La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro sexto
La reconciliación de los Órdenes – (389 – 366 a. C.)
[6,1] La historia de los romanos desde la fundación de la Ciudad hasta su captura, primero bajo los reyes, luego bajo cónsules, dictadores, decenviros y tribunos consulares, el historial de guerras extranjeras y disensiones domésticas, todo ello se ha expuesto en los cinco libros anteriores. El asunto está envuelto en la oscuridad; en parte por su gran antigüedad, pues la inmensidad de la distancia hace difícil percibir los objetos remotos; en parte debido al hecho de que los registros escritos, que forman la única memoria confiable de los hechos, eran en aquellos tiempos pocos y escasos e incluso los que existían en los comentarios de los pontífices y en los archivos públicos y privados se perdieron casi todos en el incendio de la Ciudad. A partir de los segundos comienzos de la Ciudad que, como una planta reducida a sus raíces, surgió con mayor belleza y fecundidad, los detalles de su historia, tanto civil como militar, se expondrán ahora en su orden apropiado, con mayor claridad y certeza. Al principio, el Estado fue amparado por la misma fuerza que lo había levantado del suelo, Marco Furio, su príncipe, y no se le permitió renunciar a la dictadura hasta que pasó el año. Se decidió que los tribunos consulares, durante cuyo gobierno tuvo lugar la captura de la Ciudad, no debían celebrar las elecciones para el año siguiente; los asuntos públicos quedaron en un interregno. Los ciudadanos se dieron a la tarea urgente y laboriosa de reconstruir su Ciudad, y fue durante este intervalo cuando Quinto Fabio, inmediatamente después de deponer su cargo, fue acusado por Cneo Marcio, tribuno de la plebe, con la base de que después de ser enviado como legado ante los galos, había, en contra del derecho de gentes, luchado contra ellos. Se salvó de las acusaciones que le amenazaban al morir; una muerte tan oportuna que mucha gente creyó que fue voluntaria. El interregno se inició con Publio Cornelio Escipión como primer interrex, fue seguido por Marco Furio Camilo, bajo el cual se llevó a cabo la elección de los tribunos militares. Los elegidos fueron Lucio Valerio Publícola, por segunda vez, Lucio Verginio, Publio Cornelio, Aulo Manlio, Lucio Emilio y Lucio Postumio -389 a.C.-.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
Tomaron posesión de su cargo inmediatamente, y su primera ocupación fue presentar al Senado medidas referentes a la religión. Se dieron órdenes para que, en primer lugar, se buscasen los tratados y leyes, incluyendo en éstas últimas aquellas de las Doce Tablas y algunas de tiempos de los reyes, en la medida en que aún estuviesen vigentes. Algunos se pusieron a disposición del pueblo, pero las que se referían al culto divino fueron mantenidas en secreto por los pontífices, principalmente para que el pueblo siguiera dependiendo de ellos en cuanto a la observancia religiosa. Luego pasaron a discutir sobre los días nefastos. El 18 de julio quedó señalado por un doble desastre, pues en ese día los Fabios fueron aniquilados en el Crémera y, años después, se perdió también en ese día la batalla del Alia, en que se inició la ruina de la Ciudad. Desde el último desastre, el día fue llamado «día del Alia,» y se observó una abstención religiosa de toda empresa pública y privada. El tribuno consular Sulpicio no había ofrecido sacrificios aceptables el 16 de julio (el día después de los idus) y, sin haber obtenido la buena voluntad de los dioses, el ejército romano fue expuesto al enemigo dos días después. Algunos piensan que debía ordenarse, por esta razón, que el día después de los idus de cada mes debían suspenderse todas las actividades y de aquí vino la costumbre de observar el segundo día y el día a mitad de cada mes del mismo modo.
[6.2] No estuvieron, sin embargo, mucho tiempo tranquilos, mientras así consideraban las mejores medidas para restaurar la república tras su grave caída. Por un lado, los volscos, sus antiguos enemigos, habían tomado las armas con la determinación de borrar el nombre de Roma; por el otro, los comerciantes traían noticias de una asamblea en el templo de Voltumna, donde los principales hombres de todos los pueblos etruscos estaban formando una liga hostil. Aún más inquietud produjo la deserción de latinos y hérnicos. Después de la batalla del lago Régilo, estas naciones nunca vacilaron, durante cien años, en su leal amistad con Roma. Por tanto, al amenazarles tantos peligros por todas partes y resultar evidente que el nombre de Roma no sólo era odiado por sus enemigos, sino que era visto con desprecio por sus aliados, el Senado decidió que la república debía defenderse bajo los auspicios del hombre que la había recobrado y que Marco Furio Camilo debía ser nombrado dictador -388 a.C.-. Nombró como su Jefe de Caballería a Cayo Servilio Ahala, y después de cerrar los tribunales de justicia y suspender todos los negocios, procedió a alistar a todos los hombres en edad militar. Aquellos de los séniores [aquí se refiere Livio a los más veteranos entre los veteranos.- N. del T.] que aún conservaban cierto vigor fueron situados en distintas centurias después de haber prestado el juramento militar. Cuando hubo completado el enrolamiento y equipamiento del ejército, lo dividió en tres partes. Una la situó en el territorio veyentino frente a Etruria. A la segunda le ordenó levantar un campamento atrincherado para cubrir la Ciudad; Aulo Manlio, como tribuno militar, quedó al mando de esta fuerza mientras que Lucio Emilio, dirigió los movimientos contra los etruscos. La tercera parte la dirigió él personalmente contra los volscos y avanzó para atacar su campamento en un lugar llamado Ad Mecium, no lejos de Lanuvio. Habían ido a la guerra con un sentimiento de desprecio por su enemigo, pues creían que casi todos los guerreros romanos habían sido aniquilados por los Galos; pero cuando oyeron que Camilo estaba al mando se llenaron de tal terror que levantaron una valla alrededor y la llenaron de árboles apilados para impedir que el enemigo penetrara sus líneas por cualquier punto. Tan pronto como Camilo lo supo, ordenó lanzar fuego sobre la empalizada. El viento soplaba con fuerza hacia el enemigo, de modo que no sólo abrió un camino a través del fuego, sino que llevó las llamas al interior del campamento y produjo tal desánimo en los defensores con el vapor, el humo y el chisporroteo de la madera verde que se quemaba, que a los soldados romanos les costó menos superar la valla y forzar la entrada que cruzar la empalizada quemada. El enemigo fue derrotado y despedazado. Después de la captura del campamento el dictador dio el botín a los soldados; un acto que fue aún más bienvenido por ellos, puesto que no lo esperaban de un general en modo alguno dado a la generosidad. Durante la persecución, devastó el territorio volsco a lo largo y a lo ancho y, por fin, tras setenta años de guerra, les obligó a rendirse. Tras esta conquista de los volscos marchó contra los ecuos, que también se estaban preparando para la guerra; sorprendió a su ejército en Bola y al primer asalto capturó no sólo su campamento, sino también su ciudad.
[6,3] Si bien estos éxitos se producían en sitios donde Camilo era la fortuna de la causa romana, en otra dirección amenazaba una terrible amenaza. Casi la totalidad de Etruria estaba en armas y sitiaba Sutrio, una ciudad aliada de Roma. Sus embajadores llegaron al Senado con una petición de ayuda por su situación desesperada, y el Senado aprobó un decreto para que el dictador prestase asistencia a los sutrinos tan pronto como pudiera. Sus esperanzas se vieron diferidas, y como las circunstancias del asedio no eran como para poder esperar demasiado (su escaso número estaba desgastado por el trabajo, la falta de sueño y los combates que siempre recaían sobre los mismos) rindieron la ciudad con condiciones. Justo cuando ya se conformaba la procesión fúnebre, abandonando sus corazones y hogares, sin armas y con sólo una prenda de vestir cada uno, vino a aparecer en escena Camilo y su ejército. La doliente multitud se arrojó a sus pies; los llamamientos de sus jefes, arrancados por la necesidad, fueron borrados por el llanto de las mujeres y los niños que les acompañaban al exilio. Camilo mandó a los sutrinos recobrarse de sus lamentos, era a los etruscos a quienes traía lágrimas y dolor. A continuación, dio órdenes para estacionar los bagajes y que los sutrinos se quedasen donde estaban, y dejando un pequeño destacamento para guardarlos ordenó a sus hombres que lo siguieran sólo con sus armas. Con su ejército desembarazado marchó a Sutrio y encontró, como esperaba, todo en desorden, como es habitual después de una victoria; las puertas abiertas y sin vigilancia y el enemigo victorioso dispersos por las calles sacando lo saqueado fuera de las casas. Así pues, Sutrio fue capturado dos veces en el mismo día; los recientemente victoriosos etruscos fueron masacrados por sus nuevos enemigos; no les quedó tiempo para concentrar sus fuerzas o empuñar sus armas. Cuando cada cual trataba de abrirse camino hasta las puertas para huir a campo abierto, se las encontraba cerradas; esta fue la primera cosa que el dictador ordenó hacer. Luego, algunos se apoderaron de sus armas, otros que ya estaban armados cuando les sorprendió el tumulto llamaron a sus camaradas para juntarse y resistir. La desesperación del enemigo habría conducido a una feroz lucha sino se hubiesen enviado pregoneros por toda la ciudad para ordenarles a todos que depusieran las armas y decirles que los que no las empuñasen serían respetados; nadie sería herido a menos que portase armas. Los que habían determinado como medida extrema luchar hasta el final, ahora que se les ofreció esperanza de vivir arrojaron sus armas por todas partes y, ya que la Fortuna había decidido que este era el modo más seguro, se entregaron como hombres desarmados al enemigo. Debido a su gran número, fueron distribuidos en distintos lugares para su custodia. Antes de caer la noche, la ciudad fue devuelta a la sutrinos ilesa e intacta de las ruinas de la guerra, pues no había sido tomada al asalto sino bajo rendición con condiciones.
[6.4] Camilo regresó en procesión triunfal a la Ciudad, después de haber salido victorioso de tres guerras simultáneas. Con mucho, el mayor número de los prisioneros que fueron conducidos ante su carro pertenecía a los etruscos. Se les vendió en subasta, y tanto se obtuvo que hasta a las matronas se les indemnizó por su oro y se hicieron tres páteras de oro que lo que quedó. Fueron inscritas con el nombre de Camilo y es creencia general que antes del incendio del Capitolio estaban depositadas en la capilla de Júpiter, a los pies de Juno. Durante ese año, aquellos de los habitantes de Veyes, Capena y Fidenas que se habían pasado a los romanos mientras que tuvieron lugar tales guerras, fueron admitidos a la plena ciudadanía y recibieron un lote de tierras. El Senado aprobó una resolución llamando a los que habían marchado a Veyes y tomado posesión de las casas vacías, para evitar que la reconstruyeran. Al principio protestaron y no obedecieron la orden; luego se fijó un día, y a los que no habían vuelto en esa fecha se les amenazó con la proscripción. Este paso hizo que cada uno temiera por sí mismo, y de estar unidos en el desafío pasaron a obedecer individualmente. Roma fue creciendo en población y los edificios se levantaban por todas partes. El Estado proporcionó ayuda económica; los ediles apresuraban los trabajos como si fuesen obras públicas; los ciudadanos particulares se daban prisa en completar sus labores al necesitar acomodarse. Dentro de ese año quedó construida la nueva Ciudad.
Al término del año se celebraron elecciones de tribunos consulares. Los elegidos fueron Tito Quincio Cincinato, Quinto Servilio Fidenas (por quinta vez), Lucio Julio Julo, Lucio Aquilio Corvo, Lucio Lucrecio Tricipitino, y Servio Sulpicio Rufo -388 a.C.-. Un ejército fue dirigido contra los ecuos; no a combatirles, pues reconocieron que habían sido conquistados, sino a devastar sus territorios para que no les quedasen fuerzas para futuras agresiones. El otro avanzó hacia el territorio de Tarquinia. Allí, Cortuosa y Contenebra, ciudades pertenecientes a los etruscos, fueron tomadas al asalto. En Cortuosa no hubo combates, la guarnición fue sorprendida y la ciudad cayó al primer asalto. Contenebra sostuvo el asedio algunos días, pero el incesante esfuerzo, sin descanso, día y noche, resultó demasiado para ellos. El ejército romano se dividió en seis partes, cada una de las cuales tuvo su parte en los combates, en turnos de seis horas. El pequeño número de los defensores obligaba continuamente a entrar en acción a los mismos hombres contra un enemigo fresco; por fin se dieron por vencidos y los romanos pudieron entrar en la ciudad. Los tribunos decidieron que el botín debía venderse en nombre del Estado, pero fueron más lentos en anunciar su decisión que en tomarla; mientras vacilaban, la soldadesca ya se había apropiado de él y no se les podría tomar sin provocar gran resentimiento. El crecimiento de la Ciudad no se limitó a los edificios privados. Durante este año, las partes bajas del Capitolio fueron cercadas con piedras cortadas y, aún en medio del actual esplendor de la Ciudad, todavía resalta.
[6,5] Mientras los ciudadanos estaban ocupados con su construcción, los tribunos de la plebe intentaron hacer las reuniones de las Asambleas más atractivas mediante la presentación de leyes agrarias. Tenían el proyecto de adquirir el territorio pomptino que, ahora que los volscos habían sido reducidos por Camilo, se había convertido en posesión indiscutida de Roma. Este territorio, según ellos, tenía más peligro de caer en manos de los nobles que en las de los volscos, pues los últimos sólo efectuaban correrías por él mientras tenían fuerzas y armas, mientras que los nobles se arrogaban la posesión del dominio público y, a menos que se asignase antes que de se apoderasen de todo, no quedaría allí sitio para los plebeyos. No impresionaron mucho a los plebeyos, que estaban ocupados con sus construcciones y solo acudían a la Asamblea en pequeña cantidad; y como sus gastos habían agotado sus recursos, no tenían interés por las tierras que no eran capaces de explotar por falta de capital. En una comunidad devota de la observancia religiosa, el reciente desastre había llenado a los dirigentes de miedos supersticiosos; así pues, para que se pudiesen tomar nuevos auspicios, redujeron el gobierno a un interregno. Hubo tres interreges en sucesión: Marco Manlio Capitolino, Servio Sulpicio Camerino y Lucio Valerio Potito. El último de ellos llevó a cabo la elección de los tribunos militares con potestad consular. Los elegidos fueron: Lucio Papirio, Cayo Cornelio, Cayo Sergio, Lucio Emilio (por segunda vez), Licinio Menenio y Lucio Valerio Publícola (por tercera vez) -387 a.C.-. Tomaron posesión del cargo inmediatamente. En este año, el templo de Marte, que se había prometido en la guerra contra los galos, fue consagrado por Tito Quincio, uno de los dos custodios de los libros sibilinos. Los nuevos ciudadanos fueron incluidos en cuatro tribus adicionales: la Estelatina, la Tromentina, la Sabatina y la Arniense. Con estas se elevó el número de las tribus a veinticinco.
[6,6] La cuestión del territorio pomptino fue nuevamente planteado por Lucio Sicinio, un tribuno de la plebe, y el pueblo asistió a la Asamblea en mayor número y mostró más avidez de tierras que antes. En el Senado, se habló del tema de las guerras latinas y hérnicas pero, debido a la preocupación por una guerra más grave, se suspendió el debate. Etruria estaba en armas. Se volvieron nuevamente a Camilo. Fue nombrado tribuno consular y se le asignaron cinco colegas: Servio Cornelio Maluginense, Quinto Servilio Fidenas (por sexta vez), Lucio Quincio Cincinato, Lucio Horacio Pulvilo y Publio Valerio -386 a.C.-. A principios de año, la inquietud del pueblo fue desviada de la guerra etrusca por la llegada a la Ciudad de un grupo de fugitivos de territorio pomptino, que informaron de que los anciates estaban en armas y que los pueblos latinos habían enviado sus guerreros para ayudarles. Éstos últimos adujeron en su defensa que no se trataba de una consecuencia de un acto de su gobierno; todo lo que habían hecho era declinar prohibir a nadie que sirviese voluntariamente donde quisiera. Ellos habían abandonado cualquier pensamiento de guerra. El Senado dio las gracias al cielo de que Camilo ostentase el cargo pues, ciertamente, de haber sido un ciudadano privado le habrían nombrado dictador. Sus colegas admitían que cuando surgía cualquier amenaza de guerra la dirección suprema de todo debía estar en manos de uno solo, y se habían hecho a la idea de subordinar su poder al de Camilo sintiéndose seguros de que, al aumentar la majestad de él, en modo alguno se disminuían las suyas propias. Este acto de los tribunos consulares se encontró con la sincera aprobación del Senado, y Camilo, con el ánimo confuso, les devolvió las gracias. Llegó a decir que el pueblo de Roma había puesto sobre él una tremenda carga al hacerle prácticamente dictado por cuarta vez; el Senado le había conferido una gran responsabilidad al hacerle juicio tan halagador; y lo más abrumador de todo era el honor que le habían hecho sus colegas. Si le fuera posible mostrar una actividad y vigilancia aún mayor, se esforzaría en ello para merecer la elevada estimación en que sus conciudadanos, con tan sorprendente unanimidad, por tanto tiempo le tenían. En lo que se refería a la guerra con los anciates, el panorama era más amenazante que peligroso; al mismo tiempo, les aconsejaba que, sin temer con exceso, no tratasen las cosas con indiferencia. Roma estaba acosada por la mala voluntad y el odio de sus vecinos, y los intereses del Estado requerían, por lo tanto, de varios generales y de varios ejércitos.
Continuó: «Es mi deseo, Publio Valerio, asociarte conmigo en el consejo y en el mando, y que dirijas las legiones, de acuerdo conmigo, contra los anciates. Tú, Quinto Servilio, mantendrás un segundo ejército dispuesto para la acción inmediata, acampado en la Ciudad y preparado para cualquier movimiento, como pasó recientemente, de la parte de Etruria o de los latinos y hérnicos que nos han causado estás nuevas dificultades. Estoy completamente seguro de que llevarás la campaña de manera digna de tu padre, tu abuelo, tú mismo y tus seis tribunados. Un tercer ejército debe ser alistado por Lucio Quincio de entre los veteranos y los exentos por motivos de salud para guarnecer las defensas de la Ciudad. Lucio Horacio debe proporcionar corazas, armas, grano y todo lo que se precisa en tiempo de guerra. Tú, Servio Cornelio, quedas nombrado por nosotros, tus colegas, como presidente de este Consejo del Estado y guardián de cuanto concierne a la religión, a los comicios, a las leyes y a todos los asuntos referentes a la Ciudad». Todos se comprometieron gustosamente a dedicarse a las obligaciones que se les había asignado; Valerio, asociado en el alto mando, añadió que consideraría a Marco Furio como dictador y a sí mismo como su Jefe de Caballería, y la estima en la que tenía su único mando sería la medida de las esperanzas que tenían respecto a la guerra. Los senadores, con gran deleite, exclamaron que, en todo caso, estaban llenos de esperanza con respecto a la guerra, a la paz y todo lo que concernía a la República; que no tendrían nunca necesidad de un dictador habiendo tales hombres en la magistratura, con tan perfecta armonía, preparados tanto para obedecer como para mandar y proporcionando gloria a su patria en vez de apropiarse de ella para sí mismos.
[6,7] Tras proclamar la suspensión de todos los negocios públicos y completar el alistamiento de las tropas, Furio y Valerio se dirigieron a Sátrico. Aquí los anciates habían concentrado no sólo las tropas volscas de nuevo alistamiento, sino un inmenso cuerpo de latinos y hérnicos, naciones cuya fortaleza había crecido durante los largos años de paz. Esta coalición entre los nuevos enemigos con los antiguos intimidó los espíritus de los soldados romanos. Camilo estaba ya preparando a sus hombres para la batalla cuando los centuriones le informaron del desánimo de sus tropas, la falta de celeridad en armarse y la vacilación y falta de voluntad con que salían del campamento. Incluso se escuchaba a los hombres decir que «iban a luchar uno contra cien, y no podrían resistir esa multitud aunque estuviese desarmada, mucho menos ahora que empuñan las armas». Saltó inmediatamente sobre su caballo, enfrentó la primera línea y, cabalgando a lo largo del frente, se dirigió a sus hombres: «¡¿Qué es este desánimo, soldados, qué son estas dudas tan desacostumbradas?! ¿No conocéis al enemigo, ni a mí, ni a vosotros mismos? El enemigo, ¿qué es sino el medio por el cual siempre probáis vuestro valor y ganáis fama? Y vosotros, por no hablar de la captura de Faleria y Veyes y la masacre de las legiones galas capturadas dentro de su Ciudad, ¿No habéis, bajo mi dirección, obtenido un triple triunfo por la triple victoria sobre esos mismos volscos además de sobre los ecuos y sobre Etruria? ¿O es que no me reconocéis como vuestro general por haber dado la señal de batalla, no como dictador, sino como tribuno consular? No siento ningún deseo de tener la máxima autoridad sobre vosotros, ni de que veáis en mí nada más de lo que soy; la dictadura nunca ha incrementado ni ánimo ni mis energías, ni las disminuyó el exilio. Así que somos los mismos de siempre, y ya que tenemos las mismas virtudes en esta guerra que las que teníamos en las anteriores, esperaremos el mismo resultado. En cuanto os encontréis frente a vuestro enemigo, cada uno hará aquello para lo que está entrenado y que está acostumbrado a hacer: vosotros venceréis y ellos huirán».
[6,8] Luego, después de dar la señal, saltó de su caballo y acercándose al signifer más cercano, se precipitaron contra el enemigo gritando: ¡Adelante, soldado, con el estandarte!» Cuando vieron a Camilo, debilitado como estaba por la edad, cargar en persona contra el enemigo, todos lanzaron el grito de batalla y se abalanzaron hacia adelante, gritando en todas direcciones, «¡Seguid al General!» Se afirma que, por orden de Camilo, el estandarte se arrojó dentro de las líneas enemigas para incitar a los hombres de las primeras filas a recobrarlo. Fue en este sector donde los anciates fueron primeramente rechazados, y el pánico se extendió desde las primeras filas hasta las reservas. Esto se debió no sólo a los esfuerzos de las tropas, animados como estaban por la presencia de Camilo, sino también debido al terror que su aspecto inspiraba a los volscos, a quienes él resultaba especialmente terrible. Así, dondequiera que avanzaba, llevaba con él la victoria segura. Esto resultó especialmente evidente en la izquierda romana, que estaba a punto de ceder cuando, después de saltar sobre su caballo y armado con un escudo de infantería, llegó hasta ellos y a su sola vista y señalando el resto de la línea que estaba venciendo en la jornada, restauró el frente de batalla. El combate estaba ya decidido, pero debido a la aglomeración de enemigos no pudieron huir y los victoriosos soldados se agotaron con la prolongada masacre de tan gran número de fugitivos. Una repentina tormenta de lluvia y viento puso fin a lo que, más que una batalla, fue un combate decisivo. Se dio la señal de retirada, y por la noche llegó a su fin la guerra sin ningún esfuerzo adicional por parte romana, pues los latinos y hérnicos abandonaron a los volscos a su suerte y volvieron a casa, tras obtener un resultado equivalente a sus malos consejos. Cuando los volscos se vieron abandonados por los hombres que les habían llevado a renovar las hostilidades, abandonaron su campamento y se encerraron en Sátrico. Al principio, Camilo los rodeó con una valla y comenzó los trabajos de asedio; pero al ver que no hacían salidas para impedir sus obras, consideró que el enemigo no tenía suficiente valor como para hacerle esperar lentamente una victoria que se dilataría en el tiempo. Tras animar a sus soldados diciéndoles que no se desgastasen por el prolongado esfuerzo, como si estuviesen atacando otro Veyes, pues la victoria estaba ya a su alcance, plantó escalas de asalto alrededor de las murallas y tomó la plaza al asalto. Los volscos arrojaron sus armas y se rindieron.
[6,9] Tenía su jefe, sin embargo, un objetivo más importante en su ánimo: Anzio, la capital de los volscos y el punto de partida de la última guerra. Debido a su fortaleza, la captura de esa ciudad sólo sería realizable con una cantidad considerable de aparatos de asedio, artillería y máquinas de guerra. Camilo, así pues, dejó a su colega al mando y marchó a Roma para exhortar al Senado sobre la necesidad de destruir Anzio. En medio de su discurso (creo que fue voluntad del cielo que Anzio durase más tiempo) llegaron legados de Nepi y Sutrio solicitando ayuda contra los etruscos y señalando que pronto pasaría la oportunidad de prestarles ayuda. La Fortuna apartó de Anzio las energías de Camilo hacia aquel país, pues tales plazas, frente a Etruria, servían como puertas y barreras por aquel lado y los etruscos estaban impacientes de asegurárselas siempre que pensaban en iniciar hostilidades, al igual que los romanos deseaban vivamente recuperarlas y poseerlas. Por consiguiente, el Senado decidió, de acuerdo Camilo, que debía dejar Anzio y emprender la guerra con Etruria. Le asignaron las legiones de la Ciudad, que mandaba Quincio, y aunque él hubiera preferido el ejército que actuaba frente a los volscos, con el que tenía experiencia y que estaba acostumbrado a su mando, no puso objeción; todo lo que pidió fue que Valerio compartiese el mando con él. Quincio y Horacio fueron enviados contra los volscos en sustitución de Valerio. Cuando llegaron a Sutrio, Furio y Valerio se encontraron con una parte de la ciudad en manos de los Etruscos; en la otra parte, los habitantes tenían dificultades para tener a raya al enemigo tras las barricadas que habían levantado en las calles. La aproximación de los socorros desde Roma y el nombre de Camilo, tan famoso entre los amigos como entre los enemigos, alivió momentáneamente la situación y dio tiempo a que llegase la ayuda. En consecuencia, Camilo formó su ejército en dos cuerpos y ordenó a su colega que llevase uno hacia la parte en poder del enemigo y que empezase a atacar las murallas. Esto se hizo no tanto con la esperanza de que el ataque tuviera éxito como para poder distraer la atención del enemigo y dar un respiro a los cansados defensores, así como darle a él una oportunidad de entrar en la ciudad sin combatir. Los etruscos, al verse atacados por ambos lados, con las murallas asaltadas desde fuera y los ciudadanos luchando desde dentro, huyeron presas del pánico por la única puerta que resultó estar libre de enemigos. Tuvo lugar una gran masacre de los fugitivos, tanto en la ciudad como en los campos exteriores. Los hombres de Furio dieron cuenta de muchos intramuros, mientras que los de Valerio, más ligeramente equipados para la persecución, no dieron fin a la carnicería hasta que la caída de la noche les impidió la visión. Después de la reconquista de Sutrio y su devolución a nuestros aliados, el ejército marchó a Nepi, que se había rendido a los etruscos y que estaba completamente en su poder.
[6.10] Parecía como si la captura de esa ciudad fuese a dar más problemas, no sólo porque toda ella estaba en manos del enemigo, sino también porque la rendición se había efectuado por la traición de algunos de sus habitantes. Camilo, sin embargo, decidió enviar un mensaje a sus líderes en el que les pedía la retirada de los etruscos y que dieran una prueba práctica de aquella lealtad para con los aliados que habían implorado a los romanos que observasen con ellos. Su respuesta fue que no podían; los etruscos poseían las murallas y guardaban las puertas. En un principio, se trató de intimidar a los habitantes de la ciudad acosando su territorio. Como, sin embargo, persistieron en respetar con más fidelidad los términos de la rendición que los de su alianza con Roma, se reunieron haces de leña de los alrededores para rellenar el foso, el ejército avanzó al ataque, situaron las escalas de asalto contra la muralla y capturaron la ciudad al primer intento. Seguidamente, se anunció que los nepesinos debían deponer las armas, y todo el que lo hizo así se salvó. Los etruscos, armados o no, fueron muertos, y a los nepesinos autores de la rendición se les decapitó; a la población que no había tomado parte en ella se le devolvió sus propiedades y se dejó una guarnición en la ciudad. Después de recuperar así del enemigo dos ciudades aliadas de Roma, los tribunos consulares llevaron su ejército victorioso, cubierto de gloria, a casa. Durante este año se exigió satisfacción a latinos y hérnicos; se les preguntó por qué no habían proporcionado, estos últimos años, un contingente de conformidad con el Tratado. Se celebró una asamblea representativa completa de cada nación para discutir los términos de la respuesta. Esta fue en el sentido de que no fue por una falta o una decisión pública del Estado que algunos de sus hombres hubiesen combatido en las filas volscas; éstos habían pagado la pena de su locura y ni uno sólo había regresado. La razón por la que no habían proporcionado tropas era su incesante temor a los volscos; no habían sido capaces, ni siquiera después de tantas guerras, de quitarse aquella espina de su costado. El Senado consideró esta réplica como un motivo justificado para la guerra, pero en aquel momento se consideraba inoportuna.
[6.11] Al año siguiente -385 a.C.- fueron tribunos consulares Aulo Manlio, Publio Cornelio, Tito y Lucio Quincio Capitolino, Lucio Papirio Cursor (por segunda vez) y Cayo Sergio (por segunda vez). En este año estalló una guerra muy grave, y hubo disturbios aún más serios en casa. La guerra fue iniciada por los volscos, a la que se añadió una revuelta de latinos y hérnicos. El problema interno surgió de quien menos parecía ser de temer, un hombre de nacimiento patricio y brillante reputación: Marco Manlio Capitolino. Lleno de orgullo y presunción, miraba a los hombres notables con desprecio; a uno, especialmente, apuntaba con ojos envidiosos, alguien destacado por sus distinciones y méritos: Marco Furio Camilo. Amargamente ofendido por la posición única de este hombre entre los magistrados y por el aprecio del ejército, declaró que había alcanzado ahora tal preeminencia que trataba no como a colegas, sino como a servidores a quienes, como él, habían sido elegidos bajo los mismos auspicios; y aún cualquiera, si quisiera formarse un juicio ecuánime, vería que Marco Furio posiblemente no podría haber salvado su patria. ¿No fue él, Manlio, quien salvó el Capitolio y la Ciudadela al ser sitiados? Camilo atacó a los galos mientras habían bajado su guardia, con la mente ocupada en hacerse con el oro y firmar la paz; él, sin embargo, les había hecho retirarse cuando estaban armados para el combate y habían, de hecho, capturado la Ciudadela. La gloria de Camilo era compartida por cada hombre que venció junto a él, mientras que ningún mortal podía reclamar, obviamente, parte alguna en su propia victoria.
Con la cabeza llena de tales ideas y siendo, desgraciadamente, hombre de carácter testarudo y apasionado, se encontró con que su influencia no era tan fuerte entre los patricios como creía que debía ser, así que se acercó a la plebe (el primer patricio en hacerlo) y adoptó los métodos políticos de sus magistrados [de los tribunos de la plebe.- N. del T.]. Abusó del Senado y cortejó al populacho e, impulsado por el viento del favor popular más que por la convicción o el criterio, prefirió la notoriedad a la respetabilidad. No contento con las leyes agrarias que hasta entonces habían servido siempre a los tribunos de la plebe como material para su agitación, empezó a minar todo el sistema de crédito, porque vio que las leyes de las deudas causaban más irritación que las otras; no sólo amenazaban con la pobreza y la desgracia, sino que aterrorizaban a los hombres libres con la perspectiva de las cadenas y la prisión. Y, de hecho, se habían contraído gran cantidad de deudas debido a los gastos de reconstrucción, gastos más ruinosos incluso para los ricos. Se trataba, por tanto, de dar mayores competencias al gobierno; y la guerra volsca, grave de por sí y aumentada por la defección latina y hérnica, se puso como razón aparente. Fueron, sin embargo, las intenciones revolucionarias de Manlio las que, principalmente, decidieron al Senado a nombrar un dictador. Fue nombrado Aulo Cornelio Coso, y éste designó a Tito Quincio Capitolino como su Jefe de Caballería.
[6.12] Aunque el dictador reconocía que tenía un desafío más complicado en casa que en el exterior, alistó sus tropas y marchó a territorio pomptino que, según oyó, había sido invadido por los volscos. Puede que considerase necesario tomar medidas inmediatas o quizá esperase fortalecer su posición como dictador con una victoria y un triunfo. No tengo ninguna duda de que mis lectores estarán cansados de tan largo historial de guerras incesantes contra los volscos, pero también se verían afectados por la misma dificultad que yo mismo he sentido al examinar los autores que vivieron próximos al periodo, es decir, ¿de dónde sacaban los volscos suficientes soldados, después de tantas derrotas? Ya que este punto ha sido pasado por alto por los escritores antiguos, ¿qué puedo hacer yo, más que expresar una opinión como cualquiera pudiera formarse a partir de sus propias deducciones? Probablemente, en el intervalo entre una guerra y otra, entrenaban a cada nueva generación para la reanudación de las hostilidades, como se hace actualmente al alistar tropas romanas; o bien no reclutaban siempre sus ejércitos de los mismos distritos, aunque era siempre la misma nación la que iba a la guerra; o bien había una innumerable población libre en aquellas regiones que a duras penas escapaban de la desolación con la escasa labranza de esclavos romanos, que difícilmente permitirían más que un miserable reclutamiento de soldados. En todo caso, los autores están unánimemente de acuerdo en asegurar que los volscos tenían un inmenso ejército a pesar de haber quedado tan recientemente paralizados por los éxitos de Camilo. Sus fuerzas se incrementaron con los latinos y hérnicos, así como con un cuerpo de circeyenses e incluso por un contingente de colonos romanos de Velitres.
En el día en que llegó, el dictador plantó su campamento. Al día siguiente, después de tomar los auspicios y suplicar el favor de los dioses mediante sacrificios y oraciones, se adelantó con la moral alta hacia los soldados que desde la madrugada estaban armándose, conforme a las órdenes, para estar dispuestos en el momento en que se diera la señal para la batalla. «Nuestra, soldados», exclamó, «es la victoria, si los dioses y sus intérpretes así lo han visto en el futuro. Vayamos pues, como hombres llenos de segura esperanza, a enfrentar al enemigo que no es rival para nosotros, poned los pilos [pilo, en singular, es el término castellano directamente derivado, y traducción literal, del tipo de lanza característico descrito en las fuentes con la palabra latina pilum -singular- y pila -plural-.- N. del T.] a vuestros pies y armaos sólo con vuestras espadas. Ni siquiera querría que nadie se adelantase de la línea; permaneced firmes y recibid la carga del enemigo sin mover un pie. Cuando hayan lanzado sus inútiles proyectiles y lleguen hasta vosotros sus desordenadas filas, dejad que vuestras espadas destellen y que cada hombre recuerde que los dioses ayudan a los romanos, que son los dioses quienes os han enviado al combate con augurios favorables. Tú, Tito Quincio, mantén tu caballería a la mano y espera a que la lucha haya comenzado, pero cuando ves las líneas entrelazadas, pie con pie, ataca y aterroriza con tu caballería a los que ya estarán sobrepasados por otros miedos. Carga y dispersa sus filas mientras se encuentran en el fragor de la lucha». La Caballería y la infantería lucharon por igual, de acuerdo con sus instrucciones. El jefe no decepcionó a sus soldados, ni la Fortuna al jefe.
[6.13] La gran multitud de enemigos, basándose únicamente en su número y midiendo la fuerza de cada ejército exclusivamente por su apariencia, marchó temerariamente a la batalla y con la misma imprudencia la abandonó. Fue bastante valeroso en su grito de guerra, en lanzar sus proyectiles y en su primera carga; pero no pudieron mantener el combate cuerpo a cuerpo y sostener la vista de sus oponentes, que brillaba con el ardor de la batalla. Su frente fue superado y la desmoralización se extendió a las filas de apoyo; la carga de caballería produjo más pánico; las filas se rompieron por muchos sitios, todo el ejército quedó conmocionado y parecía una ola que se retiraba. Cuando cada uno de ellos vio que a medida que caían los de delante ellos serían los siguientes en caer, se dieron la vuelta y huyeron. Los romanos les presionaron con fuerza, y como el enemigo se defendía mientras se retiraba, a la infantería le tocó la persecución. Cuando se les vio deshacerse de sus armas por todas partes y dispersarse por el campo, se dio la señal a las secciones de caballería para que se lanzasen sobre ellos, y se les instruyó para no perder tiempo atacando fugitivos solitarios y que se pudiera escapar el cuerpo principal. Sería suficiente enfrentarles lanzando proyectiles y cruzando su frente al galope, y aterrorizándoles a todos hasta que la infantería pudiera llegar y despachar al enemigo normalmente. La huida y persecución no terminó hasta el anochecer. El campamento volsco fue tomado y saqueado el mismo día, y todo el botín, con excepción de los prisioneros, fue entregado a los soldados. La mayoría de los prisioneros eran hérnicos y latinos, y no sólo hombres de la clase plebeya, que podrían haberse considerado sólo como mercenarios, sino que también se comprobó la presencia de hombres notables entre su fuerza de combate, una clara prueba de que aquellos Estados habían ayudado formalmente al enemigo. También se reconoció a varios pertenecientes a Circei y a la colonia de Velitres. Todos ellos fueron enviados a Roma y, al ser interrogados por los líderes del Senado, les dieron entonces la misma contestación que habían dado al dictador, y revelaron, sin tratar de ocultarla, la deserción de sus respectivas naciones.
[6.14] El dictador mantuvo su ejército acampado de forma permanente, esperando que el Senado declarase la guerra contra aquellos pueblos. Un problema mucho mayor en casa, sin embargo, hizo que le requiriesen. La sedición, debido al trabajo de su instigador, estaba cobrando fuerzas día tras día. Para cualquiera que viese sus motivos, no sólo los discursos sino sobre todo la conducta de Marco Manlio, aunque ostensiblemente en interés del pueblo, le habría parecido revolucionaria y peligrosa. Cuando vio un centurión, un soldado distinguido, conducido como un deudor sentenciado, corrió hacia el centro del Foro seguido de su caterva [se ha dejado el término latino porque coincide exactamente con el castellano, hasta en su intención peyorativa.- N. del T.] y puso su mano sobre él. Tras declamar contra la tiranía de los patricios, la brutalidad de los usureros y la miserable condición de la plebe, dijo: «Así que en vano, con esta mano derecha he salvado el Capitolio y la Ciudadela, si tengo que ver a un conciudadano y camarada de armas puesto en cadenas y esclavizado, como si hubiera sido capturado por los galos victoriosos». Luego, ante todo el pueblo, pagó la suma adeudada a los acreedores, y después de librar así a aquel hombre con balanzas y monedas [al pesar el metal que pagaba lo adeudado; en esa época, en Roma, el dinero aún no se acuñaba sino que consistía en lingotes o discos de metal fundidos que habían de pesarse para establecer el valor.- N. del T.], lo mandó a su casa. El deudor liberado llamó a dioses y hombres a recompensar a Manlio, su liberador y protector benéfico de la plebe romana. Una ruidosa multitud lo rodeó inmediatamente, y él aumentó las emociones al mostrar las cicatrices dejadas por las heridas que había recibido en las guerras contra Veyes y los galos y en las recientes campañas. Exclamó: «Mientras estaba sirviendo en campaña y mientras trataba de restaurar mi casa asolada, pagué en intereses una cantidad igual a muchas veces el principal, pero como los intereses renovados siempre excedían mi capital, quedé enterrado bajo la carga de la deuda. Gracias a Marco Manlio puedo ahora ver la luz del día, el Foro, las caras de mis conciudadanos; de él he recibido todo el cariño que un padre puede mostrar a un hijo; a él dedico toda la fuerza que me queda, mi sangre y mi vida. En ese único hombre se une todo lo que me une a mi hogar, mi país y los dioses de mi patria».
La plebe, exaltada por este lenguaje, estaba ya totalmente rendida a la causa de este hombre cuando algo más sucedió, más calculado aún si cabe para generar universal confusión. Manlio puso a subasta una finca en territorio veyentino, que comprendía la mayor parte de su patrimonio. «Para», dijo, «que mientras me quede una propiedad, pueda impedir que cualquiera de vosotros, Quirites, sea entregado a sus acreedores condenados como deudores». Esto les exaltó a tal punto que resultaba evidente que seguirían al campeón de sus libertades en cualquier cosa, buena o mala. Para mayor malicia, pronunció discursos en su propia casa, como si estuviese arengando a los comicios, llenos de términos calumniosos para el Senado. Indiferente a la verdad o falsedad de lo que decía, declaró, entre otras cosas, que las cantidades de oro recogidas para los galos estaban siendo escondidas por los patricios; que no estaban contentos con apropiarse de las tierras públicas a menos que también pudieran hacerlo con los fondos públicos; si ese asunto se descubriese, se podrían anular las deudas de la plebe. Al creer esta esperanza, les pareció en efecto una acción escandalosa que mientras el oro reunido para los galos fue producto de una contribución general, ese mismo oro, al recuperarse del enemigo, se hubiera convertido el botín de unos pocos. Insistían, por tanto, en descubrir dónde se ocultaba este gran botín robado, y como Manlio lo retrasaba y anunciaba que lo descubriría a su debido tiempo, el interés general quedó centrado en este asunto, con exclusión de todo lo demás. Es evidente que no habría límite a su reconocimiento si su información se revelaba correcta, ni a su disgusto si resultase falsa.
[6.15] Mientras las cosas estaban en esta situación de suspenso, el dictador había sido convocado de donde estaba el ejército y llegó a la Ciudad. Después de enterarse sobre el estado de la opinión pública, convocó una reunión del Senado para el día siguiente y les ordenó quedar completamente pendientes de él. Luego ordenó que pusieran su silla de magistrado en la tribuna del Comicio y, rodeado de los senadores como guardaespaldas, envió a por Marco Manlio. Al recibir el requerimiento del dictador, Manlio dio a los suyos una señal de que el conflicto era inminente y apareció ante el tribunal rodeado por una inmensa multitud. Por un lado, el Senado, por el otro la plebe; cada uno con sus ojos fijos en sus respectivos dirigentes, se pusieron frente a frente, como preparados para la batalla. Tras hacerse el silencio, dijo el dictador: «Deseo que el Senado y yo podamos llegar a un entendimiento con la plebe con tanta facilidad como, estoy seguro, llegaremos contigo sobre el asunto sobre el que te voy a preguntar. Veo que han llevado a sus conciudadanos a esperar que todas las deudas se puedan pagar, sin ninguna pérdida para los acreedores, con los tesoros recuperados a los galos y que dices han sido ocultados por los patricios. Estoy muy lejos de querer obstaculizar este asunto; por el contrario, te desafío, Marco Manlio, a que saques de sus escondrijos a aquellos que, como gallinas ponedoras, están sentados sobre los tesoros que pertenecen al Estado. Si no lo haces, sea porque tú mismo tienes tu parte de botín o porque tu acusación sea infundada, ordenaré que te pongan en prisión y que no tenga el pueblo que sufrir ser incitado por las falsas esperanzas que has levantado.
Manlio dijo en respuesta que no se había equivocado en sus sospechas: habían nombrado un dictador no contra los volscos, a quienes trababan como enemigos cada vez que les interesaba a los patricios, ni para llevar a las armas a latinos y hérnicos con falsas acusaciones; habían nombrado un dictador contra él mismo y la plebe romana. Se habían dejado de su fingida guerra y ahora le atacaban a él; el dictador se declaraba abiertamente el protector de los usureros contra los plebeyos; la gratitud y afecto que el pueblo le mostraba se convertían en motivo para acusarle de tal modo que le arruinarían. Y continuó: «¿Os ofende la multitud que me rodea, Aulo Cornelio?, ¿y a vosotros, senadores? Entonces, ¿por qué no la separáis de mí a base de actos de bondad, ofreciendo seguridad al liberar a vuestros conciudadanos de la cuerda, impidiendo que sean juzgados por sus acreedores, apoyando a los demás con vuestros abundantes recursos? Pero ¿por qué tendría que instarles a gastar su propio dinero? Fijad cierta cantidad, deducid del principal lo que se ha pagado ya en intereses, y entonces la multitud que me rodea no tendrá más importancia que si rodease a otro. ¿Es que solo yo siento esta inquietud por mis conciudadanos? Yo sólo puedo responder a esa pregunta como respondería a otra – ¿Por qué solo yo salvé el Capitolio y la Ciudadela? Entonces hice lo que pude para salvar el cuerpo de los ciudadanos como un todo, ahora estoy haciendo lo que puedo para ayudar a las personas. En cuanto al oro de los galos, tu pregunta complica algo que es bastante simple en sí mismo. ¿Por qué me preguntas por algo que tú ya sabes? ¿Por qué ordenas que se agite lo que hay en tu bolsa, en vez de entregarlo voluntariamente, a no ser que en el fondo exista alguna deshonestidad? Cuanto más órdenes que se descubran tus trucos de magia, más, me temo, engañarás a los que te están mirando. No es a mí a quien se debe obligar a descubrir el botín, sino a vosotros, sois vosotros quienes han de ser obligados públicamente a hacerlo».
[6.16] El dictador le ordenó que se dejara de ambages, e insistió en que diera testimonio digno de confianza o admitiese que era culpable de inventar falsas acusaciones contra el Senado, exponiéndolos al odio con una acusación infundada de robo. Él se negó, y dijo que no hablaría a petición de sus enemigos, con lo cual el dictador ordenó que fuera conducido a la cárcel. Cuando fue detenido por el funcionario exclamó: «Júpiter Óptimo Máximo, reina Juno, Minerva, todos vosotros dioses y diosas que habitáis en el Capitolio, ¿sufriréis que vuestro soldado y defensor sea así perseguido por sus enemigos? ¿Será esposada y encadenada esta mano diestra con la que expulsé a los galos de vuestros santuarios?» Nadie podía soportar ver u oír la indignidad que se le hacía; pero el Estado, en su absoluta sumisión a la autoridad legítima, se había impuesto a sí mismo límites que no podía traspasar; ni los tribunos de la plebe, ni la misma plebe se atrevió a levantar la vista o a decir una palabra contra la acción del dictador. Parece bastante cierto que después que Manlio fuera enviado a prisión y un gran número de plebeyos se puso de luto; muchos se dejaron crecer el cabello y las barbas y el vestíbulo de la prisión fue acosado por una multitud deprimida y triste. El dictador celebró su triunfo sobre los volscos, pero su triunfo aumentó su impopularidad; los hombres se quejaban de que la victoria fue obtenida en su casa, no en el campo de batalla, y sobre un ciudadano, no sobre un enemigo. Una sola cosa faltó en el desfile de la tiranía, Manlio no fue llevado en procesión delante del carro del vencedor. Las cosas fueron rápidamente derivando hacia la sedición, y el Senado tomó la iniciativa de tratar de calmar la agitación. Sin que nadie se lo pidiese, ordenó que dos mil ciudadanos romanos fuesen enviados a Sátrico y que cada uno recibiese dos yugadas y media de tierra [0,675 Ha.- N. del T.]. Esto fue considerado como una subvención demasiado pequeña, distribuida entre un número demasiado pequeño de gente; fue visto como (y de hecho lo era) un soborno a cambio de la traición de Manlio, así que el remedio propuesto sólo ayudó a inflamar la enfermedad. En aquel momento, la multitud de simpatizantes de Manlio había fijado su atención en sus ropas sucias y aspecto abatido. No fue hasta que el dictador dejó su cargo, después de su triunfo, que desapareció el terror que inspiraba sobre las lenguas y ánimos de los hombres, que fueron libres una vez más.
[6.17] Se escuchó a hombres que reprochaban abiertamente al populacho que siempre alentaran a sus defensores hasta llevarles al borde del precipicio, y abandonarles cuando realmente llegaba el momento del peligro. Fue de esta manera, decían, como Espurio Casio, buscando obtener tierras para la plebe, y Espurio Melio, mientras quitaba el hambre de los ciudadanos a su propia costa, habían sido ambos aplastados; Era así como Marco Manlio fue traicionado a sus enemigos, mientras rescataba a la parte de la comunidad que se vio desbordada y sumergida por la extorsión usurera y les llevaba de vuelta a la luz y la libertad. La plebe engordaba a sus propios defensores para la matanza. ¿Se iba a sufrir tal castigo porque un hombre consular se negase a responder al cabecero de un dictador? Suponiendo que antes hubiera hablado con falsedad, y que por tanto no respondiese a tiempo, ¿se había encarcelado alguna vez a un esclavo por mentir? ¿Habían olvidado aquella noche que bien hubiera podido ser la noche final y eterna de Roma? ¿No recordaban la visión de las tropas galas, subiendo por la roca Tarpeya, o la del propio Manlio, como de hecho le habían visto, cubierto de sangre y sudor, después de rescatar, casi se podría decir, al propio Júpiter de las manos del enemigo. ¿Habían cumplido con su obligación con el salvador de su patria al darle cada uno media libra de grano? ¿Era el hombre al que consideraban casi como un dios, a quien, en todo caso, colocaban a la altura del Júpiter del Capitolio al darle el sobrenombre de Capitolino, iban a dejar que ese hombre pasase la vida encadenado y en la oscuridad, a merced del verdugo? ¿Había bastado la ayuda de un hombre para salvarlos a todos y no se hallaría entre ellos ayuda para aquel hombre? Para entonces, la gente se negaba a abandonar el lugar, ni siquiera por la noche, y amenazaban con romper la prisión cuando el Senado concedió lo que iban a conseguir mediante la violencia y aprobó una resolución para que se liberase a Manlio. Esto no puso fin a la agitación sediciosa, sólo le proporcionó un jefe. Durante este tiempo, los latinos y hérnicos, junto con los colonos de Circei y Velitres, enviaron legados para descargarse de la acusación de estar envueltos en la guerra Volsca y para pedir la entrega de sus compatriotas prisioneros, para juzgarles con sus propias leyes. Se dio una respuesta desfavorable a latinos y hérnicos, una aún más desfavorable a los colonos, porque se habían relacionado con el impío proyecto de atacar a su propia madre patria. No sólo se rechazó la entrega de los prisioneros, sino que recibieron una severa advertencia del Senado, excepto en el caso de los aliados, para partir rápidamente de la Ciudad, fuera de la vista del pueblo romano; de otro modo, no quedarían protegidos por los derechos de embajadores, derechos que se habían establecido para los extranjeros, no para los ciudadanos.
[6.18] Al término del año, en medio de la creciente agitación encabezada por Manlio, se celebraron las elecciones. Los nuevos tribunos consulares fueron: Servio Cornelio Maluginense y Publio Valerio Potito (cada uno por segunda vez), Marco Furio Camilo (por quinta vez), Servio Sulpicio Rufo (por segunda vez), Cayo Papirio Craso y Tito Quincio Cincinato (por segunda vez). El año -384 a.C.- se abrió en paz, lo que resultó de lo más oportuno tanto para los patricios como para los plebeyos; para la plebe porque al no llamarles a servir en filas, esperaban aliviar la carga de sus deudas, especialmente ahora que tenían un líder fuerte; para los patricios, porque ninguna inquietud externa les distraería de hacer frente a sus problemas internos. Ya que cada parte se encontraba más preparada para la lucha, ésta no podría siempre ser retrasada. Manlio, también, estaba invitando a los plebeyos a su casa y discutía día y noche sobre planes revolucionarios con sus jefes, con un ánimo mucho más agresivo y resentido que antes. Su rencor se había encendido con la reciente humillación infligida a un espíritu poco acostumbrado a la desgracia; su agresividad se animó por la convicción de que el dictador no se habría atrevido a tratarle como Quincio Cincinato trató a Espurio Melio; pues no solo evitó el dictador el odio creado por su aprisionamiento mediante la dimisión, incluso el Senado había sido incapaz de hacerle frente.
Alentado y amargado por estas consideraciones, elevó las pasiones de la plebe, que ya estaba bastante indignada, a un nivel más alto mediante sus arengas. «¿Cuánto tiempo, os ruego», preguntó, «vais a permanecer en la ignorancia de vuestra fuerza, una ignorancia que la naturaleza prohíbe incluso a los animales? Contad por lo menos vuestros números y los de vuestros oponentes. Incluso si les fueseis a atacar en igualdad de condiciones, hombre a hombre, creo que vosotros lucharíais más desesperadamente por vuestra libertad que ellos por el poder. Pero sois mucho más numerosos, pues todos vosotros, que habéis asistido como clientes a vuestros patronos, ahora os enfrentáis a ellos como adversarios. Sólo tenéis que hacer una demostración de guerra y tendréis la paz. Que vean que estáis dispuestos a utilizar la fuerza, depondrán sus quejas. Tenéis que intentar algo como un todo o habréis de sufrirlo todo como individuos. ¿Cuánto tiempo os fijaréis en mí? Ciertamente, yo no os fallaré, ved que la Fortuna no me falle a mí. Yo, vuestro vengador, cuando vuestros enemigos lo consideraron oportuno, fui reducido a la nada y vosotros mirasteis cómo llevaban a prisión al hombre que evitó la cárcel a tantos de vosotros. ¿Qué he que esperar si mis enemigos se atreven a hacer algo más contra mí? ¿Tengo que enfrentar la suerte de Casio y Melio? Está muy bien gritar horrorizados: «Los dioses lo impedirán», pero nunca bajan del cielo en mi favor. Debéis impedirlo; ellos os deben dar el valor de hacerlo, como me dieron el valor para defenderos como soldado del enemigo bárbaro y como civil de vuestros tiránicos conciudadanos. ¿Es tan pequeño el ánimo de esta gran nación que siempre os contentaréis con la ayuda que os proporcionan vuestros tribunos contra vuestros enemigos, y nunca saben de temas de disputa con los patricios, excepto cuánto más les dejaréis que manden sobre vosotros? No es este vuestro instinto natural, sois los esclavos de la costumbre. ¿Por qué es que mostráis tal ánimo hacia las naciones extranjeras como para pensar que es justo y equitativo que gobernéis sobre ellos? Porque con ellos os habéis acostumbrado a luchar por el dominio, mientras que contra estos enemigos domésticos ha sido una lucha más por ganar la libertad que por mantenerla. Sin embargo, independientemente de los jefes que hayáis tenido o de las virtudes que hayáis mostrado, habéis alcanzado, tanto por vuestra fortaleza como por vuestra buena fortuna, cada objetivo, por grande que fuese, en el que poníais vuestros corazones. Ahora es el momento para intentar cosas mayores. Juzgar sólo tanto acerca de vuestra propia buena fortuna como de la mía, que creo que ya está probada en beneficio vuestro; espero que tengáis menos problemas en colocar alguien que gobierne a los patricios de los que habéis tenido en poner hombres que resistan su poder sobre vosotros. Dictaduras y consulados deben ser derribadas para que la plebe romana pueda levantar su cabeza. Tomad sus lugares, así, en el Foro; impedid que se pronuncie ninguna sentencia por deudas. Yo me declaro Patrón de la Plebe, título del que me han investido mi preocupación y fidelidad; si preferís designar a vuestro jefe por cualquier otro título de honor o mando, tendréis en ello el más poderoso instrumento para alcanzar cuanto deseéis». Se dice que este fue el primer paso en su intento de asegurarse el poder real, pero no hay una tradición clara en cuanto a quiénes eran sus compañeros de conspiración o con qué extensión elaboraron sus planes.
[6.19] Por la otra parte, sin embargo, el Senado discutía esta secesión de la plebe en una casa particular, que resultaba estar situada en el Capitolio, y sobre el gran peligro que amenazaba la libertad. Muchos exclamaban que lo que se necesitaba era un Servilio Ahala, quien no se limitaría a molestar a un enemigo del Estado ordenando que se le encarcelase, sino que pondría fin a la guerra interna con el sacrificio de un único ciudadano. Finalmente acordaron una resolución más suave en sus condiciones, pero que poseía la misma fuerza, a saber, que «los magistrados debían velar porque la República no recibiese daño de los maliciosos planes de Marco Manlio». Así pues, los tribunos consulares y los tribunos de la plebe (pues estos últimos reconocieron que el fin de la libertad sería también el fin de su poder y se pusieron, por tanto, bajo la autoridad del Senado) tomaron juntos consejo sobre las medidas que era preciso tomar. Como a nadie se le ocurría nada distinto al empleo de la fuerza y su inevitable derramamiento de sangre, lo que conduciría inevitablemente a una terrible lucha, Marco Menenio y Quinto Publilio, tribunos de la plebe, hablaron así: «¿Por qué estamos convirtiendo lo que debería ser un conflicto entre el Estado y un ciudadano apestado en una lucha entre patricios y plebeyos? ¿Por qué atacar a la plebe a través de él, cuando es mucho más seguro para atacarle a él mediante la plebe, de modo que se hunda en la ruina por el peso de su propia fuerza? Es nuestra intención fijar un día para su juicio. Nada es menos deseado por el pueblo que el poder real. En cuanto los plebeyos se den cuenta de que el conflicto no va con ellos y vean que en vez de sus partidarios son sus jueces, en cuanto vean a un patricio llevado ante su juicio y comprendan que el cargo que se le imputa es el de aspirar a la monarquía, ya no se mostrarán más partidarios de ningún hombre, sino de su propia libertad».
[6.20] Con la aprobación general, fijaron un día para el juicio de Manlio. Hubo al principio mucha alteración entre la plebe, sobre todo cuando se le vio andar de luto sin que ningún patricio, ninguno de sus parientes o amistades y, lo más extraño de todo, ninguno de sus hermanos, Aulo y Tito Manlio, fuesen vestidos igual. Porque hasta ese día nunca se había sabido de nada igual, que una crisis así en el destino de un hombre le hubiera puesto de luto. Se acordaban de que cuando Apio Claudio fue enviado a prisión, su enemigo personal, Cayo Claudio, y toda la gens de los Claudios, llevaba luto. Recordaban aquello como una conspiración para aplastar a un héroe popular que fue el primero en pasarse de los patricios a la plebe. Nada he podido encontrar, en ningún autor, acerca de qué prueba se adujo, en el juicio presente, que apoyase estrictamente la acusación de traición, más allá de las reuniones en su casa, sus expresiones sediciosas y su falso testimonio respecto al oro. Pero no tengo ninguna duda de que era algo nada ligero, pues la vacilación mostrada por el pueblo al declararle culpable no se debió a los méritos del caso sino al lugar en que se llevó a cabo el juicio. Esto es algo a tener en cuenta, a fin de que los hombres vean cómo grandes y gloriosos hechos pueden ser no sólo privados de todo mérito, sino convertirse directamente en odiosos por el anhelo repugnante del poder real.
Se dice que liberó a cuatrocientas personas a las que adelantó dinero sin interés, impidiendo que les vendiesen y les entregasen sentenciados a sus acreedores. Se afirma que, además de esto, no sólo enumeró sus méritos militares, sino que los formó para pasarles revista: los despojos de más de treinta enemigos a los que había dado muerte, regalos de los generales en número de cuarenta, entre ellos dos coronas murales y ocho cívicas [estas condecoraciones al valor son extraordinarias, pues se entregaban al primero que asaltaba una muralla y colocaba en ella el estandarte y al quien salvaba la vida de otro ciudadano en combate, respectivamente; eran la primera de oro y la segunda de roble.-. N. del T.]. Además de esto, presentó los ciudadanos a los que había rescatado del enemigo, nombrando a Cayo Servilio, Jefe de la Caballería, que no estaba presente, como uno de ellos. Después de haber recordado sus logros bélicos en un magnífico discurso, elevando su lenguaje al nivel de sus hazañas, descubrió su pecho ennoblecido por las cicatrices del combate, y mirando hacia el Capitolio invocó repetidamente a Júpiter y a los otros dioses para que viniesen en ayuda de sus quebradas fortunas. Rezó para que, en esta crisis de su destino, inspirasen al pueblo romano los mismos sentimientos que le habían inspirado a él cuando protegía la Ciudadela y el Capitolio, para así salvar a Roma. Después, dirigiéndose a sus jueces, les imploró a todos que juzgasen su caso con sus ojos puestos en el Capitolio, mirando hacia los dioses inmortales.
Como era en el Campo de Marte donde el pueblo había de votar en sus centurias y el demandado, extendiendo sus manos hacia el Capitolio, había dado la espalda a los hombres para volverse a los dioses con sus plegarias, se hizo evidente a los tribunos que, a menos que pudiesen apartar los ojos de la gente del visible evocador de sus pasadas glorias, sus pensamientos, completamente cautivados con los servicios que les había prestado, no tendrían lugar para las acusaciones en su contra, por ciertas que fuesen. Así pues, el proceso se pospuso para el día siguiente y se convocó al pueblo junto al bosque Petelino, fuera de la puerta Flumentana, desde donde no se veía el Capitolio. Aquí se expuso la acusación y, con los corazones fríos contra sus apelaciones, dictaron una terrible sentencia, abominable incluso para los jueces. Algunos autores afirman que fue condenado por los duunviros, que eran nombrados para juzgar los casos de traición a la patria. Los tribunos lo arrojaron desde la roca Tarpeya, y el lugar que constituía el monumento de su gloria excepcional fue también la escena de su castigo final. Después de su muerte, dos estigmas se pusieron a su memoria: Uno, por el Estado, pues su casa estaba donde se encuentra ahora el templo y ceca de Juno Moneta, y se presentó una propuesta ante el pueblo para que ningún patricio pudiese ocupar una vivienda dentro de la Ciudadela o en el Capitolio. La otra, por los miembros de su gens, que decretaron la prohibición de que nadie más en adelante asumiera los nombres de Marco Manlio. Tal fue el final de un hombre que, de no haber nacido en un Estado libre, habría sido digno de memoria. Cuando ya no se podía temer de él ningún peligro, el pueblo, recordando sólo sus virtudes, pronto empezó a lamentar su pérdida. Una peste que siguió poco después y que provocó una gran mortandad, y a la que no se pudo achacar ninguna causa, fue atribuida por gran número de personas a la ejecución de Manlio. Imaginaban que el Capitolio había sido profanado por la sangre de su libertador y que a los dioses les disgustaba el castigo infligido, casi ante sus ojos, al hombre por quien sus templos se habían recuperado de manos enemigas.
[6.21] A la peste siguió la escasez y el rumor generalizado de que a aquellos dos problemas seguirían varias guerras al año siguiente. Los tribunos consulares fueron Lucio Valerio (por cuarta vez), Aulo Manlio, Servio Sulpicio, Lucio Lucrecio, Lucio Emilio (todos por tercera vez) y Marco Trebonio -383 a.C.-. Además de los volscos, que parecían destinados por algún hado a mantener a los soldados romanos en formación perpetua; además de las colonias de Circei y Velitres, que habían estado mucho tiempo pensando en rebelarse; además de los latinos, de los que se sospechaba, un nuevo enemigo surgió en Lanuvio, que hasta entonces había sido la ciudad más leal. El Senado consideró que esto se debía a un sentimiento de desprecio, al haber estado tanto tiempo sin castigar la revuelta de sus compatriotas en Velitres. En consecuencia, aprobó un decreto para que se preguntase al pueblo tan pronto como se pudiera, si consentía en que se les declarase la guerra. Para hacer que la plebe estuviese más dispuesta a entrar en esta campaña, se nombraron cinco delegados para distribuir el territorio pomptino y a otros tres para asentar una colonia en Nepi. Luego se presentó la propuesta al pueblo y, a pesar de las protestas de los tribunos, las tribus declararon la guerra por unanimidad. Los preparativos bélicos siguieron durante todo el año pero, debido a la peste, el ejército no fue desplegado. Este retraso dio tiempo a los colonos para propiciar al Senado, y hubo una parte considerable entre ellos favorable a enviar embajadores a Roma para pedir perdón. Pero, como siempre, el interés del Estado estaba mezclado a los intereses de las personas; los autores de la revuelta, por tanto, temiendo que se les responsabilizara y entregase para apaciguar la ira romana, alejaron a los colonos de todo pensamiento de paz. No se limitaron a persuadir a su senado para que vetase la embajada propuesta; también provocaron a muchos de la plebe para que hicieran incursiones de saqueo por territorio romano. Este nuevo ultraje destruyó todas las esperanzas de paz. Este año, por primera vez, surgió un rumor de una revuelta en Palestrina [antigua Preneste.- N. del T.]; pero cuando los pueblos de Túsculo, Gabinia y Lábico, cuyos territorios habían sido invadidos, presentaron una queja formal, el Senado se lo tomó con tanta calma que era evidente que no creían la acusación, porque no deseaban que fuera cierta.
[6.22] Espurio y Lucio Papirio, los nuevos tribunos consulares, marcharon con las legiones a Velitres. Sus cuatro colegas, Servio Cornelio Maluginense, Quinto Servilio, Cayo Sulpicio y Lucio Emilio se quedaron para defender la ciudad y enfrentar cualquier nuevo movimiento en Etruria, pues se temía cualquier peligro por aquel lado -382 a.C.-. En Velitres, donde los auxiliares de Palestrina eran casi más numerosos que los propios colonos, tuvo lugar un combate en el que los romanos vencieron rápidamente, pues como la ciudad estaba tan cerca, el enemigo huyó pronto y se dirigió a la ciudad que era su único refugio. Los tribunos se abstuvieron de asaltar el lugar, pues dudaban del éxito y no creían que fuese correcto arrasar la colonia. Las cartas a Roma anunciando la victoria mostraban más animosidad contra los palestrinenses que contra los velitrenses. En consecuencia, por un decreto del Senado confirmado por el pueblo, se declaró la guerra contra Palestrina. Los palestrinenses unieron sus fuerzas con los volscos y al año siguiente tomaron al asalto la colonia romana de Sátrico, tras una obstinada defensa, e hicieron un uso brutal de su victoria. Este incidente exasperó a los romanos. Eligieron a Marco Furio Camilo como tribuno consular por sexta vez y le dieron cuatro colegas: Aulo y Lucio Postumio Albino, Lucio Furio, Lucio Lucrecio, y Marco Fabio Ambusto -381 a.C.-. Por un decreto especial del Senado, la guerra contra los volscos se encargó a Marco Furio Camilo; el tribuno elegido por sorteo como su ayudante fue Lucio Furio, no tanto, como se vio después, en interés del Estado, como en el de su colega, a quien sirvió como medio de ganar nuevo prestigio. Se lo ganó, en público, restaurando la fortuna del Estado que había sido humillada por la temeridad del otro [de Lucio Furio.- N. del T.], y en privado, porque ansiaba más ganarse la gratitud del otro tras reparar su error que ganar gloria para sí mismo. Camilo era ya de edad avanzada, y después de ser elegido estaba dispuesto a hacer la declaración habitual declinando el cargo por motivos de salud, pero el pueblo se negó a permitírselo. Su pecho vigoroso estaba todavía animado por una energía indomable por la edad, sus sentidos estaban intactos y dejó su interés en los asuntos políticos ante la perspectiva de la guerra. Se alistaron cuatro legiones, cada una de cuatro mil hombres. El ejército recibió la orden de reunirse al día siguiente en la puerta Esquilina, y en seguida marcharon hacia Sátrico. Aquí esperaban los captores de la colonia, su absoluta superioridad numérica les inspiraba una completa confianza. Cuando vieron que los romanos se aproximaban, avanzaron de inmediato a la batalla, ansiosos de llevar las cosas a un punto decisivo tan pronto como pudieran. Se imaginaban que esto impediría que la inferioridad numérica de sus oponentes fuese compensada por la habilidad de su jefe, al que consideraban el único motivo de confianza de los romanos.
[6.23] El mismo deseo de combatir tenían el ejército romano y el colega de Camilo. Nada se interponía en el camino de aventurarse a un enfrentamiento inmediato, excepto la prudencia y la autoridad de un hombre, que buscaba una oportunidad, prolongando la guerra, para incrementar la fuerza de sus tropas mediante la estrategia. Esto hizo que el enemigo presionase más; no solamente desplegaron sus líneas frente a su campamento, sino que avanzaron en medio de la llanura y mostraron su arrogante confianza en su número adelantando sus estandartes hasta cerca de las trincheras romanas. Esto hizo que los romanos se indignaran, y aún más Lucio Furio. Joven y naturalmente de gran carácter, estaba ahora poseído con la esperanza de la tropa, cuyos ánimos necesitaban poco para elevarse y justificar su confianza. Él aumentó su excitación menospreciando la autoridad de su colega con la excusa de su edad, la única razón posible que había para ello; decía que las guerras eran el territorio de los hombres más jóvenes, pues el valor crece y decae con la edad, en correspondencia con la potencia corporal. «Camilo», dijo, «una vez guerrero de los más activos, se ha vuelto débil y perezoso; él, cuya costumbre había sido, inmediatamente tras llegar ante los campamentos o las ciudades, tomarlas al primer asalto, perdía ahora el tiempo y estancaba sus líneas. ¿Qué aumento de sus fuerzas o disminución de las enemigas esperaba? ¿Qué oportunidad favorable, qué momento adecuado, qué terreno en el que desplegar su estrategia? Los planes del viejo habían perdido todo el fuego y la vivacidad. Camilo ya había tenido su cuota de vida y de gloria. ¿Por qué debía dejar decaer su fuerza, un Estado destinado a ser inmortal, según la decadencia de un cuerpo mortal?».
Con discursos de este tenor, había convencido a todo el campamento de su punto de vista y en muchas partes del campamento se exigía ser llevados inmediatamente al combate. Dirigiéndose a Camilo, le dijo: «Marco Furio, no podemos refrenar el ímpetu de los soldados, y el enemigo al que hemos dado nuevos ánimos con nuestras vacilaciones muestra ahora un intolerable desprecio hacia nosotros. Eres uno contra todos; cede al deseo general y déjate vencer por el consejo ajeno para que puedas vencer pronto en la batalla». En su respuesta, Camilo le dijo que en todas las guerras que había emprendido hasta ese día, como único jefe, ni él ni el pueblo romano habían tenido nunca motivo alguno para quejarse de su generalato ni de su buena fortuna. Él ya era consciente de que tenía un colega que era su igual en rango y autoridad, y superior a él en vigor por la edad. En cuanto al ejército, había estado acostumbrado a mandar y no a ser mandado pero, en cuanto a su colega, no obstaculizaría su autoridad. Que haga, con ayuda del cielo, cuanto considere mejor para el Estado. Le rogó que, por su edad, se le excusase de estar en primera línea; no mostraría falta en cualquier puesto que un anciano pudiese desempeñar en batalla. Rogó a los dioses inmortales para que ninguna desgracia les hiciera sentir que su plan, después de todo, era el mejor. Su saludable consejo no fue escuchado por los hombres, ni su patriótica oración lo fue por los dioses. Su colega, que estaba determinado a librar batalla, formó la línea del frente; Camilo formó una poderosa reserva y colocó una gran fuerza al frente del campamento. Él mismo se colocó en cierto lugar elevado y esperó con ansiedad el resultado de tácticas tan distintas de las suyas.
[6.24] Tan pronto como sus armas chocaron juntas, al primer contacto, el enemigo empezó a retirarse, no por miedo sino por razones tácticas. Detrás de ellos, el terreno se elevaba suavemente hasta su campamento, y debido a su superioridad numérica habían podido dejar varias cohortes, armadas y listas para la acción, en su campamento. Después que hubo empezado la batalla, éstos harían una salida tan pronto como el enemigo estuviese cerca de sus trincheras. En su persecución del enemigo en retirada, los romanos habían sido llevados al terreno elevado y estaban en cierto desorden. Aprovechando su oportunidad, el enemigo cargó desde el campamento. Era el turno de los vencedores para alarmarse, y este nuevo peligro y la lucha cuesta arriba hicieron que los romanos cediesen terreno. Mientras que los volscos que había cargado desde el campamento, estando frescos, les presionaban, los otros que habían fingido huir renovaron el combate. Al fin, los romanos dejaron de retirarse en orden; olvidando su reciente ardor combativo y su antigua fama, empezaron a huir en todas direcciones y se dirigieron en salvaje desorden hacia su campamento. Camilo, después de que le ayudasen a montar quienes le rodeaban, movilizó a toda prisa las reservas y bloqueó su huida. «¿Es esta, soldados», les gritó, «la batalla que reclamabais? ¿A qué hombre, a qué dios le echaréis la culpa? Entonces fuisteis temerarios, ahora sois unos cobardes. Habéis seguido a otro jefe, seguir ahora a Camilo y venced, como estáis acostumbrados, bajo mi mando. ¿Por qué miráis a la valla y al campamento? Ni un sólo hombre entrará a menos que venzáis». La vergüenza, al principio, detuvo su huida desordenada; luego, cuando vieron que los estandartes daban la vuelta, que las líneas daban cara al enemigo y que su jefe, ilustre por cien triunfos y ahora venerable por la edad, se presentaba en las primeras filas, donde el riesgo y la fatiga eran mayores, los mutuos reproches se cruzaban con palabras de aliento por todo el frente, hasta que finalmente estallaron en un grito de ánimo.
El otro tribuno no defraudó en la ocasión. Mientras que su colega estaba incitando a la infantería, él fue enviado a la caballería. No se atrevió a censurarles (su parte de culpa le dejaba poca autoridad para ellos), sino que dejando de lado cualquier tono de mando, les imploró a todos y cada uno que le dejasen redimir su culpa por las desgracias del día. «A pesar», dijo, «de la negativa y oposición de mi colega, preferí unirme a la temeridad general en vez de a su prudencia. Sea cual sea vuestra fortuna, Camilo verá su propia gloria reflejada en ellos; y yo, a menos que se venza, tendré la completa miseria de compartir la suerte de todos y cargar con toda la infamia». Como la infantería vacilaba, pareció mejor que la caballería, después de desmontar y dejar sus caballos sujetos, atacase a pie al enemigo. Notables por sus armas y arrojado valor, iban donde quiera que veían a la infantería presionada. Oficiales y soldados se emulaban en el combate con un coraje y una determinación que no se debilitaban. El efecto de tan intenso valor se demostró en el resultado; los volscos, que poco antes habían cedido terreno con miedo fingido, fueron dispersados con auténtico pánico. Un gran número murió en la misma batalla y la huida siguiente, otros en el campamento, donde llegaron durante la misma carga; hubo más prisioneros, sin embargo, que muertos.
[6,25] Al examinar los prisioneros, se descubrió que algunos eran de Túsculo; estos fueron conducidos por separado ante los tribunos y, al ser interrogados, admitieron que su Estado les había autorizado a tomar las armas. Alarmado por la perspectiva de una guerra tan cerca de la Ciudad, Camilo dijo que llevaría los prisioneros en seguida a Roma para que el Senado no estuviera en la ignorancia del hecho de que los tusculanos habían abandonado la alianza con Roma. Su colega, podría, si le parecía bien, quedar al mando del ejército en el campamento. La experiencia de un único día le había enseñado a preferir los consejos sabios a los suyos propios, pero aún así, ni él ni nadie en el ejército suponían que Camilo pasaría con tanta calma sobre aquel por cuyo desacierto la república había quedado expuesta a precipitarse en el desastre. Tanto en el ejército como en Roma se resaltaba por todos que en la suerte de la guerra Volsca, la infamia por la desastrosa batalla y la huida recaían en Lucio Furio, mientras que la gloria de la victoria era de Marco Furio Camilo. Presentados ante el Senado los prisioneros, éste resolvió la guerra contra Túsculo y confió su dirección a Camilo. Propuso que debía tener un ayudante y, tras recibir permiso para elegir a quien quisiese, eligió, para sorpresa de todos, a Lucio Furio. Con este acto de generosidad le quitó el estigma a su colega y ganó gran gloria para sí mismo.
Pero no hubo guerra con los tusculanos. Incapaces de resistir el ataque de Roma por la fuerza de las armas, se echaron a un lado mediante una paz firme y duradera. Cuando los romanos entraron en su territorio, ningún habitante de los lugares próximos a su marcha huyó, no se interrumpió el cultivo de los campos, las puertas de la ciudad permanecieron abiertas y los ciudadanos, vestidos de civil, llegaron en multitud a encontrarse con los generales mientras que llevaban celosamente provisiones para el campamento desde la ciudad y el campo. Camilo estableció su campamento frente a las puertas y decidió comprobar por sí mismo si el aspecto pacífico que presentaba el campo reinaba también intramuros. Dentro de la ciudad se encontró con que las puertas de las casas que se hallan abiertas y todo tipo de cosas expuestas para la venta en los puestos; todos los trabajadores ocupados en sus tareas respectivas, y las escuelas resonando con el tarareo de las voces de los niños que aprendían a leer; las calles llenas con la multitud, incluidos mujeres y niños que iban en todas direcciones para encargarse de sus asuntos y con una expresión libre, no sólo de temor, sino incluso de sorpresa. Miró por todas partes, buscando en vano signos de guerra; no había la menor traza de que algo hubiera sido apartado o puesto sólo para ese momento; todo parecía tan pacífico y tranquilo que era resultaba difícil creer que les hubiese alcanzado el viento de la guerra.
[6,26] Desarmado por la actitud sumisa del enemigo, dio órdenes para que se convocase al Senado. A continuación, se les dirigió en los siguientes términos: «¡Hombres de Túsculo!, sois el único pueblo que ha descubierto las verdaderas armas, la verdadera fortaleza con la que protegeros de la ira de Roma. Id al Senado en Roma; él estimará si merece más castigo vuestra pasada ofensa o perdón vuestra actual sumisión. No voy a anticipar si el Estado os mostrará gracia y favor; recibiréis de mí el permiso para rogar el perdón y el senado concederá a vuestras súplicas la respuesta que les parezca mejor». Después de la llegada de los senadores tusculanos a Roma, al verse en el vestíbulo de la Curia los rostros tristes de los que unas semanas antes había sido firmes aliados, el Senado romano fue tocado con la compasión y enseguida ordenó que se les llamase como amigos e invitados en vez de como a enemigos. El dictador de Túsculo fue el portavoz. «Senadores», dijo, «nosotros, contra los que habéis declarado y comenzado las hostilidades, fuimos ante vuestros generales y vuestras legiones armados y equipados sólo como nos veis ahora, en pie en el vestíbulo de vuestra Casa». Estas ropas civiles han sido siempre el vestido de nuestra Orden y de nuestra plebe, y siempre lo será, a menos de que en algún momento recibamos de vosotros armas para defenderos. Estamos muy agradecidos a vuestros generales y sus ejércitos, porque confiaron en sus ojos en vez de en sus oídos y no crearon enemigos donde no los había. Os pedimos la paz que nosotros mismos hemos observado y os rogamos que volváis la guerra donde exista la guerra; si hemos de aprender por dolorosa experiencia el poder que vuestras armas ejerzan contra nosotros, lo aprenderemos sin emplear nosotros mismos las armas. Esta es nuestra determinación, ¡que los dioses la hagan tan afortunada como obediente es! En cuanto a las acusaciones que os llevaron a declarar la guerra, aunque no es necesario refutar con palabras lo que ha sido desmentido por los hechos, todavía, aun suponiendo que sea cierto, creemos que hubiera sido más prudente admitirlas, puesto que hemos dado pruebas tan evidentes de arrepentimiento. Reconocemos que os hemos ofendido, si sólo esto os parece digno de recibir tal satisfacción». Esto fue, aproximadamente, lo que dijeron los tusculanos. Obtuvieron la paz en el momento y, no mucho después, la plena ciudadanía. Las legiones fueron traídas de vuelta de Túsculo.
[6.27] Después de distinguirse así, por su habilidad y coraje, en la guerra Volsca y dirigir la expedición contra Túsculo a tan feliz final, y en ambas ocasiones tratando a su colega con singular consideración y paciencia, Camilo abandonó el cargo. Los tribunos consulares para el siguiente año fueron: Lucio Valerio (por quinta vez) y Publio (por tercera vez), Cayo Sergio (también por tercera vez), Licinio Menenio (por segunda vez), Publio Papirio y Servio Cornelio Maluginense -380 a.C.-. Este año, se consideró necesario nombrar censores, debido principalmente a los vagos rumores que circulaban acerca del monto de la deuda. Los tribunos de la plebe, para levantar odios, exageraron el importe, que por otra parte era aminorado por aquellos cuyo interés era achacar a los deudores que no tenían voluntad de pagar y no que fuesen insolventes. Los censores nombrados fueron Cayo Sulpicio Camerino y Espurio Postumio Albino. Empezaron una nueva evaluación, pero fue interrumpida por la muerte de Postumio, ya que se dudaba de que la cooptación de un colega, en el caso de la censura, fuera permisible. Sulpicio, en consecuencia, renunció y se nombraron nuevos magistrados, pero debido a un defecto en su elección no actuaron. Temores religiosos les disuadieron de proceder a una tercera elección; parecía como si los dioses no permitiesen una censura para ese año. Los tribunos declararon que tal burla era intolerable. «El Senado», según ellos, «temía la publicación de las tablas de cuentas, que daban información sobre la propiedad de cada cual, porque no deseaban que saliera a la luz el importe de las deudas, ya que se demostraría que la mitad de la república había sido arruinada por la otra mitad mientras que a la arruinada plebe se le exponía a un enemigo tras otro. Se buscaban indiscriminadamente excusas para la guerra; las legiones iban de Anzio a Sátrico, de Sátrico a Velitres y de allí a Túsculo. Y ahora a los latinos, los hérnicos y los palestrinenses se les amenazaba con hostilidades para que los patricios pudieran vengarse de sus conciudadanos más que de los enemigos. Se llevaban fuera a la plebe, manteniéndoles bajo las armas y sin dejarles respirar en la Ciudad, sin tiempo libre para pensamientos de libertad ni posibilidad alguna para ocupar su puesto en los comicios donde pudieran oír la voz de un tribuno instando la reducción de los intereses y la reparación de otros agravios. ¿Por qué, si la plebe tenía suficiente ánimo para recordar las libertades que ganaron sus padres, habían de sufrir que un ciudadano romano fuera entregado a sus acreedores o permitir que se alistase un ejército hasta que se diese cuenta de la deuda o se viese algún método de reducir la descubierta, para que cada hombre supiese lo que realmente tenía y lo que tenían los demás, si su persona era libre o si debía afrontar alguna provisión». La recompensa por el resultado de la rebelión la excitó aún más. Se dieron muchos casos de hombres que se entregaron a sus acreedores y, en previsión de la guerra contra Palestrina, el Senado resolvió que se debían alistar nuevas legiones; este alistamiento fue detenido por la intervención de los tribunos, apoyado por toda la plebe. Los tribunos se negó a permitir que se llevasen a los deudores sentenciados; los hombres cuyos nombres se pronunciaron al llamarles a filas, rehusaron responder. El Senado estaba menos preocupado en insistir en los derechos de los acreedores que por llevar a cabo el reclutamiento, pues habían llegado noticias de que el enemigo avanzaba desde Palestrina y estaba acampado en territorio gabino. Saber esto, sin embargo, en lugar de disuadir a los tribunos de la plebe de seguir oponiéndose, les hizo ser más determinados y nada sirvió para tranquilizar la agitación en la Ciudad excepto la aproximación de la guerra a sus mismas murallas.
[6,28] En Palestrina habían sabido que ningún ejército había sido alistado en Roma, que no se había elegido ningún jefe y que patricios y plebeyos estaban unos contra otros. Aprovechando la oportunidad, sus generales habían llevado a su ejército mediante una rápida marcha a través de los campos, que arrasaron, y se presentaron ante la puerta Colina. La alarma se extendió por la Ciudad. Se escuchaba un grito por todas partes: «¡A las armas!», y los hombres corrieron a las murallas y puertas. Por fin, dejando la rebelión por la guerra, nombraron a Tito Quincio Cincinato como dictador -380/379 a.C.-. Nombró a Aulo Sempronio Atratino como su Jefe de Caballería. Tan pronto se enteraron de esto (tan grande era el terror que les inspiraba la dictadura), el enemigo se retiró de las murallas y los hombres disponibles para el servicio se pusieron sin vacilar a las órdenes del dictador. Mientras el ejército se movilizaba en Roma, el campamento del enemigo se había establecido no lejos del Alia. Desde este punto hacían estragos por todas partes y se felicitaban por haber elegido una posición de tal importancia para la ciudad de Roma; esperaban producir el mismo pánico y la misma huida que durante la guerra Gala. Porque, según argüían, si los romanos recordaban con horror hasta el día que tomaba su nombre de aquel lugar nefasto, mucho más temerían al propio Alia, recuerdo de tan gran desastre. Seguramente les parecería tener a los galos ante sus ojos y el sonido de sus voces en sus oídos. Complaciéndose con tales sueños, pusieron sus esperanzas en la suerte del lugar. Los romanos, por el contrario, sabían perfectamente que dondequiera que estuviese, el enemigo latino era el mismo que al que habían vencido en el lago Régilo y mantenido en pacífica sujeción durante cien años. El hecho de que el lugar estuviera asociado al recuerdo de tan gran derrota, más les animaría a borrar la memoria de tal desgracia que a sentir que cualquier lugar de la tierra fuese de mal agüero para su victoria. Incluso si hubiesen aparecido por allí los galos, habrían combatido como lo hicieron cuando recobraron su Ciudad, como lucharon al día siguiente en Gabii y no dejaron que un sólo enemigo de que los entraron en Roma llevasen noticia de su derrota y de la victoria romana a sus compatriotas.
[6.29] Con tan distintos estados de ánimo, cada bando llegó a orillas del Alia. Cuando el enemigo se hizo visible en formación de combate, listo para la acción, el dictador se volvió a Aulo Sempronio: «¿Ves,» dijo, «cómo se han situado en el Alia, fiando en la fortuna del lugar? ¡Puede que el cielo no les haya dado nada más seguro en lo que confiar, o más fuerte para ayudarles! Vosotros, sin embargo, al poner vuestra confianza en las armas y el valor, cargaréis contra su centro a galope tendido mientras yo, con las legiones, les atacaré mientras están desordenados. ¡Vosotros, dioses que vigiláis los tratados, ayudadnos y señalad las penas debidas por quienes han pecado contra vosotros y nos han engañado apelando a vuestra divinidad!». Los palestrinenses no aguantaron ni la carga de la caballería ni el ataque de la infantería. Al primer choque y grito de guerra sus filas se quebraron, y cuando ninguna parte de su línea mantenía la formación, se dieron la vuelta y huyeron en la confusión. En su pánico, llegaron más allá de su campamento y no pararon de huir hasta que estuvieron a la vista de Palestrina. Allí, los fugitivos se reunieron y tomaron una posición que se apresuraron a fortificar; tenían miedo de que, si se retiraban dentro de las murallas de su ciudad, su territorio resultase arrasado por el fuego y que, tras devastarlo todo, la ciudad quedase asediada. Los romanos, sin embargo, después de saquear el campamento en el Alia, se acercó; esta nueva posición, por tanto, fue también abandonada. Se encerraron en Palestrina, no sintiéndose seguros ni siquiera entre sus muros. Había ocho ciudades súbditas de Palestrina. Fueron sucesivamente atacadas y reducidas sin demasiada lucha. Después, el ejército avanzó contra Velitres, que se tomó con éxito. Por último, llegaron a Palestrina, el origen y centro de la guerra. Fue capturada, no por asalto, pero por rendición. Tras quedar así vencedores en una batalla y capturar dos campamentos y nueve ciudades enemigas y al recibir la rendición de Palestrina, Tito Quincio regresó a Roma. En su desfile triunfal llevó hasta el Capitolio la imagen de Júpiter Imperator [Júpiter en su condición de general de los ejércitos.- N. del T.], que había traído de Palestrina. Fue situada en un hueco entre los templos de Júpiter y Minerva, y se colocó una placa en el pedestal para recordar la gesta. La inscripción decía algo así como esto: «Júpiter y todos los dioses han concedido este don a Tito Quincio, el dictador, por haber capturado nueve ciudades». En el vigésimo día después de su nombramiento renunció a la Dictadura.
[6,30] Cuando se llevó a cabo la elección de los tribunos consulares, fue elegida la misma cantidad de cada orden. Los patricios fueron los siguientes: Publio y Cneo Manlio junto con Lucio Julio; los plebeyos fueron: Cayo Sextilio, Marco Albinio y Lucio Anstitio -379 a.C.-. Como los dos Manlios tenían precedencia, por nacimiento, sobre los plebeyos y eran más populares que Julio, se les asignaron los volscos [como objetivo militar.- N. del T.] mediante un decreto especial, sin echarlo a suertes ni otro compromiso con los demás tribunos consulares; una decisión que ellos mismos y el Senado que la tomó habrían de lamentar. Enviaron algunas cohortes para forrajear, sin reconocimiento previo. Al recibir una falsa información acerca de que éstos habían sido rodeados, se pusieron en marcha a toda prisa para apoyarles, sin detener al mensajero, que era un enemigo latino y se había hecho pasar por soldado romano. En consecuencia, fueron ellos quienes cayeron directamente en una emboscada. Fue sólo el coraje de los hombres lo que les permitió adoptar una formación en terreno desfavorable y ofrecer una resistencia desesperada. Al mismo tiempo, su campamento, que estaba en la llanura en otra dirección, fue atacado. En ambos casos, los generales lo pusieron todo en peligro por su temeridad e ignorancia; si, por la buena fortuna de Roma, algo se salvó, fue debido a la firmeza y valor de los soldados que carecían de alguien que les mandase. Cuando llegaron a Roma los informes de estos sucesos, se decidió en principio que debía nombrarse un dictador, pero al llegar las siguientes noticias diciendo que todo estaba tranquilo entre los volscos, que evidentemente no sabían qué hacer con su victoria, se llamó a los ejércitos de aquella parte. Por el lado de los volscos, siguió la paz; el único problema que marcó el fin de año fue la renovación de las hostilidades por los palestrinenses, que habían rebelado a los pueblos latinos. Los colonos de Setia se quejaron de su escaso número, por lo que se envió un nuevo grupo de colonos para unirse a ellos. Las desgracias de la guerra se vieron compensadas por la tranquilidad que reinaba en el hogar debido a la influencia y autoridad que los tribunos consulares plebeyos poseían sobre su partido.
[6.31] Los nuevos tribunos consulares fueron Espurio Furio, Quinto Servilio (por segunda vez), Lucio Menenio (por tercera vez), Publio Cloelio, Marco Horacio y Lucio Geganio -378 a.C.-. No bien hubo comenzado el año, estallaron las llamas de violentos disturbios motivados y causados por las deudas. Espurio Servilio Prisco y Quinto Cloelio Sículo fueron nombrados censores para investigar el asunto, pero se vieron impedidos de hacerlo por el estallido de la guerra. Las legiones volscas invadieron el territorio romano y estaban saqueando por todas partes. La primera noticia llegó a con aterrorizados mensajeros a los que siguió una huida general de los distritos rurales. Ante esta emergencia, los tribunos temieron que se detuviesen los disturbios y fueron, por consiguiente, aún más vehementes al impedir el alistamiento de las tropas. Al fin, lograron imponer dos condiciones a los patricios: que nadie debía pagar el impuesto de guerra hasta que la guerra hubiera terminado, y que no se llevarían ante los tribunales juicios por deudas. Después de la plebe obtuvo estas concesiones, ya no hubo ningún retraso en el alistamiento. Una vez dispuestas las tropas de refresco, se formó con ellas dos ejércitos y ambos marcharon a territorio volsco. Espurio Furio y Marco Horacio doblaron a la derecha, en dirección a Anzio y la costa, Quinto Servilio y Lucio Geganio siguieron por la izquierda, hacia Écetra y el territorio montañoso. No encontraron al enemigo por ninguna parte. Por lo tanto, empezaron a saquear el país de una manera muy distinta a la que habían practicado los volscos. Estos, envalentonados por las disensiones [romanas.- N. del T.], pero temiendo la valentía de sus enemigos, habían efectuado correrías apresuradas, como bandidos que temiesen ser sorprendidos; los romanos, sin embargo, actuaron como un ejército regular llevado de justa ira en sus estragos, que fueron mucho más destructivos al ser continuos. Los volscos, temerosos de que llegase un ejército desde Roma, limitaron sus estragos a la frontera extrema; los romanos, en cambio, se quedaron en territorio enemigo para provocarlo a la batalla. Después de quemar todas las casas dispersas y varios de los pueblos, sin dejar un solo árbol frutal ni esperanza de cosecha para ese año, y llevarse como botín todos los hombres y ganados que quedaron fuera de las ciudades amuralladas, ambos ejércitos regresaron a Roma.
[6.32] Se dio un corto respiro a los deudores, pero tan pronto finalizaron las hostilidades y se restauró la tranquilidad, un gran número de ellos fue otra vez llevado a juicio por sus acreedores; y tan completamente desapareció cualquier esperanza de aligerar la vieja carga de deudas, que se comprometieron otras nuevas para satisfacer un impuesto decretado para la construcción de una muralla de piedra que habían contratado los censores. La plebe se vio obligada a someterse a esta carga, pues no había ningún alistamiento que sus tribunos pudiesen obstruir. Incluso se les obligó, por influencia de la nobleza, a elegir sólo a patricios como tribunos consulares; sus nombres eran Lucio Emilio, Publio Valerio (por cuarta vez), Cayo Veturio, Servio Sulpicio, Lucio y Cayo Quincio Cincinato -377 a.C.-. Los patricios resultaron también lo suficientemente fuertes como para llevar a cabo la inscripción de tres ejércitos para actuar contra los latinos y los volscos, que había unido sus fuerzas y estaban acampados en Sátrico. A todos los aptos para el servicio activo se les obligó a pronunciar el juramento militar; nadie se atrevió a obstaculizarlo. Uno de estos ejércitos protegería la ciudad; otro estaría dispuesto a ser enviado donde se produjera cualquier movimiento hostil repentino; el tercero, y con mucho el más fuerte, fue conducido por Publio Valerio y Lucio Emilio a Sátrico. Allí se encontraron con el enemigo formado para la batalla en un terreno favorable e inmediatamente se le enfrentaron. El combate, aunque no había llegado a un momento decisivo, iba a favor de los romanos cuando fue detenido por violentas tormentas de viento y lluvia. Se reanudó al día siguiente y fue mantenido algún tiempo por el enemigo con un valor y éxito igual al de los romanos, principalmente por las legiones latinas que, por su larga alianza anterior, estaban familiarizadas con las tácticas romanas. Una carga de caballería desordenó sus filas y, antes de que pudieran recuperarse, la infantería lanzó un nuevo ataque y cuanto más presionaban más retrocedía el enemigo, una vez que se decidió el combate, el ataque romano se hizo irresistible. La derrota del enemigo fue completa, y como no huyeron hacia su campamento, sino que trataron de llegar a Sátrico, que distaba dos millas [2960 metros.- N. del T.], fueron abatidos en su mayoría por la caballería. El campamento fue tomado y saqueado. La noche siguiente, evacuaron Sátrico y, en una marcha que fue más bien una huida, se dirigieron a Anzio, y aunque los romanos les pisaban casi los talones, el pánico que les embargaba les hizo superar a sus perseguidores. El enemigo entró en la ciudad antes de que los romanos pudieran retrasar o acosar a su retaguardia. Pasaron algunos días corriendo el país, pues los romanos no tenían suficientes máquinas para atacar las murallas ni los enemigos estaban dispuestos a correr el riesgo de una batalla.
[6.33] Se produjo entonces una disputa entre los anciates y los latinos. Los anciates, aplastados por sus desgracias y agotados por aquel estado de guerra que había durado toda su vida, contemplaban la posibilidad de la paz; los recién rebelados latinos, que habían disfrutado de una larga paz y cuyos ánimos todavía estaban intactos, eran los más decididos a mantener las hostilidades. Cuando cada lado hubo convencido al otro de que era perfectamente libre de actuar como mejor quisiera, se puso fin a la disputa. Los latinos partieron y se alejaron así de cualquier asociación con una paz que consideraban deshonrosa; los anciates, una vez libres de los que criticaban su saludable consejo, rindieron su ciudad y su territorio a los romanos. La ira y la rabia de los latinos, al verse incapaces de perjudicar a los romanos en la guerra o de convencer a los volscos para mantener las hostilidades, llegó a tal punto que prendieron fuego a Sátrico, que había sido su primer refugio tras su derrota. Lanzaron teas por igual a edificios sagrados y profanos, y no escapó más techo de aquella ciudad que el de Mater Matuta. Se afirma que ningún escrúpulo religioso o el miedo a los dioses les detenía, excepto una horrible voz que sonó desde el templo y les amenazó con un terrible castigo si no mantenían sus malditas teas lejos del santuario. Mientras seguían en este estado de frenesí, atacaron a continuación Túsculo, en venganza por haber abandonado al consejo nacional de los latinos y convertirse no sólo en aliados de Roma, sino incluso aceptar su ciudadanía. El ataque fue inesperado y penetraron por las puertas abiertas. La ciudad fue tomada al primer asalto, con excepción de la ciudadela. Allí se refugiaron los ciudadanos con sus esposas e hijos, tras enviar mensajeros a Roma para informar al Senado de su difícil situación. Con la prontitud que el honor del pueblo romano exigía, un ejército marchó a Túsculo bajo el mando de los tribunos consulares Lucio Quincio y Servio Sulpicio. Se encontraron las puertas de Túsculo cerradas y a los latinos, con los ánimos de quienes eran sitiadores y ahora estaban sitiados, que se encontraban ahora por una parte defendiendo las murallas y por la otra atacando la ciudadela, inspirando y sintiendo temor al mismo tiempo. La llegada de los romanos, produjo un cambio en el ánimo de ambas partes; tornó los sombríos presagios de los tusculanos en extrema alegría y los latinos, que tanto habían confiado en la rápida captura de la ciudadela al poseer ya la ciudad, se hundieron en una débil esperanza y certeza incluso por su propia seguridad. Los tusculanos de la ciudadela dieron un grito de alegría, que fue contestado por otro aún manos del ejército romano. Los latinos estaban duramente presionados por ambos lados: no podían resistir el ataque de los tusculanos que cargaban desde un terreno más elevado, ni podían rechazar a los romanos, que asaltaban las murallas y forzaban las puertas. Primero se tomaron las murallas mediante escalas, luego rompieron las barras de las puertas. El doble ataque, por el frente y la retaguardia, no dejó fuerzas a los latinos para luchar ni lugar por donde escapar; entre ambos ataques sucumbieron todos.
[6.34] Cuanto mayor era la tranquilidad que reinaba por todas partes tras estas victoriosas operaciones, mayor fue la violencia de los patricios y las miserias de los plebeyos, pues la capacidad de pagar sus deudas quedó frustrada por el mismo hecho de tener que pagarlas. No les quedaban medios que presentar y, después que se dictaba sentencia en su contra, satisfacían a sus acreedores renunciando a su buen nombre y a su libertad personal; el castigo sustituía al pago. A tal estado de depresión habían sido reducidas no sólo las clases más humildes, sino incluso los hombres más importantes de entre los plebeyos, pues no había entre ellos nadie enérgico o emprendedor que tuviera el ánimo de levantarse o presentarse candidato siquiera a las magistraturas plebeyas, y aún menos a conseguir un lugar entre los patricios como tribuno consular, un honor que antes habían hecho todo lo posible por asegurarse. Parecía como si los patricios hubieran recuperado para siempre el disfrute en solitario de una dignidad que durante algunos de los últimos años habían compartido con ellos. Un suceso fútil, como suele pasar, derivó en importantes consecuencias e impidió que los patricios se sintieran demasiado exultantes. Marco Fabio Ambusto, un patricio, poseía gran influencia entre los hombres de su propio orden y también entre los plebeyos, porque ninguno le miraba con desprecio. Sus dos hijas estaban casadas, la mayor con Servio Sulpicio [del orden patricio.- N. del T.] y la más joven con Cayo Licinio Estolo, un hombre distinguido pero plebeyo. El hecho de que Fabio no considerase esta alianza como indigna de él le había hecho muy popular entre las masas. Resultó que estaban un día las dos hermanas en casa de Servio Sulpicio, pasando el tiempo charlando, cuando a su vuelta del Foro un lictor del tribuno consular [estaba en su segundo tribunado consular, año 376 a.C.- N. del T.] dio los acostumbrados golpes en la puerta con su bastón. La más joven de las Fabias se sobresaltó ante lo que para ella era una costumbre desconocida, y su hermana se rio de ella y se sorprendió de que lo ignorase. Aquella risa, sin embargo, dejó su aguijón en la mente de una mujer fácilmente excitable por bagatelas. Creo, también, que la multitud de asistentes que llegaron a recibir órdenes despertó en ella ese espíritu de los celos que hace que cada cual desee no ser sobrepasado por ninguno de sus vecinos. Le hizo sentir que el matrimonio de su hermana fue afortunado y el suyo propio un error. Su padre pasó a verla, mientras aún estaba molesta por este incidente humillante y le preguntó si estaba bien. Ella trató de ocultar la verdadera razón, pero sin mostrar mucho aprecio por su hermana ni mucho respeto por su propio marido. Él, amablemente pero con firmeza, insistió en enterarse, y ella le confesó la verdadera causa de su angustia; le habían unido a alguien inferior a ella por nacimiento, casada en una casa en la que no entrarían los honores ni la influencia política. Ambusto consoló a su hija y le dijo que mantuviese el ánimo y que muy pronto vería en su propia casa los mismos honores que veía en la de su hermana. Desde ese momento empezó a hacer planes con su yerno; tomó en su consejo a Lucio Sextio, un joven de empuje que nada ambicionaba más que una descendencia patricia.
[6,35] Se presentó una oportunidad favorable para las innovaciones por la terrible presión de las deudas, una carga de la que la plebe no tenía esperanza alguna de obtener alivio hasta que un hombre de su propio orden se elevase a la más alta autoridad del Estado. Esto, pensaban, era el objetivo al que debían dedicar sus máximos esfuerzos, y creían que ya habían logrado, a base de esfuerzos, un punto de apoyo desde el cual, si presionaban, podrían alcanzar los más altos cargos y así convertirse en iguales a los patricios en dignidad, como ya lo eran en valor. De momento, Cayo Licinio y Lucio Sextio decidieron presentarse a tribunos de la plebe; una vez en el cargo, se despejaría el camino para otras distinciones. Todas las medidas que presentaron tras su elección iban dirigidas contra el poder e influencia de los patricios y estaban pensadas para promover los intereses de la plebe. Una se refería a las deudas, y determinaba que la cantidad pagada como intereses debía ser deducida del principal y el saldo pagado en tres plazos anuales iguales. La segunda limitaba la ocupación de la tierra y prohibía que nadie poseyera más de quinientas yugadas [135 hectáreas, siendo 1 yugada = 0,27 hectáreas aprox.- N. del T.]. La tercera consistía en que ya no se eligiesen más tribunos consulares y que se nombrase un cónsul de cada orden. Todas eran cuestiones de enorme importancia, que no podrían ser resueltas sin una tremenda lucha.
La perspectiva de una lucha por aquello que excitaba el más vivo deseo entre los hombres (tierras, dinero y honores) produjo consternación entre los patricios. Después de acaloradas discusiones en el Senado y en las casas particulares, no hallaron mejor solución que la que habían concebido en conflictos anteriores, a saber, el derecho de veto tribunicio. Así que se ganaron a algunos de los tribunos de la plebe para que interpusieran el veto contra aquellas propuestas. Cuando vieron a las tribus, convocadas por Licinio y Sextio para votar, estos hombres, rodeados de guardaespaldas patricios, se negaron a permitir la lectura de los proyectos ni ningún otro procedimiento de los que la plebe generalmente adoptaba cuando iban a votar. Durante muchas semanas, se convocaba regularmente a la Asamblea sin que se tomase ninguna decisión y los proyectos quedaron como rechazados. «Muy bien,», dijo Sextio «ya que os place que el veto sea tan poderoso, usaremos la misma arma para proteger a la plebe. Vamos pues, patricios, avisad de la celebración de una Asamblea para elegir tribunos consulares; yo me encargaré de que la palabra «yo veto», que ahora lanzan juntos nuestros colegas con tanta alegría por vuestra parte, ya no os guste tanto». Estas amenazas no eran ociosas. No se celebraron más elecciones que las de ediles y tribunos de la plebe. Licinio y Sextio, al ser reelegidos, no permitieron que se nombrase ningún magistrado curul, y como la plebe les reelegía constantemente y ellos continuamente impedían la elección de tribunos consulares, la ausencia de estos magistrados se prolongó durante cinco años [del 375 al 371 a.C.- N. del T.].
[6.36] Por suerte, con una excepción, hubo un respiro de guerras exteriores. Los colonos de Velitres, revueltos ante la ausencia de un ejército romano por la paz que reinaba, efectuaron varias incursiones en territorio romano e iniciaron un ataque a Túsculo. Sus habitantes, antiguos aliados y ahora ciudadanos, imploraron ayuda y su situación provocó, no sólo en el Senado, sino también en la plebe, sentimientos de vergüenza. Los tribunos de la plebe cedieron y las elecciones fueron dirigidas por un interrex. Los tribunos consulares elegidos fueron Lucio Furio, Aulo Manlio, Servio Sulpicio, Servio Cornelio y Publio y Cayo Valerio -370 a.C.-. No encontraron a los plebeyos tan dóciles en el alistamiento como lo habían sido en las elecciones; sólo tras grandes esfuerzos se pudo alistar un ejército. No sólo desalojaron al enemigo frente a Túsculo, también les obligaron a refugiarse detrás de sus muros. El sitio de Velitres se llevó a cabo con más vigor del empleado en el de Túsculo. Los jefes que empezaron el asedio, sin embargo, no pudieron capturarla. Los nuevos tribunos consulares fueron Quinto Servilio, Cayo Veturio, Aulo y Marco Cornelio, Quinto Quincio y Marco Fabio Ambusto -369 a.C.-. Ni siquiera bajo estos tribunos tuvo lugar en Velitres algo digno de mención. En casa, los asuntos se volvían cada vez más críticos. Sextio y Licinio, los proponentes originales de las leyes, que habían sido reelegidos tribunos de la plebe por octava vez, contaban ahora con el apoyo de Fabio Ambusto, el suegro de Licinio. Se presentó como decidido defensor de las medidas que había aconsejado, y aunque al principio las habían vetado ocho miembros del colegio tribunicio, ahora sólo las vetaban cinco. Estos cinco, como suele suceder con quienes abandonan su partido, quedaron desamparados y consternados, y defendían su oposición con los argumentos que, en privado, les sugerían los patricios. Decían que, como gran parte de los plebeyos estaban en el ejército, en Velitres, se debía aplazar la Asamblea hasta el regreso de los soldados, para que la plebe al completo pudiera votar sobre aquellos asuntos que afectaban a sus intereses. Sextio y Licinio, expertos tras tantos años de práctica en manipular a la plebe, de acuerdo con algunos de sus colegas y con el tribuno consular, Fabio Ambusto, se presentaron ante los líderes de los patricios y los interrogaban sobre cada una de las medidas que presentaban ante el pueblo. ¿Tendréis, preguntaban, el valor de pedir que mientras sólo se asignan dos yugadas [0,54 Ha. aprox..- N. del T.] a cada plebeyo, vosotros mismos podáis ocupar más de quinientas, de modo que cada patricio pueda poseer la misma tierra que casi trescientos ciudadanos, y que la posesión de un plebeyo apenas baste para darle techo bajo el que abrigarse y tumba donde ser enterrado? ¿Os place que los plebeyos, aplastados por las deudas, deban entregar sus personas a las cadenas y el castigo en vez de pagar sus deudas devolviendo el principal? ¿Que se les lleven del Foro en tropel como propiedad de sus acreedores? ¿Que las casas de la nobleza se llenen de prisioneros y que donde viva un patricio tenga que haber una cárcel privada?»
[6,37] Denunciaban estas indignidades en los oídos de hombres, preocupados por su propia seguridad, que les escuchaban con mayor indignación de la que sentían aquellos que les hablaban. Llegaron a afirmar que, después de todo esto, no habría límite a la apropiación de tierras por parte de los patricios ni a la masacre de la plebe por la usura mortal hasta que la plebe eligiese a uno de los cónsules de entre sus propias filas, como guardián de sus libertades. Los tribunos de la plebe eran ahora objeto de desprecio, ya que su poder se rompía por su propio derecho de veto. No podría haber una limpia o justa administración mientras el poder ejecutivo estuviese en manos del otro partido y ellos sólo tuviesen el derecho de protestar con su veto; ni tendría la plebe igual parte en el gobierno hasta que se le permitiese acceder a la autoridad ejecutiva; ni sería suficiente, como algunos suponían, con permitir votar a los plebeyos para elegir cónsules. A menos que fuese obligatorio que un cónsul, al menos, fuera elegido de entre la plebe, ningún plebeyo podría ser nunca cónsul. ¿Habían olvidado que, después de haberse decidido que se eligiesen tribunos consulares en vez de cónsules, para que el más alto cargo estuviese abierto a los plebeyos, ni un sólo plebeyo había sido elegido tribuno consular en cuarenta y cuatro años? ¿Qué suponían? ¿Se imaginaban que los que se habían acostumbrado a cubrir los ocho puestos cuando se elegían tribunos consulares compartirían de propia voluntad dos plazas con la plebe, o que permitirían que se les abriera el camino al consulado cuando tanto tiempo se lo habían impedido para el tribunado consular? El pueblo debía asegurarse por ley lo que no pudo obtener por gracia, y uno de los dos consulados debía ponerse sin discusión sólo a disposición de la plebe, pues si quedaba disponible a todos siempre estaría en poder del partido más fuerte. Y ya no se podía hacer la vieja y tan repetida burla de que había entre la plebe hombres adecuados para las magistraturas curules. ¿Se gobernó con menos espíritu y energía tras el tribunado de Publio Licinio Calvo [en el 400 a.C.- N. del T.], que fue el primer plebeyo elegido para ese puesto, que durante los años en que sólo los patricios ocuparon el cargo? Nada de eso, por el contrario, ha habido algunos casos de patricios juzgados tras su año de magistratura, pero ninguno de entre los plebeyos. También los cuestores, como los tribunos consulares, hacía algunos años que habían empezado a ser elegidos de la plebe; en ningún caso había tenido el pueblo romano motivo para lamentar esas designaciones. A la plebe solo le quedaba luchar por el consulado. Ese era el pilar, la fortaleza de sus libertades. Si lo conseguían, el pueblo romano se daría cuenta de que la monarquía había sido totalmente desterrada de la Ciudad y que su libertad quedaba firmemente asentada; pues, ese día, todo aquello en lo que los patricios tenían la preeminencia sobre la plebe (poder, dignidad, gloria militar, el sello de la nobleza), grandes cosas en sí mismas que disfrutar, serían aún mayores como herencia de sus hijos. Cuando vieron que este tipo de discursos [los patricios.- N. del T.] se oían con aprobación, presentaron una nueva propuesta, a saber, que en lugar de los duunviros (los guardianes de los libros sagrados) se crease un colegio de diez, la mitad plebeyos y la mitad patricios. La reunión de la Asamblea, que debía aprobar estas medidas, se suspendió hasta el regreso del ejército que sitiaba Velitres.
[6.38] El año terminó antes de que regresasen las legiones. Así, las nuevas medidas quedaron suspensas y quedó a cargo de los nuevos tribunos consulares tratar con ellas. Fueron Tito Quincio, Servio Cornelio, Servio Sulpicio, Espurio Servilio, Lucio Papirio y Lucio Veturio -368 a.C.-. La plebe reeligió a sus tribunos, en todo caso, los mismos dos que habían presentado las nuevas medidas. Al mismo comienzo del año se alcanzó la fase final del conflicto. Cuando fueron convocadas las tribus y los proponentes se negaron a verse frustrados por el veto de sus colegas, los patricios, muy alarmados, se refugiaron en su última línea de defensa: el poder supremo y un ciudadano supremo para ejercerlo. Resolvieron designar un dictador y nombraron a Marco Furio Camilo, éste eligió a Lucio Emilio como su Jefe de Caballería. Contra tan formidables preparativos por parte de sus oponentes, los proponentes, por su lado, se dispusieron a defender la causa de la plebe con las armas del valor y la resolución. Avisaron de una reunión de la Asamblea y convocaron a las tribus para votar. Lleno de ira y amenazante, el dictador, rodeado de un compacto grupo de patricios, tomó asiento y comenzó la acostumbrada lucha entre los que presentaban las propuestas y los que interponían su veto contra ellos. Estos últimos estaban, legalmente, en la posición más fuerte, pero fueron sobrepasados por la popularidad de las medidas y los hombres que las proponían. Las primeras tribus estaban ya votando «Sí» [«uti rogas» en el texto latino original: «que sea como pides» sería la traducción al castellano; aunque el traductor inglés lo reduce a un «sí» que expresa perfectamente el sentido del voto afirmativo. El voto negativo se señalaba con A.Q.R.: «anti quo rogas» o «contra lo que pides» en castellano.- N. del T.], cuando Camilo dijo: «Quirites, ya que no es la autoridad de vuestros tribunos, sino su desafío a la autoridad lo que os gobierna, y ya que su derecho de veto, que conseguisteis mediante la secesión de la plebe, está quedando invalidado por la misma conducta violenta que usasteis para obtenerlo, yo, como dictador, actuando más en vuestro propio interés que en el del Estado, apoyaré el derecho de veto y protegeré con mi autoridad la salvaguardia que estáis destruyendo. Si, por consiguiente, Cayo Licinio y Lucio Sextio ceden ante la oposición de sus colegas, no invadiré con los poderes de un magistrado patricio una asamblea de la plebe; si, por el contrario, a pesar de aquella oposición persisten en imponer sus medidas al Estado, como si lo hubieran subyugado en la guerra, yo no permitiré que el poder tribunicio trabaje por su propia destrucción».
Los tribunos de la plebe trataron este pronunciamiento con desprecio, y siguieron su curso con resolución inquebrantable. Entonces, Camilo, excesivamente enojado, envió lictores para dispersar a los plebeyos y amenazarles, si continuaban, con obligar a los hombres en edad militar mediante su juramento militar y sacarlos de la Ciudad. La plebe se alarmó mucho, pero sus dirigentes, en vez de intimidarse, se exasperaron con su oposición. Pero mientras el conflicto estaba aún indeciso, él renunció al cargo, fuera debido a alguna irregularidad en su nombramiento, como sostienen algunos autores, o porque los tribunos presentaran una resolución, que aprobó la plebe, para que si Camilo tomaba cualquier medida como dictador, se le impusiese una multa de quinientos mil ases. Que su renuncia se debiera a algún defecto en los auspicios, y no al sentido de aquella propuesta sin precedentes, estoy inclinado a creer por las siguientes consideraciones: el bien conocido carácter del propio hombre; el hecho de que Publio Manlio le sucediera inmediatamente como dictador, ¿pues qué influencia podría haber ejercido en un conflicto en el que Camilo había sido derrotado?; está también el hecho de que Camilo fue de nuevo dictador al año siguiente, pues seguramente le habría dado vergüenza volver a asumir una autoridad que había sido desafiada con éxito el año anterior. Además, en el momento en que, según la tradición, se aprobó la resolución de imponerle una multa, él tenía como dictador el poder para impedir una medida que vería como tendente a limitar su autoridad, o bien no habría obstruido las otras a causa de esta. Pero, por encima de todos los conflictos en que los tribunos y los cónsules se habían enfrentado, los poderes del dictador siembre habían estado fuera de toda controversia.
[6.39] Entre la renuncia al cargo de Camilo y la toma de posesión de Manlio de su dictadura, los tribunos celebraron una Asamblea de la plebe como si hubiera habido un interregno. Aquí se hizo patente cuáles de las medidas propuestas prefería la plebe y cuáles preferían sus tribunos. Las medidas relativas a la usura y la asignación de tierras del Estado fueron aprobadas, fue rechazada la que disponía que uno de los cónsules debía ser siempre un plebeyo; las dos primeras se habrían convertido en ley de no haber dicho los tribunos que se presentaban todas en bloque. Publio Manlio, al ser nombrado dictador, fortaleció la causa de la plebe al nombrar a un plebeyo, Cayo Licinio, que había sido tribuno consular, como su Jefe de Caballería. Tengo entendido que los patricios quedaron muy molestos; el dictador defendió su elección sobre la base de su relación familiar; señaló también que la autoridad de un Jefe de la Caballería no era mayor que la de un tribuno consular. Cuando se anunció la elección de tribunos de la plebe, Licinio y Sextio declararon que no deseaban ser reelegidos, pero lo hicieron de un modo tal que toda la plebe estuvo aún más deseosa de llevar a término que lo secretamente tenían en mente. Durante nueve años, dijeron, habían estado en lucha, por así decir, contra los patricios, con gran riesgo para ellos y sin ventaja alguna para el pueblo. Las medidas que habían presentado y todo el poder de los tribunos se había, como ellos, debilitado con la edad. Su proyecto de ley se había frustrado en primer lugar por el veto de sus colegas, luego al llevarse a los jóvenes al territorio de Velitres y, por último, fueron fulminados por decisión del dictador. En la actualidad ya no existía ningún obstáculo, ni por parte de sus colegas, ni porque hubiera guerra o dictador, y ya les habían dado un anticipo de la futura elección de cónsules plebeyos al elegir a un plebeyo como Jefe de la Caballería. Era la plebe quien se retrasaba a sí misma y a sus intereses. Podían, si querían, tener una Ciudad y un Foro libre de acreedores, y tierras rescatadas de sus ocupantes ilegales. ¿Cuándo iban a mostrar suficiente gratitud por estas bendiciones, si mientras aceptaban estas medidas benéficas impedían a quienes las proponían tener esperanza de alcanzar los más altos honores? No era coherente con la dignidad del pueblo romano que demandaran ser liberados de la carga de la usura y que se les diese la tierra que ahora ocupaban los potentados, y luego dejar a los tribunos, por quienes habían ganado estas reformas, sin distinción honorable para su vejez ni esperanza de alcanzarla. Primero tenían que decidir lo que realmente querían, y luego declarar su voluntad mediante su voto en las elecciones. Si querían aprobar las medidas propuestas en su conjunto, habría algún motivo para que reeligieran a los mismos tribunos pues aplicarían las medidas que ellos mismos propusieron; sin embargo, si sólo deseaban que se aprobasen las que cada cual deseaba para sí mismo, no había necesidad de que ellos se atrajesen el odio al prolongar su tiempo en el cargo; ni tendrían a los mismos tribunos, ni obtendrían las reformas propuestas.
[6.40] Este lenguaje decidido, por parte de los tribunos, llegó a los patricios a hablar con indignación y asombro. Se afirma que Apio Claudio, nieto del viejo decenviro, movido más por sentimientos de ira y odio que por cualquier esperanza de que cambiaran su propósito, se adelantó y habló del modo siguiente: «No sería nada nuevo ni sorprendente para mí, Quirites, el escuchar una vez más el reproche que siempre se ha dirigido contra la familia Claudia por los tribunos revolucionarios, a saber, que desde el principio mismo, nunca hemos considerado que nada en el Estado fuese más importante que el honor y la dignidad de los patricios, y que siempre hemos sido contrarios a los intereses de la plebe. No negaré la primera de estas acusaciones. Reconozco que desde el día en que fuimos admitidos en el Estado y en el Senado hemos trabajado con dedicación para que se pudiera decir con toda certeza que había aumentado, y no disminuido, la grandeza de estas casas. En cuanto a la segunda acusación, llegaría tan lejos como para afirmar, en mi propio nombre y en el de mis antepasados, que ni como individuos, ni en nuestra calidad de magistrados hemos hecho nada a sabiendas de que estuviese en contra de los intereses de la plebe, a menos que uno suponga que lo que se hace en nombre del Estado, en su conjunto, es necesariamente perjudicial para la plebe, como si estuvieran viviendo en otra ciudad; ni tampoco ningún acto o palabra nuestra puede ser, en honor a la verdad, expuesto como contrario a vuestro bienestar, aunque alguno estuviese en contra de vuestros deseos. Aunque yo no perteneciera a la gen Claudia y no tuviese en mis venas sangre patricia, sino que fuera simplemente uno de los Quirites, sabiendo solo que descendía de padres nacidos libres y que vivía en un Estado libre, aún entonces ¿podría guardar silencio al ver que este Lucio Sextio, este Cayo Licinio, tribunos perpetuos, ¡santo cielo!, habían alcanzado tal grado de descaro durante sus nueve años de reinado que rehusaban permitiros votar como queráis en las elecciones y en la promulgación de leyes?».
‘Con una condición’, os dicen, ‘podéis nombrarnos tribunos por décima vez’. Qué es esto, sino decir, ‘Lo que otros nos demandan, nosotros lo despreciamos tanto que no lo aceptaremos sin una elevada recompensa’. Pero ¿qué más recompensa os tenemos que dar, además de teneros siempre como tribunos de la plebe? ‘Que aprobéis todas nuestras propuestas en bloque, tanto si estáis de acuerdo como si no, tanto si son útiles como si no’. Y ahora yo pido, Tarquinios tribunos de la plebe – que me escuchéis. Supongamos que yo, como ciudadano, os llamo desde el centro de la Asamblea y os digo, ‘Permitidnos, con vuestra venía, elegir aquellas medidas de las propuestas que nos parezcan bien y que rechacemos las demás’. ‘No’, dicen, «No se os permite hacerlo. Podéis aprobar la medida sobre la usura y la de la distribución de tierras, que os preocupan a todos; pero no dejaréis que la Ciudad de roma sea testigo del portentoso espectáculo de Lucio Sextio y Cayo Licinio convertidos en cónsules, perspectiva que os repugna y odiáis. O las aceptáis todas o no propongo ninguna’. Es como si un hombre pusiera veneno junto con la comida ante alguien hambriento y se lo ofreciera sin que pudiera dejar de comerlo mezclado, y morir, en vez de separar lo que le mantendría con vida. Si esto fuera un Estado libre, ¿no habrían gritado cientos de voces ‘¡Fuera de aquí, con vuestro tribunado y vuestras propuestas!? ¿Y qué? ¿Si no presentáis vosotros las reformas en beneficio del pueblo, no lo hará nadie? Si algún patricio, si incluso un Claudio, a los que detestáis aún más, dijera: ‘O lo aceptáis todo o no propongo nada’, ¿cuántos de vosotros, Quirites, lo tolerarían? ¿Nunca tenéis más en cuenta las propuestas que los hombres? ¿Siempre escucháis con aprobación lo que dicen vuestros magistrados y con hostilidad lo que decimos cualquiera de nosotros?».
«Su lenguaje es completamente impropio de un ciudadano de una república libre. Y bien, ¿qué clase de propuesta es ésta, en nombre del cielo, que tanto les indigna que hayáis rechazado? Una, Quirites, muy propia de su lenguaje. ‘Yo estoy proponiendo’, dice, ‘que no se os permita designar a quien queráis como cónsules’. ¿Qué otra cosa significa su propuesta? Él está derogando la ley por la que un cónsul, al menos, pueda ser elegido de la plebe, y os está privando del poder de elegir a dos patricios. Si hubiera hoy una guerra con Etruria, como cuando Porsena acampó en el Janículo, o como cuando hace poco los galos, con todo en manos enemigas menos el Capitolio y la Ciudadela rodeadas; ¿y con la presión de tal guerra, que Lucio Sextio se presentase al consulado con Marco Furio Camilo y otros patricios, toleraríais que Sextio estuviese seguro de su elección y Camilo en peligro de ser derrotado? ¿Es esto a lo que llamáis una equitativa distribución de los honores, cuando es legal que dos plebeyos sean cónsules, pero no dos patricios; cuando uno debe proceder necesariamente de la plebe y se puede rechazar a cualquier patricio? ¿Es esta vuestra camaradería, vuestra igualdad? ¿Tenéis en tan poco compartir lo que hasta ahora no habíais tenido?, a menos que tratando de obtener la mitad queráis tomarlo todo? Dice él: ‘Temo que si permitís que se puedan elegir dos patricios, nunca se elegirá un plebeyo’. ¿Qué es esto, sino decir: ‘Como no elegiréis por vuestra propia voluntad personas indignas, os voy a imponer la necesidad de elegirlos en contra de vuestra voluntad.’? ¿Qué seguirá? Que si sólo un plebeyo se presenta con dos patricios, no tendrá que agradecer al pueblo su elección; podrá decir que fue nombrado por la ley, no por sus votos».
[6,41] «Su objetivo no es demandar honores, sino arrancarlos, y obtendrán los mayores favores de vosotros sin agradeceros ni siquiera los más pequeños. Prefieren buscar puestos de honor aprovechándose de la ocasión que no por sus méritos personales. ¿Hay alguien que pueda sentirse afrentado por ver sus méritos puestos a juicio y examinados?, ¿que piense que sólo a él, entre todos los candidatos, se le debe asegurar un puesto?, ¿qué se libre de vuestro juicio y que quiera convertir vuestros votos en obligatorios en vez de voluntarios y en serviles en vez de libres? Por no hablar de Licinio y Sextio, cuyos años de poder ininterrumpido sobre vosotros se cuentan como si fuesen reyes en el Capitolio, ¿quién hay hoy en el Estado tan humilde como para no poder abrirse camino al consulado, tras las oportunidades que ofrece esta medida, más fácilmente que para nosotros y nuestros hijos? Incluso cuando, alguna vez, queráis elegir a uno de nosotros, no podréis; estaréis obligados a esa gente, aun si no lo deseáis. Bastante se ha dicho acerca de la indignidad del asunto. Las cuestiones de dignidad, sin embargo, sólo importan a los hombres; ¿qué decir sobre las obligaciones religiosas y los auspicios, cuyo desprecio y profanación importan especialmente a los dioses? ¿Quién hay que no sepa que esta Ciudad se fundó a resultas de los auspicios, que sólo tras ser tomados los auspicios se toma una decisión en paz o en guerra, en casa o en campaña? ¿Quién tiene derecho a tomar los auspicios, de acuerdo con las costumbres de nuestros padres? [more maiorvm en el original latino: en Roma, era una fuente de derecho consuetudinario tan importante como las leyes escritas.- N. del T.] Los patricios, sin duda, pues ningún magistrado plebeyo es elegido bajo los auspicios. Así que tan exclusivamente es cosa nuestra hacer los auspicios, que no sólo el pueblo elige magistrados patricios únicamente cuando los auspicios son favorables, sino que incluso nosotros, cuando, con independencia del pueblo, vamos a elegir un interrex, sólo lo hacemos tras tomarlos: nosotros, como ciudadanos particulares, tomamos los auspicios que vosotros no podéis tomar ni siquiera como magistrados. ¿Qué otra cosa hace el hombre que, creando cónsules plebeyos, aparta los auspicios de los patricios (que son los únicos que tienen derecho a tomarlos), qué otra cosa hace, pregunto, más que privar al Estado de los auspicios? Ahora, los hombres tienen libertad para burlarse de nuestros miedos religiosos. ‘¿Qué importa si los pollos sagrados no se alimentan, si no se atreven a salir de su gallinero o si un pájaro ha gritado amenazador?’. Estas son cosas pequeñas, pero fue por no despreciar estas pequeñas cosas que nuestros antepasados alcanzaron la suprema grandeza para este Estado. Y ahora, como si no hubiera necesidad de asegurar la paz con los dioses, estamos contaminando todos los actos ceremoniales. ¿Se nombran los pontífices, los augures, los reyes sagrados, de manera indiscriminada? ¿Vamos a colocar la mitra del Flamen de Júpiter en la cabeza de cualquiera que sólo sea un hombre? ¿Vamos a entregar los escudos sagrados, los santuarios, los dioses y confiar el cuidado de su culto a hombres impíos? ¿Ya no se van a aprobar las leyes ni a elegir a los magistrados de acuerdo con los auspicios? ¿Ya no va a autorizar el Senado los comicios centuriados ni los comicios curiados? ¿Van a reinar Sextio y Licinio en esta Ciudad de Roma como si se trataran de unos segundos Rómulos, unos segundos Tacios, porque regalen el dinero de otros y las tierras de otros? Tan gran placer sienten expoliando las fortunas ajenas, que no se les ha ocurrido que al expulsar por ley a los ocupantes de sus tierras, crearán un gran desierto, y que con la otra medida destruirán todo el crédito y con él abolirán a toda la sociedad humana. Por todos estos motivos, considero que estas propuestas deben ser rechazadas, ¡y que el cielo os guíe para tomar una decisión correcta!».
[6.42] El discurso de Apio sólo sirvió para que se aplazase la votación. Sextio y Licinio fueron reelegidos por décima vez. Presentaron una ley por la que, de los diez guardianes de los libros sibilinos, cinco debían ser elegidos entre los patricios y cinco entre los plebeyos. Esto fue considerado como un paso más hacia la apertura del acceso al consulado. La plebe, satisfecha con su victoria, hizo la concesión a los patricios de que, para lo presente, se retiraría cualquier mención sobre los cónsules. Por lo tanto, se eligieron tribunos consulares. Sus nombres eran Aulo y Marco Cornelio (cada uno por segunda vez), Marco Geganio, Publio Manlio, Lucio Veturio y Publio Valerio (por sexta vez) -367 a.C.-. Con excepción del sitio de Velitres, en que el resultado era más una cuestión de tiempo que de duda, Roma permaneció tranquila por lo que respecta a los asuntos exteriores. De repente, la Ciudad fue sorprendida por rumores sobre el avance hostil de los galos. Marco Furio Camilo fue nombrado dictador por quinta vez -366 a.C.-. Nombró como su Jefe de Caballería a Tito Quincio Peno. Claudio es nuestra autoridad para afirmar que ese año se libró una batalla contra los galos en el río Anio, y que fue entonces cuando tuvo lugar el famoso combate en el puente, donde Tito Manlio mató a un galo que le había desafiado y después le despojó de su collar de oro a la vista de ambos ejércitos. Yo me inclino más, con la mayoría de los autores, a creer que estos sucesos tuvieron lugar diez años después. Hubo, sin embargo, este año, una batalla campal librada en territorio albano por el dictador, Marco Furio Camilo, contra los galos. Aunque, recordando su derrota anterior, los romanos sentían gran temor de los galos, su victoria no fue dudosa ni difícil. Muchos miles de bárbaros fueron muertos en la batalla y muchos más al capturar su campamento. Otros muchos, dirigiéndose hacia Apulia, escaparon, algunos huyendo en la distancia y otros, que se habían diseminado, en su pánico se habían perdido.
Con la aprobación conjunta del Senado y del pueblo, se decretó un triunfo para el dictador. Apenas se había deshecho de esa guerra cuando ya una conmoción más alarmante le esperaba en casa. Después de grandes alteraciones, el dictador y el Senado fueron derrotados; por consiguiente, las propuestas de los tribunos fueron aprobadas y, a pesar de la oposición de la nobleza, se celebraron elecciones para cónsules. Lucio Sextio fue el primer cónsul en ser elegido de entre la plebe -366 a.C.-. Pero ni siquiera esto fue el final del conflicto. Los patricios se negaron a confirmar el nombramiento, y las cosas se acercaron a una secesión de la plebe junto a otras amenazantes señales de terribles luchas civiles. El dictador, sin embargo, calmó los disturbios llegando a un compromiso; la nobleza cedería en el asunto de un cónsul plebeyo y la plebe cedería ante la nobleza para que el pretor que administrase justicia en la Ciudad fuese nombrado entre los patricios. Así, después de su gran distanciamiento, ambos órdenes del Estado al fin quedaron unidos en armonía. El Senado decidió que este evento merecía ser conmemorado (y si alguna vez los dioses inmortales han merecido la gratitud de los hombres, fue entonces) con la celebración de los Grandes Juegos, y se añadió un cuarto día a los tres que hasta ahora se dedicaban. Los ediles plebeyos se negaron a supervisarlos, y por ello los jóvenes patricios, unánimemente, declararon que gustosamente permitirían ser nombrados ediles para honrar a los dioses inmortales. Se les agradeció por todos, y el Senado aprobó un decreto para que el dictador pudiera pedir al pueblo que eligiese dos ediles de entre los patricios y para que el Senado pudiera confirmar todas las elecciones de ese año.