La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro segundo
Los primeros años de la República.
[2,1] Es de la Roma libre de la que de ahora en adelante voy a escribir la historia, su administración pública y el desarrollo de sus guerras, de sus magistrados elegidos anualmente, de la supremacía de la autoridad de sus leyes sobre todos sus ciudadanos. La tiranía del último rey hizo esta libertad aún más bienvenida, pues tal había sido el gobierno de los reyes anteriores que no sin merecimientos pueden ser considerados como los fundadores de las divisiones, en todo caso, de la Ciudad; pues las ampliaciones que se hicieron fueron necesarias para asentar la incrementada población que ellos mismos habían aumentado. No hay duda de que el Bruto que ganó tanta gloria a través de la expulsión del Soberbio hubiese causado la más grave lesión al Estado si se hubiese arrogado la soberanía de cualquier de los antiguos reyes con la excusa del deseo de una libertad para la que el pueblo no estaba maduro. ¿Cuál hubiera sido el resultado si esa horda de pastores e inmigrantes, fugitivos de sus propias ciudades, que habían conseguido la libertad, o la impunidad de sus acciones, al amparo de un asilo inviolable sí, digo, hubieran sido liberados del poder restrictivo de los reyes y, agitados por los disturbios del tribuno, hubieran empezado a fomentar querellas con los patricios en una Ciudad donde antes habían sido extranjeros, antes de que pasado el tiempo suficiente para crear lazos familiares o un creciente amor por su territorio se hubiera efectuado la unión de sus corazones? El Estado naciente habría sido despedazado por las disensiones internas. Pero fue, sin embargo, la autoridad moderada y tranquilizante de los reyes la que había fomentado el modo en que por fin llegaron los frutos de la libertad justo en la madurez de su fuerza. Pero el origen de la libertad se puede determinar en este momento más bien por la limitación de la autoridad consular a un año que por el debilitamiento de la autoridad que los reyes habían detentado. Los primeros cónsules conservaron toda la antigua jurisdicción e insignias de la magistratura; uno por turno, sin embargo, tuvo las fasces [o haz de lictores: unión de 30 varas, una por cada curia de la antigua Roma, atadas de manera ritual con una cinta de cuero rojo formando un cilindro y que sujetaba en un lado un hacha común o labrys. Acompañaban a los magistrados curules como símbolo de la autoridad de su imperium y su capacidad para ejercer la justicia.- N. del T.], para evitar el temor que podría haber inspirado la doble visión de ambos con tales símbolos de terror. Por concesión de su colega, Bruto las tendió primero, y no fue menos celoso en la guarda de la libertad pública de lo que lo había sido en su consecución. Su primer acto fue garantizar que el pueblo, que ahora estaban celoso de su recién recuperada libertad, no fuese influido por ruegos o sobornos del rey. Por lo tanto, les hizo jurar que no sufrirían que ningún hombre reinase en Roma. El Senado había disminuido por la crueldad asesina de Tarquinio, y la preocupación siguiente de Bruto fue la de fortalecer su influencia mediante la selección de algunos de los principales hombres del orden ecuestre para llenar las vacantes; por este medio lo restauró a su antiguo número de trescientos. Los nuevos miembros fueron conocidos como «conscripti» [agregados.- N. del T.], los antiguos conservaron su denominación de «patres». Esta medida tuvo un efecto maravilloso en la promoción de la armonía en el Estado al llevar a los patricios y los plebeyos juntos al Senado.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
[2,2] Después volvió su atención a los asuntos de la religión. Determinadas funciones públicas habían sido ejecutadas hasta entonces por los reyes en persona; con objeto de sustituirlos, instituyó en su lugar un «rex sacrorum» [rey de los sacrificios.- N. del T.], y para que no pudiera convertirse en rey en nada más que el nombre, y que no amenazase esa libertad que era su principal preocupación, su magistratura estaba subordinada a la del Pontífice Máximo. Creo que llegaron a medidas poco razonables para garantizar su libertad en todos los aspectos, hasta en los más nimios. El segundo cónsul (L. Tarquinio Colatino) llevaba un nombre impopular (este era su único delito) y los ciudadanos decían que los Tarquinios ya habían estado demasiado tiempo en el poder. Empezaron con Prisco; luego reinó Servio Tulio y después Tarquinio el Soberbio, que incluso después de esta interrupción no había perdido de vista el trono que antes ocupase, recuperado mediante el crimen y la violencia como posesión hereditaria de su linaje. Y ahora que había sido expulsado, su poder estaba siendo ejercido por Colatino; los Tarquinios no sabían cómo vivir como ciudadanos privados, su sólo nombre era ya un peligro para la libertad. Cuáles fueran los primeros rumores en convertirse en la comidilla de la ciudad, como la gente se estaba volviendo suspicaz y se alarmase, Bruto convocó una asamblea. En primer lugar repasó el juramento del pueblo, de que no sufrirían que ningún hombre reinase o viviese en Roma por quien las libertades públicas fueran puestas en peligro. Esto se debía procurar con el máximo cuidado, sin parar en medios para ello. El respeto personal le hacía reacio a hablar, y no lo habría hecho de no sentirse obligado por su afecto a la Comunidad. El pueblo romano consideraba que su libertad no estaba aún plenamente ganada; la estirpe real, el nombre real, todavía estaba allí, no sólo entre los ciudadanos, sino en el gobierno; en tal hecho se apreciaba una injuria, un obstáculo a la plena libertad. Volviéndose a su colega, dijo: «Estos temores son por tí, L. Tarquinio, para que vayas al destierro por tu propia voluntad. No hemos olvidado, te lo aseguro, que expulsaste a la gens del rey; termina bien tu obra y expulsa su mismo nombre. Tus conciudadanos, bajo mi responsabilidad, no sólo no pondrán la mano sobre tus propiedades sino que si necesitas cualquier cosa se te añadirá con generosidad abundante. Ve, como amigo nuestro, y alivia a la Comunidad de un miedo, quizá, sin fundamento: los ciudadanos están convencidos de que sólo con la marcha de toda la gens, la tiranía de los Tarquinios terminará.» Al principio el cónsul se quedó mudo de asombro ante esta extraordinaria petición; después, cuando quiso empezar a hablar, los hombres principales de la comunidad le rodearon y le rogaban repetidamente lo mismo, aunque con poco éxito. No fue hasta que Espurio Lucrecio, su superior en edad y grado, y también su suegro, comenzó a emplear todos los medios de súplica y persuasión, que se rindió a la voluntad unánime. El cónsul, temiendo que después que hubiese expirado su año de mandato y regresase a la vida privada, le exigiesen lo mismo junto con la pérdida de sus propiedades y la ignominia de la expulsión, abdicó del consulado, y después de trasladar todas sus cosas a Lanuvio, se retiró. Un decreto del Senado facultó a Bruto para proponer al pueblo el exilio de todos los miembros de la casa de Tarquinio. Llevó a cabo la elección de un nuevo cónsul, y las centurias eligieron como su colega a Publio Valerio, que había actuado con él en la expulsión de la gens real.
[2,3] Aunque nadie dudaba de que la guerra con los Tarquinios era inminente, no llegó tan pronto como todos esperaban. Lo que no se esperaba, sin embargo, era que mediante la intriga y la traición estuviese todo a punto de perderse. Había en Roma algunos hombres jóvenes de alta cuna que durante el último reina habían hecho cuanto querían y, habiendo sido compañeros de juergas de los jóvenes Tarquinios, estaban acostumbrados a llevar una vida principesca. Ahora que todos eran iguales ante la ley, perdieron su antigua licencia y se quejaban de que la libertad que otros disfrutaba les había esclavizado; pues mientras que hubo un rey, hubo una persona de la que podían conseguir lo que querían, lícito o no, había lugar para la influencia personal y la amabilidad, podía mostrar severidad o indulgencia, podía discriminar entre sus amigos y sus enemigos. Pero la ley era una cosa, sorda e inexorable, más favorable a los débiles que a los poderosos, sin ninguna indulgencia o perdón para los transgresores; era peligroso confiar al error humano la pervivencia de la inocencia. Habiendo llegado ellos mismos a tal estado de descontento, llegaron legados de la gens real con una demanda para la devolución de sus bienes sin ninguna alusión a su posible retorno. Se les concedió una audiencia por el Senado, y el asunto se discutió durante algunos días; se expresaron temores de que la no devolución sería tomada como un pretexto para la guerra, mientras que si los devolvían les proporcionarían los medios para hacerla. Los legados, mientras tanto, se dedicaron a otro asunto: mientras que aparentaban ostensiblemente estar buscando sólo la devolución de los bienes, se dedicaban en secreto a intrigar para recuperar la corona. Mientras tanteaban a los nobles jóvenes en favor de su objetivo aparente, les sondearon sobre sus otros propósitos y, encontrándoles con disposición favorable, les entregaron cartas que les dirigían los Tarquinios y discutieron planes para introducirlos, secretamente por la noche, en la Ciudad.
[2,4] El proyecto fue confiado, al principio, a los hermanos Vitelios y Aquilios. La hermana de los Vitelios estaba casada con el cónsul Bruto, y tuvo hijos de este matrimonio: Tito y Tiberio. Sus tíos les introdujeron en la conspiración; había otros más, cuyos nombres se han perdido. Mientras tanto, la opinión de que las propiedades debían ser devueltas resultó aprobada por la mayoría del Senado, lo que permitió a los legados prolongar su estancia, pues los cónsules les pidieron tiempo para proporcionar vehículos con los que transportar las mercancías. Se emplearon su tiempo en consultas con los conspiradores e insistían en obtener una carta que entregarían a los Tarquinios, pues sin esa garantía, argumentaban, ¿cómo podían estar seguros de que sus legados no habían traído promesas vacías en cuestión de importancia tan grande? En consecuencia, se les entregó una carta como prenda de buena fe, y esto era lo que condujo al descubrimiento de la trama. El día anterior a la salida de los legados, sucedió que fueron a cenar a casa de los Vitelios. Después de todos los que no estaban en el secreto se hubieron marchado, los conspiradores discutieron muchos detalles respeto a su prevista traición a la patria, que fueron escuchados por uno de los esclavos que había sospechado que algo se tramaba, pero que estaba esperando el momento en que la carta fuese entregada, ya que su captura sería una prueba completa del complot. Después que hubo sido entregada, reveló el asunto a los cónsules. De inmediato procedieron a detener a los legados y a los conspiradores, y abortaron la conjura sin suscitar alarma alguna. Su primer cuidado fue asegurar la carta antes de que fuese destruida. Los traidores fueron inmediatamente enviados a prisión, había algunas dudas sobre el trato que dar a los legados, y a pesar de que evidentemente habían sido culpables de un acto hostil, se les concedió el derecho de gentes.
[2,5] La cuestión de la devolución de los bienes volvió a ser tratada por el Senado, que cediendo a sus sentimientos de ira prohibió su devolución y prohibió que se llevaran al Tesoro; se entregó como botín a la plebe, para que su participación en el expolio destruyese para siempre toda perspectiva de relaciones pacíficas con los Tarquinos. La tierra de los Tarquinios, que se extendía entre la ciudad y el Tíber, fue en lo sucesivo consagrada a Marte y conocida como el Campo de Marte. Ocurrió, según se dice, que había un cultivo de farro [gramínea parecida al trigo. Del latín fars vine el castellano harina.- N. del T.] que estaba maduro para la cosecha y, como habría sido un sacrilegio consumir lo que había crecido en el campo, se envió una gran cantidad de hombres a segarlo. Lo llevaron todo, incluida la paja, en cestas hasta el Tíber y lo tiraron al río. Era a la altura del verano y la corriente venía baja, por consiguiente el farro quedó atrapado en las aguas poco profundas y montones quedaron cubiertos de barro; gradualmente, a medida que los desechos que el río arrastraba se amontonaban allí, se formó una isla. Creo que se aumentó posteriormente y se reforzó para que la superficie tuviese la suficiente altura sobre las aguas y la suficiente firmeza como para sostener templos y columnatas. Después que se dispuso de las propiedades reales, se condenó y ejecutó a los traidores. Su castigo produjo una gran sensación, debido al hecho de que la magistratura consular impuso a un padre el deber de castigar a sus propios hijos; y quien no debería haberlo contemplado estaba destinado a ser el vigilase que fuera efectivamente cumplido. Los jóvenes pertenecientes a las más nobles gens estaban de pie, atados al poste, pero todas las miradas se dirigieron a los hijos del cónsul, a los demás no les prestaban. Los hombres no lloraban tanto por el castigo como por el delito en que habían incurrido: que hubiesen concebido la idea, aquel año sobre todos, de traicionar por alguien que había sido un tirano cruel y ahora un exiliado y un enemigo, a una patria recién liberada, a su padre, que la había liberado, al consulado que se había originado en la casa Junia, al Senado, a la plebe, a todo lo que Roma tenía de humano o divino. Los cónsules tomaron asiento, se ordenó a los lictores que ejecutasen la pena, azotando sus espaldas desnudas con varas y luego decapitándolos. Durante todo el tiempo, el rostro del padre traicionó a sus sentimientos, pero la severa resolución del padre fue todavía más evidente a medida que supervisó la ejecución pública. Después que el culpable pagase su pena, un ejemplo notable de diferente naturaleza actuó como disuasión para la delincuencia, al informante se le entregó una suma de dinero del Tesoro Público, se le dio la libertad y los derechos de ciudadanía. Se dice que fue el primero en ser liberado por «vindicta». Algunos suponen que esta designación se derivó de su nombre, Vindicius. Después de él, fue norma que a aquellos que fuesen liberados de esta manera se les admitiese en la ciudadanía.
[2,6] Un informe detallado de estos hechos llegó a Tarquinio. No sólo estaba furioso por el fracaso de los planes de los que había esperado tanto, sino que estaba lleno de ira al encontrar bloqueado el camino de sus intrigas secretas; por consiguiente, determinó ir a la guerra abierta. Visitó las ciudades de Etruria y solicitó ayuda; en particular, imploró a los pueblos de Veyes y Tarquinia que no permitieran que ante sus ojos muriese uno de su propia sangre, y que de ser un poderoso monarca quedase ahora, junto a sus hijos, sin hogar y derrocado. Otros, dijo, habían sido invitados desde el extranjero para reinar en Roma; él, el rey, mientras extendía el gobierno de Roma mediante guerra victoriosa, había sido expulsado por la más infame conspiración de sus parientes más cercanos. No tenían una sola persona entre ellos a quien considerasen digno de reinar, así que se habían repartido la autoridad real entre ellos y habían dado sus propiedades como botín al pueblo, para que todos estuviesen involucrados en el crimen. Quería recuperar su patria y su trono, y castigar a sus súbditos ingratos. Los veyentinos debían ayudarlo y proveerlo de suministros, debían mirar por vengar sus propios agravios: sus legiones a menudo despedazadas o los territorios que les tomaron. Esta llamada decidió a los veyentinos; todos y cada uno gritaban reclamando que se borrarían sus humillaciones y se recuperarían sus pérdidas ahora que tenían un romano para guiarlos. El pueblo de Tarquinia se movilizó por el nombre y la nacionalidad del exiliado, pues se sentían orgullosos de que un compatriota fuese rey de Roma. Así que dos ejércitos de estas ciudades se unieron a Tarquinio para recuperar la corona y castigar a los romanos. Cuando hubieron entrado en territorio romano, los cónsules avanzaron contra ellos; Valerio con la infantería en cuatro formaciones, Bruto efectuando reconocimientos por delante con la caballería. Del mismo modo, la caballería del enemigo se encontraba por delante del cuerpo principal del ejército con Aruncio Tarquinio, hijo del rey, al mando de aquella; el propio rey le seguía con sus legiones. Aunque todavía había distancia entre ellos, Aruncio distinguió al cónsul por su escolta de lictores; conforme se aproximaban, pudo distinguir claramente a Bruto por sus facciones, y en un arrebato de ira exclamó: «¡Ese es el hombre que nos expulsó de nuestro país; miradle avanzar, llevando con orgullo nuestra insignia! ¡Dioses, vengadores de reyes, ayudadme! «Con estas palabras, clavó espuelas en su caballo y se dirigió directamente hacia el cónsul. Bruto vio que venía hacia él. Era asunto de honor en esos días que los líderes entablaran combate singular, así que aceptó el reto con entusiasmo y se cargaron con tal furia, sin pensar ninguno en protegerse como si sólo ellos pudiesen herir a su enemigo, que ambos chocaron sus lanzas al mismo tiempo contra el escudo contrario, y cayeron mortalmente heridos de sus caballos, con las lanzas ensartándoles. El resto de las caballerías se enfrentaron a continuación y no mucho después llegaron las infanterías. La batalla se combatió con distinta fortuna, ambos ejércitos estaban igualados; el ala derecha de cada uno salió victoriosa, el ala izquierda de cada uno fue derrotada. Los veyentinos, acostumbrados a la derrota de manos romanas, huyeron dispersándose, pero los tarquinios, un enemigo nuevo, no sólo mantuvo su posición, sino que obligó a los romanos a ceder terreno.
[2,7] Después que la batalla se desarrollase así, un inmenso pánico, tan grande, se apoderó de los tarquinios y los etruscos que ambos ejércitos de veyentinos y tarquinios, al llegar la noche, desesperaron de vencer, abandonaron el campo de batalla y volvieron a sus casas. Además de para una batalla, hubo lugar para el milagro. En el silencio de la noche siguiente a la batalla, se dice que fue oída una poderosa voz que venía del bosque de Arsia, creyeron que era la voz de Silvano [dios de los bosques, campos y granjeros.- N. del T.], que habló así: «Los caídos de los Tuscos [otro apelativo romano para etruscos.- N. del T.] son uno más que los de su enemigo; los romanos han ganado la batalla». En todo caso, los romanos abandonaron el campo de batalla como vencedores; los etruscos también se consideraban victoriosos, pues cuando llegó la luz del día no apareció un solo enemigo a la vista. P. Valerio, el cónsul, recogió el botín y regresó en triunfo a Roma. Celebró los funerales por su colega con toda la pompa posible en esos días; pero mucho mayor honor fue el hecho al muerto por el luto general, que resultó especialmente notable por el hecho de que las matronas llevasen luto por él durante todo un año, porque había sido designado como vengador de la castidad violada. Después de esto el cónsul sobreviviente, que había gozado del favor de la multitud, se vio (tal es la inconstancia de la plebe) no sólo impopular, sino objeto de sospecha, y una de carácter muy grave. Se rumoreaba que aspiraba a la monarquía, porque no había celebrado elecciones para sustituir a Bruto, y que se estaba construyendo una casa en la parte superior de la Velia, una fortaleza inexpugnable en esa posición alta y fuerte. El cónsul se sintió ofendido al ver que tales rumores eran tan extensamente creídos y convocó al pueblo a una asamblea. Al llegar él, las fasces se abatieron, para gran alegría de la multitud, que comprendió que era ante ellos que se abatían como confesión abierta de que la dignidad y poder del pueblo eran mayores que las del cónsul. Entonces, después de obtener el silencio, empezó a elogiar la buena fortuna de su colega que había encontrado la muerte, como libertador de su país, y que poseía el más alto honor que puede obtenerse: morir luchando por la república y que su gloria permaneciera intacta frente a los celos y la desconfianza. En cambio él mismo no sobrevivía a su gloria y había caído en días de sospecha y oprobio; de ser un libertador de su patria se había hundido hasta el nivel de los Aquilios y Vitelios. «¿Nunca habéis considerado», les gritó, «tan seguros los méritos de un hombre que fuera imposible mancharlo con sospechas? ¿Teméis que yo, el más decidido enemigo de los reyes, quiera a mi vez reinar? Incluso si yo morase en la Ciudadela del Capitolio, ¿creería posible que fuese temido por mis conciudadanos? ¿Me ha sido tal reputación colgada de hilos tan débiles? ¿Reposa vuestra confianza sobre tan débiles cimientos que os importa más dónde estoy que quién soy? La casa de Publio Valerio no será freno a vuestra libertad, Quirites. Vuestra Velia no será edificada. No sólo edificaré mi casa a nivel del suelo, sino que se moverá a la parte inferior de la colina que podáis vivir por encima de los ciudadanos de quienes sospecháis. Que los moradores de la Velia sean estimados como más amigos de la Libertad de Publio Valerio.» Todos los materiales de construcción fueron llevados inmediatamente abajo de la Velia y su casa se construyó en la parte más inferior de la colina, donde ahora se levanta el templo de Vica Pota [diosa romana de la victoria y la conquista.- N. del T.].
[2,8] Se aprobaron leyes que no sólo apartaron toda sospecha del cónsul, sino que produjeron la reacción de ganarse el afecto de la gente, de ahí su sobrenombre de Publícola [amigo del pueblo.- N. del T.]. Las más populares de tales leyes fueron las que concedían el derecho de apelar al pueblo contra la sentencia de un magistrado y la que permitía consagrar a los dioses la persona y los bienes de cualquiera que albergase proyectos de convertirse en rey. Valerio obtuvo la aprobación de estas leyes mientras que todavía era cónsul en solitario, para que el pueblo sólo se sintiese agradecido a él; después convocó las elecciones para la designación de un colega. El cónsul elegido fue Espurio Lucrecio. Pero éste no tenía, debido a su avanzada edad, la fuerza suficiente para desempeñar las funciones de su cargo y a los pocos días murió. Fue elegido en su lugar Marco Horacio Pulvilo. No he encontrado mención, en algunos autores antiguos, a Lucrecio, apareciendo Horacio nombrado inmediatamente después de Bruto; como no pudo hacer nada digno de mención durante su magistratura, supongo, se perdió su memoria. Aún no se había consagrado el templo de Júpiter en el Capitolio, y los cónsules echaron a suerte quién lo dedicaría. La suerte cayó en Horacio. Publícola partió para la guerra contra los veyentinos. Sus amigos se mostraron molestos porque la dedicación de tan ínclito templo correspondiese a Horacio, y trataron por todos los medios de impedirlo. Cuando todo lo demás falló, trataron de alarmar el cónsul, mientras él sujetaba la jamba de la puerta durante la oración dedicatoria, con el mensaje perverso de que su hijo había muerto y que no podía consagrar el templo al ser su gens funesta. No se decide la tradición a decidir si él no creyó a los mensajeros o si su conducta simplemente mostró un extraordinario autocontrol, y los registros no ponen fácil la decisión. Sólo permitió que el mensaje le interrumpiese lo justo para ordenar que el cuerpo fuese incinerado; luego, con su mano aún en el marco de la puerta, terminó la oración y consagró el templo. Estos fueron los principales hechos que tuvieron lugar en casa y en la milicia durante el primer año tras la expulsión de los reyes. Los cónsules electos para el siguiente año -508 a.C.- fueron Publio Valerio, por segunda vez, y Tito Lucrecio.
[2,9] Los Tarquinios se habían refugiado con Lars Porsena, rey de Clusium, a quien trató de influir con ruegos mezclados de advertencias. En cierta ocasión le suplicaron que no permitiera que hombres de raza etrusca, de su misma sangre, sufrieran tan penoso exilio; en otra le advertían que no dejase sin castigo la nueva moda de expulsar a los reyes. La libertad, le decían, poseía suficiente fascinación por sí misma; a menos que los reyes defendieran su autoridad con tanta energía como la que mostraban sus súbditos para alcanzar la libertad, todas las cosas se igualarían, no habría ninguna cosa preeminente o superior a las otras en el estado; sería pronto el fin del poder real, que es la más bella cosa tanto entre los dioses como entre los hombres. Porsena consideró que la presencia de un etrusco en el trono romano sería un honor para su nación; en consecuencia, avanzó con un ejército contra Roma. Nunca antes había estado el Senado en tal estado de alarma, tan grande en ese momento era el poder de Clusium y la reputación de Porsena. Temían no sólo al enemigo, sino incluso a sus propios conciudadanos, que la plebe, vencida por sus temores, admitiera a los Tarquinios en la ciudad y aceptasen la paz aunque significase la esclavitud. Muchas concesiones fueron hechas en ese momento a la plebe por el Senado. Su primer cuidado fue establecer la provisión de grano [annonae, en el original latino.- N. del T.], y se enviaron comisionados entre los volscos y los de Cumas para adquirirlo. La venta de la sal, hasta entonces en manos de particulares que habían subido mucho los precios, fue totalmente transferida al Estado. La plebe quedó exenta del pago del portazgo y de las tasas de guerra, que caerían sobre los ricos, que podrían asumir la carga; los pobres ya pagaban lo suficiente al Estado criando a sus hijos. Esta acción generosa del Senado mantuvo tan absolutamente la armonía de la república durante el sitio que se produjo y el hambre posterior, que el aborrecimiento del nombre de rey no fue menor entre los Patres que entre el pueblo; y ningún demagogo tuvo luego tanto éxito en hacerse popular con malas artes como lo logró entonces el Senado con su generosa legislación.
[2.10] Al presentarse el enemigo, los campesinos huyeron a la Ciudad lo mejor que pudieron. Los puntos débiles en las defensas fueron ocupados por guarniciones militares; en las otras partes, las murallas y el Tíber se consideraron suficiente protección. El enemigo habría forzado el paso por el puente Sublicio de no haber sido por un hombre, Horacio Cocles. La buena fortuna de Roma le convirtió, ese día memorable, en su baluarte. Sucedió que estaba de guardia en el puente cuando vio que el Janículo era tomado por un asalto repentino y el enemigo descendía desde allí hacia el río mientras que sus propios hombres, presas del pánico, abandonaban sus puestos y arrojaban sus armas. Les reprochó, uno tras otro, por su cobardía; trató de detenerlos, les pidió en nombre del cielo que mantuviesen la posición, les dijo que era en vano buscar la seguridad en la huida mientras dejaban el puente abierto tras ellos; por él llegaría antes la mayor parte del enemigo al Palatino y el Capitolio de lo que habían tardado por el Janículo. Así que les incitó, gritando, a derribar el puente por la espada o el fuego, o por cualquier medio que pudieran, y él se enfrentaría al ataque enemigo tanto tiempo como pudiera mantenerlo a raya. Se acercó a la cabeza del puente. Entre los fugitivos, cuyas espaldas sólo eran visibles para el enemigo, él llamaba la atención al enfrentárseles armado y dispuesto a la lucha cuerpo a cuerpo. El enemigo se admiraba de su valor sobrenatural. Dos hombres se guardaron, por sentido de la vergüenza, de abandonarle: Spurio Lucrecio y Tito Herminio, ambos hombres de alta cuna y reconocido valor. Con ellos sostuvo el primer choque tempestuoso, salvaje y confuso, durante un breve intervalo. Entonces, mientras que sólo se mantenía en pie una pequeña porción del puente, los que lo cortaban les urgían a que se retirasen y él dijo a sus compañeros que se marchasen. Mirando a su alrededor con ojos turbios de amenaza a los jefes etruscos, les retó a un combate singular, y reprochó a todos ellos ser los esclavos de reyes tiranos, y que sin preocuparse de su propia libertad viniesen a atacar la de otros. Durante algún tiempo dudaron, cada uno mirando a los demás para decidirse a empezar. Al final la vergüenza les llevó al combate y elevando un grito lanzaron sus jabalinas a la vez sobre su único enemigo. Las detuvo con su escudo rectangular, y con resolución inquebrantable mantuvo su lugar en el puente con los pies firmemente plantados. Estaban tratando de desalojarlo mediante una sóla carga cuando el fragor del puente al romperse y el grito de los romanos al ver cómo conseguían su propósito suspendió el ataque y les llenó de un pánico repentino. Entonces Cocles dijo, «Padre Tíber, te ruego recibas en tu corriente propicia estas armas y este guerrero tuyo». Así, completamente armado, se arrojó al Tíber y aunque muchos proyectiles cayeron sobre él, pudo cruzar nadando a la seguridad de los suyos: un acto de audacia más famoso que creído por la posteridad. El Estado mostró su agradecimiento por esa valentía; su estatua se colocó donde se reunían los Comicios y se le otorgó tanta tierra como pudiese arar en círculo en un día. Además de este honor público, los ciudadanos individualmente mostraron su aprecio; pues a pesar de la gran escasez, cada uno en proporción a sus medios sacrificó lo que pudo de sus propios bienes como regalo a Cocles.
[2.11] Rechazado en su primer intento, Porsena cambió sus planes del asalto al asedio. Después de colocar un destacamento para custodiar el Janículo, asentó su campamento en el valle entre esa colina y el Tíber, y mandó buscar naves por todas partes, en parte para interceptar cualquier intento de introducir grano en Roma y en parte para llevar sus tropas a diferentes puntos en busca de botín, si se les presentaba oportunidad. En poco tiempo hizo tan inseguro el territorio alrededor de Roma que no solo se abandonaron los cultivos, sino que incluso todo el ganado se llevó dentro de la Ciudad y nadie se aventuraba a salir más allá de las puertas. La impunidad con la que los etruscos cometían sus robos se debía a una estrategia por parte de los romanos, más que al miedo. Pues el cónsul Valerio, decidido a obtener una oportunidad para atacarles cuando estuviesen dispersos en gran cantidad por los campos, permitió que saliera ganado a forrajear mientras él se reservaba para un ataque mayor. Así que para atraer a los saqueadores, dio órdenes a un cuerpo considerable de sus hombres para conducir el ganado fuera de la puerta del Esquilino, que era la más alejada del enemigo, esperando que se enterarían de la salida a través de los esclavos que desertasen debido a la escasez producida por el bloqueo. La información fue debidamente transmitida y, en consecuencia, cruzaron el río en número mayor de lo habitual, con la esperanza de hacerse con todo el ganado. Publio Valerio ordenó a Tito Herminio que con un pequeño cuerpo de tropas se ocultase en cierta posición, a una distancia de dos millas [2960 metros.- N. del T.] en la Via Gabina; mientras, Spurio Larcio, con algunas tropas ligeras de infantería, se situaba en la puerta Colina hasta que el enemigo les sobrepasó y después interceptaron su retirada hacia el río. El otro cónsul, Tito Lucrecio, con unos cuantos manípulos hizo una salida por la puerta Nevia; Valerio mismo llevó algunas cohortes escogidas desde la colina Caelia, y éstas fueron las primeras en atraer la atención del enemigo. Cuando Herminio advirtió que había empezado el combate, salió de su emboscada y atrapó al enemigo, cuya retaguardia se estaba enfrentando con Valerio. Contestando a los gritos que se elevaban a derecha e izquierda, desde las puertas Colina y Nevia, los saqueadores, cercados, en lucha desigual y con todas sus vías de escape bloqueadas, fueron destrozados. Esto puso fin a las salidas de saqueo que efectuaban los etruscos.
[2.12] El bloqueo, sin embargo, continuó y con ello una creciente escasez de grano a precios de hambre. Porsena todavía acariciaba la esperanza de capturar la Ciudad manteniendo el asedio. Había un joven noble, Cayo Mucio, que consideraba una vergüenza que mientras que Roma, en los días de servidumbre bajo los reyes, nunca había sido asediada en ninguna guerra ni por ningún enemigo, debía ahora, en el día de su libertad, ser sitiada por aquellos etruscos cuyos ejércitos a menudo había derrotado. Pensando que esta desgracia debía ser vengada por algún acto de gran audacia, determinó en primera instancia penetrar en el campamento del enemigo, bajo su propia responsabilidad. Pensándolo mejor, sin embargo, temió que si actuaba sin órdenes de los cónsules, o sin saberlo nadie, y le detenían en los puestos de vigilancia romanos, le podrían tomar por un desertor, una acusación que la situación de la Ciudad en aquellos momentos haría creíble. Así que se fue al Senado. «Me gustaría», dijo, «Padres, atravesar el Tíber a nado y, si puedo, entrar en el campamento del enemigo, no como un saqueador, sino para castigarles por sus pillajes. Estoy proponiéndoos, con la ayuda del cielo, una gran hazaña.» El Senado dio su aprobación. Escondiendo una espada en su túnica, partió. Cuando llegó al campamento se puso en la parte más densa de la multitud, cerca del Tribunal Real.
Sucedió que era el día de la paga de los soldados, y un secretario, sentado junto al rey y vestido casi exactamente como él, estaba muy ocupado con los soldados que llegaban hasta él sin cesar. Temeroso de preguntar cuál de los dos era el rey, porque su ignorancia no le traicionase, Mucio eligió al azar su objetivo y, atacándolo, mató al secretario en lugar de al rey. Trató de forzar la huida blandiendo su puñal manchado de sangre ante la gente consternada, pero los gritos produjeron una gran excitación en el lugar; fue detenido y arrastrado por los guardaespaldas del rey ante el Tribunal Real. Aquí, solo y desamparado, y en el mayor de los peligros, todavía era capaz de inspirar más miedo del que él mismo sentía. «Soy un ciudadano de Roma», dijo, «los hombres me llaman Cayo Mucio. Como enemigo, quería matar a un enemigo, y tengo suficiente valor como para enfrentar la muerte con tal de lograrlo. Es la naturaleza romana actuar con valentía y sufrir con valentía. No soy el único en haber tomado esta resolución en tu contra; detrás de mí hay una larga lista de aspirantes a la misma distinción. Si es tu deseo, prepárate para una lucha en la que habrás de combatir cada hora por tu vida y encontrar un enemigo armado en el umbral de tu tienda. Esta es la clase de guerra que nosotros, los jóvenes romanos, te declaramos. No temerás las formaciones, no temerás la batalla, es sólo cosa entre tú y cada uno de nosotros». El rey, furioso e iracundo, y al mismo tiempo aterrorizado por el peligro desconocido, le amenazó con que si no explicaba inmediatamente la naturaleza de la conjura que tan veladamente le acechaba, le quemaría vivo. «Mira», gritó Mucio, «y aprende cuán ligeramente consideran sus cuerpos aquellos que aspiran a una gran gloria». Entonces metió la mano derecha en el fuego que ardía en el altar. Mientras la mantuvo allí, quemándose, fue como si estuviese desprovisto de toda sensación; el rey, asombrado por su conducta sobrenatural, saltó de su asiento y ordenó que le retirasen del altar. «Vete», dijo, «Has sido peor enemigo de tí mismo que mío. Invocaría la bendición de los dioses a tu valor si se hubiese mostrado en favor de mi patria; como sea, te envío de vuelta y exento de todos los derechos de la guerra, ileso, y a salvo». Entonces Mucio, en reciprocidad, por así decirlo, a este trato generoso, le dijo: «Ya que honras el valor, debes saber que lo que no pudiste obtener con amenazas lo obtendrás con la bondad. Trescientos de nosotros, los más importantes entre los jóvenes romanos, han jurado que te atacarían de esta manera. La suerte cayó primero sobre mí; el resto, por el orden de su suerte, vendrá a su turno, hasta que la fortuna nos dé una oportunidad favorable.»
[2.13] Despedido Mucio, recibió luego el sobrenombre de Escévola [scaevus: zurdo.N. del T.], por la pérdida de su mano derecha. Le siguieron a Roma legados de Porsena. Librado el rey por poco del primero de muchos atentados, que falló solo por el error de su atacante, y con la perspectiva de tener que enfrentar tantos ataques como conspiradores había, hizo propuestas de paz a Roma. Presentó una propuesta para la restauración de los Tarquinios, más para que se dijera que fueron ellos quienes rechazaron la propuesta que porque tuviese alguna esperanza de que la aceptaran. La demanda de restitución de su territorio a los veyentinos y la entrega de rehenes como condición para la retirada del destacamento del Janículo, fueron consideradas por los romanos como inevitables, y tras ser aceptadas se concluyó la paz; Porsena retiró sus tropas del Janículo y abandonó el territorio romano. Como reconocimiento de su valor el Senado concedió a Cayo Mucio unos terrenos más allá del río, que después fueron conocidos como los Prados Mucianos. Tal honra concedida al valor incitó incluso a las mujeres a ejecutar cosas gloriosas para el Estado. El campamento etrusco estaba situado no lejos del río, y la virge Clelia, una de los rehenes, se escapó sin ser vista, a través de los guardias y a la cabeza de sus hermanas rehenes nadó a través del río en medio de una lluvia de jabalinas, devolviéndolas a la seguridad de sus gens. Cuando le llegó aviso de este incidente, el rey se enojó mucho inicialmente y envió a pedir la devolución de Clelia; las demás no le importaban. Pero después sus sentimientos cambiaron a la admiración; dijo que su proeza superó las de Cocles y Mucio, y anunció que, si bien por un lado debía considerar roto el tratado si no se la devolvían, por otra parte, si se la devolvían, la devolvería incólume con su gente. Ambas partes se comportaron en forma honorable; los romanos la devolvieron como prenda de lealtad a los términos del tratado; el rey etrusco demostró que, con él, no sólo era el valor seguro, sino honrado; y después de elogiar la conducta de la muchacha, dijo que le regalaría la mitad de los rehenes restantes, y que ella elegiría a quién liberar. Se dice que después que todos hubiesen comparecido ante ella, eligió a los niños de más tierna edad; una elección acorde con su modestia virginal, y que fue aprobada por los propios rehenes, ya que consideraban que los que por edad están más expuestos a los malos tratos deben tener preferencia para ser rescatados. Después que la paz fue así restablecida, los romanos recompensaron el valor sin precedentes mostrado por una mujer con un honor sin precedentes, a saber, una estatua ecuestre. En la parte más alta de la Vía Sacra se erigió una estatua que representa a la doncella montada a caballo.
[2.14] Bastante incompatible con esta retirada pacífica de la Ciudad por parte del rey etrusco es la costumbre que, con otras formalidades, se ha transmitido desde la antigüedad hasta nuestra época de «vender los bienes del rey Porsena». Esta costumbre puede que se instaurase durante la guerra y se mantuviese después, o pudo tener un origen menos belicoso del que implicaría la descripción de los productos vendidos como «tomados al enemigo». La tradición más probable es que Porsena, sabiendo que la Ciudad estaba sin alimentos por el largo asedio, hizo a los romanos un regalo desde su campamento en el Janículo, donde tenía las provisiones que se habían cosechado en los fértiles campos vecinos de Etruria. Después, para impedir que el pueblo se aprovechase indiscriminadamente de las provisiones, se vendieron regularmente conforme a la descripción de «los bienes de Porsena», una descripción que indicaba más bien la gratitud del pueblo que una subasta de los bienes personales del rey, que nunca estuvieron a disposición de los romanos. Para evitar que su expedición pareciese totalmente inútil, Porsena, tras concluir la guerra con Roma, envió a su hijo Aruncio, con parte de su ejército, para atacar a Aricia. Al principio, los aricios quedaron sorprendidos por el inesperado ataque, pero los socorros que, en respuesta a su solicitud, fueron enviados desde las ciudades latinas y desde Cumas les alentaron tanto que se atrevieron a presentar batalla. Al comienzo de la acción los etruscos atacaron con tal vigor que derrotaron a los aricios en la primera carga. Las cohortes cumanas hicieron un movimiento estratégico por el flanco, y cuando el enemigo presionaba hacia delante en una desordenada persecución, les rodearon y les atacaron por la retaguardia. Así, los etruscos, cuando ya se creían victoriosos, se vieron cercados y destruidos. Un pequeño resto, después de perder a su general, marchó a Roma, pues no había cerca lugar más seguro. Sin armas, y con apariencia de suplicantes, fueron amablemente recibidos y distribuidos entre las diferentes casas. Después de recuperarse de sus heridas, algunos se fueron a sus casas, para contar la clase de hospitalidad que habían recibido; muchos se quedaron, por afecto hacia sus anfitriones y la Ciudad. Se les asignó un distrito para que lo habitaran, que posteriormente llevó el nombre de Vicus Tusco [barrio etrusco.- N. del T.].
[2.15] Los nuevos cónsules fueron Espurio Larcio y Tito Herminio. Este año -506 a.C.-, Porsena hizo el último intento para restaurar a los Tarquinios. Los embajadores que había enviado a Roma con este objeto fueron informados de que el Senado iba a enviar una embajada al rey, y que el más honorable de los senadores sería enviado de inmediato. Declararon que la razón por la cual le habían enviado un selecto número de senadores, en vez de darle una respuesta a sus embajadores en Roma, no era porque no pudieran dar la breve respuesta de que nunca permitirían reyes en Roma, sino simplemente para decirle que resultaba superfluo hablar de ello; pues ya que tras el intercambio de tan benignos actos no debía haber causa de irritación si a él, Porsena, se le decía que aquello era algo que iba contra la libertad de Roma. Los romanos, si no deseaban apresurar su propia ruina, debían rechazar la solicitud de uno a quien no deseaban negar nada. Roma no era una monarquía, sino una Ciudad libre, y habían tomado la decisión de abrir sus puertas a un enemigo antes que a un rey. Era deseo universal que todo lo que pusiera fin a la libertad de la Ciudad pusiera fin también a la misma Ciudad. Se le pidió, si deseaba que Roma estuviese segura, que le permitiese ser libre. Tocado por un sentimiento de simpatía y respeto, el rey les dijo: «Puesto que ésta es vuestra firme e inalterable determinación, no os acosaré con propuestas infructuosas, ni engañaré a los Tarquinios dándoles esperanzas de una ayuda que no les puedo prestar. En todo caso, tanto si insistían en la guerra o si preferían vivir tranquilamente, deberían buscar otro lugar de exilio, distinto del actual, para evitar cualquier interrupción de la paz entre ustedes y yo.» Siguió sus palabras con pruebas aún más fuertes de amistad, pues devolvió los rehenes restantes y restauró el territorio veyentino que había tomado bajo los términos del tratado. Al perder toda esperanza de restauración, Tarquinio marchó con su yerno, Mamilio Octavio, a Túsculo. Así permaneció intacta la paz entre Roma y Porsena.
[2.16] Los nuevos cónsules fueron Marco Valerio y Publio Postumio. Ese año -505 a.C.-, se libró un combate victorioso contra los sabinos; los cónsules celebraron un triunfo. Entonces, los sabinos se prepararon para la guerra a mayor escala. Para enfrentarse a ellos y, al mismo tiempo, precaverse contra el peligro que podía venir desde Túsculo (con quien la guerra, aunque no abiertamente declarada, estaba preparándose), fueron elegidos cónsules Publio Valerio por cuarta vez y Tito Lucrecio por segunda -504 a.C.-. Un conflicto entre sabinos partidarios de la paz y partidarios de la guerra, llevó a un aumento de la fortaleza de los romanos. Atio Clauso, que fue posteriormente conocido en Roma como Apio Claudio, era un defensor de la paz, pero, incapaz de mantenerse contra la facción contraria, que estaban provocando la guerra, huyó a Roma con una gran cantidad de sus clientes. Fueron admitidos a la ciudadanía y recibieron terrenos más allá del Anio. Fueron llamados tribu Claudia antigua, y a ellos se añadieron nuevos miembros procedentes de las tribus de aquellos campos. Después de su elección para el Senado, no pasó mucho tiempo antes de Apio obtuviese una posición prominente en ese órgano. Los cónsules marcharon contra territorio sabino, y por su devastación del país y las derrotas que le infligieron, dejaron al enemigo tan debilitado que durante mucho tiempo no hubo que temer la reanudación de la guerra. Los romanos regresaron triunfantes. Al año siguiente -503 a.C.-, en el consulado de Agripa Menenio y Publio Postumio, murió Publio Valerio Publícola. Fue universalmente considerado el primero tanto en las artes de la guerra como en las de la paz, pero aunque disfrutaba de una reputación tan inmensa, su fortuna personal era tan escasa que no podía sufragar los gastos de su funeral. Fueron sufragados por el Estado. Las matronas hicieron duelo por él como un segundo Bruto. En el mismo año, dos colonias latinas: Pomecia y Cora, se rebelaron y unieron a los auruncios. Empezó la guerra, y tras la derrota de un inmenso ejército que había tratado de oponerse al avance de los cónsules dentro de su territorio, todas las hostilidades se concentraron alrededor de Pomecia. No hubo tregua, tanto en el derramamiento de sangre posterior a la batalla como durante el combate murieron muchos más de los que fueron hechos prisioneros; éstos fueron masacrados por doquier, incluso los rehenes, trescientos de los cuales tenían en sus manos, cayeron víctimas de la furia sanguinaria del enemigo. Este año también triunfó Roma.
[2.17] Los cónsules que les sucedieron, Opiter Verginio y Espurio Casio -502 a.C.-, intentaron en un principio tomar Pomecia al asalto, pero luego hubieron de recurrir al asedio. Movidos más por un odio mortal que por cualquier esperanza o posibilidad de éxito, los auruncios hicieron una salida. La mayor parte estaban armados con antorchas encendidas y con ellas llevaron las llamas y la muerte a todas partes. Quemaron los manteletes [tableros gruesos forrados de planchas de metal y a veces aspillerados, que servían de resguardo contra los tiros del enemigo.- N. del T.], gran número de asediadores resultó muerto o herido y casi mataron a uno de los cónsules (las fuentes no mencionan su nombre), herido de gravedad, después de haber caído de su caballo. Después de este desastre, los romanos volvieron a casa, con gran número de heridos, entre ellos el cónsul, cuyo estado era crítico. Tras un periodo lo bastante largo para que se recuperasen los heridos y se reemplazasen las bajas en las filas, se reanudaron las operaciones contra Pomecia con más fuerza y mayor furia. Se repararon los manteletes y se mejoraron el resto de máquinas de guerra, y cuando todo estaba dispuesto para que los soldados asaltasen las murallas, la plaza se rindió. Los auruncios, sin embargo, no fueron tratados con menos rigor por haber rendido la ciudad que si hubiese sido tomada por asalto; los hombres principales fueron decapitados y el resto del pueblo vendido como esclavos. La ciudad fue arrasada y las tierras se vendieron. Los cónsules celebraron un triunfo, más por la terrible venganza que se habían tomado que por la importancia de la guerra ya finalizada.
[2.18] El año siguiente -501 a.C.- tuvo como cónsules a Postumio Cominio y Tito Larcio. Durante este año se produjo un incidente que, aunque pequeño en sí mismo, amenazó con llevar a la reanudación de una guerra aún más temible que la Guerra Latina. Durante los juegos en Roma algunas cortesanas fueron raptadas por jóvenes sabinos llenos de lascivia. Se juntó una multitud y se produjo una disputa que se convirtió casi en una batalla campal. La alarma se incrementó al tener conocimiento cierto de que, a instancias de Octavio Mamilio, las treinta ciudades de latinas habían formado una Liga. El Estado se sintió tan atemorizado por situación de tanta gravedad que se sugirió por primera vez que se nombrase un dictador -500 a.C.-. No se puede asegurar, sin embargo, con certeza en qué año fue creada esta magistratura, o quiénes eran los cónsules que habían perdido la confianza del pueblo por su adhesión a los Tarquinios (esto, también, forma parte de la tradición), o quién fue el primer dictador. En la mayoría de los autores antiguos encuentro que fue Tito Larcio y que Espurio Casio fue su jefe de caballería [magistrum equitum, en el original.- N. del T.]. Sólo hombres de rango consular eran elegibles según la ley que regulaba el nombramiento. Esto me inclina aún más a creer que Larcio, que era de rango consular, fue nombrado por encima de los cónsules para restringir su poder y dirigirles con preferencia a Manlio Valerio, el hijo de Marco y niego de Voleso. Además, si hubiesen deseado que el dictador fuese elegido de una gens concreta, antes habrían preferido al padre, Marco Valerio, un hombre de valor probado y también de rango consular. Cuando, por vez primera, se nombró un dictador en Roma, cayó gran temor en el pueblo al ver las hachas que portaban delante de él y pusieron en adelante más cuidado en obedecer sus órdenes. Porque no había, como en el caso de los cónsules, en que cada uno de ellos tenía la misma autoridad que el otro, ninguna posibilidad de obtener la ayuda de uno contra el otro, ni había derecho de apelación alguno, ni en lo inmediato había seguridad más que en la obediencia estricta. Los sabinos se alarmaron aún más con el nombramiento de un dictador que los romanos, pues estaban convencidos de que había sido por ellos que se había nombrado. Por consiguiente, enviaron legados con propuestas de paz. Pidieron perdón al dictador y al Senado por lo que calificaron como error de adolescentes, pero se les contestó que a adolescentes se les podría perdonar, pero no así a hombres adultos que continuamente estaban provocando nuevas guerras. Continuaron, sin embargo, las negociaciones y la paz podría haberse sellado si los sabinos hubiesen asumido la demanda de afrontar los gastos de la guerra. Se declaró la guerra; durante un año se mantuvo, sin embargo, una tregua informal sin choques.
[2.19] Los cónsules siguientes fueron Servio Sulpicio y Manlio Tulio. Nada digno de recuerdo fue llevado a cabo. Los cónsules del año siguiente -499 a.C.- fueron Tito Ebucio y Cayo Vetusio. Durante su consulado Fidenas fue sitiada; Crustumeria capturada; Palestrina [Preneste, en el original.- N. del T.] se rebeló contra los latinos, a favor de Roma. La Guerra Latina, que había estado amenazando desde hacía algunos años, estalló finalmente. Nombraron dictador -498 a.C.- a Aulo Postumio y jefe de caballería a Tito Ebucio; avanzaron con un gran ejército de infantería y caballería al lago Regilo, en la comarca de Tusculo y se encontraron con el principal ejército del enemigo. Al enterarse de que los Tarquinios estaban en el ejército de los latinos, la ira de los romanos se encendió tanto que determinaron combatir enseguida. En la batalla que siguió se combatió con más obstinación y desesperación de lo que nunca se hizo en ninguna de las anteriores. Pues los jefes no sólo se dedicaron a dirigir el combate, sino que lucharon personalmente uno contra otro, y casi ninguno de los jefes de ambos ejércitos, con excepción del dictador romano, dejó el campo de batalla incólume. Tarquinio el Soberbio, aunque ahora debilitado por la edad, espoleó su caballo contra Postumio, que en vanguardia de las líneas dirigía y formaba a sus hombres; Fue herido en un costado y retirado por sus hombres a lugar seguro. Del mismo modo, en la otra ala, Ebucio, jefe de caballería, dirigió su ataque contra Octavio Mamilio; el jefe túsculo lo vio venir y se dirigió a él a toda velocidad. Tan terrible fue el choque que el brazo de Ebucio fue traspasado por la lanza túscula; Mamilio, también con lanza, fue atravesado por el pecho y retirado por los latinos a segunda línea. Ebucio, incapaz de sostener un arma con su brazo herido, se retiró de la lucha. El jefe latino, en modo alguno desalentado por su herida, infundió nueva energía en el combate pues, viendo a sus hombres vacilantes, llamó a la cohorte de romanos exiliados, que fueron encabezados por Lucio Tarquinio. La pérdida de su patria y su fortuna les hizo luchar aún más desesperadamente; durante un breve periodo reanudaron la batalla y los romanos que se les oponían empezaron a ceder terreno.
[2.20] Marco Valerio, el hermano de Publícola, viendo al fogoso joven Tarquino hacerse destacar en primera línea, picó espuelas a su caballo y se dirigió a él con la lanza baja, deseoso de aumentar la gloria de su linaje, pues que la gens que se jactaba de haber expulsado los Tarquinios podría tener la gloria de matarlos. Tarquinio eludió a su enemigo retirándose detrás de sus hombres. Valerio, introduciéndose entre las filas de los exiliados, fue atravesado por una lanza por la espalda. Esto no detuvo al caballo y el romano cayó, muriendo en el suelo y siendo despojado de sus armas. Cuando el dictador Postumio vio que uno de sus principales oficiales había caído, y que los exiliados se precipitaban furiosamente en una masa compacta mientras que sus hombres se desmoralizaban y cedían terreno, ordenó a su propia cohorte (una fuerza escogida que formaba su guardia personal) que amenazasen a cualquiera de los suyos a quien viesen huyendo del enemigo. Amenazados a vanguardia y retaguardia, los romanos dieron la vuelta y enfrentaron al enemigo, cerrando sus filas. La cohorte del dictador, fresca física y anímicamente, entró ahora en acción y atacó a los agotados exiliados, haciéndoles gran masacre. Se produjo otro combate singular entre jefes; el general latino vio la cohorte de los exiliados casi cercada por el dictador romano y se lanzó al frente con algunos manípulos de las reservas. Tito Herminio los vio venir y reconoció a Mamilio por sus ropajes y armas. Atacó al general enemigo más fieramente de lo que antes lo hizo el jefe de caballería; tanto, de hecho, que le mató atravesándole de lado a lado con su lanza. Mientras despojaba el cuerpo, él mismo fue alcanzado por una jabalina y después de ser llevado de vuelta al campamento, expiró mientras vendaban su herida. Entonces, el dictador fue rápidamente donde la caballería y les ordenó que ayudasen a la infantería, agotada con la lucha, desmontando y combatiendo a pie. Obedecieron, descabalgaron, se pusieron en primera línea y protegiéndose con sus parmas [escudos ovalados, usualmente empleados por la caballería.- N. del T.] combatieron delante de los estandartes. La infantería recuperó a su vez el valor cuando vio a la flor de la nobleza combatiendo como ellos y compartiendo los mismos peligros que ellos. Por fin, los latinos fueron obligados a dar la vuelta, vacilaron y, finalmente, rompieron sus filas. Trajeron los caballos para que la caballería pudiese perseguirlos y la infantería les siguió. Se dice que el dictador, sin omitir nada que pudiera garantizar la ayuda divina o la humana, se comprometió, durante la batalla, a dedicar un templo a Castor y prometió recompensas a quienes fuesen el primero y segundo en asaltar el campamento enemigo. Tal fue el ardor que los romanos mostraron, que con la misma carga que desbarataron al enemigo, alcanzaron su campamento. Así fue la batalla en el lago Regilo. El dictador y el jefe de caballería volvieron triunfantes a la Ciudad.
[2.21] Durante los tres años siguientes no hubo ni guerra abierta ni paz concertada. Los cónsules fueron Quinto Cloelio y Tito Larcio -498 a.C.-. Les sucedieron Aulo Sempronio y Marco Minucio -497 a.C.-. Durante su consulado, se dedicó un templo a Saturno y fueron instituidas las Saturnales [Saturnalia en latín: fiestas en honor a Saturno, celebradas del 19 al 25 de diciembre (con un claro significado agrícola y astronómico), en que se daban raciones extras a los esclavos, se intercambiaban regalos y se celebraba el «renacimiento del sol» o Sol Invictus.- N. del T.]. Los siguientes cónsules fueron Aulo Postumio y Tito Verginio -496 a.C.-. He hallado que algunos autores fechan en este año la batalla del lago Regilo, y que Aulo Postumio renunció a su consulado por sospecharse de la fidelidad de su colega, designándose por este motivo un dictador. Esta es la causa de que se produzcan tantos errores en las fechas, debido a las variaciones en el orden de la sucesión de los cónsules, y que la lejanía en el tiempo tanto de los sucesos como de las autoridades hace imposible determinar qué cónsules sucedieron a cuáles o en qué año concreto sucedió algún hecho. Apio Claudio y Publio Servilio -495 a.C.- fueron los siguientes cónsules. Este año es memorable por la noticia de la muerte de Tarquinio. Su muerte tuvo lugar en Cumas, donde se había retirado, buscando la protección del tirano Aristodemo, tras la derrota de las fuerzas latinas. La noticia fue recibida con satisfacción tanto por el Senado como por la plebe. Pero la euforia de los patricios les llevó al exceso. Hasta ese momento habían tratado al pueblo con la mayor deferencia, pero ahora sus dirigentes comenzaron a cometer injusticias contra ellos. El mismo año fue enviada una nueva partida de colonos para completar el número de Signia, una colonia fundada por el rey Tarquinio. El número de tribus en Roma se elevó a veintiuna. El templo de Mercurio fue consagrado el 15 de mayo.
[2.22] Las relaciones con los volscos durante la Guerra Latina no fueron ni amistosas ni abiertamente hostiles. Los volscos habían reunido un ejército habrían enviado en ayuda de los latinos si no se les hubiese anticipado el dictador por la rapidez de sus movimientos; una velocidad debida a su ansiedad por evitar una batalla con ambos ejércitos combinados. Para castigarlos, los cónsules condujeron a las legiones contra el país de los volscos. Este movimiento inesperado paralizó a los volscos, que no esperaban una respuesta a lo que había sido sólo una intención. Incapaces de ofrecer resistencia, dieron como rehenes a trescientos niños pertenecientes a la nobleza, traídos desde Cora y Pomecia. Las legiones, en consecuencia, se marcharon de regreso sin luchar. Aliviados del peligro inmediato, los volscos pronto volvieron a su antigua política, y después de formar una alianza armada con los hernicios, se prepararon secretamente para la guerra. También enviaron legados a lo largo y ancho del Lacio para inducir a esa nación a unírseles. Pero, después de su derrota en el lago Regilo, los latinos se indignaron tanto contra quienes abogaban por la reanudación de la guerra que no sólo rechazaron a los legados volscos, sino que los detuvieron y los condujeron a Roma. Allí fueron entregados a los cónsules y se aportaron pruebas que demostraban que volscos y hernicios se estaban preparando para la guerra con Roma. Cuando el asunto fue llevado ante el Senado, éste quedó tan complacido por la acción de los latinos que liberó a seis mil prisioneros de guerra y puso a la consideración de los nuevos magistrados el asunto de un tratado que hasta entonces se habían negado persistentemente a considerar. Los latinos se felicitaron por al actitud que habían adoptado y los autores de la paz recibieron grandes honores. Enviaron una corona de oro como regalo a Júpiter Capitolino. La delegación que trajo el regalo fue acompañada por gran número de los prisioneros liberados, quienes visitaron las casas en que trabajaron como esclavos para agradecer a sus antiguos amos la amabilidad y consideración que les mostraron en su infortunio, y establecieron lazos de hospitalidad con ellos. En ninguna época anterior estuvo la nación latina en mejores términos de amistad, tanto política como personalmente, con el gobierno romano.
[2.23] Pero la guerra con los volscos era inminente y el Estado se dividió con disensiones internas; los patricios y los plebeyos se eran amargamente hostiles, debido principalmente a la situación desesperada de los deudores. Se quejaban de que mientras combatían en el exterior por la libertad y el imperio, ellos eran oprimidos y esclavizados en sus propias casas por sus conciudadanos; su libertad estaba más segura en la guerra que en la paz, más segura entre los enemigos que entre su propio pueblo. El descontento, que crecía día tras día, se acrecentaba aún más por los signos de infortunio de un sólo individuo. Un anciano, mostrando pruebas visibles de todos los males que había sufrido, apareció de repente en el Foro. Su ropa estaba cubierta de suciedad, su apariencia personal era aún más repugnante por su hedor corporal y su palidez, la barba y pelo descuidados le hacían parecer un salvaje. A pesar de este desfiguramiento fue reconocido por los conmovidos testigos; dijeron que había sido centurión y mencionaron varias de sus condecoraciones militares. Se descubrió el pecho y mostró las cicatrices que atestiguaban las muchas luchas en que combatió honorablemente. La multitud había crecido hasta casi convertirse en una Asamblea del pueblo. Le preguntaron: «¿De dónde vienen esos vestidos y esa degradación?» Dijo que mientras servía en la Guerra Sabina, no sólo perdió el producto de sus tierras por las depredaciones del enemigo, sino que su granja había sido incendiada, toda su propiedad confiscada, sus ganados expoliados y los impuestos de guerra se llevaron cuanto fue capaz de pagar, quedando al fin como deudor. Esta deuda había aumentado considerablemente por la usura y le habían despojado, en primer lugar, de la granja de su padre y abuelo y después de sus otras propiedades, para por fin le atacara la peste. No sólo había sido esclavizado por su acreedor, sino puesto en un trabajo bajo tierra: una muerte en vida. Luego mostró su espalda escariada con las marcas recientes de los azotes.
Al ver y oír todo esto, se levantó un gran clamor; la emoción no se limitaba al Foro y se extendió por toda la ciudad. Los hombres que estaban esclavizados por deudas y los que habían sido puestos en libertad corrían por todos lados, en la vía pública, e invocaban «la protección de los Quirites.» Todo el mundo se dirigía gritando al Foro. Aquellos senadores que estaban en el Foro y se encontraron con la multitud, vieron sus vidas en peligro. Se habría ejercido violencia abierta si los cónsules, Publio Servilio y Apio Claudio -495 a.C.- no hubiesen intervenido para quebrar el alboroto.
La multitud, a su alrededor, les mostró sus cadenas y otras marcas de la degradación. Éstos, dijeron, eran sus premios por haber servido a su país; recordaron sarcásticamente a los cónsules las campañas en las que habían combatido y les demandaban imperiosamente que se convocase al Senado. Entonces cercaron la Curia, decididos a ser ellos mismos los árbitros y directores de los asuntos públicos. Un número muy pequeño de senadores, que resultaron estar disponible, se unieron a los cónsules; los demás, que tenían miedo de ir hasta el Foro, aún más temían llegar al Senado. Ningún asunto podía tratarse, por no estar presentes el número mínimo de senadores. La gente empezó a pensar que jugaban con ellos y tratando quitárselos de encima; que los senadores ausentes no lo estaban por accidente o miedo, sino para impedir cualquier reparación de sus agravios y que los propios cónsules se regodeaban y reían de su miseria. La cuestión estaba llegando a un punto en que ni siquiera la majestad de los cónsules podría mantener a raya a la gente enfurecida; entonces llegaron los ausentes, indecisos por no saber el riesgo que corrían, y entraron finalmente al Senado. Ya había quórum, y se manifestó una división de opiniones no sólo entre los senadores, sino entre ambos cónsules. Apio, un hombre de temperamento apasionado, era de la opinión de que el asunto debía resolverse mediante una demostración de autoridad por parte de los cónsules; si se arrestaba a uno o dos de los amotinados, el resto se calmaría. Servilio, más inclinado a las medidas suaves, pensaba que cuando las pasiones de los hombres se excitaban, era más seguro y más fácil de doblegarlos que romperlos.
[2.24] En medio de estos disturbios, se produjo nueva alarma cuando llegaron jinetes latinos con la inquietante noticia de que un ejército volsco estaba en marcha para atacar la Ciudad. Esta noticia afectó a los patricios de modo muy distinto que a los plebeyos; hasta tal punto había dividido al Estado la discordia. Los plebeyos estaban exultantes: decían que los dioses se disponían a vengar la tiranía de los patricios; se animaban para evitar el alistamiento, pues les sería mejor morir unidos que perecer uno por uno. «Dejad que los patricios tomen las armas, que sirvan como soldados rasos, que los que se quedan con los despojos de la guerra sufran sus peligros.» El Senado, por el contrario, temeroso tanto del pueblo como del enemigo, imploró al cónsul Servilio, con quien simpatizaba más la plebe, que liberase al Estado de los peligros que le acechaban por todas partes. Abandonó el Senado y se dirigió a la Asamblea de la plebe. Una vez allí les habló de cuán interesado estaba el Senado en procurar por los intereses de la plebe, pero sus deliberaciones respecto a ello fueron sólo una parte, si bien la más larga, de cuanto hablaron considerando la seguridad del Estado en su conjunto. El enemigo estaba casi a las puertas, y nada podía anteponerse a la guerra; pero, incluso si se aplazaba el ataque, no sería honorable por parte de los plebeyos negarse a tomar las armas para luchar por su país hasta ser recompensados por hacerlo, ni sería decoroso para el Senado que se dijese que había tomado ciertas medidas por miedo en vez de movido por su buena voluntad para con sus angustiados conciudadanos. Convenció a la Asamblea de su sinceridad mediante la emisión de un decreto por el que nadie podría coaccionar o encadenar a un ciudadano romano, impidiéndole prestar el servicio militar; nadie podría embargar o vender los bienes de un soldado mientras estuviese en campaña o detener a sus hijos o nietos. Tras la promulgación de este decreto aquellos deudores que estaban presentes dieron en seguida sus nombres para alistarse, y una multitud de personas proveniente de todos los barrios de la Ciudad, desde los lugares donde estaban detenidos, corrieron a juntarse en el Foro y prestaron el juramento militar. Entre todos formaron una unidad de fuerza considerable, y ninguna fue más notable por su valor y sus acciones en la Guerra Volsca. El cónsul condujo sus tropas contra el enemigo y acamparon a corta distancia de ellos.
[2.25] La noche siguiente, los volscos, confiados por las disensiones entre los romanos, hicieron un intento de asalto en la oscuridad, confiando que se produjeran deserciones o que alguien traicionase al campamento. Los centinelas les detectaron, el ejército fue alertado y tomaron las armas al darse la alarma, de modo que el intento volsco fracasó; durante el resto de la noche ambas partes se mantuvieron tranquilas. El día siguiente, al amanecer, los volscos rellenaron las trincheras y atacaron el vallado [los campamentos romanos para una sola noche se disponían en el interior de un espacio, generalmente rectangular, delimitado por un foso y un vallado de estacas elevado sobre la tierra extraída al hacer aquel.- N. del T.]. Ya estaba siendo derribado por todos los lados, pero el cónsul, a pesar de los gritos de todo el ejército (sobre todo de los deudores) que le pedían ordenar el ataque, lo retrasó durante un tiempo para poner a prueba el temple de sus hombres. Cuando quedó satisfecho de su coraje y determinación, dio la señal de cargar y puso en marcha sus soldados, deseosos de enfrentarse al enemigo. Fueron derrotados al primer choque, los fugitivos fueron derribados a medida que la infantería les alcanzaba y después la caballería llevó la confusión a su campamento. Presas del pánico, lo abandonaron, las legiones llegaron al punto, lo rodearon, capturaron y saquearon. Al día siguiente, las legiones marcharon a Suesa Pomecia, donde el enemigo había huido, y en unos pocos días fue capturada y entregada para el saqueo por los soldados. Esto, en cierta medida, alivió la pobreza de los soldados. El cónsul, cubierto de gloria, regresó con su ejército victorioso a Roma. Mientras marchaban fue visitado por los legados de los volscos de Ecetra, que estaban preocupados por su propia seguridad tras la captura de Pomecia. Por un decreto del Senado, se les concedió la paz y se les tomó algún territorio.
[2,26] Inmediatamente después, una nueva alarma se produjo en Roma por culpa de los sabinos, pero se trató más de una correría que de guerra abierta. Llegaron noticias durante la noche de que un ejército sabino había llegado hasta el Anio en una expedición de saqueo y que las granjas de las cercanías habían sido expoliadas y quemadas. Aulo Postumio, que había sido el dictador durante la Guerra Latina, fue enviado enseguida con la totalidad de la caballería; el cónsul Servilio le siguió con un cuerpo selecto de infantería. La mayoría de los enemigos fueron rodeados por la caballería mientras estaban dispersos por los campos; la legión sabina no ofreció resistencia al avance de la infantería. Cansados tras la marcha y el saqueo nocturno (gran parte de ellos estaban en las granjas, saciados de comida y vino) apenas tenían fuerzas para huir. La Guerra Sabina fue declarada y concluida en una noche, y hubo grandes esperanzas de que la paz se hubiese alcanzado por todas partes. Al día siguiente, sin embargo, los legados de los auruncos llegaron para demandar la evacuación del territorio volsco o de lo contrario les declararían la guerra. El ejército de los auruncos había comenzado su avance al tiempo de la salida de los legados para su misión, y el informe de haberlo visto no lejos de Aricia creó tanto revuelo como confusión entre los romanos, ya que era imposible que el Senado tomase en consideración oficial el asunto, ni siquiera para dar respuesta favorable a aquellos que habían abierto las hostilidades, pues ellos mismos se estaban armando para rechazarlos. Marcharon contra Aricia; no lejos de allí se enfrentaron a los auruncos y con una batalla terminó la guerra.
[2.27] Después de la derrota de los Auruncos, los romanos, que en pocos días habían luchado con éxito en tantas guerras, esperaban el cumplimiento de las promesas que el cónsul les había hecho bajo la autoridad del Senado. Apio, en parte por su inclinación natural a la tiranía y en parte para socavar la confianza que tenían en su colega, dictó las penas más duras que pudo cuando los deudores se presentaron ante él. Uno tras otro, todos los que habían empeñado sus personas como fianza fueron entregados a manos de sus acreedores y se obligó a otros a prestar esa fianza Un soldado que se vio en esta situación apeló al colega de Apio. Una multitud se congregó en torno a Servilio, le recordaban sus promesas, le hacían ver los servicios que habían prestado y las heridas que habían recibido, y le pedían que obtuviese del Senado la aprobación de una ley o que, como cónsul, protegiera a su pueblo y como general a sus soldados. El cónsul simpatizaba con ellos, pero en aquellas circunstancias se veía obligado a contemporizar; no sólo su colega, sino también toda la nobleza se oponían imprudentemente a su política. Al tomar un camino intermedio, ni escapó al odio de la plebe ni se ganó el favor de los patricios. Estos lo consideraban débil y ambicioso, la plebe lo consideraba alguien falaz y pronto se hizo evidente que era tan detestado como Apio.
Había surgido una controversia entre los cónsules en cuanto a cuál de ellos debía dedicar el templo de Mercurio. El Senado trasladó la cuestión al pueblo, y ordenó que quien fuese elegido para efectuar la consagración presidiera la anona e instituyera un colegio de mercaderes y llevase a cabo ciertas solemnidades en sustitución del Pontífice Máximo. El pueblo designó para la dedicación del templo a Marco Letorio, centurión primipilo [oficial al mando de la 1ª centuria del 1er. manípulo de la 1ª cohorte de una legión; soldado, siempre de enorme experiencia, cuya opinión y presencia eran obligadas en los consejos de guerra previos a la batalla.- N. del T.] de la legión, elección hecha, obviamente, no tanto para honrar a aquel hombre confiriéndole una magistratura tan por encima de su condición, como para desacreditar a los cónsules. Uno de ellos, en todo caso, estaba enojado en exceso, al igual que el Senado; pero el valor de la plebe también se había levantado y adoptaron un método muy distinto del que emplearon en un principio. Al no esperar ninguna ayuda de los cónsules o del Senado, se ocuparon de sus propios intereses y siempre que veían un deudor ante el tribunal acudían allí desde todas partes y con gritos y protestas impedían que se escuchase la sentencia de los cónsules, y cuando la pronunciaban, nadie la obedecía. Recurrieron a la violencia, y todo el miedo y el peligro por la libertad personal pasó de los deudores a los acreedores, que fueron rudamente tratados ante los ojos del cónsul. Además de todo esto, crecían los temores de una guerra con los sabinos. Se decretó el alistamiento, pero nadie dio su nombre. Apio estaba furioso; acusó a su colega de procurar el favor del pueblo, lo denunció como traidor a la república por negarse a dictar sentencia cuando los deudores se presentaban ante él y además se negó a alistar tropas después que el Senado hubiera decretado una leva. Sin embargo, declaró, la nave del Estado no estaba totalmente abandonada ni la autoridad consular esparcida al viento; él, por su propia mano, justificaría su propia dignidad y la del Senado. Mientras la multitud diaria habitual le rodeaba, cada vez más audaces en sus excesos, ordenó que arrestasen a uno de los líderes visibles de los agitadores. Mientras era arrastrado por los lictores, apeló. No había ninguna duda acerca de qué sentencia obtendría del pueblo; estaba tan determinado a arrostrar el odio popular que se habría obstinado en impedir la apelación, pese al clamor de la plebe, de no haber sido por la prudencia y autoridad del Senado. Aumentaba el malestar día tras día, no sólo con protestas evidentes sino, lo que era aún más peligroso, a través de la secesión y encuentros secretos. Al fin, los cónsules, detestados como eran por la plebe, dejaron sus magistraturas: Servilio, odiado de ambos órdenes por igual y Apio con el favor agradecido de los patricios.
[2.28] Luego Aulo Verginio y Tito Vetusio asumieron el cargo -494 a.C.-. Como los plebeyos estaban indecisos sobre la tendencia de estos cónsules, y estaban ansiosos por evitar cualquier acción precipitada o errónea que se pudiera adoptar en el Foro, empezaron a reunirse por la noche, algunos en el Esquilino y otros en el Aventino. Los cónsules consideraron que este estado de cosas estaba lleno de peligros, como así era, y emitieron un informe oficial al Senado. Pero cualquier discusión ordenada de su informe estaba fuera de lugar debido a la exaltación y griterío con que los senadores lo recibieron, y a la indignación que sentían hacia los cónsules, a los que acusaban de echar sobre sus hombres la decisión sobre medidas que debían haber tomado ellos con su autoridad consular. «Seguramente», se decía, «si hubiera realmente magistrados a cargo del Estado, no habría habido ninguna reunión en Roma, más allá de la asamblea de la plebe; ahora el Estado está roto en mil senados y asambleas, unos reunidos en el Esquilino y otros en el Aventino. Un hombre fuerte, como Apio Claudio, que valía más que cualquier cónsul, habría dispersado esas discusiones en un momento.» Cuando los cónsules, tras haber sido así censurados, les preguntaron qué deseaban que hiciesen, pues estaban preparados para actuar con toda la energía y determinación que decidiese el Senado, se les aprobó un decreto para que se efectuase la leva en el menor tiempo posible, pues el pueblo estaba cayendo más y más en la ociosidad. Tras abandonar el Senado, los cónsules subieron al tribunal y llamaron por su nombre a los más jóvenes. Ni un solo hombre respondió a su llamada. El pueblo, todo en pie como si estuviera en una asamblea oficial, declaró que nunca más obedecería la plebe ni obtendrían los cónsules un solo soldado hasta que se cumpliese la promesa efectuada en nombre del Estado. Antes de que los hombres empuñasen las armas se les debía restituir la libertad, para que pudiesen combatir por su patria y sus conciudadanos en vez de por amos tiránicos. Los cónsules eran bastante conscientes de las instrucciones que habían recibido del Senado, pero también eran conscientes de que ninguno de los que habían hablado con tanta valentía en el recinto del Senado estaban ahora presentes para compartir el odio en que estaban incurriendo. Parecía inevitable un conflicto desesperado con la plebe. Antes de tomar medidas extremas decidieron consultar nuevamente al Senado. Entonces, los senadores más jóvenes se levantaron de sus asientos y gritando alrededor de las sillas de los cónsules, les conminaron a dimitir de sus magistraturas y deponer una autoridad que no habían tenido el valor de sostener.
[2.29] Habiendo tenido bastante, por un lado, al tratar de coaccionar a la plebe, y por otro persuadir al Senado para que adoptase una política más suave, los cónsules dijeron finalmente: «Padres Conscriptos, para que no podáis decir que no se os ha prevenido, os advertimos que está a punto de suceder un serio disturbio. Exigimos que quienes más gritan acusándonos de cobardía nos apoyen mientras efectuamos la recluta. Vamos a actuar con toda la firmeza que proponéis, ya que ése es vuestro deseo.» Volvieron al tribunal y deliberadamente llamaron por su nombre a uno de los presentes. Como permanecía en silencio, y cierto número de hombres le rodeaba para impedir que se lo llevasen, los cónsules enviaron un lictor contra él. El lictor fue apartado, y aquellos senadores que estaban con los cónsules proclamaron que aquello era un ultraje y bajaron corriendo del tribunal para ayudar al lictor. La hostilidad de la multitud se desvió desde el lictor, a quien simplemente habían impedido efectuar el arresto, hacia los senadores. La interposición de los cónsules finalmente calmó el conflicto. No se había, sin embargo, arrojado piedras o empleado armas; por ello resultó ser más el ruido y las palabras airadas que no lesiones personales. El Senado fue convocado y reunido en desorden; su proceder fue aún más desordenado. Aquellos que habían sido tratados con rudeza exigieron una investigación, y la totalidad de los senadores más violentos apoyaron la demanda tanto con sus gritos y protestas como con sus votos. Cuando, por fin, el entusiasmo se hubo calmado, los cónsules les reprocharon mostrar tan poca serenidad de juicio en el Senado como la que tuvieron en el Foro. Entonces, el debate se desarrolló en orden. Se defendieron tres clases de medidas. Publio Valerio no creía que se debiera plantear la cuestión de modo general; pensaba que solamente debían considerar el caso de aquellos que, de acuerdo con la promesa del cónsul Publio Servilio, hubieran servido en las Guerras Volsca, Auruncia y Sabina. Tito Larcio consideró que el tiempo de recompensar sólo a los que hubiesen servido en esas guerras había pasado; toda la plebe estaba abrumada por las deudas y el mal no se cortaría a menos que la medida tuviese carácter universal. Cualquier intento de hacer diferencias entre las diversas clases sólo avivaría la discordia en lugar de aliviarla. Apio Claudio, duro por naturaleza y ahora exasperado, de una parte, por el odio de la plebe, y de otro por las alabanzas del Senado, afirmó que estas reuniones sediciosas no eran el resultado de la miseria, sino de la permisividad, la plebe estaba actuando más por libertinaje que por ira. Este era el daño que había surgido del derecho de apelación, pues los cónsules sólo podían amenazar sin capacidad para hacer cumplir sus amenazas, mientras los criminales pudiesen apelar a sus colegas. «Muy bien», dijo, «creemos un dictador contra el que no haya apelación y pronto se acabará esta locura que está incendiándolo todo. Veremos entonces si alguno ataca a un lictor, sabiendo que su libertad y hasta su vida misma están únicamente en manos del hombre cuya autoridad viola».
[2,30] Para muchos, los sentimientos que Apio mostraba les parecían crueles y monstruosos, y lo eran realmente. Por otra parte, las propuestas de Verginio y Larcio sentarían un peligroso precedente, la de Larcio sobre todo, pues destruiría toda confianza. El consejo dado por Verginio fue considerado como el más moderado, siendo una propuesta intermedia entre las otras dos. Pero por la fuerza de su partido y sus intereses personales, que siempre habían lesionado y siempre lesionarían el orden público, Apio resultó vencedor ese día. Estaba muy cerca de ser él mismo nombrado dictador, una designación que habría, más que cualquier otra cosa, distanciado a la plebe en el más inoportuno de los momentos, cuando los volscos, los ecuos y los sabinos se aliaron bajo las armas. Los cónsules y los patricios más ancianos, sin embargo, se encargaron de que una magistratura revestida de poderes tan grandes se confiase a un hombre de temperamento moderado. Nombraron a Marco Valerio, el hijo de Voleso, dictador. Aunque los plebeyos se dieron cuenta de que el dictador había sido nombrado en su contra, todavía, pues mantenían el derecho de apelación por la ley que había dictado su hermano, no temían tratos humillantes o tiránicos de esa gens. Sus esperanzas se vieron confirmadas por un decreto emitido por el dictador, muy similar al realizado por Servilio. Aquel edicto había sido ineficaz, pero ellos pensaban que podrían confiar más en la persona y poder del dictador por lo que, dejando toda oposición, dieron sus nombres para el alistamiento. Se formaron diez legiones, el mayor ejército que nunca se hubiese alistado. Tres de ellas fueron asignadas a cada uno de los cónsules, el dictador tomó el mando de cuatro.
La guerra ya no podía retrasarse. Los ecuos habían invadido el territorio latino. Los legados enviados por los latinos pidieron al Senado que les ayudase o les permitiese tomar las armas para defender sus fronteras. Consideraron más seguro defender a los latinos desarmados que permitirles volver a armarse. Se envió al cónsul Vetusio y ése fue el fin de las correrías. Los ecuos se retiraron de las llanuras, y confiando más en la naturaleza del país que en sus armas, buscaron refugio en la espesura de las montañas. El otro cónsul avanzó contra los volscos, y para no perder tiempo, devastó sus campos para obligarlos a que acercasen su campamento y poder enfrentarlos. Los dos ejércitos estaban frente a frente, en el espacio abierto entre los campamentos. Los volscos tenían una ventaja numérica considerable, y por ellos se mostraron desordenados y despreciativos hacia sus enemigos. El cónsul romano mantuvo su ejército inmóvil, les prohibió contestar a sus provocaciones y les ordenó permanecer con sus lanzas quietas en el suelo, y cuando el enemigo se puso al alcance, mandó que hiciesen todo el uso posible de sus espadas. Los volscos, cansados por sus carreras y gritos, se abalanzaron sobre los romanos como si éstos fuesen hombres atemorizados, pero cuando notaron la fortaleza del contraataque y vieron las espadas blandidas ante ellos, retrocedieron confusamente como si hubiesen sido tomados en una emboscada, y debido a la velocidad con la que entraron en combate casi no les quedaron fuerzas para huir. Los romanos, por otra parte, que al comienzo de la batalla se habían mantenido en silencio de pie, estaban frescos y vigorosos y fácilmente superaron a los agotados volscos, corrieron hacia su campamento, los expulsaron y los persiguieron hasta Velitras, donde entraron, vencedores y vencidos, en desorden. Hubo allí mayor matanza que en la propia batalla; a unos pocos que tiraron sus armas y se rindieron se les dio cuartel.
[2.31] Mientras estos hechos ocurrían entre los volscos, el dictador, después de entrar en territorio sabino, donde se produjo la parte más grave de la guerra, derrotó y puso en fuga al enemigo y los expulsó de su campamento. Una carga de caballería había roto el centro del enemigo que, debido a la prolongación excesiva de las alas, se vio debilitado por una insuficiente profundidad de filas, y tras quedar así desordenados la infantería les cargó. En la misma carga se capturó el campamento y se dio fin a la guerra. Desde la batalla del lago Regilo no se había efectuado una acción más brillante en aquellos años. El dictador entró en triunfo en la Ciudad. Además de las distinciones habituales, se le asignó un lugar en el Circo Máximo a él y a su descendencia, desde el que ver los Juegos, y se puso allí la silla curul [silla habitualmente construida en marfil, con patas curvadas formando una amplia X. No poseía respaldo, sus brazos eran bajos y se podía plegar. Era empleada por magistrados con imperium: dictador, magister equitum, cónsul, pretor, edil; y por el flamen dialis (sacerdote de Júpiter) aunque no lo poseyera.- N. del T.] Después de la subyugación de los volscos, el territorio de Velitras fue anexado y se enviaron ciudadanos romanos a colonizar la ciudad. Algún tiempo después, tuvo lugar un combate con los ecuos. El cónsul no quería luchar en un terreno que le era desfavorable, pero sus soldados lo obligaron a combatir. Lo acusaron de prolongar la guerra para que el mandato del dictador expirase antes de que ellos regresasen, en cuyo caso sus promesas ya no tendrían valor, como aquellas que antes había hecho. Le obligaron a hacer subir a su ejército a los peligros de la montaña; pero debido a la cobardía del enemigo esta maniobra imprudente terminó con éxito. Estaban tan asombrados por la audacia de los romanos que antes de que llegasen al alcance de sus armas abandonaron su campamento, que estaba en una posición muy fuerte, y se precipitaron hacia el valle por la parte de atrás. Así que los vencedores lograron una victoria con gran botín y sin derramamiento de sangre.
Si bien estas tres guerras fueron conducidas victoriosamente, el curso de los asuntos internos seguía siendo fuente de inquietud tanto para los patricios como para los plebeyos. Los prestamistas poseían tal influencia y habían tomado tan hábiles precauciones que engañaron, no sólo al pueblo, sino al propio dictador. Después que el cónsul Vetusio hubiera regresado, Valerio presentó, como el más importante asunto a considerar por el Senado, el tratamiento a dar a los hombres que habían conseguido la victoria, y propuso una resolución en cuanto a la decisión que debían tomar respecto a los deudores insolventes. Su moción fue denegada y, ante ello, les dijo, «No soy aceptable como defensor de la concordia. Confió en que muy pronto el pueblo tenga patrones tan fieles como yo. En lo que a mí respecta, no voy a animar a mis conciudadanos con esperanzas vacías, ni voy a ser un dictador en vano. Los desórdenes internos y las guerras exteriores hicieron necesaria esta magistratura para la república; ahora se ha asegurado la paz exterior, pero la interior se ha hecho imposible. Prefiero verme involucrado en la sedición como un ciudadano privado que como dictador.» Y diciendo esto, abandonó el edificio y renunció a su dictadura. Para el pueblo, la razón está muy clara; había renunciado a la magistratura porque estaba indignado por la forma en que fueron tratados. El incumplimiento de su promesa no fue por su culpa; consideraron que hizo cuanto pudo para mantener su palabra y lo siguieron con aplausos en su vuelta a casa.
[2.32] El Senado empezó a temer que, una vez abandonasen el ejército, los ciudadanos volviesen a las conspiraciones y las reuniones secretas. Aunque era el dictador quien había efectuado de hecho el alistamiento, los soldados habían jurado obediencia a los cónsules. Recordándoles que seguían bajo el juramento militar, el Senado ordenó a las legiones que marchasen fuera de la Ciudad con la excusa de que se había reanudado la guerra con los ecuos. Esta decisión precipitó la sedición. Se dice que la primera idea fue dar muerte a los cónsules, para desligarse de su juramento; pero, comprendiendo que ninguna obligación religiosa podría disolverse mediante un crimen, decidieron, por instigación de un tal Sicinio, ignorar a los cónsules y retirarse al Monte Sacro, que está al otro lado del Anio, a tres millas [4440 metros.- N. del T.] de la Ciudad. Esta es una tradición aceptada más comúnmente que la defendida por Pisón y que dice que la separación se hizo en el Aventino. Allí, sin jefe alguno y en un campamento fortificado con valla y foso, se retiraron sin nada más que lo básico para vivir y se mantuvieron varios días, ni efectuar ni recibir ninguna provocación. Un gran pánico se apoderó de la Ciudad, la desconfianza mutua llevó a un estado de parálisis general. Los plebeyos que habían sido dejados por sus compañeros en la Ciudad temían la violencia de los patricios; los patricios temían a los plebeyos que aún permanecían en la ciudad, y no sabían decidir si preferían que se quedasen o que se marchasen. «¿Cuánto tiempo», se preguntaban, «permanecerá tranquila la multitud que se ha separado? ¿Qué pasaría si, entre tanto, estallase alguna guerra exterior?» Creían que todas sus esperanzas residían en la concordia entre los ciudadanos, y que esta debía ser restaurada a cualquier precio.
El Senado decidió, por tanto, enviar a Menenio Agripa como portavoz, un hombre elocuente y aceptable para la plebe, pues el mismo era de origen plebeyo. Fue admitido en el campamento, y se cuenta que él, simplemente, les contó la siguiente fábula en forma primitiva y tosca: «En los días en que todas las partes del cuerpo humano vivían, no juntas como ahora, sino cada miembro por su lado y hablando sólo de lo suyo, se indignaron todos contra el vientre y decían que todo lo que hacían era únicamente en beneficio suyo mientras éste estaba ocioso y no hacía más que disfrutar de todo. Y conspiraron contra él: las manos no llevarían comida a la boca, la boca no aceptaría la comida que se le ofreciese, los dientes no la masticarían. Mientras, en su resentimiento, estaban ansiosos por obligar al vientre mediante el hambre, ellos mismos se debilitaron y todo el cuerpo quedó al fin exhausto. Entonces se hizo evidente que el vientre no era un holgazán y que el alimento que recibía no era mayor que el que devolvía a todas las partes del cuerpo para que viviesen y se fortaleciesen, distribuyéndolo equitativamente entre las venas tras haberlo madurado con la digestión de los alimentos.» Mediante esta comparación, y mostrando cómo las discordias internas entre las partes del cuerpo se parecían a la animosidad de los plebeyos contra los patricios, logró conquistar a su audiencia.
[2.33] Se empezó a negociar buscando la reconciliación. Se llegó al acuerdo de que la plebe debía tener sus propios magistrados, cuyas personas serían inviolables, y que tendrían derecho de auxilio contra los cónsules. Y, además, no se le permitiría a ningún patricio el ejercicio de dicho cargo. Se eligieron dos tribunos de la plebe, Cayo Licinio y Lucio Albino. Estos eligieron a tres colegas. En general se acepta que Sicinio, el instigador de la secesión, fue uno de ellos, pero no se sabe quiénes fueron los otros dos. Algunos dicen que sólo se nombraron dos tribunos en el Monte Sacro y que fue allí donde se aprobó la Lex Sacrata. Durante la secesión de la plebe Espurio Casio y Postumio Cominio -493 a.C.- tomaron posesión de su consulado. En su año de magistratura se firmó un tratado de paz con las ciudades latinas, permaneciendo en Roma uno de los cónsules con éste propósito. El otro fue enviado a la guerra contra los volscos. Derrotó un ejército volsco de Ancio, y los persiguió hasta Longula, de la que se apoderó. Luego avanzó hacia Polusca, que también pertenecía a los volscos, y la capturó; después atacó Corioli con gran fuerza.
Uno de los más destacados entre los jóvenes soldados del campamento era Cneo Marcio, un joven de buen juicio y simpre dispuesto a la acción, quien más tarde recibió el sobrenombre de Coriolano. Durante el transcurso del asedio, mientras el ejército romano dedicaba su atención a toda la gente del pueblo que estaba cercada dentro de sus murallas y no a la detección de posibles movimientos hostiles exteriores, fueron repentinamente atacados por las legiones volscas que habían marchado desde Anzio. Al mismo tiempo, hicieron una salida desde la ciudad. Marcio resultó estar de guardia, y con un cuerpo selecto de hombres no sólo rechazó la salida sino que hizo una incursión audaz por la puerta abierta, y tras hacer gran matanza en aquella parte de la ciudad, tomó un poco de fuego e incendió los edificios que lindaban con la muralla. Los gritos de los ciudadanos, que se mezclaban con los de las mujeres y los niños aterrorizados, envalentonaron a los romanos y desmoralizó a los volscos, que pensaron que la ciudad a la que habían venido a ayudar ya había sido capturada. Así, las tropas de Ancio fueron derrotados y Corioli capturada. La fama que ganó Marcio eclipsó tan completamente la del cónsul que, de no haber sido inscrito el tratado con los latinos (pues debido a la ausencia de su colega había sido firmado sólo por Espurio Casio) en una columna de bronce y así quedar permanentemente registrado, cualquier recuerdo de que fuera Postumio Cominio quién dirigió la guerra con los volscos habría perecido. En el mismo año murió Menenio Agripa, un hombre que durante toda su vida fue igualmente apreciado por los patricios y los plebeyos, y se hizo aún más querido de los plebeyos después de su secesión. Sin embargo, el negociador y árbitro de la reconciliación, el que actuó como el embajador de los patricios ante la plebe y devolvió a la Ciudad, no disponía de suficiente dinero para sufragar los gastos de su funeral. Fue enterrado por los plebeyos, cada uno aportando un sextante [moneda romana de cobre de dos onzas (54,56 gr) de peso (sexta parte de un as).- N. del T.] a su costa.
[2.34] Los nuevos cónsules fueron Tito Geganio y Publio Minucio -492 a.C.-. En este año, mientras que en el extranjero todo estuvo tranquilo y en el interior las disensiones civiles se calmaron, la república fue atacada por otro mal mucho más grave: en primer lugar, carestía de alimentos, debido a los campos sin cultivar durante la secesión, y luego una hambruna como la que sufriría una ciudad sitiada. Esto, en todo caso, habría conllevado la desaparición de los esclavos, y probablemente también habrían muerto muchos plebeyos, de no haber hecho frente los cónsules a la emergencia enviando comisionados a varios lugares para comprar grano. Marcharon no sólo a lo largo de la costa a la derecha de Ostia, en Etruria, sino también a la izquierda, pasado el país de los volscos, hasta llegar a Cumas. Su búsqueda se extendió incluso hasta Sicilia; a tal punto la hostilidad de sus vecinos los obligó a buscar ayuda tan lejos. Cuando el grano hubo sido comprado en Cumas, los barcos fueron detenidos por el tirano Aristodemo a modo de embargo en compensación sobre las propiedades romanas de Tarquinio, de quien era heredero. Entre los volscos y en el distrito de Pontino fue incluso imposible negociar la compra de grano, los comerciantes estuvieron a punto de ser atacados por la población. Desde Etruria llegó un poco de grano por el Tiber; esto sirvió para auxilio de los plebeyos. Habían sido acosados por una guerra, doblemente inoportuna al resultar tan escasas las provisiones, si los volscos, que ya estaban en marcha, no hubieran sido azotados por una terrible pestilencia [en la época, cualquier enfermedad contagiosa, solía ser calificada como «peste» o «pestilencia».- N. del T.]. Este desastre intimidó al enemigo tan eficazmente que incluso cuando se hubo calmado su virulencia siguieron en cierta medida sobrecogidos; los romanos incrementaron el número de colonos en Velitras y establecieron una nueva colonia en Norba, en las montañas, para servir como bastión en el territorio de Pomptina.
Durante el consulado de Marco Minucio y Aulo Sempronio -491 a.C.- una gran cantidad de grano llegó desde Sicilia, la cuestión se debatió en el Senado: ¿a qué precio se le debía dar a la plebe? Muchos opinaban que había llegado el momento de ejercer presión sobre los plebeyos y recuperar los derechos que habían sido arrebatados al Senado mediante la secesión y la violencia que la acompañó. El principal de ellos fue Marcio Coriolano, un enemigo declarado de la potestad tribunicia. «Si», sostuvo, «quieren su grano al precio antiguo, que devuelvan al Senado sus antiguos poderes. ¿Por qué, entonces, debería, tras haber sido subyugado y rescatado como si estuviese entre bandidos, ver a los plebeyos detentar magistraturas, o contemplar a un Sicinio en el poder? ¿Voy a soportar estas humillaciones un instante más? ¿Yo, que no pude soportar a un Tarquinio como rey, soportaré a un Sicinio? ¡Dejad que se marchen ahora!, ¡que llamen a sus plebeyos!, ¡abiertas están las vías al Monte Sacro! ¡Dejad que se lleven el grado de nuestros campos como hicieron hace dos años; dejadles disfrutar de la escasez que con su locura han provocado! Me atrevo a decir que después de haber sido domesticados por estos sufrimientos, más preferirán trabajar como braceros en los campos que impedir que sean cultivadas por culpa de una secesión armada». Es más fácil decir lo que debía haberse hecho que creer que se podía haber llevado a cabo: que los senadores podrían haber logrado, bajando el precio del grano, la abrogación del poder tribunicio y de todas las restricciones legales que se les impuso contra su voluntad.
[2.35] El Senado consideró estas intenciones muy peligrosas y los plebeyos, en su exasperación, casi corrieron a por las armas. El hambre, dijeron, estaba siendo usada como arma contra ellos, como si fueran enemigos; estaban siendo engañados con los alimentos y el sustento; el grano extranjero, que la fortuna les había dado de forma inesperada como su único medio de sustento, les iba a ser arrancado de sus bocas a menos que sus tribunos fueron entregados encadenados a Cneo Marcio, a menos que pudiera hacer caer su voluntad sobre las espaldas de los plebeyos romanos. En él veían surgir un nuevo verdugo, que les ordenaría morir o vivir como esclavos. Habría sido atacado al salir de la curia si los tribunos, muy oportunamente, no hubiesen fijado un día para su procesamiento. Esta medida disipó la cólera; cada hombre se vio como juez con poder de vida y muerte sobre su enemigo. Al principio, Marcio trató las amenazas de los tribunos con desprecio; éstos tenían el poder de proteger, no de castigar: eran los tribunos de la plebe, no de los patricios. Pero la ira de los plebeyos había sido tan excitada que los patricios pensaron que sólo podrían salvarse a sí mismos castigando a uno de su clase. Se resistieron, sin embargo, a pesar del odio: trataron de ejercer todos los poderes que poseían, tanto colectiva como individualmente. Al principio trataron de impedir el procedimiento situando grupos de sus clientes para disuadir a los individuos de que acudieran a las asambleas y reuniones. Luego actuaron colectivamente (como si todos los patricios estuviesen procesados) y rogaban a los plebeyos que si se negaban a absolver a un hombre inocente, al menos se lo entregasen a los senadores como culpable. Como él no hizo acto de presencia el día de su juicio, su resentimiento siguió inalterado y fue condenado en ausencia. Marchó al exilio entre los volscos, profiriendo amenazas contra su patria y dominado por el odio contra ella. Los volscos le recibieron de buen grado y se hizo más popular conforme su resentimiento contra sus compatriotas se volvía más encarnizado, escuchándose cada vez con más frecuencia sus quejas y amenazas. Disfrutó de la hospitalidad de Atio Tulio, que era el hombre más importante en ese momento entre los volscos y enemigo de Roma durante toda su vida. Impulsados ambos por motivos parecidos: el uno por un antiguo odio y el otro por uno reciente, hicieron planes para hacer la guerra a Roma. Tenían la impresión de que no se podría inducir fácilmente al pueblo, tras tantas derrotas, a tomar las armas de nuevo y que, después de sus pérdidas en tantas guerras y las últimas por la pestilencia, estaban desmoralizados. Había pasado tiempo suficiente para que se calmase la hostilidad; era necesario, por tanto, tramar un engaño por el cual se volvieran a exacerbar los ánimos.
[2.36] Sucedió que se estaban haciendo preparativos para una repetición de los grandes juegos [Ludi Romani o Ludi maximi.- N. del T.]. La razón de su repetición era que por la mañana temprano, antes del comienzo de los Juegos, un padre de familia después de azotar a su esclavo le había arrastrado por en medio del Circo Máximo. Luego los Juegos empezaron, como si el incidente no tuvo importancia religiosa. No mucho después, Tito Latino, un miembro de la plebe, tuvo un sueño. Júpiter se le apareció y le dijo que el bailarín que inició los Juegos le resultó desagradable, y agregó que a menos que estos Juegos se repitieran con la debida magnificencia, el desastre caería sobre la Ciudad, y que él tenía que ir e informar a los cónsules. A pesar de que no estaba en absoluto libre de escrúpulos religiosos, temía también decírselo a los cónsules para que no le hicieran objeto de escarnio público. Esta vacilación le costó cara porque en pocos días perdió a su hijo. Para que no cupiese duda en cuanto a la causa de esta repentina calamidad, la misma forma se apareció nuevamente al afligido padre en su sueño y le dijo que si no creía haber sido suficientemente castigado por su negligencia al cumplir la voluntad divina, otra más terrible le esperaba si no iba inmediatamente a informar a los cónsules. Aunque el asunto se hacía cada vez más urgente, siguió retrasándose y, mientras así lo iba postergando, fue atacado por una enfermedad grave en forma de parálisis súbita. Ahora, la ira divina le alarmó, y fatigado por su pasada desgracia así como por la actual, llamó a sus amistades y les contó lo que había visto y oído; la repetida aparición de Júpiter en sus sueños y las amenazas y la caída de la ira del cielo sobre él por sus dudas. Con la firme recomendación de todos los presentes fue llevado en una litera ante los cónsules, en el Foro, y desde allí, por orden de los cónsules, al Senado. Después de repetir la misma historia a los senadores, para gran sorpresa de todos, se produjo otro milagro. La tradición cuenta que quien había sido llevado a la curia con todo su cuerpo paralizado, volvió a casa, después de cumplir con su deber, por sus propios pies.
[2.37] El Senado decretó que los Juegos debían celebrarse con el mayor esplendor. A sugerencia de Atio Tulio, un gran número de volscos acudió a ellos. De conformidad con un acuerdo previo con Marcio, Tulio se llegó a los cónsules, antes de que empezasen los juegos, y les dijo que había ciertos asuntos concernientes al Estado que deseaba discutir con ellos en privado. Cuando todos los demás se retiraron, comenzó: «No me gusta tener que hablar mal de mi pueblo. No vengo, sin embargo, para acusarlos de haber cometido realmente un delito, sino a tomar precauciones contra la comisión de uno. El carácter de nuestros ciudadanos es más voluble de lo que yo querría; lo hemos experimentado en muchas derrotas, por lo que debemos nuestra actual seguridad no a nuestros méritos, sino a vuestra indulgencia. Aquí, en este momento, hay una gran multitud de volscos, los Juegos están en marcha y toda la Ciudad está pendiente del espectáculo. Recuerdo que un atentado fue cometido por los jóvenes sabinos en una ocasión similar y me estremezco al pensar que pudiera ocurrir algún incidente imprudente y temerario. Por nuestro bien y el vuestro, cónsules, pensé que lo correcto era advertirles. En lo que a mí respecta, tengo la intención de marcharme en seguida a mi casa no sea que, si me quedo, me vea envuelto en cualquier disturbio». Con estas palabras, se marchó. Estas alusiones vagas, pronunciadas al parecer de buena fuente, fueron trasladadas por los cónsules al Senado. Como generalmente sucede, la autoridad de la fuente, en lugar de los hechos efectivos, los indujo a tomar precauciones incluso excesivas. Se aprobó un decreto por el que los volscos debían abandonar la Ciudad; se enviaron pregoneros para que se les ordenase a todos ellos salir antes del anochecer. Su primer sentimiento fue de pánico a medida que iban a sus alojamientos respectivos para retirar sus pertenencias; pero cuando habían empezado a marcharse, se apoderó de ellos un sentimiento de indignación al ser expulsados de los Juegos, de un festival que era a modo de reunión entre los dioses y los hombres, como si estuviesen impuros o fuesen criminales.
[2,38] A medida que se iban en un flujo casi continuo, Tulio, que se había adelantado, los esperaba en la Fuente Ferentina. Abordando a sus hombres más importantes a medida que llegaban, con tono de queja e indignación los condujo, con la ira de sus propias palabras y sus propios sentimientos de enojo, hacia la llanura que se extendía por debajo de la carretera. Allí comenzó su discurso: «Aunque olvidaseis todos los males que Roma os ha causado y las derrotas que el pueblo volsco ha sufrido, aunque lo olvidaseis todo, ¿con qué carácter, quisiera saber, ¿sufriréis este insulto de ayer, cuando comienzan sus juegos haciéndonos esta ignominia? ¿No creéis que hoy han triunfado sobre nosotros? ¿Qué al salir fuisteis un espectáculo para el pueblo, para los extranjeros, para todas las poblaciones vecinas; que vuestras esposas, vuestros hijos, fueron exhibidos como espectáculo ante los ojos de todos? ¿Qué creéis que pensaban aquellos que escucharon la voz de los pregoneros, los que nos miraban partir, los que se encontraron con esta cabalgata ignominiosa? ¿Qué pueden haber pensado, sino que había alguna culpa terrible en nosotros, que si hubiésemos estado presentes en los Juegos los habríamos profanado y hecho necesaria una expiación, y que esta es la razón por la que hemos sido expulsados de las casas de esta buena y religiosa gente y de toda relación y asociación con ellos? ¿No se os ocurre que debemos nuestras vidas a la premura con la que partimos, si es que podemos llamarlo partida y no huida? ¿Y os dais cuenta de que esta Ciudad no es más que la Ciudad de vuestros enemigos donde, habiendo residido un sólo día, habéis estado a punto de morir? Os ha sido declarada la guerra, para gran mal de quienes os la han declarado si es que sois realmente hombres». Así que marcharon a sus hogares, con su resentimiento amargado por esta arenga. Ellos instigaron tanto los sentimientos de sus compatriotas, cada uno en su propia ciudad, que todo el pueblo volsco se sublevó.
[2.39] Por voto unánime de todos los generales, se confió la dirección de la guerra a Atio Tulio y a Cneo Marcio, el exiliado romano, en quien pusieron todas sus esperanzas. Él justificó totalmente sus expectativas, pues se hizo bastante evidente que la fuerza de Roma residía más en sus generales que en su ejército. Marchó en primer lugar contra Circeio, expulsó a los colonos romanos y se la entregó a los volscos como ciudad libre. Luego tomó Satrico, Longula, Polusca y Corioli, pueblos que los romanos habían capturado recientemente. Marchando a través del país por la Vía Latina, recuperó Lavinio y después, sucesivamente, Corbión, Vetelia, Trebio, Labico y Pedum [actual Gallicano.- N. del T.]. Por último, avanzó desde Pedum contra la Ciudad. Atrincheró su campamento en las fosas Cluilias, a unas cinco millas de distancia [7400 metros.- N. del T.], y desde allí asoló el territorio romano. Las incursiones fueron acompañadas por hombres cuya misión era asegurarse de que las tierras de los patricios no fueran afectadas; una medida tomada bien porque su ira se dirigiese principalmente contra los plebeyos, bien porque esperase que surgiesen disturbios entre ellos y los patricios. Estos sin duda se habrían producido (a tal punto estaban los tribunos excitando a la plebe contra los hombres más importantes del Estado) de no haber sido porque el temor al enemigo que estaba fuera (el más fuerte lazo de unión) les unió a pesar de sus mutuas sospechas y aversión. En un punto que no estaban de acuerdo; el Senado y los cónsules ponían sus esperanzas únicamente en las armas, los plebeyos preferían cualquier cosa a la guerra. Espurio Nautio y Sexto Furio -488 a.C.- eran ahora cónsules. Mientras estaban revistando las legiones, guarneciendo las murallas y posicionando tropas en varios lugares, se reunió una enorme multitud. Al principio alarmaron a los cónsules con gritos sediciosos, y al final les obligaron a convocar el Senado y presentar una moción para enviar embajadores a Cneo Marcio. Como el valor de la plebe estaba, evidentemente, cediendo, el Senado aceptó la moción, y se enviaron embajadores a Marcio con propuestas de paz. Regresaron con la respuesta: Si se devolvía el territorio capturado a los volscos podrían hablar de paz; pero si deseaban disfrutar del botín de guerra a su placer, él no se había olvidado de los daños infligidos por sus compatriotas ni de la amabilidad que habían mostrado quienes ahora eran sus anfitriones, y se esforzaría por dejar claro que su espíritu se había despertado, no roto, con el exilio. Los mismos legados fueron enviados por segunda vez, pero no se les permitió la entrada en el campamento. Según la tradición, los sacerdotes, envueltos con sus ropajes, fueron como suplicantes al campamento enemigo, pero no tuvieron más influencia con él que la delegación anterior.
[2.40] Después se juntaron las matronas y fueron ver a Veturia, la madre de Coriolano, y a su esposa Volumnia. No puedo asegurar si esto fue consecuencia de un decreto del Senado, o simplemente a causa del miedo de las mujeres, pero en todo caso tuvieron éxito convenciendo a Veturia para que fuese con Volumnia y sus dos hijos pequeños al campamento enemigos. Mientras que los hombres eran incapaces de proteger a la ciudad por las armas, las mujeres buscaron hacerlo con sus lágrimas y oraciones. A su llegada al campamento, se envió recado a Coriolano de que se había presentado una gran cantidad de mujeres. Había permanecido impasible ante la majestad del Estado en la persona de sus embajadores, ante el llamamiento que a sus ojos y ánimo hicieron los sacerdotes; aún más dura fue para con las lágrimas de las mujeres. Entonces, uno de sus amigos, que había reconocido a Veturia, de pie entre su nuera y sus nietos, y visible entre todos ellos por su gran dolor, le dijo: «Si no me engañan mis ojos, tu madre, tu esposa y tus hijos están aquí». Coriolano, casi como un loco, saltó de su asiento para abrazar a su madre. Ella, cambiando de tono de súplica a la ira, le dijo: «Antes de permitir tu abrazo, déjame saber he venido ante un hijo o ante un enemigo, si estoy en tu campamento como tu prisionera o como tu madre. Haber tenido una larga vida y una vejez infeliz me ha llevado a esto, ¿Qué tenga que verte exiliado y convertido en enemigo? ¿Tendrás el corazón de arrasar esta tierra en la que naciste y que te ha alimentado? ¿Cómo no cedió la ira hostil y amenazante con que llegaste al entrar en su territorio? ¿No te decías al posar tus ojos en Roma, ‘Dentro de esas murallas está mi casa, mis dioses familiares, mi madre, mi esposa, mis hijos?’. Si yo no hubiese parido, ningún ataque habría recibido Roma; si nunca hubiese tenido un hijo, habría terminado mis días como una mujer libre en un país libre. Pero no hay nada que yo pueda sufrir ahora que no te traiga a ti más desgracia de la que me has causado; cualquiera que sea la infelicidad que me espera, no será por mucho tiempo. Mira a éstos, a los cuales, si insistes en tus acciones actuales, les espera una muerte prematura o una larga vida de esclavitud». Cuando cesó, su esposa e hijos lo abrazaron, y todas las mujeres lloraban y se lamentaban de su destino y del de su país. Por fin, cedió y se compadeció. Abrazó a su familia, los despidió y levantó su campamento. Después de retirar sus legiones del territorio romano, se dice que cayó víctima del resentimiento que su acción despertó; pero en cuanto al momento y las circunstancias de su muerte, las tradiciones varían. Encuentro en Fabio, que es con mucho la mayor autoridad, que llegó a la ancianidad; dice de él que a menudo exclamaba en sus últimos años que un hombre no era viejo hasta que no sentía la completa miseria del exilio. Los maridos romanos no guardaron rencor a sus esposas por la gloria que habían ganado, tan absolutamente libres del espíritu de la envidia y la maledicencia estaban por aquellos días. Se construyó y consagró un templo a la Fortuna de las Mujeres que sirviera como recuerdo de su acción. Posteriormente, las fuerzas combinadas de los volscos y los ecuos volvieron a entrar en el territorio romano. Los ecuos, sin embargo, se negaron a aceptar por más tiempo el generalato de Atio Tulio, surgió una disputa en cuanto a qué nación debía proporcionar el comandante del ejército unido, y esto resultó en una sangrienta batalla. Aquí, la buena fortuna de Roma destruyó los dos ejércitos de sus enemigos en un conflicto tan ruinoso como obstinado. Los nuevos cónsules fueron Tito Sicinio y Cayo Aquilio -487 a.C.-. A Sicinio se le asignó la campaña contra los volscos, a Aquilio contra los hérnicos, pues también estaban en armas. En ese año fueron sometidos los hérnicos y la campaña contra los volscos terminó indecisa.
[2,41] Para el año siguiente -486 a.C.-, fueron elegidos cónsules Espurio Casio y Próculo Verginio. Se firmó un tratado con los hérnicos, se les quitó dos tercios de su territorio. De ésta, Casio destinó la mitad a los latinos y la otra mitad a la plebe romana. Contempló añadir a esas tierras otras que, alegó, aunque eran tierras del Estado, estaban ocupadas por particulares. Esto alarmó a muchos de los patricios, los ocupantes actuales, pues ponía en peligro la seguridad de sus bienes. Sobre los terrenos públicos, también se sentían inquietos, ya que consideraban que mediante esta generosidad el cónsul estaba creando un poder peligroso para la libertad. Entonces, por primera vez, se promulgó una ley agraria, y desde entonces hasta hoy nunca se ha sido debatida sin grandes conmociones. El otro cónsul se opuso a la propuesta. En esto fue apoyado por el Senado, mientras que la plebe estaba lejos de mostrarse unánime en favor de la ley. Estaban empezando a mirar con recelo que un don tan barato fuese compartido entre ciudadanos y aliados, y a menudo escuchaban decir al cónsul Verginio, en sus discursos públicos, que el regalo de su colega estaba lleno de malicia, que las tierras en cuestión traerían la esclavitud para quien las tomase y que estaba preparándose el camino para alcanzar el trono. ¿Por qué, preguntó, se había incluido a los aliados y a la Liga Latina? ¿Qué necesidad había de devolver una tercera parte del territorio de los hérnicos, tan recientemente nuestros enemigos, a menos que esas dos naciones quisieran tener como jefe a Casio, en lugar de Coriolano? El oponente de la Ley Agraria comenzó a ser popular. Entonces, ambos cónsules trataron de ir lo más lejos posible para complacer a la plebe. Verginio dijo que consentiría con la cesión de las tierras a condición de que se asignasen solamente a ciudadanos romanos. Casio había pretendido la popularidad entre los aliados mediante su inclusión en la distribución y por esto se hundió su estima entre sus conciudadanos. Para recuperar su favor, dio órdenes para que el dinero que habían recibido para el grano de Sicilia fuese devuelto al pueblo. La plebe consideró con desprecio esta oferta, como si fuese sólamente el precio del trono. Debido a su desconfianza innata de que estaba pretendiendo la monarquía, sus regalos fueron rechazados por completo, como si tuvieran abundancia de todo. En general, se afirma que inmediatamente después de dejar su magistratura fue condenado y ejecutado. Algunos afirman que su propio padre fue el autor de su castigo, que lo ejecutó en privado en su casa, y después de la flagelación le dio muerte y consagró sus propiedades privadas a Ceres [diosa de la agricultura, cosechas y fecundidad.- N. del T.]. Allí erigió una estatua de la diosa con la inscripción «Donada por la familia Casia.» He visto que algunos autores dan un relato mucho más probable, es decir, que fue procesado por los cuestores Cesón Fabio y Lucio Valerio ante el pueblo y condenado por traición a la patria, dando orden de que su casa fuese demolida. Se encontraba (la casa) en el espacio abierto en frente del templo de Tellus. En cualquier caso, tanto si el juicio fue público o privado, su condena se llevó a cabo en el consulado de Servio Cornelio y Quinto Fabio -485 a.C.-.
[2.42] La ira popular contra Casio no duró mucho. La Ley Agraria resultó lo bastante atractiva, aunque fuera destituido de su autor, para despertar por sí misma el deseo de la plebe, y su avidez aumentó con la falta de escrúpulos del Senado, quien engañó a los soldados sobre su parte del botín que les correspondía sobre lo ganado ese año a los volscos y ecuos. Todo lo capturado al enemigo fue vendido por el cónsul Fabio y el importe se depositó en el Tesoro Público. A pesar del odio que esto produjo en la plebe contra todo el nombre Fabio, los patricios consiguieron que Cesón Fabio fuera elegido cónsul, para el año siguiente -484 a.C.-, junto con Lucio Emilio. Este disgustó aún más a la plege y los disturbios internos llevaron a una guerra exterior. Por el momento, se suspendieron las querellas civiles, los patricios y los plebeyos sólo tenían en la cabeza resistir a los ecuos y los volscos, y Emilio dirigió un combate que terminó en victoria. El enemigo sufrió más pérdidas durante la retirada que en la batalla, con tanto ardor fueron perseguidos por la caballería. En el mismo año, el 15 de julio, se consagró el templo de Cástor. Había sido prometido por el dictador Postumio durante la Guerra Latina; su hijo fue nombrado duunviro para consagrarlo. En este año, también, el atractivo de cuanto la Ley Agraria les prometía alteró al pueblo y los tribunos consiguieron hacer más apreciada por el pueblo su magistratura insistiendo constantemente en la aplicación de tan popular medida. Los patricios, creyendo que ya había más que suficientes alteraciones en la pleba, vieron con horror aquellos sobornos e incitaciones a la imprudencia. Los cónsules decidieron mostrar una resistencia más decidida, y el Senado ganó la partida. No fue sólo una victoria momentánea, pues eligieron como cónsules para el año siguiente -483 a.C.- a Marco Fabio, el hermano de Cesón, y a Lucio Valerio, que era objeto de un odio especial por parte de la plebe por su persecución de Espurio Casio. El enfrentamiento con los tribunos continuó durante todo el año; la Ley siguió siendo letra muerta y los tribunos, con sus promesas infructuosas, se convirtieron en holgazanes jactanciosos. La gens Fabia ganó una inmensa reputación tras los tres consulados sucesivos de miembros suyos, todos los cuales habían tenido, invariablemente, éxito en su resistencia a los tribunos. La magistratura permaneció durante un tiempo, como una inversión segura, oficina se mantuvo como una inversión segura, en la gens. Empezó una guerra con Veyes y resurgió la de los volscos. El pueblo contaba con fuerza más que suficiente para afrontar las guerras exteriores, pero la desperdiciaron en conflictos internos. La inquietud general se vio agravada por signos sobrenaturales que, casi a diario, se sucedían por igual en la Ciudad y en el campo. Los augures, que fueron consultados por el Estado y por particulares, declararon que la ira divina se debía sólo a la profanación de las funciones sagradas. Estos avisos dieron lugar al castigo de Oppia, una virgen vestal, que fue declarada culpable de fornicación.
[2.43] Los siguientes cónsules Quinto Fabio y Cayo Julio -482 a.C.-. Durante este año, las disensiones civiles siguieron tan vivas como siempre, y la guerra asumió un cariz más serio. Los ecuos se levantaron en armas, y los veyentinos hicieron estragos en el territorio romano. En medio de la creciente incertidumbre sobre estas guerras Cesón Fabio y Espurio Furio -481 a.C.- fueron nombrados cónsules. Los ecuos estaban atacando a Ortona, una ciudad latina; los veyentinos, cargados con el botín, amenazaban ahora con atacar la propia Roma. Esta condición alarmante de los asuntos debía haber limitado, aunque en realidad aumentó, la hostilidad de la plebe, y volvieron al viejo método de rechazar el servicio militar. Esta reacción no fue espontánea; Espurio Licinio, uno de sus tribunos, pensando que era un buen momento para forzar al Senado, por pura necesidad, para que se cumpliese la Ley Agraria, había asumido la tarea de obstruir el reclutamiento. Todo el odio, sin embargo, excitado por este mal uso del poder tribunicio recayó sobre el autor: sus propios colegas estaban tan en contra de él como de los cónsules; con su ayuda pudieron los cónsules completar el alistamiento. Se levantó un ejército para cubrir dos guerras al mismo tiempo: uno contra los veyentinos, bajo el mando de Fabio, y el otro contra los ecuos, bajo el mando de Furio. En esta última campaña no ocurrió nada digno de mención. Fabio, sin embargo, tuvo muchos más problemas con sus propios hombres que con el enemigo. Él, el cónsul, en solitario, sostuvo entonces la República mientras su ejército, con su odio al cónsul, hizo cuanto pudo por traicionarlo. Porque, aparte de sus demás habilidades como jefe militar, de las que había dado sobradas muestras en sus preparativos para la guerra y en la dirección de la misma, había dispuesto de tal manera a sus tropas que derrotó al enemigo con el sólo envío contra él de la caballería. La infantería se negó a iniciar la persecución; no sólo desoyeron los llamamientos de su odiado general, sino que llevaron sobre ellos la pública desgracia y la infamia, y hasta el peligro que se hubiera podido producir si el enemigo hubiera dejado de correr o se hubiese reorganizado. Se retiraron desobedeciendo las órdenes y, con la mirada triste (se podría suponer que habían sido derrotados), volvieron al campamento, maldiciendo a su jefe por el trabajo que había hecho la caballería [hay que tener presente que la táctica de Fabio suponía una acción que invertía los términos habituales de las batallas de la época: habitualmente era la infantería la que rompía las líneas enemigas y la caballería la que efectuaba la persecución de los derrotados.- N. del T.] Contra este ejemplo de desmoralización general no pudo el general oponer ningún recurso; hasta tal punto pueden los hombres carecer de la capacidad de gobernar a su propio pueblo, aunque sepan vencer al enemigo. El cónsul regresó a Roma, pero no había acrecentado su reputación militar tanto como se había agravado y hecho más amargo el odio que sus soldados sentían por él. El Senado, sin embargo, logró mantener el consulado en la gens de los Fabios; nombraron cónsul a Marco Fabio y Cneo Manlio fue elegido como su colega -480 a.C.-.
[2.44] Este año también hubo un tribuno que abogó por la Ley Agraria. Era Tiberio Pontificio. Adoptó la misma actitud que Espurio Licinio y durante un corto espacio de tiempo impidió el alistamiento. El Senado se volvió a perturbar, pero Apio Claudio les dijo que el poder de los tribunos había sido vencido el año anterior y así seguía, de hecho, en ese momento, y el precedente así establecido regiría para el futuro, pues era evidente que se había quebrado su fortaleza. Pues nunca faltaría un tribuno deseoso de triunfar sobre su colega y asegurarse el favor del mejor partido para bien del Estado. Si se necesitaban más, había más dispuestos a acudir en ayuda de los cónsules, siendo incluso sólo uno suficiente, contra el resto. Los cónsules y los líderes del Senado sólo tenían que tomarse la molestia de asegurarse de que, si no todos, al menos alguno de los tribunos estaría al lado de la República y del Senado. Los senadores siguieron este consejo, y al mismo tiempo, todos a la vez, trataron a los tribunos con cortesía y amabilidad; los hombres de rango consular, en cada demanda privada que establecían lograron que, en parte por influencia personal, en parte por la autoridad que su rango les daba, los tribunos ejercieran su poner en beneficio del Estado. Cuatro de los tribunos se opusieron a quien constituía un obstáculo para el bien público; con su ayuda, los cónsules pudieron hacer el alistamiento.
Luego partieron a la campaña contra Veyes. Habían llegado socorros a esta ciudad desde todas las zonas de Etruria, no tanto por ayudar a los veyentinos como por las esperanzas que tenían en que se disolviera el estado romano por sus discordias intestinas. En las asambleas públicas de las ciudades de Etruria, los jefes proclamaban en voz alta que el poder romano sería eterno a menos que sus ciudadanos cayeran en la locura de luchar entre sí. Esto, decían, ha demostrado ser el único veneno, la única plaga de los Estados poderosos, que hizo morir a los grandes imperios. Tales males habían sido controlados durante largo tiempo, en parte por la sabia política del Senado, en parte por la paciencia de la plebe, pero ahora las cosas habían llegado al extremo. El Estado unido se había dividido en dos, cada uno con sus propios magistrados y con sus propias leyes. Al principio, los alistamientos produjeron reyertas, pero cuando ya se encontraban en el servicio los hombres obedecían a sus generales. Mientras la disciplina militar se mantuvo el mal pudo ser detenido, cualquiera que fuese el estado de cosas en la Ciudad, pero ahora la costumbre de desobedecer a los magistrados se estaba extendiendo entre los soldados romanos en campaña. Durante la última guerra, en la misma batalla, en el momento crucial, la victoria pasó a los ecuos vencidos por la actitud común de todo el ejército: abandonaron los estandartes, abandonaron a su general sobre el campo de batalla y las tropas volvieron al campamento en contra de sus órdenes. De hecho, si se forzaban las cosas, Roma podría ser vencida por medio de sus propios soldados; sólo se necesitaba una declaración de guerra, una demostración de actividad militar y el destino y los dioses harían el resto. Previsiones de tal índole habían dado nuevas fuerzas a los etruscos, tras sus muchas vicisitudes de victoria y derrota.
[2.45] Los cónsules romanos, también, nada temían más que a sus propias fuerzas y sus propias armas. El recuerdo del precedente funesto establecido en la última guerra les disuadía de cualquier acción, y en virtud de ello temían un ataque simultáneo de dos ejércitos. Se confinaron en sus campamentos, y ante el doble peligro evitaron el enfrentamiento, esperando que el tiempo y las circunstancias pudieran quizá calmar las pasiones exaltadas y calmar los ánimos. Los veyentinos y los etruscos trataron por todos los medios de forzar la batalla; se acercaban al campamento y desafiaban a los romanos para que luchasen. Al final, ya que no conseguían nada con burlas e insultos ni contra el ejército ni contra los cónsules, declararon que los cónsules estaban usando el pretexto de las discordias internas para encubrir la cobardía de sus hombres, que desconfiaban de su valor más que dudaban de su lealtad. El silencio y la inactividad entre los hombres alistados era un nuevo tipo de sedición. También les gritaban, con verdades y mentiras, cosas sobre el origen reciente de su estirpe. Gritaban todo esto cerca de las murallas y puertas del campamento. Los cónsules se lo tomaron con calma, pero los soldados rasos se indignaron y avergonzaron, apartando sus pensamientos de los problemas internos. No querían que el enemigo siguiese impune, tampoco estaban dispuestos a que los patricios y los cónsules se salieran con la suya; el odio contra el enemigo trataba de imponerse al odio hacia sus compatriotas. Por fin, prevaleció el primero, tan despectiva e insolente se volvieron las burlas del enemigo. Se reunieron en multitud alrededor de las tiendas de los generales, insistiendo en combatir y pidiendo que dieran la señal para la acción. Los cónsules acercaron sus cabezas, como si deliberasen, y permanecieron así algún tiempo. Estaban ansiosos por luchar, pero tenían que reprimir y ocultar su ansiedad de modo que el entusiasmo de los soldados, una vez despertado, aumentase con la oposición y el retraso. Les dijeron que las cosas no estaban maduras, que aún no era el momento adecuado para la batalla y que debían permanecer dentro del campamento. A continuación, dictaron la orden de que no debía lucharse, y que cualquier que luchase contra las órdenes emitidas sería tratado como un enemigo. Los soldados, despedidos con esta respuesta, ansiaban aún más combatir cuanto que pensaban que los cónsules no lo deseaban. El enemigo se volvió aún más atrevido cuando se supo que los cónsules habían decidido no combatir; se imaginaban que podrían insultarles ahora con impunidad, pues no confiaban en los soldados y las cosas podrían alcanzar el estado de motín, llegando a su fin el dominio de Roma. En esta confianza corrían hacia las puertas, les lanzaban epítetos oprobiosos y casi llegaron a asaltar el campamento. Naturalmente, los romanos no pudieron tolerar esos insultos más tiempo y fueron desde todas partes del campamento a ver a los cónsules; no hicieron sus peticiones a través de los centuriones principales, como antes, sino en medio de un gran griterío. Los ánimos estaban maduros, pero todavía los cónsules se retraían. Por fin, Cneo Manlio, temeroso de que la creciente agitación provocase un motín, cedió, y Fabio, después de ordenar que tocasen las trompetas para imponer silencio, se dirigió a su colega así: «Yo sé, Cneo Manlio, que estos hombres pueden vencer; y no es sino por su culpa que yo no supiese si deseaban hacerlo. Por tanto, se ha decidido y determinado no dar la señal para el combate a menos que juren que saldrán victoriosos de esta batalla. Un cónsul romano fue ya una vez fue engañado por sus soldados, pero no podrán engañar a los dioses». Entre los centuriones principales que habían pedido ser llevados a la batalla estaba Marco Flavoleyo. «Marco Fabio,» dijo, «Volveré victorioso de la batalla.» Invocó la ira del padre Júpiter, de Marte Gradivus [el que precede o guía al ejército en combate.- N. del T.] y de otros dioses si él rompía su juramento. Todo el ejército repitió el juramento, hombre por hombre, después de él. Cuando hubieron jurado, se dio la señal, tomaron sus armas y entraron en acción, furiosos de rabia y seguros de la victoria. Les dijeron a los etruscos que se atrevieran a seguir con sus insultos, a ver si estaban igual de dispuestos a enfrentarse a ellos con las armas como lo estaban para hacerlo con sus lenguas Todos, patricios y plebeyos por igual, demostraron un notable valor ese día, el nombre Fabio se cubrió especialmente de gloria. Habían decidido recuperar, en esta batalla, la estima del pueblo, que habían perdido tras muchas contiendas políticas.
[2.46] Se formó la línea de batalla; ni los veyentinos ni las legiones etruscas rechazaron el combate. Estaban casi seguros de que los romanos no serían más combativos que contra los ecuos, y aún pensaban que podría sucederles algo todavía más grave considerando el estado de irritación en que estaban y la doble oportunidad que ahora se les presentaba. Las cosas tomaron un rumbo muy diferente, pues en ninguna otra guerra anterior los romanos habían entrado en acción con determinación más severa, tan excitados estaban por los insultos del enemigo y las tácticas dilatorias de los cónsules. Los etruscos apenas habían tenido tiempo para formar sus filas cuando, tras que las jabalinas hubieran sido arrojadas desordenadamente en vez de con regularidad, los guerreros entraron al cuerpo a cuerpo con las espadas, la clase más desesperada de lucha. Entre los más destacados estuvieron los Fabios, que dieron un espléndido ejemplo a seguir a sus compatriotas. Quinto Fabio (el que había sido cónsul dos años antes) cargó, ajeno al peligro, contra la masa Veyentina, y mientras estaba combatiendo con un gran número de enemigos, un toscano de fuerza enorme y espléndidamente armado hundió su espada en el pecho, y al sacarla Fabio cayó sobre la herida. Ambos ejércitos acusaron la caída de este hombre, y los romanos comenzaron a ceder terreno, entonces Marco Fabio, el cónsul, saltando por encima del cuerpo caído y sosteniendo su escudo, les gritó, «¿Es esto lo que jurásteis, soldados, que volverías huyendo al campamento? ¿Teméis más a este enemigo cobarde que a Júpiter y Marte, por quienes jurasteis? Yo, que no he jurado, volveré victorioso, o caeré luchando por tí, Quinto Fabio. «Luego, Cesón Fabio, el cónsul del año anterior dijo al cónsul, «¿Con estas palabras, hermano, crees que les harás luchar? Los dioses, por los que juraron, lo harán; nuestro deber como jefes, si queremos ser dignos del nombre Fabio, es encender el coraje de nuestros soldados con el combate en lugar de con arengas». Así los dos Fabios se abalanzaron con sus lanzas en ristre y arrastraron con ellos a toda la línea.
[2.47] Mientras la batalla se recuperaba en un ala, el cónsul Cneo Manlio mostraba no menos de energía en la otra, donde la suerte del día dio un giro similar. Porque, como Quinto Fabio en el otro extremo, el cónsul Manlio estaba aquí conduciendo a sus hombres frente al enemigo cuando fue gravemente herido y se retiró del frente. Pensando que había muerto, cedieron terreno, y hubieran abandonado sus posiciones si el otro cónsul no llegase al galope tendido con algunas fuerzas de caballería, gritándoles que su colega estaba vivo y que él mismo había derrotado la otra ala enemiga, consiguiendo detener la retirada romana. Manlio también se mostró ante ellos, para reanimar a sus hombres. Las conocidas voces de los dos cónsules dieron a los soldados nuevos ánimos. Al mismo tiempo, la línea enemiga estaba debilitada pues, confiados en su superioridad numérica, se habían desprendido de sus reservas y las habían enviado a asaltar el campamento. Éstas no encontraron sino una ligera resistencia y, mientras pensaban más en saquear que en combatir, los triarios romanos, que no habían podido resistir el primer ataque, enviaron mensajeros al cónsul para decirle cómo estaban las cosas y entonces, retirándose en orden al Pretorio [lugar del campamento donde se situaba la tienda del jefe de la fuerza.- N. del T.] y reiniciando la lucha sin esperar órdenes. El cónsul Manlio había vuelto al campamento, y envió tropas a todas las puertas para bloquear la huida del enemigo. La situación desesperada despertó en los etruscos la locura en vez del valor; se lanzaron en cada dirección donde les parecía haber esperanza, y durante algún tiempo sus esfuerzos fueron infructuosos.
Por fin, un cuerpo compacto de jóvenes soldados atacaron al propio cónsul, visible por sus armas. Las primeras armas fueron detenidas por los que estaban a su alrededor, pero no pudieron aguantar mucho tiempo la violencia de su ataque. El cónsul cayó mortalmente herido y quienes le rodeaban fueron dispersados. Los etruscos se envalentonaron, los romanos huyeron presa del pánico a lo largo del campamento y las cosas podrían haberse descontrolado completamente si los miembros de la guardia del cónsul no hubiesen recuperado rápidamente su cuerpo y hubieran abierto una vía a través del enemigo hasta una de las puertas. Irrumpieron los etruscos a través de ella y, en una confusa masa, se encontraron con el otro cónsul que había ganado la batalla; allí fueron nuevamente masacrados y dispersados en todas direcciones. Se ganó una victoria gloriosa aunque triste por la muerte de dos hombres ilustres. El Senado decretó un triunfo, pero el cónsul respondió que si el ejército podía celebrar un triunfo sin su comandante, con mucho gusto les permitía hacerlo a cambio de su espléndido servicio en la guerra. Pero como su gens estaba de luto por su hermano, Quinto Fabio, y el Estado había sufrido parcialmente por la pérdida de uno de sus cónsules, no podía aceptar laureles para sí mismo que eran ensombrecidos por el público y privado. Fue más celebrado por declinar el triunfo que si lo hubiese celebrado, pues a veces la gloria desdeñada vuelve aumentada con el tiempo. Después dirigió las exequias de su colega y su hermano, y pronunció la oración fúnebre de cada uno. En la mayor parte de los elogios que les concedía, tenía parte él mismo. No había perdido de vista el objetivo que se propuso al comienzo de su consulado, la reconciliación con la plebe. Para promoverlo, se distribuyó entre los patricios el cuidado de los heridos. Los Fabios se hicieron cargo de un gran número y en ningún lugar se les mostró mayor atención. A partir de este momento comenzó a ser popular; y su popularidad fue ganada por métodos que no eran incompatibles con el bienestar del Estado.
[2.48] Por lo tanto la elección de Cesón Fabio como cónsul, junto con Tito Verginio -479 a.C.-, fue bien recibida tanto por la plebe como por los patricios. Ahora que existía una perspectiva favorable de concordia, subordinó todos los proyectos militares a la tarea unir a patricios y plebeyos a la mayor brevedad. Al comienzo de su año de magistratura, propuso que antes de que cualquier tribuno llegase a abogar por la Ley Agraria, el Senado debería anticiparse, tomar bajo su control la empresa y distribuir las tierras capturadas en la guerra entre los plebeyos tan justamente como fuese posible. Era justo que éstos obtuviesen aquello que se habían ganado con su sangre y su sudor. Los patricios trataron la propuesta con desprecio, algunos incluso se quejaron de que la mente una vez enérgica de Cesón se estaba volviendo débil y extravagante por el exceso de gloria que había ganado. No hubo luchas partidistas en la Ciudad. Los latinos estaban siendo acosados por las incursiones de los ecuos. Cesón fue enviado allí con un ejército, cruzaron la frontera hacia territorio ecuo y lo asolaron. Los ecuos se retiraron a sus ciudades y se mantuvieron tras sus murallas. No hubo ninguna batalla de importancia. Pero la temeridad del otro cónsul costó una derrota a manos de los Veyentinos, y sólo la llegada de Cesón Fabio con refuerzos salvó al ejército de la destrucción. A partir de ese momento no hubo ni paz ni guerra con los veyentinos, cuyos métodos bélicos eran muy parecidos a los de los bandidos. Se retiraban a sus ciudades ante las legiones romanas; luego, al saber que se habían retirado, hacían correrías por los campos; evitaban la guerra manteniéndose tranquilos pero impidiendo con la guerra la tranquilidad. Así que el asunto ni se podía abandonar y se podía terminar. La guerra amenazaba también en otros lugares; alguna parecía inminente, como en el caso de los ecuos y los volscos, que permanecían tranquilos sólo hasta que pasasen los efectos de su reciente derrota, mientras era evidente que los sabinos, perpetuos enemigos de Roma, y toda la Etruria estarían pronto en movimiento. Sin embargo, los veyentinos, un enemigo tan persistente como formidable, producían más molestias que alarma porque nunca resultaba seguro ignorarles o prestar atención a otro lugar. En estas circunstancias, los Fabios acudieron al Senado y el cónsul, en nombre de su casa, habló así: «Como sabéis, senadores, la Guerra Veyentina requiere más de persistencia que de un gran ejército. Cuidad vosotros de las otras guerras y dejad que los Fabios hagan frente a los veyentinos. Os garantizamos que en esto quedará siempre salva la majestad de Roma. Nos proponemos llevar a cabo esa guerra como cosa privada y a nuestra costa. Que el Estado se ahorre dinero y hombres.» Se aprobó un voto de agradecimiento muy cordial; el cónsul abandonó la Curia y regresó a su casa acompañado por todos los Fabios, que se encontraban en el vestíbulo esperando la decisión del Senado. Después de recibir instrucciones para encontrarse a la mañana siguiente, armados, ante la casa del cónsul, se separaron para ir a sus hogares.
[2,49] La noticia de lo sucedido se extendió por toda la Ciudad, se puso a los Fabios por las nubes; la gente decía «Una gens ha asumido la carga del Estado, la Guerra Veyentina se ha convertido en un asunto privado, una disputa privada. Si hubiera dos gens en la Ciudad con la misma fuerza, y una reclamase la cuestión veyentina como propia mientras la otra lo hacía con la cuestión ecua, entonces serían subyugados los estados vecinos mientras la propia Roma permanecía en profunda tranquilidad». Al día siguiente, los Fabios tomaron sus armas y se reunieron en el lugar designado. El cónsul, con su paludamentum [capa rectangular, roja o púrpura, distintiva de legados y cónsules en campaña.- N. del T.], salió al vestíbulo y vio a la totalidad de su gens, dispuesta en orden de marcha. Tomando su lugar en el centro, dio orden de avanzar. Nunca había desfilado por la Ciudad un ejército más pequeño ni con tan brillante reputación o más universalmente admirado. Trescientos seis soldados, todos patricios, todos miembros de una gens, ni uno solo de los cuales el Senado, incluso en sus más prósperos días, habría considerado inadecuado para el alto mando, avanzaron amenazando ruina a los veyentinos con la fuerza de una sola familia. Fueron seguidos por una multitud; compuesta en parte por sus propios familiares y amigos, que no estaban preocupados con la natural ansiedad y esperanza sino llenos de los mejores augurios, y en parte de los que compartían la inquietud general y no podían encontrar palabras para expresar su afecto y admiración. «Adelante», gritaban, «valientes, adelante, y ojalá seáis afortunados; que el resultado final iguale este comienzo y acudid luego a nosotros en busca de consulados, triunfos y toda clase de recompensas». Conforme pasaban por la Ciudadela, el Capitolio y otros templos, sus amigos rezaban a cada dios cuya estatua o santuario veían, de modo se encomendaban aquella fuerza con todos los presagios favorables para el éxito y pedían que les devolviesen salvos a su patria y sus familias. ¡En vano fueron hechas las oraciones! Continuaron su infortunado camino por la arcada derecha de la puerta Carmental, y alcanzaron las orillas del Crémera. Ésta les pareció un lugar adecuado para una posición fortificada. Lucio Emilio y Cayo Servilio fueron los siguientes cónsules -478 a.C.-. En la medida en que sólo se trataba de hacer incursiones y correrías, los Fabios eran lo bastante fuertes como para proteger su puesto fortificado y, además, efectuar patrullas a ambos lados de la frontera entre los romanos y los territorios etruscos, haciendo que todo el territorio resultase seguro para ellos mismos y peligroso para el enemigo. Cesaron brevemente estos ataques cuando los veyentinos, después de reunir un ejército de Etruria, asaltaron el puesto fortificado en el Crémera. Fueron enviadas las legiones romanas al mando de Lucio Emilio y combatieron en una batalla campal contra las fuerzas etruscas. Los veyentinos, sin embargo, no tuvieron tiempo de formar sus líneas, y durante la confusión, mientras los hombres formaban y las reservas se situaban, un ala [fuerza de caballería compuesta de 300 jinetes al mando de un tribuno y que se dividía en 10 turmas de 30 jinetes al mando de un decurión.- N. del T.] atacó por sorpresa el flanco y no les dio oportunidad de empezar la batalla o siguiera de tomar posiciones. Fueron rechazados hasta su campamento en Saxa Rubra y pidieron la paz. La obtuvieron, pero su inconstancia natural les hizo rechazarla antes de que la guarnición romana abandonara la Crémera.
[2.50] Los conflictos entre los Fabios y el Estado de Veyes se reanudaron sin que hubiesen aumentado los preparativos militares sobre los que ya había. No sólo se dieron incursiones y ataques por sorpresa sobre ambos territorios, sino que a veces alcanzaban el nivel de batallas campales y esta única gens romana a menudo obtuvo la victoria sobre la que era en ese momento la ciudad más poderosa de Etruria. Esta era una amarga mortificación para los veyentinos, y fueron obligados por las circunstancias a planear una emboscada en la que atrapar a su audaz enemigo; incluso se alegraron de que las numerosas victorias de los Fabios les hubiese hecho más confiados. En consecuencia, pusieron manadas de ganado, como por casualidad, en el camino de las partidas de saqueo, los campesinos abandonaron los campos y los destacamentos de tropas enviados a repeler a los incursores huyeron en desbandada más a menudo de lo que solía suceder. En ese momento los Fabios habían concebido tal desprecio por sus enemigos que estaban convencidos de que bajo ninguna circunstancia, ni en ninguna ocasión o lugar podrían resistir a sus armas invencibles. Este orgullo les llevó tan lejos que, viendo algunas cabezas de ganado al otro lado de la ancha llanura que se extendía desde el campamento, corrieron hacia abajo para capturarlas, aunque muy pocos de los enemigos eran visibles. No sospechando peligro y sin mantener el orden se introdujeron en la emboscada que habían montado a cada lado del camino; al dispersarse tratando de capturar el ganado, que en su espanto corría de un lado a otro, fueron repentinamente atacados por el enemigo que surgió de su escondite. Al principio se alarmaron por los gritos a su alrededor; después empezaron a llover jabalinas sobre ellos desde todas las direcciones. Como los etruscos les habían rodeado, se vieron estrechados en un círculo de combatientes; y cuanto más les presionaba el enemigo menos espacio les quedaba para formar sus estrechos cuadros. Esto hizo contrastar fuertemente su escaso número contra la cantidad de los etruscos, cuyas filas se multiplicaban conforme las suyas se reducían. Después de un tiempo, dejaron de dar frente en todas las direcciones y adoptaron un sólo frente en formación en cuña, para forzar el paso a base de espada y músculo. El camino seguía hasta una elevación, y aquí se detuvieron. Cuando el terreno más elevado les dio espacio para respirar libremente y recuperarse de la sensación de desesperación, rechazaron a quienes subieron al ataque; y gracias a la ventaja de la posición podrían haber empezado a ganar la victoria de no haber alcanzado la cumbre algunos veyentidos enviados a rodear la colina. Así que el enemigo tuvo de nuevo la ventaja. Los Fabios quedaron reducidos a un sólo hombre, y capturaron su fuerte. Hay acuerdo general en que perecieron trescientos seis hombres, y que uno sólo, un joven inmaduro, quedó como reserva de la gens Fabia para ser el mayor auxilio de Roma en sus momentos de peligro, tanto exterior como interior.
[2,51] Cuando sucedió este desastre eran cónsules Cayo Horacio y Tito Menenio -477 a.C.-. Menenio fue enviado enseguida contra los etruscos, era a la vez envío contra los toscanos, exultantes por su reciente victoria. Se libró otro combate sin éxito y el enemigo se apoderó del Janículo. La Ciudad, que sufría por la escasez tanto como por la guerra, podría haber sido invadida (pues los etruscos habían cruzado el Tíber) si no hubiesen reclamado al cónsul Horacio de entre los volscos. Los enfrentamientos se acercaron tanto a las murallas que la primera batalla, de resultado indeciso, tuvo lugar cerca del templo de Spes [diosa de la esperanza.- N. del T.], y el segundo en la puerta Colina. En este último, aunque los romanos obtuvieron sólo una ligera ventaja, los soldados recuperaron algo de su antiguo valor y ganaron experiencia para futuras campañas. Los siguientes cónsules fueron Aulo Verginio y Espurio Servilio -476 a.C.-. Después de su derrota en la última batalla, los veyentinos rehusaron combatir y efectuaron incursiones. Desde el Janículo y desde la ciudadela hacían correrías por todo el territorio romano; en ninguna parte estuvo segura la gente ni el ganado. Finalmente cayeron en la misma estratagema en que cayeron los Fabios. Algunos animales fueron llevados a propósito en diferentes direcciones, como un señuelo; los veyentinos lo siguieron y cayeron en una emboscada; y al ser mayor su número, mayor fue la masacre. Su rabia por esta derrota fue la causa y el inicio de una más grave. Cruzaron el río Tíber por la noche y marcharon a atacar el campamento de Servilio, pero fueron derrotados con grandes pérdidas y con gran dificultad alcanzaron el Janículo. El propio cónsul cruzó inmediatamente el Tíber y se atrincheró a los pies del Janículo. La confianza inspirada por su victoria del día anterior, y todavía más la escasez de grano, le hizo adoptar una medida inmediata aunque precipitada. Condujo a su ejército al amanecer por el lado del Janículo hacia el campamento enemigo; pero fue rechazado de modo más desastroso que lo que él había hecho el día antes. Fue sólo por la intervención de su colega que se salvaron él y su ejército. Los etruscos, atrapados entre los dos ejércitos, y retirándose ante cada uno de ellos respectivamente, fueron aniquilados. Así la Guerra Veyentina fue terminada repentinamente gracias a un exitoso acto temerario.
[2,52] Junto con la paz, llegó el alimento a la Ciudad con mayor libertad. Se trajo grano de Campania, y como el miedo a la escasez inmediata había desaparecido, cada uno sacó lo que había acumulado. El resultado de la comodidad y la abundancia fue una nueva inquietud, y ya que habían desaparecido los antiguos males, los hombres comenzaron a buscarlos en casa. Los tribunos empezaron a envenenar la mente de los plebeyos con la Ley Agraria y les excitaron contra los senadores que se oponían a ella, no solo contra todo el Senado, sino contra cada uno de sus miembros individualmente. Quinto Considio y Tito Genucio, que abogaban por la Ley, establecieron un día para el juicio de Tito Menenio. El sentimiento popular se despertó en su contra por la pérdida de la fortaleza de Crémera ya que, como cónsul, tenía su campamento no muy lejos de ella. Esto lo quebrantó, aunque los senadores se esforzaron para él no menos de lo que lo habían hecho por Coriolano y la popularidad de su padre Agripa no se había desvanecido. Los tribunos se contentaron con una multa, aunque se le había acusado de un cargo capital y la cuantía se fijó en 2000 ases [as: moneda romana, de bronce, que inicialmente pesaba 327,5 gr. y se denominaba aes grave; su peso fue variando con el tiempo.- N. del T.]. Esto resultó ser una sentencia de muerte, porque dicen que, incapaz de soportar la vergüenza y el dolor, cayó enfermo de gravedad y falleció. Espurio Servilio fue el siguiente en ser procesado. Su acusación, conducida por los tribunos Lucio Cedicio y Tito Estacio, se produjo inmediatamente después de cesar en su magistratura, al comienzo del consulado de Cayo Naucio y Publio Valerio -475 a.C.-. Cuando llegó el día del juicio, él se enfrentó a las acusaciones de los tribunos, no como Menenio, haciendo llamamientos a su misericordia o a la de los senadores, sino confiando absolutamente en su inocencia y su influencia personal. Se le acusaba por su conducta en la batalla contra los etruscos, en el Janículo; pero el mismo valor que mostró entonces, cuando el Estado estaba en peligro, lo mostró ahora que era su propia vida la que peligraba. Enfrentando su acusación con otras, hizo recaer sobre los tribunos y toda la plebe la culpa por la condena y muerte de Tito Menenio; el hijo, les recordó, del hombre por cuyos esfuerzos los plebeyos habían recuperado su posición en el Estado y disfrutaban ahora de aquellas magistraturas y leyes que les permitían mostrase crueles y vengativos. Con su audacia disipó el peligro, y su colega Verginio, que se presentó como testigo, le ayudó achacándole algunos de sus propios servicios al Estado. Lo que más le ayudó, sin embargo, fue la sentencia dictada contra Menenio que tan completamente había cambiado el sentimiento popular.
[2.53] Los conflictos internos llegaron a su fin; y empezó de nuevo la guerra con los veyentinos, con quien los Sabinos habían hecho una alianza militar. Se convocó a los auxiliares latinos y hérnicos y se envió al cónsul Publio Valerio, con un ejército, a Veyes. Él atacó inmediatamente el campamento sabino, que estaba situado en frente de las murallas de sus aliados, y creó tal confusión que, mientras pequeños grupos de defensores estaban haciendo salidas en varias direcciones para repeler el ataque, la puerta contra la que se hizo el primer asalto fue forzada, y una vez dentro de las murallas lo que se produjo fue una masacre, no una batalla. El ruido en el campamento llegó incluso hasta la ciudad, y los veyentinos corrieron a tomar las armas en un estado tal de alarma como si la propia Veyes fuese asaltada. Algunos acudieron en ayuda de los sabinos, otros atacaron a los romanos, que estaban totalmente ocupados en su asalto al campamento. Por unos momentos fueron rechazados y desordenados; luego, dando frente en todas direcciones, mantuvieron una firme resistencia mientras que el cónsul ordenaba a la caballería que cargase y derrotaba a los etruscos, poniéndolos en fuga. En la misma hora, dos ejércitos, los dos más poderosos de los estados vecinos, fueron vencidos. Mientras esto ocurría en Veyes, los volscos y ecuos habían acampado en el territorio latino y estaban causando estragos en sus fronteras. Los latinos, junto a los hérnicos, los obligaron a abandonar su campamento sin que hubiera de intervenir un general romano o tropas de Roma. Recuperaron sus propios bienes y obtuvieron además un inmenso botín. Sin embargo, el cónsul Cayo Naucio fue enviado desde Roma contra los volscos. No estaban de acuerdo, creo, con la costumbre de que los aliados fuesen a la guerra con sus propias fuerzas y sus propias formas de luchar, sin ningún general romano al mando o sin estar al lado de un ejército romano. No hubo insulto o injuria que dejase de lanzarse contra los volscos; sin embargo, rehusaron dar batalla.
[2.54] Lucio Furio y Cayo Manlio fueron los siguientes cónsules -474 a.C.-. Se le asignó a Manlio la provincia de Veyes. No obstante, no hubo guerra; por solicitud de ellos, se firmó una tregua de cuarenta años; se les ordenó entregar grano y pagar un tributo. A la paz en el exterior le siguió inmediatamente la discordia doméstica. Los tribunos se sirvieron de la Ley Agraria para incitar a la plebe hasta un estado de peligrosa excitación. Los cónsules, nada intimidados por la condena de Menenio o el peligro en que había estado Servilio, se resistieron con la mayor violencia. Al cesar en sus magistraturas, el tribuno Genucio les procesó. Fueron sucedidos por Lucio Emilio y Opiter Verginio -473 a.C.-. He visto en algunos anales que aparece Vopisco Julio en vez de Verginio. Cualquiera que fuese el cónsul, fue en este año cuando Furio y Manlio, que iban a ser juzgados ante el pueblo, aparecieron vestidos de luto entre los jóvenes patricios más que entre el pueblo. Les instaron a mantenerse alejados de los altos cargos del Estado y de la administración de la república, y a que considerasen las fasces consulares, la pretexta y la silla curul sólo como las pompas fúnebres, pues cuando fuesen revestidos con tales insignias estarían adornados como las víctimas de un sacrificio. Si el consulado les atraía tanto, debían comprender claramente que esa magistratura había sido dominada y quebrada por el poder tribunicio; el cónsul debía actuar en todo a la entera disposición del tribuno, como si fuese su ayudante. Si tomaban una línea activa, si mostraban cualquier respeto por los patricios, si pensaban que algo que no fuese la plebe formaba parte de la república, debían fijarse antes en la expulsión de Cneo Marcio y en la condena y muerte de Menenio. Inflamados por estas palabras, los senadores celebraban encuentros en privado, fuera de la Curia, con sólo unos pocos invitados. Como el único punto en el que estaban de acuerdo era que los dos que estaban procesados debían ser liberados, por métodos legales o ilegales, el plan más desesperado se convirtió en el más aceptable, habiendo hombres que abogaban por el crimen más audaz. En consecuencia, el día del juicio, mientras la plebe estaba en el Foro, impaciente de expectación, quedó sorprendida cuando el tribuno no compareció ante ellos. El creciente retraso les hizo sospechar; creyeron que había sido intimidado por los jefes del senado y se quejaban de que la causa del pueblo había sido abandonada y traicionada. Por fin algunos de los que habían estado esperando en el vestíbulo de la casa del tribuno mandaron recado de que había sido encontrado muerto en su casa. Cuando se propagó esta noticia por la asamblea, se dispersaron en todas direcciones, como un ejército derrotado que ha perdido a su general. Los tribunos estaban especialmente alarmados, pues quedaron advertidos, por la muerte de su colega, de lo absolutamente ineficaces que resultaban las leyes sagradas para su protección. Los patricios, en cambio, mostraron una satisfacción poco moderada; tan lejos estaba cualquiera de ellos de lamentar el crimen, que incluso aquellos que no habían tomado parte en él se dieron prisa en aparentar que sí lo habían hecho, y se aseguraba públicamente que el poder tribunicio debía ser castigado con la sumisión.
[2.55] Aunque la impresión producida por este ejemplo terrible de crimen impune estaba aún fresca, se dieron órdenes de proceder a un alistamiento; y como los tribunos estaban completamente intimidados, los cónsules lo llevaron a cabo sin impedimento alguno por su parte. Pero ahora los plebeyos estaban más enojados con el silencio de los tribunos que en el ejercicio de la autoridad por parte de los cónsules. Dijeron que se había puesto fin a su libertad, que habían vuelto al viejo estado de cosas y que el poder tribunicio estaba muerto y enterrado con Genucio. Debían pensar y aprobar otro sistema para resistir a los patricios, y el único posible era que el pueblo se defendiera a sí mismo, pues no tenían otra ayuda. Veinticuatro lictores auxiliaban a los cónsules, y todos estos hombres procedían de la plebe. Nada les resultaba más despreciable y frágil que ellos, si hubiese alguno que les pudiese tratar con desprecio, pero cada cual les imaginaba autores de cosas enormes y terribles. Tras haberse alentado los unos a los otros con estos discursos, Volero Publilio, un plebeyo, dijo que no debía servir como soldado raso después de haber servido como centurión. Los cónsules le enviaron un lictor. Volero apeló a los tribunos. Ninguno acudió en su ayuda, por lo que los cónsules ordenaron que le desnudaran mientras se preparaban las varas. «Apelo al pueblo,», dijo, «pues los tribunos prefieren antes ver a un ciudadano romano azotado ante sus ojos que ser asesinados en sus camas por vosotros.» Cuanto más gritaba, más tiraba el lictor de su toga para desnudarlo. Entonces Volero, que de por sí era un hombre de fuerza inusual, ayudado por aquellos a los que apeló, empujó al lictor y, entre las protestas indignadas de sus partidarios, se retiró entre la multitud gritando «¡Apelo al pueblo en mi auxilio! ¡Ayuda, conciudadanos! ¡Ayuda, compañeros de armas! No podéis esperar nada de los tribunos; son ellos mismos los que necesitan vuestra ayuda». Los hombres, muy excitados, se dispusieron como para la batalla; y era una de lo más importante y amenazante, donde nadie mostraría el menor respeto por los derechos públicos o privados. Los cónsules trataron de retener la furia de la tormenta, pero pronto se dieron cuenta de que poca seguridad ofrecía la autoridad sin el auxilio de la fuerza. Los lictores fueron acosados, las fasces rotas, y los cónsules expulsados del Foro hasta la Curia, sin saber hasta qué punto llevaría Volero su victoria. Como el tumulto estaba cediendo convocaron al Senado, y cuando se reunió se quejaron del ultraje recibido, de la violencia de la plebe y de la audaz insolencia de Volero. Después de hacer muchos discursos violentos, prevaleció la opinión de los senadores de más edad; desaprobaban que a la intemperancia de la plebe se opusiese el resentimiento airado de los patricios.
[2,56] Volero tenía ahora el favor de la plebe, y en la siguiente elección le nombraron tribuno. Lucio Pinario y Publio Furio fueron los cónsules de ese año -472 a.C.-. Todo el mundo supuso que Volero emplearía todo el poder de su tribunado para hostigar a los cónsules del año anterior. Por el contrario, subordinó sus quejas privadas a los intereses del Estado, y sin decir una sola palabra de crítica a los cónsules, propuso al pueblo una ley para que los magistrados de la plebe fuesen elegidos por la Asamblea de las tribus. A primera vista, esta medida parecía ser inofensiva, pero privaría a los patricios de todo el poder de elegir a través de los votos de sus clientes a quienes deseaban como tribunos. Fue más bienvenida por los plebeyos, pero los patricios se resistieron cuanto pudieron. Fueron incapaces de garantizar el único medio eficaz de resistencia, es decir, induciendo a uno de los tribunos, por influencia de los cónsules o de los líderes de los patricios, a interponer su veto. El peso y la importancia de la cuestión hizo que la controversia se prolongase durante todo el año. La plebe reeligió a Volero. Los patricios, percibiendo que la cuestión se acercaba rápidamente a una crisis, nombraron a Apio Claudio -471 a.C.-, el hijo de Apio, quien, desde los conflictos que su padre tuvo con ellos, había sido odiado por ellos, y a cambio también les odiaba cordialmente. Desde el mismo comienzo del año, la Ley tuvo precedencia sobre todos los demás asuntos. Volero había sido el primero en presentarla, pero su colega Letorio, aunque más tarde, fue un partidario aún más enérgico de la misma. Se había ganado una reputación enorme en la guerra, porque nadie era mejor luchador, y esto lo convirtió en un fuerte adversario. Volero en sus discursos se limitó estrictamente a discutir la Ley y se abstuvo de todo abuso contra los cónsules. Pero Letorio comenzó acusando a Apio y a su familia de tiranía y crueldad ante la plebe; dijo que no habían elegido un cónsul, sino un verdugo para acosar y torturar a los plebeyos. La lengua sin entrenamiento del soldado no podía expresar la libertad de sus sentimientos; como le faltasen las palabras, dijo: «no puedo hablar con tanta facilidad como puedo probar la verdad de lo que he dicho; venid aquí mañana, pereceré ante vuestros ojos o sacaré adelante la Ley».
Al día siguiente los tribunos ocuparon en el templo, los cónsules y la nobleza estaban alrededor de la Asamblea para impedir la aprobación de la Ley. Letorio dio órdenes para que todos, a excepción de los votantes efectivos, se retirasen. Los jóvenes patricios se mantuvieron en sus lugares y no hicieron caso a las órdenes del tribuno; a continuación Letorio ordenó que arrestasen a algunos. Apio insistió en que los tribunos no tenían jurisdicción más que sobre los plebeyos, no eran magistrados de todo el pueblo, sino sólo de la plebe; ni siquiera él podría, de acuerdo con las costumbres de sus antepasados, molestar a ningún hombre en virtud de su autoridad, mediante la fórmula ejecutiva: «Si os parece bien, Quirites, ¡partid!» Al hacer comentarios despectivos sobre su jurisdicción, pudo fácilmente desconcertar a Letorio. El tribuno, encendido de furia, envió a su ayudante contra el cónsul, el cónsul envió un lictor contra el tribuno, gritando que él era un ciudadano privado sin ninguna autoridad su ordenador con el cónsul, el cónsul envió un lictor a la tribuna, gritando que era un ciudadano, no un magistrado, sin ningún tipo de autoridad. El tribuno habría sido tratado indignamente si no se hubiese alzado toda la Asamblea para defender al tribuno contra el cónsul, mientras que la gente corría en multitud desde todas partes de la Ciudad hacia el Foro. Apio desafió la tormenta con inflexible determinación, y el conflicto habría terminado con derramamiento de sangre si el otro cónsul, Quincio, encargase a los consulares la tarea de llevarse, por la fuerza si es necesario, a su colega del Foro. Rogó a los furiosos plebeyos que se calmasen, e imploró a los tribunos que disolviesen la Asamblea; debían dejar que se enfriasen los ánimos, el retraso no les privaría de su poder, sino que añadiría prudencia a su fortaleza; el Senado se sometería a la autoridad del pueblo y los cónsules a la del Senado.
[2.57] Con dificultad, Quincio logró calmar a los plebeyos; a los senadores le costó mucho más apaciguar a Apio. Por fin, la Asamblea fue disuelta y los cónsules celebraron una reunión con el Senado. Se expresaron muy distintas opiniones, según predominase el miedo o la ira, pero cuanto más pasaba el tiempo desde la acción impulsiva a la deliberación tranquila, más contrarios se volvían a prolongar el conflicto; tanto fue así, de hecho, que aprobaron un voto de agradecimiento a Quincio por haber disipado con sus esfuerzos los disturbios. Apio fue llamado para que diese su consentimiento para que se limitase la autoridad consular para acomodarla a la armonía común. Se les urgió a los tribunos y los cónsules, pues mientras cada uno trataba de poner bajo su control su parte respectiva, no había base para la acción común; el Estado se rasgó en dos, y lo único que importaba era quién debería gobernarlo, no cómo se podría preservar su seguridad. Apio, por otro lado, puso a los dioses y los hombres por testigos de que el Estado estaba siendo traicionado y abandonado por miedo; no era el cónsul quien estaba fallando al Senado, sino el Senado el que estaba fallando al cónsul; las condiciones que ahora se dictaban eran peores que las que presentaron los que se retiraron al Monte Sacro. Sin embargo, fue vencido por el sentimiento unánime del Senado y así calló. La ley fue aprobada en silencio. Entonces, por primera vez, los tribunos fueron elegidos por la Asamblea de las Tribus. Según Pisón, se añadieron otros tres, pues antes sólo había habido dos. Dice que fueron Cneo Siccio, Lucio Numitorio, Marco Duelio, Espurio Icilio y Lucio Mecilio.
[2.58] Durante los disturbios en Roma, estalló nuevamente la guerra con los volscos y los ecuos. Habían asolado los campos, a fin de que si hubiera una secesión de la plebe pudieran encontrar refugio con ellos. Cuando se restableció la tranquilidad, movieron más lejos su campamento. Apio Claudio fue enviado contra los volscos, los ecuos se le encargaron a Quincio. Apio mostró en campaña el mismo temperamento salvaje que había mostrado en casa, sólo que aún más desenfrenado, pues no estaba encadenado por los tribunos. Odiaba a la plebe con un odio más intenso del que su padre había sentido, porque habían conseguido lo mejor de él y habían aprobado su ley a pesar de que fue elegido cónsul como el único hombre que podría frustrar el poder tribunicio (una ley, también, que los antiguos cónsules, de los que el Senado esperaba menos que de él, habían obstruido con menos problemas). La ira y la indignación ante todo esto incitaban a su naturaleza imperiosa para acosar a su ejército con una disciplina implacable. Ninguna medida violenta, sin embargo, podría someterlos, tal era el espíritu de oposición que les llenaba. Hacían todo de manera superficial, ociosa, descuidada y desafiante; no les retenía ningún sentimiento de vergüenza o miedo. Si quería que la columna se moviese más rápidamente, ellos machaban más lentamente; si venía a incitarles a apresurar sus trabajos, holgazaneaban cuando antes se habían mostrado enérgicos por sí mismos; en su presencia miraban hacia abajo y cuando pasaba ante ellos le maldecían; así que el valor que no cedió ante el odio de la plebe fue a veces agitado. Después de usar vanamente duras medidas de todo tipo, se abstuvo de cualquier otra relación con sus soldados, dijo que el ejército había sido corrompido por los centuriones, y a veces los llamaba, en tono burlón, tribunos de la plebe y Voleros.
[2,59] Nada de esto escapó a la atención de los veyentinos, y presionaron con más fuerza en la esperanza de que el ejército romano mostraría el mismo espíritu de desafección hacia Apio que había manifestado hacia Fabio. Pero la desafección fue mucho más violenta con Apio de lo que había sido cib Fabio, pues los soldados no sólo no deseaban vencer, como el ejército de Fabio, sino que deseaban ser vencidos. Cuando se llevó al combate, rompieron filas en una vergonzosa fuga y se dirigieron al campamento, y no ofrecieron resistencia, de hecho, hasta que vieron a los volscos atacar sus trincheras y que en su retaguardia se producía una masacre. Entonces se vieron obligados a luchar, para poder desalojar al enemigo victorioso de su muralla; resultó, sin embargo, bastante evidente que los soldados romanos sólo luchaban para impedir la captura de su campamento; de no ser así, se regocijaban con su ignominiosa derrota. La furiosa determinación de Apio no se debilitó por esto, pero cuando pensaba en adoptar medidas aún más severas y convocar una asamblea de sus tropas, sus legados y tribunos le rodearon y le advirtieron que en ningún caso pusiera en juego su autoridad, pues ésta dependía enteramente del libre consentimiento de quienes debían obedecerle. Dijeron que los soldados, como un solo hombre, rechazaban acudir a la asamblea y por todas partes se escuchaba su petición de retirarse del territorio volsco; sólo un poco antes el enemigo victorioso había logrado casi entrar en el campamento. No eran sólo sospechas de un grave motín, la evidencia estaba ante ellos.
Apio cedió finalmente a sus protestas. Sabía que ellos no ganarían nada, más que un retraso en su castigo, y consintió en renunciar a la asamblea. Con las primeras luces se dio la orden de partida. Cuando el ejército había salido del campamento y estaba formando en orden de marcha, los volscos, como si obedeciesen la misma señal, cayeron sobre la retaguardia. La confusión así producida se extendió a las filas de vanguardia y produjo tal pánico en todo el ejército que fue imposible que se escuchasen las órdenes o que se formase una línea de batalla. Nadie pensaba en nada más que huir. Se abrieron paso sobre montones de cuerpos y armas con tan apresurado salvajismo que el enemigo cesó en la persecución antes de que los romanos dejasen de huir. Por fin, después de que el cónsul hubiese tratado en vano de seguir y reunir a sus hombres, las tropas dispersas se reunieron de nuevo y asentaron su campamento en un territorio no alterado por la guerra. Convocó los hombres a una asamblea, y tras lanzar invectivas, con perfecta justicia, contra un ejército que había faltado a la disciplina militar y abandonado sus estandartes [la pérdida del estandarte, y más si era por deserción, resultaba la mayor ignominia imaginable para un soldado o ciudadano romano. Lo siguiente en gravedad era la pérdida de las armas.- N. del T.], les preguntó por separado dónde estaban sus estandartes, dónde estaban sus armas. Ordenó que azotasen y decapitasen a los soldados que habían arrojado sus armas, a los portaestandartes que habían perdido sus insignias, y además de éstos a los centuriones y duplicarios [oficiales que recibían doble paga, solían ser los tenientes de los centuriones.- N. del T.] que habían desertado de sus filas. De cada diez hombres, se eligió uno por sorteo para recibir suplicio.
[2.60] Justo lo contrario sucedió con el ejército en campaña contra los ecuos, donde el cónsul y sus soldados competían entre sí en actos de bondad y compañerismo. Quincio era de naturaleza más suave, y la desafortunada severidad de su colega le hizo más proclive a seguir su inclinación afable. Los ecuos no se atrevieron a enfrentarse con un ejército en el que reinaba tal armonía entre el general y sus hombres; así permitieron que su enemigo devastase su territorio en todas direcciones. En ninguna guerra anterior se habían saqueado más territorios que en aquella. La totalidad de los mismos se entregó a los soldados, y con ellas las palabras de elogio que, no menos que las recompensas materiales, alegraron el ánimo de los soldados. El ejército volvió a casa en los mejores términos con su general, y a través de él con los patricios; dijeron que mientras el Senado les había dado un padre a ellos, al otro ejército les había dado un tirano. El año, que había trascurrido con los distintos azares de la guerra y con las furiosas disensiones, tanto en casa como en el extranjero, fue memorable sobre todo por la Asamblea de las Tribus, que fue más importante por la victoria en sí que por cualesquiera ventaja adquirida. Porque con la retirada de los patricios de su Consejo, la Asamblea perdió más en dignidad de cualquier fortaleza que la plebe hubiese ganado o perdido los patricios.
[2.61] Lucio Valerio y Tiberio Emilio fueron nombrados cónsules para el próximo año -470 a.C.-, que fue todavía más tormentoso debido, en primer lugar, a la lucha entre los dos órdenes a cuenta de la Ley Agraria, y en segundo lugar al enjuiciamiento de Apio Claudio. Fue acusado por los tribunos, Marco Duellio y Cneo Siccio, sobre la base de su decidida oposición a la Ley, y también porque se opuso a la ocupación de las tierras públicas, como si se tratara de un tercer cónsul. Nunca antes había sido nadie llevado a juicio ante el pueblo, a quien la plebe hubiese detestado tan profundamente, tanto por él mismo como por su padre. Pero a casi nadie se esforzaron más los propios patricios en salvar que a él, a quien consideraban el campeón del Senado y vindicador de su autoridad, el baluarte contra los tumultos de los tribunos o la plebe; y ahora le veían expuesto a la ira de los plebeyos, simplemente por haber ido demasiado lejos en la lucha. El mismo Apio Claudio, pese a los ruegos de todos los patricios, miró a los tribunos, a la plebe y a su propio juicio como si no le importasen. Ni las amenazas de los plebeyos ni las súplicas del Senado pudieron inclinarle (no digo ya a cambiar su atuendo y presentarse como un suplicante) a suavizar y dominar en cierta medida la acostumbrada aspereza de su lengua cuando tuvo que hacer su defensa ante el pueblo. Tenía la misma expresión, la misma mirada desafiante, el mismo tono orgulloso al expresarse; de modo que un gran número de los plebeyos quedó no menos atemorizado por Apio en su juicio de lo que lo estuvieron cuando fue cónsul. Él sólo habló una vez en su defensa, pero en el mismo tono agresivo que siempre había adoptado, y su firmeza dejó tan atónitos a los tribunos y a la plebe, que aplazaron el caso por su propia voluntad y lo dejaron dilatarse. No pasó mucho tiempo, sin embargo. Antes que llegase la fecha del nuevo juicio, murió de enfermedad. Los tribunos trataron de impedir que se pronunciase de oración fúnebre, pero los plebeyos no permitirían que se despojasen las exequias de un hombre tan grande de los honores acostumbrados. Escucharon el panegírico del muerto con tanta atención como habían escuchado las acusaciones contra el vivo, y una gran multitud le siguió hasta la tumba.
[2.62] En el mismo año, el cónsul Valerio avanzó con un ejército contra los ecuos, pero no pudiendo atraer al enemigo al combate, inició un ataque a su campamento. Una tormenta terrible de trueno y granizo, enviada por el Cielo, le impidió continuar el ataque. La sorpresa fue mayor cuando, tras ordenarse la retirada, volvió el clima tranquilo y luminoso. Pensó que sería un acto de impiedad atacar una segunda vez un campo defendido por algún poder divino. Volvió sus energías guerreras a la devastación del país. El otro cónsul, Emilio, llevó a cabo una campaña entre los sabinos. Allí, también, como el enemigo se mantuvo detrás de sus murallas, fueron devastados sus campos. La quema no sólo de granjas dispersas, sino también de pueblos con poblaciones numerosas llevó a los sabinos a la acción. Se encontraron con los que alargaban, se combatió en una batalla indecisa y después trasladaron su campamento a un lugar más seguro. El cónsul viendo que dejaba al enemigo como derrotado, consideró esto razón suficiente y regresó, abandonando la guerra.
[2.63] Tito Numicio Prisco y Aulo Verginio fueron los nuevos cónsules -469 a.C.-. Los disturbios interiores siguieron pese a estas guerras y los plebeyos ya no iban, evidentemente, a tolerar más retrasos respecto a la Ley Agraria, y se estaban preparando para tomar medidas extremas cuando el humo de granjas quemadas y la huida de la gente del campo anunció la aproximación de los volscos. Esto detuvo la revolución que ya estaba madura y a punto de estallar. El Senado fue convocado a toda prisa, y los cónsules condujeron a los hombres disponibles para el servicio activo a la batalla, quedando así el resto de la plebe con el ánimo apaciguado. El enemigo se retiró precipitadamente, sin haber hecho otra cosa más que llenar con grandes temores infundados a los romanos. Numicio avanzó contra los volscos en Anzio y Verginio contra los ecuos. Allí fue emboscado y escapó con dificultad de una grave derrota; el valor de los soldados cambió la suerte del día, que la negligencia del cónsul había hecho peligrar. Un generalato más hábil se mostró contra los volscos; el enemigo fue derrotado en el primer combate y puesto en fuga hacia Anzio que era, por aquellos días, una ciudad muy rica. El cónsul no se atrevió a atacarla, sin embargo tomó Cenon a los acíates, que en absoluto era un lugar tan rico. Mientras los ecuos y volscos mantenían los ejércitos romanos ocupados, los sabinos extendieron sus correrías hasta las puertas de la ciudad. En pocos días los cónsules invadieron su territorio, y, atacados con ferocidad por ambos ejércitos, sufrieron pérdidas mayores que las que habían infligido.
[2.64] Hacia el final del año hubo un breve intervalo de paz, pero, como de costumbre, estuvo marcado por la lucha entre los patricios y plebeyos. La plebe, en su desesperación, se negó a tomar parte en la elección de los cónsules, Tito Quincio y Quinto Servilio fueron elegidos cónsules por los patricios y sus clientes -468 a.C.-. Tuvieron un año similar al anterior: agitación durante la primera parte, y luego calma a causa de la guerra exterior. Los Sabinos rápidamente atravesaron las llanuras de Crustumerio, y pasaron a sangre y fuego la zona regada por el Anio, pero fueron rechazados cuando estaban casi alcanzaban la puerta Colina y las murallas de la Ciudad. Tuvieron éxito, sin embargo, en llevarse un inmenso botín, tanto de hombres como de ganado. El cónsul Servilio les persiguió con un ejército ansioso de venganza, y aunque no pudo enfrentarse con su fuerza principal en campo abierto, efectuó sus estragos a una escala tan amplia que no dejó parte intacta por la guerra y regresó con un botín muchas veces mayor que el que obtuvo el enemigo. Entre los volscos, además, la causa de Roma fue espléndidamente servida por los esfuerzos de generales y soldados por igual. Para empezar, se enfrentaron en campo abierto y tuvo lugar una batalla con inmensas pérdidas en ambos bandos, tanto en muertos como en heridos. Los romanos, cuya escasez numérica hacía más sensibles sus pérdidas, se hubieran retirado de no haberles dicho sus cónsules que el enemigo, al otro extremo, huía, y con esta oportuna mentira incitaron al ejército a un nuevo esfuerzo. Cargaron y convirtieron una victoria supuesta en una victoria real. El cónsul, temiendo si llevaba el ataque demasiado lejos se reanudase la lucha, dio señal de retirarse. Durante los siguientes días ambas partes se mantuvieron tranquilas, como si hubiera un acuerdo tácito. Durante este intervalo, un cuerpo inmenso de hombres de todas las ciudades volscas y ecuas llegó al campamento, esperando que cuando los romanos escuchasen de su llegada, harían una retirada nocturna. En consecuencia, sobre la tercera guardia marcharon a atacar el campamento. Después de aclararse la confusión causada por la súbita alarma, Quincio ordenó a los soldados que permanecieran en silencio en sus tiendas, envió una cohorte de hérnicos a los puestos de avanzada, subió a las cornetas y trompetas a caballo y les ordenó que hicieran sus toques de llamada y mantener al enemigo en estado de alerta hasta el amanecer. Durante el resto de la noche todo estuvo tan tranquilo en el campamento que los romanos pudieron incluso dormir a gusto. La vista de la infantería armada, que los volscos tomaron por romanos, y más numerosos de lo que eran en realidad, el ruido y el relinchar de los caballos, inquietos bajo sus jinetes inexpertos y excitados por el sonido de las trompetas, mantuvo al enemigo en el temor constante de un ataque.
[2.65] Al amanecer, los romanos, descansados tras su sueño continuado, fueron conducidos al combate, y en la primera carga quebraron a los volscos, en pie toda la noche y faltos de sueño. Fue, sin embargo, una retirada, más que una derrota; a su retaguardia había colinas a las que todos los que había detrás del frente se retiraron con seguridad. Cuando llegaron donde se elevaba el terreno, el cónsul detuvo su ejército. Los soldados fueron retenidos con dificultad, gritaban para que se les dejase perseguir al enemigo derrotado. La caballería insistía aún más, se amontonaban alrededor del general y en voz alta gritaban que irían por delante de la infantería. Mientras el cónsul, seguro del valor de sus hombres, pero sin confiarse a causa de la naturaleza del terreno, aún vacilaba, gritaron que iban a continuar y a sus palabras hicieron seguir un avance. Hincando sus lanzas en el suelo, para poder subir más ligeros, echaron a correr. Los volscos lanzaron sus jabalinas a la primera aproximación y luego les arrojaron las piedras que tenían dispuestas a sus pies, conforme el enemigo se acercaba. Muchos fueron alcanzados, y fue tal el desorden creado que fueron obligados a retirarse del terreno más elevado. De esta manera el ala izquierda romana estaba casi derrotada, pero el cónsul con sus palabras les reprochó su temeridad y también su cobardía, haciendo que el miedo diera paso a la vergüenza. Al principio se afianzaron y resistieron con firmeza; luego, cuando manteniendo el terreno lograron recuperar fuerzas, se aventuraron a avanzar. Con un grito renovado toda la línea fue hacia delante, y presionando con una segunda carga superaron las dificultades de la ascensión; estaban a punto de llegar a la cumbre cuando el enemigo se dio la vuelta y huyó. Con una carrera salvaje, perseguidores y perseguidos se precipitaron casi juntos en el campamento, que fue tomado. Los volscos que lograron escapar fueron hacia Anzio, allí se dirigió el ejército romano. Tras unos pocos días de asedio, la ciudad se rindió, no debido a algún esfuerzo inusual por parte de los asaltantes, sino simplemente porque después de la batalla perdida y la captura de su campamento el enemigo se había desmoralizado.