La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro cuadragésimo
Perseo y Demetrio.
[40,1] A principios del año siguiente -182 a.C.- los cónsules y pretores sortearon sus provincias. Liguria fue la única provincia consular y se asignó a ambos cónsules. El resultado del sorteo otorgó la pretura urbana a M. Ogulnio Gallo, la pretura peregrina fue para Marco Valerio, la Hispania Citerior correspondió a Quinto Fulvio Flaco, la Hispania Ulterior fue para Publio Manlio, Sicilia para Lucio Cecilio Denter y Cerdeña para Cayo Terencio Istra. Los cónsules recibieron instrucciones para proceder al alistamiento de tropas. Quinto Fabio había escrito desde Liguria para comunicar que los apuanos estaban contemplando una reanudación de hostilidades y que había peligro de que atacaran el territorio de Pisa. En las provincias hispanas también había problemas: el Senado tuvo conocimiento de que la Hispania Citerior estaba en armas y que se estaba combatiendo contra los celtíberos; en la Hispania Ulterior, debido a la larga y continuada enfermedad del pretor, se había relajado la disciplina militar por culpa de la vida cómoda y la ociosidad. En estas circunstancias, se decidió que debían alistarse nuevos ejércitos: cuatro legiones para la Liguria, compuestas cada una por cinco mil doscientos infantes y doscientos jinetes, además de quince mil infantes y ochocientos jinetes procedentes de los aliados latinos [esto nos da un total de 20.800 romanos -4 legiones- y 15.000 italianos -3 legiones-, lo que podría indicar que el ejército de Fabio estaba sobrado de italianos.-N. del T.]. Todas estas fuerzas constituyeron los dos ejércitos consulares. Además, se encargó a los cónsules que llamaran a filas a siete mil infantes y cuatrocientos jinetes aliados y latinos, y enviarlos a la Galia, con Marco Marcelo, cuyo mando allí se había visto prorrogado al término de su consulado. Para las dos provincias hispanas se debería alistar una fuerza de cuatro mil infantes y doscientos jinetes romanos, junto a siete mil infantes y trescientos jinetes de los aliados latinos. A Quinto Fabio Labeo se le prorrogó su mando en Liguria y mantendría el ejército que ya tenía.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[40.2] La primavera de ese año fue tormentosa. En la víspera de la Parilia [festividad en honor de Pales, diosa de los pastores, que se celebraba el 21 de abril.-N. del T.], hacia el mediodía, se desató una terrible tormenta de viento y lluvia que destruyó muchos edificios, tanto sagrados como profanos. Se derribaron las estatuas de bronce del Capitolio, arrancó la puerta del templo de la Luna en el Aventino y la arrojó contra la pared trasera del templo de Ceres. Otras estatuas fueron volcadas en el Circo Máximo, junto con sus pedestales. Varios pináculos cayeron desde los techos de los templos, quedando destrozados sin remisión. Por consiguiente, se consideró esta tormenta como un presagio y se llamó a los augures para que dirigieran la expiación que precisaba. Se exigió otra expiación adicional a consecuencia de la noticia llegada a Roma sobre el nacimiento de una mula, en Rieti [la antigua Reate.-N. del T.], con solo tres patas, así como un informe llegado desde Formia participando que el templo de Apolo, en Gaeta [la antigua Cayeta.-N. del T.], había sido alcanzado por un rayo. A consecuencia de estos signos, se sacrificaron veinte víctimas adultas y se ofrecieron rogativas durante un día. Por un despacho remitido por Aulo Terencio se pudo establecer que Publio Sempronio, después de más de un año de enfermedad, había muerto en la Hispania Ulterior. Los pretores recibieron la orden de partir hacia Hispania tan pronto como les fuera posible. Se concedió audiencia en el Senado a legaciones llegadas de ultramar. Primero fueron recibidas las de los reyes Eumenes y Farnaces, y las de los rodios. Estos últimos se quejaron de la masacre de los habitantes de Sínope [en el norte de la actual Turquía, en la costa central del mar Negro.-N. del T.]. Al mismo tiempo, llegaron a Roma embajadores de Filipo y de los lacedemonios. Después de escuchar a Marcio, quien había sido enviado para determinar el estado de las cosas en Grecia y Macedonia, el Senado dio su respuesta. A los dos soberanos y a los rodios se les informó de que el Senado enviaría una comisión para revisar aquella situación.
[40,3] Marcio había reclamado mayor atención a cuanto se refería a Filipo. Admitió que Filipo había cumplido con las medidas en las que insistió el Senado, pero de tal manera que dejaba bien claro su intención de no cumplirlas más tiempo del que se viera obligado. No cabía duda de que iba a reanudar la guerra, y que todas sus palabras y actos iban en esa dirección. Había trasladado casi toda la población de las ciudades costeras al territorio que ahora se llamaba Ematia, antes conocido como Peonia [otros autores antiguos, como Estrabón y Plinio, consideran Emacia como el antiguo nombre de Macedonia.-N. del T.], y que había entregado aquellas ciudades a los tracios y a otros bárbaros, considerando que podía fiarse más de aquellos pueblos en caso de una guerra con Roma. Estas disposiciones levantaron fuertes protestas por toda Macedonia; al llegar el momento de abandonar a sus penates, junto a sus mujeres e hijos, pocos eran los que contenían silenciosamente su dolor. Por todas partes se escuchaban entre las multitudes maldiciones contra el rey, pudiéndoles más la ira que el miedo. Furioso por todo esto, Filipo empezó a sospechar de todas las personas, todos los sitios y todos los momentos por igual; por fin, terminó declarando públicamente que solo estaría seguro cuando tuviera bajo custodia y en lugar seguro a los hijos de aquellos a los que había ejecutado. Entonces podría darles muerte a cada cual a su debido tiempo.
[40,4] Esta brutalidad, espantosa como era, se hizo aún más odiosa por el aniquilamiento de una familia en particular. Herodico, un dirigente de Tesalia, había sido ejecutado por Filipo hacía ya varios años; tras ello, dio muerte a sus yernos y sus dos hijas, Teóxena y Arco, quedaron viudas y cada una con un hijo pequeño. Teóxena tuvo varias ofertas de matrimonio, pero las rechazó todas. Arco se casó con un hombre llamado Poris, que era la persona más importante entre los enianes. Ella le dio varios hijos, pero murió mientras todavía eran pequeños. A fin de que los hijos de su hermana pudieran ser educados bajo su propio cuidado, Teóxena se casó con Poris y cuidó a su hijo y a los de su hermana como si ella los hubiera parido a todos. Cuando se enteró del edicto del rey sobre la detención de los hijos de los que habían sido ejecutados, consideró seguro que los niños serían víctimas no solo de la lujuria del rey, sino incluso de las pasiones de sus guardias. Tomó una terrible decisión y se atrevió a decir que prefería matarlos con su propia mano antes que dejarlos caer en poder de Filipo. Poris se horrorizó ante la mera mención de tal acto y dijo que los enviaría con algunos amigos de confianza en Atenas, acompañándolos en su exilio. Partieron de Tesalónica hacia Enea, donde en aquel momento se llevaba a cabo un sacrificio, que se celebraba con gran pompa cada cuatro años en honor de Eneas, el fundador de la ciudad. Después de pasar el día en el festejo tradicional, esperaron hasta la tercera guardia, cuando todos dormían, y marcharon a bordo de un buque que Poris había dispuesto, en apariencia para regresar a Tesalónica pero, en realidad, para cruzar hacia Eubea. Sin embargo, el amanecer los sorprendió no muy lejos de tierra, tratando en vano de avanzar contra un viento contrario; las tropas del rey, que estaban de guardia en el puerto, enviaron un lembo armado para capturar aquella nave y con órdenes estrictas de no regresara sin ella. Poris, mientras tanto, hacía todo lo que posible para animar a los remeros y marineros, alzando de tanto en tanto sus manos al cielo para implorar la ayuda de los dioses. En todo ello, la feroz mujer, volviendo al propósito que hacía tiempo se había formado y disolviendo cierta cantidad de veneno, puso la copa donde se pudiera ver y, desenvainando las espadas, exclamó: «La muerte es lo único que nos puede liberar. Aquí hay dos formas de enfrentarla, elegid cada uno la que queráis para escapar de la tiranía del rey. Adelante, hijos míos, los que sois mayores debéis ser los primeros en empuñar la espada o en beber el veneno, si queréis una muerte más lenta». Por un lado estaban los enemigos, cada vez más próximos a ellos, por otro estaba su madre, dándoles prisa e incitándolos a morir. Algunos escogieron una muerte, algunos la otra, pero aún medio vivos son lanzados fuera de la nave. Luego, la propia madre, abrazando a su marido, se arrojó también con él al mar. Las tropas del rey se apoderaron de un buque sin dueños.
[40,5] El horror de este hecho avivó nuevamente, por decirlo así, las llamas del odio contra el rey; por todas partes se acumulaban las maldiciones contra él y sus hijos, llegando al punto estas terribles imprecaciones a oídos de todos los dioses, que le hicieron volver entonces toda la crueldad contra su propia sangre. Viendo Perseo que cada día iba creciendo más la popularidad e influencia de su hermano Demetrio entre la población de Macedonia, así como su favor entre los romanos, y sintiendo que ya no le quedaban más esperanzas para conseguir la corona que la perpetración de un crimen, dedicó a su realización todos sus pensamientos. Al no considerarse lo bastante fuerte como para llevar a cabo el propósito que trataba su mente débil y cobarde, empezó a tantear a los amigos de su padre, uno por uno, dejando caer insinuaciones y dudas en sus conversaciones con ellos. Algunos, al principio, hicieron parecer a primera vista que rechazaban todo aquello, pues tenían más esperanzas en Demetrio. Pero como el rencor de Filipo contra los romanos iba a más cada día, rencor que Perseo alentaba y que Demetrio hacía todo lo posible por refrenar, previendo la ruina del joven que no se precavía contra las intrigas de su hermano, se decidieron al fin a ayudar a lo que inevitablemente había de ocurrir, siguiendo las esperanzas del más fuerte, y se pusieron del lado de Perseo. Dejaron el resto de medidas para otro momento más adecuado y, por el momento, determinan emplear todos sus esfuerzos en inflamar al rey contra los romanos y convencerle para que acelere los planes de guerra a la cual ya estaba por sí mismo inclinado. Para agravar las sospechas contra Demetrio, solían sacar a colación el tema de los romanos con él. Entonces, algunos se burlaban de sus costumbres e instituciones, otros hablaban con ligereza sobre sus logros militares, otros del aspecto de la Ciudad, con su falta de adornos en los edificios públicos y privados, y otros, al fin, hablando con desprecio de sus más notables ciudadanos. El joven, desechando toda prudencia, tanto por su devoción al nombre de Roma como por su oposición a su hermano, defendía en todo a los romanos y se hacía así objeto de sospecha ante su padre, exponiéndose a las acusaciones de deslealtad. El resultado fue que su padre le excluyó de todas las consultas sobre asuntos relativos a Roma y volcó en Perseo toda su confianza, discutiendo estos temas con él día y noche.
Resultó que regresaron los enviados a quienes había mandado al país de los bastarnos [habitaban el margen izquierdo del Danubio.-N. del T.] para buscar tropas auxiliares, regresando acompañados por algunos jóvenes nobles entre los que había algunos de sangre real. Uno de ellos se comprometió a dar a su hermana en matrimonio al hijo de Filipo, y el rey estaba muy entusiasmado con la idea de una alianza con aquella nación. Perseo, ante esto, le dijo: «¿Qué ventaja hay en eso? Tendremos poca protección con el apoyo extranjero, en comparación con el peligro de una traición en casa. Tenemos entre nosotros, no lo llamaré un traidor, pero sí un espía; desde que fue rehén en Roma, los romanos se han apoderado de su corazón y de su alma, aunque nos hayan devuelto su cuerpo. Los ojos de casi todos los macedonios están vueltos hacia él, completamente convencidos de que no tendrán más rey que aquel que les den los romanos». La perturbada mente del anciano rey se inquietó aún más por estas palabras, a las que tomó más en serio de lo que su aspecto dejó traslucir.
[40,6] Justo entonces llegó el momento de la purificación del ejército [esta se iniciaba el 23 de marzo con ritos en honor del dios Xantos.-N. el T.] cuya ceremonia es como sigue: Se corta el cuerpo de una perra por la mitad; la parte delantera, con la cabeza, se coloca al lado derecho de la carretera y la parte trasera, con las entrañas, a la izquierda; luego, las tropas marchan entre ellas con sus armas. Al frente de la columna se llevan las armas y estandartes de todos los reyes de Macedonia, desde su más remoto origen; siguen luego el rey y sus hijos, a continuación la propia cohorte real y su cuerpo de guardia, marchando en retaguardia la falange macedonia. Los dos príncipes cabalgaban a cada lado de su padre; Perseo tenía ya treinta años y Demetrio era cinco años menor que él, el primero en pleno vigor de la juventud y el último en la flor de la juventud. Descendientes adultos de un afortunado padre, de haber gozado de una mente sana. Una vez completado el rito de purificación, era costumbre que el ejército marchara de maniobras y, tras formar en dos conjuntos, se enfrentaran en un simulacro de combate. Los dos príncipes fueron designados para mandar esta batalla simulada; pero no resultó un combate fingido, sino que cargaron como si estuvieran peleando por la corona. Se produjeron muchas heridas con los palos y no faltó sino las espadas para ofrecer la apariencia de una batalla auténtica. La división que mandaba Demetrio resultó ser, con mucho, la mejor. Perseo sufrió intensamente por esto, pero sus amigos, más sabios, estaban contentos, pues decían que esta misma circunstancia daría motivos para incriminar al joven.
[40,7] Demetrio invitó a Perseo a cenar al final del día, pero este rehusó acudir y cada uno ofreció un banquete a quienes habían sido sus camaradas en el simulacro de batalla. Tal y como correspondía a aquel día festivo, la generosidad de la invitación y el buen humor de la juventud llevó a ambas partes a beber con liberalidad. Dieron en revivir la batalla y hacer chistes a expensas de sus rivales, de los que ni sus jefes quedaron exentos. Uno de los invitados de Perseo, enviado como espía para escuchar estas conversaciones, como se comportara un tanto imprudentemente resultó detenido por algunos jóvenes que se hallaban en la sala del banquete y sufrió malos tratos. Demetrio, que nada sabía de esto, dijo a sus compañeros: «Si mi hermano está todavía furioso después de la batalla, ¿por qué no vamos con él para seguir la diversión y apaciguarlo con nuestra alegría y buen humor?» Todos ellos gritaron que irían, excepto los que tenían miedo a una venganza inmediata por haber maltratado al espía. Demetrio hizo que también esos fuesen con él, y ellos ocultaron espadas bajo sus ropas para defenderse en caso de que los atacaran. Nada puede mantenerse en secreto en una disputa familiar y ambas casas estaban llenas de espías y traidores. Un delator se adelantó corriendo e informó a Perseo de que cuatro hombres jóvenes, de los que venían con Demetrio, llevaban espadas ocultas. A pesar de que debía conocer el motivo, pues había sido informado también de que estos habían golpeado a su invitado, aprovechó para convertir aquel asunto en algo más grave y ordenó atrancar la puerta, impidiéndoles desde el piso y ventanas de arriba, que daban a la calle, la entrada como si vinieran a matarlo. Demetrio, que estaba bajo los efectos del vino, protestó a gritos durante algún tiempo de que no le dejaran entrar y luego regresó a su banquete, sin saber la causa de todo aquello.
[40,8] En cuanto tuvo ocasión de ver a su padre, al día siguiente, Perseo entró en el palacio y, con expresión demudada, se quedó parado a cierta distancia de su padre. «¿Estás bien? -le preguntó Filipo- ¿Por qué ese rostro sombrío?» «Para bien tuyo estoy vivo -le contestó- que es más de lo que pudiera esperar ahora. Ya no se ejecutan por lo secreto los planes de mi hermano para quitarme la vida, pues vino a mi casa por la noche, con gente armada para matarme. Sólo atrancando las puertas pude resguardarme de su furia tras las paredes de la casa». Después de sorprender y asustar así a su padre, prosiguió: «Así es, y si me pudieras escuchar te haré ver claramente toda esta situación». Filipo le dijo que sin duda le escucharía y dio órdenes para que se convocara de inmediato a Demetrio. Mandó a buscar también a dos de sus viejos amigos, que nada tenían que ver en la disputa entre los hermanos y que no solían visitar mucho palacio: Lisímaco y Onomasto, pues deseaba que estuvieran presentes como consejeros. Mientras los esperaba, se puso a caminar de un lado para otro, a solas con sus pensamientos y con su hijo esperando de pie a cierta distancia. Cuando le anunciaron su llegada, se retiró con ellos y dos de sus guardias a una habitación interior, permitiendo que cada uno de sus hijos entrase con tres compañeros desarmados. Después de tomar asiento, les dijo: «Aquí estoy, el más infeliz de los padres, sentado como juez entre mis dos hijos, acusando el uno al otro de fratricidio y teniendo yo que hallar culpable a uno de mis propios hijos, sea de una falsa acusación o de una tentativa criminal. Es verdad que ya hace algún tiempo que temía la inminencia de esta tormenta, viendo vuestras miradas, sin nada de amor fraterno en ellas, y escuchando ciertas expresiones vuestras. Me atrevía a veces a esperar que se extinguiría vuestra ira y que se podrían aclarar las sospechas, pues incluso naciones enemigas han llegado a deponer las armas y firmar la paz, y muchos hombres han logrado poner fin a sus querellas privadas. Imaginaba que algún día recordaríais que sois hermanos, la intimidad confiada de vuestros días de niños y las enseñanzas que os daba, que me temo han caído en oídos sordos. ¡Cuántas veces os habré hablado de mi odio a las disputas fraternales, a los terribles resultados a que conducen y con cuánta frecuencia han arruinado familias, casas y reinos! También he puesto ante vosotros ejemplos del otro tenor: las relaciones amistosas entre los dos reyes de Esparta, que durante siglos han resultado una salvaguardia para ellos y su patria, y que en cuanto se implantó la costumbre de tratar cada uno de lograr el poder absoluto para sí, solo devino en la destrucción de su Estado. Mirad a esos dos monarcas, Eumenes y Atalo, que desde comienzos tan pequeños que casi no se les puede dar el título de rey, se han convertido en iguales de Antíoco y míos, y todo gracias a su mutuo entendimiento fraterno. Ni siguiera dejé de daros los ejemplos romanos que había visto y oído: los dos Quincios, Tito y Lucio; los dos Escipiones, Publio y Lucio, que vencieron a Antíoco; su padre y su tío, cuya armonía durante toda su vida quedó sellada por la muerte. Y no obstante los malos ejemplos que he mencionado en primer lugar y los nefastos resultados de su conducta, no he logrado disuadiros de vuestras insensatas desavenencias; tampoco la sensatez y buena suerte de los segundos os han llevado al buen juicio. Mientras estoy todavía vivo y con aliento, con vuestra criminal ambición habéis querido tomar mi herencia. Deseáis que yo viva lo suficiente para que, sobreviviendo a uno de vosotros, luego por mi muerte quede el otro rey indiscutible. No podéis soportar ni a vuestro padre ni a vuestro hermano. No guardáis ningún afecto, a nada consideráis sagrado; solo hay en vuestros corazones un deseo insaciable por la corona, que ha sustituido a todo lo demás. Adelante, pues, afligid y deshonrad los oídos de vuestro padre, discutid mediante acusaciones lo que pronto dirimiréis con la espada; hablad abiertamente y decid cuanto de cierto podáis o cuanta falsedad os plazca inventar. Mis oídos están ya abiertos para vosotros, en adelante estarán cerrados a cualquier acusación que os podáis hacer por separado». Pronunció estas últimas palabras en tono lleno de ira, echándose a llorar todos los presentes; se produjo luego un largo y doloroso silencio.
[40,9] Entonces habló Perseo: «Crees, entonces, que debía haber abierto la puerta, dejado entrar a los convidados armados y haber presentado mi cuello a la espada; pues no se cree el delito si no es consumado y, después de ser acosado por la traición, he de oír de ti el mismo lenguaje que se dirige a un ladrón o a un traidor. No en vano dicen las gentes que Demetrio es tu único hijo, al tiempo que a mí me llaman hijo supuesto [existía el rumor de que Demetrio era hijo de una esclava.-N. del T.] y nacido de una concubina. Y no hablan sin motivo, porque si a tus ojos tuviera yo el rango y el afecto debidos a un hijo, no descargarías tu ira sobre mí cuando me quejo de una traición demostrada, sino contra quien la ha cometido; ni tendría mi vida para ti tan poco valor como para mostrarte indiferente ante el peligro pasado o los venideros si quedan impunes los conspiradores. Así pues, si he de morir sin protestar, callaré, excepto por una plegaria a los dioses para que el crimen que se inició conmigo termine también en mí, para que el golpe que me mata no te alcance a ti. Pero si lo que la naturaleza otorga a los que están rodeados en un lugar desierto, implorando la ayuda de hombres a los que nunca han visto, también a mí me es permitido, cuando veo una espada desenvainada sobre mí, apelar ante ti, por ti mismo y como padre -y ya sabes tú desde hace tiempo para cuál de nosotros dos es más sagrado ese nombre-, para que me escuches como si te hubieses despertado por mis gritos o llantos nocturnos y hubieras acudido en mi ayuda, habiendo hallado a Demetrio en el vestíbulo de mi casa, a altas horas de la noche, con sus compañeros armados. Lo que hubiera gritado entonces, en el momento del peligro evidente, lo digo ahora como queja al día siguiente.
«Hermano, hace mucho tiempo que no vivimos como aquellos que se intercambian invitaciones a comer. A toda costa deseas ser rey, pero a esta esperanza tuya se opone mi edad, el derecho de los pueblos y las antiguas costumbres de los macedonios. No podrás superar estos obstáculos sino a costa de mi sangre. Lo están intentando todo, todo lo estás tramando. Hasta ahora, mi vigilancia o mi buena suerte han sido un impedimento para tu parricidio. Ayer, con ocasión de la purificación, en las maniobras y el simulacro de pelea, estuviste a punto de provocar un combate fatal y solo impidió mi muerte el hecho de que permití que me derrotaras a mí y a mis hombres. Después de aquel combate como enemigos quisiste llevarme a tu banquete, como si solo hubiera sido un juego entre hermanos. ¿Crees, padre, que debería haber cenado entre mis invitados desarmados, cuando vinieron armados al banquete de mi casa? ¿Crees que no corrí anoche el peligro de sus espadas, después de haberme casi matado a palos mientras estabas tú mirando? ¿Por qué, Demetrio, viniste a esas horas de la noche?, ¿por qué viniste como enemigo ante quien está de mal humor? ¿Y quieres que te recibiera cuando venías acompañado por jóvenes armados con espadas? No me atreví a confiarme a ti como invitado, ¿lo debería hacer cuando vienes con una banda armada? De haber abierto mi puerta, padre, ahora estarías organizando mis funerales en vez de escuchando mis quejas. No actúo como un acusador, ni presento evidencias discutibles. ¿Por qué tendría que hacerlo? Seguramente no negará que llegó ante mi puerta con una gran multitud, o que iba acompañado por hombres armados con espadas ocultas. Manda llamar a los hombres cuyos nombres te daré. Los que han osado hasta ahora llegar a cualquier extremo, sin embargo, no se atreverán a negar. Si los hubiera capturado en mi vestíbulo con sus espadas y te los hubiese traído, lo habrías considerado un caso probado; toma su confesión, si la hacen, como si se les hubiera capturado.
[40,10] «Puedes ahora maldecir el anhelo ardiente de tu corona, despertar las furias que vengan la sangre de un hermano; pero que no caigan a ciegas tus maldiciones, padre; distingue entre el traidor y la víctima de la traición, y déjalas caer sobre la cabeza del culpable. Que el que trataba de asesinar a su hermano sienta la ira de los dioses protectores de los padres; que quien iba a perecer víctima de su hermano encuentre refugio en la justicia y la compasión de su padre. Pues, ¿dónde más podría yo encontrar refugio, cuando no se está a salvo ni en la ceremonia de purificación del ejército, ni en casa, ni en el banquete ni en la noche, don de la naturaleza para el reposo de los mortales? Si yo hubiera aceptado la invitación de mi hermano, ello hubiera sido mi muerte; si yo hubiera dejado entrar a mi hermano tras mis puertas, ello hubiera sido mi muerte. Ni marchándome ni quedándome puedo escapar a la emboscada. De nadie he buscado el favor, padre, salvo el tuyo y el de los dioses; ni siquiera puedo huir con los romanos: ellos buscan mi perdición porque me molestan las injusticias de que eres objeto, porque me molesta que te priven de tantas ciudades, de tantos pueblos sometidos, y ahora de la costa de Tracia. Mientras tú o yo estemos vivos, no tendrán esperanzas de que Macedonia sea suya. Si la mano asesina de mi hermano me lleva y a ti lo hace la vejez, si es que esperan a que esto ocurra, saben que el rey y el reino de Macedonia serán suyos. Si los romanos te hubiesen dejado algo más allá de las fronteras de Macedonia, lo podría incluso considerar también un refugio para mí.
«Pero se me dirá que tengo suficiente protección con la de los macedonios. Ayer viste cómo me atacaron los soldados. ¿Qué les faltaba, excepto las armas? Lo que les faltó durante el día a los clientes de mi hermano, lo llevaron con ellos por la noche. ¿Y por qué no hablar de la mayoría de nuestros notables, que han puesto todas sus esperanzas de fortuna y poder en los romanos y en el hombre que goza de toda la influencia entre los romanos? ¡Por Hércules!, que no es solo que lo sitúen por encima de mí, el hermano mayor, sino que pronto lo pondrán por encima de ti, su padre y rey. Es él, desde luego, el responsable de que los romanos levanten la sanción que te iban a imponer; él es quien te protege de las armas de Roma, el que considera justo que tu ancianidad esté a merced y en deuda con su juventud. A su lado están los romanos y todas las ciudades que han sido liberadas de tu gobierno, con los macedonios disfrutando de la paz con Roma. ¿A quién me confiaré sino a ti, padre?, ¿qué esperanza o seguridad tengo en ninguna parte?
[40,11] «¿Qué crees que significa esa carta que te acaba de enviar Tito Quincio, en la que te dice que has actuado en pro de tus intereses al enviar a Roma a Demetrio, y te urge a enviarlo de nuevo con una embajada más numerosa que incluya a los hombres más notables de Macedonia? Tito Quincio es ahora el consejero y maestro en todo de este; él ha renunciado a ti, su padre, y lo ha puesto en tu lugar. Con él dispusieron de antemano todos los planes secretos; cuando te pide que envíes con él más hombres notables, lo que busca son colaboradores que lo ayuden en la realización de esos planes. Saldrán de aquí leales y fieles, pensando que tienen un rey en Filipo; volverán contaminados y envenenados por los halagos romanos. Demetrio lo es todo para los romanos, y se dirigen ya a él como rey mientras su padre está aún vivo. Y si muestro mi indignación ante todo esto, he de escuchar inmediatamente la acusación de que ambiciono la corona, y no solo de otros sino incluso de ti, mi padre. En cuanto a mí, si se me mezcla en esa acusación, la rechazo. ¿Pues, a quién arrebato su lugar para ponerme en su puesto? Solo mi padre está delante de mí, y ruego al cielo para que sea así por mucho tiempo. Si le sobrevivo -y así será si mis méritos hacen que él desee que yo viva-, recibiré la herencia del reino si mi padre me lo entrega. Codicia el reino y lo codicia él de un modo criminal, pues está ansioso por saltarse el orden establecido por la edad, por la naturaleza, por la costumbre de los macedonios y por el derecho de los pueblos. «Mi hermano mayor -dice para sí mismo-, a quien por derecho y por deseo de mi padre pertenece la corona, se interpone en mi camino: eliminémoslo. No será el primero que llega al trono a costa de la sangre de un hermano. Mi padre, un hombre anciano, sin el apoyo de su hijo mayor temerá demasiado por sí mismo como para pensar en vengar la muerte de su hijo. Los romanos se alegrarán, aprobarán lo sucedido y lo defenderán. Son estas esperanzas inciertas, pero no carentes de fundamento. Pues estando así las cosas, padre, puedes rechazar el peligro que amenaza mi vida castigando a quienes han empuñado la espada para matarme; si alcanzan su propósito criminal, no tendrás poder para vengar mi muerte».
[40,12] Cuando Perseo hubo terminado, todos los presentes miraron a Demetrio, esperando su inmediata respuesta. Se produjo un largo silencio y todo el mundo vio que estaba bañado en lágrimas y sin poder hablar. Al fin le dijeron que tenía que hablar y, obligado a reprimir su dolor, comenzó así: «Todo cuanto los acusados pueden emplear en su defensa, padre mío, ha sido ya usado por mi acusador. Las lágrimas fingidas para provocar la ruina del contrario han levantado en ti la sospecha sobre las mías sinceras. Desde mi regreso de Roma se ha dedicado día y noche a tramar contra mí planes secretos junto con sus cómplices, y ahora se adelanta y me quiere presentar no solo como un conspirador, sino incluso como un bandido y un asesino manifiesto. Te atemoriza con su propio peligro para poder apresurar a través de ti la destrucción de su hermano inocente. Dice que ya no le queda sitio donde refugiarse en todo el mundo, para que yo no pueda albergar ninguna esperanza de seguridad contigo. Acosado por los enemigos, abandonado por los amigos, escaso de cualquier recurso, me hace cargar con el odio que provoca el favor de que gozo en el extranjero, que me perjudica más de lo que me beneficia. ¡Cómo se convierte en acusador!; mezcla en su relato los acontecimientos de anoche con un duro ataque sobre el resto de mi vida -para hacer sospechoso este incidente del que ahora conocerás su verdadera cara- a partir de otras situaciones, y al mismo tiempo, para apoyar esa descripción falta y escandalosa de mis esperanzas, deseos y proyectos, presenta estas pruebas falsas infundadas y falsas. Y al mismo tiempo, trata de hacer como si sus acusaciones fueran improvisadas, en el calor del momento, consecuencia de la alarma y el tumulto de esta noche. Sin embargo, Perseo, si yo fuera un traidor a mi padre y a mi reino, si yo hubiera intrigado con los romanos o con cualquier de los enemigos de mi padre, no deberías haber esperado a la ficción de anoche, sino que deberías haberme acusado antes de traición. Si esa acusación, aparte de esta de ahora, carente de fundamento y que más que mi culpabilidad lo que mostraría sería tu malquerencia hacia mí, también la debieras haber dejado aparte o para otra ocasión; de manera que lo que se aclarase fuera si yo a ti o tú a mí nos acechábamos con una muestra inaudita de odio. En todo caso, en la medida en que sea capaz de hacerlo en esta repentina confusión, separaré lo que has mezclado y revelaré la trama de la noche pasada para demostrar de quién fue el complot, tuyo o mío.
«El quiere hacer que parezca que tramado un plan contra su vida para que, evidentemente, después de la eliminación del hermano mayor, a quien según dice pertenece el trono según el derecho de los pueblos, la tradición macedónica y tu deseo, sea yo, el hijo menor, el que pudiera ocupar el sitio de aquel a quien yo había matado. ¿Cuál es entonces el sentido de esa parte siguiente de su discurso, en el que dice que yo busqué el favor de los romanos y que la confianza en ellos me llevó a concebir la esperanza de reinar? Porque si yo hubiera creído que los romanos tenían tanta influencia como para poder imponer en Macedonia el rey que ellos quisieran y si hubiera tenido entre ellos tanta influencia, ¿qué necesidad tendría yo de cometer parricidio? ¿Para llevar una diadema manchada con la sangre de un hermano asesinado? ¿Para convertirme en algo execrable y odioso ante los mismos hombres cuyo favor me he ganado por mi honestidad, sea auténtica o fingida? Tal vez supones que Tito Quincio, por cuyo virtuoso consejo dices que me rijo, me ha impulsado a convertirme en el asesino de mi hermano, aunque él mismo viva en tan fraternal unión con el suyo propio. Perseo ha juntado en su discurso no solo mi posición favorable a los romanos, sino también los sentimientos de los macedonios y el sentir casi unánime tanto de los dioses como de los hombres, y todo ello le ha llevado a pensar que no eras rival para mí. Y, sin embargo, como si en todo fuera yo inferior a él, sostiene que yo he puesto en el crimen mi última esperanza. ¿Quieres que se plantee la cuestión a juzgar de esta manera: que se considere que tomó la decisión de aplastar a su hermano aquel que haya temido que el otro pareciera merecer más la corona?
[40,13] «Sigamos ahora el orden en que han sido expuestos los cargos, aunque hayan sido inventados. Dijo que se habían producido numerosos atentados contra su vida y que se intentaron todos los métodos en un solo día. Yo quería, según dice, matarlo a plena luz del día tras la purificación, cuando nos enfrentamos en el simulacro de combate y precisamente, ¡por los dioses!, el mismo día de la purificación. Quise luego eliminarlo con veneno, evidentemente, cuando lo invité a cenar. Y más tarde, al ir a comer con él, quise darle muerte con el hierro cuando me acompañaron algunos invitados armados con espadas. ¿Te das cuenta de qué ocasiones se ha seleccionado para el asesinato: maniobras militares, un banquete y un festín? ¿Y qué clase de día era? Un día en el que se purifica el ejército, en la que se marcha entre las dos mitades de la víctima, con las armas reales de todos los reyes de Macedonia precediéndolos en procesión, nosotros dos solos al frente, escoltando tus flancos, padre, y siguiéndonos la falange macedonia. Aun cuando yo hubiera cometido previamente algún pecado que precisara expiación, ¿podría yo, tras haber sido purificado y absuelto en este solemne rito, precisamente mientras contemplaba la víctima colocada a cada lado de nuestro camino, podría yo haber albergado en mi mente pensamientos de asesinatos, venenos o espadas dispuestas para un festín? ¿Con qué otros ritos podría entonces haber limpiado una conciencia manchada por los peores delitos? Pero en su ciego afán por lanzar acusaciones y arrojar sospechas sobre todo lo que hice, contradice unas cosas con otras. Porque si yo pensaba eliminarte mediante el veneno durante el banquete, ¿qué habría podido servir menos a mi propósito que despertar tu ira con un combate encarnizado que te diera motivo justo para rechazar mi invitación? ¿Qué habría debido hacer tras tu irritada negativa? ¿Debía tratar de aplacar tu ira para tener luego otra oportunidad, ya que tenía dispuesto el veneno?, ¿o debería, por así decir, saltar de ese plan a otro, para matarte con la espada y justamente el mismo día, con la excusa de un festín? Si yo hubiera creído que evitabas cenar conmigo al temer por tu vida, ¿cómo no podría suponer que por ese mismo temor evitarías también el festín?
[40.14] «No es algo de lo que avergonzarse, padre, si en un día tan festivo bebí algo más de la cuenta con mis compañeros. Me gustaría que pudieras comprobar con cuánta alegría y diversión transcurrió el banquete de ayer por la noche en mi casa, y cuán encantados estábamos -quizá de modo un tanto inapropiado- por el hecho de que nuestro bando no hubiera sido el peor en la competición con armas. Esta situación lamentable y mis temores han disipado rápidamente los efectos del vino; de no ser por ella, nosotros, los conspiradores, estaríamos ahora profundamente dormidos. Si yo hubiera ido a atacar a su casa y tras apoderarme de ella matar al propietario, ¿no nos habríamos abstenido mis soldados y yo del vino, siquiera por un día? Y para que no esté yo solo en esta defensa simple e ingenua, mi hermano, que no es en absoluto persona sospechosa, dice: «Lo único que sé, lo único que digo, es que vinieron a mi casa armados con espadas». Y si yo te preguntara cómo sabes precisamente eso tendrías que confesar que, o bien que mi casa estaba llena de tus espías, o que mis compañeros llevaban sus espadas tan abiertamente que todo el mundo los vio. Y para que no pareciese que él había realizado alguna investigación o que me acusaba con calumnias, quiere ahora que preguntes a las personas cuyos nombres te dé él si llevaban espadas, como si hubiera alguna duda al respecto. Luego, después de ser interrogados sobre algo que todos admiten, se les trataría como a personas declaradas culpables después del juicio. ¿Por qué no les pidas que se sometan a la pregunta de si tomaron las espadas con el propósito de asesinarte y si yo lo sabía y los instigué? Esto es lo que tú quieres que se crea, y no lo que ellos admiten abiertamente. Sin embargo, ellos declaran que tomaron sus espadas para su propia protección. ¿Tuvieron motivos para esto? Ellos mismos deben responder de sus propios actos. No mezcles mi caso, que nada tiene que ver con lo que ellos hicieron. O explica, más bien, si te íbamos a atacar en secreto o abiertamente. Porque si lo íbamos a hacer abiertamente, ¿por qué no llevábamos todos espadas? ¿Por qué solo llevaban armas los que habían golpeado a tu espía? Y te íbamos a atacar en secreto, ¿qué clase de plan se había tramado? Una vez terminada la cena y cuando yo me hubiera despedido, ¿se habrían quedado los cuatro a la mesa contigo para atacarte cuando estuvieses dormido?, ¿cómo podrían haber pasado desapercibidos, siendo como eran extranjeros pertenecientes a mi partido, y, sobre todo, sospechosos al haber estado combatiendo contra ti no mucho antes? ¿Cómo, además, podrían haber escapado después de asesinarte? ¿Podría haberse asaltado tu casa y capturada con solo cuatro espadas?
[40,15] «¿Por qué no dejas ya esta historia sobre lo que pasó anoche y vuelves a lo que realmente te duele y te consume de envidia? ¿Por qué, Demetrio, hay gente que habla de ti para ser rey? ¿Por qué pareces a ojos de algunas personas un sucesor más digno de la fortuna de su padre que yo? ¿Por qué enturbias mis esperanzas, cuando si tú no existieras estarían aseguradas? Así piensa Perseo, pero no habla de ello. Esto es lo que lo convierte en mi enemigo y mi acusador, esto es lo que inunda tu palacio y tu reino con la calumnia y la sospecha. Respecto a mí, padre, no debo esperar ahora la corona ni, seguramente, deba entrar en disputas por ella, ya que soy el más joven y es tu deseo que ceda mi lugar al mayor; pero siento que hay algo que era antes mi deber y también lo es ahora: no mostrarme jamás indigno de ti, padre mío, o indigno de mi pueblo. Pues esto sería lo que lograría con mi comportamiento inadecuado, no con la modestia de ceder paso al que tiene el derecho y la justicia de su lado. Me acusas por mi relación con los romanos y conviertes en un crimen lo que debería ser un motivo de orgullo. Nunca pedí que se me entregara a los romanos como rehén, ni que se me enviara a Roma como embajador; pero cuando me enviaste no me negué a ir. En ambas ocasiones me conduje de modo que ni tú, ni tu reino, ni el pueblo de Macedonia se pudieran avergonzar de mí. Así pues, padre, tú fuiste la causa de mi amistad con los romanos; mientras haya paz entre tú y ellos, yo me mostraré también favorable a ellos. Pero si estalla la guerra yo, que he sido un rehén y un embajador útil para mi padre, seré su enemigo más determinado. No pretendo sacar ventaja hoy de mi amistad con los romanos, pero sí espero que no me perjudique, pues no comenzó en un tiempo de guerra ni está reservada para tiempo de guerra. Yo era una garantía de paz, fui enviado como embajador para mantener la paz: nada de esto se me puede atribuir ni como mérito ni como culpa. Si he sido culpable de conducta desobediente hacia ti, padre mío, o de conducta criminal hacia mi hermano, estoy dispuesto a someterme a cualquier castigo. Pero si soy inocente, te ruego que no me dañe la envidia, ya que la acusación no lo puede hacer.
«No es hoy la primera vez que mi hermano me acusa, pero sí es la primera vez que lo hace tan abiertamente aunque yo no haya hecho nada para merecerlo. Si nuestro padre estuviera enojado conmigo, sería tu deber, como hermano mayor, interceder por el más joven para que se me perdonara mi delito en consideración de mi juventud. Donde debiera encontrar protección encuentro la determinación de destruirme. He sido arrastrado medio dormido, después de un banquete y una fiesta, para responder a una acusación de parricidio. Sin abogado y sin amigos que me aconsejen, me veo obligado a defenderme por mí mismo. Si hubiera tenido que defender a otro habría dispuesto de tiempo para pensar y organizar mi discurso, ¿y qué otra cosa me habría jugado, excepto mi reputación como un hábil orador? Inadvertido de la razón por la que se me convocaba, te encuentro de mal humor y ordenándome que me defienda de las acusaciones que mi hermano lanza contra mí. Me ha acusado mediante un discurso cuidadosamente preparado y largamente meditado; yo solo he dispuesto del tiempo que él ha tardado en proferir sus acusaciones para enterarme de qué se trataba todo el asunto. ¿Qué iba a hacer en esos momentos, escuchar a mi acusador o pensar en mi defensa? Estupefacto por tan repentino e inesperado peligro, apenas podía comprender los cargos de los que se me acusaba, y aún menos podía vislumbrar la forma apropiada en que defenderme de ellos. ¿Qué esperanza me quedaría si no tuviera a mi padre como juez? Si mi hermano goza de una parte mayor de su cariño, yo, que me he de defender, debo tener en todo caso una parte no menor de su compasión. Te estoy rogando que me guardes en tu propio interés tanto como en el mío; él te exige que me des muerte para su propia seguridad. ¿Qué crees que hará cuando le hayas dejado el trono, si incluso ahora piensa que lo justo es que mi vida sea sacrificada por él?
[40,16] Las lágrimas y sollozos le impidieron decir más. Filipo ordenó que se retiraran, y después de una breve consulta con sus amigos dio su veredicto: No quería, dijo, dictar sentencia sobre el uno o el otro basándose en lo dicho durante una sola hora de discusión; lo haría tras una investigación acerca de la vida y el carácter de cada uno y tras una atenta indagación de sus palabras y actos en todas las cuestiones, importantes o no. Con esto, todo el mundo comprendió que las acusaciones surgidas a raíz de los sucesos de la última noche habían quedado fácilmente refutados, pero que la excesiva cercanía de Demetrio con los romanos había despertado sospechas. Estos incidentes, que tuvieron lugar en vida de Filipo, se convirtieron, por así decir, en las semillas de la guerra de Macedonia, que se libró principalmente contra Perseo.
Ambos cónsules partieron para Liguria, que era por entonces la única provincia consular, y en razón de sus victorias allí se ordenó una acción de gracias durante un día. Unos dos mil ligures llegaron hasta el más extremo confín de la Galia, donde estaba acampado Marcelo, rogándole que aceptara su rendición. Marcelo les dijo que permanecieran donde estaban y que esperasen hasta que se hubiera comunicado con el Senado. El Senado encargó al pretor, Marco Ogulnio, que informara a Marcelo por carta de que los cónsules que estaban al mando de la provincia serían los más adecuados, en vez del Senado, para decidir la conducta que más interesara al Estado. Al mismo tiempo, el Senado solo consideraba aceptable una rendición incondicional de los ligures; si Marcelo la aceptaba, debería desarmarlos y remitir la cuestión a los cónsules. Los pretores asumieron sus respectivos mandos al mismo tiempo. Publio Manlio marchó a la Hispania Ulterior, que ya había gobernado en su anterior pretura; Quinto Fulvio Flaco se dirigió a la Hispania Citerior y se hizo cargo del ejército de Aulo Terencio, pues debido a la muerte de Publio Sempronio la Hispania Ulterior se había quedado sin magistrado. Mientras Fulvio Flaco estaba sitiando una ciudad hispana llamada Urbicua fue atacado por los celtíberos [esta Urbicua podría ser la actual Concud, población del municipio de Teruel.-N. del T.]. Se produjeron encarnizados combates, con graves pérdidas en muertos y heridos entre los romanos. Venció finalmente la tenacidad de Fulvio, a quien no hubo fuerza capaz de alejarlo del asedio. Agotados por tantas batallas, los celtíberos se retiraron y la ciudad, una vez desaparecida la ayuda, fue tomada en pocos días y saqueada. El pretor dio el botín a los soldados. Aparte de esta captura, Fulvio no hizo nada más digno de mención, ni tampoco Publio Manlio, más allá de concentrar sus fuerzas dispersas. Ambos retiraron sus ejércitos a sus cuarteles de invierno. Estos fueron los hechos de este verano en Hispania. Terencio, tras ceder su mando allí, entró en la Ciudad en ovación. Llevó a casa nueve mil trescientas veinte libras de plata, ochenta y dos libras de oro y siete coronas doradas con un peso de sesenta libras [o sea, 3047,64 kilos de plata y 46,4 kilos de oro.-N. del T.].
[40,17] Durante aquel año, una comisión viajó de Roma para ejercer un arbitraje entre el gobierno cartaginés y el rey Masinisa a cuenta de la reclamación sobre cierto territorio que Gala, el padre de Masinisa, había tomado a los cartagineses. Sífax había expulsado a Gala del mismo y después se lo entregó a los cartagineses para congraciarse con su suegro, Asdrúbal. El asunto se debatió ante los romanos tan acaloradamente con argumentos como lo había sido antes con la espada. Masinisa decía que él había recuperado el territorio, como parte de los dominios de su padre, y que lo mantenía por el derecho universal de los pueblos; el suyo era el más fuerte de los dos, tanto por el título como por la posesión efectiva. En lo único que temía poder estar en desventaja era en que los romanos se mostrasen demasiado escrupulosos, por no querer favorecer a un monarca que era su amigo y aliado a costa de un pueblo que era enemigo común de ambos por igual. Los comisionados no decidieron nada en cuanto al derecho de posesión y remitieron todo el asunto al Senado. Tampoco se produjo ninguna novedad en Liguria. Los galos se retiraron a los bosques impenetrables y se dispersaron luego entre sus pueblos y fortalezas. Los cónsules también querían licenciar su ejército y consultaron al Senado sobre el modo de hacerlo. El Senado ordenó que uno de ellos licenciara su ejército y regresara a Roma para la elección de los magistrados del siguiente año; el otro invernaría con sus legiones en Pisa. Había rumores de que los galos transalpinos se estaban armando y no se sabía por qué parte de Italia podrían descender, de manera que los cónsules acordaron que Cneo Bebio marchara para celebrar las elecciones, pues su hermano Marco era uno de los candidatos.
[40.18] Los nuevos cónsules fueron Marco Bebio Tánfilo y Publio Cornelio Léntulo -para el año 181 a.C.-. Se les asignó la Liguria como provincia. En la elección de pretores fueron elegidos dos Fabios, Quinto Máximo y Quinto Buteo, así como Tiberio Claudio Nerón, Quinto Petilio Espurino, Marco Pinario Rusca y Lucio Duronio. El sorteo distribuyó las provincias como sigue: la pretura urbana correspondió a Quinto Petilio, la peregrina fue para Fabio Máximo, la Galia fue para Quinto Fabio Buteo, Sicilia para Tiberio Claudio Nerón, Cerdeña para Marco Pinario y la Apulia correspondió a Lucio Duronio, quien también añadiría a los Histros, pues se recibieron avisos desde de Tarento y Brindisi acerca de que los campos de la costa están siendo saqueadas por piratas de ultramar. La misma queja fue hecha por Marsella, acerca de las naves de los ligures. Se pasó luego a establecer las necesidades militares: Se asignaron cuatro legiones a los cónsules, cada una compuesta por cinco mil doscientos infantes y trescientos jinetes romanos, así como quince mil infantes y ochocientos jinetes alistados de los aliados latinos. Se les prorrogó el mando a los anteriores pretores en Hispania, con los ejércitos que ya tenían, y se les enviaron refuerzos en número de tres mil ciudadanos romanos de a pie y doscientos jinetes, junto a seis mil infantes y trescientos jinetes aliados. No se descuidaron los asuntos navales. Los cónsules designaron dos duunviros [los duunviros navales no eran por entonces mandos permanentes, se elegían para armar las flotas y mandarlas.-N. del T.], que se encargarían de botar veinte naves tripuladas por ciudadanos romanos que antes hubieran sido esclavos y con la oficialidad compuesta únicamente por ciudadanos nacidos libres. Los duunviros se encargarían de la defensa de la costa, cada uno al mando de diez naves, quedando sus demarcaciones divididas por el promontorio de Minerva [se trata de la punta Campanella, frente a la isla de Capri, donde existía un templo dedicado a aquella diosa.-N. del T.], donde se situaba la divisoria; el área de operaciones de uno se extendía desde aquel punto hacia el oeste, hacia Marsella; el del otro iba hacia el sur y el este, hasta Bari [la antigua Bario.-N. del T.].
[40,19] Muchos fueron testigos de terribles presagios en Roma este año, informándose de otros en el exterior. Llovió sangre donde los templos de Vulcano y la Concordia, anunciando los pontífices que se habían agitado las lanzas [se supone que Livio se refiere aquí a las doce lanzas del templo de Marte.-N. del T.] y que la imagen de Juno Sospita en Lanuvio había derramado lágrimas. Se propagó una epidemia tan grave por los mercados, la Ciudad y los campos que Libitina apenas fue capaz de suministrar lo preciso para los funerales [Libitina es una diosa del inframundo, los muertos y los entierros; tenía su santuario en un bosque sagrado sobre el Esquilino, donde se podía encontrar cuanto los enterradores precisaban para su oficio.-N. del T.]. Muy alarmados por estos signos y por los estragos de la peste, los senadores decretaron que los cónsules debían proceder al sacrificio de víctimas adultas a las deidades que considerasen convenientes, así como que los decenviros consultaran los Libros Sibilinos. Por decreto de los decenviros se ofrecieron rogativas especiales en todos los santuarios durante todo un día. También por su consejo, el Senado aprobó y los cónsules ordenaron mediante un edicto la ofrenda de rogativas y la suspensión del trabajo durante tres días en toda Italia. Debido a una revuelta en Córcega y a los ataques de los ilienses en Cerdeña [pueblo que habitaba la zona montañosa de la isla.-N. del T.], se decidió alistar ocho mil infantes y trescientos jinetes aliados para que el pretor Marco Pinario los llevara consigo a Cerdeña; pero fue tal la extensión y la mortal naturaleza de la peste que los cónsules informaron de que no se pudo alcanzar aquel número por culpa de la gran mortandad y extensión de la enfermedad. Se ordenó al pretor que tomase de Cayo Bebio, que estaba invernando en Pisa, los soldados que le faltaban y que desde allí navegara a Cerdeña. El pretor Lucio Duronio, a quien había correspondido la provincia de Apulia, se le encargó además una investigación sobre las Bacanales, algunos remanentes de las cuales habían salido a la luz el año anterior, como brotes surgidos de las anteriores. Lucio Pupio, el pretor anterior, había iniciado una investigación, pero no se había llegado a una conclusión definitiva. El Senado dio órdenes a los nuevos pretores para que cortasen el mal para que no se extendiera nuevamente. Bajo la autoridad del Senado, los cónsules presentaron ante el pueblo una propuesta de ley para impedir el fraude electoral [fue la llamada Lex Cornelia Baebia de ambitu, que se vino a unir a la Lex Poetelia (358 a.C.) y a la que seguirían la lex Acilia Calpurnia (67 a.C.), la Lex Tullia (63 a.C.), la lex Licinia (55 a.C.) y La lex Pompeia (52 a.C.) en tiempos republicanos.-N. del T.].
[40,20] Fueron después presentadas algunas delegaciones ante el Senado. Las primeras en ser recibidas fueron las de los reyes Eumenes, Ariarates de Capadocia y Farnaces del Ponto. Solo se les respondió que se enviarían comisiones para examinar y resolver las reclamaciones que presentaban. A estas les siguieron los embajadores de los refugiados lacedemonios y los aqueos; a los exiliados se les dio esperanzas de que el Senado escribiría a los aqueos para que los repatriaran. Los aqueos informaron, para satisfacción de la Curia, sobre la recuperación de Mesene y cómo se habían resuelto allí las cosas. También llegaron dos embajadores enviados por Filipo de Macedonia: Filocles y Apeles. No fueron enviados para obtener nada del Senado, sino simplemente para observar cuanto ocurría y averiguar cuáles eran aquellas conversaciones que Perseo había acusado a Demetrio de mantener con los romanos, particularmente con Tito Quincio, sobre la sucesión al trono en perjuicio de su hermano. El rey había enviado a estos hombres en la creencia de que eran imparciales y no estaban sesgados a favor de ninguno; sin embargo, también ellos eran agentes y cómplices en la traición de Perseo contra su hermano. Demetrio, ignorante de todas las intrigas de su hermano contra él, salvo de la que recientemente había salido a la luz, no albergaba ni muchas ni pocas esperanzas sobre una reconciliación con su padre; poco a poco, su confianza en los sentimientos de su padre fue menguando al ver que solo tenía oídos para su hermano. Para no dar pie a más sospechas, era más prudente en todo lo que decía y hacía, poniendo especial cuidado en abstenerse de mencionar a los romanos o de cualquier relación con ellos, llegando al extremo de ni siquiera escribirles, al ver que su padre se mostró especialmente molesto por acusaciones como esas.
[40,21] Para evitar que sus soldados se desmoralizasen por la inactividad, así como para evitar cualquier sospecha sobre sus planes de una guerra con Roma, Filipo ordenó a su ejército que se concentrara en Estobos, en Peonia, y desde allí lo condujo hacia Médica. Se había apoderado de él un gran deseo de ascender al monte Hemo, pues compartía la creencia general de que desde aquel punto se podían observar al mismo tiempo el Ponto y el Adriático, el río Histro y los Alpes; pensaba que poder disponer ante sus ojos de esta perspectiva serviría, en no poca medida, a sus planes de guerra contra Roma. Preguntó a los que conocían el país sobre el ascenso al Hemo, coincidiendo todos en que resultaba imposible para un ejército, aunque existía un camino, extremadamente difícil, por el que podrían subir unos cuantos que no llevasen mucho equipo. Había decidido no llevar con él a su hijo menor y, para consolarlo, mantuvo una conversación cariñosa con él preguntándole, tras exponerle las dificultades de la marcha, si debía seguir la marcha o abandonar la empresa. Si continuaba, no obstante, no podía olvidar el ejemplo de Antígono, del que se decía que, estando en medio de una violenta tormenta y con toda su familia a bordo del mismo barco que él, ordenó a sus hijos que recordaran siempre y transmitieran a su posteridad el precepto de que nunca deberían exponerse al peligro al mismo tiempo que toda su familia. Por este motivo, él no expondría a sus dos hijos al mismo tiempo a la posibilidad de un accidente durante lo que se proponía hacer; ya que iba a llevar con él a su hijo mayor, enviaría a Macedonia al más joven para asegurar el futuro y guardar el reino. Demetrio sabía muy bien que la razón por la que se le enviaba de vuelta era para que no estuviera presente en las deliberaciones del consejo de guerra, con el teatro de operaciones a la vista, sobre la ruta más rápida hacia el Adriático y la futura dirección de la guerra. No solo estaba obligado a obedecer la orden de su padre, sino a mostrar su aprobación de la misma, no fuese que un cumplimiento a desgana pudiera levantar sospechas. Para garantizar la seguridad de su viaje a Macedonia, Didas, uno de los pretores reales, que era gobernador de Peonia, recibió órdenes de acompañarlo con una pequeña fuerza. Este hombre también había sido atraído por Perseo a la conspiración contra su hermano, una vez hubo resultado evidente para todos cuál de los hijos gozaba de las preferencias del rey como heredero al trono. Didas recibió instrucciones para ganarse la confianza de Demetrio mediante toda clase de halagos y que con un trato más íntimo pudiera enterarse de todos sus secretos y de sus más escondidos pensamientos. Así, Demetrio partió rodeado por una escolta que suponía para él mayor peligro que si hubiera viajado solo.
[40.22] Filipo, en primer lugar cruzó la Médica. De allí marchó a través del desolado territorio entre Médica y el Hemo, alcanzando al cabo de siete días el pie de la cordillera. Permaneció aquí acampado durante un día para elegir a los que iba a llevar consigo y al día siguiente reanudó su marcha. La primera parte de la ascensión no implicó mucho esfuerzo, pero conforme ganaban terrenos más altos los parajes se volvían más boscosos e impracticables; además, una parte de su ruta transcurría por un paso tan oscuro, por culpa de lo denso del follaje y las ramas entrelazadas, que apenas resultaba visible el cielo. Al acercarse a la cima, todo estaba envuelto en nubes, un acontecimiento poco común en las grandes alturas, y tan densas que se encontraron marchando con tanta dificultad como si fuera de noche. Por fin, al tercer día llegaron a la cumbre. Tras su descenso no dijeron nada para contradecir la creencia popular; sospecho que esto fue más para evitar que la inutilidad de su marcha se convirtiera en objeto de burlas, que porque verdaderamente hubieran podido contemplar desde un solo punto mares, ríos y montañas tan separados en la realidad. Todos estaban agotados por las dificultades de la marcha, y el rey más que ninguno debido a su edad. Levantó allí dos altares, a Júpiter y al Sol, en los que ofreció sacrificios, y comenzó luego el descenso, que le llevó dos días mientras que el ascenso le llevó tres. Temía las frías noches que, aunque estaba en mitad de la canícula, resultaban tan frías como en invierno.
Después de todas las dificultades contra las que había tenido que luchar durante esos cinco días, se encontró una situación poco favorable en el campamento, donde les faltaba de todo. Esto resultaba inevitable en un territorio desierto por todas partes. Después de dar un día de descanso en el campamento a los hombres que había llevado con él, se apresuró a marchar hacia el territorio de los denteletos a tal velocidad que daba la impresión de que estaba huyendo. Este pueblo era aliado suyo, pero debido a la falta de alimentos los macedonios los saquearon como si se encontrasen en territorio enemigo. No contentos con robar los caseríos, devastaron algunas de las aldeas y el rey tuvo que escuchar, profundamente avergonzado, cómo sus aliados invocaban infructuosamente a los dioses que velan por los tratados y su propio nombre. Llevándose de allí un suministro de trigo, regresó a Médica y trató de atacar una ciudad llamada Petra [de impreciso emplazamiento.-N. del T.]. Situó su campamento en una llanura que se extendía en dirección a la ciudad y envió a Perseo, dando un rodeo, con una pequeña fuerza para atacar la plaza desde un terreno más elevado. Amenazados con peligros por todas partes, los habitantes entregaron rehenes y rindieron el lugar por el momento, aunque tan pronto como el ejército se hubo retirado olvidaron a los rehenes, abandonaron la ciudad y huyeron a sus fortalezas montañosas. Filipo regresó a Macedonia con sus hombres agotados en vano por innumerables trabajos y penalidades, y con la mente llena de sospechas hacia su hijo por la astucia y la traición de Didas.
[40.23] Este hombre, como ya he mencionado anteriormente, había sido enviado como escolta de Demetrio. El joven e imprudente príncipe estaba enojado, y no sin razón, por la forma en que los suyos le trataban. Didas le adulaba y fingía estar indignado por su situación; ofreciéndole su ayuda en todos los aspectos, le prometió lealtad y, de esta manera, logró arrancarle sus pensamientos secretos. Demetrio estaba meditando el huir con los romanos, y tenía esperanza de escapar de manera segura a través de Peonia. Que el gobernador de esta provincia hubiera ofrecido su ayuda le parecía una bendición caída del cielo. Esta intención fue inmediatamente delatada a su hermano y, por su consejo, comunicada a su padre. En primer lugar se envió una carta a Filipo mientras estaba sitiando Petra. En consecuencia, Herodoro, el principal de los amigos de Demetrio, fue puesto en prisión y se dieron órdenes de vigilar discretamente a Demetrio. Esto más, más que ninguna otra cosa, entristeció al rey a su llegada a Macedonia. Le molestaba mucho esta nueva acusación, pero consideraba que debía esperar el regreso de los que había enviado a Roma para informarse de todo. Durante algunos meses en suspenso, y al fin regresaron sus enviados, después de haber permanecido un tiempo en Macedonia preparando el informe que presentarían tras la vuelta de Roma. Además de todas las demás acusaciones, entregaron al rey una carta sellada con el sello falsificado de Tito Quincio. La carta trataba de disculpar cualquier juicio severo del joven si, en su afán por la corona, había mantenido alguna comunicación con él; pero ni el joven estaba dispuesto a hacer nada que perjudicara a los suyos ni era el presunto autor de la carta hombre capaz de tolerar ninguna conducta desleal. Esta carta hizo más creíbles las acusaciones de Perseo. De inmediato se sometió a torturas a Herodoro, quien murió sin implicar a nadie.
[40,24] Perseo lanzó nuevas acusaciones contra Demetrio ante su padre. Alegó los preparativos de su huida y los sobornos de algunos de los que iban a acompañarlo. La carta falsificada supuestamente procedente de Tito Quincio, dijo, era la mejor prueba de su culpabilidad. No se pronunció, sin embargo, ninguna sentencia referente a la imposición de un severo castigo; la intención era, más bien, condenarlo a muerte en secreto, aunque no porque Filipo sintiera ninguna inquietud por ello, sino para que los planes contra los romanos no quedaran expuestos por una condena pública. Filipo estaba dirigiéndose desde Tesalónica a Demetrias y envió a Demetrio, aún acompañado por Didas, hacia Astreo, en Peonia, y a Perseo a Anfípolis, para recibir los rehenes de los tracios. Se dice que cuando Didas se despedía de él, Filipo le dio instrucciones sobre la muerte de su hijo. Didas organizó un sacrificio, o fingió hacerlo, e invitó a Demetrio al banquete sacrificial, quien se trasladó desde Astreo a Heraclea para tal fin [pudiera tratarse de cualquiera de las dos Heracleas, la Síntica o la Pelagonia.-N. del T.]. Según se dice, el veneno le fue suministrado durante el banquete, dándose cuenta de ello en cuanto bebió la copa. Muy pronto empezó con grandes dolores y, abandonando la mesa, se retiró a su habitación. Una vez en ella entró en agonía, lamentándose contra la crueldad de su padre, acusando a su hermano de parricidio y a Didas de deslealtad. Entonces, entraron en su habitación un tal Tirsis de Estuberra y Alejandro de Berea, quienes lo asfixiaron cubriéndole la cabeza y el cuello con mantas. De esta manera fue asesinado el inocente joven, al que sus enemigos no se contentaron con matar de una sola manera.
[40,25] Durante estos acontecimientos en Macedonia, Lucio Emilio Paulo, cuyo mandato se había ampliado al término de su consulado, marchó contra los ligures ingaunos al comienzo de la primavera. En cuanto hubo acampado en territorio enemigo, llegaron hasta él embajadores que eran realmente espías venidos con la excusa de pedir la paz. Paulo les comunicó que solo llegaría a un acuerdo con los que se rindieran. No rechazaron definitivamente sus condiciones, pero le explicaron que necesitarían tiempo para convencer a su pueblo, que eran gentes rústicas. Se les concedió un armisticio durante diez días y pasaron entonces a solicitar que los soldados no fueran a recoger forraje ni leña más allá de los montes próximos al campamento, pues había allí tierras de cultivo que formaban parte de su territorio. También lograron su consentimiento a esto, concentrando inmediatamente un enorme ejército detrás de aquellas mismas montañas de las que habían mantenido alejado a su enemigo. Lanzaron un violento ataque sobre el campamento romano, asaltando todas las puertas a la vez y sosteniendo el ataque con la mayor violencia durante todo el día. Los romanos no disponían de espacio para avanzar contra ellos, pues no quedaba terreno bastante para formar su línea de batalla. Amontonados en las puertas, defendieron el campamento estorbando más que combatiendo. Al atardecer, el enemigo se retiró y Paulo envió dos jinetes al procónsul, en Pisa, con un despacho en el que le informaba de que su campamento estaba asediado, en violación de un armisticio, y le pedía que acudiera en su ayuda lo antes posible. Bebio había entregado a su ejército al pretor Marco Pinario, que iba de camino a Cerdeña; sin embargo, escribió al Senado informando de que Lucio Emilio estaba bloqueado en su campamento por los ligures y lo hizo también a Marco Claudio Marcelo, cuya provincia era contigua, para que si lo consideraba prudente pudiera él trasladar su ejército de la Galia a la Liguria y liberar a Lucio Emilio de su asedio. Esta ayuda llegaría tarde. Al día siguiente, los ligures renovaron su ataque contra el campamento. Aunque Lucio Emilio sabía que vendrían, y aunque podría haber hecho formar a sus hombres en línea de batalla, se mantuvo dentro de su empalizada para retrasar el combate hasta que Bebio pudiera llevar con su ejército desde Pisa.
[40,26] La carta de Bebio provocó considerable alarma en Roma, se aumentó por la llegada de Marcelo a los pocos días. Este había entregado su ejército a Fabio y le dijo al Senado que no había esperanza de que el ejército en la Galia pudiera trasladarse a Liguria, pues estaba enfrentándose con los histros, que trataban de impedir la formación de la colonia de Aquilea. Fabio, explicó, había marchado hasta allí y no podía volver sobre sus pasos ahora que la guerra había comenzado. Existía una posibilidad de enviar ayuda que, sin embargo, tardaría más de lo que la urgencia exigía, a saber, que los cónsules se apresurasen a marchar a la provincia. Todos los senadores les exigían que lo hicieran. Los cónsules declararon que no partirían hasta que terminase el alistamiento de las tropas y que el retraso no se debía a ninguna negligencia suya, sino a la virulencia de la epidemia. No pudieron, sin embargo, resistir la unánime determinación del Senado y partieron de la Ciudad vistiendo el paludamento, después de haber señalado un día para que los inscritos se concentraran en Pisa. Se facultó a los cónsules para ir alistando indiscriminadamente a los hombres según avanzaban y llevarlos con ellos. Los pretores Quinto Petilio y Quinto Fabio recibieron órdenes de alistar nuevas tropas; Petilio alistaría de urgencia dos legiones de ciudadanos romanos y tomaría el juramento militar a todos los menores de cincuenta años; Fabio requeriría de los aliados latinos quince mil infantes y ochocientos jinetes. Cayo Matieno y Cayo Lucrecio fueron nombrados duunviros navales y se les proporcionó naves equipadas. A Matieno, que estaría al mando de la costa hasta el golfo de la Galia, se le ordenó que llevara su flota tan pronto pudiera a la costa de Liguria, por si pudiera ser de alguna ayuda para Lucio Emilio y su ejército.
[40.27] Como no había signos de recibir ayuda por ninguna parte, Emilio supuso que sus mensajeros a caballo habían sido interceptados y consideró que ya no podía demorar más tiempo sin probar fortuna por sus propios medios. Los ataques del enemigo mostraban menos ánimo y fuerza por lo que, antes de que lanzaran el próximo, formó su ejército tras las cuatro puertas de manera que una vez dada la señal pudieran efectuar una salida simultánea por todas ellas. Añadió otras dos a las cuatro cohortes extraordinarias [los extraordinarii eran soldados escogidos, a los que Polibio llama aplektoi, procedentes de pueblos amigos y aliados de Roma, que solían acompañar al cónsul formando parte de su guardia; los aliados, además de los contingentes principales, proporcionaban cuatro cohortes extraordinarias así como dos alas, también extraordinarias, en número de 1680 y 600 hombres, respectivamente.-N. del T.], con Marco Valerio, uno de sus legados, al mando y les ordenó salir por la puerta pretoria. En la puerta principal derecha situó a los asteros [esta es la traducción castellana correcta del hastati latino que, además, refleja precisamente el tipo de armamento ofensivo portado por el soldado, en contraste con el pilo; en castellano antiguo es todavía más precisa la traducción al emplearse el vocablo «astado/s».-N. del T.] de la primera legión, quedando los príncipes de esta legión en reserva; encargó del mando de todos estos a los tribunos militares Marco Servilio y Lucio Sulpicio. La tercera legión formó de manera similar ante la puerta principal izquierda, con la diferencia de que los príncipes formaron al frente y los asteros en reserva; el mando de esta legión se lo entregó a los tribunos militares Sexto Julio César y Lucio Aurelio Cotta. Quinto Fulvio Flaco, un legado, quedó al mando del ala derecha, formada en la puerta cuestoria. Ordenó que dos cohortes y los triarios de las dos legiones permanecieran protegiendo el campamento. El general recorrió personalmente todas las puertas para arengar a sus hombres, despertando su belicosidad contra el enemigo con todos los argumentos que podía. Acusó de traición a un enemigo que, después de pedir la paz y conseguir una suspensión de hostilidades, se había lanzado a atacar el campamento mientras estaba aún en vigor la tregua, violando el derecho de las naciones. Les remarcaba también que era una vergüenza que un ejército romano estuviera acorralado por ligures, que eran más una horda de ladrones que un ejército regular. Y continuaba: «Si llegáis a salir de aquí por la ayuda de otros y no por vuestro propio valor, ¿con qué cara os enfrentaréis, no digo ya a los soldados que derrotaron a Aníbal, Filipo o Antíoco, sino a aquellos que tantas veces persiguieron y destrozaron a estos mismos ligures que huían asustados como ganado por sus desfiladeros impenetrables? Lo que no se atreverían a hacer los hispanos, los galos, los macedonios o los cartagineses, lo están haciendo hoy estos ligures a los que todavía ayer nos costaba encontrar cuando se escondía entre quebradas ocultas: ¡aproximarse a la empalizada romana y hasta atacar nuestro campamento!» Estas palabras suyas eran respondidas por los gritos unánimes de sus soldados que exclamaban que no era culpa suya que nadie hubiera dado la señal para efectuar una salida; que la diera ahora, y pronto vería que los romanos y los ligures eran iguales que antes.
[40.28] Los dos campamentos de los ligures estaban a este lado de las montañas. Durante los primeros días solían de sus campamentos, marchando en una apropiada formación; luego, no tomaban las armas hasta después de haberse atiborrado de comida y bebida; salían de sus campamentos sin ningún orden, desperdigados por los campos y confiados en que su enemigo no saldría de su empalizada. Cuando se estaban aproximando de esta manera desordenada, se elevó de pronto el grito de guerra que todos a la vez lanzaron en el campamento, incluyendo a los vivanderos y calones, y los romanos salieron contra ellos por todas las puertas. Tanto sorprendió esto a los ligures que pronto se vieron en tanta confusión como su hubieran caído en una emboscada. Durante cierto tiempo hubo alguna apariencia de batalla, se produjo luego una huida en desorden y una masacre de fugitivos por todas partes. Se dio la señal a la caballería para que montase sus caballos y no dejara que ninguno escapase; se empujó a todo el enemigo hacia su campamento y luego se le expulsó de él. Aquel día se dio muerte a más de quince mil ligures y dos mil trescientos cayeron prisioneros. Tres días después se presentó toda la tribu de los ingaunos, rindiéndose y entregando rehenes. Se buscó a los pilotos y marineros que habían estado en los barcos piratas, y se les puso a todos en prisión. Treinta y dos de estos barcos fueron capturados por Matieno frente a la costa de Liguria. Lucio Aurelio Cotta y Cayo Sulpicio Galo fueron enviados a Roma para informar de lo sucedido, así como para solicitar que a Lucio Emilio, habiendo puesto en orden su provincia, se le permitiera partir, trayendo con él a sus soldados y licenciarlos después. Ambas peticiones fueron concedidas por el Senado, que decretó tres días de acciones de gracias en todos los santuarios. Se ordenó a Petilio que licenciara las legiones de ciudadanos y a Fabio que suspendiera el alistamiento de tropas aliadas y latinas. El pretor urbano también recibió órdenes del Senado para que escribiera a los cónsules y les informara de que el Senado consideraba adecuado proceder cuanto antes al licenciamiento de los hombres que se habían alistado apresuradamente.
[40.29] Ese año se fundó una colonia en Gravisca [sobre la vía Aurelia, al suroeste de Cosa y próxima a la actual San Clementino.-N. del T.], en Etruria, sobre un territorio tomado tiempo atrás a los tarquinios. A cada colono se le asignaron cinco yugadas; los triunviros encargados del asentamiento fueron Cayo Calpurnio Pisón, Publio Claudio Pulcro y Cayo Terencio Istra. El año estuvo marcado por la sequía y el fracaso de las cosechas. Dice la tradición que no llovió ni una vez durante seis meses. Durante este año, mientras cavaban a cierta profundidad los cultivadores en unas tierras pertenecientes a Lucio Petilio, un escribano que vivía a los pies del Janículo, se descubrieron dos arcas de piedra de unos ocho pies de largo por cuatro de ancho [2,32 x 1,16 metros.-N. del T.], con las tapas sujetas con plomo. Cada una llevaba una inscripción en latín y griego; una afirmando que allí yacía Numa Pompilio, hijo de Pompo y rey de los romanos, y la otra diciendo que contenía los libros de Numa Pompilio. Cuando el dueño del terreno, por sugerencia de sus amigos, las abrió, encontró vacía la que según la inscripción contenía el cuerpo del rey, sin el menor vestigio de cuerpo humano o de ninguna otra cosa, al haberse descompuesto todo completamente después de tanto tiempo. En el otro había dos paquetes, atados con cuerdas impregnadas en cera, cada uno con siete libros, no solo intactos, sino de apariencia bastante nueva. Había siete en latín, sobre las leyes de los pontífices, y siete en griego que trataban sobre la filosofía de aquella época. Valerio Antias, además, cuenta que había libros pitagóricos, con lo que confirmaba, mediante una mentira verosímil, la creencia general de que Numa fue discípulo de Pitágoras.
Los libros fueron examinados en primer lugar por los amigos que estaban presentes. Al ir creciendo el número de los que los leían, y haciéndose de conocimiento general, Quinto Petilio, el pretor urbano, deseando leer los libros, se los pidió a Lucio. Estaban en términos muy amistosos entre sí, porque cuando Quinto Petilio fue cuestor había proporcionado un puesto a Lucio como escriba de la decuria [como se aprecia por el nomen de ambos, pertenecían a la misma gens.-N. del T.]. Después de leer los pasajes más importantes se dio cuenta de que la mayoría de ellos resultaban perniciosos para la religión. Lucio prometió que tiraría los libros al fuego, pero le dijo que, antes de hacerlo, le permitiría presentar una reclamación por si consideraba tener algún derecho de propiedad, y que aquella reclamación la podría presentar sin que por ello se perturbaran sus relaciones de amistad. El escribano acudió a los tribunos y los tribunos remitieron el asunto al examen del Senado. El pretor declaró que estaba dispuesto a declarar bajo juramento que los libros no debían ser leídos ni preservados. El Senado consideró suficiente la aseveración del pretor y dictaminó que los libros deberían ser quemados lo antes posible en el comicio; Se le abonaría al propietario, como indemnización, la suma que el pretor y la mayoría de tribunos considerase justa. El escribano se negó a aceptarla. Los libros fueron quemados en el comicio, ante la vista del pueblo, en un fuego preparado por los victimarios.
[40,30] Aquel verano se desencadenó una violenta guerra en la Hispania Citerior; los celtíberos habían reunido unos treinta y cinco mil hombres, cifra que casi nunca antes habían alcanzado. Quinto Fulvio Flaco estaba al mando de la provincia. Al oír que los celtíberos estaban armando a sus guerreros, alistó entre los aliados todas las tropas que pudo, pero aun así resultó ser muy inferior numéricamente al enemigo. En los primeros días de la primavera llevó su ejército a la Carpetania y fijó su campamento cerca de la ciudad de Cuerva [la antigua Ebura, luego Libora, en la actual provincia de Toledo.-N. del T.], enviando un pequeño destacamento para ocupar la ciudad. Pocos días después, los celtíberos acamparon al pie de una colina próxima, a unas dos millas de distancia [2960 metros.-N. del T.]. Cuando el pretor romano se dio cuenta de su presencia, envió a su hermano Marco Fulvio con dos turmas de caballería nativa para reconocer el campamento enemigo. Sus instrucciones consistían en acercarse lo más posible a la empalizada para hacerse una idea del tamaño del campamento, pero si veía aproximarse a la caballería enemiga, debía retirarse sin combatir. Obedeció estas órdenes. Durante algunos días no sucedió nada más, aparte de la aparición de estas dos turmas que siempre se retiraban cuando la caballería enemiga salía de su campamento. Finalmente, los celtíberos salieron de su campamento con toda su infantería y caballería, formaron en línea de batalla a medio camino entre los dos campamentos y permanecieron así. El terreno era llano y adecuado para una batalla. Allí les esperaron firmes los hispanos, mientras el general romano mantenía a sus hombres tras su empalizada. Durante cuatro días sucesivos el enemigo formó en el mismo lugar en orden de combate, pero los romanos no se movieron. Después de esto, los celtíberos permanecieron descansando en su campamento, ya que no tenían oportunidad de luchar; solo la caballería salía y tomaba posiciones como en posición de avanzada, por si se producía algún movimiento por parte del enemigo. Ambas partes salían para forrajear y recoger madera en la retaguardia de sus campamentos, no interfiriendo los unos con los otros.
[40,31] Cuando el pretor romano se hubo cerciorado de que, tras tantos días de inactividad, el enemigo no esperaba que él tomase la iniciativa, ordenó a Lucio Acilio que tomase la división de tropas aliadas y a seis mil auxiliares nativos, y que rodeara la montaña que estaba detrás del campamento enemigo. Cuando oyera el grito de guerra, debía cargar hacia abajo contra su campamento. Partiría de noche, para no ser observado. Al amanecer, Flaco envió a Cayo Escribonio, el prefecto de las tropas aliadas, con su caballería extraordinaria del ala izquierda, contra la empalizada enemiga. Cuando los celtíberos vieron que se aproximaban hasta más cerca y con mayores fuerzas de lo que habían solido hacer antes, toda su caballería salió del campamento y dieron así mismo a su infantería la señal para avanzar. Escribonio, actuando según sus instrucciones, en cuanto oyó el estrépito del avance de la caballería enemiga, hizo dar la vuelta a sus caballos y se dirigió hacia su campamento. El enemigo le persiguió a toda velocidad. Iba por delante la caballería, con la infantería a poca distancia y no dudando de que aquel día asaltarían el campamento romano. Ya estaban a no más de media milla de la empalizada. En cuanto Flaco consideró que estaban lo bastante lejos de la protección de su propio campamento, ordenó que salieran sus fuerzas, que habían permanecido formadas tras la empalizada, por tres sitios a la vez. Hizo que lanzaran el grito de guerra con toda la fuerza que pudieran, no solo para estimular el ardor de los combatientes, sino también para que les oyeran los que se encontraban entre las colinas. Estos se lanzaron a la carga de inmediato, como se les había ordenado, contra el campamento enemigo donde no quedaban más de cinco mil hombres de retén. La fuerza de los asaltantes, en comparación con la escasez de su propio número, y la rapidez del ataque los aterrorizaron de tal manera que se tomó el campamento con poca o ninguna resistencia. Una vez capturado, Acilio le prendió fuego por aquella parte en que mejor podría ser visto desde el campo de batalla.
[40.32] Los celtíberos que estaban en la retaguardia fueron los primeros en divisar las llamas; después se corrió la noticia por toda la línea de que el campamento se había perdido y era pasto de las llamas. Esto aumentó el pánico en los enemigos y elevó el ánimo de los romanos. Por un lado les llegaban los gritos victoriosos de sus camaradas y por el otro contemplaban en llamas el campamento enemigo. Los celtíberos dudaron durante unos momentos qué hacer, pues al no quedarles ningún refugio en caso de ser derrotados y estando su única esperanza en sostener la lucha, reiniciaron el combate con mayor determinación. Su centro estaba muy presionado por la quinta legión, pero avanzaron con más confianza contra el ala izquierda romana, donde veían situados a los auxiliares provinciales, que eran de su propia raza, y que habría sido derrotada de no haber llegado en su ayuda la séptima legión. Estando en medio de la batalla, aparecieron las tropas que habían quedado en Cuerva y Acilio se aproximó por la retaguardia del enemigo. Tomados entre ambos, los celtíberos fueron despedazados y los supervivientes huyeron en todas direcciones. Se envió a la caballería tras ellos, dividida en dos grupos, y provocó entre ellos una gran carnicería. Murieron hasta veintitrés mil hombres aquel día y se hizo prisioneros a cuatro mil setecientos; se capturaron quinientos jinetes y ochenta y ocho estandartes militares. Fue una gran victoria, pero no resultó incruenta. De las dos legiones, cayeron algo más de doscientos soldados romanos, ochocientos treinta de los aliados latinos y dos mil cuatrocientos de los auxiliares extranjeros. El pretor llevó a su ejército victorioso de vuelta al campamento. Se ordenó a Acilio que permaneciera en el campamento que había capturado. Al día siguiente, se reunieron los despojos y se recompensó ante todo el ejército a los que habían demostrado notable valor.
[40.33] Los heridos fueron llevados a Cuerva y las legiones marcharon a través de la Carpetania hasta Contrebia [en las proximidades de Daroca, en la provincia de Zaragoza.-N. del T.]. Al ser asediada esta ciudad, sus habitantes pidieron ayuda a los celtíberos. Esta se demoró, no por alguna clase de renuencia por parte de los celtíberos, sino debido a que no pudieron avanzar por los caminos intransitables y ríos desbordados por culpa de las lluvias. Desesperados de recibir ninguna ayuda de sus compatriotas, los habitantes se rindieron. El propio Flaco se vio obligado por las terribles tormentas a trasladar todo su ejército dentro de la ciudad. Los celtíberos, mientras tanto, habían partido desde sus casas ignorantes de la rendición; una vez cesó la lluvia lograron, finalmente, cruzar los ríos y llevaron ante Contrebia. No vieron ningún campamento fuera de las murallas por lo que, pensando que lo habían trasladado a otro lugar o que el enemigo se había retirado, se aproximaron a la ciudad sin tomar ninguna precaución ni mantener la adecuada formación. Los romanos lanzaron una salida por las dos puertas y, atacándolos mientras estaban desordenados, los derrotaron. Lo mismo que les hizo imposible resistir, es decir, su no marchar en un solo grupo o formando junto a sus estandartes, ayudó a que la mayoría huyera, pues todos los fugitivos se dispersaron por los campos y en ninguna parte pudieron los romanos interceptar a un número considerable de ellos juntos. No obstante, los muertos ascendieron a doce mil y los prisioneros a más de cinco mil; también se capturaron cuatrocientos caballos y sesenta y dos estandartes. Los fugitivos dispersos se dirigieron a sus hogares y al encontrarse con otro cuerpo de celtíberos, que marchaban hacia Contrebia, los detuvieron y les informaron de la rendición de la plaza y de su propia derrota. Rápidamente, todos se dispersaron y volvieron a sus fortalezas y pueblos. Partiendo de Contrebia, Flaco llevó las legiones a través de la Celtiberia, devastando el país según marchaba y asaltando muchos de los castillos hasta que la mayor parte de aquel pueblo vino a rendirse.
[40,34] Tales fueron los hechos ocurridos este año en Hispania Citerior. En la Hispania Ulterior, el pretor Manlio libró varios combates con éxito contra los lusitanos. Aquel año se fundó la colonia latina de Aquilea, una ciudad situada en tierras pertenecientes a los galos, que recibió un grupo de colonos en número de tres mil infantes, a los que se asignaron cincuenta yugadas mientras que los centuriones recibieron cien y los de caballería recibieron ciento cuarenta [13,5 Ha, 27 Ha y 37,8 Ha, respectivamente.-N. del T.]. Los triunviros que la fundaron fueron Publio Cornelio Escipión Nasica, Cayo Flaminio y Lucio Manlio Acidino. Se dedicaron dos templos durante el año, uno a Venus Ericina, en la puerta Colina -este templo había sido prometido por Lucio Porcio durante la guerra Ligur y fue consagrado por su hijo-; el otro era el templo de la Piedad, en el foro de las verduras. Manio Acilio Glabrión, el duunviro, dedicó este templo y erigió una estatua dorada de su padre Glabrión, la primera de este tipo erigida en Italia [como señala José Antonio Villar Vidal en su traducción para la editorial Gredos, se trataba de una estatua ecuestre de un hombre, pues las anteriores estatuas doradas eran solo de dioses.-N. del T.]. Él mismo había prometido este templo el día de su batalla contra Antíoco, en las Termópilas, y se había encargado también de la adjudicación de su construcción, de conformidad con un senadoconsulto. Por los mismos días en que se dedicaron estos templos, el procónsul Lucio Emilio Paulo celebró su triunfo sobre los ligures ingaunos. Llevó en su procesión veinticinco coronas de oro, sin ningún otro oro ni plata más en el triunfo. Muchos jefes ligures caminaron como prisioneros delante de su carro. Entregó a cada soldado, como su parte en el botín, trescientos ases. Su triunfo fue notable por la presencia de embajadores ligures, que habían venido a suplicar una paz perpetua; tan firmemente se había decidido el pueblo ligur a no tomar las armas, excepto a petición del pueblo romano. Por orden del Senado, el pretor les respondió que no resultaba nueva aquella petición por parte de los ligures: ellos mismos eran los más interesados en mostrar un nuevo ánimo e inclinación en consecuencia con aquella. Deberían presentarse a los cónsules y hacer lo que les ordenasen, pues el Senado no creería más que a los cónsules respecto a la sinceridad de la petición de paz de los ligures. Se hizo la paz en Liguria. En Córcega hubo enfrentamientos con los nativos, Marco Pinario mató a dos mil de ellos en combate. Por esta derrota, se vieron obligados a entregar rehenes y cien mil libras de cera [32700 kilos.-N. del T.]. Pinario llevó a su ejército a Cerdeña y libró combates victoriosos contra los ilienses, una tribu que a día de hoy aún no está completamente pacificado. En el transcurso de este año, fueron devueltos a los cartagineses cien rehenes, concediéndoles el pueblo romano la paz no solo en su nombre, sino en el de Masinisa, cuya guarnición ocupaba el territorio en disputa.
[40,35] La provincia de los cónsules se mantuvo tranquila. Marco Bebio fue llamado de vuelta a Roma para celebrar las elecciones. Los nuevos cónsules fueron Aulo Postumio Albino Lusco y Cayo Calpurnio Pisón. Fueron elegidos pretores Tiberio Sempronio Graco, Lucio Postumio Albino, Publio Cornelio Mámula, Tiberio Minucio Molículo, Aulo Hostilio Mancino y Cayo Menio. Todos estos magistrados tomaron posesión de sus cargos el quince de marzo -180 a.C.-. Al comienzo del año de consulado de Aulo Postumio Albino y Cayo Calpurnio Pisón, el cónsul Aulo Postumio presentó ante el Senado al general [legatvs: el comandante de una legión, aunque el nombre también designaba a un embajador.-N. del T.] Lucio Minucio y a dos tribunos militares, Tito Menio y Lucio Terencio Masiliota, que habían venido desde la Hispania Citerior enviados por Quinto Fulvio Flaco. Informaron de las dos batallas victoriosas, la rendición de los celtíberos y el cumplimiento de la misión ordenada; también comunicaron al Senado que aquel año no había necesidad de enviar la paga que habitualmente se remitía ni tampoco suministrar al ejército trigo para aquel año. Solicitaron luego que se tributaran honores por estos éxitos a los dioses inmortales y que se permitiera a Quinto Fulvio que trajera de vuelta de Hispania, a su regreso, el ejército cuyo valor tantos servicios le había prestado a él y a tantos pretores antes que él. Y no solo porque se les debiera esto, sino porque resultaba casi inevitable al estar los soldados tan determinados que resultaba prácticamente imposible retenerles más tiempo en la provincia; si no se les licenciaba, estaban dispuestos a partir sin órdenes o, de ser mantenidos allí a cualquier precio, rebelarse peligrosamente.
El Senado ordenó a los cónsules que tuviesen Liguria como su provincia. A continuación, los pretores sortearon las suyas. La Hispania Citerior correspondió a Tiberio Sempronio. Como iba a relevar a Quinto Fulvio, no quería que la provincia quedara despojada de soldados veteranos y, en consecuencia, pronunció en el Senado el siguiente discurso: «Te pregunto, Lucio Minucio, ya que informas de que la provincia está en orden, si crees que los celtíberos se mantendrán fieles hasta el extremo de que se pueda sostener la provincia sin la presencia un ejército. Si no nos puedes asegurar ni darnos garantía alguna de que permanezcan siempre en paz y que, en todo caso, se debe mantener allí un ejército, ¿aconsejarías que el Senado enviase refuerzos para relevar solamente a los soldados que han cumplido ya su periodo de servicio, incorporando los reclutas al antiguo ejército, o dirías que se deberían retirar las legiones veteranas, alistando y enviando allí otras nuevas, sabiendo que el desprecio por los bisoños puede alentar la reanudación de las hostilidades incluso a los bárbaros menos agresivos? Declarar la pacificación y ordenación de una provincia, cuyos habitantes son de natural bélico y agresivo, parece más fácil de decir que de hacer. Según lo que he alcanzado a oír, solo unas pocas comunidades, sobre todo en las que hemos establecido nuestros cuarteles de invierno, están sometidas a nuestra autoridad; las más alejadas están en armas. Bajo estas circunstancias, padres conscriptos, yo declaro desde el principio que estoy dispuesto a tomar el gobierno de la provincia con ejército que está allí ahora mismo. Si Flaco trae con él sus legiones yo escogeré para mis cuarteles de invierno lugares pacificados y no expondré a mis nuevos soldados al más feroz de los enemigos».
[40,36] En respuesta a estas preguntas, el legado dijo que ni él ni nadie podía adivinar cuáles eran las intenciones de los celtíberos en aquel momento o cuáles serían en el futuro. Por tanto, no podía negar que lo mejor sería que se enviase un ejército, pues aún los nativos que habían quedado sometidos no estaban todavía acostumbrados a que se les dominara. Pero la conveniencia de que se precisara un ejército veterano o uno nuevo correspondía decidirla a quien estuviera en condiciones de saber en qué medida los celtíberos iban a respetar la paz y, al tiempo, a quien se hubiera asegurado definitivamente si los soldados permanecerían tranquilos si se les retenía más tiempo en la provincia. Si se debían inferir sus sentimientos a partir de lo que hablaban entre sí o de lo que gritaban cuando su general se les dirigía durante una revista, entonces debía saberse que habían manifestado abiertamente y a gritos que o volvían a Italia con su general o lo mantenían en la provincia con ellos. Esta discusión fue interrumpida por los cónsules, quienes declararon que lo más apropiado sería proceder a la dotación de su provincia antes de decidir sobre el ejército del pretor. Se asignó un ejército totalmente nuevo para los cónsules; dos legiones romanas completas para cada uno, con su correspondiente caballería y la proporción usual de infantes y jinetes aliados y latinos, es decir, quince mil infantes y ochocientos jinetes. Con este ejército, se les encargó hacer la guerra a los ligures apuanos. Se dispuso que Publio Cornelio y Marco Bebio conservaran sus mandos hasta que llegasen los cónsules y que luego, tras licenciar a su ejército, regresaran a Roma.
Entonces se pasó a resolver la cuestión del ejército de Tiberio Sempronio. Se ordenó a los cónsules que alistasen para él una legión nueva, con cinco mil doscientos infantes y cuatrocientos jinetes, junto con una fuerza adicional de mil infantes romanos y cincuenta de caballería. También se les ordenó que exigieran a los aliados latinos siete mil infantes y trescientos jinetes. Tal era el ejército con el que se decidió que Tiberio Sempronio debía marchar a la Hispania Citerior. Se dio permiso a Quinto Flaco para que llevase con él, si lo consideraba adecuado, a aquellos soldados, fueran ciudadanos romanos o aliados, que hubieran sido trasladados a Hispania antes del consulado de Espurio Postumio y Quinto Marcio [antes del 186 a.C.-N. del T.]; también a los que, una vez incorporado el suplemento de tropas, superaran en las dos legiones la cifra de diez mil cuatrocientos infantes y seiscientos jinetes, y de doce mil infantes y seiscientos jinetes aliados y latinos; con los valerosos servicios de estos había contado Flaco en los dos combates victoriosos contra los celtíberos. También se decretó una acción de gracias por sus buenos servicios al Estado. Los restantes pretores fueron enviados a sus provincias seguidamente; Quinto Fabio Buteo vio prorrogado su mando en la Galia. Se decidió que aquel año solo deberían estar en servicio ocho legiones, además del antiguo ejército de la Liguria que sería licenciado en breve. Incluso aquella fuerza costó alistarla con dificultad, debido a la epidemia que desde hacía tres años estaba devastando Roma e Italia.
[40.37] La muerte del pretor Tiberio Minucio, y no mucho después la del cónsul Cayo Calpurnio, a las que siguieron las de muchos hombres distinguidos de todos los órdenes, llegó a considerarse un presagio. Se encargó a Cayo Servilio, el Pontífice Máximo, que indagara el método para aplacar la ira de los dioses y, a los decenviros, que consultaran los Libros Sibilinos. Se ordenó al cónsul que prometiera con voto regalos y estatuas doradas a Apolo, Esculapio y Salus, lo que hizo así. Los decenviros de los Libros Sagrados determinaron que se debían practicar rogativas durante dos días en la Ciudad, así como en todos los lugares de mercado y los lugares de uso público. Todos los mayores de doce años de edad deberían tomar parte en las rogativas, llevando guirnaldas y portando ramos de laurel en las manos. Los ciudadanos comenzaron a sospechar que aquello era algo intencionado, y el Senado ordenó que se investigara algunos casos de presunto envenenamiento. Se encargó de esta investigación al pretor Cayo Claudio, que había sido elegido para sustituir a Tiberio Minucio, tanto en la Ciudad como dentro de un radio de diez millas a partir de ella; los hechos cometidos a partir del décimo miliario serían investigados en los lugares de mercado y de uso público por el pretor Cayo Menio antes de partir para su provincia de Cerdeña. La muerte del cónsul despertó fuertes sospechas. Se decía que lo había asesinado su esposa, Cuarta Hostilia. Cuando su hijo Quinto Fulvio Flaco fue declarado cónsul en puesto de su padrastro, la muerte de Pisón levantó aún más murmuraciones. Aparecieron, además, testigos que afirmaban que después que hubieran sido proclamados cónsules Albino y Pisón, en una elección en que Flaco resultó derrotado, su madre le había reprochado que hubiese fracasado tres veces en su candidatura al consulado, llegando a decirle que se preparase para desempeñar el cargo, pues ella se encargaría de que en menos de dos meses se le nombrase cónsul. Este comentario de ella, entre otras muchas pruebas, tuvo bastante peso en el caso, confirmado sobradamente por lo que luego ocurrió, para asegurar la condena de Hostilia. Al inicio de aquella primavera, habiendo sido elegido en Roma un cónsul y habiendo muerto su compañero, debiendo alistar nuevas tropas y siendo preciso que se celebrasen elecciones para elegir al cónsul que faltaba, los cónsules partieron algo más tarde de lo acostumbrado. Publio Cornelio y Marco Bebio, que durante su consulado no habían hecho nada digno de mención, llevaron entonces sus ejércitos contra los ligures apuanos.
[40,38] Esta tribu de Liguria, que no esperaba el inicio de las hostilidades antes de la llegada de los nuevos cónsules, fue tomada completamente por sorpresa y, tras una aplastante derrota, se rindieron en número de doce mil hombres. Previa consulta al Senado, por carta, Cornelio y Bebio decidieron llevarlos desde sus montañas hasta algún territorio llano y abierto, lejos de sus casas, desde donde no tuvieran esperanzas de regresar, pues no veían otro modo de dar fin a la guerra ligur. Había ciertas tierras en el Samnio que formaban parte de las propiedades del Estado y que habían antes pertenecido a Taurasi [la antigua Taurasia, en la actual provincia de Avellino, sometida por Roma en el 298 a.C.]. Los cónsules deseaban asentar a los ligures en aquel territorio por lo que les ordenaron que descendieran desde Anido y sus hogares en las montañas, con sus mujeres e hijos, llevando con ellos todas sus propiedades. Los ligures les suplicaron insistentemente mediante sus embajadores, pidiendo que no se les obligara a abandonar a sus penates, los hogares donde habían nacido y las tumbas de sus antepasados, prometiendo entregar las armas y rehenes. Cuando vieron que todas sus súplicas resultaban infructuosas y sabiendo que no tenían la suficiente fuerza como para hacer la guerra, obedecieron el edicto de los cónsules. Unos cuarenta mil hombres libres, con sus esposas e hijos, fueron trasladados a expensas del Estado; se les proporcionó ciento cincuenta mil denarios de plata para que pudieran adquirir lo necesario para sus nuevos hogares [unos 585 kilos de plata.-N. del T.]. Cornelio y Bebio también fueron autorizados a distribuir y asignar la tierra; solicitaron, sin embargo, que se nombraran cinco delegados para ayudarles, lo que hizo el Senado. Después de terminar esta labor, llevaron su ejército de veteranos a Roma, donde el Senado decretó un triunfo para ellos. Estos hombres fueron los primeros en disfrutar de un triunfo sin haber librado ninguna guerra. Sólo llevaron delante de su carro a las víctimas para el sacrificio; no hubo prisioneros, ni botín ni nada que repartir entre los soldados.
[40,39] Como su sucesor tardó un poco en llegar a Hispania, Fulvio Flaco sacó a sus ejércitos de los cuarteles de invierno y empezó a devastar las zonas más alejadas de la Celtiberia, donde sus habitantes no habían llegado a rendirse. Mediante esta acción, irritó más que intimidó a los indígenas, que secretamente reunieron una fuerza y bloquearon el paso Manlio [se trata del puerto de Morata, no lejos de la actual Calatayud, provincia de Zaragoza, en el valle del Jalón.-N. del T.], por donde estaban casi seguros que marcharían los romanos. Graco había encargado a su colega, Lucio Postumio Albino, que informara a Quinto Fulvio de que debía llevar su ejército a Tarragona, donde tenía intención de licenciar a los soldados veteranos, incorporar los refuerzos a las distintas unidades y reorganizar todo el ejército. Fulvio también fue informado de que estaba próxima la fecha de la llegada de su sucesor. Esta información obligó a Flaco a abandonar sus proyectadas operaciones y retirar a toda prisa su ejército de la Celtiberia. Los bárbaros, ignorantes de la verdadera razón y pensando que se había dado cuenta de su ausencia y de que se habían armado secretamente, pusieron aún más empeño en el bloqueo del paso. Cuando la columna romana entró en el puerto, el enemigo se precipitó sobre ellos desde ambos lados. En cuanto Flaco vio esto, se apresuró a controlar los primeros síntomas de desorden en la columna, dando a los centuriones la orden de que todos los hombres se mantuvieran donde estaban y dispusieran sus armas. Reuniendo en un solo punto los bagajes y los animales de carga, logró por sus propios esfuerzos, los de sus legados y sus tribunos militares, disponer sus fuerzas en la formación de combate que requería el momento y el lugar, sin alterarse en absoluto. Recordó a sus hombres que se enfrentaban a aquellos que ya se habían rendido dos veces, personas traidoras y viles en las que hasta entonces no había crecido ninguna virtud ni valor. Con aquello, el enemigo les había dado la posibilidad de alcanzar un regreso glorioso y memorable; llevaría en triunfo a Roma las espadas enrojecidas por la sangre de los enemigos y el botín goteando su sangre. El tiempo no le permitió decir más, el enemigo estaba sobre ellos y los combates habían empezado ya en los puntos más alejados. A continuación, las dos líneas chocaron.
[40.40] La batalla resultó porfiada en todos los sectores, pero con suerte diversa. Los legionarios lucharon espléndidamente y las dos alas tampoco pusieron menos empeño. Los auxiliares extranjeros no pudieron mantener sus posiciones, al enfrentarse a quienes, aunque armados de la misma manera que ellos, les superaban como guerreros. Cuando los celtíberos vieron que en una batalla regular y con sus líneas formadas resultaban inferiores a las legiones, lanzaron un ataque en formación de cuña, maniobra que les daba tal fuerza que resultaban imposibles de resistir, fuera cual fuese el terreno al que los llevase su presión. También ahora provocaron el desorden en las legiones y casi rompieron la línea romana. Fulvio, viendo este desorden, galopó hasta la caballería legionaria y les dijo: «A menos que vengáis al rescate, este ejército estará acabado». Todos le gritaron que por qué no les decía qué quería que hiciesen, que ellos estaban prontos a cumplir sus órdenes. Él les respondió: «que doblen las turmas [se refiere una maniobra por la que forma una turma detrás de otra, dando profundidad a la línea de caballería y, por lo tanto, potencia de choque a la masa de jinetes.-N. del T.] los jinetes de ambas legiones y lanzad a vuestros caballos donde la cuña enemiga está presionando a los nuestros. Vuestra carga tendrá más fuerza si lanzáis los caballos sin riendas, como se dice que hicieron muchas veces los jinetes romanos cubriéndose de gloria. Quitaron el bocado a los caballos y cargaron contra la cuña desde ambas direcciones en dos veces, a la ida y a la vuelta, provocando una gran masacre entre el enemigo y quebrando sus lanzas. Cuando fracasó la cuña en la que habían puesto todas sus esperanzas, los celtíberos se desanimaron por completo y abandonaron casi cualquier intento de lucha, empezando a buscar a su alrededor un modo de escapar. Cuando la caballería auxiliar vio la notable hazaña de los jinetes romanos, también ellos, encendidos por el valor de los otros y sin esperar órdenes, espolearon sus caballos contra el enemigo que estaba ya completamente desordenado. Esto resultó ser decisivo, los celtíberos huyeron precipitadamente en todas direcciones y el comandante romano, viendo como volvían la espalda, prometió un templo a la Fortuna Ecuestre y la celebración de solemnes Juegos en honor a Júpiter Óptimo Máximo. Los celtíberos, dispersándose al huir, fueron despedazados por todo el paso. Se afirma que ese día murieron diecisiete mil enemigos y que se capturó con vida a más de tres mil setecientos, junto con setenta y siete estandartes militares y cerca de seiscientos caballos. El ejército victorioso permaneció acampado aquel día en su propio campamento. La victoria no se alcanzó sin pérdidas: perecieron en el campo de batalla cuatrocientos setenta y dos soldados romanos, mil diecinueve aliados y latinos, así como tres mil auxiliares. Con su antigua gloria así renovada, el ejército victorioso marchó hacia Tarragona. Tiberio Sempronio, que había llegado dos días antes, salió al encuentro de Fulvio y le felicitó por haber prestado un brillante servicio a la República. Con el mayor acuerdo entre ellos, decidieron qué soldados debían ser licenciados y cuáles debían continuar. Tras relevar a los que ya habían cumplido su tiempo de servicio, Fulvio se embarcó con ellos para Italia y Sempronio condujo las legiones a la Celtiberia.
[40.41] Los dos cónsules avanzaron contra los ligures por diferentes vías. Postumio, con la primera y la tercera legión, se aproximó rodeando los montes de Balista y Leto y envió destacamentos para que bloqueasen los pasos. Cortando así los suministros del enemigo y reduciéndolos a una completa miseria, los obligó a someterse. Fulvio partió desde Pisa con la segunda y la cuarta legión, marchó contra aquellos de los ligures apuanos que habitaban en las proximidades del río Macra y, tras recibir su rendición, hizo embarcar a unos siete mil de ellos que, tras navegar a lo largo del mar Tirreno [el mar etrusco, en el original latino.-N. del T.], fueron desembarcados en Nápoles. Desde allí fueron trasladados al Samnio, asignándoseles tierras entre sus propios compatriotas. Los ligures que habitaban en las montañas, vieron cortadas sus viñas e incendiados sus trigales por Aulo Postumio; tras haber sufrido todas las miserias de la guerra, fueron obligados a presentar y entregar sus armas. Desde allí, Postumio navegó en una gira de inspección a lo largo de la costa ocupada por los ligures ingaunos y los intemelios [es la zona donde se encuentra la actual Vintimiglia, que deriva su nombre de ellos.-N. del T.]. Aulo Postumio estaba al mando de este ejército, que se encontraba concentrado en Pisa, antes de que se incorporasen los nuevos cónsules. El hermano de Quinto Fulvio, Marco Fulvio Nobilior, que era tribuno militar en la segunda legión, durante sus meses al mando licenció a la legión tras haber hecho jurar a los centuriones que entregarían la paga a los cuestores, con destino al tesoro público. En cuanto Aulo tuvo noticia de esto en Plasencia, donde resultó estar por entonces, siguió a los soldados licenciados y reprendió severamente a aquellos a los que alcanzaba, llevándolos luego a Pisa y dando cuenta al cónsul de los demás. El cónsul llevó este asunto ante el Senado, que aprobó un senadoconsulto disponiendo que Marco Fulvio debía ser relegado a alguna parte de Hispania más allá de Cartagena, enviándole una carta el cónsul, que se debía entregar a Publio Manlio en la Hispania Ulterior. A los soldados se les ordenó que se volvieran a unir a sus estandartes; se dieron órdenes a los cónsules de que, en el caso de que algún soldado no regresara con el ejército, se les vendiera como esclavos a ellos junto con todos sus bienes. Como consecuencia de su vergonzoso comportamiento, se decretó que esta legión sólo recibiría la paga para seis meses de aquel año.
[40,42] Lucio Duronio, el pretor que había estado al mando en Iliria, regresó este año a Brindisi con diez naves. Dejando las naves en el puerto, llegó a Roma y, al presentar el informe de sus actos, achacó toda la culpa por la piratería a Gencio, el rey de Iliria, pues todos los barcos que habían estado devastando las costas del mar Adriático [el mar superior, en el original latino.-N. del T.] procedían de sus dominios. Afirmó, además, que había enviado emisarios al rey para tratar sobre el asunto, pero no habían tenido oportunidad de reunirse con él. Una embajada de Gencio llegó a Roma y explicó que, en el momento en que los romanos salieron a encontrarse con el rey, este casualmente yacía enfermo en la parte más alejada de su reino. Aquel solicitaba al Senado que no creyera las falsas acusaciones que en su contra hacían sus enemigos. En respuesta a esto, Duronio indicó que, además de los daños provocados a muchos ciudadanos romanos y aliados latinos en sus dominios, se había informado de que había ciudadanos romanos detenidos en Corfú. El Senado decidió que todos ellos deben ser llevados a Roma y que el pretor Claudio Cayo debería investigar su caso. Hasta entonces, no se debe dar respuesta a Gencio o a sus embajadores.
Entre los muchos que este año se vieron arrastrados por la epidemia se encontraban algunos sacerdotes. Murió el pontífice Lucio Valerio Flaco, siendo nombrado en su lugar Quinto Fabio Labeo; el triunviro epulón Publio Manlio [o sea, uno de los encargados de los banquetes rituales de Júpiter.-N. del T.], que acababa de regresar de la Hispania Ulterior, cayó también víctima de la epidemia, siendo sustituido mediante cooptación por Quinto Fulvio, el hijo de Marco, y que aún llevaba la pretexta [la toga praetexta; lo que quiere decir que aún era menor de edad.-N. del T.]. La elección del sustituto para la vacante producida por la muerte de Cneo Cornelio Dolabela, el rey de los sacrificios, llevó a un enfrentamiento entre el Pontífice Máximo, Cayo Servilio, y Lucio Cornelio Dolabela, uno de los duunviros navales. El pontífice le exigía la renuncia a su cargo antes de consagrarlo. Al negarse a hacerlo, el Pontífice le impuso una multa y su apelación a la misma se debatió ante la Asamblea. Cuando varias de las tribus habían declarado con sus votos que el duunviro naval debía cumplir con la exigencia del pontífice, y que si renunciaba a su cargo se le retiraría la multa, sobrevino una señal del cielo indicando que se había producido en el procedimiento un defecto de forma que dejaba sin efecto la asamblea. Por este motivo, los pontífices sintieron escrúpulos religiosos para consagrar a Dolabela, haciéndolo en su lugar con Publio Clelio Sículo, que obtuvo el segundo mayor número de votos. Hacia el final del año murió el Pontífice Máximo. Cayo Servilio Gémino no sólo era Pontífice Máximo, sino también uno de los decenviros de los Libros Sagrados. Quinto Fulvio Flaco fue cooptado como pontífice por el colegio y Marco Emilio Lépido fue elegido Pontífice Máximo en puesto de Gémino de entre muchos candidatos distinguidos. Para ocupar su puesto como decenviro de los Libros Sagrados fue elegido Quinto Marcio Filipo. También murió el augur Espurio Postumio, y los demás augures cooptaron a Publio Escipión, el hijo del Africano, para ocupar la vacante. Durante aquel año, los cumanos enviaron una solicitud, que les fue concedida, para que se les permitiera utilizar el latín como lengua, también se permitió a sus pregoneros que usaran el latín para las subastas.
[40,43] Pisa ofreció tierras para la fundación de una colonia latina, lo que les fue agradecido por el Senado. Los triunviros que la fundaron fueron Quinto Fabio Buteo y Marco y Publio Popilio Lenato. Cayo Menio, a quien había correspondido Cerdeña, también había sido encargado de investigar los casos de envenenamiento que habían sucedido a más de diez millas de la Ciudad [14800 metros.-N. del T.]. Se recibió una carta suya informando de que había condenado a tres mil criminales y que, debido a las pruebas acumuladas, debería ampliarse la investigación; o bien abandonaba la investigación, o bien renunciaba a su provincia. Quinto Fulvio Flaco regresó a Roma con una gran reputación después des hazañas en Hispania. Mientras se encontraba aún fuera de la Ciudad, esperando su triunfo, fue elegido cónsul junto a Lucio Manlio Acidino -para el 179 a.C.-, entrando pocos días después triunfante en la Ciudad, junto a los soldados que había traído consigo. En la procesión fueron llevadas ciento veinticuatro coronas de oro, treinta y un libras de oro, — de plata sin labrar y ciento setenta y tres mil doscientas monedas acuñadas en Huesca [se trata de la antigua Osca, con su conocido argentum oscense que Manuel Gómez Moreno (1949, «Nota sobre numismática ibérica», Misceláneas, Historia-Arte Arqueología, Madrid, p. 183.), aclara en el sentido de que se trataría de dracmas ibéricas de imitación empuritana, con un peso de 4,20 a 4,70 gramos por pieza; en cuanto al oro, las 31 libras mencionadas equivalen a 10,137 kilos de oro.-N. del T.]. Entregó cincuenta denarios a cada legionario, a cuenta del botín, el doble a los centuriones y el triple a la caballería, con las mismas cantidades para los hombres de los aliados latinos. A todos les fue concedida paga doble.
[40.44] Aquel año se aprobó por primera vez una ley fijando la edad en que se podía ser candidato a una magistratura y ejercerla. Fue presentada por Lucio Vilio, un tribuno de la plebe, de quien su familia recibió el sobrenombre de Anales. Después de muchos años, se eligieron cuatro pretores según la ley Bebia, que establecía que se debían elegir cuatro pretores cada dos años. Los elegidos fueron Cneo Cornelio Escipión, Cayo Valerio Levino, y dos hijos de Marco Escévola, Quinto y Publio. Los nuevos cónsules tuvieron asignadas la misma provincia, como sus predecesores, así como la misma cantidad de infantería y caballería, romana y aliada. En las dos Hispanias, Tiberio Sempronio y Lucio Postumio vieron prorrogados sus mandos y conservaron sus ejércitos. Como refuerzo, se ordenó a los cónsules que alistaran tres mil infantes y trescientos jinetes romanos, así como cinco mil infantes y cuatrocientos jinetes aliados latinos. Publio Mucio Escévola recibió la pretura urbana, encargándose también de la investigación sobre los casos de envenenamiento en la Ciudad y dentro de las diez millas desde ella. Cneo Cornelio Escipión obtuvo la pretura peregrina; Quinto Mucio Escévola recibió Sicilia y Cayo Valerio Levino, Cerdeña. Antes de que Quinto Fulvio comenzara sus funciones como cónsul, declaró que deseaba descargarse a él y al Estado de obligaciones religiosas procediendo al cumplimiento de sus votos; el día de su última batalla contra los celtíberos había prometido unos juegos a Júpiter Óptimo Máximo, así como un templo a la Fortuna Ecuestre, habiendo reunido dinero aportado por los hispanos con tal propósito. Se promulgó un decreto aprobando la celebración de los juegos y nombrando duunviros para adjudicar la construcción del templo. Él estableció un límite de gasto para los Juegos: No debería exceder de la suma que se había dispuesto para la celebración de los Juegos, tras la Guerra Etolia, por Fulvio Nobilior; se prohibió al cónsul que requisara, gravara o aceptara nada que contraviniera la resolución aprobada por el Senado durante el consulado de Lucio Emilio y Cneo Bebio [en el 182 a.C.-N. del T.]. El Senado emitió su decreto de esta forma a consecuencia de los extravagantes gastos en que se incurrió durante los Juegos exhibidos por Tiberio Sempronio cuando fue edil; su coste resultó gravoso no solo para Italia y los aliados latinos, sino también para las provincias de fuera [de Italia.-N. del T.].
[40.45] El invierno de aquel año resultó muy duro por culpa de las tormentas de nieve y de toda clase de inclemencias: Los árboles, expuestos a los vientos helados, quedaron destruidos y la estación fría se prolongó más de lo habitual. Una consecuencia de todo ello fue que el Festival Latino quedó interrumpido por una terrible tormenta que estalló repentinamente sobre el monte Albano, ordenando los pontífices que se celebrara de nuevo. La misma tormenta derribó algunas estatuas en el Capitolio y varios edificios quedaron dañados por el rayo, entre ellos el templo de Júpiter en Terracina, el templo Blanco y la Puerta romana en Capua. En muchos sitios fueron derribadas las almenas de las murallas. Mientras tenían lugar todos estos prodigios, llegó noticia de Rieti [la antigua Reate.-N. del T.] diciendo que había nacido una mula con solo tres patas. Se hizo que los decenviros consultaran los Libros Sagrados, y estos anunciaron a qué dioses había que propiciar y qué víctimas se debían ofrecer, ordenando también rogativas especiales durante un día. Después de esto, se exhibieron durante diez días y con gran fastuosidad los juegos que había prometido con voto Quinto Fulvio. Tuvo lugar a continuación la elección de los censores. Los nuevos censores fueron Marco Emilio Lépido, Pontífice Máximo, y Marco Fulvio Nobilior, el que había celebrado su triunfo sobre los etolios. Entre estos dos distinguidos hombres había una enemistad que había causado a menudo muchos enfrentamientos violentos entre ellos en el Senado y ante la Asamblea. Una vez celebrada la elección y según la antigua costumbre, los censores tomaron asiento en las sillas curules en el Campo de Marte, delante del templo de este dios. De repente, se presentaron los senadores principales, acompañados por un gran número de ciudadanos, y Quinto Cecilio Metelo se dirigió a ellos en los siguientes términos:
[40.46] «No hemos olvidado, censores, que acabáis de ser elegidos por el conjunto del pueblo romano para vigilar nuestras costumbres y que somos nosotros los que debemos ser corregidos y regulados por vosotros, no vosotros por nosotros. Estamos, sin embargo, obligados a señalar lo que en vosotros ofende a todos los buenos ciudadanos o lo que, en todo caso, sería preferible que se cambiase. Cuando os contemplamos a cada uno de vosotros por separado, Marco Emilio y Marco Fulvio, sentimos que no hay nadie entre los ciudadanos a los que diéramos preferencia sobre vosotros si se nos llamases nuevamente a votar. Pero cuando os vemos a los dos juntos, no podemos evitar el temor a que no os llevéis bien y que el voto unánime en vuestro favor no beneficie a la república tanto como la dañaría la ausencia de concordia entre vosotros. Durante muchos años habéis mantenido sentimientos de violenta enemistad el uno contra el otro, y existe el peligro de que puedan resultar más peligrosos para nosotros y la república que para vosotros. Muchas consideraciones podría aducir sobre los motivos de nuestros temores, a menos que vuestros corazones estuvieran presos de una ira implacable. Todos nosotros, con una sola voz, os imploramos que pongáis fin este día y en esta tierra sagrada a tales disputas; os pedimos que los hombres a quienes el pueblo romano ha unido mediante su voto, puedan por nosotros reconciliarse entre sí. Que con un solo ánimo y un solo parecer hagáis la lista del Senado, reviséis los caballeros, hagáis el censo y cerréis el lustro; que creáis y queráis verdaderamente que se haga realidad la fórmula que repetiréis en casi todas las plegarias: ‘que este acto resulte ser bueno y de provecho para mi colega y para mí’. En la misma Ciudad donde se enfrentaron en combate, reinaron juntos en concordia Tito Tacio y Rómulo. No solo tienen fin las querellas particulares, sino incluso las guerras; los más mortales enemigos llegan a ser, con frecuencia, los más fieles aliados y, a veces, se convierten hasta en conciudadanos. Con la destrucción de Alba, los albanos fueron trasladados a Roma; los latinos y los sabinos recibieron la ciudadanía. Llegó a ser un proverbio, porque era cierta, la frase común de que «las amistades deben ser inmortales y las enemistades, mortales».
Se escucharon murmullos de aprobación y después las voces de todos, pidiendo lo mismo, ahogaron la del orador. Tras esto, Emilio se quejó, entre otras cosas, de que había sido rechazado dos veces por Marco Fulvio como candidato al consulado, cuando estaba seguro de ganar. Fulvio, por su parte, protestó por haber recibido constantes provocaciones de Emilio y de haber efectuado diversas promesas para deshonrarle. No obstante, cada uno de ellos señaló que, si el otro estaba dispuesto, cederían a la autoridad de ciudadanos tan notables. Como todos los presentes insistieron en su demanda, los censores tomaron cada uno las manos del otro y dieron su palabra de disipar todo sentimiento de ira y poner fin a sus disputas. Fueron llevados a continuación, en medio del aplauso general, hasta el Capitolio, donde el Senado elogió y aprobó tanto la preocupación de los principales como la flexibilidad de los censores. Los censores solicitaron que se les concedieran fondos para gastarlos en obras públicas y se les asignaron los ingresos de un año.
[40.47] Los propretores en Hispania, Lucio Postumio y Tiberio Sempronio, acordaron un plan conjunto de operaciones: Albino marcharía a través de la Lusitania contra los vacceos y regresaría luego a la Celtiberia; de estallar una guerra más importante, Graco se encontraría en las fronteras más lejanas de la Celtiberia. Este se apoderó al asalto de la ciudad de Munda, mediante un ataque nocturno por sorpresa. Después de tomar rehenes y poner una guarnición en la ciudad, siguió su marcha, asaltando los castillos y quemando los cultivos, hasta llegar a otra ciudad de excepcional fuerza, a la que los celtíberos llamaban Cértima [dado que Munda se suele identificar con la actual Montilla (ver Libro 24.42), en la provincia de Córdoba, y Cértima con la actual Cártama, en la de Málaga, se puede conjeturar que la campaña de Graco se desarrolló en una dirección bien lejos de la Celtiberia.-N. del T.]. Se encontraba ya aproximando sus máquinas contra las murallas cuando llegó una delegación de la ciudad. Sus palabras mostraban la sencillez de los antiguos, pues no trataron de ocultar su intención de seguir la lucha si disponían de los medios. Pidieron permiso para visitar el campamento celtíbero y pedir ayuda; si se les rehusaba, decidirían por sí mismos. Graco les dio permiso y regresaron a los pocos días, trayendo con ellos diez enviados. Era el mediodía, y la primera petición que hicieron al pretor fue que ordenara que se les diera algo para beber. Después de vaciar las tazas pidieron más, ante lo que los presentes estallaron en carcajadas por su rudeza e ignorancia del comportamiento adecuado. A continuación, los más ancianos entre ellos hablaron así: «Hemos sido enviados por nuestro pueblo -dijeron- para averiguar qué es lo que te hace sentir confianza para atacarnos». Graco les contestó diciéndoles que él confiaba en su esplendido ejército y que si deseaban verlo por sí mismos, para poder dar completa cuenta a los suyos de él, les daría la oportunidad de hacerlo. Dio luego orden a los tribunos militares para que todas las fuerzas, tanto de infantería como de caballería, se equiparan al completo y maniobrasen con sus armas. Después de esta exposición, se despidió a los enviados y estos disuadieron a sus compatriotas de enviar cualquier tipo de socorro a la ciudad sitiada. Los habitantes de la ciudad, después de tener fuegos encendidos en lo alto de las torres de vigilancia, que era la señal acordada, viendo que era en vano y que les había fallado su única esperanza de ayuda, se rindieron. Se les impuso un tributo de guerra de dos millones cuatrocientos mil sestercios. Asimismo, debían renunciar a cuarenta de sus más nobles jóvenes caballeros; pero no como rehenes, pues iban a servir en el ejército romano, sino como garantía de su fidelidad.
[40.48] Desde allí avanzó hasta la ciudad de Alce [en las proximidades de Campo de Criptana, provincia de Ciudad Real.-N. del T.], donde estaba el campamento de los celtíberos del que habían llegado poco tiempo atrás los enviados. Durante algunos días se limitó a hostigar al enemigo mediante el envío de escaramuzadores contra sus puestos avanzados, pero cada día los enviaba en mayor cantidad para intentar sacar todas las fuerzas enemigas fuera de sus fortificaciones. Cuando vio que había logrado su objetivo, ordenó a los prefectos de las tropas auxiliares que presentaran poca resistencia y luego se dieran la vuelta, huyendo precipitadamente hacia su campamento, como si fueran superados numéricamente. Él, mientras tanto, dispuso a sus hombres en cada una de las puertas del campamento. No había pasado mucho tiempo cuando vio a sus hombres huyendo de vuelta, con los bárbaros persiguiéndoles en desorden. Mantuvo hasta este punto a sus hombres detrás de su empalizada y entonces, esperando únicamente hasta que los fugitivos encontraron refugio en el campamento, lanzó el grito de guerra y los romanos irrumpieron por todas las puertas de forma simultánea. El enemigo no pudo hacer frente a este ataque inesperado. Habían llegado para asaltar el campamento romano y ahora ni siquiera pudieron defender el suyo. Derrotados, puestos en fuga e impulsados por el pánico detrás de sus empalizadas, perdieron finalmente su campamento. Aquel día murieron nueve mil hombres, fueron capturados trescientos veinte prisioneros y se tomaron ciento doce caballos y treinta y siete estandartes militares. Del ejército romano, cayeron ciento nueve hombres.
[40.49] Después de esta batalla, Graco llevó las legiones a la Celtiberia, que devastó y saqueó. Cuando los nativos vieron tomados sus bienes y ganados, sometiéndose voluntariamente algunas tribus y otras por miedo, en pocos días aceptó la rendición de ciento tres ciudades y consiguió una enorme cantidad de botín. Marchó después de vuelta a Alce y comenzó el asedio de aquel lugar. Al principio los habitantes resistieron los asaltos, pero cuando se vieron atacados por máquinas de asedio además de por armas, dejaron de confiar en la protección de sus murallas y se retiraron todos a la ciudadela. Por último, enviaron emisarios poniéndose ellos y todos sus bienes a merced de los romanos. Aquí se capturó una gran cantidad de botín, así como muchos de sus nobles, entre los que se encontraban dos hijos y la hija de Turro. Este hombre era el régulo de aquellos pueblos, y con mucho el hombre más poderoso de Hispania. Al enterarse del desastre a sus compatriotas, mandó a solicitar un salvoconducto para visitar a Graco en su campamento. Cuando llegó, su primera pregunta fue si se les permitiría vivir a su familia y a él. Al responderle el pretor que sus vidas estarían a salvo, le preguntó, además, si se le permitiría luchar del lado de los romanos. Graco también le concedió esa petición y él le dijo: «Te seguiré contra mis antiguos aliados, ya que ellos no han querido tomar las armas para defenderme». A partir de entonces, estuvo junto a los romanos y en muchas ocasiones sus valientes y fieles servicios resultaron útiles a la causa romana.
[40.50] Tras esto, la noble y poderosa ciudad de Ergavica [o Ercávica, en Cañaveruelas, provincia de Cuenca.-N. del T.], alarmada por los desastres sufridos por sus vecinos, abrió sus puertas a los romanos. Algunos autores afirman que aquellas rendiciones no se hicieron de buena fe y que una vez Graco retiraba sus legiones, se renovaban las hostilidades; cuentan además que él libró una gran batalla contra los celtíberos en el monte Cauno, que duró desde el amanecer hasta el medio día, con muchas bajas por ambos lados [el monte pudiera ser el Moncayo, en la provincia de Zaragoza; en cuanto a la duración del combate, el texto latino indica literalmente «desde la hora primera hasta la sexta».-N. del T.]. No se debe suponer de esto que los romanos hubieran alcanzado ninguna gran victoria, más allá del hecho de que, al día siguiente, desafiaron al enemigo que se mantenía detrás de su empalizada y pasaron la jornada recogiendo despojos. Afirman, además, que al tercer día se libró una batalla aún mayor y que entonces, por fin, los celtíberos sufrieron una derrota decisiva; su campamento fue capturado y saqueado, murieron veintidós mil enemigos, se tomaron más de trescientos prisioneros y casi el mismo número de caballos, así como setenta y dos estandartes militares. Esto dio fin a la guerra y se firmó una paz real, no indecisa como antes, con los celtíberos. Según estos autores, Lucio Postumio luchó dos veces con éxito aquel verano contra los vacceos, en la Hispania Ulterior, matando a treinta y cinco mil enemigos y apoderándose de su campamento. Se acerca más a la verdad la versión que cuenta que llegó a su provincia demasiado avanzado el verano como para llevar a cabo una campaña.
[40,51] Los censores mantuvieron la concordia en la revisión de la lista del Senado. Fue elegido príncipe de la Cámara el propio censor Marco Emilio Lépido, que también era Pontífice Máximo. Tres fueron excluidos de las listas y Lépido mantuvo en ellas a algunos que habían sido dejados fuera por su colega. Las sumas que se les habían concedido para las obras públicas se emplearon como sigue: Lépido construyó un dique en Terracina, obra que resultó impopular porque él tenía allí propiedades y estaba cargando al erario público lo que debería haber sido un gasto privado [otras traducciones indican que construyó «canalizaciones» o, incluso, un «baluarte»; la palabra latina original es «molem», que indica más una construcción tipo presa o dique que una canalización propiamente dicha.-N. del T.]. Adjudicó el contrato para la construcción de un teatro y un proscenio junto al templo de Apolo, así como la pulimentación y el enlucido del templo de Júpiter en el Capitolio y las columnas a su alrededor. También retiró las estatuas mal colocadas delante de las columnas, que impedían la vista, quitando todos los escudos y estandartes militares que estaban colgados allí. Marco Fulvio contrató obras más numerosas y de mayor utilidad. Construyó un muelle sobre el Tíber e hizo colocar los pilares de un puente sobre los que, algunos años después, los censores Publio Escipión y Lucio Mumio adjudicaron la colocación de arcadas [esto sería el 142 a.C.-N. del T.]. Construyó una basílica detrás de las nuevas tiendas de los cambistas, un mercado de pescado rodeado por puestos que vendió a particulares, una plaza de mercado rodeada por columnas fuera de la puerta Trigémina y otro pórtico detrás de las atarazanas, junto al templo de Hércules, detrás del templo de la Esperanza, en el Tíber, y junto al templo de Apolo Médico. Además de las sumas asignadas a cada uno de ellos, había una cierta cantidad para su empleo en común, y esta la dedicaron a la construcción de un acueducto sobre sus arcadas. Marco Licinio Craso puso dificultades para la construcción de esta obra, al no permitir que pasara a través de sus tierras. También impusieron diversas tasas e impuestos aduaneros, y fijaron las rentas a percibir por el uso de las tierras públicas. Muchos particulares se habían apropiado de bastantes capillas y edificios públicos; los censores procuraron que aquellos conservaran su carácter sagrado y que fueran accesibles al pueblo. Revisaron el sistema de votación, reordenando a las tribus por distritos y basando a las personas según su clase, situación y rentas.
[40.52] Uno de los censores, Marco Emilio, solicitó al Senado que se decretase una cantidad de dinero para la celebración de los Juegos con motivo de la dedicación de los templos de la Reina Juno y Diana, que había prometido con voto ocho años antes, durante la Guerra Ligur. Se le concedió la suma de veinte mil ases. Dedicó los dos templos, situados ambos en el Circo Flaminio, y ofreció unos juegos escénicos durante tres días tras la dedicación del templo de Juno y durante dos tras la del templo de Diana. También dedicó un templo a los Lares del Mar en el Campo de Marte. Este templo había sido prometido con voto por Lucio Emilio Regilo once años antes, durante la batalla naval contra los prefectos del rey Antíoco. Encima de los batientes de las puertas se colocó una tablilla con esta inscripción: «A Lucio Emilio, hijo de Marco Emilio, que partió para poner fin a una importante guerra y someter a los reyes… esta batalla se sirvió para obtener la paz… bajo sus auspicios, afortunado mando y su dirección, entre Éfeso, Samos y Quíos, en presencia del mismo rey Antíoco, de todo su ejército con su caballería y de los elefantes, la flota hasta entonces invicta fue dispersada, derrotada y obligada a huir. Aquel día se capturaron cuarenta y dos buques de guerra con todas sus tripulaciones; y, una vez librada la batalla, el rey Antíoco y su reino… Por lo cual, a causa de esta acción, prometió con voto un templo a los Lares del Mar». Una tablilla similar se fijó por encima de las puertas del templo de Júpiter en el Capitolio.
[40.53] Dos días después de que los censores hubieran terminado de revisar la lista del Senado, el cónsul Quinto Fulvio partió para la Liguria. Después de atravesar con su ejército montañas impracticables, valles y bosques muy despoblados y peligrosos, libró una batalla campal contra el enemigo, al que no solo derrotó, sino que tomó su campamento el mismo día; Murieron tres mil doscientos enemigos y se sometió todo aquel territorio. El cónsul les hizo bajar a las llanuras y situó destacamentos guardando las montañas. Se enviaron cartas rápidamente a Roma, decretándose una acción de gracias durante tres días y sacrificando los pretores víctimas adultas. El otro cónsul, Lucio Manlio, no hizo nada digno de mención en Liguria. Tres mil galos transalpinos cruzaron los Alpes hacia Italia sin producir ningún daño, y solicitaron a los cónsules y al Senado que se les concedieran tierras donde pudieran vivir en paz bajo la soberanía del pueblo romano. El Senado les ordenó salir de Italia y Quinto Fulvio se encargó de buscar y tomar medidas contra los principales instigadores de este movimiento a través de los Alpes.
[40.54] En el transcurso de este año murió el rey Filipo de los macedonios, agotado por la edad y el dolor por la muerte de su hijo. Pasó el invierno en Demetrias, atormentándose por la muerte de su hijo y lleno de remordimientos por su propia crueldad. Sus sentimientos se amargaban aún más por la conducta de su otro hijo que, en su propia opinión y en la de los demás, era ya rey indudable, pues todos los ojos se volvían hacia él, habiéndole abandonado a él en su vejez, unos esperando su muerte y otros sin apenas esperar a ella. Esta era la mayor fuente de inquietud para él, como también lo era para Antígono, el hijo de Ecécrates, que llevaba el nombre de su tío paterno, Antígono, que había sido tutor de Filipo, un hombre de regia dignidad que también se distinguió por su conducta en la famosa batalla contra Cleómenes, el lacedemonio. Los griegos lo llamaron «el Tutor», para distinguirlo con este sobrenombre de otros reyes. El sobrino de este hombre, Antígono, de entre todos aquellos a los que Filipo había honrado con su amistad, fue el único que permaneció fiel, y esta lealtad había convertido a Perseo, que nunca había sido su amigo, en su peor enemigo. Previendo el peligro en que se vería por la sucesión en el trono de Perseo, y viendo que cambiaban los sentimientos del rey al oírle lamentar la pérdida de su hijo, solía permanecer junto a él escuchándolo, unas veces en silencio y otras sacando a colación algún comportamiento no premeditado, mostrando así su compasión por el dolor del rey. Y como la verdad suele terminar descubriéndose mediante varios signos, él procuraba hacer todo lo posible para que salieran a la luz lo antes posible. Las sospechas apuntaban principalmente a Apeles y a Filocles como autores del crimen; ellos eran los que habían viajado a Roma como embajadores y los que habían traído la carta falsificada con el nombre Flaminio que había resultado ser fatal para Demetrio.
[40,55] En palacio era un rumor bien extendido que la carta era una falsificación inventada por uno de los secretarios y sellada con un sello falsificado. Se trataba, sin embargo, más de una sospecha que de una evidencia clara; ocurrió que, por entonces, Xico se encontró con Antígono, siendo al punto arrestado por este y llevado a palacio. Lo dejó allí bajo la custodia de la guardia y se adelantó para ir a ver a Filipo, a quien le dijo: «Creo haber entendido de mis muchas conversaciones contigo que valorarías grandemente el tener la oportunidad de conocer toda la verdad sobre tus hijos y saber cuál fue víctima de la traición y las conjuras del otro. Está ahora en tu poder el único hombre en todo el mundo que puede desentrañar el nudo: Xico. Me encontré con él por casualidad y lo he traído a palacio: ordena que le llamen». Al comparecer, empezó negándolo todo, pero vacilaba de tal manera que resultaba obvio que informaría de todo a poco que se le amedrentase. No pudo soportar la vista del verdugo con sus azotes y explicó con todo detalle la vileza de los dos embajadores y el modo en que lo habían empleado a él mismo. Se enviaron inmediatamente hombres para detenerles. Filocles fue capturado en aquel lugar; Apeles, que había sido enviado en persecución de un tal Quereas, pasó a Italia al enterarse de que Xico le había delatado. No se sabe con seguridad cuál fue el destino de Filocles; según algunos autores, al principio lo negó todo rotundamente, pero después, frente a Xico, ya no resistió. Otros dicen que mantuvo su inocencia incluso cuando se le sometió a tortura. El dolor y la angustia de Filipo volvieron y crecieron nuevamente al pensar que su desgracia a causa de sus hijos se hacía más dolorosa al haber sobrevivido el otro.
[40.56] Tras ser informado de que todo se había descubierto, Perseo, sintiéndose lo bastante fuerte, no consideró necesario huir; procuró, no obstante, mantenerse a distancia y se dispuso a protegerse de las llamas de la ira de su padre mientras este viviese. Filipo, desesperando de apoderarse de su hijo para castigarlo, recurrió a su única opción: impedir que disfrutara del fruto de su maldad además de haber escapado a su castigo. En consecuencia, llamó a Antígono, a quien debía el descubrimiento del parricidio y del que consideraba, además, que sería un rey del que no se avergonzarían los macedonios y a los que no decepcionaría, dada la reciente gloria obtenida por su tío Antígono. «Antígono -comenzó-, ahora que mi situación es tal que me veo obligado a considerar algo deseable la falta de hijos, que otros padres consideran como una maldición, he resuelto dejarte el reino que tu valiente tío me pasó, no solo defendiéndolo, sino aumentándolo con su cuidado y fidelidad. Eres es el único a quien juzgo digno de la corona; si no tuviese a nadie, antes preferiría que se perdiera y desapareciera mi reino o lo obtuviera Perseo como premio a su criminal intento. Si te pudiera dejar en su puesto sería para mí como si Demetrio hubiera regresado de la muerte, el único que ha derramado lágrimas por la muerte de una víctima inocente de mi terrible error».
A partir de este momento le fue concediendo un honor tras otro. Mientras Perseo se encontraba en Tracia, Filipo hizo un viaje por las ciudades de Macedonia y les recomendaba a Antígono como su gobernante; de haber vivido más tiempo, sin duda lo habría dejado en posesión de la corona. Tras dejar Demetrias se detuvo durante un tiempo considerable en Tesalónica. Desde allí viajó a Anfípolis, y aquí enfermó de gravedad. Sin embargo, consta que su enfermedad era más moral de física. Era presa de sombríos temores y falta de sueño; una y otra vez le perseguía el espectro y el fantasma de su hijo asesinado, provocándole violenta inquietud, y murió profiriendo terribles maldiciones contra el otro. Antígono podría haber sido advertido, sin embargo, de haberse encontrado próximo o si se hubiese anunciado abiertamente en palacio la muerte del rey. El médico Calígenes, ocultó la muerte a cuantos no estaban en palacio; al agravarse la situación y ver que ya nada se podía hacer, cumpliendo lo que habían acordado, envió noticia a Perseo mediante relevos de caballos dispuestos de antemano.
[40,57] Perseo tomó a todos por sorpresa, pues no tenían conocimiento de lo que había sucedido y se apoderó del trono que había obtenido mediante su delito. La muerte de Filipo se produjo muy oportunamente, sirviendo para aplazar las hostilidades y concentrar recursos para la guerra. A los pocos días, la tribu de los bastarnos, después de reiteradas invitaciones, abandonó sus hogares y cruzaron el Histro con una gran fuerza de infantería y caballería. Antígono y Cotón, un noble bastarno, se adelantaron a informar al rey. Antígono era uno de los cortesanos del rey y había sido enviado con este mismo Cotón en otras ocasiones para inducir a los bastarnos a moverse. No muy lejos de Anfípolis les llegaron rumores, y poco después noticia segura, sobre la muerte del rey. Esto alteró por completo sus planes. Se había acordado que Filipo permitiría el paso seguro a través de Tracia, proporcionándoles provisiones. Para garantizarlo, había sobornado a los jefes de los distritos que deberían recorrer, comprometiendo su palabra de que los bastarnos pasarían pacíficamente. La intención era exterminar a los dárdanos y asentar a los bastarnos en el territorio de aquellos. Habría una doble ventaja en esto: los dárdanos, que siempre habían sido enemigos acérrimos de Macedonia, siempre dispuestos a arrojarse sobre ella en los momentos de infortunio, quedarían eliminados y los bastarnos podrían dejar en Dardania a sus mujeres e hijos, siendo enviados los hombres a devastar Italia. El camino hacia el Adriático e Italia pasaba por territorio de los escordiscos; esta era la única ruta practicable para un ejército y se esperaba que los escordiscos permitieran paso libre a los bastarnos sin ponerles dificultades, pues no diferían ni en costumbres ni en lengua y se esperaba que unieran sus fuerzas con ellos al ver que iban a conseguir botín de una nación muy rica. Desde ese punto, los planes de Filipo quedaban pendientes de la evolución de los hechos. Si los bastarnos eran derrotados por los romanos, el exterminio de los dárdanos, el saqueo de lo que quedaba de los bastarnos y la posesión indiscutible de Dardania le quedarían a modo de compensación; si, por el contrario, tenían éxito y se llamaba a los romanos para que regresasen e hicieran la guerra a los bastarnos, podría recuperar nuevamente lo que había perdido en Grecia. Estos eran los planes de Filipo.
[40,58] En un principio, los bastarnos marcharon de forma pacífica y ordenada. Sin embargo, después de que Cotón y Antígono los hubiesen dejado y tras la llegada de la noticia de la muerte de Filipo a los pocos días, los tracios empezaron a poner dificultades en la venta de provisiones. Los bastarnos no podían comprar lo que necesitaban y no se les podía mantener dentro de su columna sin que se rezagasen. Esto dio lugar a actos de violencia por ambas partes y, como fueran más agresivos cada día, estalló la guerra. Al final, los tracios, viéndose incapaces de enfrentar el número y la ferocidad de los agresores, abandonaron sus aldeas en la llanura y se retiró a una montaña de gran altura llamada Donuca. Mientras los bastarnos se estaban preparando para seguirlos, y conforme se acercaban a la cumbre, estalló sobre ellos una tormenta similar a la que se dice que destruyó a los galos mientras saqueaban Delfos. Se vieron sobrepasados por un diluvio de lluvia, seguida por una fuerte tormenta de granizo acompañada con el estruendo de los truenos y los destellos cegadores de los rayos. El rayo caía por todas partes a su alrededor; parecía como si estuviesen apuntados contra los hombres, pues resultaron alcanzados no solo los soldados rasos, sino también sus jefes. Y así se hundían y caían, sin saber cómo, mientras huían a ciegas entre los escarpados riscos y eran perseguidos de cerca por los tracios; los bastarnos se decían que los dioses eran la causa de su huida y que los cielos estaban derrumbándose sobre sus cabezas [si los bastarnos eran de la misma lengua y costumbres que los escordiscos, a quienes en la Períoca 63 se les define como galos, no extraña aquel temor a que el cielo cayera sobre sus cabezas y que hoy en día se ha hecho tan famoso gracias a Goscinny y Uderzo.-N. del T.]. Despedazados por la tormenta como náufragos, alcanzaron por fin su campamento habiendo perdido en su mayoría las armas, empezando luego a deliberar sobre lo que debían hacer. Las opiniones estaban divididas: algunos estaban a favor de regresar a casa y otros querían invadir Dardania. Alrededor de treinta mil hombres, liderados por Clondico, lograron llegar a Dardania; el resto de la multitud volvió sobre sus pasos y se abrieron camino por Apolonia y Mesembria [la edición latina que manejamos dicta «Apolloniam Mesembriamque repetit»; otras traducciones señalan que el regreso fue «hacia el norte» o «de la otra parte del Danubio».-N. del T.]. Después de hacerse con el trono, Perseo dio orden de matar a Antígono. Mientras fortalecía su posición en el trono envió una embajada a Roma para renovar la amistad que existía en tiempos de su padre y de pedir al Senado que lo reconociera como rey. Estos fueron los acontecimientos del año en Macedonia.
[40,59] Quinto Fulvio celebró su triunfo sobre los ligures, pero en general se cree que este triunfo le fue concedido más por su popularidad que por la importancia de sus victorias. Llevó en su procesión una gran cantidad de armas enemigas, pero ninguna suma considerable de dinero. Sin embargo, distribuyó trescientos ases a cada uno de los legionarios, el doble a cada centurión y el triple a cada uno de los jinetes. Lo más llamativo de este triunfo fue que resultó ser celebrado el mismo día en que se celebró su triunfo como pretor el año anterior. Inmediatamente después de su triunfo quedó fijado el día para las elecciones, resultando elegidos como nuevos cónsules Marco Junio Bruto y Aulo Manlio Vulso [para el 178 a.C.-N. del T.]. Se había elegido ya a tres de los pretores cuando una tormenta interrumpió el proceso. Los tres restantes fueron elegidos al día siguiente, doce de marzo, a saber, Marco Titinio Curvo, Tiberio Claudio Nerón y Tito Fonteyo Capito. Los ediles curules Cneo Servilio Cepión y Apio Claudio Cento hicieron empezar de nuevo los Juegos Romanos que habían quedado interrumpidos a consecuencia de ciertos portentos que habían ocurrido. Hubo un terremoto; mientras se celebraba un lectisternio en los templos públicos, las divinidades que estaban en sus lechos volvían la cabeza ante las ofrendas y cayó al suelo el plato y los cubiertos colocados delante de Júpiter. Fue también considerado un presagio el que los ratones se hubieran comido las aceitunas colocadas ante los dioses. A modo de expiación de estos portentos no se hizo más que repetir los Juegos.