La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro cuadragesimoprimero
Perseo y los Estados de Grecia
[Se ha perdido el comienzo del Libro XLI, en el que se daría cuenta de la asignación de magistraturas y ejércitos para el año 178 a.C. Siguiendo la puntualización de José Antonio Villar Vidal, en la edición de Gredos 1994, según lo relatado en la Períoca XLI y cuanto se describe en el Liber Prodigiorum, de Julio Obsecuente, también se relatarían el incendio del Foro, la extinción del fuego sagrado de Vesta, la celebración del lustro y las victorias de Tiberio Sempronio Graco y Lucio Postumio Albino en Hispania. Se continuaría con la relación de la guerra contra los histros, que habían recuperado la independencia perdida en 220 a.C. y amenazaban la colonia de Aquilea, fundada en el 181 a.C.-N. del T.]
[41,1]. . . Se dice que llamó a las armas a los guerreros que su padre había mantenido en paz y que tenía mucha popularidad entre ellos, pues estaban ansiosos de pillaje y botín. El cónsul [Aulo Manlio Volso.-N. del T.] celebró un consejo de guerra para discutir sobre la guerra de Histria. Algunos pensaban que se debía emprender de inmediato, antes de que el enemigo pudiera concentrar sus fuerzas; otros pensaban que se debía consultar antes al Senado. Se impuso la opinión favorable a una acción inmediata. Desde Aquilea, el cónsul avanzó hasta el lago Timavo, que está muy cerca del mar. Cayo Furio, uno de los duunviros navales, se dirigió allí con diez naves. Su colega y él debían actuar contra la flota iliria y proteger las costas del mar Superior [el Adriático.-N. del T.] con veinte buques. Su mando tenía base en Ancona; Lucio Cornelio tenía a su cargo la defensa de las costas a la derecha, hasta Tarento, y Cayo Furio las de la izquierda hasta Aquilea. Aquellos buques, junto con los de carga y gran cantidad de suministros, se habían enviado al puerto más cercano a las fronteras de Histria. El cónsul los siguió con las legiones y fijó su campamento a unas cinco millas del mar [7400 metros.-N. del T.]. Rápidamente surgió un concurrido mercado en el puerto, llevándose todos los suministros desde el mar hasta el campamento. Para asegurar este aún más, se dispusieron puestos de vigilancia por cada lado del campamento. Por el lado que daba a Histria se situó permanentemente la cohorte alistada de improviso en Plasencia; se ordenó a Marco Ebucio, uno de los tribunos militares, que llevara dos manípulos [unos 120 hombres.-N. del T.] de la Segunda Legión a la orilla del río entre el campamento y el mar, para proteger las partidas de aguada; otros dos tribunos militares, Lucio y Cayo Elio, llevaron la Tercera Legión a lo largo de la carretera que llevaba a Aquilea para proteger a los que recogían forraje y leña. En esa dirección estaba el campamento de los galos, como a una milla de distancia [1480 metros.-N. del T.]. El régulo Catmelo estaba al mando de no más de tres mil hombres armados.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[41,2] En cuanto el ejército romano empezó a moverse hacia el lago del Timavo, los histros ocuparon una posición oculta tras una colina y siguieron su marcha por caminos transversales, sin dejar de vigilar nada de lo que ocurriera en busca de cualquier oportunidad; no escapaba a su observación nada de lo que sucedía por mar o tierra. Cuando vieron que delante del campamento solo estaban situados débiles piquetes, y que entre el mar y el campamento se acumulaba una multitud de comerciantes desarmados que solo se ocupaba de sus negocios, sin protección alguna por el lado que daba al mar ni por el de tierra, lanzaron un ataque simultáneo sobre los piquetes, la cohorte plasentina y los manípulos de la Segunda Legión. Sus movimientos quedaron inicialmente ocultos por la niebla matutina. Como esta empezó a dispersarse bajo los cálidos rayos del sol, esa luz en aumento pero todavía incierta hizo, como suele ocurrir a menudo, que todo se viera más grande. De esta manera, los romanos quedaron confundidos al considerar al ejército enemigo mayor de lo que realmente era. Los hombres de ambos puestos de vigilancia huyeron aterrados hacia el campamento. El pánico que extendieron aquí fue mayor que el que llevaban consigo, pues no podían explicar por qué habían huido, ni daban respuesta alguna a quienes les preguntaban. Se escucharon gritos desde las puertas, ya que no había puestos de guardia para ofrecer resistencia, y los que corrían tropezaban entre sí por culpa de la niebla, resultando imposible saber si el enemigo estaba dentro del campamento o no. Se oyó una voz entre el griterío exclamando «¡Al mar!», dando lugar a que este grito lanzado quizás por un solo individuo empezara a repetirse por todas partes del campamento. Y empezaron así a correr hacia el mar, como si se les hubiera ordenado; inicialmente en pequeños grupos, algunos con armas y la mayoría desarmados; luego en mayor cantidad, hasta que por fin casi todos los hombres se hubieron marchado, incluyendo al propio cónsul, a quien le fue imposible detener a los fugitivos; sus órdenes, su autoridad y sus ruegos resultaron infructuosos. El único que se quedó fue Marco Licinio Estrabón, un tribuno militar adscrito a la Segunda Legión, al que se había dejado allí con tres manípulos de su legión. Los histros lanzaron su ataque contra el campamento vacío y, al no encontrar resistencia armada, cayeron sobre él cuando estaba formando y arengando a sus hombres junto al pretorio. La lucha fue más tenaz de lo que hubiera podido esperarse del escaso número de los defensores, y no terminó hasta que el tribuno y todos los que lo rodeaban hubieron caído. Tras derribar el pretorio y saquear cuanto contenía, el enemigo se dirigió a la tienda del cuestor, el foro y la vía Quintana. Encontraron allí a su disposición una gran cantidad de todo, y en la tienda del cuestor dieron con los lechos dispuestos para un banquete. El régulo se recostó y empezó a darse un festín; pronto los demás, olvidándose de cualquier enemigo armado, hicieron lo mismo y, no acostumbrados a tan abundantes alimentos, cargaron sus estómagos de comida y vino con gran avidez.
[41,3] Las cosas presentaban aspecto muy diferente entre los romanos. Todo estaba en desorden, tanto en tierra como en el mar. Los marineros desmontan sus tiendas y llevan de vuelta a bordo las provisiones que se habían desembarcado en la playa; los soldados se dirigen, presas del pánico, hacia los barcos que estaban en la orilla del agua; algunos de los marineros, temiendo que sus buques se sobrecarguen, tratan de detener a la multitud mientras que otros empujan sus naves hacia aguas más profundas. Todo esto dio lugar a una lucha, que pronto se generalizó, entre soldados y marineros -derramándose sangre por ambas partes- hasta que, por orden del cónsul, la flota se retiró a cierta distancia de tierra. Se dispuso luego a separar a los que tenían armas de los que carecían de ninguna. Del total de la fuerza, apenas quedaban mil doscientos todavía armados; muy pocos de los jinetes habían traído con ellos a sus caballos y el resto era una turba desordenada, como si fuesen vivanderos y porteadores, prontos a caer presa del enemigo si este se hubiera acordado de combatir. Por último, se mandó un mensajero para llamar de vuelta a la Tercera Legión y al contingente galo, empezando a situarse las tropas alrededor del campamento, decididos a recuperarlo y borrar la mancha de su vergüenza. Los tribunos militares de la Tercera Legión ordenaron descargar a los animales de madera y forraje, mandando a los centuriones que pusieran a los hombres más ancianos en parejas sobre las mulas liberadas de su carga, debiendo montar los jinetes cada uno a un hombre de los más jóvenes sobre sus caballos. Les dijeron a sus hombres que resultaría una gran gloria para su legión si, por su solo valor, recuperaban el campamento que se había perdido por la pusilanimidad de la Segunda Legión. Que bien lo podrían recuperar si sorprendían a los bárbaros en medio del saqueo, quitándoselo igual que ellos lo habían capturado. Sus palabras fueron acogidas con entusiasmo por todos los soldados, se adelantaron rápidamente los estandartes y los legionarios los siguieron sin perder un instante. No obstante, el primero en aproximarse a la empalizada fue el cónsul, con las tropas que traía desde la costa. Lucio Acio, primer tribuno de la Segunda Legión, con el fin de alentar a sus hombres, les señaló que si los histros victoriosos tuvieran la intención de mantener el campamento con las mismas armas que lo habían tomado, habrían perseguido inicialmente hasta el mar a los enemigos que huían hacia allí, colocando luego vigías en la empalizada. Con toda probabilidad estarían yaciendo hundidos en el vino y el sueño.
[41,4] Después, ordenó a su signífero, Aulo Beculonio, hombre famoso por su valor, que avanzase con su estandarte. Beculonio replicó diciéndoles que si le seguían a él y a su estandarte, él haría que lo consiguieran aún más rápidamente. A continuación, arrojó el estandarte con todas sus fuerzas por encima de la empalizada y él mismo fue el primero en atravesar la puerta del campamento. Mientras tanto, por el otro lado del campamento, llegaron los tribunos militares Tito y Cayo Elio con la caballería de la Tercera Legión. Casi inmediatamente les siguieron los hombres montados sobre los animales de carga, y luego el cónsul con la totalidad del ejército. Solo unos pocos de los histros, los que habían bebido vino con moderación, procuraron escapar; para el resto, el sueño se prolongó con la muerte y los romanos recuperaron todas sus pertenencias intactas, a excepción del vino y la comida que se habían consumido. Incluso los enfermos que habían quedado en el campamento, a ver a sus camaradas dentro de la empalizada, se apoderaron de sus armas y provocaron una gran masacre. Se distinguió entre todos un jinete, Cayo Popilio, cuyo sobrenombre era Sabelón. Había quedado atrás con un pie herido y fue quien dio muerte a un mayor número de enemigos. Hasta ocho mil histros murieron y no se tomó ni un prisionero; la ira y la vergüenza hicieron a los romanos indiferentes al botín. El régulo de los histros, sin embargo, borracho como estaba, fue arrancado a toda prisa del lecho y, arrastrado por sus hombres a lomos de un caballo, escapó de aquel modo. De los vencedores, cayeron doscientos treinta y siete; perecieron más durante la derrota matutina que durante la reconquista del campamento.
[41,5] Sucedió que Cneo y Lucio Gavilio Novelo estaban ya llegando con suministros desde Aquilea, ignorantes de cuanto había sucedido, y estuvieron casi a punto de entrar en el campamento mientras estaba en poder de los histros. Abandonaron sus bienes y huyeron de vuelta a Aquilea, extendiendo la alarma y la confusión no solo en aquella ciudad, sino en la misma Roma. Los informes que llegaron a la Ciudad eran ciertos en lo referido a la captura del campamento por el enemigo y la huida de los defensores, pero solo rumores sin fundamento en cuanto a la aniquilación y pérdida de todo el ejército. Como solía ocurrir en momentos de confusión e inquietud, se ordenó un alistamiento extraordinario en la Ciudad y a todo lo largo y ancho de Italia. Fueron llamadas a las armas dos legiones de ciudadanos romanos y, de los aliados latinos, diez mil infantes con un complemento de quinientos jinetes. El cónsul, Marco Junio, recibió órdenes de marchar a la Galia y movilizar de las poblaciones de aquella provincia a tantos soldados como pudieran proporcionar. Se decretó que el pretor Tiberio Claudio avisaría a los hombres de la Cuarta Legión, a los cinco mil infantes aliados y a los doscientos cincuenta jinetes de que se concentraran en Pisa, encargándosele la defensa de aquella provincia en ausencia del cónsul. El pretor Marco Titinio, recibió instrucciones de ordenar a la Primera Legión y al mismo número de infantería aliada que se reunieran en Rímini [la antigua Ariminum.-N. del T.]. Nero, vistiendo su paludamento, partió hacia Pisa; Titinio, tras enviar a Cayo Casio, uno de los tribunos militares, para tomar el mando de la legión en Rímini, llegó a Aquilea. Allí fue informado de que el ejército estaba a salvo, por lo que envió de inmediato una carta a Roma para acallar la confusión y la alarma. A continuación, hizo regresar a los contingentes que había requerido de los galos y marchó a reunirse con su colega. Hubo gran regocijo en Roma ante la inesperada noticia, se suspendió el alistamiento de todas las tropas y se liberó de sus obligaciones a quienes ya habían tomado el juramento militar. También fue licenciado y enviado a casa el ejército que estaba en Rímini y que había estado padeciendo una epidemia. Los histros estaban acampados en gran número no muy lejos del campamento del cónsul, al tener noticia de que había llegado el otro cónsul con un ejército de refresco se dispersaron por todas partes hacia sus ciudades. Los cónsules llevaron las legiones de vuelta a Aquilea, a los cuarteles de invierno.
[41,6] Una vez aquietada por fin la revuelta histra, el Senado aprobó una resolución para que los cónsules acordaran entre ellos cuál debía regresar a Roma para celebrar las elecciones. Dos tribunos de la plebe, Licinio Nerva y Cayo Papirio Turdo, atacaban a Manlio en su ausencia y presentaron una moción para que no se le prorrogara el mando después del quince de marzo -pues ya se les había prorrogado su mando durante un año-, de manera que se le pudiera someter a juicio inmediatamente después de dejar el cargo. Su colega, Quinto Elio, se opuso a la moción y después de largas y violentas disputas impidió que prosperase. A su regreso de Hispania, Marco Titinio, el pretor, presentó a Tiberio Sempronio Graco y Lucio Postumio Albino ante el Senado, que les concedió audiencia en el templo de Bellona. Informaron de su administración y solicitaron que se rindieran honores a los dioses inmortales y que a ellos se les concedieran los que merecían. El pretor Tito Ebucio, que estaba al mando en Cerdeña, dio cuenta mediante una carta que llevó su hijo, sobre graves disturbios ocurridos en la isla. Los ilienses, con ayuda de tropas auxiliares de los bálaros, habían invadido la provincia, que estaba en paz; el ejército, diezmado y debilitado por una epidemia, no pudo ofrecer resistencia. Llevaron embajadores de los sardos con las mismas noticias; imploraban que el Senado enviase ayuda al menos a las ciudades, pues ya era demasiado tarde para salvar los campos.
Se remitió a los cónsules la decisión sobre qué respuesta debía darse a estos embajadores y sobre la decisión de cuanto se refería a Cerdeña. Igualmente trágico era el informe presentado por una embajada de los licios, llegada para quejarse de la cruel tiranía de los rodios bajo cuyo gobierno habían sido puestos por Lucio Cornelio Escipión. Anteriormente habían estado bajo el gobierno de Antíoco y aseguraban al Senado que, en comparación con su situación actual, aquella esclavitud parecía una gloriosa libertad. No se trataba solo de la opresión en sus relaciones políticas, era una verdadera esclavitud; ellos, sus esposas e hijos eran víctimas de la violencia: sus opresores descargaban su ira sobre sus cuerpos y sus espaldas, su buen nombre era mancillado y deshonrado, lo que les resultaba inadmisible; cometían actos detestables para hacer valer sus propios derechos y hacerles comprender que no había diferencia alguna entre ellos y los esclavos comprados con dinero. Conmovidos por este relato, el Senado entregó a los licios una carta, para entregar a los rodios, dando a entender que no era del agrado del Senado que ni los licios ni ningún otro hombre libre pudiera verse reducido a la esclavitud por los rodios ni por cualquier otro pueblo. Los licios poseían los mismos derechos bajo la soberanía y la protección de Rodas que las ciudades aliadas tenían bajo la soberanía de Roma.
[41,7] Tuvo lugar después la celebración de dos triunfos sobre los hispanos; en primer lugar lo hizo Sempronio Graco por su victoria sobre los celtíberos y sus aliados, y al día siguiente celebró Lucio Postumio el suyo sobre los lusitanos y los pueblos vecinos. En la procesión de Graco se llevaron cuarenta mil libras de plata y en la de Postumio veinte mil [13080 y 6540 kilos, respectivamente.-N. del T.]. Cada uno de los legionarios recibió veinticinco denarios, los centuriones el doble y los jinetes el triple, las tropas aliadas recibieron la misma cantidad. El cónsul, Marco Junio, llegó entonces a Roma para celebrar las elecciones. Dos tribunos de la plebe, Papirio y Licinio, acosaron al cónsul a preguntas en el Senado sobre lo que había ocurrido en Histria, llevándolo luego ante la Asamblea. El cónsul explicaba que no había estado en esa provincia más de once días y que, como ellos, sólo conocía por referencias lo sucedido en su ausencia. Entonces le preguntaron «¿Por qué, en ese caso, no había venido Aulo Manlio a Roma, en vez de Junio, para explicar al pueblo romano por qué había dejado la provincia de la Galia, que era la que se le había asignado, para ir a Histria? ¿Cuándo había decretado el Senado aquella guerra? ¿Cuándo la había ordenado el pueblo romano? «Y ¡por Hércules!, si aún se pudiera decir que la guerra, llevada a cabo por una decisión particular, se hubiera conducido con valor y prudencia. Más, por el contrario, resulta imposible decir si resultó más equivocada la decisión de emprenderla o más temeraria el modo de dirigirla. Dos puestos de guardia fueron sorprendidos por los histros, se capturó un campamento romano y las tropas que estaban en él resultaron destrozadas; el resto arrojó sus armas y huyó en desorden hacia el mar y las naves, con el cónsul en primer lugar. Tendría que dar cuenta de todo estos como un ciudadano privado, ya que no lo quiso hacer como cónsul».
[41,8] A continuación se celebraron las elecciones. Los nuevos cónsules fueron Cayo Claudio Pulcro y Tiberio Sempronio Graco [para el año 177 a.C.-N. del T.]; los nuevos pretores eran Publio Elio Tubero (por segunda vez), Cayo Quincio Flaminino, Cayo Numisio, Lucio Mummio, Cneo Cornelio Escipión y Cayo Valerio Levino. Tubero recibido la pretura urbana y Quincio la peregrina. Sicilia recayó en Numisio y Cerdeña en Mumio; esta última, sin embargo, a causa de la gravedad de la guerra fue designada provincia consular. La Galia se dividió en dos provincias, que correspondieron a Escipión y Levino. El quince de marzo, cuando Sempronio y Claudio tomaron posesión del cargo, se discutió únicamente de las provincias de Cerdeña e Histria y de los instigadores de la guerra en ambas. Al día siguiente, la embajada sarda, que se había remitido a los nuevos cónsules, junto con Lucio Minucio Termo, que había sido el segundo al mando con el cónsul Manlio en Histria, comparecieron ante el Senado e informaron del la importancia de la guerra que existía en aquellas provincias. Los embajadores de los aliados latinos, después de innumerables recursos a los censores y finalmente a los cónsules, lograron finalmente que el Senado les concediera audiencia. La esencia de su queja era que muchos de sus ciudadanos, que estaban censados en Roma, habían emigrado a la Ciudad. Si se permitía esto, en pocos lustros quedarían desiertos los pueblos y campos, e incapaces de proporcionar hombre alguno al ejército. Los samnitas y los pelignos contaban que cuatro mil de sus familias se habían marchado de Fregellas y que, pese a ello, no disminuía la cantidad de contingentes que ellos tenían que proporcionar ni aumentaba la de Fregellas. Las personas habían puesto en práctica dos tipos de fraude para cambiar de ciudad. La ley permitía a los aliados latinos que dejaban en sus hogares descendencia masculina, pasar a convertirse en ciudadanos romanos. Esta ley daba como resultado un abuso que perjudicaba a los aliados y al pueblo romano. Pues, con el fin de evitar que su descendencia masculina quedara en sus hogares, entregaban sus hijos como esclavos a cualquier romano, con la condición de que serían manumitidos, y al tratarse de hombres nacidos libres se convertían en ciudadanos; mientras, por otra parte, los que no tenían descendencia masculina …[hay aquí una laguna en el texto, pudiera ser que se indicara que «adoptaban hijos para cumplir con la ley y, así,».-N. del T.] se convertían en ciudadanos romanos. Posteriormente, ya incluso sin cumplir con esta ficción legal, en contra de la ley y aún sin descendientes varones, emigraban a Roma y se censaban en la Ciudad. Los delegados solicitaban que se detuviera esto para el futuro y que se ordenara regresar a sus hogares a quienes habían emigrado. Pidieron, además, que se aprobase una ley por la que resultara ilegal que nadie adoptara o manumitiera a nadie con el fin de cambiar su ciudadanía, exigiendo también que los que se habían convertido en ciudadanos romanos por este medio perdieran su ciudadanía. El Senado concedió lo que pedían.
[41,9] A continuación, el Senado decretó que las provincias que estaban en estado de guerra -Cerdeña e Histria- debían ser asignadas a los cónsules. Se ordenó el alistamiento de dos legiones con destino a Cerdeña, cada una compuesta por cinco mil doscientos soldados de infantería y trescientos de caballería; los aliados latinos deberían proporcionar doce mil de infantería y seiscientos de caballería. En caso de que el cónsul quisiera tomar naves de los astilleros, se pondrían a su disposición diez quinquerremes. Se decretaron las mismas fuerzas, de infantería y de caballería, tanto para Histria como para Cerdeña. Los cónsules también recibieron instrucciones para enviar una fuerza de una legión, con su complemento de caballería y cinco mil infantes y doscientos cincuenta jinetes aliados, a Marco Titinio en Hispania. Antes de que los cónsules sortearan sus provincias se tuvo noticia de varios portentos. Una piedra cayó del cielo en el bosque de Marte, en territorio crustumino; en territorio romano nació un niño sin miembros y se vio una serpiente con cuatro patas; en Capua, numerosos edificios en el foro resultaron alcanzados por el rayo; en Pozzuoli, dos naves se incendiaron por la misma causa. Mientras se informaba de todo esto, un lobo entró en la Ciudad por la Puerta Colina en pleno día, siendo perseguido por una gran cantidad de gentes hasta que escapó por la Puerta Esquilina. Como consecuencia de estos signos, los cónsules sacrificaron víctimas adultas y se efectuaron rogativas especiales en todos los santuarios durante un día. Una vez cumplidas debidamente las obligaciones religiosas, los cónsules partieron hacia sus provincias. Histria correspondió a Claudio y Cerdeña a Sempronio. Luego, de conformidad con un decreto del Senado, el cónsul Cayo Claudio presentó una ley por la que se ordenaba que aquellos de los aliados latinos, ellos mismos o sus antepasados, que se hubieran censado entre los aliados latinos durante o después de la censura de Marco Claudio y Tito Quincio, deberían regresar todos a sus ciudades antes del primero de noviembre. El pretor Lucio Mummio se encargó de investigar los casos de los que no cumplieran con ello encontrándose en esa situación. Además de esta nueva ley y del edicto del cónsul, se aprobó un senadoconsulto ordenando que cuando se manumitiera o declarase libre a alguien, el dictador, cónsul, interrex, censor o pretor que hubiera entonces haría jurar al que manumitía que no lo hacía con la intención de proceder a un cambio de ciudadanía; en caso de que rehusara prestar tal juramento, el Senado podría declarar inválida dicha manumisión. Esta resolución fue adoptaba con vistas a futuros procedimientos, y siendo instados por un edicto del cónsul Cayo Claudio … [hay una laguna en el texto, que la versión castellana de 1794 completa con «por causa de conservar la jurisdicción y señorío de las provincias del estado Romano»; la traducción de la reconstrucción del texto efectuada por Madvig sería «a volver a sus ciudades; la investigación acerca de quienes no lo hiciesen así…».-N. del T.]. fue asignada a Claudio.
[41,10] Mientras tenía lugar todo esto en Roma, los cónsules del año anterior, Marco Junio y Aulo Manlio, que habían pasado el invierno acuartelados en Aquilea, llevaron su ejército a Histria al comienzo de la primavera. Extendieron su devastación a lo largo y a lo ancho; el dolor y la indignación por la pérdida de sus bienes, más que cualquier esperanza cierta de tener bastantes fuerzas como para enfrentarse a dos ejércitos consulares, hicieron reaccionar a los histros. Reunieron apresuradamente a sus jóvenes de entre todos sus pueblos en un ejército improvisado, el cual mostró mucho más ímpetu en el inicio de la batalla que firmeza para sostenerla. Cuatro mil de ellos cayeron en el campo de batalla; el resto abandonó toda resistencia y se dispersó hacia sus ciudades, desde las que llevaron delegados al campamento romano para pedir la paz, entregando rehenes cuando se les fueron exigidos. Cuando en Roma se tuvo conocimiento de todo esto por las cartas de los procónsules, Cayo Claudio, temiendo que esta victoria le privase de su provincia y su ejército, marchó allí a toda prisa sin ofrecer las ofrendas habituales, sin sus lictores vistiendo de militar y en el silencio de la noche, siendo su colega el único en estar al tanto de su intención. Su conducta después de su llegada fue más imprudente aún que la forma en que había partido hacia su provincia. Dirigiéndose a las tropas reunidas en asamblea, habló en contra de Aulo Manlio por su huida del campamento, entre la intensa hostilidad de los soldados que, precisamente, habían sido los primeros en huir, atacando luego a Marco Junio por sumarse a la deshonra de su colega y terminando por ordenar a ambos que abandonasen la provincia. Ellos prometieron que obedecerían la orden en cuanto el cónsul hubiera partido de la ciudad conforme a la costumbre de los antepasados, es decir, tras haber efectuado los votos en el Capitolio y con sus lictores vestidos de militar. Claudio, fuera de sí de cólera, llamó al que servía como cuestor de Manlio y le pidió unas cadenas, amenazando tanto a Manlio como a Junio con llevarlos a Roma encadenados. También aquel ignoró la orden del cónsul; su determinación a no obedecer quedó reforzada por los soldados, que rodearon a sus comandantes. Finalmente, el cónsul, sobrepasado por los insultos individuales y las burlas de todo el ejército -pues, de hecho, se estaban riendo de él-, regresó a Aquilea en el mismo buque en que había llegado. Desde allí envío un mensaje a su colega para que promulgase un edicto por el que se ordenase la concentración en Aquilea de los nuevos soldados alistados para prestar servicio en Histria, de modo que nada le impidiese salir de Roma vistiendo el paludamento [forma de referirse al traje militar, pues para aquella época no se puede hablar propiamente de uniforme, empleando el término de la capa distintiva del magistrado con imperio militar.-N. del T.], una vez hubiera pronunciado los votos habituales. Su colega llevó a cabo con deferencia sus instrucciones y ordenó a las tropas que se reuniesen en una fecha próxima. Claudio llegó casi al mismo tiempo que su carta. A su llegada, convocó a la Asamblea y expuso ante ella el caso de Manlio y Junio. Su estancia en Roma duró solo tres días y a continuación, con sus lictores vistiendo de militar y después de ofrecer los votos en el Capitolio, partió hacia su provincia con tanta precipitación como la vez anterior.
[41.11] Unos días antes de su llegada, Junio y Manlio habían dado comienzo a un determinado ataque contra la ciudad de Visazzi [la antigua Nesattium.-N. del T.], a la cual se habían retirado los jefes de los histros junto con su régulo, Epulón. Claudio trajo las dos legiones recién alistadas y, tras licenciar al antiguo ejército y a sus comandantes, asedió la ciudad y procedió a atacarla con manteletes. Había un río que fluía por la ciudad, obstaculizando a los asaltantes y proporcionando agua a los histros. Después de muchos días de trabajo, desvió el río por un nuevo cauce y les cortó el suministro de agua a los nativos, que se aterrorizaron de un prodigio como aquel. Pero incluso entonces no mostraron intención de pedir la paz; se habían decidido a dar muerte a sus esposas e hijos y que este acto horrible fuera un espectáculo para el enemigo, arrojándolos por las murallas tras haberlos degollado a la vista de todos. En medio de los gritos de las mujeres y los niños, y los indescriptibles horrores de la masacre, los romanos franquearon las murallas y entraron en la ciudad. Cuando el régulo escuchó los gritos aterrados de los que huían, y comprendiendo por el desorden que la ciudad había sido tomada, se hundió la espada en el pecho para que no le pudieran capturar con vida. Los demás fueron muertos o hechos prisioneros. A esto le siguió el asalto y destrucción de otras dos ciudades, Mútila y Faveria. El botín, teniendo en cuenta la pobreza de los indígenas, superó las expectativas y fue entregado en su totalidad a los soldados; se vendió como esclavos a cinco mil seiscientos treinta y dos prisioneros. Los principales instigadores de la guerra fueron azotados y decapitados. El exterminio de estas tres ciudades y la muerte del régulo llevaron la paz a toda Histria; todos los pueblos, por todas partes, entregaron rehenes y se sometieron. Justo después que hubiera finalizado la guerra Histria, los ligures empezaron a celebrar consejos de guerra.
[41,12] Tiberio Claudio, que había sido pretor el año anterior y que ahora, en calidad de procónsul, ostentaba el mando de una legión en Pisa, informó de los movimientos en Liguria al Senado, que decidió remitir su carta a Cayo Claudio, pues el otro cónsul había desembarcado en Cerdeña, autorizándole a trasladar su ejército, si lo consideraba conveniente ahora que Histria estaba pacificada, a Liguria. Después de recibir el informe del cónsul sobre sus operaciones en Histria, se decretaron dos días de acción de gracias. El otro cónsul, Tiberio Sempronio, también tuvo éxito en Cerdeña. Marchó hacia el interior del territorio de los sardos ilienses y, al encontrarse con una gran cantidad de bálaros que habían acudido en ayuda de los ilienses, libró una batalla campal contra ambas tribus. El enemigo fue derrotado, puesto en fuga y expulsado de su campamento, resultando muertos doce mil hombres armados. El cónsul ordenó que se recogieran todas las armas al día siguiente y se las pusiera en una pila, quemándolas después como ofrenda votiva a Vulcano. El ejército victorioso se retiró a sus cuarteles de invierno en las ciudades aliadas. Al recibir la carta de Tiberio Claudio y las órdenes del Senado, Cayo Claudio llevó sus legiones a la Liguria. El enemigo había descendido a los valles y estaba acampado junto al río Panaro [el antiguo Scultenna, afluente del Po.-N. del T.]. Aquí se libró la batalla, en la que murieron quince mil enemigos y se hicieron setecientos prisioneros, tanto en el campo de batalla como en el campamento -que fue asaltado- y se capturaron cincuenta y un estandartes militares. Los ligures que sobrevivieron a esta masacre huyeron a las montañas, sin que el cónsul encontrase resistencia alguna según atravesaba las tierras de la llanura, saqueándolas por todas partes. Después de obtener victorias sobre dos pueblos y someter dos provincias durante su año de magistratura -cosa que muy pocos habían hecho-, Claudio regresó a Roma.
[41,13] Aquel año se tuvo noticia de algunos portentos. En tierras crustumias, un ave a la que llaman «sancual» [Festo la identifica con el quebrantahuesos, que está consagrada al dios itálico Sanco.-N. del T.] rompió una piedra con su pico; en Campania había hablado una vaca; en Siracusa, una vaca de bronce fue cubierta por un toro que se había escapado de su manada y que derramó sobre ella su semen. Se ofrecieron rogativas especiales en Crustumno y la vaca de Campania se entregó para su alimentación a cargo del Estado. El portento de Siracusa fue expiado mediante sacrificios a los dioses indicados por los arúspices. Uno de los pontífices, Marco Claudio Marcelo, que había sido cónsul y censor, murió este año. Su hijo, Marcelo Marco, fue nombrado pontífice en su lugar. Dos mil ciudadanos romanos se asentaron como colonos en Luna; la colonia fue fundada por los triunviros Publio Elio, Marco Emilio Lépido y Cneo Sicinio. A cada colono se entregaron cincuenta y una yugadas y media [13,905 Ha.-N. del T.]. La tierra había sido arrebatada a los ligures y anteriormente había sido propiedad de los etruscos.
Tras su regreso a la Ciudad, el cónsul Cayo Claudio dio cuenta ante el Senado de sus victorias en Histria y Liguria y, tras solicitarlo, se le decretó un triunfo. Desempeñando aún el cargo, celebró un doble triunfo sobre los dos pueblos. Llevó en la procesión trescientos siete mil denarios y ochenta y cinco mil setecientos dos victoriados [moneda de plata, con un peso habitual a partir del 217 a.C. de 2,92 g y un valor de 7 1/2 ases, contra los 10 ases del denario con su peso de 3,9 g; llevaba una representación de la diosa Victoria coronando una panoplia.-N. del T.]. Se entregaron quince denarios a cada legionario, el doble a los centuriones y el triple a los jinetes. Las tropas aliadas recibieron sólo la mitad que los ciudadanos y, como forma de demostrar su enojo, siguieron el carro del triunfador en silencio.
[41,14] Mientras se celebraba este triunfo sobre los ligures, al darse estos cuenta de que no solo se había llevado a Roma el ejército del cónsul, sino que Tiberio Claudio, en Pisa, también había licenciado su legión, pusieron en marcha en secreto un ejército al verse libres de temor. Bajaron a las llanuras tras atravesar las montañas por caminos transversales, devastando el territorio de Módena y tomando la propia colonia en un asalto por sorpresa. Al tenerse conocimiento en Roma de estas noticias, el Senado decretó que el cónsul Cayo Claudio convocara cuanto antes las elecciones y que, una vez se proclamaran los magistrados del año siguiente, regresara a su provincia y recuperara la colonia de manos enemigas. Tal como había decidido el Senado, se celebraron las elecciones resultando elegidos cónsules Cneo Cornelio Escipión Hispalo y Quinto Petilio Espurino. A continuación se eligió a los pretores, que resultaron ser Marco Popilio Lenate, Publio Licinio Craso, Marco Cornelio Escipión, Lucio Papirio Maso, Marco Aburio y Lucio Aquilio Galo. Se prorrogó el mando al cónsul Cayo Claudio por un año, así como la provincia de la Galia, disponiéndose que trasladase a Histria a los aliados latinos que había traído de la provincia con motivo del triunfo. Mientras los nuevos cónsules se encontraban sacrificando un buey cada uno a Júpiter, el día siguiente a su toma de posesión [el 16 de marzo de 176 a.C.-N. del T.], en la víctima que estaba sacrificando Quinto Petilio no se encontró la protuberancia del hígado. Al informar de esto al Senado, le ordenaron que siguiera sacrificando hasta que la víctima ofreciera un augurio favorable. A continuación se consultó al Senado sobre las provincias, decidiéndose que Pisa y Liguria debían ser provincias consulares, y que aquel a quien correspondiera Pisa debería ser el que regresara y celebrase las elecciones cuando llegara el momento. Asimismo, se decretó que los cónsules debían alistar dos nuevas legiones y trescientos jinetes para cada una, y de los aliados latinos diez mil infantes y seiscientos de caballería. Tiberio Claudio conservaría su mando hasta que llegara a su provincia el nuevo cónsul.
[41,15] Mientras se trataban estos asuntos en el Senado, Cneo Cornelio salió de la Cámara, llamado por un asistente. A su regreso, con la faz demudada, explicó a los padres conscriptos que el hígado del buey sescenario [se desconoce el significado de este término, aunque se suele relacionar con el culto religioso.-N. del T.], que él había sacrificado, estaba destrozado. Cuando el victimario le informó de esto no le creyó y ordenó que sacaran del caldero el agua donde se cocían las entrañas. Vio que todas las partes estaban completas pero que, por algún motivo inexplicable, el hígado estaba totalmente corrompido. Los senadores quedaron muy alarmados por este inquietante incidente, acrecentándose su inquietud por la declaración del otro cónsul, que informó de haber sacrificado tres bueyes en sucesión, sin obtener ningún presagio favorable al faltarles a los tres la protuberancia del hígado. El Senado les ordenó a ambos que siguieran sacrificando hasta que los augurios fueran favorables. Se dice se lograron finalmente augurios favorables para todas las deidades, pero que Petilio no los obtuvo para la Salud.
Después, los cónsules y los pretores sortearon sus provincias. Pisa correspondió a Cneo Cornelio y Liguria a Petilio, la pretura urbana fue para Lucio Papirio Maso y la peregrina para Marco Aburio. Marco Cornelio Escipión Maluginense obtuvo la Hispana Ulterior y Lucio Aquilio Galo recibió Cerdeña. Dos solicitaron no ir a sus provincias: Marco Popilio alegó como razón para no marchar a Cerdeña que Graco estaba pacificando aquella provincia y que el pretor Tito Ebucio estaba, por orden del Senado, ayudándole en aquella tarea. Resultaría, dijo, de lo más inconveniente que se interrumpiera aquella política cuando su éxito dependía principalmente de que permaneciera en las mismas manos. Entre el traspaso de la autoridad y el tiempo que precisaría la nueva persona en hacerse con el estado de cosas antes de emprender cualquier acción, se perderían muchas oportunidades de alcanzar el éxito. El Senado admitió sus razones. Publio Licinio Craso, a quien había correspondido la Hispania Citerior, alegó que se lo impedían sus deberes religiosos. Sin embargo, se le ordenó que marchase o que jurase ante la Asamblea que se lo impedía un solemne sacrificio. Una vez arreglado de esta manera el caso de Publio Licinio, Marco Cornelio Escipión les pidió que aceptaran también su juramento para no marchar a la Hispania Ulterior. Ambos pretores prestaron el juramento empleando la misma fórmula. Se ordenó a Marco Titinio y a Tito Fonteyo, que estaban al mando de aquella provincia como procónsules, que siguieran en Hispania con la misma autoridad que antes y se les enviaron refuerzos en número de tres mil infantes romanos y doscientos jinetes, junto a cinco mil infantes y trescientos jinetes de los aliados.
[41.16] El cinco de mayor se celebraron las Ferias Latinas; en su transcurso surgieron problemas religiosos al omitir el magistrado de Lanuvio el rogar, sobre una de las víctimas, «por el pueblo romanos de los Quirites». Se dio cuenta de esta irregularidad al Senado y este lo remitió al colegio de los pontífices. Los pontífices decidieron que no se habían celebrado debidamente las Ferias Latinas, debiendo celebrarse de nuevo y que el pueblo de Lanuvio, cuyo error había hecho necesaria la repetición, proporcionaría las víctimas. A todo aquello se vino a sumar una nueva desgracia: El cónsul Cneo Cornelio, mientras regresaba desde el Monte Albano, se cayó del caballo y sufrió una parálisis parcial. Marchó a los baños de Cumas, pero al poco tiempo se agravó su estado y murió en Cumas. El cuerpo fue llevado a Roma y recibió un funeral magnífico. También había sido pontífice. Se ordenó al cónsul Quinto Petilio que celebrase los comicios para la elección de un colega en cuanto obtuviera los presagios favorables, y que fijara la fecha de las Ferias Latinas. Señaló las elecciones para el día tres de agosto y las Ferias Latinas para el once de agosto [mes que, en aquel momento, aún recibía el nombre de sextilis.-N. del T.].
Estando los ánimos de todos llenos de temores religiosos, llegaron noticias de nuevos prodigios. En Túsculo se vio caer del cielo un tizón ardiendo; en Gabios resultaron alcanzados por el rayo el templo de Apolo y varios edificios particulares, sucediendo lo mismo en la muralla y una de las puertas de Graviscas [cerca de Civitavecchia.-N. del T.]. Los senadores ordenaron que se expiaran aquellos prodigios siguiendo las instrucciones de los pontífices. Durante este tiempo, al estar ocupados los dos cónsules en los asuntos religiosos y después, cuando la muerte de uno de ellos obligó al otro a la elección de un sucesor y a presidir la Ferias Latinas, produciéndose tanto retraso, Cayo Claudio llevó su ejército hasta Módena, de la que se habían apoderado los ligures el año anterior. Después de asediarla durante tres días, recuperó la plaza y la devolvió a los colonos; ocho mil ligures murieron dentro de las murallas. Envió de inmediato una carta a Roma en la que daba cuenta de sus operaciones, jactándose además de que por su buena fortuna y valor ya no quedaba a este lado de los Alpes ningún enemigo de Roma, habiéndose conquistado una considerable cantidad de tierras que se podría distribuir entre miles de personas.
[41.17] Después de varios combates victoriosos, Tiberio Sempronio sometió finalmente Cerdeña; murieron quince mil enemigos y todas las tribus sardas rebeldes fueron obligadas a someterse. Las que eran antes estipendiarias, hubieron de pagar ahora el doble; el resto lo hizo con trigo. Una vez restablecida la paz en la provincia, y habiendo tomado rehenes de todas partes de la isla con un total de doscientos treinta, se envió una delegación a roma para anunciar el sometimiento de la isla y solicitar al Senado que se rindieran honores a los dioses inmortales por el éxito alcanzado bajo el mando y los auspicios de Tiberio Sempronio, así como que se le autorizase a traer de vuelta a su ejército cuando él dejara la provincia. El Senado recibió el informe de la delegación en el templo de Apolo y decretó dos días de acción de gracias; también se ordenó a los cónsules que ofrecieran en sacrificio a cuarenta víctimas adultas. Tiberio Sempronio debería permanecer en la provincia con su ejército como procónsul. La elección para cubrir la vacante en el consulado se celebró el día señalado: el tres de agosto. Cayo Valerio Levino fue elegido como colega de Quinto Petilio y entraría en funciones de inmediato. Durante mucho tiempo había estado deseando obtener una provincia y, muy oportunamente para sus deseos, llegó un despacho a Roma comunicando que los ligures se habían rebelado nuevamente. Al recibir esta noticia, el Senado ordenó su partida inmediata y él abandonó la Ciudad, vistiendo el paludamento, el cinco de agosto. Se ordenó a la Tercera Legión que se uniera a Cayo Claudio en la Galia y a los duunviros navales que se dirigieran a Pisa, costeando la Liguria y provocando el pánico también desde el mar. Quinto Petilio, anteriormente, había señalado la fecha para la concentración del ejército en Pisa. Cayo Claudio, al enterarse de que los ligures renovaban las hostilidades, alistó una fuerza de emergencia además de las que ya tenía consigo y marchó hacia las fronteras de la Liguria.
[41.18] El enemigo no se había olvidado de que fue Cayo Claudio el que los había derrotado y puesto en fuga en el río Escultena, por lo que se dispusieron a defenderse contra aquellas fuerzas, de las que habían tenido tan infeliz experiencia, más mediante la fortificación de su posición que por sus armas. Con este objeto, ocuparon las alturas de dos montañas, el Leto y el Balista, y las rodearon con un muro. Algunos de los que tardaron demasiado en abandonar sus campos fueron capturados, pereciendo mil quinientos de ellos; el resto se mantuvieron en las montañas. Pero no estaban lo bastante intimidados como para olvidar su innata ferocidad y saciaron su crueldad sobre el botín logrado en Módena. Dieron muerte a los prisioneros en medio de horribles torturas y mataron el ganado en sus templos más a modo de carnicería que como sacrificio. Cuando se hubieron saciado con la masacre de los vivos se volvieron hacia los objetos inanimados, arrojando contra las paredes vasijas de toda clase, tanto las de uso común como las de adorno. Quinto Petilio no deseaba que se pusiera fin a la guerra mientras él estaba ausente, por lo que envió instrucciones escritas a Cayo Claudio para que fuera a reunirse con él en la Galia con su ejército, participándole que debía esperarle en los Campos Macros [cerca de la población actual de Magerta, próxima a Módena.-N. del T.]. Al recibir la carta, Cayo Claudio dejó Liguria y entregó el mando de su ejército al cónsul en los Campos Macros. Pocos días después llegó también el otro cónsul, Cayo Valerio. Una vez aquí, y antes de que los dos ejércitos se separasen, efectuaron una lustración de ambos [es decir, purificaron los ejércitos con los debidos ritos.-N. del T.]. Como los cónsules habían decidido no atacar por el mismo sitio al enemigo, sortearon desde qué dirección avanzaría cada uno. Se acepta que Valerio sacó su suerte apropiadamente, dentro del espacio consagrado. En el caso de Petilio, los augures declararon posteriormente que se había producido un error pues, aunque había sacado su suerte de la urna que estaba en el espacio consagrado, él se encontraba fuera cuando debería haber estado también dentro del mismo.
Partieron a continuación en direcciones contrarias. Petilio fijó su campamento frente a las cumbres gemelas de Balista y Leto, que están conectadas por una dorsal ininterrumpida. Dicen los escritos que, mientras estaba dirigiendo unas palabras de ánimo a sus tropas, hizo la predicción de que aquel día tomaría el Leto, sin percatarse del doble sentido de sus palabras [en latín, «letum» significa también muerte.-N. del T.]. Avanzó a continuación hacia las montañas en dos divisiones. La que mandaba él personalmente avanzó con gran rapidez; pero el enemigo obligó a retroceder a la otra y el cónsul, para restaurar las líneas, se adelantó cabalgando hasta allí. Sin embargo, al exponerse imprudentemente por delante de los estandartes, resultó alcanzado por un proyectil y cayó atravesado. El enemigo no fue consciente de la muerte del comandante, siendo ocultado su cuerpo por los pocos de sus hombres que lo habían visto, sabiendo que la victoria dependía de ello. El resto de los soldados -tanto infantería como caballería- expulsaron al enemigo de sus posiciones y tomaron las alturas sin su comandante; murieron cinco mil ligures y cincuenta y dos romanos. Además de sus palabras de mal agüero, a las que su muerte dio un significado claro, se conoció por declaraciones del pollero [pullarius en el original latino; era el sacerdote encargado de alimentar a los pollos sagrados.-N. del T.] que hubo un vicio en la toma de los auspicios y que el cónsul tenía conocimiento de ello.
. . . . . . . . [Existe aquí un vacío en el texto provocado por la pérdida de una parte del códice; en lo perdido se debía indicar, entre otras cosas, la elección de magistrados para el año 175 a.C., cuando fueron cónsules Publio Mucio Escévola y Marco Emilio Lépido, junto con la asignación de provincias y ejércitos.-N. del T.] Los expertos en derecho religioso y público declararon que, al haber muerto los dos cónsules debidamente elegidos para aquel año, uno por enfermedad y el otro por la espada, el cónsul sustituto no podía celebrar legalmente las elecciones.
. . . . . . . .
[41,19] . . . A este lado de los Apeninos habían estado asentados los gárulos, los lapicinos y los hergates, y al otro lado, más acá del río Audena [pudiera tratarse de un afluente del Magra, aunque se desconoce tanto el río como los pueblos.-N. del T.], los friniates. Publio Mucio hizo la guerra a los que habían asolado Luna y Pisa, despojándoles de sus armas tras someterlos completamente. Por estos éxitos en la Galia y la Liguria, bajo el mando y los auspicios de los dos cónsules, el Senado decretó tres días de acción de gracias y el sacrificio de cuarenta víctimas. Los disturbios en la Galia y Liguria, que habían estallado a principios de año, habían sido sofocados sin grandes dificultades y ahora la inquietud del pueblo se dirigía al peligro de una guerra en Macedonia, pues Perseo trataba de involucrar a los dárdanos y los bastarnos en el conflicto. Los comisionados que habían sido enviados a Macedonia para investigar la situación habían regresado e informaron de que había guerra en Dardania. Al mismo tiempo, llegaron embajadores de Perseo diciendo, en su nombre, que él no había abordado a los bastarnos y que no habían hecho nada por instigación suya. El Senado no les acusó ni les absolvió de aquella acusación; se limitó a ordenar que se le advirtiera de que procurase guardar religiosamente el tratado entre él y los romanos.
Cuando los dárdanos se encontraron con que los bastarnos no evacuaban su territorio, como habían esperado, sino que se volvían de día en día más agresivos y estaban recibiendo ayuda de sus vecinos tracios y de los escordiscos, pensaron que debían intentar algo más audaz. Reunieron todas sus fuerzas armadas en una ciudad próxima al campamento de los bastarnos. Era invierno y eligieron esa estación esperando que los tracios y los escordiscos regresaran a su propio país. Sucedió como esperaban y, cuando se enteraron de que los bastarnos estaban solos, dividieron sus fuerzas; una parte lanzaría un ataque frontal y la otra daría un rodeo para tomar al enemigo por la retaguardia. Los combates empezaron, sin embargo, antes de que pudieran rodear al enemigo y los dárdanos fueron derrotados y empujados a una ciudad que estaba a unas doce millas de distancia del campamento de los bastarnos [17760 metros.-N. del T.]. Los vencedores les persiguieron de cerca y asediaron el lugar, bastante confiados en que podrían tomarlo al día siguiente, por asalto o por rendición. Mientras tanto, la otra división, ignorando el desastre sufrido por sus compañeros, se apoderó del campamento de los bastarnos, que habían dejado sin vigilancia.
. . . . . . . . [Existe aquí otra laguna en la que, según Orosio, HISTORIAS IV 20,34, se narraría el final de los bastarnos al hundirse en el Danubio tras quebrarse a su paso la capa de hielo de su superficie (tomado de la edición de Gredos, 1994).-N. del T.].
[41,20]. . . Sentado, según la costumbre romana, en una silla de marfil, solía administrar justicia y resolver los pleitos sobre las diferencias más insignificantes. Al pasar constantemente de un modo de vida a otro, estaban tan lejos de mantenerse constante en uno cualquiera de ellos que ni él ni nadie podía estar seguro de cuál era su verdadera personalidad. No hablaba a sus amigos, sonreía amablemente a personas casi desconocidas; se burlaba de sí mismo y de los demás con una liberalidad fuera de lugar. A ciertas personas de alto rango y con gran autoestima les hacía regalos infantiles, como dulces y juguetes; a otros, que nada esperaban, los enriquecía. Algunas personas pensaban que no sabía lo que quería, otros decían que solo se estaba divirtiendo y otros que, sin duda, estaba loco. No obstante, mostraba un ánimo verdaderamente propio de un rey en dos aspectos de gran importancia y honorabilidad: su generosidad hacia las ciudades y el cuidado del culto divino. Se comprometió a construir una muralla alrededor de Megalópolis, asumiendo la mayor parte del gasto para ello. En Tegea comenzó la construcción de un magnífico teatro de mármol. En Cícico proporcionó vasijas de oro para una mesa en el Pritaneo, que es el templo central de la ciudad donde comen a costa del tesoro público aquellos a quienes se les ha concedido tal privilegio. En el caso de los rodios, les proporcionó todo tipo de cosas con que satisfacer sus diversas necesidades, aunque ninguna de ellas era de un valor excesivo. La espléndida generosidad que mostró hacia los dioses queda atestiguada por el templo de Júpiter Olímpico, en Atenas, el único en el mundo que se inició a una escala proporcional a la grandeza del dios. Adornó Delos con espléndidos altares y un gran conjunto de estatuas. Proyectó en Antioquía un magnífico templo a Júpiter Capitolino, en el cual no solo el techo estaría cubierto de oro, sino también todas sus paredes. Se comprometió a construir muchos edificios públicos en otros lugares, pero la brevedad de su reinado le impidió cumplir sus promesas. Superó a todos los reyes anteriores en la magnificencia de los espectáculos de toda clase que ofreció, con gran abundancia de artistas griegos y otros de tradición local. Ofreció exhibiciones de gladiadores a la moda romana, que asustaron más que agradaron a los espectadores, que no estaban habituados a tales espectáculos. Al ofrecer frecuentemente estas exhibiciones, en las que los gladiadores a veces solo se herían entre sí, pero que en otras luchaban hasta la muerte, acostumbró los ojos de su pueblo a dichos espectáculos y aprendieron a disfrutar de ellos. De esta manera, despertó entre la mayoría de los jóvenes la pasión por las armas y mientras al principio contrataba a los gladiadores en Roma, a gran costo, ahora con su
. . . . . . [Se produce aquí otra laguna en el texto, donde se narraría la elección de los magistrados para el año 174 a.C., con Espurio Postumio Albino y Quinto Mucio Escévola como cónsules y el pretor Cayo Casio Longino, además de los que siguen.-N. del T.].
[41,21] . . . Lucio Cornelio Escipión, la pretura peregrina. La provincia de Cerdeña correspondió a Marco Atilio, aunque se le ordenó navegar hacia Córcega con la nueva legión que habían alistado los cónsules, con cinco mil infantes y trescientos jinetes. Se prorrogó el mando a Cornelio en Cerdeña mientras seguía allí la guerra. Se destinaron tres mil infantes romanos y ciento cincuenta jinetes, así como cinco mil infantes aliados y trescientos jinetes, para Cneo Servilio en la Hispania Ulterior y Publio Furio Filo en la Citerior. Lucio Claudio no recibió refuerzos para Sicilia. Además de estas tropas, se ordenó a los cónsules que alistaran dos nuevas legiones al completo de personal, tanto en infantería como en caballería, además de diez mil infantes y seiscientos jinetes de los aliados latinos. La tarea del alistamiento resultó de lo más dificultosa para los cónsules por culpa de la peste que el año anterior había atacado al ganado y que ahora se había convertido en una epidemia entre los hombres; quienes caían presas de ella raramente sobrevivían al séptimo día y quienes lo hacían quedaban postrados por secuelas que duraban mucho tiempo, especialmente fiebres cuartanas. Las muertes se produjeron principalmente entre los esclavos, encontrándose sus cuerpos insepultos por las calles. Libitina [ver libro 40,19.-N. del T.] apenas podía llevar a cabo decentemente los ritos fúnebres de la población libre. Los cadáveres, que ni perros ni buitres tocaban, se pudrían lentamente y se pudo observar que ni aquel año ni el anterior apareció ningún buitre en parte alguna, pese a la abundancia de ganado y hombres.
Por culpa de la epidemia, murieron varios miembros de los colegios sacerdotales: el pontífice Cneo Servicio Cepión, padre del pretor; Tiberio Sempronio Longo, decenviro de los Libros Sagrados; Publio Elio Peto, el augur; Tiberio Sempronio Graco; Cayo Atelo Mamilio, el Curión Máximo [el Curión Máximo era el sacerdote encargado de fijar las fechas para ciertas fiestas que carecían de un día preciso para su celebración o Indictitiae.-N. del T.] y el pontífice Marco Sempronio Tuditano. Cayo Sulpicio Galba fue elegido pontífice en lugar de Cepión, . . . en lugar de Tuditano. Los nuevos augures fueron Tito Veturio Graco Semproniano, en lugar de Graco, y Quinto Elio Peto, en lugar de Publio Elio. Cayo Sempronio Longo fue nombrado decenviro de los Libros Sagrados, y Cayo Escribonio Curio fue nombrado Curión Máximo. Como la epidemia continuara incesante, el Senado decidió que los decenviros debían consultar los Libros Sibilinos. De conformidad con su dictamen, se celebraron rogativas especiales durante un día y el pueblo, reunido en el Foro, hizo un voto solemne, según la fórmula dictada por Marcio Filipo, por el que si se expulsaba la peste y la enfermedad del suelo romano ellos guardarían dos días de fiesta y una acción de gracias. En el distrito de Veyes nació un niño con dos cabezas; en Mondragone [la antigua Sinuesa.-N. del T.] nació un niño con una sola mano; en Osimo [la antigua Áuximo.-N. del T.] nació una niña con dientes; en el Foro, y a plena luz de un día con un cielo sin nubes, se observó un arcoíris sobre el templo de Saturno; aquella misma noche se vieron muchas estrellas fugaces. Los lanuvinos y cérites contaron que había aparecido en su ciudad una serpiente con cresta y cubierta de manchas doradas, comprobándose con certeza que en territorio campano había hablado un buey.
[41.22] La comisión que había partido hacia Cartago, y que antes se entrevistó con el rey Masinisa, regresó el cinco de junio. Habían recibido del rey una información mucho más precisa de cuanto ocurría en Cartago que de los propios cartagineses. Aseguraron, como hecho fehaciente, que habían llegado a Cartago embajadores del rey Perseo y que el senado les había concedido una audiencia nocturna en el templo de Esculapio. El rey afirmaba que Cartago había enviado embajadores a Macedonia, lo que negaban los cartagineses. El Senado de Roma decidió que ellos también mandarían embajadores a Macedonia, enviando a tres de ellos: Cayo Lelio, Marco Valerio Mesala y Sexto Digicio. Por aquel entonces, algunos de los dólopes se negaron a obedecer las órdenes de Perseo y apelaron a los romanos para que mediaran entre sus diferencias. Perseo avanzó contra ellos con su ejército y redujo a toda la nación a su completa obediencia. A continuación, cruzó el monte Eta y marchó hacia Delfos para consultar al oráculo sobre ciertas cuestiones religiosas que lo inquietaban. Su repentina aparición en el centro de Grecia provocó la alarma general, no solo entre los pueblos vecinos, sino también en Asia, donde se había enviado rápida noticia de lo que ocurría al rey Eumenes. Perseo no permaneció más de tres días en Delfos, y pasando por la Ftiótide, Acaya y Tesalia, regresó a su reino sin provocar daños ni perjuicios a los territorios por los que pasó. No se contentó con ganarse la voluntad de las ciudades por las que transcurrió su ruta; envió también cartas o mensajeros a los distintos pueblos de Grecia pidiéndoles que desecharan de sus mentes cualquier sentimiento hostil que pudiera haber existido entre ellos y su padre. Les instó a que su no considerasen sus disputas tan graves como para no poder darles fin con él. Por lo a él se refería, nada había que pudiera perturbar sus relaciones o impedir una amistad leal y sincera. Estaba ansioso, sobre todo, por encontrar algún modo de congraciarse con los aqueos.
[41.23] Este pueblo y el de la ciudad de Atenas era el único de entre toda la Grecia que había llevado su animosidad tan lejos como para prohibir que los macedonios entrasen en su territorio. Macedonia, en consecuencia, se había convertido en refugio para todos los esclavos que huían de Acaya, pues como los aqueos habían cerrado sus fronteras con Macedonia, ellos mismos no podían aventurarse en este reino. Cuando Perseo tuvo conocimiento de esto, detuvo a los fugitivos y envió una carta . . . [he aquí otra laguna en el texto que, según la propuesta de Carlo Sigonio, indicaría a los aqueos mediante una carta que les remitiría a los esclavos que se habían pasado a él; la versión castellana de 1796 señala justamente lo contrario: «que mandó cartas concediendo la libertad a quienes desde las otras provincias se pasasen a su bando».-N. del T.] «También ellos, sin embargo, debían tratar por todos los medios de impedir la huida de los esclavos en el futuro». La carta fue leída por el pretor Jenarco durante una reunión de su consejo, pues andaba ansioso de hacer méritos ante el rey. La mayoría de los presentes, en especial aquellos que pensaban que iban a recuperar a los esclavos fugitivos a quienes habían dado por perdidos, pensaron que estaba escrita en un tono equitativo y generoso. Entre los que pensaban que la seguridad de su pueblo dependía del mantenimiento de su tratado con Roma, se encontraba Calícrates. Este hizo el siguiente discurso ante el Consejo: «Algunos consideran este asunto, aqueos, como algo menor y de poca importancia; yo, sin embargo, la considero la más importante y más grave de todas las que se someten a discusión, de hecho diría más, creo que en cierto modo ya se ha decidido sobre ella. Porque aunque hemos impedido que entren en nuestro territorio los reyes de Macedonia y a los mismos macedonios, y al estar en vigor este decreto impedimos la entrada a embajadores y comunicaciones de sus reyes que pudieran influir indebidamente en alguno de nosotros, nos hallamos ahora escuchando las palabras del rey como si nos estuviese arengando sin estar presente y hasta ¡válganme los dioses!, aprobando su discurso. Y mientras los animales salvajes rehúyen o rechazan en su mayoría los cebos que se les coloca, nosotros en nuestra ceguera nos dejamos atraer por el señuelo de un insignificante beneficio, permitiendo que nuestra propia libertad sea minada y manipulada en la esperanza de recuperar algunos esclavos miserables y de poco valor. ¿Quién no ve que se intenta llevarnos a una alianza con el rey, violando así el tratado con Roma, del que dependen todos nuestros intereses? A menos, en efecto, que alguien dude de que una guerra entre Perseo y los romanos es inevitable, y que lo que se esperaba en vida de Filipo y que quedó interrumpido por su muerte, se producirá ahora que Filipo ha muerto. Filipo, como todos sabéis, tuvo dos hijos: Demetrio y Perseo. Demetrio superaba con creces a su hermano, por su ascendencia materna, tanto en valor, como en capacidad y popularidad entre sus compatriotas. Pero Filipo había destinado la corona a modo de recompensa por el odio de los romanos, por lo que dio muerte a Demetrio sin más delito que el de su amistad con Roma. A Perseo, que ya sabía que heredaría una guerra contra Roma casi antes que la propia corona, lo hizo rey. ¿Qué otra cosa ha estado haciendo desde la muerte de su padre, sino preparándose para la guerra? Envió primero a los bastarnos a Dardania para atemorizarnos a todos. Si hubieran permanecido asentados allí, Grecia se habría encontrado con unos vecinos más peligrosos que los galos para Asia. Aunque aquí sus expectativas se vieron frustradas, no abandonó sus proyectos bélicos; en vez de eso, para decir la verdad, ha comenzado ya a la guerra y ha sometido Dolopia por la fuerza de las armas, rehusando escuchar su propuesta de remitir sus diferencias al arbitrio de Roma. Cruzó después el monte Eta se acercó a Delfos, para aparecer en el mismo centro de Grecia. ¿Cuál pensáis que era su objetivo al transitar una ruta que no es la habitual? Atravesó después la Tesalia, y lo hizo sin dañar a ninguno de los que odiaba, lo que me hace temer alguna clase de maniobra. Y ahora nos envía una carta en lo que parece un acto de generosidad, aconsejándonos estudiar para el futuro cómo podemos prescindir de ella, es decir, derogando el decreto por el que se mantiene a los macedonios fuera del Peloponeso, que demos audiencia a los embajadores del rey y que renovemos las relaciones de hospitalidad con sus notables. En poco tiempo tendremos al ejército macedonio y al propio rey entrando en el Peloponeso de camino a Delfos, ¡¿pues qué anchura tiene el estrecho que hay en medio?! Por último, nos veremos entre las filas de los macedonios que ya se están armando contra Roma. Mi opinión es que no hagamos ningún nuevo decreto, sino que dejemos todo tal y como está hasta que estemos completamente seguros de que estos temores míos carecen de base o están justificados. Si la paz entre Macedonia y Roma se mantiene intacta, que haya relaciones de amistad entre nosotros; por el momento, me parece prematuro y peligroso pensar en modificar nuestra política».
[41.24] Arcón, el hermano de Jenarco, habló después de él en los siguientes términos: «Difícil nos ha puesto Calícrates, a mí y a quienes discrepamos con él, dar una respuesta. Al asumir la defensa de nuestra alianza con Roma y afirmar que se la está atacando y amenazando, cuando nadie la ataca ni la amenaza, ha hecho que cualquiera que no esté de acuerdo con él parezca como si estuviera hablando en contra de los romanos. Para empezar, sabe y proclama cada acuerdo secreto, como si en lugar de estar aquí, entre nosotros, hubiera venido directamente de la curia romana o del consejo privado del rey. Llega incluso a adivinar lo que habría pasado si Filipo hubiera vivido; bajo qué circunstancias ha heredado el trono Perseo; qué preparativos están haciendo los macedonios y cuáles son los planes de los romanos. Nosotros, sin embargo, que no conocemos la causa ni las circunstancias de la muerte de Demetrio, ni lo que Filipo habría hecho de seguir con vida, nos vemos obligados a formular nuestra política de acuerdo con los hechos públicos y notorios.
«Lo que nosotros sabemos, por ahora, es que Perseo recibió el trono y fue reconocido como rey por el pueblo romano; tuvimos noticia de que los embajadores romanos visitaron al rey y fueron amablemente recibidos por él. A mi juicio, todo esto es señal de paz y no de guerra; tampoco creo que los romanos se ofendan si, igual que hemos seguido su ejemplo en la guerra, lo seguimos ahora como partidarios de la paz. No veo por qué hemos de ser los únicos en todo el mundo que libren una guerra implacable contra el reino de Macedonia. ¿Porque estamos tan cerca como para poder recibir un ataque? ¿Porque somos los más débiles de todos, como los dólopes, a los que ha sometido recientemente? No, todo lo contrario; estamos a salvo tanto por nuestra propia fuerza, gracias al favor de los dioses, como por la distancia que nos separa. Pero supongamos que estamos tan abiertos a la invasión como los tesalios o los etolios; ¿no tendremos más influencia y peso entre los romanos, ya que siempre hemos sido sus aliados y amigos, que los etolios, que hasta no hace mucho combatían contra ellos? También nosotros debemos disfrutar de la misma relación jurídica que existe entre los macedonios y los etolios, los tesalios y los epirotas; con Grecia entera, en realidad. ¿Por qué hemos de ser solo nosotros los que mantengamos esta abominable interferencia con los derechos comunes a todos los hombres? Concediendo que Filipo hubiera hecho algo que provocara nuestro decreto en su contra cuando estaba en armas y en guerra, Perseo, ahora en el trono, nada nos ha hecho y diluye con su amabilidad la enemistad contra su padre. ¿Qué ha hecho él para que solo nosotros de entre todos los pueblos seamos sus enemigos? Podría también señalar lo siguiente: los servicios que los anteriores reyes de Macedonia nos han prestado han sido tan grandes que la ofensa que Filipo nos ha infligido, por grande que fuese, se ha de olvidar, especialmente ahora que está muerto. Sabéis que cuando la flota romana estaba fondeada en Céncreas y el cónsul estaba con su ejército en Elacia, estuvimos tres días reunidos en consejo para decidir si seguiríamos a Filipo o a los romanos. Incluso si la presión del peligro inminente provocado por la presencia de los romanos no hubiera alterado en absoluto nuestras opiniones, hay algo que prolongó nuestras deliberaciones y fue nuestra antigua relación con los macedonios y los grandes servicios que durante tantos años nos habían prestado sus reyes. Que esos mismos motivos pesen ahora en nosotros, no para hacernos sus amigos, sino para que no nos señalemos como sus enemigos. No finjamos, Calícrates, que estamos discutiendo seriamente una propuesta que nadie ha presentado. Nadie sugiere que deberíamos establecer nuevas alianzas o elaborar un nuevo tratado con el que nos obliguemos sin más consideración. Que haya libre intercambio entre nosotros, un reconocimiento mutuo de derechos recíprocos; impidamos que, al cerrar nuestras fronteras, se nos impida también a nosotros el acceso a los dominios del rey; que nuestros esclavos no puedan encontrar refugio en parte alguna. ¿Qué hay en todo esto que entre en conflicto con los términos de nuestro pacto con Roma? ¿Por qué hacemos tanto de tan pequeña cuestión y arrojamos sospechas sobre algo tan simple? ¿Por qué suscitar problemas sin fundamento? ¿Por qué queremos convertir a otros en sospechosos y odiosos y así tener nosotros ocasión de halagar a los romanos? Si hubiera de haber guerra, ni el mismo Perseo pone en duda que estaremos del lado de Roma. En la medida en que haya paz, aunque no se eliminen los sentimientos de odio, que al menos se atenúen». Los que habían aprobado la carta del rey se mostraron en pleno acuerdo con este discurso. Los notables estaban indignados por el hecho de que Perseo, mediante una carta de pocas líneas, lograse algo que no le había parecido lo bastante importante como para enviar una embajada formal a presentar su demanda. El debate se suspendió y no se aplazó la decisión. Posteriormente, el rey envió embajadores mientras el Consejo estaba reunido en Megalópolis y los que temían una ruptura con Roma tomaron medidas para que no se les recibiera.
[41.25] Mientras sucedía todo esto, los etolios volvieron su rabia contra sí mismos y parecía que las matanzas por ambas partes darían como resultado la total destrucción de la nación. Finalmente, ambas facciones, cansadas de la carnicería, enviaron misiones a Roma e iniciaron una aproximación entre ellas en la esperanza de poder restablecer la paz y la concordia. Sin embargo, estas negociaciones resultaron infructuosas al producirse una nueva ofensa que hizo despertar las viejas pasiones: A los refugiados de Hípata, incluyendo a ochenta ilustres ciudadanos que pertenecían al partido de Próxeno, se les había asegurado el regreso a su país de origen en virtud de la palabra empeñada por Eupólemo, el hombre más importante de la ciudad. Cuando regresaban a sus hogares, toda la población, incluyendo el propio Eupólemo, salió a su encuentro; les saludaron amablemente y les ofrecieron la mano derecha en signo de amistad. Pero cuando estaban entrando por las puertas los asesinaron a todos, a pesar de sus llamamientos a los dioses como testigos de la palabra dada por Eupólemo. Después de esto se reinició la guerra de manera más feroz que nunca. Cayo Valerio Levino, Apio Claudio Pulcro, Cayo Memio, Marco Popilio y Lucio Canuleyo fueron enviados por el Senado para arbitrar entre las partes contendientes. Los delegados de ambas partes comparecieron ante ellos en Delfos, donde se debatió vivamente y dio la impresión de que Próxeno llevó ventaja por la justicia de su causa y la elocuencia de su discurso. Unos días más tarde fue envenenado por su esposa Ortóbula. Ella resultó condenada por el crimen y se le exilió. La misma locura partidista surgió entre los cretenses. Cuando Quinto Minucio, al que se había enviado con diez barcos para resolver sus disputas, llegó a la isla, abrigaron esperanzas de paz. Hubo una tregua durante solo seis meses; después sin embargo, se volvió a encender un conflicto aún más violento. Por aquel entonces, los licios fueron acosados por los rodios. Sin embargo, no es cosa de relatar en detalle estas guerras que libraron entre sí las naciones extranjeras, pues ya tengo ante mí la tarea, suficientemente fatigosa, de describir los hechos de los romanos.
[41,26] En Hispania, los celtíberos, que se habían sometido a Tiberio Graco después de ser derrotados, permanecieron tranquilos durante el gobierno en la provincia de Marco Titinio. A la llegada de Apio Claudio se reanudaron las hostilidades, que se iniciaron mediante un repentino ataque contra el campamento romano. El día apenas había amanecido cuando los centinelas de la empalizada y los vigías de las puertas vieron al enemigo avanzando en la distancia y dieron la alarma. Apio Claudio mandó izar la señal para el combate y, tras dirigir unas pocas palabras a los soldados, lanzó una salida simultánea por tres de las puertas. Los celtíberos se les enfrentaron según salían y durante un corto espacio de tiempo el combate estuvo igualado por ambos lados, ya que a causa del poco espacio los romanos no podían entrar todos en acción. En cuanto se alejaron de la empalizada, pues a fuerza de empujar unos a otros consiguieron adelantarse y desplegar en línea, ampliaron su frente a la misma longitud que la del enemigo que los rodeaba. Lanzaron a continuación una carga tan repentina que los celtíberos no pudieron resistirla. Estos fueron derrotados en menos de dos horas; murieron o fueron hechos prisioneros quince mil de ellos y se tomaron treinta y dos estandartes. Su campamento fue asaltado el mismo día y la guerra llegó a su fin. Los supervivientes de la batalla se dispersaron hacia sus diversas ciudades y después de esto se sometieron pacíficamente a la autoridad de Roma.
[41,27] Quinto Fulvio Flaco y Aulo Postumio Albino fueron elegidos censores este año -174 a.C.- y revisaron las listas del Senado. Marco Emilio Lépido, el Pontífice Máximo, fue elegido príncipe del Senado. Nueve nombres fueron eliminados de la lista, resaltando la nota censoria de Marco Cornelio Maluginense, que había sido pretor en Hispania dos años antes; la de Lucio Cornelio Escipión, que ejercía por entonces las preturas urbana y peregrina, y Lucio Fulvio, el hermano del censor y, según Valerio Antias, coheredero de la hacienda familiar. Después de los acostumbrados votos en el Capitolio, los cónsules partieron hacia sus provincias. El Senado encargó a uno de ellos Marco Emilio [se consigna aquí erróneamente a Marco Emilio Lépido como cónsul, cargo que había desempeñado el año anterior.-N. del T.] la tarea de reprimir en Venecia la rebelión de los patavinos que, según informaron sus propios representantes, habían sido empujados a la guerra civil por la lucha de distintas facciones rivales. Los comisionados que habían ido a Etolia para poner fin a disturbios semejantes a aquellos, regresaron contando que no se podía sofocar la cólera de la población. La llegada del cónsul dio como resultado la salvación de los patavinos, y como no tenía nada más que hacer en su provincia volvió a Roma.
Estos censores fueron los primeros en adjudicar el empedrado de las calles de la Ciudad, así como la colocación de una capa de grava y la construcción de arcenes en los caminos del exterior de la Ciudad; también construyeron puentes en diversos lugares. Proporcionaron a los pretores y ediles un escenario, colocaron barreras de separación en el circo y situaron bolas ovaladas para marcar el número de vueltas, metas para marcar los giros en la pista y puertas de hierro para las jaulas por las que se llevaban los animales hasta la arena [el texto original latino presenta un considerable deterioro en esta zona; al parecer, con cada una de las siete vueltas que componían una carrera, se eliminaba uno de los siete «huevos» de una columna.-N. del T.]. Se encargaron también del empedrado de la subida desde el Foro hasta el Capitolio y de la construcción de una columnata desde el templo de Saturno hasta el Senáculo [el senaculum, o “pequeño Senado” era un edificio donde se reunían los senadores antes de las sesiones.-N. del T.], en el Capitolio, y luego más arriba, hasta la Curia. Fuera de la puerta Trigémina, empedraron el mercado y lo rodearon con una empalizada; repararon además el pórtico Emilio e hicieron una escalera de piedra en la ladera que va desde el mercado al Tíber. Ya por dentro de la misma puerta, empedraron el pórtico que va hasta el Aventino y . . . desde el templo de Venus. Estos censores también adjudicaron la construcción de las murallas en Calacia y en Osimo, gastando el dinero percibido por la venta de terrenos del estado en la construcción de tiendas alrededor de los foros en ambas ciudades. Postumio declaró que, sin órdenes del senado romano o del pueblo, no gastaría su dinero, de manera que Fulvio Flaco, en solitario, construyó un templo a Júpiter en Pisauro y en Fundi, haciendo también una conducción de agua a Potenza. También hizo empedrar una calle en Pisauro. En Mondragone [la antigua Sinuesa.-N. del T.] . . . construyó en estas ciudades alcantarillas y las circundó con murallas, cerró el foro con pórticos y tiendas y colocó allí tres estatuas de Jano. Estas obras, adjudicadas por solo uno de los censores, fueron muy agradecidas por los colonos. Los censores fueron muy estrictos y minuciosos en la regulación de la moral; a varios de los caballeros se les privó de sus caballos.
[41,28] Hacia el final del año se celebró un día de acción de gracias por las victorias logradas en Hispania bajo los auspicios y mando de Apio Claudio, ofreciéndose en sacrificio veinte víctimas adultas. Al día siguiente, se ofrecieron rogativas especiales en los templos de Ceres, Liber y Libera, a causa de la noticia de que había ocurrido un violento terremoto en territorio sabino, que había dejado en ruina numerosos edificios. Al regreso de Apio Claudio desde Hispania, el Senado decretó que debía entrar en la Ciudad en ovación. Ya se acercaban las elecciones consulares y se produjo una intensa competencia debido a la gran cantidad de candidatos. Resultaron elegidos Lucio Postumio Albino y Marco Popilio Lenas [para el año 173 a.C.-N. del T.]. Los nuevos pretores fueron Numerio Fabio Buteo, Marco Matieno, Cayo Cicereyo, Marco Furio Crásipo por segunda vez, Aulo Atilio Serrano por segunda vez y Cayo Cluvio Sáxula también por segunda vez. Una vez terminadas las elecciones, Apio Claudio Cento celebró su ovación por el triunfo sobre los celtíberos; llevó al tesoro diez mil libras de plata y cinco mil de oro [es decir, 3270 kilos de plata y 1635 de oro.-N. del T.]. Cneo Cornelio fue consagrado como flamen de Júpiter.
Aquel año se colocó una tablilla en el templo de Mater Matuta con la siguiente inscripción: «Bajo los auspicios y el mando del cónsul Tiberio Sempronio Graco, las legiones del ejército del pueblo de Roma sometieron Cerdeña. Murieron o fueron hechos prisioneros, en aquella provincia, más de ochenta mil enemigos. Sirvió a la república con todo éxito, liberó … [la traducción inglesa completa el texto faltante con «a los aliados de Roma».-N. del T.], restauró los tributos y llevó a su ejército de regreso a casa, sano y salvo, cargado con un enorme botín. A su vuelta entró en triunfo en Roma por segunda vez. Por todo esto, dedica esta placa como ofrenda a Júpiter». Figuraba en la misma una representación de la isla e imágenes de las batallas. Se ofrecieron aquel año varias exhibiciones de gladiadores, la mayoría de poca importancia; la única que ofreció Tito Flaminio superó a las demás. Con ocasión de la muerte de su padre, exhibió un espectáculo durante cuatro días, acompañándolo con una distribución de carne, un festín fúnebre y juegos escénicos. Pero, incluso en esta magnífica exposición, el número total de hombres que lucharon fue de sólo setenta y cuatro.