La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro cuadragesimosegundo
La Tercera Guerra Macedónica.
[42,1] La primera labor de los nuevos cónsules -173 a.C.- fue a consultar al Senado acerca de sus provincias y de los ejércitos. Se decretó que ambos tendrían Liguria como provincia y que cada uno debería alistar dos nuevas legiones para prestar servicio en aquella provincia, así como diez mil infantes y seiscientos jinetes de los aliados latinos. También se les ordenó alistar a tres mil infantes y doscientos jinetes romanos para reforzar el ejército en Hispania. Así mismo, se alistaría una fuerza adicional de mil quinientos infantes y cien jinetes para las operaciones en Córcega [otras traducciones ofrecen la cifra de quinientos infantes; nuestro texto latino de referencia, sin embargo, emplea claramente la expresión «mille et quingenti pedites Romani»; además, la proporción infantería-caballería resulta correcta en nuestra traducción y con un exceso de caballería en las otras.-N. del T.]. Marco Atilio continuaría como pretor en Cerdeña, hasta que llegara su sucesor. A continuación, los pretores sortearon sus provincias. Aulo Atilio Serrano recibió la pretura urbana y Cayo Cluvio Sáxula la peregrina; La Hispania Citerior fue para Numerio Fabio Buteo y la Hispania Ulterior para Cayo Matieno; Sicilia correspondió a Marco Furio Crásipes y Cerdeña fue para Cayo Cicereyo. Antes de que partieran los magistrados hacia sus provincias, el Senado decidió que Lucio Postumio debía marchar a Campania para fijar los límites entre las tierras públicas y las tierras privadas; pues había constancia de que los particulares, mediante el paulatino adelantamiento de los mojones, habían ido ocupando partes de las primeras. Postumio estaba irritado con los prenestinos [los habitantes de la actual Palestrina.-N. del T.] porque habiendo ido él allí en cierta ocasión, como ciudadano particular, para ofrecer un sacrificio en el templo de la Fortuna, no había recibido ningún honor, ni público ni privado. Así que, antes de salir de Roma, envió una carta a Palestrina ordenando que saliera un magistrado a recibirlo, que dispusieran un lugar donde alojarse a cargo de la comunidad, que procurasen tener dispuestos animales de carga para el momento de su partida. Ningún cónsul antes que él había resultado una carga o un gasto en absoluto para los aliados. Se proporcionaba a los magistrados mulas, tiendas de campaña y demás impedimenta militar, simplemente para que no pidieran nada de esto a los aliados; Mantenían relaciones particulares de hospitalidad, tratando a sus huéspedes cortés y consideradamente, estando sus casas en Roma abiertas a todos aquellos en cuya casa solían alojarse. Cuando se enviaban embajadores a algún lugar debido a cualquier emergencia repentina, solo se exigía un jumento a cada una de las ciudades por las que transcurría su viaje; ningún otro gasto era causado a los aliados por los magistrados romanos. El resentimiento del cónsul, aunque hubiera tenido justificación, en ningún caso debiera haberse mostrado mientras desempeñaba su cargo. Los palestrinenses, desgraciadamente, ya fuera por modestia o por timidez, consintieron que esto sucediese sin protestar y este silencio confirió a los magistrados, a modo de precedente incuestionable, el derecho a imponer estas demandas, cada vez más gravosas.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[42,2] A principios de año, regresaron los comisionados que habían visitado Etolia y Macedonia, trayendo noticia de que no se les había dado ocasión de reunirse con Perseo. En algunas ocasiones se adujo que estaba enfermo; en otras que estaba fuera ausente; y en ambos casos eran excusas inventadas por igual. Quedó, sin embargo, bien claro que estaban en marcha preparativos bélicos y que no pasaría mucho tiempo antes de que Perseo recurriera a las armas. En Etolia, los disturbios internos crecían en violencia día tras día, y su autoridad no había bastado para aquietar a los líderes de las facciones opuestas. Como ya se esperaba que hubiera guerra contra Macedonia, se decidió que se debían expiar los prodigios y ofrecer oraciones para lograr «la paz de los dioses» mencionados en los Libros del Destino [la «pax deorum» o paz de los dioses se mantiene mediante el sacrificio, el voto o la oración, que son ofrecidos por un magistrado o por el pater familias en el ámbito privado, a modo de reconocimiento de la superioridad divina y como medio de conseguir su benevolencia.-N. del T.]. Se decía que en Lanuvio había sido vista una gran flota en los cielos; en Priverno había brotado lana oscura de la tierra y que en territorio de Veyes, cerca de Remente, había llovido piedras; todo el territorio pontino había quedado cubierto por lo que parecían nubes de langostas y en un campo de la Galia, mientras se trabajaba la tierra, surgieron peces bajo los terrones levantados por el arado. Como consecuencia de estos signos, se consultaron los Libros del Destino [los Libros del Destino deben ser los Libros Sibilinos, o Libros Sagrados, pues son los mismos decenviros y con el mismo procedimiento los encargados de su consulta y posterior dictamen.-N. del T.] y los decenviros comunicaron a qué deidades y con qué víctimas se debían ofrecer los sacrificios; ordenaron también rogativas especiales para la expiación de los portentos y otras más para cumplir el voto ofrecido el año anterior por el pueblo con ocasión de la peste. Todo se cumplió según ordenaban los Libros Sagrados.
[42,3] Fue este año cuando se levantó el tejado del templo de Juno Lacinia. Quinto Fulvio Flaco, el censor, estaba construyendo el templo de la Fortuna Ecuestre, que había ofrecido mediante voto cuando era pretor en Hispania, y mostraba gran determinación en que fuera el más grande y magnífico templo de Roma. Había prometido este templo durante la guerra Celtibérica, siendo pretor en Hispania. Pensó que sería mayor la belleza del templo si estaba cubierto con tejas de mármol, y con este objeto descendió al Brucio y levantó la mitad del tejado del templo de Juno Lacinia, pues consideró que bastaría para proporcionar la cubierta del que estaba construyendo. Los buques estaban preparados para su transporte, y los aliados, intimidados por la autoridad del censor, no fueron capaces de impedir aquel sacrilegio. Al regreso del censor, se descargaron las tejas y se llevaron al nuevo templo. Aunque no se dio ninguna indicación sobre su procedencia, resultó imposible ocultarla. Se escucharon las correspondientes protestas en la Curia y se produjo una exigencia general para que los cónsules presentaran la cuestión ante el Senado. Se convocó al censor y se le cubrió por todas parte de reproches al presentarse en la Curia: No contento, se le dijo, con violar el templo más venerable de aquel territorio, al que tanto Pirro como Aníbal habían respetado, había cometido la infamia de despojarlo del tejado y casi destruirlo. Al quitarle la cubierta, con su techumbre al descubierto y expuesto a las lluvias, terminaría por pudrirse. ¿Para eso se había creado un censor encargado de velar por la moral pública? El encargado, según la costumbre de los mayores, de que los edificios del culto público estuvieran correctamente cerrados y de encargar su reparación, ¡este mismo hombre vagaba rondando las ciudades de nuestros aliados, arruinando sus templos y despojando de sus techos a sus edificios sagrados! ¡Si ya resultaría vergonzosa esta conducta en el caso de edificios particulares, qué no sería la demolición de los templos de los dioses inmortales! Y lo hacía involucrando al pueblo romano en un delito de impiedad, al construir y embellecer un templo mediante la ruina de otro, como si los dioses inmortales no fuesen los mismos en todas partes y se debiera honrar y adornar a unos con los despojos de los demás. Aunque ya antes de votar la moción estaba bien claro el sentir de la Cámara, al votarse fue unánime la decisión de devolver las tejas al templo y que se ofrecieran sacrificios expiatorios a Juno. Se cumplieron escrupulosamente las obligaciones religiosas; por lo que respecta a las tejas, los contratistas informaron que las habían dejado en la explanada del templo, al no haber ningún artesano que viera el modo de reponerlas.
[42,4] Uno de los pretores, Numerio Fabio, estando de camino para hacerse cargo de la provincia de Hispania Citerior, murió en Marsella. Al recibir la noticia de su muerte, el Senado decretó que Publio Furio y Cneo Servilio, cuyos sucesores ya habían sido designados, deberían decidir por sorteo cuál de ellos vería prorrogado su mando y administraría la Hispania Citerior. Le correspondió, afortunadamente, a Publio Furio, que ya había estado en aquella provincia. Existía cierta cantidad de tierras, tomadas durante las guerras contra los ligures y los galos, que permanecían baldías, por lo que se aprobó un senadoconsulto para que se distribuyeran en lotes individuales. Para dar cumplimiento a esta resolución, el pretor urbano nombró decenviros, para la supervisión de la adjudicación de lotes, a Marco Emilio Lépido, Cayo Casio, Tito Ebucio Parro, Cayo Tremellio, Publio Cornelio Cetego, Quinto y Lucio Apuleyo, Marco Cecilio, Cayo Salonio y Cayo Menacio. Cada ciudadano romano recibió diez yugadas y cada aliado latino, tres [o sea 2,7 Ha. los ciudadanos romanos y apenas 0,81 Ha. los aliados latinos.-N. del T.]. Por este tiempo, fue a Roma una delegación etolia para dar cuenta de sus luchas partidistas y querellas; llegó también otra desde Tesalia para informar del estado de las cosas en Macedonia.
[42,5] Perseo daba vueltas en su cabeza a la guerra ya en vida de su padre, tratando de ganarse las simpatías no solo de los pueblos, sino también de las ciudades griegas mediante el envío de embajadas y más con promesas que con concesiones. Existía también una gran cantidad de gentes favorables a él y mucho más dispuestas hacia él que hacia Eumenes, pese a que la mayor parte de las ciudades y la mayoría de sus notables estaban obligados con Eumenes por su liberal generosidad y porque, además, había ejercido su autoridad real de tal manera que ninguna de las ciudades que estaban bajo su dominio habrían cambiado su situación por la de cualquiera de las ciudades libres. Por otra parte, se produjeron rumores de que Perseo había matado a su esposa con sus propias manos y había asesinado en secreto a Apeles. Este había sido su instrumento para deshacerse a traición de su hermano y, al buscarle Filipo para llevarlo al suplicio, se había exiliado del país para escapar al castigo. Tras la muerte de su padre, Perseo lo había inducido a regresar mediante la promesa de una generosa recompensa por haberle ayudado en tan trascendente empresa, asesinándolo a continuación. Aunque era conocido por muchos otros asesinatos, tanto de sus propios súbditos como de extranjeros, y aunque no poseía ninguna virtud encomiable, las ciudades le preferían, en general, antes que a un rey que se había mostrado tan considerado con sus allegados, tan justo hacia sus súbditos y tan generoso para con todos. Y, todo esto, ya porque estuvieran tan impresionadas por el prestigio y grandeza de Macedonia como para despreciar un reino recién fundado, porque estuvieran deseosas de un cambio en la situación o porque no quisieran estar a merced de Roma.
Pero no era solo en Etolia donde se habían producido disturbios a causa del gran peso de las deudas, también la Tesalia se hallaba en la misma situación y el daño se había extendido como una epidemia hasta Perrebia. Al llegar la noticia de que los tesalios estaban en armas, el Senado envió inmediatamente a Apio Claudio para examinar la situación y arreglar las cosas. Este reprendió severamente a los líderes de ambas partes. Con el consentimiento de quienes la habían aumentado tanto, redujo la deuda que se había incrementado con intereses ilegales y estableció luego la amortización de los préstamos legales, dividida en diez anualidades. Mediante el mismo procedimiento y de la misma manera arregló los asuntos en Perrebia. Marcelo asistió a la sesión del Consejo Etolio en Delfos y escuchó los argumentos de ambas partes, que los presentaron con la misma hostilidad que habían mostrado en la guerra civil. Viendo que competían en temeridad y osadía, y no queriendo que por una sentencia suya se condenara ni absolviera a ninguna de las dos partes, requirió a ambas para que se abstuvieran de disputar y relegasen sus viejas rencillas al olvido. Se garantizaría esta reconciliación mediante el mutuo intercambio de rehenes, determinándose que sería Corinto el lugar donde estos residirían.
[42,6] Dejando Delfos y el Consejo Etolio, Marcelo marchó al Peloponeso, donde, mediante un edicto, había convocado una reunión del Consejo Aqueo. Una vez allí, los elogió por haber mantenido firmemente el antiguo tratado que prohibía a los reyes de Macedonia cualquier aproximación a sus territorios, dejando bien claro el odio de los romanos hacia Perseo. Para precipitar el estallido de ese odio, el rey Eumenes fue a Roma llevando consigo un informe que había elaborado durante su investigación sobre los preparativos bélicos en marcha. Al mismo tiempo, se enviaron al rey cinco embajadores para que comprobaran por sí mismos el estado de cosas en Macedonia, ordenándoles visitar también Alejandría y renovar las relaciones de amistad entre Tolomeo y Roma [Tolomeo VI Filométor -«el que ama a su madre»-, hijo de Tolomeo V Epífanes -«el ilustre» o también «manifestación de un dios»-, tenía por entonces unos 14 años.-N. del T.]. Los miembros de la embajada fueron Cayo Valerio, Cneo Lutacio Cerco, Quinto Bebio Sulca, Marco Cornelio Mámula, y Marco Cecilio Denter. Por la misma fecha llegaron embajadores del rey Antíoco. Su jefe, Apolonio, cuando fue recibido por el Senado, presentó muchas y convincentes razones para disculpar a su rey por no haber pagado su tribuno en la fecha señalada. No obstante, había llevado con él la suma total, por lo que no hubo necesidad más que de disculpar al rey por la demora. Traía también consigo un regalo consistente en quinientas libras en vasos de oro [163,5 kilos.-N. del T.]. El rey solicitaba que el pacto de alianza y amistad que se había establecido con su padre fuera renovado con él, y que el pueblo romano le pidiera cuanto pudiera proporcionar un monarca amistoso y leal, pues nunca dejaría de cumplir con su obligación. Durante su estancia en Roma, recordó a la Cámara, la amabilidad del Senado y la simpatía del trato de los jóvenes, habían hecho que el trato de todas las clases hacia él resulta más el de un rey que el de un rehén. Se dio a la embajada una amable respuesta y se ordenó al pretor urbano, Aulo Atilio, que renovara con Antíoco la alianza que había existido con su padre. El tributo se entregó a los cuestores urbanos y los vasos de oro se entregaron a los censores para que los depositaran en los templos que creyeran conveniente. El jefe de la embajada recibió un regalo de cien mil ases, una residencia para alojarse y una asignación para sus gastos durante todo el tiempo que permaneciera en Italia [los 100 000 ases equivaldrían, en esa época, a 2750 kilos de bronce. Para el año 86 a.C., un áureo de 9,11 gramos de oro equivalía a 25 denarios de 3,9 gramos de plata o 400 ases de 13,5 gramos de bronce; para el año 173 a.C. en que nos encontramos, con un peso para el as de 27,5 gramos de bronce, pero con la proporción vigente entonces de 1 áureo=25 denarios=250 ases, podemos suponer una equivalencia en oro de unos 11 kilos.-N. del T.]. Los embajadores que habían estado en Siria declararon al regresar que Apolonio disfrutaba de gran consideración ante el rey y se le consideraba un fiel amigo de Roma.
[42,7] Los principales hechos ocurridos este año en las provincias fueron los siguientes: Cayo Cicereyo libró una batalla campal en Córcega, muriendo siete mil de los enemigos y haciéndose más de mil setecientos prisioneros. Durante la batalla, el pretor prometió mediante voto dedicar un templo a Juno Moneta. Después de esta, los corsos pidieron la paz, que se les concedió con la condición de que pagaran un tributo de doscientas mil libras de cera [65 400 kilos.-N. del T.]. Después de someter Córcega, Cicereyo navegó hacia Cerdeña. También se produjo una batalla en la Liguria cerca de la ciudad de Caristo, en territorio de Estatela. Allí se había concentrado un gran contingente de ligures. En un primer momento, al llegar el cónsul Marco Popilio a la plaza, se mantuvieron tras sus murallas, pero cuando vieron que los romanos se disponían al asedio, formaron su línea de batalla delante de sus puertas. Esto había sido el objetivo del cónsul al amenazar con el asedio, por lo que no perdió tiempo en iniciar el combate. Lucharon durante más de tres horas, sin que hubiera una perspectiva cierta de victoria por ninguna de las partes. Cuando el cónsul comprobó que los ligures no cedían terreno en parte alguna del campo de batalla, ordenó a la caballería que montara y lanzase una carga contra tres partes de la línea enemiga para provocar tanto desorden como pudieran. Una buena porción se abrió paso por el centro del enemigo y se situó por detrás de su línea de batalla. Esto provocó el pánico entre los ligures, que se dispersaron y huyeron en todas direcciones, llegando muy pocos hasta la ciudad al interceptarlos la caballería en su mayor parte. Lo encarnizado de los combates resultó muy costoso para los ligures, resultando también una gran mortandad durante la huida: se dice que murieron diez mil hombres y que se hicieron más de setecientos prisioneros, capturándose ochenta y dos estandartes militares. La victoria tampoco se logró sin derramamiento de sangre romana: más de tres mil hombres murieron, sobre todo en las primeras filas, al no ceder terreno ninguna de ambas partes.
[42,8] Después de la batalla, los ligures se recuperaron de su huída y se concentraron en un solo lugar. Al ver que el número de bajas superaba al de supervivientes -no quedaban más de diez mil hombres-, se rindieron incondicionalmente con la esperanza de que el cónsul no les trataría con mayor severidad que la mostrada por anteriores generales. Sin embargo, él les privó a todos de sus armas, destruyó su ciudad y los vendió junto con sus bienes. Envió un informe de cuanto había hecho al Senado. Como el otro cónsul, Postumio, estaba ocupado con la revisión de tierras en Campania, la carta fue leída en la Cámara por el pretor Aulo Atilio. Los senadores consideraron un acto de extrema crueldad que los estatelates, que eran los únicos de entre los ligures que se habían negado a tomar las armas contra Roma, hubieran sido atacados también ahora sin provocación alguna, y que después de haberse confiado a la protección del pueblo romano se les hubiera torturado hasta la muerte con toda clase de crueldades. Que tantos miles de personas nacidas libres, inocentes de cualquier delito, hubieran sido vendidos como esclavos a pesar de sus apelaciones al honor de Roma, era un terrible precedente y una advertencia contra los que pensaran en una rendición; y que, quienes se habían mantenido pacíficos, se vieran ahora arrastrados a compartir el destino de los que antes fueran enemigos declarados de Roma, dispersos por todas partes. Movidos por estas consideraciones, el Senado determinó que el cónsul Marco Popilio debía restaurar los ligures a la libertad y reembolsar el precio de compra, procurando que se les devolvieran cuantas de sus propiedades se pudieran recuperar; también se les devolverían sus armas. Todo esto debía hacerse lo antes posible; el cónsul no debía abandonar su provincia hasta que hubiera restituido a sus hogares a los ligures que se habían rendido. Se le recordó que la gloria de la victoria se obtenía al vencer al enemigo en una lucha justa, no mediante la crueldad con aquellos que no se podían defender.
[42,9] El mismo carácter arrogante que el cónsul había mostrado hacia los ligures, lo mostró ahora al negarse a obedecer al Senado. Envió inmediatamente a las legiones a sus cuarteles de invierno en Pisa y regresó a Roma lleno de ira contra el Senado y furioso con el pretor. Inmediatamente después de su llegada, convocó al Senado en el templo de Belona donde lanzó un largo y agrio discurso contra el pretor. Declaró que este debía haber solicitado al Senado que se rindieran honores a los dioses inmortales por los éxitos obtenidos, en vez de haber pedido al Senado que aprobara un senadoconsulto en su contra y favorable al enemigo; casi trasladaba la victoria a los ligures y ordenaba que el cónsul se les entregase. Por lo tanto, le impuso una multa y solicitó a los senadores que revocaran la resolución en su contra, así como que, ahora que estaba en Roma, aprobaran inmediatamente lo que debían haber decretado al recibir su carta, a saber, una solemne acción de gracias, en primer lugar para honrar a los dioses inmortales y después como muestra de alguna consideración hacia él. Algunos de los senadores lo atacaron estando presente con tanta severidad como hicieron en su ausencia, regresando a su provincia sin que se le concediera ninguna de sus demandas. El otro cónsul, Postumio, pasó el verano dedicado a la revisión de las tierras públicas y regresó a Roma para celebrar las elecciones sin haber visto siquiera su provincia. Los nuevos cónsules fueron Cayo Popilio Lenas y Publio Elio Ligur [para el 172 a.C.-N. del T.]. Los nuevos pretores fueron Cayo Licinio Craso, Marco Junio Peno, Espurio Lucrecio, Espurio Cluvio, Cneo Sicinio, y Cayo Memio por segunda vez.
[42.10] Aquel año se cerró el lustro. Los censores eran Quinto Fulvio Flaco y Aulo Postumio Albino; Postumio cerró el lustro. Según el censo, el número de ciudadanos romanos era de doscientos sesenta y nueve mil quince, un número algo menor que en el anterior. Esto se debió al hecho de que, según explicó el cónsul Lucio Postumio a la Asamblea, todos los que tuvieron que regresar a sus ciudades de acuerdo con el edicto del cónsul Cayo Claudio, fueron censados en sus propios lugares de residencia y ninguno de ellos en Roma. Los censores desempeñaron sus funciones en perfecta armonía y en el mejor interés de la república. Convirtieron en erarios [se les privó del derecho a voto, pero no de la obligación de pagar ciertos impuestos.-N. del T.] y expulsaron de las tribus a todos los que eliminaron de las listas del Senado o degradaron del orden de los caballeros; ninguno dio su apoyo a nadie que hubiera sido rechazado por el otro. Fulvio dedicó el templo de la Fortuna Ecuestre, que había prometido mediante voto seis años atrás, siendo procónsul en Hispania, cuando combatió contra las legiones de los celtíberos. Exhibió también Juegos Escénicos durante cuatro días y circenses durante uno. Lucio Cornelio Léntulo, uno de los decenviros de los Libros Sagrados, murió este año, siendo nombrado Aulo Postumio Albino en su lugar. Apulia recibió desde el mar unas nubes de langostas que cubrieron sus campos a lo largo y lo ancho, cubriendo sus enjambres gran parte de ellos. Para impedir la destrucción de los cultivos, se envió a Cneo Sicinio, como pretor con plenos poderes, a Apulia, donde aunque reunió a un gran número de hombres, tardó un tiempo considerable en eliminar la plaga.
El año siguiente, en el que Cayo Popilio y Publio Elio fueron cónsules [el 172 a.C.-N. del T.], se inició con la disputa pendiente del año anterior. Los senadores querían debatir el asunto de los ligures y que se reafirmara el senadoconsulto. El cónsul Elio presentó el asunto a discusión; Popilio, en nombre de su hermano, trató de disuadir tanto a su colega como al Senado de que adoptaran nuevas medidas, declarando públicamente que si se tomaba cualquier decisión él la vetaría. Disuadió a su colega de ir más lejos; pero el Senado, irritado contra ambos cónsules, insistió en proseguir con mayor empeño. Así, cuando llegó el momento de asignar las provincias, con los cónsules deseando la de Macedonia al ser ya inminente una guerra contra Perseo, el Senado decretó la Liguria como provincia para ambos cónsules, negándose a decretarles Macedonia a menos que se debatiera el caso de Marco Popilio. Luego, cuando los cónsules solicitaron que se les permitiera alistar nuevos ejércitos o refuerzos para los antiguos, les fueron denegadas ambas solicitudes. Dos de los pretores pidieron refuerzos: Marco Junio para la Hispania Citerior y Espurio Lucrecio para la Hispania Ulterior. También se denegaron sus peticiones. Cayo Licinio Craso había recibido la pretura urbana y Cneo Sicinio la peregrina; Cayo Memio recibió Sicilia y a Espurio Cluvio correspondió Cerdeña. Los cónsules estaban enojados con el Senado por las medidas que habían adoptado y, tras fijar las Ferias Latinas para la fecha más temprana posible, hicieron saber que debían partir para sus provincias y que no tenían intención de tratar más asunto público que la administración de estas.
[42,11] Escribe Valerio Antias que Atalo, el hermano del rey Eumenes, fue a Roma durante este consulado, como embajador, para presentar cargos contra Perseo e informar sobre sus preparativos para la guerra. La mayoría de los analistas, y ciertamente aquellos a los que uno da más credibilidad, afirman que vino Eumenes en persona. Así pues, llegado Eumenes a Roma, fue recibido con todos los honores por el pueblo romano, en consideración tanto a sus propios méritos como a los numerosos servicios que había acumulado con tanta profusión. Después de ser introducido en el Senado por el pretor, declaró que su visita a Roma se debía a dos motivos: uno de ellos era su gran deseo de conocer a los dioses y a los hombres a cuyo favor debía su prosperidad actual, tanta que casi ni se atrevía a desear nada más. El otro motivo era el poder alertar al Senado de la necesidad de frustrar los proyectos de Perseo. Comenzando con una revisión de la política de Filipo, describió las circunstancias de la muerte de Demetrio, quien se oponía a la guerra con Roma. «Los bastarnos -continuó- fueron inducidos a abandonar sus hogares, confiados en que les ayudaría para invadir Italia. Aunque le sorprendió la muerte mientras aún daba vueltas en su mente a estos proyectos, dejó la corona a quien él sabía que era el mayor enemigo de los romanos. De este modo, su padre había dejado en herencia a Perseo la guerra, legándosela junto con el trono, y desde el primer día de su gobierno todos sus planes se dedicaron a alimentarla y favorecerla. Contaba con abundantes recursos, los largos años de paz habían generado una numerosa generación de hombres en edad militar; aún más, el mismo estaba en la plenitud de su vida, con toda su fuerza y vigor, y con su ánimo fortalecido y disciplinado por el estudio y la práctica de la guerra. Ya desde su niñez había compartido la tienda de su padre, por lo que había adquirido experiencia no sólo en guerras fronterizas, sino incluso en las guerras con Roma durante las distintas expediciones a las que su padre le había enviado. Desde el día en que ascendió al trono había tenido un extraordinario éxito cumpliendo muchas de las cosas que su padre, pese a intentarlas por todos los medios, no pudo lograr ni por la fuerza ni por la astucia; su poder se había visto aumentado por su autoridad personal, esa que solo se adquiere en el transcurso del tiempo, por grandes y numerosos méritos.
[42,12] «Por otra parte, todas las ciudades de Grecia y Asia respetaban su dignidad. No veo por qué méritos o generosidad se le rendía aquel homenaje, ni podría decir con certeza si esto era debido a su buena fortuna personal o si era, aunque no se atrevía a decirlo, porque su odio contra los romanos le granjeaba las simpatías. Incluso entre los mismos monarcas poseía gran prestigio: se había casado con la hija de Seleuco, y no porque pidiera él su mano, sino que se la habían ofrecido; por otra parte, casó a su hermana con Prusias en respuesta a sus insistentes peticiones. En la celebración de estos dos matrimonios, recibió felicitaciones y regalos de boda por parte de los embajadores de innumerables estados de las más orgullosas naciones, que arroparon, por así decir, las ceremonias nupciales. Los beocios, a pesar de todos los intentos de Filipo, nunca llegaron a establecer un tratado oficial de amistad; hoy estaban registrados los términos de la alianza con Perseo en tres lugares: uno en Tebas, otro en Delos, el más sagrado y famoso de los templos, y el tercero en Delfos. En la reunión del Consejo Aqueo casi habían llegado al punto de dejarle paso libre, hasta que la intervención de unos cuantos amenazó al resto con el poderío de roma. Después de todos los servicios que han prestado a aquel pueblo, ¡y por Hércules, que le resultaba difícil decir si eran mayores los de orden oficial o los privados!, habían decaído los honores que se me rendían, en parte por falta de interés y en parte por hostilidad. ¿Quién no sabía ya que, en sus conflictos internos, los etolios acudían al arbitraje de Perseo y no al de los romanos? Aunque contaba con estas amistades y alianzas como apoyo, Perseo había hecho tan amplios preparativos para la guerra en su país como para no necesitar la ayuda externa. Había almacenado trigo para alimenta a treinta mil soldados de infantería y cinco mil de caballería durante diez años, de manera que no necesitaría acudir a sus cosechas ni a las del enemigo. Poseía ya tanto dinero que sus reservas bastaban para pagar diez mil soldados mercenarios, además de sus fuerzas macedonias, durante el mismo periodo. Y, todo esto, independientemente de los ingresos procedentes de las minas reales. En los arsenales, se habían acumulado armas para dotar a tres ejércitos como aquel. Tenía a Tracia como fuente inagotable de la que obtener hombres para el combate, suponiendo que le fallara el suministro de macedonios».
[42,13] Cerró su discurso con una grave exhortación: «Estos hechos que os expongo, padres conscriptos, no son algo basado en vagos rumores, ni habladurías contra un enemigo que os presento a modo de acusaciones que desearía fuesen ciertas; cuanto os he relatado es fruto de mis propias indagaciones y descubrimientos, efectuados como si me hubieseis enviado en una misión de espionaje y os estuviera informando de cuanto he visto con mis propios ojos. No habría dejado mi reino, al que habéis concedido tanta grandeza y prestigio, para emprender tan largo viaje, cruzando el mar, simplemente para perder toda mi credibilidad ante vosotros contándoos historias sin fundamento. Vi a las más famosas ciudades de Grecia y Asia dejar traslucir sus intenciones día tras día; pronto, si se les permite, habrán llegado tan lejos que no habrá lugar al arrepentimiento. He visto cómo Perseo no se limitaba a sus propias fronteras, capturando por las armas diversas plazas y, en aquellas que no pudo por la fuerza, ganándolas mediante favores y benevolencia. He observado cuán desigual era la situación; él preparándose para la guerra contra vosotros y vosotros asegurándole la paz, aunque lo cierto es que a mí me parecía que más que preparando la guerra estaba, en realidad, ya haciéndola. Echó de su reino a Abrúpolis, vuestro amigo y aliado [rey de los tracios sapios.-N. del T.]. A Artetauro, el ilirio que era vuestro amigo y aliado, lo hizo matar al descubrir os que había escrito. Se encargó de quitar de en medio a Eversa y a Calícrito, hombres principales de Tebas, por haber hablado demasiado francamente contra él, en la asamblea de los beocios, y por haber hecho saber que os informarían sobre cuanto estaba sucediendo. Envió ayuda a los bizantinos, violando el tratado; llevó la guerra a Dolopia; marchó con su ejército atravesando Tesalia y Doris para que, si estallaba la guerra civil, pudiera quebrar al bando mejor ayudando al peor. Provocó el desorden generalizado en Tesalia y Perrebia ante la perspectiva de la cancelación de todas las deudas, de manera que la masa de deudores pudiera aplastar a la aristocracia que era su acreedora. Como habéis permanecido inactivos y le habéis consentido todo esto, y en vista de que, por lo que a vosotros respecta, Grecia le ha sido entregada a él, da por sentado que nadie reunirá grupos armados para oponérsele antes de que haya desembarcado en Italia. Debéis considerar hasta qué punto resulta honorable y seguro para vosotros el seguir con esta política. Yo, en todo caso, consideré que sería vergonzoso para mí el que Perseo llegara y llevara la guerra a Italia antes de que yo, vuestro aliado, viniera y os hubiera advertido para que os pusierais en guardia. He cumplido con el deber que me correspondía y me he aliviado de lo que preocupaba a mi lealtad. ¿Qué puedo hacer más, salvo rezar a dioses y diosas para que cuidéis tanto del verdadero interés de vuestra república como de nosotros, vuestros aliados y amigos, que dependemos de vosotros?».
[42.14] Este discurso causó una gran impresión en los padres conscriptos; pero, de momento, nadie fuera de ella pudo enterarse de nada más que del hecho de que el rey estaba en la Curia, con tanto silencio se rodeó el recinto del Senado. Sólo cuando hubo terminado la guerra se supo lo que había dicho el rey y lo que le había respondido el Senado. Pocos días después se concedió audiencia a los embajadores del rey Perseo. Pero como las mentes, tanto como los oídos, de los senadores habían sido captadas por el rey Eumenes, todo cuanto dijeron los embajadores macedonios a modo de justificación o disculpa no encontró audiencia. El descaro de Harpalo, el jefe de la embajada, exasperó aún más los ánimos. Dijo que el rey estaba ansioso de que se le creyera cuando decía que no había dicho ni hecho nada hostil. Si, no obstante, veía que ellos se empeñaban en encontrar un pretexto para la guerra, se defendería con resolución y valor; en cambio, vio que estaban obstinadamente empeñados en encontrar un pretexto para la guerra, que debe depender de sí mismo con la resolución y valor; Marte es el mismo para todos y el resultado de la guerra es incierto.
Todas las ciudades de Grecia y Asia estaban muy interesadas por cómo se habían desempeñado tanto Eumenes como los embajadores de Perseo ante el Senado. La mayoría de ellas, al enterarse de la llegada a Roma del hombre que, en su opinión, más podría influir en los romanos en cuanto al desarrollo de los acontecimientos, enviaron delegaciones, aparentemente para discutir otras cuestiones. Una de ellas fue Rodas, pues su jefe, Sátiro, estaba seguro de que Eumenes había incluido a su ciudad en la acusación contra Perseo. En consecuencia, hizo todo lo posible a través de sus amigos y clientes para poder tener la oportunidad de enfrentarse al rey con sus argumentos ante el Senado. Al no tener éxito en esto, denunció al rey con desmedidas invectivas, diciendo que él había levantado a los licios contra los rodios y resultaba una opresión mayor para Asia de lo que nunca lo había sido Antíoco. Empleó palabras que complacían a los pueblos de Asia, pues hasta allí habían llegado las simpatías por Perseo, pero que no resultaron aceptables al Senado ni le fueron de utilidad a él ni a sus conciudadanos. La hostilidad mostrada contra Eumenes por las distintas ciudades decidió aún más a los romanos a su favor; acumularon sobre él todos los honores y le hicieron los regalos más valiosos, incluyendo una silla curul y un cetro de marfil.
[42,15] Tras despedir a las delegaciones, Hárpalo regresó a Macedonia a la mayor brevedad posible e informó al rey de que había dejado a los romanos sin preparar aún la guerra, desde luego, pero tan resentidos contra él que era indudable que empezarían a hacerlo en breve. El propio Perseo creía también que los acontecimientos tomarían este giro, e incluso deseaba que ocurriera así pues consideraba que se encontraba en lo más alto de su poder. Eumenes era el hombre al que más odiaba de todos, por lo que se decidió a iniciar la guerra mediante el derramamiento de su sangre. Para ello, sobornó a Evandro de Creta, general de las milicias auxiliares, y a tres macedonios que solían colaborar en crímenes de esta clase, para matar al rey, entregándoles una carta para Praxo, con la que tenía relaciones de hospitalidad y la mujer más rica e influyente de Delfos. Había certeza de que Eumenes subiría a Delfos para ofrecer un sacrificio a Apolo. Lo único que los asesinos precisaban para ejecutar su plan era un lugar apropiado, por lo que ellos y Evandro se adelantaron a explorar los alrededores para encontrar uno.
Según se sube al templo desde Cirra [así se llama el puerto de Delfos, en la desembocadura del río Pleisto.-N. del T.], antes de llegar a la parte más edificada, existe a la izquierda un pequeño muro que corre paralelo a un camino, algo apartado de su base y tan estrecho que solo permite el paso en fila de a uno; a la derecha, un corrimiento de tierras había provocado un brusco terraplén de cierta profundidad. Los conspiradores se ocultaron detrás de este muro y colocaron allí unos escalones a los que encaramarse, de modo que pudieran lanzar sus proyectiles contra el rey cuando pasara por debajo, como si estuvieran en una muralla. Cuando llegó desde el mar, iba rodeado por una multitud compuesta por sus amigos y guardaespaldas; luego, como el camino se estrechara, solo unos pocos podían caminar lado a lado. Cuando llegaron al lugar por el que tenían que pasar de uno en uno, Pantaleón, uno de los notables etolios con el que había entablado conversación el rey, fue el primero en entrar por el camino. En este momento, los asesinos se dejaron ver sobre el muro y dejaron caer dos enormes piedras: una alcanzó al rey en la cabeza y la otra en su hombro. Perdido el conocimiento por el golpe, rodó por el sendero hacia la pendiente y le cayeron después muchas piedras por encima mientras yacía tendido. Todos los demás, guardias y amigos, huyeron, con la excepción de Pantaleón, que se quedó valerosamente para proteger al rey.
[42.16] Los asesinos podrían haber dado la vuelta al muro para acabar fácilmente con el rey; pero, en lugar de esto, huyeron hacia la cima del Parnaso [se trata, en efecto, de la montaña sagrada asociada al culto de Apolo y las Musas, al sur de Delfos y con una altura de 2457 metros.-N. del T.] como si hubieran dado fin a su plan, y con tantas prisas que los otros dieron muerte a uno de ellos, que los retrasaba en su huida, para impedir que los delatara si le capturaban. En primer lugar los amigos del rey, seguidos luego por los guardias y esclavos, corrieron a donde yacía su cuerpo. Lo levantaron, todavía aturdido por el golpe e inconsciente, aunque vivo, y comprendiendo por el calor de su cuerpo y el aliento que aún quedaba en sus pulmones que aún quedaba alguna esperanza, aunque remota de que se recuperara. Algunos de los guardias siguieron las huellas de los asesinos y ascendieron hasta la cima del Parnaso, pero su trabajo fue en vano y tuvieron que regresar de su infructuosa búsqueda. Los macedonios, tras haber planeado el crimen con tanta determinación como audacia, lo abandonaron de manera irreflexiva y cobarde. Al día siguiente, el rey había recuperado la consciencia y fue llevado a la nave. Se dirigieron en primer lugar a Corinto y después, desde allí, metiendo los barcos por el cuello del Istmo, siguieron viaje a Egina. Aquí se le atendió con tanto secreto, sin admitir visita alguna en su habitación, que llegó a Asia el rumor de que había muerto. Incluso Atalo lo creyó, y con más rapidez de lo que correspondía a la armonía entre los hermanos, pues habló con la esposa de su hermano y con el prefecto de la ciudadela como si fuera ya el indiscutible heredero del reino. Eumenes no se olvidó de esto, y aunque había decidido disimular su resentimiento y guardar silencio, no pudo contenerse y, en su primera reunión, le reprochó sus prisas por cortejar a su esposa. El rumor de su muerte llegó incluso a Roma.
[42,17] Más o menos por esa época, Cayo Valerio, que había sido enviado a Grecia como embajador para ver cómo estaban las cosas y enterarse de los planes de Perseo, regresó con un informe que concordaba en todos sus puntos con las acusaciones presentadas por Eumenes. Había traído consigo de vuelta desde Delfos a Praxo, la mujer cuya casa había sido el lugar de reunión de los asesinos, y también a Lucio Ramio, un natural de Brindisi que presentó la siguiente información ante el Senado: Ramio era un destacado ciudadano de Brindisi que solía alojar en su casa a los generales romanos y a los embajadores distinguidos de los pueblos extranjeros, en especial a los miembros de familias reales. Por este motivo, aunque no directamente, había entrado en relación con Perseo, y cuando recibió una carta que le ofrecía la posibilidad de una relación más cercana y, por lo tanto, de una gran fortuna, fue a visitar al rey. En poco tiempo entró en relaciones muy estrechas con él, participando con más frecuencia de lo que hubiera deseado en conversaciones confidenciales. De hecho, el rey le insistió con persistencia, y prometiéndole grandes recompensas, para que, ya que todos los generales romanos y los embajadores aceptaban habitualmente su hospitalidad, dispusiera que se le administrase veneno a las personas cuyos nombres Perseo le proporcionara. Sabía que la preparación de algo así resultaba muy difícil y peligroso, pues hay que contar con muchos para su ejecución y, además, nunca se sabe a ciencia cierta si los medios son lo bastante eficaces o seguros contra cualquier descubrimiento. Por lo tanto, él le proporcionaría un veneno que no podía ser detectado en modo alguno, ni mientras se suministraba ni después. Ramio temía que, si se negaba, pudiera ser el primero con el que se probara el veneno, por lo que prometió hacer lo que el rey le pedía y partió hacia su casa. Sin embargo, no deseaba regresar a Brindisi sin haber visto a Cayo Valerio, de quien le dijeron que estaba en las cercanías de Calcis. Expuso aquellos hechos ante él y, siguiendo sus instrucciones, volvió con él a Roma donde, introducido en el Senado, narró lo que había ocurrido.
[42,18] Esta información, añadida a la que había proporcionado Eumenes, aceleró su conclusión de que Perseo era un enemigo; reconocieron que no había estado planeando una guerra honorable con la actitud propia de un rey, sino que seguía su camino usando de todos los medios criminales como el asesinato y el envenenamiento. Se dejó la dirección de la guerra a los nuevos cónsules. Por el momento, sin embargo, se decidió que Cneo Sicinio alistara una fuerza que debería ser trasladada a Brindisi, desde donde navegaría a la mayor brevedad posible hacia Apolonia y el Epiro, ocupando las ciudades de la costa para que el cónsul al que correspondiera Macedonia pudiera hallar fondeadero seguro y desembarcar sus hombres cómodamente. Eumenes había estado detenido durante un tiempo considerable en Egina, pues la naturaleza peligrosa de sus heridas hizo su recuperación lenta y difícil. En cuanto le resultó seguro moverse, marchó hacia Pérgamo y empezó a realizar los preparativos con el mayor empeño. El reciente atentado de Perseo aumentó su vieja enemistad con él y resultó ser un poderoso acicate. Llegaron hasta allí unos embajadores de Roma para felicitarlo por haber escapado a un peligro tan grande para su vida. La guerra de Macedonia se aplazó aquel año y casi todos los pretores partieron hacia sus provincias, con la excepción de Marco Junio y Espurio Lucrecio. A estos les habían correspondido las provincias de Hispania y, después de reiteradas peticiones, consiguieron finalmente que el Senado permitiera que se reforzara su ejército. Se les dio órdenes de alistar tres mil infantes y ciento cincuenta jinetes romanos y cinco mil infantes y trescientos jinetes aliados. Esta fuerza fue trasladada a Hispania junto con los nuevos pretores.
[42,19] Durante este año, gracias a la revisión efectuada por el cónsul Postumio, se recuperó para el Estado gran cantidad de tierras públicas en Campania de las que se habían apropiado los particulares; Marco Lucrecio, uno de los tribunos de la plebe, presentó una propuesta de ley para que los censores sacaran a subasta las tierras campanas para ser cultivadas, lo que no se había llevado a cabo desde la caída de Capua, resultando en consecuencia que la codicia de los ciudadanos particulares se apropió de las tierras no ocupadas. La guerra ya estaba decidida, aunque todavía no se había declarado, y el Senado estaba a la espera de ver cuáles de los monarcas apoyaban su causa y cuáles a Perseo. Justo entonces llegó una embajada de Ariarates, trayendo con ellos al hijo, aún niño, del rey. Explicaron que el rey había enviado a su hijo para ser educado en Roma, de manera que desde su infancia se pudiera familiarizar con las costumbres y las gentes de Roma. Pedía que le permitieran quedarse no solo a cargo de amigos particulares, que lo alojarían, sino también, por así decirlo, bajo la tutela del Estado. El Senado se mostró muy satisfecho por la propuesta y promulgó un decreto para que el pretor Cneo Sicinio dispusiera una mansión donde pudieran vivir el hijo del rey y su séquito. También llegaron embajadores de Tracia, junto con los medos, cepnates y astos, para pedir alianza y amistad. Se les concedió su petición y se entregó a cada uno un regalo de dos mil ases. Hubo gran satisfacción al recibir a estos pueblos como aliados, ya que la Tracia quedaba en la retaguardia de Macedonia. No obstante, para tener completo conocimiento de la situación en Asia y las islas, se envió a Tiberio Claudio Nerón y a Marco Decimio con instrucciones de visitar Creta y Rodas, renovar las relaciones de amistad y, al mismo tiempo, averiguar si los aliados de Roma habían sido alterados por Perseo.
[42,20] Mientras la Ciudad estaba esperaba tensamente una nueva guerra, un rayo destruyó de arriba abajo la columna rostral erigida en el Capitolio durante la Guerra Púnica con motivo de la victoria del cónsul Marco Emilio, que tuvo por colega a Servio Fulvio [es decir, durante la Primera Guerra Púnica, el año 255 a.C., en que ambos fueron cónsules.-N. del T.]. Este suceso fue considerado un prodigio y sometido a la consideración del Senado. Los decenviros de los Libros Sagrados anunciaron que la Ciudad debía someterse a una lustración; se debían ofrecer rogativas u oraciones especiales y se debían sacrificar víctimas adultas tanto en Roma, en el Capitolio, como en Campania, en el promontorio de Minerva. Además, en cuanto fuera posible se debían celebrar unos juegos durante diez días en honor de Júpiter Óptimo Máximo. Todas estas prescripciones fueron cumplidas escrupulosamente. La respuesta de los augures fue en el sentido de que el signo era favorable, ya que presagiaba la ampliación de las fronteras y la destrucción de los enemigos, pues los espolones de los buques que la tormenta había derribado se habían tomado como botín al enemigo. Otros incidentes aumentaron el temor religioso. Se informó de que durante tres días estuvo lloviendo sangre en Saturnia; nació un asno con tres patas y un toro, junto con cinco vacas, murieron alcanzados por un solo rayo en Calacia; en Osimo había llovido tierra. En expiación de estos signos, se ofrecieron sacrificios y rogativas especiales durante un día, celebrándose unas ferias.
[42,21] Hasta este momento, los cónsules no habían partido hacia su provincia, pues no cumplían la decisión del Senado de discutir la cuestión de la actitud de Popilio y los senadores estaban decididos a no adoptar ninguna otra resolución hasta que se resolviera aquel asunto. Su disgusto con Popilio se acentuó al recibir una carta suya en la que notificaba que había librado otra batalla contra los ligures estatelates y que había dado muerte a seis mil de ellos. Esta acción inicua condujo a que el resto de los ligures se levantara en armas. Ahora, sin embargo, no solo se atacaba al ausente Popilio por, con desprecio de todo derecho humano y divino, haber comenzado una guerra de agresión contra un pueblo que se había sometido; también se censuraba gravemente a los dos cónsules por no haber partido hacia su provincia. Esta actitud del Senado determinó a dos de los tribunos de la plebe, Marco Marcio Sermo y Quinto Marcio Escila, a advertir a los cónsules de que si no marchaban para su provincia les impondrían una multa. También leyeron ante el Senado los términos de una propuesta de ley que tenían la intención de presentar en relación con el tratamiento a los ligures que se habían sometido. En ella se disponía que si antes del próximo primero de agosto no se devolvía la libertad a cualquiera de los estatelos que se habían rendido, El Senado bajo juramente debía encargar a un magistrado que buscara y castigara a aquellos por cuyo criminal comportamiento se les hubiera reducido a esclavitud. Promulgaron este proyecto de ley con la sanción del Senado. Antes de que los cónsules dejaran la Ciudad, el Senado concedió audiencia a Cayo Cicereyo en el templo de Belona. Este, tras informar de sus operaciones en Córcega, solicitó un triunfo, que se le negó, y lo celebró en el monte Albano sin la sanción del Senado, cosa que se había vuelto muy habitual [nos dice José Antonio Villar Vidal, en su traducción para la edición de Gredos, que este modo de actuar no era contrario a la ley y se hacía sin la sanción del Senado, pudiendo quedar registrado en los fastos; por nuestra parte, añadiremos que el hecho de que se celebrase fuera de la Ciudad y sin el ritual correspondiente a los celebrados en ella, disminuiría sin duda su espectacularidad.-N. del T.]. La plebe acogió y aprobó por gran mayoría la propuesta de Marcio acerca de los ligures. En cumplimiento de esta sanción, Cayo Licinio consultó al Senado sobre a quién se elegiría para llevar a cabo la investigación, ordenándole el Senado que la efectuara él mismo.
[42,22] Entonces, por fin, los cónsules partieron hacia su provincia y se hicieron cargo del ejército de Marco Popilio. Este, sin embargo, no se atrevió a regresar a Roma, donde el Senado le era hostiles y el pueblo todavía más, por temor a tener que comparecer a juicio ante el pretor que había presentado ante el Senado la resolución en su contra. Su reluctancia llevó a que los tribunos de la plebe amenazaran con la presentación de una segunda propuesta por la que, si no se presentaba en la Ciudad antes de los idus de noviembre [el 13 de noviembre.-N. del T.], Cayo Licinio le juzgaría en ausencia y pronunciaría su veredicto. Obligado a volver por esta amenaza, se presentó ante el Senado en un ambiente de antipatía. Después de muchos de los senadores le hubieran atacado con amargas invectivas, la Cámara aprobó una resolución por la que los pretores Cayo Licinio y Cneo Sicinio debían encargarse de devolver la libertad a todos los ligures que no se habían alzado en armas contra Roma desde el consulado de Quinto Fulvio y Lucio Manlio, así como de que el cónsul Cayo Popilio les asignara tierras al otro lado del Po. Gracias a este senadoconsulto, muchos miles recobraron la libertad y se les trasladó al otro lado del Po, donde se les asignaron tierras. Marco Popilio, en virtud de la Ley Marcia, compareció dos veces ante Cayo Licinio. A la tercera ocasión, el pretor, por congraciarse con el cónsul y cediendo a los ruegos de la familia Popilia, ordenó al acusado que compareciese nuevamente el quince de marzo, día en que los nuevos magistrados tomarían posesión del cargo, por lo que no tendría, ya que pronunciarse al haberse convertido en un ciudadano particular. De esta manera se evadió el decreto sobre los ligures mediante un subterfugio.
[42.23] Se encontraban por entonces en Roma unos embajadores cartagineses, al igual que Gulusa [quien sería padre de Masiva y tío de Yugurta o Jugurta.-N. del T.], hijo de Masinisa. Se produjo una acalorada discusión entre ellos en el Senado. La queja de los cartagineses era que, además del territorio sobre el que se había enviado desde Roma una comisión para estudiar la situación sobre el terreno, Masinisa se había apoderado por la fuerza, durante los últimos dos años, de más de setenta ciudades y fortalezas sobre suelo cartaginés, cosa fácil para un hombre sin escrúpulos como él. Tal y como les obligaba el tratado, los cartagineses no tomaron medida alguna, pues les estaba prohibido llevar sus armas más allá de sus fronteras, aún sabiendo que si expulsaban a los númidas de allí estarían combatiendo dentro de sus propias fronteras. Les detenía, sin embargo, aquella cláusula bien clara del tratado que les prohibía expresamente hacer la guerra contra los aliados de Roma. Sin embargo, los cartagineses expresaron que ya no podían seguir soportando su insolencia, crueldad y avaricia, exponiendo que habían sido enviados para implorar al Senado que les concediera una de estas tres peticiones: que arbitrasen entre ellos y Masinisa, decidiendo con justicia qué pertenecía a cada uno de ellos; que dieran a los cartagineses libertad para defenderse a sí mismos contra los ataques injustificados mediante una guerra justa y legítima, o, finalmente, si en los senadores pesaban más las simpatías personales que la verdad, que señalaran de una vez para siempre qué posesiones ajenas deseaban regalar a Masinisa. El Senado, en todo caso, haría su regalo con más moderación y ellos podrían saber cuánto se había otorgado, mientras que Masinisa no se pondría más límite que el determinado por su codicia y ambición. Si no fueran a obtener ninguna de estas peticiones y si habían faltado de algún modo después que Publio Escipión les concediera la paz, que fuesen entonces los propios romanos los que los castigasen; preferían la seguridad de la servidumbre bajo Roma, antes que la libertad expuestos a los abusos de Masinisa. De hecho, sería mejor para ellos perecer de una vez antes que seguir alentando a merced de un cruel verdugo. Tras estas palabras, rompieron a llorar y se postraron sobre sus rostros, postrados como estaban allí, despertaron tanta compasión sobre ellos mismos como animadversión contra el rey.
[42.24] El Senado decidió pedir a Gulusa una respuesta a estos cargos o, si lo prefería, que expusiera antes cuál era el objeto de su venida a Roma. Gulusa contestó diciendo que se encontraba en un aprieto al tener que enfrentarse con cuestiones sobre las que no había recibido instrucciones de su padre, aunque tampoco a este le habría resultado fácil darle tales instrucciones, pues los cartagineses no le habían dado indicación alguna de que fuesen a plantear tal asunto ni de su intención de visitar Roma. Durante varias noches, su Consejo se había reunido en el interior del templo de Esculapio donde, entre otras cosas, se decidió mandar embajadores a Roma con instrucciones selladas. Esta fue la razón por la que su padre lo envió a Roma, para que pidiera al Senado que no diera ningún crédito a las acusaciones que sus comunes enemigos presentaran en su contra; la única razón para su odio era su inquebrantable lealtad al pueblo de Roma. Después de dar audiencia a ambas partes, el Senado debatió sobre las peticiones de los cartagineses y ordenó que se les diera la siguiente respuesta: «Place al Senado que Gulusa parta de inmediato hacia Numidia y anuncie a su padre que debe mandar embajadores a Roma en cuanto pueda para que atiendan a las quejas de los cartagineses; deberá además advertir a los cartagineses para que comparezcan y expongan su caso. El Senado está dispuesto a conceder en el futuro a Masinisa tantos honores como en el pasado, pero no podía permitir que el respeto personal sustituyera a la justicia. Era su deseo que cada cual poseyera su propia tierra y no era su intención fijar nuevas fronteras, sino preservar las antiguas. Cuando los cartagineses fueron vencidos, se les permitió conservar su ciudad y su territorio; por esto no se les debía robar en tiempo de paz aquello de lo que no se les había desposeído según el derecho de guerra». Así, se despidió al joven príncipe y a los cartagineses, se entregó a cada parte los regalos habituales, tratándoseles por otra parte con hospitalidad y cortesía.
[42.25] Por esta misma época regresaron de su misión Cneo Servilio Cepión, Apio Claudio Cento y Tito Annio Lusco, los tres embajadores que habían sido enviados a exigir satisfacción y a romper el tratado de amistad con Perseo. Su informe de cuanto habían visto y escuchado aumentó todavía más los ánimos de los senadores contra Perseo. Contaron que habían sido testigos de los más activos preparativos para la guerra en todas las ciudades de Macedonia. Cuando fueron a visitar al rey, no se les concedió la oportunidad de verlo durante muchos días; finalmente, considerando que esperar una entrevista era algo sin esperanza, partieron hacia casa; solo entonces fueron llamados y admitidos a la presencia del rey. El resumen de la esencia del discurso que le dirigieron era que se había firmado un tratado con Filipo y, tras la muerte de su padre, se había renovado con él; que en aquel había unas cláusulas que le prohibían expresamente llevar sus armas más allá de sus fronteras o provocar mediante ataques armados a los aliados de Roma. Le repitieron a continuación cuando habían oído declarar a Eumenes ante el Senado, todo lo cual resultó ser cierto. Además, recordaron al rey que durante varios días había mantenido entrevistas secretas en Samotracia con delegados de las ciudades de Asia. El Senado consideraba justo que diera una satisfacción por estos actos ilícitos y que devolviera a ellos y a sus aliados cuanto el rey les había arrebatado a despecho de las cláusulas del tratado.
Ante todo esto, el rey encendió en cólera y habló de forma inmoderada. Acusó a los romanos de codicia y arrogancia, protestando airadamente por mandarle una embajada tras otra para espiar sus palabras y actos, pues consideraban que tenían derecho a que él dijera e hiciera todo como en obediencia a sus órdenes. Por fin, después de una larga y violenta arenga, les dijo que regresaran al día siguiente, pues quería darles su respuesta por escrito. En esta venía a decir que el tratado concluido con su padre en nada le afectaba a él; que había consentido en su renovación no porque lo aprobara, sino porque cuando se acaba de acceder al trono hay que consentirlo todo. Si querían firmar un nuevo tratado con él, se tendrían que poner de acuerdo en cuanto a sus términos; si estaban dispuestos a establecer un tratado en términos de igualdad, él vería que debía hacer y estaba seguro de que ellos, por su parte, actuarían según los mejores intereses de su República. Tras esto, se apresuró a salir y se empezó a hacer salir a todos de la sala de audiencias, aunque no antes de que los embajadores replicaran que ellos denunciaban formalmente el tratado de alianza y amistad. Ante aquellas palabras, él se detuvo y en un acceso de cólera les advirtió para que abandonases sus dominios antes de tres días. Bajo tales circunstancias abandonaron el país, sin haber recibido atención u hospitalidad alguna durante toda su estancia. A continuación, se otorgó audiencia a los embajadores de Tesalia y Etolia. El Senado, con el objeto de saber con qué generales podría contar la República, mandó órdenes escritas a los cónsules para que uno de ellos, el que pudiera, regresara a Roma para celebrar las elecciones de magistrados.
[42,26] Durante aquel año, los cónsules no habían hecho por la República nada digno de ser recordado, pues había parecido que lo más conveniente a los intereses del Estado sería calmar la exasperación de los ligures. Estándose ya a la espera de la guerra con Macedonia, cayó también bajo sospecha Gencio, el rey de los ilirios. Unos embajadores de los iseos [de la isla de Isa, actual Vis/Lissa, perteneciente a Croacia; no confundir con la Issa próxima a la actual Iskenderun o Alejandreta, en la actual provincia turca de Hatay.-N. del T.] habían presentado quejas contra él ante el Senado por haber causado estragos en sus fronteras, afirmando que él y Perseo estaban en completa armonía entre sí y que estaban planeando la guerra contra Roma en estrecha cooperación. Se habían enviado espías ilirios a Roma por instigación de Perseo, aparentemente como embajadores, pero, en realidad, para averiguar cuanto estuviera ocurriendo. Se convocó a los embajadores ilirios ante el Senado; estos declararon que habían sido enviados por el rey para descargarlo de las acusaciones que los iseos pudieran hacer en su contra. Se les preguntó entonces por qué, en tal caso, no se habían presentado a los magistrados apropiados, de manera que se les hubiese proporcionado alojamiento y que el motivo de su llegada se hubiera hecho de conocimiento público. Como no supieran qué contestar, se les ordenó que abandonasen el Senado y se acordó que no se les daría contestación como embajadores, pues no habían efectuado ninguna solicitud formal para presentarse ante la Cámara. Se decidió que se mandarían embajadores a Gencio para informarle de las quejas presentadas contra él por los aliados y hacerle saber que el Senado consideraba que actuaba indebidamente al no abstenerse de dañar a los aliados de Roma. Los embajadores fueron Aulo Terencio Varrón, Cayo Pletorio y Cayo Cicereyo. Los delegados a quienes se había enviado para visitar a los monarcas aliados, regresaron de Asia informando de que se habían entrevistado con Eumenes en Egina, con Antíoco en Siria y con Tolomeo en Alejandría; contaron que Perseo se había aproximado a todos ellos, pero que se mantenían completamente fieles a sus compromisos con Roma y que se comprometieron a hacer cuando el pueblo romano considerase necesario. También habían visitado las ciudades aliadas, quedando satisfechos de su fidelidad con una sola excepción: Rodas. Allí se encontraron a sus ciudadanos vacilantes e imbuidos por las ideas de Perseo. Habían llegado unos embajadores de Rodas para exculpar a su ciudad de las acusaciones que sabían se estaban lanzando contra ellos; el Senado, no obstante, decidió no concederles audiencia hasta que hubieran entrado en funciones los nuevos cónsules.
[42.27] Se decidió no retrasar los preparativos para la guerra. Se ordenó al pretor Cayo Licinio que seleccionara, de los viejos quinquerremes varados en los astilleros de Roma, aquellos susceptibles de ser puestos en servicio, reparando y equipando cincuenta buques. Si no podía recuperar aquel número, debía escribir a su colega Cayo Memio, en Sicilia, para que hiciera reacondicionar y preparar para el servicio los buques que estaban en aguas de Sicilia, de manera que se pudiesen enviar lo antes posible a Brindisi. Cayo Licinio debía alistar tripulaciones para veinticinco buques, de entre los ciudadanos romanos libertos; para las otras veinticinco naves, Cneo Sicinio reclamaría el mismo número de los aliados, obteniendo además de ellos una fuerza de ocho mil infantes y quinientos jinetes. Aulo Atilio Serrano, que había sido pretor el año anterior, fue escogido para hacerse cargo de aquellos soldados en Brindisi y llevarlos a Macedonia. Para que Cneo Sicinio pudiera tener un ejército ya dispuesto al embarque, Cayo Licinio fue autorizado por el Senado para escribir al cónsul Cayo Popilio, pidiéndole que diera órdenes a la Segunda Legión, cuya mayor parte había estado sirviendo en Liguria, y a un contingente aliado de cuatro mil infantes y doscientos jinetes, para que se encontraran en Brindisi el trece de febrero. Se ordenó a Cayo Sicinio que, con esta flota y ejército, mantuviese la provincia de Macedonia hasta que llegara su sucesor, prorrogándose su mando durante un año. Todas las medidas que decidió el Senado fueron cumplidas con prontitud, y se puso al mando de ellos a Lucio Porcio Licinio con la misión de llevarlos a Brindisi; desde Sicilia se enviaron doce. Sexto Digicio, Tito Juvencio y Marco Cecilio fueron enviados a Apulia y Calabria para que comprara trigo con destino a la flota y al ejército. Cuando todos los preparativos se completaron, Cneo Sicinio abandonó la Ciudad, vistiendo el paludamento, de camino a Brindisi.
[42,28] Hacia el final del año regresó a Roma el cónsul Cayo Popilio, con mucho retraso a cuando el Senado consideraba que lo debía haber hecho, en vista de la urgencia por elegir nuevos magistrados y la inminencia de una guerra tan grave. Por ello, no tuvo una acogida muy favorable cuando, en el templo de Belona, dio cuenta de sus actos en Liguria. Se le interrumpió frecuentemente, preguntándole por qué no había devuelto su libertad a los ligures después del injusto trato al que los sometió su hermano. Se fijó la fecha para los comicios consulares, que se llevaron a cabo once días antes de las calendas de marzo [o sea, el 18 de febrero.-N. del T.]. Los nuevos cónsules fueron Publio Licinio Craso y Cayo Casio Longino -171 a.C.-. Al día siguiente, fueron elegidos pretores Cayo Sulpicio Galba, Lucio Furio Filo, Lucio Canuleyo Dives, Cayo Lucrecio Galo, Cayo Caninio Rebilo y Lucio Vilio Annal. Las provincias asignadas a estos pretores fueron las dos preturas de Roma, la urbana y la peregrina, Hispania [desde el 197 a.C., la península Ibérica había estado dividida en dos provincias: Citerior, o más próxima a Roma, y Ulterior, o más lejana; parece que ahora se unen bajo un único mando para liberar un pretor, aunque en el 167 a.C. volverían a ser divididas como anteriormente.-N. del T.], Sicilia y Cerdeña; un pretor quedaría exento del sorteo, para que el Senado pudiera disponer de él. El Senado ordenó a los cónsules electos que ofreciesen los obligados sacrificios de víctimas adultas, con preces para que la guerra que el pueblo romano tenía en mente acometer tuviera un desenlace favorable. En la misma sesión, el Senado decretó que el cónsul Cayo Popilio debe hacer una promesa mediante voto, para que si la república permanecía sin pérdidas ni cambios durante diez años, se celebrarían unos Juegos en honor de Júpiter Óptimo Máximo durante diez días y se efectuarían ofrendas en todos los altares. De conformidad con este decreto, el cónsul prometió con voto en el Capitolio la celebración de los Juegos y la ofrenda en todos los altares, con el gasto que determinase el Senado en una sesión en la que estuvieran presentes no menos de ciento cincuenta senadores. Lépido, el Pontífice Máximo, dictó las palabras del juramento que luego repetía el cónsul. Aquel año murieron dos sacerdotes del culto público, Lucio Emilio Papo, decenviro de los Libros Sagrados, y el pontífice Quinto Fulvio Flaco, que había sido censor el año anterior. Este último tuvo una muerte trágica. Sus dos hijos estaban sirviendo con las armas en Iliria, y él recibió noticias de que uno había muerto y que el otro estaba gravemente enfermo. Entre el dolor y la ansiedad, su ánimo se derrumbó y, por la mañana, al entrar los esclavos en su habitación, lo encontraron colgado con una cuerda al cuello. Corría la opinión, hacia el final de su censura, de que no estaba en sus cabales y decían las gentes que Juno Lacinia, en venganza por haber expoliado su templo, le había arrebatado la razón. Marco Valerio Mesala fue nombrado decenviro de los Libros Sagrados en lugar de Emilio, y Cneo Domicio Ahenobarbo, un hombre joven, fue elegido para suceder a Fulvio como pontífice.
[42,29] Cuando Publio Licinio y Cayo Casio comenzaron su consulado, no sólo la Ciudad de Roma, sino todos los reyes y las ciudades de Europa y Asia estaban preocupados por la inminente guerra entre Roma y Macedonia. Eumenes había considerado durante mucho tiempo a Macedonia como su enemiga, y ahora tenía un nuevo incentivo a su hostilidad al haber escapado por poco de ser sacrificado como una víctima en Delfos, a causa de la traición del rey. Prusias, el rey de Bitinia, había decidido no tomar parte en el conflicto, sino esperar tranquilamente el desarrollo de los acontecimientos, pues estaba seguro de que los romanos no considerarían justo que él tomase las armas contra su cuñado; y si Perseo salía victorioso, contaba con lograr su favor a través de su hermana. Ariarates, rey de Capadocia, además de haber prometido personalmente ayudar a los romanos, ahora que estaba emparentado por matrimonio con Eumenes compartía en todo su política, tanto en la paz como en la guerra. Antíoco estaba amenazando a Egipto, menospreciando la niñez del rey y la ignorancia y negligencia de sus tutores, pensando que, al plantear la cuestión de Celesiria, tendría un buen pretexto para la guerra, a la que podría dar buen fin por estar los romanos ocupados en la guerra con Macedonia. Había hecho, sin embargo, todo tipo de promesas de ayuda para la guerra al Senado, bien mediante sus propios embajadores en Roma o personalmente, a los embajadores que Roma le había enviado. Debido a su edad, Tolomeo estaba bajo tutela; sus tutores se estaban preparando para la guerra contra Antíoco, para mantener su dominio de Celesiria, y al mismo tiempo prometían a los romanos toda su ayuda en la guerra contra Macedonia. Masinisa prestó su ayuda mediante el suministro de trigo, y se disponía en enviar a la guerra una fuerza de auxiliares provista de elefantes, así como a su propio hijo, Misagenes. Había trazado sus planes, no obstante, para cubrirse ante cualquier giro de la fortuna: si la victoria caía del lado de los romanos, las cosas seguirían como estaban, sin necesidad de hacer ningún otro avance, pues los romanos no permitirían ninguna agresión contra los cartagineses. Si se rompía el poder de Roma -la única protección de los cartagineses- toda África sería suya. Gencio, rey de los ilirios, había atraído sobre sí las sospechas, pero sin llegar tan lejos como para dejar claro a qué bando apoyaría; daba la impresión de que, a quienquiera que apoyase, lo haría más por impulsividad que por política. El tracio Cotis, rey de los odrisas, hacía ya tiempo que había tomado partido por Macedonia.
[42,30] Estas eran las posiciones de los monarcas respecto a la guerra. Entre las naciones libres y los pueblos, la gente común, como de costumbre, estaba prácticamente a favor de la parte peor y apoyaba al rey y a los macedonios. Entre las clases dirigentes se podían observar diversidad de opiniones y simpatías. Una parte llegaba tan lejos en su admiración por los romanos que vio deteriorada su influencia por culpa de su excesiva parcialidad; a otros les atraía la justicia del dominio romano y a otro grupo, más numeroso, la posibilidad de obtener el poder en sus propias ciudades mediante notables servicios. Otra parte estaba formada por los aduladores del rey: a unos les movía la presión de sus deudas y la desesperanza por su situación en caso de que las cosas siguieran como estaban; a otros los empujaba la volubilidad de su carácter, pues apoyaban a Perseo por puro capricho a causa de su popularidad. Un tercer grupo, compuesto por los hombres más sensatos y respetables, preferían, en caso de que hubieran de elegir un amo, a los romanos antes que al rey. De haber estado en libertad para elegir su condición, no habrían deseado que ninguna de las partes viniera a ser más poderosa mediante la derrota de la otra, sino que las fuerzas de ambas hubieran quedado equilibradas y que se estableciese una paz duradera mediante un acuerdo en condiciones de igualdad. De esta manera, sus ciudades, situadas entre los dos poderes, estarían en las mejores condiciones al contar siempre para protegerles con la ayuda de una contra los abusos de la otra. Siendo estos sus sentimientos, contemplaban en silencio y sin tomar partido las rivalidades de los que apoyaban a una y otra parte.
El día en que los cónsules tomaron posesión del cargo [el 15 de marzo de 171 a.C.-N. del T.], en cumplimiento de la resolución del Senado, visitaron todos los santuarios donde durante la mayor parte del año existía un lectisternio y ofrecieron sacrificios de víctimas adultas; tras obtener el augurio de que sus oraciones habían sido aceptadas por los dioses, informaron seguidamente al Senado de que se habían ofrecido debidamente las preces y los sacrificios por la guerra. Los arúspices hicieron el siguiente anuncio: si se iba a comenzar alguna nueva empresa, debería hacerse sin demora, pues todos los presagios señalaban la victoria, el triunfo y la ampliación de las fronteras. Los senadores decidieron que, por el bien, la fortuna y la prosperidad del pueblo romano, los cónsules que convocaran al pueblo, reunido en comicios centuriados, la siguiente propuesta: Por cuanto Perseo, hijo de Filipo y rey de Macedonia, ha roto el tratado concertado con su padre y renovado con él, llevando las armas contra los aliados de Roma, devastando los campos y ocupando sus ciudades; y puesto que ha formado planes de guerra contra el pueblo de roma, y con este fin ha reunido armas, soldados y buques, si no ofrecía satisfacción por estos hechos se emprendería la guerra contra él». Esta propuesta fue sometida a la Asamblea.
[42.31] A continuación, el Senado decidió que los cónsules debían acordar mutuamente el reparto de sus provincias de Italia y Macedonia; en su defecto, recurrirían a las suertes. Aquel a quien correspondiese Macedonia haría la guerra contra el rey Perseo y los que le apoyasen, a menos que dieran satisfacción al pueblo de Roma. Se decidió alistar cuatro nuevas legiones, dos para cada cónsul. Se estableció una disposición especial para Macedonia. Mientras que para el otro cónsul, según la antigua costumbre, se disponían dos legiones de cinco mil doscientos infantes, las destinadas a Macedonia encuadrarían cada una seis mil infantes, con un complemento para cada una de las cuatro legiones de trescientos de caballería. El número de los contingentes aliados también se incrementó para este cónsul: debería trasladar a Macedonia dieciséis mil infantes y ochocientos jinetes, además de los seiscientos jinetes que había llevado Cneo Sicinio. Para Italia, se consideró suficiente una fuerza de doce mil infantes y seiscientos jinetes aliados. Se encareció al cónsul que fuese a estar al mando en Macedonia para que alistase tantos centuriones y soldados veteranos como quisiera, hasta los cincuenta años de edad. Para esta guerra en Macedonia, este año se adoptó una innovación con relación a los tribunos militares. Los cónsules recibieron instrucciones del Senado para proponer a la Asamblea que ese año no eligiese mediante sufragio a los tribunos militares, sino que dejase el nombramiento a la libre designación de los cónsules y los pretores. Los mandos de los pretores quedaron repartidos así: El pretor al que le correspondiera quedar a disposición del Senado, sin provincia, debería inspeccionar las tripulaciones aliadas de la flota en Brindisi y, tras licenciar a los que no fueran aptos, seleccionaría libertos para ocupar su lugar, con la salvedad de que las dos terceras partes deberían consistir en ciudadanos romanos y el resto sería proporcionado por los aliados. Sicilia y Cerdeña debían proporcionar suministros para la flota y las legiones, y se encargó a los pretores al mando en esas islas que recaudaran un segundo diezmo en trigo a los nativos, para llevarlo al ejército en Macedonia. Sicilia correspondió a Cayo Caninio Rebilo, Cerdeña fue para Lucio Furio Filo, Hispania para Lucio Canuleyo, la pretura urbana recayó en Cayo Sulpicio Galba y la peregrina en Lucio Vilio Annal. Cayo Lucrecio Galo fue el pretor que quedó a disposición del Senado.
[42.32] Los cónsules tenían un desacuerdo, aunque no una disputa grave, acerca de su provincia. Casio decía que iba a escoger Macedonia sin necesidad de votación, pues su colega no podía votar contra él sin violar su juramento. Cuando fue nombrado pretor, hizo un juramento ante la Asamblea, para no ir a su provincia, declarando que debía efectuar unos sacrificios en un lugar y fechas señalados, que no se podían ofrecer debidamente en su ausencia; la posibilidad de celebrarlos debidamente no era mayor en ausencia del cónsul que en ausencia del pretor, a no ser que el Senado considerase que había que tener más en cuenta los deseos de Publio Licinio ahora que era cónsul que su juramento como pretor; él, en todo caso, se inclinaría a la autoridad del Senado. Consultados los padres y sometida la cuestión a votación, se consideró que resultaría prepotente negar una provincia a quien el pueblo de Roma no había negado el consulado y se ordenó a los cónsules que procedieran al sorteo. Publio Licinio obtuvo Macedonia y Cayo Casio, Italia. Echaron luego suertes para las legiones: la Primera y la Tercera se llevarían a Macedonia y la Segunda y la Cuarta permanecerían en Italia. Los cónsules llevaron a cabo la movilización con mucho más cuidado que en otras ocasiones. Licinio llamó a los soldados y centuriones veteranos, y muchos voluntarios dieron sus nombres al ver que aquellos que habían servido en la anterior guerra de Macedonia o contra Antíoco eran hombres ricos. Como los tribunos militares … [hay aquí una laguna que la edición de 1796 rellena con «citaban los centuriones cogidos uno a uno».-N. del T.], sino que los alistaban por el orden en que llegaban, veintitrés de ellos que habían sido primipilos apelaron a los tribunos de la plebe cuando fueron alistados. Dos miembros del colegio tribunicio, Marco Fulvio Nobilior y Marco Claudio Marcelo, eran partidarios de remitir el asunto a los cónsules, en razón de que la decisión del caso debía corresponder a quienes estaban encargados de la movilización. El resto dijo que atenderían a los motivos de la apelación y que, si se les había hecho alguna injusticia, vendrían en ayuda de unos ciudadanos.
[42.33] El caso fue presentado ante los bancos de los tribunos; acudieron Marco Popilio, varón consular, como consejero de los centuriones, estos y el cónsul. El cónsul exigió que el asunto se presentase antes en la Asamblea, por lo que se convocó al pueblo. Marco Popilio, que había sido cónsul dos años antes, habló en nombre de los centuriones. Recordó a la Asamblea que esos hombres habían completado su período de servicio militar, y se encontraban agotados por la edad y las continuas fatigas. Aun así, en modo alguno se negaban a prestar servicio al Estado, se limitaban a protestar porque se les hubiera asignado una posición inferior a la que tenían cuando estaban en servicio activo. El cónsul Publio Licinio ordenó que las resoluciones aprobadas se pasaran al Senado para su lectura; primero aquella por la que el Senado decidía la guerra contra Perseo, y luego la otra por la que se determinaba que se debía convocar para la guerra a tantos centuriones veteranos como se pudiera, sin exceptuar a ningún hombre que no tuviera más de cincuenta años de edad. Pidió luego con firmeza que, ante una nueva guerra tan próxima a Italia y contra un monarca tan poderoso, no se pusieran obstáculos a los tribunos militares en su misión de alistar nuevas tropas, ni se impidiera al cónsul asignar a cada uno el rango que considerase acorde al mejor interés de la República. Si aún se tenía alguna duda al respecto, que se remitiera al Senado.
[42.34] Después que el cónsul hubo dicho lo que quería decir, uno de los que apelaban a los tribunos, Espurio Ligustino, rogó al cónsul y a los tribunos que le permitieran dirigir unas palabras a la Asamblea. Con el permiso de todos ellos habló, según se dice, en estos términos: «Quirites, yo soy Espurio Ligustino, sabino por nacimiento y miembro de la tribu crustumina. Mi padre me dejó una yugada de tierra y un pequeño tugurio [parvum tugurium en el original latino; merece conservarse el sustantivo que deriva etimológicamente de aquel y que significa exactamente lo mismo en español moderno, contra lo que se pudiera pensar: choza o casilla de pastores.-N. del T.] en el que nací y me crie, y donde aún vivo hoy. En cuanto alcancé la mayoría de edad, mi padre me dio como esposa a la hija de su hermano. Nada trajo con ella excepto su condición libre y su honestidad, y junto a estas dotes, además, una fecundidad que habría sido suficiente incluso para una casa de ricos. Tenemos seis hijos y dos hijas. Cuatro de nuestros hijos visten ya la toga viril, dos llevan la pretexta y las hijas están casadas. Me hice soldado en el consulado de Publio Sulpicio y Cayo Aurelio [en el 200 a.C.-N. del T.]. Fui soldado raso en el ejército durante dos años, combatiendo contra Filipo en Macedonia; al tercer año, en recompensa por mi valor, Tito Quincio Flaminio me concedió el mando del décimo orden de asteros [otras traducciones dan «décimo manípulo».-N. del T.]. Después que fueron vencidos Filipo y los macedonios, tras ser traídos de vuelta a Italia y licenciados, me presenté voluntario inmediatamente para marchar con el cónsul Marco Porcio a Hispania. Quienes han tenido experiencia con él y con otros generales durante algún tiempo, saben que de todos los jefes vivos ninguno ha demostrado ser un observador más agudo, ni un juez más riguroso, del valor militar. Fue este comandante el que me consideró digno de recibir el mando de la primera centuria de asteros. Serví nuevamente, por tercera vez, como voluntario en el ejército que fue enviado contra Antíoco y los etolios. Manio Acilio me nombró primer centurión de la primera centuria de príncipes. Tras la expulsión del rey Antíoco y el sometimiento de los etolios, fuimos traídos de vuelta a Italia. Después de eso, serví dos veces en las legiones en periodos de un año. Presté después servicio en Hispania, una vez bajo Quinto Fulvio Flaco y otra, nuevamente, bajo Tiberio Sempronio Graco. Flaco me trajo de vuelta a casa entre aquellos a quienes, en recompensa por su valentía, concedió el favor de llevarlos en su desfile triunfal. Acompañé a Tiberio Graco a su provincia, a petición suya. Cuatro veces, en el transcurso de pocos años, serví como centurión primipilo [el grado máximo al que en esa época se podía llegar, partiendo de soldado raso y sin ser noble.-N. del T.]; treinta y cuatro veces he sido premiado por mi valor por mis comandantes y he recibido seis coronas cívicas [se concedían por salvar la vida a un ciudadano.-N. del T.]. He servido durante veintidós años en el ejército y tengo más de cincuenta años. Pero incluso si no hubiera cumplido con todo mi tiempo de servicios y la edad no me eximiera, aun así, Publio Licinio, sería justo que se me licenciase, ya que os puedo proporcionar cuatro soldados en mi lugar. Pero quiero que toméis cuanto he dicho como algo que me atañe exclusivamente a mí. Mientras yo me considere apto para el servicio, nunca alegaré excusas para quedar exento del servicio, sea quien sea el que haga el alistamiento. Qué rango merezca es algo que han de decidir los tribunos militares; ya procuraré yo que ningún hombre me supere en valor, y mis jefes y camaradas son testigos de que siempre he actuado así. En cuanto a vosotros, camaradas míos, aunque os limitáis a ejercer vuestro derecho de apelación, como siendo tan jóvenes nunca habéis hecho nada contra la autoridad de los magistrados y del Senado, es justo que también ahora os pongáis a disposición del Senado y de los cónsules, y que consideréis honorable cualquier puesto en el que se os sitúe para la defensa de la República».
[42,35] Cuando terminó de hablar de esta manera, el cónsul lo elogió calurosamente y se lo llevó de la Asamblea al Senado. También allí le fueron dadas las gracias por el Senado, siendo nombrado por los tribunos militares primipilo de la Primera Legión en consideración a su valor. Los demás centuriones abandonaron su apelación y respondieron obedientemente al alistamiento. Para permitir que los magistrados pudieran partir antes hacia sus provincias, las Ferias Latinas se celebraron el primero de junio. Una vez terminada dicha celebración, el pretor Cayo Lucrecio envió por delante todo cuanto precisaba la flota y partió luego hacia Brindisi. Además de los ejércitos que estaban alistando los cónsules, se encargó al pretor Cayo Sulpicio Galba que alistara cuatro legiones urbanas con su dotación completa de infantería y caballería, escogiendo de entre los senadores a cuatro tribunos militares para mandarlas. Debía además exigir a los aliados de derecho latinos que proporcionaran quince mil soldados de infantería y mil doscientos de caballería, de modo que este ejército estuviese listo para servir donde decidiera el Senado. Además de las fuerzas de ciudadanos romanos y tropas aliadas, se proporcionó al cónsul Publio Licinio, a petición suya, los siguientes contingentes auxiliares: dos mil ligures, un cuerpo de arqueros cretenses -sin especificar el número, los que enviasen de Creta previa petición-, así como caballería númida y elefantes. Se envió como embajadores ante Masinisa y Cartago, para disponer todo esto, a Lucio Postumio Albino, Quinto Terencio Culeo y Cayo Aburio. Con el mismo propósito, fueron enviados a Creta Aulo Postumio Albino, Cayo Decimio y Aulo Licinio Nerva.
[42,36] Durante esta época llegaron unos embajadores de Perseo. Se decidió que no se les debía permitir entrar en la Ciudad, pues el Senado y el pueblo habían decidido ya la guerra contra su rey y los macedonios. Se les concedió audiencia en el templo de Belona y allí pronunciaron unas palabras por las que informaban de que Perseo se preguntaba extrañado del por qué se habían enviado ejércitos a Macedonia. Si pudiera convencer al Senado para que los hicieran volver, él daría cualquier satisfacción que el Senado considerase apropiada para subsanar cualquier abuso del que se quejaran los aliados de Roma. Espurio Carvilio había sido enviado de vuelta desde Grecia por Cneo Sicinio, por este mismo motivo, y se encontraba presente en esta sesión. Informó al Senado sobre cómo Perrebia había sido tomada por asalto y capturadas otras ciudades de Tesalia, así como también del resto de operaciones que estaba ejecutando el rey. Se instó a los embajadores para que contestaran a estas acusaciones; vacilaron y declararon que no habían recibido más instrucciones. Por lo tanto, se les ordenó que regresaran nuevamente con su rey y le anunciaran que en poco tiempo estaría en Macedonia el cónsul Publio Licinio con su ejército; si el rey tenía realmente la intención de dar una satisfacción, le podría enviar embajadores a él. Sería inútil que los enviase a Roma, pues a ninguno de ellos se le permitiría ya atravesar Italia. Con esta respuesta fueron despedidos, y se ordenó a Publio Licinio que los conminase a abandonar Italia en un plazo de diez días y que enviara a Espurio Carvilio para que los vigilara hasta que embarcaran. Cneo Sicinio, que antes de abandonar el cargo había sido enviado con la flota y el ejército en Brindisi, había desembarcado cinco mil infantes y trescientos jinetes en el Epiro, y estaba ahora acampado cerca de Ninfeo, el territorio de Apolonia. Desde allí, envió tribunos al mando de dos mil hombres para que ocupasen los castillos de los desarecios y los ilirios, pues aquellos mismos pueblos estaban solicitando tropas que los guardasen, para poder quedar más seguros contra cualquier ataque de sus vecinos macedonios.
[42.37] A los pocos días, Quinto Marcio, Aulo Atilio, los dos Léntulos, Publio y Servio, así como también Lucio Decimio, marcharon a Grecia como embajadores y se llevaron con ellos a Corfú mil soldados de a pie. Allí dispusieron qué territorios visitarían y qué fuerzas llevaría cada uno consigo. Decimio fue enviado ante Gencio, el rey de los ilirios, para averiguar si todavía tenía algún respeto por su antigua amistad con Roma, con instrucciones para que, si así fuera, lo mantuviera así e incluso que tratase de inducirlo a tomar parte activa en la guerra como aliado. Los dos Léntulos fueron enviados a Cefalania, con instrucciones para que cruzaran el Peloponeso y bordearan la costa occidental antes del invierno. Se encargó a Marcio y a Atilio la visita de Epiro, Etolia y Tesalia, tras las que se les ordenó estudiar el estado de Beocia y Eubea, navegando luego hacia el Peloponeso. Una vez allí se proponían reunirse con los Léntulos. Antes de separarse en Corfú, recibieron una carta de Perseo en la que preguntaba la razón para el desembarco de un ejército en Grecia y la ocupación de las ciudades. Se decidió que no se le debía responder por escrito, pero que se debía indicar al portador de la carta que los romanos lo hacían para proteger a las propias ciudades. Al visitar a los distintos pueblos, los Léntulos instaban a todos para que dieran el mismo cordial y leal apoyo a los romanos contra Perseo que el que les habían proporcionado durante la guerra contra Filipo y, posteriormente, contra Antíoco. Durante sus reuniones escucharon murmullos de descontento entre los aqueos; estos se quejaban porque, mientras que desde el principio de la guerra de Macedonia ellos habían prestado toda su ayuda a los romanos, se les tuviera en la misma consideración que a los mesenios y los elios, que habían sido enemigos de los romanos en la guerra contra Filipo, que después, además, habían combatido por Antíoco contra Roma, y que, tras haberse incorporado a la Liga Aquea recientemente, se quejaban por haber sido entregados como botín de guerra a sus vencedores aqueos.
[42,38] Cuando Marcio y Atilio llegaron a Melvino [la antigua Gitana, en la actual Albania.-N. del T.], ciudad del Epiro a unos diez kilómetros del mar, donde se reunió una asamblea de epirotas en la que recibieron una audiencia favorable y se decidió el envío de cuatrocientos jóvenes a los orestas, como protección contra los macedonios de quienes se les había liberado por el Senado. De allí marcharon a Etolia, donde se quedaron unos días hasta que se procedió a la elección de un pretor en lugar del que había fallecido. Resultó elegido Licisco, que era conocido por ser partidario de los romanos, y cruzaron a Tesalia tras su elección. Una vez allí fueron visitados por unos enviados de Acarnania y unos exiliados de Beocia. Se dijo a los acarnanes que anunciaran a los suyos que ahora tenían oportunidad de expiar todos los errores que habían cometido contra el pueblo romano, engañados por las falsas promesas de los reyes, primero en la guerra contra Filipo y después en la guerra contra Antíoco. Si después de su mal comportamiento habían experimentado la paciencia del pueblo romano, que ahora se ganasen la generosidad de Roma prestándole un buen servicio. A los beocios se les censuró con severidad por haber formado una alianza con Perseo. Ellos echaron la culpa a Ismenias [strategós en 173/172, quien encabezaba el partido favorable a Perseo.-N. del T.], el líder de la facción contraria, y declararon que algunas ciudades habían sido arrastradas a su posición en contra de la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. Marcio les respondió que todo esto se aclararía, pues darían a cada ciudad la oportunidad de decidir por sí mismas.
Se celebró en Larisa una asamblea de los tesalios; en esta tuvieron una buena ocasión para agradecer a los romanos el regalo de su libertad, y los enviados romanos para expresar su agradecimiento por la ayuda que, de todo corazón, habían recibido de los tesalios en las guerras contra Filipo y Antíoco. Este mutuo reconocimiento de los servicios prestados hizo que la asamblea se enardeciera y se mostrara más que dispuesta a adoptar cuantas medidas desearan los romanos. Tras el término de esta asamblea llegó una delegación de Perseo, quien basaba sus esperanzas, principalmente, en el vínculo personal de hospitalidad que existía entre su padre y Marcio. Después de invocar los delegados dicho vínculo, solicitaron que se concediera al rey una entrevista personal. Marcio contestó diciendo que, efectivamente, había oído mencionar a su padre aquel vínculo de amistad y hospitalidad con Filipo, y que teniéndolo en cuenta había aceptado aquella embajada [de las palabras de Marcio parece desprenderse que el vínculo, en realidad, existía entre Filipo y el padre del embajador.-N. del T.]. En lo referente a la entrevista, y si su salud no se resentía, no tenía pensado aplazarla; por lo pronto, su intención era ir en cuanto pudiera hasta el río Peneo, en el lugar de cruce hacia Dión, según se venía de Homolio [próxima a la moderna Omolios.-N. del T.], y mandar antes mensajeros al rey para anunciar su llegada.
[42,39] Ante esto, Perseo dejó Dión y volvió al interior de Macedonia, animado por un soplo de esperanza al haber oído que Marcio había dicho que había aceptado la embajada por consideración a él. Se encontraron en el lugar señalado pocos días después. El rey acudió acompañado por un gran séquito compuesto por sus amigos personales y sus escoltas; los romanos comparecieron con una escolta no menos numerosa, a la que seguían muchas personas de Larisa y delegaciones de varias ciudades, que deseaban tener información fidedigna de lo que oyeran. Las gentes, naturalmente, sentían la curiosidad propia de todos los mortales por presenciar la entrevista entre un famoso monarca y los representantes del principal pueblo del mundo. Cuando se detuvieron, a la vista el uno del otro con solo el río entre ellos, se produjo un ligero retraso mientras se resolvía mediante mensajes cuál de las partes debía cruzar el río. Una parte consideraba que se debía dar cierta precedencia a la majestad del rey; la otra pensaba que se debía conceder a la grandeza del pueblo de Roma, y particularmente por el hecho de que había sido Perseo quien había solicitado la entrevista. Mientras dudaban en todo aquello, Marcio resolvió la situación con una broma: «Que vaya el más joven al encuentro de los de más edad -exclamó- y el hijo -pues él llevaba el sobrenombre de Filipo- al padre» [en realidad, Marcio ejecuta un juego de palabras entre Filos/ Φἰλος (amigo) e Ippos/ ἵππος (caballo), que es la auténtica etimología del nombre Filipo, y Filopátor, «que ama a su padre».-N. del T.]. Con esto, el rey quedó inmediatamente convencido. Surgió luego una nueva dificultad sobre el número de quienes debían acompañarles. El rey consideraba que debía cruzar con todo su séquito, pero los romanos dijeron que debía cruzar solo con tres acompañantes o, si iba a cruzar toda aquella gente, debería dar garantías contra la comisión de alguna traición durante la conferencia. Entregó como rehenes a Hipias y Pantauco, los más importantes de entre sus amigos y a los que había enviado anteriormente como embajadores [el título de «amigo del rey», que pudiera considerarse equivalente al de «amigo del pueblo romano», corresponde a un título oficial de determinados miembros de la corte macedonia.-N. del T.]. El motivo de exigir rehenes no era tanto garantizar la buena fe del rey, como dejar en claro ante los aliados que el encuentro entre el monarca y los embajadores no se producía en absoluto en pie de igualdad. Se saludaron, no como enemigos, sino en un tono amable y cordial, sentándose luego en unos asientos que se dispusieron.
[42,40] Tras unos momentos de silencio, Marcio habló así: «Supongo que esperas que te dé una contestación a la carta que enviaste a Corfú, en la que nos preguntabas por qué nosotros, llegados como embajadores, hemos venido acompañados de soldados y estamos disponiendo guarniciones en cada ciudad. Me temo que no darte ninguna respuesta haría que se me considerase arrogante, aunque darte una sincera te heriría al escucharla. Sin embargo, como aquel que rompe un tratado debe ser castigado de palabra o por la fuerza de las armas, y por mucho que me hubiera gustado que la guerra contra ti se hubiese encargado a otro distinto de mí, cumpliré con mi deber de dirigir algunas duras palabras a mi huésped, como cuando los médicos administran remedios desagradables para restaurar la salud de un enfermo.
«En cuanto subiste al trono hiciste algo que, según opinión del Senado, estuvo bien hecho: mandaste una embajada a Roma para renovar el tratado, aunque considera que hubiese sido mejor que no lo hubieras renovado a que lo violaras después de haberlo hecho. Expulsaste a Abrópolis, un aliado y amigo de Roma, de su reino. Protegiste a los asesinos de Artetauro, demostrando que te alegraban -y no diré más- de su muerte. El hombre al que asesinaron era uno de los príncipes ilirios más fieles a la causa de Roma. Marchaste con un ejército a través de Tesalia y el territorio maliense hasta Delfos, contra lo dispuesto en el tratado, y enviaste también tropas auxiliares como ayuda a los bizantinos. Firmaste un tratado secreto y por separado, ratificado mediante juramento, con nuestros aliados beocios, lo que estaba prohibido. En cuanto a los embajadores de Tebas, Eversas y Calícrito, que fueron asesinados cuando iban de camino a Roma, prefiero preguntar quién los mató antes que acusar a nadie de su muerte. ¿A quiénes se les podría considerar los principales responsables de la guerra civil en Etolia y de la muerte de sus líderes, sino a los de tu partido? La devastación de Dolopia fue obra tuya personalmente. Cuando el rey Eumenes regresaba de Roma a su reino, escapó por poco de ser asesinado en Delfos, como una víctima en tierra consagrada ante los altares. Me abstengo de decir a quién acusa de ello. Sobre todos los atentados ocultos que nos reveló tu huésped de Brindisi, creo que ya te los han contado por escrito desde Roma y que ya te han informado tus embajadores La única forma de que yo no te dijera todo esto habría sido no preguntándome por qué han entrado ejércitos en Macedonia y por qué estamos situando guarniciones en las ciudades. Pero, ya que lo has preguntado, habría sido mayor arrogancia por nuestra parte el guardar silencio que el decirte la verdad. En consideración a la amistad que hemos heredado de nuestros padres te escucharé favorablemente, y solo deseo que me des algunos motivos para suplicar por tu causa ante el Senado».
[42.41] A todo esto, el rey le contestó: «Defender mi causa ante unos jueces imparciales estaría bien, aunque ahora he de hacerlo ante quienes son a la vez jueces y acusadores. En cuanto a las acusaciones que presentáis contra mí, de algunas pienso que debo más bien estar orgulloso; otras no me avergüenza admitirlas y las hay que, siendo meras afirmaciones, me basta con negarlas. Si me juzgaseis según vuestras leyes, ¿qué pruebas podrían presentar contra mí el informante de Brindisi o el rey Eumenes que hicieran parecer verdaderas las acusaciones, en vez de falsas y maliciosas? Eumenes, que oprime a tantos de sus súbditos tanto en público como en privado, supongo que no ha tenido más enemigo que yo; y yo, por lo que parece, no he sido capaz de encontrar para mis crímenes un secuaz más adecuado que Ramio, un hombre al que nunca había visto y al que nunca más volvería a ver. También he de explicar las muertes de los tebanos, cuando todo el mundo sabe que se ahogaron en el mar, y la de Artetauro; en esta, sin embargo, no se me acusa de nada, aparte del hecho de que sus asesinos se refugiaron en mis dominios. No protestaré contra la injusticia de este planteamiento si vosotros, por vuestra parte, admitís la culpa de los crímenes por los que se refugian en Italia o Roma los exiliados por delitos de los que han sido declarados culpables. Si vosotros, al igual que el resto de los pueblos, rehusáis admitir esto, yo entonces haré como todos los demás. ¡Por Hércules! ¿De qué vale que un hombre tenga la opción de marchar al exilio, si no hay lugar alguno al que pueda ir un exiliado? No obstante, en cuanto recibí vuestro aviso y me cercioré de que esos hombres estaban en Macedonia, ordené que se los buscara, que abandonaran el reino y les prohibí cruzar mis fronteras.
«Estas acusaciones se han presentado contra mí como si yo fuera un acusado en un juicio penal; pero pasemos ahora a las que me corresponden como rey, por la interpretación del tratado que hay entre nosotros. Si ese tratado dice expresamente que ni siquiera en el caso de que alguien me ataque se me permite defenderme a mí y a mi reino, entonces debo admitir que he violado el tratado al defenderme con las armas contra Abrúpolis, un aliado de Roma. Sin embargo, si el tratado permite, como además lo establecen las normas del derecho de los pueblos, que se rechacen las armas con las armas, ¿qué tenía yo que hacer después que Abrúpolis devastara las fronteras de mi reino hasta Anfípolis, llevándose a muchos hombres libres, gran número de esclavos y varios miles de cabezas de ganado? ¿Tenía que quedarme quieto y permitirle seguir, hasta que hubiera llegado con sus armas a Pella y se hubiese apoderado de mi palacio? Quizá le enfrenté en una guerra justa, pero no debía haberlo vencido y hacerle padecer todos los males que recaen sobre los vencidos. Si yo, que fui el atacado sin justificación, corrí el riesgo de sufrir todos estos males, ¿cómo puede quejarse de que le sucediera a él, que fue el causante de la guerra? No defenderé mi represión de los dólopes con los mismos motivos, romanos; pues aún en el caso de que no lo hubieran merecido hice uso de mi derecho soberano: ellos son mis súbditos, forman parte de mis dominios y fueron asignados a mi padre por un decreto vuestro. Si tuviese que dar cuenta de mi conducta, no sería ni a vosotros ni a vuestros aliados, sino solamente a aquellos que censuran la severidad de la justicia hasta para con los esclavos, que podrían considerar mi severidad como excesiva y tiránica; porque ellos mataron a Eufranor, a quien les nombré como prefecto, haciéndolo con tanta crueldad que la misma muerte fue el menor de sus sufrimientos.
[42,42] «Pero como cuando salí de allí para visitar las ciudades de Larisa, Antronas [cerca de la actual Glifa, frente a la isla de Eubea.-N. del T.] y Pteleos, pasaba cerca de Delfos, fui a Delfos con el propósito de ofrecer un sacrificio que había prometido con voto mucho tiempo antes. Y para agravar todavía más esta acusación, se afirma que fui con un ejército para hacer, por supuesto, aquello de lo que yo ahora me quejo: ocupar las ciudades y situar guarniciones en las ciudadelas. Convocad una reunión de las ciudades griegas por las que pasé: si una sola se queja de algún desmán de mis soldados, no me importará que se diga que mi presencia para ofrecer un sacrificio era una excusa para otros propósitos. Hemos enviado tropas para ayudar a los etolios y los bizantinos, y hemos establecido relaciones de amistad con los beocios. Bajo cualquier luz que se consideren estas medidas, no solo os las hice conocer a través de mis embajadores, sino que en varias ocasiones se defendieron ante vuestro Senado, donde no tenía críticos tan justos o equitativos como tú, Quinto Marcio, el amigo y huésped de mi padre. Sin embargo, aún no había llegado Eumenes a Roma.
«Este hombre, acusándome mediante la tergiversación y distorsionando todos mis actos, los hacía parecer sospechosos y traicioneros e intentaba convenceros de que Grecia no sería realmente libre, ni disfrutaría de la bendición de la libertad que le otorgasteis, mientras el reino de Macedonia siguiera intacto. Pues bien, este cerco se irá cerrando y pronto habrá quien diga que fue en vano que se hizo retroceder a Antíoco más allá del Tauro. Dirán que el rey Eumenes es un opresor de Asia mucho mayor de lo que Antíoco lo fuera alguna vez, que vuestros aliados no tendrán descanso mientras haya un palacio real en Pérgamo, pues se yergue como una fortaleza para gobernar todas las ciudades a su alrededor. Bien sé que las acusaciones que vosotros, Quinto Marcio y Aulo Atilio, habéis presentado en mi contra, y las contestaciones que he dado a ellas, dependerán solo de los oídos y el ánimo de quienes las escuchen; y que lo importante no es mi conducta o mis motivos, sino la luz bajo las que los contempláis. Yo no soy consciente de haber cometido ninguna falta a sabiendas: cualquier desliz que pueda haber cometido por imprudencia podrá, estoy seguro, ser corregido y enmendado tras estas severas amonestaciones. En todo caso, no he hecho nada que no se puede remediar, nada de lo que debáis pensar que se precisa obtener una reparación por la fuerza de las armas. De lo contrario, la fama de vuestra clemencia y magnanimidad se habrá extendido en vano por el mundo si, por motivos que no vale la pena discutir o que no merecen una queja, tomáis las armas y declaráis la guerra a reyes que son vuestros aliados».
[42,43] Marcio escuchó su discurso con signos de aprobación y le aconsejó que enviara una embajada a Roma. Los amigos de Perseo pensaban que se debían intentar todos los medios posibles y que nada que supusiera una esperanza debía ser dejado de hacer. Lo único que quedaba por discutir era cómo asegurar a los embajadores un viaje seguro. Se consideró necesario pedir un armisticio; esto era lo que deseaba en particular Marcio, pues había sido su principal objetivo al conceder la entrevista, pero puso dificultades a ello para hacer ver que concedía un gran favor al concederla. La verdad era que los romanos estaban en aquel momento muy poco preparados para la guerra, sin ejército y sin general, mientras que Perseo había hecho ya todos sus preparativos y estaba completamente equipado para la guerra; de no haberle cegado las esperanzas de paz, podría haber dado inicio a las hostilidades en el mejor momento para él y el peor para sus enemigos. Una vez se declaró la tregua, los embajadores romanos decidieron marchar de inmediato a Beocia, pues había allí mucha inquietud y algunos pueblos ya habían empezado a abandonar la liga Beocia al oír lo que habían dicho los embajadores romanos, en cuanto a que pronto se vería qué pueblos se oponían a la liga secreta con el rey. Primero los delegados de Queronea y después algunos de Tebas, se encontraron con los embajadores mientras aún estaban de viaje, asegurándoles que no estuvieron presentes en la reunión del Consejo durante el que se formó aquella liga. Los embajadores no les dieron respuesta en aquel momento y les invitaron a seguirles hasta Calcis.
En Tebas había estallado una violenta disputa por otro asunto. Se había producido la elección de pretores y beotarcas, y el partido derrotado, en venganza, reunió una muchedumbre y aprobó un decreto por el que no se admitiría a los beotarcas en ninguna de las ciudades. Fueron a Tespias, exiliados, donde se les admitió sin ninguna vacilación. Los tebanos cambiaron de opinión y los hicieron llamar; entonces, se aprobó un decreto para que se exiliara a los doce que, siendo ciudadanos particulares, celebraron una reunión privada y convocaron la asamblea sin autoridad. Después, el nuevo pretor -que era Ismenias, un hombre de familia noble y de gran influencia-, emitió un decreto condenando a muerte a los ausentes. Estos habían huido a Calcis y, desde esa ciudad, fueron al encuentro de los embajadores romanos en Larisa, achacando a Ismenias toda la responsabilidad por el acuerdo secreto con Perseo y que de aquel había surgido el conflicto. Ante los embajadores romanos concurrieron los enviados de ambas partes: los exiliados y los acusadores de Ismenias por una parte, y el propio Ismenias por otra.
[42,44] En cuanto llegaron a Calcis, los principales de las diferentes ciudades aliadas, de conformidad con los decretos de sus respectivos consejos y para gran satisfacción de los romanos, denunciaron la liga con Perseo. Ismenias era de la opinión de que la mejor opción que podía adoptar el pueblo beocio consistía en ponerse bajo la soberanía de Roma. Esto llevó a una pelea, en la que estuvo a punto de morir a manos de los exiliados y sus partidarios, de no haberse refugiado a duras penas en el tribunal de los embajadores. La misma Tebas, la capital de Beocia, estaba en un estado de gran agitación, con una facción tratando de ganar la ciudad para el rey y otra para los romanos. Los pueblos de Coronea y Haliarto habían acudido en masa a Tebas para defender el decreto de alianza con el rey. Sin embargo, los notables se mantuvieron firmes y señalaron que las derrotas finales de Filipo y Antíoco demostraban el poder y buena suerte del gobierno romano, convenciendo finalmente a los ciudadanos. Se decretó que se debía poner fin a la alianza con el rey, enviando para que se disculpara con los embajadores a todos los que habían abogado por la amistad con Perseo; también ordenaron que la ciudad se pusiera bajo la protección de los embajadores. Marcio y Atilio se alegraron de escuchar esta decisión de los tebanos, y les aconsejaron a ellos y a las demás ciudades que enviaran sus propias embajadas a Roma para renovar las relaciones de amistad. Como primera medida, devolvieron a los exiliados y emitieron su propio decreto condenando a los autores de la alianza con Perseo. De esta manera se llevó a efecto lo que más deseaban por encima de todo: la disolución de la Liga Beocia. Abandonaron a continuación el Peloponeso, después de hacer venir a Calcis a Servio Cornelio. Se convocó un consejo para reunirse con ellos en Argos. Sólo pidieron a los aqueos que les proporcionaran mil soldados, a los que mandaron a guarnecer Calcis hasta que desembarcara el ejército romano en Grecia. Habiendo finalizado así su misión en Grecia, Marcio y Atilio regresaron a Roma al comienzo del invierno.
[42,45] Al mismo tiempo, desde Roma se envió una embajada a visitar Asia y las islas adyacentes. Los tres embajadores fueron Tiberio Claudio, Espurio Postumio y Marco Junio. Estos, según visitaban a los aliados, los instaban a unirse a los romanos en la guerra contra Perseo, poniendo más atención en las ciudades más ricas y poderosas, pues las más pequeñas seguirían el ejemplo de las mayores. A los rodios se los consideraba los más importantes de todos, pues estaban en condiciones de prestar ayuda material y no únicamente moral. Habían dispuesto, siguiendo el consejo de Hegesíloco, cuarenta barcos listos para el servicio. Aquel, cuando desempañaba la «pritanía», como llamaban a su magistratura suprema, habían logrado convencer a los rodios, tras muchos discursos, para que abandonaran la esperanza de halagar a los reyes, lo que tan a menudo había resultado inútil, y mantener la alianza con Roma, la única ciudad en todo el mundo en la que, por su potencia y lealtad, podían confiar. La guerra con Perseo era inminente y los romanos pronto les pedirían el mismo armamento naval que poco antes se había visto en la guerra contra Antíoco y en la anterior contra Filipo. De no comenzar de inmediato a equipar sus naves y proveerlas de tripulaciones, se verían luego apretados para que su flota se hiciera a la mar, con prisas y desorden, cuando llegara el momento. Era de la mayor importancia que todo quedara dispuesto cuanto antes, de manera que pudieran presentarlo como prueba de la falsedad de las acusaciones que Eumenes había presentado contra ellos. Estos argumentos hicieron efecto y, cuando llegaron los embajadores romanos, se les mostró una flota de cuarenta naves listas para zarpar, una prueba clara de que no habían esperado a que los romanos se lo pidieran. La labor de estos embajadores, al asegurarse el apoyo de las ciudades de Asia resultó de la mayor importancia. Solo Decimio regresó sin lograr ningún éxito, sospechándose que había recibido sobornos de Gencio y los, era sospechoso de haber recibido sobornos de los reyes ilirios.
[42.46] Tras regresar a Macedonia, Perseo mandó embajadores a Roma para continuar las negociaciones de paz que había iniciado con Marcio, haciéndoles llevar a Bizancio, Rodas y … [esta laguna de texto es completada por algunas traducciones con «cartas» «otras ciudades».-N. del T.]. El contenido de las cartas era el mismo en todas: había tenido una entrevista con los embajadores de los romanos; de cuanto había oído y de lo que había dicho, lo redactó de tal manera que dio la impresión de que había llevado la mejor parte en la discusión. Al dirigirse a los rodios, sus embajadores dijeron que el rey estaba seguros de que habría paz, ya que les mandaba a Roma por consejo de Marcio y Atilio. Si los romanos iniciaban la guerra, contraviniendo el tratado, los rodios entones deberían emplear toda su influencia y todo su poder en restablecer la paz; pero si sus llamamientos resultaban infructuosos, debía luego hacer cuanto pudieran para impedir que el poder y la autoridad sobre el mundo entero pasara a manos de un solo pueblo. Ello concernía a todos los pueblos, pero especialmente a los rodios pues, al superar en tanto a las otras naciones en grandeza y prosperidad, esta posición se volvería en otra de esclavitud y desamparo si llegaban a depender exclusivamente de los romanos. La carta y el discurso de los embajadores recibieron una audiencia favorable, pero no pudieron lograr que los rodios cambiaran de opinión, imponiéndose finalmente la opinión y autoridad de la parte mejor. Se decidió responderles en el sentido de que los rodios deseaban la paz; si había guerra, el rey no debía esperar ni pedir nada de ellos, pues estaría tratando de quebrar la ya larga amistad entre ellos y los romanos, una amistad que era fruto de muchos y valiosos servicios que se habrían prestado tanto en paz como en guerra.
A su regreso de Rodas, visitaron algunas de las ciudades de Beocia -Tebas, Coronea y Alíartos [la antigua Haliarto.-N. del T.]-, que se suponía habían sido obligadas contra su voluntad a abandonar su alianza con Perseo y a unirse a los romanos. No lograron convencer a los tebanos, aunque entre ellos existía un fuerte sentimiento en contra de los romanos debido a las graves condenas contra sus líderes y el regreso de los exiliados. Pero en Coronea y en Alíartos existía una especia de afecto innato hacia la dinastía real, y enviaron una embajada a Macedonia para solicitar una guarnición que les pudiera proteger contra la soberbia de los tebanos. El rey les respondió que, como existía una tregua entre él y los romanos, no les podía enviar tropa alguna; con todo, les aconsejaba que se defendieran de cualquier agresión que los tebanos les hicieran de tal manera que no dieran a los romanos un pretexto para usar su crueldad contra ellos.
[42.47] A su regreso a Roma, Marcio y Atilio informaron de los resultados de su embajada al Senado, en el Capitolio, y mostrándose sumamente satisfechos por la manera en que habían engañado al rey al darle esperanzas de paz firmando la tregua. Estaba tan completamente equipado con todos los medios para la guerra, mientras que ellos no tenían nada dispuesto, que podría haber ocupado todas las posiciones estratégicas antes de que sus ejércitos hubiesen desembarcado en Grecia. El tiempo que durase el armisticio, sin embargo, les pondría en igualdad de condiciones; él no estaría mejor preparado de lo que ya lo estaba y los romanos podrían iniciar la guerra mejor pertrechados en todos los sentidos. Habían tenido también la habilidad de quebrar la unidad de la Liga Beocia, de manera que en adelante les resultaría imposible entenderse para unirse con los macedonios. Una buena parte de los senadores aprobaron aquellas gestiones, considerándolas un modelo de gran diplomacia. Los senadores más ancianos y los que no habían olvidado las antiguas costumbres de los romanos, sin embargo, dijeron que no reconocían nada del carácter romano en aquellas negociaciones. «Nuestros antepasados -dijeron- no habían hecho sus guerras mediante emboscadas ni ataques nocturnos, ni fingiendo huidas para regresar sobre el enemigo cuando había bajado la guardia. No se enorgullecían más de su astucia que de su valor y era su costumbre declarar la guerra antes de iniciarla, avisando a veces incluso al enemigo sobre la hora y el lugar en que lucharían. Este sentido de honor fue el que hizo advertir a Pirro en contra de su médico, que estaba conspirando contra su vida, y el que hizo que se entregara a los faliscos al hombre que había traicionado a sus hijos. Este era el auténtico espíritu romano; nada de la doblez púnica o la astucia de los griegos, que se enorgullecen más de engañar a un enemigo que de vencerle en justo combate. En alguna ocasión puede lograrse más, en el momento, por el engaño que por el valor; pero es solo cuando se obliga al enemigo a reconocer que ha sido vencido por la fuerza, cuerpo a cuerpo y en una guerra justa, cuando se logra una victoria moral completa y una paz duradera». Tales fueron las opiniones de los senadores de más edad, que no veían con buenos ojos aquellas nuevas maneras [la palabra latina original es «sapientia», que en unas traducciones aparece como «sabiduría», en su literalidad, y en otras como «políticas»; nosotros hemos preferido «maneras» porque nos parece que lo que expresa Livio es el disgusto de aquellos ancianos con un nuevo sistema para tratar los asuntos exteriores.-N. del T.], pero se impuso la mayoría que prefería la conveniencia al honor y dieron su aprobación a la embajada desempeñada por Marcio. Se decidió que debía ser enviado de vuelta a Grecia con las cincuenta quinquerremes y que dispusiera de plena libertad para actuar como mejor le pareciera en interés de la República. Atilio Aulo también fue enviado a ocupar Larisa, en Tesalia, pues existía el peligro de que Perseo mandara una guarnición a la expiración del armisticio y lograra así mantener en su poder la capital de Tesalia. Atilio recibió órdenes de tomar dos mil infantes del ejército de Cneo Sicinio para llevar a cabo aquella misión. A Publio Léntulo, que había regresado de Acaya, se le proporcionaron trescientos jinetes italianos para que marchase a Tebas y mantuviera el control de la Beocia.
[42,48] Una vez llevadas a cabo estas medidas preliminares, y aunque ya se habían dispuesto las cosas con vista a la guerra, se acordó no obstante que el Senado daría audiencia a los embajadores del rey. Los embajadores repitieron casi los mismos argumentos que el rey había utilizado en su conferencia con Marcio. Su respuesta a la acusación de conspirar contra la vida de Eumenes fue la parte más laboriosa de su discurso y la que hizo la menor mella, pues los hechos resultaban indiscutibles. El resto de su discurso consistió en ruegos y disculpas, pero su audiencia se negó a ser convencida o persuadida. Se les advirtió que abandonaran inmediatamente el recinto amurallado de Roma y que salieran de Italia antes de treinta días. Al cónsul, Publio Licinio, a quien había correspondido Macedonia como provincia, se le ordenó que señalara para lo antes posible el día de concentración del ejército. El pretor Cayo Lucrecio, que había sido puesto al mando de la flota, salió de Roma con sólo cuarenta quinquerremes, pues se decidió que algunos de los barcos reacondicionados debían permanecer en la Ciudad para diversos propósitos. El pretor envió a su hermano Marco, con una quinquerreme, para tomar los barcos que los aliados estaban obligados a proporcionar mediante un tratado y unirse a la flota en Cefalania. Reggio proporcionó un trirreme, Locri entregó dos y los urites entregaron cuatro. Navegando a lo largo de la costa de Italia, dobló la punta más lejana de Calabria y cruzó el mar Jónico hasta Durres [la antigua Dirraquio.-N. del T.]. Una vez aquí, se encontró con diez naves de la propia Durres, doce de Ios iseos, y cincuenta y cuatro lembos del rey Gencio; haciendo creer que habían sido convocadas para el uso de los romanos, se las llevó todas y llegó a Corfú después de un viaje de tres días, marchando luego directamente a Cefalania. El pretor Cayo Lucrecio zarpó de Nápoles, cruzó el estrecho y llegó a Cefalania en cinco días. Aquí fondeó la flota, esperando hasta que hubieran cruzado las fuerzas terrestres y esperando también que se reincorporase las naves de transporte que se habían separado durante la travesía por alta mar.
[42.49] Fue entonces cuando el cónsul Publio Licinio, después de pronunciar los votos en el Capitolio, salió de la ciudad vistiendo el paludamento. Estas partidas estaban siempre revestidas de la mayor dignidad y grandeza, sin embargo, especialmente en esta ocasión, los ojos y corazones de todos acompañaban al cónsul como si lo escoltaran en su camino para enfrentarse a un enemigo poderoso, cuya reputación de valor y éxito se extendía por todas partes. Y no era solo para honrar a su suprema magistratura por lo que los ciudadanos se habían congregado, sino también para ver al líder a cuya sabiduría y autoridad habían confiado la suprema defensa de la República. Tenían en cuenta los vaivenes de la guerra, el capricho de la fortuna, los riesgos e incertidumbres de la batalla y lo voluble de Marte en la batalla, las derrotas y victorias del pasado: ocurriendo a menudo las derrotas por la ignorancia y temeridad de los comandantes, y obteniendo las victorias por su habilidad y valor. ¿Quién de entre los mortales podía conocer de la capacidad del cónsul al que mandaban a la guerra o de la fortuna que le tocaría? ¿Se le vería regresar con su ejército victorioso, subiendo hasta el Capitolio en procesión triunfal para rendir homenaje a los dioses de los que ahora se aparta, o permitirían aquellos mismos dioses tal felicidad al enemigo? Porque ese rey Perseo, contra quien se marchaba, gozaba de gran fama tanto por la reputación guerrera del pueblo macedonio como por las hazañas de su padre Filipo, quien, entre otras, se distinguió por su guerra con Roma. En cuanto al propio rey, desde que subió al trono el nombre de Perseo estaba continuamente en los labios de los hombres mientras hablaban de la inminente guerra. Con estos pensamientos en su mente, hombres de toda clase y condición asistieron a la partida del cónsul. Cayo Claudio y Quinto Mucio, antiguos cónsules, fueron enviados con él como tribunos militares, así como tres jóvenes nobles, Publio Léntulo, y los dos Manlios Acidino, el uno hijo de Marco y el otro hijo de Lucio. El cónsul se unió a su ejército en Brindisi y navegó con todas sus fuerzas hacia Ninfeo, fijando su campamento en las proximidades de Apolonia [que estaba próxima al actual pueblo de Poji, en la orilla derecha del río Viosa, en la actual Albania.-N. del T.].
[42.50] Unos cuantos días después, al ver el rey Perseo, por el relato de sus embajadores retornados, que debía renunciar a sus esperanzas de paz, celebró un consejo de guerra, donde hubo bastante discusión a causa de los opuestos puntos de vista. Algunos pensaban que debían consentir en el pago de una indemnización, en el caso de que se les impusiera, o ceder una parte de su territorio si así se les exigía; de hecho, creían que por el bien de la paz resultaba necesario hacer cualquier sacrificio, y no se debía dar ningún paso que expusiera al rey y a sus súbditos a los vaivenes de la fortuna cuando se trataba de cuestiones tan vitales. Si se le dejaba indiscutido en posesión de su reino, muchas cosas podían ocurrir en el futuro que le permitieran no solo recuperar lo perdido, sino incluso de hacerse temer por aquellos que ahora le intimidaban. La mayoría, sin embargo, sostenía una postura mucho más desafiante. Cualquier concesión que hiciera, decían, implicaría la pérdida del reino. Los romanos no tenían necesidad de dinero o territorio, ya sabían esto, pero también sabían que todos los asuntos humanos están expuestos a muchas vicisitudes, y especialmente los reinos e imperios. Habían quebrado el poder de los cartagineses y los habían cargado con un monarca muy poderoso que los mantenía sometidos. Habían enviado a Antíoco y a sus descendientes al desierto más allá de las montañas del Tauro. Solo permanecía el reino de Macedonia, un vecino próximo y preparado, y capaz de devolver su antiguo valor a sus reyes a poco que Roma perdiera la buena fortuna que disfrutaba. Por lo tanto, mientras su reino estuviera intacto, Perseo se debía decidir entre dos alternativas: O bien se mostraba dispuesto a desprenderse de todo su poder, haciendo una concesión tras otra, rogando a los romanos, tras ser expulsado de su reino al exilio, que le permitieran sobrevivir a su reinado en Samotracia o alguna otra isla, envejeciendo como un particular, desgraciado y pobre; o bien reivindicaba su condición y su fortuna mediante las armas, enfrentando como haría un hombre valeroso todas situaciones que pudiera traer la guerra y, si resultaba victorioso, librando al mundo de su sometimiento a Roma. La expulsión de los romanos de Grecia no era algo menos sorprendente que la expulsión de Aníbal de Italia. Y, ¡por Hércules!, no podían comprender por qué él, que se había resistido hasta el extremo al intento ilegal de su hermano por apoderarse de la corona, sería tan incoherente como para entregarla a extranjeros tras obtenerla justamente. Finalmente, en la discusión entre la paz y la guerra, todos estuvieron de acuerdo en que nada había más vergonzoso que entregar el trono sin combatir, ni más glorioso para un rey que afrontar todos los riesgos en defensa de su dignidad soberana y majestad.
[42.51] Este consejo se celebró en Pela, en el antiguo palacio real de Macedonia. «Vayamos entonces a la guerra -dijo Perseo- con la ayuda benevolente de los dioses, ya que tal es vuestro parecer». Se enviaron órdenes escritas a todos sus generales y reunió a la totalidad de sus fuerzas en Cicio, una ciudad en Macedonia [al norte del río Haliacmón, entre Pela y Berea.-N. del T.]. Partió para Cicio, acompañado por su séquito de cortesanos y escoltas, después de efectuar él mismo un magnífico sacrificio de cien víctimas a Minerva, a la que llaman Alcidemos [defensora del pueblo.-N. del T.]. Ya se había concentrado allí todo el ejército, tanto macedonios como auxiliares. El campamento se estableció delante de la ciudad y él formó a todos sus soldados en la llanura. El número total de los que llevaban armas ascendía a cuarenta y tres mil, la mitad de los cuales formaban en falanges que estaban al mando de Hipias de Berea. De entre todos los armados con cetra, fueron seleccionados dos mil hombres, por su fuerza y juventud, para formar un cuerpo llamado «agema» y cuyos prefectos fueron Leonato y Trasipo [en el Libro 37,40 se describe otra «agema» formada, en aquella ocasión, por un «ala de caballería en número de mil, a la que llamaban «agema»; esta era una fuerza de medos…».-N. del T.]Antifilo de Edesa estaba al mando del resto de los armados con cetra, alrededor de tres mil hombres. Los peonios, procedentes de Paroria y Parastrimonia, lugares fronteros con Tracia, así como los agrianes, incluyendo algunos inmigrantes tracios, componían una fuerza de alrededor de tres mil hombres. Habían sido armados y reunidos por Didas de Peonia, el asesino del joven Demetrio. También había dos mil galos bajo el mando de Asclepiódoto de Heraclea de Síntice [en la margen derecha del río Estrimón.-N. del T.]. Tres mil tracios libres formaban bajo su propio jefe y un número aproximadamente igual de cretenses seguían a sus propios generales: Suso de Falasarnas y Silo de Cnosos. Leónides, el lacedemonio, mandaba una fuerza de quinientos soldados de Grecia. Se decía que era de sangre real, condenado en una asamblea general de los aqueos al destierro tras haberse capturado una carta suya a Perseo. Los etolios y beocios, cuyo total no superaba los quinientos hombres, estaban bajo el mando del prefecto Licón de Acaya. Con todos estos contingentes, procedentes de tantos pueblos y tribus, se formó una fuerza de unos doce mil hombres. En cuanto a la caballería, Perseo había reunido tres mil jinetes de toda Macedonia. Cotis, el hijo de Seutes, que era rey de los odrisas, había acudido con una fuerza escogida de mil jinetes y aproximadamente el mismo número de infantes. Así, el número total del ejército constaba de treinta y nueve mil soldados de infantería y cuatro mil de caballería. Era indudable que, desde el ejército que Alejandro Magno había llevado a Asia, ningún rey macedonio había alistado nunca una fuerza tan grande.
[42.52] Hacía veintiséis años que se había concedido a Filipo el tratado de paz que había pedido. Durante todo ese tiempo, Macedonia había permanecido tranquila y una nueva generación había crecido y estaba ya en edad apropiada para el servicio militar; habían estado sobre las armas continuamente a causa de las pequeñas guerras contra sus vecinos tracios, que más que agotarlos les habían servido como entrenamiento. La perspectiva de una guerra con Roma, que durante tanto tiempo había sido considerada tanto por Filipo como, luego, por Perseo, había llevado a que todo estuviera listo y dispuesto. El ejército formado realizó unos cuantos movimientos, no unas auténticas maniobras, sino solo para evitar dar la sensación de haber estado en pie bajo las armas. Perseo entonces los llamó, armados como estaban, para que formaran alrededor y ascendió a una tribuna con sus dos hijos a su lado; el mayor, Filipo, hermano suyo por nacimiento e hijo suyo por adopción; el más joven, Alejandro, era su hijo por nacimiento. Exhortó a sus soldados para que mostraran su coraje en la guerra y los agravios que los romanos habían infligido a su padre y a él mismo. Su padre se había visto obligado a reanudar las hostilidades a causa de todas las humillaciones que había sufrido; cuando estaba a mitad de los preparativos, le golpeó el destino. Los romanos le habían enviado embajadores para negociar, y al mismo tiempo mandaron soldados para ocupar las ciudades de Grecia. Luego se perdió el invierno en conferencias, aparentemente para lograr una solución pacífica, pero en realidad para conseguir tiempo para completar sus preparativos. Y ahora, el cónsul venía con dos legiones romanas, con unos seis mil infantes cada una y su complemento de 300 jinetes, y contingentes aliados en aproximadamente la misma cantidad. Aun cuando se contaran las tropas enviadas por Eumenes y Masinisa, no serían más de treinta y siete mil infantes y dos mil jinetes. El rey prosiguió diciéndoles que, una vez que habían sabido de las fuerzas del enemigo, debían mirar a su propio ejército, su superioridad en número y calidad de sus soldados, en comparación con aquellos reclutas alistados a toda prisa para esta guerra, no como ellos que, desde su niñez, se habían adiestrado en la escuela de la guerra, disciplinados y endurecidos por tantas campañas. Lidios, frigios y númidas proporcionaban tropas auxiliares a los romanos; nosotros tenemos a nuestro lado a los tracios y a los galos, los pueblos más belicosos. Sus armas eran solo aquellas que cada soldado, en su pobreza, se había podido conseguir; a los macedonios se las suministraban los arsenales reales, de aquellas armas fabricadas a lo largo de todo aquellos años bajo la dirección de su padre y a su propia costa. Ellos tenían que traer sus suministros desde gran distancia, expuestos a todos los accidentes de la mar; nosotros tenemos dinero y trigo almacenado para diez años, además de los ingresos procedentes de las minas. De cuanto había proporcionado la benevolencia de los dioses, o el cuidado y previsión de su rey, los macedonios tenían almacenado con toda abundancia. Debían tener el valor de sus antepasados, cuando después de someter toda Europa cruzaron a Asia y abrieron con sus armas un mundo desconocido, sin parar nunca en sus conquistas hasta que se vieron rodeados por el mar Rojo [en realidad, se trataba del Golfo Índico.-N. del T.] y ya no quedaba nada más por conquistar. Pero ahora, ¡por Hércules!, la fortuna quería que combatieran no por las más remotas costas de la India, sino por la posesión de Macedonia. Cuando los romanos hicieron la guerra a mi padre pusieron el engañoso pretexto de que estaban liberando Grecia; ahora tienen como objetivo declarado la esclavización de Macedonia, para que Roma no tenga ningún rey en sus fronteras ni dejar armas en manos de un pueblo famoso por la guerra. Si renunciaban a la guerra y a seguir sus órdenes, deberían entregar sus armas, su rey y su reino a tales amos, altivos y arrogantes.
[42,53] Se produjeron frecuentes estallidos de aplausos durante todo el discurso, pero en aquel punto se levantó como un grito de indignación y desafío, lanzando vítores al rey para que tuviera confianza, de manera que puso fin a su discurso añadiendo solo que deberían estar dispuestos a marchar, pues se había informado de que los romanos avanzaban ya desde Ninfeo tras levantar su campamento. Una vez disueltas las tropas, procedió a dar audiencia a las delegaciones de las ciudades macedonias que habían hecho ofrecimientos de dinero y trigo, cada una según su capacidad. Les dio las gracias a todas ellas y las eximió de hacer ninguna otra contribución, pues los almacenes reales bastaban para todas las necesidades. Lo único que les pidió fue que proporcionasen las carretas para transportar la artillería, la enorme cantidad de proyectiles que se habían preparado, así como el resto de material bélico. Partió entonces con todo el ejército en dirección a Eordea y acampó junto al lago Begorritis [se desconoce su ubicación.-N. del T.]. Al día siguiente llegó al río Haliacmón, en Elimea. Desde allí, cruzó los montes llamados Cambunios y, atravesando un estrecho paso, bajó hacia Azoro, Pitoo y Dolique; los naturales llaman a estas tres ciudades Trípolis [o sea, «las tres ciudades»; siguiendo la edición de Gredos de 1994, anotamos que Dolique está entre los montes Cambunios y el monte Olimpo, Azoro está al sur de Dolique, en el curso alto del Europo, y Pitoo está en la ladera noroeste del Olimpo.-N. del T.]. Aquí sufrió un pequeño retraso, pues estas habían entregado rehenes a los lariseos; una vez a la vista, sin embargo, ante el peligro que les amenazaba, se rindieron. Aceptó su rendición con buenas maneras, seguro de que también los de Perrebia harían lo mismo. Los habitantes no trataron de resistir y capturó la ciudad en cuanto llegó allí. Se vio obligado a atacar Cirecias, donde el asalto del primer día fue rechazado por una fuerte carga de hombres armados desde las puertas. Al día siguiente atacó con todas sus fuerzas y antes de la noche recibió la sumisión de toda la población.
[42,54] Milas, la siguiente población a la que llegó, estaba tan bien fortificada que la confianza en la inexpugnabilidad de sus murallas hacía particularmente desafiantes a los habitantes de la ciudad; no contentos con cerrar sus puertas al rey, lanzaban incluso provocaciones e insultos contra él y los macedonios. Esto hizo que su enemigo acometiera con aún más furia el asalto y a los ciudadanos, al no esperar clemencia, aún más firmes en su defensa. Así, la ciudad fue atacada durante tres días con la mayor determinación por ambas partes. El gran número de los macedonios les hacía fácil relevarse durante el combate; los defensores, por su parte, eran siempre los mismos a la hora de guardar las murallas, noche y día, y terminaron agotándose no solo por sus muchas heridas, sino también por la falta de sueño y el incesante esfuerzo. Al cuarto día, mientras se elevaban las escalas de asalto contra las murallas y se atacaba la puerta con más violencia de lo habitual, los habitantes, tras rechazar el peligro de las murallas, corrieron a defender la puerta y lanzaron una salida repentina. Esta se debió más a la impetuosidad y a la rabia que a una confianza bien fundamentada en sus fuerzas; al estar en inferioridad numérica y con sus cuerpos agotados y cansados, fueron rechazados por el enemigo que se encontraba fresco y con todo su vigor. Dieron media vuelta y huyeron, y al dar la espalda permitieron que entrase el enemigo a través de la puerta abierta. De esta manera, la ciudad fue tomada y saqueada; además, hasta los hombres libres que sobrevivieron fueron vendidos como esclavos.
Después de derruir e incendiar la mayor parte de la ciudad, Perseo marchó hacia Falana y, al día siguiente, llegó a Girtón [Falana está al norte de Larisa y Girtón al este de Falana, en la desembocadura del Peneo y junto al monte Pelión.-N. del T.]. Al enterarse de que Tito Minucio Rufo y el pretor Hipias de los tesalios habían entrado en la ciudad con una guarnición, no intentó siquiera un asalto, sino que siguió su marcha y recibió la rendición de Elacia y Gono, cuyos habitantes quedaron atemorizados por su inesperada aparición. Ambas ciudades están situadas en las gargantas por las que se entra en el valle del Tempe, especialmente Gono más al interior. Las guarnicionó con unas fuerzas más poderosas de caballería e infantería, defendiéndolas además con un triple foso y una empalizada. Marchando hasta Sicurio, decidió esperar allí al enemigo y ordenó al ejército que recogiera trigo por todas las partes del territorio enemigo. Sicurio está al pie del Monte Osa, que por su lado sur domina las llanuras de Tesalia; por el otro lado se encuentran Macedonia y Magnesia [aunque la misma ciudad está en la falda oeste del monte.-N. del T.]. Además de estas ventajas, posee un clima sano y un suministro permanente de agua que fluye en abundancia de muchos manantiales alrededor.
[42,55] Por estas mismas fechas, el cónsul romano se dirigía con su ejército a Tesalia. Mientras marchaba por el Epiro se encontró en terreno expedito y abierto, pero una vez hubo cruzado las fronteras de Atamania tuvo que avanzar por un terreno accidentado y casi intransitable. Solo luchando con las mayores dificultades y en cortas marchas fue capaz de llegar a Gonfos. Si se hubiera encontrado con el rey, en momento y terreno tan favorables, con sus soldados y caballos tan cansados y siendo su ejército tan bisoño, los propios romanos no niegan que habrían sufrido una terrible derrota si hubiesen tenido que combatir. Una vez llegados a Gonfos sin ninguna lucha, no solo se alegraron por haber superado un paraje peligroso, sino que incluso experimentaron un sentimiento de desprecio hacia un enemigo tan ciego ante sus oportunidades. Después de realizar debidamente los sacrificios y repartir trigo a los soldados, el cónsul permaneció allí unos días dando descanso tanto a hombres como a bestias. Al enterarse de que los macedonios estaban dispersos por todas partes y saqueando los campos de sus aliados, llevó a sus soldados, que ya estaban suficientemente descansados, hacia Larisa. Cuando estaba a unas tres millas de aquel lugar, fijó su campamento en las proximidades de la Trípolis a la que sus habitantes llaman Escea-, junto al río Peneo. Por aquellas fechas, llegó Eumenes con sus barcos a Calcis. Estaba acompañado por sus hermanos Atalo y Ateneo; el otro hermano, Filetero, se quedó en Pérgamo para proteger el reino. Desde Calcis, marchó con Atalo y una fuerza de cuatro mil infantes y mil jinetes para unirse con el cónsul, dejando dos mil de infantería en Calcis bajo el mando del Ateneo. Llegaron también otros contingentes auxiliares procedentes de todos los estados griegos, la mayoría de ellos tan pequeños que han pasado al olvido. Apolonia envió trescientos jinetes y cien infantes; la caballería de toda Etolia formaba el equivalente a un ala [para la época, trescientos jinetes.-N. del T.], y los tesalios, de quienes se esperaba que mandasen toda su caballería, no tenían a más de trescientos jinetes en el campamento romano. Los aqueos proporcionaron unos mil quinientos jóvenes, armados en su mayoría al modo cretense.
[42,56] El pretor Cayo Lucrecio, al mando de la flota en Cefalania, ordenó por aquellas fechas a su hermano Marco que llevara sus barcos hacia Calcis, doblando el cabo Maleo. Él mismo subió a bordo de un trirreme y partió hacia el Golfo de Corinto, con el objetivo de controlar la situación en Beocia. Su travesía resultó un tanto lenta por culpa de su estado de salud. Cuando Marco Lucrecio llegó a Calcis, tuvo noticia de que Haliarto estaba siendo atacada por Publio Léntulo y le envió un mensaje ordenándole, en nombre del pretor, que levantara el sitio. El legado [empleamos aquí el término original, y no el que usualmente empleamos de «general», que usamos cuando los legados estaban al frente de su propia legión.-N. del T.], que había dado inicio a las operaciones con aquellos jóvenes beocios que estaban de parte de los romanos, se retiró entonces de las murallas. El abandono de este ataque dejó el terreno libre para otro; Marco Lucrecio, a su vez, asedió el lugar con una fuerza de marina, diez mil hombres, y dos mil soldados del rey que estaban bajo el mano de Ateneo. Cuando estaban ya dispuestos a lanzar el asalto, apareció el pretor procedente de Creusa. Los barcos proporcionados por los aliados estaban concentrados en Calcis: dos quinquerremes púnicos, dos trirremes de la Heraclea del Ponto, cuatro de Calcedonia, el mismo número de Samos así como también cinco cuatrirremes de Rodas. Como no había guerra naval en parte alguna, el pretor envió las naves de vuelta a los distintos aliados. Quinto Marcio también llegó a Calcis con su flota después de capturar Álope de Ftiótide y asaltar Larisa Cremaste. Mientras tenía lugar todo esto en Beocia, Perseo, como se ha indicado anteriormente, estaba acampado en Sicurio. Después de haber recogido el trigo de todo el territorio circundante, envió un destacamento a saquear los campos de Feras [a unos 20 km al norte de Fársalo.-N. del T.], esperando poder tomar por sorpresa a los romanos si los obligaba a alejarse de su campamento para auxiliar a las ciudades de sus aliados. Al encontrarse, sin embargo, con que sus correrías no les inducía a moverse, procedió a distribuir el botín, en el que no había sino algunos pocos prisioneros, compuesto en su mayoría de ganado con el que les proporcionó un festín.
[42.57] El cónsul y el rey celebraron sendos consejos de guerra, para decidir por dónde iniciar las operaciones. Los macedonios se había vuelto cada vez más audaces, tras descubrir que el enemigo les permitía asolar el territorio de Feras sin oponer resistencia alguna, y pensaron que se debían dirigir directamente hacia el campamento romano y no dar lugar a más demoras. Los romanos, por otra parte, consideraban que su inactividad estaba dañando su prestigio entre sus aliados, y estaban particularmente disgustados por no haber prestado ayuda a los fereos. Mientras discutían sobre qué medidas debían tomar -estaban presentes, además, Eumenes y Atalo-, llegó un mensajero aterrorizado con la noticia de que el enemigo se acercaba con un gran ejército. El consejo de guerra quedó inmediatamente disuelto y se dio la señal para que los soldados tomaran las armas. Entretanto, se envió un centenar de jinetes y el mismo número de lanzadores de jabalinas, de las fuerzas auxiliares del rey, para reconocer el terreno. Era la hora cuarta [sobre las diez de la mañana.-N. del T.] y, cuando estaba a poco más de una milla del campamento romano, Perseo ordenó a la infantería que se detuviera mientras él mismo se adelantaban cabalgando con la caballería y la infantería ligera; también se adelantaron junto a él Cotis y los comandantes de las demás fuerzas auxiliares. Estaban a media milla del campamento cuando se divisó a la caballería enemiga. Estaba compuesta por dos alas, en su mayoría galos bajo el mando de Casignato, y unos ciento cincuenta de infantería ligera, en parte misios y en parte cretenses armados a la ligera. El rey se detuvo, incierto en cuanto a la fuerza del enemigo. Hizo luego adelantarse del cuerpo principal a dos turnas de tracios y dos de caballería macedonia, junto con dos cohortes de cretenses y otras dos de tracios. Como ambas partes estaban igualadas numéricamente y no llegaron tropas de refuerzo a ninguno de los dos lados, el enfrentamiento terminó sin que se decidiera la victoria. Murieron una treintena de los hombres de Eumenes, entre ellos Casignato, el comandante galo. Perseo llevó entonces sus fuerzas de vuelta a Sicurio. Al día siguiente, el rey les hizo ir al mismo lugar y a la misma hora. Esta vez seguían a las tropas carros con agua, pues en las doce millas de marcha [según el texto, hizo caminar 17760 metros a sus tropas.-N. del T.] no tenían agua y les cubría el polvo; resultaba evidente que si debían luchar en cuanto llegaran a la vista del enemigo, lo habrían de hacer sufriendo la sed. Los romanos retiraron sus puestos avanzados detrás de su empalizada y permanecieron tranquilos; ante aquello, las tropas del rey regresaron a su campamento. Repitieron esto durante varios días, esperando que la caballería romana atacaría su retaguardia durante el regreso; los atraerían a considerable distancia de su propio campamento y, a continuación, las tropas del rey, que eran superiores en caballería e infantería ligera, los podrían enfrentar dondequiera que estuviesen.
[42.58] Como no había tenido éxito en su intento de hacer salir a los romanos, el rey trasladó su campamento a una distancia de cinco millas del enemigo [14480 metros.-N. del T.]. Al amanecer, la infantería fue desplegada en el mismo lugar que antes y toda la caballería y la infantería ligera marchó hacia el campamento romano. La vista de una mayor cantidad de tropas enemigas y una nube de polvo más próxima de lo habitual provocó cierto desconcierto entre los romanos. Al principio casi no se dio crédito a quien daba la noticia, pues en todas las anteriores ocasiones el enemigo nunca había aparecido antes de la cuarta hora del día, y ahora lo hacía al amanecer. Cuando todas las dudas quedaron disipadas por los muchos gritos y los hombres corriendo desde las puertas, hubo gran confusión. Los tribunos militares, los prefectos y los centuriones salieron corriendo hacia el pretorio, los soldados corrieron hacia sus propias tiendas. Perseo había formado a sus hombres a menos de quinientos pasos de la empalizada romana, alrededor de una colina llamada Calínico[y que daría nombre a la batalla.-N. del T.]. El rey Cotis estaba al frente del ala izquierda, con todas las fuerzas de su pueblo; la infantería ligera estaba situada entre las filas de la caballería. A la derecha estaba la caballería macedonia, con los cretenses mezclados entre sus turnas de la misma forma. Esta ala estaba bajo el mando de Midón de Berea; el mando supremo de todas las fuerzas de caballería entero estaba en manos de Menón de Antigonea. Contiguas a ambas alas estaban la caballería real y una fuerza mixta de élite formada por auxiliares de distintas nacionalidades. Patrocles de Antigonea y Didas, el gobernador de Peonia, estaban respectivamente al frente de estas tropas. En el centro de toda la línea se encontraba el rey, rodeado por la «agema» y los jinetes de la caballería sagrada. Delante de estos situó a los honderos y lanzadores de jabalinas, cuatrocientos en todas, bajo el mando de Ión de Tesalónica y al dólope Artemón. Este fue el orden de batalla del rey. El cónsul hizo formar a la infantería dentro de la empalizada y mandó salir a la totalidad de la caballería y la infantería ligera; estas formaron delante de la empalizada. El ala derecha la mandaba Cayo Licinio Craso, el hermano del cónsul, y estaba compuesta por toda la caballería itálica, con los vélites mezclados entre ellos. A la izquierda se encontraba Marco Valerio, mandando la caballería y la infantería ligera de las distintas ciudades griegas. El centro estaba a cargo de Quinto Mucio, con un cuerpo escogido de jinetes voluntarios. Por delante de ellos se situaron doscientos jinetes galos y trescientos cirtios de las tropas auxiliares de Eumenes; cuatrocientos jinetes tesalios formaron a corta distancia por delante del ala izquierda. Atalo y Eumenes se situaron por detrás con todas sus fuerzas, entra la última línea y la empalizada.
[42.59] Formados de esta manera, casi igualadas en número su caballería y su infantería ligera, se enfrentaron los ejércitos. La batalla fue iniciada por los honderos y los lanzadores de jabalina, que se encontraban delante de las líneas. En primer lugar los tracios, como animales salvajes encerrados en jaulas a los que de pronto se libera, se lanzaron con un griterío ensordecedor contra el ala derecha, los jinetes itálicos, con tal furia que sembraron el desconcierto entre ellos a pesar de su experiencia en la guerra y su natural imperturbabilidad. La infantería de ambos lados rompió las lanzas de la caballería con sus espadas, seccionó el corvejón de los caballos o los apuñalaba por los flancos. Perseo, cargando por el centro de las líneas, desaloja a los griegos a la primera embestida y los siguió presionando con fuerza cuando dieron la espalda. La caballería de Tesalia había permanecido en reserva, a poca distancia del ala izquierda, limitándose al principio a observar; pero luego, cuando el día empezó a presentarse mal contra ellos, prestaron un gran servicio. Al retirarse poco a poco y manteniendo ordenadas sus líneas, tras unirse con las tropas de Eumenes, ofrecieron así un refugio seguro dentro de sus filas a los aliados que huían en desorden. Como el enemigo había aclarado sus líneas en la persecución, se atrevieron incluso a avanzar y dar protección a muchos de los que huían en dirección contraria. Las tropas del rey, dispersadas por la persecución en todas direcciones, no se atrevieron a enfrentarse con hombres que avanzaban en formación y con tanta firmeza. El rey, victorioso en esta acción de caballería, gritaba a sus hombres que con un poco más de ayuda en esta acción habría terminado la guerra; muy oportunamente, como en respuesta a su arenga, apareció en escena la falange que Hipias y Leonato, al oír del éxito de la caballería, se apresuraron a traer por propia iniciativa para que pudiera tomar parte en una acción tan audazmente iniciada. Cuando el rey se debatía entre la esperanza y el miedo a intentar una empresa tan grande, llegó corriendo junto a él Evandro, el cretense que había sido su instrumento en el atentado contra la vida de Eumenes en Delfos. Había visto cómo avanzaba la infantería con los estandartes desplegados, y le advirtió solemnemente para que no se dejase llevar por la euforia y lo aventurase todo a una sola oportunidad, cuando no tenía necesidad de correr aquel riesgo. Si se contentaba con la brillante victoria obtenida y se mantenía quieto aquel día, o bien lograría una paz honorable, o bien, si prefería la guerra, tendría muchísimos más aliados que seguirían su buena fortuna. El ánimo de rey estaba más inclinado a este curso de acción, por lo que después de agradecer a Evandro sus consejos, ordenó que se replegaran los estandartes, que la infantería marchara de vuelta al campamento y se ordenase tocar a retirada para la caballería.
[42.60] Aquel día cayeron, del lado de los romanos, doscientos jinetes y no menos de dos mil infantes; fueron hechos prisioneros unos seiscientos. Del ejército del rey, murieron veinte de caballería y cuarenta de infantería. A su regreso al campamento, los vencedores estaban todos de muy buen humor, aunque a todos superaban los tracios en la insolencia de su alegría. Estos volvieron al campamento cantando y llevando las cabezas de sus enemigas clavadas en sus lanzas. Entre los romanos no solo había dolor por su derrota, sino el temor a que el enemigo atacara de inmediato su campamento. Eumenes instó al cónsul a trasladar el campamento a la orilla opuesta del Peneo, de manera que pudieran tener la protección del río hasta que los aterrados soldados recobrasen la moral. El cónsul tenía vergüenza por admitir que sentía miedo; pero cedió a la razón e hizo cruzar a sus fuerzas en la oscuridad de la noche y en silencio, fortificándose en la otra orilla. Al día siguiente, el rey marchó para provocar a su enemigo para que combatiera. Cuando se dio cuenta de que habían llevado su campamento de forma segura al otro lado del río, se dio cuenta de su equivocación al no haberles acosado el día anterior, pero aún más por haber permanecido inactivo durante la noche; en efecto, de haber enviado simplemente a su infantería ligera contra el enemigo, durante la confusión provocada por el cruce del río, habría eliminado a gran parte de sus fuerzas. Ahora que su campamento estaba en una posición segura, los romanos quedaban liberados del peligro de un ataque inmediato, aunque también mucho más desanimados, especialmente por su pérdida de prestigio. En el consejo de guerra, en presencia del cónsul, todos echaban la culpa a los etolios: con ellos empezó el pánico y la huida, y el resto de las fuerzas griegas siguieron el ejemplo de los etolios. Cinco jefes etolios, que habían sido los primeros en volver la espalda, según se decía, fueron enviados a Roma. A los tesalios se los felicitó delante de la asamblea [el ejército reunido.-N. del T.] y sus mandos fueron recompensados por su valor.
[42.61] Se llevaron ante el rey los despojos de los caídos, que los entregó a sus soldados; a algunos entregó espléndidas armaduras; dio caballos a otros, y a otros, prisioneros. Había más de mil quinientos escudos, las cotas de malla y las corazas superaban las mil; los cascos, las espadas y los proyectiles de toda clase eran mucho más numerosos. El valor de estos despojos, ya de por sí grande y satisfactorio, fue realzado por el discurso que el rey dirigió a su ejército. «Esto os permitirá -les dijo- juzgar el resultado de la guerra. Habéis derrotado a la caballería, la parte mejor del ejército romano y con la que solían jactarse de ser invencibles. En su caballería sirve la flor de su juventud, es el vivero de sus senadores, los hombres cuyos padres son elegidos como cónsules, de entre los que eligen a sus comandantes; esos son los hombres cuyos despojos hemos distribuido ahora entre vosotros. Y no de menor importancia es la victoria que habéis logrado sobre su infantería, esas legiones que, puestas fuera de vuestro alcance con una huida nocturna, llenó el río con su confusión y desorden, como si fuesen náufragos que nadasen aterrados de acá para allá. Cruzar el Peneo nos será más fácil a nosotros, que los perseguimos, de lo que lo fue para ellos en su prisa por escapar; y en cuanto lo hayamos cruzado atacaremos su campamento, que hoy habríamos capturado si no hubiesen huido. O, si estuviesen dispuestos a combatir en campo abierto, O si están dispuestos a luchar en campo abierto, contad con un triunfo igual en un combate de infantería como el que habéis conseguido en el de caballería». Aquellos que habían tomado parte en la victoria y llevaban el botín del enemigo sobre sus hombros escuchaban atentamente la narración de sus hazañas y basaban en lo recién sucedido sus esperanzas para el futuro. La infantería, además, y especialmente los soldados de las falanges, estaban enardecidos por la gloria que habían ganado sus camaradas, buscando la oportunidad de prestar a su rey un servicio señalado y ganar la misma gloria sobre su enemigo vencido. Los soldados rompieron filas y al día siguiente marcharon y fijaron su campamento en Mopselo, que es una colina situada a la entrada del valle del Tempe y está a medio camino entre Larisa y Gono.
[42.62] Los romanos, sin dejar la ribera del Peneo, trasladaron su campamento a una posición más segura. Y, mientras estaban allí, llegó el númida Misagenes con mil de caballería, el mismo número de infantes y veintidós elefantes. El rey estaba por entonces celebrando un Consejo para decidir sobre la futura dirección de la guerra; como ya se había enfriado su alegría por su victoria, algunos de sus amigos se atrevieron a aconsejarle. Le aconsejaron que resultaría provechoso para él aprovecharse de su buena fortuna y lograr ahora una paz honorable, antes que arriesgarse a una situación irrevocable fundado en vanas esperanzas. Limitar por sí mismo su prosperidad y no confiar demasiado en los recientes favores de la fortuna, es propio de los hombres sabios y merecedores de su buena fortuna. Que mandase embajadores al cónsul con poderes para plantear nuevas propuestas de paz en los mismos términos que su padre Filipo había aceptado del victorioso Tito Quincio. No podría darme un fin más grandioso a aquella guerra que el de la última y memorable batalla, ni motivos más seguros para la esperanza de una paz duradera que aquellas que harían que los romanos, desalentados por su derrota, estuviesen dispuestos a llegar a un acuerdo. Si los romanos entonces, por su natural terquedad, rechazaban unos términos justos, tanto los dioses como los hombres serían testigos de la moderación de Perseo y de la invencible soberbia de los romanos.
El rey, por naturaleza, no se mostraba nunca contrario a consejos de esta naturaleza y esta política resultó aprobada por la mayoría del Consejo. Se envió una embajada al cónsul, que fue recibida en audiencia ante el Consejo en pleno. Pidieron la paz, y prometieron que Perseo entregaría a los romanos el mismo tributo que se había acordado con Filipo, retirándose cuanto antes de las ciudades, territorios y plazas de los que se había retirado su padre. Tales eran sus instrucciones. Se hizo salir a los embajadores y, en el debate que siguió, se impuso entre los romanos la opción de la firmeza. Así se acostumbraba por entonces: aparentar prosperidad en las circunstancias adversas y contener los sentimientos en los momentos de prosperidad. La respuesta que se decidió dar fue que se concedería la paz a condición de que el rey dejara en manos del Senado la decisión sobre el conjunto de la situación y la determinación sobre la condición particular de él y de toda Macedonia. Cuando la legación dio a conocer esta respuesta, aquellos que no estaban familiarizados con el carácter romano la consideraron como una asombrosa muestra de obstinación, siendo muchos los que deseaban que se prohibiera cualquier ulterior alusión a la paz. Aquellos que ahora despreciaban la paz que se les ofrecía -decían-, pronto vendrán a pedirla. Era esta misma obstinación a la que Perseo temía, pues era consecuencia de su confianza en sus propias fuerzas; tanteando la posibilidad de comprar la paz a un precio mayor, no dejó de sondear el ánimo del cónsul. Como el cónsul se mantuviera firme en su primera respuesta, Perseo desesperó de lograr la paz y volvió a Sicurio, dispuesto a enfrentar una vez más los peligros de la guerra.
[42.63] Las noticias sobre la batalla se extendieron a través de toda Grecia, y por la forma en que se recibieron se pudo descubrir con quién estaban las esperanzas y simpatías de las gentes. No sólo los partidarios abiertos de Macedonia, sino la mayoría de los que tenían las mayores obligaciones hacia Roma por los servicios que habían recibido, e incluso algunos que habían experimentado la violencia y tiranía de Perseo, se mostraron encantados de escucharlas por ninguna otra razón más que por ese mismo afán morboso que muestra la muchedumbre al ver los concursos atléticos y ponerse de parte del más débil y el menos diestro. Mientras tanto, en Beocia, el pretor Lucrecio apretaba el sitio de Haliarto con la mayor energía. A pesar de que los sitiados no habían tenido ni esperaban ninguna ayuda externa, aparte de los jóvenes coroneos que habían entrado en el recinto amurallado al comienzo del asedio, mantuvieron su resistencia más a base de su valor y determinación que por sus fuerzas efectivas. Lanzaban frecuentes salidas contra las obras de asedio; además, cuando se aproximaba un ariete, daban con él en tierra, unas veces arrojando encima de él piedras y otras echándole encima masas de plomo. Cuando no eran capaces de desviar los golpes, sustituían la antigua muralla con otra nueva que construían rápidamente con las piedras del muro caído. Al ser tan lento el progreso de las obras de asedio, el pretor ordenó que se distribuyeran escalas de asalto entre los manípulos, pues tenía la intención de hacer un asalto simultáneo por toda la muralla. Consideraba que su número bastaría para ello, pues no tenía ningún objeto ni resultaba posible atacar la ciudad por aquel lado en que estaba rodeada por las marismas. Llevó una fuerza escogida de dos mil hombres a un punto en que se habían derrumbado dos torres y el lienzo de muralla entre ellas, para que mientras él se abría paso por la brecha y los defensores se concentraban para oponérsele, cierta porción de las murallas quedara sin vigilancia y se la pudiera escalar con éxito. Los habitantes se dispusieron a salir a su encuentro. Sobre el terreno cubierto por el derrumbe de la muralla amontonaron leña de matorrales, a pie firme y sosteniendo en sus manos antorchas encendidas, amenazaban con prender fuego a aquella barricada, de manera que pudiesen disponer de tiempo para levantar un muro por la parte interior mientras el fuego mantenía alejados a sus enemigos. Un golpe de suerte impidió que ejecutaran este plan, pues descargó repentinamente un fuerte aguacero que hacía casi imposible encender la leña y, cuando se encendía, extinguía el fuego. Se abrió un paso echando fuera los haces humeantes y, como todos habían ya concentrado su atención en defender ese único punto, las murallas pudieron ser escaladas por muchos sitios. En los primeros instantes de confusión, siguientes a la captura de la ciudad, todos los ancianos y niños con los que se encontraron resultaron muertos. Los que estaban armados se refugiaron en la ciudadela y, como perdieran toda esperanza, se rindieron y fueron vendidos en subasta. Hubo unos dos mil quinientos de ellos. Los ornamentos de la ciudad, las estatuas, pinturas y todo el botín valioso fueron embarcados y se arrasó el lugar hasta los cimientos. Desde allí, el ejército marchó a Tebas, que fue capturada sin ningún tipo de lucha, y el cónsul entregó la ciudad a los exiliados y al partido romano. Mandó vender en subasta las familias y bienes de los hombres del partido contrario y de los que estaban a favor del rey y eran simpatizantes de Macedonia. Después de realizar estas hazañas, regresó al mar y a las naves.
[42,64] Mientras ocurrían estos sucesos en Beocia, Perseo permaneció durante varios días acampado en Sicurio. Estando aquí se enteró de que los romanos estaban ocupados segando y llevándose el trigo de los campos; luego, cada cual delante de su tienda, se ocupaban en cortar con hoces las espigas para moler más limpiamente el grano, habiéndose formado por todo el campamento grandes montones de paja. Esto le pareció una buena oportunidad para incendiar el campamento, por lo que dio órdenes para preparar antorchas, resina y proyectiles cubiertos con pez. Partió a medianoche, con la intención de tomar al enemigo por sorpresa al amanecer, pero todo resultó inútil. Los puestos avanzados fueron sorprendidos, pero sus gritos y la confusión sirvieron de alarma para el resto. Se dio instantáneamente la señal de alarma y los soldados formaron de inmediato en las puertas y en la empalizada. Pesaroso por haber iniciado sin pensarlo su plan contra el campamento, Perseo hizo contramarchar a su ejército, ordenando que fuese en cabeza la impedimenta seguida por los estandartes de la infantería. Él mismo formó con su caballería e infantería ligera para cerrar la columna, esperando, como resultó ser el caso, que el enemigo les seguiría para acosar a su retaguardia. La infantería ligera libró algunos combates dispersos, principalmente contra la cabeza de los perseguidores; la caballería y la infantería regresaron al campamento en orden.
Una vez segado el trigo de los alrededores, los romanos se trasladaron a Cranón [en el centro de la Tesalia, al sur del Peneo y a unos 25 km al sudoeste de Larisa.-N. del T.], donde sus campos estaban aún intactos. Aquí permanecieron acampados durante algún tiempo, seguros contra ataques a causa, en parte, a la distancia que había desde Sicurio y en parte a la dificultad de encontrar agua en el camino. De repente, una mañana, al amanecer, quedaron sorprendidos al divisar en lo alto de las colinas a la caballería del rey y a su infantería ligera. Estas habían partido desde Sicurio al mediodía del día anterior y al despuntar el alba habían dejado a la infantería en las llanuras más cercanas. Perseo se detuvo durante algún tiempo sobre las colinas, pensando si podría arrastrar a los romanos a un combate de caballería. Como estos no hicieran ningún movimiento, envió un jinete con órdenes para que la infantería marchara de vuelta a Sicurio, siguiéndolos él mismo poco tiempo después. La caballería romana los siguió a una distancia moderada por si tenían oportunidad de atacar a los rezagados. Cuando vieron que la infantería marchaba concentrada y guardando la formación, regresaron a su vez a su campamento.
[42.65] Molesto el rey por el largo trayecto que tenía que recorrer, adelantó luego su campamento hasta Mopselo. Los romanos, una vez segado el grano alrededor de Cranón, se trasladaron al territorio de Falana. El rey supo por un desertor que los romanos estaban dispersos por todo el territorio, segando el grano y sin protección armada. Partió con mil jinetes y dos mil tracios y cretenses y, marchando a la máxima velocidad posible, atacó a los romanos cuando menos se lo esperaban. Fueron capturados cerca de 1000 carros con sus yuntas, la mayoría de ellos totalmente cargados, así como seiscientos prisioneros. Entregó el botín a trescientos cretenses para que lo escoltaran de vuelta a su campamento; a continuación, hizo regresar a la caballería y al resto de la infantería, que se encontraba masacrando al enemigo, y los condujo contra el destacamento más próximo, pensando que lo aplastaría sin demasiados problemas. Mandaba el destacamento Lucio Pompeyo, tribuno militar, quien retiró a sus soldados, que se habían desmoralizado ante la repentina aparición del enemigo, hasta una colina cercana que le serviría como posición defensiva, debido a su inferioridad en número y fuerzas. Una vez aquí, hizo que sus soldados adoptaran una formación circular, tocándose con los escudos, de manera que les sirvieran de defensa contra las flechas y las jabalinas.
Perseo rodeó la colina con sus tropas y ordenó a un grupo que iniciara el ascenso y llegara al choque con el enemigo, mientras los demás descargaban sus proyectiles a distancia. Los romanos estaban en gran peligro, ya que no podían luchar para expulsar a los que trataban de subir la colina, y si salían de sus filas y corrían hacia ellos quedarían expuestos a las jabalinas y las flechas. Sufrieron principalmente el ataque de los cestrosphendones, una nueva clase de arma inventada durante aquella guerra. Estaba compuesta por una punta de hierro de dos palmos de larga, atada a un astil de madera de pino, de medio codo de longitud y del grosor de un dedo [unos 15 cm la punta y unos 22 cm el astil.-N. del T.]. Alrededor del astil se fijaban tres aletas de abeto, como se suele hacer con las flechas, y lo ponían en el centro de una honda que tenía dos correas desiguales. Cuando el proyectil se colocaba en el centro de la honda, el hondero la hacía girar con gran fuerza y aquel salía despedido como si fuese una bala de plomo. Estas armas y los demás proyectiles habían herido a muchos soldados, encontrándose todos tan cansados que apenas podían sostener las armas. Al ver esto, el rey les instó a rendirse, les dio su palabra de respetar su seguridad y hasta les prometió recompensas. Pero todos siguieron firmes y ni un solo hombre pensó en la rendición. Ya se habían hecho a la idea de morir, cuando apareció un inesperado rayo de esperanza. Algunos de los forrajeadores, que habían huido hasta el campamento, informaron al cónsul de que aquel destacamento estaba rodeado. Preocupado por la seguridad de tantos ciudadanos -pues había cerca de 800, todos los romanos-, salió del campamento con una fuerza de caballería e infantería ligera, incluyendo a los nuevos refuerzos de infantería y caballería númida, así como con los elefantes. Se ordenó a los tribunos militares que les siguieran con los estandartes de la infantería. Incorporó los vélites a la infantería ligera, para reforzarla, y se adelantó hacia la colina. Eumenes, Atalo y Misagenes, el régulo de los númidas, cubrían los flancos del cónsul.
[42,66] En cuanto tuvieron a la vista las primeras enseñas de sus camaradas, los ánimos de los romanos resurgieron de su profunda desesperación. En primer lugar, Perseo debería haberse contentado con aquel éxito fortuito, después de haber capturado y dado muerte a cierto número de forrajeadores, y no haber perdido el tiempo atacando al destacamento. Pero, en segundo lugar, una vez hecho esto, debió abandonar el campo mientras pudo hacerlo con seguridad, pues sabía que no llevaba con él infantería pesada. Eufórico por su éxito, no solo esperó hasta que apareció el enemigo, sino que mandó luego llamar a la falange. Se les llamó demasiado tarde para aquella circunstancia. La falange, puesta en marcha apresuradamente y en desorden por la velocidad a la que avanzaba, no pudo formar apropiadamente sus tropas para enfrentar la batalla con quienes ya estaban formados y dispuestos. El cónsul, que fue el primero en llegar, entabló combate inmediatamente con el enemigo. Durante un corto espacio de tiempo, los macedonios mantuvieron sus posiciones, pero pronto fueron totalmente superados y, tras perder trescientos infantes y veinticuatro jinetes de élite del «ala sagrada», incluyendo a su prefecto Antímaco, trataron de abandonar el campo de batalla. Pero su retirada resultó casi más desordenada que el propio combate. La falange, llamada a toda prisa, acudía a la carrera, pero se encontró atascada donde se estrechaba el paso por el grupo de prisioneros y carros cargados de trigo. Se produjo un inmenso desorden: nadie esperó que la columna terminase de pasar del modo que fuese; los soldados lanzaban los carros por el precipicio para abrirse paso y los animales, desbocados, aumentaban la confusión general. Apenas acababan de librarse de la columna de prisioneros cuando se encontraron con las tropas del rey y su derrotada caballería, que les gritan que se replieguen y den la vuelta. Esto provocó una conmoción casi tan grande como un desastre; si el enemigo hubiera seguido la persecución y se hubiese adentrado en el desfiladero, le podría haber provocado una terrible derrota. Tras rescatar al destacamento de la colina, el cónsul se dio por satisfecho con este pequeño éxito y regresó al campamento. Según algunos autores, aquel día se libró una gran batalla en la que murieron ocho mil enemigos, entre ellos dos de los generales del rey, Sópatro y Antípatro, haciéndose dos mil ochocientos prisioneros y capturándose veintisiete estandartes militares. Tampoco resultó una victoria incruenta, muriendo más de cuatro mil trescientos del ejército del cónsul y perdiéndose cinco estandartes del ala izquierda.
[42.67] Aquella jornada revivió el ánimo de los romanos y se hundió el de Perseo, hasta el punto de que, tras permanecer unos días en Mopselo para dar sepultura a los hombres que había perdido, estableció una guarnición lo bastante fuerte en Gono y retiró sus tropas a Macedonia. Uno de los prefectos reales, Timoteo, quedó en Fila con una pequeña fuerza, con instrucciones de ganarse a los magnetes mientras estaba cerca. Al llegar a Pela, Perseo envió su ejército a sus cuarteles de invierno y él marchó luego con Cotis a Tesalónica. Le llegó la noticia de que Autlesbis, un régulo tracio, y Corrago, prefecto de Eumenes, habían invadido los dominios de Cotis, ocupando un territorio llamado Marene. Consideró que debía dejar marchar a Cotis, por lo que le despidió y le dejó ir a defender su reino. Al partir, le hizo varios valiosos regalos. Solo para su caballería, entregó doscientos talentos [4094 kg, para el talento ptolemaico, que para entonces se había extendido también por el Ática, o 1.200.000 dracmas de plata.-N. del T.], la paga de medio año, aunque al principio se había comprometido a darles un año de sueldo.
Cuando el cónsul supo que Perseo se había ido, movió su campamento hasta Gono por si podía apoderarse de la ciudad. Este lugar se encuentra delante de Tempe, a la misma entrada del desfiladero, y forma una defensa segura contra la invasión de Macedonia al tiempo que permite a los macedonios una entrada conveniente en Tesalia. Como la ciudadela, debido a su posición y a la fuerza de su guarnición, resultaba inexpugnable, el cónsul abandonó el intento. Torciendo su ruta hacia Perrebia, se apoderó de Malea al primer asalto y saqueó la ciudad. Después de recuperar Trípolis y el resto de Perrebia, volvió a Larisa. Eumenes y Atalo marcharon a casa y el cónsul asentó a Misagenes y sus númidas en las ciudades más cercanas de Tesalia para invernar. Distribuyó a parte de su ejército entre todas las ciudades de Tesalia, de modo que tuvieran cómodos cuarteles de invierno y sirvieran como guarnición para las ciudades. El legado Quinto Mucio fue enviado con dos mil hombres para guarnecer Ambracia y el cónsul despidió a todas las tropas de las ciudades griegas aliadas, con excepción de los aqueos. Avanzando con una parte de su ejército sobre la Acaya Ftiótide, arrasó la ciudad de Pteleos hasta los cimientos, abandonada tras huir sus habitantes, y aceptando la rendición voluntaria de Antronas. Llevó después su ejército hasta Larisa [Larisa Cremaste.-N. del T.]. La ciudad estaba vacía, pues toda la población se había refugiado en la ciudadela, y lanzó un ataque contra esta. La guarnición macedonia del rey, temerosa, había sido la primera en marcharse; los habitantes, abandonados por ellos, se rindieron enseguida. Dudó entonces el cónsul entre atacar Demetrias o comprobar la situación en Beocia, pero entonces Los tebanos le pidieron que acudiese en su ayuda, pues los coroneos les estaban hostigando. Tanto para atender su solicitud, como por resultar más conveniente aquel territorio que Magnesia para establecer sus cuarteles de invierno, llevó su ejército a Beocia.