servilio siguió por tierra a través de Sicilia y cruzó el estrecho hasta Italia, a consecuencia de un despacho de Quinto Fabio que les llamaba, a él y a su colega Marco Atilio, para hacerse cargo de los ejércitos, pues los seis meses de su cargo estaban a punto de expirar. Todos los analistas, con una o dos excepciones, cuentan que Fabio actuó contra Aníbal como dictador; Celio añade que fue el primer dictador nombrado por el pueblo. Pero Celio y el resto se olvidan de que el derecho a nombrar un dictador lo tenía exclusivamente el cónsul, y Servilio, que era el único cónsul por entonces, estaba en la Galia. Los ciudadanos, consternados por tres derrotas consecutivas, no podían soportar la idea de la demora y se tuvo que recurrir al nombramiento por el pueblo de un hombre que actuase «en lugar de un dictador o «pro dictatore». Sus logros posteriores, su brillante reputación como comandante, y las exageraciones que sus descendientes introdujeron en la inscripción de su busto explican fácilmente la creencia que al final ganó terreno, o sea, que Fabio, que sólo había sido pro-dictador, fue en realidad dictador.
[22,32] El mando del ejército de Fabio se entregó a Atilio, Servilio Gémino se hizo cargo del que había mandado Minucio. No perdieron tiempo en fortificar sus cuarteles de invierno y durante el resto del otoño dirigieron sus operaciones conjuntas en la más perfecta armonía, en la línea que Fabio había establecido. Cuando Aníbal salía de su campamento para recolectar vituallas, se situaban convenientemente en lugares distintos para acosar a su cuerpo principal y destrozar a los rezagados; pero rehusaban un enfrentamiento general, aunque el enemigo empleaba todas las estratagemas que podía para llevarles a uno. Aníbal quedó reducido a tal extremo que habría marchado de vuelta a la Galia de no haber parecido su partida una huida. Si los cónsules hubiesen perseverado en la misma táctica, no le habría quedado posibilidad alguna de alimentar a su ejército en aquella parte de Italia. Cuando el invierno había llevado la guerra a un punto muerto en Gereonio, llegaron embajadores de Nápoles a Roma. Trajeron con ellos a la Curia cuarenta copas de oro, muy pesadas, y se dirigieron a los senadores reunidos en los siguientes términos: «Sabemos que el tesoro romano se está vaciando a causa de la guerra, y ya que esta guerra se está librando tanto en las ciudades y campos de los aliados como en la capital y fortaleza de Italia, la Ciudad de Roma y su Imperio, nosotros, los napolitanos, hemos considerado que era justo ayudar al pueblo romano con el oro que nos dejaron nuestros antepasados para enriquecer nuestros templos y como reserva para tiempos de necesidad. Si creían que necesitaban alguna ayuda personal, con gusto se la ofrecerían. Los senadores y al pueblo de Roma nos complacerán sumamente si consideran cuanto tienen los napolitanos como suyo propio y se dignan aceptar este nuestro regalo más por la buena voluntad y disposición con que se ofrece que por cualquier valor intrínseco que pudiera poseer». Se aprobó conceder un voto de gracias a los embajadores, por su generosidad y su preocupación por el interés de Roma, y se aceptó una copa, la más pequeña.
[22.33] Casi al mismo tiempo, un espía cartaginés que durante dos años había eludido su detección fue capturado en Roma, y después de cortarle ambas manos se le expulsó. Se crucificó a veinticinco esclavos que habían tramado una conspiración en el Campo de Marte; al delator se le dio la libertad y veinte mil ases de bronce [545 kilos de bronce.- N. del T.]. Se enviaron embajadores a Filipo, rey de Macedonia, para exigir la entrega de Demetrio de Faro [ahora isla de Lesina.-N. del T.], que se había refugiado con él tras su derrota, y se envió otra embajada a los ligures para presentar una queja formar por la ayuda que habían proporcionado a los cartagineses en dinero y hombres, y al mismo tiempo para tener una visión más cercana de cuanto estaba pasando entre los boyos y los ínsubros. También se enviaron embajadores a Pineo, rey de Iliria, para exigir el pago del tribuno que debía o, si deseaba una mora en el tiempo, aceptar garantías personales de su pago. Así, pese a llevar una inmensa guerra sobre sus hombros, nada escapaba a la atención de los romanos en ninguna parte del mundo, por muy distante que fuese. Surgió un problema religioso en relación con una promesa incumplida. Con ocasión del motín de las tropas en la Galia, dos años antes, el pretor Lucio Manlio había prometido un templo a la Concordia, pero hasta ese momento no se había firmado el contrato para su construcción. Fueron nombrados duunviros a tal efecto por el pretor Marco Emilio, a saber, Cayo Pupio y Ceso Quincio Flaminio, y ambos se encargaron de la construcción del templo dentro del recinto de la ciudadela. El Senado aprobó una resolución por la que Emilio también debía escribir a los cónsules pidiéndoles que uno de ellos, si les parecía bien, viniese a Roma para celebrar las elecciones consulares, debiendo él avisar qué día se celebrarían una vez que lo fijasen. Los cónsules respondieron que no podían abandonar el ejército, en presencia del enemigo, sin peligro para la república; sería por tanto mejor que las elecciones fueran celebradas por un interrex y que no se hiciera volver a un cónsul del frente. El Senado pensó que era mejor que un cónsul nombrase un dictador con el propósito de celebrar elecciones. Se nombró a Lucio Veturio Filón, y él designó a Manlio Pomponio Matón como su jefe de caballería. Su elección fue considerada inválida por defectos de forma y se les ordenó renunciar a sus cargos después de desempeñarlos durante catorce días; los asuntos volvieron a un interregno.
[22,34] -216 a.C.- Servilio y Régulo vieron sus mandos prorrogados por otro año. Los interreges designados por el Senado fueron Cayo Claudio Cento, hijo de Apio, y Publio. Cornelio Asina. Este último llevó a cabo las elecciones en medio de un amargo conflicto entre patricios y plebeyos. El pueblo trataba de nombrar cónsul a Cayo Terencio Varrón, uno de sus miembros, que se había ganado a la plebe merced a sus ataques contra los principales hombres del Estado y por sus ardides populistas. Su éxito al anular la influencia de Fabio y debilitar la autoridad del dictador le había proporcionado cierta gloria a ojos de la multitud, que se agudizó con la impopularidad del otro, e hicieron cuanto pudieron por elevarlo al consulado. Los patricios se le opusieron a él con todas sus fuerzas, temiendo que se convirtiera en práctica común el atacarles como medio de llegar a igualárseles. Quinto Bebio Herenio, tribuno de la plebe y familiar de Varrón, acusó no solo al Senado, sino también a los augures, por haber impedido que el dictador celebrase las elecciones, y así enconaba la opinión pública contra ellos, reforzando la opinión favorable hacia su propio candidato. «Fue la nobleza», decía, «la que durante muchos años había estado tratando de provocar una guerra, que Aníbal había llevado hasta Italia, y cuando a la guerra se le podría haber puesto fin, fueron ellos quienes la prolongaron sin escrúpulos. La ventaja que Marco Minucio obtuvo durante la ausencia de Fabio dejó más que claro que con cuatro legiones combinadas se podía sostener una batalla victoriosa; pero se expuso dos legiones a la masacre por parte del enemigo, y luego, habiéndolas rescatado en el último instante para que le llamasen «Padre» y «Patrón», quien había impedido a los romanos vencer y no que fueran derrotados. Y luego los cónsules que, aunque tenían en sus manos el haber terminado la guerra, adoptaron las tácticas de Fabio y la prolongaron. Este era el acuerdo secreto al que habían llegado todos los nobles, y nunca veremos el final de la guerra hasta que hayamos elegido como cónsul a un hombre que sea realmente un plebeyo, es decir, un hombre nuevo [homo novus, en latín, era aquel que llegaba por vez primera en su familia a una dignidad curul -consulado, pretura o edilidad curul- o con imperium -dictador, jefe de la caballería, decenviro o tribuno militar.-N. del T.]. La nobleza plebeya había sido iniciada en los mismos misterios; cuando, por fin, los patricios ya no les miraban por encima del hombre, enseguida empezaron ellos a mirar por encima del hombro a la plebe. ¿Quién no veía que su única meta y objetivo eran lograr un interregno para que las elecciones pudieran ser controladas por los patricios? Ese era el propósito de los cónsules al quedarse ambos con el ejército; luego, posteriormente, como tenían que nombrar un dictador en contra de su deseo de celebrar las elecciones, habían impuesto su posición y el nombramiento del dictador fue declarado nulo por los augures. Pues bien, ahora tenían su interregno; un consulado, en todo caso, pertenecía a la plebe de Roma; el pueblo dispondría libremente de él y lo daría al hombre que prefiriese una rápida victoria a un mando prolongado».
[22,35] Arengas como estas excitaban el intenso entusiasmo de la plebe. Había tres candidatos patricios en campaña, Publio Cornelio Merenda, Lucio Manlio Vulso y Marco Emilio Lépido; dos plebeyos, ahora ennoblecidos, Cayo Atilio Serrano y Quinto Elio Peto, de los cuales el uno había sido pontífice y el otro augur. Sin embargo, el único elegido fue Cayo Terencio Varrón, de modo que las elecciones para designar a su colega estaban en sus manos. La nobleza vio que sus rivales no eran lo suficientemente fuertes y obligó a presentarse a Lucio Emilio Paulo. Este había sido cónsul con Marco Livio y había escapado por poco a la sentencia que condenó a su colega, por lo que estaba resentido con la plebe, y se resistió con persistencia a presentarse como candidato. Al siguiente día para la elección, tras haberse retirado todos los oponentes de Varrón, se le eligió a él, no tanto para ser su colega sino para oponérsele en igualdad de condiciones. Sucedieron a estas las elecciones de los pretores, los elegidos fueron Manlio Pomponio Matón y Publio Furio Filo. A Filo se le asignó la jurisdicción sobre los ciudadanos romanos y a Pomponio la resolución de los pleitos entre ciudadanos y extranjeros. Se nombraron dos pretores adicionales, Marco Claudio Marcelo para Sicilia y Lucio Postumio Albino para actuar en la Galia. Estos fueron elegidos, ambos, en su ausencia, y ninguno de ellos, con la excepción del cónsul Terencio, eran nuevos en el cargo. Varios hombres fuertes y capaces fueron pasados por alto, pues en aquel momento no pareció conveniente que se confiasen las magistraturas a hombres nuevos y sin experiencia.
[22.36] Se incrementaron los ejércitos, pero en cuanto a qué adiciones se hicieran a la infantería y a la caballería, los autores difieren bastante, tanto en cuanto al número como a la naturaleza de las fuerzas; así que no me atrevo a afirmar nada como positivamente cierto. Algunos dicen que se alistó a diez mil para compensar las pérdidas, otros que se alistaron cuatro legiones para que se pudiera enfrentar la guerra con ocho legiones. Algunos autores recogen que tanto la caballería como la infantería de las legiones se reforzaron mediante la adición de mil infantes y cien jinetes a cada una, de manera que pasaron a constar de cinco mil infantes y trescientos jinetes, en tanto que los aliados encuadraron el doble del número de jinetes y el mismo número de infantes. Así, según estos autores, había en campaña, cuando se libró la batalla de Cannas, ochenta y siete mil doscientos hombres armados. Una cosa es segura, la lucha se reanudó con mayor vigor y energía que en años anteriores, debido a que el dictador les había dado motivos para pensar que el enemigo podía ser vencido. Pero antes de que las legiones recién alistadas abandonasen la Ciudad, se obligó a los decenviros a consultar los Libros Sagrados a causa de la inquietud provocada por recientes portentos. Se anunció que habían llovido piedras simultáneamente sobre el Aventino en Roma y en Ariccia; que las estatuas de los dioses, entre los sabinos, habían sudado sangre y que había fluido agua fría de las aguas termales. Este último prodigio fue el que provocó más terror, pues ya había acontecido en varias ocasiones. En la vía porticada que está cerca del Campus [o sea, el Campo de Marte.- N. del T.], varios hombres murieron al ser alcanzados por el rayo. La expiación adecuada de estos presagios se determinó a partir de los Libros Sagrados. Algunos embajadores de Pesto [actual Capaccio-Paestum, a 92 kilómetros de Nápoles.-N. del T.] trajeron copas de oro a Roma. Se votó agradecérselo, como en el caso de Nápoles, pero no se aceptó el oro.
[22.37] Casi al mismo tiempo, una flota que había sido enviada por Hierón llegó a Ostia con una gran cantidad de suministros. Cuando sus embajadores fueron presentados ante el Senado, se expresaron en los siguientes términos: «Las nuevas de la muerte del cónsul Flaminio y de la destrucción de su ejército han provocado tanta angustia y dolor al rey Hierón como no lo habrían hecho más profundamente cualquier desastre que pudiera ocurrirle a él personalmente o a su reino. A pesar de que sabe muy bien que la grandeza de Roma es casi más admirable en la adversidad que en la prosperidad, no obstante ello, él ha enviado todo aquello con lo que los buenos y fieles aliados pueden ayudar a sus amigos en tiempos de guerra, e insta encarecidamente al Senado a no rechazar su oferta. Para empezar, traemos, como un presagio de buena fortuna, una estatua de oro de la Victoria, de doscientas veinte libras de peso [71,94 kilos.- N. del T.]. Os pedimos que la aceptéis y la conservéis para siempre en vuestra propiedad. También hemos traído trescientos mil modios de trigo y doscientos mil de cebada [si suponemos que se trataba del modio de a 8,75 litros y no del militar de 17,51 litros, considerando un peso de 800 gramos de trigo y 700 de cebada por litro, el regalo consistía en 2100 toneladas de trigo y 1225 toneladas de cebada.- N. del T.], y estamos preparados para transportar cuanto requiráis hasta cualquier lugar que podáis decidir. El rey es muy consciente de que Roma no emplea más legionarios ni caballería que los romanos o los de la nación latina, pero ha visto que hay extranjeros sirviendo como infantería ligera en los campamentos romanos. Por consiguiente, ha enviado mil arqueros y honderos, capaces de combatir contra los baleares y moros y de otras tribus que luchan arrojando proyectiles». Complementaron estos regalos con la sugerencia de que el pretor a quien se había asignado Sicilia llevase la flota hasta África, para que el territorio enemigo también fuera visitado por la guerra y que no tuvieran tantas facilidades para enviar refuerzos a Aníbal. El Senado encargó a los embajadores que llevasen la siguiente respuesta al rey: Hierón era un hombre de honor y un aliado ejemplar; había sido siempre fiel a lo largo del tiempo y había rendido en cada ocasión la más generosa ayuda a Roma, y por ello Roma se lo agradecía debidamente. El oro que había sido ofrecido por una o dos ciudades no había sido aceptado, aunque el pueblo romano se mostró muy agradecido por el ofrecimiento. Aceptarían, sin embargo, la estatua de la Victoria como un presagio sobre el futuro, y designarían y consagrarían para ella un lugar en el Capitolio, en el templo de Júpiter Óptimo Máximo. Consagrada en tan fuerte lugar, se mostraría amable, propicia, constante y firme para con Roma. Los arqueros, los honderos y el grano se entregaron a los cónsules. La flota de cincuenta quinquerremes que Tito Otacilio tenía con él en Sicilia se vio reforzada por la adición de otros veinticinco quinquerremes, y se le dio permiso para cruzar a África, si pensaba que resultase en interés de la república.
[22,38] Después de completar el alistamiento, los cónsules esperaron unos días para que llegasen los contingentes proporcionados por los latinos y los aliados. Luego, cosa que nunca antes había ocurrido, los tribunos militares tomaron el juramento a los soldados. Hasta ese día, solo se daba la palabra de honor de presentarse [otras traducciones dan «compromiso sagrado» o «prestar juramento» para el término latino original «sacramentum».-N. del T.] tras la orden del cónsul y no abandonarles sin que se les mandara hacerlo. También había sido costumbre entre los soldados, cuando se encuadraban por centurias y decurias, que por propia voluntad, los jinetes en las decurias y los infantes en las centurias, prestaran juramento a los demás de no abandonar a sus camaradas por temor ni huir, y que no abandonarían las filas salvo para recuperar o recoger un arma, para atacar al enemigo o salvar a un camarada. Este pacto voluntario se tornó ahora en un juramento formal prestado ante los tribunos. Antes de que se marcharan de la ciudad, el cónsul Varrón pronunció varias arengas exaltadas en las que declaró que la guerra había sido llevada a Italia por los nobles y que seguiría alimentándose de las esencias de la república si hubieran más jefes como Fabio; él, Varrón, daría término a la guerra el mismo día que pusiera la vista sobre el enemigo. Su colega, Paulo, el día antes de dejar la Ciudad, sólo hizo un discurso, más verídico que agradable de oír, ante el pueblo. Nada dijo en contra de Varrón, pero sí expresó su sorpresa porque cualquier jefe, estando aún en la Ciudad sin haberse hecho cargo de su mando, sin conocer su ejército ni al del enemigo, sin obtener inteligencia en cuanto al país y la naturaleza del terreno, supiese de qué manera dirigiría la campaña y fuese capaz de predecir el día en que libraría la batalla decisiva con el enemigo. En cuanto a él, Paulo dijo que no iba a adelantarse a los acontecimientos divulgando sus medidas ya que, después de todo, las circunstancias determinaban las disposiciones de los hombres mucho más de lo que los hombres ponían las circunstancias al servicio de sus medidas. Él esperaba y rezaba que las medidas que hubiera de tomar resultasen prudentes y previsoras y terminaran con éxito; hasta entonces, la imprudencia, además de insensata, había demostrado resultar funesta. Dejó bien claro que él preferiría la seguridad a los consejos apresurados; para fortalecerlo en esto, se dice que Fabio, en su partida, se le dirigió en los siguientes términos:
[22.39] «Lucio Emilio, si fueses como tu colega, o si tu colega fuese como tú -que es lo que me gustaría- mi discurso sería simplemente innecesario. Porque si ambos fueseis buenos cónsules, como tú, sin ninguna sugerencia mía haríais cuanto el interés del Estado o vuestro propio sentido del honor demandase; si ambos fueseis malos, ni escucharíais nada de lo que yo tuviera que decir ni tomaríais ningún consejo que yo os pudiese ofrecer. Tal como son las cosas, cuando miro a tu colega y considero qué clase de hombre eres tú, a ti dirigiré mis palabras. Puedo ver que tus méritos como hombre y como ciudadano en nada influirán si la mitad de la república está mermada y los malos consejos poseen la misma fuerza y autoridad que los buenos. Te equivocas, Lucio Paulo, si te imaginas que tendrás menos dificultades con Cayo Terencio que con Aníbal; más bien creo que el primero resultará ser un enemigo más peligroso que el último. Con uno solo habrás de combatir en el campo de batalla, la oposición del otro habrás de enfrentarla siempre y en todo lugar. Contra Aníbal y sus legiones tendrás tu caballería y tu infantería, cuando Varrón esté al mando usará tus propios hombres en tu contra. Yo no quiero atraer sobre ti la mala suerte mencionando al desgraciado Flaminio, pero sí debo decir que fue solo tras ser cónsul y tomar posesión de su provincia cuando empezó a comportarse como un loco, pero este hombre ya estaba loco antes de aspirar al consulado y al también después, al presentarse, y ahora que es cónsul, antes de haber contemplado el campo de batalla o al enemigo, está más loco que nunca. Si levanta tales tormentas entre los pacíficos ciudadanos, alardeando como hasta ahora de combates y campos de batalla, ¿qué creéis que hará cuando hable a hombres de armas -y hombres jóvenes- y sus palabras conduzcan a la acción? Y sin embargo, si lleva a cabo su amenaza y entra en combate enseguida, o yo soy un completo ignorante de la ciencia militar, de la naturaleza de esta guerra y del enemigo al que nos enfrentamos, o algún lugar será aún más famoso por nuestra derrota que el de Trasimeno. No es momento de jactarse ante uno solo y prefiero pensar que he ido demasiado lejos al despreciar la gloria que no en su búsqueda; pues, de hecho, el único método racional de llevar a cabo la guerra contra Aníbal es el que he seguido. No solo nos enseña esto la experiencia, que es la maestra de los tontos, sino el razonamiento de que las cosas han sido iguales y seguirán sin cambiar mientras las condiciones sean las mismas. Estamos dirigiendo una guerra en Italia, en nuestro propio país, en nuestro propio suelo, todos a nuestro alrededor son ciudadanos y aliados, nos ayudan con hombres, caballos, suministros, y seguirán haciéndolo, pues han demostrado su lealtad a nosotros en nuestra adversidad; el tiempo y las circunstancias nos hacen mejores, más prudentes, más constantes. Aníbal, por otra parte, se encuentra en una tierra extranjera y hostil, lejos de su hogar y su país, enfrentado en todas partes a la oposición y el peligro; en parte alguna, por tierra o mar, puede hallar paz; ninguna ciudad le admite tras sus puertas o sus murallas; en ningún lugar ve nada que pueda llamar suyo, ha de vivir del pillaje diario: apenas tiene un tercio del ejército con el que cruzó el Ebro; ha perdido a más por el hambre que por la espada y hasta esos pocos tienen apenas bastante para seguir con vida. ¿Dudas, entonces, de que si nos sentamos no obtendremos el mejor resultado con un hombre que día tras día es más débil, que no tiene ni suministros ni dinero? ¿Cuánto tiempo ha estado sentado ante los muros de Gereonio, una pobre fortaleza en Apulia, como si fueran los muros de Cartago? Pero no voy cantaré mis propias alabanzas, ni siquiera ante ti. Mira cómo le han engañado los últimos cónsules, Servilio y Atilio. Este, Lucio Paulo, es el único camino seguro a adoptar, y es uno que tus conciudadanos te harán más peligroso y difícil de seguir que el enemigo. Porque tus propios soldados querrán lo mismo que el enemigo y el general cartaginés, Aníbal, deseará lo mismo que el cónsul romano Varrón. Solo tendrás una mano contra ambos comandantes. Y te podrás conservar si permaneces firme contra la calumnia pública y la chanza privada, si permaneces impasible antes las tergiversaciones y falsedades de tu colega. Se dice que la verdad es demasiado a menudo eclipsada, pero nunca se extingue por completo. El hombre que desprecia la falsa gloria poseerá la verdad. Deja que te llamen cobarde porque seas cauteloso, lento por reflexivo, débil por ser buen general. Prefiero más que le des motivo de temor a un enemigo inteligente que ganar los elogios de tontos compatriotas. Aníbal sólo sentirá desprecio por un hombre que corre todos los riesgos, temerá a quien nunca da un paso en falso. No te aconsejo que hagas nada, pero sí te aconsejo que te guíes en cuanto hagas por el sentido común y la razón, no por la Fortuna. Nunca pierdas el control de tus fuerzas y de ti mismo; estate siempre preparado, siempre alerta; nunca dejes de aprovechar una oportunidad que te sea favorable y nunca des una oportunidad favorable al enemigo. El hombre que no tiene prisa siempre ve el camino con claridad; la prisa yerra a ciegas».
[22.40] La respuesta del cónsul estuvo lejos de ser agradable, pues admitió que el consejo recibido era la verdad, pero nada fácil de llevar a la práctica. Si el dictador había encontrado insoportable a su jefe de la caballería, ¿qué poder o autoridad podía tener un cónsul frente a un colega violento y obstinado? «En mi primer consulado», dijo, «escapé chamuscado del fuego de la furia popular. Espero y ruego porque todo termine con éxito, pero si nos ocurriera alguna desgracia, me expondré antes a las armas del enemigo que al veredicto de los enfurecidos ciudadanos». Con estas palabras partió Paulo, según se dice, acompañado por los más notables hombres de entre los patricios; al cónsul plebeyo le asistían sus plebeyos amigos, más notables por su número que por la calidad de los hombres que componían la multitud. Cuando llegaron al campamento, los reclutas y los veteranos se encuadraron en un solo ejército y se dispusieron dos campamentos separados; el nuevo, que era el más pequeño, más cercano a Aníbal, mientras que en el antiguo campamento se situaron la mayor parte del ejército y las mejores tropas. Marco Atilio, uno de los cónsules del año anterior, adujo su edad y fue enviado de vuelta a Roma; el otro, Gémino Servilio, fue puesto al mando del campamento más pequeño de las legiones romanas y dos mil jinetes e infantes aliados. Aunque Aníbal vio que el ejército que se le oponía era el doble de grande que el anterior, se alegró enormemente por la llegada de los cónsules [Livio dice, literalmente, «dimidia», la mitad más; pero con anterioridad, en el capítulo 36, declara que algunos autores hacen ascender las cifras hasta ochenta y siete mil doscientos hombres, lo que serían ocho legiones más las fuerzas auxiliares; esto supone duplicar el tamaño y no aumentarlo en una mitad, de ahí nuestra traducción.-N. del T.]. Pues no sólo no le quedaba nada de su diario saqueo, sino que ya no había nada que saquear en parte alguna, pues todo el grano, no siendo ya seguro el país, había sido en su totalidad almacenado en las ciudades. Apenas le quedaban raciones de grano para diez días, como se descubrió más tarde, y los hispanos dispuestos a desertar, debido a la falta de suministros, si los romanos hubiesen dejado que el tiempo madurase las cosas.
[22.41] Ocurrió un incidente que aún alentó más el temperamento impetuoso y obcecado de Varrón. Se habían enviado partidas para ahuyentar a los forrajeadores y se libró un confuso combate, en el que los soldados corrían sin un plan previo ni órdenes de sus jefes, que no resultó en absoluto favorable a los cartagineses. Resultaron muertos unos mil setecientos de ellos, las pérdidas romanas y aliadas no ascendieron a más de cien. Los cónsules mandaban en días alternos y ese día resultaba ser el turno de Paulo. Retuvo a los vencedores, que perseguían al enemigo en gran desorden, pues temía una emboscada. Varrón estaba furioso, y a voz en grito exclamó que se había permitido escapar de entre las manos al enemigo y que si no se hubiera detenido la persecución se podría haber dado término a la guerra. Aníbal no lamentó mucho sus pérdidas, por el contrario, creía que servirían de cebo a la impetuosidad del cónsul y de sus tropas recién alistadas, y que sería más temerario que nunca. Cuanto ocurría en el campamento enemigo le era tan bien conocido como lo que pasaba en el suyo propio; estaba completamente al tanto de las diferencias y discusiones entre los comandantes y de que dos tercios del ejército consistían en bisoños. La noche siguiente, seleccionó lo que consideró una posición adecuada para una emboscada, dirigió a sus hombres fuera del campamento sin nada más que sus armas, dejando atrás todas sus propiedades, tanto públicas como privadas. A continuación, ocultó la fuerza detrás de las colinas que encerraban el valle, la infantería a la izquierda y la caballería a la derecha, y llevó el tren de equipajes por el centro del valle con la esperanza de sorprender a los romanos mientras saqueaban el campamento aparentemente desierto y obstaculizado con su botín. Se dejaron ardiendo numerosos fuegos en el campamento, para dar la impresión de que deseaba mantener a los cónsules en sus respectivas posiciones hasta que hubiera recorrido una distancia considerable en su retirada. Fabio había sido engañado por la misma estratagema el año anterior.
[22.42] Conforme se hacía de día, se vio que habían retirado los piquetes y luego, al acercarse, les sorprendió el inusual silencio. Cuando quedó definitivamente claro que el campamento estaba vacío, los hombres corrieron a una hacia el pretorio donde informaron a los cónsules de que el enemigo había huido tan deprisa que se habían dejado las tiendas en pie y para asegurarse más el secreto de su huida, se habían dejado numerosos fuegos encendidos. Se levantó entonces un griterío exigiendo que se diera orden de avanzar, que se iniciara la persecución y que se saqueara inmediatamente el campamento. Uno de los cónsules se comportó como si formase parte de la multitud vociferante; el otro, Paulo, afirmaba repetidamente la necesidad de ser cautos y prudentes. Por fin, incapaz de lidiar con la multitud amotinada y su líder de cualquier otra manera, envió al prefecto Mario Estatilio con sus fuerzas de caballería lucana a efectuar un reconocimiento. Cuando hubo cabalgado hasta las puertas del campamento ordenó a sus hombres detenerse fuera de las fortificaciones y él mismo, con dos de sus soldados, entraron al campamento y tras una completa y minuciosa inspección volvieron para informar de que allí había ciertamente una treta: los fuegos se habían encendido en la parte del campamento que daba a los romanos, las tiendas estaban abiertas con todo lo de valor a la vista y en algunas zonas había visto plata tirada por las vías, como puesta a modo de botín. Lejos de disuadir a los soldados de satisfacer su codicia, como era su intención, su informe sólo la inflamó más y se levantó un griterío diciendo que si no se daba la señal, irían con o sin sus generales. No obstante, no les faltó un general, pues Varrón al instante dio señal de avanzar. Paulo, que dudaba, recibió el informe de que los pollos no daban un buen augurio y ordenó que se le comunicase inmediatamente a su colega, justo cuando salía por las puertas del campamento. Varrón quedó muy molesto, pero el recuerdo de la catástrofe que sobrevino a Flaminio y la derrota naval que sufrió el cónsul Claudio la Primera Guerra Púnica le produjeron un escrúpulo religioso [se refiere Livio al cónsul Publio Claudio Pulcro que, en 249 a.C. atacó con su flota a los cartagineses en Drepanum -actual Trapani, en Sicilia-, perdiéndola casi completamente tras haber ordenado arrojar por la borda a los pollos sagrados que se habían negado a comer, signo de mal augurio.-N. del T.]. Parecía como si los propios dioses, aquel día, retrasasen más que impidiesen el destino fatal que se cernía sobre los romanos. Porque sucedió que, mientras los soldados hacían caso omiso de la orden del cónsul para llevar los estandartes de vuelta al campamento, dos esclavos, uno perteneciente a un soldado de Formia y el otro a un jinete sidicino, que habían sido capturados con las partidas de forrajeo cuando Servilio y Atilio estaban al mando, se escaparon aquel día con sus antiguos amos. Fueron llevados ante el cónsul y le dijeron que todo el ejército de Aníbal se escondía tras los montes vecinos. La oportuna llegada de estos hombres restauró la autoridad de los cónsules, aunque uno de ellos, en su ansia de popularidad, había debilitado su autoridad por su complicidad sin escrúpulos en las faltas de disciplina.
[22.43] Cuando Aníbal vio que el temerario movimiento que los romanos habían iniciado no se completaba imprudentemente y que su ardid había sido descubierto, regresó al campamento. Debido a la falta de grano no podría permanecer allí muchos días, y aparecían continuamente nuevos planes, no sólo entre los soldados, que eran una mezcla de todas las naciones, sino incluso en la mente del propio general. Los murmullos crecieron poco a poco, hasta convertirse en fuertes protestas, conforme los hombres exigían sus pagas atrasadas y se quejaban del hambre que padecían; además, se extendió el rumor de que los mercenarios, principalmente los hispanos, habían tramado una conspiración para desertar. Incluso el propio Aníbal, se dice, pensó en alguna ocasión huir con su caballería a la Galia, dejando atrás a su infantería. Discutiéndose tales planes y con este ambiente entre los hombres, decidió trasladarse a la zona más cálida de Apulia, donde la cosecha era más temprana y donde, debido a la mayor distancia del enemigo, la deserción resultaría más difícil para los cambiantes pensamientos de parte de su ejército. Como en la ocasión anterior, ordenó que se encendieran fogatas y que se dejaran unas pocas tiendas donde pudieran ser vistas, para que los romanos, suponiendo una treta similar, fuesen reacios a moverse. Sin embargo, se envió nuevamente a Estatilio con sus lucanos para hacer un reconocimiento, y lo hizo a fondo más allá del campamento y sobre las montañas. Informó de que había visto de lejos al enemigo en columna de marcha y se discutió la cuestión de la persecución. Como de costumbre, las opiniones de los dos cónsules eran opuestas, pero casi todos los presentes apoyaron a Varrón; ni una sola voz se declaró a favor de Paulo, excepto la de Servilio, cónsul el año anterior. Prevaleció la opinión de la mayoría del consejo y, por lo tanto, impulsados por el destino, marcharon para hacer famosa a Cannas en los anales de las derrotas romanas. Fue en la proximidad de esta aldea donde Aníbal fijo su campamento, de espaldas al viento Volturno [es el siroco, viento del sudeste.-N. del T.] y llena las áridas planicies de nubes de polvo. Esta disposición era muy conveniente para su campamento, y demostró luego ser extremadamente ventajosa cuando formó su orden de batalla, pues sus propios hombres, con el viento por detrás, soplando solo sobre sus espaldas, pudieron luchar contra un enemigo cegado por grandes cantidades de polvo.
[22.44] Los cónsules siguieron a los cartagineses, examinando cuidadosamente los caminos por los que marchaban, y cuando llegaron a Cannas y tuvieron a la vista al enemigo montaron dos campamentos, separados por el mismo intervalo que en Gereonio y con la misma distribución de fuerzas en cada campamento. El río Ofanto [Aufidus en el original latino.-N. del T.], que fluía entre ambos campamentos, proporcionaba un suministro de agua que los soldados tomaban como mejor podían, teniendo generalmente que luchar por ella. Los hombres del campamento más pequeño, que estaba en el otro lado del río, tenían menos dificultades para aguar, pues aquella orilla no estaba ocupada por el enemigo. Aníbal veía ahora sus esperanzas cumplidas: que los cónsules le dieran oportunidad de luchar en un terreno naturalmente adaptado a los movimientos de la caballería, el arma con la que hasta ahora había sido invencible; por consiguiente, situó su ejército en orden de batalla y trató de provocar a su enemigo al combate con repetidas cargas de sus númidas. El campamento romano se alteró otra vez con la soldadesca rebelde y los cónsules en desacuerdo; Paulo recordaba a Varrón la fatal temeridad de Sempronio y de Flaminio, Varrón le acusaba presentándole a Fabio como modelo ejemplar de jefes cobardes e inactivos y poniendo a dioses y hombres por testigos de que no era por su culpa que Aníbal, por así decir, se hubiese adueñado de Italia; tenía las manos atadas por su colega y sus soldados, furiosos y ansiosos por combatir, las tenían apartadas de sus espadas y armas. Paulo, por su parte, contestaba que si algo les sucediera a las legiones por ser conducidas temerariamente en un acto imprudente e irreflexivo, él no tendría responsabilidad en ello, aunque hubiera de compartir todas las consecuencias. «Mira», dijo a Varrón, «que aquellos que tienen las lenguas tan sueltas y dispuestas, también tengan así sus manos el día de la batalla».
[22,45] Mientras perdían así el tiempo con disputas, en vez de deliberar, Aníbal retiró el grueso de su ejército, que había permanecido la mayor parte del día formado para el combate, hacia el campamento. Él envió a sus númidas, sin embargo, cruzando el río, para que atacasen a los grupos de aguada del campamento más pequeño. Apenas habían ganado la orilla opuesta, cuando ya con sus gritos y tumulto pusieron en fuga a la multitud con gran desorden, llevándolos hasta los puestos de vigilancia frente a la empalizada y casi alcanzando las puertas del campamento. Se consideró un insulto que un campamento romano fuese de tal modo aterrorizado por fuerzas irregulares que una cosa, y solo una, impidió a los romanos cruzar inmediatamente el río y formar su línea de batalla: el mando aquel día correspondía a Paulo. Al día siguiente, Varrón, a quien le correspondía, sin consultar con su colega, exhibió la señal de batalla e hizo cruzar el río a sus tropas, formadas para el combate. Paulo le siguió, pues, aunque desaprobaba la medida, estaba obligado a apoyarle. Después de cruzar, reforzaron sus líneas con las tropas del campamento menor y completaron su formación. A la derecha, que estaba más próxima al río, se situó la caballería romana y luego la infantería; en el extremo izquierdo se colocó la caballería aliada, con su infantería entre ella y las legiones romanas. Los lanzadores de jabalinas, junto con el resto de los auxiliares ligeros, formaron la primera línea. Los cónsules ocuparon sus puestos en las alas, Terencio Varrón a la izquierda y Emilio Paulo a la derecha.
[22,46] Tan pronto amaneció, Aníbal envió por delante a los baleares y la demás infantería ligera. A continuación cruzó el río en persona y, conforme cruzaba cada unidad, le asignaba su puesto en la formación. Situó a la caballería gala e hispana cerca de la orilla, en el ala izquierda, frente a la caballería romana; el ala derecha se asignó a los jinetes númidas. El centro estaba compuesto por un fuerte cuerpo de infantería, con galos e hispanos en su mitad y los africanos a cada extremo de ellos. Se pudiera pensar que la mayor parte de los africanos eran romanos, dado su completo armamento que en parte habían obtenido en el Trebia, aunque la mayoría la consiguieron en el Trasimeno. Los galos y los hispanos llevaban escudos casi iguales, aunque sus espadas eran completamente diferentes; las de los galos eran muy largas y sin punta, los hispanos, acostumbrados a pinchar más que a cortar, llevaban una manejable espada corta y punzante. Estas naciones, más que ninguna otra, inspiraban terror por la inmensidad de su estatura y su aspecto terrible: los galos iban desnudos de cintura para arriba, los hispanos habían formado con sus blancas túnicas de lino bordadas de púrpura, de un brillo deslumbrante. El número total de infantería en el campo de batalla era de cuarenta mil, con diez mil de caballería. Asdrúbal estaba al mando del ala izquierda, Maharbal de la derecha; el propio Aníbal, con su hermano Magón, mandaba el centro. Fue una gran comodidad para ambos ejércitos que el sol brillara de lado sobre ellos; fuera porque se hubieran colocado así a propósito o por accidente, los romanos miraban al norte y los cartagineses al sur. El viento, llamado por los naturales Volturno, iba contra los romanos y lanzaba grandes nubes de polvo a sus caras, haciéndoles imposible ver frente a ellos.
[22.47] Cuando se lanzó el grito de guerra, los auxiliares avanzaron corriendo y la infantería ligera dio comienzo a la batalla. Entonces, los galos e hispanos de la izquierda se enfrentaron con la caballería romana de la derecha; la batalla no era una típica de caballería, pues no había espacio para maniobrar, el río a un lado y la infantería por el otro les contenían, obligándoles a luchar de frente. Cada lado trataba de abrirse camino hacia adelante, hasta que al fin los caballos quedaron en una masa tan estrechamente apretada que los jinetes se abrazaban a sus oponentes y trataban de tirarles de sus caballos. Aquello se había convertido totalmente en un combate de infantería, fiero pero corto, y la caballería romana fue rechazada y huyó. Justo cuando terminaba este combate de caballería, la infantería se enfrentaba y, mientras galos e hispanos mantuvieron firmes sus filas, ambos bandos permanecieron igualados en fuerza y valor. Por fin, después de largo y repetidos esfuerzos, los romanos cerraron filas y mediante el peso de su profunda columna dividieron la cuña enemiga, demasiado delgada y débil como para resistir la presión y sobresaliendo del resto. Sin un momento de pausa, siguieron al temeroso enemigo en su rápida retirada. Abriéndose paso a través de la masa de fugitivos, que no ofreció resistencia, penetraron hasta llegar a los africanos que estaban colocados en ambos extremos reducidos, algo más retrasados que los galos e hispanos que habían formado el centro adelantado. Al retroceder la cuña frontal, todo el frente se alineó y, conforme siguieron cediendo terreno, se volvió cóncavo y en forma de creciente, con los africanos en cada extremo formando los cuernos. Al precipitarse incautamente los romanos entre ellos quedaban enfilados por ambas alas, que se extendían y cerraban en torno a ellos por la retaguardia. Ante esto, los romanos, que habían librado una batalla en vano, dejaron a galos e hispanos, cuyas espaldas habían destrozado, y comenzaron un nuevo combate contra los africanos. La lucha resultó desigual, no solo por estar completamente rodeados sino porque, cansados por el combate anterior, se debían enfrentar a enemigos frescos y vigorosos.
[22.48] En este momento, en el ala izquierda romana, la caballería aliada enfrentaba a los númidas, pero la lucha fue débil al principio y comenzó con a una estratagema cartaginesa. Cerca de quinientos númidas, llevando espadas ocultas bajo la coraza además de sus armas y dardos habituales, salieron de su propia línea con sus parmas colgadas de la espalda como si fueran desertores, y de repente saltaron de sus caballos y arrojaron escudos y jabalinas a los pies de sus enemigos. Fueron recibidos en sus filas, se les llevó a la retaguardia y se les ordenó permanecer en silencio. Mientras la batalla se extendía por las distintas zonas del campo de batalla se mantuvieron tranquilos, pero cuando los ojos y mentes de todos estaban completamente inmersos en los combates, se apoderaron de los grandes escudos romanos que yacían por todas partes entre los montones de muertos y comenzaron un furioso ataque sobre la retaguardia de la línea romana. Acuchillando espaldas y caderas, hicieron una inmensa carnicería y aumentaron todavía más el pánico y la confusión. Entre el terror y la huida en una parte del campo de batalla y la obstinada pero desesperada lucha de la otra, Asdrúbal, que estaba al mando de aquella parte, sacó algunos númidas del centro, donde el combate se mantenía débilmente, y los envió en persecución de los fugitivos, enviando al mismo tiempo a la caballería hispana y gala en ayuda de los africanos, que para entonces estaban ya cansados, más de masacrar que de luchar.
[22,49] Paulo combatía al otro extremo del campo de batalla. A pesar de haber sido herido de gravedad al comienzo de la acción por un proyectil de honda, se enfrentó frecuentemente Aníbal con un grupo compacto de tropas, reanudando en varios lugares la batalla. La caballería romana formó una guardia de protección a su alrededor, pero al final, como se sentía demasiado débil para manejar su caballo, todos ellos desmontaron. Se dice que cuando alguien informó a Aníbal de que el cónsul había ordenado a sus hombres combatir a pie, él comentó: «¡Qué más quisiera que me los entregasen atados!». Ahora que ya no había duda sobre la victoria del enemigo, este combate de la caballería desmontada fue como se podía esperar cuando los hombres preferían morir en sus puestos antes que huir, y los vencedores, furiosos con ellos por retrasar su victoria, los masacraron sin piedad, ya que no les podían desalojar. Rechazaron, sin embargo, a unos pocos supervivientes, exhaustos por el esfuerzo y sus heridas. Se dispersaron finalmente y, los que pudieron recuperar sus caballos, huyeron. Cneo Léntulo, un tribuno militar, vio mientras cabalgaba al cónsul cubierto de sangre y sentado en una roca. «Lucio Emilio,» él dijo, «el único hombre a quien los dioses debían considerar inocente del desastre de este día, toma este caballo, mientras aún te quede alguna fuerza, monta y me mantendré a tu lado para protegerte. No hagas que este día sea aún más funesto por la muerte de un cónsul, ya hay bastante luto y lágrimas incluso sin eso». El cónsul respondió: «Vive mucho para poder realizar proezas, Cornelio, pero no gastes en inútiles piedades los pocos instantes que te quedan para escapar de manos del enemigo. Ve y anuncia públicamente al Senado que deben fortificar Roma y aumentar sus defensas antes de que se aproxime el enemigo victorioso; y di en privado a Quinto Fabio que siempre recordé sus preceptos, tanto al vivir como al morir. Déjame expirar entre mis soldados muertos, que no me tenga que defender nuevamente cuando ya no sea cónsul, ni que haya de aparecer como el acusador de mi colega y proteger mi inocencia echándole a otro la culpa». Mientras se producía esta conversación, llegó de repente una multitud de ciudadanos fugitivos junto a ellos, perseguidos por el enemigo que, no reconociendo quién era el cónsul, lo abrumaron con una lluvia de proyectiles. Léntulo escapó a caballo en la confusión. Luego siguió la huida en todas direcciones; siete mil hombres escaparon hacia el campamento más pequeño, diez mil al más grande y alrededor de dos mil a la aldea de Cannas. Estos últimos fueron inmediatamente rodeados por Cartalón y su caballería, ya que el pueblo no estaba fortificado. El otro cónsul, fuera accidental o intencionadamente, no se había unido a ninguno de aquellos grupos de fugitivos y escapó junto a unos cincuenta jinetes a Venosa [antigua Venusia.-N. del T.]; se dice que murieron cuarenta y cinco mil quinientos de infantería y dos mil setecientos de caballería, casi en la misma proporción romanos que aliados. Entre aquel número se encontraban los cuestores de ambos cónsules, Lucio Atilio y Lucio Furio Bibulco, veintinueve tribunos militares, varios antiguos cónsules, pretores y ediles, entre los que se hallaban Cneo Servilio Gémino y Marco Minucio, quien fuera jefe de la caballería el año anterior y, algunos años antes, cónsul; y además de estos, ochenta hombres que habían sido senadores o habían desempañado magistraturas que les calificaban para la elección al Senado y que se habían presentado voluntarios para servir como soldados. Los prisioneros tomados en la batalla se dice que ascendieron a tres mil infantes y mil quinientos jinetes.
[22.50] Tal fue la batalla de Cannas, una batalla tan famosa como el desastre en el Alia [Libro 5,37.-N. del T.]; no fue tan grave en su resultado, por la inacción del enemigo, pero sí lo fue en mayor grado y más terrible a la vista de la masacre del ejército. Pues la huida en el Alia salvó al ejército, pese a que se perdió la Ciudad, mientras que en Cannas apenas cincuenta hombres huyeron con el cónsul y casi todo el ejército encontró la muerte en compañía del otro cónsul. Como los que se habían refugiado en ambos campamentos eran sólo una multitud indefensa y sin líderes, los hombres del campo más grande enviaron un mensaje a los otros para pedirles que cruzasen con ellos durante la noche, cuando el enemigo, cansado después de la batalla y las fiestas en honor de su victoria, estaría sumido en el sueño. Luego marcharían en un solo grupo hasta Canosa di Puglia [antigua Canusio.-N. del T.]. Algunos rechazaron la propuesta con desprecio. «¿Por qué», se preguntaban, «no pueden los que enviaron el mensaje venir ellos mismos, ya que son tan capaces de unirse a nosotros como nosotros de ellos? Porque, desde luego, todo el territorio entre nosotros está patrullado por el enemigo y prefieren exponer a otros a ese peligro mortal que exponerse ellos mismos». Otros no desaprobaban la propuesta, pero carecían de valor para llevarla a efecto. Más Publio Sempronio Tuditano, tribuno militar, les inquirió: «¿Preferís,» les dijo, «ser hechos prisioneros por el enemigo más cruel y avaricioso, y que se ponga precio a vuestras cabezas y se os estime un valor tras haberos preguntado si sois ciudadanos romanos o aliados latinos, para que otros ganen honor con vuestra miseria y desgracia? Desde luego que no, si es realmente sois compatriotas de Lucio Emilio, que eligió una muerte noble y no una vida de deshonra, y de todos los hombres valientes que están yacen en montones a su alrededor. Pero, antes de que el amanecer nos alcance y que el enemigo se reúna en mayor cantidad para bloquear nuestro camino, abrámonos paso entre los hombres que gritan en desorden y confusión a nuestras puertas. Buenas espadas y corazones valientes crearán una vía a través de los enemigos, por más apretadas que estén sus filas. Si marcháis hombro con hombro, dispersaréis esa fuerza desordenada y desligada tan fácilmente como si nada se os opusiera. Venid, pues, conmigo, cuantos se quieran preservar a sí mismos y a la república». Con estas palabras, sacó su espada, y con sus hombres en formación cerrada marcharon por el centro mismo del enemigo. Cuando los númidas lanzaron sus jabalinas sobre su derecha, el lado no protegido, pasaron los escudos al lado derecho y así consiguieron abrirse paso hasta el campamento mayor unos seiscientos que lograron escapar en tal ocasión; después, sin parar, se les unió otro grupo mayor y lograron llegar indemnes hasta Canosa di Puglia. Esta acción, por parte de los derrotados, se debió más al impulso de su valor natural o a la casualidad, que a un plan concertado o a las órdenes de alguien.
[22.51] Todos los oficiales de Aníbal le rodearon y le felicitaron por su victoria, instándole a que después de un éxito tan magnífico permitiera descansar, a él y a sus exhaustos hombres, durante el resto del día y la noche siguiente. Maharbal, sin embargo, prefecto de la caballería, pensaba que no debían perder un instante. «Por el contrario,», le dijo a Aníbal «para que sepas lo se ha ganado con esta batalla, yo te digo que en cinco días estarás celebrándola como vencedor en el Capitolio. Sígueme, yo iré por delante con la caballería, y sabrán que has llegado antes de saber que estás viniendo». Para Aníbal la propuesta era demasiado optimista e importante como para aceptarla enseguida. Le dijo a Maharbal que elogiaba su celo, pero que necesitaba tiempo para pensar en sus planes. Maharbal le respondió: «Los dioses no han dado todos sus dones a un solo hombre. Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes qué hacer con la victoria». Es creencia general que la demora de aquel día salvó la Ciudad y el imperio. Al día siguiente, tan pronto como amaneció, se dedicaron a reunir el botín sobre el campo de batalla y contemplar la carnicería, que era un espectáculo horrible incluso para un enemigo. Todos aquellos miles de romanos yaciendo allí, revueltos infantes y jinetes según la suerte les había unido en el combate o en la huida. Algunos, cubiertos de sangre, se levantaron de entre los muertos a su alrededor al molestarles sus heridas por el frío de la mañana, y a los que el enemigo dio rápidamente fin. Hallaron a algunos tumbados, con los muslos y corvas acuchillados, pero todavía vivos; ofrecían estos sus gargantas y cuellos y les pedían que les drenasen la sangre que aún quedaba en sus cuerpos. Encontraron algunos con las cabezas enterradas en la tierra, habiéndose ahogado evidentemente ellos mismos haciendo hoyos en la tierra y amontonando la tierra sobre sus rostros. Lo que atrajo más la atención de todos fue un númida que fue arrastrado con vida de debajo de un romano muerto, cruzado sobre él; sus oídos y nariz estaban arrancados, pues el romano, con las manos demasiado débiles para empuñar la jabalina y en medio de su loca rabia, se las arrancó con sus dientes expirando al hacerlo.
[22,52] Después de gastar casi todo el día recogiendo los despojos, Aníbal condujo a sus hombres al ataque contra el campamento más pequeño y dio comienzo a las operaciones elevando un dique para cortarles el suministro de agua del río. Sin embargo, como todos los defensores estaban agotados por el esfuerzo y la falta de sueño, así como por las heridas, la rendición se produjo antes de lo que había previsto. Acordaron entregar sus armas y caballos, y pagar por cada romano trescientos denarios [nummis cuadrigatis en el original latino; se refiere al denario que en el reverso llevaba una cuadriga con la Victoria sobre ella y equivalía a 12 ases, con un peso de 3,9 gramos de plata, es decir 1170 gramos de plata.-N. del T.], doscientos por cada aliado y cien por cada esclavo de oficial, y a condición de que una vez pagado el dinero se les permitiese salir con una prenda de vestir a cada uno. Permitieron después que el enemigo entrase al campamento y fueron puestos bajo custodia, separados romanos de aliados. Mientras pasaba allí el tiempo, todos los del campamento mayor que tenían suficiente valor y fuerzas, en número de cuatro mil de infantería y doscientos de caballería, escaparon a Canosa di Puglia, algunos en grupo y otros dispersos por los campos, lo que era menos seguro. Los heridos y los que habían temido aventurarse rindieron el campamento en los mismos términos que se habían acordado para el otro. Se consiguió una cantidad inmensa de botín, y toda ella se entregó a las tropas, con excepción de los caballos, los prisioneros y cualquier plata que pudiera haber. La mayoría de esta consistía en los adornos de los caballos, ya que usaban muy poca plata en la mesa y aún menos cuando estaban en campaña. Aníbal ordenó que se reunieran los cuerpos de sus soldados para enterrarlos; se dice fueron hasta ocho mil de sus mejores tropas. Algunos autores afirman que también buscó el cuerpo del cónsul romano para darle sepultura. A los que habían escapado a Canosa di Puglia se les permitió simplemente refugiarse dentro de sus muros y casas, pero una noble y rica dama de Apulia, llamada Busa, les ayudó con grano y vestidos y hasta provisiones para su viaje. Por tal munificencia, el Senado, al término de la guerra, le votó honores públicos.
[22,53] A pesar de que había cuatro tribunos militares sobre el terreno -Fabio Máximo, de la primera legión, cuyo padre había sido dictador el año anterior, Lucio Publicio Bíbulo, de la segunda, Publio Cornelio Escipión, de la tercera legión, y Apio Claudio Pulcro, que acababa de ser edil-, el mando supremo fue otorgado por unanimidad a Publio Escipión, que era bastante joven, y a Apio Claudio. Estaban reunidos unos pocos, para discutir el estado de las cosas, cuando Publio Furio Filón, el hijo de un ex-cónsul, les informó de que era inútil mantener vanas esperanzas; la república estaba desesperada y se le daba por perdida; algunos jóvenes nobles, con Lucio Cecilio Metelo a la cabeza, volvieron sus ojos al mar con la intención de abandonar Italia a su destino y refugiarse con algún rey. Esta mala noticia, además de terrible y desconocida, cayó encima del resto de desastres y paralizó a los presentes de asombro y espanto. Pesaban que se debía convocar un consejo para tratar sobre esto, pero el joven Escipión, el general destinado a dar fin a esta guerra, proclamó que aquello no era asunto para un consejo. En una emergencia como aquella había que ser osados y actuar, no deliberar. «Que aquellos», exclamó, «que quieran salvar la república tomen las armas y me sigan enseguida. Ningún campamento resulta verdaderamente más hostil que aquel en el que se piensa en tal traición». Salió con unos pocos seguidores hacia el alojamiento donde estaba Metelo y encontrando allí a los jóvenes a quienes el informe había hecho reunirse en consejo, alzó su espada desnuda sobre las cabezas de los conspiradores y pronunció estas palabras: «Juro solemnemente que no abandonará a la república de Roma, ni consentiré que otro ciudadano romano lo haga; si rompo a sabiendas mi juramento, que tú, Júpiter Óptimo Máximo, me destruyas completamente a mí, a mi hogar, a mi familia y a mis propiedades. Os exijo, Lucio Cecilio y a cuantos están presentes, que prestéis este juramente. Que quien no jure sepa que esta espada se blandirá contra él». Ellos estaban en tan gran estado de miedo como si vieron al victorioso Aníbal ante ellos, y todos prestaron el juramento y se entregaron a la custodia de Escipión.
[22.54] Mientras estas cosas sucedían en Canosa di Puglia, unos cuatro mil quinientos de infantería y caballería, que se habían dispersado huyendo por el país, lograron reunirse con el cónsul en Venosa. Los habitantes los recibieron con grandes muestras de bondad y los repartieron entre sus hogares para atenderles. Dieron a cada jinete una toga, una túnica y veinticinco denarios, y a cada legionario diez, así como todas las armas que precisaban [97,5 y 39 gramos, respectivamente, de plata a cada uno.-N. del T.]. Tanto el gobierno como los particulares mostraron igual hospitalidad, pues el pueblo de Venosa estaba determinado a no quedarse atrás en generosidad respecto a una dama de Canosa di Puglia. Pero el gran número de hombres, que ahora ascendían a unos diez mil, hizo mucho más pesada la carga que pesaba sobre Busa. Apio y Escipión, al enterarse de que el cónsul estaba a salvo, de inmediato mandaron un mensajero a preguntarle cuántos de a pie y de a caballo tenía con él, y si quería que llevasen el ejército a Venosa o a Canosa di Puglia. El propio Varrón llevó sus fuerzas a Canosa di Puglia, y ahora había algo parecido a un ejército consular; parecía como si estuvieran dispuestos a defenderse tras unas murallas, ya que no en campo abierto. Los informes que llegaban a Roma no dejaban lugar a la esperanza de que siquiera aquellos restos de ciudadanos y aliados estuviesen aún vivos; se afirmó que el ejército, con sus dos cónsules, había sido aniquilado y que todas las fuerzas habían sido eliminadas. Nunca antes, con la propia Ciudad todavía a salvo, se había producido tal conmoción y pánico intramuros. Así pues, sucumbiré a la dificultad y no me podré aproximar con palabras a la realidad ni aun relatando los detalles. Tras la pérdida, el año anterior, de un cónsul y un ejército en el Trasimeno, no era ahora otra herida sobre una anterior, sino un desastre muchas veces mayor lo que se anunciaba. Pues, de acuerdo con los informes, se habían perdido dos cónsules y dos ejércitos consulares; ya no existía campamento romano alguno, ningún general y ni un solo soldado; Apulia, el Samnio y casi toda Italia yacían a los pies de Aníbal. Ciertamente, no hay otra nación que no hubiera sucumbido bajo el peso de tal calamidad. Uno podría, por supuesto, comparar la derrota naval de los cartagineses en las islas Égates, que quebró su poder a tal punto que renunciaron a Sicilia y Cerdeña y se sometieron al pago de un tributo y una indemnización de guerra; o, más tarde, la batalla que perdieron en África, en la que el propio Aníbal sucumbió. Pero no hay punto de comparación entre estas y Cannas, a menos que sea porque las asumieron con menos ánimo.
[22,55] Publio Furio Filo y Marco Pomponio, los pretores, convocaron una reunión del Senado en la curia Hostilia para tomar medidas respecto a la defensa de la Ciudad, pues no había duda de que, tras barrer los ejércitos, el enemigo enfrentaría su única operación restante y avanzaría para atacar Roma. En presencia de tan gran cantidad de males, enormes y desconocidos, eran incapaces de formar plan definido alguno, ensordeciendo sus oídos los gritos de las plañideras, pues como aún no se conocían con certeza los hechos, se lloraba indiscriminadamente en todas las casas tanto a vivos como a muertos. En estas circunstancias, Quinto Fabio Máximo dio su opinión de que se debían enviar de inmediato jinetes por las vías Apia y Latina para informarse de quienes se encontraran, pues a buen seguro debían existir fugitivos dispersos por el país, y traer nuevas de lo que había sucedido con los cónsules y los ejércitos; y si los dioses, por compasión hacia el imperio, habían dejado algún resto de la nación romana, averiguar dónde estaban aquellas fuerzas. Y también debían determinar dónde había marchado Aníbal tras la batalla, qué planes tenía y qué estaba haciendo o pensaba hacer. Tenían que disponerse algunos hombres, jóvenes y activos, para averiguar estas cosas, y como casi no había magistrados en la Ciudad, los senadores debían tomar medidas por sí mismos para calmar la agitación y la inquietud imperantes. Debían mantener a las matronas fuera de la vía pública y obligarles a permanecer en sus casas; se debían suprimir los gritos de lamento por los muertos e imponer el silencio en la Ciudad; debían asegurarse de que cualquier noticia fuese llevada ante los pretores y que los ciudadanos esperasen, cada uno en su propia casa, las noticias que les afectasen personalmente. Además, debían situar guardias en las puertas para impedir que nadie abandonase la Ciudad, y deberían dejar claro a todo hombre que la única seguridad que podían esperar residía dentro de la Ciudad y sus murallas. Una vez se controlara el tumulto, entonces se debería convocar nuevamente al Senado y discutir las medidas para la defensa de la Ciudad.
[22.56] Esta propuesta fue aceptada por unanimidad sin ningún tipo de discusión. Después que los magistrados echaran del Foro a la multitud y que los senadores fueran en varias direcciones para calmar la agitación, llegó finalmente un despacho de Cayo Terencio Varrón. Escribió que Lucio Emilio había muerto y su ejército destrozado; él mismo estaba en Canosa di Puglia reuniendo los restos que quedaban de tan horrible desastre; había unos diez mil soldados, desorganizados y sin destino; el cartaginés estaba aún en Cannas, negociando el rescate de los prisioneros y el precio del botín según una costumbre impropia de un general grande y victorioso. Lo siguiente fue la publicación de los nombres de los muertos, y la Ciudad se lanzó a duelo tan universal que se suspendió la celebración anual del festival de Ceres, pues estaba prohibido que participasen los que estaban de luto y no había ni una sola matrona que no guardara duelo durante aquellos días. Con el fin de que aquel mismo motivo no impidiera se honrasen debidamente otros ritos sagrados, el periodo de luto se vio limitado, por un decreto del Senado, a treinta días. Cuando la agitación se calmó, y el Senado reanudó sus sesiones, llegó un nuevo despacho, esta vez de Sicilia. Tito Otacilio, el propretor, anunciaba que el reino de Hierón estaba siendo devastado por una flota cartaginesa, y cuando se disponía a prestarle la ayuda que le solicitaba, recibió la noticia de que otra flota, completamente equipada, estaba anclada en las islas Égates y que cuando tuviesen noticias de que él se ocupaba en la defensa de la costa siracusana, atacarían inmediatamente Lilibeo y el resto de la provincia romana. Por tanto, si el Senado deseaba mantener al rey como su aliado y mantener su dominio sobre Sicilia, debían alistar una flota.
[22.57] Cuando hubieron sido leídos los despachos del cónsul y del pretor, se decidió que Marco Claudio, que mandaba la flota estacionada en Ostia, debía ir con el ejército, en Canosa di Puglia, y se escribió al cónsul para que cediera su mando al pretor y viniese a Roma, en la primera ocasión que tuviera, para mayor provecho de la república. Porque, por encima de estos graves desastres, sucedieron tales portentos que se creó aún mayor inquietud. Dos vírgenes vestales, Opimia y Floronia, fueron encontradas culpables de estupro. Una de ellas fue enterrada viva, como es costumbre, en la puerta Colina, la otra se suicidó. Lucio Cantilio, escriba pontifical de los que ahora se llaman «pontífices menores», habiendo sido hallado culpable junto a Floronia, fue azotado por el Pontífice Máximo en los Comicios con tanta severidad que murió. Este hecho nefasto, viniendo a ocurrir entre tantas calamidades, fue, como sucede a menudo, considerado como un presagio y se ordenó a los decenviros que consultasen los Libros Sagrados. Quinto Fabio Píctor fue enviado para consultar al oráculo de Delfos sobre qué formas de oración y sacrificios debían emplear para propiciar a los dioses y cuál iba a ser el fin de todos aquellos terribles desastres. Mientras tanto, obedeciendo a los libros proféticos, se celebraron algunos sacrificios extraños e inusuales. Entre ellos resalta el que se enterraran vivos en el Foro Boario a un hombre y a una mujer galos, y a un griego y una griega. Se les introdujo en lugar rodeado de rocas, ya usada con víctimas humanas, aunque no sacrificadas por romanos.
Cuando se creyó haber propiciado debidamente a los dioses, Marco Claudio Marcelo envió desde Ostia a mil quinientos hombres, que se habían alistado con la flota, para guarnecer Roma; envió por adelantado a la legión asignada a la flota, la tercera, al mando de tribunos militares a Teano [Teanum Sidicinum en el original latino.-N. del T.]; después, entregando la flota a su colega, Publio Furio Filo, se apresuró a ir a marchas forzadas hasta Canosa di Puglia. Por la autoridad de los Padres, se nombró dictador a Marco Junio y jefe de la caballería a Tiberio Sempronio. Estos ordenaron un alistamiento y se inscribió a todos los que tenían más de diecisiete años, e incluso a algunos que aún vestían la pretexta [o sea, jóvenes que a los que aún se consideraba niños.-N. del T.]; con tales reclutas se formaron cuatro legiones y mil de caballería. También mandaron decir a la confederación latina y a otros estados aliados que alistaran soldados de acuerdo con los términos de los tratados. Se ordenó tener dispuestas corazas, proyectiles y otros materiales y se retiraron de los templos y los pórticos los antiguos despojos de los enemigos. La escasez de hombres libres hizo necesario un nuevo tipo de reclutamiento; se armó con cargo al erario público a ocho mil jóvenes robustos, de entre los esclavos, tras preguntarles si estaban o no dispuestos a servir. Prefirieron hacer soldados a estos, aunque podían haber rescatado a los suyos a menor precio.
[22,58] Después de su gran victoria en Cannas, Aníbal dio sus órdenes más como si la suya hubiera sido una victoria decisiva que no como si la guerra siguiera su curso. Se llevó ante él a los prisioneros y se separaron en dos grupos: los aliados fueron tratados como lo habían sido en el Trebia y en Trasimeno, despidiéndoles sin rescate tras algunas palabras amables; a los romanos, también, se les trató como nunca antes lo habían sido, pues cuando apareció ante ellos se les dirigió con maneras muy amistosas. Él no tenía una enemistad mortal, les dijo, con Roma, luchaba solo por el honor y el poder. Sus padres habían cedido ante el valor romano y su único objetivo ahora era que los romanos cedieran igualmente ante su éxito y valor. Dio entonces permiso a los prisioneros para rescatarse a sí mismos; cada jinete por quinientos denarios, cada infante por trescientos y cada esclavo por cien [1950, 1170 y 390 gramos de plata, respectivamente.-N. del T.]. Esto era algo más de lo que la caballería había acordado cuando se rindió, pero estuvieron más que contentos aceptando estos términos. Se estableció que debían elegir a diez de ellos para ir al Senado, en Roma, con la única garantía de que jurasen regresar. Fueron acompañados por Cartalón, un noble cartaginés, que iría para sondear el sentir de los senadores y, si se inclinaban por la paz, proponer los términos. Cuando los delegados hubieron dejado el campamento, uno de ellos, hombre totalmente carente del temperamento romano, regresó al campamento, como si hubiera olvidado algo, con la esperanza de librarse así de su juramento. Se reincorporó con sus compañeros antes del anochecer. Cuando se anunció que el grupo estaba en camino, se envió un lictor para encontrarse con Cartalón y ordenarle, en nombre del dictador, que saliera de territorio romano antes de la noche.
[22.59] El dictador admitió a los delegados de los prisioneros a una audiencia del Senado. Su cabecilla, Marco Junio, habló así: «Senadores, somos conscientes de que a ningún estado han preocupado menos sus prisioneros de guerra que al nuestro; pero, por poco que nos guste nuestro caso, nunca ha caído en manos enemigas nadie que fuera más digno de consideración que nosotros. Porque no entregamos las armas durante la batalla por cobardía; nos mantuvimos de pie sobre los montones de muertos casi hasta que cerró la noche, y solo entonces nos retiramos al campamento; durante el resto del día y toda noche defendimos nuestras empalizadas; al día siguiente estábamos rodeados por el ejército victorioso, sin suministro de agua y sin esperanza ya de forzarnos camino entre la densa masa del enemigo. No creímos que fuese un delito que algunos de los soldados de Roma sobrevivieran a la batalla de Cannas, viendo que habían muerto allí cincuenta mil hombres, y por tanto, como último recurso, consentimos que se fijase un precio para nuestro rescate y entregamos al enemigo aquellas armas que ya no nos eran de la menor utilidad. Hemos oído, además, que nuestros antepasados se habían rescatado a sí mismos de los galos con oro, y que vuestros padres, aunque se opusieron severamente a cualquier condición para la paz, enviaron no obstante delegados a Tarento para organizar el rescate de prisioneros. Sin embargo, la batalla en el Alia contra los galos o la de Heraclea contra Pirro resultaron más nefastas y notables por el pánico y la huida que por las pérdidas sufridas. Las llanuras de Cannas están cubiertas por pilas de romanos muertos, y no estaríamos ahora aquí si el enemigo no hubiese carecido de armas y fuerza para matarnos. Hay algunos entre nosotros que nunca estuvieron en la batalla, sino que se quedaron a proteger el campamento y cayeron en manos del enemigo cuando aquel se entregó. No envidio la suerte ni las circunstancias de hombre alguno, sea conciudadano o camarada, ni me gustaría que se dijera que me he alabado a mi mismo despreciando a otros; pero sí quiero decir esto: ni quienes huyeron de la batalla, la mayor parte sin armas, y no digamos ya los que huyeron hasta alcanzar Venosa o Canosa di Puglia, pueden reclamar precedencia sobre nosotros o jactarse de resultar de más defensa para la república que nosotros. Sin embargo, encontrad en ellos tanto como en nosotros buenos y valerosos soldados, aunque nosotros estaremos aún más ansiosos por servir a nuestro país al haber sido vuestra bondad la que nos habrá rescatado y devuelto a nuestra patria. Habéis alistado soldados de toda edad y condición; he oído que se ha armado a ocho mil esclavos. Nuestro número no es menor y no costará más rescatarnos de lo que costó comprarles; pero si fuera a compararnos, como soldados, con ellos, estaría insultando el nombre romano. Yo diría, senadores, que, al decidir sobre un asunto como éste, también debierais tomar en consideración, si estáis dispuestos a ser demasiado severos, aun cuando no lo merezcamos, a qué clase de enemigo nos van a abandonar. ¿Se trata de un Pirro, que trataba a sus prisioneros como si fueran sus invitados? ¿Es que no es más que un bárbaro, y lo que es peor, un cartaginés, de los que resulta difícil juzgar si es más avaro o más cruel? La contemplación de las cadenas, de la miseria, la desagradable apariencia de vuestros conciudadanos, estoy seguro, no os moverá menos, por otra parte, que si vieseis vuestras legiones esparcidas por las llanuras de Cannas. Podéis ver la angustia y las lágrimas de nuestros hermanos, de pie en el vestíbulo de vuestra Curia y esperando vuestra respuesta. Si ellos están angustiados e inquietos por nosotros y por los que no están aquí, ¿qué creéis que deben sentir los hombres cuya propia vida y libertad están en juego? Incluso si, Júpiter nos asista, Aníbal, en contra de su naturaleza, optara por ser amable con nosotros, aun así pensaríamos que la vida no es digna de ser vivida si decidís que no merecemos ser rescatados. Hace años, los prisioneros que fueron liberados por Pirro sin rescate regresaron a Roma, pero volvieron acompañados por los hombres más importantes de la república, que habían sido enviados para proceder a su rescate. ¿Volveré a mi patria sin merecer que se paguen trescientas monedas por mí? Cada uno de nosotros tiene sus propios sentimientos, senadores. Sé que mi vida y persona están en juego, pero me aterra más que peligre mi buen nombre si partimos condenados y rechazados por vosotros; pues los hombres jamás creerán que os quisisteis ahorrar el precio.
[22,60] No bien hubo terminado, se levantó un sonoro lamento de la multitud en los Comicios; alargaban sus manos hacia la Curia e imploraban a los senadores que les devolvieran a sus hijos, sus hermanos y sus familiares. El temor y la necesidad llevaron incluso a que las mujeres se mezclaran entre la multitud de hombres que llenaban el Foro. Tras retirarse los testigos, el Senado empezó a deliberar. Había grandes diferencias de opinión; algunos decían que debían ser rescatados a expensas de la república, otros eran de la opinión de que no debía gastarse del erario público, pero que no debía impedirse que se obtuviera el costo de fondos particulares y que, en caso de que no hubiera dinero líquido disponible, se podría adelantar del tesoro sobre garantías personales e hipotecas. Cuando llegó el turno de que Tito Manlio Torcuato, hombre a la antigua usanza y, según pensaban algunos, de excesivo rigor, diera su parecer, se dice que habló en los siguientes términos: de la antigua y, algunos pensaban, un rigor excesivo, para dar su opinión, se dice que ha hablado en estos términos: «Si los delegados se hubieran limitado a pedir que los que están en manos del enemigo fuesen rescatados, podría haber expuesto mi opinión en pocas palabras sin entrar en reflexiones sobre ninguno de ellos, pues todo lo que habría sido necesario es que se les recordase que debían seguir las costumbres y usos de nuestros mayores y dar un ejemplar escarmiento según la disciplina militar. Sin embargo, habiéndose casi enorgullecido por su rendición al enemigo y considerando justo que deban recibir más consideración que los prisioneros tomados en el campo de batalla o que los que llevaron a Venosa y Canosa di Puglia, o que el propio cónsul, no os permitiré seguir en la ignorancia de lo que realmente sucedió. Ojalá que los hechos que voy a relatar se pudieran presentar ante el ejército en Canosa di Puglia, el mejor testigo del valor o la cobardía de cada uno; o que tuviésemos entre nosotros a Publio Sempronio, pues si tales hombres le hubieran seguido estarían ahora en el campamento romano y no prisioneros en manos del enemigo.
«Casi todos los enemigos regresaron a su campamento, cansados por el combate, para disfrutar de su victoria, así que estos hombres tuvieron toda la noche en limpio para hacer una salida. Siete mil hombres podían fácilmente haber hecho una salida, incluso a través de densas masas de enemigos; pero no hicieron intento alguno, ni por propia iniciativa ni a las órdenes de alguien. Casi durante toda la noche estuvo Publio Sempronio Tuditano advirtiéndoles y exhortándoles para que le siguieran mientras solo unos pocos enemigos vigilaban su campamento, mientras todo estaba calmo y en silencio, mientras la noche ocultaba sus movimientos; antes que se hiciera la luz podrían estar a salvo y protegidos en las ciudades de nuestros aliados. Si hubiera hablado como habló el tribuno militar Publio Decio en los días de nuestros padres, o como Calpurnio Flama durante la Primera Guerra Púnica, cuando nosotros éramos jóvenes, habló a sus trescientos voluntarios a los que condujo a capturar una altura en el mismo centro de la posición enemiga: «¡Muramos, soldados,» -exclamó- «y rescatemos con nuestra muerte a nuestras bloqueadas legiones del peligro!» Yo os digo que si Publio Sempronio hubiera hablado así, no os consideraría hombres, y mucho menos romanos, si ninguno hubiera dado un paso al frente como camarada de tan valiente hombre. Pero él os apuntó tanto hacia la seguridad como hacia la gloria, él os habría llevado de vuelta a vuestra patria, vuestros padres, vuestras esposas y vuestros hijos. No tenéis valor bastante para salvaros a vosotros mismos; ¿qué haríais si tuvieseis que morir por vuestro país? Aquel día, todo cuanto os rodeaba eran cincuenta mil romanos muertos y sus aliados. Si tantos ejemplos de valor no os inspiraron, nada lo hará. Si un desastre tan horrible no os hace parecer viles vuestras vidas, nada lo hará nunca. Es mientras sois ciudadanos libres, con todos vuestros derechos como tales, cuando debéis mostrar vuestro amor por vuestra patria, o mejor, mientras es vuestra patria y vosotros sus ciudadanos. Ahora mostráis demasiado tarde ese amor, habiendo renunciado a vuestros derechos y a vuestra ciudadanía os habéis convertido en esclavos de los cartagineses. ¿El dinero os va a devolver la posición que habéis perdido mediante la cobardía y el crimen? No quisisteis escuchar a vuestro propio conciudadano, Sempronio, cuando os ordenó tomar vuestras armas y seguirlo; escuchasteis poco después a Aníbal cuando os ordenó entregar vuestras armas y vuestro campamento. Pero, ¿por qué acuso únicamente de cobardía a estos hombres, cuando pudo demostrar que son culpables de un crimen real? Pues no sólo se negaron a seguirlo cuando les dio un buen consejo, sino que trataron de detenerlo, e impedir que regresara, hasta que un grupo de auténticos valientes desenvainó sus espadas y rechazó a los cobardes. ¡Publio Sempronio tuvo, en verdad, que abrirse paso entre sus propios compatriotas antes de hacerlo a través del enemigo! ¿Por esta clase de ciudadanos se ha de preocupar la patria?. ¡Si todos los que lucharon en Cannas hubieran sido como ellos, ya no tendría ciudadanos dignos de ese nombre! De los siete mil hombres de armas hubo seiscientos que tuvieron el valor de abrirse paso y volver libres a su país con sus armas. El enemigo no detuvo a estos seiscientos, ¿No os parece que el camino resultaba seguro para una fuerza de casi dos legiones? Tendríais a fecha de hoy, senadores, veinte mil valientes y leales soldados en Canosa di Plugia; pero, en cuanto a estos hombres, ¿cuántos podrán ser considerados buenos y leales ciudadanos? Porque respecto a que sean «valientes», ni ellos mismos lo podrán afirmar; a menos, claro, que alguien quiera imaginar que mientras trataban de impedir a los otros que hicieran su salida, en realidad les estaban animando o que, plenamente conscientes de que era su cobardía y apocamiento la causa de su conversión en esclavos, sintieran envidia hacia ellos por haberse ganado la seguridad y la gloria con su valor. A pesar de que podrían haber escapado en la oscuridad de la noche, prefirieron esconderse en sus tiendas de campaña y esperar la luz del día y con ella al enemigo. Pero diréis que si no tuvieron valor para salir del campamento quizá lo tendrían bastante para defenderlo; bloqueados durante varios días y noches, protegiendo la empalizada con sus armas y a ellos mismos con la empalizada; llegando por fin a estar tan débiles por el hambre y no ser capaces de sostener las armas, tras llegar a los últimos extremos de resistencia y dar fin a sus últimos medios de subsistencia, que fueron finalmente conquistados por las necesidades de la naturaleza más que por la fuerza de las armas. ¿Y qué sucedió? Pues que al amanecer el enemigo se acercó a la empalizada; antes de dos horas, sin probar su suerte con algún combate, se entregaban ellos y sus armas. Esta, ya veis, fue la campaña militar de estos durante dos días. Cuando el deber les llamaba a mantener su línea y combatir, huyeron a su campamento; cuando debían haber combatido en la empalizada, rindieron su campamento; son tan inútiles en el campo de batalla como en el campamento. ¿A vosotros os he de rescatar? Cuando debierais haber salido del campamento, vacilasteis y os quedasteis allí, cuando os era forzoso quedaros y defender el campamento con vuestras armas, entregasteis al enemigo el campamento, las armas y a vosotros mismos. No, senadores, no creo que tales hombres deban ser rescatados más de lo que creo que se haya de entregar a Aníbal a aquellos que forzaron el paso fuera del campamento, por en medio del enemigo, y con un supremo acto de valor se devolvieron a su patria».
[22,61] Aunque la mayoría de los senadores tenían familiares entre los prisioneros, hubo dos consideraciones que pesaron para acercarles al discurso de Manlio. Una de ellas era la práctica de la república, que desde los primeros tiempos había mostrado muy poca indulgencia hacia los prisioneros de guerra. La otra era la cantidad de dinero que sería necesaria, pues estaban inquietos por no agotar el tesoro; ya se había pagado una gran suma para comprar y armar a los esclavos, y no deseaban enriquecer a Aníbal que, según los rumores, estaban particularmente necesitado de dinero. Cuando se dio la lacónica respuesta de que los prisioneros no serían rescatados, el luto anterior se acrecentó por la pérdida de tantos ciudadanos y los delegados fueron acompañados hasta las puertas por una multitud llorosa y lamentos. Uno de ellos se fue a su casa, pues se consideraba liberado de su voto por su fingido regreso al campamento. Cuando esto se supo, se informó al Senado y se decidió por unanimidad que debía ser arrestado y entregado a Aníbal con una guardia pública. Existe otro relato referido al destino de los prisioneros. De acuerdo con esta tradición, al principio llegaron diez y se produjo un debate en el Senado sobre si se les debía permitir entrar en la Ciudad o no; se les dejó entrar en el entendimiento de que el Senado no les concedería audiencia. Como se quedasen más tiempo del que se esperaba, llegaron otros tres delegados, Lucio Escribonio, Cayo Calpurnio y Lucio Manlio, y un familiar de Escribonio, que era tribuno de la plebe, presentó una moción en el Senado para rescatar a los prisioneros. El Senado decidió que no debían ser rescatados y los tres últimos llegados volvieron con Aníbal, aunque los diez primeros permanecieron en Roma. Alegaron que ellos mismos se habían absuelto de su juramento, porque después de comenzar su viaje habían vuelto donde Aníbal con el pretexto de revisar la lista de los nombres de los prisioneros. La cuestión de su entrega fue objeto de acalorados debates en el Senado, y quienes estaban a favor de esta medida fueron derrotados por solo unos pocos votos. Bajo los siguientes censores, sin embargo, quedaron aplastados bajo tantas marcas de vergüenza e infamia que algunos de ellos se suicidaron inmediatamente; los demás no solo evitaron el Foro durante el resto de sus vidas, sino que casi ignoraron la luz del día y las caras de los hombres. Es más fácil asombrarse ante estas discrepancias entre nuestros autores que determinar cuál es la verdad.
En cuánto superó aquel desastre a todos los anteriores se ve en un simple hecho. Hasta ese día, la lealtad de nuestros aliados se había mantenido firme, y comenzó a flaquear, con seguridad, por no otra razón más que porque desesperaron de que nuestro gobierno se mantuviese. Los pueblos que se pasaron a los cartagineses fueron: los atelanos, los calatinos, los hirpinos, parte de los apulios, todos los pueblos samnitas con excepción de los pentros y todos los brucios y lucanos. Además de estos, los uzentinos y casi toda la costa de la Magna Grecia, los pueblos de Tarento, Metaponto, Crotona y Locri así como toda la Galia Cisalpina. Sin embargo, a pesar de todos sus desastres y la revuelta de sus aliados, nadie, en ninguna parte de Roma, mencionó la palabra «paz», fuese antes del regreso del cónsul o tras su llegada, cuando se renovó el recuerdo de sus pérdidas. Tan noble espíritu exhibieron aquellos días los ciudadanos que, aunque el cónsul venía de una terrible derrota de la que sabían que él era el principal responsable, fue recibido por una enorme multitud procedente de todas las clases sociales, y se le votó formalmente una acción de gracias por «no haber perdido la esperanza en la República». Si él hubiera sido el comandante en jefe de los cartagineses, no habría tortura a la que no hubiera sido sometido.