Las metamorfosis
Publio Ovidio Nasón
Las metamorfosis (Metamorphoseis en latín) es la obra maestra del poeta de principios del Imperio Romano Publio Ovidio Nasón. La obra es un poema dividido en quince libros mediante el cual Ovidio realiza una narración histórico-mitológica desde la creación del universo hasta la deificación de Julio César.
La composición de este colosal poema llevó varios años de meticulosa composición lírica, siendo finalizado en el año 8 d. C., mismo año en el cual el emperador Octavio Augusto expulsa a Ovidio de Roma, forzándolo a exiliarse en los confines del imperio (ver la obra Las Tristes para más información)
Las metamorfosis
Libro I ― Libro II ― Libro III ― Libro IV ― Libro V ― Libro VI ― Libro VII — Libro VIII — Libro IX — Libro X — Libro XI — Libro XII — Libro XIII — Libro XIV — Libro XV
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Libro decimotercero
Áyax Telamonio, la Iliupersis, Eneas.
Las armas de Aquiles
Se sentaron los generales, y con el vulgo de pie, en corro,
se levanta hacia éstos el dueño del escudo séptuple, Áyax,
y cual estaba, incapaz de soportar su ira, del Sigeo a los litorales
con torvo rostro se volvió para mirar, y a la flota en ese litoral,
5. y extendiendo las manos: «Tratamos, por Júpiter», dice,
«ante nuestros barcos esta causa, y conmigo se compara Ulises.
Mas no dudó en ceder de Héctor a las llamas,
las cuales yo sostuve, las cuales de esta armada ahuyenté.
Más seguro es, así pues, con fingidas palabras contender
10. que luchar con la mano, pero ni para mí el hablar es fácil,
ni actuar es para éste, y cuanto yo en el Marte feroz
y en la formación valgo, tanto vale este hablando.
Y tampoco que de recordar se hayan a vosotros mis hechos, Pelasgos,
opino: pues los visteis. Los suyos narre Ulises,
15. esos que sin testigo hace, de los que la noche cómplice sola es.
Que unas recompensas grandes se piden confieso, pero les quita honor
el rival. Para Áyax no es un orgullo poseer,
aunque sea ello ingente, algo que ha esperado Ulises.
Éste ha conseguido su recompensa ya ahora, de la pretensión esta,
20. porque, cuando vencido haya sido, conmigo que ha contendido se dirá.
«Y yo, si la virtud en mí dudosa fuera,
por mi nobleza poderosa sería, de Telamón nacido,
el que las murallas troyanas bajo el fuerte Hércules cautivó
y en los litorales colcos entró con una pagasea quilla.
25. Éaco su padre es, quien las leyes a los silentes allí
otorga, donde al Eólida una piedra grave, a Sísifo, empuja.
A Eáco lo reconoce el supremo Júpiter, y vástago
confiesa que es suyo. Así, desde Júpiter el tercero: Áyax.
Y aun así este orden a mi causa no aproveche, Aquivos,
30. si para mí con el gran Aquiles no es común:
hermano era, lo fraterno pido. ¿Por qué, de la sangre engendrado
de Sísifo, y en hurtos y fraude el más semejante a él,
injertas ajenos nombres en el linaje Eácida?
«¿Acaso porque a las armas el primero y sin que nadie lo indicara vine,
35. estas armas negadas me han de ser, y más poderoso parecerá aquél
que las últimas las tomó, y rehusó fingiendo
locura la milicia, hasta que más astuto que él,
pero para sí mismo más dañino, las mentiras de este cobarde
corazón descubrió el Nauplíada, y lo arrastró a las evitadas armas?
40. ¿Las mejores acaso ha de tomar, porque tomar no quiso ningunas:
yo deshonorado, y de los dones de mi primo huérfano,
porque me ofrecí a los primeros peligros, he de quedar?
«Y ojalá, o verdadero loco él, o creído fuera,
y no de camarada aquí nunca a los recintos frigios hubiera venido,
45. instigador de crímenes. No a ti, oh vástago de Peante,
Lemnos te retendría, expuesto, con delito nuestro,
quien ahora, según cuentan, escondido en silvestres cuevas
a las rocas conmueves con tu gemir y para el Laertíada suplicas
lo que merecido ha, las cuales cosas, si dioses hay, no vanas las habrás suplicado.
50. Y ahora él, conjurado en las mismas armas que nosotros,
ay, parte una de los jefes, de quien por sucesor las saetas
de Hércules se sirven, quebrantado por la enfermedad y el hambre
se cubre y alimenta de aves y pájaros buscando,
debidas a los hados de Troya, fatiga sus puntas.
55. Él, aun así, vive, porque no acompañó a Ulises.
Preferiría también, infeliz, Palamedes haber sido abandonado.
Viviría o ciertamente una muerte sin delito tendría,
al cual, demasiado conocedor éste de su mal convicto delirio,
que traicionaba la parte de los dánaos inventó e inventado probó
60. ese delito y mostró, que ya antes había enterrado, un oro.
Así pues, o con el exilio fuerzas restó a los aquivos
o con la muerte. Así lucha, así ha de ser temido Ulises.
El cual, aunque en elocuencia al fiel Néstor incluso venza,
no conseguirá aun así que el abandonado Néstor piense yo
65. que delito es ninguno, el cual, aunque implorara a Ulises,
por la herida de su caballo tardo, y fatigado por sus ancianos años,
traicionado por un aliado fue. Que estas acusaciones no son inventadas por mí
lo sabe bien el Tidida, el cual, por su nombre muchas veces llamándolo,
lo corrió, y su fuga reprobó a ese tembloroso amigo.
70. Contemplan con ojos justos los altísimos las cosas mortales.
He aquí que necesita auxilio quien no lo prestó, y como él abandonó
así de abandonársele había: su ley a sí mismo se había dictado él.
A gritos llama a sus aliados. Llego y lo veo estremecido
y palideciente de miedo y temblando de la muerte futura.
75. Opuse la mole de mi escudo y le cubrí yaciente
y le salvé un aliento -lo menor es tal de mi gloria- inerte.
Si persistes en rivalizar, al lugar volvamos aquel.
Vuelve al enemigo y a la herida tuya y a tu acostumbrado temor,
y detrás de mi escudo ocúltate, y conmigo contiende bajo él.
80. Mas después que lo saqué de allí, al que para estar en pie sus heridas
fuerzas no daban, por ninguna herida demorado huye.
«Héctor acude y consigo sus dioses a la batalla lleva,
y por donde se lanza no tú solamente te aterras, Ulises,
sino los fuertes incluso, tanto arrastra él de temor.
85. A él yo, por el éxito de su sangrienta matanza triunfante,
desde lejos con un ingente peso boca arriba lo derribé;
a él yo, demandando él a quien abalanzarse, solo
le resistí, y por la suerte mía hicisteis votos, aquivos,
y valieron vuestras plegarias. Si preguntáis de esta
90. batalla la fortuna, no fui vencido de él.
He aquí que llevan los troyanos hierro y fuegos y a Júpiter
contra las dánaas flotas: ¿dónde ahora el elocuente Ulises?
Por supuesto yo protegí, mil, con mi pecho las popas,
la esperanza de vuestro regreso: dadme a cambio de tantas naves esas armas.
95. Y si la verdad lícito me es decir, se les procura a ellas,
que a mí, mayor honor, y conjunta la gloria nuestra es,
y aun Áyax por esas armas, no por Áyax esas armas, son pedidas.
Compare con esas cosas el de Ítaca a Reso, al no aguerrido Dolón
y al Priámida Héleno, con la raptada Palas capturado:
100. a la luz nada hizo él, nada, de Diomedes alejado.
Si de una vez dais a méritos tan viles esas armas,
divididlas y la parte sea mayor de Diomedes en ellas.
«¿Para qué, aun así, ellas al de Ítaca, quien a escondidas, quien siempre inerme
las cosas hace y con sus hurtos engaña al incauto enemigo?
105. El mismo brillo de la gálea, radiante de su oro claro,
sus insidias traicionará y de manifiesto le pondrá, agazapado.
Pero ni esa cabeza duliquia, bajo el yelmo de Aquiles,
pesos tan grandes soportará, ni la no poco pesada y grave
asta de Pelias puede ser para unos no aguerridos brazos
110. ni el escudo, del vasto mundo labrado con la imagen
convendrá a una cobarde y nacida para los hurtos izquierda:
para qué pretendes, que te hará flaquear, malvado, un regalo,
que a ti, si del pueblo aqueo te lo donara el yerro,
razón por que seas expoliado te será, no por que seas temido del enemigo,
115. y la huida, en la que sola a todos, cobardísimo, vences,
tarda te habrá de ser tirando de cargas tan grandes.
Suma que este escudo tuyo, que tan raramente combates
ha sufrido, entero está. Para el mío, que de soportar armas
por mil tajos está abierto, un nuevo sucesor ha de haber.
120. Finalmente -porque, qué menester de palabras hay- contémplesenos actuando.
Las armas de ese hombre fuerte se lancen en mitad de los enemigos.
De allí ordenad que se busquen, y al que las devuelva ornad con ellas devueltas».
Había terminado de Telamón el vástago, y seguido había
a lo último un murmullo del pueblo, hasta que el Laertio héroe
125. se acercó y sus ojos, un poco en la tierra demorados,
sostuvo hacia los próceres y con un ansiado sonido
liberó su boca, y no falta a sus disertas palabras la gracia:
«Si los míos junto con los votos vuestros poderosos hubieran sido, Pelasgos,
no sería dudoso de tan gran certamen el heredero,
130. y tú tus armas, nosotros a ti te poseeríamos, Aquiles,
al cual, puesto que no justos a mí y a vosotros nos lo negaron
los hados -y con la mano a la vez, como llorosos, se secó
los ojos- ¿quién al grande mejor ha de suceder, a Aquiles,
que aquél merced al cual el gran Aquiles sucedió a los dánaos?
135. A éste, con sólo que no le aproveche que obtuso, cual es, parece él ser,
y no me perjudique a mí el que a vosotros siempre, aquivos,
os aprovechó mi ingenio, y con que esta elocuencia mía, si alguna es,
que ahora en favor de su dueño, en favor vuestro muchas veces ha hablado,
de inquina carezca y los bienes suyos cada uno no rehúse.
140. «Pues mi linaje y bisabuelos y cuanto no hicimos nosotros mismos
apenas ello nuestro lo llamo, pero ya que refirió Áyax
que era él de Júpiter el bisnieto, de mi sangre también el autor
Júpiter es y los mismos pasos disto de él,
pues Laertes mi padre es, Arcesio el de él,
145. Júpiter de éste, y no entre ellos ninguno condenado y desterrado.
Es también merced a mi madre el Cilenio, añadida a nos,
segunda nobleza: un dios hay en cada uno de mis padres.
Pero no porque soy más noble por mi origen materno,
ni porque mi padre de la sangre de su hermano es inocente
150. esas propuestas armas pido: por nuestros méritos sopesad esta causa,
en tanto que, porque hermanos Telamón y Peleo fueron,
de Áyax el mérito no sea tampoco de su sangre el orden,
sino que el honor de la virtud se busque en los expolios estos,
o si el parentesco y el primer heredero se requiere,
155. es su padre Peleo, es Pirro hijo de él:
¿cuál el lugar de Áyax? A Ftía ellas o a Esciros sean llevadas,
y no menos es que éste Teucro primo de Aquiles,
¿mas, acaso las pide él? ¿Acaso, si las pidiera, las llevaría?
Así pues, de nuestras obras puesto que el desnudo certamen se tiene,
160. más cosas ciertamente he hecho que las que abarcar en mis palabras
a mi alcance está: por el orden de tales cosas aun así me guiaré.
Presabedora de su futura muerte, su madre, la Nereia,
disimula con su atavío a él de niño, y había engañado a todos,
entre los cuales a Áyax, del adoptado vestido la falacia:
165. unas armas yo, que habrían de conmover su ánimo viril,
entremetí con las femeninas mercancías, y todavía no se había despojado el héroe
de sus virginales atuendos, cuando a él, la rodela y el asta sosteniendo:
«Nacido de diosa», le dije, «para que la destruyas tú se reserva
Pérgamo, ¿cómo dudas en abatir la ingente Troya?»,
170. y le eché la mano, y, fuerte, a fuertes cosas le envié.
Así pues las obras de él mías son: yo a Télefo combatiente
con el asta dominé, y vencido y suplicante lo restablecí.
Que Tebas cayera mío es, a mí acreditad Lesbos,
a mí Ténedos y Crise y Cila, de Apolo las ciudades,
175. y el que Esciros fuera tomada. Por mi diestra golpeadas
considerad que yacieron en el suelo las murallas lirnesias,
y, porque de otros calle, el que al salvaje Héctor perder
pudiera, sin duda os di: por mí yace el ilustre Héctor.
Éstas, por aquéllas armas con las que fue descubierto Aquiles,
180. armas pido: a él vivo yo se las había dado, tras sus hados las reclamo.
«Cuando el dolor de uno solo llegó a todos los dánaos,
y la Áulide de Eubea llenaron mil quillas,
ansiadas mucho tiempo, ningunas o contrarias a la flota
las brisas eran, y duras ordenaron a Agamenón unas venturas,
185. sin ella merecerlo, que para la salvaje Diana a su hija inmolara.
Deniega esto su padre, y contra los divinos mismos se encona,
y en el rey, con todo, un padre hay. Yo el tierno natural
de ese padre, con mis palabras, a los públicos intereses volví:
ahora yo, ciertamente lo confieso -y al confeso perdone el Atrida-,
190. esta difícil causa la sostuve bajo un no justo juez.
A él, aun así, la utilidad del pueblo y su hermano y el sumo
poder del cetro a él dado le conmueven, su gloria a que con esa sangre compense.
Se me manda también a su madre, que no de exhortar se había,
sino de engañar con astucia, adonde si el Telamonio hubiese ido,
195. huérfanos estarían todavía ahora los lienzos de sus vientos.
Se me envía también, audaz orador, de Ilión a los recintos.
Vista y hollada fue por mí la curia de la alta Troya,
y llena todavía estaba ella de sus varones. Impertérrito llevé,
la que a mí había encomendado Grecia, la común causa,
200. e inculpo a Paris, y el botín y a Helena reclamo, y conmuevo
a Príamo y, a Príamo unido, a Anténor.
Mas Paris y sus hermanos y los que secuestraron bajo su mando
apenas contuvieron sus manos sacrílegas, sabes esto Menelao,
y el primer día de nuestro peligro contigo fue aquel.
205. Larga es la demora de referir lo que con mi consejo y mi mano
de utilidad hice en el tiempo de esa espaciosa guerra.
Después de las batallas primeras en las murallas de su ciudad los enemigos
se contuvieron mucho tiempo, y provisión de abierto Marte
alguna no hubo. En el décimo año por fin hemos luchado:
210. ¿qué haces tú entre tanto, quien de nada sino de combates sabes?
¿Cuál tu utilidad era? Pues si mis hechos requieres,
a los enemigos insidio, con una fosa sus baluartes ciño,
conforto a los aliados para que los hastíos de esa larga guerra
con mente lleven plácida, enseño de qué modo hemos de alimentarnos
215. y de armarnos, se me envía adonde postula la utilidad.
«He aquí que por admonición de Júpiter, engañado por la imagen de un sueño,
el rey ordena el cuidado abandonar de la emprendida guerra.
Él puede, por su autor, defender su voz.
Que no permita tal Áyax y que se destruya Pérgamo demande,
220. y que, lo que él puede, luche. ¿Por qué no detiene a los que se iban a marchar?
¿Por qué no las armas coge y ofrece lo que la errante multitud prosiga?
No era tal demasiado para quien nunca sino de cosas grandes habla.
¿Y qué de que también él huye? Yo vi, y me avergonzó ver,
cuando tú las espaldas dabas y una deshonrosas velas preparabas,
225. y sin demora: «¿Qué hacéis? ¿Qué demencia», dije,
«os impulsa a abandonar la capturada Troya,
y qué a casa lleváis en este décimo año, sino la deshonra?».
Con tales cosas y otras, para las que el dolor mismo elocuente
me había hecho, vueltos ya, desde la prófuga flota les hice regresar.
230. Convoca el Atrida a unos aliados de terror agitados:
y el Telamónida aun entonces a abrir la boca
no osa, mas osado había contra los reyes a arremeter con palabras insolentes
Tersites incluso, merced a mí no impunemente.
Me pongo de pie y a los agitados ciudadanos exhorto contra el enemigo
235. y su perdida virtud con mi voz reclamo.
Desde el tiempo ese, cuanto pueda parecer que ha hecho
valientemente éste mío es, quien al que daba sus espaldas arrastré de vuelta.
«Finalmente de los dánaos quién te alaba o busca?
Mas el Tidida conmigo comunica sus actos,
240. a mí me aprueba y en su aliado siempre confía Ulises.
Es algo, de tantos miles de griegos, que solo yo
por Diomedes sea elegido -y la ventura no ir me ordenaba-,
así y todo -y despreciado, de la noche y del enemigo, el peligro-,
al que osaba lo mismo que nosotros del pueblo frigio, a Dolón,
245. doy muerte, no antes en cambio de que todo le obligué
a traicionar y me instruí de qué preparaba la pérfida Troya.
Todo lo había sabido y cosa por espiar no tenía
y ya con la prometida gloria podía retornar:
no contento con ello fui a las tiendas de Reso
250. y en sus propios campamentos a él mismo y a su comitiva di muerte,
y así en el cautivo carro, vencedor y de mis votos dueño,
entro, remedando él los gozosos triunfos.
De aquel cuyos caballos como precio por aquella noche había demandado
el enemigo, sus armas negadme a mí, y fuera más benigno Áyax.
255. ¿A qué referir, del licio Sarpedón, las tropas por el hierro
mío devastadas? Con mucha sangre derramé
a Cérano el Ifítida, y a Alástor y a Cromio,
y a Alcandro y a Halio y a Noemon y a Prítanis,
y a su final entregué, con Quersidamas, a Toón
260. y a Carops, y por unos hados despiadados llevado a Énnomo,
y los que menos célebres bajo las murallas de la ciudad
sucumbieron por mi mano. Tengo también yo heridas, ciudadanos,
por su mismo lugar bellas. Y no creáis, vanas, mis palabras.
Contemplad aquí», y la ropa con la mano se apartó. «Éste es
265. un pecho», dice, «siempre en vuestras cosas esforzado.
Mas nada gastó durante tantos años el Telamonio
de su sangre en sus aliados y tiene sin herida un cuerpo.
«¿Qué, aun así, esto importa, si que él por la flota pelasga
sus armas haber llevado cuenta contra los troyanos y Júpiter?
270. Y confieso que las llevó, pues detractar malignamente
los méritos mío no es, pero para que de los comunes él solo
no se apodere, y algún honor a vosotros también os devuelva,
rechazó el Actórida, seguro bajo la imagen de Aquiles,
a los troyanos de las que iban a arder con su defensor, nuestras quillas.
275. Que osó también él solo a lanzarse de Héctor contra las armas
se cree él, olvidado del rey, de los jefes y de mí,
noveno él en ese servicio, y antepuesto por regalo de la suerte.
Pero aun así el resultado de la batalla de vos, oh fortísimo,
¿cuál fue? Héctor salió, violado por herida ninguna.
280. Triste de mí, con cuánto dolor se me obliga a recordar
el tiempo aquel en que, de los griegos el bastión, Aquiles,
sucumbió. Y a mí las lágrimas y el luto y el temor
no me retrasaron de que su cuerpo de la tierra, sublime, no recogiera.
Con estos hombros, con estos, digo, hombros, yo el cuerpo de Aquiles
285. y a la vez sus armas llevé, las que ahora también por llevar me afano.
Tengo yo, que valgan para tales pesos, fuerzas,
tengo un ánimo, ciertamente, que estos honores vuestros ha de reconocer,
¿o no está claro, por ello, que a favor de su hijo su azul
madre ambicionó que estos celestes dones,
290. de arte tan grande una labor, un rudo y sin corazón soldado
los vistiera? Y ya que del escudo los labrados no conoce,
el Océano y las tierras y con su alto cielo las estrellas
y las Pléyades e Híades e inmune de la superficie la Ursa
y sus diversas ciudades y nítida de Orión su espada,
295. demanda empuñar unas armas que no entiende.
¿Y qué de que a mí, cuando yo huía de los regalos de la dura guerra,
me tacha de que tarde acudía a la emprendida labor,
y que habla mal él del magnánimo Aquiles no nota?
Si a haber disimulado llamas culpa, disimulamos ambos;
300. si la demora por culpa es, yo fui más presto que él.
A mí una piadosa esposa me detuvo, su piadosa madre a Aquiles,
y los primeros fueron a ellas dados de nuestros tiempos, el resto a vosotros.
No temo yo, si incluso no pudiera defenderlo, una culpa
común con tan gran varón: cogido por el ingenio
305. de Ulises, aun así, él fue, pero no por el de Áyax Ulises.
Y de que contra mí los insultos de su estúpida lengua
vierta él no nos asombremos, a vosotros también cosas dignas de pudor
os ha objetado. ¿O acaso a Palamedes de un falso delito haber acusado
indecente es para mí, para vosotros, haberlo condenado, decoroso?
310. Pero ni el Nauplíada una fechoría defender pudo tan grande
y tan patente, ni vosotros oísteis en él
sus culpas: lo visteis y en pago lo expuesto patente estaba.
Y porque al Penatíada lo tiene la vulcania Lemnos,
ser yo reo no he merecido -la acción defended vuestra,
315. pues lo consentisteis-, ni que yo os persuadí negaré:
para que se sustrajera él, de la guerra y del camino, a la fatiga,
e intentara sus fieros dolores con el descanso mitigar.
Me obedeció y vive. No esta opinión sólo
leal, sino también feliz, aunque sea bastante el ser fiel.
320. Al cual, puesto que los profetas para destruir Pérgamo
le demandan, no me encarguéis a mí: mejor el Telamonio irá
y con su elocuencia a ese hombre, por sus enfermedades e ira furioso,
lo ablandará o aquí lo traerá, astuto, con algún arte.
Antes hacia atrás el Simois fluirá y sin frondas el Ida
325. se alzará y auxilio enviará Acaya a Troya,
que, cesando mi pecho a favor de vuestros estados,
de Áyax, el estúpido, la astucia aproveche a los dánaos.
Aunque seas hostil a los aliados, al rey y a mí,
duro Filoctetes, aunque execres y maldigas
330. sin fin mi cabeza y desees que yo te sea acaso entregado
en tu dolor, y mi crúor apurar, y que con tal de que
de tu presencia yo, hágase que de la mía tú dispongas:
a ti, aun así, me acercaré y por regresarte conmigo pugnaré
y tanto de tus saetas me apoderaré favorézcame la fortuna
335. cuanto me hube del dardanio adivino, al que apresé, apoderado,
cuanto las respuestas de los dioses y los troyanos hados descubrí,
cuanto arrebaté a Frigia la imagen sacrosanta de Minerva
de la mitad de los enemigos. ¿Y que a mí se compare Áyax?
Naturalmente que se tomara Troya prohibían los hados sin él:
340. ¿Dónde está el fuerte Áyax? ¿Dónde están las ingentes palabras
de ese gran varón? ¿Por qué aquí tienes miedo? ¿Por qué osa Ulises
y por entre las vigilancias y a encomendarse a la noche
y a través de fieras espadas no solo en las murallas de los troyanos,
sino incluso en lo más alto de las fortalezas a penetrar y de su
345. santuario robar a la diosa y robada a traerla a través de los enemigos?
Lo cual, si no hubiese hecho yo, en vano de Telamón el nacido
hubiese llevado en la izquierda de sus siete toros las pieles.
En aquella noche por mí nuestra victoria a Troya parida fue:
Pérgamo entonces vencí, cuando a que ser vencida pudiera obligué.
350. Deja, con el rostro y tu murmullo, de señalarme
a mi querido Tidida. Parte hay suya de la gloria en ello.
Y tú, cuando el escudo a favor de la aliada flota sostenías,
tampoco solo estabas: a ti una multitud secuaz, a mí me tocó él solo.
El cual, si no supiera él que el luchador menor que el inteligente
355. es, y que no a una indómita diestra se deben estos premios,
él también los pidiera, los pidiera más moderado Áyax,
y Eurípilo el feroz, y del claro Andremon el nacido,
y no menos Idomeneo, y de la patria misma engendrado
Meriones,los pidiera del mayor Atrida su hermano:
360. pero como quiera que de mano fuertes, y no son a ti en el Marte segundos,
a los consejos cedieron míos. La diestra tuya para la guerra
útil; tu ingenio es cual necesita del gobierno nuestro.
Tú tus fuerzas sin pensamiento conduces, cuidado mío es el de lo futuro.
Tú combatir puedes, del combate los tiempos conmigo
365. elige el Atrida. Tú sólo con tu cuerpo eres útil,
nos con el ánimo, y en cuanto quien modera el barco sobrepasa
del remero el servicio, en cuanto el general que el soldado más grande,
en tanto yo te supero. Y no poco en mi cuerpo
mi pecho es más poderoso que mi mano: mi vigor todo está en él.
370. «Mas vosotros, oh próceres, a la tutela vuestra sus premios dad,
y a cambio del cuidado de tantos años que ansioso pasé,
este título, que de compensar ha los méritos míos devolvedme:
ya la labor en su fin está. Los opuestos hados aparté
y, que pudiera ser tomada la alta Pérgamo haciendo, la tomé.
375. Por nuestras esperanzas ahora comunes, y por las murallas de los troyanos que van a caer,
y por esos dioses os ruego que al enemigo hace poco he arrebatado,
por cuanto resta, si algo, que con inteligencia haya de hacerse,
si algo todavía audaz y súbito de acometerse ha,
si de Troya a los hados que algo resta pensáis
380. de mí acordaos, o si a mí no me dais las armas,
a ella dádselas», y muestra la estatua hadada de Minerva.
Conmovido ese puñado de próceres quedó, y, de qué la elocuencia fuera capaz,
con la situación se hizo patente, y del fuerte varón llevó las armas el diserto.
A Héctor quien solo, quien el hierro y los fuegos y a Júpiter
385. sostuvo tantas veces, sola no sostiene a su ira
y a ese no vencido varón venció el dolor: arranca su espada
y: «Mía ésta ciertamente es, ¿o también a ella para sí demanda Ulises?
Ella», dice, «he de usar contra mí yo, y la que de la sangre
muchas veces de los frigios se ha mojado, de su dueño ahora con la muerte se mojará,
390. para que nadie a Áyax pueda superar sino Áyax»,
dijo y en su pecho, que entonces al fin heridas sufría,
por donde patente estaba al hierro, letal sepultó su espada.
Y no pudieron las manos sacar la enclavada arma:
la expulsó el propio crúor, y enrojecido de sangre el suelo
395. purpúrea engendró del verde césped una flor,
la que antes había de la herida del Ebalio nacido.
Una letra común en el medio, al muchacho y a este varón,
inscrita está de sus hojas, ésta de su nombre, aquélla de su queja.
La caída de Troya
El vencedor de Hipsípila a la patria y del claro Toante
400. y a las tierras infames de la matanza de sus viejos varones,
sus velas da para traer de vuelta, del Tirintio las armas, las saetas.
Las cuales, después que a los griegos, con su dueño acompañándole, las reportó,
impuesta le fue al fin la mano última a esa fiera guerra.
Troya y a la vez Príamo caen. De Príamo la esposa
405. perdió la infeliz después de todo aquello de humana
su figura y con un nuevo ladrido aterró auras extrañas,
por donde en angostura se cierra largo el Helesponto.
Ilión ardía, y todavía no se había asentado el fuego
y del viejo Príamo el ara de Júpiter el exiguo crúor
410. había bebido, y arrastrada de sus cabellos la sacerdotisa de Febo,
que no habían de aprovecharle, tendía al éter las palmas.
A las dardanias madres, a las imágenes de sus patrios dioses
mientras pueden abrazadas, y sus incendiados templos ocupando,
las arrastran vencedores los griegos, envidiosos premios.
415. Es lanzado Astíanax desde aquellas torres de donde
luchando por sí mismo, y sus atávicos reinos guardando,
muchas veces ver a su padre, mostrado por su madre, solía.
Y ya a la ruta persuade el Bóreas y son su soplo favorable
los linos movidos suenan: ordena el marinero que se aprovechen los vientos.
420. «Troya, adiós, nos roban», gritan, dan besos a su tierra
las troyananas: de su patria los humantes techos atrás dejan.
La última ascendió a la flota, triste de ver,
en mitad de los sepulcros encontrada Hécuba de sus hijos.
Abrazando sus túmulos y a sus huesos besos dando
425. la arrastraron unas duliquias manos. Aun así del único sacó
y en su seno las cenizas consigo se llevó sacadas de Héctor.
De Héctor en el túmulo de su cana cabeza un pelo,
ofrendas funerarias pobres, un pelo y sus lágrimas dejó.
Hay, donde Troya estuvo, a la de Frigia contraria una tierra,
430. habitada por los varones bistonios. De Poliméstor allí
el real rico estaba, a quien a ti te encomendó para que te educara
a escondidas, Polidoro, tu padre y te apartó de las frigias armas,
un plan sabio si, del crimen botín, grandes riquezas
no hubiera añadido, aguijada de un espíritu avaro.
435. Cuando cayó la fortuna de los frigios coge el impío su espada,
el rey de los tracios, y en la garganta la hunde de su ahijado
y como si quitarse junto con el cuerpo sus culpas pudieran,
exánime por una peña lo lanzó, a ellas sometidas, a las ondas.
En el litoral tracio su flota había amarrado el Atrida
440. mientras el mar pacificado, mientras el viento más amigo le fuese.
Aquí súbitamente, cuan grande cuando vivía ser solía,
sale de la tierra anchamente rota, y cual si amenazante
el rostro del tiempo aquel volviera a llevar Aquiles,
en el que fiero al injusto Agamenón buscaba a hierro y:
445. «¿Olvidados de mí partís», dice, «aquivos,
y sepultada ha sido conmigo la gracia de la virtud nuestra?
No lo hagáis, y para que mi sepulcro no sea sin su honor,
aplaque a los manes de Aquiles, inmolada, Políxena».
Dijo y obedeciendo sus compañeros a la despiadada sombra,
450. arrebatada del seno de su madre, a la que ya casi sola calor daba,
fuerte e infeliz y más que mujer esa virgen,
es conducida al túmulo y se la hace víctima de una siniestra hoguera.
La cual, acordada ella de sí misma, después que a las crueles aras
acercada fue y sintió que para ella unos fieros sacrificios se preparaban,
455. y cuando a Neoptólemo apostado y el hierro sosteniendo
y en su rostro vio que fijaba él sus ojos:
«Utiliza ahora mismo esta generosa sangre», dijo,
«ninguna demora hay: tú en la garganta o en el pecho tu arma
esconde mío», y su garganta a la vez y pecho descubrió.
460. «Claro es que a nadie servir yo, Políxena, quisiera.
No merced a tal sacrificio a divinidad aplacaréis ninguna.
La muerte mía sólo quisiera que a mi madre engañar pudiera:
mi madre me estorba y minora de la muerte mis goces, aunque
no mi muerte para ella, sino su vida de gemidos digna es.
465. Vosotros, sólo, para que a los estigios manes no acuda no libre,
idos lejos, si cosa justa pido, y de mi contacto de virgen
apartad vuestras manos. Más acepta para aquél,
quien quiera que él es, a quien con el asesinato mío a aplacar os disponéis,
libre será mi sangre. Si a alguno de vosotros, aun así, las últimas palabras
470. conmueven de mi boca -de Príamo a vosotros la hija, del rey,
no una cautiva os ruega- a mi madre mi cuerpo no vendido
devolved, y no con oro redima el derecho triste de mi sepulcro,
sino con lágrimas. Entonces, cuando podía, los redimía también con oro».
Había dicho, mas el pueblo las lágrimas que ella contenía
475. no contiene. También llorando e involuntario el mismo sacerdote,
su ofrecido busto rompió, a él lanzado el hierro.
Ella sobre la tierra, al desfallecer su corva cayendo,
mantuvo no temeroso hasta sus hados postreros el rostro.
Entonces también su cuidado fue el de velar sus partes de cubrir dignas,
480. al caer, y la honra salvar de su casto pudor.
Las troyanas la reciben y los llorados Priámidas recuentan
y cuántas sangres diera una casa sola,
y por ti gimen, virgen, y por ti, oh ahora poco regia esposa,
regia madre llamada, de la Asia floreciente la imagen,
485. ahora incluso de un botín mal lote, a la que el vencedor Ulises
que fuera suya no quería, sino porque, con todo, a Héctor de tu parto
diste a luz: un dueño para su madre apenas halla Héctor.
La cual, ese cuerpo abrazando inane de alma tan fuerte,
las que tantas veces a su patria había dado, e hijos y marido,
490. a ella también da esas lágrimas. Lágrimas en sus heridas vierte,
de besos su boca y rostro cubre y su acostumbrado pecho en duelo golpea,
y la canicie suya, coagulada de sangre barriendo,
más cosas ciertamente, pero también éstas, desgarrado el pecho, dice:
«Hija mía, de tu madre, pues qué resta, el dolor último,
495. hija, yaces, y veo, mis heridas, tu herida:
y, para que no perdiera a ninguno de los míos sin asesinato,
tú también herida tienes. Mas a ti, porque mujer, te pensaba
del hierro a salvo: caíste también mujer a hierro,
y a tantos tus hermanos el mismo, a ti te perdió él mismo,
500. destrucción de Troya y de mi orfandad el autor, Aquiles.
Mas después que cayó él de Paris y de Febo por las saetas,
ahora ciertamente, dije, miedo no se ha de tener de Aquiles: ahora también
miedo yo le había de tener. La ceniza misma de él sepultado
contra la familia esta se ensaña y en su túmulo también sentimos a este enemigo.
505. Para el Eácida fecunda he sido. Yace Ilión, ingente,
y con resultado grave finalizado fue de nuestro pueblo el desastre,
pero finalizado, aun así. Sola a mí Pérgamos restan
y en su curso mi dolor está, ahora poco la más grande de su estado,
de tantos yernos e hijos poderosa, y de nuera, y esposo,
510. ahora se me arrastra desterrada, pobre, desgarrada de los túmulos de los míos,
de Penélope el regalo, la cual a mí, los pesos de la lana dados arrastrando,
mostrándome a las madres de Ítaca: «Ésta de Héctor aquélla es,
la brillante madre; ésta es», dirá, «de Príamo la esposa»,
y después de tantos perdidos tú ahora, la que sola aliviabas
515. de una madre los lutos, unas enemigas hogueras has expiado.
Ofrendas fúnebres para el enemigo he parido. ¿Para qué, férrea, resto
o a qué espero? ¿Para qué me reservas, añosa senectud?
¿Para qué, dioses crueles, sino para que nuevos funerales vea,
vivaz mantenéis a esta anciana? ¿Quién feliz pensaría
520. que Príamo se podría decir después de derruida Pérgamo?
Feliz por la muerte suya es, y no a ti, mi hija, perecida
te mira y su vida al par que su reino abandonó.
Mas, creo yo, de funerales serás dotada, regia virgen,
y se sepultará tu cuerpo en los monumentos de tus abuelos.
525. No tal es la fortuna de esta casa; como regalos de tu madre
te tocarán los llantos y un puñado de extranjera arena.
Todo lo hemos perdido: me resta, por lo que vivir un tiempo
breve sostenga, retoño muy grato a su madre,
ahora él solo, antes el menor de mis hijos varones,
530. entregado al rey ismario en estas orillas, Polidoro.
¿Qué espero, entre tanto, para sus crueles heridas con linfas
purificar y asperjado de despiadada sangre su rostro».
Dijo, y al litoral con su paso avanzó de vieja,
lacerada en sus blanquecientes cabellos: «Dadme, Troyanas, una urna»,
535. había dicho la infeliz, para sacar líquidas aguas.
Contempla, arrojado en ese litoral, de Polidoro el cuerpo
y hechas por las armas tracias sus ingentes heridas.
Las troyanas gritan, enmudeció ella de dolor
y al par sus lágrimas y su voz hacia dentro brotadas
540. las devora el mismo dolor, y muy semejante a una dura roca
se atiere y, a ella opuesta, clava ora sus ojos en la tierra,
a veces torvo alza al éter su rostro,
ahora abajando el suyo contempla el rostro de su hijo, ahora sus heridas,
sus heridas principalmente, y se arma y guarnece de ira.
545. De la cual, una vez se inflamó, tal cual si reina permaneciera,
vengarse decide y del castigo en la imagen toda ella está,
y como enloquece, de su cachorro lactante orfanada una leona
y las señales hallando de sus pies sigue a ése que no ve, a su enemigo,
así Hécuba, después que con el luto mezcló su ira,
550. no olvidada de sus arrestos, de sus años olvidada,
marcha al artífice, Poliméstor, del siniestro asesinato
y su conversación pretende, pues ella mostrarle quería,
dejado atrás, oculto para él, que a su hijo le devolviera, un oro.
Lo creyó el Odrisio y acostumbrado del botín al amor,
555. a unos retiros viene. Entonces, artero, con tierna boca:
«Deja las demoras, Hécube», dijo. «Dame los regalos para tu hijo.
Que todo ha de ser de él, lo que me das, y lo que antes diste,
por los altísimos juro». Contempla atroz al que así hablaba
y en falso juraba, y de henchida ira se inflama,
560. y así cogido a las filas de las cautivas madres
invoca y sus dedos en esos traidores ojos esconde
y le arranca de las mejillas los ojos -la hace la ira dañina-
y dentro sumerge las manos y manchada de esa sangre culpable
no su luz -pues no la había-, los lugares de su luz saca.
565. Por el desastre de su tirano de los tracios el pueblo irritado,
a la troyana con lanzamiento de armas y de piedras empezó
a atacar, mas ella a una lanzada roca con ronco gruñido
a mordiscos persigue, y con sus comisuras, para las palabras preparadas,
ladró al intentar hablar. El lugar subsiste y del rey
570. el nombre tiene, y de sus viejas desgracias mucho tiempo ella memorativa,
entonces también aulló, afligida, por los sitonios campos.
A los troyanos suyos, y a los enemigos pelasgos,
la fortuna suya a los dioses también conmovido había a todos,
así a todos, que también la propia esposa y hermana de Júpiter,
575. que esos sucesos Hécuba había merecido negaría.
Memnón
No da tiempo a la Aurora, aunque las mismas armas alentaba,
de los desastres y el caso de Troya y Hécuba a conmoverse.
Un cuidado a la diosa más cercano y un luto doméstico angustia,
el de su Memnón perdido, a quien en los frigios campos
580. gualda lo vio, sucumbiendo de Aquiles por la cúspide, su madre.
Lo vio y aquel color con el que matinales rojecen
los tiempos, había palidecido, y se escondió entre nubes el éter.
Mas no, impuestos a los supremos fuegos sus miembros,
sostuvo el contemplarlos su madre, sino que el pelo suelto,
585. tal como estaba, a las rodillas postrarse del gran Júpiter
no tuvo a menos, y a sus lágrimas añadir estas palabras:
«A todas inferior que las que sostiene el áureo éter
-pues míos hay rarísimos templos por el orbe todo-,
divina, aun así, he venido no para que santuarios y días
590. me des a mí sacrificiales y, que se calentaren a fuegos, aras.
Si aun así contemplas cuánto a ti, siendo mujer, te deparo,
en ese entonces cuando con la luz nueva de la noche los confines preservo,
que premios se me han de dar puedes creer. Pero no ese mi cuidado, ni este es
ahora el estado de la Aurora, que merecidos demande sus honores:
595. del Memnón huérfana mío vengo, que fuertes en vano
a favor de su tío llevó sus armas, y en sus primeros años
cayó por el fuerte -así vosotros lo quisisteis- Aquiles.
Dale, te suplico, a él, consuelo de su muerte, algún honor,
sumo de los dioses regidor, y mis maternas heridas mitiga.
600. Júpiter había asentido, cuando, ardua, con su alto fuego
se derruyó su hoguera, y las espiras de negro humo
inficionaron el día como cuando los caudales exhalan,
en ellos nacidas, sus nieblas y el sol no es admitido bajo ellas.
La negra pavesa vuela y aglomerada en un cuerpo solo
605. se densa y forma coge y toma el color
y el ánima del fuego: la levedad suya le presta alas,
y al principio semejante a un ave, luego verdadera ave,
resonó con sus alas: al par sonaron sus hermanas
innúmeras, de las cuales es el mismo su natal origen,
610. y tres veces la hoguera lustran y consonante sale a las auras
tres veces un plañido, a la cuarta voladura separan sus cuarteles.
Entonces dos pueblos desde diversas partes, feroces,
guerras sostienen, y con los picos y corvas uñas iras
ejercen y sus alas y opuestos pechos fatigan
615. y, fúnebres ofrendas, caen sus emparentados cuerpos a la ceniza
sepultada, y, que ellas de un varón fuerte nacieron, recuerdan.
A esas voladoras súbitas su nombres les puso su autor: por él
Memnónides llamadas, cuando el sol la docena de signos ha recorrido,
de sus difuntos a la manera, las que han de morir, se vuelven a hacer la guerra.
620. Así pues, a unos, que ladrara la Dimántide digno de llanto pareció,
en los lutos suyos está la Aurora volcada y, piadosas,
ahora también da sus lágrimas y rora en el orbe todo.
El peregrinaje de Eneas (I): la partida de Troya
No, aun así, que aniquilada, junto con sus murallas, de Troya fuera
la esperanza también los hados permiten: sus sacramentos y, sacramentos otros, a su padre
625. lleva en sus hombros, venerable carga, el héroe Citereio.
De tan grandes riquezas el botín ese, piadoso, elige,
y al Ascanio suyo, y con su prófuga flota por las superficies
es arrastrado desde Antandros, y los criminales umbrales del los tracios
y, manando de la sangre de Polidoro, esa tierra
630. abandona, y con útiles vientos y bullir favorable
entra, de Apolo, con sus compañeros de séquito, en la ciudad.
A él Anio, a quien como rey los hombres, como sacerdote Febo
honraba, ritualmente, en su templo y en su casa lo recibió
y su ciudad le mostró y los santuarios conocidos, y los dos
635. troncos que Latona un día, al parir, sostenía.
Incienso dado a las llamas y vino a esos inciensos prodigado,
y de las heridas reses sus entrañas según la costumbre quemadas,
a las regias moradas se dirigen, y tendidos unos tapices
altos, regalos de Ceres toman con líquido Baco.
640. Entonces el piadoso Anquises: «Oh de Febo el sacerdote elegido,
¿me engaño o también un hijo cuando por primera vez estas murallas vi,
y dos parejas de hijas, en cuanto recuerdo, tenías?».
La hija de Anio
A él Anio sus sienes, de níveas vendas circundadas,
golpeándolas, y triste, dice: «No te engañas, héroe
645. máximo. Viste de cinco hijos al padre,
al cual ahora -tanta a los hombres de su estado la inconstancia torna-
apenas ves huérfano, ¿pues cuál para mí mi hijo ausente
es auxilio, al que, llamada de su nombre, la tierra
de Andros retiene, que en vez de su padre ese lugar y esos reinos posee?
650. El Delio el augurio le había otorgado a él. Había otorgado otros Líber
a mi estirpe femenina, que el voto mayores y que la fe,
otros presentes: pues al contacto de mis hijas todas las cosas
en sembrado y en humor de vino y de la cana Minerva
se transformaban, y rica era su utilidad en ellas.
655. Tal cosa, cuando la conoció de Troya el devastador, el Atrida,
para que no poco, en alguna parte, que vuestra misma tempestad
hemos sentido nos también creas, la fuerza de las armas usando
las abstrajo contra su voluntad del regazo de su padre, y que alimenten
les impera con su celeste don la flota de Argos.
660. Escapan adonde cada una puede: a Eubea dos
y otras tantas de mis hijas a la Andros fraterna se dirigieron.
Soldado llega, y, si no se le entreguen, con las armas amenaza.
Vencida por el miedo la piedad. Esos consortes cuerpos al castigo
entregó, y podrías perdonar, miedoso, a ese hermano:
665. no aquí Eneas, no quien defendiera Andros
un Héctor había, por el que resististeis hasta el décimo año.
Y ya se preparaban las ataduras para sus cautivos brazos;
ellas, levantando todavía libres al cielo sus
brazos: «Baco, padre, préstanos ayuda», dijeron, y les prestó
670. de su don el autor ayuda, si a perderlas de prodigioso modo
prestar se llama ayuda, y no de qué suerte su forma
perdieron pude saber o ahora decir puedo.
Lo sumo de ese mal conocido fue: alas tomaron
y de tu esposa en las aves, en níveas palomas, se volvieron».
Coronas
675. Con tales y otros relatos después que los banquetes
completaron, la mesa retirada, el sueño buscaron,
y con el día se levantan y acuden a los oráculos de Febo.
El cual, buscar su antigua madre y sus parientes litorales
ordenó. Les sigue el rey y da de regalo a los que iban a marchar,
680. a Anquises un cetro, una clámide y una aljaba a su nieto,
una cratera a Eneas que otrora le había trasladado a él,
como su huésped, desde las orillas aonias, Terses el Ismenio.
Se la había mandado a él Terses, la había fabricado Alcón
el de Hile y con un largo argumento la había labrado.
685. Una ciudad había, y siete podrías señalar sus puertas:
éstas en vez de su nombre estaban y cuál fuera ella enseñaban.
Ante la ciudad unas exequias y túmulos y fuegos y hogueras
y derramados cabellos y madres de abiertos pechos
significan el luto. Unas ninfas también llorar parecen
690. y que desecados se lamentan de sus manantiales. Sin frondas un árbol
desnudo se erige, raen áridas rocas las cabritas.
He aquí que hace que, en mitad de Tebas, las hijas de Oríon:
ésta un no femenino pecho hiere, la garganta abierta,
aquélla, bajada por sus fuertes heridas un arma,
695. por su pueblo ha caído, y en bellos funerales a través de la ciudad
es llevada y en una concurrida parte es cremada.
Que después, de la virginal brasa unos gemelos salen,
para que su familia no perezca, unos jóvenes, a los que la fama Coronas
nombra y que de la ceniza materna guían la pompa.
700. Hasta aquí en figuras fulgentes de antiguo bronce:
lo alto de la cratera era áspero de dorado acanto.
Y no más leves que los a ellos dados, los troyanos unos dones devuelven,
y dan al sacerdote, guardián del incienso, un turíbulo,
dan una pátera, y brillante de oro y gemas una corona.
El peregrinaje de Eneas (II): Sicilia
705. Desde allí, acordándose de que los teucros de la sangre de Teucro
llevan su principio, Creta alcanzaron y del lugar
soportar mucho tiempo no pudieron el astro y, sus cien ciudades
abandonadas, desean alcanzar los puertos de Ausonia.
Se ensaña el mal tiempo y sacude a esos varones, y recibidos
710. de las Estrófades en sus puertos no confiables, los aterra la alada Aelo.
Y ya los duliquios puertos, e Ítaca, y Samos,
y de Nérito las casas, y el reino del falaz Ulises
pasado de largo habían: disputada en un litigio de dioses
la Ambracia ven, y bajo su imagen la roca del convertido
715. juez, la cual ahora por el Apolo de Accio conocida es,
y la tierra vocal por su encina dodónida,
y las ensenadas caonias, donde los hijos del rey Moloso
de unos impíos incendios huyeron con unas alas a ellos sometidas.
A los próximos, de felices frutos plantados, campos
720. de los feacios se dirigen; el Epiro, desde ellos, y, reinada por el vate
frigio, Butrotos y su simulada Troya alcanzan.
De ahí, del futuro cerciorados, que todo con fiel
admonición el Priámida Héleno les había predicho, entran
en Sicania: ésta incurre en los mares mediante tres alas,
725. de las cuales, a los lluviosos austros se vuelve el Paquino,
a los blandos céfiros encarado el Lilibeo, a las Ursas,
del mar exentas, contempla, y al bóreas, el Peloro.
La alcanzan los teucros, y a remos y con un bullir favorable,
a la noche, gana la flota de Zancle la arena:
Escila (I)
730. Escila el costado derecho, el izquierdo la irrequieta Caribdis
estraga. Devora ésta arrebatándolas, y las vuelve a vomitar, las quillas.
Aquella de fieros perros se ciñe su negro vientre
aunque rostro de virgen muestra y, si no todo los vates
inventado nos han dejado, en algún tiempo también virgen era.
735. A ella la buscaron muchos pretendientes, los cuales rechazados,
ella hacia las ninfas del piélago, del piélago la más grata a las ninfas,
iba y burlados narraba de esos jóvenes los amores.
A la cual, mientras para peinarlos le ofrece Galatea sus cabellos,
con tales razones se le dirige, reiterando suspiros:
Galatea, Acis y Polifemo
740. «A ti, aun así, oh virgen, un género no despiadado de varones
te pretende y, como haces, puedes a ellos impunemente negarte.
Mas a mí, para quien padre es Nereo, a quien la azul Doris
a luz dio, quien estoy por la multitud también guardada de mis hermanas,
no, sino mediante lutos, lícito me fue del Cíclope al amor
745. escapar», y lágrimas la voz impidieron de la que hablaba.
Las cuales, cuando enjugó con su pulgar de mármol la virgen,
y consolado a la diosa hubo: «Cuenta, oh carísima», dijo,
«y la causa no oculta -así soy fiel- de tu dolor».
La Nereide, de ello en contra, prosiguió diciendo del Crateida a la nacida:
750. «Acis había sido de Fauno y de la ninfa Simétide creado,
gran placer ciertamente del padre suyo y madre,
nuestro aun así mayor, pues a mí consigo solo me había unido.
Bello, y sus octavos cumpleaños por segunda vez hechos,
había señalado sus tiernas mejillas con un dudoso bozo.
755. A él yo, a mí el Cíclope sin ningún final me pretendía,
y no, si preguntares, si el odio del Cíclope o el amor
de Acis en nos fuera más presente, te revelaré:
par uno y otro era. ¡Oh, cuánta la potencia del reino,
es, Venus nutricia, tuyo! Como que aquel despiadado y para las mismas
760. espesuras horrendo y visto por huésped ninguno
impunemente y del gran Olimpo con sus dioses despreciador,
qué sea el amor siente, y de un vigoroso deseo cautivo
se abrasa olvidado de los ganados y de los antros suyos.
Y ya para ti el de tu hermosura, y ya para ti es el cuidado el de gustar,
765. ya rígidos peinas con rastrillos, Polifemo, tus cabellos,
ya te gusta, hirsuta, a ti, con la hoz recortar tu barba,
y contemplar fieros en el agua, y componerlos, tus semblantes.
De la matanza el amor y la fiereza y la sed inmensa de crúor
cesan y seguras vienen y van las quillas.
770. Télemo entre tanto, habiendo bajado hasta el siciliano Etna,
Télemo, el Eurímida, a quien ningún ave había engañado,
al terrible Polifemo se acerca y: «Esa luz, que única
en la mitad de tu frente llevas, te la arrebatará a ti», dijo, «Ulises».
Se rio y: «Oh de los videntes el más estúpido, te engañas», dice.
775. «Otra ya me lo ha arrebatado». Así, al que en vano la verdad le advertía,
desprecia, y o bien pisando con su ingente paso las playas
socava, o, agotado, bajo sus opacos antros regresa.
Sobresale hacia el ponto, acuñado en punta larga,
un collado. A ambos costados circunfluye de la superficie la onda.
780. Aquí fiero asciende el Cíclope, y central se asienta,
mientras sus lanados rebaños, sin que nadie les guiase, le seguían.
Y él, después que un pino, que de bastón prestaba el uso,
ante sus pies dejado hubo, para llevar entenas apto,
y tomado que hubo, de cañas cien compactada, una siringa,
785. sintieron todos los montes sus pastoriles silbos,
los sintieron las ondas. Agazapada yo en un risco, y de mi
Acis en el regazo sentada, de lejos con los oídos recogí
tales razones míos, y oídas en mi mente las anoté:
«Más cándida que la hoja de la nívea, Galatea, alheña,
790. más florida que los prados, más esbelta que el largo aliso,
más espléndida que el vidrio, que el tierno cabrito más retozona,
más lisa que por la asidua superficie trizadas las conchas,
que los soles invernales, que la veraniega sombra más grata,
más noble que las manzanas, que el plátano alto más visible,
795. más lúcida que el hielo, que la uva madura más dulce,
más blanda que del cisne las plumas y la leche cuajada,
y si no huyeras, más hermosa que un bien regado huerto.
Más salvaje que las indómitas, la misma Galatea, novillas,
más dura que la añosa encina, más falaz que las ondas,
800. más lenta que las varas del sauce y las vides blancas,
que estas peñas más inconmovible, más violenta que el caudal,
que un alabado pavón más soberbia, más acre que el fuego,
más áspera que los abrojos, más brava que preñada la osa,
más sorda que las superficies, más despiadada que pisada una hidra,
805. y lo que principalmente querría que a ti arrancarte yo pudiera,
no sólo que el ciervo por los claros ladridos movido,
sino incluso que los vientos y voladora el aura más fugaz.
Mas si bien supieras, te pesaría el haber huido, y las demoras
tuyas tú misma condenarías y por retenerme te esforzarías.
810. Hay para mí, parte de un monte, suspendidos de la viva roca,
unos antros, los cuales, ni el sol en medio del calor sienten,
y no sienten el mal tiempo; hay frutos que hunden sus ramas,
hay, al oro semejantes, largas en sus vides, uvas,
las hay también purpúreas: para ti éstas reservamos, y aquéllas.
815. Tú misma con tus manos, bajo la silvestre sombra nacidas,
blandas fresas cogerás, tú misma otoñales cornejos,
y ciruelas, no sólo las cárdenas de negro jugo,
sino también las nobles, que imitan nuevas a las ceras,
ni a ti castañas, yo tu esposo, ni a ti te faltarán
820. del madroño las crías: todo árbol a ti te servirá.
Este ganado todo mío es, y muchas también por los valles erran,
muchas la espesura oculta, muchas se apriscan en mis antros,
y no, si acaso preguntas, podría a ti decirte cuántas son:
de pobre es contar su ganado. De las alabanzas suyas
825. nada a mí creyeras: presente puedes tú misma verlo,
cómo apenas rodean, restallante, con sus patas su ubre.
Hay, crianza menor, en sus tibios rediles corderos,
hay también, pareja la edad, en otros rediles cabritos.
Leche para mí siempre hay, nívea: parte de ahí para beber
830. se reserva, otra parte licuados coágulos la cuajan.
Y no delicias fáciles y vulgares presentes
sólo te alcanzarán, gamos, liebres y cabrío,
o un par de palomas o cogido de su copa un nido:
he encontrado, gemelos, que contigo jugar puedan,
835. entre sí semejantes como apenas distinguirlos puedas,
de una velluda osa cachorros en lo alto de unos montes.
Los encontré y dije: «Para mi dueña los reservaremos».
Ya, ora, tu nítida cabeza saca del ponto de azul,
ya, Galatea, ven, y no desprecia los regalos nuestros.
840. Ciertamente yo me he conocido y de la líquida agua en la imagen
me he visto hace poco, y me complació a mí al verme mi figura.
Contempla cuán grande soy. No es que este cuerpo mayor
Júpiter en el cielo, pues vosotros narrar soléis
que no sé que Júpiter reina. Mi melena mucha emerge
845. sobre mi torvo rostro y mis hombros, como una floresta, sombrea.
Y que de rígidas cerdas se eriza densísimo
mi cuerpo no indecente considera: indecente sin sus frondas el árbol,
indecente el caballo si sus cuellos dorados crines no velan,
pluma cubre a las aves, para las ovejas su lana decor es:
850. la barba a los varones, y les honra en su cuerpo sus erizados vellos.
Única es en mitad de mi frente la luz mía, pero en traza
de un gigante escudo. ¿Qué? ¿No estas cosas todas el gran
Sol ve desde el cielo? Del Sol, aun así, único el orbe.
Añade que en vuestra superficie el genitor mío reina,
855. este suegro a ti te doy. Sólo apiádate, y las plegarias
de este suplicante escucha. Pues a ti hemos sucumbido, sola,
y quien a Júpiter y a su cielo desprecio, y su penetrable rayo,
Nereide, a ti te venero, que el rayo más salvaje la ira tuya es.
Y yo, despreciado, sería más sufridor de ello
860. si huyeras a todos. ¿Pero por qué, el Cíclope rechazado,
a Acis amas y prefieres que mis abrazos a Acis?
Él, aun así, que a sí mismo se plazca, y te plazca, lícito sea,
lo cual yo no quisiera, Galatea, a ti: sólo con que la ocasión se me dé,
sentirá que tengo yo, según este tan gran cuerpo, fuerzas.
865. Sus vísceras vivas le sacaré y sus divididos miembros por los campos,
y los esparciré -así él a ti se mezcle- por tus ondas.
Pues me abraso, y dañado se inflama más acre el fuego,
y con sus fuerzas me parece que trasladado el Etna
en el pecho llevo mío, y tú, Galatea, no te conmueves».
870. De tales cosas para nada lamentándose -pues todo yo veía-
se levanta, y como el toro furibundo, su vaca al serle arrebatada,
parar no puede, y por la espesura y sus conocidos sotos erra:
cuando, fiero, sin nosotros darnos cuenta y que para nada tal temíamos,
a mí me ve y a Acis y: «Te veo», exclama, «y que ésta
875. la última sea, haré, concordia de la Venus vuestra»,
y tan gran voz cuanta un Cíclope airado tener
debió, aquella fue. De su grito se erizó el Etna.
Mas yo, despavorida, bajo la vecina superficie me sumerjo.
Sus espaldas a la fuga vueltas había dado el Simetio héroe
880. y: «Préstame ayuda, Galatea, te lo ruego. Prestádmela, padres»,
había dicho, «y al que va a morir admitid a vuestros reinos».
Le persigue el Cíclope, y una parte del monte arrancada
le lanza, y un extremo ángulo aunque arribó
hasta él de la roca, todo, aun así, sepultó a Acis.
885. Mas nos, lo que hacerse sólo, por los hados, podía,
hicimos, que las fuerzas asumiera Acis de su abuelos.
Bermellón de esa mole crúor manaba, y dentro
de un tiempo exiguo su rubor a desvanecerse comenzó,
y se hace su color a lo primero el del caudal turbado por la lluvia,
890. y se purga con la demora. Entonces la mole a él arrojada se hiende,
y viva por sus grietas y esbelta se levanta una anea,
y la boca hueca de la roca suena al brollarle ondas,
y, admirable cosa, de súbito emerge hasta el vientre en su mitad,
enceñido un joven de flexibles cañas por sus nuevos cuernos,
895. el cual, si no porque más grande, porque azul en toda su cara,
Acis era, pero así también era, con todo, Acis, en caudal
vuelto, y su antiguo nombre retuvieron sus corrientes».
Escila (II) y Glauco
Había dejado Galatea de hablar y, la reunión disuelta,
se retiran y a sus plácidas ondas nadan las Nereides.
900. Escila vuelve, y ciertamente confiarse a la mitad del ponto
no osa, y o bien por la bebedora arena deambula sin ropas,
o, cuando cansado se hubo, hallando unos apartados recesos
del abismo, en esa recluida agua refrigera sus miembros.
He aquí que rozando el mar, nuevo habitante del alto ponto,
905. recientemente transformados sus miembros en la eubea Antedón,
Glauco llega, y de la doncella vista el deseo en él prende,
y cuantas cree que huyendo ella puede demorarla, tales
palabras le dice. Huye ella aun así, y veloz del temor
llega a lo alto, colocado cerca del litoral, de un monte.
910. Delante del estrecho hay, ingente, recogido en una punta sola,
convexo hacia las largas superficies bajo sus árboles, un vértice.
Se detiene aquí, y segura de su lugar, si monstruo o dios
él sea ignorando, se admira de su color
y su cabellera, que sus hombros y a ella sometidas sus espaldas cubría,
915. y también que el extremo de sus ingles las acoja un tórcil pez.
La sintió él y apoyándose, que se alzaba próxima, en una mole:
«No un prodigio, ni soy yo un fiero monstruo, oh virgen,
sino un dios», dice, «del agua, y mayor derecho sobre las superficies
Proteo no tiene, y Tritón, y el Atamantíada Palemon.
920. Antes en cambio mortal era, pero claramente destinado
a las altas superficies, ya entonces me afanaba en ellas,
pues ora sacaba, las que sacarían peces,
mis redes, ora en una mole sentado gobernaba con mi arundo el lino.
Hay, a un verde prado confines, unas playas, una de cuyas partes
925. de olas, la parte otra se ciñe de hierbas,
las cuales, ni adornadas novillas con su morder dañaron,
ni plácidas las cortasteis, ovejas, o las greñudas cabritas.
No la abeja de ahí se lleva diligente sus recolectadas flores,
no han ofrecido ellas para la cabeza festivas guirnaldas ni nunca
930. manos armadas de hoz las cortaron. Yo el primero en aquel
césped me senté, mientras mis linos mojados seco,
y para recontarlos, cautivos, en orden mis peces,
ahí encima expuse, esos que a las redes el azar,
o su credulidad a los corvos anzuelos había llevado.
935. La cosa semejante es a una fingida, pero ¿qué a mí el fingirlo me aprovecha?
Al ser tocada esa grama empezó mi botín a moverse
y a mudar su costado y en la tierra como en la superficie a apoyarse.
Y mientras me paro y me admiro a la vez, huye toda esa multitud
a las olas suyas y a su dueño nuevo y la playa dejan.
940. Me quedé suspendido, y vacilo un tiempo y la causa inquiero,
de si dios alguno tal cosa, o si el jugo lo hiciera de tal hierba.
«Mas qué hierba», digo, «tiene estas fuerzas», y con la mano
esos pastos arranqué y arrancados con los dientes los mordí.
No bien había bebido mi garganta esos desconocidos jugos,
945. cuando de súbito trepidar por dentro mis entrañas sentí
y que por el amor de otra naturaleza era arrebatado mi pecho,
y no pude demorarme largo tiempo y: «A la que no he de volver nunca,
tierra, salud», dije, y mi cuerpo sumergí bajo las superficies.
Los dioses del mar al acogerme me dignan con compartido honor,
950. y, que a mí cuanto llevo de mortal me arrebaten,
al Océano y a Tetis ruegan: soy yo lustrado por ellos,
y tras decírseme una canción que purga lo nefasto nueve veces,
mi pecho bajo cien corrientes se me ordena someter,
y sin demora, bajando de diversas partes unos caudales,
955. y todas sus aguas, se vierten sobre la cabeza nuestra.
Hasta aquí lo ocurrido para contártelo a ti puedo referirte;
hasta aquí también recuerdo; y la mente mía de lo restante no tuvo noción,
la cual, después que a mí volvió, otro me recobré en mi cuerpo
todo del que fuera poco antes, y tampoco era el mismo en mi mente.
960. Entonces por primera vez, verde de herrumbre, esta barba,
y la cabellera mía, que larga por las superficies barro,
y mis ingentes hombros y azules brazos vi,
y mis piernas curvadas a su extremo en pez que lleva aletas.
De qué, aun así, este aspecto, de qué a los dioses marinos haber complacido,
965. de qué me ayuda ser dios, si tú no te conmueves por estas cosas?».
Tal diciendo y al ir a decir mas, abandona Escila al dios. Se enfurece él,
e irritado por su rechazo a los prodigiosos atrios se dirige de la Titánide Circe.