La historia de Roma
Tito Livio
Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.
La historia de Roma
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI – Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – (… Libros XI a XX …) – Libro XXI – Libro XXII – Libro XXIII – Libro XXIV – Libro XXV – Libro XXVI – Libro XXVII – Libro XXVIII – Libro XXIX – Libro XXX – Libro XXXI – Libro XXXII – Libro XXXIII – Libro XXXIV – Libro XXXV – Libro XXXVI – Libro XXXVII – Libro XXXVIII – Libro XXXIX – Libro XL – Libro XLI – Libro XLII – Libro XLIII – Libro XLIV – Libro XLV
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Libro primero
Las leyendas más antiguas de Roma.
Prefacio
[1.Prefacio] Puede que la tarea que me he impuesto de escribir una historia completa del pueblo romano desde el comienzo mismo de su existencia me recompense por el trabajo invertido en ella, no lo sé con certeza, ni creo que pueda aventurarlo. Porque veo que esta es una práctica común y antiguamente establecida, cada nuevo escritor está siempre persuadido de que ni lograrán mayor certidumbre en las materias de su narración, ni superarán la rudeza de la antigüedad en la excelencia de su estilo. Aunque esto sea así, seguirá siendo una gran satisfacción para mí haber tenido mi parte también en investigar, hasta el máximo de mis capacidades, los anales de la nación más importante del mundo, con un interés más profundo; y si en tal conjunto de escritores mi propia reputación resulta ocultada, me consuelo con la fama y la grandeza de aquellos que eclipsen mi fama. El asunto, además, es uno que exige un inmenso trabajo. Se remonta a más de 700 años atrás y, después de un comienzo modesto y humilde, ha crecido a tal magnitud que empieza a ser abrumador por su grandeza. No me cabe duda, tampoco, que para la mayoría de mis lectores los primeros tiempos y los inmediatamente siguientes, tienen poco atractivo; se apresurarán a estos tiempos modernos en los que el poderío de una nación principal es desgastado por el deterioro interno. Yo, en cambio, buscaré una mayor recompensa a mis trabajos en poder cerrar los ojos ante los males de que nuestra generación ha sido testigo durante tantos años; tanto tiempo, al menos, como estoy dedicando todo mi pensamiento a reproducir los claros registros, libre de toda la ansiedad que pueden perturbar el historiador de su época, aunque no le puedan deformar la verdad.
La tradición de lo que ocurrió antes de la fundación de la ciudad o mientras se estaba construyendo, están más próximas a adornar las creaciones del poeta que las actas auténticas del historiador, y no tengo ninguna intención de establecer su verdad o su falsedad. Esta licencia se concede tanto a los antiguos, que al mezclarse las acciones humanas con la voluntad divina se confiere una mayor y augusta dignidad a los orígenes de los Estados. Ahora bien, si a alguna nación se le debe permitir reclamar un origen sagrado y apuntar a una paternidad divina, ésa nación es Roma. Porque tal es su fama en la guerra que cuando se elige para representar a Marte como su propio padre y su fundador, las naciones del mundo aceptan tal declaración con la misma ecuanimidad con que aceptan su dominio. Pero cualesquiera opiniones o críticas a estas y otras tradiciones, las considero como de poca importancia. Los temas a los que les pido a cada uno de mis lectores que dediquen su atención son estas – la vida y costumbres de la comunidad, los hombres y las cualidades por las que a través de la política interna y la guerra exterior se ganó y amplió su dominio. Entonces, conforme se degradan las costumbres, se sigue la decadencia del carácter nacional, observando cómo al principio lentamente se hunde, y luego se desliza hacia abajo más rápidamente, y finalmente comienza a sumirse en una prolongada ruina, hasta que llega a estos días, en los que podemos no soportar nuestras enfermedades ni sus remedios.
Existe una excepcionalmente benéfica y fructífera ventaja derivada del estudio del pasado, como se ve, al poner a la clara luz de la verdad histórica, ejemplos de cada posible índole. A partir de éstos, podrá seleccionar para uno y su país lo que imitar y también lo que, por ser malicioso en sus inicios y desastroso en sus términos, se debe evitar. A menos que, sin embargo, me engañe por el efecto de mi empresa, no ha existido ningún Estado con mayor potencia, con una moral más pura, o más fértil en buenos ejemplos; o cualquier otro en el que la avaricia y el lujo hayan tardado más en avanzar, o la pobreza y la frugalidad hayan sido tan alta y continuamente honradas, mostrando así claramente que cuanta menor riqueza poseen los hombres, menos codician. En estos últimos años la riqueza ha llevado a la avaricia, y el deseo ilimitada de placer ha creado en los hombres una pasión por arruinarse a sí mismos y todo lo demás a través de la auto-indulgencia y el libertinaje. Pero las críticas que serán mal acogidas, aun cuando tal vez fuesen necesarias, no deben aparecer en al principio de todos los eventos de esta extensa obra. Preferiremos empezar con presagios favorables, y si pudiésemos adoptar la costumbre de los poetas, habría sido mucho más agradable comenzar con las oraciones y súplicas a los dioses y diosas que garantizarían un resultado favorable y éxito a la gran tarea tenemos ante nosotros.
Inicio del libro I
[1,1] Para empezar, se admite generalmente que después de la toma de Troya, mientras que el resto de los troyanos fueron masacrados, en contra de dos de ellos Eneas y Antenor – los aqueos se negaron a ejercer el derecho de la guerra, en parte debido a los antiguos lazos de la hospitalidad, y en parte porque estos hombres habían estado siempre a favor de hacer la paz y entregar a Helena. Sus fortunas posteriores fueron distintas. Antenor navegó hasta la parte más alejada del Adriático, acompañado de cierto número de los de Eneas que habían sido expulsados de Paflagonia por una revolución, y que tras perder a su rey Pylamenes ante Troya estaban buscando un lugar donde asentarse y un jefe. La fuerza combinada de los de Eneas y los troyanos derrotaron a los Euganos, que habitaban entre el mar y los Alpes, y ocuparon sus tierras. El lugar donde desembarcaron fue llamado Troya, y el nombre se extendió a los alrededores, la nación entera fue llamada vénetos. Desgracias similares llevaron a Eneas a convertirse en un vagabundo, pero los hados estaban preparando un destino más alto para él. Visitó en primer lugar Macedonia, a continuación se llegó a Sicilia en busca de un lugar donde asentarse; de Sicilia, dirigió su rumbo hacia el territorio Laurentiano. Aquí también se encuentra el nombre de Troya, y aquí desembarcaron los troyanos, y como sus viajes casi infinitos no les habían dejado más que sus armas y sus naves, comenzaron a saquear la zona. Los aborígenes, que ocupaban el país, con su rey Latino a la cabeza, llegaron apresuradamente desde la ciudad y los distritos rurales a fin de repeler las incursiones de los extranjeros por la fuerza de las armas.
Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.
Desde este punto hay una doble tradición. Según el uno, Latino fue derrotado en la batalla, e hizo la paz con Eneas, y, posteriormente, una alianza familiar. Según la otra, mientras que los dos ejércitos se encontraban dispuestos a enfrentarse y a la espera de la señal, Latino avanzó desde sus líneas e invitó al líder de los extranjeros a conferenciar. Él le preguntó qué clase de hombres eran, de dónde venían, lo que había ocurrido para hacerles abandonar sus hogares, qué buscaban cuando llegaron al territorio de Latino. Cuando se enteró de que los hombres eran troyanos, que su jefe era Eneas, hijo de Anquises y Venus, que su ciudad había sido quemada, y que los exiliados sin hogar estaban buscando un lugar para asentarse y construir una ciudad, quedó tan impresionado con el porte noble de los hombres y su jefe, y su disposición a aceptar tanto la paz como la guerra, que ofreció su mano derecha como compromiso solemne de amistad para el futuro. Un tratado formal se realizó entre los dirigentes y se intercambiaron saludos entre los ejércitos. Latino recibió a Eneas como invitado en su casa, y allí, en presencia de sus deidades tutelares, completó la alianza política con otra doméstica y dio a su hija en matrimonio a Eneas. Este incidente confirmó a los troyanos en la esperanza de que habían llegado al término de sus viajes y ganado un hogar permanente. Construyeron una ciudad, que Eneas llamó Lavinia por su esposa. En poco tiempo nació un niño del nuevo matrimonio, a quien sus padres le dieron el nombre de Ascanio.
[1,2] En un corto período de tiempo los aborígenes y troyanos se vieron envueltos en una guerra con, el rey de los rútulos. Lavinia había sido prometida al rey antes de la llegada de Eneas, y, furioso porque un extraño fuera preferido a él, declaró la guerra contra ambos, Latino y Eneas. Ninguna de las partes pudo felicitarse por el resultado de la batalla: los rútulos fueron derrotados, pero los victoriosos aborígenes los y troyanos perdieron a su jefe Latino. Sintiendo la necesidad de aliados, Turno y los rútulos hubieron de recurrir a la fuerza célebre de los etruscos y Mecencio, su rey, que reinaba en Caere, una ciudad rica en aquellos días. Desde el principio, no sintió más que placer por el crecimiento de la nueva ciudad, pero ahora consideraba el crecimiento del Estado de Troya como demasiado rápido para la seguridad de sus vecinos, por lo que acogió con satisfacción la propuesta de unir fuerzas con los rútulos. Para mantener a los aborígenes con él frente a esta poderosa coalición y asegurarse de que estaban no sólo bajo las mismas leyes, sino bajo el mismo mando, Eneas denominó a ambas naciones con el nombre de Latinos. A partir de ese momento los aborígenes no estuvieron por detrás de los troyanos en su leal devoción a Eneas. Tan grande era el poder de Etruria que la fama de su pueblo había llegado no sólo a las partes interiores de Italia, sino también los distritos costeros a lo largo de las tierras desde los Alpes hasta el estrecho de Mesina. Eneas, no obstante, confiando en la lealtad de las dos naciones que fueron creciendo día a día como una sola, condujo a sus fuerzas al campo de batalla, en lugar de esperar al enemigo detrás de sus muros. La batalla terminó a favor de los latinos, pero fue el último acto mortal de Eneas. Su tumba – si así se le puede considerar – está situada en la orilla del Numicius. Se le llama «Júpiter Indigetes».
[1,3] Su hijo, Ascanio, no tenía la edad suficiente para asumir el gobierno, pero su trono permaneció seguro durante su minoría. En ese intervalo – tal era la fuerza de carácter de Lavinia – aunque una mujer fuese la regente, el Estado Latino, y el reino de su padre y su abuelo, se preservaron intactos para su hijo. No voy a discutir la cuestión (¿pues quién pudiera hablar con decisión sobre una cuestión de tan extrema entigüedad?) de sí el hombre que quien la casa Julia proclama, bajo el nombre de Julo, ser su fundador, fue este Ascanio o uno más antiguo que él, nacido de Creusa, mientras Ilión aún estaba intacta, y después de la caída compartió la fortuna de su padre. Esta Ascanio, donde haya nacido, o cuál sea su madre (aunque se acepta generalmente que era el hijo de Eneas) dejó a su madre (o a su madrastra) la ciudad de Lavinio, que era por aquellos días una próspera y rica ciudad, con una población superabundante, y construyó una nueva ciudad, al pie de las colinas Albanas, que desde su posición, que se extiende a lo largo de la ladera de la colina, fue llamada «Alba Longa». Transcurrió un intervalo de treinta años entre la fundación de Lavinio y la colonización de Alba Longa. Tal había sido el crecimiento del poder latino, principalmente a través de la derrota de los etruscos, que ni a la muerte de Eneas, ni durante la regencia de Lavinia, ni durante los años inmaduros [minoría de edad.- N. del T.] del reinado de Ascanio, ni Mecencio, ni los etruscos o cualquier otra de sus vecinos se aventuró a atacarlos. Cuando se determinaron los términos de la paz, el río Albula, ahora llamado Tíber, se fijó como la frontera entre los etruscos y los latinos.
Ascanio fue sucedido por su hijo Silvio, que por casualidad había nacido en el bosque. Se convirtió en el padre de Eneas Silvio, quien a su vez tuvo un hijo, Latino Silvio. Él fundó varias colonias: los colonos fueron llamados prisci Latini. El sobrenombre de Silvio era común a todos los reyes de Alba restantes, cada uno de los cuales sucedió a su padre. Sus nombres son: Alba, Atis, Capis, Capeto, Tiberino, que fue ahogado en el cruce del Albula, y se dio su nombre al río, que en adelante se convirtió en el famoso Tíber. Luego vino su hijo, Agrippa, tras él su hijo Rómulo Silvio. Fue golpeado por un rayo y dejó la corona a su hijo Aventino, cuyo santuario estaba en la colina que lleva su nombre y ahora es parte de la ciudad de Roma. Fue sucedido por Proca, quien tuvo dos hijos, Numitor y Amulio. A Numitor, el mayor, le legó el antiguo trono de la casa Silvia. La violencia, sin embargo, resultó más fuerte que la voluntad paterna o que el respeto debido a la antigüedad de su hermano, pues su hermano Amulio le expulsó y se apoderó de la corona. Añadiendo crimen sobre crimen, asesinó a los hijos de su hermano y convirtió a la hija, Rea Silvia, en virgen vestal; así, con apariencia de honrarla, la privó de toda esperanza de resurgir.
[1,4] Sin embargo, las Parcas habían, creo, ya decretado el origen de esta gran ciudad y de la fundación del más poderoso imperio bajo el cielo. La vestal fue violada por la fuerza y dio a luz gemelos. Declaró a Marte como su padre, ya sea porque realmente lo creía, o porque la falta pudiera parecer menos grave si una deidad fue la causa de la misma. Pero ni los dioses ni los hombres la protegieron a ella o sus niños de la crueldad del rey; la sacerdotisa fue enviada a prisión y se ordenó que los niños fuesen arrojados al río. Por un enviado del cielo, ocurrió que el Tiber desbordó sus orillas, y las franjas de agua estancada impidieron que se aproximaran al curso principal. Los que estaban llevando a los niños esperaban que esta agua estancada fuera suficiente para ahogarlos, por lo que con la impresión de estar llevando a cabo las órdenes del rey, expusieron los niños en el punto más cercano de la inundación, donde ahora se halla la higuera Ruminal (se dice que había sido anteriormente llamada Romular). El lugar era entonces un páramo salvaje. La tradición continúa diciendo que, después que la cuna flotante, en la que los niños habían sido abandonados, hubiera sido dejada en tierra firme por las aguas que se retiraban, una loba sedienta de las colinas circundantes, atraída por el llanto de los niños, se acercó a ellos, les dio a chupar sus tetas y fue tan amable con ellos que el mayoral del rey la encontró lamiendo a los niños con su lengua. Según la historia, su nombre era Fáustulo. Se llevó a los niños a su choza y los dio a su esposa Larentia para que los criara. Algunos autores piensan que a Larentia, por su vida impura, se le había puesto el apodo de «Loba», entre los pastores, y que este fue el origen de la historia maravillosa. Tan pronto como los niños, así nacidos y criados, llegaron a ser hombres jóvenes que no descuidaban sus deberes pastoriles, pero su auténtico placer era recorrer los bosques en expediciones de caza. Como su fuerza y valor fueronse así desarrollando, solían no sólo acechar a los feroces animales de presa, sino que incluso atacaban a los bandidos cuando cargaban con el botín. Distribuían lo que llevaron entre los pastores con quienes, rodeados de un grupo cada vez mayor de jóvenes, se asociaron tanto en sus empresas serias como en sus deportes y pasatiempos.
[1,5] Se dice que la fiesta de la Lupercalia, que se sigue observando, ya se celebraba en aquellos días en la colina del Palatino. Este cerro se llamó originalmente Pallantium de una ciudad del mismo nombre, en Arcadia; el nombre fue cambiado posteriormente a Palatium. Evandro, un arcadio, había poseído aquel territorio muchos años antes, y había introducido un festival anual de Arcadia en el que los jóvenes corrían desnudos por deporte y desenfreno, en honor de a Pan Liceo, a quien los romanos más tarde llamaron Inuus. La existencia de este festival fue ampliamente reconocida, y fue mientras los dos hermanos se participaban en él cuando los bandidos, enfurecidos por la pérdida de su botín, los emboscaron. Rómulo se defendió con éxito, pero Remo fue hecho prisionero y llevado ante Amulio, sus captores lo acusaron descaradamente de sus propios crímenes. La acusación principal contra ellos fue la de invadir las tierras de Numitor con un cuerpo de jóvenes que habían reunido, y llevarlos a saquear como en la guerra regular. Remo, en consecuencia, fue entregado a Numitor para que lo castigara. Fáustulo había sospechado desde el principio que los que había criado eran de descendencia real, porque era consciente de que los niños habían sido expuestos por orden del rey y el tiempo en que los había tomado correspondía exactamente con el de su exposición. Había, sin embargo, rechazado divulgar el asunto antes de tiempo, hasta que se produjera una oportunidad adecuada o la necesidad exigiera su divulgación.
La necesidad se produjo antes. Alarmado por la seguridad de Remo, reveló el estado del caso a Rómulo. Sucedió además que Numitor, que tenía a Remo bajo su custodia, al enterarse de que él y su hermano eran gemelos y al comparar su edad y el carácter y porte tan diferentes a los de una condición servil, comenzó a recordar la memoria de sus nietos, y otras investigaciones lo llevaron a la misma conclusión que Fáustulo, nada más faltaba para el reconocimiento de Remo. Así el rey Amulio estaba acechado por todos los lados de propósitos hostiles. Rómulo rechazó un ataque directo con su cuerpo de pastores, porque no era rival para el rey en lucha abierta. Les instruyó para acercarse al palacio por diferentes vías y encontrarse allí en un momento dado, mientras que desde la casa de Numitor Remo les ayudaba con una segunda banda que había reunido. El ataque tuvo éxito y el rey fue asesinado.
[1,6] En el comienzo de la contienda, Numitor gritó que un enemigo había entrado en la ciudad y estaba atacando el palacio, para distraer a la soldadesca Albana a la ciudadela, para defenderles [a los atacantes.- N. del T.]. Cuando vio a los jóvenes que venían a felicitarle después del asesinato, convocó un consejo de su pueblo y explicó la infame conducta de su hermano hacia él, la historia de sus nietos, sus padres y su crianza y cómo él los reconoció. Luego procedió a informarles de la muerte del tirano y su responsabilidad en ella. Los jóvenes marcharon en formación por mitad de la asamblea y saludaron a su abuelo como rey; su acción fue aprobada por toda la población, que con una sola voz ratificaron el título y la soberanía del rey. Después de que el gobierno de Alba fuera así transferido a Numitor, Rómulo y Remo fueron poseídos del deseo de construir una ciudad en el lugar donde habían sido abandonados. A la población sobrante de los Albanos y los pueblos latinos se unieron los pastores: Fue natural esperar que con todos ellos, Alba y Lavinio serían más pequeñas en comparación con la ciudad que se iba a fundar. Estas buenas expectativas fueron deshechas por anticipaciones agradables fueron perturbados por la maldición ancestral (la ambición) que condujo a una lamentable disputa sobre lo que al principio era un asunto trivial. Como eran gemelos y ninguno podía pretender tener prioridad basada en la edad, decidieron consultar a las deidades tutelares del lugar para que por medio de un augurio decidieran quién daría su nombre a la nueva ciudad y quién habría de regirla después de haber sido fundada. Rómulo, en consecuencia, seleccionó el Palatino como su lugar de observación, Remo el Aventino.
753 a.C.
[1,7] Se dijo que Remo había sido el primero en recibir un presagio: seis buitres se le aparecieron. Justo tras producirse el augurio, a Rómulo se le apareció el doble. Cada uno fue saludado como rey por su propio partido. Los unos basaron su aclamación en la prioridad de la aparición, los otros en el número de aves. Luego se siguió un violento altercado; el calor de la pasión condujo al derramamiento de sangre y, en el tumulto, Remo fue asesinado. La creencia más común es que Remo saltó con desprecio sobre las recién levantadas murallas y fue de inmediato asesinado por un Rómulo enfurecido, que exclamó: «Así será de ahora en adelante con cada uno que salte por encima de mis muros.» Rómulo se convirtió así en gobernante único, y la ciudad fue nombrada tras él, su fundador. Su primer trabajo fue fortificar la colina Palatina, donde se había criado. El culto de las otras deidades se llevó a cabo de acuerdo con el uso de Alba, pero el de Hércules lo fue de conformidad con los ritos griegos, tal y como habían sido instituidos por Evandro. Fue en este barrio, según la tradición, donde Hércules, después de haber matado a Gerión, llevó a sus bueyes, que eran de una belleza maravillosa. Nadó a través del Tíber, llevando los bueyes delante de él y, cansado del camino, se acostó en un lugar cubierto de hierba, cerca del río, para descansar él y los bueyes, que disfrutaban de los ricos pastos. Cuando el sueño se había apoderado de él, al ser pesado por la comida y el vino, un pastor que vivía cerca, llamado Caco, abusando de su fuerza y cautivado por la belleza de los bueyes, decidió hacerse con ellos. Si se los llevaba delante de él dentro de la cueva, sus cascos habrían conducido a su propietario en su búsqueda en la misma dirección, de modo que arrastró a la mejor de ellas hacia atrás, por la cola, hacia su cueva. Con las primeras luces del alba, Hércules despertó y al inspeccionar su rebaño vio que algunos habían desaparecido. Él se dirigió hacia la cueva más cercana, para ver si alguna pista apuntaba en esa dirección, pero se encontró con que todos los cascos venían de la cueva y ninguno hacia ella. Perplejo y atónito, comenzó a conducir el rebaño lejos de barrio tan peligroso. Algunos de los animales, echando de menos a los que quedaron atrás, mugieron como solían y un mugido en respuesta sonó desde la cueva. Hércules se volvió en esa dirección, y como Caco trató de impedirle por la fuerza la entrada en la cueva, fue muerto por un golpe del garrote de Hércules, después de pedir en vano ayuda a sus compañeros
El rey del país en ese momento era Evandro, un refugiado del Peloponeso, que gobernó más por ascendiente personal que por el ejercicio del poder. Se le respetaba por su conocimiento de las letras (una cosa nueva y maravillosa para los hombres incivilizados) pero fue aún más reverenciado a causa de su madre Carmenta, de quien se creía que era un ser divino y a quien se consideraba, con asombro de todos, intérprete del destino, en los días anteriores a la llegada de la Sibila a Italia. Este Evandro, alarmado por una multitud de excitados pastores que rodeaban a un extranjero, a quien acusaban de asesinato, averiguó por ellos la naturaleza del hecho y qué le llevó a cometerlo. Como observara que el porte y la estatura del hombre eran más que humanas en grandeza y augusta dignidad, le preguntó quién era. ¡Cuando oyó su nombre y supo quién era su padre y cuál su país, dijo, «Hércules, hijo de Júpiter, salve! Mi madre, que dice la verdad en nombre de los dioses, ha profetizado que has de unirte a la compañía de los dioses, y que aquí te será dedicado un santuario, que en los siglos venideros la más poderosa nación del mundo la llamará su Ara Maxima y la honrará con un culto de brillo especial. «Hércules tomó la mano derecha de Evandro y dijo que él cumpliría el presagio por sí mismo y completaría la profecía construyendo y consagrando el altar. Entonces, se tomó del rebaño una vaca de evidente belleza, y se ofreció el primer sacrificio. Los Potitios y Pinarios, las dos principales familias de aquellos lugares, fueron invitados por Hércules a ayudar en el sacrificio y en la fiesta que siguió. Sucedió que los Potitios llegaron en el momento señalado y se colocaron ante ellos las entrañas, Los Pinarios llegaron después que fueran consumidos y se quedaron para el resto del banquete. Se convirtió en una costumbre permanente, desde ese momento, que mientras la familia de los Pinarios perviviera no comerían de las entrañas de las víctimas. Los Potitios, tras ser instruidos por Evandro, presidieron el rito durante muchos siglos, hasta que se entregó esta ocupación sacerdotal a funcionarios públicos; tras lo cual toda la raza de los Potitios se extinguió. Este, de todos los ritos extranjeros, fue el único que Rómulo adoptó, como si sintiera que la inmortalidad ganada a través del coraje, que aquel celebraba, sería un día su propia recompensa.
[1,8] Después que se hubieran cumplido las los deberes de la religión, Rómulo llamó a su gente a un concilio. Como nada podía unirlos en un solo cuerpo político, sino la observancia de las leyes y costumbres comunes, les dio un cuerpo de leyes, que pensaba que sólo serían respetadas por una raza de hombres incivilizados y rudos si les inspiraba temor al asumir los símbolos externos del poder. Se rodeó de los mayores signos de mando, y, en particular, llamó a su servicio doce lictores. Algunos piensan que fijó este número por la cantidad de aves que predijeron su soberanía, pero me inclino a estar de acuerdo con aquellos que piensan que como esta clase de funcionarios públicos fue tomada del mismo pueblo del que se adoptó la «silla curis» y la «toga pretexta» (sus vecinos, los etruscos) por lo que el número en sí también se tomó de ellos. Su uso entre los etruscos se remonta a la costumbre de las doce ciudades soberanas de Etruria, cuando conjuntamente elegían un rey, y le proporcionaban cada una un lictor. Mientras tanto, la ciudad fue creciendo y extendiendo sus murallas en varias direcciones; un aumento debido más a la previsión de su futuro crecimiento que a su población actual. Su siguiente medida fue para asegurar que un aumento de población al tamaño de la ciudad no resultase en fuente de debilidad. Había sido una antigua política de los fundadores de ciudades el reunir multitud de personas de origen oscuro y baja extracción y luego extender la ficción de que ellos eran originarios del terreno. De acuerdo con esta política, Rómulo abrió un lugar de refugio en el lugar donde, según se desciende desde el Capitolio, hay un espacio encerrado entre dos arboledas. Una multitud indiscriminada de hombres libres y esclavos, ansiosos de cambio, huyeron de los estados vecinos. Este fue el primer incremento de fortaleza a la naciente grandeza de la ciudad. Cuando estuvo satisfecho de su fortaleza, su siguiente paso fue para que tal fortaleza fuera dirigida sabiamente. Creó cien senadores, fuese porque ese número era el adecuado o porque sólo había un centenar de jefes [de gens]. En cualquier caso, se les llamó «Patres» en virtud de su rango, y sus descendientes fueron llamados «patricios».
[1,9] El Estado romano se había vuelto tan fuerte que era un buen partido para cualquiera de sus vecinos en la guerra, pero su grandeza amenazaba con durar sólo una generación, ya que por la ausencia de mujeres no había ninguna esperanza de descendencia, y no tenían derecho a matrimonios con sus vecinos. Siguiendo el consejo del Senado, Rómulo envió mensajeros entre las naciones vecinas para buscar una alianza y el derecho al matrimonio mixto en nombre de su nueva comunidad. Ciudades que, como las otras, surgieron de los más humildes comienzos y que, ayudadas por su propio valor y del favor del cielo, ganaron por sí mismos gran poder y gran renombre. En cuanto al origen de Roma, es bien sabido que, si bien había recibido la ayuda divina, el coraje y la confianza en sí misma no faltaron. No debió, por tanto, existir rechazo de los hombres a mezclar su sangre con sus semejantes. En ninguna parte recibieron los enviados una recepción favorable. Aunque sus propuestas fueron rechazadas, hubo al mismo tiempo una sensación general de alarma por el poder que tan rápidamente crecía entre ellos. Por lo general, se les despedía con la cuestión: «Si hubierais abierto un asilo para las mujeres, ahora no tendríais que buscar matrimonios en igualdad de condiciones». La juventud romana mal podía soportar tales insultos, y la única solución empezó parecer el recurso a la fuerza. Para asegurar un lugar y momento propicios para tal intento, Rómulo, disimulando su resentimiento, hizo preparativos para la celebración de unos juegos en honor de «Neptuno Ecuestre», a los que llamó «los Consualia». Ordenó que se diera anuncio de la celebración entre las ciudades vecinas, y su pueblo lo apoyó para hacer la celebración tan espléndida como les permitiesen sus conocimientos y recursos, de modo que se produjo gran expectación. Se reunió una gran multitud; la gente estaba ansiosa por ver la nueva ciudad, todos sus vecinos más cercanos (los pueblos de Caenina, Antemnae y Crustumerium) estaban allí, y vino toda la población Sabina, con sus esposas y familias. Se les invitó a aceptar la hospitalidad en distintas casas, y tras examinar la situación de la ciudad, sus murallas y el gran número de casas de que incluía, se asombraron por la rapidez con que había crecido el Estado romano.
Cuando llegó la hora de celebrar los juegos, y sus ojos y mentes estaban fijos en el espectáculo ante ellos, se dio la señal convenida y los jóvenes romanos corrieron desde todas las direcciones para llevarse a las doncellas que estaban presentes. La mayor parte fue llevada de manera indiscriminada; pero algunas, especialmente hermosas, que habían sido elegidas para los patricios principales, fueron llevadas a sus casas por plebeyos a quienes se les encomendó dicha tarea. Una, notable entre todas por su gracia y su belleza, se dice que fue raptada por un grupo mandado por un Talassio determinados, y a las múltiples preguntas de a quién estaba destinada, siempre le contestaban: «Para Talassio.» De aquí el empleo de esta palabra en los ritos del matrimonio. La alarma y la consternación interrumpieron los juegos y los padres de las jóvenes huyeron, aturdidos por el dolor, lanzando amargos reproches a los infractores de las leyes de la hospitalidad y apelando al dios por cuyos solemnes juegos habían acudido, sólo para ser víctimas de pérfida impiedad. Las muchachas secuestradas estaban tan desesperadas como indignadas. Rómulo, sin embargo, se les dirigió en persona, y les señaló que todo era debido al orgullo de sus padres por negar el matrimonio a sus vecinos. Vivirían en honroso matrimonio y compartirían todos sus bienes y derechos civiles, y (lo más querido de todo a la naturaleza humana) serían madres de hombres libres. Él les rogó que dejasen a un lado sus sentimientos de resentimiento y dieran su afecto a los que la fortuna había hecho dueños de sus personas. Una ofensa había llevado a menudo a la reconciliación y el amor, encontrarían a sus maridos mucho más afectuosos, porque cada uno haría todo lo posible, por lo que a él tocaba, para compensarlas por la pérdida de padres y país. Estos argumentos fueron reforzados por la ternura de sus maridos, quienes excusaron su conducta invocando la fuerza irresistible de su pasión (una declaración más efectiva que las demás, al apelar a la naturaleza femenina).
[1.10] Los sentimientos de las muchachas secuestradas quedaron así totalmente serenados, pero no así los de sus padres. Vistieron de luto, e intentaron con sus denuncias llenas de lágrimas llevar a sus compatriotas a la acción. Tampoco limitaron sus protestas a sus propias ciudades, sino que acudían de todas partes a Tito Tacio, el rey de los sabinos, y le enviaron delegados, pues era el nombre más influyente en esas regiones. Los pueblos de Caenina, Crustumerium y Antemnae fueron los que más sufrieron; pensaban que Tacio y sus Sabinos actuaban muy lentamente, por lo que estas tres ciudades se prepararon para hacer la guerra conjuntamente. Tales, sin embargo, fueron la impaciencia y la ira de los Caeninensianos que hasta les parecía que ni los Crustuminianos ni los Antemnatios mostraban la suficiente energía, por lo que los hombres de Caenina realizaron un ataque sobre territorio romano por su propia cuenta. Mientras estaban diseminados por todas partes, saqueando y destruyendo, Rómulo vino sobre ellos con un ejército y después de un breve encuentro les enseñó que la ira es inútil sin la fuerza. Les puso en precipitada fuga, y persiguiéndoles, mató a su rey y despojó su cuerpo; Luego, tras matar a su jefe, tomó la ciudad en el primer asalto. Él no estaba menos ansioso por mostrar sus victorias que por sus magníficos hechos, así que, tras llevar a casa el ejército victorioso, subió al Capitolio con los despojos de su enemigo muerto llevados delante de él en un armazón construido a tal efecto. Los tendió allí sobre un roble, que los pastores consideraban como un árbol sagrado, y al mismo tiempo marcó el lugar para el templo de Júpiter, y dirigiéndose al dios por un nuevo título, pronunció la siguiente invocación: «¡Júpiter Feretrio! estas armas tomadas de un rey, yo, Rómulo rey y conquistador, te traigo, y en este dominio, cuyos límites he trazado por mi voluntad propósito, dedico un templo para recibir el ‘spolia opima’ [mejor despojo.- N. del T.] que la posteridad, siguiendo mi ejemplo, traerá aquí, tomado de los reyes y los generales de nuestros enemigos muertos en batalla». Tal fue el origen del primer templo dedicado en Roma. Y los dioses decretaron que aunque su fundador no pronunció vanas palabras al declarar que la posteridad llevaría allí sus botines, el esplendor de tal ofrenda no debiera ser atenuada por aquellos que rivalizaban con sus logros. Porque después de haber transcurrido tantos años y haberse librado tantas guerras, sólo dos veces ha sido ofrendada la «spolia opima». Pues rara vez ha concedido la Fortuna tal gloria a los hombres.
[1.11] Mientras que los romanos estaban así ocupados, el ejército de la Antemnates aprovechó que su territorio no había sido ocupado y lanzó un ataque contra la frontera romana. Rómulo condujo a toda prisa su legión contra este nuevo enemigo y los sorprendió al estar dispersos por los campos. Al primer impulso y gritos del ejército, el enemigo fue derrotado y su ciudad capturada. Mientras Rómulo estaba exultante por esta doble victoria, su esposa, Hersilia, movida por los ruegos de las doncellas secuestradas, le imploró que perdonase a sus padres y les concediese la ciudadanía, porque así se lograría la concordia. Él rápidamente accedió a su petición. Avanzó luego contra los Crustuminianos, que habían dado comienzo a la guerra, pero su ímpetun había quedado disminuido por las sucesivas derrotas de sus vecinos, y no ofrecieron sino una ligera resistencia. Se fundaron colonias en ambos lugares; debido a la fertilidad de los suelos de la región Crustumina, la mayoría se ofreció para ocupar esa colonia. Por otra parte, hubo numerosas migraciones a Roma, en su mayoría de los padres y familiares de las doncellas secuestradas. La última de esas guerras fue iniciada por los sabinos y demostró ser la más grave de todas, porque nada se hizo con pasión o impaciencia; ocultaron sus planes hasta que la guerra empezó efectivamente. A sus designios añadieron el engaño, como muestra el siguiente incidente. Espurio Tarpeio estaba al mando de la ciudadela romana. Mientras su hija había salido de las fortificaciones a buscar agua para algunas ceremonias religiosas, Tacio la sobornó para que introdujera sus tropas dentro de la ciudadela. Una vez dentro, la mataron aplastándola bajo sus escudos, o para que la ciudadela paraciera haber sido tomada por asalto, o para que su ejemplo quedase como advertencia de que ninguna confianza debe guardarse con los traidores. Una historia más antigua dice que los Sabinos tenían costumbre de llevar pesados brazaletes de oro en sus brazos izquierdos, así como anillos con piedras preciosas, y que la muchacha les hizo prometer que le darían «lo que llevaban en sus brazos izquierdos»; por lo tanto, ellos le arrojaron los escudos que portaban en lugar de sus dorados adornos. Algunos dicen que en la negociación de lo que llevaban en su mano izquierda, ella pidió expresamente sus escudos, y ante la sospecha de ser traicionarlos, la hicieron víctima de sus propias palabras.
[1.12] Como quiera que fuese, los Sabinos se apoderaron de la ciudadela. Y no bajaron de ella al día siguiente, aunque el ejército romano estaba desplegado en orden de batalla sobre todo el terreno entre el Palatino y el Capitolio, hasta que, exasperados por la pérdida de su ciudadela, y decididos a recuperarla, los romanos pasaron al ataque. Avanzando antes que los demás, Mecio Curcio, del bando de los Sabinos, y Hostio Hostilio, por parte romana, se enfrentaron en combate singular. Hostio, luchando en un terreno desfavorable, sostuvo la fortuna de Roma por su valor intrépido, pero al final cayó; se rompió la línea romana y huyeron a lo que entonces era la puerta del Palatino. Incluso Rómulo fue arrastrado por la multitud de fugitivos, y alzando sus manos al cielo, exclamó: «Júpiter, fue por tu presagio que te obedecí al poner aquí, en el Palatino, los primeros cimientos de la ciudad. Ahora los Sabinos poseen la ciudadela, habiéndola alcanzado mediante el soborno, y de allí se han apoderado del valle y están presionando acá, en batalla. ¡Tú, padre de los dioses y los hombres, lleva de aquí a nuestros enemigos, destierra el terror de los corazones de romanos y haz que desaparezca nuestra vergüenza! Aquí hago voto de un templo dedicado a ti, «Júpiter Stator», como recuerdo para las generaciones venideras de que es por tu ayuda presente que la Ciudad se ha salvado». Luego, como si se hubiera dado cuenta de que su oración había sido escuchada, exclamó, «¡Volved, romanos! Júpiter Óptimo Máximus os ordena resistir y renovar el combate». Se detuvieron como si les mandase una voz divina (Rómulo recorrió la primera línea, así como Mecio Curtio había corrido hacia abajo desde la ciudadela al frente de los Sabinos y empujaron a los romanos en huida sobre la totalidad del suelo que ahora ocupa el Foro. Estaba no muy lejos de la puerta del Palatino y gritaba: «Hemos conquistado a nuestros infieles anfitriones, a nuestros cobardes enemigos; ahora saben que secuestrar doncellas en muy distinta cosa de combatir con hombres.» En medio de tales jactancias, Rómulo, con un grupo compacto de valientes soldados, cargó sobre él. Mecio estaba a caballo, por lo que fue el que más fácilmente retrocedió; los romanos le persiguieron y, inspirados por el coraje de su rey, el resto del ejército romano derrotó a los sabinos. Mecio, incapaz de controlar su caballo, enloquecido por el ruido de sus perseguidores, cayó en un pantano. El peligro de su general distrajo la atención de los Sabinos por un momento de la batalla; gritaron e hicieron señales para alentarle, y así, animado a realizar un nuevo esfuerzo, logró salir con bien. Entonces los romanos y sabinos renovaron los combates en el centro del valle, pero la fortuna de Roma fue superior.
[1.13] Fue entonces cuando las Sabinas, cuyos secuestro había llevado a la guerra, despojándose de todo temor mujeril en su aflicción, se atrevieron en medio de los proyectiles con el pelo revuelto y las ropas desgarradas. Corriendo a través del espacio entre los dos ejércitos, trataron de impedir la lucha y calmar las pasiones excitadas apelando a sus padres en uno de los ejércitos y a sus maridos en el otro, para que no incurriesen en una maldición por manchar sus manos con la sangre de un suegro o de un yerno, ni para legar a la posteridad la mancha del parricidio. «Si», gritaron, «están hastiados de estos lazos de parentesco, de estas uniones matrimoniales, vuelquen su ira sobre nosotras; somos nosotras la causa de la guerra, somos nosotras las que han herido y matado a nuestros maridos y padres. Mejor será para nosotras morir antes que vivir sin el uno o el otro, como viudas o huérfanas». Ambos ejércitos y sus líderes fueron igualmente conmovidos por esta súplica. Hubo un repentino silencio y apaciguamiento. Entonces los generales avanzaron para disponer los términos de un tratado. No sólo resultó que se hizo la paz; ambas naciones se unieron en un único Estado, el poder efectivo se compartió entre ellos y la sede del gobierno de ambas naciones fue Roma. Después duplicar así la Ciudad, se hizo concesión a los Sabinos de la nueva denominación de Quirites, por su antigua capital de Curas [esta etimología es errónea; el término quirites proviene de quiris, lanza, y hace así referencia a la condición que como soldado tiene el ciudadano. Se solía emplear al dirigirse a los romanos en la Ciudad; fuera de ella empleaban el término de romanos.- N. del T.]. En conmemoración de la batalla, el lugar donde Curtio consiguió sacar su caballo de la profunda ciénaga a terreno más seguro se llamó el lago Curtio. La paz gozosa, que puso un final repentino a tan deplorable guerra, hizo a las Sabinas aún más caras a sus maridos y padres, y sobre todo a al propio Rómulo. En consecuencia, cuando se efectuó la distribución de la población en las treinta curias, le pusieron su nombre a las curias. Sin duda hubo muchas más de treinta mujeres, y la tradición no dice nada sobre si las personas cuyos nombres fueron dados a las curias se eligieron en razón de la edad o por la distinción personal (fuera propia o de sus maridos) o simplemente por sorteo. El alistamiento de las tres centurias de caballeros tuvo lugar al mismo tiempo; Los Ramnenses fueron llamados así por Rómulo y los Titienses lo fueron por Tito Tacio. El nombre de los Luceres es de origen incierto. A partir de entonces los dos reyes ejercieron su soberanía conjunta en perfecta armonía.
[1.14] Algunos años más tarde los parientes del rey Tacio maltrataron a los embajadores de los Laurentinos. Vinieron a pedir reparación por ello, de conformidad con el derecho internacional, pero la influencia y poder de sus amigos pesaron más sobre Tacio que las peticiones de los laurentinos. La consecuencia fue que atrajo sobre sí el castigo que le correspondía a ellos, pues cuando fue al sacrificio anual en Lavinio, hubo un tumulto en el que fue asesinado. Se dice que Rómulo se afligió menos por este incidente de lo que exigía su posición; fuera por la infidelidad inherente a la soberanía compartida o porque pensara que había merecido su suerte. Él se negó, por lo tanto, a ir a la guerra, y pues, ya que el daño hecho a los embajadores pudiera considerarse expiado por el asesinato del rey, el tratado entre Roma y Lavinio se renovó. Si bien en este frente se garantizó una paz inesperada, la guerra estalló en un lugar mucho más cercano, de hecho, casi a las puertas de Roma. El pueblo de Fidenas consideró que el poder [de Roma.- N. del T.] estaba creciendo demasiado cerca de ellos, de modo que, tanto para acabar con su fuerza presente como con la futura, tomó la iniciativa de hacerle la guerra. Jóvenes armados invadieron y devastaron la región que se extiende entre la Ciudad y Fidenas. Desde allí se dirigieron a la izquierda (pues el Tíber impedia su avance a la derecha), saqueando y destruyendo, con gran alarma de las gentes del campo. El primer indicio de lo que estaba sucediendo fue un tumulto repentino que llegó desde el campo. Una guerra tan cerca de sus puertas no admitía demora, y Rómulo condujo a toda prisa su ejército y acamparon a cerca de una milla de Fidenas [1480 metros.- N. del T.]. Dejando a un pequeño destacamento de guardia en el campamento, siguió adelante con todas sus fuerzas; y mientras que a una parte se le ordenó que se emboscara en un lugar cubierto de densos matorrales, él avanzó con la mayor parte [de la infantería.- N. del T.] y toda la caballería hacia la ciudad , y cabalgando de modo provocativo y desordenado hasta las mismas puertas, consiguió atraer al enemigo. La caballería siguió esta táctica simulando que huían y, para que pareciese menos sospechoso, a su aparente vacilación entre luchar o huir se sumó la retirada de la infantería; el enemigo salió repentinamente de las puertas atestadas de gente, rompieron la línea romana y la presionaron ansiosamente hasta que fueron conducidos donde estaba dispuesta la emboscada. Entonces los romanos se levantaron repentinamente y atacaron al enemigo de flanco; su pánico [de los fidentinos.- N. del T.] fue aumentado por las tropas del campamento, que cayeron sobre ellos. Aterrorizados por los ataques que les amenazaban por todos lados, los fidentinos dieron la vuelta y huyeron apenas antes de que Rómulo y sus hombres volvieran de su huida simulada. Regresaron a su ciudad mucho más rápidamente de lo que poco antes habían salido a perseguir a quienes fingían huir, aunque su huida era ahora genuina. No obstante, no pudieron librarse de la persecución; tenían a los romanos pisándoles los talones y, antes de que las puertas pudieran estar cerradas, irrumpió el enemigo mezclado con ellos.
[1.15] El contagio del espíritu de la guerra en Fidenas infectó a los Veyentinos. Este pueblo estaba unido por lazos de sangre con los Fidentinos, que también eran etruscos, y un incentivo adicional venía dado porque, dada la mera cercanía del lugar, Roma volvería sus armas contra todos sus vecinos. Hicieron una incursión en territorio romano, no tanto como por el botín sino como un acto de guerra regular. Después de obtener su botín regresaron con él a Veyes, sin fortificar su posición ni esperar al enemigo. Los romanos, por otra parte, al no encontrar al enemigo en su propio territorio, cruzaron el Tíber, preparados y decididos a librar una batalla decisiva. Al enterarse de que se habían fortificado y se preparaban para avanzar sobre su ciudad, los veyentinos salieron contra ellos, prefiriendo un combate en campo abierto a ser sitiados y tener que luchar desde las casas y las murallas. Rómulo obtuvo la victoria, no a través de artimañas, sino por la capacidad de su veterano ejército. Rechazó al enemigo a sus murallas, pero en vista de la fuerte posición y las fortificaciones de la ciudad, se abstuvo de asaltarla. En su marcha hacia su país devastó sus campos, más por venganza que por el beneficio del pillaje. La pérdida así sufrida, tanto como la derrota anterior, rompió el espíritu de los veyentinos y enviaron mensajeros a Roma para pedir la paz. Con la condición de una cesión de territorio, se les concedió una tregua durante cien años. Estos fueron los principales acontecimientos en el país y en la región que marcaron el reinado de Rómulo. De principio a fin (si tenemos en cuenta el valor que demostró en la recuperación de su trono ancestral, o la sabiduría exhibió al fundar la Ciudad e incrementar su fortaleza, por igual, mediante la guerra y la paz), no hallamos nada incompatible con la creencia en su origen divino y su acceso a la divina inmortalidad divina tras morir. Fue, de hecho, por la fortaleza que le proporcionó, que la ciudad fue lo bastante fuerte como para disfrutar de una paz segura durante cuarenta años después de su partida. Fue, sin embargo, más aceptado por el pueblo que por los patricios; pero, sobre todo, era el ídolo de sus soldados. Mantuvo un cuerpo de guardaespaldas de trescientos hombres en torno a él, tanto en la paz como en la guerra. Les llamó los «Celeres.»
717 a.C.
[1.16] Su elevación a la inmortalidad se produjo cuando Rómulo pasaba revista a su ejército en el «Caprae Palus» [poste de la cabra.- N. del T.] en el Campo de Marte. Una violenta tormenta se levantó de pronto y envolvió al rey en una nube tan densa que le hizo casi invisible a la Asamblea. Desde ese momento ya no se volvió a ver a Rómulo sobre la Tierra. Cuando los temores de los jóvenes romanos se vieron aliviados por el regreso de un sol brillante y de la calma tras un tiempo tan temible, vieron que el asiento real estaba vacío. Creyendo plenamente la afirmación de los senadores, que habían estado situados cerca de él, de que había sido arrebatado al cielo en un torbellino, todavía quedaron, por el miedo y el dolor, algún tiempo sin habla como hombres repentinamente desconsolados. Por fin, después que algunos tomasen la iniciativa, todos los presentes aclamaron a Rómulo como «un dios, el hijo de un dios, el rey y Padre de la Ciudad de Roma». Suplicaron por su gracia y favor, y rezaron para que fuera propicio a sus hijos y les guardase y protegiese. Creo, sin embargo, que aun entonces hubo algunos que secretamente dieron a entender que había sido descuartizado por los senadores (una tradición en este sentido, aunque ciertamente muy tenue, ha llegado a nosotros). La otra, que yo sigo, ha prevalecido debido, sin duda, a la admiración sentida por los hombres y la aprensión causada por su desaparición. Esta creencia generalmente aceptada fue reforzada por la disposición inteligente de un hombre. La tradición cuenta que Próculo Julio, un hombre cuya autoridad tenía peso en los asuntos de la mayor importante, viendo cuán profundamente sentía la plebe la pérdida del rey y lo indignados que estaban contra los senadores, se adelantó en la asamblea y dijo: «¡Quirites! al rayar el alba, hoy, el Padre de esta Ciudad de repente bajó del cielo y se me apareció. Mientras que, emocionado de asombro, quedé absorto ante él en la más profunda reverencia, rogando ser perdonado por mirarle, me dijo: «Ve y di a los romanos que es la voluntad del cielo que mi Roma debe ser la cabeza de todo el mundo». Que en adelante cultiven las artes de la guerra, y hazles saber con seguridad, y que transmitan este conocimiento a la posteridad, que ningún humano podrá resistir las armas romanas». Es prodigioso el crédito que se dio a la historia de este hombre [de Próculo Julio.- N. del T.], y cómo el dolor del pueblo y del ejército se calmó con el convencimiento que él creó sobre la inmortalidad de Rómulo.
[1.17] Surgieron disputas entre los senadores sobre el trono vacante. No era la envidia de los ciudadanos concretos, pues ninguno era lo suficientemente importante en un Estado tan joven, sino las rivalidades de las facciones en el Estado, las que llevaron a este conflicto. Las familias Sabinas temían perder su participación equitativa en el poder soberano, porque después de la muerte de Tacio no habían tenido representante en el trono; anhelaban, por lo tanto, que el rey se eligiese de entre ellas. Los antiguos romanos mal podían tolerar un rey extranjero; pero en medio de esta diversidad de puntos de vista políticos, todos deseaban la monarquía, pues aún no habían probado las mieles de la libertad. Los senadores empezaron a temer algún acto de agresión por parte de los Estados vecinos, ahora que la ciudad carecía de una autoridad central y el ejército de un general. Decidieron que debía haber algún jefe de Estado, pero nadie se decidía a reconocer tal dignidad a cualquier otra persona. El asunto fue resuelto por los cien senadores dividiéndose en diez decurias, y se eligió a uno de cada decuria para ejercer el poder supremo. Diez, por lo tanto, ejercían el cargo, pero sólo uno a la vez tenía la insignia de la autoridad y los lictores. Su autoridad individual se limitó a cinco días y la ejercieron por rotación. Este lapso en la monarquía duró un año, y fue llamado por el nombre que aún hoy tiene: el de «interregno». Después de un tiempo la plebe empezó a murmurar que se multiplicaba su esclavitud, porque había un centenar de amos en lugar de uno sólo. Era evidente que insistirían en que fuese elegido un rey y que lo fuera por ellos. Cuando los senadores se dieron cuenta de esta determinación cada vez mayor, pensaron que sería mejor ofrecer de forma espontánea lo que estaban obligados a aceptar, por lo que, como un acto de gracia, entregaron el poder supremo en manos de la gente, pero de tal manera que no perdieran ningún privilegio de los que tenían. Para ello aprobaron un decreto por el cual, cuando el pueblo hubiera elegido un rey, su elección sólo sería válida después que el Senado la ratificara con su autoridad. El mismo procedimiento existe hoy en la aprobación de leyes y la elección de los magistrados, pero el poder de rechazo ha sido retirado; el Senado da su ratificación antes que el pueblo proceda a la votación, mientras que el resultado de la elección es todavía incierto. En ese momento el «interrex» convocaba a la asamblea y se le dirigía de la siguiente manera: «¡Quirites, elegid vuestro rey, y que el cielo bendiga vuestros afanes! Si elegís uno considerado digno de suceder a Rómulo, el Senado ratificará vuestra elección». Tan satisfecho quedó el pueblo ante tal propuesta que, para no parecer menos generosos, aprobaron una resolución para que fuera el Senado quien decretara quien debía reinar en Roma.
[1.18] Vivía, en esos días, en Cures, una ciudad sabina, un hombre de renombrada justicia y piedad: Numa Pompilio. Estaba tan versado como cualquier otro en esa época pudiera estarlo en todas las leyes divinas y humanas. Según la tradición, su maestro fue Pitágoras de Samos. Pero esto es erróneo, pues es generalmente aceptado que fue más de un siglo después, en el reinado de Servio Tulio, cuando Pitágoras reunió a su alrededor una multitud de estudiantes ansiosos, en la parte más distante de Italia, en la región de Metaponto, Heraclea, y Crotona. Ahora bien, incluso si hubiera sido contemporáneo de Numa, ¿cómo podría haber llegado a su reputación a los Sabinos? ¿De qué lugares, y en qué lengua común podría haber inducido a nadie a convertirse en su discípulo? ¿Quién podría haber garantizado la seguridad de un individuo solitario viajando a través de tantos países diferentes en el habla y el carácter? Yo creo más bien que las virtudes de Numa fueron el resultado de su carácter y autoformación, moldeados no tanto por las influencias extranjeras como por el rigor y disciplina austera de los antiguos sabinos, que eran los más puros de los que existían en la antigüedad. Cuando se mencionaba el nombre de Numa, aunque los senadores romanos vieron que el equilibrio de poder estaría en el lado de los sabinos si el rey era elegido de entre ellos, nadie se atrevía a proponer un candidato propio, o a cualquier senador o ciudadano en vez de él. En consecuencia, por unanimidad acordaron que la corona debía ser ofrecida a Numa Pompilio. Fue invitado a Roma y siguiendo el precedente establecido por Rómulo, cuando obtuvo la corona por el augurio que sancionó la fundación de la ciudad, Numa ordenó que en su caso también los dioses debían ser consultados. Fue solemnemente llevado por un augur, que después fue honrado al convertirse en funcionario del Estado de por vida, a la Ciudadela, y se sentó sobre una piedra mirando al sur. El augur se sentó a su izquierda, con la cabeza cubierta, y sosteniendo en su mano derecha un bastón curvo, sin nudos, que se llama «Lituus». Después de examinar la perspectiva de la ciudad y los alrededores, ofreció oraciones y marcó las regiones celestes con una línea imaginaria de este a oeste, la del sur fue llamada «la mano derecha», la del norte como «la mano izquierda». A continuación se concentró sobre un objeto, el más lejano de los que podía ver, como una marca de referencia, y pasando el lituus a su mano izquierda, colocó su mano derecha sobre la cabeza de Numa y ofreció esta oración: «Padre Júpiter, si es voluntad del cielo que este Numa Pompilio, cuya cabeza agarro, deba ser rey de Roma, signifícanoslo por signos seguros dentro de esos límites que he trazado «. Luego recitó del modo habitual el augurio que deseaba que le fuera enviado. Fueron enviados [los augurios.- N. del T.], y quedando revelado por ellos que Numa sería rey, bajaron del «santuario».
[1.19] Habiendo en esta forma obtenido la corona, Numa se dispuso a fundar, por decirlo así, de nuevo, por las leyes y las costumbres, la Ciudad que tan recientemente había sido fundada por la fuerza de las armas. Vio que esto sería imposible mientras estuviesen en guerra, pues la guerra embrutece a los hombres. Pensando que la ferocidad de sus súbditos podría ser mitigada por el desuso de las armas, construyó el templo de Jano, al pie del Aventino, como índice de la paz y la guerra, significando cuando estaba abierto que el Estado estaba bajo los brazos y las en que fue cerrada que todas las naciones circundantes estaban en paz. Dos veces desde su reinado ha sido cerrada, una vez después de la primera guerra púnica en el consulado de T. Manlio, la segunda vez, que el cielo ha permitido que nuestra generación sea de ella testigo, fue después de la batalla de Accio, cuando se obtuvo la paz en la tierra y el mar por el emperador César Augusto. Después de la firma de los tratados de alianza con todos sus vecinos y el cierre del templo de Jano, Numa dirigió su atención a los asuntos domésticos. La ausencia de todo peligro exterior podría inducir a sus súbditos a regodearse en la pereza, ya que dejaría de reprimirse por el temor de un enemigo o por la disciplina militar. Para evitar esto, se esforzó por inculcar en sus mentes el temor de los dioses, considerando ésta como la influencia más poderosa que podría actuar sobre un incivilizado y, en aquellos tiempos, bárbaro pueblo. Pero, ya que esto no produciría una profunda impresión sin cierta pretensión de sabiduría sobrenatural, fingió que había tenido conversaciones nocturnas con la ninfa Egeria: Y que fue por su consejo que estaba estableciendo el ritual más aceptables a los dioses y nombrando para cada deidad sus propios sacerdotes específicos. En primer lugar, dividió el año en doce meses, correspondientes a las revoluciones de la Luna. Pero como la Luna no completa treinta días de cada mes, y así hay menos días en el año lunar que en los medidos por el curso del sol, interpoló meses intercalares y los dispuso de modo que cada vigésimo año los días deberían coincidir con la misma posición del sol al empezar, quedando así completos los veinte años. También estableció una distinción entre los días en que se podrían efectuar los negocios jurídicos y aquellos en los que no se podía, porque a veces sería aconsejable que el pueblo no efectuase transacciones.
[1.20] A continuación, volvió su atención a la designación de los sacerdotes. Él mismo, sin embargo, llevó a cabo muchos servicios religiosos, especialmente los que pertenecen al flamen de Júpiter. Pero él pensó que en un estado tan belicoso habría más reyes del tipo de Rómulo que del de Numa, y que se encargaría del asunto en persona. Para protegerse, por lo tanto, de que los ritos sacrificiales que el rey realizaba fuesen interrumpidos, designó a un Flamen como sacerdote perpetuo de Júpiter, y ordenó que debía llevar un vestido distintivo y sentarse en la silla curul real. Nombró a dos flamines adicionales, una para Marte, y el otro para Quirino, y además escogió a vírgenes como sacerdotisas de Vesta. Este orden de sacerdotisas existió originalmente en Alba y estaba relacionado con el linaje de su fundador. Se les asignó un sueldo público para que pudieran dedicar todo su tiempo al templo, e hizo sus personas sagradas e inviolables, mediante un voto de castidad y otras sanciones religiosas. Del mismo modo eligió a doce «Salii» para Marte Gradivus, y se les asignó el vestido distintivo de una túnica bordada y sobre ella una coraza de bronce. Se les instruyó para marchar en procesión solemne por la ciudad, llevando los doce escudos llamado «Ancilia», y cantar himnos mientras bailaban una danza solemne en tiempo triple. El siguiente puesto a cubrir fue el de Pontifex Maximus (Pontífice Máximo). Numa nombró al hijo de Marco, uno de los senadores – Numa Marcio – y todos los reglamentos concernientes a la religión, escritos y sellados, se pusieron a su cargo. Aquí se estableció qué víctimas, en qué días y a qué los templos, debían ser ofrecidos los diversos sacrificios, y de qué fuentes se sufragarían los gastos relacionados con ellos. Puso todas las demás funciones sagradas, tanto públicas como privadas, bajo la supervisión del Pontífice (Máximo), con el fin de que pudiera haber una autoridad a la que el pueblo consultara, y así evitar todos los problemas y confusiones derivados de adoptar ritos extranjeros y de evitar el abandono de sus suyos ancestrales. Tampoco se limitó sus funciones a la dirección de la adoración de los dioses celestiales, sino a instruir al pueblo sobre cómo llevar a cabo los funerales y apaciguar a los espíritus de los difuntos, y cómo interpretar los prodigios enviados por un rayo o de cualquier otra manera, y también cómo debían ser atendidos y expiados. Para obtener estas señales de la voluntad divina, dedicó un altar a Júpiter Elicius en el Aventino, y consultó al dios a través de augurios, en cuanto a qué prodigios debían recibir atención.
[1.21] Las deliberaciones y acuerdos relativas a estos asuntos desvió a la gente de los pensamientos belicosos y les proporcionó amplia ocupación. La supervisión atenta de los dioses, que se manifiesta en la guía providencial de los asuntos humanos, había despertado en todos los corazones un tal sentimiento de piedad que el carácter sagrado de las promesas y la santidad de los juramentos fueron una fuerza de control para la comunidad no menos eficaz que el temor inspirado por las leyes y las sanciones. Y a pesar de sus súbditos moldeaban sus caracteres sobre el único ejemplo de su rey, las naciones vecinas, que hasta entonces habían creído que (Roma) era un campamento fortificado, y no una ciudad que fue puesta entre ellos para molestar la paz de todos, fueron ahora inducidos a respetarles tan altamente que pensaban que sería un pecado injuriar a un Estado tan enteramente dedicado al servicio de los dioses. Había un bosque en medio de un arroyo que fluía perenne, brotando de una cueva oscura. Aquí se retiraba frecuentemente Numa, en soledad, como si se fuera a encontrar con la diosa, y consagró el bosque a la Camaenae, porque fue allí donde tuvieron lugar sus encuentros con su esposa Egeria. También instituyó un sacrificio anual a la diosa Fides y ordenó que los flamines debían viajar a su templo en un carro cubierto, y debe realizar el servicio con sus manos cubiertas hasta los dedos, para significar que la fe debe ser protegido y que su asiento es santo, aun cuando esté en las manos derechas de los hombres. Hubo muchos otros sacrificios señalados por él y lugares designados para su ejecución por los pontífices llamados Argei. La mayor de todas sus obras fue la preservación de la paz y la seguridad de su reino a todo lo largo de su reinado. Así, por dos sucesivos reyes se acrecentó la grandeza del Estado, cada uno de una manera diferente: por la guerra, el primero; a través de la paz, el segundo. Rómulo reinó treinta y siete años, Numa cuarenta y tres años. El Estado era fuerte y disciplinado por las lecciones de la guerra y las artes de la paz.
674 a.C.
[1.22] La muerte de Numa fue seguida por un segundo interregno. Luego, fue elegido rey por el pueblo Tulio Hostilio, nieto del Hostilio que había luchado tan brillantemente a los pies de la ciudadela contra los sabinos, y su elección fue confirmada por el Senado. No sólo era diferente al último rey, sino que era un hombre de espíritu más guerrero incluso que Rómulo y su ambición se encendió por su propia energía juvenil y por los gloriosos logros de su abuelo. Convencido de que el vigor del Estado se estaba debilitando por la inacción, buscaba un pretexto para tener una guerra. Sucedió, pues, que los campesinos romanos tenían en esos tiempos el hábito de saquear el territorio Albano y los Albanos de saquear el territorio romano. Cayo Cluilio gobernaba por entonces en Alba. Ambas partes enviaron Legados casi al mismo tiempo a obtener reparación [por los saqueos mutuos. N. del T]. Tulio había dicho a sus embajadores que no perdieran tiempo en llevar a cabo sus instrucciones; estaba plenamente al tanto de que los Albanos negarían la satisfacción y así existiría una causa justa para declarar la guerra. Los Legados de Alba procedieron de una manera más pausada. Tulio les recibió con toda cortesía y los entretuvo con esplendidez. Mientras tanto, los romanos habían presentado sus demandas, y tras la negativa del gobernador Albano, habían declarado que la guerra comenzaría en treinta días. Cuando se informó de esto a Tulio, concedió a los Albanos una audiencia en la que iban a declarar el objeto de su visita. Ignorantes de todo lo que había sucedido, perdían el tiempo en explicar que era con gran reluctancia que debían decir algo que podría desagradar a Tulio, pero estaban obligados por sus instrucciones; que habían venido a demandar el resarcimiento y, que si les fuera negado, se les ordenaba declarar la guerra. «Dile a tu rey», respondió Tulio, «que el rey de Roma pide a los dioses que sean testigos de que cualquier nación que sea la primera en despedir con ignominia a los embajadores que llegaron para buscar reparación, verá todos los sufrimientos de la guerra «.
[1.23] Los Albanos informaron de esto su ciudad. Ambas partes hicieron preparativos extraordinarios para la guerra, que se parecía mucho a una guerra civil entre padres e hijos, porque ambos eran descendientes de Troyanos, pues Lavinium era vástaga de Troya, y Alba de Lavinium, y los romanos habían surgido del linaje de los reyes de Alba. El resultado de la guerra, sin embargo, hizo el conflicto menos deplorable, ya que no hubo ninguna batalla campal, y aunque una de las dos ciudades fue destruida, los dos países se mezclaron en uno solo. Los Albanos fueron los primeros en moverse, e invadieron el territorio romano con un ejército inmenso. Fijaron su campamento a cinco millas [7400 metros.- N. del T.] de la ciudad y lo rodearon con un foso, lo que se llamó durante siglos el «foso Cluiliano»por el nombre del general Albano, hasta que por el transcurso del tiempo el nombre y la cosa en sí desaparecieron. Mientras estaban acampados, Cluilio, el rey de Alba, murió, y los Albanos nombraron dictador a Mecio Fufecio. La muerte del rey hizo a Tulio más optimista que nunca sobre el éxito. Proclamó que la ira del cielo que había caído en primer lugar sobre la cabeza de la nación, lo haría sobre toda la raza de Alba como justo castigo por su impía guerra. Dejando atrás el campamento enemigo mediante una marcha nocturna, avanzó sobre el territorio de Alba. Esto sacó a Mecio de sus trincheras. Marchó tan cerca de su enemigo como pudo, y luego envió a un oficial para decir a Tulio que antes del enfrentamiento era necesario que conferenciasen. Si le satisfacía concediéndole una entrevista, estaba convencido de que los asuntos tratados serían tan del interés de Roma como de Alba. Tulio no rechazó la propuesta, pero por si la conferencia resultase vana, sacó a sus hombres en orden de batalla. Los Albanos hicieron lo mismo. Después de haberse detenido frente a frente, los dos comandantes, con una pequeña escolta de oficiales superiores, avanzaron entre las líneas. El general albano, frente a Tulio, dijo: «Creo haber escuchado decir a nuestro rey Cluilio que los actos de robo y la no restitución de los bienes sustraídos, en violación de los tratados existentes, fueron la causa de esta guerra, y no tengo dudas de que tú, Tulio, alegas la misma razón. Pero si hemos de decir lo que es verdadero, en lugar de lo que es plausible, debemos admitir que es el deseo del imperio lo que ha hecho a dos pueblos hermanos y vecinos tomar las armas. Sea con razón o sin ella, tal no juzgo; dejemos a quienes comenzaron la guerra ajustar ese asunto; yo sólo soy el que los Albanos han puesto al mando para conducir la guerra. Pero quiero advertirte algo, Tulio. Sabes, tú que en particular estás más cerca de ellos, de la grandeza del Estado Etrusco, que nos cerca a ambos y de su inmensa fuerza por tierra y aún más por mar. Recuerda ahora, una vez que hayas dado la señal para iniciar el combate, que nuestros dos ejércitos lucharán bajo su mirada, de modo que cuando estemos cansados y agotados podrán atacarnos a ambos, vencedores y vencidos. Si entonces, no contentos con la segura libertad que disfrutamos, nos determinamos a arriesgarnos a un juego de azar, donde las apuestas son la supremacía o la esclavitud, déjanos, en nombre del cielo, elegir algún método por el que, sin gran sufrimiento o derramamiento de sangre de ambas partes, se pueda decidir qué nación ha de ser dueña de la otra.» Aunque, por temperamento natural y por la seguridad que sentía de la victoria, Tulio estaba ansioso por pelear, no desaprobaba la propuesta. Después de mucha consideración en ambos lados, se adoptó un método por el que la propia Fortuna proporcionó los medios necesarios.
[1.24] Resultó existir en cada uno de los ejércitos un triplete de los hermanos, bastante igualados en años y fortaleza. Hay acuerdo general en que fueron llamados Horacios y Curiacios. Pocos incidentes en la antigüedad han sido más ampliamente celebrados, pero a pesar de su celebridad hay una discrepancia en los registros sobre a qué nación pertenecía cada uno. Hay autoridades de ambos lados, pero me parece que la mayoría dan el nombre de Horacios a los romanos, y mis simpatías me llevan a seguirlos. Los reyes les propusieron que cada uno debía luchar en nombre de su país, y que donde cayese la victoria debía quedar la soberanía. No pusieron objeción, de modo que se fijó el momento y el lugar. Pero antes de que se enfrentasen se firmó un tratado entre Romanos y Albanos, determinando que la nación cuyos representantes quedasen victoriosos debían recibir la pacífica sumisión de la otra. Esta es el más antiguo tratado firmado, y como en todos los tratados, pese a las distintas condiciones que puedan contener, se concluye con las mismas fórmulas. Voy a describir las formas con las que éste se concluyó, como dictadas por la tradición. El Fecial (Especie de Notario Mayor que estaba al frente del colegio de los Feciales, entre cuyas otras atribuciones se incluía ser garantes de la fe pública) plantea la cuestión formal a Tulio: «¿Me ordenas, rey, hacer un tratado con los Pater Patratus de la nación Albana?» A la respuesta afirmativa del rey, el Fecial dijo: «Exijo de ti, rey, algunos manojos de hierba.» El rey respondió: «Toma ésas, pues son puras». El Fecial trajo hierba pura de la Ciudadela. Luego preguntó al rey: «¿Me constituyes en el plenipotenciario del pueblo de Roma, los Quirites, consagrando así mismo las vasijas y a mis compañeros?» A lo que el rey respondió: «Por cuanto puedo, sin dañarme a mí mismo y al pueblo de Roma, los Quirites, lo hago.» El Fecial era M. Valerio. Designó a Espurio Furio como Pater Patratus tocándole en su cabeza y pelo con la hierba. Entonces el Pater Patratus, que es designando con el propósito de dar a los tratados la sanción religiosa de un juramento, lo hizo mediante una larga fórmula en verso que no vale la pena citar. Después de recitar las condiciones exclamó: «Oye, Júpiter, Oye tú, Pater Patratus de la gente de Alba! ¡Oíd, también, pueblo de Alba! Pues estas condiciones han sido públicamente repasadas de la primera a la última de estas tablillas, en perfecta buena fe, y en la medida en que han sido aquí y ahora más claramente entendidas, que por tales condiciones el pueblo de Roma no será el primero de devolverlas [Las tablillas.- N. del T.]. Si ellos [Los romanos.- N. del T.], en su consejo nacional, con falsedad y malicia intentaran ser los primeros en devolverlas, entonces tú, Júpiter, en ese día, hieras al pueblo Roma, así como yo aquí y ahora heriré este puerco, y los herirás tanto más fuerte, cuanto mayor es tu poder y tu fuerza». Con estas palabras, golpeó al cerdo con una piedra. Con parecida sabiduría los Albanos recitaron sus juramentos y fórmulas a través de su propio dictador y sus sacerdotes.
[1.25] Tras la conclusión del tratado, los seis combatientes se armaron. Fueron recibidos con gritos de ánimo de sus compañeros, quienes les recordaron que los dioses de sus padres, su patria, sus padres, cada ciudadano, cada camarada, estaban ahora mirando sus armas y las manos que las empuñaban. Ansiosos por el combate y animados por el griterío en torno a ellos, avanzaron hacia el espacio abierto entre las líneas. Los dos ejércitos estaban situados delante de sus respectivos campamentos, libres de peligro personal pero no de la ansiedad, ya que de la suerte y el coraje del pequeño grupo pendía la cuestión del dominio. Atentos y nerviosos, contemplaban con febril intensidad un espectáculo en modo alguno divertido. La señal fue dada, y con las espadas en alto los seis jóvenes cargaron como en una línea de batalla con el coraje de un poderoso ejército. Ninguno de ellos pensó en su propio peligro, su único pensamiento era para su país, tanto si resultaban vencedores o vencidos, su única preocupación era que estaban decidiendo su suerte futura. Cuando, en el primer encuentro, las espadas alcanzaron los escudos de sus enemigos, un profundo escalofrío recorrió a los espectadores, y luego siguió un silencio absoluto, pues ninguno de ellos parecía estar obteniendo ventaja. Pronto, sin embargo, vieron algo más que los rápidos movimientos de las extremidades y el juego veloz de espadas y escudos: la sangre se hizo visible, fluyendo de las heridas abiertas. Dos de los romanos cayeron uno sobre el otro, danto el último aliento, resultando mientras heridos los tres Albanos. La caída de los romanos fue recibida con un estallido de júbilo del ejército Albano, mientras que las legiones romanas, que habían perdido toda esperanza, pero no la ansiedad, temblaban por su solitario campeón rodeado por los tres Curiacios. Dio la casualidad de que estaba intacto, y aunque no en igualdad con los tres juntos, confiaba en la victoria contra cada uno por separado. Por lo tanto, para poder enfrentarse a cada uno individualmente, echó a correr suponiendo que le seguirían tanto como se lo permitiesen sus heridas. Había corrido a cierta distancia del lugar donde comenzó la lucha, cuando, al mirar atrás, les vio siguiéndole con grandes intervalos entre sí, el primero no lejos de él. Se volvió y lanzó un ataque desesperado contra él, y mientras el ejército Albano gritaba a los otros Curiacios para que fuesen en ayuda de su hermano, el Horacio ya había matado a su enemigo e, invicto, estaba esperando el segundo encuentro. Entonces los romanos aclamaron a su campeón con un grito, como el de hombres en los que la esperanza sigue a la desesperación, y él se apresuró a llevar la lucha a su fin. Antes de que el tercero, que no estaba lejos, pudiera llegar, despachó al segundo Curiacio. Los supervivientes estaban igualados en número, pero lejos de la paridad tanto en confianza como en fortaleza. El uno, ileso después de su doble victoria, estaba ansioso por enfrentar el tercer combate, y el otro, arrastrándose penosamente, agotado por sus heridas y por la carrera, desmoralizado por la anterior masacre de sus hermanos, fue una conquista fácil para su victorioso enemigo. No hubo, en realidad, combate. El romano gritó exultante: «Dos he sacrificado para apaciguar las sombras [almas.- N. del T.] de mis hermanos, al tercero lo ofreceré por el motivo de esta lucha: para que los romanos puedan gobernar a los Albanos». Hendió la espada en el cuello de su oponente, que ya no podía levantar su escudo, y luego le despojó mientras yacía. Horacio fue bienvenido por los romanos con gritos de triunfo, aún más felices por los temores que habían sentido. Ambas partes se centraron en enterrar a sus campeones muertos, pero con sentimientos muy diferentes; los unos con la alegría por su ampliado dominio, los otros privados de su libertad y bajo el dominio extranjero. Las tumbas están en los sitios donde cayeron cada uno; las de los romanos, muy juntas, en la dirección de Alba; las tres tumbas de los Albanos, a intervalos en dirección a Roma.
[1.26] Antes de que se separasen los ejércitos, Mecio preguntó qué órdenes iba a recibir de conformidad con los términos del tratado. Tulio le ordenó mantener a los soldados de Alba en armas, ya que requeriría de sus servicios si hubiera guerra con los Veientinos. Ambos ejércitos se retiraron a sus hogares. Horacio marchaba a la cabeza del ejército romano, llevando ante él su triple botín. Su hermana, que había sido prometida a uno de los Curiacios, se reunió con él fuera de la puerta Capene. Reconoció, en los hombros de su hermano, el manto de su novio, que había hecho con sus propias manos y rompiendo en llanto se arrancó el pelo y llamó a su amante muerto por su nombre. El soldado triunfante se enfureció tanto por el estallido de dolor de su hermana, en medio de su propio triunfo y del regocijo del público, que sacó su espada y apuñaló a la chica. «¡Ve!», exclamó, en tono de reproche amargo, «ve con tu novio con tu amor a destiempo, olvidando a tus hermanos muertos, al que aún vive, y a tu patria! Así perezca cada mujer romana que llore por un enemigo!». El hecho horrorizó a patricios y plebeyos por igual, pero sus recientes servicios fueron una compensación a los mismos. Fue llevado ante el rey para enjuiciarle. Para evitar la responsabilidad de aprobar una dura condena, que sería repugnante para la población, y luego llevarlo a la ejecución, el rey convocó a una asamblea del pueblo y dijo: «nombrar a dos duunviros para juzgar la traición de Horacio conforme a la ley «. El lenguaje terrible de la ley era: «Los duunviros juzgarán los casos de traición a la patria, si el acusado apela contra los duunviros, la apelación será escuchada, si se confirma su sentencia, el lictor lo colgará de una cuerda en el árbol fatal, y se le flagelará ya sea dentro o fuera del pomerio [El límite sagrado de la ciudad, que se trazaba con un arado en la ceremonia fundacional.- N. del T.]. Los duunviros, nombrados de conformidad con esta ley, no creían que sus disposiciones tuvieran el poder de absolver incluso una persona inocente. En consecuencia se le condenó, y luego uno de ellos dijo: «Publio Horacio, te declaro culpable de traición. Lictor, ata sus manos.» El lictor se había acercado y sujetando la cuerda, cuando Horacio, a propuesta de Tulio, que tenía una interpretación misericordiosa de la ley, dijo, «Apelo». El recurso se interpuso ante el pueblo.
Su decisión fue influenciada principalmente por Publio Horacio, el padre, quien declaró que su hija había sido justamente muerta; de no haber sido así, hubiera ejercido su autoridad como padre en castigar a su hijo. Entonces imploró que no despojaran de todos sus hijos al hombre que hasta tan poco antes había estado rodeado con tan noble descendencia. Mientras decía esto, abrazó a su hijo y, a continuación, señalando a los despojos de los Curiacios suspendida sobre el terreno que ahora se llama la Pila Horacia, dijo: «¿Podéis vosotros, Quirites, soportar el ver atado, azotado y arrastrado hasta la horca el hombre a quien habéis visto, recientemente, venir en triunfo adornado con el despojo de los enemigos? Pues así ni los mismos albanos podían soportar la vista de tan horrible espectáculo. Ve, lictor, ata tales manos que cuando estaban armadas, aún por breve tiempo, obtuvieron el poder para el pueblo romano. ¡Ve, cubre la cabeza del Libertador de esta ciudad! ¡Cuélgalo en el árbol fatal, azótalo en el pomerio, aunque sólo sea entre los trofeos de sus enemigos, o entre las tumbas de los Curiacios! ¿A qué lugar podréis llevar a esta juventud, donde los monumentos de sus espléndidas hazañas no los vindiquen con tan vergonzosos castigos? «Las lágrimas del padre y la valerosa disposición a correr cualquier peligro del joven soldado, fueron demasiado para el pueblo. Se lo absolvió porque admiraban su valor y no porque considerasen de justicia su comportamiento. Pero como un asesinato a plena luz del día exigía alguna expiación, se le mandó al padre hacer una expiación por su hijo a costa del Estado. Después de ofrecer ciertos sacrificios expiatorios erigió una viga a través de la calle e hizo que el joven pasara por debajo, como bajo un yugo, con la cabeza cubierta. Esta viga existe hoy en día, y siempre ha sido reparada a costa del Estado: se llama «La viga de la hermana.» Se construyó una tumba de piedra labrada para Horatia en el lugar donde fue asesinada.
[1.27] Pero la paz con Alba no fue duradera. El dictador Albano había incurrido en el odio general por haber confiado la suerte del Estado a tres soldados, y esto tuvo un efecto malévolo en su carácter débil. Como sencillos consejos habían resultado tan desafortunados, trató de recuperar el favor popular, recurriendo a los corruptos, y como antes había hecho de la paz su objetivo en la guerra, ahora buscaba la ocasión de la guerra en la paz. Reconocía que su Estado tenía más coraje que fuerza, por lo tanto incitó a otros países a declarar la guerra abierta y formalmente, mientras mantuvo para su propio pueblo proclive a la traición, bajo la máscara de una alianza. El pueblo de Fidenas, donde existía una colonia romana, fue inducido a ir a la guerra por un pacto con los Albanos para desertar de ellos; los veyentinos fueron incluidos en el complot. Cuando Fidenas se declaró en abierta revuelta, Tulio convocó a Mecio y su ejército de Alba y marchó contra el enemigo. Tras cruzar el Anio acampó en el cruce de ese río con el Tíber. El ejército de los veyentinos había cruzado el río Tíber, en un lugar entre su campamento y Fidenas. En la batalla, formaron el ala derecha cerca del río mientras los fidenenses estaban a la izquierda más cerca de las montañas. Tulio formó sus tropas frente a los veyentinos y colocó los albanos contra la legión de los fidenenses. El general Albano mostró tan poco valor como fidelidad, tanto para mantener su terreno como para desertar abiertamente, y se retiró poco a poco hacia las montañas. Cuando le pareció que se había retirado lo suficiente, detuvo todo su ejército, y aún indeciso, empezó a formar a sus hombres para atacar, a modo de ganar tiempo, con la intención de lanzar su fuerza en el lado ganador. Los romanos, que habían sido estacionados junto a los albanos, quedaron asombrados cuando un jinete llegó a toda velocidad e informó al rey que los albanos abandonaban el campo y al ver que sus aliados se retiraban y dejaban sus flancos al descubierto. En esta situación crítica, Tulio hizo voto de fundar un colegio de doce Salios y construir templos al Miedo y al Pavor [Pallor et Pavor en el original: equivalentes a los Phobos y Deimos griegos.-N. del T.]. Luego, reprendió a los caballeros lo bastante alto como para que el enemigo lo escuchase y les ordenó unirse a la línea de combate, agregando que no había motivo de alarma, pues era por sus órdenes que el ejército albano estaba dando un rodeo para caer por la retaguardia desprotegida de los fidenenses. Al mismo tiempo ordenó a la caballeros que alzasen sus lanzas; esta acción ocultó al ejército albano en retirada de una gran parte de la infantería romana. Los que lo habían visto, pensando que lo que el rey había dicho era realmente la verdad, lucharon aún más esforzadamente. Ahora era el turno de los enemigos para alarmarse; habían oído con claridad las palabras del rey y, además, una gran parte de los fidenenses que anteriormente se habían unido los colonos romanos entendían latín. Ante el temor de ser separados de su ciudad por una carga repentina de los albanos de las colinas, se retiraron. Tulio se lanzó al ataque y, después de expulsar a los fidenenses, atacó a los veyentinos con mayor confianza pues ya estaban desmoralizados por el pánico de sus aliados. No esperaron la carga sino que huyeron río arriba, contracorriente. Cuando llegaron al río, algunos, arrojando sus armas, se lanzaron a ciegas en el agua; otros, dudando si luchar o huir, fueron alcanzados y muertos. Nunca habían combatido los romanos en una batalla tan sangrienta.
[1.28] Luego, el ejército Albano, que había estado observando la lucha, descendió a la llanura. Mecio felicitó a Tulio por su victoria, Tulio respondió en tono amistoso, y como señal de buena voluntad, ordenó a los albanos que instalaran su campamento junto a los romanos e hizo los preparativos para un «sacrificio lustral» a la mañana siguiente. Tan pronto como vino el nuevo día e hicieron todos los preparativos, dio a ambos ejércitos la orden habitual para formar. Los heraldos comenzaron en el extremo del campamento, donde estaban los albanos, y los llamó en primer lugar; ellos, atraídos por la novedad de escuchar a los romanos dirigiendo a sus tropas, tomaron posiciones y quedaron rodeados por el ejército romano. Se había dado instrucciones secretas a los centuriones para que la legión romana estuviera bien armada detrás de ellos y que estuviesen preparados para ejecutar de inmediato las órdenes que recibieran. Tulio comenzó como sigue: «¡Romanos! Si en alguna guerra en que hayáis combatido ha habido motivo para agradecer, en primer lugar, a los dioses inmortales, y luego a vuestro propio valor, ése fue la batalla de ayer. Porque además de enfrentaros con un enemigo franco, hubo un conflicto aún más grave y peligroso contra la traición y la perfidia de vuestros aliados. Pues he de desengañaros: no fue por mis órdenes que los albanos se retiraron a las montañas. Lo que oyeron no era una orden real, sino una fingida, que utilicé como un artificio para evitar que supieseis que os abandonaban y descorazonarais en la batalla, y también para poner en el enemigo la alarma y el deseo de huir haciéndoles pensar que estaban siendo rodeados. La culpa que estoy denunciando no involucra a todos los albanos, sino sólo a su general, tal y como lo habría hecho yo de querer llevar mi ejército fuera del campo de batalla. Es Mecio quien guio esta marcha, Mecio quien pergeñó esta guerra, Mecio quien rompió el tratado entre Roma y Alba. Otros pueden aventurarse a prácticas similares, si no hago doy con este hombre una señal a todo el mundo.» Los centuriones armados cercanos rodearon a Mecio, y el rey continuó: «Voy a tomar una decisión que traerá buena fortuna y felicidad al pueblo romano, a mí mismo y a vosotros, albanos; es mi intención de transferir toda la población de Alba a Roma, dar derecho de ciudadanía a los plebeyos y registrar los nobles en el Senado, y hacer una única ciudad, un único Estado. Pues antes el Estado Albano se dividió en dos naciones, así ahora volveremos a ser una sóla.» Los soldados albanos escucharon estas palabras con sentimientos contradictorios, pero como estaban desarmados y rodeados por hombres armados, un miedo común los mantuvo en silencio. Luego, Tulio dijo: «¡Mecio Fufecio! Si pudieses aprender cómo mantener tu palabra y respetar los tratados, te lo enseñaría y respetaría la vida; pero pues tu carácter es incurable, enseña por lo menos con tu castigo a mantener sagradas las cosas que has ultrajado. Como ayer, en que tu interés estaba dividido entre los fidenenses y los romanos, hoy tu cuerpo será dividido y desmembrado. «Entonces se aparejaron dos cuádrigas y Metio fue atado a ellas. Los caballos tiraron en direcciones opuestas, llevándose las partes del cuerpo en cada carro donde los miembros habían sido asegurados por cuerdas. Todos los presentes apartaron los ojos del horrible espectáculo. Esta es la primera y última vez que se dió entre los romanos un castigo tan exento de humanidad. Entre otras motivos que componen la gloria de Roma, es también que ninguna nación se ha contentado nunca con penas más leves.
[1.29] Mientras tanto, la caballería había sido enviada de antemano para guiar a la población [de Alba.- N. del T.] a Roma; le siguieron las legiones, que fueron llevados allí para destruir la ciudad [de Alba.- N. del T.]. Cuando pasaron las puertas, no hubo más del ruido y el pánico que se encuentran generalmente en las ciudades conquistadas, donde, tras las puertas destrozadas o las paredes forzadas por el ariete o la ciudadela asaltada, los gritos del enemigo y el rumor de los soldados a través de las calles ponen todo en universal confusión con el fuego y la espada. Aquí, por el contrario, el silencio triste y un dolor más allá de las palabras petrificó las mentes de todos, que, olvidando en su terror lo que debían dejar atrás, lo que debían llevar con ellos, incapaces de pensar por sí mismos y pidiéndose unos a otros consejos, a ratos permanecían de pie en los umbrales o vagaban sin rumbo por sus casas, que veían por última vez. Pero ora eran despertados por los gritos de los jinetes que ordenaban su salida inmediata, ora por la caída de las casas en proceso de demolición, que se escuchaba en los más recónditos lugares de la ciudad, o por el polvo que aumentaba en varios lugares y lo cubría todo como una nube. Tomando apresuradamente lo que podían cargar, salieron de la ciudad, y dejaron atrás sus lares y penates [entidades sobrenaturales los lares y divinas los penates, tutelares del hogar.- N. del T.] y los hogares en los que habían nacido y crecido. Pronto una línea ininterrumpida de emigrantes llenó las calles, y conforme reconocían los unos en los otros su común miseria, se produjo un nuevo estallido de lágrimas. Gritos de dolor, especialmente de las mujeres, comenzaron a hacerse oír, al pasar delante de los templos venerados y verlos ocupados por las tropas, y sentían que se iban, dejando a sus dioses como prisioneros en manos del enemigo. Cuando los albanos hubieron dejado su ciudad, los romanos arrasaron todos los edificios privados y públicos, en todas direcciones; y en una simple hora quedaron destruidos cuatrocientos años de existencia de Alba. Los templos de los dioses, sin embargo, se salvaron, de conformidad con el edicto del rey.
[1.30] La caída de Alba llevó al crecimiento de Roma. El número de los ciudadanos se duplicó, el Celio se incluyó en la ciudad y, para que pudiera estar más poblada, Tulio lo eligió para edificar su palacio y luego vivió allí. Nombró nobles albanos para el Senado, de modo que este orden del Estado también pudo ser aumentado. Entre ellos estaban los Tulios, los Servilios, los Quinctios, los Geganios, los Curiacios, y los Cloelios. Para proporcionar un edificio consagrado, dado el aumento del número de senadores, construyó la Curia, que hasta el tiempo de nuestros padres fue conocida como Curia Hostilia. Con la nueva población aumentó la fuerza militar, formó diez turmas [fuerza de caballería de 30 hombres al mando de una decurión.- N. del T.] de los caballeros de Alba; y con la misma procedencia restituyó las antiguas legiones a su número completo y alistó otras nuevas. Impulsado por la confianza en su fuerza, que estas medidas inspiraron, Tulio declaró la guerra contra los sabinos, una nación en ese momento la siguiente sólo a los etruscos en número y fuerza militar. Cada lado había causado lesiones en la otra y rechazaban cualquier reparación. Tulio se quejó de que los comerciantes romanos habían sido arrestados en el mercado abierto en el santuario de Feronia; las quejas de los sabinos eran que algunos de sus habitantes habían buscado refugio en el Asylum [santuario sito donde hoy está la plaza del Campidoglio, y donde se ofrecía refugio a los perseguidos.- N. del T.] y Roma los protegía. Estos fueron los motivos aparentes de la guerra. Los sabinos estaban lejos de olvidar que una parte de sus fuerzas había sido trasladado a Roma por Tacio, y que el Estado romano había sido últimamente engrandecido por la inclusión de la población de Alba; por lo tanto, ellos por su parte empezaron a buscar ayuda exterior. Su vecino más cercano era Etruria, y, de los etruscos, los más cercanos a ellos eran los veyentinos. Sus pasadas derrotas todavía estaban en sus memorias, y los sabinos, instándolos a la rebelión, atrajeron a muchos voluntarios; otros, de las clases más pobres y sin hogar, fueron pagados para unirse a ellos. No se les proporcionó ayuda por el Estado. Con los veyentinos – no es tan sorprendente que las otras ciudades no prestaran ninguna ayuda – la tregua con Roma se consideraba aún en vigor. Aunque los preparativos se estaban realizando en ambos lados con la mayor energía, y parecía que el éxito dependería de qué lado fuera el primero en tomar la ofensiva, Tulio inició la campaña invadiendo el territorio sabino. Un fuerte combate se libró en Selva Maliciosa. Aunque que los romanos eran potentes en infantería, su fortaleza principal estuvo en su recientemente aumentada caballería. Una carga repentina de caballería sembró la confusión en las filas sabinas, que ni pudieron ofrecer una resistencia eficaz ni pudieron huir sin sufrir grandes pérdidas.
[1.31] La derrota de los sabinos aumentó la gloria del reinado de Tulio y de todo el Estado, y contribuyó considerablemente a su fortaleza. En ese momento se informó al rey y al Senado de que había habido una lluvia de piedras en el Monte de Alba. Como la cosa parecía poco creíble, se enviaron hombres a inspeccionar el prodigio; Mientras procedían a la inspección, una fuerte lluvia de piedras cayó del cielo, como granizo amontonadas por el viento. Creyeron, también, haber oído una voz muy fuerte desde la cumbre, ofrendando los albanos sus ritos sagrados a la manera de sus padres. Habían dado al olvido estas solemnidades, como si hubieran abandonado sus dioses al abandonar su país y adoptar tanto los ritos romanos que, como sucede a veces, amargados ante su suerte, habían abandonado el servicio de los dioses. Como consecuencia de este prodigio, los romanos establecieron la celebración pública de los novendiale [nueve días.- N. del T.], fuera – como afirma la tradición – a causa de la voz desde el Monte de Alba, o debido a la advertencia de los arúspices. En cualquier caso, sin embargo, quedó establecido de forma permanente que cada vez que se informara el mismo prodigio, se observaría la misma celebración pública. No mucho después, una peste causó gran angustia y los hombres quedaron imposibilitados para la dureza del servicio militar. El rey guerrero, sin embargo, no permitía descanso a los brazos; pensó, además, que sería más saludable para los soldados el campo que su hogar. Al fin él mismo fue postrado por una larga enfermedad, y ese espíritu feroz y agitado quedó tan roto por la debilidad del cuerpo que quien había creído que no había nada menos apropiado para un rey que la devoción a cuestiones sagradas, se vio repentinamente convertido en víctima de toda clase de terrores religiosos y llenó la Ciudad de observancias religiosas. Había un deseo general de recuperar la condición de las cosas como existían bajo Numa, pues los hombres sentían que la única ayuda que quedaba contra la enfermedad era obtener el perdón de los dioses y estar en paz con el cielo. La tradición conserva que el rey, mientras examinaba los comentarios de Numa, encontró allí una descripción de ciertos ritos secretos de sacrificio a Júpiter Elicius: se retiró a la privacidad, mientras se ocupaba con estos ritos, pero su ejecución fue defectuosa por omisiones o errores. No sólo no había, para él, señales del cielo, sino que despertó la ira de Júpiter por el falso culto que se le prestaba y quemó al rey y su casa con un rayo. Tulio había alcanzado gran renombre en la guerra y reinó durante treinta y dos años.
641 a.C.
[1.32] A la muerte de Tulio, el gobierno, de conformidad con la Constitución original, volvió al Senado. Se nombró a un interrex para llevar a cabo la elección. El pueblo eligió como rey a Anco Marcio, el Senado confirmó la elección. Su madre era la hija de Numa. Al principio de su reinado (recordando lo que hizo su glorioso abuelo, y reconociendo que el último reinado, tan espléndido en otros aspectos, había sido muy lamentable por el abandono de la religión o la mala ejecución de los ritos) estaba decidido a volver a los modos más antiguos de culto y a dirigir los asuntos oficiales de la religión como fueron organizados por Numa. Instruyó al Pontífice para que copiara los comentarios [de Numa.- N. del T.] y los expusiera en público. Los Estados vecinos y su propio pueblo, que anhelaban de paz, tuvieron la esperanza de que el rey seguiría a su abuelo en talante y política. En este estado de cosas, los latinos, con los que se había hecho un tratado en el reinado de Tulio, recuperaron la confianza y efectuaron una incursión en territorio romano. Al solicitar los romanos reparación, la rechazaron arrogantemente, pensando que el rey de Roma iba a pasar su reinado entre capillas y altares. En el temperamento de Anco había un poco de Rómulo, además de Numa. Se dio cuenta de que la gran necesidad del reinado de Numa fue la paz, especialmente para una nación joven y agresiva; pero vio, también, que sería difícil para él mantener la paz sin disminuirse. Su paciencia fue puesta a prueba, y no sólo puesta a prueba, sino despreciada; los tiempos exigían un Tulio en lugar de un Numa. Numa había instituido la práctica religiosa para tiempos de paz, él dictaría las ceremonias apropiadas para el estado de guerra. Para que, así pues, tales guerras fueran no sólo dirigidas, sino proclamadas con cierta formalidad, dictó la ley, tomada de la antigua nación de los equícolos, con la que los Feciales se conducen hasta hoy cuando requieren la reparación por daños. El procedimiento es el siguiente:
El embajador venda su cabeza con una orla de lana. Cuando se ha llegado a las fronteras de la nación de la que exige satisfacción, dice, «¡Oye, Júpiter! ¡Oíd, límites «(nombrando la nación que fuere de los que allí son)«¡Oye, Justicia! Soy el heraldo público del pueblo romano. Con razón y debidamente autorizado vengo; sea dada fe a mis palabras». Luego recita los términos de la demanda, y pone a Júpiter por testigo: «Si exijo la entrega de tales hombres o tales bienes en contra al contrario de la justicia y la religión, no me permitas disfrutar nunca más de mi tierra natal». Él repite estas palabras a medida que cruza la frontera, las repite a quien fuere la primera persona que encuentra, las repite conforme atraviesa las puertas y después al entrar en el foro, con algunos ligeros cambios en la redacción de la fórmula. Si lo que demanda no es satisfecho al término de treinta y tres días (que es el plazo de gracia fijado), se declara la guerra en los siguientes términos: «¡Escucha, Júpiter, y tú Jano Quirino, y todos vosotros dioses celestiales, y vosotros, dioses de la tierra y del mundo inferior, Oídme! Os pongo por testigos de que este pueblo» (mencionan su nombre) «es injusto y no cumple con sus obligaciones sagradas. Pero sobre estas cuestiones, debemos consultar a los ancianos en nuestra propia tierra sobre en qué manera podemos obtener nuestros derechos».
Con estas palabras el embajador vuelve a Roma para consultar. El rey inmediatamente consultaba al Senado con palabras del siguiente tenor: «En cuanto a los asuntos, demandas y causas, de los cuales los Pater Patratus del pueblo romano y Quirites se han quejado a los Pater Patratus y pueblo de los latinos priscos, que estaban obligados solidariamente a entregar, descargar y reparar, sin haber hecho ninguna de estas cosas, ¿cuál es tu opinión?». Aquel cuya opinión se preguntaba en primer lugar, respondía: «Yo soy de la opinión de que deben ser recuperados por una guerra justa y legal, por tanto, yo doy mi consentimiento y voto por ello». Luego se preguntaba a los otros por orden, y cuando la mayoría de los presentes se declaraban de la misma opinión, se acordaba la guerra. Era costumbre que el Fecial llevara a las fronteras enemigas una lanza con punta de hierro o quemada al extremo y manchada de sangre; y, en presencia de al menos tres adultos, proclamar: «En la medida en que los pueblos de los latinos priscos han sido considerados culpables de injusticia contra el pueblo de Roma y los Quirites; y dado que el pueblo de Roma y la Quirites han ordenado que haya guerra con los latinos priscos, y el Senado del pueblo de Roma y los Quirites han determinado y decretado que habrá guerra con los latinos priscos, por lo tanto yo y el pueblo de Roma, declaramos y hacemos la guerra a los pueblos de los latinos priscos.» Dichas estas palabras, arroja su lanza en su territorio. Esta fue la forma en que en tales tiempos fue exigida satisfacción a los latinos y se declaró la guerra, y la posteridad adoptó tal costumbre.
[1.33] Tras encargar el cuidado de los diversos ritos sacrificiales a los Flamines y otros sacerdotes, y alistar un nuevo ejército, Anco avanzó contra Politorio, una ciudad perteneciente a los latinos. La tomó al asalto, y siguiendo la costumbre de los primeros reyes que habían ampliado el Estado mediante la recepción de sus enemigos a la ciudadanía romana, transfirió la totalidad de la población a Roma. El Palatino había sido ocupado por los primeros romanos; los sabinos habían ocupado la colina del Capitolio, con la Ciudadela, en un lado del Palatino, y los albanos el Celio, en el otro, por lo que el Aventino fue asignado a los recién llegados. No mucho tiempo después hubo un incremento adicional del número de ciudadanos tras la captura de Telenas y Ficana. Politorio, después de su evacuación, fue capturada por los latinos y volvió a recuperarse; y ésta fue la razón por la que los romanos arrasaron la ciudad, para evitar que fuese un refugio permanente para el enemigo. Al final, toda la guerra se concentró alrededor de Medullia, y la lucha continuó durante cierto tiempo con resultado incierto. La Ciudad fue fortificada y su fuerza se incrementó con la presencia de una numerosa guarnición. El ejército latino se hallaba acampado en campo abierto y había tenido varios encuentros con los romanos. Al fin, Anco hizo un esfuerzo supremo con toda su fuerza y ganó una batalla campal, tras lo cual regresó con un inmenso botín a Roma, y muchos miles de latinos fueron admitidos a la ciudadanía. Con el fin de conectar el Aventino con el Palatino, se les asignó el distrito alrededor del altar de Venus Murcia. El Janículo fue también incorporado a los límites de la ciudad, no porque se necesitase el espacio sino para evitar que una posición tan fuerte fuese ocupado por un enemigo. Se decidió contactar esta colina con la Ciudad, no sólo llevando la muralla de la Ciudad en su alrededor, sino también por un puente, para la comodidad del tráfico. Este fue el primer puente construido sobre el Tíber, y fue conocido como el Puente Sublicio. La Fosa de los Quirites también fue obra del rey Anco, y ofrecía una protección considerable a las más bajas y por lo tanto más accesibles partes de la Ciudad. En medio de esta vasta población, ahora que el Estado se había visto tan grandemente aumentado, el sentido del bien y del mal se oscureció y se cometieron muchos crímenes en secreto. Para intimidar a la creciente anarquía, fue construida una prisión en el corazón de la ciudad, con vistas al Foro. Las adiciones hechas por este rey no se limitan a la Ciudad. El Bosque Mesio fue tomado a los vetentinos, y el dominio Romano se extendió hasta el mar; en la desembocadura del río Tíber se fundó la ciudad de Ostia; se construyeron salinas a ambos lados del río, y el templo de Júpiter Feretrius se amplió a consecuencia de los brillantes éxitos en la guerra.
[1.34] Durante el reinado de Anco un hombre rico y ambicioso llamado Lucumo se trasladó a Roma, principalmente con la esperanza y el deseo de ganar alta distinción, para lo que no existía oportunidad en Tarquinia, pues era de estirpe extranjera. Era el hijo de Demarato el Corintio, quien había sido expulsado de su hogar por una revolución y que pasó a establecerse en Tarquinia. Allí se casó y tuvo dos hijos, sus nombres eran Lucumo y Arruncio. Arruncio murió antes que su padre, dejando a su mujer embarazada; Lucumo sobrevivió a su padre y heredó todos sus bienes. Pero Demarato murió poco después de Arruncio, no sabiendo del estado de su nuera, y nada había dispuesto en su testamento respecto de su nieto. El niño, así excluido de cualquier parte de la herencia de su abuelo, fue llamado, por su pobreza, Egerio. Lucumo, por otra parte, heredero de todos los bienes, jubiloso por su riqueza, vio aumentada su ambición por su matrimonio con Tanaquil. Esta mujer era descendiente de una de las principales familias del Estado, y no podía soportar la idea de su posición al haberse casado con alguien de menor dignidad que ella por nacimiento. Los etruscos menospreciaban a Lucumo como hijo de un refugiado extranjero; ella no podía soportar esta indignidad, y olvidando todos los lazos del patriotismo, para que su marido pudiera alcanzar mayor honor, decidieron emigrar de Tarquinia. Roma parecía el lugar más adecuado para su propósito. Ella creía que entre una joven nación donde toda la nobleza era cosa de reciente creación y ganada por el mérito personal, habría lugar para un hombre de valor y energía. Recordó que el sabio Tacio había reinado allí, que Numa había sido llamado desde Cures para ocupar el trono, que Anco mismo había nacido de madre sabina y no podría remontar su nobleza más allá de Numa. La ambición de su marido y el hecho de que Tarquinia era su país de origen sólo por el lado materno, le hizo atender atentamente a sus propuestas. En consecuencia, empacaron sus bienes y se trasladaron a Roma.
Habían llegado hasta el Janículo cuando un águila vino volando suavemente hacia abajo, estando sentado junto a su mujer en el carruaje, y le quitó el sombrero; a continuación, giró alrededor del vehículo con fuertes gritos, como si los cielos le hubieran encomendado esa tarea, y volvió a ponerlo sobre su cabeza, elevándose en la distancia. Se dice que Tanaquil, que, como la mayoría de los etruscos, era una experta en la interpretación de los prodigios celestes, estaba encantada con el presagio. Se abrazó a su marido y le dijo que se le ofrecía un destino alto y majestuoso, que tal era la interpretación de la aparición del águila, de la parte concreta del cielo desde la que apareció, y de la deidad que la envió. El presagio se dirigió a la coronación y encumbramiento de su persona, el pájaro había levantado a lo alto un adorno puesto por manos humanas, para reemplazarlo como el regalo del cielo. Lleno de estas esperanzas y conjeturas entraron en la ciudad, y después de procurarse un domicilio, se anunció como Lucio Tarquinio Prisco. El hecho de ser un extranjero, y uno rico, le ganó notoriedad, y aumentó la suerte que la fortuna le proporcionó por su conducta cortés, su pródiga hospitalidad y los muchos actos de bondad mediante los que se ganó a todos los que podía, hasta que su fama llegó a Palacio. Una vez presentado en Palacio, pronto ganó la confianza del rey y se hizo tan familiar que era consultado tanto en asuntos de Estado como en asuntos privados, de paz como de guerra. Por fin, después de pasar todas las pruebas de carácter y capacidad, fue nombrado por el rey tutor de sus hijos.
616 a.C.
[1.35] Anco reinó veinticuatro años, no superado por ninguno de sus predecesores en capacidad y reputación, ni en la guerra o la paz. Sus hijos casi habían llegado a la edad adulta. Tarquinio estaba muy ansioso porque la elección del nuevo rey se celebrara tan pronto como fuera posible. En el momento señalado para ello envió a los chicos fuera, en una expedición de caza. Se dice que fue el primero que se propuso para la corona y que pronunció un discurso para asegurarse el interés de la plebe. En él afirmó que no estaba haciendo una petición insólita, no era el primer extranjero que aspiraba al trono romano; si así fuera, cualquiera podría sentir sorpresa e indignación. Sino que era el tercero. Tacio no sólo era un extranjero, sino que fue hecho rey después de haber sido su enemigo; Numa, un completo desconocido de la Ciudad, había sido llamado al trono sin buscarlo por su parte. En cuanto a él, en cuanto fue dueño de sí mismo se había trasladado a Roma con su esposa y toda su fortuna; había vivido en Roma más tiempo que en su propia patria, desempeñando sus funciones de ciudadano, había aprendido las leyes de Roma, los ritos ceremoniales de Roma, tanto civiles como militares, bajo las órdenes de Anco, un maestro muy eficiente; que había sido insuperable en los deberes y servicios al rey, y que no había sido menos que el mismo rey en el trato generoso a los demás. Mientras estaba señalando estos hechos, que eran sin duda ciertos, el pueblo romano con entusiasta unanimidad lo eligió rey. Aunque en todos los demás aspectos un hombre excelente, su ambición, que lo impulsó a buscar la corona, le siguió en el trono; con el propósito de reforzarse él mismo tanto como de aumentar el Estado, nombró un centenar de nuevos senadores. Estos procedían de las tribus menores [minorum gentium en el original.- N. del T.] y formaron un cuerpo de incondicionales partidarios del rey, por cuyo favor habían entrado en el Senado. La primera guerra que tuvo fue con los latinos. Tomó la ciudad de Apiolas al asalto, y se llevaron mayor cantidad de botín de lo que hubiera podido esperarse del escaso interés mostrado en la guerra. Después de esto se ha llevado en carros a Roma, celebró los Juegos con mayor esplendor y en una escala mayor que sus predecesores. Entonces, por primera vez, se señaló un lugar en lo que es ahora el Circo Máximo. Se asignaron lugares a los patricios y caballeros donde cada uno de ellos pudiese construir sus tribunas, que fueron llamados «foros» [fori en el original.N. del T.], desde las que pudieran contemplar los Juegos. Estas tribunas se plantaron sobre puntales de madera, elevádose a lo alto hasta cuatro metros [12 pies en el original. 1 pie romano = 29,62 cm.- N. del T.] de altura. Las competiciones fueron carreras de caballos y boxeo, los caballos y los boxeadores en su mayoría traídos de Etruria. Al principio se celebraban [los juegos] en ocasiones de especial solemnidad; luego se convirtieron en anuales y fueron llamados indistintamente los «Romanos» o los «Grandes Juegos». Este rey también dividió el terreno alrededor del Foro para la construcción de sitios, portales y tiendas que allí se instalaron.
[1.36] Él también estaba haciendo los preparativos para rodear la ciudad con un muro de piedra cuando sus designios fueron interrumpidos por la guerra con los sabinos. Tan repentino fue el ataque que el enemigo estaba cruzando el Anio antes de que el ejército romano pudiera reunirse y detenerlos. Hubo gran alarma en Roma. La primera batalla no fue decisiva y hubo gran mortandad por ambos lados. La vuelta de los enemigos a su campamento dio tiempo a los romanos para hacer los preparativos de una nueva campaña. Tarquinio pensó que su ejército era más débil en caballería y decidió duplicar las centurias, que Rómulo había formado, de los ramnes, titienses y luceres, y distinguirlas por su propio nombre. Ahora bien, como Rómulo había actuado bajo la sanción de los auspicios, Atto Navio, un famoso augur de aquellos días, insistió en que ningún cambio podría hacerse, nada nuevo ser introducido, a menos que las aves dieran un augurio favorable. La ira del rey se despertó y, en burla de las habilidades del augur se dice que dijo: «Ven, adivino, averigua por tu augurio lo que ahora estoy pensando hacer». Atto, previa consulta a los augurios, declaró que sí podía. «Bueno», dijio el rey: «Pensaba que deberías cortar una piedra de afilar con una navaja. Tome éstas, y realiza la hazaña que tus aves presagian que se puede hacer «. Se dice que sin la menor vacilación, puedo efectuar el corte. Solía haber una estatua de Atto, representándole con la cabeza cubierta, en el Comitium, en los peldaños a la izquierda del Senado, donde ocurrió el incidente. La piedra de afilar, según quedó registrado, también se colocó allí para que recordase el milagro a las generaciones futuras. En todo caso, los augurios y el colegio de los augures ganaron tanto prestigio que nada se hacía en paz o guerra sin su sanción; la Asamblea de las Curias, la Asamblea de las Centurias, los asuntos de la mayor importancia, se suspendían o interrumpían si el presagio de los pájaros era desfavorable. Incluso en esa ocasión Tarquinio se abstuvo de hacer cambios en los nombres o los números de las centurias de los caballeros, sólo duplicó el número de hombres en cada una, de modo que las tres centurias alcanzaron mil ochocientos hombres. Aquellos que fueron agregados a las centurias llevaron su mismo nombre, sólo que se llamaron «los segundos» y las centurias así dobladas se llaman ahora «las seis centurias».
[1.37] Después de que con esta división la fuerza fuese aumentada, hubo un segundo combate con los sabinos en la que la incrementada fortaleza del ejército romano fue ayudada por un artificio. Se enviaron hombres a prender fuego a una gran cantidad de troncos depositados en las márgenes del Anio, y la mandaron flotando río abajo en balsas. El viento avivó las llamas, y conforme los troncos eran llevados contra los pilones y adheridos a ellos, prendieron fuego al puente. Este incidente, al producirse durante la batalla, creó el pánico entre los sabinos y condujo a su derrota, y al mismo tiempo evitó su fuga; muchos, después de escapar del enemigo, murieron en el río. Sus escudos flotaron en el río Tíber hasta la Ciudad, y siendo reconocidos [como sabinos.- N. del T.], dejaron claro que había sido una victoria casi antes de que se pudiera anunciar. En esa batalla, la caballería se distinguió especialmente. Fueron situados en cada ala, y cuando la infantería en el centro estaba siendo obligada a retroceder, se dice que hicieron tan desesperada carga por ambos lados que no sólo detuvieron a las legiones sabinas que estaban presionando a los romanos en retirada, sino que las pusieron inmediatamente en fuga. Los sabinos, en el desorden, huyeron hacia las colinas, alcanzándolas muchos y, como se ha señalado anteriormente, fueron expulsados por la caballería hacia el río. Tarquinio decidió perseguirlos antes de que pudieran recuperarse de su pánico. Él envió a los prisioneros y el botín a Roma; los despojos del enemigo fueron ofrecidos a Vulcano, amontonados en consecuencia en una enorme pila y quemados; luego procedió de inmediato a llevar el ejército al territorio sabino. A pesar de su reciente derrota y la desesperación de recuperarse, los sabinos se le enfrentaron con un ejército alistado a toda prisa, ya que no había tiempo para pergeñar un plan de operaciones. De nuevo fueron derrotados, y como llevaron al borde de la ruina, buscaron la paz.
[1,38] Collatia y todo el territorio de este lado [del Anio.- N. del T.] fue tomado a los sabinos; Egerio, sobrino del rey, quedó para mantenerlo. El procedimiento para la entrega de Collatia fue el siguiente: El rey preguntó: «¿Habéis sido enviados como embajadores y legados por el pueblo de Collatia para hacer entrega de vosotros mismos y del pueblo de Collatia? «Sí». «Y es el pueblo de Collatia un pueblo independiente?» «Lo es.» «¿Os entregáis en mi poder y el del pueblo de Roma a vosotros mismos y al pueblo de Collatia, su ciudad, tierras, agua, fronteras, templos, vasos sagrados y todas las cosas divinas y humanas?» «Las entregamos.» «Así pues, las acepto.» Después concluir la guerra con los sabinosa Tarquinio volvió en triunfo a Roma. Después hizo la guerra a los latinos priscos. No hubo batalla campal, atacó cada uno de sus pueblos sucesivamente y sometió toda la nación. Las ciudades de Cornículo, Ficulea Vieja, Cameria, Crustumerio, Ameriola, Medullia y Normento fueron conquistadas a los latinos priscos o a los que se habían pasado a ellos. Luego se hizo la paz. Las obras de la paz fueron ahora empezadas con mayor energía incluso de la mostrada en la guerra, de modo que la gente no disfrutó de mayor quietud en casa de la que tuvo en el campo de batalla. Hizo los preparativos para completar las obras, que habían sido interrumpidas por la guerra con los sabinos, y encerrar la ciudad en aquellos lugares donde no existían aún fortificaciones, con un muro de piedra. Las partes bajas de la Ciudad, alrededor del Foro, y los otros valles entre las colinas, donde el agua no podía escapar, fueron drenados por cloacas que desembocaban en el río Tíber. Construyó con mampostería un espacio nivelado sobre el Capitolio como lugar para el templo de Júpiter que había ofrecido durante la guerra Sabina, y la magnitud de la obra reveló su anticipación profética de la futura grandeza del lugar.
[1.39] En ese momento se produjo un incidente tan maravilloso en su apariencia como se demostró en el resultado. Se dice que mientras que un niño llamado Servio Tulio dormía, su cabeza fue envuelta en llamas, ante los ojos de muchos de los que estaban presentes. El grito que estalló a la vista de tal maravilla despertó a la familia real, y cuando uno de los criados traía agua para apagar las llamas la Reina lo detuvo, y después de calmar la emoción le prohibió que molestasen al niño hasta que despertó por sí mismo. Al hacerlo, desaparecieron las llamas. Luego Tanaquil apartó a su esposo a un lado y le dijo: «¿Ves a este niño, al que estamos criando de un modo tan humilde? Puedes estar seguro de que algún día será una luz para nosotros en los problemas y la incertidumbre, y una protección para nuestra casa tambaleante. Así pues, procedamos con todo cuidado e indulgencia de quien será fuente de gloria inconmensurable para el Estado y para nosotros mismos.» Desde este momento el niño empezó a ser tratado como su hijo y entrenado en las cosas por las que los caracteres son estimulados a buscar un gran destino. La tarea fue fácil, ya que estaban llevando a cabo la voluntad de los dioses. El joven resultó tener una verdadera disposición Real, y cuando se buscó un yerno para Tarquinio ninguno de los jóvenes romanos se pudo comparar con él en ningún aspecto, por lo que el rey prometió a su hija con él. El otorgamiento de este gran honor, cualquiera que fuese la razón para ello, nos impide creer que era hijo de un esclavo, y, en su infancia, un esclavo él mismo. Me inclino más a la opinión de aquellos que dicen que en la captura de Cornículo, Servio Tulio, el gobernante de esa ciudad, fue asesinado, y su esposa, que estaba a punto de ser madre, fue reconocida entre las mujeres cautivas y, a consecuencia de su alto rango fue eximida de la servidumbre por la reina romana, y dio a luz a un hijo en la casa de Tarquinio Prisco. Este tipo de tratamiento reforzó la intimidad entre la mujer y el niño que, habiendo sido criado desde la infancia en la casa real, fue criado con afecto y honor. Fue este destino de su madre, quien cayó en manos del enemigo cuando su ciudad natal fue conquistada, lo que hizo que la gente pensase que era hijo de un esclavo.
[1.40] Cuando Tarquinio llevaba treinta y ocho años en el trono, Servio Tulio era estimado, con mucho, por encima de cualquier otro, no sólo por el rey, sino también por los patricios y la plebe. Los dos hijos de Anco siempre habían sentido intensamente haber sido privados del trono de su padre por la traición de su tutor; su ocupación [del trono.- N. del T.] por un extranjero que ni siquiera era de origen italiano, y mucho menos descendiente de romano, aumentaba su indignación; cuando vieron que ni incluso después de la muerte de Tarquinio volvería a ellos la corona, sino que descendería sobre un esclavo: ¡La corona que Rómulo, el hijo de un dios y él mismo un dios, había llevado mientras estaba en la tierra, ahora sería poseída por alguien nacido esclavo cien años más tarde! Pensaban que sería una desgracia para todo el pueblo romano, y especialmente para su casa, si, mientras que la descendencia masculina de Anco todavía estaba viva, la soberanía de Roma pudiera estar abierta no sólo a los extranjeros, sino incluso a los esclavos. Se determinaron, por lo tanto, a rechazar tal insulto por la espada. Pero fue sobre Tarquinio más que en Servio en quien buscaban vengar sus agravios: si el rey quedase con vida sería capaz de tomar una venganza más sumaria que un ciudadano común; y en caso de que Servio fuese asesinado, el rey sin duda elegiría a otro como yerno para que heredase la corona. Estas consideraciones les decidieron a tramar un complot contra la vida del rey. Dos feroces pastores fueron seleccionados para la acción. Aparecieron en el vestíbulo del palacio, cada uno con sus herramientas habituales, y fingiendo una violenta y escandalosa pelea atrajeron la atención de todos los guardias reales. Luego, cuando ambos comenzaron a apelar al rey, y su clamor había penetrado en el palacio, fueron convocados ante el rey. Al principio trataron, gritándose el uno al otro, ver quién podía hacer más ruido, hasta que, después de ser reprimidos por el lictor, se les ordenó hablar por turno; se tranquilizaron y comenzaron a exponer su caso. Mientras la atención del rey estaba puesta en uno, el otro blandió su hacha y la clavó en la cabeza del rey, y dejando el arma en la herida ambos salieron corriendo del palacio.
578 a.C.
[1.41] Mientras los espectadores recogían al moribundo Tarquinio en sus brazos, los lictores capturaron a los fugitivos. Los gritos atrajeron a una multitud, preguntándose qué había sucedido. En medio de la confusión, Tanaquil ordenó que el palacio fuera despejado y las puertas cerradas, curó con cuidado la herida, pues tenía esperanza de salvar la vida del rey; al mismo tiempo, decidió tomar otras precauciones, por si el caso resultase sin esperanza, y convocó a toda prisa a Servio. Le mostró a su marido en la agonía de la muerte, y tomando su mano, le imploró que no dejara sin venganza la muerte de su suegro, ni permitiera que su suegra se convirtiese en entretenimiento de sus enemigos. «El trono es tuyo, Servio», dijo, «si eres un hombre; no pertenece a aquellos que han, por las manos de otros, cometido és que es el peor de los crímenes. ¡Arriba! ¡sigue la orientación de los dioses que presagiaron la exaltación de tal cabeza que fue una vez rodeada con el fuego divino! Deja que te inspiren las llamas enviadas por el cielo. ¡Aprestate con esta señal! Nosotros también, aunque extranjeros, hemos reinado. Sé consciente tú mismo no de dónde surgiste, sino de lo que eres. Si en esta situación de urgencia no te puedes decidir, sigue entonces mis consejos.» Como el clamor y la impaciencia del pueblo no se podía contener, Tanaquil se acercó a una ventana en la parte superior del palacio que da a la Via Nova (el rey solía vivir en el templo de Júpiter Estator) y se dirigió al pueblo. Les rogó que se animasen, el rey había sido sorprendido por un golpe repentino, pero el arma no había penetrado a mucha profundidad, ya había recobrado el conocimiento, la sangre había sido lavada y examinada la herida, todos los síntomas eran favorables, estaba segura de que pronto volverían a verlo, mientras tanto, dio la orden que el pueblo debía reconocer la autoridad de Servio Tulio, quien se encargaría de administrar justicia y cumplir las demás funciones de la realeza. Servio apareció con su trabea [especie de toga, aunque más corta y estrecha que ésta.- N. del T.] y asistido por los lictores, y después de tomar asiento en la silla real decidió en algunos casos e interrumpió la presentación de otros con la excusa de consultar al rey. Así, durante varios días después de la muerte de Tarquinio, Servio continuó fortaleciendo su posición ejerciendo una autoridad delegada. Al fin, los gritos de duelos se oyeron en palacio y se divulgó el hecho de la muerte del rey. Protegido por un fuerte cuerpo de guardia, Servio fue el primero que ascendió al trono sin ser elegido por el pueblo, aunque sin la oposición del Senado. Cuando los hijos de Anco oyeron que los instrumentos de su crimen habían sido detenidos, que el rey estaba todavía vivo, y que Servio era tan poderoso, se exiliaron en Suessa Pomecia.
[1.42] Servio consolidó su poder tanto por sus favores privados como por sus decisiones públicas. Para protegerse contra los hijos de Tarquinio, tratándolos como Tarquinio había tratado a los de Anco, casó sus dos hijas con los descendientes de la casa real, Lucio y Arruncio Tarquinio. Los consejos humanos no podrían detener el curso inevitable del destino, ni tampoco Servio evitar que los celos que causó su ascenso al trono provocaran en su familia la infidelidad y el odio. La tregua con los veyentinos había expirado y la reanudación de la guerra contra ellos y otras ciudades etruscas llegó muy oportunamente para ayudar a mantener la tranquilidad en el interior. En esta guerra, el coraje y la buena fortuna de Tulio fueron evidentes, y regresó a Roma, después de derrotar a una inmensa fuerza del enemigo, sintiéndose bastante afirmado en el trono y seguro de la buena voluntad de los patricios y la plebe. Entonces se dedicó a la mayor de todas las obras en tiempos de paz. Del mismo modo que Numa había sido el autor de las leyes religiosas y las instituciones, así la posteridad ensalza a Servio como fundador de las divisiones y clases del Estado que supusieron una clara distinción entre los distintos grados de dignidad y fortuna. Él instituyó el censo, una institución de lo más beneficiosa en lo que iba a ser un gran imperio, para que por su medio se definieran los distintos deberes que se debían asignar así en paz como en guerra, no como hasta entonces, de manera indiscriminada, sino en proporción a la cantidad de propiedades que cada uno poseía. De aquellas designó las clases y las centurias y la siguiente distribución de las mismas, adaptadas para la paz o la guerra.
[1.43] Aquellos cuyas propiedades alcanzaban o superaban las 100.000 libras de peso [1 libra romana = 327,45 gr. Por lo tanto cien mil libras eran unos 32.745 kilos.N. del T.] en cobre fueron encuadrados en ochenta centurias, cuarenta de jóvenes y cuarenta de mayores [se piensa que originalmente esta división en iuniores y seniores reflejaba la edad respectiva de los componentes de cada centuria.- N. del T.]. Estos fueron llamados la Primera Clase. Los mayores estaban para defender la Ciudad, los más jóvenes para servir en campaña. La armadura de que debían proveerse constaba de casco, escudo redondo, grebas, y armadura [lorica en el original latino. Aunque se podría haber traducido como loriga, en castellano hace referencia a la armadura de escamas y para la época de que se habla era más normal el disco pectoral y espaldar o la coraza musculada, que la de escamas; así el término armadura engloba a varias de ellas por ser más general.- N. del T.], todo de bronce, para proteger sus personas. Sus armas ofensivas eran la lanza y la espada. A esta clase se les unió dos centurias de carpinteros, cuyo deber era hacer y mantener las máquinas de guerra, y carecían de armas. La segunda clase consistió en las personas cuyos bienes ascendían a entre 75.000 y 100.000 libras de peso de cobre, que fueron formados, mayores y jóvenes, en veinte centurias. Su armamento era el mismo que los de la Primera Clase, excepto que tenían un escudo oblongo de madera en lugar del redondo de bronce y armadura. La Tercera Clase se formó de aquellos cuya propiedad cayó a un mínimo de 50.000 libras, los cuales también formaron veinte centurias, divididas igualmente en mayores y jóvenes. La única diferencia en la armadura era que no llevaban grebas. En la Cuarta Clase se integraron aquellos cuyas propiedades estaban por debajo de 25.000 libras. También formaron veinte centurias; sus únicas armas eran una lanza y una jabalina. La Quinta Clase era la mayor y estaba formada por treinta centurias. Llevaban hondas y piedras, e incluían los supernumerarios, cornícines [tocadores del cuerno, instrumento de alarma.- N. del T.] y los trompetistas, que formaron tres centurias. Esta Quinta Clase se evaluó en 11.000 libras. El resto de la población cuya propiedad cayó por debajo de ésta última cantidad formó una centuria y estaba exenta del servicio militar.
Después de regular así el equipamiento y distribución de la infantería, reorganizó la caballería. Alistó de entre los principales hombres del Estado a doce centurias. De la misma manera creó otras seis centurias (aunque Rómulo sólo había alistado tres) bajo los mismos nombres con que habían sido creadas las primeras. Para la adquisición de los caballos, se destinaron 10.000 libras del tesoro público; mientras que para su mantenimiento se determinó que ciertas viudas pagarían 2.000 libras al año, cada una. La carga de todos estos gastos se trasladó de los pobres a los ricos. Luego fueron otorgados otros privilegios. Los antiguos reyes habían mantenido la Constitución como fue dictada por Rómulo, a saber: Sufragio universal en el que todos los votos por igual tenían el mismo peso y los mismos derechos. Servio introdujo una graduación; de modo que, si bien ninguno fue aparentemente privado de su voto, todo el poder del sufragio quedó en manos de los hombres principales del Estado. Los caballeros eran los primeros convocados para emitir su voto, después las ochenta centurias de la infantería de la Primera Clase; si sus votos estaban divididos, lo que rara vez ha sucedido, se dispuso que se citase a la Segunda Clase; en muy pocas ocasiones se extendió el voto a las clases más bajas. No debería sorprender a nadie que ahora, tras el establecimiento definitivo de treinta y cinco tribus y el doble de centurias de jóvenes y mayores, no coincidan con las que hizo Servio Tulio. Porque, después de dividir la Ciudad con sus distritos y las colinas que estaban habitadas en cuatro partes, llamó a estas divisiones «tribus», creo que a causa del tributo que pagaban, pues también introdujo la práctica de recaudar aplicando la misma tasa a cada valoración. Estas tribus no tenían nada que ver con la distribución y el número de las centurias.
[1.44] Los trabajos del censo se vieron acelerados por una ley en la que Servio disponía el encarcelamiento e incluso la pena capital contra los que evadieran la valoración [de sus bienes.- N. del T.]. Al terminarlo emitió una orden para que todos los ciudadanos de Roma, caballeros e infantería por igual, debían concurrir en el Campo de Marte, cada uno en sus centurias. Después de todo el ejército se hubiera concentrado allí, él lo purificó mediante una suovetaurilia [el sacrificio triple de un cerdo, una oveja y un buey.- N. del T.]. Esto se llamaba un sacrificio cerrado [conditum lustrum en el original latino.- N. del T.], porque con él el censo quedó concluido. Ochenta mil ciudadanos [no se contaban mujeres ni niños.- N. del T.] se dice que fueron incluidos en el censo. Fabio Pictor, el más antiguo de nuestros historiadores, afirma que este era el número de los que podían portar armas. Para contener esa población era evidente que la Ciudad tendría que ser ampliada. Añadió las dos colinas (el Quirinal y el Viminal) y luego hizo una adición posterior, incluyendo el Esquilino, y para darle más importancia vivió él mismo allí. Rodeó la ciudad con de tierra y fosos y la muralla, de esta manera amplió el pomerio [límite sagrado de la ciudad, dentro del que se efectuaban ciertos ritos y había que cumplir ciertas reglas: por ejemplo, no podía ser pisado por ejércitos en armas.- N. del T.] . Mirando sólo a la etimología de la palabra, se explica «pomoerium» como «postmoerium» [pasado el muro.- N. del T.]; aunque se trata, más bien, de una «circamoerium» [circundado por el muro.- N. del T.]. Así dicho por el espacio que los etruscos de la antigüedad, al fundar sus ciudades, consagraban de acuerdo con augurios y marcaban con mojones a intervalos por cada lado, como la parte donde el muro iba a ser construido, se mantenía vacío para que los edificios no pudieran estar en contacto con la pared interior (aunque ahora, por lo general, lo tocan), y en el exterior algo de terreno debía permanecer como tierra virgen para el cultivo. Este espacio, en el que estaba prohibido construir o arar, y que no podía decirse que detrás de la pared del muro hubiera ningún otro muro era lo que los romanos llamaban el pomerio. Según crecía la Ciudad, estos mojones sagrados siempre se avanzaron conforme se adelantaban las murallas.
[1.45] Después de que el Estado fuese ampliado con la expansión de la Ciudad y adoptados todos los acuerdos domésticos referentes a las necesidades tanto de paz como de guerra, Servio trató de extender su dominio mediante las obras públicas, en lugar de engrandecerla por las armas, y al mismo tiempo hizo una adición al embellecimiento de la Ciudad. El templo de Diana de Éfeso era famoso en ese momento, y se dice que fue construido con la cooperación de los Estados de Asia. Servio había tomado la precaución de formar lazos de hospitalidad y amistad con los jefes de la nación Latina, y solía hablar con los mayores elogios de esta cooperación y el reconocimiento común de la misma deidad. A fuerza de insistir en este tema, finalmente indujo a las tribus latinas para unirse al pueblo de Roma en la construcción de un templo de Diana, en Roma. Hacerlo así era una admisión de la preponderancia de Roma, una cuestión que tantas veces había sido cuestionada por las armas. Aunque los latinos, después de sus muchas experiencias desafortunadas en la guerra, habían dejado de lado como nación todo pensamiento de éxito, había entre los sabinos un hombre que pensaba que se le presentaba una oportunidad para recuperar la supremacía a través de su propia astucia. La historia cuenta que un padre de familia perteneciente a esa nación tenía una vaca de gran tamaño y maravillosa belleza. La maravilla quedó atestiguada para tiempos posteriores mediante sus cuernos, que fueron fijados en el vestíbulo del templo de Diana. La criatura se veía como (y realmente lo fue) un prodigio, y los adivinos predijeron que, quienquiera que fuese que lo sacrificara a Diana, el Estado del que él fuese ciudadano debe sería sede de Imperio. Esta profecía había llegado a los oídos del magistrado a cargo del templo de Diana. Al llegar el primer día adecuado para poder ofrecer sacrificios, el sabino llevó la vaca a Roma, la condujo al templo y la colocó frente al altar. El magistrado en ejercicio era un romano e, impresionado por el tamaño de la víctima, cuya fama ya conocía, recordó la profecía y dirigiéndose al sabino, le dijo: «¿Por qué estás, extranjero, preparándote para hacer un sacrificio contaminado a Diana? Ve y báñate primero en agua corriente. El Tíber baja por allí, en el fondo del valle.» Lleno de dudas, y ansioso por que todo se hiciese correctamente para que la predicción se cumpliera, el extranjero bajó rápidamente hasta el Tíber. Mientras tanto, los romanos sacrificaron la vaca a Diana. Esto fue motivo de gran satisfacción para el rey y su pueblo.
[1,46] Servio estaba ahora afirmado en el trono tras su larga posesión. Había, sin embargo, llegado a sus oídos que el joven Tarquinio estaba diciendo que reinaba sin el consentimiento del pueblo. Se aseguró, en primer lugar, la benevolencia de la plebe asignando a cada cabeza de familia una parcela de la tierra que había sido tomada al enemigo. Luego les propuso la cuestión de si era su voluntad y decisión que reinase. Fue aclamado rey por un tan voto unánime como ningún rey antes que él obtuvo. Esta acción no disminuyó en absoluto las esperanzas de Tarquinio de hacerse con el trono, antes al contrario. Era un joven audaz y ambicioso, y su esposa Tulia estimulaba su inquieta ambición. Supo que la concesión de tierras al pueblo se oponía a la opinión del Senado, y aprovechó la oportunidad que se le brindaba para difamar a Servio y el fortalecer su propia facción en esa Asamblea [el Senado. N. del T.]. Así sucedió que el palacio romano proporcionó un ejemplo del crimen que los poetas trágicos han descrito, con el resultado de que el odio sentido por los reyes aceleró el advenimiento de la libertad, y la corona ganada por la maldad fue la última en serlo.
Este Lucio Tarquinio (no está claro que fuese hijo o el nieto del rey Tarquinio Prisco; de seguir a los Autores antiguos, era su hijo) tenía un hermano, Arruncio Tarquinio, un joven de carácter dulce. Los dos Tulias, las hijas del rey, habían casado, como ya he dicho, con estos dos hermanos, y el carácter de cada una era el opuesto al de sus maridos. Fue, creo yo, la buena fortuna de Roma la que intervino para evitar que dos naturalezas violentas se unieran en matrimonio, y para que el reinado de Servio Tulio pudiera durar lo bastante como permitir al Estado asentarse en su nueva constitución. El feroz espíritu de una de las dos Tullias estaba desazonado porque nada había en su marido que pudiera llenar su codicia o ambición. Todos sus afectos se cambiaron al otro Tarquinio; él era a quien admiraba; él, dijo, era un hombre, él era verdaderamente de sangre real. Despreciaba a su hermana, pues teniendo a un hombre por su marido, éste no estaba animado por el espíritu de una mujer. Tal semejanza de carácter pronto les unió, pues lo malo suele buscar lo malo. Pero fue la mujer la iniciadora de las maldades. Constantemente mantenía entrevistas secretas con el marido de su hermana, a quien incansablemente vilipendiaba [a su hermana.- N. del T.] tanto como a su propio marido, afirmando que habría sido mejor para ella haber permanecido soltera y él soltero, que haber sido tan desigualmente desposados y llevados a la ociosidad por la cobardía de sus cónyuges. Si el cielo le hubiese dado el marido que merecía, pronto habría visto establecida en su propia casa la soberanía que su padre ejerció. Rápidamente infectó al joven con su propia imprudencia. Lucio Tarquino y Tulia la joven, con un doble asesinato, limpiaron en sus casas los obstáculos a un nuevo matrimonio; su boda fue celebrada con la aquiescencia tácita si no con la aprobación de Servio.
[1.47] Desde ese momento la vejez de Tulio se hizo más amarga, su reinado más infeliz. La mujer importunaba noche y día, sin dar reposo a su marido, por miedo a que los últimos asesinatos resultasen infructuosos. Lo que ella quería, dijo, no era un hombre que sólo fuese su marido en el nombre, o con quien fuera a vivir en resignada servidumbre; el hombre que necesitaba era alguien que se considerase digno de un trono, que recordase que era el hijo de Tarquinio Prisco, quien prefirió llevar una corona en lugar de vivir con la esperanza de ella. «Si eres el hombre con quien yo pensaba que estaba casada, entonces te llamo mi marido y mi rey; pero si no, he cambiado mi condición para peor, ya que no sólo eres un cobarde, sino un criminal. ¿Por qué no te dispones a actuar? No eres, como tu padre, natural de Corinto o de Tarquinia, ni es una corona extranjera la que tienes que ganar. Los penates de tu padre, la imagen de tus antepasados, el palacio real, el trono real dentro de él, el propio nombre Tarquinio, te declaran rey. Si no tienes el valor suficiente para ello, ¿por qué despiertas falsas esperanzas en el Estado? ¿Por qué te permites que te consideren miembro de la realeza? Vuelve a Tarquinia o a Corinto, vuelve a la posición desde la que surgísteis; tienes más la naturaleza de tu hermano que la de tu padre.» Con frases como estas ella lo acosaba. Ella, también, estaba constantemente obsesionada con la idea de que mientras Tanaquil, una mujer de origen extranjero, había demostrado tal espíritu como para dar la corona a su marido y a su yerno después, bien que ella misma, aunque de ascendencia real, no tenía ningún poder para darla o quitarla. Incitado por las palabras furiosas de su mujer, Tarquinio empezó tantear y entrevistarse con los nobles y plebeyos; les recordó el favor que su padre les había mostrado, y les pidió que demostrasen su gratitud; se ganó a los más jóvenes con regalos . Haciendo promesas tan magníficas en cuanto a lo que haría, y haciendo denuncias contra el rey, su causa se hizo más fuerte entre todos los órdenes.
Al final, cuando él pensó que había llegado el momento de actuar, apareció de repente en el foro con un grupo de hombres armados. Se produjo un pánico general, durante el cual se sentó en la silla real del Senado y ordenó que los padres debían ser convocados por el pregonero «en presencia del rey Tarquinio.» Ellos se reunieron a toda prisa, algunos ya preparados para lo que se avecinaba y otros, temerosos de que su ausencia pudiera despertar sospechas, y consternados por la extraordinaria naturaleza del incidente, estaban convencidos de que el destino de Servio estaba sellado. Tarquino recordó el linaje del rey, protestó diciendo que era un esclavo e hijo de un esclavo, y que después que su (del orador) padre fuera sido vilmente asesinado, tomó el trono, como regalo de una mujer, sin que fuese nombrado ningún interrex como hasta entonces lo había sido, sin haberse convocado ningún tipo de asamblea, sin que se emitiera ningún tipo de voto por el pueblo para adoptarlo ni confirmación alguna por el Senado. Sus simpatías estaban con la escoria de la sociedad de la que había surgido, y celoso de la nobleza a la que no pertenecía, había tomado la tierra de los hombres principales del Estado y la repartió entre los más viles; había descargado en ellos la totalidad de las cargas que antes habían sido sufragadas en común por todos; había instituido el censo para que el conocimiento de las fortunas de los ricos pudieran mover a envidia, y que fuesen una fuente de fácil acceso para repartir prebendas, cuando quisiera, a los más necesitados.
535 a.C.
[1,48] Servio había sido citado por un mensajero sin aliento, y llegó a la escena, mientras que Tarquinio estaba hablando. Tan pronto como llegó al vestíbulo, exclamó en voz alta: «¿Qué significa esto, Tarquinio? ¿Cómo te atreves, con tanta insolencia, a convocar al Senado o sentarte en esa silla mientras estoy vivo? » Tarquinio respondió violentamente que ocupaba el asiento de su padre, que el hijo de un rey era mucho más legítimo heredero al trono que un esclavo, y que él, Servio, en su juego imprudente, había insultado a sus amos el tiempo suficiente. Se oyeron gritos de sus partidarios respectivos, el pueblo se precipitó en el Senado, y fue evidente que el quien ganase la lucha reinaría. Entonces Tarquinio, forzados por la apremiante necesidad a llegar al último extremo, agarró a Servio por la cintura, y siendo un hombre mucho más joven y fuerte, le sacó del Senado y lo arrojó escaleras abajo, hacia el Foro. Luego volvió a llamar al Senado al orden. Los magistrados y asistentes del rey habían huido. El mismo rey, medio muerto por la agresión, fue condenado a muerte por aquellos a quienes Tarquinio había enviado tras él. Se cree actualmente que esto se hizo por sugerencia de Tulia, pues estaba muy en consonancia con su maldad. En todo caso, hay acuerdo general en que conducía por el Foro en un carro de dos ruedas, y desvergonzada por la presencia de la multitud, llamó a su esposo fuera del Senado y fue la primera en saludarlo como rey. Le dijo que se saliera del tumulto, y cuando a su regreso había llegado tan lejos como a la parte superior de la Vicus Cyprius, donde estaba últimamente el templo de Diana, y doblaba a la derecha hacia el Clivus Urbius, para llegar al Esquilino, el conductor paró horrorizado y se detuvo, señalando a su señora el cadáver de Servio, asesinado. Entonces, cuenta la tradición, se cometió un crimen abominable y antinatural, el recuerdo del lugar aún conserva y por eso lo llaman el Vicus Sceleratus [execrable.- N. del T.]. Se dice que Tulia, incitada a la locura por los espíritus vengadores de su hermana y su marido, pasó el carro justo sobre el cuerpo de su padre, y llevó de vuelta un poco de la sangre de su padre en el carro y sobre ella misma, contaminada por si y por los penates de su marido, a través de cuya ira un reinado que comenzó con la maldad pronto fue llevado a su fin por una causa similar. Servio Tulio reinó cuarenta y cuatro años, e incluso un sucesor sabio y bueno habría tenido dificultades para ocupar el trono como él lo había hecho. La gloria de su reinado fue aún mayor porque con él pereció toda justa y legítima monarquía en Roma. Suave y moderado como fue su dominio, había sin embargo, según algunas autoridades, creado la tentación de declinarlo, pues se había concentrado [el poder.N. del T.] en una sóla persona, pero este propósito de devolver la libertad al Estado se vio interrumpido por este crimen doméstico.
[1.49] Lucio Tarquinio empezó ahora su reinado. Su conducta le procuró el apodo de «Soberbio», pues privó a su suegro de sepultura, con la excusa de que Rómulo no fue sepultado, y mató a los principales nobles de quienes sospechaba fuesen partidarios de Servio. Consciente de que el precedente que había establecido, al trono por la violencia, podría ser utilizado en su contra, se rodeó de un guardia armada. Pues él no tenía nada por lo que hacer valer sus derechos a la corona, excepto la violencia actual; estaba reinando sin haber sido elegido por el pueblo, o confirmado por el Senado. Como, por otra parte, no tenía ninguna esperanza de ganarse el afecto de los ciudadanos, tuvo que mantener su dominio mediante el miedo. Para hacerse más temido, llevó a cabo los juicios en casos de pena capital, sin asesores, y bajo su presidencia fue capaz de condenar a muerte, desterrar, o multar no sólo a aquellos de los que sospechaba o le resultaban antipáticos, sino también a aquellos de quienes sólo pretendía obtener su dinero. Su objetivo principal era reducir así el número de senadores, negándose a cubrir las vacantes, para que la dignidad del propio orden disminuyera junto con su número. Fue el primero de los reyes en romper la tradicional costumbre de consultar al Senado sobre todas las cuestiones, el primero en gobernar con el asesoramiento de sus favoritos de palacio. La guerra, la paz, los tratados, las alianzas se hicieron o rompieron por su voluntad, tal como a él le pareciera bien, sin autorización alguna del pueblo o del Senado. Hizo hincapié en asegurarse el apoyo de la nación Latina, para que a través de su poder y su influencia en el extranjero pudiera sentirse más seguro entre sus súbditos en el país; no sólo formalizó lazos de hospitalidad con sus hombres principales sino que estableció los lazos familiares. Dio a su hija en matrimonio a Octavio Mamilio de Tusculo, que era el hombre más importante de la raza latina, descendiente, si hemos de creer a las tradiciones, de Ulises y Circe la diosa; a través de esa relación se ganó muchos de los amigos y conocidos de su yerno.
[1,50] Tarquinio había adquirido una considerable influencia entre la nobleza de los latinos y les envió un mensaje para reunirse en una fecha fijada en el lugar llamado Ferentina, pues había asuntos de interés común sobre los que desea consultarles. Se reunieron en número considerable al amanecer; Tarquinio mantuvo su cita, es cierto, pero no llegó hasta poco antes del atardecer. El Consejo dedicó todo el día discutiendo de muchos asuntos. Turno Herdonio, de Aricia, hizo un feroz ataque contra el ausente Tarquinio. No es de extrañar, dijo, que en Roma se le hubiera atribuido el epíteto de «tirano» (pues esto era lo que le llamaba habitualmente el pueblo, aunque sólo en voz baja), ¿Podía algo mostrar mejor que era un tirano que el modo en que jugaba con toda la nación Latina? Después de convocar a los jefes desde sus distantes hogares, el hombre que había pedido el Consejo no estaba presente. En realidad estaba tratando de saber cuán lejos podía llegar, de modo que si se sometían al yugo él podría aplastarlos. ¿Quién no vería que estaba trazando su camino a la soberanía sobre los latinos? Aun suponiendo que sus propios compatriotas hicieran bien en confiarle el poder supremo (en el supuesto de que se lo hubieran otorgado, en vez de haberlo ganado con un parricidio), los latinos no debían, incluso en tal caso, ponerlo [el poder.- N. del T.] en manos de un extranjero. Pero si su propio pueblo se entristecía amargamente con su dominio, viendo cómo estaban siendo asesinados, enviados al exilio, despojados de todos sus bienes, ¿podían los latinos esperar mejor destino? Si hubieran seguido el consejo del orador, se habrían vuelto a sus casas y habrían hecho tanto caso de la citación al Consejo como lo había hecho quien lo convocó. Justo mientras estos y otros sentimientos eran expuestos por el hombre que había ganado su influencia en Aricia por la traición y el crimen, Tarquinio apareció en la escena. Esto puso fin a su discurso, y todos dieron la espalda al orador para saludar al rey. Cuando se restableció el silencio, Tarquinio fue aconsejado por los que estaban cerca para que explicase por qué había llegado tan tarde. Dijo que, habiendo sido elegido mediador entre un padre y un hijo, se había retrasado por sus esfuerzos por reconciliarlos, y como el asunto le había tomado todo el día, presentaría al día siguiente las medidas que había decidido. Se dice que, pese a esta explicación, Turno no dejó de comentar: ningún caso, argumentó, podría ocupar menos tiempo que el de uno entre un padre y un hijo, que podría ser resuelto con pocas palabras; si el hijo no cumplía los deseos del padre, se metía en problemas.
[1.51] Con estas censuras sobre el rey romano dejó el consejo. Tarquinio se tomó el asunto más en serio de lo que aparentó y enseguida comenzó a planear la muerte de Turno, a fin de que aterrorizase a los latinos con el mismo terror con el cual había sojuzgado los espíritus de sus súbditos. Como no tenía poder para condenarle abiertamente a la muerte, ideó su destrucción mediante una falsa acusación. A través de algunos de los aricinos que se oponían a Turno, sobornó a un esclavo suyo para permitir que llevasen en secreto a sus cuarteles una gran cantidad de espadas. Este plan fue ejecutado en una noche. Poco antes del amanecer, Tarquinio convocó a los jefes de los latinosa su presencia, como si algo sucedido le hubiera producido gran alarma. Les dijo que su demora el día anterior había sido provocada por alguna providencia divina, pues había demostrado ser la salvación, tanto de ellos suya propia. Había sido informado de que Turno estaba planeando su asesinato y el de los hombres más importantes en las diferentes ciudades, para tener el poder absoluto sobre los latinos. Lo habría intentado el día anterior en el Consejo, pero el intento fue aplazado debido a la ausencia del convocante del Consejo, el principal objeto de su ataque. Por lo tanto las críticas formuladas contra él en su ausencia, pues debido a su retraso se habían frustrado sus esperanzas de éxito. Si las informaciones que le habían llegado eran cierta, no tenía ninguna duda de que, al inicio del Consejo al amanecer, Turno vendría armado y con muchos de los conspiradores. Se afirmó que se le había llevado un gran número de espadas. Si se trataba o no de un rumor podría comprobarse muy pronto y les pidió que lo acompañaran a ver a Turno. El carácter inquieto y ambicioso de Turno, su discurso del día anterior, y el retraso de Tarquinio, que explicaba fácilmente el aplazamiento de su asesinato, todo alimentaba sus sospechas. Fueron proclives a aceptar la declaración de Tarquinio, pero también a considerar toda la historia como carente de fundamento si las espadas no fuesen descubiertas. Cuando llegaron, Turno fue despertado y puesto bajo vigilancia, y los esclavos que por afecto a su amo se estaban preparando para su defensa fueron prendidos. Luego, cuando las espadas ocultas aparecieron por todos los rincones de su alojamiento, el asunto pareció demasiado cierto y Turno fue puesto en cadenas. En medio de gran tumulto se convocó en seguida un consejo de los latinos. La vista de las espadas, puestas en medio, despertó tan furioso resentimiento que fue condenado, sin ser oído en su defensa, a un modo de morir sin precedentes. Fue arrojado a la fuente Ferentina y ahogado poniendo sobre él una valla cargada con piedras.
[1.52] Después que los latinos volvieron a reunirse en el Consejo y que Tarquinio les hubiese agradecido el castigo infligido a Turno, acorde con sus designios parricidas [como los asesinables eran los Padres de los latinos, el crimen pergeñado merecía así el calificativo de parricidio. N. del T.], Tarquinio se dirigió a ellos de la siguiente manera: Fue en su mano ejercer un derecho de larga data pues , ya que todos los latinos remontaban su origen a Alba, estaban incluidos en el tratado hecho por Tulio por el cual el conjunto del Estado Albano con sus colonias pasaron bajo la soberanía de Roma. Pensaba, sin embargo, que sería más ventajoso para todas las partes si se renovaba ese tratado, a fin de que los latinos pudieran disfrutar de la prosperidad del pueblo romano, en lugar temer siempre al extranjero, o sufrir como ahora, la demolición de sus ciudades y la devastación de sus campos, como sucedió en el reinado de Anco y después, mientras su padre estaba en el trono. Los latinos fueron persuadidos sin mucha dificultad, aunque por el tratado Roma era el estado predominante, ya que vieron que los jefes de la Liga Latina daban su adhesión al rey, y Turno ofreció un ejemplo del peligro en que incurría cualquiera que se opusiera a los deseos del rey. Así se renovó el tratado, y se emitieron órdenes de los jóvenes entre los latinos se reunieran bajo las armas, de conformidad con el Tratado, un día determinado en el lugar de Ferentina. Cumpliendo la orden, se juntaron los contingentes de los treinta pueblos, y con el fin de privarlos de su propio general, de un mando separado, o de sus propios estandartes, unió una centuria latina y una romana dentro de un mismo manípulo, componiéndose el manípulo de ambas unidades y doblando su fuerza total, y puso a un centurión al mando de cada centuria.
[1,53] Aunque tiránico en su gobierno interior, el rey no era un general despreciable; en habilidad militar habría rivalizado con cualquiera de sus predecesores si la degeneración de su carácter en otros sentidos no le hubiese impedido alcanzar distinción también en este terreno. Fue el primero en provocar la guerra con los volscos (una guerra que duró más de doscientos años tras él) y les tomó las ciudades de Pontino y Suessa. El botín fue vendido y se ingresaron cuarenta talentos [1 talento= 100 libras de 327,45 gr; o sea: 32,745 kg.- N. del T.] de plata. A continuación, concibió ampliar el templo de Júpiter, que por su tamaño debía ser digno del rey de los dioses y los hombres, digno del Imperio Romano y digno de la majestad de la Ciudad misma. Dispuso de la suma antes mencionada para su construcción. La siguiente guerra le ocupó más de lo esperado. No pudiendo tomar la vecina ciudad de los gabios por asalto y resultar inútil tratar de asediarla, luego de ser derrotado bajo sus muros, empleó contra ella métodos que no tenían nada de romanos, es decir, el fraude y el engaño. Fingió haber renunciado a todo pensamiento de guerra y que se dedicaba devotamente a poner los cimientos de su templo [de Júpiter.- N. del T.] y otros trabajos en la Ciudad. Mientras tanto, acordó que Sexto, el menor de sus tres hijos, se llegase a Gabii haciéndose pasar por refugiado, quejándose amargamente de la crueldad insoportable de su padre y declarando que había cambiado a su propia familia por la tiranía sobre los demás, e incluso consideró la presencia de sus hijos como una carga y que se preparaba a devastar a su propia familia tal como había devastado el Senado, de modo que no dejaría ningún descendiente, ni un solo heredero a la Corona. Había, dijo, escapado de la violencia asesina de su padre, y sentía que ningún lugar era seguro para él excepto entre los enemigos de Lucio Tarquinio. Que no se engañasen a sí mismos, la guerra que aparentemente había abandonado se ciernía sobre ellos, y a la primera oportunidad les atacaría cuando menos lo esperasen. Si entre ellos no hubiese lugar para los suplicantes, vagaría por el Lacio, suplicaría a los volscos, a los ecuos, a los hernios, hasta encontrar a los que supiesen proteger a los hijos contra la persecución cruel y antinatural de sus padres. Tal vez hallaría pueblos con espíritu suficiente para tomar las armas contra un tirano despiadado respaldado por un pueblo guerrero. Como parecía probable que lo hiciese si no le prestaban atención, por su mal humor, el pueblo de Gabii le recibió con benignidad. Le dijeron que no se sorprendiese si su padre trataba a sus hijos como había tratado a sus propios súbditos y aliados; habiendo acabado con los demás también podría terminar asesinándolo a él. Ellos mostraron satisfacción por su llegada y expresaron su convicción de que con su ayuda a la guerra cambiaría de las puertas de Gabii a las murallas de Roma.
[1.54] Fue admitido en las reuniones del Consejo Nacional. Si bien expresó su acuerdo con los ancianos de Gabii sobre otros temas, de los que estaban mejor informados, les instaba constantemente a la guerra, y afirmó hablar con autoridad especial, porque estaba familiarizado con la fuerza de cada nación, y sabía que la tiranía del rey, que incluso sus propios hijos habían encontrado insoportable, era ciertamente odiada por sus súbditos. Así que después de inducir gradualmente a los dirigentes de los gabios a la revuelta, fue personalmente con algunos de los más entusiastas de entre los jóvenes en expediciones de saqueo. Al actuar hipócritamente, tanto en sus palabras como en sus acciones, se ganó cada vez más su engañada confianza y, por fin, fue elegido como comandante en la guerra. Mientras que la masa de la población ignoraba lo que pretendía, tuvieron lugar los combates entre Roma y Gabii con ventaja, en general, para éstos, hasta que todos los gabios, desde el más alto hasta el más bajo creyeron firmemente que Sexto Tarquinio había sido enviado por el cielo para dirigirlos. En cuanto a los soldados, por compartir todos sus trabajos y peligros fue muy apreciado, y por la distribución abundante del botín, se convirtió tan poderoso en Gabii como el anciano Tarquinio lo era en Roma. Cuando se creyó lo suficientemente fuerte como para tener éxito en cualquier cosa intentase, envió a uno de sus amigos a su padre en Roma para preguntarle qué deseaba que hiciese ahora que los dioses le habían concedido el poder absoluto en Gabii. A este mensajero no se le dio respuesta verbal, porque, creo, desconfiaba de él. El rey entró en el jardín de palacio, sumido en sus pensamientos, seguido del mensajero de su hijo. Mientras caminaba en silencio, se dice que golpeó el más alto de los capullos de adormidera con su bastón. Cansado de pedir y esperar una respuesta, y sintiendo que su misión era un fracaso, el mensajero regresó a Gabii e informó de lo que había dicho y visto, y agregó que el rey, fuese por temperamento, por aversión personal o por su arrogancia natural, no había pronunciado una sola palabra. Cuando se hizo evidente a Sextus lo que su padre deseaba de él por lo que hizo durante su misterioso silencio, procedió a deshacerse de todos los hombres del Estado difamando a algunos entre el pueblo, mientras que otros caían víctimas de su propia impopularidad. Muchos fueron ejecutados, algunos contra los que no había cargos plausibles fueron secretamente asesinados. A algunos se les permitió buscar la seguridad al huir o fueron enviados al exilio; sus propiedades, así como las de otros que fueron condenados a muerte, se repartieron en regalos y sobornos. La satisfacción que sintió cada receptor embotó su percepción sobre la agitación pública que se estaba forjando hasta que, privado de todo consejo y ayuda, el Estado de Gabii fue entregado al rey romano sin una sola batalla.
[1.55] Después de la toma de Gabii, Tarquinio hizo la paz con los ecuos y renovó el tratado con los etruscos. Luego volvió su atención a los asuntos de la Ciudad. Lo primero era el templo de Júpiter en el monte Tarpeyo, que estaba ansioso por legar como recuerdo de su reinado y de su nombre; todos los Tarquinios estaban interesados en su finalización, el padre lo había prometido, el hijo lo terminó. Para que el conjunto de la zona que el templo de Júpiter iba a ocupar pudiera ser enteramente dedicado a esa deidad, decidió desacralizar las capillas y sus terrenos circundantes, algunos de los cuales habían sido originalmente dedicados por el rey Tacio en la crisis de su batalla contra Rómulo y, posteriormente, consagrados e inaugurados. Dice la tradición que, al comienzo de estas obras, los dioses mandaron señales divinas sobre la grandeza futura del imperio, pues mientras que los presagios fueron favorables para la desacralización de todos los demás santuarios, resultaron desfavorables para la del templo de Terminus [dios protector de los límites.- N. del T.]. Esto fue interpretado en el sentido de que, como la morada de Terminus no fue movida y sólo a él, de entre todos los dioses, le dejaron sus límites consagrados, las fronteras del futuro imperio serían firmes e inconmovibles. Este augurio de largo dominio fue seguido por un prodigio que presagiaba la grandeza del imperio. Se dice que mientras se estaba excavando los cimientos del templo, salió a la luz una cabeza humana con la cara íntegra; esta aparición presagiaba inequívocamente que el lugar sería la cabeza del imperio. Esta fue la interpretación dada tanto por los adivinos en la ciudad como por los que habían sido llamados desde Etruria. Los augurios incitaron el ánimo del rey; de tal manera que su porción del botín de Pomecia, que había sido apartada para completar la obra, a duras penas podía ahora sufragar el costo de los cimientos. Esto hace que me incline a confiar en Fabio (que, además, es la autoridad más antigua) cuando dice que la cantidad fue de sólo cuarenta talentos, en lugar de en Pisón, quien afirma que se apartaron con este fin cuarenta mil libras de plata [1 talento = 100 libras; por tanto 40.000 libras serían 400 talentos.- N. del T.]. Porque no sólo es una suma mayor de la esperable del botín de una ciudad única en ese momento, sino que sería más que suficiente para los cimientos del edificio más suntuoso de la actualidad.
[1,56] Decidido a terminar el templo, mandó llamar obreros de todas partes de Etruria, y no sólo empleó el erario público para sufragar los gastos, sino que también obligó a los plebeyos a tomar parte en la obra. Este fue además de su servicio militar, y para nada resultó una carga ligera. Todavía se sufrían menos de una dificultad como construir los templos de los dioses con sus propias manos, como lo hicieron después, cuando fueron destinados a otras tareas menos imponentes pero de mayor fatiga (la construcción de plazas junto al Circo y la de la Cloaca Máxima, un túnel subterráneo para recibir todas las aguas residuales de la Ciudad). La magnificencia de estas dos obras difícilmente podría ser igualada por ninguna de la actualidad. Cuando los plebeyos ya no eran necesarios para estas obras, consideró que tal multitud de desempleados resultarían en una carga para el Estado, y como deseaba colonizar con más intensidad las fronteras del imperio, envió colonos a Signia y Circeii para que sirvieran de protección a la Ciudad por tierra y mar. Mientras estaba llevando a cabo estas empresas, ocurrió un presagio terrible: una serpiente salió de una columna de madera, provocando confusión y pánico en palacio. El propio rey no estaba tan aterrado como lleno de ansiosos presentimientos. Los adivinos etruscos eran empleados sólo para interpretar prodigios que afectasen al Estado; pero éste le incumbía a él personalmente y a su casa, por lo que decidió enviar a consultar al más famoso oráculo del mundo, en Delfos. Temeroso de confiar la respuesta del oráculo a cualquier otra persona, envió a dos de sus hijos a Grecia, a través de tierras desconocidas en ese tiempo y de mares mucho menos conocidos. Tito y Arruncio comenzaron su viaje. Tenían como un compañero de viaje a L. Junio Bruto, el hijo de la hermana del rey, Tarquinia, un joven de un carácter muy diferente del que fingía tener. Cuando se enteró de la masacre de los principales ciudadanos, entre ellos su propio hermano, por órdenes de su tío, determinó que su inteligencia debía dar el rey motivo de alarma, ni su fortuna provocar su avaricia, y que, ya que las leyes no le ofrecían protección, buscaría la seguridad en la oscuridad y el abandono. En consecuencia, cuidó tener el aspecto y el comportamiento de un idiota, dejando al rey hacer lo que quisiera con su persona y bienes, y ni siquiera protestar contra su apodo de «Brutus»; pues bajo la protección de ese apodo esperaba el espíritu que estaba destinado a liberar un día a Roma. La historia cuenta que cuando fue llevado a Delfos por los Tarquinios, más como un bufón para su diversión que como un compañero, llevaba un bastón de oro encerrado en el hueco de otro de madera y lo ofreció a Apolo como un emblema místico de su propio carácter. Después de cumplir el encargo de su padre, los jóvenes estaban deseosos de averiguar cuál de ellos heredaría el reino de Roma. Se oyó una voz desde lo más profundo de la caverna: «Quien de vosotros, jóvenes, sea el primero en besar a su madre, tendrá el poder supremo en Roma.» Sexto se había quedado en Roma, y para mantenerlo en la ignorancia de este oráculo y así privarle de la oportunidad de llegar al trono, los dos Tarquinios insistió en mantener un silencio absoluto sobre el tema. Echaron a suertes cuál de ellos sería el primero en besar a su madre a su regreso a Roma. Bruto, pensando que la voz del oráculo tenía otro significado, fingió tropezar, y al caer besó el suelo, pues la tierra es, por supuesto, nuestra madre común. Luego regresó a Roma, donde se estaban haciendo enérgicos preparativos para una guerra con los rútulos.
[1.57] Este pueblo, que estaba en ese momento en posesión de Ardea, fue, considerando la naturaleza de su país y la época en que vivían, excepcionalmente rico. Esta circunstancia fue el motivo real de la guerra, porque el rey romano estaba deseoso de reparar su propia fortuna, que se había agotado por la escala de sus magníficas obras públicas, y también para conciliarse con sus súbditos mediante la distribución del botín de guerra. Su tiranía ya había producido descontento, pero lo que se trasladó el especial resentimiento fue la forma en el rey les había mantenido tanto tiempo en labores manuales e incluso en trabajos serviles. Se hizo un intento de tomar por asalto Ardea; al no poder, recurrió a asediar la ciudad para matar de hambre al enemigo. Cuando las tropas están quietas, como es el caso de los asedios, en vez de en campaña activa, es fácil de conceder permisos de salida, más a los oficiales, sin embargo, que a los soldados. Los príncipes reales a veces pasaban sus horas de ocio en fiestas y diversiones, y en una fiesta dada por Sexto Tarquinio Colatino en la que el hijo de Egerius estuvo presente, la conversación pasó a girar sobre sus esposas, y cada uno comenzó a hablar de la suya propia con extraordinarias palabras de alabanza. Encendidos con la discusión, Colatino dijo que no había necesidad de palabras, en pocas horas se podría comprobar hasta qué punto su Lucrecia era superior a las demás. «¿Por qué no», exclamó, «si tenemos algún vigor juvenil, montamos a caballo y hacemos a nuestras esposas una visita y veremos su condición según lo que estén haciendo? Como sea su comportamiento ante la llegada inesperada de su marido, así será la prueba más segura». Ellos se habían calentado con el vino, y todos gritaron: «¡Bien! ¡Vamos!» Espoleando a los caballos galoparon a Roma, a donde llegaron cuando la oscuridad comenzaba a cerrar. Desde allí fueron a Colacia, donde encontraron a Lucrecia empleada de manera muy diferente a como estaban las nueras del rey, a quienes habían visto pasar el tiempo entre fiestas y lujo, con sus conocidos. Ella [Lucrecia.- N. del T.] estaba sentada hilando la lana y rodeada de sus en medio de sus criadas. La palma en este concurso sobre la virtud de las esposas se otorgó a Lucrecia. Acogió con satisfacción la llegada de su marido y los Tarquinios, mientras que su esposo victorioso cortésmente invitaba a los príncipes a permanecer en calidad de huéspedes. Sexto Tarquinio, inflamado por la belleza y la pureza ejemplar de Lucrecia, tuvo la vil intención de deshonrarla. Y con el pensamiento de esta travesura juvenil regresó al campamento.
[1.58] Pocos días después Sexto Tarquinio fue, sin saberlo Colatino, con un compañero a Colacia. Fue recibido amablemente en el hogar, sin ninguna sospecha, y después de la cena fue conducido a un dormitorio separado para huéspedes. Cuando todo le pareció seguro y todo el mundo dormía, fue con la agitación de su pasión armado con una espada donde dormía Lucrecia, y poniendo la mano izquierda sobre su pecho, le dijo: «¡Silencio, Lucrecia! Soy Sexto Tarquinio y tengo una espada en mi mano, si dices una palabra, morirás». La mujer, despertada con miedo, vio que no había ayuda cercana y que la muerte instantánea la amenazaba; Tarquino comenzó a confesar su pasión, rogó, amenazó y empleó todos los argumentos que pueden influir en un corazón femenino. Cuando vio que ella era inflexible y no cedía ni siquiera por miedo a morir, la amenazó con su desgracia, declarando que pondría el cuerpo muerto de un esclavo junto a su cadáver y diría que la había hallado en sórdido adulterio. Con esta terrible amenaza, su lujuria triunfó sobre la castidad inflexible de Lucrecia y Tarquino salió exultante tras haber atacado con éxito su honor. Lucrecia, abrumada por la pena y el espantoso ultraje, envió un mensajero a su padre en Roma y a su marido en Ardea, pidiéndoles que acudieran a ella, cada uno acompañado por un amigo fiel; era necesario actuar, y actuar con prontitud , pues algo horrible había sucedido. Espurio Lucrecio llegó con Publio Valerio, el hijo de Voleso; Colatino, con Lucio Junio Bruto, a quien encontró regresando a Roma cuando estaba con el mensajero de su esposa. Encontraron a Lucrecia, sentada en su habitación y postrada por el dolor. Al entrar ellos, estalló en lágrimas, y al preguntarle su marido si todo estaba bien, respondió: «¡No! ¿Qué puede estar bien para una mujer cuando se ha perdido su honor? Las huellas de un extraño, Colatino, están en tu cama. Pero es sólo el cuerpo lo que ha sido violado, el alma es puro; la muerte será testigo de ello. Pero dame tu solemne palabra de que el adúltero no quedará impune. Fue Sexto Tarquino quien, viniendo como enemigo en vez de como invitado, me violó la noche pasada con una violencia brutal y un placer fatal para mí y, si sois hombres, fatal para él». Todos ellos, sucesivamente, dieron su palabra y trataron de consolar el triste ánimo de la mujer, cambiando la culpa de la víctima al ultraje del autor e insistiéndole en que es la mente la que peca, no el cuerpo, y que donde no ha habido consentimiento no hay culpa. «Es por ti», dijo ella, «el ver que él consigue su deseo, aunque a mí me absuelva del pecado, no me librará de la pena; ninguna mujer sin castidad alegará el ejemplo de Lucrecia». Ella tenía un cuchillo escondido en su vestido, lo hundió en su corazón, y cayó muerta en el suelo. Su padre y su marido se lamentaron de la muerte.
[1,59] Mientras estaban encogidos en el dolor, Bruto sacó el cuchillo de la herida de Lucrecia, y sujetándolo goteando sangre frente a él, dijo: «Por esta sangre (la más pura antes del indignante ultraje hecho por el hijo del rey) yo juro, y a vosotros, oh dioses, pongo por testigos de que expulsaré a Lucio Tarquinio el Soberbio, junto con su maldita esposa y toda su prole, con fuego y espada y por todos los medios a mi alcance, y no sufriré que ellos o cualquier otro vuelvan a reinar en Roma.» Luego le entregó el cuchillo a Colatino y luego a Lucrecio y Valerio, que quedaron sorprendidos de su comportamiento, preguntándose dónde había adquirido Bruto ese nuevo carácter. Juraron como se les pidió; todo su dolor cambiado en ira, y siguieron el ejemplo de Bruto, quien les convocó a abolir inmediatamente la monarquía. Llevaron el cuerpo de Lucrecia de su casa hasta el Foro, donde a causa de lo inaudito de la atrocidad del crimen, reunieron una multitud. Cada uno tenía su propia queja sobre la maldad y la violencia de la casa real. Aunque todos fueron movidos por la profunda angustia del padre, Bruto les ordenó detener sus lágrimas y ociosos lamentos, y les instó a actuar como hombres y romanos, y tomar las armas contra sus insolentes enemigos. Esto animó a los hombres más jóvenes se presentaron armados, como voluntarios, el resto siguió su ejemplo. Una parte de este cuerpo fue dejado para guardar Colacia, y los guardias estaban apostados en las puertas para evitar que las noticias del movimiento alcanzaran al rey; el resto marchó armado a Roma con Bruto al mando. A su llegada, la visión de tantos hombres armados esparció el pánico y la confusión dondequiera que llegasen, pero al ver de nuevo el pueblo que los más importantes hombres del Estado guiaban la revuelta, se dieron cuenta de que el no era de la mayor gravedad. El terrible suceso [la violación y suicidio de Lucrecia.- N. del T.] no produjo menos indignación en Roma de la que había producido en Colacia; de todos los barrios de la Ciudad acudían gentes hacia el Foro. Cuando se hubieron reunido allí, el heraldo los convocó a atender al Tribuno de los Celeres [jefe de caballería…, ¿Cómo podían haber designado los romanos a un imbécil para que dirigiese su caballería en combate? – N. del T.]; que era la magistratura que Bruto detentaba por entonces. Hizo un discurso muy distinto del esperado al que, hasta ese día, se suponía a su carácter y temperamento. Insistió en la brutalidad y el desenfreno de Sexto Tarquinio, el infame atentado contra Lucrecia y su muerte lamentable, la pérdida sufrida por su padre, Tricipitino, a quien el motivo de la muerte de su hija era más vergonzoso y doloroso que la muerte por sí misma. Luego hizo hincapié en la tiranía del rey, los trabajos y sufrimientos de los plebeyos mantenidos bajo tierra y limpiando zanjas y alcantarillas; ¡romanos, conquistadores de todas las naciones circundantes, vueltos de guerreros en artesanos y albañiles! Les recordó el asesinato vergonzoso de Servio Tulio y su hija conduciendo en su maldito carro sobre el cuerpo de su padre, y solemnemente invocó a los dioses como los vengadores de los padres asesinados. Al enumerar estos y, creo, otros incidentes aún más atroces que su agudo sentido de la injusticia actual le sugerían, pero que no es fácil explicar con detalle, incitó a la multitud indignada a despojar al rey de su soberanía y pronunciar una pena de expulsión contra Tarquinio con su esposa e hijos. Con un cuerpo selecto de los iuniores, que se ofreció a seguirlo, se fue al campamento de Ardea para incitar el ejército contra el rey, dejando el mando en la Ciudad a Lucrecio, que había sido prefecto de la Ciudad bajo el rey. Durante la conmoción Tulia huyó del palacio en medio de las maldiciones de todos los que la reconocían, hombres y mujeres por igual invocando contra ella el espíritu vengador de su padre.
509 a.C.
[1,60] Cuando la noticia de estos sucesos llegó al campamento, el rey, alarmado por el giro que tomaban los acontecimientos, se apresuró a volver Roma para sofocar el brote. Bruto, que estaba en el mismo camino, se había enterado de su aproximación y para evitar encontrarse con él tomó otro camino, de modo que él llegó a Ardea y Tarquinio a Roma casi al mismo tiempo, aunque de diferentes maneras. Tarquinio encontró las puertas cerradas y dictado un decreto de expulsión contra él; el Libertador de la Ciudad recibió una alegre bienvenida en el campamento y expulsaron de él a los hijos del rey. Dos de ellos siguieron a su padre en el exilio, en Caere, entre los etruscos. Sexto Tarquinio marchó a Gabii, que consideraba su reino, pero fue asesinado en venganza por las viejas rencillas que habían provocado su rapiña y asesinatos. Lucio Tarquinio el Soberbio reinó veinticinco años. La duración total de la monarquía desde la fundación de la Ciudad hasta su liberación fue de doscientos cuarenta y cuatro años. Fueron elegidos dos cónsules por la asamblea de las centurias, convocada por el prefecto de la Ciudad, de acuerdo con las normas de Servio Tulio. Eran Lucio Junio Bruto y Lucio Tarquinio Colatino.