La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro décimo
La Tercera Guerra Samnita (303-293 a. C.).
[10.1] Durante el consulado de Lucio Genucio y Servio Cornelio hubo un casi completo respiro respecto a las guerras en el exterior -303 a.C.-. Se asentaron colonias en Sora y Alba. La última estaba en el país de los ecuos y allí se asentaron seis mil colonos. Sora había sido una ciudad Volsca, pero los samnitas la habían ocupado; allí se enviaron cuatro mil hombres. Ese año se confirió el derecho de ciudadanía a los arpinates y a los trebulanos [posiblemente, los habitantes del actual Monteleone Sabino.- N. del T.] Los frusinos fueron multados con un tercio de su territorio, pues se había descubierto que fueron ellos los instigadores de la revuelta hérnica. El Senado decretó que los cónsules debían realizar una investigación y los cabecillas fueron azotados y decapitados. Sin embargo, con el fin de que los romanos no pasasen un año entero sin efectuar ningún tipo de campaña militar, se envió una pequeña fuerza expedicionaria a la Umbría. Se informó de que desde cierta cueva se estaban efectuando expediciones armadas contra los alrededores. Los soldados romanos entraron en la cueva, y muchos de ellos resultaron heridos, sobre todo por las piedras, debido a la oscuridad del lugar. Al fin se descubrió otra entrada, pues había un pasaje que atravesaba la cueva, y ambas bocas fueron rellenadas con madera. Se prendió fuego a esta y, sofocados por el humo, perecieron dos mil bandidos al tratar de escapar. Marco Livio Denter y Marco Emilio fueron los siguientes cónsules, y durante su año de magistratura -302 a.C.- los ecuos reanudaron las hostilidades. Estaban resentidos por el asentamiento en sus fronteras de una colonia que sería un bastión del poderío romano; hicieron un intento desesperado por capturarla, pero los colonos les rechazaron. Dado su débil estado, parecía casi increíble que los ecuos hubiesen comenzado la guerra con sus solas fuerzas, y el miedo de que se extendiera una guerra larga hizo necesario el nombramiento de un dictador. Fue nombrado Cayo Junio Bubulco, que salió en campaña con Marco Titinio como jefe de la caballería -301 a.C.-. En la primera batalla aplastó a los ecuos y una semana más tarde regresó en triunfo a la Ciudad. Siendo dictador, consagró el templo de Salus que había ofrecido como cónsul y cuya construcción había contratado cuando fue censor.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[10.2] Durante ese año, una flota de buques griegos bajo el mando del lacedemonio Cleónimo navegó por las costas italianas y capturó la ciudad de Turias [cerca de la actual Rocavecchia.- N. del T.], en territorio salentino. El cónsul, Emilio, fue enviado a enfrentarse con este enemigo y, en una batalla, le derrotó y lo empujó hasta sus barcos. Turias fue devuelta a sus antiguos habitantes, y se restableció la paz en territorio salentino. Veo que algunos analistas dicen que el dictador, Junio Bubulco, fue el enviado a aquel país y que Cleónimo dejó Italia para evitar un conflicto con los romanos. Este navegó alrededor del promontorio de Brindisi [la antigua Brundisium.- N. del T.] y fue llevado por los vientos hasta el Adriático, donde tenía a su izquierda las costas sin puertos de Italia y a su derecha los países de los ilirios, los liburnos y los istrios, tribus salvajes principalmente conocidas por sus actos de piratería. Temía la posibilidad de caer entre estos y, por lo tanto, dirigió su rumbo tierra adentro hasta llegar a las costas de los vénetos. Aquí desembarcó un pequeño grupo para explorar los alrededores. Volvieron con información en el sentido de que había una playa estrecha, y que tras cruzarla se hallaban marismas anegadas por las mareas; más allá se veía un país bajo y cultivado y, en la distancia, algunas colinas. A no mucha distancia estaba la desembocadura de un río lo suficientemente profundo como para maniobrar las naves y anclarlas con seguridad (se trataba del Bacchiglione) [Meduacus en el original latino, distinto del Meduacus maior.- N. del T.]. Al oír esto, ordenó a la flota aproar hacia ese río y navegarlo corriente arriba. Como el cauce del río no admitía el paso de sus naves mayores, la mayoría de sus fuerzas ocuparon los buques más ligeros y llegaron a un distrito populoso, perteneciente a los pueblos marítimos de los paduanos [los patavios, en el original latino.- N. del T.], que habitaban aquella costa. Después de dejar unos pocos para proteger los buques, desembarcaron, tomaron las aldeas, quemaron las casas y se llevaron a los hombres y al ganado como botín. Su afán de saqueo los llevó muy lejos de sus buques. El pueblo de Padua [antigua Patavium.- N. del T.] estaba obligado a permanecer siempre bajo las armas por culpa de sus vecinos, los galos, y cuando se enteraron de lo que pasaba dividieron sus fuerzas en dos ejércitos. Uno de ellos se dirigió al territorio donde se había informado que el enemigo hacía sus correrías; el otro marchó por una ruta distinta, para evitar encontrarse con ningún saqueador, hasta donde estaban ancladas las naves, a unas catorce millas de la ciudad [20.720 metros.- N. del T.]. Este último atacó a los barcos y, después de matar a los que se resistieron, obligó a los aterrorizados marineros a llevar sus barcos hacia la orilla opuesta. El otro ejército había tenido también éxito contra los saqueadores, quienes en su huida hacia las naves fueron interceptados por los vénetos, tomados entre ambos ejércitos y destrozados. Varios de los prisioneros informaron a sus captores que el rey Cleómenes, con su flota, estaba a sólo tres millas de distancia [4440 metros.- N. del T.]. Enviaron a los prisioneros a la aldea más cercana para su custodia, y algunos de los defensores abordaron sus botes de río, que tenían el fondo plano para poder navegar por las aguas poco profundas de las lagunas, mientras otros tripulaban las naves que habían capturado y navegaban río abajo. Cuando alcanzaron la flota griega, rodearon los barcos inmóviles, más temerosos de las aguas desconocidas que del enemigo, y los persiguieron hasta la desembocadura del río. Algunos encallaron en la confusión del combate y fueron tomados y quemados. Después de esta victoria regresaron. Al no poder desembarcar en parte alguna del Adriático, Cleónimo zarpó con apenas una quinta parte de su flota en buen estado. Hay muchos, vivos aún, que han visto los espolones de las naves y los despojos de los lacedemonios colgados en el antiguo templo de Juno en Padua, y el aniversario de esa batalla se celebra mediante un combate simulado de buques en el río que fluye a través de la ciudad.
[10.3] Los vestinos había solicitado que se les considerase un estado amigo y se firmó con ellos, ese año, un tratado. Ocurrieron después varios sucesos que crearon preocupación en Roma. Se recibieron nuevas de la reanudación de hostilidades por los etruscos, debido a los disturbios de los aretinos. La poderosa gens de los Cilnios había provocado unánimes celos por su enorme riqueza y se había tratado de expulsarlos de la ciudad. Los marsios también estaban dando problemas, pues se había enviado un grupo de cuatro mil colonos a Carseoli [a unos cinco kilómetros de la moderna Caroli.- N. del T] y aquellos les impidieron por la fuerza que ocuparan el lugar. A la vista de este amenazador estado de cosas, Marco Valerio Máximo fue nombrado dictador y designó a Marco Emilio Paulo como jefe de la caballería -301 a.C.-. Creo que esto es más probable a que Quinto Fabio fuese nombrado jefe de la caballería y, por lo tanto, quedase subordinado a Valerio, a pesar de su edad y de los cargos que había desempeñado; pero estoy dispuesto a admitir que la error surgió del apodo Máximo, común a los dos hombres. El dictador salió en campaña y derrotó a los marsios en una batalla. Tras obligarles a buscar refugio en sus ciudades fortificadas, tomó Milionia, Plestina y Fresilia en pocos días. Los marsios se vieron obligados a renunciar a una porción de su territorio y después se renovó el antiguo tratado con Roma. La guerra se dirigió ahora contra los etruscos, aconteciendo un desafortunado incidente durante esta campaña. El dictador había dejado el campamento para ir a Roma a tomar nuevos auspicios y el jefe de la caballería había salido a forrajear. Fue sorprendido y rodeado, y tras perder algunos estandartes y a muchos de sus hombres fue obligado a retroceder vergonzosamente a su campamento. Esta huida precipitada se contradice con todo lo que sabemos de Fabio; pues era su reputación como un soldado la que, más que otra cosa, justificaba su epíteto de Máximo, y él nunca olvidó la severidad de Papirio hacia él, y nunca habría estado tentado luchar sin órdenes del dictador.
[10.4] Las noticias de esta derrota creado una inquietud bastante injustificada en Roma. Se tomaron medidas como su hubiese sido aniquilado un ejército; todos los asuntos legales se suspendieron, se pusieron guardias en las puertas, se apostaron vigías en diferentes barrios de la Ciudad, se dispusieron armas y corazas junto a las murallas y se incorporó a cada hombre en edad militar. Cuando el dictador regresó al campamento se encontró con que, debido a las cuidadosas disposiciones que había tomado el jefe de la caballería, todo estaba más tranquilo de lo que había esperado. El campamento había sido retrasado a una posición más segura; las cohortes que habían perdido sus estandartes fueron castigadas, situándolas fuera de la empalizada y sin tiendas; todo el ejército estaba ansioso por combatir y acabar con la mancha de la derrota. En estas circunstancias, el dictador avanzó su campamento en las cercanías de Roselle [antigua Rusella.-N. del T.]. El enemigo lo seguía y, aunque sentía la máxima confianza ante una prueba de fuerza en campo abierto, se decidió por intentar una estratagema contra su enemigo, pues ya había tenido éxito antes. A no mucha distancia del campamento romano había algunas casas medio demolidas, pertenecientes a un pueblo que había sido incendiado cuando asolaron el territorio. Algunos soldados se ocultaron en ellas y llevaron el ganado a un lugar a la vista de una guarnición romana al mando de un general, Cneo Fulvio. Como ni un solo hombre abandonó su puesto para apoderarse del cebo, uno de los arrieros, llegando cerca de las líneas romanas, llamó a los otros, que estaban conduciendo el ganado un poco lentamente lejos de las casas en ruinas, para preguntarles por qué iban tan lentos pues podrían arrearlo con seguridad a través del campamento romano. Algunos cerites que estaban con Fulvio le tradujeron aquellas palabras, y todos los manípulos quedaron muy indignados por el insulto, pero no se atrevió a moverse sin órdenes. A continuación, instruyó a los que estaban familiarizados con el idioma para que se fijasen si su modo de hablar era más propio de campesinos o de habitantes de ciudad. Cuando le dijeron que su acento y aspecto eran demasiado refinados para unos arrieros de ganado, dijo: «Id y decirles que abandonen el engaño que han intentado en vano; los romanos lo saben todo y ya no se les puede atrapar por la astucia, sólo por las armas». Cuando llegaron estas palabras a los que yacían ocultos, se levantaron de repente de su escondite y avanzaron sus estandartes hacia una llanura abierta, visibles desde todas partes. La línea de su frente le pareció a Fulvio demasiado grande para que sus hombres la pudieran resistir, y envió un mensaje apresurado al dictador para pedir ayuda; mientras tanto, enfrentó el ataque por sí mismo.
[10.5] Cuando el mensaje llegó al dictador, ordenó avanzar a los estandartes y que las tropas los siguieran. Pero todo se ejecutó casi más rápidamente de que se dieran las órdenes. Se tomaron de inmediato los estandartes, y casi no se pudo contener a las fuerzas para que cargasen a la carrera. Estaban ardiendo en deseos de vengar su reciente derrota, y los gritos, cada vez más fuertes en la batalla que ya se estaba combatiendo, les incitó aún más. Se animaban unos a otros y les decían a los portaestandartes que se movieran más rápidos; pero cuanta más prisa veía el dictador que tenían, más decidido estaba a retener la columna y ralentiza la marcha. Los etruscos había estado presentes con todas sus fuerzas al empezar la batalla. Enviaron al dictador mensaje tras mensaje, diciéndole que todas las legiones etruscas estaban empeñadas en la lucha, que sus hombres ya no podrían mantenerse frente a ellos y que él mismo, desde su posición más elevada, podía ver la crítica situación de su destacamento. Como, sin embargo, el dictador tenía bastante confianza en que su general pudiera aún contener el ataque, y como él también estaba cerca para guardarle contra cualquier riesgo de derrota, decidió esperar hasta que el enemigo estuviese completamente agotado y atacarle luego con tropas frescas. A pesar de que sus propios hombres avanzaban lentamente, había ya poca distancia entre ambas líneas, sobre todo para que cargase la caballería. Los estandartes de las legiones marchaban en vanguardia, para evitar que el enemigo sospechase cualquier maniobra repentina o secreta; pero el dictador había dispuesto intervalos en las filas de la infantería a través de los cuales pudiera pasar la caballería. Las legiones lanzaron el grito de guerra y en el mismo instante la caballería cargó contra el enemigo, que no estaba preparado para tal huracán, y entró en pánico. Como a las primeras líneas, que habían sido casi completamente destrozadas, las relevaron en el último momento, se les permitió respirar de más esfuerzos. Las nuevas tropas reanudaron el combate y el resultado no permaneció mucho tiempo dudoso. El enemigo derrotado buscó su campamento, y como se retiraron ante los romanos que los atacaban, se hacinaron en la parte más lejana de él. Al tratar de escapar se bloquearon en las estrechas puertas y una buena cantidad de ellos se subieron al terraplén y la empalizada, con la esperanza de defenderse desde un terreno más elevado o, posiblemente también, para escapar así, cruzando las rampas y el foso. En cierto punto, el terraplén había sido construido sin apisonarlo demasiado y, debido al peso de los que estaban encima, se derrumbó hacia el foso; muchos, tanto soldados como no combatientes, gritando que los dioses habían despejado aquel paso para que pudiesen huir, escaparon de aquella manera. En esta batalla fue quebrado por segunda vez el poder etrusco. Después de comprometerse a entregar un año de paga para el ejército y el suministro de dos meses de grano, obtuvieron permiso del dictador para enviar embajadores a Roma a que pidieran la paz. Se rehusó concederles un tratado formal de paz, pero se les otorgó una tregua de dos años. El dictador regresó en procesión triunfal a la Ciudad. Hay autores que dicen que Etruria fue pacificada sin que se librase ninguna batalla importante, simplemente solucionando los disturbios sediciosos en Arezzo y restaurando a los Cilnios al favor popular. Tan pronto Marco Valerio depuso su dictadura fue elegido cónsul. Algunos han pensado que fue elegido sin haber sido candidato y, por tanto, en su ausencia, y que la elección fue dirigida por un interrex. No hay duda, sin embargo, de que ocupó el consulado con Apuleyo Pansa -300 a.C.-.
[10.6] Durante el año de su magistratura, los asuntos extranjeros permanecieron bastante pacíficos; el poco éxito de los etruscos en la guerra se había juntado con los términos de la tregua para mantenerlos tranquilos; los samnitas, después de sus muchos años de derrotas y desastres, estaban bastante satisfechos con su reciente tratado con Roma. En la propia Ciudad, el gran número de colonos enviados al exterior, hizo que la plebe estuviese menos inquieta y más aliviada de sus cargas financieras. Pero, para evitar que se diese algo parecido a la calma general, dos de los tribunos de la plebe, Quinto y Cneo Ogulnio, dieron inicio a un conflicto entre los patricios y los plebeyos más prominentes. Estos hombres habían buscado por todas partes una oportunidad para difamar a los patricios ante la plebe y, después que todos los demás intentos fallasen, adoptaron una política calculada para indignar las mentes, no de la hez del populacho, sino de los líderes de hecho de la plebe, hombres que habían sido cónsules y disfrutado de triunfos y a cuyas distinciones oficiales no faltaba más que el sacerdocio. Este no estaba todavía abierto a ambos órdenes. Los Ogulnios, en consecuencia, anunciaron una medida previendo que, como había por entonces cuatro augures y cuatro pontífices, y se había decidido que había de aumentar el número de sacerdotes, los cuatro pontífices adicionales y los cinco augures debían ser cooptados de entre la plebe. Soy incapaz de ver cómo podría haberse reducido a cuatro el colegio de los augures, excepto por la muerte de dos de ellos. Pues era una regla establecida entre los augures que su número tenía que ser impar, para que las tres antiguas tribus de los Ramnes, Ticies y Lúceres pudieran cada una tener su propio augur o, si se necesitaban más, que se añadiera el mismo número por cada uno. Este fue el principio en el que se basaron cuando, al añadir cinco a cuatro, el número llegó hasta nueve, correspondiendo tres a cada tribu. Sin embargo, la cooptación de sacerdotes adicionales de la plebe produjo casi tanta indignación entre los patricios como cuando vieron abierto el consulado a todos. Pretendían que el asunto importaba a los dioses más de lo que les importaba a ellos; pues, por sus propias funciones sagradas, miraban que ellos también fuesen puros; solo esperaban y rezaban para que ningún desastre cayese sobre la república. Su oposición, sin embargo, no fue muy grande, porque ya se habían acostumbrado a la derrota en tales contiendas políticas y veían que sus rivales en la lucha por los más altos honores no apuntaban, como antes, a lo que tenían pocas esperanzas de ganar; hasta entonces, todo por lo que habían luchado, aunque con dudosas esperanzas de éxito, lo habían conseguido: innumerables consulados, censuras y triunfos.
[10.7] Se dice que Apio Claudio y Publio Decio fueron los líderes de esta controversia; el primero como opositor y el último como partidario de la medida propuesta. Los argumentos que presentaron eran prácticamente los mismos que los empleados a favor y en contra de las leyes Licinias, cuando se demandó que el consulado fuera accesible a los plebeyos. Después de repasar gran parte de los antiguos argumentos, Decio hizo una apelación final en nombre de los proponentes. Comenzó recordando la escena que muchos de los presentes habían visto, cuando el viejo Decio, su padre, ceñido con el cinturón gabino y de pie sobre una lanza, se ofrendó solemnemente en nombre de las legiones y el pueblo de Roma. Y continuó, «La ofrenda que hizo en aquella ocasión el cónsul Decio fue, a los ojos de los dioses inmortales, tan pura y santa como la de su colega, Tito Manlio, habría sido si se hubiera ofrendado. ¿No podría haber sido aquel Decio justamente elegido para ejercer funciones sacerdotales en nombre del pueblo romano? Y en cuanto a mí, ¿teméis que los dioses no escuchen mis oraciones como hacen con las de Apio Claudio? ¿Acaso él ejerce su culto privado con una mente más pura o adora a los dioses con un espíritu más religioso que yo? ¿Quién ha tenido ocasión de lamentar los votos hechos en nombre de la república por tantos cónsules plebeyos, por tantos dictadores plebeyos, cuando iban a tomar el mando de sus ejércitos o cuando se involucraban en acciones de guerra? Contad los comandantes de todos los años, desde que se libraron por vez primera guerras bajo la dirección y auspicios de plebeyos; veréis que hay tantos triunfos como comandantes. Los plebeyos, también, tienen su nobleza y carecen de motivos para estar insatisfechos con ellos. Podéis estar bien seguros de que, si ahora se desencadenase una guerra, el Senado y el Pueblo de Roma no tendría más confianza en un general porque fuera patricio que en otro que resultase ser un plebeyo. Ahora bien, si este fuera el caso, ¿quién en el cielo o en la tierra podría considerar una indignidad que hombres a quienes habéis honrado con sillas curules, con la toga pretexta, con la túnica palmada y la toga picta, con la corona triunfal y la de laurel, los hombres a cuyas casas habéis distinguido especialmente al poner en ellas los despojos capturados al enemigo, que a tales hombres, digo, se les añada a sus otros signos de rango las insignias de los pontífices y los augures? Un general triunfante conduce por la Ciudad un carro dorado, ataviado con las espléndidas vestiduras de Júpiter Óptimo Máximo. Después de esto, sube al Capitolio; ¿y no es cierto que se le ve allí con el vaso del sacrificio y el Lituus? [Ver Libro 1.18.- N. del T.]. ¿Va a considerarse una humillación si él, con la cabeza velada, sacrifica una víctima o toma un augurio desde su puesto en la ciudadela? Y si, en la inscripción de su retrato, las palabras consulado, censura o triunfo se leen sin provocar indignación, ¿provocarán escándalo las de augurado o pontificado? Yo de hecho espero, si a los cielos place, que, gracias a los buenos deseos del pueblo romano, tengamos ahora dignidad bastante como para ser capaces de otorgar tanto honor al sacerdocio como el que recibiremos. Por el bien de los dioses tanto como por el nuestro mismo, insistamos en que tal y como nosotros les adoramos ahora como particulares, así les adoraremos en el futuro como magistrados del Estado».
[10.8] «Pero ¿por qué he supuesto hasta ahora que la cuestión de los patricios y el sacerdocio es todavía una cuestión abierta, y que no estamos aún en posesión del más alto de todos los cargos? Vemos plebeyos entre los diez guardianes de los libros sagrados, en calidad de intérpretes de los versos de la Sibila y del destino de este pueblo; los vemos, también, presidir los sacrificios y otros ritos relacionados con Apolo. No se inflige ninguna injusticia a los patricios cuando se aumenta el número de guardianes de los Libros Sagrados a petición de los plebeyos. Ninguna se ha infligido ahora, cuando un tribuno fuerte y capaz ha creado cinco puestos más para augures y otros cuatro para los sacerdotes, que han de ser ocupados por los plebeyos; y no, Apio, con el propósito de expulsar a los patricios de sus lugares, sino para que la plebe les pueda ayudar en la dirección de los asuntos divinos, como lo hacen con el máximo de su capacidad en la administración de los asuntos humanos. No te ruborices, Apio, por tener como colega en el sacerdocio a un hombre al que podrían haber tenido como colega en la censura o en el consulado, que pudiera haber sido dictador contigo como jefe de la caballería, igual que si tú hubieras sido dictador con él como tu jefe de la caballería. Un inmigrante sabino, Atio Clauso, o si lo prefieres, Apio Claudio, el fundador de tu noble casa, fue admitido entre su número por aquellos antiguos patricios; no creo que esté por debajo de ti si nos admites entre el número de los sacerdotes. Traemos con nosotros muchas distinciones, todas las que, de hecho, os hacen tan orgullosos. Lucio Sextio fue el primer plebeyo en ser elegido cónsul, Cayo Licinio Estolo fue el primer plebeyo jefe de la caballería, Cayo Marcio Rutilo el primer plebeyo que fue dictador y censor, Quinto Publilio Filón fue el primer pretor. Siempre os hemos oído plantear la misma objeción: que los auspicios estaban únicamente en vuestras manos, que solo vosotros disfrutáis los privilegios y las prerrogativas del noble nacimiento, que solo vosotros podéis desempeñar mandos legítimos [imperium en el original latino; se refiere a lo que nosotros ahora definiríamos como ‘autoridades ejecutivas’.- N. del T.] y tomar los auspicios en la paz y en la guerra. ¿Nunca habéis oído el dicho de que los patricios no descendieron originalmente del cielo sino que eran aquellos de los que podíamos nombrar un padre, que no es más que decir que eran nacidos libres? Yo puedo ahora citar a un cónsul como mi padre, y mi hijo será capaz de citarlo como su abuelo. Simplemente se trata de esto, Quirites, que no podemos conseguir nada sin esfuerzo. Es sólo una pelea lo que buscan los patricios, no les importa lo más mínimo el resultado. Por mi parte, apoyo a esta medida, que creo que será para vuestro bien y para felicidad y bendición del Estado, y sostengo que debería aprobarse».
[10.9] La Asamblea estaba a punto de ordenar que se procediese a la votación, y era evidente que la medida se habría aprobado, cuando, por el veto de algunos de los tribunos, se aplazó todo para el día siguiente. Al día siguiente, habiendo cedido los tribunos disidentes, se aprobó la ley con gran alegría de todos. Los pontífices cooptados fueron Publio Decio Mus, el proponente de la medida, Publio Sempronio Sofón, Cayo Marcio Rutilo y Marco Livio Denter. Los cinco augures que fueron también elegidos de entre la plebe eran Cayo Genucio, Publio Elio Peto, Marco Minucio Feso, Cayo Marcio y Tito Publilio. Así el número de los pontífices se elevó a ocho y el de los augures a nueve. En este año, el cónsul, Marco Valerio, realizó una propuesta para fortalecer las disposiciones de la ley en lo tocante al derecho de apelación. Esta fue la tercera vez, desde la expulsión de los reyes, que se modificaba esta ley, y siempre por medio de la misma familia. Creo que el motivo de tantas renovaciones era el solo hecho de que el poder excesivo, ejercido por unos pocos hombres, era peligroso para las libertades de la plebe. La ley Porcia, sin embargo, parece haber sido aprobada únicamente para la protección de la vida y la integridad física de los ciudadanos, pues imponía las más severas penas a cualquiera que matase o azotase a un ciudadano romano. La ley Valeria, es cierto, prohibía que se azotase o decapitase a quien hubiera ejercido el derecho de apelación; pero si alguien transgredía sus disposiciones no preveía ninguna pena, simplemente calificaba tal transgresión como un «acto perverso». Tal era el respeto por sí mismos y el sentido de la vergüenza entre los hombres de aquellos días, que creo que aquella calificación constituía una barrera lo bastante fuerte contra las violaciones de la ley. Nadie haría hoy caso a una expresión así.
Valerio también dirigió una campaña contra los ecuos, que habían reanudado las hostilidades pero que no conservaban nada de su antiguo carácter, excepto su temperamento inquieto. El otro cónsul, Apuleyo, asedió la ciudad de Nequinum en la Umbría. Estaba situada donde ahora está Narni [Narnia en el original latino.- N. del T.], en terrenos elevados que, por un lado, eran escarpados y abruptos, siendo imposible tomarla por asalto o por asedio. Se dejó a los nuevos cónsules, Marco Fulvio Peto y Tito Manlio Torcuato, para que condujeran el asedio a un final victorioso -299 a.C.-. Según Licinio Macer y Tuberón [Quinto Elio Tuberón.- jurista y analista.- N. del T.], todas las centurias trataron de elegir cónsul para ese año a Quinto Fabio, pero este les instó a posponer su consulado hasta que surgiese alguna guerra importante, pues consideraba que sería más útil al estado como magistrado de la Ciudad. Así, sin disimular sus verdaderos deseos ni buscar ostensiblemente el cargo, fue elegido edil curul junto a Lucio Papirio Cursor. No puedo, sin embargo, estar seguro sobre este punto, pues el analista más cercano a los hechos, Pisón, dice que los ediles curules de ese año fueron Cneo Domicio Calvino, hijo de Cneo y Espurio Carvilio Máximo, hijo de Quinto. Yo creo que el sobrenombre de dos ediles últimos mencionados, Máximo, fue la causa del error, y que se creó una historia en la que las listas de las dos elecciones, consulares y edilicias, se combinaban para arreglar el error. El lustro quedó cerrado este año por los censores, Publio Sempronio Sofón y Publio Sulpicio Saverrio, añadiéndose dos nuevas tribus, la Aniense y la Terentina. Estos fueron los principales acontecimientos del año en Roma.
[10.10] Mientras tanto, el sitio de Narni transcurría lentamente y pasaba el tiempo. Al fin, dos de los hombres de la ciudad, cuyas casas lindaban con la muralla, hicieron un túnel y llegaron por aquel pasaje oculto hasta los vigías romanos. Se les llevó ante el cónsul y se comprometieron a conducir un destacamento de soldados al interior de las fortificaciones y las murallas de la ciudad. No parecía adecuado rechazar su propuesta, ni tampoco aceptarla sin pensarlo. A uno de ellos se le encargó guiar dos espías a través del paso subterráneo, el otro quedó como rehén. El informe de los espías fue satisfactorio, y trescientos soldados, conducidos por el desertor, entraron en la ciudad de noche y se apoderaron de la puerta más cercana. Rompieron esta, y el cónsul con su ejército se apoderó del lugar sin ningún tipo de lucha. Así pasó Narni a poder de Roma. Se envió allí una colonia, como puesto avanzado contra los umbros, y se llamó Narnia al lugar por el río Nar. El ejército regresó a Roma con gran cantidad de despojos. Este año los etruscos decidieron romper la tregua, y empezaron a hacer preparativos para la guerra. Pero la invasión de su país por un enorme ejército de galos, lo último que se esperaban, les distrajo durante un tiempo de su propósito. Confiando en el poder del dinero, del que tenían en abundancia, trataron de convertir a los galos de enemigos en aliados, para así combinar sus fuerzas en un ataque contra Roma. Los bárbaros no se opuso a una alianza, siendo la única cuestión el importe de la remuneración. Después haberse acordado este punto y haber completado el resto de preparativos para la guerra, los etruscos exhortaron a los galos a seguirlos. Se negaron a hacerlo, y afirmaron que no habían tomado el dinero para hacer la guerra a Roma. Todo lo que habían recibido había sido aceptado como compensación por no devastar las tierras de Etruria ni someter a sus habitantes por la fuerza de las armas. No obstante, se mostraron dispuestos a servir, si realmente los etruscos lo querían, con una sola condición, a saber, que debían ser admitidos en una parte de su territorio y poder asentarse al fin en un hogar permanente. Hubo muchas reuniones en las distintas poblaciones para discutir esta propuesta, pero se consideró imposible aceptar tales términos, no tanto porque no quisieran perder ningún territorio, sino porque les aterraba la posibilidad de tener como vecinos a hombres de raza tan salvaje. Los galos fueron así despedidos, llevando con ellos una enorme suma de dinero obtenida sin trabajo y sin riesgo. El rumor de una invasión gala, añadido a la guerra contra los etruscos, produjo gran inquietud en Roma y hubo pocas dudas a la hora de firmar un tratado con los picentinos.
[10.11] La campaña en Etruria recayó sobre el cónsul Tito Manlio. Había entrado apenas en territorio hostil cuando, ejecutando algunas maniobras de caballería, al tratar de girar en plena carrera a su montura fue arrojado y casi quedó muerto en el acto. Tres días más tarde, terminó la vida del cónsul. Los etruscos se envalentonaron ante este suceso, pues lo tomaron como un presagio, y decían que los dioses combatían por ellos. Cuando las tristes noticias llegaron a Roma, no fue sentida únicamente la pérdida del hombre, sino también la inoportunidad del momento en que sucedió. El Senado estaba dispuesto a ordenar el nombramiento de un dictador, pero se abstuvo de hacerlo al estar más de acuerdo con los deseos de los principales patricios que se eligiese un cónsul sustituto. Todos los votos fueron emitidos en favor de Marco Valerio, el hombre a quien el Senado habría designado como dictador. Se le envió enseguida a Etruria con las legiones. Su presencia actuó como un freno contra los etruscos de manera que ninguno se aventuró fuera de sus fortificaciones; su propio miedo los calló más que los bloqueos que sufrieron. Valerio devastó sus campos y quemó sus casas, hasta que no sólo las granjas individuales, sino también numerosos pueblos, quedaron reducidos a cenizas humeantes, pero no logró inducir al enemigo a presentar batalla. Mientras esta guerra progresaba más lentamente de lo previsto, se hicieron sentir las prevenciones ante otra guerra que, no sin motivo, se temía por las muchas derrotas sufridas anteriormente por ambas partes. Los picentinos habían informado de que los samnitas se estaban armando para la guerra, y que se les habían aproximado para inducirlos a unírseles. Se les agradeció su lealtad y la atención del pueblo se volvió en gran medida desde Etruria hasta el Samnio. La carestía de los alimentos causó un malestar general entre los ciudadanos. Aquellos autores que citan a Fabio Máximo como edil curul para ese año, afirman que habría habido, de hecho, hambre si él no hubiese mostrado la misma cuidadosa sabiduría al controlar el mercado y la acaparación de suministros que la mostrada en la guerra. Se produjo un interregno este año, aunque la tradición no da ninguna razón para ello. Los interreges fuero Apio Claudio y Publio Sulpicio. El último celebró las elecciones consulares, en las que Lucio Cornelio Escipión y Cneo Fulvio fueron elegidos -298 a.C.-. A principios de su año llegó una delegación de lucanos para presentar una denuncia formal contra los samnitas. Dijeron al Senado que aquel pueblo había tratado de seducirlos para que formasen una alianza militar con ellos y que, encontrando fútiles sus esfuerzos, invadieron su territorio y lo estaban arrasando para así, haciéndoles la guerra, tratar de llevarles a una guerra contra Roma. Los lucanos, dijeron, habían ya cometido demasiados errores; ya se habían dado cuenta de que sería mejor soportar y sufrir todo aquello antes que intentar cualquier cosa contra Roma. Imploraron al Senado que les tomasen bajo su protección y que les defendiesen de las agresiones injustas de los samnitas. Eran plenamente conscientes de que si Roma declaraba la guerra contra el Samnio su lealtad sería asunto de vida o muerte; pero, no obstante aquello, estaban dispuestos a entregar rehenes como garantía de buena fe.
[10.12] La discusión en el Senado fue breve. Sus miembros decidieron por unanimidad que se debía hacer un tratado de alianza con los lucanos y pedir satisfacción a los samnitas. Cuando los embajadores fueron readmitidos, recibieron una respuesta favorable y se firmó un tratado con ellos. Se envió a los feciales para insistir a los samnitas para que evacuaran los territorios de los aliados de Roma y que retirasen sus fuerzas de las fronteras lucanas. Fueron recibidos por emisarios de los samnitas, que les advirtieron de que si aparecían por cualquiera de los consejos samnitas ya no se respetaría su inviolabilidad. Al informarse de esto en Roma, la Asamblea confirmó la resolución aprobada por el Senado y ordenó que se hiciera la guerra a los samnitas. En el sorteo de sus respectivos mandos, Etruria recayó en Escipión y los samnitas en Fulvio. Ambos cónsules salieron en campaña. A Escipión, que preveía una campaña pausada, similar a la del año anterior, se le enfrentó el enemigo en formación de combate en Volterra [antigua Volaterra.- N. del T.]. La batalla duró la mayor parte del día, con grandes pérdidas en ambos lados. Llegó la noche mientras la victoria aún estaba indecisa; a la mañana siguiente quedó decidida, pues los etruscos habían abandonado su campamento en la oscuridad de la noche. Cuando los romanos salieron para la batalla y vieron que el enemigo, por su acción, admitía su derrota, macharon hacia el campamento desierto. Así se apoderaron de él y, como era un campamento completamente dispuesto y lo habían abandonado a toda prisa, se hicieron con una considerable cantidad de botín. Las tropas marcharon nuevamente hacia las cercanías de Civita Castellana [antigua Falerii o Faleria.- N. del T.] y, tras dejar su impedimenta allí con una pequeña escolta, continuaron con una marcha más ligera para arrasar el territorio etrusco. Todo fue arrasado a fuego y espada; se hicieron presas por todas partes. No sólo quedó la tierra completamente perdida para el enemigo, también se quemaron sus aldeas y castillos. Los romanos se abstuvieron de atacar las ciudades en las que los aterrorizados etruscos se habían refugiado. Cneo Fulvio libró un brillante combate en Pietrabbondante [antiguo Bovianum Vetus.- N. del T.], en el Samnio, y obtuvo una decisiva victoria. Luego tomó Pietrabbondante por asalto y, poco después, Castel di Sangro [antigua Aufidena.- N. del T.].
[10.13] Durante aquel año, se estableció una colonia en Carseoli, en el país de los ecuos [en el original latino dice «in agrum Aequicolorum», o sea, en el país de los equículos. Dice Suetonio que los equículos o equicolos, llamados también Aequi, Eequanni y Aequiculani, eran una raza de montañeses salvajes, establecidos en las dos riberas del Anio, entre los marsos, peliños y sabelios. O Tito Livio los confunde, cosa extraña por su mayor proximidad temporal, o bien hay aquí un error del copista.- N. del T.] El cónsul Fulvio celebró un triunfo sobre los samnitas. Conforme se acercaban las elecciones consulares, se extendió un rumor sobre que los etruscos y los samnitas estaban levantando inmensos ejércitos. De acuerdo con los informes recibidos, los líderes de los etruscos fueron acusados en todas las reuniones de los consejos locales de no haber traído a los galos, bajo cualesquiera condiciones, para que participasen en la guerra; se increpaba a los magistrados samnitas por haber empleado contra los romanos unas fuerzas alistadas únicamente para combatir contra los lucanos; el enemigo acrecentaba sus propias fuerzas y las de sus aliados, mientras que las cosas ya no se resolverían sin un conflicto mucho mayor que antes. Había hombres distinguidos entre los candidatos al consulado, pero la seriedad del peligro hizo volver los ojos a Quinto Fabio Máximo. Él, en un principio, simplemente declinó ser candidato; luego, al ver el sentir popular, claramente se negó a que apareciera su nombre: «¿Por qué, -preguntó-, queréis a un hombre anciano como yo, que ha cumplido todos sus deberes y ganado todas las recompensas por ellos? Yo no soy el hombre que era, ni en fuerza de cuerpo ni de mente, y me temo que no quede ningún dios que considere que mi buena fortuna sea ya excesiva o demasiado ininterrumpida para que la disfrute la naturaleza humana. He crecido hasta la medida de la gloria de mis antepasados, y veré gustoso a otros alcanzar la altura de mi propia fama. No faltan honores en Roma para los hombres más fuertes y más capaces, ni faltan hombres para ganar tales honores». Esta exhibición de modestia y desinterés sólo hizo que el sentimiento popular se agudizara en su favor, al demostrar cuán justamente se comportaba. Pensando que la mejor manera de confrontarlo sería apelar a la instintiva reverencia a las leyes, ordenó que se volviera a proclamar la ley que prohibía a cualquier hombre ser reelegido cónsul hasta pasados diez años. Debido al clamor, apenas se pudo escuchar la ley, y los tribunos de la plebe declararon que no había impedimento aquí y que presentarían una proposición a la Asamblea para que se le eximiese de sus disposiciones. Él, sin embargo, persistió en su negativa, y en varias ocasiones preguntó cuál era el objeto de hacer leyes si se rompían deliberadamente por quienes las hacían; «Nosotros», -decía-, «gobernamos ahora a las leyes, en vez de que las leyes nos gobiernen a nosotros». A pesar de su oposición, el pueblo empezó a votar, y conforme era llamada cada centuria, esta se declaraba sin la menor duda por Fabio. Por fin, cediendo a la voluntad general de sus compatriotas, dijo, «Que los dioses aprueben lo que habéis hecho y lo que vais a hacer. Ya que, así pues, vais a seguir vuestro propio camino por lo que a mí respecta, dadme la oportunidad de emplear mi influencia con vosotros por lo que hace a mi colega. Os pido que elijáis como mi colega cónsul a Publio Decio, un hombre con el que trabajo en total armonía, un hombre digno de vuestra confianza y digno de su ilustre padre». La recomendación se consideró bien merecido, y todas las centurias que aún no habían votado eligieron cónsules a Quinto Fabio y Publio Decio -297 a.C.-. Durante aquel año, los ediles procesaron a muchas personas al ocupar más cantidad de tierra que la legalmente permitida. Apenas nadie pudo escapar a la acusación y se puso un gran freno a la codicia desmesurada.
[10.14] Los cónsules estaban ocupados con sus preparativos para la campaña, decidiendo quién de ellos haría frente a los etruscos y quién a los samnitas, cuántas tropas necesitarían y qué teatro de operaciones sería el mejor cuando llegaron mensajeros desde Sutri, Nepi y Civita Castellana con informaciones definitivas acerca de que las asambleas locales de Etruria habían convenido decidirse por una política de paz. Sobre la base de esta información, todo el esfuerzo de guerra se volvió contra los samnitas. Con el fin de facilitar el transporte de suministros, y también para hacer que el enemigo dudase en cuanto a la línea del avance romana, Fabio llevó sus legiones a través de Sora, mientras que Decio marchó por territorio sidicino. Cuando hubieron cruzado las fronteras del Samnio, marcharon en un frente muy extendido y devastando el país a su paso. Extendieron aún más el alcance de sus partidas exploratorias, y descubrieron al enemigo cerca de Tiferno. Este se había dispuesto en un valle aislado, preparado para atacar a los romanos, en caso de que entrasen en el valle, desde el terreno elevado a ambos lados. Fabio dejó la impedimenta en lugar seguro con una pequeña guardia. A continuación, informó a sus hombres de que la batalla era inminente y, concentrándoles en un sólido cuadrado, se acercó hasta la posición elevada donde se ocultaba el enemigo. Los samnitas, viendo que se había perdido la sorpresa y que la cuestión se habría de decidir en campo abierto, pensaron que lo mejor sería enfrentarse a sus enemigos en batalla campal. Bajaron, por tanto, a terreno más bajo y se encomendaron a la Fortuna con más valor que esperanza. Pero fuera que hubiesen juntado toda la fuerza de cada comunidad del Samnio, o que su valor estuviera acrecentado por el pensamiento de que su misma existencia como nación dependía de aquella batalla, ciertamente acertaron a producir gran inquietud en las filas romanas, aun cuando luchaban en terreno abierto. A ver Fabio que el enemigo mantenía el terreno en toda la línea, cabalgó hasta primera línea con su hijo, Máximo, y con Marco Valerio, ambos tribunos militares, y les ordenó ir donde la caballería y decirles que recordaban alguna ocasión en que la república hubiera sido auxiliada por los esfuerzos de la caballería, aquel día debían dar lo mejor de sí para mantener la fama de aquella Arma del Estado [tradicionalmente, las primeras armas de los ejércitos fueron la infantería y la caballería.- N. del T.], pues el enemigo se mostraba inconmovible contra la infantería y todas sus esperanzas reposaban en la caballería. Hizo un llamamiento personal a cada uno de ellos, derrochando elogios y manteniendo la esperanza en grandes recompensas. Considerando, sin embargo, que pudiera fallar en su objetivo la carga de caballería y que el ataque en masa resultase inútil, pensó que debía adoptar cierta estratagema. Escipión, uno de sus generales, recibió órdenes para tomar a los asteros de la primera legión y, llamando la atención lo menos posible, llevarles hasta los cerros próximos. A continuación, subiendo hasta donde no pudieran ser vistos, aparecerían de repente a retaguardia del enemigo.
La caballería, dirigida por los dos jóvenes tribunos, cabalgó delante de los estandartes y su aparición repentina produjo casi tanta confusión entre los suyos como entre el enemigo. La línea samnita permaneció perfectamente firme contra los escuadrones al galope, que en ninguna parte pudieron obligarlos a retroceder ni a romper la línea. Viendo que su intento fallaba, la caballería se retiró detrás de los estandartes y ya no tomó parte en los combates. Esto aumentó el valor del enemigo, y el frente romano no habría sostenido la lucha, enfrentados como estaban por una resistencia que se volvía más obstinada conforme crecía su confianza, si el cónsul no hubiese ordenado a la segunda línea que relevase a la primera. Estas nuevas tropas detuvieron el avance de los samnitas, que ahora estaban presionando hacia adelante. Justo en ese momento, se vieron los estandartes en las colinas y un nuevo grito de guerra surgió de las filas romanas. La inquietud que se creó entre los samnitas fue mayor de lo que las circunstancias justificaban, pues Fabio gritó que llegaba su colega Decio, y cada soldado, loco de alegría, gritaba a su compañero que venía el otro cónsul con sus legiones. Este error, tan oportunamente ocurrido, llenó a los samnitas de desánimo; temían, agotados como estaban por el combate, la perspectiva de ser superados por un segundo ejército, fresco e intacto. Incapaces de ofrecer más resistencia, se dispersaron y huyeron; debido a la dispersión de su huida, el derramamiento de sangre fue pequeño en comparación con la magnitud de la victoria; tres mil cuatrocientos resultaron muertos, unos ochocientos treinta fueron hechos prisioneros y se capturaron veintitrés estandartes.
[10.15] Antes de que se librara esta batalla, los apulios se habrían unido a los samnitas si el cónsul Decio no se hubiera anticipado a su acción, asentando su campamento en Benevento [antiguo Maleventum, que luego sería Beneventum.- N. del T.]. Les provocó al combate y los puso en fuga, y en esta batalla hubo también más huidos que muertos, los cuales ascendieron a dos mil. Sin preocuparse más de los apulios, Decio llevó su ejército al Samnio. Allí pasaron ambos ejércitos consulares cinco meses, devastando y asolando el país. En cuarenta y cinco lugares distintos del Samnio fijó Decio en una u otra ocasión su campamento; el otro cónsul lo hizo en ochenta y seis. No fueron murallas y fosos los únicos restos que dejaron, más visibles aún resultaron aquellos que atestiguaban la devastación y despoblamiento de todo el país. Fabio también capturó la ciudad de Cimetra, donde dos mil novecientos fueron hechos prisioneros de guerra y ochocientos treinta murieron durante el asalto. Después de esto regresó a Roma para las elecciones y dispuso que se celebraran lo antes posible. Las centurias que votaron en primer lugar se declaraban sin excepción por Fabio. Entre los candidatos estaba el enérgico y ambicioso Apio Claudio. Ansioso de asegurarse aquel honor para sí mismo, lo estaba también porque ambos puestos fueran para patricios, y ejerció toda su influencia, apoyado por la totalidad de la nobleza, para convencer a los electores para que le eligieran junto a Fabio. Al principio, Fabio rehusó alegando los mismos motivos para ello que el año anterior. Después, todos los nobles se arremolinaron alrededor de su silla y le rogaron que sacase el consulado del fango plebeyo y que restaurase al propio cargo y a las gens patricias en la augusta dignidad que desde antiguo poseyeran. Tan pronto como pudo obtener el silencio, se dirigió a ellos en términos tranquilizadores. Dijo que podría haber admitido los votos para dos patricios si viera que era elegido alguien distinto de él mismo; pero tal y como estaban las cosas no permitiría que siguiese su nombre, pues iba contra la ley y sentaba un precedente muy peligroso. Así, Lucio Volumnio, un plebeyo, fue elegido junto con Apio Claudio; ya habían estado asociados en un consulado anterior -296 a.C.-. Los nobles criticaron a Fabio y decían que había rechazado tener a Apio Claudio como colega porque era claramente inferior a él en elocuencia y competencia.
[10.16] Habiendo terminado las elecciones, los cónsules anteriores recibieron una extensión de su mandato por seis meses y se les ordenó que continuasen la guerra en el Samnio. P. Decio, a quien su colega había dejado en el Samnio y era ahora procónsul, continuó estragando los campos samnitas hasta expulsó a su ejército, que en ninguna parte se atrevió a enfrentarse con él, fuera de sus fronteras. Marcharon a Etruria, y tenían la esperanza de que los objetivos que no habían podido alcanzar con sus numerosas legaciones, pudieran lograrse ahora que tenían una gran fuerza y podían respaldar sus requerimientos mediante la intimidación. Insistieron en convocar una reunión de los jefes etruscos. Cuando se hubieron reunido, señalaron cómo durante muchos años habían estado luchando contra los romanos, cómo habían tratado por todos los medios soportar el peso de esa guerra con sus propias fuerzas, y cómo había resultado de escaso valor la ayuda de sus vecinos. Habían pedido la paz al no poder sostener más la guerra, y habían retomado la guerra porque una paz que les reducía a la esclavitud era más pesada de sobrellevar que una guerra en la que combatirían como hombres libres. La única esperanza que les quedaba ahora residía en los etruscos. Sabían que, de todas las naciones de Italia, ellos eran los más ricos en hombres, armas y dinero, y tenían por vecinos a los galos, entrenados en las armas desde la cuna, naturalmente valiente hasta la desesperación y sobre todo contra los romanos, una nación sobre la que con justicia podían presumir de haber capturado y luego permitirles rescatarse con oro. Si los etruscos tenían el mismo espíritu que Porsena y sus antepasados habían tenido una vez, no había razón alguna para que no pudiesen expulsar a los romanos de todos sus territorios hasta el Tíber y obligarlos a luchar por su propia existencia y no por el dominio insoportable de Italia. El ejército samnita había llegado hasta ellos completamente provisto de armas y tesoro de guerra, y estaba listo para seguirles de inmediato aun si les conducían a un ataque contra la propia Roma.
[10.17] Mientras estaban así ocupados con sus intrigas en Etruria, la guerra que los romanos llevaban a cabo en el Samnio resultó terriblemente destructiva. Cuando Publio Decio hubo comprobado mediante sus exploradores la salida del ejército samnita, convocó un consejo de guerra. «¿Por qué», preguntó, «nos extendemos por los campos, haciendo la guerra solo a los poblados? ¿Por qué no atacamos las ciudades amuralladas? No hay ejército que las defienda, el ejército ha abandonado su país y ha marchado a un exilio voluntario». Su propuesta fue aprobada por unanimidad y los condujo a atacar Murgancia, una ciudad fuertemente fortificada. Tal era el entusiasmo de los soldados, debido en parte al afecto que sentían por su comandante y en parte a la expectativa de conseguir una mayor cantidad de botín del ya logrado, que asaltaron y capturaron la ciudad en un solo día. Dos mil cien combatientes fueron derrotados y hechos prisioneros, incautándose de una enorme cantidad de botín. Para evitar cargar al ejército con un pesado tren de bagajes, Decio reunión a sus hombres y les habló así: «¿Vais a contentaros con esta solitaria victoria y estos despojos? ¡Levantad vuestras sus esperanzas y expectativas a la altura de vuestro valor! Todas las ciudades de los samnitas y toda la riqueza que hay en ellas son vuestras, ahora que a sus legiones, derrotadas en tantas batallas, las habéis compelido fuera de sus fronteras. Vended lo que ahora tenéis y atraed a los comerciantes para que con la esperanza de los beneficios sigan nuestros ejércitos; yo os proporcionaré frecuentemente cosas que vender. Vayamos a la ciudad de Romúlea, donde os espera un botín aún más grande, aunque no mayor esfuerzo».
Se vendió el botín y los hombres, dando prisa a su comandante, marcharon a Romúlea. Tampoco en este caso se construyeron obras de asedio, ni se empleó la artillería; en el momento que se llevaron los estandartes hacia las murallas, ninguna resistencia pudieron oponer los defensores para detener a los soldados; situaron sus escalas de asalto donde les vino más cerca y escalaron sobre las murallas. La ciudad fue tomada y saqueada, dos mil trescientos murieron, seis mil fueron hechos prisioneros y se consiguió gran cantidad de botín que las tropas, como antes, se vieron obligadas a poner a disposición de los mercaderes. El siguiente lugar en ser atacado fue Ferentino y, aunque no se dio descanso a los hombres, marcharon allá del mejor humor. Aquí, sin embargo, tuvieron más problemas y corrieron más riesgos. La posición se había fortificado tanto como era posible, combinando naturaleza y arte, y las murallas estaban defendidas con la mayor energía; pero los soldados, habituados al saqueo, superaron todos los obstáculos. Tantos como tres mil enemigos fueron muertos en las murallas; el botín se entregó a las tropas. En algunos analistas, la mayor parte del crédito de estas capturas se concede a Máximo; Decio tomó, según dicen, Murgancia, y Fabio capturó Ferentino y Romúlea. Algunos, de nuevo, reclaman este honor para los nuevos cónsules, mientras que unos pocos lo limitan a Lucio Volumnio, a quien dicen correspondió el Samnio como su área de acción.
[10.18] Mientras transcurría esta campaña en el Samnio, quienquiera que fuese su jefe y auspiciador, una guerra más grave contra Roma se estaba organizando en Etruria, en la que iban a tomar parte muchas naciones. El principal organizador fue Gelio Egnacio, un samnita. Casi todos los pueblos etruscos se habían decidido por la guerra, llevando el contagio a los pueblos vecinos de la Umbría y habiendo solicitado ayuda de los galos como mercenarios. Todos estos se fueron concentrando en el campamento samnita. Cuando las noticias de este repentino levantamiento llegaron a Roma, Lucio Volumnio ya había marchado hacia el Samnio con las legiones segunda y tercera y quince mil tropas aliadas; se decidió, por consiguiente, que Apio Claudio debía entrar a la mayor brevedad posible en Etruria. Dos legiones romanas le siguieron, la primera y la cuarta, y doce mil aliados. Fijó su campamento no lejos del enemigo. La ventaja obtenida por su pronta llegada sirvió para infundir el temor a Roma y controlar a algunos pueblos etruscos que aún estaban meditando si entrar en guerra; nada hizo el cónsul, sin embargo, para demostrar su sabiduría o habilidad militar. Se produjeron varios combates desde posiciones y en momentos desfavorables [para los romanos.- N. del T.], y cuando más aumentaban las esperanzas enemigas de vencer, más formidable se volvía el adversario. Llegaron las cosas casi al punto de que los soldados desconfiasen de su general y que su general no confiara en sus soldados. Encuentro registrado por algunos analistas que envió cartas a su colega llamándose del Samnio, pero no puedo asegurar esto a ciencia cierta, pues esta misma circunstancia se convirtió en objeto de discusión entre ambos cónsules, que desempañaban juntos el cargo por segunda vez; Apio negando que hubiera enviado ninguna carta y Volumnio insistiendo en que Apio le había llamado por carta.
Volumnio, para entonces, había tomado tres castillos en el Samnio donde habían muerto tres mil hombres y casi la mitad de ese número se habían hecho prisioneros. También había enviado a Quinto Fabio, el procónsul, con su ejército veterano, para gran satisfacción de los magnates lucanos, a reprimir los disturbios que se habían producido por aquella parte del país entre los plebeyos y las clases indigentes. Dejando la devastación de los campos enemigos a cargo de Decio, se dirigió con todas sus fuerzas hacia Etruria. A su llegada fue unánimemente bienvenido. En cuanto al modo en que Apio lo trató, creo depende de cuál fuera la verdad: con ira, si realmente no había escrito la carta, pero ingrato y falaz si ocultaba que la había remitido. Cuando él salió al encuentro de su colega, casi antes de haber tenido tiempo de intercambiar saludos mutuos, le preguntó: «¿Va todo bien, Volumnio? ¿Cómo van las cosas en el Samnio? ¿Qué te ha hecho abandonar la provincia que te fue asignada?» Volumnio le respondió que todo transcurría satisfactoriamente y que había venido porque él así se lo había pedido por carta. Si se trataba de una falsificación y no había nada que él tuviese que hacer en Etruria, enseguida contramarcharía con sus tropas y se irían. «Pues bien, -dijo Apio-, «entonces vete, que nada te retenga aquí, porque no es justo que no siendo tal vez capaz de afrontar tu propia guerra, te hayas de jactar de haber venido a ayudar a los demás». «¡Que sea para bien, por Hércules!» -respondió Volumnio. «Prefiero haberme tomado en vano tantas molestias a que sucediera algo en Etruria para lo que no bastase un sólo ejército consular».
[10.19] Al ir a separarse los cónsules, los legados y tribunos de Apio les rodean; algunos de ellos imploraron a su propio comandante que no rechace la ayuda de su colega, ayuda que él mismo debía haber pedido y que se le ofrecía ahora espontáneamente; muchos de los otros trataron de detener a Volumnio, que se marchaba, y le conminaban a no traicionar la seguridad de la república por una mísera pelea con su colega. Argüían que, si ocurría algún desastre, la responsabilidad recaería en aquel que abandonase al otro, no en el que fuera abandonado; llegando a este punto, toda la gloria del éxito y toda la deshonra del fracaso caerían sobre Volumnio. El pueblo no se preguntaría qué palabras había pronunciado Apio, sino qué fortuna había tenido el ejército; a él le podía haber despedido Apio, pero su presencia era exigida por la república y por el ejército. Sólo tenía que comprobar el sentir de los soldados para darse cuenta de esto por sí mismo. En medio de apelaciones y advertencia de este tenor, lograron prácticamente arrastrar a los reluctantes cónsules hasta un consejo de guerra. Allí, la discusión que habían presenciado anteriormente se convirtió en poco tiempo en otra mucho mayor. Volumnio tenía no sólo el caso más fuerte, sino que se mostró como un orador nada malo, incluso si se le comparaba con la excepcional elocuencia de su colega. Apio comentó sarcásticamente que deberían considerar que gracias a él tenían un cónsul verdaderamente capaz de hablar, en vez del tartamudo que era antes. En su consulado anterior, especialmente durante los primeros meses de mandato, no podía abrir ni la boca, y ahora se estaba convirtiendo en un orador bastante popular. Volumnio le observó: «Hubiera preferido, en vez de eso, que tú hubieses aprendido a actuar con vigor y decisión en vez de haber aprendido yo de ti a ser un orador eficaz». Por último, hizo una propuesta que resolvería la cuestión de quién era, no el orador mejor, que no era eso lo que precisaba la república, sino el mejor jefe. Sus dos provincias eran Etruria y el Samnio; Apio podría elegir la que prefiriese pues él, Volumnio, estaba dispuesto a dirigir las operaciones tanto en Etruria como en el Samnio. Ante esto, se elevó un clamor entre los soldados; insistían en que ambos cónsules debían hacerse cargo de la guerra en Etruria. Cuando Volumnio vio que éste era el deseo general, dijo: «Ya que yo he cometido un error al interpretar los deseos de mi colega, yo me encargaré de que no haya ninguna duda acerca de qué es lo que deseáis. Expresad vuestro deseo por aclamación; ¿queréis que me quede o que me vaya?» Dieron tal grito como respuesta que hicieron que el enemigo saliera de su campamento; tomando sus armas, se dirigieron hasta el campo de batalla. Luego, Volumnio ordenó que sonase la señal de batalla y que se sacaran los estandartes fuera del campamento. Apio, según se dice, estuvo durante algún tiempo indeciso al ver que, tanto si luchaba como si se mantenía inactivo, la victoria se achacaría a su colega; pero al final, temiendo que también sus legiones siguiesen a Volumnio, cedió a sus ruidosas demandas y les dio la señal para la batalla.
En ambos bandos, las formaciones estaban lejos de haberse completado. El duque samnita [empleamos aquí duque en su tercera acepción según la Real Academia Española: «general de un ejército», para recuperar este significado original de la palabra que deriva de la latina empleada por Tito Livio tan frecuentemente: dux.- N. del T.], Gelio Egnacio, había partido con unas pocas cohortes en una salida de forrajeo, y sus tropas empezaron la batalla obedeciendo a sus propios impulsos más que a ninguna voz de mando. Nuevamente, los ejércitos romanos no fueron llevados al ataque sincronizadamente, ni hubo tiempo bastante para que pudieran formar de nuevo. Volumnio entró en combate antes de que Apio llegara hasta el enemigo, de modo que la batalla comenzó sobre un frente irregular con los oponentes habituales cambiados: los etruscos enfrentándose a Volumnio y los samnitas, tras un pequeño retraso debido a la ausencia de su líder, cerrando con Apio. La historia cuenta que este levantó sus manos al cielo, para hacerse visible a los que rodeaban los estandartes y pronunció esta oración: «¡Bellona! Si es tu deseo concedernos hoy la victoria, yo, a cambio, te dedicaré un templo». Tras esta oración parecía como si la diosa le hubiese inspirado, mostró un valor igual al de su colega o incluso al de todo el ejército. Nada faltó, por parte de los generales, para asegurar el éxito, y las filas y líneas de cada ejército consular hicieron todo lo posible para evitar que el otro fuese el primero en alcanzar la victoria. El enemigo fue incapaz de soportar una fuerza mucho mayor que cualquier otra a la que estuviese habituado a enfrentarse y, en consecuencia, fue puesto en fuga. Los romanos incrementaron su ataque al empezar ellos a ceder terreno, y cuando se dispersaron y huyeron, los siguieron hasta que se refugiaron en su campamento. Allí, la aparición de Gelio y sus cohortes renovó un tanto el combate; pronto, sin embargo, fueron derrotados y los vencedores atacaron el campamento. Volumnio, alentando a sus hombres con su propio ejemplo, dirigió en persona el ataque a una de las puertas mientras Apio encendía repetidamente el valor de sus tropas invocando a «Bellona, la victoriosa». Lograron abrirse paso a través del foso y la empalizada; el campamento fue capturado y saqueado, descubriéndose y entregándose a los soldados una cantidad muy considerable de botín; seis mil novecientos enemigos fueron muertos y dos mil ciento veinte hechos prisioneros.
[10.20] Mientras ambos cónsules, con toda la fuerza de Roma, dedicaban todas sus energías más y más a la guerra etrusca, se levantaban en el Samnio nuevos ejércitos con el propósito de asolar los territorios sometidos a Roma. Atravesaron tierras de los vescinos hasta llegar al territorio que rodeaba Capua y Falerno, obteniendo un inmenso botín. Volumnio volvía al Samnio a marchas forzadas, pues estaba a punto de expirar el mandato ampliado de Fabio y Decio, cuando se enteró de las devastaciones que los samnitas estaban produciendo en Campania. En seguida desvió su ruta en aquella dirección para proteger a nuestros aliados. Cuando estaba en la zona de Cales vio por sí mismo las huellas recientes de la destrucción que habían provocado, y los habitantes le informaron de que el enemigo se llevaba tanto botín que apenas podía mantener un orden de marcha adecuado. De hecho, sus generales decían abiertamente que no se atrevían a exponer a un ejército tan cargado a los azares de una batalla, y que debían regresar enseguida al Samnio para dejar allí su botín, tras lo cual regresarían para una nueva incursión. Aun cuando todo esto fuera cierto, Volumnio pensó que debía obtener más información y, por consiguiente, envió alguna caballería para alcanzar a los rezagados que pudieran encontrar de entre los incursores. Al interrogarles, se enteró de que el enemigo se había detenido junto al río Volturno y que avanzaría sobre la tercera guardia, tomando el camino del Samnio. Satisfecho con esta información, marchó y fijó su campamento a una distancia del enemigo que, si bien no estaba lo bastante cerca como para que detectasen su llegada, sí lo estaba para permitirle sorprenderles mientras estaban abandonando su campamento. Algún tiempo antes del amanecer, se acercó hasta su campamento y envió algunos hombres familiarizados con el idioma osco para averiguar lo que estaba pasando. Mezclados con el enemigo, cosa fácil en la confusión de una salida nocturna, se encontraron con que los estandartes ya habían salido, con sólo unos cuantos para defenderlos, el botín y quienes debían escoltarlo estaban saliendo justo entonces y el ejército en su totalidad estaba impedido de ejecutar cualquier maniobra, pues cada cual se preocupaba de sus propios asuntos, sin haber dispuesto ningún plan de acción común y sin tener órdenes concretas de su comandante. Este parecía el momento de lanzar su ataque, y la luz del día se acercaba, por lo que ordenó que se tocase a carga y atacó la columna enemiga. Los samnitas se vieron estorbados por su botín, sólo unos pocos estaban en orden de combate; algunos huyeron y llevaron delante a los animales que habían capturado, otros se pararon, indecisos entre seguir o regresar al campamento; en medio de sus dudas, fueron rodeados y destrozados. Los romanos se habían ya apoderado de la empalizada y el campamento se convirtió en escenario de una salvaje carnicería y desórdenes. La confusión creada en la columna samnita por la rapidez del ataque se incrementó por la repentina liberación de sus prisioneros. Algunos, tras liberarse a sí mismos, rompieron las cadenas de quienes les rodeaban, otros se apoderaban de las armas que había en los equipajes y provocaron un gran tumulto en el centro de la columna, más terrible conforme trascurría la lucha. Luego lograron una hazaña aún más extraordinaria. Estacio Minacio, el general en jefe, cabalgaba arriba y abajo de las filas animando a sus hombres cuando los prisioneros lo atacaron y, tras dispersar a su escolta, se lo llevaron a toda prisa, estando todavía en su silla, para presentarlo como prisionero al cónsul romano. El ruido y el tumulto hicieron volver a las cohortes que estaban a la cabeza de la columna y la batalla se reanudó, pero sólo por un corto período de tiempo, pues era imposible una larga resistencia. Hasta seis mil hombres resultaron muertos, hubo dos mil quinientos prisioneros, entre ellos cuatro tribunos militares, se capturaron treinta estandartes y, lo que proporcionó más placer a los vencedores, se rescataron siete mil cuatrocientos cautivos y se recuperó el inmenso botín arrebatado a los aliados. Se dio aviso público, invitando a los propietarios a identificar y recuperar lo que les pertenecía. Todo aquello para lo que no apareció ningún propietario en el día señalado se le entregó a los soldados, pero estos se vieron obligados a venderlo todo para que nada pudiese distraer sus pensamientos de sus deberes militares.
[10.21] Esta incursión de saqueo en Campania produjo gran preocupación en Roma, y dio la casualidad de que justo en ese momento se recibieron graves nuevas de Etruria. Tras la retirada del ejército de Volumnio, todo el país, actuando en concierto con el general samnita, Gelio Egnacio, se levantó en armas; mientras, los umbros eran convocados para unirse al movimiento y se abordaba a los galos con generosas ofertas de remuneración. El Senado, completamente alarmado por estas noticias, ordenó la suspensión de todos los negocios, jurídicos o de cualquier otra clase, y se alistó a los hombres de todas las edades y de todas las clases. No sólo se obligó a efectuar el juramento militar a los nacidos libres y a todos los que estaban en edad militar, también se formaron cohortes a base de los más ancianos e incluso se encuadró a los libertos en centurias. Se tomaron las disposiciones para la defensa de la Ciudad, y Publio Sempronio se hizo cargo del mando supremo. El Senado, sin embargo, vio aliviada su ansiedad al recibir algunos despachos de Lucio Volumnio, quien aseguró que los saqueadores de la Campania habían sido derrotados y muertos. Se ordenó una acción oficial de agradecimiento en honor del cónsul, se retiró la suspensión de los negocios trascurridos dieciocho días y la acción de gracias tuvo un carácter más alegre. El siguiente asunto era la protección del territorio que había sido devastado por los samnitas, y se decidió asentar un grupo de colonos en el país de Vescia y en Falerno. Uno de ellos se situaría en la desembocadura del Liris, que ahora es la colonia de Menturnas; el otro, en los bosques vescinios donde estaría contiguo al territorio de Falerno. Se dice que aquí estuvo la ciudad griega de Sinope [no confundir con la ciudad, hoy turca, en el mar Negro.- N. del T.], y por esto los romanos le dieron al lugar el nombre de Sinuessa. Se dispuso que los tribunos de la plebe debían conseguir que se aprobase en plebiscito que requiriese de Publio Sempronio, el pretor, que nombrase triunviros para la fundación de las colonias en aquellos lugares. Pero no era fácil encontrar gente a quien enviar a lo que era, en la práctica, un puesto de descubierta en un peligroso y hostil país, en vez de un conjunto de tierras sorteadas para su cultivo. La atención del Senado se desvió de estos asuntos por el agravamiento de las perspectivas de la situación en Etruria. Llegaron frecuentes despachos de Apio alertándoles para que no descuidasen los movimientos que se estaban produciendo en aquella parte del mundo; cuatro naciones habían unido sus armas: los etruscos, los samnitas, los umbros y los galos, y se habían visto obligados a establecer dos campamentos separados al no poder solo uno albergar tal multitud. La fecha de las elecciones se acercaba y Volumnio fue llamado a Roma para celebrarlas, y también para aconsejar sobre la política general. Antes de llamar a votar a las centurias, convocó al pueblo a una Asamblea. Aquí se extendió un tanto sobre la gravedad de la guerra en Etruria. Incluso, dijo, aun cuando él y su colega estaban dirigiendo conjuntamente la campaña, la guerra había alcanzado una escala demasiado grande como para que un único general con un único ejército le hiciera frente. Para entonces, él se había enterado de que los umbros y una enorme fuerza de galos había incrementado las filas del enemigo. Los electores debían tener en cuenta que ese día elegían a dos cónsules para hacer frente a cuatro naciones. La elección del pueblo romano recaería, estaba seguro, en el único hombre que era, sin ninguna duda, el primero de sus generales. De no estar seguro de esto, él habría nombrado enseguida un dictador.
[10.22] Después de este discurso, a nadie le cabía duda de que se debía elegir a Quinto Fabio por unanimidad. Las centurias prerrogativas y las llamadas en primer lugar habían votado por él y por Volumnio, cuando se dirigió a los electores en los mismos términos que había empleado hacía dos años, y como en aquella ocasión cedió al deseo general, volviendo a pedir que Publio Decio fuese su colega. Sería un apoyo para su vejez, habían sido censores juntos y cónsules dos veces, y sabía por experiencia que nada servía tanto para proteger al Estado que la armonía entre colegas. Sentía que en aquel momento de su vida ya no podría acostumbrarse a un nuevo compañero de cargo, que le sería mucho más fácil compartir sus consejos con uno cuyo carácter y disposición ya conocía. Volumnio confirmó cuanto dijo Fabio. Otorgó un merecido elogio a Decio, y señaló cuánta ventaja se ganaría en las operaciones militares por la armonía entre los cónsules y cuánto mal se producía cuando estaban en desacuerdo. Mencionó como ejemplo el reciente malentendido entre él y su colega, que casi llevó a un desastre nacional, y solemnemente amonestó a Decio y a Fabio para que convivieran como una sola mente y un solo corazón. Ellos, continuó, habían nacido jefes, grandes en el combate, poco dotados para contiendas verbales y poseedores, de hecho, de todos los méritos de un cónsul. Aquellos, en cambio, que eran despiertos y astutos, peritos en leyes y litigantes avezados, como Apio Claudio, debían ser empleados en la Ciudad y en los tribunales; debían ser elegidos pretores para que administrasen justicia. La discusión en la Asamblea duró todo el día. Al día siguiente se celebraron las elecciones para cónsules y pretores. La recomendación del cónsul fue seguida y Quinto Fabio y Publio Decio resultaron elegidos cónsules mientras que Apio Claudio fue elegido pretor, todos ausentes. El Senado aprobó una resolución, que la Asamblea confirmó mediante plebiscito, para que se prorrogase el mandato de Volumnio por un año.
[10.23] Varios portentos tuvieron lugar este año y, con objeto de conjurarlos, el Senado aprobó un decreto para que se ofrecieran rogativas especiales durante dos días. El vino y el incienso se proporcionaron a cargo del erario público, y tanto hombres como mujeres asistieron en gran número a las funciones religiosas. Este momento de especial observancia se hizo memorable por la pelea que estalló entre las matronas en la capilla de la Pureza Patricia, que está en el Foro Boario, cerca del templo circular de Hércules. Verginia, la hija de Aulo Verginio, un patricio, se había casado con el cónsul plebeyo, Lucio Volumnio, y las matronas la excluyeron de sus ritos sacros por haberse casado fuera del patriciado. Esto condujo a un breve altercado que, como las mujeres se apasionasen, pronto se convirtió en tormenta. Verginia protestaba con absoluta veracidad que ella entraba al templo de la Pureza como patricia que era y una mujer pura, esposa de un hombre a quien había sido prometida como virgen, y que no tenía nada de qué avergonzarse, ni por su marido, ni por su honorable carrera ni por los cargos que había desempañado. A su soberbia declaración añadió su acto posterior. En el barrio Largo, donde vivía, cerró una parte de su casa, lo bastante para construir una capilla de moderado tamaño y levantar allí un altar. Luego llamó a las matronas plebeyas y les contó cómo había sido injustamente tratada por las damas patricias. «Voy a dedicar», les dijo, «este altar a la Pureza Plebeya, y yo os exhorto encarecidamente como matronas a que mostréis el mismo espíritu de emulación en la valoración de la castidad que el que muestran los hombres de esta Ciudad respecto al valor, para que este altar pueda tener, si fuera posible, la reputación de ser honrado con más sagrada observancia y más pura adoración que el de las patricias». El ritual y ceremonial practicados en este altar eran casi idénticos a los del más antiguo; no se permitiría sacrificar allí a ninguna matrona cuya moralidad no estuviera bien acreditada y que hubiera tenido más de un marido. Posteriormente fue contaminado por la presencia de las mujeres de todo tipo, no sólo matronas, y finalmente quedó en el olvido. Los ediles curules, Cneo y Quinto Ogulnio, llevaron a juicio ese año a varios prestamistas. El producto de las multas ingresado en el Tesoro se dedicó a varios asuntos públicos; La proporción de las multas que se ingresarán en el Tesoro se dedicó a diversos objetos públicos; los umbrales de madera del Capitolio fueron sustituidos por otros de bronce, se hicieron vasijas de plata para las tres mesas en el templo de Júpiter y una estatua del propio dios, en una cuadriga, se situó en el techo. También colocaron cerca de la higuera Ruminal [sita al suroeste del Palatino; los romanos creían que su nombre derivaba de ruma, teta, y rumina, la diosa del amamantamiento. Obsérvese la similitud con Rómulo, Remo y Roma.- N. del T.] un grupo escultórico representando a los fundadores de la Ciudad como niños amamantados por la Loba. Por orden suya, se pavimentó con losas de piedra la calle que va desde la Puerta Capena al templo de Marte. Algunos ganaderos fueron procesados también por exceder el número de ganado que podía introducirse en el terreno público, y los ediles plebeyos, Lucio Elio Peto y Cayo Fulvio Curvo, gastaron el dinero obtenido de las multas que impusieron en juegos públicos y en un conjunto de copas de oro que fueron colocadas en el templo de Ceres.
[10.24] Quinto Fabio y Publio Decio entraron ahora en su año de mandato -295 a.C.-, el primero por quinta vez y el último por cuarta. En dos ocasiones anteriores habían sido cónsules juntos, habían desempeñado juntos la censura y su total comunión, tanto como el cumplimiento de sus deberes, distinguió especialmente su desempeño del cargo. Pero esto no duraría para siempre; el conflicto que estalló entre ellos se debió, sin embargo, según creo, más al antagonismo entre los órdenes a los que pertenecían que a cualquier sentimiento personal por su parte. Los senadores patricios ansiaban enormemente que Etruria fuera asignada a Fabio, sin seguir el procedimiento habitual; los senadores plebeyos instaron a Decio para que insistiera en que el asunto se resolviera mediante el habitual sorteo. Había, en todo caso, una clara división de opiniones en el Senado y, cuando se hizo evidente que el interés de Fabio tenía más fuerza, se remitió la cuestión al pueblo. Como ambos eran antes que nada soldados, confiando más en los hechos que en las palabras, sus discursos ante la Asamblea fueron breves. Fabio declaró que sería una conclusión indigna el que otro recogiese los frutos del árbol que él había plantado; él había abierto la selva Ciminia y construido un camino, a través de una selva sin ellos, con las armas de Roma. ¿Por qué le habían metido en problemas a esas alturas de su vida si deseaban encargar la guerra a otro general? Luego se dirigió a Decio: «Sin duda», dijo, «he escogido a un oponente, y no a un compañero, en el cargo; Decio está pesaroso de que nuestros tres años de poder compartido hayan transcurrido tan armoniosamente». Por último, afirmó que él no deseaba nada más que, si lo consideraban digno de ese mando, lo enviasen allí; había cedido a la voluntad del Senado y aceptaría la decisión del pueblo.
Publio Decio, en respuesta, protestó contra la injusticia del Senado. Los patricios, dijo, habían hecho todo lo posible para excluir a los plebeyos de los cargos más importantes del Estado. Desde que el mérito personal se había impuesto sobre la clase a la que se pertenecía, su objetivo ahora consistía no solo en tergiversar las decisiones expresadas por el pueblo en sus votaciones, sino incluso cambiar los juicios que hacía la Fortuna, para mantener su poder siendo tan pequeño su número. Todos los cónsules antes que él había sorteado sus mandos, ahora el Senado daba a Fabio el suyo con independencia de la suerte. Si aquello era simplemente algo así como una marca de honor, entonces admitiría que Fabio había rendido servicios a la república y a él mismo y con gusto aceptaría cualquier cosa que acrecentara su fama, siempre que no implicase un insulto para sí mismo . Pero, ¿quién podía dejar de ver que cuando una guerra, particularmente difícil y temible, se confiaba a un cónsul sin recurrir a la suerte, aquello significaba que al otro cónsul se le consideraba superfluo e inútil? Fabio señaló con orgullo sus logros en Etruria; Decio deseaba ser capaz de hacer lo mismo, y posiblemente pudiera tener éxito extinguiendo completamente el fuego que el otro solo había ahogado, y ahogado de modo tal que constantemente renacía en nuevas conflagraciones cuando menos se esperaba. Él estaba dispuesto a conceder honores y recompensas a su colega por respeto a su edad y posición, pero tratándose de una cuestión de peligro o de combate no cedería, no voluntariamente. Si no ganaba otra cosa de aquella disputa, al menos obtendría aquello: que el pueblo decidiera la cuestión que les correspondía a ellos decidir, en lugar de que el Senado mostrase una indebida parcialidad. Rogó a Júpiter Óptimo Máximo y a los dioses inmortales para que le concediesen la ocasión imparcial de echar suertes con su colega, si les habían de otorgar el mismo valor y buena fortuna en la dirección de la guerra. Fue, en todo caso, algo eminentemente justo en sí mismo, un excelente precedente para todos los tiempos y una cuestión que tocaba el buen nombre de Roma muy de cerca, el que ambos cónsules fueran hombres en condiciones de dirigir la guerra etrusca sin riesgo de fracasar. La única respuesta de Fabio fue a rogar al pueblo que escuchase alguno de los despachos que había remitido Apio antes de proceder a la votación. Luego abandonó la Asamblea. El pueblo fue no menos fuerte en su apoyo de lo que lo había sido el Senado y se decretó que Etruria se asignase a Fabio sin echar las suertes.
[10.25] Una vez se llegó a esta decisión, todos los hombres en edad militar se reunieron con el cónsul, y cada uno empezó a dar su nombre, tan ansiosos estaban de servir bajo su mando. Al verse rodeado de esa multitud, gritó: «No tengo intención de alistar más de cuatro mil soldados de infantería y seiscientos de caballería, y llevaré conmigo a quienes de vosotros den sus nombres hoy y mañana. Me preocupa más que regreséis todos ricos a llevar una fuerza con muchos hombres». Con este ejército compacto, lleno de confianza y esperanza, aún más porque no sentía necesidad de un gran ejército, marcharon hacia la ciudad de Aharna, que no estaba lejos del enemigo, y desde allí fueron hasta el campamento de Apio. Era todavía a algunas millas de ella cuando se encontró con algunos soldados enviados para cortar madera, acompañados por una escolta armada. Cuando vieron los lictores marchar delante de él y escucharon que Fabio era su cónsul, se llenaron de alegría y dieron gracias a los dioses y al pueblo de Roma por haberlo enviado a ellos como su comandante. Como insistían alrededor del cónsul para saludarlo, Fabio les preguntó a dónde iban, y al decirle que se dirigían a cortar madera, les dijo «¿Qué decís?» -preguntó, «¿sin duda tendréis un campamento con empalizada?» Se le informó que había una doble empalizada y foso todo alrededor del campamento y aún estaban mortalmente atemorizados. «Bien, entonces», respondió, «volved atrás y tirad abajo vuestra empalizada, así tendréis bastante madera suficiente.» Volvieron al campamento y empezaron a demoler la empalizada, para gran terror de los que habían permanecido en el campamento, y en especial del propio Apio, hasta que se difundió la noticia de que actuaban por órdenes de Quinto Fabio, el cónsul. Al día siguiente se trasladó el campamento y Apio fue enviado de vuelta a Roma para tomar posesión de su cargo como pretor.
A partir de aquel momento los romanos no levantaron campamento. Fabio decía que era malo para el ejército permanecer fijo en un solo lugar; permanecería más sano y activo con marchas frecuentes y cambios de posición. Ellos hicieron las marchas tan largas y frecuentes como permitía la estación, pues aún no había terminado el invierno. Tan pronto la primavera se asentó, dejó la segunda legión en Clusio, antes llamada Camars, y puso a Lucio Escipión a cargo del campamento como propretor. Luego regresó a Roma para consultar al Senado respecto a las futuras operaciones. Puede que diese este paso por propia iniciativa, tras observar personalmente que la guerra era de mayor entidad de lo que había pensado a partir de los informes recibidos, o puede que le convocase en Senado; nuestros autores nos dan ambos motivos. Algunos quieren hacer creer que se vio obligado a regresar, debido a la acción de Apio Claudio, que había enviado despachos alarmantes sobre el estado de cosas en Etruria y que ahora añadía preocupación con sus discursos en el Senado y ante la Asamblea. A su juicio, un general con un solo ejército era muy insuficiente para hacer frente a cuatro naciones; tanto si combinaban sus fuerzas contra él o si actuaban por separado, existía el peligro de que fuera incapaz de enfrentar por sí solo todas las emergencias. Había dejado allí sólo dos legiones, y con Fabio habían llegado menos de cinco mil infantes y caballería; él aconsejaba que Publio Decio se uniera a su colega en Etruria tan pronto como fuera posible. El Samnio podría ser encargado a Lucio Volumnio, o, si el cónsul prefería conservar su propia provincia, Volumnio iría en ayuda de Fabio con un ejército consular completo. Como los discursos del pretor estaban produciendo tanta impresión, se nos dice que Decio dio su opinión de que no se debía interferir con Fabio, sino dejarle libre de actuar como mejor creyera hasta que él mismo regresase a Roma, si podía hacerlo con seguridad para el Estado, o si enviaba alguien de su estado mayor por quien el Senado pudiera conocer el estado presente de cosas en Etruria, qué fuerza se pudiera necesitar y cuántos generales eran precisos.
[10.26] Inmediatamente después de su llegada a Roma, Fabio se dirigió al Senado y la Asamblea para hablarles de la guerra. Su tono era tranquilo y templado, ni exageró ni subestimó las dificultades. Si aceptó, dijo, la ayuda de un colega, fue más por consideración a los otros temores del pueblo que para precaverse de cualquier peligro hacía sí mismo o hacia la república. Si, no obstante, designaron un colega para asociarlo con él en el mando, ¿cómo podía ignorar a Publio Decio, que con tanta frecuencia había sido su colega y a quien tan bien conocía? No había nadie en el mundo a quien hubiera preferido; si Decio estaba con él, siempre encontraba fuerzas suficientes para cumplir con su deber y nunca consideraba al enemigo demasiado numeroso como para enfrentarlo. Si su colega prefería algún otro arreglo, podían darle a Lucio Volumnio. El pueblo, el Senado y su propio colega se mostraron de acuerdo en que Fabio debía gozar de entera libertad en el asunto, y cuando Decio dejó claro que estaba dispuesto a marchar tanto al Samnio como a Etruria, todos se alegraron y felicitaron. La victoria fue considerada ya como segura y parecía como si se hubiese aprobado un triunfo, y no una guerra seria, a los cónsules. Veo que algunos autores dicen que Fabio y Decio partieron inmediatamente hacia Etruria al hacerse cargo de la magistratura, sin mención a que no se decidieran sus provincias por sorteo o a la querella entre colegas que he descrito. Algunos, por otra parte, no se contentan con narrar simplemente la disputa, sino que dan cuenta por añadidura de ciertas acusaciones que presentó Apio contra el ausente Fabio ante el pueblo y los amargos ataques que le hizo en su presencia, haciendo mención de una segunda discusión entre los colegas provocada por Decio, que insistió en que cada uno debía mantenerse en la provincia que le tocó. Encontramos más acuerdo entre los autores acerca del momento en que ambos cónsules dejaron Roma para marchar al escenario de la guerra.
Pero antes de que los cónsules llegaran a Etruria, los galos senones llegaron en enorme cantidad hasta Chiusi con la intención de atacar el campamento romano y a la legión que estaba allí estacionada. Escipión estaba al mando, y pensando en ayudar la escasez de su número ocupando una posición fuerte, hizo marchar a sus fuerzas hasta una colina que se extendía entre su campamento y la ciudad. El enemigo había aparecido tan de repente que no había tenido tiempo para reconocer el terreno, y siguió hacia la cumbre después de que el enemigo ya la hubiera capturado aproximándose desde el otro lado. Así pues, la legión fue atacada por el frente y la retaguardia y quedó completamente rodeada. Dicen algunos autores que toda la legión fue allí aniquilada, nadie quedó para llevar las noticias y que, aunque los cónsules estaban no muy lejos de Chiusi para entonces, no les llegó ninguna información del desastre hasta que apareció la caballería gala con las cabezas de los muertos colgando del pecho de sus monturas o fijadas en las puntas de sus lanzas, mientras entonaban cánticos guerreros según su costumbre. Según otra tradición, no se trataba en absoluto de galos, sino de umbros, y tampoco se produjo un gran desastre; una partida de forrajeo, mandada por Lucio Manlio Torcuato, un legado, fue rodeada, pero Escipión envió ayuda desde el campamento y al final se derrotó a los umbros y se recuperó a los prisioneros y al botín. Lo más probable es que esta derrota fuera infligida por galos, y no por umbros, pues como en ocasiones anteriores, el miedo a una invasión gala se asentó en las mentes de los ciudadanos. La fuerza con la que los cónsules salieron en campaña constaba de cuatro legiones y un gran cuerpo de caballería, además de mil soldados selectos campanos destinados a esta guerra; los contingentes proporcionados por los aliados y la liga latina formaban un ejército aún más grande que el romano. Pero además de esta gran fuerza, otros dos ejércitos estaban estacionados no muy lejos de la Ciudad, frente a Etruria; uno en territorio falisco y otro en los campos del Vaticano. Los propretores, Cneo Fulvio y Lucio Postumio Megelo, habían recibido órdenes de asentar sus campamentos en aquellas posiciones.
[10.27] Después de cruzar los Apeninos, los cónsules descendieron hasta el territorio de Sassoferrato [antigua Sentino.- N. del T.] y establecieron su campamento a unas cuatro millas de distancia del enemigo [5920 metros.- N. del T.]. Las cuatro naciones se consultaron sobre el plan de acción, y se decidió que no se mezclarían en un único campamento ni irían a la batalla al mismo tiempo. Los galos se vincularon con los samnitas y los umbros con los etruscos. Fijaron el día de la batalla; el peso de la lucha se reservaba a galos y samnitas para que, una vez en el fragor del combate, etruscos y umbros atacasen el campamento romano. Estos acuerdos fueron desvelados por tres desertores, que se llegaron secretamente por la noche hasta Fabio y le descubrieron los planes enemigos. Se les premió por su información y se les despidió con instrucciones de enterarse e informar de cualquier nueva decisión que se tomara. Los cónsules enviaron instrucciones por escrito a Fulvio y a Postumio para que trajeran sus ejércitos hasta Chiusi y devastasen el país enemigo durante su marcha en la medida en que fuera posible. Las nuevas de estos estragos sacaron a los etruscos de Sassoferrato para proteger su propio territorio. Ahora los habían apartado de su camino, los cónsules se esforzaron por llegar al combate. Durante dos días trataron de provocar al enemigo a combatir, pero nada se hizo durante esos dos días que merezca la pena mencionar; hubo algunas bajas en ambos bandos y se produjo mucha irritación que les hizo desear una batalla normal sin, no obstante, querer ponerlo todo en riesgo en un combate decisivo. Al tercer día, todas las fuerzas de ambos bandos descendieron a la llanura. Mientras ambos ejércitos se disponían a combatir, una cierva, empujada por un lobo desde las montañas, corrió entre el espacio abierto entre las dos líneas con el lobo en su persecución. Aquí cada animal tomó una dirección distinta: la cierva corrió hacia los galos y el lobo hacia los romanos. Se abrió una vía entre las filas romanas, los galos lancearon a la cierva. Ante esto, un soldado de la primera línea exclamó: «En ese lugar, donde veis yacer muerta a la criatura sagrada de Diana, empezará la huida y la carnicería; aquí este lobo, completamente ileso, criatura sagrada de Marte, nos recuerda a nuestro Fundador y que nosotros también somos de la raza de Marte». Los galos estaban colocados a la derecha, los samnitas a la izquierda. Quinto Fabio situó las legiones primera y tercera en el ala derecha, enfrentando a los samnitas; para oponerse a los galos, Decio tenía a la quinta y la sexta legión, que formaban el ala izquierda. La segunda y la cuarta legión estaban enzarzadas en el Samnio al mando de Lucio Volumnio, el procónsul. Cuando los ejércitos chocaron por primera vez estaban tan igualados que, de haber estado presentes los etruscos y los umbros, fuese combatiendo o atacando el campamento, los romanos habrían sido derrotados.
[10,28] Sin embargo, aunque ninguno de los bandos obtenía ventaja y la Fortuna no había indicado de ningún modo a quién concedería la victoria, la lucha en el lado derecho era muy distinta de la del lado izquierdo. Los romanos al mando de Fabio combatían más a la defensiva y prolongaban la contienda tanto tiempo como les era posible. Su comandante sabía que era práctica habitual tanto de los galos como de los samnitas el hacer un ataque furioso al principio, y si éste se resistía con éxito solía bastar; el valor de los samnitas poco a poco se hundió al avanzar la batalla, mientras que los galos, incapaces de resistir el calor y el esfuerzo, vieron como se derretía su fuerza física; en sus primeros ataques eran más que hombres, al final eran más débiles que las mujeres. Conocedor de, mantenía las fuerzas de sus hombres hasta el momento en que el enemigo normalmente empezaba a dar signos de ceder. Decio, como hombre más joven, poseedor de mayor vigor mental, mostró más empuje; hizo uso de toda la fuerza que tenía al empezar el ataque, y como el combate de infantería se desarrollaba con demasiada lentitud para su gusto, hizo llamar a la caballería. Poniéndose a la cabeza de una turma de jóvenes excepcionalmente valientes, les pide que le sigan al cargar al enemigo, pues de ellos sería la doble gloria si la victoria comenzaba en el ala izquierda y si, en esa ala, la empezaba la caballería. Dos veces rechazaron a la caballería gala. Al lanzar una tercera carga, llegaron demasiado lejos y, mientras luchaban ahora desesperadamente en medio de la caballería enemiga, quedaron atemorizados por un nuevo estilo de hacer la guerra. Hombres armados, montados sobre carros y carretas de equipaje, vinieron con gran estruendo de caballos y ruedas, y los caballos de la caballería romana, no acostumbrados a esa clase de alboroto, se volvieron incontrolables por el miedo; la caballería, tras sus cargas victoriosas, cayó ahora en un frenético terror; hombres y caballos por igual quedaron destruidos en su ciega huida. Incluso los estandartes de los legionarios quedaron confundidos, y muchos de los hombres de primera fila quedaron aplastados por el peso de los caballos y los vehículos corriendo a través de las líneas. Cuando los galos vieron a su enemigo así desmoralizado, no le dieron un momento de respiro con el que recuperarse sino que continuaron enseguida con un ataque feroz. Decio gritó a sus hombres y les preguntó a dónde estaban huyendo, qué esperanza tenían al huir; trató de detener a los que retrocedían y reunir a las unidades dispersas. Al verse incapaz, hiciera lo que hiciera, de detener la desmoralización, invocó el nombre de su padre, Publio Decio, y gritó: «¡¿Por qué he de retrasar el destino de mi familia?! Este es el privilegio concedido a nuestra gens: que seamos el sacrificio expiatorio que evite los peligros al Estado. Ofrendo ahora las legiones enemigas junto conmigo como sacrificio a Tellus [la Tierra; de ahí nuestro castellano telúrico, por ejemplo.- N. del T.] y los dioses Manes». Cuando hubo pronunciado estas palabras, ordenó al pontífice, Marco Livio, a quien había mantenido a su lado durante toda la batalla, que recitase la fórmula prescrita por la que se iba a ofrendar «a sí mismo y a las legiones del enemigo en nombre del ejército del pueblo romano de los Quirites». Se dedicó, así pues, con las mismas palabras y empleando las mismas vestimentas que su padre, Publio Decio, en la batalla de Veseris, en la guerra Latina [ver Libro 8, cap. 9.- N. del T.]. Después que hubieron sido recitadas las oraciones de costumbre, pronunció la siguiente terrible maldición: «Llevo delante de mí el terror y la derrota y la matanza y la sangre y la ira de todos los dioses, los de arriba y los de abajo. Infectaré los estandartes, los dardos, las armas del enemigo con funesta y múltiple muerte, el lugar de mi destrucción será también testigo de la de los galos y los samnitas». Después de proferir esta imprecación sobre sí mismo y sobre el enemigo, picó su caballo contra la parte de la línea gala donde más densidad de guerreros había y saltando sobre ellos fue muerto por sus proyectiles.
[10.29] A partir de este momento, difícilmente habría parecido a nadie que la batalla dependiese solo de la fuerza humana. Después de perder a su líder, algo que por lo general desmoraliza a un ejército, los romanos detuvieron su huida y reanudaron la lucha. Los galos, especialmente los que se apiñaban alrededor del cuerpo del cónsul, estaban lanzando sus jabalinas sin puntería y sin causar daño, como si estuviesen privados de sus sentidos; algunos parecían paralizados, incapaces de luchar o de huir. Pero, en el otro ejército, el pontífice Livio, a quien Decio había traspasado sus lictores y nombrado para actuar como propretor, anunció a grandes voces que la muerte del cónsul había librado a los romanos de todo peligro y les había concedido la victoria, que galos y samnitas pertenecían a la Madre Tellus y a los dioses Manes, que Decio convocó y arrastró consigo al ejército que había ofrendado junto a sí mismo, que había pánico entre el enemigo y las Furias les sometían al azote de la locura. Habiéndose reanudado así la batalla, Fabio ordenó a Lucio Cornelio Escipión y a Cayo Marcio que llevasen las reservas desde la retaguardia para apoyar a sus colegas. Supieron allí del destino de Publio Decio, y aquello les resultó un poderoso estímulo para atreverse a todo por la república. Los galos formaban en orden cerrado, cubiertos por sus escudos, y un combate cuerpo a cuerpo no parecía un asunto fácil; sin embargo, los legados ordenaron que se juntasen las jabalinas que estaban esparcidas entre los dos ejércitos y que las lanzasen contra el muro de protección del enemigo. Aunque la mayoría quedó atrapada en sus escudos y solo unas cuantas penetraron en sus cuerpos, la masa compacta se vino abajo, cayendo la mayoría sin haber sido heridos, como si les hubiera alcanzado un rayo. Tal fue el cambio que la Fortuna provocó en el ala izquierda romana.
En la derecha, Fabio, como ya he dicho, prolongaba el combate. Cuando vio que ni el grito de guerra enemigo, ni su ímpetu ni el lanzamiento de sus proyectiles eran tan fuertes como al principio, ordenó a los prefectos de la caballería que llevasen sus alas [en efecto, Livio emplea, en el original latino, el término de prefectos y no el de tribunos para designar a los comandantes de las unidades de caballería, las alas, que para esa época solían estar compuestas de diez turmas de a 30 jinetes cada una.- N. del T.] alrededor del flanco del ejército samnita, dispuestos lanzar, cuando se les diera la señal, un ataque tan fiero como pudiesen contra el flanco. La infantería, al mismo tiempo, empujaba y desalojaba al enemigo. Cuando vio que no ofrecían resistencia y que estaban evidentemente cansados, concentró todos los apoyos que había mantenido en reserva para el momento decisivo y dio la señal de carga general a la infantería y a la caballería. Los samnitas no pudieron hacer frente al ataque y huyeron precipitadamente, pasando a los galos, hacia su campamento, dejando a sus aliados para que luchasen como bien pudieran. Los galos permanecían aún firmes en orden cerrado tras su muro de escudos. Fabio, al enterarse de la muerte de su colega, ordenó a una ala de caballería campana, una fuerza de casi quinientos, que dejase el combate y diera un rodeo para tomar los galos por la retaguardia. Los príncipes de la tercera legión recibieron orden de seguir y, dondequiera que viesen la línea enemiga desordenada por la caballería, incrementar el ataque y destrozarlas. Prometió un templo y los despojos del enemigo a Júpiter Víctor y después se dirigió al campamento samnita, donde el pánico había impulsado a toda la masa de fugitivos. Como no todos podían pasar al mismo tiempo por las puestas, los que estaban fuera intentaron resistir el ataque romano y comenzó así una batalla cerca de la empalizada. Fue aquí donde Gelio Egnacio, el comandante en jefe samnita, cayó. Finalmente, los samnitas se vieron empujados al interior de su campamento, que fue tomado tras una breve lucha. Al mismo tiempo, los galos fueron atacados por la retaguardia y vencidos; veinticinco mil enemigos murieron combatiendo ese día y a ocho mil se les hizo prisioneros. La victoria fue en absoluto incruenta para los nuestros, pues el ejército de Publio Decio tuvo siete mil muertos y el de Fabio mil setecientos. Después de enviar a buscar el cuerpo de su colega, Fabio reunió los despojos del enemigo en una pila y los quemó como sacrificio a Júpiter Víctor. El cuerpo del cónsul no se pudo encontrar ese día, pues estaba enterrado bajo un montón de galos; fue descubierto al día siguiente y traído de vuelta al campamento en medio de las lágrimas de los soldados. Fabio dejó a un lado todo lo demás para rendir los últimos ritos fúnebres a su colega muerto; las exequias se llevaron a cabo con todos los honores y en el elogio fúnebre sonaron las merecidas alabanzas al cónsul fallecido.
[10.30] Mientras sucedía todo esto, el propretor Cneo Fulvio, en Etruria, obtenía grandes éxitos. No sólo llevó la destrucción a lo largo y a lo ancho de los campos enemigos, también libró una brillante acción contra las fuerzas unidas de Perugia [antigua Perusia.- N. del T.] y Chiusi, en la que más de tres mil enemigos murieron y se capturaron veinte estandartes. Los restos del ejército samnita intentaron escapar a través del territorio peligno, pero fueron interceptados por las tropas del país, y de sus cinco mil hombres resultaron muertos unos mil. Grande, como debiera parecer que fue a cualquier escritor que se adhiera a la verdad, la gloria de la fecha en que se libró la batalla de Sentino, hay algunos autores que la han exagerado más allá de toda credibilidad. Afirman que el ejército enemigo ascendía a un millón de infantes y cuarenta y seis mil de caballería junto a mil carros de guerra. Eso, por supuesto, incluye a los umbros y a los etruscos que se presentan como participantes en la batalla. Y como manera de aumentar las fuerzas romanas, nos cuentan que Lucio Volumnio tomó parte en el mando de la acción, junto a los cónsules, y que las legiones de estos fueron complementadas por su ejército. La mayoría de los analistas achacan la victoria solo a los dos cónsules; Volumnio es presentado combatiendo en el Samnio, haciendo que un ejército samnita se refugie en lo alto del Monte Tiferno y consiguiendo, pese a la dificultad de su posición, derrotarlo y ponerlo en fuga. Quinto Fabio dejó al ejército de Decio guarneciendo Etruria y condujo de vuelta a la Ciudad a sus propias legiones, para disfrutar un triunfo sobre los galos, los etruscos y los samnitas. En las canciones que los soldados cantaban en la procesión, se celebró tanto la muerte gloriosa de Decio como la victoria de Fabio, y recordaban la memoria del padre en sus alabanzas al hijo, que rivalizó con él en lo público tanto como en lo privado. De los despojos, cada soldado recibió ochenta y dos ases de bronce, con mantos y túnicas, recompensas nada despreciables para aquellos días.
[10.31] A pesar de estas derrotas, ni los etruscos ni los samnitas se quedaron quietos. Después que el cónsul hubo retirado su ejército los perusinos reanudaron las hostilidades, una fuerza de samnitas descendió a las comarcas que rodeaban Vescia y Formia, saqueándolas y corriéndolas a su paso, mientras que otro grupo invadía el distrito de Aserno y la región que rodeaba el río Volturno. Apio Claudio fue enviado contra estos con el antiguo ejército de Decio; Fabio, que había penetrado en Etruria, dio muerte a cuatro mil quinientos perusinos y tomó mil setecientos cuarenta prisioneros, que fueron rescatados a trescientos diez ases por cabeza; el resto del botín fue entregado a los soldados. Los samnitas, uno de cuyos cuerpos era perseguido por Apio Claudio y el otro por Lucio Volumnio, se unieron en territorio estelate, tomando posiciones allí, cerca de Caiazzo [antigua Cayatia.- N. del T.] junto con Apio y Volumnio. Se libró un combate desesperado; uno de los ejércitos estaba furioso contra aquellos que tantas veces habían tomado las armas contra ellos, el otro consideraba que aquella era su última esperanza. Los samnitas perdieron dieciséis mil trescientos muertos y dos mil setecientos prisioneros; por parte romana cayeron dos mil setecientos. Al igual que las operaciones militares, el año fue también próspero, pero se produjo una gran inquietud debido a una grave peste y a portentos alarmantes. Se contó que en muchos lugares llovió tierra y gran número de hombres del ejército de Apio Claudio fueron alcanzados por el rayo. Se consultaron los libros sagrados en vista de tales sucesos. Durante este año Quinto Fabio Gurges, hijo del cónsul, que era edil, llevó a juicio a ciertas matronas ante el pueblo por el delito de adulterio. De las multas obtuvo el dinero suficiente para construir el templo de Venus que se encuentra cerca del Circo.
Las guerras samnitas aun nos acompañan, esas guerras que he contado a través de estos últimos cuatro libros y que han ocupado de forma continua cuarenta y seis años, en realidad, desde que los cónsules Marco Valerio y Aulo Cornelio llevaron las armas de Roma por vez primera al Samnio. No es necesario ahora volver a contar las innumerables derrotas que alcanzaron a ambas naciones, y las fatigas que sufrieron a través de todos esos años; y, sin embargo, tales cosas no lograron quebrar la resolución o el espíritu de aquel pueblo; solo nombraré los acontecimientos del año pasado. Durante ese período, los samnitas, luchando a veces solos, a veces en conjunción con otras naciones, habían sido derrotados por cuatro ejércitos romanos y por cuatro generales romanos en cuatro ocasiones: en Sentino, entre los pelignos, en Tiferno, y en la llanura estelate; habían perdido el general más brillante que nunca hubieran tenido; veían ahora a sus aliados (etruscos, umbros, galos) alcanzados por la misma fortuna que ellos habían sufrido; no podían aguantar más tiempo por sus propias fuerzas ni por las proporcionadas por las armas extranjeras. Y, sin embargo, no se abstenían de guerrear; tan incansables eran en la defensa de su libertad que, pese a tantas derrotas, preferían ser vencidos a no tratar de obtener la victoria. ¿Qué clase de hombre sería el que encontrase aburrida la larga historia de estas guerras, aunque solo la narre o la lea, cuando no lo fueron para quienes estuvieron realmente implicados en ellas?
[10.32] Quinto Fabio y Publio Decio fueron sucedidos en el consulado por Lucio Postumio Megelo y por Marco Atilio Régulo -294 a.C.-. Se les asignó a ambos el Samnio como campo de operaciones a causa de una información recibida que decía que se habían levantado allí tres ejércitos: uno destinado a Etruria, otro a devastar Campania y el tercero para la defensa de sus fronteras. La enfermedad mantuvo a Postumio en Roma, pero Atilio marchó de inmediato, de acuerdo con las instrucciones del Senado, con la intención de sorprender a los ejércitos samnitas antes de que iniciasen sus expediciones. Se encontró con el enemigo, como si hubieran tenido un acuerdo previo, en un punto donde él no podía entrar en territorio samnita y, al mismo tiempo, les impedía cualquier movimiento hacia territorio romano o a los pacíficos de sus aliados. Los dos campamentos estaban enfrentados, y los samnitas, con la temeridad que da la desesperación, se aventuraron en una empresa a la que los romanos, que habían salido tantas veces victoriosos, apenas se habrían comprometido, es decir, atacar el campamento enemigo. Su audaz intento no logró su fin, pero no fue del todo infructuoso. Durante gran parte del día había habido tan densa niebla que no sólo era imposible ver nada más allá de la empalizada, sino que incluso quienes estaban juntos no eran capaces de verse entre sí. Los samnitas, confiando en que sus movimientos quedasen ocultos, llegaron entre las penumbras del amanecer, cuya luz ocultaba la niebla, y alcanzaron el puesto de guardia frente a la puerta, que vigilaban con descuido, y al verse atacados por sorpresa no tuvieron ni la fuerza ni el valor de ofrecer ninguna resistencia. Después de deshacerse de la guardia, entraron al campamento por la puerta decumana y se apoderaron de la tienda del cuestor, Lucio Opimio Pansa, que fue muerto. Entonces se produjo la llamada a las armas.
[10.33] El cónsul, despertado por el tumulto, ordenó a dos de las cohortes aliadas, las de Lucca y Suessa, que resultaban ser las más cercanas, que protegieran el pretorio y a continuación reunió los manípulos en la vía principal. Formaron en línea casi antes de estar adecuadamente dispuestos, y localizaron al enemigo por la dirección de sus gritos antes que por haberles visto; en cuanto a su número, no eran capaces de estimarlo. Dudando de su posición, se retiraron en un primer momento y permitieron así que el enemigo avanzase hasta la mitad del campamento. Al ver esto, el cónsul les preguntó si les iban a expulsar fuera de la empalizada y después tratarían de recuperar su campamento por asalto. Lanzaron entonces el grito de guerra y mantuvieron firmemente el terreno hasta que fueron capaces de tomar la ofensiva y obligar al enemigo a retroceder, lo que hicieron sin darles un momento de respiro, hasta que los expulsaron, impelidos por el mismo pánico que ellos habían sufrido, por la puerta, fuera de la empalizada. Más allá de aquí no se atrevieron a ir en su persecución, pues la mala luz les hacía temer la posibilidad de una sorpresa. Contentándose con haber expulsado al enemigo del campamento, se retiraron tras la empalizada después de haber matado a cerca de trescientos. En el lado romano, murieron los del puesto de guardia y los que cayeron alrededor de la tienda del cuestor, ascendiendo el total a doscientos treinta. El éxito parcial de esta maniobra audaz levantó los ánimos de los samnitas, y no sólo impedían a los romanos avanzar, sino que incluso mantenían las partidas de forrajeo alejadas de sus campos y tuvieron que caer sobre el territorio pacificado de Sora. El informe de este suceso que llegó a Roma, y que era mucho más sensacionalista de lo que los hechos justificaban, obligó al otro cónsul, Lucio Postumio, a dejar la Ciudad antes de que su salud estuviera lo bastante restablecida. Dio una orden general para que sus hombres se reuniesen en Sora, y antes de su partida dedicó el templo a la Victoria que, cuando fue edil curul, había construido con los fondos de las multas. Al reunirse con su ejército marchó desde Sora al campamento de su colega. Los samnitas desesperaron de ofrecer una resistencia eficaz ante dos ejércitos consulares y se retiraron; los cónsules marcharon entonces en direcciones distintas para arrasar sus campos y asaltar sus ciudades.
[10,34] Entre éstas se encontraba Milionia, que Postumio intentó tomar, sin éxito, por asalto. Luego atacó el lugar mediante máquinas de asedio y, tras acercarse con sus manteletes hasta las murallas, forzó una apertura en ellas. Desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde se combatió por todos los barrios de la ciudad con resultado indeciso; al final los romanos se apoderaron de la plaza; murieron tres mil doscientos samnitas y cuatro mil setecientos fueron hechos prisioneros, además del resto del botín. De allí marcharon a las legiones a Feritro, pero la gente del pueblo evacuó el lugar en silencio durante la noche, llevándose todas sus posesiones, todo cuanto podía ser conducido o transportado. Inmediatamente después de su llegar junto a ella, el cónsul se acercó a las murallas con sus hombres dispuestos a actuar, como si fuesen a combatir allí tanto como lo habían hecho en Milionia. Cuando se encontró con que había un silencio de muerte en la ciudad y sin rastro visible de hombres o de armas en las torres o en las murallas, retuvo a sus hombres, que estaban ansiosos por entrar en las fortificaciones desiertas, por miedo a que pudieran caer ciegamente en una trampa. Él ordenó a dos soldados de caballería perteneciente al contingente latino que cabalgaran alrededor de las murallas y que hicieran un reconocimiento a fondo. Descubrieron una puerta abierta y otra cerca de esta, también abierta, y en la carretera que salía de esas puertas vieron las huellas de la huida nocturna del enemigo. Cabalgando lentamente hasta las puertas, tuvieron una vista ininterrumpida de la ciudad a través de las rectas calles e informaron al cónsul de que la ciudad había sido evacuada, como se desprendía de la soledad inconfundible y las cosas dispersas en la confusión de la noche, prueba de su precipitada fuga. Al recibir estas noticias, el cónsul llevó a su ejército dando la vuelta hasta aquel lado de la ciudad que había examinado la caballería. Deteniendo los estandartes cerca de las puertas, ordenó a cinco jinetes que entrasen en la ciudad y, tras darles cierta distancia, tres se quedaban donde estaban y dos volvían para informarle de lo que descubrían. Le dijeron que habían llegado a un punto desde el que tenían vistas en todas direcciones, y por todas partes veían una silenciosa soledad. El cónsul envió de inmediato algunas cohortes armadas a la ligera por la ciudad y el resto del ejército recibió la orden de formar un campamento atrincherado. Los soldados que habían entrado en el lugar violentaron algunas de las casas y se encontraron unas cuantas personas ancianas, a los enfermos y a los bienes abandonados, que eran muy difíciles de transportar. Entraron a saquear y se dedujo de la declaración de los prisioneros que varias ciudades vecinas habían acordado abandonar sus hogares y que, probablemente, los romanos encontrarían el mismo abandono en otras ciudades. Lo que dijeron los prisioneros resultó ser cierto, y el cónsul tomó posesión de las ciudades abandonadas.
[10.35] El otro cónsul, Marco Atilio, no tuvo una guerra tan fácil en absoluto. Había recibido noticias de que los samnitas estaban sitiando Lucera [la antigua Luceria.- N. el T.] y marchó en su socorro, pero el enemigo se le enfrentó en la frontera del territorio lucerino. Allí, la ira y la rabia les prestó la fuerza que les hizo estar a la altura de los romanos. La batalla trascurrió con fortuna variable y resultado indeciso, pero finalmente los romanos se vieron en la situación más triste, pues no estaban acostumbrados a la derrota y fue tras separarse los ejércitos, y no en la propia batalla, cuando se dieron cuenta de las grandes pérdidas que habían tenido por su parte, tanto en muertos como en heridos. Una vez estuvieron en el interior de su campamento, quedaron presa de los temores que, de haberlos sentido mientras estaban en batalla, les habrían llevado a un señalado desastre. Pasaron una noche de inquietud, a la espera de que los samnitas atacasen de inmediato el campamento o de tener que enfrentarse a su victorioso enemigo al romper el día. Por parte enemiga, las pérdidas fueron menores pero ciertamente no mostraban más ánimos. Tan pronto como empezó a clarear los romanos estaban ansiosos por retirarse sin luchar, pero el único modo de hacerlo pasaba precisamente a través del enemigo; si tomaban aquella ruta equivaldría a un desafío, pues parecería como si avanzasen directamente al ataque del campamento samnita. El cónsul dio orden general de que los soldados se armasen para la batalla y lo siguieran fuera de la empalizada. Luego impartió las instrucciones necesarias a los legados, tribunos y prefectos de los aliados. Todos ellos le aseguraron que por lo que a ellos se refería, harían cuanto deseara que hicieran; pero los hombres habían perdido ánimos, habían pasado una noche en blanco entre los gemidos de heridos y moribundos y si el enemigo hubiera atacado el campamento en la oscuridad, estaban en tal estado de pánico que habrían desertado de sus estandartes. Tal como estaban las cosas, lo único que les impedía huir era la vergüenza, en todos los demás aspectos eran hombres prácticamente derrotados.
Bajo tales circunstancias, el cónsul pensó que debía hacer una ronda y dirigirse a los soldados personalmente. Cuando llegaba a cualquiera de los que se mostraban renuentes para armarse, les preguntaba por qué tardaban tanto y eran tan cobardes; el enemigo entraría en el campamento a menos que les encontrase en el exterior; tendrían que luchar para defender sus tiendas si rehusaban luchar delante de la empalizada. Armados y combatiendo tendrían una oportunidad de vencer, pero los hombres que esperaban al enemigo desarmados e indefensos habrían de sufrir la muerte o la esclavitud. A estos insultos y reproches respondían que estaban agotados por el combate del día anterior, que no les quedaban fuerzas ni sangre y que el enemigo parecía ser más fuerte que nunca. Mientras esto pasaba, el ejército enemigo se acercaba, y como estaban ahora más cerca y se les podía ver con más claridad, los hombres dijeron que los samnitas llevaban estacas y que no había duda de su intención de cercar el campamento con una empalizada. Entonces el cónsul exclamó a voz en grito que sería una vergüenza indigna si se veían sometidos a tan irritante insulto por un enemigo tan cobarde. Les gritó: «¿Vamos de verdad a ser rodeados en nuestro campamento, para perecer ignominiosamente por el hambre en vez de morir, si debemos hacerlo, con valor y por la espada? «¡No lo quieran los dioses! ¡Portaos, cada uno de vosotros, como consideréis digno de vosotros mismos! Yo, el cónsul, Marco Atilio, marcharé solo contra el enemigo aunque nadie me siga y caeré entre los estandartes de los samnitas antes que ver un campamento romano rodeado por una circunvalación». Las palabras del cónsul fueron bien recibidas por todos sus oficiales, y la tropa, avergonzada de retrasarse por más tiempo, lentamente se puso en orden de combate y lentamente salió del campamento. Se movían en una larga columna irregular, abatidos y al parecer totalmente acobardados, pero el enemigo contra el que avanzaban no sentía mucha más confianza ni ánimo que el que ellos mismos tenían. Tan pronto como vieron los estandartes romanos, corrió un murmullo por el ejército samnita, desde la primera línea hasta las filas de retaguardia, diciendo que lo que temían estaba sucediendo, que los romanos venían para enfrentarse a su marcha y que no había ruta abierta por la que huir, deberían caer donde estaban o abrirse paso sobre los cuerpos abatidos de sus enemigos.
[10.36] Apilaron sus bagajes en el centro y formaron en orden de batalla. Quedaba en esta ocasión solo un pequeño espacio entre ambos ejércitos, y cada bando permanecía parado esperando que el otro lanzase el grito de guerra y él comenzara el ataque. Ninguno de ellos tenía ánimo alguno para combatir, y habrían marchado en direcciones opuestas si no hubiesen temido que los otros les atacaran por la retaguardia. Con este ánimo tímido y renuente se inició una débil lucha, sin recibir orden alguna para atacar o lanzar el reglamentario grito de guerra y sin que ningún hombre moviera un pie de donde estaba. Entonces el cónsul, con el fin de infundir algún espíritu entre los combatientes, envió algunas turmas de caballería para hacer una incursión; la mayoría de ellos fueron derribados de sus caballos y el resto quedó confuso y desmoralizado. Corrieron los samnitas para dominar a los que habían sido desmontados; esta carrera se encontró con la de los romanos que iban a proteger a sus camaradas. Esto hizo que los combates se animasen algo más, pero los samnitas presionaron más y en mayor número mientras que la desordenada caballería romana, sobre sus aterrorizados caballos, pisoteaba a quienes venían en su ayuda. La desmoralización que se inició aquí se extendió a todo el ejército; hubo una huida general y los samnitas solo tuvieron que luchar con los más retrasados de sus enemigos. En este momento crítico, el cónsul galopó de vuelta al campamento y envió un destacamento de caballería ante la puerta, con órdenes estrictas de tratar como a enemigos a cualquiera que llegase a la empalizada, fuera romano o samnita. A continuación, detuvo a sus hombres, que corrían de vuelta al campamento en desorden, y en tono amenazante les gritó: «¿A dónde vais, soldados? Aquí también encontraréis hombres armados, y ni uno de vosotros entrará en el campamento mientras vuestro cónsul viva, a menos que vengáis como vencedores; elegid ahora si queréis combatir con vuestros compatriotas o con el enemigo». Mientras que el cónsul estaba hablando, la caballería rodeó a los fugitivos con las lanzas niveladas y les ordenó perentoriamente que regresaran al campo de batalla. No sólo el valor del cónsul ayudó a reanimarlos, también les favoreció la Fortuna. Como los samnitas no les perseguían de cerca, hubo espacio suficiente para que los estandartes diesen la vuelta y que todo el ejército dejara de dar frente a su campamento y pasase a darlo al enemigo. Ahora los hombres empezaron a animarse unos a otros, los centuriones arrebataron los estandartes de manos de los signíferos y los adelantaron, señalando al mismo tiempo a sus hombres cuán pocos eran los enemigos y con qué escaso orden venían. En medio de todo esto el cónsul, alzando las manos al cielo y hablando en voz alta para que se le pudiera oír bien, prometió un tempo a Júpiter Stator [stator: defensor; el epíteto se lo dedicó Rómulo al dios cuando este detuvo la huida romana ante los sabinos; ver Libro 1.12.- N. del T.] si el ejército romano dejaba de huir, reanudaba la batalla y derrotaba y aniquilaba a los samnitas. Todos los oficiales y soldados, tanto de infantería como de caballería, se esforzaron al máximo para restaurar el signo la batalla. Incluso la providencia divina pareció contemplar con agrado a los romanos, tan fácilmente cambiaron las cosas en su favor. El enemigo fue rechazado desde el campamento, y en poco tiempo se les expulsó hasta el terreno donde empezó la batalla. Aquí sus movimientos se vieron obstaculizados por el montón de sus pertenencias, que habían acumulado en su centro; para evitar que las saquearan, tomaron posiciones a su alrededor. Sin embargo, la infantería romana les presionó por el frente y la caballería les atacó por detrás, y así entre ambas les mataron o apresaron a todos. Los últimos ascendieron a siete mil ochocientos, a quienes se desnudó y envió bajo el yugo. El número de muertos registrados fue de cuatro mil ochocientos. Los romanos no tenían demasiados motivos para alegrarse mucho más de su victoria, ya que cuando el cónsul contabilizó las pérdidas sufridas en los dos días de combates, vio que el número de desaparecidos ascendía a siete mil ochocientos. Mientras ocurrían estas cosas en la Apulia, los samnitas hicieron un intento con un segundo ejército contra la colonia de Interamna Sucasina, situada en la vía Latina. Al no poder tomar la ciudad, asolaron los campos y se llevaron, junto con otro botín, cierto número de hombres, algunas cabezas de ganado y algunos colonos que capturaron. Fueron a encontrarse con el cónsul, que regresaba de su victoriosa campaña en Lucera; no solo perdieron su botín, sino que, al estar su larga columna desordenada y entorpecida por la carga, no pudieron enfrentar el ataque y fueron destrozados. El cónsul publicó un aviso convocando a los propietarios de los bienes saqueados en Interamna Sucasina, para que identificasen y recuperasen lo que les pertenecía, y dejando a su ejército allí, regresó a Roma para llevar a cabo las elecciones. Pidió que se le permitiera celebrar un triunfo, pero este honor le fue denegado al considerar la pérdida de tantos miles de hombres, y también por haber enviado a sus prisioneros bajo el yugo sin haber sido una condición para su rendición.
[10.37] El otro cónsul, Postumio, sin encontrar nada que pudieran hacer sus tropas entre los samnitas, las llevó a Etruria y empezó a arrasar el territorio volsinio. Los hombres de la ciudad salieron a defender sus fronteras y se produjo una batalla no lejos de sus muros; dos mil ochocientos de los etruscos murieron, el resto se salvó por la proximidad de su ciudad. El cónsul atravesó después el territorio ruselano; allí, no solo asoló los campos sino que capturó la misma ciudad. Hizo más de dos mil prisioneros y unos dos mil más murieron en el asalto del lugar. La paz conseguida aquel año en Etruria fue más importante y redundó incluso en mayor honor para Roma que la guerra que llevó a ella. Tres ciudades muy poderosas, las principales de Etruria, Vulsinia, Perugia, y Arezzo, pidieron la paz y, tras haber provisto a las tropas con vestuario y grano, obtuvieron el permiso del cónsul para enviar parlamentarios a Roma, que lograron una tregua por cuarenta años. Cada una de las ciudades tuvo, a su vez, que pagar una indemnización de quinientos mil ases [de referirse Tito Livio, en estos últimos capítulos, al as libral vigente en aquella época, serían unos 136.440 kilos de bronce, por ciudad, para una libra de 272,88 gramos anterior a la depreciación del as que, paradójicamente, condujo a un incremento del peso de la libra hasta los 327 gramos.- N. del T.]. Por estos servicios, el cónsul pidió al Senado que decretase para él la celebración de un triunfo. La petición se hizo más como una formalidad, para cumplir con la costumbre establecida, que por tener realmente esperanza de conseguirlo. Se encontró con que algunos de los que eran sus enemigos personales y otros que eran amigos de su colega, rechazaron su solicitud por diversos motivos: algunos alegando que había tardado mucho en salir en campaña, otros que había trasladado su ejército del Samnio a Etruria sin orden del Senado y unos terceros que actuaban por el deseo de consolar a Atilio del rechazo también recibió. En vista de esta oposición, se limitó a decir: «Senadores, no consideraré vuestra autoridad hasta el punto de olvidar que yo soy el cónsul. Con el mismo derecho y autoridad con los que he dirigido guerras, ahora que estas han sido llevadas a buen término, subyugado el Samnio y la Etruria, aseguradas la victoria y la paz, celebraré mi triunfo. Y con esto abandonó el Senado.
Una fuerte controversia estalló entonces entre los tribunos de la plebe. Decían algunos que debían vetar que consiguiera su triunfo de aquel modo que violaba todo precedente, otros aseguraban que se le debía conceder a pesar de lo que dijeran sus colegas. El asunto fue llevado ante la Asamblea, y se convocó al cónsul para que estuviese presente. En su discurso, aludió a los casos de los cónsules Marco Horacio y Lucio Valerio, y al reciente de Cayo Marcio Rutilo, el padre del censor de aquel momento. A todos estos, dijo, se había permitido el triunfo, no por la autoridad del Senado, sino por una orden del pueblo. Él habría traído, por sí mismo, la cuestión ante el pueblo si no hubiera sido consciente de que algunos tribunos de la plebe, que estaban atados de pies y manos por los nobles, vetarían la propuesta. Consideraba la buena voluntad y el favor unánime del pueblo como equivalente a cualquier orden formal que se diera. Con el apoyo de tres de los tribunos, contra el veto de los otros siete y en contra de la voz unánime del Senado, celebró su triunfo al día siguiente en medio de una gran explosión de entusiasmo popular. Los relatos de este año varían mucho de un autor a otro. Según Claudio, Postumio, después de capturar algunas ciudades del Samnio, fue derrotado y puesto en fuga en Apulia, resultando él mismo herido, y fue conducido por un pequeño grupo de fuerzas a Lucera; las victorias en Etruria fueron logradas por Atilio y fue este quien celebró el triunfo. Fabio nos dice que los dos cónsules dirigieron la campaña en el Samnio y en Lucera, y que el ejército se trasladó a Etruria, pero no dice por cuál cónsul. También afirma que en Lucera las pérdidas fueron fuertes en ambos lados, y que se prometió un templo a Júpiter Stator en esa batalla. Esta misma ofrenda había hecho Rómulo muchos siglos antes, pero sólo el fanum, que es el solar del templo, había sido consagrada. Al haberse comprometido así doblemente el Estado, se hizo necesario cumplir aquella obligación para con el dios, y el Senado dio orden aquel año para la construcción del templo.
[10.38] El año siguiente -293 a.C.- estuvo marcado por el consulado de Lucio Papirio Cursor, que no sólo había heredado la gloria de su padre, sino que la acrecentó por la dirección de una gran guerra y la victoria sobre los samnitas, sólo superada por la que su padre había ganado. Sucedió que esta nación se tomó la misma molestia y cuidado por adornar a sus soldados con tanta riqueza y esplendor como habían hecho en ocasión de la victoria del anterior Papirio. Habían pedido también el favor de los dioses al someter a los soldados a una especie de iniciación en una antigua forma de juramento. Se efectuó un alistamiento en todo el Samnio mediante una nueva normativa; cualquier hombre en edad militar que no se presentase a la convocatoria del comandante en jefe, o cualquiera que marchase sin permiso, sería ofrendado a Júpiter y perdería su vida. Se convocó a todo el ejército en Aquilonia [actualmente se emplea también para ella el nombre de Caruna o Carbonara, que fue el nombre lombardo que siguió al original latino, recuperado a posteriori tras la reunificación italiana.- N. del T.], y cuarenta mil hombres, toda la fuerza del Samnio, se concentró allí. Un espacio de no más de 200 pies cuadrados [unos 59,2 metros cuadrados.- N. del T.], casi en el centro de su campamento, vallado con tablas y maderos y cubierto con un paño de lino. En este recinto se llevó a cabo una ceremonia sacrificial, leyéndose las palabras de un viejo libro de lino por un anciano sacerdote, Ovio Pacio, que anunció que usaba aquel rito según el viejo ritual de la religión samnita. Era la liturgia que emplearon sus ancestros cuando planearon secretamente arrebatar Capua a los etruscos. Cuando el sacrificio se completó, el general envió un mensajero para convocar a todos los de nacimiento noble o a los que se habían distinguido por sus logros militares. Fueron introducidos en el recinto uno por uno. Conforme entraban, se les llevaba hasta el altar, más como una víctima que como alguien que participaba del culto, y se obligaba bajo juramento a no divulgar cuanto viera o escuchase en aquel lugar. Luego se le forzaba a prestar un juramento, expresado en el lenguaje más terrible, maldiciéndose a sí mismo, a su familia y a su raza si no marchaba al combate cuando sus jefes se lo ordenasen o si huía de la batalla o si no impedía, matándole enseguida, que lo hiciera cualquiera a quien viese huir. Al principio hubo algunos que se negaron a prestar este juramento; se les dio muerte junto al altar y sus cuerpos yacientes entre los restos de las víctimas resultaron una clara indicación para que el resto no rehusara. Después de haber obligado con esta terrible fórmula a los principales hombres de entre los samnitas, el general nombró especialmente a diez y le dijo a cada uno que escogiese un compañero de armas, y a estos, de nuevo, que eligiesen a otros hasta alcanzar el número de dieciséis mil. A estos se les llamó «la legión de lino», por el tejido con que se había cubierto el lugar donde juraron. Se les proporcionó una resplandeciente armadura y cascos emplumados para distinguirlos de los demás. El resto del ejército se componía de algo menos de veinte mil, pero no eran inferiores a la legión de lino ni en su aspecto personal, ni en sus cualidades militares ni en la excelencia de su equipo. Este fue el número de los que estaban en el campamento de Aquilonia, formando la fuerza completa del Samnio.
[10.39] Los cónsules salieron de la Ciudad. El primero en irse fue Espurio Carvilio, a quien se le había asignado las legiones que Marco Atilio, el cónsul anterior, había dejado en territorio de Interamna Sucasina. Con estas avanzó por el Samnio, y mientras el enemigo se dedicaba a su supersticiosa observancia y a hacer planes secretos, él tomó al asalto la ciudad de Pescara [antigua Amiterno.- N. del T.]. Cerca de dos mil ochocientos hombres murieron allí y cuatro mil doscientos setenta fueron hechos prisioneros. Papirio, con un nuevo ejército alistado por decreto del Senado, atacó con éxito la ciudad de Duronia. Hizo menos prisioneros que su colega, pero mató a un número algo mayor. En ambas ciudades se consiguió un rico botín. A continuación, los cónsules atravesaron el Samnio en diferentes direcciones; Carvilio, después de devastar el territorio atinate, llegó hasta Cominio; Papirio llegó hasta Aquilonia, donde estaba situado el grueso del ejército samnita. Durante algún tiempo, sus tropas, aunque no completamente inactivas, se abstuvieron de cualquier combate serio. El tiempo transcurrió acosando al enemigo cuando estaba tranquilo y retirándose cuando mostraba resistencia, amenazándole más que presentando batalla. De cuanto se hacía en Cominio, hasta de la escaramuza menos importante, se daba cuenta. El otro campamento romano estaba a unas veinte millas fue separado por un intervalo de 20 millas [29.600 metros.- N. del T.], pero Carvilio se guio en todas sus disposiciones por el consejo de su distante colega; sus pensamientos estaban más en Aquilonia, donde la situación era tan crítica, que en Cominio, que era la que, en realidad, estaba sitiando.
Papirio estaba, por fin, completamente preparado para combatir, y envió un mensaje a su colega anunciándole su intención, si los auspicios eran favorables, de enfrentarse al enemigo al día siguiente, advirtiéndole de la necesidad de que atacase Cominio con todas sus fuerzas para no dar oportunidad a los samnitas de enviar ayuda a Aquilonia. El mensajero empleó todo el día en su viaje, regresó por la noche llevando respuesta al cónsul de que su colega aprobaba su plan. Inmediatamente después de despachar al mensajero, Papirio ordenó convocar a sus tropas y se dirigió a ellos en preparándoles para la batalla. Habló con cierta extensión sobre el carácter general de la guerra en que combatían, y sobre todo del estilo del equipo que había adoptado el enemigo, del que dijo que servía más para la inútil ostentación que para un uso práctico. Las plumas no infligían heridas, sus escudos pintados y dorados podían ser atravesados por los pilos romanos y un ejército resplandeciente de blanco deslumbrante quedaría manchado de sangre cuando entrase en juego el hierro. Ya una vez había sido aniquilado por su padre un ejército samnita todo ornado en oro y plata, y aquellos atavíos habían servido más de gloria, como botín, a los vencedores que como armadura a los portadores. Pudiera tratarse, quizás, de algún privilegio especial concedido a su nombre y familia el que los mayores esfuerzos que nunca hicieran los samnitas resultasen quebrados y derrotados bajo su mando, y que los despojos con que regresaran fueran lo bastante espléndidos como para servir de adorno en los lugares públicos de la Ciudad. Tantos tratados solicitados como a menudo rotos, habrían provocado la intervención de los dioses inmortales; y si se permitiera a un hombre conjeturar sobre los sentimientos divinos, él creía que nunca se habrían sentido más indignados contra ningún ejército más que contra este de los samnitas, que había tomado parte en ritos infames y se había manchado con la sangre mezclada de hombres y bestias; había jurado doblemente invocando la cólera divina, temiendo de una parte a los dioses testigos de los tratados quebrantados y por la otra las imprecaciones proferidas contra los propios tratados. Aquellos juramentos habían sido forzados y tomados contra su voluntad. Temían por igual a los dioses, a sus compatriotas y al enemigo.
[10,40] Estos detalles los había reunido el cónsul a partir de informaciones suministradas por desertores, y su mención aumentó la hostilidad de las tropas. Seguros del favor divino y confiados en sus propias fuerzas, clamaron con una sola voz que se les llevase a la batalla y se disgustaron al ver que se retrasaba hasta el día siguiente; se irritaron al ver el retraso de todo un día y una noche. Después de recibir la carta de su colega, Papirio se levantó en silencio durante la tercera guardia nocturna y mandó al pollero a ver los auspicios. No había hombre en el campamento, cualquiera que fuese su rango o condición, que no estuviera poseído por la pasión del combate; superiores y subordinados lo ansiaban por igual; el jefe contemplaba el aspecto excitado de sus hombres y estos miraban a su jefe, el ansia se generalizaba incluso entre aquellos dedicados a la observación de los pollos sagrados. Los pollos se negaron a comer, pero el pollero se atrevió a tergiversar los hechos e informó al cónsul de que los pollos habían comido el grano con voracidad [el tripudium solistimum en el original latino: se refiere al repiqueteo de los pollos al picar el grano.- N. del T.]. El cónsul estuvo encantado por la noticia, dado que los augurios no podían ser más favorables; se iban a enfrentar al enemigo bajo la guía y la bendición de los dioses. A continuación, dio la señal para la batalla. Justo mientras formaban en sus posiciones, llegó un desertor con la noticia de que veinte cohortes samnitas, de cuatrocientos hombres cada una, habían llegado a Cominio. Inmediatamente envió un mensaje a su colega por si no estaba al tanto de este movimiento y ordenó que los estandartes avanzasen con más rapidez. Ya había situado las reservas en sus posiciones respectivas y puso prefectos al mando de las fuerzas aliadas. El ala derecha del ejército principal la confió a Lucio Volumnio, la izquierda a Lucio Escipión, a sus dos generales, Cayo Cedicio y Tito Trebonio, les dio el mando de la caballería. Dio órdenes a Espurio Naucio para que quitase las albardas de las mulas y las llevase junto con tres cohortes auxiliares por un camino tortuoso hasta algún lugar elevado y visible desde el campo de batalla, donde durante el combate tenían que llamar la atención produciendo una nube de polvo lo más grande que pudieran.
Mientras que el cónsul estaba ocupado con estos arreglos, empezó un altercado entre los polleros respecto a los presagios que se habían observado por la mañana. Algunos soldados romanos de caballería escucharon algo de ello y pensaron que era lo bastante importante como para justificar que le dijeran a Espurio Papirio, el sobrino del cónsul, que se estaban poniendo en tela de juicio los auspicios. Este joven, nacido en una época en que a los jóvenes no se les enseñaba a despreciar a los dioses, se interesó por el asunto para asegurarse de que lo que dijera sería la verdad y se presentó luego ante el cónsul. Él le dio las gracias por las molestias que se había tomado y le pidió que no temiese. «Más», siguió, «si el hombre que vigila los auspicios hace un informe falso, atrae la ira divina sobre su propia cabeza. En lo que a mí respecta, se me ha dicho formalmente que los pollos han comido con avidez: no hay auspicio más favorable para el pueblo y el ejército romano». A continuación dio instrucciones a los centuriones para que colocasen al pollero en delante de la línea de combate. Avanzaban ahora los estandartes samnitas, seguidos del adornado ejército; incluso a sus enemigos presentaban una vista magnífica. Antes de que se lanzase el grito de guerra o que las líneas cerraran, un pilo golpeó al pollero y cayó delante de los estandartes. Cuando se comunicó esto al cónsul, comentó: «Los dioses están tomando parte en la batalla, el culpable se ha encontrado con su castigo». Mientras estaba hablando el cónsul, un cuervo frente a él graznó fuerte y claramente. El cónsul agradeció el augurio y dijo que los dioses no habían manifestado nunca más claramente su presencia en los asuntos humanos. Ordenó después que se tocase a carga y que se lanzase el grito de guerra.
[10.41] Siguió a esto un salvaje combate. A cada parte le animaban, sin embargo, diferentes sentimientos. Los romanos entraron en combate anhelando el fragor, confiados en la victoria, encendidos contra el enemigo y ávidos de su sangre. Los samnitas marcharon, la mayoría de ellos, arrastrados en contra de su voluntad a la pura fuerza y por terror religioso, adoptando tácticas defensivas en lugar de ofensivas. Acostumbrados como habían estado durante tantos años a la derrota, no habrían aguantado ni siguiera el primer grito y la primera carga de los romanos de no haber estado poseídas sus mentes por un miedo aún más terrible que les impidió huir. Tenían ante sus ojos toda la parafernalia del rito secreto: los sacerdotes armados, los restos sacrificados de hombres y animales esparcidos indiscriminadamente, los altares salpicados con la sangre de las víctimas y de sus compatriotas asesinados, las terribles imprecaciones, las horrorosas maldiciones proferidas contra sus familias y raza; estas eran las cadenas que les impedían huir. Temían más a sus propios compatriotas que al enemigo. Los romanos presionaron desde ambos flancos y desde el centro, y destrozaban a los hombres paralizados por el temor a los dioses y a los hombres. Sólo pudieron ofrecer una débil resistencia quienes se guardaron de huir por el miedo. La carnicería se había extendido casi hasta la segunda línea, donde estaban los estandartes, cuando apareció en la distancia una nube de polvo enorme, como la levantada por un gran ejército. Era Espurio Naucio (aunque algunos dicen que se trataba de Octavio Mecio), el comandante de las cohortes auxiliares. Levantaban una cantidad de polvo fuera de toda proporción respecto a su número, pues los de la columna de arrieros, montados sobre las mulas, iban arrastrando ramas por el suelo. Al principio, armas y estandartes se fueron haciendo gradualmente visibles entre la nublada luz, y después aparecía una columna más alta y gruesa de polvo dando apariencia de la caballería que cerraba la columna. Esto no solo engañó a los samnitas, también lo fueron los romanos, y el cónsul hizo suyo el error al gritar a su primera línea, de manera que el enemigo le pudiera oír: «Cominio ha caído, mi colega victorioso acude a la batalla; ¡haced todo lo que podáis para vencer, antes de que la gloria de obtenerla sea para el otro ejército!». Cabalgaba a lo largo de la línea mientras decía esto, y ordenó a los tribunos y centuriones que abriesen sus filas para dar paso a la caballería. Había indicado previamente a Trebonio y a Cedicio que cuando le vieran blandir su lanza, debían lanzar la caballería contra el enemigo con toda la potencia que pudieran. Sus órdenes se cumplieron al pie de la letra; los legionarios abrieron sus filas, la caballería galopó a través de los espacios abiertos y con las lanzas niveladas cargó contra el centro del enemigo. Dondequiera que atacaron rompieron las filas. Volumnio y Escipión siguieron la carga de caballería y completaron la derrota de los samnitas. Finalmente, el temor a los dioses y a los hombres había cedido ante un miedo mayor, las «cohortes de lino» fueron derrotadas; tanto quienes habían prestado el juramento, como quienes no habían huido, solo temían ahora al enemigo.
La mayor parte de la infantería, que sobrevivió de hecho la batalla, fue empujada a su campamento o hacia Aquilonia, mientras que la nobleza y la caballería huyeron hacia Boiano. La caballería fue perseguida por la caballería y la infantería por la infantería; los flancos del ejército romano se separaron: el derecho se dirigió hacia el campamento samnita y el izquierdo hacia la ciudad de Aquilonia. La primera victoria se debió a Volumnio, que capturó el campamento samnita. Escipión se encontró con una mayor resistencia en la ciudad, no porque el enemigo derrotado mostrase allí más coraje, sino porque las murallas de piedra son más difíciles de superar que la empalizada de un campamento. Desde ellas arrojaban los defensores una lluvia de piedras. Escipión se dio cuenta de que, a menos que terminase su misión antes de que el enemigo tuviera tiempo de recuperarse de su pánico, un ataque sobre una ciudad fortificada sería un asunto un tanto lento. Preguntó a sus hombres si se contentarían con que el otro ejército capturase el campamento mientras que ellos mismos, tras su victoria, eran rechazados fuera de las puertas de la ciudad. Todos gritaron: «¡No!» Al oír esto, puso su escudo por encima de su cabeza y corrió hacia la puerta, los hombres siguieron su ejemplo, y cubriéndose a sí mismos con sus escudos irrumpieron en la ciudad. Desalojaron a los samnitas de las murallas a ambas partes de la puerta, pero como solo eran unos cuantos no se atrevieron a penetrar en el interior de la ciudad.
[10.42] El cónsul no tuvo constancia al principio de lo que estaba ocurriendo y estaba ansioso por recuperar sus tropas, pues el sol se ponía rápidamente y la proximidad de la noche convertía cualquier sitio en sospechoso y peligroso, aún para tropas victoriosas. Tras haber cabalgado avanzando a cierta distancia, vio que el campamento, a su derecha, había sido capturado y escuchó al mismo tiempo el clamor mezclado de los gritos y los gemidos que surgían en dirección de la ciudad, a su izquierda; justo en ese momento se combatía en la puerta. Al acercarse más vio a sus hombres sobre las murallas y se dio cuenta de que la posición ya era firme, pues gracias a la temeraria audacia de unos pocos se había aprovechado la oportunidad de obtener una brillante victoria. En seguida, ordenó a las tropas que había llamado que formaran y se dispusieran para un ataque en toda regla a la ciudad. Los que ya estaban dentro acamparon cerca, pues la noche se acercaba, y durante esta el enemigo evacuó el lugar. Las pérdidas samnitas durante el día ascendieron a veinte mil trescientos cuarenta muertos y tres mil ochocientos setenta prisioneros, tomándose noventa y siete estandartes. Se advierte en los relatos de que casi ningún otro general mostró tanto ánimo durante la batalla, fuera por su temperamento valeroso y por la confianza que sentía en su éxito final. Fue este carácter intrépido y decidido que le impidió abandonar la idea de combatir al ser cambiados los auspicios. Fue también este el que hizo que, en plena crisis de la batalla, en el instante en que se acostumbraba a ofrendar templos a los dioses, hiciera un voto a Júpiter Víctor de que si derrotaba a las legiones enemigas, le ofrecería una copita de vino con miel antes de beber él mismo cualquier otro más fuerte. Este voto resultó agradable a los dioses y cambiaron los auspicios por otros favorables.
[10.43] La misma buena suerte asistió al otro cónsul en Cominio. Al llegar la luz del día, llevó todas sus fuerzas fuera de las murallas, como para rodear la ciudad con un anillo de acero, y dispuso fuertes contingentes de tropas ante las puertas para impedir que efectuasen alguna salida. Justo cuando estaba dando la señal para el asalto, le llegó el mensaje de su colega advirtiéndole sobre las veinte cohortes. Esto retrasó el ataque y exigió la retirada de una parte de sus tropas, que estaban listos y ansiosos por comenzar el asalto. Ordenó a Décimo Bruto Esceva, uno de sus legados, que interceptase los refuerzos enemigos con la primera legión y diez cohortes auxiliares con su correspondiente caballería. Dondequiera que les encontrase, debía enfrentarlos y detenerlos; si las circunstancias lo hacían necesario, debía presentar batalla; en todo caso, debía impedir que aquellas fuerzas alcanzasen Cominio. Luego continuó con sus preparativos para el asalto. Se dio orden para que en todas partes se pusieran las escalas contra las murallas y que se hiciera una aproximación contra las puertas bajo un techo protector. Simultáneamente al golpear contra las puertas, los destacamentos de asalto se encaramarían a las murallas por todas partes. En realidad, hasta que no vieron a su enemigo sobre la muralla los samnitas tuvieron valor suficiente para tratar de impedirles que se acercasen a la ciudad; pero cuando tuvieron que luchar, no ya descargando sus proyectiles a distancia, sino cuerpo a cuerpo, cuando aquellos que habían forzado el paso sobre las murallas y sobrepasado la desventaja de estar en terreno más bajo se encontraron luchando en términos de igualdad con un enemigo que no era lo bastante fuerte para él, los defensores abandonaron sus murallas y torres y fueron expulsados hasta el foro. Aquí efectuaron un esfuerzo desesperado para recuperar su fortuna, pero tras una breve lucha arrojaron sus armas y se rindieron once mil cuatrocientos hombres después de perder a cuatro mil ochocientos ochenta muertos. Así, las cosas ocurrieron en Cominio como ya habían sucedido en Aquilonia.
En el terreno entre estas dos ciudades, donde se esperaba una tercera batalla, nada se supo de las veinte cohortes. Cuando aún estaban a siete millas [10.360 metros.- N. del T.] de Cominio fueron llamados por sus compañeros, y así no llegaron a tomar parte en ninguna batalla. Justo en el crepúsculo, habiendo alcanzado un lugar desde el que veían tanto su campamento como Aquilonia, les llegó un ruido de gritos desde ambos sitios que les hizo detenerse. Después, desde la dirección de su campamento, al que los romanos habían prendido fuego, vieron las llamas crepitando por todas partes, señal segura de un desastre, y ya no fueron más allá. Se dejaron caer donde estaba cada cual, armados, y pasaron una noche agitada esperando y temiendo la llegada del día. Cuando comenzó a clarear, no sabiendo aún qué dirección tomar, fueron divisados por la caballería que había salido en busca de los samnitas que se habían retirado por la noche de Aquilonia. Todo el contingente era claramente discernible, sin trincheras que les protegiesen ni puestos de guardia. También eran visibles desde las murallas de la ciudad, y en poco tiempo las cohortes legionarias estuvieron en camino. Huyeron precipitadamente y la infantería no pudo darles alcance; unos doscientos ochenta de la extrema retaguardia fueron abatidos por la caballería. Dejaron atrás gran cantidad de armas y abandonaron veintidós estandartes en su apresurada fuga. El otro grupo, que había escapado de Aquilonia, alcanzó Boiano en relativa seguridad, considerando la confusión que había caracterizado su retirada.
[10.44] El regocijo de cada uno de los ejércitos romanos fue aún mayor por el éxito alcanzado por el otro. Los cónsules, de común acuerdo, dejaron que las ciudades capturadas fuesen saqueadas por los soldados. Una vez hubieron limpiado las casas, les prendieron fuego y, en un día, Aquilonia y Cominio fueron consumidas por las llamas. Entre sus mutuas felicitaciones y las de sus soldados, los cónsules unieron sus campamentos. En presencia de ambos ejércitos, tanto Papirio como Carvilio otorgaron premios y condecoraciones. Papirio había contemplado a sus hombres en muy diferentes situaciones, en campo abierto, cercando un campamento y bajo las murallas de una ciudad, y repartió recompensas a quienes las tenían bien merecidas. Espurio Naucio, Espurio Papirio, su sobrino, cuatro centuriones, y un manípulo de asteros recibieron todos recibieron brazaletes de oro y coronas. Espurio Naucio ganó la suya por la maniobra con la que atemorizó al enemigo apareciendo como un gran ejército; el joven Papirio debió su recompensa al trabajo que hizo con su caballería durante la batalla y en la noche que siguió, cuando acosó la retirada de los samnitas desde Aquilonia; los centuriones y los hombres del manípulo fueron recompensados por haber sido los primeros en apoderarse de la puerta y las murallas de la ciudad. A toda la caballería se le regalaron adornos para sus cascos y brazaletes de plata como recompensa por su brillante desempeño en varias localidades. Posteriormente, se celebró un consejo de guerra para decidir si habían llegado el momento de que ambos ejércitos se retirasen del Samnio o, en todo caso, lo hiciera uno de ellos. Se pensó que lo mejor era continuar la guerra, conduciéndose más y más despiadadamente, conforme los samnitas se debilitasen, para que pudiesen entregar a los siguientes cónsules una nación completamente sometida. No teniendo el enemigo entonces ningún ejército en condiciones de luchar en campo abierto, la guerra solo podía continuarse mediante el ataque a sus ciudades y el saqueo de aquellas cuya captura enriqueciera a los soldados; así el enemigo, compelido a combatir a la desesperada, se agotaría gradualmente. Los cónsules enviaron cartas a Roma dando cuenta de sus operaciones y luego se separaron; Papirio marchó a Sepino [antigua Saepinum.- N. del T.] mientras que Carvilio llevó sus legiones a asaltar Velia.
[10.45] El contenido de aquellas cartas se escuchó con toda clase de manifestaciones de alegría, tanto en el Senado como en la Asamblea. Se decretó una acción de gracias durante cuatro días como expresión de la alegría pública y se celebraron festejos en cada casa. Estos éxitos no sólo eran de gran importancia en sí mismos, sino que llegaron muy oportunamente para Roma, ya que dio la casualidad de que en ese momento llegaron noticias de que Etruria había comenzado nuevamente las hostilidades. La pregunta, naturalmente, surgió en la mente de las gentes: ¿cómo habría sido posible enfrentarse a la Etruria de haberse producido cualquier adversidad en el Samnio? Los etruscos, que actuaban según un acuerdo secreto con los samnitas, habían aprovechado el momento en que los dos cónsules y toda la fuerza de Roma se empleaban contra el Samnio como una ocasión propicia para reanudar la guerra. El pretor Marco Atilio presentó ante el Senado las embajadas enviadas por los estados aliados, que se quejaban de que sus vecinos etruscos devastaban y quemaban sus campos, al no rebelarse contra Roma. Apelaban al Senado para que les protegiera de la atroz violencia de su enemigo común, y se les contestó que el Senado se encargaría de que sus aliados no tuvieran motivos para lamentar su fidelidad y que estaba cercano el día en que los etruscos se vieran en la misma posición que los samnitas. Sin embargo, el Senado se habría retrasado un tanto al tratar el asunto etrusco de no haber tenido noticias de que incluso los faliscos, que durante tanto tiempo habían mantenido la amistad con Roma, hacían ahora causa común con los etruscos. La proximidad de esta ciudad a Roma hizo al Senado ver con más gravedad la situación y decidió enviar a los feciales para que exigieran reparación. Rehusaron dar satisfacción, y por orden del pueblo, y con la sanción del Senado, se declaró formalmente la guerra a los faliscos. Los cónsules recibieron orden de decidir por sorteo cuál de ellos debe trasladar su ejército desde el Samnio a la Etruria.
Por entonces, Carvilio había tomado tres ciudades a los samnitas: Velia, Palumbino y Herculáneo [se desconoce la ubicación de estas tres ciudades.- N. del T.]. A Velia la tomó después de un asedio de unos pocos días; Palumbino, el mismo día en que llegaron antes de sus murallas. Herculaneo le dio más problemas; después de una batalla indecisa en la que, sin embargo, sus pérdidas fueron algo mayores, trasladó su campamento cerca de la ciudad y confinó al enemigo dentro de sus murallas. La plaza fue después asaltada y capturada. En estas tres capturas, en el número de muertos y prisioneros ascendió a diez mil, siendo los apresados una pequeña mayoría sobre las pérdidas totales. Al echar a suertes los cónsules sus respectivos mandos, Etruria correspondió a Carvilio, para gran satisfacción de sus hombres, que ya no podían soportar el intenso frío del Samnio. Papirio se encontró con más resistencia en Sepino. Hubo encuentros frecuentes en campo abierto, durante la marcha y alrededor de la misma ciudad, cuando estaba vigilando las salidas del enemigo. Y no era tanto un asedio como una guerra en igualdad de condiciones, pues los samnitas protegían sus muros con las armas tanto como los muros les protegían a ellos. Por fin, a fuerza de duros combates, se obligó al enemigo a someterse a un asedio en regla que, al estrecharse mediante la azada y la espada, le condujo finalmente a la toma del lugar. Los vencedores estaban exasperados por la obstinada resistencia y los samnitas lo sufrieron pesadamente, perdiendo no menos de siete mil cuatrocientos muertos mientras que solo tres mil fueron hechos prisioneros. Debido a que los samnitas habían guardado todas sus propiedades en un número limitado de ciudades, se logró gran cantidad de botín, que se entregó enteramente a los soldados.
[10.46] Todo estaba para entonces hundido en la nieve y, siendo imposible permanecer por más tiempo al aire libre, el cónsul retiró su ejército del Samnio. Al acercarse a Roma, se le concedió un triunfo por unanimidad. Este triunfo, que celebró desempeñando aún su cargo, fue muy brillante para aquellos días. La infantería y caballería, que marchaban en la procesión, resaltaban con sus condecoraciones pues muchos llevaban coronas murales, cívicas, y vallarias [respectivamente, recompensaban al primero en coronar una muralla, al ciudadano que salvaba la vida de otro en combate y al primero en entrar en un campamento enemigo.- N. del T.]. El botín de los samnitas llamó mucho la atención; su esplendor y belleza se compararon con el que había ganado el padre del cónsul, y que era familiar para todos al ser empleado como decoración de los lugares públicos. Entre los que iban en el tren victorioso había algunos prisioneros de alto rango, distinguidos por sus propios servicios militares o los de sus padres; también se llevó en la procesión dos millones quinientos treinta y tres mil ases de bronce, procedentes de la venta de los prisioneros, y mil ochocientas treinta libras de plata obtenidas en las ciudades [como se comentó más arriba -capítulo 37- para un peso del as libral de bronce de 272,88 gramos, tales cantidades equivaldrían a unos 691.205 kilos de bronce y casi 500 kilos de plata.- N. del T.]. Toda la plata y el bronce fue almacenada en el tesoro, nada de esto se entregó a los soldados. Esto produjo descontento entre la plebe, que se agravó por la recaudación de un impuesto de guerra para proveer a la paga de los soldados pues si Papirio no hubiese querido tener la vanagloria de ingresar el precio de los prisioneros en el tesoro, habría habido suficiente para hacer una donación a los soldados y también para abonar su paga. Dedicó el templo de Quirino. Yo no encuentro en ningún autor antiguo que fuera él quien prometiese este templo durante la crisis de una batalla, y ciertamente no podría haberlo terminado en tan poco tiempo; fue ofrecido por su padre, cuando fue dictador, y el hijo lo dedicó siendo cónsul, adornándolo con los despojos del enemigo. Hubo tan gran cantidad de estos que no sólo el templo y el Foro se adornaron con ellos, sino que se distribuyeron entre los pueblos aliados y las colonias más cercanas para decorar sus espacios públicos y templos. Después de su triunfo, Papirio condujo a su ejército a las proximidades de Vescia, pues aquel territorio estaba aún infestado de samnitas, y allí invernó.
Durante este tiempo, Carvilio se preparaba para atacar Troilo, en Etruria. Permitió que cuatrocientos setenta de sus ciudadanos más ricos abandonasen el lugar después de haber pagado una suma enorme como rescate; la ciudad, con el resto de la población, fue tomada al asalto. Marchando de allí, capturó cinco castillos, posiciones de gran fortaleza natural. En estas acciones el enemigo perdió dos mil cuatrocientos muertos y dos mil prisioneros. Los faliscos pidieron la paz y él les concedió una tregua de un año a condición de que proporcionasen la paga de un año de sus tropas y una indemnización de cien mil ases en moneda de bronce [o sea, 2.728,8 kilos de bronce.- N. del T.]. Después de estos éxitos marchó a casa para disfrutar de su triunfo; un triunfo menos ilustre que el de su colega en la campaña samnita, pero equivalente del todo teniendo en cuenta su serie de éxitos en Etruria. Llevó al tesoro trescientos ochenta mil ases librales [103.694,4 kilos de bronce.- N. del T.], el resto lo repartió entre la construcción de un templo a la Fortis Fortuna, cerca del templo de esa diosa dedicado por el rey Servio Tulio, y como donativo a los soldados: cada legionario recibió ciento dos ases y otro tanto los centuriones y caballeros. Este donativo resultó aún más aceptable para sus hombres tras la mezquindad de su colega. Lucio Postumio, uno de sus generales, fue acusado ante el pueblo, pero quedó protegido por la popularidad del cónsul. Su acusador fue Marco Escancio, un tribuno de la plebe, y la acusación era de haber evadido el juicio mediante su nombramiento como general; aquella acusación era más fácil de hacer que de sostener.
[10.47] Habiendo expirado ya el año, tomaron posesión del cargo nuevos tribunos plebeyos, pero hubo un error en su elección y cinco días después otros los sustituyeron. Ese año se celebró el lustro por los censores Publio Cornelio Arvina y Cayo Marcio Rutilo. Los resultados del censo dieron una población de doscientos sesenta y dos mil trescientos veintiún habitantes. Esta fue la pareja vigesimosexta de censores desde la primera, y el lustro fue el decimonoveno. Este año, por primera vez, a quienes fueron coronados por sus hazañas de guerra se les permitió llevar sus condecoraciones en los Juegos Romanos y luego, también por primera vez, se entregaron palmas a los vencedores según una costumbre tomada de Grecia. Este año también se pavimentó en toda su longitud el camino que iba desde el templo de Marte hasta Bovilas [o sea, la Vía Apia.- N. del T.], por orden de los ediles curules, que dedicaron a este fin las multas impuestas a los ganaderos. Lucio Papirio celebró las elecciones consulares. Los cónsules electos fueron Quinto Fabio Gurgites, el hijo de Máximo, y Décimo Junio Bruto Esceva -292 a.C.-. El propio Papirio fue nombrado pretor. Los numerosos sucesos que contribuyeron a hacer de aquel un año feliz sirvieron también para consolar a los ciudadanos de una calamidad, una peste que asoló tanto los campos como la Ciudad por igual. El daño que causó fue visto como un presagio. Se consultaron los Libros Sagrados para ver qué término o qué remedio daban los dioses para semejante mal. Se comprobó que debía traerse a Esculapio de Epidauro a Roma. Nada se hizo, sin embargo, ese año, debido a los cónsules estuvieron ocupados con la guerra, aparte de designar un día para efectuar una intercesión pública a Esculapio.