La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro cuadragesimocuarto
La batalla de Pidna y la caída de Macedonia.
[44,1] -169 a.C.- Al principio de la primavera siguiente al invierno en que sucedieron los hechos anteriores, llegó a Brindisi el cónsul Quinto Marcio Filipo, con los cinco mil hombres que debían reforzar sus legiones. Marco Popilio, un ex cónsul, y algunos jóvenes de nacimiento igualmente noble, acompañaron al cónsul como tribunos militares de las legiones en Macedonia. Cayo Marcio Fígulo, que estaba al mando de la flota, llegó a Brindisi al mismo tiempo que el cónsul, dejando ambos Italia juntos. Al día siguiente llegaron a Corfú y al otro arribaron a Accio, puerto marítimo de Acarnania. El cónsul desembarcó en Ambracia y se dirigió por tierra hacia Tesalia. Fígulo navegó hasta doblar el Léucate y pasó por el golfo de Corinto. Dejando su barco en Creusa, atravesó el centro de Beocia -en una marcha de un día sin llevar los bagajes- para unirse a la flota en Calcis. Aulo Hostilio tenía por entonces su campamento cerca de Paleofarsalo, en Tesalia. No había librado ninguna acción importante pero, no obstante, sí se había enfrentado con la licenciosidad y desorden de sus soldados, llevándolos a un estado de completa disciplina militar, comportándose honorablemente con los aliados y protegiéndolos de injusticias y desmanes. Al enterarse de la llegada de su sucesor, pasó una cuidadosa revista de las armas, los hombres y los caballos, y marchó con su ejército completamente equipado para encontrarse con el cónsul. Su primera reunión estuvo acorde con el rango de ambos y su condición de romanos, trabajando posteriormente en perfecta armonía mientras el procónsul permaneció junto al ejército.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
Pocos días después, el cónsul se dirigió a sus tropas. Empezó hablándoles del parricidio cometido por Perseo contra su hermano y el planeado contra su padre, pasando luego a describirles cómo se había apoderado del trono tras su crimen, recurriendo al veneno y el derramamiento de sangre; les contó cómo había tramado un infame complot contra Eumenes, cómo había injuriado al pueblo romano y cómo había saqueado las ciudades de los aliados de Roma, violando el tratado existente entre ellos. En la ruina de sus empresas vería cuán odiosa resultaba a los dioses aquella conducta suya; pues los dioses otorgaban su favor a la piedad y a la fidelidad del pueblo romano, con la que tan alta posición en el mundo habían logrado. Hizo luego una comparación entre la fuerza de Roma, que abarcaba ya el mundo entero, y la de Macedonia, ejército contra ejército. «¡Cuánto mayores -exclamó- fueron las fuerzas de Filipo y Antíoco! y aun así quedaron destrozadas por ejércitos no más fuertes que estos nuestros de hoy».
[44,2] Después de encender los ánimos de sus hombres mediante una arenga de este estilo, consultó con su personal sobre la estrategia a seguir en la guerra. También estuvo presente Cayo Mario, el pretor, quien había asumido el mando de la flota. Se decidió no perder más tiempo en Tesalia y avanzar de inmediato hacia Macedonia, mientras el pretor lanzaba al mismo tiempo ataques navales contra la costa enemiga. Tras despedir al pretor, el cónsul dio órdenes a los soldados para que llevaran suministro de trigo para un mes. Diez días después de asumir el mando del ejército, levantó el campamento y, al final de la primera jornada de marcha, reunió a los guías y les pidió que explicaran al Consejo qué ruta elegiría cada uno de ellos. Una vez que los guías se hubieron retirado, preguntó al Consejo cuál consideraba que era la mejor. Algunos preferían la ruta que atravesaba Pitoo; otros estaban a favor de seguir la ruta que atravesaba los montes Cambinios, y que había empleado el cónsul Hostilio el año anterior, mientras que otros se decantaban por seguir la orilla del lago Ascúride [por la actual Nezero, pues el lecho del lago está hoy desecado.-N. del T.]. Como todas estas rutas compartían un considerable tramo, se aplazó la decisión hasta que se llegase el punto en que divergían. Marchó desde allí hacia Perrebia, viniendo a acampar entre Azoro y Dolique, donde celebró una segunda consultar para ver cuál era la mejor ruta a seguir. Durante todo este tiempo Perseo había tenido noticias de que el enemigo se aproximaba, pero no sabía qué ruta iba a tomar. Decidió apostar destacamentos en todos los pasos y envió a diez mil de infantería ligera, bajo el mando de Asclepiódoto, para ocupar la cima de los montes Cambunios, cuyo nombre local es Volustana [y que hoy es Vigla.-N. del T.]. Situó a Hipias, con doce mil macedonios, defendiendo el paso desde un puesto fortificado que domina el lago Ascáride, en un lugar llamado Lapatunte [próximo a la actual Rapsani.-N. del T.]. El propio Perseo, con el resto de sus fuerzas, acampó primero en las proximidades de Dión. Una vez aquí, pareciendo casi como si no supiera qué hacer y estuviera falto de ideas, dio en recorrer la costa con la caballería ligera hacia Heraclea, unas veces, o hacia Fila en otras, regresando luego a Dión sin detenerse.
[44.3] Mientras tanto, el cónsul había tomado la decisión de marchar a través del desfiladero próximo a Otolobo [en lo que hoy es Cuculi; seguimos la edición de Gredos cuando nos precisa que no es la misma que aparece en el libro XXXI, 36.-N. del T.] donde había fijado su campamento el general del rey; no obstante, mandó por delante a cuatro mil hombres armados para que ocupasen las posiciones más ventajosas, bajo el mando de Marco Claudio y Quinto Marcio, el hijo del cónsul. El resto de las fuerzas les siguieron muy poco después. El camino, sin embargo, era tan difícil, áspero y pedregoso que las tropas ligeras enviadas por delante apenas pudieron cubrir quince millas [22200 metros.-N. del T.] en dos días y con gran dificultad, estableciendo su campamento para descansar en un lugar llamado Diero. Al día siguiente avanzaron siete millas [10360 metros.-N. del T.] y, después de apoderarse de una posición elevada no muy lejos del campamento enemigo, enviaron noticia al cónsul de que habían encontrado al adversario y que se habían situado en un lugar seguro, en una posición extremadamente ventajosa, y que se diera prisa en acudir a la mayor velocidad posible. El mensajero encontró al cónsul en el lago Ascúride, bastante inquieto por la dificultad de la ruta que había elegido y, también, por el destino de aquellas pocas tropas que había mandado por delante, hacia las posiciones ocupadas por el enemigo. Se sintió muy aliviado al escuchar el mensaje que le mandaron y, marchando con todas sus fuerzas, las reunió a todas acampando sobre la ladera de la altura más ventajosa. Su altura era tal que dominaba visualmente no solo el campamento enemigo, que no estaba a más de una milla de distancia, sino todo el territorio hasta Dión y Fila, así como la extensa línea costera. El ánimo de los soldados se entusiasmó al ver ante ellos, y tan próximos, todo el escenario de la guerra, las fuerzas del rey y el territorio enemigo. Urgieron al cónsul para que les llevara de inmediato contra el enemigo, pero él les dio todavía un día de descanso tras los esfuerzos de la marcha. Al día siguiente, dejando un destacamento para vigilar el campamento, los condujo a la batalla.
[44,4] Hipias, que recientemente había sido enviado por el rey para guardar el paso, tan pronto como vio el campamento romano sobre aquella altura dispuso a sus hombres para la batalla y marchó al encuentro de la columna enemiga que se aproximaba. Los romanos entraron en combate expeditos de equipo; las fuerzas enemigas también eran ligeras; estas tropas eran las más adecuadas para iniciar la acción. Al llegar al alcance una fuerza de la otra, inmediatamente descargaron sus proyectiles; muchos resultaron heridos, pero solo murieron unos cuantos. Al día siguiente se enzarzaron con más fuerzas y más encarnizamiento; de haber habido más espacio para desplegar sus líneas se habría librado una acción decisiva. La cumbre de la montaña, estrechándose hacia la cumbre en forma de cuña, apenas dejaba espacio para formar un frente de más de tres filas de combatientes por cada lado. Así, mientras solo unos pocos combatían en la práctica, los demás, especialmente la infantería pesada, permanecían en su sitio y miraban. La infantería ligera era capaz de avanzar, corriendo a través de las revueltas de la montaña, y atacar los flancos de la infantería ligera enemiga, tanto donde el terreno resultaba favorable como donde no. La noche puso fin a un combate donde más resultaron heridos que muertos.
Al día siguiente, el comandante romano tuvo que adoptar una determinación decisiva. Permanecer en lo alto de la montaña resultaba imposible; también le era imposible retirarse sin deshonor, e incluso sin peligro en caso de que el enemigo le atacara desde un terreno más elevado. Solo le quedaba un curso de acción para corregir el atrevimiento de su acción: seguir con la osadía que le había llevado a entrar en ella, cosa que a veces resulta ser lo más prudente. A tal punto habían llegado las cosas que, si el cónsul hubiera tenido como enemigo a uno de los antiguos reyes de Macedonia, podría haber sufrido una aplastante derrota. Sin embargo, mientras el rey cabalgaba con su caballería por Dión, a lo largo de la costa, y casi podía oír a doce millas de distancia el ruido y fragor de los combates, no reforzó su línea mediante el envío de tropas nuevas que relevaran a las que habían soportado el peso del combate, ni -lo más importante de todo- hizo él mismo acto de presencia en el campo de batalla. El comandante romano, por el contrario, con más de sesenta años de edad y excesivo peso sobre él, cumplió en persona y con energía inagotable todas sus obligaciones militares. Sostuvo tenazmente hasta el final la misma audacia que mostró al principio: dejando a Popilio para que guardase la cubre, él se dispuso a cruzar la cordillera y envió hombres para abrir un camino por donde antes no había sino caminos impracticables. Ordenó a Atalo y Misagenes que cubrieran con contingentes de sus dos pueblos a los que abrían paso por el desfiladero. La caballería y los bagajes formaron la vanguardia de la columna, siguiéndoles el cónsul con sus legiones.
[44,5] Es imposible describir la fatiga y la dificultad que experimentaron al bajar la montaña, con constantes caídas de animales e impedimenta. Apenas habían recorrido cuatro millas [5920 metros.-N. del T.], cuando lo único que habrían deseado, de haber sido posible, era regresar a su punto de partida. Los elefantes provocaron casi tanto desorden en la columna como podría haberlo hecho el enemigo; cuando llegaban a sitios por los que no podían cruzar, tiraban a sus conductores y provocaban gran terror con sus horrísonos barritos, especialmente entre los caballos, hasta que finalmente se encontró el modo de hacerlos avanzar. Se calculó la inclinación de la pendiente y se hincaron firmemente por su parte inferior dos fuertes y largas estacas, separadas entre sí un poco más que el largo del animal. En la parte superior de los maderos colocaron tablas de unos treinta pies de largo [8,88 metros.-N. del T.], formando como una plataforma, y las cubrieron con tierra. Se construía otra plataforma similar a poca distancia, luego una tercera y así sucesivamente donde el descenso resultase abrupto. El elefante pasaba a la plataforma desde terreno firme y, justo antes de que llegase a su extremo, se cortaban las estacas, de manera que caía la plataforma y el animal se veía obligado a dejarse deslizar con suavidad hasta la siguiente. Algunos elefantes lo hacían afianzándose sobre sus patas y otros sentándose sobre sus cuartos traseros. Le hacían entonces experimentar otra caída, semejante a la primera, y de este modo lograron llevar a los elefantes hasta un terreno más nivelado.
Los romanos avanzaron poco más de siete millas [10360 metros.-N. del T.] aquel día. Muy poco de este camino fue recorrido con sus pies; progresaron, en su mayor parte, echándose a rodar con sus armas y el resto del equipo de la manera más penosa e incómoda; tanto fue así que incluso el propio general responsable de la elección de la ruta tuvo que admitir que todo el ejército podría haber sido aniquilado por un pequeño grupo de atacantes. Al caer la noche llegaron a una pequeña llanura encerrada por todos lados. Habían llegado finalmente a un terreno que les ofrecía una superficie sólida de apoyo, aunque no les quedó mucho tiempo para explorar los alrededores y ver cuán expuesta era su situación. Al día siguiente tuvieron que esperar a Popilio y a sus tropas en este valle; también a estos hombres, aunque no fueron amenazados por el enemigo, las dificultades del descenso los dejaron malparados como si fueran un adversario. El ejército, nuevamente reunido, marchó al día siguiente a través del desfiladero al que los lugareños llaman Calipeuce [«Pinar Hermoso»; está al sur del monte Olimpo y al norte del lago Ascúride.-N. del T.]. Al cuarto día, descendieron por un camino tan escarpado como el anterior, pero la experiencia adquirida se lo hizo más fácil y se mostraron más confiados, tanto por la ausencia del enemigo como por su cercanía al mar. Una vez alcanzado terreno llano, establecieron su campamento entre Heracleo y Libetro. La mayor parte de la infantería ocupaba un terreno elevado; aquella parte de la llanura donde situó sus tiendas la caballería quedó rodeada por una empalizada.
[44,6] Se cuenta que el rey estaba tomando un baño cuando le llegó la noticia de la llegada del enemigo. Al oírlo, saltó aterrorizado de su bañera y salió corriendo, gritando que le habían vencido sin lucha. En medio de su pánico, empezó a tomar disposiciones y a dar órdenes contradictorias; envió a dos amigos suyos, uno a Pela para arrojar al mar los tesoros guardados en Faco, y el otro a Tesalónica para que prendiese fuego a los astilleros. Llamó de vuelta a Asclepiódoto e Hipias, y a sus tropas, de las posiciones que ocupaban y dejó abiertas al enemigo todas las vías de aproximación a Macedonia. Todas las estatuas de oros fueron retiradas de Dión para impedir que cayeran en manos del enemigo, obligando a sus habitantes a trasladarse a Pidna. Así, lo que podría haberse considerado una imprudencia por parte del cónsul, al avanzar hacia un lugar del que no cabía retirarse si el enemigo no quería, quedó en realidad como un acto de audacia cuidadosamente planificado. Los romanos tenían dos pasos por los que podían salir de su posición actual: uno a través de Tempe, hacia Tesalia, y el otro dejando a un lado Dión y entrando en Macedonia; ambos estaban guardados por tropas del rey. Por consiguiente, de haber habido un defensor intrépido que hubiese aguantado sin echarse a templar lo que a primera vista parecía una amenaza que se aproximaba, a los romanos no les habría quedado ninguna ruta de retirada abierta, por Tempe hacia Tesalia, ni posibilidad de hacerse llevar suministros; el paso de Tempe, en efecto, resulta difícil de atravesar aún sin estar ocupado por un enemigo: Además de la estrechez del camino durante cinco millas, en el que apenas hay espacio para un animal cargado, existen a ambos lados escarpados acantilados, tan vertiginosos que no se puede mirar hacia abajo sin marearse de vista y ánimo. Se suma al temor, el rugir y la profundidad del río Peneo, que fluye por el centro de la garganta. Este terreno, tan hostil por naturaleza, estaba guardado por destacamentos de tropas del rey en cuatro lugares diferentes. Uno de ellos estaba situado en la boca del paso, junto a Gono; el segundo estaba en Cóndilo, una fortaleza inexpugnable; el tercero estaba en Lapato, al que ellos llaman Carax; el cuarto estaba sobre el camino, a la altura de la mitad del valle y donde es más estrecho, en aquella posición incluso solo diez hombres armados podrían defenderlo con éxito.
Estando así cortados tanto su aprovisionamiento como su propio regreso a través de Tempe, debían tomar el camino de vuelta hacia las montañas por las que habían llegado. Antes habían escapado a la observación del enemigo; ahora no podrían hacerlo, con sus tropas dominando las alturas, y las dificultades experimentadas destruirían todas sus esperanzas. No quedaba más opción en esta aventura temeraria que abrirse paso entre el enemigo hacia Dión y entrar en Macedonia; esto, si los dioses no habían privado al rey de su sentido común, era también una tarea de enorme dificultad. Las estribaciones de Olimpo dejaban una anchura de solo una milla entre la montaña y el mar. La mitad de este espacio está ocupado por los anchos pantanos de la desembocadura del río Potoki [el antiguo Bafiro.-N. del T.], el resto del terreno está ocupado en parte por el templo de Júpiter y en parte por la propia ciudad. El poco espacio restante podría haberse bloqueado mediante un pequeño foso y una empalizada; había por los alrededores tal cantidad de piedras y madera que incluso se podría haber construido un muro y levantar unas torres. Cegado por el súbito peligro, el rey no tomó en consideración ninguna de estas opciones; retiró sus guarniciones, dejando todos los lugares abiertos e indefensos, y huyó a Pidna.
[44,7] El cónsul vio que la conducta insensata y cobarde de su enemigo eran la mayor garantía de seguridad y la mayor esperanza para él y su ejército. Envió un mensajero de vuelta a Larisa con órdenes para Espurio Lucrecio de que se apoderase de las posiciones fortificadas, que el enemigo había abandonado alrededor de Tempe, enviando a Popilio a reconocer los pasos en los alrededores de Dión. Cuando comprobó que todo el territorio estaba libre en todas direcciones, avanzó y tras marchar durante dos días llegó a Dión. Ordenó que buscara un lugar para el campamento debajo mismo del templo, de manera que en modo alguno se pudiera violar la santidad del lugar. Él entró en la ciudad, encontrando que, aunque no era muy grande, estaba sin embargo muy bien dotada de lugares públicos, multitud de estatuas y muy bien fortificada; le costó trabajo creer que el abandono sin motivo de tanta riqueza y esplendor no escondiera alguna trampa. Después de pasar un día entero explorando a fondo los alrededores, reanudó su avance y, en la creencia de que tendría un abundante suministro de grano en Pieria, marchó hasta el río Mavroneri [el antiguo río Mitis.-N. del T.] y siguió la marcha al día siguiente hasta llegar a Agasas [pudiera tratarse de Paleostene, al norte de Pidna.-N. del T.]. Su población se rindió y él, para producir una impresión favorable al resto de los macedonios, se contentó con exigir rehenes y abandonó la ciudad sin ponerle guarnición, prometiendo que los ciudadanos estarían exentos de tributos y vivirían bajo sus propias leyes. Una marcha de un día lo llevó hasta el río Krasupoli [el antiguo Ascordo.-N. del T.], a cuyas orillas acampó. Como veía que cuanto más se alejaba de Tesalia más difícil le resultaba obtener suministros de cualquier clase, regresó a Dión, sin que a nadie le quedase dudas sobre cuánto habría tenido que sufrir si hubiera perdido su vía de suministros desde Tesalia, dado el peligro de alejarse demasiado de ella. Perseo reunió a todas sus tropas, junto con sus generales, y lanzó severos reproches sobre los comandantes de las guarniciones, sobre todo contra Asclepiódoto e Hipias, diciendo que habían entregado las llaves de Macedonia a los romanos, acusación que nadie merecía más que él mismo. Cuando el cónsul divisó la flota que venía de alta mar, concibió la esperanza de que trajeran suministros, pues tenía gran escasez de alimentos y casi se habían agotado. Sin embargo, por los que ya habían atracado en el puerto supo que los buques de carga se habían quedado atrás, en Magnesia. Indeciso sobre qué hacer -a tal punto era imprescindible lidiar con las dificultades de la situación, aparte de lo que el enemigo pudiera hacer para agravarla-, le fue entregada una carta de Espurio Lucrecio en la que le decía que había descubierto que las fortalezas que dominaban el valle de Tempe, así como las que estaban en los alrededores de Fila, tenían abundancia de trigo y otros suministros necesarios.
[44,8] El cónsul sintió una gran satisfacción al recibir esta información y marchó desde Dión a Fila, para reforzar la guarnición allí y, al mismo tiempo, distribuir trigo entre sus soldados, pues su transporte por mar se efectuaba con lentitud. Este movimiento provocó comentarios nada favorables. Algunos dijeron que se había retirado por temor al enemigo, pues de haberse quedado en Pieria habría tenido que presentar batalla. Otros sostenían que, ignorando los constantes cambios de la fortuna, había desperdiciado cuantas ocasiones se presentaron, escapándose entre sus dedos unas oportunidades que no se volverían a presentar. Al abandonar Dión despertó al enemigo que, entonces por primera vez, se dio cuenta de la necesidad de recuperar lo que anteriormente había perdido por su propia culpa. Cuando se enteró de la retirada del cónsul, Perseo regresó a Dión, reparó cuanto había sido destrozado y saqueado por los romanos, repuso las almenas caídas, reforzó las murallas en todas partes y, finalmente, asentó su campamento a cinco millas de la ciudad, a este lado del río Mavrolongo [o sea, a 7400 metros; el río es el antiguo Elpeo.-N. del T.]. Este río es sumamente peligroso de cruzar, lo que sirvió para proteger su campamento. Nace al pie del monte Olimpo y en verano es un arroyo de poco caudal; pero cuando se crece por las lluvias del invierno, se precipita sobre las rocas con enormes remolinos y produce pozas profundas y orillas escarpadas, al ir vaciando el lecho por la parte central. Creyendo Perseo que este río detendría el avance del enemigo, tenía intención de dejar pasar el resto del verano. Mientras tanto, el cónsul envió a Popilio con dos mil hombres desde Fila a Heracleo. Este lugar está a unas cinco millas de Fila, a medio camino entre Dión y Tempe, situado sobre un saliente que domina un río [el Apilas.-N. del T.].
[44,9] Antes de que Popilio iniciara el asalto, trató de convencer a los magistrados y notables para que pusieran a prueba la buena fe y la clemencia de los romanos antes que su fuerza. Sus consejos no surtieron ningún efecto en ellos, pues en la distancia podían ver los fuegos del campamento del rey junto al Mavrolongo. Comenzó entonces el ataque por tierra y por mar, pues la flota estaba apostada frente a la costa, tanto mediante asaltos directos como mediante el empleo de máquinas de asedio y artillería. Algunos jóvenes romanos adaptaron unos juegos de circo a las necesidades de la guerra y llegaron de este modo al pie de la muralla. Antes de la actual costumbre extravagante de llenar el circo con animales traídos de todas partes del mundo, se tenía costumbre de practicar varias formas de diversión, pues entre las carreras de carros y los caballistas acróbatas apenas se cubría poco más de una hora. Entre otras exhibiciones, se solían presentar grupos de unos sesenta jóvenes, aunque en juegos más elaborados llegaban a ser mayores, completamente armados. En parte representaban un ejército en batalla y en parte se entregaban a combates vistosos con movimientos más hábiles, que más que militares se parecían a los combates de gladiadores Después de ejecutar varias maniobras, formaron un cuadro compacto con sus escudos sobre sus cabezas, juntando unos con otros; los de la fila frontal los mantenían erectos; los de la segunda, ligeramente inclinados; los de la tercera y cuarta, más y más inclinados; finalmente, los de la última fila hacían rodilla en tierra. De esta manera, formaron una «tortuga» [testudo, en el original latino.-N. del T.], que se inclinaba como el techo de una casa. Desde una distancia de cincuenta pies [14,8 metros.-N. del T.], dos hombres totalmente armados corrían hacia delante y, fingiendo acometerse el uno al otro, ascendían desde la parte inferior hasta la superior de la «tortuga», apoyándose en los escudos estrechamente unidos; así, aparentaban en un momento asumir una actitud desafiante sobre los bordes, para luego correr por en medio como si saltaran sobre terreno sólido.
Un testudo formado de esta manera se acercó hasta la parte más baja de la muralla. Cuando los soldados que estaban montados sobre aquel se acercaron hasta la muralla se encontraron a la misma altura que los defensores; una vez expulsados estos, dos manípulos lograron saltar dentro en la ciudad [unos 320 hombres.-N. del T.]. La única diferencia, respecto al juego de circo, fue que los de la primera fila y los de los laterales no pusieron sus escudos encima de sus cabezas, por temor a exponerse, manteniéndolos al frente como en una batalla. De esta manera no resultaron alcanzados por los proyectiles arrojados desde las murallas, desviándose los arrojados sobre la «tortuga» sin causar daños hacia tierra, como la lluvia sobre el tejado de una casa. Una vez se hubo capturado Heracleo el cónsul acampó allí, aparentemente con intención de marchar a Dión y, tras expulsar de allí al rey, hasta Pieria. Pero estaba ya haciendo sus preparativos con vistas al invierno, y ordenó que se construyeran carreteras para transportar suministros desde Tesalia, que se eligieran lugares apropiados para los graneros y que se edificaran alojamientos donde se pudieran alojar los que traían los suministros.
[44,10] Cuando Perseo se recuperó de su pánico, empezó a desear que no se hubiesen obedecido sus órdenes cuando, aterrorizado, ordenó que se arrojara al mar su tesoro de Pela y que se incendiaran sus arsenales en Tesalónica. Andrónico, que había sido enviado a Tesalónica, había retrasado el cumplimiento de sus órdenes para dar tiempo, como sucedió, a que el rey rectificara. En Pela, Nicias no fue tan prudente y había arrojado al mar parte del dinero que había en Faco; el error resultó no ser irremediable, pues casi todo el dinero fue recuperado por buceadores. El rey estaba tan avergonzado de su reacción temerosa que ordenó que se asesinara en secreto a los buceadores, alcanzando la misma suerte a Andrónico y Nicias, de modo que no quedase nadie vivo que tuviera conocimiento de sus desatinadas órdenes. Cayo Marcio navegó con su flota desde Heracleo a Tesalónica y, desembarcando hombres armados en muchos puntos a lo largo de la costa, devastó el territorio por todas partes. Se enfrentó con éxito a las tropas que salieron de la ciudad y las rechazó, aterrorizadas, al interior de la ciudad, tras el abrigo de sus murallas. Y empezó a amenazar a la propia ciudad, pero los ciudadanos situaron artillería de toda clase en las murallas, resultando alcanzados por las piedras arrojadas no solo aquellos que se aventuraban cerca de las murallas, sino incluso los hombres que estaban a bordo de las naves. Por tanto, ordenó que las tropas reembarcaran y se abandonó el asedio de Tesalónica. Navegaron desde allí hasta Enia, distante unas quince millas [22200 metros.-N. del T.] y situada frente a Pidna, que posee un suelo fértil. Luego de devastar este territorio, navegó costeando hasta Antigonea [que está al sur de Enia, en la costa, había otra en el Epiro.-N. del T.]. Aquí bajaron a tierra, saqueando inicialmente los campos y llevando una considerable cantidad de botín a los barcos. Luego, mientras estaban dispersos, fueron atacados por fuerzas macedonias de infantería y caballería que los pusieron en fuga y los persiguieron cuando huían hacia la costa, matando a unos quinientos y haciendo prisioneros a otros tantos. Al verse impedidos de llegar al refugio seguro de sus naves, la misma gravedad de su situación reavivó el valor de los romanos y, entre la vergüenza y la desesperación de salvarse por otros medios, renovaron el combate en la playa. Los que estaban en los barcos los ayudaron y dieron muerte a unos doscientos macedonios, haciendo prisioneros a un número igual. La flota navegó desde Antigonea rumbo al territorio de Palene, donde desembarcaron para saquear. Este distrito, con mucho el más fértil de todos los de la costa por la que habían navegado, pertenecía a Casandrea. Aquí se les reunió Eumenes, que había zarpado de Elea con veinte barcos con cubierta, y otras cinco enviadas también por Prusias.
[44.11] Al reunir estas fuerzas, el pretor se sintió con ánimos para intentar la toma de Casandrea. Esta ciudad fue fundada por Casandro sobre el estrecho istmo que une el distrito de Palene con el resto de Macedonia, está bañada por un lado por el golfo de Torone y, por el otro, por el golfo de Macedonia. La lengua de tierra sobre la que se levanta se proyecta hacia el mar, formando un promontorio de igual extensión que el imponente monte Atos. En dirección a Magnesia presenta dos promontorios, de los cuales el mayor se llama Posideo y el menor es el cabo Canastreo [al oeste y al este, respectivamente.-N. del T.]. Se dividieron los puntos sobre los que atacar; el comandante romano lo hizo por el llamado Clitas, prolongando las fortificaciones desde el golfo de Macedonia hasta el de Torone, sembrando por todas partes «ciervos» [cervi, en el original latino: son estacas bifurcadas, terminadas en puntas de hierro, que clavaban en el suelo como defensa contra la caballería, formando a modo de empalizadas y afianzando los terraplenes; otras estructuras parecidas, pero compuestas generalmente por cuatro extremidades, reciben el nombre de «Caballos de Frisia».-N. del T.]. En el otro lado había un canal, y allí era donde operaba Eumenes. Los romanos se enfrentaron con grandes dificultades para rellenar un foso que Perseo había hecho excavar recientemente para defensa de la ciudad. El pretor, al no ver tierra amontonada por parte alguna, preguntó a dónde se había llevado la tierra extraída de la fosa. Le mostraron entonces algunos arcos abovedados que no habían sido construidos con la misma anchura que la antigua muralla, sino con una sola hilera de ladrillos. Ideó entonces el plan de abrirse paso hacia la ciudad horadando por allí la pared, pensando que podría hacerlo sin ser visto si se atacaba por otros lugares con las escalas de asalto, de modo que los defensores acudieran a esos puntos amenazados. La guarnición de Casandrea estaba compuesta, además de por la juventud de la ciudad, por una fuerza nada desdeñable de ochocientos agrianos y dos mil ilirios de Peneste que habían sido enviados por Pleurato, todos ellos avezados combatientes. Mientras estos defendían las murallas por donde los romanos hacían todos los esfuerzos por coronarlas, la obra de fábrica de los arcos fue derruida en un momento y la ciudad quedó abierta. De haber estado armados los que habían abierto la brecha, podrían haber tomado la plaza inmediatamente. Cuando se participó a los soldados que se había completado aquella operación, lanzaron su grito de guerra y se lanzaron a penetrar en la ciudad por varios puntos.
[44,12] Por un momento, el enemigo no supo a qué se debía aquel repentino grito. Luego, al enterarse de que la ciudad estaba abierta, los prefectos de la guarnición, Pitón y Filipo, pensando que esto resultaría en una ventaja para el primero que lanzase un ataque, efectuaron una salida con un fuerte destacamento de agrianes e ilirios, cargando contra los romanos que venían desde todas partes y que se estaban concentrando con intención de avanzar contra la ciudad. Al no poder presentarles un frente firme ni una línea de combate apropiada, fueron puestos en fuga y perseguidos hasta el foso, donde cayeron amontonados según les empujaban. Murieron cerca de seiscientos, resultando heridos casi todos los que quedaron atrapados entre la muralla y el foso. Vencido su intento por sus propias armas, el pretor se mostró más cauto en sus planes. También resultó infructuoso el ataque que, por tierra y mar, estaba efectuando Eumenes. Así pues, se decidió situar fuertes destacamentos a ambos lados de la ciudad para impedir que le llegaran socorros desde Macedonia; después, como había fallado el ataque directo, se empezó un asedio en regla. Mientras se estaban preparando para ello, fueron enviados desde Tesalónica diez lembos de la flota de Perseo, con una fuerza escogida de auxiliares galos a bordo. Cuando tuvieron a la vista la flota romana que permanecía en mar abierto, esperaron hasta lo más oscuro de la noche y, navegando en línea, se mantuvieron lo más próximos que pudieron a la costa y entraron así en la ciudad. La noticia de este aumento en los defensores obligó a Eumenes y los romanos a levantar el asedio. Doblando el promontorio, llegaron cerca de Torone. Se dispusieron a atacar también esta plaza, pero al descubrir que tenía una fuerte guarnición para defenderla, abandonaron el intento y partieron rumbo a Demetrias. Al aproximarse a sus murallas vieron que estaban llenas de hombres completamente armados, por lo que navegaron hacia Yolco [próxima a la actual Volos.-N. del T.], con intención de atacar Demetrias desde aquel lado tras devastar su territorio.
[44.13] Mientras tanto, y para no permanecer completamente inactivo en territorio enemigo, el cónsul envió a Marco Popilio con cinco mil hombres para atacar Melibea. Esta ciudad se encuentra al pie de las estribaciones del monte Osa, mirando hacia Tracia y en una posición que dominaba Demetrias. Al principio, la aparición del enemigo alarmó a los habitantes pero, recuperándose de su sobresalto, corrieron a las armas y ocuparon puertas y murallas, por dondequiera que sospechaban que podía forzarse la entrada, poniendo fin de esta manera a cualquier esperanza de que la ciudad se pudiera capturar al primer asalto. En consecuencia, se hicieron los preparativos para un asedio y se comenzó la construcción de las obras necesarias. Perseo tuvo noticia de que Melibea estaba siendo atacada por el ejército del cónsul y de que la flota estaba fondeada cerca de Yolco, preparando un ataque sobre Demetrias. Envió hacia Melibea a uno de sus generales, un hombre llamado Eufranor, con una fuerza escogida de dos mil hombres. Ordenó a este oficial que, en caso de que expulsara a los romanos de Melibea, marchara discretamente hacia Demetrias y entrase en la ciudad antes de que los romanos avanzaran contra ella desde Yolco. Su repentina aparición sobre el terreno que dominaba las líneas romanas creó una gran alarma entre los sitiadores de Melibea, que abandonaron rápidamente las obras y las incendiaron. Así tuvo lugar la retirada de Melibea. Habiendo levantado así el asedio de la ciudad, Eufranor se apresuró a marchar hacia Demetrias. Atravesó sus murallas, sintiéndose sus habitantes tan animados que creyeron poder defender no solo la ciudad, sino también los campos del saqueo enemigo. Lanzaron incursiones y atacaron a los grupos dispersos de saqueadores, hiriendo a muchos de ellos. Sin embargo, el pretor y el rey Eumenes cabalgaron alrededor de las murallas, examinando la situación de la ciudad para ver si podían hacer un intento por alguna parte, fuese mediante obras de asedio o con un asalto. Corrió el rumor de que Cidante de Creta y Antímaco, que tenía el mando en Demetrias, estaban gestionando el establecimiento de relaciones de amistad entre Perseo y Eumenes. En todo caso, los romanos se retiraron de Demetrias. Eumenes zarpó para visitar al cónsul y, tras felicitarle por su entrada en Macedonia, marchó a continuación a Pérgamo. El pretor Marcio Fígulo envió parte de su flota a Esciatos, a los cuarteles de invierno; con el resto de sus naves se dirigió hacia Oreo, en Eubea, pues consideraba aquella ciudad la base más adecuada para enviar suministros a los ejércitos que operaban en Macedonia y Tesalia. En lo que respecta a Eumenes, se dan versiones muy distintas. Si hemos de creer lo que cuenta Valerio Antias, el pretor no recibió ninguna ayuda de su flota, aunque le había escrito a menudo pidiendo su cooperación; además, cuando partió hacia Asia, no quedó en buenos términos con el cónsul, disgustado porque no se le permitiera acampar con los romanos, ni pudo el cónsul convencerlo para que le dejase la caballería gala que había traído con él. Por el contrario, Atalo se mantuvo junto al cónsul, siéndole completamente leal y prestando espléndidos servicios en aquella guerra.
[44,14] Mientras se desarrollaba la guerra en Macedonia, llegaron embajadores de un régulo galo llamado Balanos -dieron su nombre, pero no el de su tribu-, ofreciendo tropas auxiliares para la guerra macedónica. El Senado les dio las gracias y les hizo entrega de unos presentes consistentes en un torque de oro de dos libras de peso, cuatro páteras de oro de cuatro libras y un caballo con todos sus arreos y una armadura ecuestre completa [en total, 5,89 kilos de oro.-N. del T.]. A los galos les siguió una embajada de Panfilia, que presentó una corona de oro hecha con veinte mil filipos y que solicitaron que se colocara como ofrenda en el templo de Júpiter Óptimo Máximo en el Capitolio [lo desmesurado de la cantidad, que supondría un peso de 174,6 kilos, hace pensar en algún error del copista.-N. del T.]. Se les concedió el permiso y, como también querían renovar su amistad con Roma, el Senado entregó a cada uno un regalo de dos mil ases. A continuación, se concedió audiencia a los embajadores del rey Prusias y poco después a los de Rodas. Ambas embajadas se refirieron al mismo asunto y, aunque desde diferentes puntos de vista, ambas abogaron por la paz con Perseo. El tono de los representantes de Prusias era más de súplica que de exigencia. Declaraba Prusias que había permanecido junto a los romanos hasta aquel momento, y que seguiría haciéndolo hasta que terminara la guerra, pero que cuando se le habían acercado los embajadores de Perseo con el objetivo de dar fin a la guerra con Roma, él le había prometido que intercedería ante el Senado. Les rogaba que, si podían dejar de lado su resentimiento, le considerasen favorablemente como un instrumento para procurar la paz. Así hablaron los enviados del rey.
Los rodios fueron más soberbios, enumerando los servicios que habían prestado al pueblo de Roma y reclamando, prácticamente, la mayor parte de la gloria en la victoria, por lo menos, sobre Antíoco. Mientras hubo paz entre Macedonia y Roma, ellos establecieron relaciones de amistad con Perseo. En contra de su voluntad se había roto esa amistad, sin haber hecho nada para merecer ese trato, pues los romanos habían considerado apropiado arrastrarlos como aliados a la guerra. Durante tres años había estado sufriendo muchos de los males de la guerra; la isla carecía de recursos y, sin poder recibir suministros por mar, estaba en un estado de indigencia. No podían soportar mucho más tiempo aquel estado de cosas, por lo que habían enviado mensajeros a Macedonia para decirle a Perseo que a los rodios les gustaría que llegase a un acuerdo con Roma, y que habían enviado sus embajadores a Roma con una misión similar. Rodas examinaría cómo habría de actuar contra quienes impidieran que se pusiera fin a la guerra. Estoy seguro de que ni siquiera hoy se podría leer o escuchar algo así sin sentir indignación. Ya se puede imaginar cuál sería entonces el estado de ánimo de los senadores al oír aquello.
[44,15] Según Claudio, no se les dio respuesta alguna y simplemente se les leyó el senadoconsulto mediante el que el pueblo de Roma ordenaba que fuesen libres los carios y los licios, informándose inmediatamente por carta de este decreto a ambos pueblos. Al oír esto, el jefe de la legación, cuyo lenguaje jactancioso apenas se había podido soportar en la Cámara, cayó sin conocimiento. Otros autores afirman la respuesta que recibió fue en el sentido siguiente: «Al comienzo de la guerra, el pueblo romano había comprobado mediante pruebas fehacientes que los rodios habían hechos planes secretos junto a Perseo contra la república; pero si hubiese quedado antes alguna duda, el lenguaje empleado por los embajadores la había convertido en certidumbre. La mala fe, por prudente que quiera ser al principio, acaba siempre por revelarse a la larga. Actuaba Rodas ahora en calidad de árbitros de la paz y la guerra en el mundo; los romanos deberían tomar o dejar las armas según un simple gesto de Rodas, no se tomaría ya a los dioses por testigos y custodios de los tratados, sino a los rodios. ¿No era efectivamente así? A no ser que obedecieran las órdenes de Rodas y retirasen sus ejércitos de Macedonia, ¿eran los rodios los que considerarían qué medidas habían de tomar? Lo que fueran a hacer los rodios, ellos lo sabrían mejor que nadie; pero el pueblo de Roma tendría en cuenta, una vez derrotado Perseo -lo que esperaban ocurriera en no mucho tiempo-, qué recompensa darían a cada ciudad, según sus méritos en aquella guerra». No obstante, se entregó a cada uno de ellos un obsequio de dos mil ases; pero se negaron a aceptarlo.
[44.16] El siguiente asunto fue la lectura en el Senado de una carta del cónsul Quinto Marcio, en la que describía su feliz cruce del desfiladero y su entrada en Macedonia. Había acumulado allí suministros procedentes de otros lugares, con vistas a pasar el invierno, y había recibido de los epirotas veinte mil modios de trigo y diez mil de cebada [140 000 kilos de trigo y 61 250 de cebada.-N. del T.], con la condición de que el dinero por dicho grano sería pagado a sus agentes en Roma. Se precisaba el envío desde Roma de ropa para los soldados; se necesitaban unos doscientos caballos, preferiblemente númidas, pues no tenía posibilidad de conseguirlos allí. Se emitió un senadoconsulto ordenando que se diera cumplimiento a todo aquello, según la carta del cónsul. El pretor Cayo Sulpicio adjudicó mediante subasta el suministro de seis mil togas, treinta mil túnicas y doscientos caballos, que serían transportados a Macedonia y entregados al cónsul, sujetos a su aprobación. Pagó también a los representantes epirotas el importe del trigo y presentó ante el Senado a Onésimo, el hijo de Pitón, un noble macedonia que siempre había aconsejado la paz al rey y que, igual que su padre Filipo acostumbró, hasta los últimos días de su vida, a leer dos veces al día el texto de su tratado con Roma, así también lo debía hacer él, si no todos los días, al menos con cierta frecuencia. Cuando vio que no podía disuadirlo de la guerra, se fue retirando él mismo poco a poco para no verse involucrado en planes con los que no estaba de acuerdo. Finalmente, cuando vio que había sospechas contra él y que incluso a veces se levantaban acusaciones de traición, se pasó a los romanos, resultando de gran utilidad al cónsul.
Al ser introducido en la Curia, refirió estas circunstancias y el Senado dio orden de que se le inscribiera entre los aliados, facilitándole alojamiento y hospitalidad, y entregándole 200 yugadas de tierras públicas en territorio tarentino [54 Hectáreas.-N. del T.], así como la adquisición de una casa para él en Tarento. Se encargó al pretor Cayo Decimio del cumplimiento de esta orden. Los censores efectuaron el censo los idus de diciembre [el 13 de diciembre.-N. del T.], con mayor severidad que en la última ocasión. Quitaron el caballo a muchos caballeros, entre ellos a Publio Rutilio, quien como tribuno de la plebe les había acusado tan violentamente. Quedaba ahora expulsado de su tribu e inscrito entre los erarios. Según una disposición del Senado, el cuestor les entregaría la mitad de los ingresos de aquel año para la ejecución de obras públicas. De la suma que se le asignó, Tiberio Sempronio adquirió para el Estado la casa de Publio Africano que estaba detrás de las «Tiendas Viejas», cerca de la estatua de Vortumno [este dios es de origen etrusco, personifica la mutación y cambio de la vegetación durante las estaciones, y su estatua de bronce había sido traída desde Volsinio; seguimos la edición de Gredos al precisar que aquellas tiendas eran «viejas» al haber sido reconstruidas tras el incendio de 209 a.C. y por contraposición a las situadas al norte del foro, que lo habían sido sobre el 192 a.C.-N. del T.], así como las carnicerías y tiendas adyacentes. Adjudicó también la construcción de una basílica que luego se llamó Sempronia.
[44,17] Se aproximaba ya el final del año y, como todos estaban preocupados por la guerra en Macedonia, discutían con profusión sobre a quiénes elegirían como cónsules para el año siguiente con el objetivo de poner fin a la guerra. En consecuencia, el Senado aprobó una resolución para que Cneo Servilio regresara lo antes posible para celebrar las elecciones. El pretor Sulpicio remitió la resolución al cónsul, recibiéndose unos días después una carta suya que se leyó en el Senado y en la que convocaba las elecciones para el … [hay aquí una laguna, en la que se supone que figuraría la fecha de la convocatoria de elecciones.-N. del T.] El cónsul se dio prisa en llegar y las elecciones se celebraron el día fijado. Los nuevos cónsules fueron Lucio Emilio Paulo, por segunda vez y catorce años después de su primer consulado, y Cayo Licinio Craso -para el año 168 a.C.-. Siguió la elección de pretores, resultando elegidos Cneo Bebio Tánfilo, Lucio Anicio Galo, Cneo Octavio, Publio Fonteyo Balbo, Marco Ebucio Helva y Cayo Papirio Carbón. La preocupación por la guerra en Macedonia hizo que el Senado acelerase todas sus actividades. Así pues, se decidió que los magistrados sorteasen inmediatamente sus provincias, de manera que en cuanto se supiera a qué cónsul correspondía Macedonia y qué pretor mandaría la flota, pudieran de inmediato trazar sus planes y efectuar todos los preparativos para la guerra; en caso de necesidad, consultarían cualquier duda al Senado. Una vez tomaron posesión de su cargo, los magistrados deberían celebrar las Ferias Latinas en la fecha más temprana que permitiesen las obligaciones religiosas, de manera que nada pudiera detener al cónsul que debiera marchar a Macedonia. Cumplidas estas disposiciones por decreto, Macedonia correspondió a Emilio e Italia, la otra provincia consular, a Licinio. Las provincias de los pretores quedaron asignadas de la siguiente manera: Cneo Bebio recibió la pretura urbana y Lucio Anicio la peregrina; este último quedaría a disposición del Senado para cualquier servicio especial. Cneo Octavio tomaría el mando de la flota, Publio Fonteyo iría a Hispania, Marco Ebucio a Sicilia y Cayo Papirio a Cerdeña.
[44,18] Enseguida resultó evidente que Lucio Emilio dirigiría la guerra con toda energía; pues amén de militar, dedicó toda su atención, día y noche, a cuanto preparativo debía ser efectuado [la expresión «militar», se toma a partir de cierto hueco dudoso presente en el original latino al que siguen las palabras «aliis vir erat» y que otras traducciones inglesas y españolas concuerdan en traducir como «aparte de ser militar» o «además de ser un militar».-N. del T.]. Lo primero que hizo fue solicitar al Senado que enviase una delegación a Macedonia para inspeccionar el ejército y la flota, informando personalmente de cuanto considerasen necesario para las fuerzas de tierra y mar. Debían también averiguar cuanto pudieran sobre las tropas del rey, cuánto de su territorio estaba bajo nuestro control y cuánto bajo el del rey; también debían informar si los romanos estaban aún acampados en un terreno montañoso y difícil, o si habían atravesado los desfiladeros y estaban ya en terreno abierto. Luego, con respecto a nuestros aliados, deberían asegurarse de cuáles nos eran todavía fieles, cuáles hacían depender su lealtad del desarrollo de la guerra y qué ciudades eran abiertamente hostiles. También debían enterarse de qué cantidad de suministros se habían acumulado; de qué fuentes, por mar o por tierra, se podrían llevar más vituallas y cuáles habían sido los resultados de la campaña del año anterior por tierra y por mar. Una vez se hubiera recibido información precisa sobre estos puntos, se podrían precisar los planes para el futuro. El Senado autorizó al cónsul Cneo Servilio para que enviase como delegados a Macedonia a tres hombres de la confianza de Lucio Emilio. Los elegidos fueron Cneo Domicio Ahenobarbo, Aulo Licinio Nerva y Lucio Bebio, que partieron a los dos días. Estando el año a punto de terminar, llegaron noticias de dos lluvias de piedras: una en territorio romano y otra en el de Veyes. Por dos veces, y durante nueve días, se realizaron intercesiones y se ofrecieron sacrificios. Aquel año murieron los sacerdotes Publio Quintilio Varo, flamen de Marte, y Marco Claudio Marcelo, decenviro de los Libros Sagrados, para cuyo puesto se nombró a Cneo Octavio. Se dejó constancia escrita, como signo del creciente lujo, de que en los juegos celebrados por los ediles curules, Publio Cornelio Escipión Nasica y Publio Léntulo, tomaron parte en el espectáculo sesenta y tres panteras africanas y cuarenta osos y elefantes.
[44.19] Los nuevos cónsules, Lucio Emilio Paulo y Cayo Licinio, tomaron posesión de su cargo los idus de marzo [el 15 de marzo de 168 a.C.-N. del T.]. El Senado deseaba conocer lo que el cónsul encargado de Macedonia tenía que informar sobre su provincia. Paulo les dijo que no tenía nada que contarles, pues los comisionados aún no habían regresado; se encontraban ya en Brindisi, después de haber visto desviado dos veces su rumbo hacia Dirraquio. Cuando hubiera recibido la información que más le interesaba conocer, lo que sería en pocos días, presentaría su informe. Para que nada pudiera retrasar su partida, había señalado la víspera de los idus de abril para la celebración de las Ferias Latinas [estas celebraciones, que tendrían lugar ese año el 12 de abril, tenían lugar en el monte Albano y se hacían en honor de Júpiter Laciar, cuyo culto era común a romanos y latinos.-N. del T.]. Una vez efectuado el preceptivo sacrificio, él y Cneo Octavio partirían tan pronto como el Senado autorizase su marcha. En su ausencia, su colega Cayo Licinio debería procurar que estuviese preparado cuanto tuviera que disponerse y de que se despachara hacia aquella guerra cuanto se precisara. Mientras tanto, se podía recibir en audiencia a las embajadas de los pueblos extranjeros.
Los primeros en ser llamados fueron los embajadores de Alejandría enviados por los dos reyes, Tolomeo y Cleopatra. Vestidos con ropas de luto, se presentaron con las barbas y los cabellos sin cortar, llevando las ramas de olivo de los suplicantes y postrándose en el suelo. Su discurso resultó aún más humilde que su aspecto. Antíoco, el rey de Siria, que había estado en Roma como rehén, bajo el pretexto de restaurar al mayor de los Tolomeos en el trono, hacía la guerra al hermano menor de este, que tenía por entonces el poder en Alejandría. Había obtenido una victoria naval frente a Pelusio y, tras hacer construir rápidamente un puente sobre el Nilo y cruzarlo con su ejército, estaba aterrorizando Alejandría con un asedio, pareciendo casi seguro que se apoderaría de tan opulentísimo reino. Después de narrar estos sucesos, los embajadores imploraron al Senado que fuera en ayuda del reino y de sus gobernantes, que eran amigos de Roma. Insistieron en que los buenos servicios que el pueblo romano había prestado a Antíoco, así como su autoridad entre todos los reyes y pueblos, eran tales que, si le mandaban embajadores para decirle que el Senado desaprobaba la guerra que hacía contra los reyes amigos suyos, él abandonaría de inmediato las murallas de Alejandría y se llevaría su ejército de vuelta a Siria. Si el Senado vacilaba en esto, pronto habrían de llegar Tolomeo y Cleopatra a Roma, expulsados de su reino, para vergüenza del pueblo romano por no haberles ayudado cuando su posición era tan extrema. Los senadores quedaron muy conmovidos por el llamamiento de los alejandrinos, y dispusieron la marcha inmediata, como embajadores, de Cayo Popilio Lenas, Cayo Decimio y Cayo Hostilio para poner fin a aquella guerra entre los reyes. Se les ordenó que se dirigiesen primero a Antíoco y después a Tolomeo, anunciándoles que si no se abstenían de hacer la guerra, no se consideraría amigo ni aliado al que continuara con ella.
[44.20] Los embajadores romanos, acompañados por los alejandrinos, partieron en el plazo de tres días. El último día de las Quinquatrías [fiesta en honor de Minerva, celebrada entre el 19 y el 23 de marzo.-N. del T.] llegaron de Macedonia los delegados. Su retorno se esperaba con tanta impaciencia que, de no haber tenido lugar al anochecer, los cónsules habrían convocado de inmediato al Senado. Se convocó el Senado para el día siguiente y se les dio audiencia. Informaron de que el cruce por el ejército de desfiladeros intransitables se había traducido en más peligros que ventajas. Habían avanzado hasta la Pieria, pero el rey dominaba el país y los ejércitos estaban en tan estrecho contacto que solo los separaba el río Mavrolongo. El rey no presentaba ocasión de combatir, ni tampoco nuestros hombres eran lo bastante fuertes como para forzar la batalla; el invierno, además, había detenido las operaciones; nuestros hombres vivían en medio de la ociosidad y no tenían grano para más de seis días. Se decía que las fuerzas macedonias ascendían a treinta mil hombres armados. Si Apio Claudio hubiera tenido en Licnido fuerzas suficientes, el rey podría haber sido tomado entre dos frentes. En aquellos momentos, Apio y sus fuerzas se encontraban en el mayor de los peligros, si no se les enviaba de inmediato un ejército en regla o se retiraban de allí aquellas fuerzas. Al dejar el campamento se dirigieron hacia la flota. Allí se enteró de que a algunos de los marinos se los había llevado una enfermedad; otra parte, en su mayoría sicilianos, habían regresado a sus casas y dejado sin tripulación a los barcos; los que permanecían en ellos no habían recibido su paga y no tenían vestuario adecuado. El rey Eumenes y su flota había llegado y había partido sin ninguna razón aparente, como si los hubiera arrastrado el viento; no se podía contar con la buena disposición de aquel rey. Mientras que todos los movimientos de Eumenes despertaban dudas, Atalo se estaba comportando con una fidelidad ejemplar.
[44,21] Una vez escuchados los delegados, Lucio Emilio declaró ante la Cámara que se abría el debate sobre la dirección de la guerra. El senado decretó que los cónsules y el pueblo deberían nombrar cada uno el mismo número de tribunos militares para las ocho legiones, pero sin que se nombrase aquel año a ninguno que no hubiera ocupado antes una magistratura; Lucio Emilio debería elegir de entre el número total a los que él quisiera para las dos legiones de Macedonia y, cuando hubiera terminado la Feria Latina, el cónsul y Cneo Octavio, el pretor al mando de la flota, partirían para sus respectivos mandos. Además de esto, Lucio Anicio, que tenía la pretura peregrina, debería marchar a Iliria y suceder a Apio Claudio en el mando en el Licnido. Se encargó al cónsul Cayo Licinio de la tarea de alistar nuevas tropas. Se le ordenó que alistase siete mil ciudadanos romanos de infantería y doscientos de caballería; de los aliados latinos tendría que alistar a siete mil infantes y cuatrocientos jinetes. Debía también enviar instrucciones por escrito a Cneo Servilio, en la Galia, para que reclutase a seiscientos de caballería. En cuanto le fuera posible, debería enviar este nuevo ejército a su colega en Macedonia. En esa provincia no había más de dos legiones: se deberían reforzar ambas hasta elevar la fuerza de cada una a seis mil soldados de infantería y trescientos jinetes; el resto de la infantería y la caballería se distribuiría entre las distintas guarniciones; de estos, se licenciaría a los que no fuesen aptos para el servicio militar. Se contaba, además, con los diez mil infantes y ochocientos jinetes proporcionados por los aliados. Se ordenó a Anicio que transportara estas fuerzas a Macedonia, aparte de las dos legiones que tenía orden de transportar allí y que estaban compuestas cada una por cinco mil doscientos infantes y tres cientos jinetes. También se alistó a cinco mil marinos para la flota. Se ordenó al cónsul Licinio que se encargara de su provincia con dos legiones y los diez mil infantes y ochocientos jinetes de los aliados.
[44,22] Una vez tomadas todas aquellas decisiones por el Senado, el cónsul Lucio Emilio abandonó la Curia y se dirigió a la Asamblea, donde efectuó el siguiente discurso: «Tengo la impresión, quirites, de que cuando la suerte me deparó Macedonia como provincia me felicitasteis más vivamente que cuando se me eligió cónsul o cuando tomé posesión de la magistratura. Y la única razón para esto, creo, es que pensasteis que yo sería el medio para dar a esta prolongada guerra un final digno de la grandeza de Roma. Espero que el resultado del sorteo sea considerado favorablemente también por los dioses y que me ayuden a cumplir la tarea que se me presenta. Me atrevo a creerlo así y a esperarlo. Pero sí puedo afirmar con absoluta certeza que haré cuanto esté a mi alcance para que las esperanzas que habéis depositado en mí no sean en vano. Ya se han tomado todas las medidas necesarias para la guerra y, habiéndose decidido que parta inmediatamente, sin que nada me lo impida, mi distinguido colega, Cayo Licinio, afrontará el resto de cuestiones con la misma energía como si fuera él mismo a dirigir la guerra.
«Dad crédito exclusivamente a lo que yo escriba al Senado o a vosotros; no prestéis vuestra credulidad a los rumores vanos y sin autor conocido. Sé bien que, por lo general y especialmente en esta guerra, nadie hay que desprecie tanto la opinión pública como para que esta no pueda minar su valor y energía. En todos los lugares públicos donde se congregan las personas, y hasta ¡válganme los dioses! en los banquetes privados, siempre hay alguno que sabe cómo dirigir los ejércitos en Macedonia, dónde se deben situar los campamentos y qué posiciones estratégicas se deben ocupar, cuándo y por cuáles pasos se ha de entrar en Macedonia, dónde se tienen que situar los almacenes y qué medios de transporte se necesitan por tierra y por mar para llevar los suministros, en qué ocasiones hay que combatir y en cuáles es mejor permanecer inactivos. Y no solo establecen lo que se debe hacer, sino que cuando algo se hace en contra de su opinión, acusan al cónsul como si lo estuvieran sometiendo a juicio ante la Asamblea. Estos comentarios interfieren grandemente con quienes están a cargo de la dirección de la guerra, pues no todo el mundo muestra tanda firmeza y resolución al afrontar la crítica hostil como Quinto Fabio [se refiere a Quinto Fabio Máximo Cunctator, dictador en el 217 a.C., durante la Segunda Guerra Púnica.-N. del T.]; él prefirió ver debilitada su autoridad por la ignorancia y el capricho del pueblo, antes que lograr popularidad y servir mal a la república. No soy yo, quirites, de los que piensan que los generales no deben ser aconsejados; al contrario, el hombre que siempre actúa según su propio criterio, a mi juicio, muestra más arrogancia que sabiduría. ¿En qué queda entonces la cuestión? Los comandantes deben, en primer lugar, aconsejarse de personas competentes y expertas en los asuntos militares; a continuación, por aquellos que están participando en las operaciones, por los que conocen el país y saben reconocer una oportunidad favorable cuando se presenta, y por quienes, como los compañeros de viaje, comparten los mismos peligros. Si, desde luego, hay alguno que considere que me puede dar buenos consejos sobre la guerra que voy a dirigir, que no niegue su ayuda a la república y venga conmigo a Macedonia. Yo le proporcionaré pasaje en un barco, un caballo, una tienda y correré incluso con los gastos del viaje. A quien todo esto le parezca demasiado molesto, que no trate de actuar como piloto desde tierra. Ya ofrece suficientes temas de conversación la propia Ciudad; que limiten su locuacidad a estos y estén seguros de que yo me satisfaré con las deliberaciones de los consejos celebrados en nuestro campamento». Tras pronunciar este discurso y ofrecer el sacrificio habitual en el monte Albano durante la celebración de la Feria Latina la víspera de las calendas de abril [o sea, el 31 de marzo.-N. del T.], el cónsul partió hacia Macedonia, acompañado por el pretor Cneo Octavio. Según registra la tradición, el cónsul fue acompañado por una multitud más numerosa de lo habitual; y el pueblo, con una esperanza que era casi una certeza, esperaban el término de la guerra de Macedonia, así como el rápido regreso y el glorioso triunfo del cónsul.
[44,23] Mientras tenían lugar estos hechos en Italia, Perseo no terminaba de decidirse a llevar a cabo su proyecto de ganarse a Gencio, el rey de los ilirios, como aliado, pues debía hacer un gasto de dinero para lograrlo. Pero cuando vio que los romanos habían atravesado los pasos y que se acercaba el momento decisivo de la guerra, consideró que no debía aplazar más tiempo este asunto. A través de Hipias, que actuó como enviado suyo, accedió a pagar trescientos talentos de plata [7776 kilos, si eran talentos euboicos.-N. del T.] a condición de que se efectuara un intercambio de rehenes. Pantauco, uno de sus amigos más fieles, fue enviado para cerrar el acuerdo. En Meteón [próximo a la actual Medun.-N. del T.], en territorio de los labeatos, Pantauco se encontró con el rey ilirio, donde recibió el juramento del rey y los rehenes. Gencio envió a un hombre llamado Olimpio como embajador, para requerir de Perseo su juramento y los rehenes. Envió a otros hombres con él para recibir el dinero y, a sugerencia de Pantauco, los elegidos para acompañar como embajadores a los macedonios a Rodas fueron Parmenio y Morco. Sus instrucciones eran no ir a Rodas hasta que hubieran recibido el juramento del rey, el dinero y los rehenes, pues con la petición de ambos reyes se podría convencer a los rodios para que declarasen la guerra a Roma. La adhesión de aquella ciudad, que por entonces detentaba el poder naval absoluto, dejaría a los romanos sin esperanza alguna de victoria, ni por mar, ni por tierra. Perseo salió de su campamento con toda su caballería, siguiendo por la orilla del río Mavrolongo, y se reunió con los ilirios en Dión. Allí, con la caballería formada a su alrededor, ambas partes cumplieron con lo acordado; Perseo consideraba que su presencia en aquella solemne ratificación les daría nuevos ánimos. Luego se intercambiaron los rehenes a la vista de todos; los que debían recibir el dinero fueron enviados al tesoro real en Pela, los que habían de acompañar a los embajadores ilirios a Rodas recibieron instrucciones de embarcar en Tesalónica. Se encontraba allí Metrodoro, que acababa de llegar de Rodas y que afirmó, basándose en la autoridad de Dinón y Poliarato, hombres principales de aquella ciudad, que los rodios estaban preparados para la guerra. Fue nombrado jefe de la legación conjunta de macedonios e ilirios.
[44.24] Al mismo tiempo, envió a Eumenes y Antíoco un mismo mensaje, según sugerían las condiciones políticas del momento. Perseo les recordó que las ciudades libres y las monarquías, por su propia naturaleza, resultaban antagónicas. Roma les estaba atacando uno por uno y, lo que era peor, empleaba el poder de los reyes para atacar a los reyes. Su propio padre había sido derrotado con la ayuda de Atalo; el ataque contra Antíoco se había efectuado con la ayuda de Eumenes y, en cierta medida, de su propio padre Filipo; y ahora Eumenes y Prusias estaban en armas contra él mismo. Si quedaba suprimida la monarquía en Macedonia, luego sería el turno de Asia; ya se habían convertido en los dueños de algunas zonas de ella, bajo el pretexto de liberar a las ciudades. A continuación, vendría Siria. Se tenía ahora a Prusias en mayor consideración que a Eumenes y se mantenía a Antíoco fuera de Egipto, su recompensa en la guerra. Les instaba a reflexionar sobre estas cuestiones y a que insistieran a los romanos para que hicieran la paz con él o, si persistían en hacer contra él aquella guerra injusta, que los considerasen enemigos comunes de todos los reyes. La comunicación fue enviada a Antíoco abiertamente; a Eumenes se le envió el emisario con el supuesto objetivo de organizar una rescate de prisioneros. De hecho, aún se mantenían negociaciones más secretas que, en aquellos momentos, hicieron a Eumenes aún más sospechoso y odioso para los romanos, dando lugar a más graves, aunque infundadas, acusaciones contra él: se le consideró un traidor y casi un enemigo declarado a causa de la disputa en avaricia y engaños con la que se acosaban ambos reyes. Había un cretense llamado Cidas, amigo íntimo de Eumenes. Este hombre había mantenido algunas conversaciones en Anfípolis con un tal Quimaro, paisano suyo, que servía por entonces con Perseo, y luego en Demetrias, al pie mismo de las murallas de la ciudad, primero con Menécrates y después con Antímaco, ambos generales de Perseo. También Hierofonte, que era el emisario para aquella ocasión, había desempeñado anteriormente dos misiones ante Eumenes. Estas conversaciones secretas y las misiones secretas suscitaron sospechas, pero aún no se tenía conocimiento del objeto y resultado de aquellos tratos entre los reyes. Los hechos tuvieron lugar así:
[44,25] Eumenes no deseaba que Perseo venciera, ni tenía intención alguna de ayudarle en la guerra; no tanto por las diferencias que tuvo con su padre como por la aversión personal y el hijo y él mismo sentían el uno hacia el otro. La rivalidad entre ambos monarcas era tal que Eumenes no podía ver complacido el nivel de poder y gloria que obtendría Perseo si este derrotaba a los romanos. También sabía que, desde el comienzo de la guerra, Perseo había intentado por todos los medios conseguir la paz, y que cuanto más próximo estaba el peligro más dedicaba todos sus actos y pensamientos, día y noche, a este objetivo. En lo referente a los romanos, creía que como la guerra se había prolongado más de lo previsto, tanto sus generales como el Senado no se opondrían a dar fin a una guerra tan desagradable y difícil. Habiendo así descubierto lo que ambas partes deseaban, y considerando que a este resultado se podía llegar sin su participación a causa de la fatiga del más fuerte y el miedo del más débil, quiso poner precio a su colaboración para el restablecimiento de la paz. Establecía su recompensa, unas veces por no ayudar a los romanos, ni por tierra ni por mar, y otras por mediar a favor de la paz. Por negar su ayuda pedía mil talentos; por propiciar la paz, mil quinientos. En ambos casos, se mostraba dispuesto no solo a prestar juramento, sino también a entregar rehenes. Impulsado por sus temores, Perseo se apresuró a comenzar las negociaciones y no quería retrasar la entrega de rehenes; se acordó que aquellos que recibiera serían enviados a Creta. Pero cuando se llegaba a tratar la cuestión del dinero, entonces vacilaba y decía que, en el caso de la primera condición y entre reyes de tanto prestigio, el pago de dinero resultaría algo sórdido e indecoroso, tanto para el que lo hiciera como para el que lo aceptase. No rehusaba el pago por la esperanza de lograr la paz con Roma, aunque solo entregaría el dinero cuando se hubiera cerrado el acuerdo; entre tanto, lo depositaría en el templo de Samotracia. Como esa isla pertenecía a Perseo, Eumenes no veía ninguna diferencia entre que el dinero estuviese allí o en Pela, y lo que intentaba era quedarse en el acto con alguna parte. Así, después de intentar sin éxito engañarse el uno al otro, no lograron más que descrédito.
[44.26] No fue esta la única oportunidad que Perseo dejó escapar por su avaricia. De haber pagado, es posible que hubiera logrado la paz por mediación de Eumenes, lo que hubiese merecido la pena aún a costa de parte de su reino; o, si Eumenes le hubiera engañado, podría haber descubierto a su enemigo aún cargado con el oro, haciendo que los romanos lo considerasen con razón su enemigo. Pero la avaricia le hizo malograr la alianza que ya había acordado con Gencio y también el inestimable apoyo de los galos que se habían extendido por la Iliria. Vinieron a ofrecerle sus servicios un numeroso cuerpo de diez mil de caballería y el mismo número de infantes; estos últimos corrían junto a los caballos y, durante el combate, montaban sobre los caballos cuyos jinetes caían. Estos hombres habían accedido a servir por diez monedas de oro, al contado, para cada jinete, cinco de oro para cada infante y mil para su jefe. Al acercarse estos, Perseo salió con la mitad de sus fuerzas de su campamento en el Mavrolongo y comenzó a dar aviso a todos los pueblos y ciudades situadas cerca de su ruta para que dispusieran un amplio suministro de trigo, vino y ganado. Llevó con él algunos caballos con sus arreos y capas militares como regalo para sus oficiales, así como una pequeña cantidad de oro para distribuirla entre algunos de los soldados, confiando en que atraería la masa restante con la esperanza de más. Llegó hasta la ciudad de Almana y fijó su campamento junto al río Vardar [Almana pudiera haber estado cerca de Idomene y el Vardar es el antiguo Axio.-N. del T.]. El ejército galo estaba acampado en las proximidades de Desudaba [próxima a la actual Kumanovo.-N. del T.] esperando el pago acordado. Perseo envió allí a Antígono, uno de los nobles de su corte, para ordenar a los soldados galos que trasladaran su campamento a Titov Beles [la antigua Bilazora.-N. del T.], que es una localidad de Peonia, y que los jefes, en grupo, se presentaran a él. Estaban a setenta y cinco millas [111 kilómetros.-N. del T.] de distancia del campamento del rey en el Vardar. Una vez que Antígono les notificó estas instrucciones, y después de referirles la abundancia de provisiones que la atención del rey les había dispuesto por todas partes, se refirió a los regalos de ropa, plata y caballos que el rey había dispuesto para sus oficiales cuando llegaran. Los galos contestaron que verían entonces aquellas promesas; pero preguntaron si había llevado consigo el oro que se había de repartir a cada jinete y a cada infante. A esto no se dio ninguna respuesta; entonces, su régulo Clondico le dijo: Márchate, pues, y dile al rey que los galos no darán un paso hasta que reciban el oro y los rehenes». Al informarse de esto al rey, convocó un consejo de guerra. Al resultar evidente cuál sería el consejo unánime, el rey, mejor custodio de su dinero que de su reino, empezó a disertar sobre la perfidia y el salvajismo de los galos, que ya muchos pueblos habían experimentado para su desgracia. Resultaría un peligro admitir a tan vasta multitud en Macedonia y los encontrarían más problemáticos como aliados que como enemigos; bastarían cinco mil jinetes para emplearlos en la guerra, y no serían demasiados como para constituir un peligro.
[44.27] Resultaba evidente para todos que lo único que temía el rey era tener que pagar a tan gran ejército; y como nadie tuvo el valor para tratar de disuadirlo, se envió de vuelta a Antígono para decirles que el rey solo podría emplear a cinco mil de sus jinetes y que no retenía a los demás. Cuando los bárbaros oyeron esto, se levantaron murmullos de indignación entre el resto del ejército, por haber sido sacados de sus hogares sin ningún propósito. Clondico volvió a preguntar si pagaría la cantidad estipulada a los cinco mil. Al ver que a esta pregunta también se respondía de manera un tanto evasiva, Clóndico despidió al falaz mensajero sin causarle ningún daño, lo que ni siquiera este tenía esperanzas de que sucediera. Los galos dieron la vuelta en dirección al Histro, asolando aquellas zonas de Tracia que quedaban próximas a su línea de marcha. Todas estas fuerzas podrían haber sido dirigidas contra los romanos en Tesalia, a través del paso de Perrebia, mientras el rey continuaba tranquilamente en el Mavrolongo; y no solo habrían saqueado y arrasado los campos, para que los romanos no pudieran haber dispuesto de suministros en aquellos territorios, sino que podrían haber destruido también las ciudades, mientras Perseo mantenía a los romanos en el Mavrolongo para impedir que ofrecieran ayuda a sus aliados. Los romanos habrían tenido que pensar en su propia seguridad, ya que no podrían haberse quedado donde estaban al haberse perdido la Tesalia que alimentaba a su ejército, ni podría haber efectuado ningún movimiento con el campamento de los macedonios frente a ellos. Al perder una oportunidad como esta, Perseo alentó a los romanos y desanimó en gran medida a los macedonios, que habían puesto muchas esperanzas en esta toma de partido.
Aquel mismo comportamiento mezquino volvió a Gencio en su contra. Después de haber pagado los trescientos talentos a los emisarios de Gencio en Pella, les permitió poner su sello sobre el dinero. Luego, envió diez talentos a Pantauco con orden de entregárselos inmediatamente al rey. En cuanto al resto del dinero, sobre el que habían colocado los sellos, dijo a sus portadores que lo llevasen en etapas cortas y que, cuando llegaran a la frontera de Macedonia, se detuviera y esperasen allí sus instrucciones. Una vez que Gencio hubo recibido la parte menor del dinero, Pantauco le estuvo urgiendo a que provocara a los romanos mediante algún acto hostil; como consecuencia de ello, encarceló a los dos embajadores romanos que se acababan de presentar ante él y que resultaron ser Marco Perpena y Lucio Petilio. Al tener noticia de esto, Perseo pensó que Gencio estaba ya, en todo caso y forzado por las circunstancias, en guerra con Roma; en esta creencia envió un mensaje para que regresara el encargado de transportar el dinero. Parecía como si su único pensamiento fuera reservar a los romanos todo el botín posible para después de su propia derrota. Herofonte regresó también de su visita a Eumenes, sin que se supiera el resultado de las conversaciones secretas entre ellos. Los macedonios dijeron públicamente que habían tratado sobre el intercambio de prisioneros, y Eumenes dio la misma explicación al cónsul para disipar sus sospechas.
-N. del T.]- a Ténedos para proteger los barcos con trigo que hacían su ruta hacia Macedonia, dispersos entre las islas Cícladas. Los barcos fueron botados en Casandreo, en los dos puertos que están bajo el monte Atos, y desde allí navegados hacia Ténedos en un mar en calma. Una vez allí, dejaron marchar sin daño e incluso con un trato amisto, a algunas naves sin cubierta rodias que estaban surtas en el puerto, así como a su prefecto Eudamo. Al enterarse de que cincuenta de sus transportes estaban bloqueados al otro lado de la isla por navíos con espolón de Eumenes, que estaban apostados en la bocana del puerto bajo el mando de Damio, Antenor se dirigió rápidamente allí e hizo que se retirasen las naves enemigas ante su aparición. Mandó diez lembos para escoltar los transportes a Macedonia, con orden de regresar a Ténedos una vez los pusieran a salvo. Ocho días después se reunieron con la flota, que estaba ahora anclada en Sigeo [al noreste de Ténedos, en la costa de Asia Menor.-N. del T.]. Desde allí se dirigieron a Subota, una isla situada entre Elea y Quíos. El día después de su llegada, acertaron a pasar treinta y cinco buques llamados «hipagogos» [«para llevar caballos»; tenían capacidad para unos 30 animales cada nave.-N. del T.], que transportaban caballos galos y a sus jinetes con rumbo a Fanas, un promontorio de Quíos; llevaban rumbo a Fanos, un promontorio de Quíos, y pretendían navegar desde allí a Macedonia. Los enviaba Eumenes a Atalo. Cuando Antenor recibió de los vigías una señal de que estos barcos estaban en alta mar, partió de Subota y les salió al encuentro en la parte más estrecha del canal que hay entre el cabo de Eritras y Quíos [próxima a la actual ciudad turca de Çeşme.-N. del T.]. La última cosa que esperaban los prefectos de Eumenes es que la flota de Macedonia estuviera patrullando aquellas aguas. Primero pensaron que eran romanos, luego que se trataba de Atalo o de alguien enviado por Atalo desde el campamento Romano, y que iban de camino a Pérgamo. Pero cuando, por la forma de los lembos, con las proas apuntándoles y los remos bogando vivamente, ya no pudo dudarse más de su procedencia y de que eran enemigos al ataque, el terror se apoderó de la flota. La pesada naturaleza de sus buques, junto a la dificultad de mantener tranquilos a los galos, destruyeron cualquier esperanza de resistir. Algunos de los que estaban más cerca de tierra nadaron hasta Eritras; otros dieron todo el trapo, y dirigieron las naves a Quíos, donde abandonaron los caballos y se dirigieron en completa confusión hacia la ciudad. Sin embargo, los buques de Macedonia, tomando una ruta más corta, desembarcaron sus tropas cerca de la ciudad y masacraron a los galos, a unos mientras huían y a otros delante de las puertas de la ciudad; los habitantes de Quíos habían cerrado sus puertas al no saber quiénes eran los que huían y quiénes los que les perseguían. Murieron cerca de ochocientos galos y se apresó a doscientos de ellos. Algunos de los caballos se perdieron con los barcos hundidos, a otros los desjarretaron los macedonios en la playa. Había veinte caballos de excepcional belleza, y Antenor ordenó a los mismos diez lembos que había mandado antes, que llevaran a aquellos y a los prisioneros hasta Tesalónica, regresando lo antes posible; él los esperaría en Fanas. La flota estuvo anclada tres días frente a Quíos y luego se dirigió a Fanas. Los diez barcos regresaron antes de lo que se esperaba; a continuación, toda la flota se hizo a la mar y cruzaron el mar Egeo hasta Delos.
[44,29] Mientras tenían lugar todas aquellas operaciones, los delegados romanos, Cayo Popilio, Cayo Decimio y Cayo Hostilio, partieron de Calcis con tres quinquerremes y llegaron a Delos. Allí encontraron a los cuarenta lembos macedonios y a las cinco quinquerremes pertenecientes a Eumenes. La santidad del templo y el carácter sagrado de la isla les garantizaba la inviolabilidad a todos. Los romanos, los macedonios y las tripulaciones de los buques de Eumenes estuvieron mezclados por la ciudad y el templo, protegidos por la tregua que les ofrecía aquel lugar sagrado. Antenor, el prefecto de Perseo, recibía de tanto en tanto una señal de que se había divisado en alta mar algún navío de carga. Partía entonces en su persecución, personalmente con algunos de sus lembos o bien mediante los que estaban dispersos entre el resto de las islas Cícladas. Hundía o saqueaba todas las naves, con excepción de las que dirigían a Macedonia. Popilio intentó salvar todas las que pudo, tanto con las suyas como con las de Eumenes, pero los lembos macedonios se le escapaban navegando por la noche en grupos de dos o tres [recuérdese que los lembos eran naves militares rápidas, mucho más ligeras y maniobrables que los quinquerremes.-N. del T.]. Por estas fechas llegaron a Rodas los embajadores macedonios e ilirios. Su misión se vio reforzada por la aparición de las naves macedonias que patrullaban entre las Cícladas y el Egeo, la acción conjunta entre Perseo y Gencio, y el rumor de que los galos venían de camino con una gran fuerza de infantería y caballería. Dinón y Poliarato, los líderes de la facción favorable a Perseo, se sentían ahora lo suficientemente fuertes como para enviar una respuesta favorable a los dos monarcas, llegando incluso a proclamar públicamente que tenían la autoridad suficiente como para poner fin a la guerra; los reyes, por lo tanto, debían mostrar la apropiada moderación y disponerse a aceptar los términos de paz.
[44,30] Era ya el comienzo de la primavera y los nuevos generales habían llegado a sus provincias. El cónsul Emilio se encontraba en Macedonia, Octavio estaba con la flota en Oreo y Anicio estaba en Iliria, donde dirigiría la guerra contra Gencio. Los padres de Gencio eran Pleurato, anterior rey de Iliria, y Eurídice. Tenía Gencio dos hermanos: Plator, hijo de los mismos padres, y el otro, de nombre Caravancio, que era su hermano por parte de madre. No sentía inquietud respecto a este último, pues su padre era un hombre de humilde extracción, pero para asegurar aún más su trono dio muerte a Plator y a dos amigos suyos, Etrito y Epícado, ambos hombres capaces y competentes. Se solía comentar que sus celos venían de los esponsales de Plator con Etuta, una hija de Monuno, el rey de los dárdanos, y de la suposición del apoyo que este le podría prestar; el que, después de la muerte de su hermano Plator, se casara con ella dio verosimilitud a esta conjetura. Una vez desaparecidos todos los temores respecto a su hermano, Gencio empezó a oprimir a su pueblo mientras su carácter naturalmente violento se encendía por su incontinencia con el vino. Sin embargo, como he dicho antes, estaba empeñado en una guerra contra Roma y reunió a todas sus fuerzas en Lezhë [la actual Lissos, en Albania, también conocida como Alesio.-N. del T.]. Su número ascendía a quince mil hombres armados. Envió a su hermano Caravancio con mil soldados de infantería y cincuenta jinetes para someter a los cavios, fuera mediante la intimidación o la fuerza, mientras él mismo avanzaba contra Basania, una ciudad que distaba quince millas [22 200 metros.-N. del T.] de Lezhë. La ciudad era aliada de Roma y, cuando Caravancio envió mensajeros para pedir la rendición, decidieron enfrentar el asedio antes que rendirse. Una de las ciudades pertenecientes a los cavios, Durnio, le abrió sus puertas; otra, Caravandis, se las cerró y, cuando Caravancio empezó a devastar intensamente sus campos, los campesinos se sublevaron y dieron muerte a un número considerable de soldados dispersos.
En aquellos momentos, Apio Claudio, que había reforzado su ejército con los contingentes auxiliares de bulinos [entre Orico y Apolonia.-N. del T.], apoloniatas y dirraquinos, había abandonado sus cuarteles de invierno y estaba acampado cerca del río Skumbi [el antiguo Genuso.-N. del T.]. Al llegarle noticias de la alianza que Gencio había acordado con Perseo, así como del escandaloso trato con que ofendieron a los enviados de Roma, se irritó por la violación del derecho de gentes y se dispuso a iniciar las hostilidades contra él. El pretor Anicio, que estaba por entonces en Apolonia, se enteró de lo que estaba sucediendo en Iliria y envió un mensaje a Apio pidiéndole que le esperase en el Skumbi; llegó tres días después al campamento. Tras unir a sus fuerzas auxiliares dos mil infantes y doscientos jinetes enviados por los partinos -la infantería estaba al mando de Epicado y la caballería al de Algalso- se dispuso a marchar a la Iliria con el objetivo principal de forzar el levantamiento del asedio de Basania. La invasión planeada se retrasó por el informe de que había ochenta lembos que estaban asolando la costa. Estos habían sido enviados por Gencio, siguiendo el consejo de Pantauco, para devastar los campos de Apolonia y Dirraquio. Entonces, la flota … [se perdió una hoja del manuscrito, en la que se contaría la victoria naval de Anicio.-N. del T.] … se rindieron.
[44.31] Una tras otra, las ciudades de aquella región hacían lo mismo; sus inclinaciones naturales se vieron reforzadas por la clemencia y la equidad mostradas por el pretor romano hacia todos. Marchó luego a Scodra, el lugar más importante en la guerra. Gencio la había escogido como la fortaleza, por así decirlo, de todo su reino, además de por ser con mucho la más fortificada entre todas las ciudades del territorio de los labeates, además de resultar de difícil acceso. Está rodeada por dos ríos, el Kiri en lado oriental y el Bojana en el lado occidental, que nace en el lago Labeátide; estos dos ríos se unen y vierten sus aguas en el Drin [los antiguos Clausal, Barbana y Oriunde, respectivamente.-N. del T.], que nace en el monte Escordo y, aumentado por muchos afluentes, desemboca en el Adriático. El monte Escordo es, con diferencia, la montaña más alta de aquel territorio; a su este se extiende la Dardania, Macedonia lo hace por el sur y el Ilírico por el oeste. Aunque la ciudad estaba protegida por su situación y defendida por todas las fuerzas de Iliria bajo el mando del mismísimo rey, el pretor romano decidió atacarla. Como sus primeras operaciones habían tenido éxito, creía que le acompañaría la misma suerte y que un golpe repentino obraría el mismo efecto, por lo que avanzó hasta las murallas con el ejército formado en orden de batalla. De haberse mantenido cerradas las puertas y los defensores apostados en las murallas y torres, su intento habría fracasado y se habría expulsado a los romanos de los muros. Sin embargo, lanzaron una salida puertas afuera y entablaron combate en campo abierto, poniendo más valor en darle inicio que luego en sostenerlo. Fueron rechazados, y más de doscientos hombres mientras se apretaban al huir, a través del estrecho espacio de la puerta. Esto provocó tal terror que Gencio envió a dos de los hombres más notables de todo el país, Teutico y Belo, como parlamentarios ante el pretor, para pedir un cese de las hostilidades que le proporcionara tiempo para considerar su situación. Se le concedieron tres días y, como el campamento estaba a solo quinientos pasos de distancia, subió a una embarcación y navegó por el río Bojana hasta el lago Labeátide, como si buscase un lugar alejado donde reflexionar. En realidad, como luego se demostró, se engañó con la esperanza de la próxima llegada de su hermano Caravancio con varios miles de hombres que había reclutado en el país al que se le había enviado. Una vez comprobado que el rumor era infundado, bajó tres días después en el mismo barco hasta Escodra, siguiendo la corriente del río, y solicitó envió unos mensajeros para solicitar una entrevista con el pretor. Se le concedió su petición y marchó hasta el campamento. Comenzó su discurso reconociendo su propia culpa y luego, cayendo de rodillas, se puso en manos del pretor entre lágrimas y súplicas. Se le dijo que debía tener buen ánimo, e incluso recibió una invitación para cenar. Regresó a la ciudad para ver a sus amigos, y aquel día se le trató con todos los honores en la mesa del pretor. Pero a continuación se le entregó a la custodia de Cayo Casio, uno de los tribunos militares. Él, un rey, había recibido diez talentos de otro rey, apenas la paga de un gladiador, solo para llegar a caer en aquella condición.
[44.32] Tras la captura de Escodra, lo primero que hizo Anicio fue ordenar que se hallara a los dos embajadores, Petilio y Perpena, y que los llevaran ante él. Se les proporcionaron las ropas e insignias de su cargo, y se envió a Perpena de inmediato para detener a los amigos y parientes del rey. Este fue a Metione y llevó consigo al campamento, en Escodra, a Etleva [en 30,4 la ha llamado Etuta.-N. del T.], la esposa, con sus dos hijos Escerdiledo y Pleurato, así como a su hermano Caravancio. Anicio había dado fin a la guerra en Iliria en menos de un mes y Perpena fue enviado a Roma para anunciar su victoria. Unos días más tarde envió a Gencio a Roma junto con su madre, su esposa, sus hijos y su hermano, así como también a algunos de los principales hombres de Iliria. Esta es la única guerra de cuyo fin se tuvo noticia en Roma antes de saber que había empezado. Durante todo este tiempo, Perseo, por su parte, estaba en un estado de gran inquietud debido al avance del cónsul Emilio quien, según tenía entendido, se estaba aproximando de un modo muy peligroso; lo mismo ocurría con el pretor Octavio y el temor que provocaba la flota romana amenazando la costa. Eumenes y Atenágoras estaban al mando de Tesalónica con una pequeña fuerza de dos mil hombres armados de cetra. Envió allí también al pretor Androcles con órdenes de permanecer acampados cerca del arsenal naval; mandó mil jinetes con Creonte a Enea, para proteger la costa, de modo que pudieran prestar ayuda a los habitantes del campo en cualquier lugar donde escucharan que los amenazaban los buques enemigos; se envió a cinco mil macedonios como guarnición a Pitos y Petra bajo el mando de Histeo, Teógenes y Midón. Una vez hubieron partido, el propio Perseo se dedicó a fortificar la orilla del Mavrolongo, que ahora se podía cruzar fácilmente al estar seco su cauce. Para que todas sus fuerzas estuviesen disponibles para esta tarea, reclutó mujeres en las ciudades vecinas para que se encargasen del suministro de alimentos. Se ordenó a los soldados que, de los bosques cercanos. . . [seguimos aquí la edición de Gredos de 1994, para reseñar que en este punto se produjo la pérdida de dos hojas del códice en las que, seguramente, se detallarían los preparativos de Perseo y las medidas adoptadas por el cónsul una vez llegado al campamento de Fila.-N. del T.].
[44,33] . . . Por último ordenó a los aguadores que lo siguieran hasta el mar, que estaba a menos de trescientos pasos de distancia, y que cavaran hoyos en la orilla a cortos intervalos entre sí. La altura de las montañas le llevó a esperar que, como no corrían riachuelos desde los terrenos altos, existieran manantiales subterráneos que corrieran hasta el mar y vertieran en él sus aguas. Apenas se removió la superficie de la arena cuando afloraron fuentes, primero de aguas escasas y turbias, pero pronto de clara y abundante agua, como si se tratase de un regalo de los dioses. Este descubrimiento aumentó mucho el prestigio del general y su autoridad entre los soldados. A continuación, se dieron órdenes a las tropas para que tuviesen dispuestas sus armas mientras que el cónsul, acompañado por los tribunos militares y los primeros centuriones, marchaba a examinar el lugar por donde iban a cruzar, por dónde podrían descender más fácilmente los hombres con sus armas y por dónde presentaba menos dificultad el ascenso a la orilla opuesta. Tras quedar satisfecho sobre estos puntos, la primera preocupación del cónsul fue que todo se hiciera de forma ordenada y sin confusión, obedeciendo al punto las órdenes del general. Cuando se daba una orden a todas las tropas, no era escuchada con claridad y al mismo tiempo por todos; ante la duda sobre lo que se les había mandado, algunos hacían más de lo ordenado, añadiendo cosas de propia iniciativa, mientras que otros hacían menos. Se levantaban entonces gritos confusos por todas partes y el enemigo se enteraba de las intenciones del general antes que ellos. Por lo tanto, dio instrucciones para que los tribunos militares comunicasen las órdenes al primipilo de la legión y que este notificaría lo que se debía hacer a cada uno de los centuriones más próximos; estos la irían transmitiendo tanto desde la vanguardia hacia la retaguardia de la columna como desde atrás hacia delante. Tomó también la novedosa decisión de que los centinelas no llevasen el escudo durante las guardias nocturnas; un centinela no estaba para combatir, por lo que no tenía que hacer uso de las armas, sino para vigilar; de manera que al advertir la llegada del enemigo, debía retirarse y llamar a los demás a las armas. Solían permanecer de pie, con los cascos colocados y los escudos verticales frente a ellos; luego, cuando se sentían cansados, se apoyaban en el pilo, descansando su cabeza sobre el borde de sus escudos y dormitaban de pie; de tal manera que el brillo de sus armas los hacían visibles al enemigo mientras ellos no veían nada. Modificó también las normas respecto a los puestos avanzados. En estos, se solía estar todo el día bajo las armas; la caballería, con los caballos embridados, bajo un sol abrasador y sin nubes los días de verano, quedaban ellos y las monturas tan agotados y desfallecidos por el calor después de tantas horas que, a menudo, cuando les atacaba un pequeño grupo de enemigos que estaban frescos y descansados, resultaban derrotados aunque fuesen muy superiores en número. Por lo tanto, dio orden de que los que entrasen al amanecer deberían dejar sus puestos a mediodía y ser relevados por otros, que entrarían de guardia para el resto del día; de esta manera, ya no sería posible que los atacara, estando fatigados, un enemigo fresco y descansado.
[44,34] Una vez que Emilio convocó la asamblea de soldados y les indicó su decisión de que se cumpliera con aquellas disposiciones, les dirigió un discurso concordante con el que había pronunciado antes en Roma. Les recordó que era solo al general a quien competía prever y disponer las operaciones precisas, fuera por sí mismo o de acuerdo con aquellos a quienes convocara al consejo. Los que no fueran llamados al consejo no tenían por qué dar sus propias opiniones, ni en público ni en privado. El soldado debía preocuparse de estas tres cosas: mantener su cuerpo tan fuerte y ágil como fuera posible; mantener sus armas en buen estado y tener sus víveres dispuestos para marchar ante cualquier orden repentina de su jefe. Para el resto de cuestiones, debían comprender que estaban bajo el cuidado de los dioses y de su general. No existía seguridad alguna en un ejército donde los soldados tomaban sobre sí el dar consejos y el general estaba dominado por las opiniones de la multitud. Él, como general suyo, cumpliría con su deber y les daría ocasión de vencer al enemigo. No era cosa suya el preguntar qué había de ocurrir; solo debían hacer cuanto cumplía a un soldado en cuanto se diera la señal.
Una vez dadas estas órdenes, disolvió la asamblea, e incluso los veteranos solían confesar que aquel día habían, por vez primera y como si fuesen reclutas, aprendido lo que significaba el servicio militar. Y no solo demostraron con palabras lo mucho que apreciaban las palabras del cónsul, sino también con sus actos inmediatos. Al poco tiempo ya no se veía a nadie inactivo en el campamento; unos afilaban sus espadas, otros frotaban sus cascos y carrilleras, otros lo hacían con sus escudos y corazas, otros se ajustaban las armas y comprobaban su agilidad con ellas puestas, otros blandían el pilo y otros esgrimían sus espadas y probaban su punta y corte. Así pues, cualquiera podía ver fácilmente que, a la primera oportunidad de llegar al cuerpo a cuerpo con el enemigo, darían fin a la guerra con una gloriosa victoria o con una muerte memorable. Perseo, por su parte, cuando vio que tras la llegada del cónsul -que ocurrió al comienzo de la primavera- todo era bullicio y movimiento entre el enemigo, como si se tratase de una nueva campaña, que el campamento se trasladó desde Fila hasta la orilla del río y que su general efectuaba rondas, a veces para inspeccionar sus trabajos y buscando un lugar por donde se pudiera cruzar el río, y otras . . . [seguimos la edición de Gredos para hacer constar que, en esta laguna, debida a la pérdida de una hoja del manuscrito, se narrarían los preparativos del rey y del cónsul junto al Mavrolongo, así como la difusión de la derrota de Gencio.-N. del T.].
[44.35] Esta noticia levantó los ánimos de los romanos y produjo una considerable alarma entre los macedonios y su rey. Este, al principio, trató de ocultar aquel suceso enviando mensajeros a Pantauco, que venía desde allí, para que no se aproximara al campamento; sin embargo, algunos jóvenes que habían estado como rehenes entre los ilirios ya habían sido visitados por sus familiares. Además, suele ocurrir que cuanto más empeño ponen los reyes en ocultar algo, más fácilmente se filtre por la locuacidad de quienes están a su servicio. Justo después de esto, llegaron al campamento romano los embajadores de Rodas, que traían con ellos las mismas propuestas de paz que tanta indignación habían levantado en el Senado de Roma. Estos fueron ahora escuchados con mucha mayor hostilidad por aquel consejo de guerra. Aunque algunos pensaban que se les debía expulsar a viva fuerza del campamento, el cónsul dijo que les daría una respuesta en un plazo de quince días. Mientras tanto, para que quedase claro cuánta influencia había tenido la autoridad de los rodios con su propuesta de paz, empezó a discutir el plan de operaciones con su consejo. Algunos, sobre todo los oficiales más jóvenes, estaban a favor de asaltar la orilla opuesta del Mavrolongo y sus fortificaciones. Después haber sido expulsados el año anterior de lugares más altos y mejor fortificados, consideraban que los macedonios serían incapaces de resistir un ataque general lanzado con todas sus fuerzas. Otros opinaban que Octavio debía llevar su flota hasta Tesalónica y devastar la costa. Amenazando así su retaguardia, podrían obligar al rey a dividir sus fuerzas para proteger el interior de su reino, dejando así desguarnecido algún paso del río. El cónsul consideraba que la orilla del río era infranqueable, debido a su pendiente y a las obras de defensa; aparte de que había posiciones de artillería por todas partes, había oído que el enemigo usaba con la mayor habilidad y precisión los proyectiles.
El cónsul había decidido adoptar otro curso de acción y disolvió el consejo. Había dos comerciantes perrebios, Ceno y Menófilo, en cuya honestidad y sagacidad sabía que podía confiar. Envió a buscarlos y les preguntó en privado sobre los pasos que llevaban a Perrebia. Estos le dijeron que no eran difíciles de atravesar, pero que estaban guardados por tropas del rey. Al oír esto, pensó que un ataque nocturno por sorpresa, lanzado con tropas lo bastante fuertes y cuando el enemigo no lo esperase, podría desalojar de allí las guarniciones y obligarlas a retroceder. Las jabalinas, las flechas y los demás proyectiles resultaban inútiles en la oscuridad, pues era imposible ver dónde se apuntaba; era en la lucha cuerpo a cuerpo con espada, en el tumulto de la batalla, donde el soldado romano resultaba tenía ventaja. Decidió llevar a estos mercaderes como guías y mandó llamar a Octavio, al que explicó sus planes, ordenándole que navegara hasta Heracleo y tuviese dispuesta comida cocinada para diez días y para mil hombres. Envió por tierra hasta Heracleo a Publio Escipión Nasica y a Quinto Fabio Máximo, su propio hijo, con cinco mil soldados escogidos, con el objetivo aparente de embarcarse para devastar la costa de Macedonia Central; esta propuesta se había discutido en el consejo. En privado, les informó que, para evitar cualquier retraso, se habían dispuesto raciones para estas tropas a bordo de la flota. Ordenó a los dos guías que regulasen el recorrido de cada jornada de marcha, de forma que se pudiera lanzar un ataque contra Pitoo en la cuarta guardia de la tercera jornada.
Para evitar que el rey pusiera su atención en cualquier otra parte, el cónsul, al amanecer del día siguiente, inició una operación contra los puestos avanzados enemigos en medio del cauce del río; el combate fue sostenido por la infantería ligera de ambos bandos, pues las tropas más pesadas no podían combatir en un terreno tan irregular. Desde la parte superior de cada orilla hasta el cauce del río había unos trescientos pasos en descenso; la corriente, en el centro, tenía una profundidad variable según los lugares y un ancho de más de una milla. Allí, en medio de la corriente, tuvo lugar el combate, que fue contemplado por el rey desde las fortificaciones de su orilla y por el cónsul desde la empalizada de la suya, rodeado por sus legionarios. Mientras lo hacían a distancia y con sus armas arrojadizas, los hombres del rey luchaban con ventaja; pero cuando se llegaba a la lucha cuerpo a cuerpo, los romanos guardaban mejor el equilibrio y estaban mejor protegidos, fuera con el escudo redondo o con el escudo ligur [escudo ovalado con espina longitudinal y pequeño broquel central.-N. del T.]. Cerca del mediodía, el cónsul ordenó que se tocara retirada, de manera que aquel día se interrumpió el combate con no pocas bajas por ambas partes. Al día siguiente, se reanudó la lucha al amanecer con mayor encarnizamiento, pues los ánimos estaban caldeados por el combate anterior. Los romanos resultaban heridos no solo por aquellos contra los que luchaban, sino en mucho mayor grado por los proyectiles de toda clase, sobre todo piedras, que arrojaba la multitud que estaba apostada en lo alto de las torres. Cada vez que se acercaban a la orilla en poder del enemigo, los proyectiles que lanzaban sus máquinas llegaban hasta las últimas filas. El cónsul hizo retirar a sus hombres algo más tarde aquel día, tras sufrir pérdidas mucho mayores que el anterior. Al tercer día se abstuvo de combatir y descendió hasta la zona más baja del campamento, como si fuera a intentar el paso por aquella parte de las líneas enemigas que se extendía hasta el mar. Perseo . . . . [seguimos nuevamente la edición de Gredos de 1994, cuando nos indica que se perdieron aquí cuatro hojas del códice, en las que se narraría la expedición a través del paso de Petra y el repliegue de Perseo desde el Mavrolongo hasta Pidna, donde lo siguió Emilio Paulo después de reunir sus tropas con las de Escipión Nasica.-N. del T.] a lo que estaba a la vista …
[44.36] Ya había pasado el solsticio [de verano.-N. del T.], estaba próximo el mediodía y la marcha se había efectuado entre nubes de polvo y bajo un sol abrasador. Ya se sentían el cansancio y la sed, y era evidente que se agravarían con el mediodía. El cónsul estaba decidido a no exponer a sus hombres, mientras estuviesen sometidos a tales condiciones, a un enemigo que estaba fresco y en plenitud de fuerzas. Pero era tal el deseo de sus hombres por combatir como fuera, que resultó precisa toda la habilidad del cónsul tanto para manejar a sus hombres como para engañar al enemigo. La línea de batalla no estaba completamente formada, por lo que instó a los tribunos militares para que acelerasen su formación; él mismo recorría las filas y excitaba el ansia por combatir de sus hombres. Estos, al principio, le demandaban impacientes que diera la señal de ataque; después, bajo el creciente calor, sus caras fueron mostrando menos ánimo y sus voces se volvían más débiles; algunos se doblaban sobre el escudo y se apoyaban sobre el pilo. Entonces, finalmente, dio orden a los centuriones de la primera fila para que trazaran la línea frontal de un campamento y que depositaran los bagajes. Al darse cuenta los soldados de lo que sucedía, expresaron algunos abiertamente su alegría por no haberse visto obligados a combatir, exhaustos como estaban por la fatigosa marcha y el intenso calor. Los legados y generales de los contingentes auxiliares, entre ellos Atalo, que rodeaban al comandante, se mostraron de acuerdo con su decisión mientras creyeron que iba a presentar batalla, pues ni siquiera a ellos les había revelado su intención de retrasar el combate. El súbito cambio de planes hizo que casi todos ellos guardasen silencio. Solo Nasica tuvo el valor de advertir al cónsul para que no dejara escapar entre las manos a un enemigo que varias veces había burlado la experiencia de los generales que le precedieron con su habilidad para evitar el combate. Si Perseo escapaba aquella noche, se temía que habría que ir tras él con infinitos trabajos y peligros, hasta el corazón de Macedonia, pasando el verano como habían hecho los anteriores generales: atravesando los desfiladeros y caminos de montaña de Macedonia. Él recomendaba encarecidamente al cónsul que atacase al enemigo mientras lo tenía en campo abierto y que no dejase pasar la oportunidad que se le ofrecía de vencer. El cónsul no se sintió en absoluto ofendido por la franca advertencia de tan distinguido joven. «Nasica, -le contestó- también yo he pensado antes como lo haces tú ahora; y un día tú pensaras como ahora lo hago yo. He aprendido, a través de los muchos accidentes de la guerra, cuándo hay luchar y cuándo hay que abstenerse de hacerlo. No es momento ahora, cuando estamos en el campo de batalla, para explicarte por qué es mejor descansar hoy. Ya preguntarás mis razones en otro momento; por ahora, conténtate con someterte a la autoridad de un viejo general». El joven quedó en silencio, seguro de que su general veía algunos obstáculos en la batalla que a él no le resultaban evidentes.
[44,37] Cuando Emilio Paulo vio que se habían marcado las líneas del campamento y que se habían reunido los bagajes, hizo que primero se retirasen en silencio los triarios de la retaguardia y luego los príncipes, dejando a los asteros en vanguardia por si el enemigo intentaba algún movimiento. Por último, retiró también a estos; empezando por los del ala derecha y manípulo por manípulo. De esta manera, la infantería se retiró sin desorden, dejando a la caballería y a la infantería ligera dando frente al enemigo. No hizo volver a la caballería de sus posiciones hasta que no estuvieron completamente terminados el sector frontal de la empalizada del campamento y el foso. El rey estaba dispuesto a dar la batalla aquel día, pero quedó satisfecho con que sus hombres fueran conscientes de que el retraso se debía a la retirada del enemigo y los llevó de vuelta al campamento. Una vez terminada la fortificación del campamento, Cayo Sulpicio Galo, un tribuno militar adscrito a la segunda legión y que había sido pretor el año anterior, obtuvo el permiso del cónsul para convocar los soldados a una asamblea. Procedió a explicar que durante la noche siguiente se eclipsaría la luna desde la hora segunda hasta la cuarta, y que nadie debía considerar esto como un prodigio, pues este fenómeno ocurría según el orden natural de las cosas a intervalos determinados, por lo que podían ser conocidos de antemano y predichos. Así pues, del mismo modo que no se extrañaban de que el Sol y la Luna salieran y se pusieran, ni de que cambiase el brillo y tamaño de la Luna, tampoco debían tomar por un presagio el hecho de que se oscureciera al quedar oculta por la sombra de la Tierra. Durante la noche que siguió a la víspera de las nonas de septiembre [la noche del 3 al 4 de septiembre.-N. del T.] tuvo lugar el eclipse a la hora indicada, y los soldados consideraron que Galo poseía una sabiduría casi divina. Sobre los soldados macedonios tuvo el efecto de un prodigio funesto, como a modo de presagio de la caída de su reino, y tampoco sus adivinos dieron ninguna otra interpretación. Se oyeron gritos y lamentos en el campamento macedonio hasta que salió de nuevo la Luna con su propio brillo. Tanto afán mostraban ambos bandos por enfrentarse que algunos de sus propios hombres reprocharon tanto a Perseo como al cónsul el haberse retirado sin combatir; a la mañana siguiente, el rey podía justificarse con que era el enemigo quien había rehusado presentar batalla y había retirado sus tropas al campamento; además, había colocado a sus fuerzas en un terreno sobre el que la falange no podía avanzar, pues hasta la menor irregularidad del terreno anulaba su eficacia. En cuanto al cónsul, no sólo parecía como si hubiera dejado escapar la oportunidad de luchar el día anterior y dado al enemigo la oportunidad, si lo deseaba, de alejarse durante la noche, sino que ahora parecía que perdía el tiempo bajo el pretexto de que tenía que ofrecer un sacrificio, cuando debía haber dado la señal al amanecer y sacado sus fuerzas al campo de batalla. No convocó al consejo hasta la tercera hora, una vez realizados debidamente los sacrificios; en él, con preguntas y comentarios fuera de lugar, dio pie a que algunos considerasen que perdía un tiempo que debía emplearse en el campo de batalla.
[44.38] El cónsul se dirigió al consejo de la siguiente manera: «De todos los que estaban a favor de dar batalla ayer, solo Publio Nasica, un joven distinguido, fue el único que me reveló su pensamiento; y luego permaneció en silencio, por lo que podría parecer que estaba de acuerdo conmigo. Hubo otros que prefirieron criticar a su comandante en lugar de ofrecer sus consejos en su presencia. No tengo objeción alguna a explicar mis razones para retrasar la batalla ni a ti, Publio Nasica, ni a quienes pensaban igual que tú pero no lo demostraron abiertamente; estoy tan lejos de lamentar nuestra inacción de ayer que, de hecho, pienso que con ella he salvado al ejército. Si alguno de vosotros piensa que no tengo motivos para sostener este criterio, le pido que reflexione conmigo sobre cuántas cosas estaban a favor del enemigo y en contra nuestra. En primer lugar, en cuanto a su superioridad numérica, estoy completamente seguro de que todos vosotros la conocíais antes y ayer resultó evidente, al ver el despliegue de sus líneas. Aparte de nuestro escaso número, una cuarta parte de nuestros hombres habían quedado para proteger los bagajes, y ya sabéis que no se encarga de ello a los menos valerosos. Pero, aún suponiendo que hubiésemos dispuesto de todas nuestras fuerzas, ¿podemos dejar de tener en cuenta que desde este campamento, en el que hemos pasado la noche sin ser molestados, podemos salir al campo de batalla hoy, o a lo sumo mañana, con la ayuda de los dioses? ¿Es que resulta indiferente que se ordene a un soldado que tome sus armas un día en que no se ha fatigado por una dura marcha y los trabajos de fortificación, cuando ha estado descansando tranquilamente en su tienda, y llevarlo así al campo de batalla en plenitud de fuerzas mentales y físicas; o que se le exponga, fatigado por una larga marcha, cansado por su carga, empapado de sudor, con la garganta reseca de sed, los ojos llenos de polvo y bajo el sol abrasador de mediodía, a un enemigo fresco y descansado, con todas sus fuerzas intactas al no haber hecho antes ningún esfuerzo? ¿Quién, ¡en nombre de los dioses!, aunque sea un incompetente y un inútil para la guerra, no vencería al más valiente de los hombres? Después de que el enemigo, muy a su gusto, hubiera formado sus líneas, se hubiera dispuesto anímicamente para la batalla y ocupase cada cual su puesto ordenadamente, ¿creéis que debíamos nosotros formar precipitada y confusamente en orden de combate y enfrentarnos con ellos cuando estábamos desordenados?
[44,39] «Y ¡por Hércules!, incluso si hubiésemos tenido una formación desordenada, ¿no habríamos fortificado un campamento, dispuesto el suministro de agua y tropas que protegieran el acceso a ella? ¿O habríamos luchado sin tener nuestro nada más que el suelo desnudo sobre el que combatir? Vuestros antepasados consideraban el campamento como un seguro contra cualquier desgracia del ejército; un puerto desde el que marchar a la batalla o un refugio al que regresar tras la tempestad y en el que cobijarse. Por eso, después de rodearlo de fortificaciones, lo aseguraban con una fuerte guarnición y consideraban derrotado al que perdía su campamento, incluso si vencía sobre el campo de batalla. Un campamento es un lugar de descanso para el vencedor, un refugio para el vencido. ¿Cuántos ejércitos, a los que la suerte de la batalla ha sido poco favorable y han sido rechazados dentro de sus empalizadas, a veces al poco tiempo y a veces casi inmediatamente han efectuado una salida y rechazado a su enemigo victorioso? Esta es la segunda patria del soldado, la empalizada son sus murallas y la tienda de cada uno es su hogar y sus penates. ¿Tendríamos que haber combatido como vagabundos, sin un lugar seguro al que retirarnos después de nuestra victoria?
«En respuesta a estas dificultades y obstáculos para presentar batalla se aduce lo siguiente: ¿qué habría ocurrido si el enemigo se hubiese marchado durante esta noche? ¿Cuántas fatigas más habríamos tenido que soportar si lo seguíamos hasta el interior de Macedonia? Estoy totalmente seguro de que si hubiese decidido partir, ni nos habría esperado a nosotros ni habría desplegado sus tropas del campo de batalla. ¡Cuánto más fácil le hubiera sido alejarse cuando estábamos lejos, que no ahora que estamos cerca de él y no se puede retirar, ni de día ni de noche, sin que lo sepamos! ¿Qué más podemos desear sino que, en lugar de vernos obligados a atacar su campamento protegido por la orilla de un río y rodeado por una empalizada con numerosas torres, poder atacarlos por la retaguardia, en terreno abierto y mientras marchan desordenados tras dejar sus fortificaciones? Estas fueron mis razones para posponer la batalla de ayer a hoy, porque también es mi intención dar la batalla; pero como el camino hacia el enemigo a través del Mavrolongo está bloqueado, he abierto uno nuevo tras desalojar las guarniciones enemigas que las ocupaban; no me detendré hasta que haya dado fin a la guerra».
[44,40] Cuando terminó se guardó silencio; unos callaban porque estaban de acuerdo con su punto de vista, otros temían ofenderle innecesariamente al criticar la pérdida de una oportunidad que, en todo caso, ya no tenía remedio. Pero, en realidad, ni el rey ni el cónsul deseaban combatir aquel día. El rey no lo haría porque ya no se enfrentaría a un enemigo cansado por la marcha, que formaba a toda prisa el frente de batalla y estaba poco organizado; el cónsul, porque aún no se había llevado suficiente leña y forraje al campamento recién levantado y gran parte de sus tropas estaban fuera, recogiéndolos por los campos cercanos. Contra la intención de ambos comandantes, la Fortuna, que puede más que los planes de los hombres, provocó el combate. Había un río, no muy grande y más cerca del campamento enemigo, del que se aprovisionaban de agua tanto los romanos como los macedonios, protegidos por destacamentos estacionados en la orilla para su seguridad. En el lado romano había dos cohortes, una de marrucinos y otra de pelignos, así como dos turmas de caballería samnita, bajo el mando de Marco Sergio Silo [el abuelo del famoso Catilina.-N. del T.]. Otro destacamento estaba situado delante del campamento, al mando de Cayo Cluvio, y compuesto por tres cohortes de firmianos, vestinos y cremonenses, con dos turmas de caballería, una plasentina y otra esernia. Aunque todo estaba tranquilo en el río, pues ninguna de las dos partes hacía ninguna provocación, alrededor de las tres de la tarde [hora nona, en el original latino.-N. del T.] una mula se escapó de sus cuidadores y huyó a la orilla opuesta. Tres soldados fueron detrás de ella por la corriente, que llegaba hasta las rodillas. Dos tracios se hicieron con el animal sobre el centro del cauce y tiraban de él hacia su orilla; los tres soldados les persiguieron, dieron muerte a uno de ellos y luego de recuperar la mula regresaron a sus puestos. Había unos ochocientos tracios custodiando la orilla opuesta; Algunos de ellos, enfurecidos al ver cómo se daba muerte a un compañero suyo ante sus propios ojos, corrieron cruzando el río en persecución de los que lo habían matado; los siguieron luego otros más, y por último todos, y con el destacamento. . . [Se perdieron aquí dos hojas del manuscrito original, en las que se relataría el inicio de la batalla.-N. del T.].
[44,41] . . . conduce a la batalla [se refiere, muy probablemente, a Emilio Paulo.-N. del T.]. Sus hombres estaban profundamente impresionados por la majestad del mando, la gloria de aquel hombre y, sobre todo, su edad, pues teniendo más de sesenta años, tomaba sobre sí en gran medida los trabajos y peligros más propios de los hombres jóvenes. El intervalo entre los armados con cetra y la falange fue ocupado por la legión, rompiendo así la línea enemiga. Los armados con cetra quedaron a su retaguardia, teniendo a su frente a los armados con escudos, los llamados «calcáspides». Lucio Albino, un ex cónsul, recibió orden de llevar la segunda legión contra la falange de los «leucáspides», que constituía el centro de la línea enemiga. Frente a la derecha romana, donde había empezado la batalla, cerca del río, colocó a los elefantes y a las cohortes aliadas. Fue aquí donde primero empezó la huida de los macedonios. Porque, así como las cosas más novedosas entre los hombres parecen valiosas de palabra, luego, cuando se llevan a la práctica, se revelan inútiles; lo mismo sucedió con las tropas contra-elefantes macedonias, que resultaron ineficaces. Las tropas aliadas latinas siguieron la carga de los elefantes e hicieron retroceder a su ala izquierda. La segunda legión, a la que se había enviado contra el centro, rompió la falange. La explicación más probable de la victoria reside en que se fueron lanzando, al mismo tiempo, varios ataques contra la falange, que primero la desordenaron y después terminaron por romperla completamente. Mientras se mantiene unida, con su frente erizado de lanzas erectas, su fuerza resulta irresistible. Pero si se la ataca en varios puntos, obligándola a llevar sus lanzas de una dirección a otra -que por su peso y longitud resultan incómodas y difíciles de manejar-, se mezclan en una masa desordenada; por otra parte, si resuena por los flancos o la retaguardia el sonido de un ataque repentino, terminan cayendo como si se derrumbaran. De esta manera, se vieron obligados a enfrentarse con los repetidos ataques de pequeños grupos de tropas romanas, dislocándose su frente en muchos puntos y abriendo huecos por los que se introducían los romanos entre sus filas. Si toda la línea hubiera lanzado un ataque general contra la falange cuando aún estaba intacta, como hicieron los pelignos al comienzo de la acción contra los armados con cetra, se habrían atravesado a sí mismos contra sus lanzas y habrían resultado impotentes contra su formación compacta.
[44.42] La infantería caía muerta por todo el campo de batalla, salvándose solo aquellos que tiraron sus armas y lograron huir. La caballería, por su parte, abandonó el campo sin apenas pérdidas, siendo el propio rey uno de los primeros en huir. Se dirigía desde Pidna a Pela con sus alas de «caballería sagrada», siguiéndolo poco después Cotis y los jinetes odrisas. El resto de la caballería macedonia escapó también con sus fuerzas intactas, debido a que la infantería quedó entre ella y el enemigo, que estaba tan ocupado masacrando a la infantería que se olvidaron de perseguir a la caballería. La falange pasó largo tiempo siendo masacrada por el frente, los flancos y la retaguardia. Por fin, los que habían escapado de las manos del enemigo arrojaron sus armas y huyeron a la costa; algunos, incluso, se echaron al agua y, extendiendo sus manos suplicantes a los que estaban en los barcos, les imploraban que salvaran sus vidas. Cuando vieron que desde los barcos salían botes de remo que se acercaban al lugar donde estaban, creyendo que venían a hacerlos prisioneros, y no a matarlos, se adentraron muchos más en el agua, algunos incluso nadando. Pero al encontrarse con que desde los botes se les daba muerte sin compasión, los que podían nadaban de vuelta a tierra para enfrentarse a un destino aún más miserable; en efecto, los elefantes, obligados por sus guías a ir hasta la orilla del agua, los pisoteaban y los aplastaban al salir del agua. Todos los autores coinciden al reconocer que nunca hubo tantos macedonios muertos por los romanos en una sola batalla. Perecieron no menos de veinte mil hombres; seis mil de los que huyeron hacia Pidna cayeron en manos del enemigo y cinco mil fueron hechos prisioneros cuando estaban dispersos al huir. De los vencedores no murieron más de cien, en su mayoría pelignos, siendo el número de heridos mucho mayor. De haberse iniciado antes la batalla y hubiese quedado suficiente luz natural para que los vencedores continuaran la persecución, se habría eliminado a todas las fuerzas enemigas. Tal y como ocurrieron las cosas, la llegada de la noche protegió a los fugitivos e hizo que los romanos detuvieran su persecución sobre un terreno desconocido.
[44,43] Perseo huyó a la selva de Pieria, siguiendo el camino militar acompañado de su comitiva real y un numeroso grupo de caballería. Nada más entras en la selva, como había varios caminos que divergían y se aproximaba la noche, se separó del camino principal con un pequeño grupo de los más fieles a él. La caballería, abandonada y sin un jefe, se dispersó a sus diversas ciudades; unos cuantos llegaron a Pela antes que el propio Perseo, al seguir el camino directo y más fácil. Hasta la medianoche estuvo sufriendo el rey, debido a los extravíos y las considerables dificultades para encontrar el camino. Eucto y Euleo, los gobernadores de Pela, junto con los pajes reales, estaban en palacio a disposición del rey; sin embargo, a pesar de sus repetidas convocatorias, no se presentó ante él ninguno de los amigos que habían sobrevivido a la batalla. Sólo hubo tres que estuvieron a su lado y lo habían acompañado en su huida: el cretense Evandro, el beocio Neón y el etolio Arquidamo. Ante el temor de que aquellos que se negaban a presentarse ante él se atreviesen pronto a dar un paso más grave, huyó durante la cuarta guardia seguido por, como mucho, unos quinientos cretenses. Su intención era ir a Anfípolis; pero había dejado Pela durante la noche, ansioso por cruzar el Vardar antes del amanecer, pues pensaba que la dificultad en cruzar el río pondría fin a la persecución romana.
[44.44] A su regreso al campamento, la alegría del cónsul por su victoria se veía turbada por su inquietud por la suerte de su hijo menor. Este era Publio Escipión, hijo natural del cónsul Paulo y que fue luego adoptado como nieto de Escipión el Africano; él mismo recibió el título de Africano por la destrucción de Cartago, que sucedió en años posteriores. Tenía solo diecisiete años en aquel momento, motivo más para aumentar su inquietud; cuando estaba en plena persecución de los enemigos, fue arrastrado por la masa en dirección equivocada. Regresó al campamento al final del día y su padre, al verlo sano y salvo, sintió por fin el cónsul la plena alegría por su gran victoria. La noticia de la batalla ya había llegado a Anfípolis, y las matronas acudían al templo de Diana, el llamado Taurópolo [porque se representaba en él a Artemisa montada sobre un toro.-N. del T.], para invocar su ayuda. Diodoro, el gobernador de la ciudad, temía que la guarnición de tracios, unos dos mil hombres [otras traducciones dan una fuerza de doscientos, pero nuestro texto latino de referencia indica «duo milia» y otras traducciones inglesas y españolas coinciden también en nuestra traducción.-N. del T.], aprovecharan el tumulto y la confusión para saquear la ciudad. Así pues, concibiendo un engaño, contrató a un hombre para que se hiciera pasar por mensajero y le entregara una carta cuando estaba en el centro del foro. En ella se decía que los soldados de la flota ro mana acababan de desembarcar en la costa de la Emacia, que estaban devastando los campos inmediatos y que los prefectos de Emacia le imploraban que enviase la guarnición para hacer frente a los saqueadores. Después de leer el despacho, instó a los tracios para que fuesen a defender la costa de Emacia; podrían causar una gran masacre entre los romanos, mientras estaban dispersos por los campos, y también obtener un gran botín. Al mismo tiempo, quitó importancia al informe sobre la derrota; si fuese cierto, dijo, habría llegado fugitivo tras fugitivo inmediatamente después de la batalla. De este modo, se deshizo de los tracios y, en cuanto vio que habían cruzado el Estrimón, cerró las puertas.
[44.45] Tres días después de la batalla, Perseo llegó a Anfípolis y desde esa ciudad envió parlamentarios a Paulo portando el caduceo [la fecha es el el 24 de junio del 169 a.C., y el caduceo era el símbolo de quienes llevan propuestas de paz.-N. del T.]. Mientras tanto, Hipias, Midón, y Pantauco, los principales amigos del rey, que habían huido del campo de batalla hacia Berea, se presentaron ante el cónsul y se entregan a los romanos. También otros, incitados por su temor, hicieron lo mismo. El cónsul envió a su hijo Quinto Fabio, junto con Lucio Léntulo y Quinto Metelo, a Roma, llevando cartas que anunciaban su victoria. Entregó los despojos del ejército enemigo, que yacían por el campo de batalla, a los soldados de infantería, y el botín de los campos de alrededor a los de caballería, con la condición de que no se ausentaran del campamento más de dos noches. Trasladó el campamento a las proximidades de Pidna, a un lugar más cerca del mar. En el plazo de dos días se le rindieron Berea, en primer lugar, y a continuación Tesalónica y Pela, y casi la totalidad de Macedonia, ciudad a ciudad. Los habitantes de Pidna, que eran los que estaban más cercanos al cónsul, aún no habían enviado sus embajadores, pues la muchedumbre de gentes de diferentes naciones y la multitud que se refugió allí huyendo del campo de batalla, impedía a los habitantes deliberar y tomar una decisión Las puertas no solo estaban cerradas, sino también tapiadas. Midón y Pantauco fueron enviados hasta la muralla para entrevistarse con Solón, el comandante de la guarnición; por su mediación se obtuvo la salida de los soldados. La ciudad rendida fue entregada al pillaje de los soldados. La única esperanza de Perseo residía en la ayuda de los bisaltas [pueblo que vivía al oeste del Estrimón.-N. del T.], ante quienes había enviado emisarios; pero, tras fracasar esta, se presentó ante la asamblea de ciudadanos de Anfípolis llevando con él a su hijo Filipo y con la intención de fortalecer los ánimos tanto de los propios anfipolitanos como de los soldados de infantería y caballería que le habían acompañado o que habían llegado allí huyendo. Pero todas las veces que trató de hablar se lo impidieron las lágrimas y, viendo que no podía articular palabra, le dijo a Evandro lo que quería comunicar al pueblo y bajó del templo [otras traducciones ofrecen «recinto sagrado»; el original latino especifica «de templo descendit» y también nos parece más lógico que el lugar que Perseo estaba usando a modo de tribuna fuese la plataforma elevada de un templo -que formaría parte, naturalmente, de su recinto-, y por cuyas escalinatas bajaría.-N. del T.]. La contemplación del rey y de su angustioso llanto movió al propio pueblo a los gemidos y las lágrimas, pero no quisieron escuchar a Evandro. Algunos, en mitad de la asamblea, se atrevieron a gritar: «¡Marchaos de aquí, no sea que por vuestra culpa perezcamos los pocos que hemos sobrevivido!» Su posición desafiante mantuvo cerrados los labios de Evandro. Entonces, el rey se retiró a su casa y, tras colocar cierta cantidad de oro y plata a bordo de algunos lembos anclados en el Estrimón, bajó él mismo hasta el río. Los tracios no se atrevieron a confiar sus vidas a los barcos y se dispersaron hacia sus hogares, como hizo el resto de soldados; los cretenses, atraídos por el dinero, lo siguieron. Como efectuar un reparto entre ellos podría provocar más rencores que agradecimientos, colocaron cincuenta talentos en la orilla para que se los distribuyeran entre ellos. Al subir a bordo tras el reparto, desordenados, sobrecargaron tanto un lembo que se hundió en la desembocadura del río. Aquel día llegaron a Galepso [puerto al norte de Anfípolis.-N. del T.] y al día siguiente alcanzaron Samotracia, que era hacia donde se dirigían. Se dice que llevaron hasta allí dos mil talentos [51 840 kilos.-N. del T.].
[44,46] Paulo colocó hombres al mando de todas las ciudades que se habían rendido, de manera que el bando derrotado no pudiera ser objeto de malos tratos ahora que se había establecido la paz. Mantuvo junto a él a los parlamentarios de Perseo y, como desconocía la huída del rey, envió a Publio Nasica con un pequeño destacamento de soldados de caballería e infantería hasta Anfípolis, con el propósito de asolar Síntice y frustrar cualquier movimiento que pudiera hacer el rey. Al mismo tiempo, Cneo Octavio capturó y saqueó Melibea. Cneo Anicio fue enviado a Eginio [cerca de la actual Milia.-N. del T.], pero como los habitantes no sabían que la guerra había terminado, hicieron una salida y los romanos perdieron doscientos hombres. Al día siguiente, el cónsul dejó Pidna con todo su ejército y estableció su campamento a dos millas [2960 metros.-N. del T.] de Pela. Permaneció allí varios días, observando la ciudad desde todos los lados y comprobando que no había sido elegida como residencia real sin buenos motivos. Está situada en la ladera suroeste de una colina y rodeada por una marisma formado por las aguas que se desbordan de los ríos, demasiado profunda como para ser atravesada a pie, tanto en verano como en invierno. Faco, la ciudadela, está próxima a la ciudad y se encuentra en la propia marisma a modo de una isla, construida sobre un enorme terraplén lo bastante fuerte como para construir sobre él una muralla e impedir cualquier daño producido por la erosión de las aguas de la marisma. Desde la distancia, parece unida a la muralla de la ciudad, pero en realidad está separada por un canal que fluye entre ambas murallas y conectada a la ciudad por un puente. De esta manera se cortan los accesos a cualquier enemigo externo y, si el rey encierra allí a alguien, no tiene más posibilidad de escape que por el puente, que es muy fácil de guardar. Allí estaba el tesoro real, pero nada se encontró en aquel momento aparte de los trescientos talentos destinados al rey Gencio y que luego retuvo. Durante el tiempo en que el campamento permaneció en Pela, se recibieron numerosas embajadas de felicitación, la mayoría procedentes de Tesalia. Al tener noticia de que Perseo había navegado hacia Samotracia, el cónsul abandonó Pela y, tras cuatro días de marcha, llegó a Anfípolis. El hecho de que toda la población saliera a su encuentro fue una prueba suficiente de que no se consideraban privados de un rey bueno y justo . . . [se perdió la última hoja que contenía el final del libro XLVI, en el que seguramente se narraría la entrada de Emilio Paulo en Anfípolis y la expedición a la Odomántica.-N. del T.]