La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
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Libro cuadragesimoquinto
La hegemonía de Roma en el Oriente.
[45,1] -168 a.C.- Los heraldos de la victoria, Quinto Fabio, Lucio Léntulo y Quinto Metelo, viajaron a Roma a la mayor velocidad posible, pero a su llegada se encontraron con que la alegría por la victoria se les había adelantado. Cuatro días después de la batalla, mientras se celebraban unos juegos en el Campo de Marte, empezó de pronto a susurrarse un rumor entre todos los espectadores, en el sentido de que había tenido lugar una batalla en Macedonia con el resultado de la completa derrota del rey. Poco a poco se fue haciendo más intenso el rumor hasta que, por último, todos estallaron en vítores y aplausos como si les hubieran llegado noticias seguras de la victoria. Los magistrados quedaron sorprendidos y preguntaban quién había comenzado aquel arrebato de alegría. Como no se pudo señalar a nadie, lo que habían tomado como algo seguro no se confirmó, pero aun así todos estaban convencidos de que aquello era un buen presagio, que se verificó después tras la llegada de Fabio, Léntulo y Metelo, los auténticos mensajeros. Todos quedaron muy contentos, tanto por la propia victoria como por su certera corazonada. Según la tradición, aunque no menos verosímil, se produjo también una segunda explosión de alegría de la multitud en el circo. El día quince antes de las calendas de octubre [el 17 de septiembre.-N. del T.], durante el segundo día de los Juegos Romanos, mientras el cónsul Cayo Licinio subía para dar la salida de las cuadrigas, un mensajero que decía venir de Macedonia le entregó una carta envuelta en laurel. Una vez las cuadrigas hubieron iniciado la carrera, el cónsul montó en su propio carro y, mientras cruzaba el circo hacia el palco oficial, iba mostrando al pueblo las tablillas laureadas. Al verlos, el pueblo se olvidó de las carreras y se precipitó hacia el cónsul en medido del circo. El cónsul convocó al Senado allí mismo y, tras obtener su sanción, leyó la carta a los espectadores que estaban en sus asientos. Anunció que su colega Lucio Emilio había librado una batalla decisiva contra Perseo, que el ejército de Macedonia había sido derrotado y puesto en fuga, que el rey con algunos de sus seguidores había huido y que todas las ciudades de Macedonia habían pasado a estar bajo el poder de Roma. Al oír esto, estallaron en vítores y aplausos frenéticos, la mayoría de los hombres abandonaron los Juegos y marcharon a sus casas para llevar la feliz noticia a sus esposas e hijos. Esto sucedió trece días después de haberse librado la batalla en Macedonia.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[45,2] Al día siguiente hubo una reunión del Senado en la Curia y se decretó una acción de gracias pública. Los senadores también aprobaron un senadoconsulto por el que, con excepción de los soldados regulares y los marineros de la flota, el cónsul debía licenciar a los que habían prestado el juramento militar ante él [el juramento militar podía ser prestado «in consulis uerba», o sea, personalmente a convocatoria normal del cónsul; mediante un juramento colectivo por motivos de urgencia, o incluso como «euocati», tras haber cumplido con el periodo de servicio prescrito.-N. del T.]. La cuestión del licenciamiento de los soldados y marineros se aplazó hasta la llegada de los enviados de Lucio Emilio, que habían mandado por delante al mensajero. El sexto día antes de las calendas de octubre, alrededor de la hora segunda [el 25 de septiembre, sobre las 8 de la mañana.-N. del T.], entraron en la ciudad los enviados. Una gran multitud había salido a reunirse con ellos en varios puntos y acompañarlos en su regreso a la Ciudad. Llevando a la multitud junto a ellos, marcharon directamente al Foro y desde ahí al Senado. Resultó que se celebraba una sesión en la Curia, y el cónsul hizo pasar a los enviados. Solamente se les retuvo el tiempo necesario para que informasen de cuántas eran las fuerzas del rey, tanto de caballería como de infantería, el número de muertos y prisioneros, las pocas bajas que costó aquella masacre entre el enemigo y el pánico con el que había huido el rey. Pensaban que, probablemente, se dirigiría a Samotracia, y que la flota estaba preparada para perseguirle; no le sería posible escapar ni por tierra ni por mar. Poco después se les llevó ante la asamblea del pueblo, donde hicieron la misma declaración; al anunciar el cónsul que se abrirían todos los edificios sagrados, estalló de nuevo la alegría y, desde la asamblea, marchó cada uno a dar gracias personalmente a los dioses. Todos los templos de los dioses inmortales, en toda la Ciudad, se llenaron de una multitud tanto de hombres como de mujeres. Los senadores fueron nuevamente convocados al Senado y se emitió un decreto para ofrecer una acción de gracias en todos los santuarios durante cinco días, en agradecimiento por la importante victoria del cónsul Lucio Emilio, y debiéndose sacrificar víctimas adultas. Se dieron órdenes para que se vararan y guardaran en los astilleros los buques que estaban en el Tíber, ya completamente equipados para el servicio y dispuestos a ser enviados a Macedonia si era preciso; las tripulaciones recibirían la paga de un año y serían licenciadas, así como todos los que hubieran prestado el juramento militar al cónsul. Por lo que respecta a las tropas estacionadas en Corfú, Brindisi y la costa del Adriático, y las del territorio de Larino -se había distribuido un ejército por todos aquellos lugares como reserva que Cayo Licinio podría llevar en apoyo de su colega, de ser preciso- se ordenó su licenciamiento. Se hizo proclamar ante la asamblea del pueblo que se celebraría una acción de gracias durante cinco días, a iniciar a partir del quinto día antes de las calendas de octubre, incluyendo este [o sea, el once de octubre.-N. del T.].
[45,3] Los dos embajadores que habían sido enviados a Iliria informaron a su regreso de que el ejército ilirio había sido destruido y Gencio hecho prisionero, así como que Iliria estaba bajo el dominio del pueblo romano. Por estos éxitos, logrados bajo el mando y los auspicios del pretor Lucio Anicio, el Senado ordenó tres días de acción de gracias cuya celebración dispuso el cónsul para el cuarto, tercer y segundo día antes de los idus de noviembre [el 10, 11 y 12 de noviembre.-N. del T.]. Algunos autores afirman que los enviados de Rodas, que todavía estaban en Roma, fueron convocados ante el Senado, tras el anuncio de la victoria, como para burlarse de su estúpida arrogancia. Se cuenta que su jefe, Agépolis, declaró que habían sido enviados por el gobierno de Rodas para mediar en la paz entre Perseo y los romanos, pues aquella guerra resultaba onerosa y perjudicial para el conjunto de Grecia, así como costosa y poco rentable para los propios romanos. Ahora que la guerra había terminado de otro modo, por la buena fortuna que presidía al pueblo romano, les había dado a ellos la oportunidad de felicitar a los romanos por su espléndida victoria. Así habló el rodio. El Senado respondió que los rodios no habían enviado aquella embajada ni para proteger los intereses de Grecia ni por los gastos del pueblo romano, sino solo por el interés de Perseo. De haberse preocupado realmente por aquellas dos cuestiones, como pretendían, entonces deberían haber enviado los embajadores cuando Perseo llevó su ejército a Tesalia y durante dos años estuvo atacando las ciudades de Grecia, algunas mediante asedios y otras mediante la intimidación; no hicieron entonces los rodios mención alguna a la paz. No enviaron sus embajadores hasta que se enteraron de que se habían cruzado los pasos de montaña y que los romanos habían invadido Macedonia, con la única intención de salvar a Perseo de los peligros que se cernían sobre él. Con esta respuesta se despidió a los embajadores.
[45,4] Por aquellos días, Marco Marcelo, que estaba de camino desde Hispania, capturó la importante ciudad de Marcolica y llevó al tesoro diez libras de oro y una cantidad de plata por valor de un millón de sestercios. El cónsul Emilio Paulo estaba, como ya he dicho, aún en el campamento de Seres, en el territorio odomántico [la antigua Sira, al este del río Estrimón, en el curso bajo de este.-N. del T.], cuando recibió una carta de Perseo mediante tres emisarios desconocidos. Se dice que también el cónsul, al ver el llanto de los emisarios, vestidos de duelo, derramó unas lágrimas por la condición humana; pues el hombre que no hacía mucho no se contentaba con su reino de Macedonia y atacaba a los dárdanos e ilirios, y llamaba en su auxilio a los bastarnas, aquel mismo hombre había perdido ahora su ejército, estaba exiliado de su reino, como un vagabundo sin hogar y obligado a refugiarse en una pequeña isla donde, como un suplicante, estaba resguardado por la protección del templo y no por ninguna fuerza que poseyera. Sin embargo, cuando leyó «el rey Perseo saluda al cónsul Paulo», la ceguera con que aquel hombre ignoraba su situación deshizo cualquier sentimiento de compasión. En consecuencia, aunque el resto de la carta contenía súplicas indignas de un rey, despidió a los mensajeros sin ninguna respuesta, ni de palabra ni escrita. Perseo comprendió que debía renunciar a su título real, pues estaba vencido, y envió una segunda carta que encabezaba solo con su nombre. Suplicaba en esta que se le enviasen algunas personas con las que poder hablar sobre su situación y de su destino futuro. Se le envió a Publio Léntulo, Aulo Postumio Albino y Aulo Antonio. Nada resultó de esta entrevista: Perseo se aferraba desesperadamente a su título real y Paulo estaba determinado a que se sometiera, él y todo cuanto poseía, a la merced y la clemencia del pueblo romano.
[45,5] Mientras tanto, la flota de Cneo Octavio llegó a Samotracia. Octavio pensaba que la presencia de la flota intimidaría Perseo, y trató de inducirlo a rendirse apelando sucesivamente a sus esperanzas y temores. Un incidente, resultado ya de sus planes o sucedido por accidente, vino a secundar sus esfuerzos. Un joven distinguido, Lucio Atilio, advirtió que el pueblo de Samotracia estaba celebrando una asamblea, y pidió a los magistrados que le permitieran dirigir unas palabras al pueblo. Obtenido el permiso, comenzó así: «Amigos y anfitriones de Samotracia, ¿Es verdad o no que esta isla es sagrada y que su tierra es venerable e inviolable en su totalidad?» Todos se mostraron unánimes en que así era, como él decía, y prosiguió: «¿Por qué, entonces, la contamina y viola un asesino con la sangre del rey Eumenes? Y mientras que prohibís que se aproxime a vuestros templos sagrados todo aquel que no tenga las manos limpias antes de iniciar cualquier rito, ¿vais a permitir que queden contaminados por la presencia del cuerpo de un asesino manchado de sangre?» Era bien sabido por todas las ciudades de Grecia que el asesinato del rey Eumenes en Delfos había estado a punto de ser consumado por Evandro. Eran conscientes de que el templo y toda la isla estaban a merced de los romanos, y sabían, también, que los reproches de Atilio no carecían de fundamento. Así pues, enviaron a Teondas, que era su magistrado supremo -al que dan el título de «rey»-, ante Perseo para informarle de que el cretense Evandro estaba acusado de asesinato y que en su país se estaban incoando procesos, según los usos de sus antepasados, para juzgar a quienes eran acusados de haber traspasado los límites sagrados del templo con las manos impuras. Si Evandro estaba seguro ser inocente del delito por el que se le acusaba, que acudiera a defenderse; pero si no se atrevía a afrontar su juicio, que liberase al templo de su sacrilegio y atendiera a su seguridad personal. Perseo llamó a Evandro a su lado y le aconsejó que de ninguna manera se sometiera a un juicio; estaría en inferioridad ante sus acusadores, tanto por el fondo del asunto como por el poco crédito que tenía. Estaba obsesionado por el temor de que, si se encontraba culpable a Evandro, este lo señalara como instigador de aquel crimen infame. ¿Qué le quedaba por hacer, sino morir con valor? Evandro no planteó ninguna objeción abiertamente, pero después de decir que prefería morir antes por el veneno que por la espada, hizo los preparativos para huir en secreto. Al llegar esto a oídos del rey, temió que los samotracios volcaran su ira sobre él si creían que había estado en connivencia con su huida. Por lo tanto, dio orden de matar a Evandro. Una vez cometido aquel imprudente asesinato, de repente pensó que, sin duda, había atraído sobre sí el delito de sangre que antes había recaído sobre Evandro. Eumenes había sido herido por Evandro en Delfos y ahora él había dado muerte a Evandro en Samotracia. Así, él era el único responsable de la profanación con sangre humana de los dos templos más sagrados del mundo. Evitó esta terrible acusación sobornando a Teondas para que anunciara al pueblo que Evandro se había suicidado.
[45,6] Sin embargo, al cometer este crimen contra el único amigo que le quedaba, cuya amistad se había probado durante tantas desgracias y al que había traicionado porque no le había traicionado a él, se enajenó las simpatías de todos. Pensando cada cual en sí mismo, se pasaban a los romanos y, al dejarlo prácticamente solo, lo obligaron a hacer planes para huir. Había un cretense llamado Oroandes que estaba familiarizado con la costa de Tracia a causa de sus viajes comerciales. Perseo lo llamó para que lo embarcase en un lembo y lo llevase junto a Cotis. Existía una bahía formada por uno de los promontorios de Samotracia, llamada Demetrio por el cercano templo de Démeter, donde estaba fondeado el lembo. Justo después de la puesta del sol llevaron hasta allí todo lo necesario para su uso, así como la mayor cantidad de dinero que se pudo trasladar sin llamar la atención, y lo subieron a bordo. El rey, acompañado por tres que le seguían en su huida, partió sobre la medianoche a través de una puerta trasera, bajó a un jardín que estaba cerca de su habitación y, después de escalar dificultosamente la pared, lograron alcanzar la orilla. Oroandes esperó sólo hasta que el dinero estuvo a bordo y, en cuanto oscureció, levó anclas y se hizo a la mar en dirección a Creta. Al no encontrar ningún barco en el puerto, Perseo vagó durante algún tiempo por la orilla. Por último, temiendo la proximidad del día, no se atrevió a regresar a donde se alojaba y se escondió en un rincón oscuro junto a la pared de un templo. Los hijos de los nobles macedonios que eran elegidos para atender al rey recibían el nombre de «pajes reales». Estos habían seguido al rey en su fuga, y ni siquiera entonces se apartaban de su lado, hasta que Cneo Octavio hizo anunciar, por medio de un pregonero, que tanto los pajes reales como cualquier macedonio que se pasara a los romanos conservaría la vida, la libertad y todas sus propiedades, así las que llevasen con ellos como las que hubieran dejado en Macedonia. Después de esta proclama, se pasaron todos y fueron dando sus nombres a Cayo Postumio, uno de los tribunos militares. Ión de Tesalia también entregó a Octavio los hijos pequeños del rey, de modo que nadie quedó junto al rey, excepto su hijo Filipo. Entonces, Perseo, arremetiendo contra la fortuna y los dioses en cuyo templo se encontraba por no haber atendido sus súplicas, fue a entregarse a sí mismo y a su hijo en manos de Octavio. Se ordenó que se le pusiera a bordo de la nave pretoria junto con lo que quedaba del dinero. La flota partió inmediatamente de regreso a Anfípolis. Desde allí, Octavio envió al rey hasta el campamento del cónsul, habiéndole remitido antes una carta en la que comunicaba que tenía al rey en su poder y que se lo enviaba prisionero.
[45,7] Paulo consideró la captura del rey como una segunda victoria, pues verdaderamente lo era, y al recibir la noticia ofreció sacrificios; convocó luego a su consejo y les leyó la carta del pretor. Envió a Quinto Elio Tubero al encuentro del rey y ordenó a los demás que permaneciesen junto en la tienda del pretorio. Nunca se congregó multitud tan grande para contemplar espectáculo alguno. En la generación de sus padres, el rey Sífax fue llevado cautivo al campamento romano. Pero no se le puede comparar con Perseo, ni por su gran fama ni por la de su nación, además de que aquel solo jugó un papel subordinado en la Guerra Púnica, como Gencio lo había hecho en la Macedonia. Por el contrario, Perseo era la cabeza de la guerra; y no solo se dirigían hacia él todos los ojos por su propia reputación, la de su padre, su abuelo y todos los demás con quienes estaba unido por la sangre o la raza; también por ser el heredero de la gloria de Filipo y Alejandro Magno, quienes hicieron del imperio macedonio el mayor del mundo. Perseo, acompañado únicamente por su hijo, entró en el campamento vestido de luto y sin estar acompañado por ninguno de los suyos que, al compartir su desgracia, lo haría más digno de compasión. Debido a la multitud que lo rodeaba, fue incapaz de avanzar hasta que el cónsul envió a sus lictores para que le abrieran paso hasta el pretorio. Tras pedir al resto que siguieran sentados, el cónsul se adelantó unos pasos y tendió su mano al rey cuando entraba; cuando este fue a postrarse, lo incorporó y, sin dejarle que abrazara sus rodillas como un suplicante, lo hizo entrar en la tienda y lo invitó a sentarse enfrente de los reunidos en el consejo.
[45,8] La primera pregunta fue qué agravio había sufrido como para obligarle a comenzar la guerra contra el pueblo romano con ánimo tan hostil, poniendo así en peligro su propia existencia y la de su reino. Mientras todos esperaban su respuesta, él mantuvo los ojos fijos en el suelo y lloró en silencio durante un tiempo. Luego, el cónsul continuó: «Si hubieras recibido la corona en tu juventud, me habría sorprendido menos que no supieras qué importancia tiene la amistad o enemistad del pueblo romano. Sin embargo, tras haber estado con tu padre durante su guerra contra nosotros y la paz que siguió, y recordando bien la completa fidelidad que le mostramos, ¿cuál podría ser el motivo para que eligieras la guerra, antes que la paz, contra aquellos cuya fuerza en la guerra y su fidelidad en la paz ya habías experimentado? «Como no contestaba a la pregunta ni a la acusación, el cónsul prosiguió: «Pues bien, no obstante esto haya sido provocado por la ceguera de la naturaleza humana, por casualidad o por decreto del destino, debes mantener buen ánimo. La clemencia del pueblo romano, que se ha demostrado ante las desgracias de muchos reyes y pueblos, ofrece no solo una esperanza, sino la casi absoluta certeza respecto a tu seguridad personal». Todo esto se lo dijo a Perseo en griego; luego, volviéndose al consejo, dijo en latín: «Aquí veis un notable ejemplo de la mutabilidad de los asuntos humanos. Os hablo especialmente a vosotros, los jóvenes; en la prosperidad, no debemos adoptar medidas arrogantes o agresivas contra nadie, ni confiar en la fortuna del momento, pues no se sabe por la mañana lo que la tarde puede traer. El hombre verdaderamente digno de serlo es aquel que no se enorgullece con la prosperidad ni se rompe con la adversidad». Una vez se disolvió el consejo, la custodia del rey se confió a Quinto Elio. Aquel día fue invitado a cenar por el cónsul, mostrándosele todas las consideraciones que se podían tener con alguien en su posición. A continuación, se envió al ejército a los cuarteles de invierno.
[45,9] Anfípolis alojó a su mayor parte, siendo repartido el resto por las ciudades vecinas. Tal fue el final de la guerra que se libró durante cuatro años consecutivos entre los romanos y Perseo; fue también el final de un reino renombrado desde mucho tiempo atrás en toda Asia y la mayor parte de Europa. Desde Carano, que fue el primer rey, con Perseo se contaron veinte monarcas. Él recibió la corona durante el consulado de Lucio Fulvio y Lucio Manlio -179 a.C.-, y fue reconocido como rey por el Senado mientras eran cónsules Marco Junio y Aulo Manlio -178 a.C.-. Su reinado duró once años. La nación de los macedonios era casi desconocida hasta la época de Filipo, el hijo de Amintas [reyes, respectivamente, entre el 359 a.C. – 336 a.C. y el 393 a.C. – 369 a.C.-N. del T.]. Desde ese momento, comenzó a extenderse bajo su gobierno, pero todavía manteniéndose dentro de los límites de Europa, abarcando toda Grecia y partes de Tracia e Iliria. A continuación se expandió hacia Asia y, durante los trece años del reinado de Alejandro [el Magno.-N. del T.], sometió primero la inmensa extensión del territorio que formaba antes parte del imperio de los persas y después recorrió como vencedor la Arabia, la India y las comarcas más apartadas de la tierra que abraza el mar Rojo. En aquellos días, el imperio de Macedonia fue el más grande del mundo, pero después de la muerte de Alejandro fue dividido en numerosos reinos, disputándose cada uno el poder para sí hasta agotar su fuerza en los conflictos internos y hundiéndose desde las más altas cumbres de su prosperidad en su desaparición final. Se mantuvo durante unos ciento cincuenta años [155 años, en realidad.-N. del T.].
[45,10] Cuando la noticia de la victoria de Roma se extendió a Asia, Antenor, que se encontraba con su flota de lembos frente a Fanos, partió de aquel lugar con dirección a Casandrea. Cayo Popilio estaba en Delos para escoltar a los buques de suministro que se dirigían a Macedonia, y cuando se enteró de que la guerra en Macedonia había llegado a su fin y que los lembos enemigos se habían retirado, mandó a casa las naves de los aliados que estaban bajo su mando y puso rumbo a Egipto para llevar a cabo la embajada que se le había encargado. Deseaba alcanzar a Antíoco antes de acercarse a las murallas de Alejandría. Costeando a lo largo de las costas de Asia, los embajadores llegaron a Lorima, un puerto situado frente a la ciudad de Rodas y a poco más de veinte millas [29 600 metros.-N. del T.] de esta. Aquí habían llegado, para encontrarse con ellos, algunos de los dirigentes rodios -pues para entonces ya había llegado a Rodas la noticia de la victoria-, que les rogaron que se desviaran hacia Rodas. Dijeron que estaban profundamente preocupados por el buen nombre y la seguridad de su ciudad, por lo que los embajadores debían ver por sí mismos lo que había sucedido y lo que estaba ocurriendo, para contar en Roma lo que habían comprobado personalmente, y no los rumores que se habían extendido. Se negaron durante bastante tiempo, pero finalmente accedieron a un breve retraso en su viaje por el bien de una ciudad aliada. Una vez entraron en Rodas, aquellos mismos hombres los convencieron, a fuerza de ruegos, para que se presentasen ante la asamblea. Sin embargo, la aparición de los embajadores aumentó los temores de los ciudadanos, en lugar de disiparlos, ya que Popilio recordó todos los discursos y actos hostiles que habían cometido durante la guerra, fuera individual o colectivamente. Al ser un hombre de carácter áspero, con su expresión hosca y la severidad de su voz hizo parecer las cosas de las que hablaba aún más graves. Así, aunque ninguna ofensa personal había sufrido de la ciudad de Rodas, del amargo tono que empleaba contra ellos un senador romano podían deducir cuál era el sentir general del Senado hacia ellos. El discurso de Cayo Decimio fue mucho más moderado. Con respecto a la mayoría de las cosas que Popilio había mencionado, declaró que la culpa no recaía en el pueblo, sino en unos cuantos que agitaron a la masa y que, logrando sus votos mediante sobornos, habían aprobado decretos llenos de halagos al rey y habían enviado una embajada de la que los rodios sentirían siempre tanta vergüenza como pesar. Todo esto, si el pueblo lo consideraba con sensatez, caería sobre las cabezas de los culpables. Sus palabras fueron muy aplaudidas, puesto que no solo exculpaba a la gran masa de ciudadanos, sino que culpaba a quienes eran los verdaderos responsables. Cuando, por consiguiente, hablaron en respuesta los dirigentes de los rodios, los que trataron de excusar las acusaciones que había hecho Popilio no fueron escuchados con el mismo agrado que aquellos que se mostraron de acuerdo con Decimio en que los autores del daño debían pagar su culpa. Se aprobó inmediatamente un decreto por el que se condenó a muerte a todos aquellos que eran culpables de haber hablado o actuado a favor de Perseo o en contra de los romanos. Algunos habían abandonado la ciudad antes de que llegaran los romanos y otros se suicidaron. Los embajadores no se quedaron más que cinco días en Rodas y partieron después hacia Alejandría. Su partida no hizo que los rodios se mostraran menos diligentes en la instrucción de los juicios en cumplimiento del decreto aprobado cuando estaban presentes los embajadores; la suavidad de Decimio sirvió a este propósito tanto como la gravedad de Popilio.
[45,11] Mientras ocurrían estas cosas, Antíoco se había adueñado del resto de Egipto después de haberse retirado tras un fracasado intento contra las murallas de Alejandría. El mayor de los Tolomeos [Tolomeo IV.-N. del T.], cuyo regreso al trono era el único objetivo que pretendía alcanzar Antíoco al invadir Egipto, fue dejado en Menfis mientras Antíoco retiró su ejército hacia Siria, dispuesto a atacar al hermano que resultara victorioso. Tolomeo sabía de su intención y esperaba que, jugando con el temor de su hermano ante un asedio, podría él regresar a Alejandría con la ayuda de su hermana y si los amigos de su hermano no se oponían. Comenzó, por tanto, un intercambio de cartas con su hermana y con los amigos de su hermano, hasta que llegó a un acuerdo con ellos. Lo que le hizo sospechar de Antíoco fue que, tras haberle entregado el resto de Egipto, había dejado una fuerte guarnición en Pelusio [se encontraba cerca de la actual Tell el Farama, sobre el extremo nordeste del delta del Nilo, en la desembocadura más oriental del Nilo llamada boca Pelusia.-N. del T.]. Era obvio que Antíoco mantenía la llave de Egipto con la intención de poder efectuar una nueva invasión siempre que quisiera; para Tolomeo, el enzarzarse en una lucha intestina contra su hermano resultaría ser su ruina, pues, aun cuando quedara vencedor, no estaría en condiciones de medirse con Antíoco después de una guerra agotadora. Estas sabias reflexiones del hermano mayor se encontraron con la aprobación de su hermano menor y sus amigos; su hermana le ayudó en gran medida gracias a sus consejos y ruegos a su hermano. Así se hizo la paz y fue admitido en Alejandría con el consentimiento de todos; ni siquiera el pueblo se opuso, pues se había visto gravemente afectado por la escasez de recursos, no solo durante la invasión, sino también después de la retirada del enemigo ante las murallas, pues no llegaba ninguna ayuda a Egipto. Esto debería haber producido la mayor de las satisfacciones en Antíoco, si su motivo para llevar su ejército a Egipto hubiera sido verdaderamente el restablecimiento en el trono de Tolomeo, pues este fue el pretexto que adujo en todas sus comunicaciones con las ciudades de Grecia y Asia, así como en sus respuestas a las embajadas. Pero estaba tan intensamente molesto por lo que había sucedido, que empezó a hacer los preparativos para la guerra con un ánimo mucho más agresivo y feroz contra los dos hermanos que el que había mostrado antes contra uno solo. Mandó de inmediato su flota a Chipre y en los primeros días de la primavera puso en marcha a su ejército hacia Egipto, avanzando hasta Celesiria. Cuando estaba cerca de Rinocolura fue recibido por los embajadores de Tolomeo, quienes le dieron las gracias en su nombre por la recuperación del trono paterno y le rogaron que expresara sus deseos, no convirtiéndose de aliado en enemigo al atacarles mediante las armas. Antíoco respondió que no retiraría su flota ni su ejército a no ser que se le cedieran Chipre, Pelusio y todo el territorio que rodeaba la desembocadura pelusia del Nilo. Fijó asimismo un día límite para recibir una respuesta sobre la aceptación de las condiciones.
[45,12] Cuando hubo transcurrido el tiempo de la tregua, emprendió la marcha a través del desierto de Arabia mientras su flota navegaba hasta la desembocadura del Nilo en Pelusio. Después de recibir la sumisión de los habitantes de Menfis y del resto de egipcios, algunos voluntariamente y otros por miedo, marchó en cortas etapas hacia Alejandría. Después de cruzar el río en Eleusis, a unas cuatro millas [5920 metros.-N. del T.] de Alejandría, fue recibido por los embajadores romanos, a los que saludó, tendiendo la mano a Popilio. Este, sin embargo, colocó en su mano las tablillas en las que estaba escrito el decreto del Senado y le dijo que leyera aquello en primer lugar. Después de leerlas hasta el final, les dijo que convocaría a su consejo para considerar lo que debía hacer. Popilio, entonces, fiel a su carácter, dibujó un círculo alrededor del rey con el bastón que llevaba y le dijo: «Antes de salir de ese círculo darme una respuesta para llevarla al Senado». Por unos instantes dudó, asombrado por aquella orden perentoria, y al fin respondió: «Haré lo que demanda el Senado». Sólo entonces extendió Popilio su mano al rey, como a un amigo y aliado. Antíoco evacuó Egipto en la fecha señalada, y los embajadores ejercieron su autoridad para establecer una concordia duradera entre los dos hermanos, ya que apenas habían logrado alcanzar un acuerdo de paz entre sí. Navegaron luego hasta Chipre y mandaron a casa la flota de Antíoco, que había derrotado a la egipcia en una batalla naval. La labor de los embajadores ganó gran renombre entre las naciones, pues a ellos se debía, sin duda, el que Egipto fuese rescatado de las manos de Antíoco y que la corona fuera devuelta a la dinastía Tolemaica. Mientras uno de los cónsules de aquel año había remarcado su consulado con una brillante victoria, el otro quedó en una relativa oscuridad al no tener oportunidad para distinguirse. Ya al principio, cuando fijó la fecha para que se reunieran sus legiones, entró en el lugar consagrado sin haber tomado los auspicios. El asunto se remitió a los augures, quienes anunciaron que el procedimiento no era válido. Después de su partida a la Galia, escogió un lugar cerca de los Campos Macros, a los pies de los montes Sicimina y Papino, para establecer un campamento permanente, pasando luego allí el invierno junto a las tropas de los aliados latinos, ya que las legiones romanas, al haberse señalado irregularmente la fecha de su convocatoria, quedaron en Roma. Los pretores, con la excepción de Cayo Papirio Carbón, marcharon a sus respectivas provincias. A este le había correspondido Cerdeña, pero el Senado decidió que debía encargarse de ejercer la pretura peregrina en Roma, ya que también le había correspondido esta tarea.
[45.13] Regresaron a Roma los embajadores que habían sido enviados a Antíoco, y Popilio informó al Senado que se habían resuelto las diferencias entre los reyes y que el ejército había regresado a Siria desde Egipto. Posteriormente llegaron los embajadores de los propios monarcas. Los de Antíoco aseguraron al Senado que su rey consideraba la paz que el Senado había impuesto preferible a cualquier otra victoria, y que había obedecido las órdenes de los embajadores romanos como si se tratase de un mandato de los dioses. Les ofrecieron después su felicitación por la victoria, a la que su rey habría ayudado con su apoyo en caso de que se lo hubieran exigido. Los embajadores de Tolomeo dieron las gracias en nombre del rey y de Cleopatra; se consideraban más en deuda con el Senado y el pueblo romano que con sus antepasados o con los dioses inmortales, pues gracias a ellos se habían visto liberados de las miserias de un asedio y habían recuperado el trono cuando ya estaba casi perdido. El Senado respondió que Antíoco había hecho lo correcto al obedecer a los embajadores y que esto agradaba al Senado y al pueblo de Roma; por lo que respecta a los monarcas de Egipto, Tolomeo y Cleopatra, cualquier beneficio que hubiera resultado de su intervención alegraba profundamente al senado, y harían cuanto pudieran para que ambos reyes comprendieran que el mejor y más leal protector de su reino sería el pueblo romano. Se encargó a Cayo Papirio de la tarea de entregar los regalos habituales a los embajadores. Llegó luego una carta de Macedonia que acrecentó la alegría por la victoria, pues comunicaba que el rey Perseo estaba en poder del cónsul.
La partida de los embajadores fue seguida por la llegada de las delegaciones de Pisa y Luna, entre las que existía una disputa. Los pisanos se quejaban de que habían sido expulsados de su territorio por los colonos romanos; los de Luna aseveraban que las tierras en cuestión se las habían asignado los triunviros. El Senado envió cinco comisionados para investigar los hechos y fijar los límites, a saber, Quinto Fabio Buteo, Publio Cornelio Blasio, Tito Sempronio Musca, Lucio Nevio Balbo y Cayo Apuleyo Saturnino. Llegó también una embajada conjunta de los hermanos Eumenes, Atalo y Ateneo para ofrecer sus felicitaciones por la victoria. Masgaba, el hijo de Masinisa, había desembarcado en Pozzuoli y se envió al cuestor Lucio Manlio a su encuentro, con una suma de dinero, para llevarle a Roma a expensas del Estado. Inmediatamente después de su llegada a Roma, el Senado le concedió una audiencia. El joven príncipe habló de tal manera que hizo aún más agradable de oír aquello que ya lo era de por sí. Detalló las fuerzas de caballería e infantería, el número de elefantes y la cantidad de grano que su padre había enviado a Macedonia durante los últimos cuatro años. Pero dos cosas le hacían ruborizarse: una era que el Senado, mediante sus embajadores, le hubiera pedido, en lugar de ordenarle, lo que debía proporcionar para la guerra; lo otro fue que hubiera enviado dinero para pagar el grano. Masinisa, dijo, no había olvidado que debía su reino y su posterior ampliación a los romanos; se daba por muy satisfecho con el usufructo del mismo y era plenamente consciente de que la propiedad legítima de aquel correspondía a quien se lo había entregado. Así pues, consideraba que era justo que tomasen, no que le pidiesen o le pagaran, parte de los productos del territorio que le habían concedido. Lo que le sobrase al pueblo romano le bastaba a Masinisa entonces y le bastaría en lo sucesivo. A continuación, informó al Senado que después de dejar a su padre, que le dio estas instrucciones, fue alcanzado por mensajeros a caballo que le informaron de la derrota final de Macedonia y le ordenaron que ofreciera las felicitaciones de su padre al Senado, mandándole decir que tanto se alegraba por ello que, si el Senado le daba permiso, deseaba ir a Roma y ofrecer sacrificios y acciones de gracias a Júpiter Óptimo Máximo en el Capitolio.
[45,14] En respuesta, se dijo al príncipe que resultaba noble y digno de un corazón generoso el dar, como hacía Masinisa, tanto valor a un beneficio que se le debía. El pueblo de Roma había recibido su leal y poderosa ayuda en la Guerra Púnica, y fue gracias a sus buenos servicios por lo que ganó su corona. En este intercambio equitativo auxilios, posteriormente había prestado toda la ayuda posible en las guerras sucesivas contra tres reyes. No podía extrañar que la victoria de Roma complaciera al rey, en vista de cómo había asociado su propia suerte y la de su reino con la causa del pueblo romano. Que ofreciera, pues, sus acciones de gracia en casa ante sus propios penates; en Roma lo haría su hijo en representación suya. Bastarían las felicitaciones que este había ofrecido en su propio nombre y en el de su padre. El Senado no consideraba que fuera en su interés ni en el del pueblo romano el que abandonara su reino y saliera de África, pues ningún beneficio especial se obtendría con ello. Masgaba solicitó a continuación que se obligara a los cartagineses a entregar como rehén a Hanón, hijo de Amílcar, en lugar de … [falta el nombre propio.-N. del T.]; el Senado, sin embargo, le contestó que no le parecía justo exigir rehenes a conveniencia de Masinisa. Un senadoconsulto dispuso que se instruyera al cuestor para que adquiriese regalos para el príncipe por valor de cien libras de plata [32,7 kilos.-N. del T.], que lo escoltara a Pozzuoli y sufragara todos sus gastos mientras estuviera en Italia; debía también alquilar dos buques en los que él y su séquito pudieran ser trasladados a África. Se regalaron prendas de vestir a todos sus asistentes, incluyendo a los esclavos. No mucho tiempo después se recibió una carta con noticias sobre Misagenes, el segundo hijo de Masinisa, en la que se comunicaba que, tras la derrota de Perseo, Lucio Paulo le había mandado de regreso a África con su caballería, pero que la flota se había dispersado durante la travesía por el Adriático y él había sido llevado, enfermo, hasta Brindisi con tres naves. Se envió al cuestor Lucio Estertinio a Brindisi, con regalos por el mismo valor que los efectuados a su hermano en Roma y el encargo de poner a su disposición una casa donde alojarse.
. . . . [Existe aquí una laguna en el texto, provocada por la pérdida de una hoja, en el que se daría cuenta de la elección de nuevos magistrados -para el año 167 a.C.-, los actos de los censores Tiberio Sempronio Graco y Cayo Claudio Pulcro, y la adscripción de los libertos a las cuatro tribus urbanas.-N. del T.]
[45.15] Los libertos habían sido distribuidos entre las cuatro tribus urbanas, con excepción de los que tuviesen un hijo natural mayor de cinco años -a estos se les ordenó que se censasen donde hubieran estado inscritos en el último lustro- y de los que poseyeran una o varias fincas rústicas por valor de más de treinta mil sestercios, … «a quienes se les concedió el derecho a inscribirse en las tribus rurales» [hay aquí una pequeña laguna que todas las traducciones completan con un texto semejante al de nuestro entrecomillado.-N. del T.]. Como estuvieran en vigor estas disposiciones, Claudio sostenía que “un censor no podía, sin orden del pueblo, quitar el derecho de sufragio a un solo hombre y mucho menos a una clase entera. Porque si el censor pudiera expulsarlo de una tribu, que era lo que significaba ordenarle cambiar de tribu, podría también expulsarlo de las otras treinta y cinco, lo que vendría a suponer el privarlo de sus derechos de ciudadano y de hombre libre: no se limitaba a indicar dónde había de censarse, sino que lo excluía del censo”. Esta fue la cuestión sobre la que discutieron entre ellos. Llegaron finalmente a un compromiso: se elegiría por sorteo público, celebrado en el Atrio de la Libertad, una de las cuatro tribus urbanas, a la que quedarían adscritos todos los que habían sido esclavos. La suerte cayó sobre la tribu del Esquilino y Tiberio Graco anunció que se decidió que todos los libertos debían inscribirse en esa tribu. Esta decisión de los censores fue muy apreciada por el Senado, que decretó un voto de agradecimiento a Sempronio, por su perseverancia en tan justa y sabia iniciativa, y a Claudio, por no oponerse a ella. Los nombres eliminados de las listas del Senado fueron más que con los anteriores censores, así como aquellos a quienes se ordenó vender sus caballos [o sea, a los que se eliminó del orden ecuestre.-N. del T.]. Ambos censores estuvieron de acuerdo en excluirlos de su tribu y privar de sus derechos civiles a las mismas personas, sin que ninguno de los dos aliviase la nota infamante que hubiera puesto el otro. Pidieron que se prorrogara su mandato -dieciocho meses-, para comprobar la restauración de edificios y la finalización de las obras que habían contratado, pero un tribuno de la plebe, Cneo Tremelio, interpuso su veto porque no había sido elegido para el Senado. Durante este año, Cayo Cicereyo dedicó el templo de Moneta en el monte Albano, cinco años después de haberlo prometido con voto, y Lucio Postumio Albino fue consagrado como flamen de Marte aquel año.
[45,16] Cuando los nuevos cónsules, Quinto Elio y Marco Junio, llevaron ante el Senado la asignación de provincias -167 a.C.-, la Cámara decidió que Hispania se dividiría nuevamente en dos provincias -pues durante la Guerra de Macedonia había formado una sola- y que Lucio Paulo y Lucio Anicio conservarían Macedonia e Iliria hasta que, de acuerdo con los comisionados, se hubiera disipado la confusión provocada por la guerra y se hubiera dado a estos países una constitución distinta de la monárquica. Pisa y la Galia fueron asignadas a los cónsules y, a cada uno, dos legiones compuestas por cinco mil infantes y cuatrocientos de caballería. El resultado del sorteo entre los pretores dio la pretura urbana a Quinto Casio, la peregrina a Marco Juvencio Talna, Sicilia a Tiberio Claudio Nerón, la Hispania Citerior a Cneo Fulvio y la Ulterior a Cayo Licinio Nerva. Cerdeña había correspondido a Aulo Manlio Torcuato, pero no pudo ir a su provincia al retenerle la investigación sobre unos delitos capitales que le había ordenado el Senado. A continuación se consultó al Senado sobre varios presagios de los que se había tenido noticia: El templo de los Penates, en el monte Velio, había sido alcanzado por un rayo, así como también dos puertas y una porción de muralla en la ciudad de Minervio. En Anagnia había llovido tierra y en Lanuvio se había visto un cometa en el cielo. En Calacia, en terrenos del Estado, el ciudadano romano Marco Valerio informó de que había goteado sangre de su hogar durante tres días y dos noches. Principalmente a causa de este último signo, se ordenó a los decenviros que consultaran los Libros, determinando la celebración de rogativas especiales durante un día y el sacrificio de cincuenta cabras en el Foro. En expiación de los restantes portentos, se celebrarían rogativas en todos los templos durante un segundo día, sacrificios de víctimas adultas y se purificaría la Ciudad. Además, con el propósito de honrar a los dioses inmortales, el Senado aprobó el siguiente decreto: «Considerando que nuestros enemigos han sido vencidos y que los reyes Perseo y Gencio, junto con Macedonia e Iliria, han pasado bajo el poder del pueblo de Roma, los pretores Quinto Casio y Manio Juvencio se encargarán de que se presenten ofrendas en todos los templos, iguales a las ofrecidas tras la derrota de Antíoco durante el consulado de Apio Claudio y Marco Sempronio».
[45.17] Se procedió seguidamente a nombrar los comisionados que aconsejarían a Lucio Paulo y Lucio Anicio sobre el arreglo de los asuntos en las provincias conquistadas. El Senado decretó que fuesen diez para Macedonia y cinco para Iliria. Los de Macedonia fueron los primeros en ser elegidos, siendo nombrados Aulo Postumio Lusco, Cayo Claudio -ambos habían sido censores-, Quinto Fabio Labeón, Quinto Marco Filipo y Cayo Licinio Craso, que había sido colega de Paulo en el consulado y estaba en aquel momento al mando de la Galia, al haberle sido prorrogado su proconsulado. Todos estos eran antiguos cónsules, añadiéndose a su número Cneo Domicio Ahenobarbo, Servio Cornelio Sila, Lucio Junio, Tito Numisio Tarquiniense y Aulo Terencio Varrón. Los cinco nombrados para la Iliria fueron Publio Elio Ligo, excónsul, Cayo Cicereyo y Cneo Bebio Tánfilo -este había sido pretor el año anterior y Cicereyo muchos años antes-, Publio Terencio Tuscivicano y Publio Manilio. El Senado aconsejó a los cónsules que acordaran o sortearan sus provincias lo antes posible, pues uno de ellos debía relevar a Cayo Licinio en la Galia debido a su nombramiento como comisionado. Sortearon y Pisa correspondió a Marco Junio. Decidió, antes de partir hacia su provincia, introducir en el Senado a varias embajadas que habían llegado a Roma de todas partes para ofrecer sus felicitaciones. La Galia correspondió a Publio Elio. Aunque los quince comisionados eran hombres de un nivel tal que se podía esperar razonablemente que los generales que obrasen según su consejo no tomarían ninguna decisión indigna de la clemencia o la dignidad del pueblo romano, los principios políticos fundamentales fueron discutidos en el Senado con el fin de que los comisionados pudieran llevar un esquema de ellos a los generales.
[45,18] En primer lugar, se decidió que los macedonios y los ilirios serían pueblos libres, de manera que para todos quedase claro que las armas de Roma no llevaban la esclavitud a los hombres libres sino, por el contrario, la libertad a los esclavizados; de aquel modo, los pueblos que gozaban de libertad comprobarían que la seguridad y perdurabilidad de su libertad gozaba de la protección de Roma, mientras que aquellos que vivían bajo el dominio de reyes se convencerían de que sus reyes eran tanto más justos y misericordiosos cuanto mayor era el respeto que sentían por Roma; además, si alguna vez había guerra entre sus soberanos y Roma, su resolución traería la victoria para Roma y la libertad para ellos. También se decidió suprimir todos los contratos de explotación de las minas de Macedonia, que otorgaban una renta considerable, así como los de las fincas reales, pues no se podían mantener sin publicanos; por otro lado, allí donde florecía el publicano disminuía la autoridad de la ley o perdían los aliados su libertad. Tampoco estaban los macedonios en condiciones de explotar ellos tales recursos, pues nunca faltarían motivos para revueltas y disturbios donde hubiera un botín al alcance de los administradores. Se suprimió el Consejo Nacional, para evitar que algún alborotador sin escrúpulos de las masas convirtiese la segura y razonable libertad que se les concedía en una peligrosa y fatal licenciosidad. Macedonia quedaría dividida en cuatro regiones, cada una con su propio consejo, pagando al pueblo romano la mitad del tributo que solían pagar al rey. Se tomaron las mismas disposiciones respecto a Iliria. El resto de medidas se dejó a criterio de los generales y comisionados, pues al ocuparse de los asuntos sobre el terreno podrían apreciar con más seguridad las decisiones a tomar.
[45,19] Entre las numerosas embajadas de los reyes, naciones y pueblos, Atalo, el hermano del rey Eumenes, atrajo sobre si las miradas y atención de todos. Fue recibido por los hombres que habían participado con él en la guerra con una bienvenida tan cordial como si hubiera venido el propio Eumenes. Dos asuntos le habían llevado a Roma, ambos en apariencia honorables: uno era el ofrecer sus felicitaciones por una victoria que él mismo había ayudado a ganar; el otro era presentar una queja por una incursión de los galos, la derrota que había sufrido y la seria amenaza contra su reino. Pero, por debajo de ello, estaba también la secreta esperanza de recibir honores y recompensas del Senado, lo que difícilmente podría ocurrir sino a expensas de su hermano. Hubo ciertos romanos, malos consejeros, que animaron sus ambiciones. Estos hombres le hicieron creer que la opinión predominante en Roma con respecto a Átalo y Eumenes era que el primero resultaba un amigo fiel de los romanos, mientras que al otro se le consideraba como un hombre del que ni los romanos ni Perseo se podían fiar como aliado. Era difícil, por lo tanto, decidir si le resultaría más fácil conseguir del Senado las peticiones que hiciera en su propio nombre o las que presentara en contra de su hermano, tan inclinada estaba la Cámara a concederle todo a uno y denegárselo al otro. Atalo, como demostraron los hechos, era uno de esos hombres que tratan de obtener todo lo que les prometen sus esperanzas; sin embargo, en este caso los sabios consejos de un amigo pusieron freno, por así decir, a un temperamento que se había exaltado por la popularidad. Estaba en su séquito un médico llamado Estracio al que Eumenes, que se sentía inquieto, había enviado especialmente a Roma para que observara atentamente la conducta de su hermano y que, si observaba alguna infidelidad hacia su hermano, lo aconsejara lealmente. Cuando Estracio llegó se encontró con que Atalo ya había prestado oídos e inclinaba su ánimo a pérfidos consejos, pero aprovechó los momentos favorables para conversar con él, restaurando con estas conversaciones una situación que se había vuelto casi imposible. Vino a recordarle que los diferentes reinos se habían fortalecido mediante diversos medios; su reino era nuevo y no estaba basado en un poder largamente asentado; se sostenía sobre la concordia fraterna, pues aunque el título real y el distintivo en la cabeza los llevara uno, todos sus hermanos reinaban con él. ¿Quién no consideraba ya rey a Atalo, el siguiente en edad? Y no solo porque se viera ahora en tan poderosa posición, sino porque estaba próximo el día en que ascendería al trono debido a la edad y debilidad de Eumenes, que no tenía ningún hijo legítimo (pues aún no había reconocido al que luego le sucedió) [el futuro Atalo III.-N. del T.]. ¿Para qué tratar de obtener por la violencia lo que en breve le llegaría por sí solo? Había llegado, además, una nueva tormenta al reino con la invasión de los galos, a la que incluso con los esfuerzos combinados y armónicos de ambos hermanos costaría resistirse. «Sin embargo, la resistencia sería imposible si, además de a un enemigo extranjero, hubiera que afrontar luchas internas; todo lo que ganaría sería que su hermano perdiera la corona antes de su muerte y quedarían destruidas todas sus esperanzas de reinar. Incluso suponiendo que le reportara tanta gloria salvar el reino para su hermano como lograrlo para sí, aun así le sería preferible el mérito por preservar el reino, a lo que se uniría el afecto fraterno. Así pues, ya que una de las alternativas era detestable y suponía cometer parricidio, ¿qué duda podía haber sobre el camino a tomar? ¿Tratar de conseguir una parte del reino o privar a su hermano de todo él? En el primer caso, pues, se dividiría vuestro poder, ambos os debilitaríais y quedaríais expuestos a cualquier daño y ultraje. En el último, ¿estaba dispuesto a mandar a su hermano mayor a la vida privada o al destierro, viejo y enfermo como se encontraba, o en último extremo ordenaría su muerte? Y, por no recordarle el trágico fin que cuentan las fábulas sobre los hermanos impíos, basta la advertencia que muestra el destino de Perseo, que depuso a los pies de su vencedor, en el templo de Samotracia, la diadema manchada con la sangre de su hermano, como si los dioses que fueron testigos del asesinato exigieran ahora su castigo. Los mismos hombres que ahora le impulsaban, no por ser sus amigos, sino porque son enemigos de Eumenes, esos mismos aplaudirán tu afecto y constancia si mantienes hasta el final la lealtad hacia tu hermano».
[45,20] Estas razones prevalecieron en el ánimo de Atalo. En consecuencia, cuando se presentó ante el Senado, ofreció sus felicitaciones por la victoria, aludió a sus servicios y a los de sus hermanos, si alguno había, y a continuación describió los graves disturbios entre los galos que habían provocado una revuelta, pidiendo al Senado que enviara embajadores que con su autoridad los indujeran a deponer las armas. Habiendo presentado estas demandas en interés de su reino, pidió para él Eneo y Maronea. Así, para decepción de los que suponían que tras acusar a su hermano pediría que el reino fuese dividido entre ambos, abandonó el Senado. Rara vez en momento alguno ha sido escuchado un rey o un ciudadano particular con tan general agrado y aprobación; llovieron sobre él toda clase de honores y regalos durante su estancia, y su partida fue presenciada por grandes multitudes. Entre las numerosas delegaciones griegas, la de Rodas despertó el mayor interés. Aparecieron con vestimentas blancas, como correspondía a su embajada de felicitación, pues si hubieran venido vestidos de luto habría podido parecer que lamentaban la caída de Perseo. Cuando el cónsul, Marco Junio, consultó al Senado sobre si les proporcionaría alojamiento gratuito, hospitalidad y una audiencia, la Cámara decidió que, en su caso, no había motivo alguno para respetar con ellos las obligaciones de la hospitalidad. Los embajadores, entre tanto, permanecían en el comicio, y cuando el cónsul salió de la Curia le dijeron que habían venido a ofrecer sus felicitaciones por la victoria y para refutar las acusaciones de traición contra su patria, solicitando que el Senado les concediera una audiencia. El cónsul les dijo claramente que los romanos tenían costumbre de dar una acogida hospitalaria a los amigos y aliados, y concederles audiencia en el Senado. La conducta de los rodios durante la guerra no había sido tal que les hiciera merecedores de ser contados entre los amigos y aliados del pueblo romano. Al oír esto, se postraron todos en el suelo y rogaban al cónsul y a todos los presentes que considerasen si era justo y apropiado que las recientes y faltas acusaciones contra ellos pesaran por encima de sus servicios en el pasado, servicios que los propios romanos podían atestiguar. No perdieron tiempo en ponerse ropas de luto y visitar las casas de los hombres más notables, a quienes imploraron que no les condenaran sin escucharles.
[45,21] Marco Juvencio Talna, que era el pretor peregrino, estaba incitando al pueblo contra los rodios y había propuesto una resolución para que se declarase la guerra a Rodas y que uno de los magistrados de aquel año fuera elegido para mandar la flota, en la esperanza de que le nombrasen a él mismo. Dos de los tribunos de la plebe, Marco Antonio y Marco Pomponio, se opusieron a esta resolución. El mismo pretor había actuado contraviniendo peligrosamente un precedente, pues presentaba la propuesta de propia iniciativa, sin consultar al Senado ni informar a los cónsules de la petición que iba a presentar, es decir, si era voluntad y orden del pueblo romano que se declarase la guerra a Rodas. Hasta entonces, siempre se había consultado antes al Senado sobre los asuntos de la guerra; después, si el Senado lo sancionaba, se remitía el asunto a la asamblea del pueblo. Lo mismo sucedía en el caso de los tribunos de la plebe, pues la costumbre era que ninguno pusiera el veto a una medida hasta que los ciudadanos hubieran tenido oportunidad de hablar en favor o en contra. Por todo ello, a menudo había ocurrido que quienes estaban convencidos de que no interpondrían su veto a una propuesta, lo hicieron después de que quienes se oponían hubieran hecho patentes los defectos de esta; también, por el contrario, había pasado que quienes llegaban dispuestos a interponer el veto a una medida, quedaban convencidos por los argumentos de sus partidarios y lo retiraban. En esta ocasión, los pretores y los tribunos compitieron entre sí para ver quien actuaba con más precipitación; los tribunos se anticiparon al pretor interponiendo su veto antes de tiempo . . . [se ha perdido la última hoja, en la que se relata el final del enfrentamiento entre el pretor y los tribunos, así como el inicio del discurso de Astímedes, el embajador rodio.-N. del T.] a la llegada del general.
[45,22] «… Pero aunque hasta ahora resulte dudoso que seamos o no culpables de ningún delito, ya estamos sufriendo todas las humillaciones y castigos. En el pasado, cuando visitamos Roma después de la derrota de los cartagineses, después de que hubiera sido derrotado Filipo o Antíoco, nos dirigíamos desde una residencia del Estado hacia el Senado, para presentar nuestras felicitaciones, marchando desde allí al Capitolio para llevar regalos a vuestros dioses. Ahora tenemos que partir desde una miserable posada, donde apenas logramos que nos admitieran pagando, y se nos ordena permanecer fuera de la Ciudad, casi como si fuésemos enemigos. En esta difícil y miserable situación nos hemos presentado ante la Curia nosotros, los rodios a quienes no hace tanto concedisteis las provincias de Licia y Caria, y a los que habéis concedido las mayores distinciones y recompensas. Según lo que oímos, estáis ordenando que los macedonios e ilirios sean libres, aunque antes de estar en guerra con vosotros eran esclavos -y no es que envidiemos la buena suerte de nadie, por el contrario, reconocemos la clemencia del pueblo romano-; ¿y a los rodios, que se limitaron a no hacer nada durante esta guerra, los convertiréis de amigos en enemigos? Seguramente sois los mismos romanos que alardean de que sus guerras son victoriosas porque son justas y se enorgullecen, no tanto de terminarlas victoriosos ,como de iniciarlas con razón. El ataque a Mesina, en Sicilia, convirtió a los cartagineses en enemigos vuestros; su ataque a Atenas, su intento de esclavizar Grecia y la ayuda que Filipo prestó a Aníbal con dinero y tropas, lo convirtió en vuestro enemigo. Antíoco, llamado por los etolios, vuestros enemigos, navegó personalmente con su flota desde Asia a Grecia, capturó Demetrias, Calcis y el paso de las Termópilas, tratando de despojaros de vuestro imperio. Vuestras razones para la guerra contra Perseo fueron los ataques a vuestros aliados o el asesinato de los régulos y los notables de varias naciones y pueblos. ¿Qué pretexto o justificación habrá para nuestra ruina, si es que todos los rodios somos culpables? Hasta ahora no he hecho ninguna diferencia entre el caso de nuestra ciudad de Rodas y el de Polícrates, Dinón y los otros ciudadanos que hemos traído con nosotros para entregároslos. Aunque todos los rodios fuésemos igualmente culpables, ¿de qué nos acusaríais respecto a esta guerra? Decís que nos hemos puesto del lado de Perseo, igual que durante las guerras contra Filipo y Antíoco estuvimos de vuestro lado en contra de estos monarcas, y que hemos estado junto al rey contra vosotros. Preguntadle a los comandantes de vuestras flotas en Asia, Cayo Livio y Lucio Emilio Regilo, la forma en que solemos ayudar a nuestros aliados y con cuánta energía entramos en una guerra. Vuestros barcos nunca lucharon sin nuestra ayuda; hemos combatido en solitario en Samos, y una segunda vez en Panfilia contra Aníbal como comandante. Y esta victoria resultó aún más gloriosa para nosotros porque, después de perder gran parte de nuestros barcos y la flor de nuestra juventud en la derrota de Samos, no nos dejamos intimidar por tal desastre y nos enfrentamos a la flota del rey en su ruta hacia Siria. No estoy contando estos incidentes con espíritu de jactancia -pues nuestras circunstancias actuales no lo permiten-, sino para recordar cómo suelen ayudar los rodios a sus aliados.
[45,23] «Tras la derrota final de Filipo y de Antíoco hemos recibido de vosotros las más espléndidas recompensas. Si la buena fortuna que ahora tenéis, gracias a la bondad de los dioses y a vuestro propio valor, la hubiese tenido Perseo y hubiéramos ido a Macedonio para encontrarnos con el rey victorioso y pedirle recompensas, ¿qué le podríamos haber dicho nosotros? ¿Qué le habíamos ayudado con dinero o con trigo? ¿Con fuerzas auxiliares navales o terrestres? ¿O qué habíamos defendido para él alguna posición fortificada? ¿Qué habíamos librado alguna batalla para él, al mando de sus generales o por nosotros mismos? Si preguntase dónde había uno de nuestros soldados entre los suyos, o dónde uno de nuestros buques en una flota suya, tendríamos, quizás, que defendernos delante del vencedor del mismo modo que ahora lo hacemos ante vosotros. Esto es lo que hemos logrado mandando embajadores a ambas partes para instar a la paz: la gratitud de ninguna e incurrir en las peligrosas sospechas de una de ellas. Y, sin embargo, Perseo puede presentar contra nosotros, con razón, una acusación que vosotros no podéis hacer. Y es que, padres conscriptos, al comienzo de la guerra os enviamos una embajada para prometeros nuestra ayuda en cuanto fuera necesario para la guerra, y os aseguramos que todo estaba dispuesto: nuestras fuerzas navales, nuestras armas y nuestra juventud, igual que en las guerras anteriores. Fuisteis vosotros los que rehusasteis nuestra aportación, pues por la razón que fuese no quisisteis nuestra ayuda. Así que no solo no mostramos hostilidad alguna hacia vosotros, sino que no faltamos a nuestro deber como fieles aliados, pues vosotros nos prohibisteis cumplir con él.
«Alguno podrá decir «¿Y entonces qué, rodios? ¿No se ha hecho ni dicho en vuestra ciudad nada que no quisieseis y por lo que el pueblo romano se sintiera ofendido con razón? No estoy ahora aquí para defender lo que se ha hecho -no estoy tan loco- pero intentaré separar la causa del Estado de la de los particulares. No hay ciudad alguna que no tenga en algún momento malos ciudadanos y, en todo momento, una masa ignorante. He oído que incluso entre vosotros ha habido hombres que hicieron carrera adulando a la masa, y que en alguna ocasión se ha producido una secesión de la plebe, escapando de vuestras manos el control del Estado. Si tales cosas pueden ocurrir en una Ciudad regida por leyes tan sabias como esta, ¿podrá alguien sorprenderse de que haya entre nosotros unos cuantos hombres que, en su deseo por lograr la amistad del rey, hayan desviado a nuestra plebe con sus malos consejos? Esos mismos no lograron más que hacernos permanecer inactivos. Pero no pasaré por encima de la que resulta la más grave acusación contra nosotros respecto a esta guerra: Enviamos embajadas a vosotros y a Perseo, al mismo tiempo, para mediar por la paz. Esta decisión resultó desafortunada, y la estulticia de nuestro embajador la convirtió en una locura, pues hemos sabido que os habló en el mismo tono que empleó Cayo Popilio, embajador vuestro, para intimar a los reyes Antíoco y Tolomeo para que depusieran las armas. Sin embargo, aquel comportamiento, se considere arrogante o estúpido, fue el mismo que mostramos hacia Perseo.
«Las ciudades, como las personas, tienen su propio carácter; algunas tienen mal genio, otras son audaces y emprendedoras, algunas son tímidas y otras más proclives al vino y otros placeres de Venus. Al pueblo de Atenas se le considera generalmente rápido e impulsivo, al arriesgarse en empresas que están más allá de sus fuerzas; de los lacedemonios se dice que son lentos en la acción y remisos a participar incluso en empresas de las que están completamente seguros. Admito que Asia, en su conjunto, produce caracteres un tanto superficiales y que el lenguaje de mis compatriotas resulta un tanto ampuloso, pues nos creemos superiores a nuestras ciudades vecinas. Y esto, en sí mismo, se debe más a los honores que nos habéis considerado dignos de recibir, que a cualquier fuerza que tengamos por nosotros mismos. Seguramente, aquella embajada ya recibió suficiente castigo al ser despedida con vuestra severa respuesta. Si la humillación entonces infligida no fue suficiente, la actitud humilde y suplicante de esta embajada, en todo caso, debería bastar para expiar incluso a otra más insolente que aquella. La arrogancia, especialmente en el lenguaje, es profundamente ofensiva para los iracundos, pero solo merece la risa de las personas sensatas, en particular cuando se muestra de un inferior hacia un superior, pero nadie la considera un delito capital. Puede que alguno pensara que los rodios despreciaban a los romanos, pero hay incluso algunos hombres que increpan a los dioses con un lenguaje presuntuoso y no tenemos noticias de que nadie, por eso, haya sido alcanzado por un rayo.
[45,24] «Si no se nos puede acusar de ningún acto hostil, si el lenguaje pomposo de nuestro embajador, aunque ofensivo a vuestros oídos, no merecía la destrucción de nuestra ciudad, ¿qué más queda por lo que disculparnos? He oído, padres conscriptos, que en vuestras conversaciones privadas se discute sobre nuestras intenciones ocultas. Se afirma que nuestras simpatías estaban con el rey y que hubiésemos preferido verlo victorioso; por lo tanto, algunos de vosotros consideráis que se nos debe castigar con la guerra; otros creen que ese, efectivamente, era nuestro deseo, pero que no hay que castigarnos con una guerra por ello. En ninguna ciudad se ha establecido, ni por la costumbre ni por la ley, que haya de sufrir la pena capital quien desee la destrucción de un enemigo, pero no haga nada para conseguirlo. A estos de vosotros que nos liberan de la pena, aunque no de la acusación, les estamos en verdad agradecidos; pero nosotros nos aplicamos este principio: si deseamos, como se afirma, todo aquello de cuanto se nos acusa, que se nos castigue a todos y no se distinga entre voluntad y hechos. Si algunos de nuestros líderes se pusieron de vuestro lado y otros de parte del rey, no pido que los partidarios del rey gocen de inmunidad en consideración hacia los que os apoyamos; lo que os pido es que perezcamos nosotros por su culpa. Vosotros no les sois más hostiles que su propia ciudad; precisamente porque sabían esto, la mayoría han huido o se han quitado la vida; pondremos en vuestras manos, padres conscriptos, a otros a los que hemos hallado culpables. Aunque la conducta del resto de nosotros durante la guerra no ha merecido ninguna gratitud, desde luego, no ha merecido tampoco el castigo. Que la suma de nuestros antiguos servicios compensen esta falta al cumplir con nuestro deber. Durante estos últimos años habéis estado en guerra con tres reyes; no dejéis que el hecho de no haberos ayudado en una de ellas pese más contra nosotros que el de haber combatido por vosotros en dos guerras. Que Filipo, Antíoco y Perseo sean como tres veredictos; dos nos absuelven y uno es dudoso. Si ellos fueran nuestros jueces, pesaría más este último y nos declararían culpables; vosotros, padres conscriptos, decidiréis si Rodas permanecerá sobre la tierra o si será completamente destruida. La cuestión sobre la que discutiréis no es la guerra: podéis declararla, pero no podréis continuarla, pues ni un solo rodio tomará las armas contra vosotros. Si persiste vuestra ira contra nosotros, os solicitamos un tiempo para llevar a casa las noticias de esta funesta embajada. Todos nosotros, cada persona libre, todo hombre y mujer en Rodas, embarcaremos en nuestros barcos con todo nuestro dinero, diremos adiós a nuestros penates públicos y privados, y vendremos a Roma. Amontonaremos en el Comicio y en el vestíbulo de vuestra Curia todo el oro y la plata, del Estado y de los ciudadanos, y nos entregaremos nosotros mismos, con nuestras esposas e hijos, dispuestos a sufrir lo que sea que nos tengáis reservado. Que nuestra ciudad sea incendiada y saqueada lejos de nuestros ojos. Los romanos pueden pensar que los rodios son sus enemigos, pero no pueden hacer que lo sean; pues nosotros, al examinar nuestra conciencia, cualquiera que sea el rigor de los males que hayamos de sufrir, jamás realizaremos contra vosotros ningún acto hostil ni nos consideraremos vuestros enemigos».
[45.25] Después de un discurso como este, todos se postraron nuevamente, suplicantes, agitando sus ramas de olivo. Finalmente, se levantaron y salieron de la Curia. A continuación se pidió a los senadores que expusieran su parecer. Los enemigos más encarnizados de los rodios eran aquellos que habían tomado parte en la guerra como cónsules, pretores o generales. El que más hizo por ayudarles fue Marco Porcio Catón, quien aunque de natural severo e inflexible, actuó en esta ocasión como un senador indulgente y conciliador. No daré aquí muestra de su carácter elocuente transcribiendo su discurso, que se conserva íntegro en el libro quinto de sus «Origines». La respuesta dada a los rodios se redactó de tal forma que ni se les declaraba enemigos ni se les conservaba la condición de aliados. Los jefes de la embajada fueron Filócrates y Astímedes. Algunos de los embajadores decidieron acompañar a Filócrates de vuelta a Roma con el informe de sus actuaciones, otros escogieron permanecer en Roma con Astímedes, para enterarse de cuanto ocurriera e informar a sus compatriotas. Por el momento, solo se les obligó a retirar sus gobernadores de Licia y de Caria antes de una fecha determinada. Esto, que en sí mismo habría resultado un hecho lamentable, fue recibido con alegría en Rodas en la medida en que se aliviaba el temor a una guerra. Por ello, de inmediato decretaron que Teódoto, el prefecto de la flota, llevase a Roma una corona valorada en veinte mil monedas de oro. Se quería pedir una alianza con Roma, pero de tal manera que no se consultara al pueblo ni se pusiera por escrito, porque si la petición no se concedía, la humillación sería aún mayor. El prefecto de la flota tenía plenos poderes para negociar estos asuntos sin la previa aprobación de un decreto formal. Durante todos aquellos años, en realidad, habían mantenido relaciones amistosas con Roma sin obligarse a sí mismos mediante un tratado expreso de alianza, por la única razón de no quitarles a los reyes esperanzas de recibir ayuda, si en alguna ocasión la precisaban, ni a sí mismos las de recoger los frutos de la benevolencia y la buena fortuna de los monarcas. En las actuales circunstancias, parecía especialmente deseable que se estableciera una alianza; no para darles más seguridad contra otros -pues a nadie temían, excepto a los romanos-, sino para hacerles menos sospechosos ante los propios romanos. Por aquella época, los caunios se rebelaron contra ellos y los milasenses tomaron varias plazas fortificadas de los euromenses. El gobierno de Rodas no estaba tan desanimado como para darse cuenta de que si la Licia y la Caria le habían sido arrebatadas por Roma, el resto de pueblos sometidos podrían también obtener su libertad rebelándose o siendo tomadas por sus vecinos, quedando ellos mismos confinados en una pequeña y estéril isla que era incapaz de sostener la población de una ciudad tan grande. Así pues, se enviaron tropas de inmediato con las que sometieron a los caunios a su autoridad, pese a que habían recibido ayuda de los cibiratas. Derrotaron también en batalla campal a los milasenses y alabandenses, cerca de Ortosia, quienes habían unido sus fuerzas para arrebatarles la provincia de Euromos.
[45,26] Mientras sucedían todos estos acontecimientos en Caria, Macedonia y Roma, Lucio Anicio hacía campaña en Iliria. Después de hacer prisionero al rey Gencio, como ya hemos dicho, puso una guarnición en Escodra, donde había estado el palacio real, al mando de Gabinio; puso también guarniciones en Rizón y Olcinio, ciudades importantes, al mando de Cayo Licinio. Luego avanzó con el resto de su ejército al Epiro. La primera ciudad que se le rindió fue Fánote, donde salió a su encuentro toda la población llevando las ínfulas alrededor de sus frentes. Puso guarnición al lugar y marchó hacia la Molóside. Se rindieron todas las ciudades, con cuatro excepciones: Pasarón, Tecmón, Fílace y Hórreo. Pasarón fue la primera que atacó. Los dirigentes de esta ciudad eran Antínoo y Teódoto, quienes se habían distinguido por su apoyo a Perseo y su odio hacia los romanos; ellos habían sido los responsables de que toda su nación se rebelase contra los romanos. Sabiendo que la culpa recaía personalmente sobre ellos, y sin esperanza de obtener el perdón, cerraron las puertas para ser enterrados en la ruina general de su patria y exhortaron a los habitantes a preferir la muerte a la esclavitud. Nadie se atrevió a abrir los labios contra aquellos poderosos hombres. ¿Por fin, un tal Teódoto, joven de noble cuna cuyo temor a los romanos resultaba ser mayor que el miedo a sus jefes, exclamó «¡Qué locura os posee para convertir a todos los ciudadanos en cómplices del delito de solo dos hombres? Muchas veces he oído hablar de hombres que han afrontado la muerte en nombre de su país; pero estos son los primeros que consideran que es mejor que la patria perezca en su lugar. ¿Por qué no abrimos nuestras puertas y aceptamos la soberanía que todo el mundo ha aceptado?» Como toda la multitud le siguió tras decir esto, Antínoo y Teódoto se precipitaron contra el puesto avanzado más próximo del enemigo y, ofreciéndose ellos mismos a los golpes, murieron allí por las heridas recibidas; la ciudad se rindió a los romanos. En Tecmón, su magistrado, Cefalón, se mostró igualmente desafiante y cerró las puertas. Se le condenó a muerte y la plaza se rindió; ni Fílace ni Hórreo resistieron el asedio.
Una vez quedó el Epiro finalmente pacificado y se repartió al ejército entre las ciudades apropiadas para establecer los cuarteles de invierno, Anicio regresó a Escodra, en el Ilírico, a la que habían llegado los cinco comisionados de Roma. Allí convocó a los principales magistrados de toda la provincia a una conferencia. Ascendiendo a la tribuna, efectuó el siguiente anuncio según lo acordado con los comisionados: «Por orden del Senado y el Pueblo de Roma, los ilirios serán una nación libre. Retiraré mis guarniciones de todas vuestras ciudades, ciudadelas y fortalezas. A los isenos, los taulancios y a los pirustas de Dasarecia, a los rizonitas y a los olcianos, se les concede la libertad y la exención de todo tributo, pues se pasaron a los romanos cuando Gencio estaba todavía en el poder. Igual exención se concede también a los daorsos, pues abandonaron a Caravancio para pasarse con sus armas a los romanos. A los escodrenses, dasarenses y selepitanos, así como al resto de ilirios, se les impone un tributo igual a la mitad del que pagaban al rey». Anunció a continuación una triple división de Iliria. La primera estaba compuesta por todo el territorio al norte de Dicta, la segunda comprendía todo el país de los labeatas y la tercera incluía a los agravonitas, los rizonitas, los olciniatas y sus vecinos. Establecido así este ordenamiento en Iliria, regresó a Pasarón, en el Epiro, a sus cuarteles de invierno.
[45,27] Mientras ocurría todo esto en Iliria, Paulo, antes de la llegada de los diez comisionados, envió a su hijo, Quinto Máximo, quien había regresado de Roma, para que saqueara las ciudades de Eginio y Agasas; la última debido a que tras rendirse al cónsul Marcio y pedir voluntariamente una alianza, se había pasado nuevamente con Perseo. El delito de los eginenses era más reciente. No dieron crédito alguno al informe sobre la victoria de los romanos y trataron como enemigos a algunos de los soldados que habían entrado en la ciudad. Lucio Postumio mandó también saquear la ciudad de los enios, que habían mostrado más obstinación en su resistencia que las ciudades vecinas. Como se aproximaba el otoño, el cónsul decidió usar esta estación para efectuar una gira por Grecia y visitar los sitios a los que la fama ha engrandecido por encima de lo que la vista permite contemplar. Puso a Cayo Sulpicio Galba al mando del campamento y partió con una pequeña escolta, con su hijo Escipión y Ateneo, el hermano de Eumenes, cabalgando a su lado. Atravesando la Tesalia se dirigió a Delfos, donde estaba el famoso oráculo. Ofreció allí sacrificios a Apolo y reservó para sus estatuas, en conmemoración de su victoria, algunas columnas sin terminar que estaban en el vestíbulo y sobre las que se había previsto colocar las de Perseo. También visitó el templo de Júpiter Trofonio en Lebadia y vio allí la boca de la gruta por la que bajan los que desean consultar el oráculo. Hay aquí un templo dedicado a Júpiter y Hercinna, donde ofreció sacrificios. A continuación, pasó a Calcis para contemplar el Euripo y el puente que conecta a la gran isla de Eubea con el continente. De allí pasó a Áulide, distante tres millas [4440 metros.-N. del T.], y contempló el puerto, famoso por ser el fondeadero de las mil naves de Agamenón, así como el templo de Diana, en cuyo altar el famoso «rey de reyes» sacrificó a su hija para que su flota tuviera una favorable travesía hacia Troya. A continuación pasó a Oropo, en Ática, donde un antiguo adivino es adorado como un dios y donde hay un antiguo templo cuyas fuentes y arroyos hacen el entorno delicioso. De allí se dirigió a Atenas. Esta ciudad está llena de fama por sus antiguas glorias; tiene, no obstante, muchas cosas que vale la pena ver: la ciudadela [se refiere a la Acrópolis, claro.-N. del T.], sus puertos, las murallas que unían la ciudad con el Pireo, los astilleros, los monumentos de grandes generales, espléndidas estatuas de dioses y hombres, magníficamente labradas en toda clase de materiales y en toda clase de estilos artísticos.
[45.28] Después de sacrificar a la diosa Minerva, la deidad tutelar de la Acrópolis [o sea, Palas Atenea; por cierto, fue en esta ciudad donde Paulo Emilio pidió a los atenienses su filósofo más notable para instruir a sus hijos y un pintor excelente para que trabajase en la decoración de su triunfo. Los atenienses eligieron a Metrodoro, a quien consideraban el mejor para desempeñar aquella doble tarea, opinión que pronto compartió el propio Paulo Emilio.-N. del T.], marchó a Corinto, donde llegó al día siguiente. Por aquel entonces, antes de su destrucción, era una ciudad gloriosa. La ciudadela y el Istmo componían un espectáculo impresionante: con la ciudadela levantándose a una gran altura en el interior de las murallas, abundante en fuentes, y el istmo que separaba mediante una estrecha franja de tierra dos mares que se ceñían por el este y el oeste. Sición y Argos fueron las siguientes ciudades que visitó, ambas famosas; a continuación de estas fue a Epidauro, no tan rica como las anteriores, pero famosa por el espléndido templo de Esculapio, a cinco millas de la ciudad [7400 metros.-N. del T.], repleto en la actualidad de restos de antiguas ofrendas, que le fueron arrebatadas, y rico entonces por las ofrendas que los enfermos habían ofrecido al dios como pago agradecido por su recuperación. Marchó desde allí a Lacedemonia, una ciudad inolvidable, no por la magnificencia de sus edificios, sino por su disciplina y sus instituciones. Se acercó desde allí a Olimpia, pasando por Megalópolis. Aquí, entre los diferentes objetos que atrajeron su atención, quedó profundamente impresionado al contemplar la estatua de Júpiter, como si el propio dios estuviera allí, y dio órdenes para disponer un sacrificio más suntuoso que de costumbre, como si fuera a sacrificar en el Capitolio.
Durante este viaje a través de Grecia, tuvo cuidado en evitar hacer nada que pudiera inquietar a los pueblos aliados de Roma, sin entrar a averiguar qué sentimientos habían manifestado las ciudades o las personas durante la guerra contra Perseo. A su regreso a Demetrias fue recibido por una multitud de etolios vestidos de luto. Al preguntarles, sorprendido, qué era lo que sucedía, le dijeron que quinientos cincuenta de sus principales ciudadanos habían sido muertos por Licisco y Tisipo, después de haber sido rodeado el senado por un cordón de soldados romanos enviados por Aulo Bebio, el prefecto de la guarnición; otros habían partido al exilio, y se habían confiscado las propiedades tanto de los ejecutados como de los desterrados. Dio órdenes para que los acusados le esperasen en Anfípolis, se reunió en Demetrias con Cneo Octavio y, mientras estaba allí, le llegó la noticia de que los diez comisionados habían desembarcado en Grecia, por lo que, dejando a un lado todos los demás asuntos, se dirigió a Apolonia. Por la negligencia de su guardia, Perseo pudo ir hasta allí desde Anfípolis, pues solo hay un día de viaje. Se dice que Emilio le habló en un tono amable, pero cuando llegó al campamento, en Anfípolis, reprendió severamente a Cayo Sulpicio; en primer lugar por haber permitido que Perseo pudiera vagar tan lejos por la provincia y, en segundo lugar, por haber mostrado tanta indulgencia con sus soldados que hasta les permitió quitar las tejas de las murallas de la ciudad para cubrir sus barracones de invierno. Ordenó que se devolvieran las tejas y que se restaurasen las partes descubiertas a su estado anterior. Perseo y su hijo mayor, Filipo, fueron entregados a Aulo Postumio para mantenerlos bajo custodia; en cuanto a la hija y el hijo menor, Emilio hizo que los trasladaran de Samotracia a Anfípolis, tratándolos con todas las consideraciones.
[45,29] Emilio avisó para que diez consejeros de todas las ciudades se reunieran en Anfípolis, llevando con ellos todos los documentos que se hubieran depositado, dondequiera que estuviesen, y todo el dinero perteneciente al rey. Cuando llegó el día, se dirigió al tribunal, donde tomó asiento junto a los diez comisionados y rodeado de una vasta multitud de macedonios. A pesar de que estaban acostumbrados a la demostración del poder real, esta nueva forma de poder soberano les llenó de miedo: el tribunal, la apertura de paso separando a la gente a ambos lados, el heraldo, los asistentes, todo aquello resultaba extraño a sus ojos y oídos, capaz de atemorizar incluso a los aliados de Roma, cuánto más a un enemigo vencido. Una vez que el heraldo impuso el silencio, Paulo, hablando en latín, expuso los acuerdos tomados por el Senado y por él mismo de acuerdo con los diez comisionados; el pretor Cneo Octavio, que también estaba presente, tradujo el discurso al griego. En primer lugar, se disponía que los macedonios serían un pueblo libre, poseerían sus ciudades y territorios como antes, disfrutarían de sus propias leyes y costumbres y elegirían a sus magistrados anuales. Tendrían que pagar al pueblo de Roma la mitad de los tributos que habían pagado al rey. En segundo lugar, Macedonia quedaría dividida en cuatro regiones. La primera abarcaría el territorio entre el río Estrimón y el Nesto [el antiguo Nesus.-N. del T.]; a esta se añadiría la zona que estaba más allá del Nesto, hacia el este, con todas las fortalezas, ciudades y pueblos que había dominado Perseo, con excepción de Eno, Maronea y Abdera; de este lado del Estrimón, hacia el oeste, toda la Bisáltica junto con la Heraclea que los nativos llamaban Síntice. La segunda región tendría como límite oriental el Estrimón, excepto la Heraclea Síntice y la Bisáltica; el límite occidental sería el río Axio, con la adición de los peonios que vivían al este del Axio. La tercera región era la comprendida entre el Axio por el este y el Peneo por el oeste, con el monte Bermión [el antiguo Bora.-N. del T.] cerrando por el norte. Este territorio se aumentaría con la adición de la parte de Peonia que se extiende hacia el oeste, más allá del río Axio; Edesa y Berea se incorporaron a esta región. La cuarta estaba al otro lado del monte Bermión, frontera por un lado con Iliria y por el otro con el Epiro.
Emilio les designó, como capitales donde se celebrarían las Asambleas de las diferentes regiones, a Anfípolis para la primera, Tesalónica para la segunda, Pela para la tercera y Pelagonia para la cuarta. En ellas se convocarían las asambleas de cada región, se depositarían los tributos y se elegiría cada año a los magistrados. Su siguiente anuncio fue que se prohibía el derecho de matrimonio y el de comercio de tierras o casas entre los habitantes de las diferentes regiones, fuera de los límites de la de cada cual. No se permitía la explotación de las minas de oro y plata, pero sí el de las de hierro y cobre. Los que explotaban las minas tendrían que pagar la mitad de los tributos que habían abonado al rey. Se prohibió también el consumo de sal importada. Los dárdanos reclamaban la Peonia, aduciendo que una vez les había pertenecido y que, además, compartían frontera; el cónsul les dijo que se concedía la libertad política a todos los que hubieran sido súbditos del rey Perseo. Pero, aunque se había negado a darles la Peonia, sí les concedió el derecho a comerciar con la sal, ordenó que la tercera región la llevara a Estobos y fijó el precio al que se vendería. Prohibió a los macedonios cortar maderas para barcos o permitir que otros lo hicieran. Permitió a las regiones fronteras con los bárbaros, que eran todas menos la tercera, que mantuviesen fuerzas armadas en sus extremos más alejados.
[45.30] Estos anuncios, realizados el primer día de la reunión, produjeron diversos sentimientos entre la audiencia. El inesperado regalo de la libertad y el aligeramiento de los tributos anuales fue un gran alivio para ellos, pero la prohibición de las relaciones mutuas entre las diferentes regiones les parecía que desgarraba Macedonia como a un animal al que se privaba de unos miembros que se necesitan unos a otros; tanto ignoraban los propios macedonios lo grande que era Macedonia, la facilidad con que se prestaba a ser dividida y lo autónoma que era cada parte por sí misma. La primera región incluía a los bisaltas, un pueblo guerrero que vive al otro lado del Nesto y a ambas orillas del Estrimón, con frutos típicos muy variados, minerales y la ciudad de Anfípolis, que se levanta cerrando todos los accesos desde del este. Por otra parte, la segunda región comprende las populosas ciudades de Tesalónica y Casandrea, así como el fértil territorio de Palene. Dispone también de las instalaciones marítimas de numerosos puertos: los de Torone, el monte Atos, Enea y Acantos, orientados unos hacia Tesalia y Eubea, y otros hacia el Helesponto. La tercera región incluye las famosas ciudades de Edesa, Berea y Pela, el belicoso pueblo de los vetios y una gran población de galos e ilirios, agricultores laboriosos. La cuarta región está poblada por los eordeos, los lincestas y los pelagones, junto con las ciudades de Atintania, Tinfeide y Elimea [respectivamente, en el Epiro norte, a este del Aoo, al oeste de la frontera con Tesalia, al sur del Haliacmón, y entre Eordea, Perrebia y Tinfeide.-N. del T.]. Toda aquella franja del país es fría, dura y difícil de cultivar, con unos habitantes cuyo carácter se corresponde con el del país. Sus vecinos bárbaros contribuyen a hacerlos aún más feroces, a veces con la guerra y, en tiempos de paz, introduciendo sus propios ritos y costumbres. Por lo tanto, esta división de Macedonia puso de relieve cuán grande era al poner de relieve las ventajas de cada parte por separado.
[45.31] Una vez organizada Macedonia, el cónsul anunció su intención de darles leyes y citó a los etolios para que comparecieran. La investigación se dirigió más a averiguar quién había estado a favor de los romanos y quién a favor del rey, que a descubrir quiénes habían causado o sufrido injusticias. Los asesinos fueron absueltos, se confirmó el exilio de los desterrados y las muertes de los ejecutados; el único al que se encontró culpable fue a Aulo Bebio, pues había proporcionado soldados romanos para que fueran los instrumentos de la masacre. Este resultado del caso de los etolios tuvo el efecto de hacer crecer los ánimos de los partidarios de los romanos, en todas las ciudades y pueblos de Grecia, hasta un punto de insoportable insolencia; quedaron indefensos y a sus pies todos aquellos de los que se pudiera sospechar que habían estado a favor del rey. Existían en las ciudades tres clases entre los hombres principales: dos de ellas estaban compuestas por aquellos hombres que, a base de adular a los romanos o al rey, ganaban influencia para sí mismos entre sus propios conciudadanos; la tercera trató de defender sus libertades y sus leyes oponiéndose a las otras dos. Sobre estos últimos, cuanto mayor era el afecto que sentían por ellos sus compatriotas, menos se les apreciaba en el extranjero. Eufóricos por la victoria de los romanos, los simpatizantes de este bando quedaron en posesión exclusiva de todas las magistraturas y embajadas. Muchos de ellos procedían del Peloponeso, de Beocia y de otras ligas de Grecia, y se dedicaron a llenar de acusaciones los oídos de los diez comisionados. Les contaban que los partidarios de Perseo no eran solo aquellos que con ánimo vanidoso alardeaban de ser huéspedes y amigos de Perseo, sino un grupo aún más numeroso que había abrazado secretamente su causa y que, bajo el pretexto de defender sus libertades, habían estado incitando por todas partes a las asambleas para que actuasen contra Roma. La única forma de mantener la lealtad de los diferentes pueblos era aplastar a estas facciones y fortalecer la autoridad de aquellos cuyo único objetivo era apoyar el poder de Roma. Estos hombres proporcionaron una lista de nombres y el general envió cartas a Acarnania, Etolia, Epiro y Beocia, ordenando que los nombrados lo siguieran a Roma para defenderse. Dos de los comisionados, Cayo Claudio y Cneo Domicio, fueron personalmente a Acaya para publicar esta orden. Había dos razones para ello: una de ellas era su creencia de que los aqueos desobedecerían la orden por culpa de su exceso de confianza y mayor coraje, aparte de que, seguramente, corrían peligro las vidas de Calícrates y del resto de delatores. La otra era que, si bien en el caso de los dirigentes de los otros Estados se habían descubierto cartas en los archivos reales, no se había hallado ninguna prueba en el caso de los aqueos. Una vez se retiraron los etolios, se llamó a la delegación acarnania. En su caso, no se hizo ningún cambio aparte de apartar la Leúcade de la Liga acarnania. A continuación, los comisionados ampliaron el alcance de su investigación, sobre quiénes habían apoyado oficial o particularmente al rey, hasta Asia. Labeo fue enviado a destruir la ciudad de Antisa, en la isla de Lesbos, y trasladar sus habitantes a Metimna; la razón para tomar esta medida fue que habían admitido al prefecto de la flota del rey, Antenor, en su puerto y le habían ayudado con suministros mientras navegaba frente a Lesbos. Fueron decapitados dos de sus notables: Andrónico, hijo de Andrónico, un etolio, porque había secundado a su padre y tomó las armas contra Roma, y Neón, un tebano, que había sido el principal culpable de que establecieran una alianza con Perseo.
[45.32] La asamblea de los macedonios, que había sido interrumpida por estas investigaciones, fue nuevamente convocada. En primer lugar se definió la condición de Macedonia; se debería elegir senadores -ellos los llamaban «sinedros»-, que formarían un consejo para dirigir el gobierno. A continuación se leyó una lista con los nombres de los notables macedonios que se había decidido que marchasen por delante a Italia, acompañados por sus hijos de más de quince años de edad. A primera vista, esta podía parecer una medida cruel, pero pronto resultó evidente a los macedonios que se tomaba para proteger sus libertades. Los nombres de la lista eran los de los amigos y nobles de la corte del rey, los generales de sus ejércitos, los prefectos de sus flotas y guarniciones, acostumbrados todos a servirle sumisamente y mandar a los demás con arrogancia. Algunos eran extraordinariamente ricos, otros no lo eran tanto como aquellos, pero los igualaban en sus gastos; sus mesas y ropajes eran los de unos reyes, pero carecían del espíritu del ciudadano, eran incapaces de someterse a la ley o de aceptar una libertad igual para todos. Así pues, a cada uno de los que habían estado empleados al servicio del rey, incluso los que habían sido enviados como embajadores, se les ordenó que abandonaran Macedonia y que se dirigieran a Italia, amenazando con la muerte a quien se negara a obedecer. Las leyes que Emilio les dio a los macedonios habían sido tan cuidadosamente elaboradas y consideradas que podría pensarse que las promulgaba no para enemigos vencidos, sino para aliados que habían prestado buenos servicios; y ni siquiera después de un largo periodo de uso, que es lo único que las cambia, se encontró necesidad de enmendarlas. Después de atender a los asuntos serios, celebró en Anfípolis unos juegos, que se habían preparado durante largo tiempo, con gran esplendor. Se había mandado aviso de ellos a las ciudades de Asia y a los reyes, y Emilio informó sobre ellos a los dirigentes durante su viaje por las ciudades de Grecia. Hubo una gran concentración de artistas dedicados a toda clase de artes escénicas, un gran conjunto de atletas de todas partes del mundo y caballos famosos por haber ganado numerosas carreras. Se presentaron también delegaciones de ciudades con sus animales para sacrificar; todo, en suma, de cuanto suele formar parte de estas celebraciones en honor de los dioses y los hombres. Las actuaciones fueron tan buenas que no sólo la magnificencia del espectáculo, sino la habilidad demostrada en su presentación levantaron la admiración, pues los romanos por entonces carecían de experiencia sobre este arte. El mismo cuidado se puso en los ricos y suntuosos banquetes preparados para las todas las delegaciones. Se citaba a menudo una observación del propio cónsul: «el hombre que sabe cómo ganar una guerra, sabe también cómo preparar un banquete y ofrecer unos juegos».
[45,33] Cuando finalizaron los Juegos, el general ordenó que se cargaran en las naves los escudos de bronce y que se hiciera un gran montón con el resto de armas de todo tipo. Después, ofreció oraciones a Marte, Minerva, la Madre Lúa y al resto de dioses a quienes se deben dedicar solemnemente los despojos del enemigo, aplicando el propio general a continuación una antorcha a la pila, prendiéndole fuego; luego aplicó la suya a la de cada uno de los tribunos militares que estaban alrededor. Resultó un hecho notable que, en este gran encuentro entre Europa y Asia, donde se había reunido una multitud procedente de todas partes del mundo, unos para ofrecer sus felicitaciones y otros para contemplar el espectáculo, concentradas tantas fuerzas navales y terrestres, hubiera tanta abundancia de toda clase de mercancías y fueran tan baratas las provisiones; de modo que el general regaló, tanto a particulares como a ciudades, y hasta a naciones enteras, de todas aquellas cosas lo suficiente no solo para usarlo en aquel momento, sino incluso para llevar a sus casas. La multitud de espectadores se mostró tan interesada en las representaciones teatrales como en los combates entre los atletas, las carreras de carros y la exhibición de los despojos de Macedonia. Estos se expusieron en su totalidad: estatuas, pinturas, tejidos, artículos de oro, plata, bronce y marfil labrados con sumo cuidado, todo lo cual había sido encontrado en el palacio, donde no se había colocado, como los que llenaban el palacio de Alejandría, para un adorno temporal, sino para su uso constante y duradero. Todo esto se embarcó en la flota y se encargó a Cneo Octavio que lo transportara a Roma. Paulo, después de despedir cortésmente a las embajadas, cruzó el Estrimón y fijó su campamento de una milla de distancia de Anfípolis [1480 metros.-N. del T.]. Una marcha de cinco días más lo llevó a Pela. Pasando la ciudad, llegó a un lugar llamado Peleo, donde permaneció durante dos días. Durante su estancia envió a Publio Nasica y a su hijo Quinto Máximo para devastar aquella parte de Iliria que había ayudado a Perseo, ordenándoles que se reuniesen luego con él en Orico. Él mismo tomó el camino de Epiro y después de una marcha de quince días llegó a Pasarón.
[45,34] El campamento de Anicio no estaba lejos y el cónsul le mandó una carta advirtiéndole para que no efectuara ningún movimiento ante lo que iba a suceder, pues el Senado había concedido a su ejército el botín de aquellas ciudades del Epiro que se habían pasado a Perseo. Se enviaron centuriones a cada una de las ciudades para comunicar que habían venido para retirar las guarniciones, de manera que los epirotas fuesen libres como ya lo eran los macedonios. Llamó a diez notables de cada ciudad y les advirtió que sacaran a un lugar público el oro y la plata, mandando después sus cohortes a las distintas ciudades. Las que iban a los lugares más alejados partieron antes que las que debían ir a los más cercanos, llegando todos a sus destinos el mismo día. Los tribunos y centuriones habían recibido instrucciones sobre lo que debían hacer. Todo el oro y la plata fue sacado por la mañana y, a la hora cuarta [sobre las diez de la mañana.-N. del T.], se dio la señal a los soldados para proceder al saqueo de las ciudades. Tan grande fue la cantidad de botín obtenida que del reparto resultaron cuatrocientos denarios para cada jinete y doscientos para cada infante [1560 y 780 gramos de plata, respectivamente; aunque para hacernos una idea algo más aproximada, señalaremos que mucho tiempo después, durante el principado de Augusto, el sueldo de un legionario raso era de 225 denarios anuales.-N. del T.], tomándose ciento cincuenta mil cautivos. A continuación se derruyeron las murallas de las ciudades saqueadas, unas setenta, se vendió el botín y se repartió la cantidad obtenida entre los soldados. Paulo bajó hasta el puerto de Orico, pero sus soldados estaban lejos de haber quedado satisfechos; se mostraban indignados por no haber participado del botín real, como si no hubiesen tomado parte en la guerra de Macedonia. En Orico, se encontró con las tropas que había enviado con Escipión y Quinto Máximo, hizo embarcar a su ejército y navegó hasta Italia. Unos días más tarde, Anicio, que había convocado las asambleas de epirotas y acarnanes, ordenó que le siguieran a Italia aquellos de sus dirigentes cuyos casos se había reservado para el examen del Senado. Esperó a los buques que habían sido utilizados para trasladar al ejército desde Macedonia y, a su llegada, regresó también a Italia.
Mientras tenían lugar estos acontecimientos en Macedonia y en el Epiro, desembarcó en Asia la embajada que se había mandando para acompañar a Atalo con el objetivo de poner fin a la guerra entre los galos y Eumenes. Se había acordado una tregua mientras durase en invierno: los galos se habían ido a sus casas y el rey se había retirado a sus cuarteles de invierno en Pérgamo, donde había estado gravemente enfermo. El comienzo de la primavera sacó a los galos de sus hogares y los llevó hasta Sínada, mientras que Eumenes había concentrado un ejército en Sardes con tropas procedentes de todas partes de su reino. Al saber los romanos que también se encontraba en Sínada el jefe de los galos, Solovecio, decidieron dirigirse allí para entrevistarse con él; Atalo los acompañó, pero decidieron que no entrase en el campamento galo para que no se agriase el debate. El excónsul Publio Licinio mantuvo una conversación con su líder, y regresó contando que todos los intentos por persuadirlo solo lograron volverlo más desafiante; expresó su asombro porque las palabras de los embajadores romanos hubieran logrado apaciguar las luchas entre monarcas tan poderosos como Antíoco y Tolomeo, y no hubieran tenido ningún efecto sobre los galos.
[45.35] Los primeros en llegar a Roma fueron los monarcas cautivos, Perseo y Gencio, junto con sus hijos, quedando todos bajo custodia. A estos les siguieron los macedonios y los dirigentes de Grecia a los que se había ordenado que fuesen a Roma. En el caso de estos últimos, la convocatoria abarcó no sólo a los que se encontraban en su lugar de residencia, sino que también se citó por carta a aquellos que se encontraban con los reyes. Pocos días después, Paulo remontó el Tíber hasta la Ciudad en el barco del rey, un buque de enorme tamaño propulsado por dieciséis filas de remos y adornado con los despojos de Macedonia, magníficas armas y preciosas telas halladas en el palacio del rey. Las orillas del río estaban llenas de multitudes que salían a saludar su llegada. Anicio y Octavio, con su flota, llegaron poco después. El Senado decretó un triunfo para los tres, encargando al pretor Quinto Casio que se pusiera de acuerdo con los tribunos de la plebe para que propusieran una resolución a la asamblea, a instancias del Senado, para que conservaran todos su imperio [imperio en el sentido de la más alta autoridad política, religiosa y militar en campaña.-N. del T.] el día en que entrasen en triunfo en la Ciudad. Los hombres mediocres escapan a la envidia, que suele apuntar habitualmente a lo más alto: no se vaciló sobre la concesión del triunfo a Anicio y Octavio; pero la calumnia se centró en Paulo, con el que ni siquiera ellos se habrían atrevido a compararse sin ruborizarse. Había mantenido entre sus soldados la disciplina a la antigua usanza; había entregado a sus tropas mucho menos botín del que esperaban, teniendo en cuenta la inmensa riqueza de Perseo; sin embargo, de haber satisfecho sus demandas, no habría quedado nada para el tesoro. Todo el ejército de Macedonia estaba airado con su comandante y, por lo tanto, no tenían intención de darle su apoyo en los comicios para que se aprobase la resolución. Servio Sulpicio Galba, que había servido en Macedonia como tribuno militar en la Segunda Legión y tenía una enemistad personal con su comandante, había estado yendo personalmente entre los soldados de su propia legión, solicitando de ellos e incitando a los demás para que acudieran en masa a votar contra la resolución, pues así lograrían vengarse de su despótico y avaro general. «La plebe de la Ciudad seguiría el ejemplo de los soldados. Él no había podido entregarles dinero -dijo-, ¿deberían los soldados, entonces, conferirle el honor? No debía esperar cosechar el fruto de una gratitud que no se había ganado».
[45.36] Irritados de este modo, se reunieron en el Capitolio. Cuando Tiberio Sempronio presentó la resolución y se dio libertad a los ciudadanos para hablar, ni una sola persona salió a apoyarla, como si se diera por sentado que se aprobaría. De repente, Servio Galba se adelantó y dijo que, siendo ya la hora octava [sobre las cuatro de la tarde.-N. del T.] y no quedando tiempo bastante para que presentara sus razones por las que se debía rechazar la concesión del triunfo a Publio Emilio, solicitaba a los tribunos de la plebe que se aplazara la asamblea para el día siguiente, cuando comenzaría su exposición por la mañana, ya que necesitaría un día entero para hacer su exposición. Los tribunos le dijeron que expusiera en aquel momento y lugar lo que deseara decir. Alargó entonces su discurso hasta el anochecer, recordando a su audiencia el rigor con que se había impuesto el cumplimiento de todos los deberes militares; se les había hecho pasar más trabajos y peligros de los que exigían las circunstancias mientras que, a la hora de las recompensas y distinciones, se había mostrado avaro con ellos; si tal clase de comandantes iban a salirse con la suya, la guerra se volvería más dura y repulsiva para quienes participaban en ella, al no lograr ganancias ni honores ni siquiera al llegar la victoria. Los macedonios estaban mejor que los soldados romanos. Si venían al día siguiente para votar en contra de la resolución, los hombres poderosos comprenderían que no todo depende del general y que algo está también en manos de los soldados. Incitados por este lenguaje, los soldados acudieron al Capitolio en tal número que no quedó sitio para que nadie más diera su voto. Cuando las tribus que fueron llamadas a votar en primer lugar comenzaron a hacerlo en contra de la propuesta, los notables de la Ciudad corrieron a toda prisa hacia el Capitolio, gritando que resultaba indigno aquel proceder. A Lucio Paulo, decían, el vencedor de una guerra tan grande, le estaba siendo robado su triunfo y se estaba dejando a los comandantes a merced de la indisciplina y codicia de la tropa. La corrupción política ya había sido la causa de demasiados crímenes, ¿qué pasaría si se colocaba a los soldados, como amos, por encima de sus comandantes? Todos abrumaron a Galba con sus reproches. Quedó finalmente aplacado aquel tumulto y Marco Servilio, que había sido cónsul y Jefe de la Caballería, rogó a los tribunos que iniciaran nuevamente el proceso y le dieran ocasión de dirigirse al pueblo. Los tribunos se retiraron a deliberar y, por deferencia al prestigio de los príncipes del Senado [«auctoritatibus principum», en el original latino.-N. del T.], se dispusieron a iniciar desde el principio el debate y anunciaron su intención de llamar nuevamente a votar a las tribus que ya lo habían hecho, una vez hubieran expuesto sus opiniones Marco Servilio y cualquier otro ciudadano particular que deseara hacerlo.
[45.37] A continuación comenzó Servilio: «Ciudadanos, si no hubiese ningún otro indicio para apreciar los talentos militares de Lucio Emilio, bastaría para juzgar a tan eminente general el considerar que, teniendo en su campamento soldados tan levantiscos y dispuestos a la sedición, un enemigo personal tan ilustre y emprendedor, tan elocuente como para sublevar a la multitud, no se haya producido en su ejército ningún amotinamiento. El ejercicio severo de esa misma autoridad, que ahora aborrecen, los mantuvo unidos entonces. Sujetos así por la antigua disciplina, ni pronunciaron una palabra sediciosa, ni cometieron actos sediciosos. En cuanto a Servilio Galba, si deseaba ensayar sus fuerzas y acusar a Lucio Paulo dando muestras de su elocuencia, no debía, por lo menos, haberse opuesto a su triunfo; sino por otro motivo, al menos porque el Senado lo había considerado justo y apropiado. Tendría que haber esperado hasta el día siguiente a su triunfo, cuando ya sería un ciudadano particular y podría acusarlo ante un juez, o hasta más tarde, cuando él mismo hubiera asumido las funciones de una magistratura y pudiera llevar a juicio a su enemigo y acusarlo ante el pueblo. De esa manera, se habría recompensado a Lucio Paulo con un triunfo por haber cumplido con su deber al dirigir la guerra con tanta gloria, y se le habría castigado por cualquier acto que hubiera cometido y que fuera indigno de su antigua fama y de su recién adquirida gloria. Pero, ¡mirad!, como nada podía decir para acusarle ni para deshonrarle, trató de mancillar su reputación. Ayer por la tarde pidió todo un día para exponer sus acusaciones contra Lucio Paulo, y empleó las cuatro horas que quedaban del día en su discurso. ¿Qué acusado fue jamás tan culpable que no bastasen tantas horas para enumerar sus crímenes? Y, sin embargo, ¿qué cargos presentó contra Lucio Paulo que este hubiera querido negar si se defendiese?
«Supongamos un momento que se forman dos asambleas: una compuesta por los soldados que sirvieron en Macedonia; la otra imparcial, con el juicio libre de favoritismo o de odio, la asamblea de todo el pueblo romano. Supongamos que el acusado es presentado en primer lugar ante la asamblea de los ciudadanos vistiendo sus togas. ¿Qué dirás tú, Servilio Galba, ante los Quirites de Roma? No podrías entonces decir: «tus puestos de guardia eran demasiado duros y tensos; las rondas de vigilancia de las guardias nocturnas eran incesantes y rigurosas; los trabajos fueron más pesados que antes, pues el propio general hacía las rondas de vigilancia. Durante el mismo día, tuvisteis una marcha y librasteis una batalla; e incluso después de haber logrado la victoria no se os permitió descansar: se os mandó de inmediato en persecución del enemigo. Cuando estaba en su poder el hacerte rico, él decidió llevar el dinero del rey en su triunfo e ingresarlo en el tesoro público». Esta clase de frases puede servir para aguijonear a hombres que piensan que no se ha concedido demasiado a su indisciplina y codicia. Sin embargo, no habría servido de nada con el pueblo romano. Puede que este no recuerde los viejos relatos escuchados de sus padres, las derrotas sufridas por los comandantes que deseaban ser populares y las victorias logradas con una disciplina severa y estricta; pero, en todo caso, no han olvidado aún la última Guerra Púnica, la diferencia entre Marco Minucio, el Jefe de la Caballería, y Quinto Fabio Máximo, el Dictador. Así pues, resulta evidente que el acusador nada habría tenido que decir y que cualquier defensa de Paulo habría resultado superflua. Pero veamos ahora la otra asamblea. Y creo que no os debo llamar Quirites, sino soldados, si al menos ese título os puede provocar algo de rubor y vergüenza por la forma en que habéis insultado a vuestro comandante.
[45,38] «Ahora que imagino estar dirigiéndome al ejército, me siento de un modo muy distinto a unos momentos antes, cuando dirigía mis palabras a los ciudadanos. ¿Qué decir entonces, soldados? ¿Hay un solo hombre en Roma, aparte de Perseo, que no desee que se celebre el triunfo sobre los macedonios, y no lo estáis destrozando con las mismas armas con que vencisteis a los macedonios? El hombre que os impide entrar en triunfo en la Ciudad os habría impedido, de haber estado en su poder, que ganaseis la guerra. Os equivocáis, soldados, si creéis que un triunfo es un honor solo para el general, y no también para los soldados y para todo el pueblo de Roma. No es solo la gloria de Paulo lo que está aquí en juego, pues muchos que no pudieron lograr la sanción del Senado han celebrado el triunfo en el monte Albano; tan imposible es arrebatarle la gloria a Paulo de haber dado fin a la Guerra de Macedonia, como quitársela a Cayo Lutacio por la Primera Guerra Púnica o a Publio Cornelio por la Segunda. Un triunfo no va a disminuir o aumentar la grandeza de Lucio Paulo como comandante: es la justa fama de los soldados y el pueblo de Roma lo que está en cuestión. Procurad que esta acción no se considere como ejemplo de envidia e ingratitud hacia nuestros más nobles ciudadanos y parezca que copiáis a los atenienses, que persiguieron a sus hombres más notables porque celaban de su grandeza. Bastante mal actuaron vuestros antepasados en el caso de Camilo, al que trataron injustamente, sin embargo haberlo injuriado antes de que rescatase la Ciudad de los galos con su mediación; y bastante mal actuasteis vosotros mismos en el caso de Publio Africano. Hemos de enrojecer de vergüenza al recordar que está en Literno la casa y residencia del hombre que dominó África, y que en Literno sea mostrada su tumba. Si la gloria de Lucio Paulo está a la par con la de ellos, no dejéis que se le muestre el mismo trato injusto que a ellos. Comencemos entonces por borrar esa infamia, tan vergonzosa a los ojos de otras naciones como funesta para nosotros mismos; ¿quién desearía parecerse al Africano o a Paulo en una nación que es tan ingrata y hostil para con sus buenos ciudadanos? Y si no se tratase ya de la vergüenza, sino tan solo de la gloria, ¿qué triunfo, os pregunto, no conlleva una gloria que cada romano comparte? Todos aquellos triunfos sobre los galos, sobre los hispanos, sobre los cartagineses, ¿decimos que solo lo han sido de los generales, o de todo el pueblo de Roma? De la misma manera que no lo fueron tanto sobre Pirro o Aníbal, personalmente, como sobre los epirotas y los cartagineses, tampoco lo fueron tanto de Manlio Curio o Publio Cornelio sobre ellos, como de los propios romanos. Y esto es especialmente cierto dicho de los soldados: Con sus coronas de laurel, cada uno con sus condecoraciones, avanzan por la Ciudad invocando su Triunfo y cantando sus alabanzas y las de su comandante. Si en alguna ocasión no se han traído a los soldados de la provincia para el triunfo, han murmurado; pero aun así consideran que han tomado parte en él porque fueron sus manos las que lograron la victoria. Si alguien os preguntase, soldados, por qué razón se os trajo de vuelta a Italia y no se os licenció en cuanto se puso orden en la provincia, por qué habéis venido a Roma en completa formación bajo vuestros estandartes, por qué permanecéis aquí y no os dispersáis a vuestros hogares, ¿qué responderéis, sino que queréis desfilar en el triunfo? Vosotros, sin duda, debíais querer ser vistos como vencedores.
[45,39] «No hace mucho que se celebraron los triunfos sobre Filipo, padre de este hombre, y sobre Antíoco; ambos estaban en el trono cuando tuvieron lugar. ¿No se celebrará el triunfo sobre Perseo, al que se ha traído aquí prisionero con sus hijos? Suponed que Lucio Paulo, vistiendo su toga como un ciudadano más y confundido entre la multitud, contemplara a Lucio Anicio y a Cneo Octavio, cubiertos de oro y púrpura, subiendo en su carro hacia el Capitolio y les preguntara: «¿Quién creéis que merece más el triunfo, vosotros o yo?» Me parece que ambos descenderían avergonzados de sus carros y le entregarían a él sus insignias. ¿Preferís, Quirites, ver antes a Gencio en el triunfo que a Perseo? ¿Preferís que se celebre un triunfo sobre un episodio de la guerra antes que sobre toda ella? Las legiones de Iliria entrarán en la Ciudad llevando sus coronas de laurel, igual que los marineros de la flota. ¿Van a contemplar las legiones de Macedonia el triunfo de los otros después que le hayan negado el suyo? ¿Qué pasará con ese abundante botín, con esos ricos despojos de la victoria? ¿Dónde se guardarán los muchos miles de armas y armaduras arrancadas de los cuerpos de los muertos? ¿Se las devolverá acaso a Macedonia? ¿Dónde irán las estatuas de oro, mármol y marfil, las pinturas, todo el oro, la plata y la inmensa suma de dinero que pertenecía al rey? ¿Se llevarán al tesoro por la noche, como si fueran el producto de un robo? Y entonces, ¿dónde se mostrará al pueblo victorioso el mayor espectáculo de todos: el más rico y famoso de los monarcas, ahora prisionero? La mayoría de nosotros recordamos las multitudes que se reunieron para ver cautivo al rey Sífax, que desempeñó un papel secundario en la Guerra Púnica; ¿y se mantendrá a Perseo, un monarca prisionero, con sus hijos Filipo y Alejandro -cuyos nombres llevaron poderosos monarcas-, fuera de la vista de los ciudadanos? Los ojos de todos los ciudadanos están anhelando ver a Lucio Paulo, cónsul por segunda vez, el vencedor de Grecia, entrando en la Ciudad sobre su carro. Este fue el motivo por el que le hicimos cónsul, para que diera fin a una guerra que, para nuestra vergüenza infinita, se había estado prolongando durante cuatro años. ¿Vamos a negar un triunfo al hombre a quien, cuando la suerte le asignó la provincia, augurábamos la victoria y el triunfo al verlo partir de la Ciudad? ¿Le defraudaremos a él y también a los dioses? Vuestros antepasados los invocaban cuando iniciaban cualquier gran empresa, y también lo hacían cuando las habían llevado a cabo. Cuando un cónsul o un pretor marcha a su provincia con sus lictores, vestidos con el paludamento, recita sus oraciones en el Capitolio; cuando la guerra ha terminado y desfila vencedor en su triunfo hacia el Capitolio, lleva los presentes que les son debidos a los mismos dioses a quienes ofreció las oraciones. No son las víctimas que preceden a su carro la parte menos importante del desfile, para que todos puedan ver que el comandante vuelve para dar gracias a los dioses por los éxitos que han concedido a la República. Tomad todas esas víctimas que ha destinado para su procesión triunfal y sacrificadlas vosotros mismos en otro lugar y momento. ¿Vais a interrumpir, por instigación de Servio Galba, los preparativos para el solemne banquete del Senado, que no tiene por objeto la sola satisfacción de los hombres, sino honrar a los hombres y a los dioses, y que no se puede celebrar en ninguna casa particular ni en ningún edificio no consagrado, sino en el Capitolio? ¿Se cerrarán las puertas de la Ciudad al triunfo de Lucio Paulo? ¿Se dejará a Perseo, el rey de los macedonios, junto con sus hijos, los demás prisioneros y el botín de Macedonia, en el Circo Flaminio? ¿Tendrá que regresar Lucio Paulo a su casa, a su patria, como un ciudadano común mientras que vosotros, centuriones y legionarios, lucís las condecoraciones que Paulo os ha otorgado?
«Escuchad el decreto del Senado, en lugar de las historias que cuenta Servio Galba. Escuchad lo que yo os digo, no lo que os dice él, que nada ha aprendido excepto a hacer discursos con los que solo insulta y calumnia. Yo he luchado veintitrés veces contra el enemigo, respondiendo a desafíos, y de todos ellos me llevé los despojos. Mi cuerpo está cubierto de cicatrices honorables, todas ellas recibidas siempre de frente». Se cuenta que después de esto se desvistió y explicó en qué guerra había recibido cada una de ellas. Mientras las mostraba, dejó al descubierto lo que debe ser ocultado, donde una hinchazón en la ingle provocó la risa de los que estaban más cerca a él. Y entonces continuó: «Esto de lo que os reís lo obtuve cabalgando noche y día, y no me avergüenzo más de esto que de mis otras cicatrices; nunca me han impedido servir a la república fielmente, ni en casa ni en el campo de batalla. He mostrado este cuerpo mío de viejo soldado, herido por la espada, a los más jóvenes. Que Galba se desnude ahora y muestre su piel suave y sin cicatriz alguna sobre ella. «Si os parece bien, tribunos, volved a llamar a las tribus para que voten. Yo, soldados, junto a vosotros…» [falta aquí una hoja del manuscrito en la que constaría el final del discurso de Servilio y la descripción de gran parte del desfile triunfal.-N. del T.]
[45,40] Afirma Valerio Antias que el valor de todo el oro y la plata llevados en la procesión ascendía a ciento veinte millones de sestercios; pero si calculamos en función del número de carros y el peso que cada uno llevaba, el total, sin duda, debió haber superado esa cantidad. También se afirmaba que una segunda suma igual a ésta había sido gastada en la guerra o perdida por el rey durante su huida a Samotracia; y esto resulta aún más sorprendente, ya que todo ese dinero se había acumulado durante los treinta años transcurridos desde el fin de la guerra contra Filipo, ya sea como ganancias de las minas o de otras fuentes de ingresos, de modo que mientras que Filipo siempre anduvo muy corto de dinero, Perseo pudo iniciar su guerra contra Roma con un tesoro desbordante. El último de todos fue el propio Paulo, majestuoso tanto por la dignidad de su persona como por la que le añadían sus años. Tras su carro marchaban muchos hombres distinguidos, entre ellos sus dos hijos, Quinto Máximo y Publio Escipión. Venía luego la caballería, formada por turmas, y detrás los legionarios, formados por cohortes. Los legionarios recibieron cien denarios cada uno, los centuriones el doble y la caballería el triple. Se cree que habría duplicado estas cantidades si no hubieran tratado de arrebatarle el honor, o si al anunciar aquellas cantidades hubieran mostrado su agradecimiento con aclamaciones [hemos de consignar aquí la nota del traductor de la edición de 1889, que dice así: «Paulo Emilio ni siquiera quiso ver aquellos inmensos tesoros que hizo entregar al cuestor para el del Estado. Solamente permitió a sus hijos, que eran amantes del estudio, conservar para ellos los libros de la biblioteca de Perseo. Al distribuir los premios al valor, no dio a su yerno Tuberón más que una copa de plata, de cinco libras de peso, siendo este el primer objeto de este metal que entró en la familia de los Elios. De todos los tesoros de Perseo no entró en casa de Paulo Emilio más que gloria inmortal para su nombre y virtud».-N. del T.].
Perseo, sin embargo, no fue el único ejemplo en aquellos días de triunfo de los cambios repentinos en las fortunas de los hombres. Él, es cierto, fue llevado encadenado a través de la Ciudad de sus enemigos, delante del carro de su vencedor; pero Paulo, resplandeciente en oro y púrpura, también hubo de sufrir. De los dos hijos que mantuvo con él, como herederos de su nombre y de los ritos familiares -pues había dado a dos en adopción-, el más joven, un muchacho de unos doce años, murió cinco días antes de su triunfo, y el mayor, un muchacho de catorce, falleció tres días después. Se les debería haber visto viajando en el carro de su padre, vistiendo la pretexta y anticipando triunfos similares al suyo. Pocos días después, Marco Antonio, un tribuno de la plebe, convocó una reunión de la Asamblea para que Emilio pudiera dirigirse a ella. Siguiendo la costumbre de otros generales, dio cuenta de sus hazañas, resultando su discurso memorable y digno de un dirigente romano:
[45,41] «No creo, Quirites, que ignoréis con cuánta fortuna he servido al interés de la República, ni los dos rayos que estos últimos días han alcanzado mi casa, pues habéis sido testigos de mi triunfo, primero, y después de los funerales por mis hijos; os pido, con todo, que me permitáis comparar, con los sentimientos que me embargan, la prosperidad del Estado y mi suerte personal. A mi salida de Italia, ordené a la flota que partiera de Brindisi al amanecer, llegando a Corfú a los nueve días con todos mis barcos. Cinco días más tarde ofrecía un sacrificio a Apolo en Delfos, en mi propio nombre y en él vuestras flotas y ejércitos. Cuatro días me llevó marchar de Delfos hasta el campamento donde, tras hacerme cargo del ejército, introduje cambios en ciertas cuestiones que suponían una seria interferencia con nuestras posibilidades de victoria. Como el campamento enemigo resultaba inexpugnable y no se podía obligar al rey a combatir, avancé y forcé el paso de Petra, a pesar de la fuerza situada para defenderla. Una vez aquí, obligué al rey a presentar batalla y lo derroté cerca de Pidna. Macedonia se sometió al pueblo romano y terminé en quince días una guerra que, durante cuatro años, tres cónsules antes de mí habían dirigido de tal manera que, al final, entregaban a su sucesor una tarea más difícil de la que habían recibido. Los frutos de esa victoria derivaron en nuevos éxitos: se rindieron las ciudades de Macedonia, cayó en nuestras manos el tesoro real, se capturó al propio rey con sus hijos en un templo de Samotracia, casi como si los dioses nos lo entregasen. Incluso yo empecé a considerar mi buena fortuna como algo excesivo, y por lo tanto desconfié de ella. Temí primero los peligros del mar, mientras embarcaba los tesoros reales hacia Italia y trasladaba a mi ejército victorioso.
«Pero tuvimos una travesía favorable y llegamos a Italia después de todo; no me restaba sino rezar para que se cumpliera mi ardiente deseo de que el acostumbrado giro de la fortuna afectara a mi casa y no a la República. Espero, por tanto, que vuestra prosperidad futura haya quedado asegurada gracias a mi extraordinario infortunio. Como si el destino se burlase de mí, hube de celebrar mi triunfo entre la muerte de mis dos hijos. Tanto Perseo como yo podemos ser tomados como ejemplos notables de la inconstancia de la Fortuna. Siendo él mismo un cautivo, ha visto a sus hijos conducidos delante de él como prisioneros, pero, con todo, sanos y salvos; yo, que he triunfado sobre él, después del funeral de uno de mis hijos desfilé sobre mi carro hasta el Capitolio, regresando para encontrarme al otro a punto de morir. De todos mis hijos, ninguno queda para llevar el nombre de Lucio Emilio Paulo; pues aunque tuve una familia numerosa, ya no queda más Paulo que yo mismo [tuvo, en total, siete hijos.-N. del T.], dos fueron adoptados por las familias Cornelia y Fabia [el mayor de sus hijos, Quinto Fabio Máximo Emiliano, fue cónsul en el 145 a.C. y vencedor de Viriato en una ocasión del año siguiente; el segundo de ellos fue Publio Cornelio Escipión Emiliano, futuro destructor de Cartago en el 146 a.C. y de Numancia en el 133 a.C., nieto adoptivo de Publio Cornelio Escipión Africano.-N. del T.]. Sin embargo, vuestra felicidad y la prosperidad de la República me consuelan de la ruina de mi casa». La entereza mostrada durante este discurso produjo entre su audiencia una impresión mucho mayor que si hubiera irrumpido en lágrimas lamentándose por su pérdida.
[45.42] En las calendas de diciembre [el 1º de diciembre.-N. del T.], Cneo Octavio celebró un triunfo naval sobre el rey Perseo. Ese triunfo se celebró sin cautivos y sin botín. Entregó setenta y cinco denarios a cada miembro de la tripulación, los pilotos recibieron el doble y los capitanes el cuádruple. Se convocó después una reunión del Senado y los senadores decidieron que Quinto Casio debería llevar a Perseo y a su hijo Alejandro a Alba, donde permanecerían bajo custodia. Al rey se le permitió conservar su séquito, su dinero, su vajilla de plata, su mobiliario y sus enseres. Bitis, el hijo de Cotis, rey de los tracios, fue enviado junto con los rehenes a Carseoli [a unos 5 km de la actual Caroli.-N. del T.], para quedar allí internados. El resto de los cautivos que habían desfilado en la procesión triunfal fueron encerrados en prisión. A los pocos días, llegó una embajada de Cotis llevando una suma de dinero para el rescate de su hijo y de los restantes rehenes. Recibieron audiencia del Senado, donde pronunciaron un discurso en el que adujeron, sobre todo, que Cotis no había ayudado a Perseo por su propia voluntad, sino que se le había obligado a entregar rehenes, por lo que imploraban que les permitiera rescatarlos por la suma que fijaran los propios senadores. El Senado encargó al pretor darles la siguiente respuesta: «Que el Senado tenía en cuenta las relaciones de amistad que habían existido entre Roma y Cotis, así como con los antepasados de Cotis y la nación Tracia. La misma entrega de los rehenes era el delito y no se podía alegar como excusa, pues los tracios no tenían nada que temer de Perseo estando en paz, y mucho menos cuando estaba enfrascado en una guerra contra Roma. No obstante, aunque Cotis hubiera preferido el favor de Perseo a la amistad de Roma, esta se comportaría más en consonancia a lo que correspondía a su propia dignidad que a los méritos del rey y le devolvería a su hijo y a los rehenes. Los beneficios del pueblo romano eran gratuitos; prefería dejar el valor del rescate a criterio de los corazones de aquellos que los recibían en lugar de fijar una cantidad por ellos. Se nombró tres comisionados, Tito Quincio Flaminio, Cayo Licinio Nerva y Marco Caninio Rebilo, para llevar a los rehenes de vuelta a Tracia, recibiendo cada uno de los embajadores tracios un regalo de dos mil ases. Bitis, con el resto de los rehenes, fue hecho venir desde Carseoli y enviado con su padre. Los barcos del rey, que eran los mayores que jamás se hubiesen visto hasta entonces, fueron llevados al Campo de Marte.
[45,43] Estando aún fresco en la mente de todos, y casi ante su vista, el triunfo sobre Macedonia, Lucio Anicio celebró su triunfo sobre Gencio y los ilirios en día de las Quirinalias [el 17 de febrero.-N. del T.] El espectáculo en su conjunto mostró un aspecto parecido al del triunfo de Paulo, pero no igual en sus detalles. El propio general era un hombre de menor categoría, y el pueblo comparaba la posición de la casa de Anicio y su autoridad como pretor con el alto linaje de Emilio y su cargo de cónsul; y no cabía comparación entre Gencio y Perseo, o entre los ilirios y los macedonios, ni entre los despojos y riquezas llevadas en las dos procesiones o la cantidad entregada como donativo a los soldados en ambos ejércitos. Pero aunque el reciente triunfo eclipsaba a este, quedaba claro para los espectadores que, en sí mismo, no resultaba en absoluto despreciable. Los ilirios eran un pueblo formidable, tanto por tierra como por mar, que se sentían seguros en sus posiciones fortificadas, y Anicio los había sometido en un par de días, capturando al rey y a toda su familia. Se llevaron en la procesión muchos estandartes capturados, junto con otros despojos y los muebles del palacio, veintisiete libras de oro y diecinueve de plata, además de trece mil denarios y ciento veinte mil piezas de moneda iliria de plata [8,83 kilos de oro y 6,21 kilos de plata sin labrar; las monedas pesarían 50,7 kilos, los denarios, y 516 kilos de plata, en caso de que se tratase de dracmas alejandrinos.-N. del T.]. Ante su carro caminó Gencio con su esposa e hijos, su hermano Caravancio y varios nobles ilirios. Además del botín, cada legionario recibió cuarenta y cinco denarios, los centuriones el doble y la caballería el triple. Anicio entregó a los aliados latinos tanto como a los romanos, recibiendo los marineros lo mismo que los soldados de infantería. La tropa marchó con mucha más alegría en este triunfo, siendo el propio general objeto de muchos cantos laudatorios. Según Antias, se obtuvo la cantidad de doscientos mil sestercios por la venta de aquel botín, además del oro y la plata depositados en el tesoro, aunque no me queda claro cómo se consiguió esta cifra; me limito a citar lo que declara este autor, sin darlo como un hecho cierto. Un senadoconsulto dispuso que Gencio, con su esposa, hijos y hermano, quedara internado en Espoleto [la antigua Spoletium.-N. del T.]; el resto de cautivos quedó encarcelado en Roma. Como los espoletinos se negaron a responsabilizarse de su custodia, la familia real fue trasladada a Gubbio [la antigua Iguvium, en la Umbría.-N. del T.]. El resto del botín de Iliria estaba compuesto por doscientos veinte lembos. El Senado ordenó a Quinto Casio que los distribuyese entre los corcireos, los apoloniatas y los dirraquinos.
[45.44] Los cónsules para el año no habían hecho nada digno de mención en Liguria; el enemigo no salió en campaña, por lo que se limitaron a devastar el país. Volvieron a Roma para las elecciones, resultando elegidos el primer día Marco Claudio Marcelo y Cayo Sulpicio Galo como cónsules -para el 166 a.C.-. Al día siguiente tuvo lugar la elección de los pretores, siendo elegidos Lucio Julio, Lucio Apuleyo Saturnino, Aulo Licinio Nerva, Publio Rutilio Calvo, Publio Quintilio Varo y Marco Fonteyo. Respectivamente, las provincias asignadas a cada uno fueron: las dos preturas, las dos provincias de Hispania, Sicilia y Cerdeña [la pretura urbana siempre precede en orden e importancia a la peregrina; así mismo, la Hispania Citerior precede siempre a la Ulterior.-N. del T.]. Este año fue intercalar, añadiéndose los días adicionales a continuación de los Terminalia [el 23 de febrero; ver Libro 43,11 sobre los Terminalia.-N. del T.]. Uno de los augures, Claudio Cayo, murió este año; los augures eligieron a Tito Quincio Flaminio en su lugar; murió también Quinto Fabio Pictor, flamen de Quirino. Aquel mismo año llegó a Roma Prusias con su hijo Nicomedes. Entró en la Ciudad con un gran séquito y se dirigió por las calles hasta el tribunal de Quinto Casio, el pretor. Como le rodeara una gran multitud, declaró que había venido para venerar a los dioses de la Ciudad, saludar al Senado y al pueblo de Roma y a felicitarlos por su victoria sobre Perseo y Gencio, así como por el incremento de sus dominios al someter a los macedonios y los ilirios. Al informarle el pretor de que el Senado le concedería una audiencia aquel mismo día, si lo deseaba, solicitó que se le permitiera una espera de dos días para poder visitar los templos de los dioses, ver la Ciudad y efectuar visitas a sus anfitriones y amigos. Lucio Cornelio Escipión, el cuestor que había sido enviado a reunirse con él en Capua, fue nombrado como guía suyo, alquilándose una residencia donde él y su séquito pudieron encontrar un amplio alojamiento. Tres días después recibió audiencia del Senado. Tras felicitar a los senadores por la victoria, enumeró sus propios servicios durante la guerra y pidió permiso para sacrificar diez víctimas adultas en el Capitolio, como cumplimiento de un voto, y una a la Fortuna en Palestrina; había ofrecido estos votos por la victoria de Roma. También pidió que se renovara la alianza con él y que se le concediera un territorio capturado a Antíoco, que los romanos aún no habían asignado a nadie y que estaba ocupado por los galos. Por último, encomendó a su hijo bajo el cuidado y protección del Senado.
Todos cuando habían desempeñado el mando en Macedonio apoyaron sus peticiones y, con una sola excepción, todas le fueron concedidas. Con respecto al territorio, sin embargo, se le dijo que se enviaría una comisión para investigar la cuestión de su propiedad. Si el territorio resultase pertenecer a Roma y no se le hubiera concedido a nadie, consideraban que nadie resultaba más merecedor de aquel que Prusias. No obstante, si resultaba que no había pertenecido a Antíoco y, por lo tanto, que no había pasado a ser propiedad del pueblo romano, o si había sido asignado a los galos, Prusias debería disculpar que el pueblo romano no le quisiera hacer un regalo en perjuicio de otros. Nadie puede recibir con agrado un regalo cuando sabe que el donante se lo puede quitar cuando quiera. El Senado aceptó la recomendación de su hijo Nicomedes; el cuidado con que el pueblo de Roma protegía a los hijos de los monarcas amigos se demostró en el caso de Tolomeo, el rey de Egipto. Con esta respuesta se despidió a Prusias. Se ordenó que se le entregaran regalos por valor de . . . sestercios y vasos de plata con un peso de cincuenta libras [16,35 kilos.-N. del T.]. El Senado decidió también que se debían hacer a Nicomedes regalos por el mismo valor que los realizados a Masgaba, el hijo de Masinisa, y que las víctimas para los sacrificios y los demás requisitos para estos, tanto si deseaba ofrecerlos en Roma como en Palestrina, le serían proporcionados al rey por el erario público, igual que en el caso de los magistrados romanos. De la flota que estaba en Brindisi, se le asignaron veinte buques para que dispusiera de ellos. Hasta que el rey hubiera llegado a la flota que le habían regalado, Lucio Cornelio Escipión le acompañaría constantemente y sufragaría todos los gastos suyos y de su séquito. Dicen que el rey quedó maravillado con la amabilidad que el pueblo romano había mostrado hacia él; rehusó aceptar cualquier regalo para sí mismo, pero ordenó a su hijo que aceptara los que le hacía el pueblo romano. Esto es lo que cuentan nuestros historiadores sobre Prusias. Polibio sostiene que el rey no era digno de la majestad de su título real; solía acudir a las reuniones con los embajadores tocando su cabeza en el píleo [el gorro distintivo de los libertos.-N. del T.], con la cabeza rapada y presentándose como un liberto del pueblo de Roma, vistiendo las ropas distintivas de aquel estamento social. En Roma, también, cuando entró en el Senado, se postró y besó el umbral y llamó a los senadores sus dioses protectores, expresándose en el resto de su discurso de manera menos aduladora para su audiencia que deshonrosa para sí mismo. Después de una estancia de no más de treinta días en la Ciudad y sus cercanías, marchó hacia su reino. En Asia, se inició una guerra entre Eumenes y los galos. . . [falta el final del capítulo y del libro, aunque no serían más que unas pocas líneas.-N. del T.].