La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro séptimo
Guerras Fronterizas (366-341 a. C.)
[7,1] Este año se destacaría por el primer consulado de un plebeyo y, además, por dos nuevas magistraturas: la pretura y la edilidad curul [aunque el nombre no era nuevo, ya que Dión Casio nos dice que antes de los decenviros se llamaba así a los cónsules; la nueva magistratura estaba inmediatamente por debajo en dignidad de la de cónsul y comportaba funciones judiciales, tenían imperivm (podían hacer ejecutar sus sentencias) e ivs avspiciorvm maivs: derecho a tomar auspicios mayores o de importancia. Los ediles serían elegidos por los comicios tribunados y, al principio, tenían el cometido de organizar determinadas celebraciones; después, aumentarían sus competencias a otras áreas de la administración ciudadana.- N. del T.]. Estas magistraturas fueron creadas por los patricios en su propio interés en compensación por su concesión de uno de los consulados a la plebe, que lo otorgó a Lucio Sextio, el hombre que lo obtuvo para ellos. Los patricios se aseguraron la pretura para Espurio Furio, el hijo del viejo Camilo, y las dos edilidades para Gneo Quincio Capitolino y Publio Cornelio Escipión, miembros de su mismo orden. Lucio Emilio Mamerco fue elegido por los patricios como colega de Lucio Sextio. Los principales temas de debate, a comienzos de año, fueron los galos, de quienes se rumoreaba que, después de vagar por varios caminos a través de la Apulia, habían unido sus fuerzas, y de los hérnicos, de los que se tuvo noticia que se habían rebelado. Se retardaron todos los preparativos, con el único propósito de impedir que fueran hechos por el cónsul plebeyo; todo estaba tranquilo y silencioso en la Ciudad, como si se hubiera proclamado una suspensión de todos los asuntos, con la sola excepción de los tribunos de la plebe. No se sometieron silenciosamente al proceso que inició la nobleza para adjudicarse a sí misma tres magistraturas patricias, sentadas en sillas curules y vistiendo la pretexta [la toga pretexta: blanca (o quizá sólo del color de la lana cruda) con borde púrpura, propia de altos magistrados o de quien lo hubiera sido, se vestía en las grandes ocasiones.- N. del T.] como cónsules, como compensación contra un cónsul plebeyo, como si fueran colegas de los cónsules y elegidos bajo los mismos auspicios. El Senado se sintió, así, un poco avergonzado de su resolución por la que había limitado los ediles curules a su propio orden; se acordó entonces que se debían elegir en años alternos con la plebe; después quedó abierta.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
Los cónsules para el año siguiente fueron Lucio Genucio y Quinto Servilio -365 a.C.-. Las cosas estaban tranquilas, tanto en casa como en el extranjero, pero, para que no hubiera un excesivo sentimiento de seguridad, estalló una peste. Se afirma que uno de los censores, uno de los ediles curules, y tres tribunos de la plebe cayeron víctimas de ella, y de entre el resto de la población murió una parte proporcional [o sea, entre un 30 y un 50 % de los habitantes.- N. del T.]. La víctima más ilustre fue Marco Furio Camilo, cuya muerte, aunque se produjo a edad avanzada, se lamentó amargamente. Fue, con toda certeza, un hombre excepcional ante cada cambio de fortuna; el principal hombre del Estado, tanto en la paz como en la guerra, antes de marchar al exilio; aún más ilustre en el exilio, tanto por el pesar que sintió el Estado por su pérdida como por el afán con que buscó su ayuda, estando ausente, tras su captura; o por el éxito con el que, tras ser rehabilitado en su país, rehízo la fortuna de su patria junto a la suya propia. Durante los veinticinco años siguientes vivió plenamente esta reputación y se le consideró digno de ser nombrado, junto a Rómulo, como el segundo fundador de la Ciudad.
[7,2] La peste duró hasta el año siguiente. Los nuevos cónsules fueron Cayo Sulpicio Petico y Cayo Licinio Estolón -364 a.C.-. Nada digno de mención sucedió excepto que, para asegurar la paz de los dioses, se celebró un lectisternio [Culto que los antiguos romanos tributaban a sus dioses colocando sus estatuas en bancos alrededor de una mesa con manjares.- N. del T.], el tercero desde la fundación de la Ciudad. Pero la violencia de la epidemia no se vio aliviada ni por auxilio humano ni divino, y se afirma que, como las personas estaban completamente superados por terrores supersticiosos, se introdujeron, entre otros intentos de aplacar la ira celestial, representaciones escénicas, una novedad para una nación de guerreros que hasta entonces sólo tenían los juegos del Circo. Estas empezaron, sin embargo, de una manera pequeña, como casi todo, y pequeñas como eran, fueron traídas desde el extranjero. Se trajo a los actores desde Etruria; sin recitación ni mimos en representación de la poesía; danzaban al ritmo de la flauta y se movían graciosamente al estilo toscano. Después, los jóvenes empezaron a imitarles, ejercitando su ingenio, los unos hacia los otros, con versos burlescos y acomodando sus gestos a sus palabras. Se convirtió en una diversión aceptada, y perduró al ser frecuentemente practicada. La palabra toscana para actor es histrio, por lo que los artistas nativos fueron llamados histriones. Estos no improvisaban, como en tiempos anteriores, versos descuidados y sin rima al estilo fescenino, sino que cantaban versos satíricos cuidadosamente rimados y adaptados a las notas de la flauta, acompañándolos de movimientos adecuados. Varios años más tarde, Livio [se refiere al autor Livio Andrónico -284 a.C. al 204 a.C.- N. del T.] abandonó por primera vez los versos sueltos satíricos y se atrevió a componer una obra con una trama coherente. Al igual que todos sus contemporáneos, actuaba en sus propias obras, y se dice que cuando se le quebraba la voz por las repetidas actuaciones, pedía permiso y ponía un segundo actor delante de los flautistas para que cantase el monólogo mientras que él actuaba con tanta más energía cuanto que la voz ya no le molestaba. Luego comenzó la práctica de seguir con el cántico los movimientos de los actores, dejando él únicamente a las voces el diálogo. Cuando, al adoptar este sistema para representar las piezas, la antigua farsa y ligeras bromas dieron paso y la actuación se convirtió en una obra de arte, los jóvenes aficionados dieron paso a los actores profesionales y volvieron a la antigua costumbre de improvisar versos cómicos. Estos fueron, por consiguiente, conocidos posteriormente como «exodia» (después de las piezas), y fueron reunidos en su mayoría en las farsas Atelanas. Estas farsas eran de origen osco y fueron conservadas por los jóvenes, que no permitieron que fuesen contaminadas por los actores profesionales. Por lo tanto, es una norma permanente que los que toman parte en las Atelanas no se vean privados de su posición cívica y sirvan en el ejército sin mantener contacto alguno con los actores profesionales. Entre las cosas que han surgido de un origen modesto, el comienzo del teatro debe ponerse ante todas las demás, en vista de que lo que al principio fue algo sano e inocente, creció hasta una loca extravagancia tal que incluso los reinos más ricos tienen dificultades en pagar.
[7,3] Sin embargo, la primera representación de obras de teatro, aunque se hizo como un medio de expiación religiosa, no alivió a las mentes de los terrores religiosos ni a los cuerpos de los achaques de la enfermedad. Debido a un desbordamiento del Tíber, el Circo se inundó en medio de los Juegos y esto produjo un miedo indescriptible; parecía como si los dioses hubieran vuelto sus miradas de los hombres a despreciar todo lo que se había hecho para calmar su ira. Cayo Genucio y Lucio Emilio Mamerco fueron los nuevos cónsules, cada uno por segunda vez -363 a.C.-. La infructuosa búsqueda de medios eficaces de propiciación estaba afectando a los ánimos del pueblo más de que lo afectaba a sus cuerpos. Se dice que se descubrió, buscando entre los recuerdos de los más ancianos, que en cierta ocasión cesó una pestilencia tras clavar el dictador un clavo. El Senado creyó que esto era una obligación religiosa, y ordenó que se nombrase un dictador con tal fin. Lucio Manlio Imperioso fue designado y nombró a Lucio Pinario como su jefe de la caballería -363/362 a.C.-. Hay una antigua ley, escrita con letras arcaicas, que dice: Que quien sea el pretor inserte un clavo en los idus de septiembre [13 de septiembre.- N. del T.]. Este aviso colgaba al lado derecho del templo de Júpiter Óptimo Máximo, cerca del templo de Minerva. Se dice que este clavo marcaba el número del año (los registros escritos escaseaban por entonces) y estaba situado bajo la protección de Minerva por ser ella quien inventó los números. Cincio, un atento estudioso de esta clase de monumentos, afirma que en Volsinia también se clavaban clavos en el templo de Nortia, una diosa etrusca, para indicar el número del año. Fue de acuerdo con esta ley que el cónsul Marco Horacio dedicó el templo de Júpiter Óptimo Máximo en el año siguiente a la expulsión de los reyes; de los cónsules, la Ceremonia de clavar los clavos pasó a los dictadores, porque tenían mayor autoridad. Como, posteriormente, la costumbre había caído en desuso, se consideró de importancia bastante para exigir el nombramiento de un dictador. Lucio Manlio fue por ello nombrado pero, recordando que su nombramiento se había debido tanto a motivos políticos como religiosos y ansiando mandar en la guerra contra los hérnicos, produjo un sentimiento de disgusto entre los hombres disponibles para el servicio militar por el modo desconsiderado en que dirigió el alistamiento. Por fin, como consecuencia de la unánime resistencia ofrecida por los tribunos de la plebe, cedió, fuera voluntariamente u obligado, y depuso su dictadura.
[7,4] Esto no impidió, sin embargo, su juicio político al año siguiente, cuando Quinto Servilio Ahala y Lucio Genucio fueron cónsules -362 a.C.-; el acusador fue Marco Pomponio, uno de los tribunos de la plebe. Había provocado el odio general por la severidad e insensibilidad con que había conducido el alistamiento; no solo había multado a los ciudadanos, también les sometió a malos tratos personales, azotando a unos y encarcelando a otros por no responder cuando se les llamaba. Pero lo que más odiaban era su temperamento brutal, y se le apodó «Imperioso» [autoritario, altivo; la palabra castellana traduce exactamente el sentido de la latina.- N. del T.] por su desvergonzada crueldad, un epíteto absolutamente repugnante para un Estado libre. Los efectos de su crueldad eran sufridos tanto por sus parientes más cercanos, de su propia sangre, como por los extraños. Entre otras acusaciones presentadas en su contra por el tribuno, estuvo la de su trato hacia su joven hijo. Se adujo que, aunque no había cometido ningún delito, le expulsó de la Ciudad, de su casa y de sus dioses domésticos, le había prohibido aparecer públicamente en el Foro o juntarse con los de su propia edad y le había destinado a trabajos serviles, casi a la prisión, en un taller [in ergastulum, en el original latino; una ergástula era una cárcel de esclavos en la que éstos no dejaban de trabajar.- N. del T.]. Aquí, el joven, de alta cuna, hijo de un dictador, aprendió con el diario sufrimiento con cuánta razón se apodaba «Imperioso» a su padre. ¿Y por qué delito? ¡Simplemente, porque no era elocuente, no tenía facilidad de palabra! ¿No debiera haberle ayudado su padre a remediar este defecto natural, si hubiera habido una chispa de humanidad en él, en vez de castigarle y marcarlo con la persecución? Ni siquiera las bestias muestran tan poco cuidado y atención a sus hijos cuando son deformes o están enfermos. Pero Lucio Manlio, de hecho, agravó la desgracia de su hijo con otras nuevas, aumentó su torpeza natural y cegó cualquier débil destello de capacidad que pudiera haber mostrado condenándole con una educación ridícula y una vida rústica, teniéndole entre el ganado.
[7,5] El joven fue el último en exasperarse por estas acusaciones contra su padre. Por el contrario, estaba tan indignado al verse convertido en motivo de acusación contra su padre y por el profundo resentimiento que esta creó, que estaba decidido a que los dioses y los hombres vieran que prefería permanecer junto a su padre que ayudar a sus enemigos. Forjó un plan que, aunque más propio de un campesino ignorante que de un ciudadano normal, ofreció aun así un loable ejemplo de afecto filial. Armado con un cuchillo, se fue temprano por la mañana, sin conocimiento de nadie, a la Ciudad, y una vez atravesó las puertas marchó directamente a casa de Marco Pomponio. Dijo al portero que necesitaba ver enseguida a su amo, y se anunció como Tito Manlio, el hijo de Lucio. Pomponio se imaginó que le traería materia para una nueva acusación, para vengarse de su padre, o que iba a ofrecer algún consejo sobre cómo llevar la acusación. Después de saludarse mutuamente, informó a Pomponio que deseaba tratar su asunto en ausencia de testigos. Después de ordenar a todos los presentes que se retirasen, empuñó su cuchillo y, sobre la cama del tribuno y apuntando su arma contra él, le amenazó con hundírselo a menos que jurase lo que le dictaba: «Que nunca convocaría una Asamblea de la plebe para acusar a su padre». El tribuno estaba aterrorizado, pues vio el acero brillante ante sus ojos mientras él estaba solo y sin defensa, en presencia de un joven de una fuerza excepcional y, lo que es peor, dispuesto a utilizar esa fuerza con una ferocidad salvaje. Prestó el juramento que se le pedía y anunció públicamente que, cediendo a la violencia, había abandonado su propósito original. La plebe, ciertamente, habría estado feliz por la oportunidad de dictar sentencia contra un delincuente tan insolente y cruel, pero quedó complacida por el acto audaz del hijo en defensa de su padre, que era aún más meritorio al demostrar que la brutalidad del padre no había debilitado en absoluto su afecto natural ni su sentido del deber. No sólo se sobreseyó el caso contra el padre, sino que el incidente sirvió de distinción al hijo. Ese año, por primera vez, los tribunos militares fueron elegidos por el voto popular; previamente habían sido designados por los comandantes en jefe, como es el caso de los que ahora son llamados Rufuli [rojizos; se ignora el por qué de este nombre.- N. del T.]. Este joven obtuvo el segundo de los seis puestos, aunque no había hecho nada en casa o en campaña para hacerlo popular, al haber pasado su juventud en el campo, lejos de la vida ciudadana.
[7,6] En este año, fuese debido a un terremoto o a cualquier otra fuerza, se hundió la mitad del Foro a gran profundidad, presentando la apariencia de una enorme cueva. Aunque todos trabajaron tan duramente como pudieron, arrojando tierra dentro, no fueron capaces de llenar el agujero hasta que hicieron una consulta a los dioses. Sobre esto, los adivinos declararon que si querían que la república fuese eterna, debían sacrificar en aquel lugar aquello en lo que residiese la fuerza del pueblo romano. La historia continúa diciendo que Marco Curcio, un joven distinguido en la guerra, respondió con indignación, a los que dudaban sobre qué respuesta dar, que lo más precioso que Roma tenía eran las armas y el valor de sus hijos. Como los que le rodeaban quedasen en silencio, él miró hacia el Capitolio y a los templos de los dioses inmortales que miraban abajo, hacia el Foro, y extendiendo sus manos hacia el cielo primero y luego al abismo por debajo, se ofreció a los dioses manes [espíritus de los antepasados.- N. del T.]. Luego, montando su caballo, que había sido enjaezado tan magníficamente como era posible, saltó con su armadura completa a la cavidad. Una multitud de hombres y mujeres lanzaron tras él regalos y ofrendas de frutos de la tierra. Fue a propósito de este incidente que el lugar fue llamado «lago Curcio» y no por Mecio Curcio, el antiguo soldado de Tito Tacio. Si cualquier camino condujese a la verdad, no haría falta esforzarse en hallarla; ahora, cuando el paso del tiempo excluye cualquier evidencia de certidumbre, nos tenemos que quedar con la tradición y con este origen más moderno del nombre del lago.
Después de haber expiado este terrible presagio, las deliberaciones del Senado se dedicaron al asunto de los hérnicos. La misión de los Feciales, que se habían enviado a demandar satisfacción, resultó infructuosa; por lo tanto, el Senado decidió someter lo antes posible al pueblo la cuestión de la declaración de guerra contra los hérnicos. La gente, en una Asamblea multitudinaria, votó a favor de la guerra. El mando se asignó, por sorteo, a Lucio Genucio. Como era el primer cónsul plebeyo en dirigir una guerra bajo sus propios auspicios, el Senado observaba el asunto con interés, dispuesto a considerar sabia o necia la política de admitir plebeyos a las más altas magistraturas del Estado en función del resultado. La casualidad quiso que Genucio, mientras lanzaba un vigoroso ataque contra el enemigo, cayese en una emboscada, las legiones fuesen tomadas por sorpresa y derrotadas y el cónsul rodeado y muerto sin que el enemigo supiese quién era su víctima. Cuando el informe de lo sucedido llegó a Roma, los patricios no estaban tan afligidos por el desastre que había caído sobre la república como exultantes por el desafortunado generalato del cónsul. En todas partes se burlaban de los plebeyos: «¡Venga! ¡Elegid vuestros cónsules de la plebe, dadles los auspicios a quienes es un pecado que los tengan! La voz de la plebe puede expulsar a los patricios de los honores que les corresponden, pero ¿pueden algo vuestras leyes, que contaminan los auspicios, contra los dioses inmortales? Ellos mismos han reivindicado que su voluntad se exprese a través de los auspicios; porque, tan pronto como uno los ha profanado tomándolos contra toda ley divina y humana, el ejército y su general han sido eliminados como lección para que en adelante las elecciones se hagan con arreglo al derecho de nacimiento». La Curia y el Foro resonaban con estas protestas. Apio Claudio, que había encabezado la oposición a la ley, habló con más peso que nunca al denunciar una política que había censurado severamente, y el cónsul Servilio, con la aprobación unánime de los patricios, le nombró dictador. Se dieron órdenes para efectuar un alistamiento inmediato y para suspender todos los negocios -362 a.C.-.
[7,7] Después que Genucio hubo caído, Cayo Sulpicio asumió el mando y, antes de que llegara el dictador y las legiones recién alistadas, se distinguió con una acción ilustre. La muerte del cónsul había llevado a los hérnicos a subestimar las armas romanas y rodearon el campamento romano con la esperanza de poder asaltarlo. Los defensores, alentados por su general y ardiendo de rabia e indignación por su reciente derrota, efectuaron una salida y no solo destruyeron cualquier esperanza que tuvieran los hérnicos de forzar la empalizada, también crearon tal desorden entre ellos que se retiraron precipitadamente. Con la llegada del dictador y la unión de las nuevas legiones con las veteranas, su fuerza se duplicó. En presencia de toda la fuerza, el dictador elogió a Sulpicio y a los hombres que tan gallardamente defendieron el campamento, y mientras elevaba el valor de quienes escuchaban los elogios que tanto habían merecido, al mismo tiempo consiguió que el resto ansiasen emularlos. El enemigo se mostró no menos enérgico a la hora de preparar la renovación de la lucha. Conscientes del aumento de fuerzas enemigas, y animados por el recuerdo de su reciente victoria, llamaron a todos los hombres de la nación hérnica capaces de empuñar las armas. Formaron ocho cohortes de cuatrocientos hombres cada una, que habían sido cuidadosamente seleccionados. Estos, la flor escogida de sus hombres, estaban llenos de esperanza y valor, que recibió un nuevo impulso al aprobarse un decreto que les concedía doble paga. Estaban exentos de cualquier servicio penoso, para que pudieran dedicarse con más intensidad que el resto al único deber que se les encomendó: luchar. Para destacar aún más su valor, se les hizo ocupar un lugar especial en la línea de batalla. El campamento romano estaba separado del hérnico por una llanura de dos millas de ancho [2960 metros.- N. del T.]. En medio de esta llanura, casi a igual distancia de ambos campamentos, tuvo lugar la batalla. Desde hace algún tiempo ningún bando obtuvo ventaja, aunque la caballería romana hizo frecuentes intentos de romper la línea enemiga. Cuando vieron que el efecto producido era mucho más débil que los esfuerzos que hacían, obtuvieron el permiso del dictador para abandonar sus caballos y luchar a pie. Lanzaron un fuerte grito y empezaron un nuevo tipo de combate, cargando como infantería. Su aparición habría sido irresistible de no habérseles opuesto las cohortes especiales enemigas, con una fuerza y corajes iguales a los suyos.
[7,8] Entonces, la lucha fue sostenida por los hombres más destacados de cada nación. Debido a los vaivenes del combate, las pérdidas fueron mucho mayores de lo que se podría haber esperado del número de combatientes. El resto de soldados quedaron esperando, como una multitud de espectadores, dejando que sus jefes combatieran como si fuera su privilegio especial, y poniendo sus esperanzas de victoria en el valor de los otros. Muchos cayeron en ambos lados y aún más resultaron heridos. Al fin, los jinetes empezaron a preguntarse unos a otros con cierta amargura, «Qué quedaría para ellos si, tras fracasar en expulsar al enemigo cuando estaban montados, no les hacían mella combatiendo a pie. ¿A qué tercer modo de combatir debían esperar? ¿Por qué se habían lanzado al frente con tanta ansiedad, delante de los estandartes, para luchar en una posición que no era la suya?». Alentados por estos reproches mutuos, lanzaron nuevamente su grito de guerra y empujaron hacia adelante. Poco a poco, obligaron al enemigo a ceder terreno; luego los obligaron a retirarse más rápidamente y al final los derrotaron completamente. No es fácil decir qué decidió la ventaja, estando ambos bandos tan igualados, a no ser la Fortuna, siempre atenta a cada nación, que tiene el poder de elevar y disminuir su valor. Los romanos persiguieron a los hérnicos que huían hasta su campamento, pero no lo atacaron al estar próximo a terminar el día. Ofrecieron sacrificios a la mañana siguiente, durante largo tiempo, sin obtener augurios favorables y esto hizo que el dictador no diera la señal para atacar antes del mediodía; así pues, el combate le prolongó por la noche. Al día siguiente se encontraron el campamento abandonado; los hérnicos habían huido y dejaron atrás algunos de sus heridos. El pueblo de Segni [antigua Signium: Signia.- N. del T.] vio pasar a los fugitivos con sus pocos estandartes alejados entre sí, y saliendo para atacarles los dispersaron en desbandada por los campos. La victoria no fue otra cosa que una masacre para los romanos; perdieron un cuarto de sus fuerzas y en modo alguno fue la de la caballería la menor de sus pérdidas, un considerable número de la cual pereció.
[7,9] Los cónsules para el año siguiente fueron Cayo Sulpicio y Cayo Licinio Calvo -361 a.C.-. Retomaron las operaciones contra los hérnicos e invadieron su territorio, pero no encontraron al enemigo en campo abierto. Atacaron y capturaron Ferentino, una ciudad hérnica; pero al regresar a casa, los tiburtinos les cerraron las puertas. Había habido, anteriormente, muchas quejas entre ambas partes, pero esta última provocación decidió finalmente a los romanos, en caso de que los Feciales no obtuvieran reparación, a declarar la guerra a los tiburtinos. Es bien sabido que Tito Quincio Peno fue nombrado por entonces dictador y que Servio Cornelio Maluginense fue su jefe de la caballería. Según Licinio Macer, el dictador fue nombrado por el cónsul Licinio. Su colega, Sulpicio, ansiaba adelantar las elecciones antes de partir para la guerra, esperando ser reelegido si estaba allí, y Licinio decidió frustrar sus ambiciones. El deseo que tiene Licino Macer de adjudicar a su gens [los Licinios.- N. del T.] el mérito en ese asunto, disminuye el peso de su autoridad. No encontrando mención a esto en los otros autores, me inclino más a pensar que fue la perspectiva de una guerra contra los galos la causa inmediata del nombramiento de un dictador. En todo caso, fue en este año cuando los galos establecieron su campamento en la vía Salaria, a tres millas de la ciudad [4440 metros.- N. del T.] en el puente sobre el Anio. Ante esta repentina y alarmante aparición, el dictador proclamó la suspensión de todos los negocios e hizo que todo hombres disponible para el servicio prestara el juramento militar. Salió de la ciudad con un inmenso ejército y estableció su campamento a este lado del Anio. Cada bando había dejado intacto el puente entre ellos, pues su destrucción habría sido considerada como debida al temor a ser atacados. Hubo frecuentes escaramuzas por la posesión del puente; como ninguna fue decisiva, la cuestión quedó sin resolver. Un galo de extraordinaria estatura avanzó sobre el puente sin ocupar y gritando tan fuerte como pudo, dijo: «¡Que el hombre más valiente que tenga Roma venga a luchar conmigo y ambos decidiremos qué pueblo es superior en la guerra!».
[7.10] Siguió un largo silencio. Los mejores y más valientes de los romanos no hicieron gesto alguno; sentían vergüenza de que pareciera que declinaban el desafío, pero aún temían más exponerse a tan terrible peligro. Entonces Tito Manlio, el joven que había protegido a su padre de la acusación del tribuno, dejó su puesto y se dirigió al dictador. «Sin tus órdenes, general», dijo, «nunca abandonaré mi puesto de combate, ni siquiera aunque viera segura la victoria; pero si me das permiso, deseo demostrar a ese monstruo que habla tan orgullosamente frente a sus líneas, que yo desciendo de la familia que expulsó a los galos de la roca Tarpeya». Entonces, el dictador le contestó: «¡Que la victoria premie tu valor, Tito Manlio, y el amor por tu padre y por tu patria! Ve, y con la ayuda de los dioses demuestra que el nombre de Roma es invencible». Entonces, sus compañeros le ciñeron su armadura; tomó un escudo de infantería y una espada hispana, mejores para la lucha cuerpo a cuerpo; así armado y equipado, avanzó contra el galo que, exultante por su fuerza bruta, aún (los antiguos autores pensaron que merecía la pena anotar este hecho) puso burlas en su boca. Se retiraron a sus posiciones y ambos, solos, quedaron armados en el medio, más al modo de una escena teatral que al de una auténtica guerra; para quienes juzgaban por las apariencias, en modo alguno estaban igualados. Uno era una criatura de enorme tamaño, resplandeciente con una capa de muchos colores y con una armadura pintada y dorada; el otro era un hombre de estatura media, y sus armas, más útiles que ornamentadas, le daban una apariencia bastante ordinaria. No hubo cánticos de guerra, ni cabriolas, ni tontas exhibiciones de armas. Con el pecho lleno de coraje y de ira silenciosa, Manlio reservaba toda su ferocidad, de hecho, para el momento de la lucha. Cuando se hubieron colocado entre ambos ejércitos, con tantos corazones en suspenso entre la esperanza y el miedo, el galo, como una gran masa amenazante sobre quien estaba debajo, extendiendo por delante su escudo con su mano izquierda, lanzó un tremendo e ineficaz tajo descendente con su espada que produjo gran ruido al chocar con la armadura de su enemigo. El romano, levantando la punta de su espada, y tras haber apartado la parte inferior del escudo del galo con el suyo propio, se le acercó tanto que quedó a salvo del peligro de su espada, interpuesto entre él y sus armas; luego le dio dos rápidas estocadas en el vientre y la ingle con su espada, dejando a su enemigo postrado sobre una gran extensión de terreno. Dejó el cadáver de su enemigo caído intacto, a excepción de su torques, que se puso en el cuello aún manchado de sangre. El asombro y el miedo dejaron inmóviles a los galos; los romanos corrieron impacientes desde sus líneas para encontrarse con su guerrero y, entre aclamaciones y felicitaciones, lo llevaron ante el dictador. En los versos improvisados que cantaban en su honor le llamaban «Torcuato» (adornado con torques), y este apodo se convirtió con posterioridad en un orgulloso nombre familiar. El dictador le dio una corona de oro y, ante de todo el ejército, aludió a su victoria en los términos más elogiosos.
[7.11] Aunque parezca extraño, aquel combate singular tuvo tan gran influencia sobre toda la guerra que los galos abandonaron apresuradamente el campamento y se alejaron hacia las cercanías de Tívoli [antigua Tíbur.- N. del T.], donde acamparon. Se aliaron militarmente con aquella ciudad, y los tiburtinos les suministraron vituallas generosamente. Después de recibir esta ayuda pasaron a la Campania. Esta fue la razón por la que, al año siguiente -360 a.C.-, el cónsul Cayo Petelio Balbo dirigió un ejército, por orden del pueblo, contra los Tiburtinos, aunque la dirección de la guerra contra los hérnicos había tocado en suertes a su colega, Marco Fabio Ambusto. Pese a que los galos habían vuelto desde la Campania en su ayuda, fue sin duda culpa de los generales tiburtinos los crueles saqueos en efectuados en territorios labicos, túsculos y albanos. Para actuar contra los tiburtinos, la República se bastaba con un cónsul, pero la súbita reaparición de los galos precisaba de un dictador. Fue nombrado Publio Servilio Ahala, y eligió como jefe de la caballería a Tito Quincio. Con la sanción del Senado, hizo voto de celebrar los Grandes Juegos si el resultado de la guerra les era favorable. Después de ordenar a los ejércitos del cónsul que permanecieran en sus posiciones, para limitar a los tiburtinos a su propia guerra, el dictador hizo que todos los iuniores [los reclutas más jóvenes.- N. del T.] prestaran el juramento militar, sin una sola negativa. La batalla, en la que se empeñó toda la fuerza de la Ciudad, tuvo lugar no lejos de la Puerta Colina, a la vista de los padres, esposas e hijos de los soldados romanos. Siendo un gran incentivo a su valor, incluso estando ausentes, ahora lo eran aún más al estar visibles, incitándoles a ganar su aplauso y garantizar su seguridad. La masacre fue grande en ambos bandos, pero los galos fueron finalmente rechazados y huyeron en dirección a Tívoli, como si fuera un bastión galo. Los fugitivos rezagados fueron interceptados por el cónsul, no lejos de Tívoli; los ciudadanos salieron a ayudarles y ellos y los galos se refugiaron tras las puertas. Así, el cónsul tuvo tanto éxito como el dictador. El otro cónsul, Fabio, aplastó a los hérnicos en sucesivas derrotas; al principio con acciones relativamente poco importantes y después en una gran batalla final, cuando el enemigo atacó con toda su fuerza. El dictador hizo espléndidos elogios a los cónsules, tanto en el Senado como ante el pueblo, e incluso que les achacó el crédito por su propio éxito. A continuación, dejó su cargo. Petelio celebró un doble triunfo: sobre los galos y sobre los tiburtinos. Se consideró suficiente honor para Fabio el que se le permitiera entrar a la Ciudad con una ovación. Los tiburtinos se rieron del triunfo de Petelio. «¿Cuando», dijeron, «se le había visto nunca en una batalla campal? Algunos de ellos habían salido fuera de sus puertas para contemplar la huida desordenada de los galos, pero cuando vieron que también ellos eran atacados y reducidos indiscriminadamente, se volvieron a su ciudad. ¿Consideraban los romanos que aquel tipo de cosas eran dignas de un triunfo? No deberían ver como algo grande y maravilloso el crear desorden a las puertas enemigas; verían aún más confusión y pánico ante sus propias murallas».
[7.12] Así pues, el año siguiente -359 a.C.-, cuando Marco Popilio Lenate y Cneo Manlio fueron los cónsules, un ejército de Tívoli marchó a primeras horas de la noche, y llegó hasta la ciudad de Roma. Los ciudadanos, despertados de pronto de su sueño, se aterrorizaron por el peligro de un ataque nocturno y bastante inesperado; el pavor fue aún mayor al no saber quiénes eran los enemigos ni de dónde venían. Sin embargo, la expresión «a las armas» se extendió rápidamente; las puertas se protegieron con destacamentos y se guarnecieron las murallas. Cuando el amanecer reveló una fuerza relativamente pequeña frente a los muros y que el enemigo resultaba ser nada menos que los tiburtinos, los cónsules decidieron atacar de inmediato. Salieron desde dos puertas separadas y atacaron al enemigo, tal y como avanzaban por las murallas, por ambos flancos. Pronto se hizo evidente que habían confiado más en las posibilidades de una sorpresa que en su propio valor, tan poca resistencia ofrecieron a la primera aparición de los romanos. Su expedición resultó ventajosa para los romanos, pues los temores suscitados por una guerra tan cerca de sus puertas ahogó un conflicto entre patricios y plebeyos. En la guerra que siguió hubo otra incursión hostil, más terrible para los distritos rurales que para la Ciudad; los tarquinios llevaron a cabo sus correrías dentro de las fronteras romanas, principalmente por el lado de la Etruria. Como negaron una compensación, los nuevos cónsules, Cayo Fabio y Cayo Plaucio, por orden del pueblo, les declararon la guerra -358 a.C.-. Esta campaña fue adjudicada a Fabio y la de contra los hérnicos a Plaucio. Se hicieron cada vez más frecuentes los rumores de hostilidades por parte de los galos. En medio de tantas alarmas, sin embargo, hubo un consuelo: se concedió la paz que pedían los latinos y éstos enviaron un fuerte contingente de acuerdo con el antiguo tratado que, durante tantos años, no habían observado. Ahora que la causa romana se había visto realzada por este refuerzo, las noticias de que los galos habían llegado recientemente a Palestrina, y que desde allí se habían ido a asentar en el territorio alrededor de Pedum, produjo menos inquietud. Se decidió que se debía nombrar dictador a Cayo Sulpicio -358 a.C.-; por ello, se hizo volver a casa al cónsul Cayo Plaucio. Marco Valerio fue nombrado jefe de la caballería. Seleccionaron las mejores tropas de los dos ejércitos que los cónsules habían mandado y las condujeron contra los galos.
La guerra resultó algo más tediosa de lo que resultaba aceptable para ambas partes. Al principio eran sólo los galos quienes ansiaban luchar; después, los romanos mostraron aún más celo que los galos en armarse para el combate. El dictador no aprobaba esto en modo alguno, pues no tenía necesidad alguna de correr ningún riesgo. El enemigo se debilitaba día tras días, al permanecer inactivo en una posición desventajosa, sin ningún tipo de suministros previamente acopiados y sin haber levantado trincheras apropiadas. Toda su fuerza, tanto mental como corporal, dependía de sus rápidos movimientos e incluso un pequeño retraso disminuía su vigor. Por estas razones, el dictador prolongaba la guerra y anunció que se infligirían severos castigos a cualquiera que luchara en contra de las órdenes. Los soldados se impacientaban con este estado de cosas. Cuando estaban de guardia o en puestos avanzados durante la noche, hablaban en términos muy despectivos del dictador, insultando a los senadores, en general, por no haber ordenado que los cónsules dirigiesen la guerra. «Tan excelente general», decían, «ha sido elegido, uno entre mil, que piensa que, si se queda sentado y no hace nada, la victoria bajará de los cielos hasta su regazo». Luego ya pronunciaban estos sentimientos y otros aún más enojados a plena luz del día; manifestaban que, o luchaban sin esperar órdenes, o se marchaban todos a Roma. Los centuriones hicieron causa común con los soldados; los murmullos no se limitaban a grupos dispersos y se producía un debate general por las calles principales del campamento y ante el pretorio [tiendas o edificios, dentro del campamento y en el cruce de la vía pretoria y la vía principalis, donde se establecía el cuartel general de la legión y la residencia del comandante en jefe.- N. del T.]. La multitud creció hasta alcanzar las dimensiones de una Asamblea, y se lanzaron gritos al unísono para ir de inmediato donde estaba el dictador. Sextio Tulio sería el portavoz del ejército, cargo que era bien digno de desempeñar.
[7.13] Tulio era ahora centurión primipilo [centurión de la primera centuria del primer manípulo de la primera cohorte; soldado veteranísimo y respetadísimo.- N. del T.] por séptima vez, y no había en todo el ejército, entre los oficiales de infantería, un soldado más distinguido. Encabezó la marcha hasta el tribunal, Sulpicio quedó sorprendido por la multitud y aún más al ver que Tulio la precedía. Esté empezó a hablar: «No te sorprendas, dictador, porque yo esté aquí. El ejército entero tiene la impresión de haber sido condenado por tu cobardía y que para ahondar su desgracia se le ha privado de sus armas. Se me ha pedido que defienda su causa ante ti. Aun cuando podríamos ser acusados de desertar de nuestras filas y dar la espalda al enemigo, o de la pérdida lamentable de nuestros estandartes, incluso entonces pensaría que lo justo sería que nos permitieses enmendar nuestra falta con el valor y limpiar la memoria de nuestra vergonzosa conducta ganando nuevas glorias. Hasta las legiones que fueron derrotados en el Alia marcharon después a Veyes y recuperaron la ciudad que habían perdido con su pánico. Nuestra suerte y nuestro honor, gracias a la bondad de los dioses y a la feliz fortuna que te ayuda a ti y a Roma, siguen intactos. Y sin embargo, apenas me atrevo a mencionar la palabra ‘honor’ cuando el enemigo se aventura a burlarse de nosotros con toda clase de insultos, como si nos estuviésemos ocultando como mujeres tras nuestra empalizada y, lo que aún nos duele más, que tú, nuestro jefe, hayas decidido que tu ejército está desprovisto de valor, sin armas ni brazos para usarlas, y que nos hayas dado pruebas de haber perdido la esperanza en nosotros, viéndote como si fueses el general de hombres enfermos y débiles. ¿Qué otra razón podemos pensar que exista?, ¿por qué tú, un jefe veterano, un soldado valeroso, estás, como si dijésemos, de brazos cruzados? Sin embargo, tal parece el caso que parece más cierto que tú dudas de nuestro valor, que no que nosotros dudemos del tuyo. Pero si esto no es cosa tuya, sino parte de una maniobra del Estado; si fuera un plan urdido por los patricios para mantenernos apartados de la Ciudad y de nuestros penates y no para hacer la guerra contra los galos, entonces te pido que recuerdes que lo que ahora te digo no es dicho como por unos soldados a su jefe, sino como a los patricios por la plebe: Que según sean vuestros planes, así serán los suyos. ¿Quién podría enojarse con nosotros por recordarte que somos tus soldados, no tus esclavos, enviados a la guerra y no al destierro; dispuestos, si alguien da la señal y nos conduce a la batalla, a luchar como corresponde a hombres y romanos; dispuestos también, si no son precisas las armas, a vivir una vida pacífica y tranquila en Roma y no en el campamento? Esto es lo que le diríamos a los patricios. Pero tú eres nuestro jefe y nosotros, tus soldados, te rogamos que nos des oportunidad de luchar. Estamos ansiosos por ganar una victoria, pero a ganarla bajo tu mando; es a ti a quien deseamos otorgar los laureles de la gloria, es contigo con quien deseamos entrar en procesión triunfal a la Ciudad, es detrás de tu carro donde queremos marchar en gozosa acción de gracias hasta el templo de Júpiter Óptimo Máximo». Este discurso de Tulio fue seguido por las serias solicitudes de todo el ejército para que les diera la señal y la orden de armarse.
[7.14] El dictador reconoció que, por muy satisfactoria que pudiera resultar la petición de los soldados, se había sentado un precedente de lo más indeseable; no obstante, él se comprometió a cumplir con sus deseos. Interrogó en privado a Tulio sobre qué significaba todo aquello y sobre qué precedentes se había basado. Tulio rogó encarecidamente el dictador que no pensase que había olvidado la disciplina militar o el respeto debido a su mando superior. «Pero una multitud excitada resulta por lo general dominada por sus incitadores, y él había consentido en actuar como su líder para impedir que eligiesen a cualquier otro de entre los que compartían su entusiasmo. Él mismo no haría nada en contra de la voluntad del general, pero el general también debía ser más cuidadoso al mantener sujetos a sus hombres. Estos estaban ahora demasiado excitados como para sacarlos, pero ellos mismos escogerían el lugar y momento del combate si no lo hacía el dictador». Resultó que, mientras se producía esta conversación, un galo pastoreaba algunas cabezas de ganado en el campo, fuera de la empalizada, y dos romanos se las arrebataron. Los galos les apedrearon, los del puesto avanzado romano dieron un grito y los hombres corrieron a enfrentarse desde ambos lados. La cosa creció rápidamente, y se habría llegado a una batalla campal si los centuriones no hubiesen puesto con presteza fin al conflicto. Este incidente convenció al dictador de lo que Tulio le había dicho y, como el asunto ya no admitía dilación, dio órdenes de prepararse para el combate al día siguiente.
El dictador fue a la batalla sintiéndose más seguro del valor que de las fuerzas de sus tropas. Comenzó a dar vueltas en su cabeza a todos posibles medios por los que podría inspirar temor en el enemigo. Por fin, pensó un plan ingenioso y original que, desde entonces, ha sido también adoptado por muchos de nuestros propios generales, así como por los de otros países y que incluso se practica hoy en día. Ordenó que se quitasen las albardas de las mulas y que se les pusiesen a las espaldas dos piezas de tela de color. Se dotó de armas a los arrieros, algunas tomadas a los prisioneros y otras a los soldados inválidos, y tras equipar así a mil de ellos y mezclarlos con cien de caballería, les ordenó que subieran a los montes que dominaban el campamento y que se ocultasen en los bosques, permaneciendo allí sin moverse hasta que recibieran su señal. Tan pronto como amaneció, el dictador extendió sus líneas entre las laderas más bajas de las montañas, para que el enemigo tuviese que formar su frente de cara a estas. Los arreglos para provocar una alarma infundada se habían ya completado, y aquella alarma infundada demostró ser más útil de lo que habría sido un incremento auténtico de fuerzas. Al principio, los jefes de los galos no creían que los romanos bajarían a la llanura, pero cuando les vieron descender repentinamente se apresuraron a enfrentárseles, ansiando el choque, y comenzó la batalla antes de que los generales hubieran dado la señal.
[7.15] Los galos dirigieron su ataque más feroz contra el ala derecha romano, y solo la presencia del dictador en aquella parte impidió que el ataque tuviera éxito. Cuando vio que los hombres vacilaban, llamó fuertemente a Sextio y le preguntó si ésta era la forma en que había prometido luchar a sus soldados. Y les gritó: «¿Dónde están los gritos de los hombres que clamaban por las armas? ¿Dónde están sus amenazas de ir a la batalla sin órdenes de su jefe? Aquí está el general, llamándoles a luchar y luchando él en primera línea de combate; ¿cuántos de aquellos le iban a seguir ahora que les mostraba el camino? ¡Fanfarrones en el campamento y cobardes en la batalla!» Sentían la verdad de lo que oían y quedaron tan picados por la vergüenza que se lanzaron sobre las armas enemigas sin pensar en el peligro. Cargaron como locos y pusieron las líneas enemigas en confusión, un ataque de caballería a continuación volvió la confusión en derrota. Tan pronto como el dictador vio sus líneas rotas por esta parte, volvió el ataque a su izquierda, donde les veía chocando en una masa inmensa y, al mismo tiempo, dio la señal acordada a los de la montaña. Cuando se oyó un nuevo grito de batalla y se les vio cruzar la ladera de la montaña en dirección al campamento galo, el enemigo, temeroso de ver cortada su retirada, abandonó la lucha y corrió en desorden hacia su campamento. Fueron enfrentados por Marco Valerio, el jefe de la caballería, quien después de poner en fuga su ala derecha cabalgaba hacia sus líneas y condujo su huida hacia la montaña y los bosques. Una gran parte fue interceptada por los arrieros, a quienes tomaron por caballería, y se produjo una terrible masacre entre aquellos a quienes el pánico había llevado hacia los bosques tras haber terminado la batalla principal. Nadie, desde Camilo, celebró un triunfo sobre los galos más justamente merecido que Cayo Sulpicio. Una gran cantidad de oro, tomado del despojo, fue dedicado por él y guardado en una bóveda bajo el Capitolio. Las campañas en las que estaban inmersos los cónsules de aquel año terminaron de modos muy diferentes. Si bien los hérnicos fueron derrotados y reducidos a la sumisión por su colega, Fabio mostró una triste falta de prudencia y habilidad en sus operaciones contra los tarquinios. La humillación que sufrió Roma con su derrota fue amargada por el barbarismo del enemigo, que sacrificó a 307 prisioneros de guerra. Esa derrota fue seguida por una incursión repentina de saqueo de los privernenses y después por otra en la que tomaron parte los veliternenses. Este año -357 a.C.- se crearon dos tribus más: la Pomptina y la Publilia. Se celebraron los Juegos que Camilo había prometido cuando fue dictador. Cayo Petilio, tribuno de la plebe, presentó por vez primera al pueblo, tras pasar por el Senado, una proposición sobre los sobornos en las elecciones. Con este proyecto pensaban enfrentar la gran ambición de aquellos hombres nuevos, sobre todo, que iban mercadeando en reuniones secretas.
[7.16] Otra medida, en modo alguno tan bienvenida por los patricios, fue presentada al año siguiente, siendo cónsules Cayo Marcio y Cneo Manlio -357 a.C.-. Marco Duilio y Lucio Menenio, tribunos de la plebe, fueron los proponentes de esta medida, que fijaba el tipo de interés al 8,33 por ciento; la plebe la aprobó con el mayor de los entusiasmos. Además de las recientes guerras declaradas el año anterior, los faliscos habían sido culpables de dos actos hostiles: sus hombres habían luchado en las filas de los tarquinios y, cuando los Feciales demandaron su entrega, habían rehusado entregar a los que habían huido a Tarquinia tras su derrota. Esa campaña se adjudicó a Cneo Manlio; Marcio condujo las operaciones contra Priverno. Este distrito se había mantenido intacto durante los largos años de paz y, cuando Marcio llevó a su ejército allí, los soldados se cargaron de botín. Su valor fue aumentado por la munificencia del cónsul, pues él no apartó nada para el Estado, y así alentó los esfuerzos de los soldados rasos por aumentar sus propios bienes. Los privernenses habían establecido un campamento fuertemente atrincherado delante de sus murallas y, antes de atacarlo, Marcio convocó una asamblea de sus tropas y les dijo: «Si me prometéis que cumpliréis bravamente con vuestro deber en la batalla y que estaréis tan dispuestos al combate como al saqueo, os daré el campamento y ciudad del enemigo». Con un potente grito, exigieron que diera la señal para la batalla, y con las cabezas erguidas y llenos de confianza marcharon orgullosamente en línea. Sexto Tulio, al que ya se ha mencionado, estaba en vanguardia y gritó: «¡Mira, general, cómo tu ejército cumple la promesa que te ha hecho!», y acompañando el hecho a la palabra, arrojó su pilo y empuñando su espada cargó al enemigo. La totalidad de la línea del frente le siguió y, al primer choque, derrotaron a los privernenses y los persiguieron hasta la ciudad, que se dispusieron a asaltar. Cuando ya se habían puesto las escalas contra las murallas, la plaza se rindió. Se celebró un triunfo sobre los privernenses. Nada digno de mención fue hecho por el otro cónsul, excepto su acción sin precedentes al hacer aprobar una ley en el campamento, por las tribus, gravando con un cinco por ciento el valor de cada esclavo manumitido [la manumisión no implicaba normalmente la pérdida de relación entre amo y esclavo, se solía transformar en otra entre patrono y cliente.- N. del T.]. Como el dinero recaudado por esta ley sería una útil adición al agotado Tesoro, el Senado la confirmó. Los tribunos de la plebe, sin embargo, preocupados menos por la ley que nos el precedente sentado, consideraron una ofensa capital que alguien convocase la Asamblea fuera de su lugar habitual de reunión. Si alguna vez se legalizasen, no habría nada, por perjudicial al pueblo que fuese, que no pudiera ser aprobado por hombres que estaban atados por el juramento de obediencia militar. En este año, Cayo Licinio Estolo fue procesado por Marco Popilio Lenas por haber violado su propia ley; él y su hijo, juntos, ocuparon mil yugadas de tierras [270 Ha.- N. del T.], y emancipó a su hijo para evadir la ley. Fue condenado a pagar una multa de 10.000 ases.
[7.17] Los nuevos cónsules fueron Marco Fabio Ambusto y Marco Popilio Lenas, cada uno por segunda vez -356 a.C.-. Tuvieron que manejar dos guerras. La que libró Lenas contra los tiburtinos fue la que presentó menos dificultad; tras confinarles a su ciudad, él devastó sus campos. El otro cónsul, que estaba operando contra de los faliscos y tarquinios, se encontró con una derrota en la primera batalla. La culpa principal de ello, y que produjo un verdadero terror entre los romanos, la tuvo el extraordinario espectáculo mostrado por sus sacerdotes que, blandiendo antorchas encendidas y con lo que parecían serpientes entrelazadas en sus cabelleras, llegaron como otras tantas Furias. Al ver esto, los romanos quedaron como angustiados o alcanzados por un rayo y se precipitaron aterrorizados en masa a su campamento. Allí, el cónsul, sus legados y tribunos militares se rieron de ellos y les regañaron por dejarse atemorizar por trucos de magia, como si fueran críos chicos. Muertos de vergüenza, pasaron repentinamente de un estado de terror a otro de temeraria osadía, y salieron corriendo como hombres ciegos contra aquellos de los que acababan de huir. Cuando, tras dispersar la vana mascarada del enemigo, llegaron hasta los hombres armados de detrás, derrotaron a todo su ejército. El mismo día, se apoderaron de su campamento y, tras poner a buen recaudo una inmensa cantidad de botín, volvieron a casa arrebatados por la victoria, bromeando como suelen los soldados y burlándose del artificio del enemigo y de su propio pánico. Esto condujo a un levantamiento de toda la Etruria, y bajo la dirección de los tarquinios y de los faliscos, marcharon hacia Salina. En esta emergencia, Cayo Marcio Rutilio fue nombrado dictador (el primer dictador nombrado de entre la plebe) y designó como jefe de la caballería a Cayo Plaucio, también plebeyo -356/355 a.C.-. Los patricios estaban indignados porque incluso la dictadura fuera de propiedad común, y mostraron toda la resistencia que pudieron a cualquier decreto aprobado o a cualquier preparativo que se hiciese para ayudar a que el dictador prosiguiera la guerra. Esto sólo hizo que el pueblo estuviese más dispuesto a aprobar cualquier propuesta que hiciese el dictador. Al salir de la ciudad, marchó cubriendo ambas orillas del Tíber, transportando a las tropas en cualquier dirección en que se informase de la presencia enemiga; de este modo sorprendió a muchos de los incursores dispersos por los campos. Finalmente, les sorprendió y capturó su campamento; tomaron ocho mil prisioneros y los demás resultaron muertos o cazados fuera del territorio romano. Mediante una orden del pueblo, que no fue confirmada por el Senado, se le otorgó un triunfo. Como el Senado no quería que un dictador o un cónsul plebeyos celebrasen elecciones, y el otro cónsul, Fabio, estaba detenido por su propia guerra, se produjo un interregno. Se sucedieron varios interreges: Quinto Servicio Ahala, Marco Fabio, Cneo Manlio, Cayo Fabio, Cayo Sulpicio, Lucio Emilio, Quinto Servilio y Marco Fabio Ambusto. En el segundo de estos interregnos, se produjo un conflicto al ser elegidos dos cónsules patricios. Cuando los tribunos interpusieron su veto y apelaron a Ley Licinia; Fabio, el interrex, dijo que estaba previsto en las Doce Tablas que cualquiera fuese la última orden que el pueblo diera, ésta tendría fuerza de ley, y que el pueblo había dado una orden para elegir a los dos cónsules. El veto de los tribunos sólo sirvió para aplazar las elecciones, y finalmente fueron elegidos dos cónsules patricios, a saber, Cayo Sulpicio Petico (por tercera vez) y Marco Valerio Publícola -355 a.C.-. Tomaron posesión de su cargo el día en que fueron elegidos.
[7.18] Así, en el cuadringentésimo año de la fundación de la Ciudad y el trigésimo quinto después de su captura por los galos, el segundo consulado fue arrancado de la plebe, por primera vez desde la aprobación de la Ley Licinia siete años antes. Este año se tomó Empulo a los tiburtinos, sin ningún combate serio. No es seguro ni que ambos cónsules ejercieran el mando conjunto en esta campaña, como aseguran algunos autores, ni que los campos tarquinios fuesen asolados por Sulpicio al tiempo que Valerio conducía sus legiones contra los tiburtinos. Los cónsules tenían un conflicto más serio en casa con la plebe y sus tribunos. Consideraban como una cuestión, no solo de valor, sino también de honor y lealtad a su orden que, habiendo recibido dos patricios el consulado, lo transmitiesen a dos patricios. Pensaban que debían renunciar a ella, si se convertía en una magistratura plebeya, o mantenerla en su totalidad, como la habían recibido de sus padres. La plebe protestó: «¿Para qué vivían? ¿Por qué estaban inscritos como ciudadanos, si no podían mantener, con sus fuerzas unidas, el derecho a lo que había ganado para ellos el valor de aquellos dos hombres, Lucio Sextio y Cayo Licinio? Mejor les sería aguantar reyes, o decenviros, o cualquier otra forma de absolutismo, aún del peor nombre, que ver a ambos cónsules patricios; ver al otro orden, no gobernando y siendo gobernado alternativamente, sino puesto a sí mismo como en posesión de la autoridad perpetua y mirando a la plebe como nacida para ser simplemente su esclava». No hubo carestía de tribunos para dirigir la agitación, pero en tal estado de excitación general, cada uno era su propio líder. Después de muchas jornadas infructuosas en el Campo de Marte, donde se habían gastado numerosos días de elecciones en disturbios, la plebe fue finalmente derrotada por la constancia y persistencia de los cónsules. Había un sentimiento tal de desesperación que los tribunos, seguidos por una plebe triste y adusta, exclamaron al dejar el Campo que había un final para toda libertad y que no sólo debían irse del Campo, sino incluso abandonar la Ciudad ahora que había sido aplastada y esclavizada por la tiranía de los patricios. Los cónsules, aunque abandonados por la mayoría del pueblo, quedando sólo unos pocos votantes, procedieron, no obstante, con determinación a la elección. Los dos cónsules electos eran patricios: Marco Fabio Ambusto (por tercera vez) y Tito Quincio. En algunos autores veo que se da a Marco Popilio como cónsul, en vez de Tito Quincio -354 a.C.-.
[7.19] A dos guerras se dio fin victorioso ese año. Los tiburtinos fueron reducidos a la obediencia; se les tomó la ciudad de Sassula y el resto de sus ciudades habría corrido la misma suerte si la nación entera no hubiese rendido sus armas y hecho la paz con el cónsul. Se celebró un triunfo sobre ellos; en otros aspectos, la victoria fue seguida de un tratamiento suave para con los vencidos. Una rigurosa severidad se aplicó a los tarquinios. Gran número murió en batalla; de los prisioneros, todos los de noble nacimiento, en número de trescientos cincuenta y ocho, fueron enviados a Roma, al resto se les pasó por la espada. Aquellos que habían sido enviados a Roma se encontraron con un trato nada cortés por parte del pueblo: todos fueron azotados y decapitados en medio del Foro. Este castigo fue un acto de venganza por los romanos que habían sido sacrificados en el foro de Tarquinia. Estas victorias en la guerra indujeron a los samnitas a pedir una liga de amistad. Sus embajadores recibieron una respuesta favorable del Senado y se concluyó un tratado de alianza con ellos. La plebe no gozó de la misma fortuna en casa de la que había tenido en campaña. A pesar de la reducción de la tasa de interés, que ahora estaba fijada en el 8,33 por ciento, los pobres no podían pagar el capital y se estaban entregando a sus acreedores. Su angustia personal dejaba poco tiempo para pensar en los asuntos públicos y en las luchas políticas, en las elecciones y en los cónsules patricios; ambos consulados, por tanto, siguieron en manos patricias. Los cónsules electos fueron Cayo Sulpicio Petico (por cuarta vez) y Marco Valerio Publícola (por segunda) -353 a.C.-.
Llegaron rumores de que el pueblo de Cerveteri se había unido a los tarquinios por simpatía con ellos por su consanguinidad. Mientras que los pensamientos de los ciudadanos se llenaban, por tanto, de temores por una guerra con Etruria, la llegada de embajadores del Lacio desvió sus pensamientos a los volscos. Informaron que un ejército había sido levantado y equipado, que amenazaba ahora sus fronteras e intentaba entrar y saquear el territorio romano. El Senado creía que no debía ignorarse ninguno de tales movimientos; se dieron órdenes para alistar tropas para ambas guerras; los cónsules echaron a suertes sus respectivos mandos. La llegada de despachos del cónsul Sulpicio hizo que la guerra etrusca pareciese la más grave de los dos. Estaba dirigiendo las operaciones contra Tarquinia e informó de que los campos alrededor de las salinas romanas habían sido saqueados y que una parte del botín se había enviado a Cerveteri, algunos de cuyos hombres, sin duda alguna, formaban parte de los asaltantes. El cónsul Valerio, que estaba operando contra los volscos y tenía su campamento en las fronteras de Túsculo, fue llamado y recibió órdenes del Senado para que nombrarse un dictador. Tito, el hijo de Lucio Manlio, fue nombrado y designó a Aulo Cornelio Coso como jefe de la caballería. Encontrando que el ejército que el cónsul había mandado bastaba para su propósito, fue autorizado por el Senado y el pueblo para declarar formalmente la guerra a los cerveteranos.
[7.20] Parecería como si esta declaración formal de guerra trajese a casa de los cerveteranos los horrores de una guerra con Roma, más claramente que los actos de quienes provocaron a los romanos con sus saqueos. Se dieron cuenta de cuán desiguales eran sus fuerzas para tal conflicto; se lamentaban amargamente de los saqueos y maldecían a los tarquinios, quienes les habían instigado a la revuelta. Nadie hizo preparativo alguno para la guerra, todos urgieron cuanto podían para que se enviase una embajada a Roma para pedir perdón por su ofensa. Cuando la delegación se presentó ante el Senado, fueron remitidos por este al pueblo. Rogaron a los dioses, cuyos objetos sagrados habían tomado a su cargo y cuidado durante la guerra Gala, para que en sus días de prosperidad mostrasen la misma piedad por ellos que la que habían mostrado por Roma en su hora de angustia. Después, volviéndose hacia el templo de Vesta, invocaron el vínculo de la hospitalidad que forjaron, con toda pureza y reverencia, con los flámines y las vestales. «¿Podría alguien creer», preguntaron, «que hombres que habían prestado tales servicios, de repente, sin razón alguna, se hubieran convertido en enemigos o, si hubieran sido culpables de cualquier acto hostil, lo hubiesen cometido deliberadamente en vez de en un ataque de locura? ¿Sería posible que pudieran, al infligir las recientes ofensas, haber borrado todos sus anteriores actos de bondad, especialmente cuando los habían hecho a unos tan agradables a ellos; o que convertirían en enemigo al pueblo romano, ahora que era próspero y victorioso en todas las guerras, tras haber buscado su amistad en tiempos de adversidad y turbulencia? No debían considerar aquello como un propósito deliberado, sino como violencia y coacción. Después de haber solicitado sólo paso libre, los tarquinios atravesaron su territorio en son de guerra y obligaron a algunos de sus paisanos a acompañarles en aquella expedición de saqueo de la que responsabilizaban a la ciudad de Cerveteri. Si se decidía que debían entregar a aquellos hombres, los entregarían; si se les debía castigar, serían castigados. Cerveteri, una vez el santuario de Roma, el refugio de sus objetos sagrados, debía ser declarada inocente de cualquier pensamiento bélico y absuelta de cualquier acusación de intenciones hostiles, en consideración a su hospitalidad a las vestales y su devoción a los dioses». Los viejos recuerdos, y no las circunstancias concretas del caso actual, obraron de tal modo sobre el pueblo que tuvieron menos en consideración la reclamación actual que la gentileza anterior. Por lo tanto, se concedió la paz al pueblo de Cerveteri, y se convino en someter al Senado la cuestión de una tregua por cien años. Los Faliscos estaban implicados con la misma acusación y la guerra se dirigió hacia ellos, pero no se pudo encontrar al enemigo en campo abierto. Su territorio fue arrasado de punta a punta, pero nada se intentó contra sus ciudades. Tras el regreso de las legiones, el resto del año se dedicó a la reparación de los muros y los torreones. También fue dedicado el templo de Apolo.
[7.21] Al terminar el año se pospusieron las elecciones consulares debido a la disputa entre los dos órdenes; los tribunos declararon que no permitirían que se celebrasen las elecciones a menos que se condujeran con arreglo a la Ley Licinia, mientras que el dictador estaba decidido a abolir el consulado antes que permitir su común propiedad por plebeyos y patricios. Las elecciones se aplazaron aun cuando el dictador renunció al cargo; así pues, las cosas desembocaron en un interregno. Los interreges se negaron a celebrar las elecciones a causa de la actitud hostil de la plebe, y el conflicto se prolongó hasta el undécimo interregno. Mientras que los tribunos se escudaban en la Ley Licinia y daban la batalla política, la plebe dirigía sus quejas más apremiantes contra la creciente carga de la deuda; la preocupación personal había eclipsado la controversia política. Cansado de la prolongada agitación, el Senado ordenó a Lucio Cornelio Escipión, el interrex, que restaurase la armonía en el Estado dirigiendo las elecciones consulares de acuerdo con la Ley Licinia. Fue elegido Publio Valerio Publícola, y Cayo Marcio Rutilio fue su colega plebeyo -352 a.C.-.
Ahora que existía un deseo general de concordia, los nuevos cónsules abordaron la cuestión financiera, que era el único obstáculo para la unión. El Estado asumió la responsabilidad de la liquidación de las deudas y se nombraron cinco comisionados, que quedaron encargados de la administración del dinero y que por ello fueron llamados mensarii [el nombre proviene de «mensa», la mesa en la que contaban los dineros; «mensarios» sería la palabra castellanizada aunque, en este caso, el término castellano más ajustado sería el de interventor.- N. del T.] La imparcialidad y diligencia con que estos comisionados cumplieron con sus funciones, les hizo dignos de un lugar de honor en todos los registros históricos. Sus nombres eran Cayo Duilio, Publio Decio Mus, Marco Papirio, Quinto Publilio y Tito Emilio. La tarea que acometieron era difícil de administrar y, aun presentando dificultades para ambas partes, era más desagradable para una de ellas; pero la desempeñaron con gran consideración hacia todos y, aunque implicó un gran desembolso para el Estado, nada se quedó a deber a los acreedores. Sentados en mesas, en el Foro, trataban sobre deudas de larga duración debidas más a la negligencia del deudor que a la falta de medios; adelantaban dinero público con las debidas garantías o tasaban con justicia su propiedad. De esta manera, una inmensa cantidad de deudas fueron amortizadas sin ningún tipo de injusticia ni, incluso, quejas de ambos lados. Debido a un informe de que las doce ciudades de Etruria habían formado una liga hostil, cundió una buena dosis de alarma, que luego resultó ser infundada, y se creyó necesario nombrar un dictador. Esto tuvo lugar en el campamento, porque fue allí donde los cónsules recibieron el decreto senatorial. Fue nombrado Cayo Julio y se le asignó a Lucio Emilio como jefe de la caballería. En el exterior, sin embargo, todo permaneció tranquilo.
[7.22] En casa, debido a los intentos del dictador por asegurar la elección de patricios para los dos consulados, las cosas desembocaron en un interregno. Hubo dos interreges, Cayo Sulpicio y Marco Fabio, y tuvieron éxito donde el dictador había fracasado, pues la plebe, debido a la ayuda pecuniaria recientemente otorgada, se encontraba en un estado de ánimo menos agresivo. Ambos cónsules electos fueron patricios: Cayo Sulpicio Petico, que había sido el primero de los dos interreges, y Tito Quincio Peno, de este algunos dan como su tercer nombre Ceso y otros Cayo -351 a.C.-. Ambos marcharon a la guerra; Quincio contra Faleria y Sulpicio contra Tarquinia. El enemigo no les enfrentó en una batalla abierta; se condujo la guerra más contra los campos que contra los hombres, quemando y destruyendo por todas partes. Los efectos debilitantes y el esfuerzo, como el de un lento declive, desgastaron la resolución de ambos pueblos y pidieron una tregua, primero a los cónsules y después, con el permiso de éstos, al Senado. Obtuvieron una tregua por cuarenta años. Después que la inquietud creada por estas dos guerras fuera así atemperada, hubo un tiempo de respiro para las armas. La liquidación de las deudas había provocado un cambio de propietario en el caso de muchas propiedades, y se decidió que había que hacer una nueva evaluación. Sin embargo, cuando se anunció la elección de censores, Cayo Marcio Rutilo, que había sido el primer dictador nombrado de la plebe, anunció que sería candidato a la censura. Esto trastornó la armonía entre ambos órdenes. Él dio este paso en lo que parecía un momento inoportuno, pues ambos cónsules eran patricios y declararon que no permitirían que se votase por él. Pero él mantuvo decididamente su propósito y los tribunos, deseosos de recuperar los derechos de la plebe que se perdieron en las elecciones consulares, le ayudaron con todo su poder. No había dignidad que la grandeza de su carácter no pudiera desempeñar, y la plebe estaba deseosa de ser llamada para que compartiese la censura el mismo hombre que había abierto el camino a la dictadura. No hubo división de opiniones durante las elecciones: Marco fue elegido censor por unanimidad, junto con Cneo Manlio. Este año también vio a Marco Fabio como dictador, no porque se temiese alguna guerra, sino para impedir que se cumpliera con la Ley Licinia en las elecciones consulares. La dictadura, sin embargo, no hizo que los esfuerzos senatoriales tuviesen más influencia en la elección de cónsules que la que tuvieron en la elección de censores.
[7.23] Marco Popilio Lenas fue el cónsul elegido de entre la plebe y Lucio Cornelio Escipión el cónsul de entre los patricios -350 a.C.-. La Fortuna concedió la mayor distinción al cónsul plebeyo, pues al recibirse la información de que un inmenso ejército de galos había acampado en territorio del Lacio, la dirección de esa guerra, debido a la grave enfermedad que por entonces sufría Escipión, se confió por una acuerdo especial a Popilio. Inmediatamente levantó un ejército, y ordenó que todos los disponibles para el servicio activo se encontrasen armados fuera de la puerta Capena, en el templo de Marte; a los cuestores se les ordenó que llevasen los estandartes desde el Tesoro hasta el mismo lugar. Después de alistar cuatro legiones al completo, entregó el resto de las tropas a Publio Valerio Publícola, el pretor, y aconsejó al Senado que levantase un segundo ejército para proteger la república contra cualquier otra emergencia. Cuando se ultimaron todos los preparativos y todo estuvo listo, avanzó hacia el enemigo. Con objeto de probar sus fuerzas antes de enfrentarla a una acción decisiva, se apoderó de cierto terreno elevado, tan cerca del campamento galo como pudo, y empezó a construir una empalizada. Cuando los galos vieron los estandartes romanos en la distancia, formaron sus líneas preparados, con su habitual impulsividad y amor a la lucha, para combatir de inmediato. Observando, sin embargo, que los romanos no bajaban a la llanura y que confiaban en la protección de su posición y de su empalizada, imaginaron que estaban atenazados por el miedo y que, al mismo tiempo, estarían más expuestos a un ataque al hallarse ocupados en los trabajos de fortificación. Así que lanzaron un grito salvaje y se lanzaron al ataque. Los triarios, que formaban el grupo de trabajadores, no detuvieron su labor, pues fueron defendidos por los asteros y los príncipes, que estaban formados delante y empezaron a combatir [aquí describe Livio la famosa formación romana en tres líneas: príncipes, asteros y triarios; se diferenciaban en su experiencia de combate y en lo completo de su panoplia. Aunque casi todas las traducciones mantienen el término hastati, o lo castellanizan en “hastados”, hemos preferido usar el término castellano correcto, pues el D.R.A.E., en su tercera acepción lo define como “soldado de la antigua milicia romana, que peleaba con asta”- N. del T.]. Su valor constante se vio favorecido por el hecho de que estaban en un terreno más alto, pues los pilos y lanzas no fueron arrojados inútilmente, como a menudo sucede cuando se está al mismo nivel, sino que, aumentado su alcance por su peso, alcanzaban sus objetivos. Los galos sufrieron el peso de los proyectiles que, o bien se clavaban en sus cuerpos, o bien quedaban fijados a sus escudos, haciéndolos extremadamente pesados de llevar. Casi habían llegado con su carga a la cima de la colina cuando se detuvieron sin saber qué hacer. El mero retraso elevó el valor de los romanos y disminuyó el del enemigo. Luego, la línea romana empujó sobre ellos y les obligó a retroceder; cayeron unos sobre otros y de esta manera provocaron más daño que el sufrido del enemigo; tan precipitada fue su huida que muchos murieron aplastados en vez de por la espada.
[7.24] Pero la victoria no se había decidido todavía. Cuando los romanos llegaron a terreno llano, aún les quedaba otra masa de la que encargarse. El número de galos era lo bastante grande como para impedir que sintieran las pérdidas que ya habían sufrido y, como si un nuevo ejército se hubiese levantado del suelo, fueron enviadas tropas frescas contra su victorioso enemigo. Los romanos vieron su aparición y se detuvieron pues, cansados como estaban, no sólo tenían que mantener un segundo combate sino que el cónsul, mientras cabalgaba imprudentemente por la vanguardia, fue herido en su hombro izquierdo por una jabalina y tuvo que retirarse. Casi se había perdido la victoria por este retraso cuando el cónsul, después que su herida fuese vendada, regresó al frente. «¿Por qué estáis parados, soldados?» -exclamó-. «No os enfrentáis con los latinos o los sabinos a quienes, después de haberlos vencido, podéis convertir en aliados; habéis desenvainado la espada contra bestias salvajes, o derramamos su sangre o les damos la nuestra. Los habéis rechazado de vuestro campamento, los habéis echado cabeza abajo al valle, estáis de pie sobre los cuerpos tendidos de vuestros enemigos. Llenad el valle de la misma carnicería que la montaña. No esperéis que huyan mientras estáis aquí, esperando; los estandartes deben avanzar y vosotros debéis avanzar contra el enemigo». Así alentados, cargaron nuevamente, desalojaron a las cohortes delanteras de los galos y, formando sus manípulos en cuña, penetraron en el centro enemigo. Entonces, los bárbaros quedaron divididos y, no teniendo órdenes concretas ni jefes, volvieron el ataque contra sus propias reservas. Se diseminaron por la llanura y su precipitada huida les llevó a pasar su campamento, en dirección a las colinas de Alba. Dado que la colina en que estaba la antigua fortaleza de Alba parecía ser la más alta, se dirigieron a ella. El cónsul no continuó la persecución más allá del campamento, pues su herida era grave y no quería arriesgar un ataque contra colinas en poder del enemigo. Todos los despojos del campamento fueron dejados para los soldados, y él condujo de vuelta a Roma un ejército enardecido con la victoria y enriquecido con el saqueo de los galos; sin embargo, debido a su herida, se retrasó su triunfo. Como ambos cónsules estaban de baja por enfermedad, el Senado consideró necesario nombrar un dictador para llevar a cabo las elecciones. Fue nombrado Lucio Furio Camilo y se le asoció a Publio Cornelio Escipión como jefe de la caballería. Devolvió a los patricios su antiguo monopolio sobre el consulado, por este servicio fue elegido cónsul con su apoyo entusiasta y él procuró que se eligiera a Apio Claudio Craso como su colega -349 a.C.-.
[7.25] Antes de que los nuevos cónsules tomaran posesión de su cargo, Popilio celebró su triunfo sobre los galos en medio del aplauso encantado de la plebe, y la gente se preguntaba inquieta si había alguien que lamentase la elección de un cónsul plebeyo. Al mismo tiempo, estaban muy amargados porque el dictador se hubiera apoderado del consulado como si fuese un soborno al despreciar la Ley Licinia. Consideraron que había degradado el consulado, más por su voraz ambición que por actuar en contra del interés público, ya que, en realidad, había procurado su propia elección como cónsul mientras era dictador. El año estuvo marcado por numerosos disturbios. Los galos bajaron de las colinas de Alba, al no poder soportar la severidad del invierno, y se extendieron en hordas de saqueadores sobre las llanuras y los distritos marítimos. El mar estaba infestado por las flotas de los piratas griegos, que desembarcaban en las costas cercanas a Anzio y Laurento y entraban por la desembocadura del Tíber. En una ocasión, los piratas y los saqueadores se enfrentaron en una dura batalla y se retiraron, los galos a su campamento y los griegos a sus barcos, sin que ninguna de las dos partes supiese si debían considerarse vencedores o vencidos.
Estos diversos sobresaltos fueron seguidos de otro mucho más grave. Los latinos habían recibido una solicitud del gobierno romano para que proporcionasen tropas y, tras discutir el asunto en su consejo nacional, respondieron con los siguientes términos: «No hagáis más peticiones a aquellos cuya ayuda necesitáis; nosotros, los latinos, antes preferimos tomar las armas en defensa de nuestra propia libertad que en ayuda de un amo extranjero». Con dos guerras en el extranjero entre manos y esta revuelta de sus aliados, el Senado vio consternado que tendría que contener por el miedo a quienes no se frenaban por consideraciones de honor. Se ordenó a los cónsules que ejercieran todo lo posible su autoridad a la hora de reclutar tropas pues, como las de sus aliados les habían abandonado, tendrían que depender completamente de sus conciudadanos. Se alistaron hombres por todas partes, no sólo en la Ciudad, sino también en los distritos rurales. Se dice que se levantaron diez legiones, cada una con 4200 infantes y 300 jinetes. Tal ejército, si alguna fuerza extranjera lo atacase, el actual poder del pueblo romano, que el mundo difícilmente puede contener, apenas podría ser ahora alistado aún si pusiera en ello todo su interés; pues la verdad es que sólo hemos mejorado en aquello que realmente nos interesa: la riqueza y el lujo. Entre otros acontecimientos luctuosos de este año, tuvo lugar la muerte del otro cónsul, Apio Claudio, que se produjo mientras se adoptaban los preparativos para la guerra. El gobierno pasó a manos de Camilo, como cónsul único, y el Senado no tuvo a bien que se nombrase un dictador, fuera por algún augurio favorable de su nombre a la vista de los problemas con los galos, o porque no les agradaba poner a un hombre de su distinción bajo el mando de un dictador. Dejando a dos legiones para proteger la Ciudad, el cónsul dividió las ocho restantes entre él y Lucio Pinario, el pretor. Retuvo la dirección de la guerra contra los galos para sí, en vez de decidir en campaña mediante el usual sorteo, inspirado como estaba por la memoria de los brillantes éxitos de su padre. El pretor tenía que proteger la línea costera y evitar que los griegos desembarcasen, mientras que él mismo bajaría hasta el territorio pomptino. Su intención era evitar cualquier enfrentamiento en terreno llano a menos que se viera obligado a combatir, y limitarse a efectuar correrías; pues, al no poderse mantener a sí mismos más que mediante el pillaje, pensaba que de esta manera les aplastaría mejor. En consecuencia, escogió un terreno adecuado para un campamento fijo.
[7.26] Mientras que los romanos pasaban el tiempo tranquilamente en los puestos de avanzada, un gigantesco galo con una espléndida armadura avanzó hasta ellos y lanzó un desafío, mediante un intérprete, para enfrentarse a cualquier romano en combate singular. Había un joven tribuno militar, llamado Marco Valerio, que se consideraba tan digno de este honor como lo había sido Tito Manlio. Después de obtener el permiso del cónsul, marchó, completamente armado, hacia el espacio abierto entre los dos ejércitos. La contienda humana fue menos reseñable debido a la interposición directa de los dioses; pues, justo cuando se iban a enfrentar, un cuervo se asentó repentinamente sobre el casco del romano, con la cabeza hacia su enemigo. El tribuno aceptó de buen grado esto como un augurio divino, y oró porque tanto si era dios como diosa quien había enviado el pájaro auspicioso, la divinidad le fuera favorable y le ayudase. Aunque parezca mentira, el pájaro no sólo se mantuvo sobre el casco, sino que cada vez que se enfrentaban extendía sus alas y atacaba la cara y los ojos del galo con el pico y las garras hasta que, aterrorizado por la visión de un portento de tal calibre y desconcertados ojos y mentes por igual, fue muerto por Valerio. Entonces, volando lejos hacia el este, el cuervo se perdió de vista. Hasta entonces, los puestos avanzados de ambos bandos habían permanecido tranquilos; pero cuando el tribuno empezó a despojar el cadáver de su enemigo, los galos no mantuvieron más sus posiciones y los romanos corrieron rápidamente a ayudar al vencedor. Se produjo un furioso combate alrededor del cuerpo yacente, y no sólo los manípulos cercanos, sino que ya las legiones salieron fuera del campamento y se unieron a la refriega. Los soldados estaban exultantes por la victoria de su tribuno y por la manifiesta presencia de los dioses, y conforme Camilo les ordenaba combatir, apuntó al tribuno, visible con sus despojos y les dijo: «¡Seguid su ejemplo, soldados, y amontonad a los galos sobre su caído campeón!» Dioses y hombres, por igual, tomaron parte en la batalla que se libró hasta un final, sin lugar a dudas, desastroso para los galos, pues ambos ejércitos repitieron absolutamente el resultado del combate singular. Los galos que habían empezado el combate lucharon desesperadamente, pero el resto de los enemigos que acudió a auxiliarles se dio la vuelta antes de entrar al alcance de los misiles. Se dispersaron por territorio de los volscos y de los faliscos; desde allí se abrieron paso hasta Apulia y el mar occidental.
El cónsul formó a sus tropas y, tras elogiar la conducta del tribuno, le regaló diez bueyes y una corona de oro. Siguiendo las instrucciones recibidas del Senado, se hizo cargo de la guerra marítima y reunió sus fuerzas con las del pretor. A los griegos les faltaba valor para correr el riesgo de un enfrentamiento general y todas las perspectivas apuntaban a una guerra larga. Camilo fue, en consecuencia, autorizado por el Senado para designar a Tito Manlio Torcuato como dictador, con el propósito de llevar a cabo las elecciones. Tras nombrar a Aulo Cornelio Coso como jefe de la caballería, el dictador procedió a celebrar las elecciones consulares. Marco Valerio Corvo (que en adelante fue su sobrenombre), un joven de veintitrés años, fue declarado legalmente electo en medio de los aplausos entusiastas del pueblo. Su colega fue el plebeyo Marco Popilio Lenas, elegido ahora por cuarta vez -348 a.C.-. Nada digno de reseña ocurrió entre Camilo y los griegos; estos no eran combatientes en tierra y los romanos no podían luchar en el mar. En última instancia, ya que se les impedía desembarcar en cualquier parte y les faltaban el agua y otras vituallas imprescindibles, abandonaron Italia. A qué estado o nación griega pertenecía aquella flota es cuestión dudosa; creo que lo más probable es que perteneciera al tirano de Sicilia, pues los mismos griegos, por aquella época, estaban sumidos en guerras internas y observaban con temor el creciente poder de Macedonia.
[7.27] Después de que se licenciaran los ejércitos, hubo un intervalo de paz en el extranjero y concordia entre ambos órdenes en casa. Para evitar que las cosas, sin embargo, fuesen demasiado agradables, una peste atacó a los ciudadanos y el Senado mismo se vio en la necesidad de emitir una orden a los decenviros, exigiéndoles consular los Libros Sibilinos. Por su consejo, se celebró un lectisternio [ver Libro 5,13.- N. del T.]. En este año, colonos de Anzio reconstruyeron Sátrico, que había sido destruido por los latinos, y se establecieron allí. Se firmó un tratado entre Roma y Cartago; esta última ciudad había enviado emisarios a pedir una alianza amistosa. Mientras los cónsules que les sucedieron, Tito Manlio Torcuato y Cayo Plaucio, ocuparon el cargo, continuó la paz -347 a.C.-. El tipo de interés se redujo a la mitad [o sea, al 4,15 %.- N. del T.] y el pago del principal se haría en cuatro cuotas iguales, la primera al momento y las restantes en tres años consecutivos. Aunque muchos plebeyos estaban aún en peligro, el Senado consideró el mantenimiento del crédito público más importante que la eliminación de las dificultades individuales. Lo que supuso el mayor alivio fue la suspensión del servicio militar y del impuesto de guerra. Tres años después de que Sátrico hubiera sido reconstruida por los volscos, mientras Marco Valerio Corvo era cónsul por segunda vez junto con Cayo Petilio -346 a.C.-, se envió un informe desde el Lacio diciendo que mensajeros de Anzio estaban yendo por los distritos latinos incitando a la guerra. A Valerio se le encargó atacar a los volscos antes de que el enemigo se hiciera más numeroso, y se dirigió con su ejército a Sátrico. Allí fue recibido por los anciates y otras tropas volscas que habían sido previamente movilizadas por si se producía cualquier movimiento por parte de Roma. El viejo odio que permanecía entre las dos naciones las hacía ansiar la batalla; no hubo, por tanto, ningún retraso para tratar de alcanzar un acuerdo. La volscos, más audaces a la hora de comenzar la guerra que para mantenerla, fueron completamente derrotados y huyeron precipitadamente a Sátrico. La ciudad fue rodeada y, cuando estaba a punto de ser asaltada (las escalas de asalto estaban ya contra los muros), perdieron toda esperanza y se rindieron hasta cuatro mil guerreros, además de una multitud de no combatientes. La ciudad fue saqueada y quemada; sólo se salvó de las llamas el templo de Mater Matuta; todo el botín se entregó a los soldados. Además del botín, estaban los cuatro mil que se habían rendido; estos marcharon encadenados delante del carro del cónsul en su procesión triunfal, después se les vendió y una gran cantidad de dinero se ingresó en el Tesoro por este concepto. Algunos autores afirman que estos prisioneros eran esclavos que habían sido capturados en Sátrico, y esto parece más probable que haya sido el caso y no que se hubieran vendido como esclavos hombres que se habían rendido.
[7.28] Marco Fabio Dorsuo y Servio Sulpicio Camerino fueron los siguientes cónsules -345 a.C.-. Un ataque repentino de los auruncinos condujo a una guerra con ese pueblo. Se temía que estuviera implicada más de una ciudad y que, de hecho, hubiera sido planeada por toda la Liga Latina. Para enfrentarse a todo el Lacio en armas, se nombró dictador a Lucio Furio Camilo, este designó a Cneo Manlio Capitolino como jefe de la caballería. Como es habitual en las grandes y repentinas alarmas, se proclamó una suspensión de todos los negocios y el alistamiento se llevó a cabo sin permitir excepción alguna; cuando se completó, las legiones marcharon tan rápidamente como pudieron contra los auruncinos. Estos mostraron tener más temple de bandidos que de soldados y la guerra terminó con el primer combate. Pero como habían empezado la guerra sin provocación alguna y no se habían mostrado renuentes a aceptar la batalla, el dictador pensó que tenía el deber de garantizarse la ayuda de los dioses y, durante la misma lucha, prometió dedicar un templo a Juno Moneta. Al volver victorioso a Roma, renunció a su dictadura para cumplir su promesa. El Senado nombró dos comisionados para llevar a cabo la construcción de este templo en un estilo acorde con la grandeza del pueblo romano, y se designó un lugar en la Ciudadela donde había estado la casa de Marco Manlio Capitolino. Los cónsules usaron el ejército del dictador en la guerra contra los volscos y les tomaron en un golpe de mano la ciudad de Sora. El templo de Moneta fue dedicado al año siguiente -344 a.C.-, cuando Cayo Marcio Rutilio fue cónsul por tercera vez y Tito Manlio Torcuato por segunda. Se produjo un portento poco después de la dedicatoria, parecido al antiguo que ocurrió en el Monte Albano: cayó una lluvia de piedras y pareció que la noche extendía su cortina sobre el día. Los ciudadanos se llenaron de temor ante este suceso sobrenatural y, después de haber consultado los libros sibilinos, el Senado decidió el nombramiento de un dictador para organizar las observancias ceremoniales para los días designados. Se nombró a Publio Valerio Publícola y se designó a Quinto Fabio Ambusto como jefe de la caballería. Se dispuso que no sólo las tribus romanas, sino también las poblaciones vecinas, debían participar en las oraciones públicas y se estableció definitivamente el orden que cada una debía observar. Ese año, los ediles procesaron a prestamistas y se dice que el pueblo aprobó fuertes penas para ellos. Por alguna razón que no se ha registrado, los asuntos desembocaron en un interregno. Como, sin embargo, terminó con la elección de dos cónsules patricios, esta podría haber sido la razón por la que se recurrió a aquel. Los nuevos cónsules eran Marco Valerio Corvo (por tercera vez) y Aulo Cornelio Coso -343 a.C.-.
[7.29] La Historia se ocupará ahora con unas guerras mayores que cualesquiera antes registradas; mayores tanto si consideramos las fuerzas enfrentadas, el tiempo que duraron o la extensión del territorio sobre el que se libraron. Porque fue en este año (343 a. C.) cuando comenzaron las hostilidades con los samnitas, un pueblo fuerte en recursos materiales y en poder militar. Nuestra guerra con los samnitas, con sus diversas fortunas, fue seguida por la guerra contra Pirro y esta a su vez por la guerra contra Cartago. ¡Qué capítulo de grandes sucesos! ¡Cuán a menudo hubimos de pasar por los peligros más extremos para que nuestro dominio fuera exaltado a su grandeza actual, una grandeza que se mantiene con dificultad! La causa de la guerra entre romanos y samnitas, que habían sido nuestros amigos y aliados, vino, sin embargo, del exterior; no nació de entre los propios pueblos. Los samnitas, simplemente porque eran los más fuertes, lanzaron un ataque no provocado contra los sidicianos; la parte más débil fue obligada a buscar socorro en quienes eran más poderosos y se pusieron su suerte junto a los campanos. El campanos se señalaron en su ayuda, más por mantener el prestigio de su nombre con por su fuerza real; enervados por el lujo, fueron vencidos por un pueblo habituado al uso de las armas y, tras ser derrotados en territorio sidiciano, desviaron todo el peso de la guerra contra sí mismos. Los samnitas, abandonando las operaciones contra los sidicianos, atacaron a los campanos, que eran el pilar y fortaleza de sus vecinos; vieron también que, habiendo sido hasta ahora tan fácil su victoria, ésta le traería más gloria y botín. Se apoderaron de las colinas Tifata, que dominan Capua, y dejó una gran fuerza para mantenerlas, luego descendieron en orden cerrado a la llanura que se encuentra entre las colinas Tifata y Capua. Aquí se produjo una segunda batalla en la que los campanos fueron derrotados y confinados a sus murallas. Habían perdido la flor de su ejército, y como no tenían esperanza alguna de recibir ayuda próximamente, se vieron obligados a pedir auxilio a Roma.
[7.30] Al ser admitidos a una audiencia, sus enviados se dirigieron al Senado del modo siguiente: «¡Senadores!, el pueblo de Capua nos ha enviado ante vosotros como embajadores para solicitar amistad, que será perpetua, y ayuda para la hora presente. Si hubiéramos buscado esta amistad en los días de nuestra prosperidad, se podría haber cimentado con más facilidad pero, al mismo tiempo, con un lazo más débil. Porque en ese caso, recordando que habíamos formado nuestra amistad en igualdad de condiciones, tal vez habríamos sido amigos tan cercanos como ahora, pero habríamos estado menos dispuestos a aceptar vuestras órdenes y menos aún vuestra caridad. Mientras que ahora, ganada vuestra compasión y defendidos en nuestra necesidad por vuestra ayuda, quedamos obligados a apreciar la bondad que nos mostráis para no parecer desagradecidos e indignos de cualquier ayuda divina o humana. Ciertamente, no considero que el hecho de que los samnitas sean ya vuestros amigos y aliados deba ser un impedimento para que nos admitáis a vuestra amistad; esto sólo demuestra que ellos tienen precedencia sobre nosotros en la prioridad y grado de honor que vosotros les habéis conferido. No hay nada en vuestro tratado con ellos que impida que celebréis nuevos tratados. Siempre habéis considerado razón suficiente para la amistad que aquel que se os acerca esté ansioso por ser vuestro amigo. Aunque las circunstancias actuales nos impiden hablar con orgullo acerca de nosotros mismos, todavía los campanos no somos los segundos tras ningún otro pueblo más que del vuestro, ni en el tamaño de nuestra ciudad ni en la fertilidad de nuestro suelo, y traeremos, según creo, no poco incremento a vuestra prosperidad al entrar en vuestra amistad. Cada vez que los ecuos y volscos, los eternos enemigos de esta Ciudad, hagan cualquier movimiento hostil, nosotros estaremos en su retaguardia, y a lo que vosotros hagáis por nuestra libertad nosotros os lo devolveremos en pro de vuestro dominio y vuestra gloria. Cuando estas naciones que se encuentran entre nosotros sean sometidas, y vuestro valor y fortuna son una garantía de que a esto se llegará pronto, tendréis un dominio ininterrumpido hasta nuestra frontera. Dolorosa y humillante es la confesión que nuestra suerte nos obliga a hacer; pero habiendo llegado a esto, senadores, nosotros los campanos debemos ser contados o entre vuestros amigos o entre vuestros enemigos. Si nos defendéis, somos vuestros; si nos abandonáis, seremos de los samnitas. Así pues, pensad si preferís que Capua y toda la Campania se añadan a vuestra fuerza o que aumenten el poder de los samnitas. Es de justicia, romanos, que vuestra simpatía y ayuda se extienda todos pero, especialmente, a aquellos que, cuando los demás les llamaron, trataron de ayudarles más allá de sus fuerzas y de este modo se pusieron a sí mismos en tan terrible aprieto. Aunque nuestra lucha fue ostensiblemente en nombre de los sidicianos, luchamos en realidad por nuestra propia libertad, pues vimos a nuestros vecinos caer víctimas del infame pillaje de los samnitas y supimos al ver a los sidicianos consumidos por el fuego que éste se extendería a nosotros. Los samnitas no vienen a atacarnos porque les hayamos hecho ningún mal, sino porque se han aprovechado de buen grado de un pretexto para la guerra. ¿Por qué, si sólo buscan venganza y no una oportunidad para satisfacer su codicia, no es suficiente que hayan caído cuatro de nuestras legiones en territorio Sidiciano y una segunda vez en la misma Campania? ¿Dónde encontraremos resentimiento tan amargo que la sangre derramada en dos batallas que no pueda saciar? ¿Pensáis entonces que la destrucción causada a nuestros campos, los hombres y ganados llevados, el incendio y ruina de nuestras farmacias, toda la devastación por el fuego y la espada no han podido aplacar su ira? Pues no, ellos deben satisfacer su codicia. Esto es lo que les hace apresurarse en el asedio de Capua; están empeñados en destruir la más bella de las ciudades o en hacerla suya. Pero vosotros, romanos, la podréis poseer por vuestra propia bondad en vez de permitir que ellos la tengan como premio a su iniquidad».
«No estoy hablando en presencia de una nación que se niegue a ir a la guerra cuando la guerra es justa pero, aun así, creo que si dejáis claro que nos ayudaréis no necesitaréis ir a la guerra. El desprecio que sienten por los samnitas sus vecinos se extiende a nosotros, pero no sube más alto; la sospecha de vuestra ayuda así mostrada es suficiente para protegernos, y nosotros consideraremos que todo lo que tenemos y todo lo que somos es enteramente vuestro. El suelo de Campania será labrado para vosotros, por vosotros se llenará la ciudad de Capua; os consideraremos nuestros fundadores, nuestros padres, sí, incluso dioses; no habrá una sola entre vuestras colonias que nos supere en devoción y lealtad para con vosotros. Tened misericordia, senadores, de nuestros ruegos y manifestad vuestra voluntad divina y vuestro poder en nombre de los campanos y dejadles mantener una cierta esperanza de que Capua estará a salvo. ¿Veis que gran multitud espera a las puertas nuestro regreso? ¡Cuántos dejamos atrás llenos de lágrimas y súplicas! ¡En qué estado de incertidumbre viven ahora el Senado y el pueblo de Capua, nuestras esposas e hijos! Estoy seguro de que toda la población está de pie en las puertas, mirando el camino que conduce hasta aquí, en ansiosa espera de la respuesta que nos ordenéis llevarles. Una respuesta les traerá la seguridad, la victoria, la luz y la libertad; la otra, no me atrevo a decir lo pueda traer. Deliberad, por tanto, sobre nuestro destino, como el de hombres que pueden ser vuestros amigos y aliados o que ya no existirán en ningún lugar».
[7.31] Cuando los enviados se hubieron retirado, el Senado procedió a discutir la cuestión. Muchos de sus miembros resaltaron cómo la mayor y más rica ciudad de Italia, con un territorio muy fértil junto al mar, podría convertirse en el granero de Roma y suministrar gran variedad de suministros. No obstante, sin embargo la lealtad a los tratados superó incluso estos grandes ventajas, y el Senado autorizó al cónsul para que diese la siguiente respuesta: «El Senado es de la opinión, campanos, que sois dignos de recibir nuestra ayuda, pero la justicia exige que la amistad con vosotros se establezca sobre la base de que no se menoscabe ninguna alianza o amistad más antigua. Por lo tanto, rehusamos emplear en vuestro nombre, contra los samnitas, armas que podrían ofender a los dioses tan pronto como hiriesen a los hombres. Nosotros, como es justo y correcto, enviaremos una embajada a nuestros aliados y amigos para pedirles que no os hagan violencia hostil». Entonces, el jefe de la embajada, actuando de acuerdo con las instrucciones que traía, dijo: «Aunque no estéis dispuestos a hacer un uso justo de la fuerza contra la fuerza bruta y la injusticia, en defensa de lo que nos pertenece, lo haréis de todo modos para defender lo vuestro. Por eso, ahora ponemos bajo vuestro dominio y jurisdicción, senadores, y bajo el del pueblo romano, al pueblo de Campania y la ciudad de Capua, sus campos, sus templos sagrados y todas las cosas humanas y divinas. De ahora en adelante estamos dispuestos a sufrir lo que tengamos que sufrir, como hombres que se han puesto en vuestras manos». Tras estas palabras, todos ellos se echaron a llorar y, extendiendo sus manos ante el cónsul, se postraron en el suelo del vestíbulo.
Los senadores se sintieron profundamente conmovidos por este ejemplo de los vaivenes de la fortuna humana, donde un pueblo de rico patrimonio, famoso por su orgullo y suntuosidad y de quien, poco antes, sus vecinos habían solicitado ayuda, tenían ahora tan roto el ánimo que se ponían a sí mismos y a todas sus propiedades bajo el poder y la autoridad de otros. En seguida se convirtió en una cuestión de honor que los hombres que habían entregado formalmente a sí mismos, no debían ser abandonados a su suerte y, por lo tanto, se resolvió «que la nación samnita cometería un acto ilícito si atacaba una ciudad y territorio que, al entregarse, se había convertido en posesión de Roma». Decidieron no perder tiempo y enviar embajadores a los samnitas. Sus instrucciones eran exponer ante ellos a petición de los campanos, la respuesta que el Senado, consciente de sus relaciones amistosas con los samnitas, les había dado, y por último la entrega que se les había hecho. Tenían que pedir a los samnitas, en virtud de la amistad y alianza que existía entre ambos, para salvar a los que se habían entregado a sí mismos, que no efectuasen ninguna acción hostil contra aquel territorio que se había convertido en posesión del pueblo romano. Si estas moderadas protestas resultasen ineficaces, tenían que advertir solemnemente a los samnitas en nombre del Senado y del Pueblo de Roma para que quitasen sus manos de la ciudad de Capua y del territorio de la Campania. Los embajadores expusieron sus instrucciones ante el consejo nacional del Samnio. La respuesta que recibieron fue redactada en términos tan desafiantes que no sólo los samnitas declaraban su intención de proseguir la guerra contra Capua, sino que sus magistrados salieron fuera de la sala del consejo y, en un tono lo bastante alto como para que los embajadores lo oyesen, ordenaron a los prefectos de las cohortes marchar en seguida al territorio campano y arrasarlo.
[7,32] Cuando se informó a Roma del resultado de esta misión, el resto de asuntos fueron prestamente dados de lado y se envió a los Feciales en busca de reparación. Esta fue rechazada y el Senado decretó que se sometiese al pueblo una declaración de guerra, tan pronto como fuera posible. El pueblo ratificó la acción del Senado y ordenó a los dos cónsules que empezara las operaciones, cada uno con su ejército; Valerio en Campania, donde fijó su campamento en el Monte Gauro y Cornelio avanzó por el Samnio y acampó en Saticula. Valerio fue el primero en entrar en contacto con las legiones samnitas. Estos habían marchado contra la Campania porque pensaban que este sería el principal teatro de la guerra y estaban deseando descargar su furia sobre los campanos, que habían estado tan dispuestos a ayudar a otros en su contra y luego a pedir ayuda para ellos mismos. Tan pronto vieron el campamento romano, todos a una exigieron a sus jefes que les dieran la señal para la batalla; decían que los romanos tendrían la misma suerte ayudando a los campanos que éstos habían tenido al ayudar a los sidicianos. Durante unos días Valerio se limitó a escaramuzas, con objeto de probar la fuerza del enemigo. Al fin, sacó la señal de batalla y pronunció unas pocas palabras para alentar a sus hombres. Les dijo que no se dejasen intimidar por una nueva guerra o un nuevo enemigo, pues cuanto más alejaban sus armas de la Ciudad más pacíficas serían las naciones que se aproximaban. No tenían que medir el valor de los samnitas por las derrotas que habían infligido a los sidicianos y los campanos; siempre que ambas naciones combatían juntas, cualesquiera fuesen sus cualidades, un bando debía ser necesariamente vencido. No cabía duda de que, por lo que respecta a los campanos, debían sus derrotas más a su falta de audacia y a los efectos del debilitamiento por el excesivo lujo que a la fuerza de sus enemigos. ¿Qué podían pesar dos guerras victoriosas por parte de los samnitas en todos aquellos siglos, contra los muchos y brillantes logros del pueblo romano, que contaba con casi más triunfos que años transcurridos desde la fundación de su Ciudad, que había sometido por la fuerza de las armas a todas las naciones vecinas: sabinos, etruscos, latinos, hérnicos, ecuos, volscos y auruncinos, que habían masacrado a los galos en tantas batallas y echado por fin a sus barcos? Sus hombres no sólo debían entrar en acción con plena confianza en su propio valor y reputación de guerreros, sino que también debían recordar bajo qué auspicios y qué general iban a luchar; si lo iban a hacer bajo el mando de un hombre que sólo era un gran orador, valiente sólo de palabra e ignorante del arte militar o bajo uno que sabía manejar él mismo las armas, que se podía poner a sí mismo en vanguardia y cumplir con su deber en el tumulto del combate. «Quiero que vosotros, soldados», continuó, «sigáis mis hechos y no mis palabras, y que miréis en mí no sólo las órdenes, sino también el ejemplo. No ha sido mediante luchas de partido ni mediante intrigas, tan habituales entre los nobles, sino por mi propia mano derecha que he ganado tres consulados y alcanzado la más alta reputación. Hubo un tiempo en el que se me podría haber dicho: ‘Sí, tú eras un patricio descendiente de los liberadores de nuestra patria, y tu familia obtuvo el consulado en el primer año en que esta Ciudad nombró cónsules.’ Ahora, sin embargo, el consulado está abierto para vosotros los plebeyos tanto como para los que somos patricios; no es ya la recompensa por el alto nacimiento, como antes, sino el mérito personal. ¡De aquí en adelante, soldados, podemos esperar los más altos honores! Si con la sanción de los dioses vosotros me habéis dado este nuevo nombre de Corvino, yo no he olvidado el viejo sobrenombre de nuestra familia: Yo no he olvidado que soy un Publícola. Yo siempre apoyo y he apoyado los intereses de la plebe romana, tanto en el hogar como en campaña, sea como ciudadano privado o desempeñando un cargo público, como tribuno militar o como cónsul. He sido coherente con este objetivo en todos mis sucesivos consulados. Y ahora, por lo que tenemos inmediatamente frente a nosotros: Id, con la ayuda del cielo, y ganad conmigo por primera vez un triunfo sobre vuestros nuevos enemigos, los samnitas».
[7.33] En ningún lugar hubo nunca un general que se hiciera más querido de sus soldados, al compartir alegremente cada obligación con el más humilde de sus hombres. En los juegos militares, cuando los soldados hacían competiciones de velocidad y fuerza entre ellos, él estaba igualmente dispuesto a ganar que a perder y nunca consideró a nadie indigno de ser su antagonista. Demostraba ser amable siempre que las circunstancias lo requería; en su lenguaje, consideraba tanto la libertad ajena como su propia dignidad, y lo que le hacía más popular era que mostraba las mismas virtudes en el cumplimiento de las obligaciones de su cargo que las que había mostrado cuando aspiraba a este. Tras las palabras de su comandante, todo el ejército salió del campamento con extraordinaria presteza. En ninguna batalla se ha luchado nunca con fuerzas más igualadas, o esperanzas de victoria tan semejantes para ambas partes, ni una mayor autoconfianza de cada lado acompañado, sin embargo, de desprecio por su oponente. El temperamento combativo de los samnitas se había acrecentado por sus recientes logros y por la doble victoria ganada pocos días atrás; los romanos, por su parte, estaban inspirados por su glorioso historial de cuatro siglos de victorias que se remontaba a la fundación de la Ciudad. Pero cada bando sentía cierta inquietud ante el enfrentamiento con un enemigo nuevo y nunca antes combatido. La batalla fue un índice de sus sentimientos; por algún tiempo lucharon tan decididamente que ninguna línea mostró signos de ceder. Al fin, el cónsul, viendo que los samnitas no podían ser rechazados por la lucha tenaz, decidió probar el efecto de un golpe repentino y lanzó su caballería contra ellos. Esto no hizo ningún efecto, y al verles dando vueltas por el estrecho espacio entre los ejércitos oponentes tras su inútil carga, habiendo fracasado completamente en penetrar las líneas contrarias, cabalgó de vuelta a las primeras líneas de las legiones y, tras desmontar, dijo: «¡Soldados!, esta tarea corresponde a nuestra infantería. ¡Vamos! Seguidme, mirad cómo me abro paso a través de las filas enemigas con mi espada. Que cada uno haga cuanto pueda para reducir a los que tiene enfrente. Todo ese terreno que veis ahora brillante de lanzas, lo contemplaréis limpia tras una gran carnicería». Mientras pronunciaba estas palabras, la caballería, por orden del cónsul, se retiró sobre ambos flancos, dejando el centro expedito para las legiones. El cónsul dirigió la carga y mató al primer hombre con que se enfrentó. Espoleados al verle, cada hombre, a derecha e izquierda, cargó hacia adelante y comenzó una lucha por ser recordado. Los samnitas no se inmutaron, a pesar de que estaban recibiendo más heridas de las que infligían.
La batalla había durado un tiempo considerable; hubo una terrible masacre alrededor de los estandartes samnitas pero sin señal de huida por ninguna parte, tan resueltos estaban a que sólo la muerte fuese su vencedor. Los romanos a ver cómo se agotaban sus fuerzas por la fatiga y que no quedaba mucha luz diurna, así que espoleados por la rabia y la decepción se arrojaron temerariamente contra su enemigo. Entonces, por primera vez, se vio a los samnitas cediendo terreno y preparándose huir; estaban siendo hechos prisioneros y muertos por todas partes, y no muchos habrían sobrevivido si la noche no hubiese puesto fin a lo que ya se estaba convirtiendo más en una victoria que una la batalla. Los romanos admitieron que nunca había luchado con un enemigo más obstinado, y cuando se preguntó a los samnitas quién fue lo primero que les hizo darse, tras toda su tenacidad, a la huida, dijeron que los ojos de los romanos parecían como de fuego, y sus caras y expresiones como las de locos; fue esto, más que otra cosa, lo que les llenó de terror. Este terror se manifestó no sólo en el resultado de la batalla, sino también en su apresurada huida nocturna. Al día siguiente, los romanos se apoderaron de su vacío campamento y toda la población de Capua salió hasta allí para felicitarlos.
[7.34] Pero estos festejos estuvieron a punto de amargarse por un gran desastre en el Samnio. El cónsul Cornelio había avanzado desde Saticula y condujo su ejército por un paso de montaña que desciende hasta un estrecho valle. Todas las alturas circundantes estaban ocupadas por el enemigo, y él no se dio cuenta de que estaban en lo alto, por encima de él, hasta que la retirada era imposible. Los samnitas permanecieron esperando en silencio hasta que la totalidad de la columna debía descender a la parte más baja del valle; pero mientras tanto, Publio Decio, un tribuno militar, divisó un pico que sobresalía del paso que dominaba el campamento enemigo. Esta altura habría sido difícil de escalar para una fuerza pesadamente armada, pero no para una que marchase ligera. Decio se acercó al cónsul, que estaba muy alarmado, y le dijo: «¿Ves, Aulo Cornelio, esa altura sobre el enemigo? Si aprovechamos rápidamente esa posición que los samnitas han estado tan ciegos como para dejar desocupada, resultará ser una fortaleza que asegurará toda nuestra esperanza de salvarnos. No me des más que los hastados y los príncipes de una legión. Cuando haya llegado a la cumbre, sal tú de aquí y sálvate junto con el ejército; pues el enemigo debajo de nosotros, siendo un blanco para cada proyectil que lancemos, no podrá moverse sin ser destruido. O bien la fortuna de Roma o bien nuestro propio valor, nos abrirán el camino para escapar». El cónsul se lo agradeció vivamente y, después de entregarle el destacamento que solicitó, Decio marchó sin ser visto a través del paso; sólo fue visto por el enemigo cuando ya estaba cerca del lugar al que se dirigía. Entonces, mientras todos los ojos estaban fijos en él con un silencio asombrado, le dio al cónsul el tiempo preciso para retirar su ejército a una posición más favorable y él mismo se situó con sus hombres en lo alto de la cumbre. Los samnitas iban sin rumbo de acá para allá; no podían seguir al cónsul, excepto por el mismo camino donde este había quedado expuesto a sus armas y que resultaba ahora igualmente peligroso para ellos, ni podían dirigir una fuerza contra la colina por encima de ellos, de la que Decio se había apoderado.
Él y sus hombres les habían arrebatado la victoria que ya estaba a su alcance, por lo que fue él contra quien dirigieron principalmente su ira, resultando la cercanía de la posición y la escasez de sus defensores incentivos adicionales para atacarles. Primero se dispusieron a asediar los picos por todas partes, para así separar a Decio del cónsul, después pensaron en retirarse y dejarle abierto el camino, para poderle atacar cuando hubiera descendido al valle. Mientras estaban todavía indecisos, les alcanzó la noche. Al principio, Decio esperaba poder atacarlos desde su terreno más elevado mientras ellos avanzaban hacia lo alto; luego empezó a preguntarse por qué no atacaban o, en todo caso, si les detenía la naturaleza del terreno, por qué no lo rodeaban. Convocó a los centuriones. «¡¿Qué ignorancia o qué cobardía es esta?!» -exclamó-. «¿Cómo han podido ganar estos hombres una victoria sobre los sidicianos y los campanos? Allí los veis, marchando arriba y abajo, unas veces en orden cerrado y otras desplegados. En todo este tiempo, podíamos haber sido ya rodeados, pero nadie ha empezado siquiera a fortificar. ¿Vamos a hacer como ellos y quedarnos aquí más tiempo del preciso? Venid conmigo y hagamos un reconocimiento de sus posiciones mientras aún queda luz y averigüemos por dónde hay una apertura por la que salir. Disfrazado con una capa de soldado común para que el enemigo no le pudiera distinguir, y con sus centuriones vestidos igual, hizo un examen detenido de todos aquellos detalles.
[7.35] Después de disponer las guardias, ordenó que se diera el santo y seña al resto de las tropas; cuando sonó la bucina [se deja aquí el nombre latino por no haber ninguno en castellano que describa exactamente la naturaleza del instrumento, una trompeta cuyo tubo completaba casi las tres cuartas partes de una circunferencia.- N. del T.] de la segunda guardia hizo que se reuniesen con él en silencio. Cuando se hubieron reunido de acuerdo con las instrucciones, les dijo: «Este silencio, soldados, debe mantenerse, y no aplaudir nada de lo que yo diga. Cuando haya expuesto ante vosotros lo que me propongo, aquellos de vosotros que lo aprueben cruzarán en silencio a la derecha. Se adoptará la opinión de la mayoría. Y ahora escuchad mis planes. No se os ha traído aquí huyendo, ni se os ha abandonado por cobardía y el enemigo os está acechando. Habéis tomado esta posición por vuestro valor y por vuestro valor la abandonaréis. Al llegar hasta aquí habéis salvado un espléndido ejército de Roma, ahora debéis salvaros a vosotros mismos abriéndoos paso. Aunque sois pocos en número, habéis ayudado a muchos, y sólo resultará apropiado que os marchéis sin necesitar ayuda de nadie. Lo tenemos que hacer frente a un enemigo que por su negligencia de ayer no pudo aprovechar la oportunidad que le dio la Fortuna para aniquilar a todo un ejército; que no se dio cuenta de este útil pico sobre ellos hasta que nosotros lo tomamos. Con todos sus miles de hombres no nos impidieron, pocos como éramos, subir, y una vez estuvo en nuestro poder ¿nos encerraron con fortificaciones, aunque aún quedaba bastante luz? El enemigo a quien habéis eludido mientras tenía los ojos abiertos y estaba en guardia, podrá a buen seguro ser evitado cuando está vencido por el sueño. De hecho, es absolutamente necesario que lo hagáis, pues nuestra posición es tal que debo más señalaros la situación en que estáis que sugeriros un plan de acción. Porque no puede haber ninguna duda sobre si salir o permanecer aquí, pues la Fortuna no os ha dejado más que vuestras armas y vuestro valor, que sabe cómo usarlas. Si mostramos más miedo de la espada que de portarnos como hombres y romanos, moriremos de sed y hambre. Nuestra única posibilidad de salvación, así pues, reside en abrirnos camino y salir. Lo tenemos que hacer, sea de día o de noche. Pero este es un punto que admite pocas dudas; si esperamos a la luz del día, ¿cómo podemos esperar que el enemigo, que, como veis, ha formado un círculo de hombres alrededor de nosotros, no nos encierre completamente con vallas y foso? Por otra parte, si la noche es mejor para nuestra salida, como sin duda es, entonces esta hora de la noche es seguramente la más conveniente. Os he convocado en la segunda guardia, una hora en que los hombres están sumidos en el sueño. Pasaréis a través de ellos en silencio, inadvertidos por los que duermen, pero en caso de que se den cuenta de vuestra presencia, los aterrorizaréis lanzando un grito repentino. Me habéis seguido hasta aquí, seguidme ahora mientras yo sigo a la Fortuna que nos ha guiado hasta aquí. Aquellos de vosotros que piensen que este plan es seguro, que den un paso adelante y pasen a la derecha».
[7.36] Todos cruzaron. Luego siguieron a Decio mientras se movía a través de los intervalos entre los piquetes. Ya habían llegado hasta el centro de las líneas samnitas cuando un soldado caminando sobre los cuerpos de los centinelas dormidos hizo un ruido al golpear el escudo contra uno de ellos. El centinela, despertado por el ruido, agitó al que estaba con él; ambos se levantaron de un salto y despertaron a los demás, sin saber si eran amigos o enemigos quienes estaban entre ellos, ni si eran las tropas de Decio que salían o las del cónsul capturando el campamento. Como ya no pasaban desapercibidos, Decio ordenó a sus hombres que lanzaran un grito, que paralizó de miedo a los que estaban medio dormidos, medio despiertos. En su confusión, no acertaron a tomar las armas con prontitud y no pudieron ofrecer ninguna resistencia ni perseguir a sus agresores. Mientras los samnitas estaban en este estado de confusión y pánico, los romanos, derribando a cuantos se les oponían, se abrieron paso en dirección al campamento del cónsul. Aún restaba una parte considerable de la noche y, evidentemente, ya estaban a salvo. Decio se dirigió a ellos: «¡Todo honor vosotros, valientes romanos!, vuestra marcha desde aquella altura y vuestro regreso serán exaltados en toda época. Sin embargo, para otorgaros el debido reconocimiento a tal valor es necesaria la luz del día; merecéis algo más que llevar vuestra gloria a un campamento oculto por el silencio de la noche. Descansaremos aquí y esperaremos la luz del nuevo día». Así pues, descansaron. Tan pronto como hubo luz y se dio la novedad al cónsul en el campamento hubo allí gran excitación y regocijo, y cuando se anunció oficialmente por todo el campamento que los hombres que habían salvado al ejército a riesgo de sus propias vidas habían vuelto sanos y salvos, todos salieron en tropel a su encuentro, les llovieron felicitaciones, se agradeció y alabó a los dioses y subían a Decio a los cielos. Desfiló por el campamento, en lo que equivalía a una procesión triunfal, con su pequeña fuerza completamente armada. Todos los ojos estaban fijos en él; el tribuno militar fue tratado con tanta distinción como si hubiera sido un cónsul. Cuando llegó al pretorio, el cónsul ordenó que se tocase a reunión. Estaba empezando a dar a Decio los elogios que tanto había merecido, ante todo el ejército, cuando Decio lo interrumpió y le pidió aplazar las celebraciones en vista de la espléndida oportunidad que tenían ahora al alcance de sus manos. Así pues, el cónsul mandó romper filas y siguió el consejo de Decio, que consistía en atacar al enemigo antes de que se hubiera repuesto de su sobresalto nocturno y estuviera aún dispuesto alrededor de la altura en destacamentos separados; se creía que algunos de los que habían sido enviados en su persecución aún estarían atravesando el paso. Se ordenó a las legiones que se armasen para el combate y fueron llevados por una ruta más abierta contra el enemigo, ya que grupos de exploración habían traído información sobre su localización. El ataque fue repentino e inesperado; los samnitas fueron dispersados por todas partes, la mayoría sin armas, sin poder tomarlas, formar unidades compactas o retirarse tras su empalizada. Primero fueron llevados por el pánico a su campamento, luego se capturó rápidamente el propio campamento. Los gritos hacían eco en la altura y los destacamentos que habían sido encargados de la vigilancia huyeron de un enemigo al que aún no habían visto. Aquellos que habían huido aterrados a su campamento, unos 30.000, fueron asesinados.
[7.37] Después de esta gesta, el cónsul convocó una Asamblea y, en presencia de camaradas, pronunció un panegírico de Decio, no sólo por sus servicios anteriores sino también por esta prueba suprema de sus cualidades como soldado. Además otras recompensas militares, le regaló una corona de oro y cien bueyes, así como uno blanco de especial belleza cuyos cuernos habían sido dorados. Los hombres que le habían acompañado fueron premiados con doble ración permanente además de un buey y dos túnicas para cada uno. Después que el cónsul hubo hecho los regalos, los legionarios, entre sonoros vivas, colocaron sobre la cabeza de Decio una corona de hierba [la más alta condecoración, que se otorgaba a quien salvaba a una legión completa y se confeccionaba con hierbas recogidas en el mismo campo de batalla.- N. del T.]. Otra corona similar le fue otorgada por sus propios hombres. Llevando estas condecoraciones, sacrificó al toro bellamente decorado a Marte y regaló los cien bueyes que se le habían otorgado a los hombres que les habían acompañado en su expedición. Los legionarios también contribuyeron con una libra de farro y un sextario de vino para cada uno de ellos [es decir, 327 gr. de grano y 5,468 decilitros de vino.- N. del T.]. Durante todas estas celebraciones se proferían gritos entusiásticos por todo el campamento. Después de la derrota que habían sufrido a manos de Valerio, el ejército samnita estaba decidido a someter su fortuna a la prueba de un conflicto definitivo y se libró una tercera batalla en Arienzo [Suessula en el original latino.-N. del T.]. Se alistó toda la fuerza combativa de la nación. Se enviaron a toda prisa las alarmantes nuevas hasta Capua; de allí galoparon jinetes hacia el campamento romano para pedir ayuda a Valerio. En el acto ordenó avanzar y, dejando una importante fuerza para proteger el campamento y los bagajes, se dirigió a marchas forzadas hacia Suessula. Escogió un lugar para su campamento no lejos del enemigo, y de poco tamaño pues, con excepción de los caballos, no tenía que dar cabida a equipajes, animales o seguidores [era habitual que a un ejército en marcha le siguiera una columna de mercaderes, prostitutas, artesanos o agricultores de la zona; con el tiempo, incluso se les llegó a organizar dentro del orden de marcha militar.- N. del T.]. El ejército samnita, asumiendo que no habría demora en entrar en combate, formó sus líneas y, como el enemigo no avanzaba contra ellos, marcharon hacia el campamento romano preparados para asaltarlo. Cuando vieron a los soldados en la empalizada y supieron por las partidas de reconocimiento, que habían enviado en todas direcciones, que el campamento era de pequeñas dimensiones, concluyeron que sólo habría en él una débil fuerza enemiga. Todo el ejército comenzó a clamar que se rellenara el foso y que se derribara la empalizada para forzar la entrada al campamento. Si los generales no hubieran retenido el ímpetu de sus hombres, su temeridad habría puesto fin a la guerra. Como resultaba, sin embargo, que su gran número estaba agotando sus suministros y debido a su falta de acción anterior en Suessula y a la demora en llevarlos al combate, no estaban lejos de la más absoluta escasez. Decidieron, por lo tanto, que como, imaginaban, el enemigo temía aventurarse fuera de su campamento, enviarían partidas de forrajeo por los campos de alrededor. Mientras, esperaban que como los romanos no habían hecho ningún movimiento y habían, como mucho, llevado sólo el grano que podían transportar a sus espaldas, también estarían pronto faltos de todo. Cuando el cónsul vio al enemigo esparcido por los campos y que sólo quedaban unos pocos de servicio frente al campamento, dirigió unas pocas palabras de ánimo de sus hombres y los condujo fuera para asaltar el campamento samnita. Entraron a la primera embestida; la mayoría de los enemigos resultaron muertos en sus tiendas, más que ante las puertas o en la empalizada. Ordenó que fuesen reunidos todos los estandartes capturados. Dejando a dos legiones para guarnecer el campamento, dio órdenes estrictas de no tocar el botín hasta que regresase. Él siguió adelante con sus hombres en columna abierta y envió a la caballería para rodear a los samnitas dispersos, como si fuera un juego, y que los empujasen contra su ejército. Hubo una masacre inmensa, porque estaban demasiado aterrorizados para pensar bajo qué estandarte reunirse, si huir hacia su campamento o más lejos. Sus temores los llevaron a una huida tan apresurada que cuarenta mil escudos (muchos más que el número de muertos) y estandartes militares, incluyendo aquellos capturados al asaltar el campamento, hasta ciento setenta, fueron llevados ante el cónsul. Luego regresó al campamento samnita y todo el botín fue entregado a los soldados.
[7.38] El éxito que coronó estas operaciones hizo que los faliscos deseasen ansiosamente convertir su tregua de cuarenta años en un tratado de paz permanente con Roma. También llevó a los latinos a abandonar sus planes contra Roma y emplear la fuerza que habían reunido contra los pelignos. La fama de estas victorias no se limitó a los límites de Italia; incluso los cartagineses enviaron una delegación para felicitar al Senado y regalar una corona de oro que fue colocada en la capilla del templo de Júpiter, en el Capitolio. Pesaba veinticinco libras [8,186 kg.- N. del T.]. Ambos cónsules celebraron un triunfo sobre los samnitas. Una figura destacada en la procesión fue Decio, llevando sus condecoraciones; en sus improvisadas bromas, los soldados repetían su nombre tanto como el del cónsul. Poco después de esto se concedió audiencia a delegaciones de Capua y de Suessa y, a petición suya, se dispuso que fuese enviada una fuerza para invernar en aquellas dos ciudades y actuar como freno contra los samnitas. Incluso en aquellos días, un periodo de residencia en Capua no era algo en absoluto favorable a la disciplina militar; teniendo placeres de toda clase a su disposición, las tropas se ablandaban y su patriotismo se veía socavado. Empezaron a trazar planes para apoderarse de Capua con la misma intención criminal que sus actuales poseedores han heredado de los antiguos. «Se merecían de sobra», se dijeron, «que el precedente que sentaron se volviera contra ellos mismos. ¿Por qué un pueblo como el de los campanos, que fue incapaz de defender sus propiedades y a ellos mismos, debía disfrutar de la tierra más fértil de Italia y de la ciudad mejor fortificada de su territorio, antes que un ejército victorioso que había expulsado de allí a los samnitas con su sudor y su sangre? ¿Era justo que estas gentes que se habían entregado a su poder estuvieran disfrutando de ese fértil y delicioso país mientras que ellos, cansados de guerrear, tenían que bregar con el suelo árido y pestilente que rodeaba la Ciudad, o sufriendo las ruinosas consecuencias de los crecientes intereses que les esperaban en Roma?». Esta agitación, que se estaba llevando a cabo en secreto, pues sólo unos pocos tenían la confianza de los conspiradores, fue descubierta por el nuevo cónsul, Cayo Marcio Rutilio, al que había correspondido Campania en el sorteo, como su provincia, mientras su colega, Quinto Servilio, quedó en la Ciudad -342 a.C.-. Endurecido por los años y la experiencia (había sido cuatro veces cónsul así como dictador y censor), pensó que lo mejor que podía hacer sería, tras conocer los hechos que habían averiguado los tribunos, frustrar cualquier opción que tuviesen los soldados prolongando en ellos la esperanza de que podrían ejecutar sus planes siempre que quisieran. Las tropas se habían distribuido entre las ciudades de la Campania, y el plan previsto se había propagado desde Capua a toda la fuerza. Así pues, el cónsul difundió un rumor diciendo que al año siguiente se ocuparían los mismos cuarteles de invierno. Como no les pareció que hubiese ninguna necesidad de ejecutar inmediatamente sus planes, la agitación se calmó por el momento.
[7.39] Después de instalar al ejército en sus cuarteles de verano, estando todo tranquilo entre los samnitas, el cónsul empezó a depurarlo, deshaciéndose de los espíritus rebeldes. Algunos fueron licenciados, diciéndoles que ya habían cumplido su periodo de servicio; a otros se los declaró no aptos por edad o enfermedad; a otros se les envió a casa de permiso, al principio por separado, luego se seleccionaron y enviaron cohortes juntas, con la excusa de que habían pasado el invierno lejos de sus hogares y propiedades. Un gran número fue trasladado a diferentes lugares, aparentemente por necesidades del servicio. A todas estas tropas, el cónsul y el pretor mantenían en Roma con diversos pretextos imaginarios. Al principio, sin advertir el engaño a que se les sometía, estuvieron encantados de volver a sus casas. Pronto, sin embargo, descubrieron que ni siquiera los que habían sido enviados al principio se volvían a unir a sus estandartes y que casi ninguno era vuelto a destinar fuera, excepto los que habían estado en Campania y, de entre ellos, sobre todo los principales agitadores. Al principio quedaron sorprendidos, y después sintieron un bien fundado temor de que sus planes se hubiesen filtrado. «Ahora», se dijeron, «tendremos que sufrir un juicio militar, las delaciones, uno tras otro seremos ejecutados en secreto; el tiránico y cruel despotismo de cónsules y senadores se desatará sobre nosotros». Los soldados, viendo cómo los que habían constituido la columna vertebral de la conspiración habían sido hábilmente apartados por los cónsules, no se atrevieron a hacer nada más que susurrar estas cosas entre sí.
Una cohorte, que estaba estacionada cerca de Anzio, tomó una posición en Lautulas, en un estrecho paso entre las montañas y el mar para interceptar a aquellos a los que el cónsul enviaba a casa con los diversos pretextos mencionados anteriormente. Que pronto se convirtieron en un cuerpo muy numeroso, y nada le faltaba para que tuviese la forma de un ejército regular, salvo un general. Se trasladaron a territorio de Alba, saqueando a voluntad y se fortificaron en un campamento bajo la colina de Alba Longa. Después de terminar su fortificación, pasaron el resto del día discutiendo sobre la elección de un jefe, pues no confiaban lo bastante en ninguno de ellos mismos. Pero, ¿a quién podrían invitar de Roma? ¿Cuál de los patricios o de los plebeyos se expondría a tal peligro, a quién se podría confiar con certeza la causa de un ejército enloquecido por la injusticia? El día siguiente los encontró aún inmersos en el debate, cuando algunos de los que habían estado dispersos en la expedición de saqueo trajeron la información de que Tito Quincio estaba cultivando una granja en territorio tusculano y había perdido todo interés por su Ciudad y las honorables distinciones que había ganado. Este hombre pertenecía a una gens patricia y, después de alcanzar gran reputación como soldado, vio cortada su carrera militar por una herida que le hizo cojo de un pie y así se dedicó a la vida rural, lejos del Foro y sus luchas partidistas. Al oír mencionar su nombre recordaron nuevamente al hombre, y esperando que todo saliese bien, le invitaron. Difícilmente podían esperar que él viniese voluntariamente y se dispusieron a amenazarle para que aceptase la invitación. Así pues, los mensajeros entraron en su casa de campo en medio de la noche y lo despertaron de un sueño profundo; después le dijeron que no tenía alternativa: que o bien aceptaba la autoridad y el grado o, si se resistía, le esperaba la muerte y se lo llevaron al campamento. A su llegada le saludaron como su general y, estando tan consternado por lo extraño y súbito de la aventura, le entregaron las insignias de su cargo y se le urgió para que les condujese hacia la Ciudad. Actuando más por propia iniciativa que por consejo de su jefe, tomaron sus estandartes y marcharon en son de guerra hasta la octava piedra miliar de lo que es ahora la Vía Apia [o sea, a 11,848 km de Roma.- N. del T.]. Habrían marchado enseguida hasta la Ciudad de no haber recibido aviso de que se aproximaba un ejército y que Marco Valerio Corvo había sido nombrado dictador, con Lucio Emilio Mamerco como su jefe de caballería, para actuar contra ellos -341 a.C.-.
[7.40] Tan pronto como llegaron a la vista y reconocieron las armas y estandartes, el pensar en su patria instantáneamente calmó las pasiones de todos ellos. Aún no se habían endurecido por la visión del derramamiento civil de sangre, no conocían más guerras que aquellas contra enemigos externos y la secesión de sus propios compatriotas empezaba a ser vista como el último grado de locura. En primer lugar los jefes, y luego los hombres en ambos lados buscaron una salida para negociar. Quincio, que ya había tenido bastante con luchar por su patria y sería el último hombre en hacerlo contra ella, y Corvo, que sentía devoción por sus compatriotas, especialmente por los soldados y sobre todo por su propio ejército, se acercaron a parlamentar. Cuando reconocieron a este último, sus oponentes le mostraron tanto respeto como sus propios hombres, como demostró el silencio con que se dispusieron a escucharle. Él se dirigió a ellos como sigue: «¡Soldados! Cuando dejé la Ciudad, ofrecí oraciones a los dioses inmortales que velan por nuestro estado, el vuestro y el mio, para que les placiera concederme, no una victoria contra vosotros, sino la gloria de una reconciliación. Ha habido y habrá multitud de ocasiones para ganar gloria en la guerra; en esta ocasión tenemos que buscar la paz. Lo que he implorado a los dioses inmortales, cuando ofrecí mis oraciones, ahora lo tenéis en vuestras manos si recordáis que no estáis acampados en el Samnio, ni entre los volscos, sino en suelo romano. Estas colinas que veis son las colinas de vuestra Ciudad; yo, vuestro cónsul, soy el hombre bajo cuyos auspicios y jefatura habéis derrotado dos veces a las legiones de los samnitas hace un año, y dos veces habéis capturado su campamento. Yo soy Marco Valerio Corvo, soldados, un patricio, es cierto, pero mi nobleza se ha mostrado en vuestro beneficio, no en vuestra contra; nunca he propuesto leyes crueles para vosotros ni llevado un decreto opresivo al Senado; en todas mis órdenes he sido tan estricto con vosotros como conmigo mismo. Si el nacimiento noble, si el mérito personal, si los altos cargos, si el servicio distinguido puede hacer a un hombre orgulloso, me atrevo a decir que tanto por mi ascendencia como por las pruebas que he dado por mí mismo, obteniendo el consulado a la edad de veintitrés años, tenía en mí poder mostrarme duro y autoritario, no sólo con la plebe, sino incluso con los patricios. ¿Habéis oído que yo haya dicho o hecho como cónsul algo que no hubiera hecho de ser uno de vuestros tribunos? Con ese espíritu, he gobernado durante dos consulados sucesivos; con ese espíritu se llevará esta dictadura; no seré más suave para con mis propios soldados y los de mi patria que hacia vosotros que podríais ser, detesto la palabra, sus enemigos».
«Antes desenvainaréis vuestras espadas que yo saque la mía contra vosotros; si tiene que haber lucha, será desde vuestro lado donde suenen los toques de avance, desde vuestro lado se lanzará el grito de guerra y empezará la carga. ¡¿Habréis imaginado hacer lo que vuestros padres y abuelos, los que se separaron yendo al Monte Sacro y que luego tomaron posesión del Aventino, no llegaron a concebir?! ¡Esperad a que salgan de la Ciudad vuestras esposas y madres, para encontrarse con vosotros como ya hicieron con Coriolano! Entonces se retuvieron las legiones volscas de atacarnos por tener un general romano; ¿no desistiréis vosotros, un ejército de romanos, de esta guerra impía? ¡Tito Quincio! ¡Por lo que quiera que estás en tu actual situación, voluntaria o involuntariamente, si va a haber lucha, retírate, te lo ruego, a la línea más retrasada; será para ti más honorable huir de un conciudadano que pelear contra tu patria. Pero si va a haber paz, ocupa tu lugar con honor entre los principales y juega el papel de benéfico mediador en esta conferencia. Pide lo que sea justo y se os dará, aunque asentiremos incluso a lo que no lo sea con tal de no pecar manchándonos las manos con la sangre del otro». Tito Quincio, bañado en lágrimas, se volvió a sus hombres y les dijo: «Si por fin, soldados, soy de alguna utilidad, veréis que resulto mejor jefe para la paz que para la guerra. Las palabras que habéis escuchado no son las de un volsco o un samnita, sino las de un romano. Os han sido dichas por vuestro cónsul, vuestro general, soldados, cuyos auspicios sabéis por experiencia que os son favorables; no queráis aprender por la experiencia cómo pueden ser si los dirigen contra vosotros. El Senado tenía a su disposición otros generales más dispuestos a luchar contra vosotros; pero ha elegido al único hombre que ha mostrado la mayor consideración por sus soldados, en el que habíais puesto la mayor confianza como vuestro jefe. Incluso aquellos que tienen la victoria de su parte desean la paz, ¿qué deberíamos desear nosotros? ¿Por qué no dejamos de lado todos los resentimientos y las ambiciosas esperanzas, esos consejeros traicioneros, y nos entregamos a nosotros mismos y a nuestros intereses a su probada fidelidad?».
[7,41] Hubo un grito general de aprobación, y Tito Quincio, avanzando al frente, aseguró que sus hombres se pondrían bajo la autoridad del dictador. Imploró a Valerio que asumiese la causa de sus infelices conciudadanos y que, cuando se hiciera cargo de ella, la mantuviera con la misma integridad que había siempre mostrado en sus cargos públicos. Para sí mismo no puso condición alguna, toda su esperanza residía en su inocencia, pero para los soldados debían darse las mismas garantías que se dieron a la plebe en tiempos de sus padres, y luego a las legiones, es decir, que ningún hombre sería castigado por haber tomado parte en la secesión. El dictador expresó su aprobación a cuanto había dicho, y después de decirles a todos que esperasen lo mejor, galopó de vuelta a la Ciudad y, tras obtener el consentimiento del Senado, llevó una propuesta ante el pueblo, que se había reunido en asamblea en el bosque Petelino, asegurando la inmunidad a todos los que habían tomado parte en la secesión. A continuación, pidió a los Quirites que le concedieran una petición, que era que nunca nadie, ni en broma ni en serio, pudiera usar este asunto contra ninguno. Se aprobó también una Ley Sagrada militar por la que el nombre de ningún soldado podría ser borrado de la lista de recluta sin su consentimiento. Se incorporó posteriormente una disposición adicional por la que se prohibía que se pudiera hacer servir como centurión a cualquiera que hubiera sido con anterioridad tribuno militar. Esto fue consecuencia de una demanda, hecha por los amotinados, respecto a Publio Salonio, que había sido cada año tribuno militar o primer centurión. Estaban enfadados con él porque siempre se había opuesto a sus proyectos de amotinamiento y había huido de Lautulas para evitar que se mezclaran con ellos. Dado que esta propuesta estaba dirigida exclusivamente a Salonio, el Senado se negó a permitirlo. Luego, el mismo Salonio apeló a los senadores para que no considerasen su dignidad de más importancia que la armonía del estado y, por su petición, finalmente la permitieron. Otra demanda igual de atrevida fue que la paga de la caballería debía ser reducida, por aquel tiempo recibían el triple que la infantería, porque habían actuado contra los amotinados.
[7,42] Además de estas medidas, he podido encontrar estas otras registradas por diversos autores. Lucio Genucio, un tribuno de la plebe, les presentó una medida que declaraba ilegal la usura, también se adoptaron otras que prohibían que cualquiera pudiera aceptar la reelección al mismo cargo hasta que hubiesen pasado diez años, o desempeñar dos cargos el mismo año, y también que ambos cónsules pudieran ser legalmente elegidos de entre la plebe. Si realmente se hicieron todas estas concesiones, está claro que la revuelta tuvo que poseer una fuerza considerable. En otros analistas se dice que Valerio no fue nombrado dictador, sino que el asunto fue enteramente resuelto por los cónsules; también que no fue antes de que llegasen a Roma, sino en la misma Roma, donde el grupo de conspiradores hizo estallar la revuelta armada; también dicen que no fue a la granja de Tito Quincio, sino a la casa de Cayo Manlio, donde hicieron la visita nocturna y que fue Manlio el capturado por los conspiradores y convertido en su jefe, tras lo cual marcharon hasta una distancia de cuatro millas [5920 metros.- N. del T.] y se fortificaron; además indican que no fueron sus líderes quienes hicieron las primeras sugerencias para llegar a una concordia, sino que lo que sucedió fue que conforme ambos ejércitos avanzaban uno contra otro, dispuestos para el combate, los soldados intercambiaron saludos mutuos y, a medida que se juntaban, unían sus manos y se abrazaban entre sí; y los cónsules, viendo cuánta aversión sentían los soldados a luchar, cedieron ante las circunstancias e hicieron propuestas al Senado para que hubiera reconciliación y concordia. Así, los antiguos autores no están de acuerdo en nada más que el simple hecho de que hubo un motín y que fue suprimido. Las noticias de estos disturbios y la seriedad de la guerra que había empezado contra los samnitas, hizo que muchas naciones rehusaran una alianza con Roma. Durante mucho tiempo, los latinos habían faltado a su tratado y, además de esto, los privernenses habían efectuado una incursión repentina y devastado las colonias romanas vecinas de Norba y Sezze [antigua Setia.- N. del T.].