Las metamorfosis
Publio Ovidio Nasón
Las metamorfosis (Metamorphoseis en latín) es la obra maestra del poeta de principios del Imperio Romano Publio Ovidio Nasón. La obra es un poema dividido en quince libros mediante el cual Ovidio realiza una narración histórico-mitológica desde la creación del universo hasta la deificación de Julio César.
La composición de este colosal poema llevó varios años de meticulosa composición lírica, siendo finalizado en el año 8 d. C., mismo año en el cual el emperador Octavio Augusto expulsa a Ovidio de Roma, forzándolo a exiliarse en los confines del imperio (ver la obra Las Tristes para más información)
Las metamorfosis
Libro I ― Libro II ― Libro III ― Libro IV ― Libro V ― Libro VI ― Libro VII — Libro VIII — Libro IX — Libro X — Libro XI — Libro XII — Libro XIII — Libro XIV — Libro XV
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Libro duodécimo
Ifigenia, Cicno, los Centauros, Céneo, Aquiles.
La expedición contra Troya
Sin saber Príamo, el padre de Ésaco, que con sus asumidas alas
él vivía, le lloraba. A un túmulo también, que su nombre tenía,
Héctor y sus hermanos unas ofrendas fúnebres le habían ofrecido inanes.
Faltó a ese servicio triste la presencia de Paris,
5. el que poco después, junto con su raptada esposa, una larga guerra
atrajo a su patria, y aliadas le persiguen
mil embarcaciones, y con ellos el común de la gente pelasga.
Y dilatada no hubiera sido la venganza, de no ser porque los mares
hicieron intransitables los salvajes vientos, y si la tierra beocia
10. en Áulide, la rica en peces, no hubiera retenido sus popas que iban a marchar.
Aquí, según la costumbre patria, al preparar a Júpiter sus sacrificios,
cuando la vieja ara se encandeció con los encendidos fuegos,
serpear azulado los dánaos vieron un reptil,
hacia un plátano que se erguía próximo a los emprendidos sacrificios.
15. Un nido había, de pájaros dos veces cuatro, en lo supremo del árbol:
a los cuales y a la madre, que alrededor de sus pérdidas volaba,
una vez que arrebató la serpiente y en su ávida boca los sepultó,
quedaron suspendidos todos, mas de la verdad vidente el augur
Testórida: «Venceremos», dice, «gozaos de ello, Pelasgos.
20. Troya caerá, pero será una demora larga la de nuestra gesta»,
y los nueve pájaros en los años de la guerra distribuye.
Ella, cual estaba abrazada verdes a sus ramas en el árbol,
se vuelve piedra y signa con la imagen de una serpiente tal roca.
Permanece el Bóreas violento de Aonia en las ondas
25. y las guerras no traslada, y hay quienes que salva a Troya
Neptuno creen, porque las murallas había hecho de esa ciudad.
Mas no el Testórida. Pues no ignora o calla
que con una sangre virgínea aplacada de la virgen la ira
ha de ser. Después que a la piedad la causa pública,
30. y el rey al padre, hubo vencido, y la que iba a dar su casta sangre
ante el ara apostada estaba, Ifigenia, llorándola sus oficiantes,
vencida la diosa fue y una nube a los ojos opuso y en medio
del servicio y el gentío del sacrificio y las voces de los suplicantes,
sustituida por una cierva, se dice que mutó a la Micénide.
35. Así pues, cuando con la matanza que debió mitigada fue Diana,
a la vez de Febe, a la vez del mar la ira se aleja.
Reciben los vientos de espalda las mil quillas
y tras mucho padecimiento se apoderan de la frigia arena.
La Fama
Del orbe un lugar hay en el medio, entre las tierras y el mar
40. y las celestes extensiones, los confines de ese triple mundo,
desde donde lo que hay en dondequiera, aunque largos trechos diste,
se divisa, y penetra toda voz hasta sus huecos oídos.
La Fama lo posee, y su morada se eligió en su suprema ciudadela,
e innumerables entradas y mil agujeros a sus aposentos
45. añadió y con ningunas puertas encerró sus umbrales.
De noche y de día está abierta: toda es de bronce resonante,
toda susurra y las voces repite e itera lo que oye.
Ninguna quietud dentro y silencios por ninguna parte;
y ni aun así hay gritos, sino de poca voz murmullos
50. cuales los de las olas, si alguien de lejos las oye, del piélago
ser suelen, o cual el sonido que, cuando Júpiter
increpa a las negras nubes, los extremos truenos devuelven.
Sus atrios un gentío los posee. Vienen, leve vulgo, y van,
y mezclados con los verdaderos los inventados deambulan,
55. miles de tales rumores, y confusas palabras revuelan.
De los cuales, éstos llenan de relatos los vacíos oídos,
éstos lo narrado llevan a otro, y la medida de lo inventado
crece y a lo oído algo añade su nuevo autor.
Allí la Credulidad, allí el temerario Error
60. y la vana alegría está, y los consternados Temores,
y la Sedición repentina, y de dudoso autor los Susurros.
Ella misma qué cosas en el cielo y en el mar se pasen
y en la tierra ve e inquiere a todo el orbe.
Aquiles y Cigno
Había hecho ella conocido que con soldado fuerte
65. se allegaban desde Grecia unas embarcaciones y no inesperado
llega el enemigo en armas. Prohíben el acercamiento y su litoral vigilan
los troyanos, y de Héctor por la lanza el primero, fatalmente,
Protesilao, caes, y los emprendidos combates mucho
cuestan a los dánaos, y fuerte por su muerte de almas se conoce a Héctor.
70. Tampoco los frigios con exigua sangre sintieron de qué
la diestra aquea era capaz, y ya rojecían del Sigeo
los litorales, ya a la muerte el descendiente de Neptuno, Cigno,
a mil hombres había entregado, ya en su carro acosaba Aquiles
y enteras, con el golpe de su cúspide del Pelio, tendía
75. tropas y por las filas o a Cigno o a Héctor buscando
aborda a Cigno -para el décimo año diferido
Héctor estaba-: entonces, sus cuellos resplandecientes hundidos por el yugo,
exhortando a sus caballos, su carro dirigió contra el enemigo,
y agitando con sus brazos las vibrantes armas:
80. «Quien quiera que eres, oh joven», dijo, «por consuelo ten
de tu muerte que del hemonio Aquiles has sido degollado».
Hasta aquí el Eácida, a su voz la grave asta siguió,
pero aunque ningún yerro hubo en la certera asta,
de nada, aun así, sirvió la punta del lanzado hierro,
85. y cuando el pecho únicamente golpeó con su embotado golpe:
«Nacido de diosa, pues a ti gracias a la fama desde antes te conocía», dice
él: «¿por qué te asombras de que en nos herida no haya?»,
pues asombrado estaba. «No este casco que ves, rubio de crines
equinas, ni la carga, la cóncava rodela, de mi izquierda,
90. de auxilio me son: ornato se ha buscado de ellos.
Marte también, por mor de él, empuñar tales defensas suele. Príveseme de todo
servicio de esta cobertura, aun así, intacto saldré.
Algo es el no haber sido engendrado de una Nereida, sino quien
a Nereo y a sus hijas y todo modera el mar».
95. Dijo y el que habría de clavarse del escudo en la curvatura un dardo
lanzó al Eácida, el cual, sí el bronce y las siguientes rompió
pieles novenas de bueyes: en el décimo orbe, aun así, detenido quedó.
Lo sacudió el héroe, y de nuevo tremolando sus armas
con su fuerte mano las blandió: de nuevo sin herida el cuerpo
100. e íntegro quedó, ni la tercera cúspide, a ella abierto
y ofreciéndosele fue capaz de rasgar a Cigno.
No de otro modo se inflamó él que en el circo abierto un toro
cuando sus aguijadas -las prendas de bermellón- busca
con su terrible cuerno y defraudadas siente sus heridas.
105. Si es que se ha desprendido el hierro, considera él, del asta:
fijado estaba al leño. «¿Es la mano mía la débil, así pues,
y las fuerzas -dice- que antes tuvo las ha disipado en uno solo?
Pues cierto que vigor tuvo, bien cuando de Lirneso
las murallas el primero derribé, o cuando a Ténedos
110. y a la Tebas de Eetión colmé de su sangre,
o cuando purpurino de su paisana muerte el Caíco
fluyó, y la obra de mi asta los veces sintió Télefo.
Aquí también para tantos asesinatos cuyas pilas por este litoral
hice y veo, vigor tuvo mi diestra y tiene»,
115. dijo y en lo antes realizado como si mal creer pudiera,
su asta manda en derechura, de la plebe licia, a Menetes,
y su loriga a la vez, y bajo ella su pecho le rompe.
Del cual, al golpear la tierra grave con su moribundo pecho,
extrae aquella misma arma de su caliente herida
120. y dice: «Ésta la mano es, ésta, con la que acabamos de vencer, mi asta:
usaré contra él las mismas. Sea en él suplico, el resultado mismo».
Así diciendo a Cigno retorna, y el fresno no yerra
y en su hombro sonó, no evitada, izquierdo.
De allí, como de un muro y un sólido arrecife rechazada fue.
125. Por donde, aun así, golpeado había sido, marcado de sangre a Cigno
había visto y en vano se había regocijado Aquiles.
La herida era ninguna, la sangre era aquella de Menetes.
Entonces verdaderamente, abalanzado, del carro alto rugiente
salta y con su nítida espada a su intacto enemigo
130. de cerca buscando, la rodela con su espada y su gálea hundirse
contempla, más en ese duro cuerpo dañarse también el hierro.
No lo soporta más, y con su escudo reiterado golpea
tres y cuatro veces la cara de ese varón, a él vuelta, con la empuñadura también sus huecas
sienes, y al que retrocedía persiguiéndole le acosa y lo turba se le lanza,
135. y atónito le niega el descanso: el pavor se apodera de él,
y ante sus ojos nadan las tinieblas, y atrás llevando
retrocedidos los pasos una piedra se le opuso en mitad del campo,
de la cual encima, empujado Cigno con su cuerpo boca arriba,
con fuerza mucha lo vuelve y a la tierra lo sujeta Aquiles.
140. Entonces con su escudo y sus rodillas duras oprimiéndole el busto,
de las correas tira de su gálea, las cuales, por debajo de su oprimido mentón,
le rompen la garganta y la respiración y el camino
le roban del aliento. Al vencido a expoliar se disponía.
Sus armas abandonadas ve: su cuerpo el dios del mar confirió
145. a una blanca ave, de cuyo modo el nombre tenía.
Esta gesta, esta batalla, un descanso de muchos días
trajo consigo y, depuestas las armas ambas partes hicieron un alto.
Y mientras vigilante de Frigia los muros un centinela guarda,
y vigilante de Argólide las fosas guarda un centinela,
150. el festivo día había llegado en que de Cigno el vencedor, Aquiles,
a Palas aplacaba con la sangre de una inmolada vaca.
De la cual, cuando impuso sus entrañas en las calientes aras
y por los dioses percibido penetró en los aires su vapor,
los sacrificios se llevaron la suya, la parte fue dada, restante, a las mesas.
155. Se tumbaron en los divanes los próceres, y sus cuerpos de asada
carne llenan, y con vino alivian sus cuidados y su sed.
No a ellos la cítara, no a ellos las canciones de las voces,
o de muy perforado boj les deleita, larga, la tibia,
sino que la noche en la conversación alargan, y la virtud es, de su hablar,
160. la materia. Sus batallas refieren, las del enemigo y las suyas,
y en turnos los peligros afrontados y apurados a menudo
remembrar les place: pues de qué hablaría Aquiles,
o de qué cabe al gran Aquiles mejor hablarían.
La muy reciente victoria, principalmente, sobre el dominado Cigno
165. en conversación estuvo, pareciendo admirable a todos
el que al joven su cuerpo de ningún arma penetrable
e invicto a la herida fuera, y que el hierro puliera.
Ceneo (I)
Esto el propio Eácida, esto admiraban los aqueos,
cuando así Néstor dice: «En vuestra edad fue el único
170. despreciador del hierro y horadable por golpe ninguna
Cigno. Mas yo mismo en otro tiempo, sufriendo él heridas mil
en un cuerpo no dañado, al perrebo Ceneo vi,
a Ceneo el perrebo, el cual, glorioso por sus hechos, el Otris
habitaba, y para que ello más admirable fuese en él,
175. mujer nacido había. Del prodigio por la novedad se conmueve
todo el que asiste, y que lo refiera le piden. Entre los cuales Aquiles:
«Di, vamos, pues en todos el mismo hay deseo de oírlo,
oh, elocuente anciano, de nuestra edad la prudencia,
quién fuera Ceneo, por qué en lo contrario vuelto,
180. en qué milicia, de qué batalla en el certamen
por ti conocido, de quién fue vencido, si vencido de alguno fue».
Entonces el mayor: «Aunque a mí me estorba mi tarda vejez,
y muchas se me huyen de las cosas por mí contempladas en mis primeros años,
más cosas, aun así, recuerdo, y, que más prendida esté, ninguna
185. cosa en el pecho nuestro hay entre hechos tantos de guerra
y de paz, y si a alguien pudo su espaciosa vejez
como espectador de las obras de muchos devolver, yo he vivido
de años dos veces cien. Ahora se vive mi tercera edad.
«Brillante por su hermosura fue la descendencia de Elato, Cenis,
190. de las tesalias la doncella más bella, y en las cercanas,
y en tus ciudades -pues fue paisana tuya, Aquiles-,
en vano por los votos de muchos pretendientes fue deseada.
Hubiese intentado Peleo los tálamos también, quizás, esos:
pero ya le habían alcanzado a él las bodas de tu madre
195. o le habían sido prometidas, ni tampoco Cenis a ningunos
tálamos desposada fue, y por unas secretas playas cogiendo ella,
fuerza sufrió del dios marino, así la fama lo contaba.
Y cuando los goces de esta nueva Venus Neptuno hubo tomado:
«Que estén tus votos te permito», dijo, «libres de rechazo.
200. Elige qué has de desear» -la misma fama esto también contaba-.
«Grande», Cenis dice, «hace esta injuria a mi deseo:
que tal sufrir ya nada pueda. Dame el que mujer no sea:
todo lo habrás garantizado». Con más grave tono las últimas dijo
palabras, y podía la de un hombre la voz aquella parecer,
205. como así era. Pues ya a su voto el dios del mar alto
había asentido y le había dado, además, que ni dañado por ningunas
heridas fuera, o a hierro sucumbir pudiera.
De su presente contento parte, y en afanes viriles su edad
pasó el Atrácida y del Peneo los campos recorre.
La batalla de Lápitas y Centauros
210. «Había desposado a Hipódame el hijo del audaz Ixíon,
y a los feroces hijos de la nube, puestas por orden las mesas,
había ordenado recostarse, de árboles cubierta, en una gruta.
Los próceres hemonios asistían, asistíamos también nos,
y festivo con su confuso gentío resonaba el real.
215. He aquí que cantan a Himeneo y de fuego los atrios humean,
y ceñida llega la doncella de las madres y las nueras por la caterva,
muy insigne de hermosura. Feliz llamamos de esa
esposa a Pirítoo, el cual presagio casi malogramos.
Pues a ti, de los salvajes el más salvaje, de los centauros,
220. Éurito, cuanto por el vino tu pecho, tanto por la doncella vista
arde, y la ebriedad, geminada por la libido, en ti reina.
En seguida, volcándose, turban los convites las mesas,
y es raptada, de su pelo tomado por la fuerza la nueva casada.
Éurito a Hipódame, otros, la que cada uno aprobaban
225. o podían, rapta, y, la de una tomada, era de la ciudad la imagen.
De gritos femeninos suena la casa: más rápido todos
nos levantamos y el primero: «¿Qué vesania», Teseo,
«Éurito, a ti te impulsa», dice, «a que tú en vida mía provoques
a Pirítoo y violes a dos, ignorante, en uno?».
230. Y no tal el magnánimo en vano había remembrado con su boca:
aparta a los que le acosan y la raptada de aquellos delirantes arrebata.
Él nada en contra -pues tampoco defender con palabras
tales acciones puede-, sino que del defensor la cara con protervas
manos persigue y su generoso pecho golpea.
235. Era el caso que había junto, de sus figuras prominentes áspera,
una antigua cratera, que, vasta ella, más vasto él mismo,
la sostiene el Egida y la lanza contra su cara a él opuesta.
Borbotones de sangre él, a la vez que cerebro y vino,
por la herida y la boca vomitando, de espaldas en la húmeda arena
240. convulsiona. Arden los hermanos bimembres
por el asesinato y a porfía todos con una sola boca: «Las armas, las armas», dicen.
Los vinos les daban ánimos y a lo primero de la lucha copas
lanzadas vuelan y los frágiles jarros y las curvadas escudillas,
cosas para los festines un día, entonces para las guerras y los asesinatos aptas.
245. El primero el Ofiónida Ámico los penetrales de sus dones
no temió expoliar, y él el primero del santuario
arrebató, de luces denso, coruscantes, un candelabro,
y, levantado éste alto, como el que los cándidos cuellos de un toro
por romper se esfuerza con la sacrificial segur,
250. lo estrelló en la frente del Lápita Celadonte y sus huesos
derramados dejó, no reconocible, en su rostro.
Le saltaron los ojos y, dispersos los huesos de la cara,
echada fue atrás su nariz y fijada quedó en mitad del paladar.
A él, con un pie arrancado de una mesa de arce, el de Pela
255. lo tendió en tierra, Pelates, hundido en su pecho su mentón,
y con negra sangre mezclados escupiendo él sus dientes,
de tal herida geminada lo envió del Tártaro a las sombras.
«Cercano como apostado estaba contemplando los altares humosos
con su rostro terrible: «¿Por qué no», dice, «hemos de hacer uso de ellos?»,
260. y con sus fuegos Grineo levanta la ingente ara,
y del tropel de los Lápitas lo arroja en la mitad
y aplasta a dos, a Bróteas y a Orío. De Orío
su madre era Mícale, la cual, que había abajado encantándola
muchas veces, constaba, los cuernos de la reluctante luna.
265. «No impune quedarás, no bien de un arma se me dé provisión»,
había dicho Exadio, y de un arma tiene a la traza, los que
en un alto pino estuvieran, los cuernos de un votivo ciervo.
Clavado queda de ahí Grineo con una doble rama en sus ojos,
y se le extraen los globos, de los cuales parte en los cuernos prendida queda,
270. parte prendida fluye a su barba y con coagulada sangre cuelga.
He aquí que arrebata flameante Reto de la mitad de las aras
la brasa de un ciruelo, y desde la parte derecha de Caraxo
sus sienes quebranta, protegidas por su rubio cabello.
Arrebatados por la rapaz -como mies árida- llama
275. ardieron sus pelos y en la herida la sangre quemada,
terrible su chirrido, un sonido dio, como dar el hierro
al fuego rojeciente frecuentemente suele, al que con su tenaza curvada
cuando su obrero lo saca, en las cubas lo hunde: mas él
rechina y en la agitada onda sumergido silba.
280. Herido él de sus erizados cabellos el ávido fuego sacude,
y hacia sus hombros un umbral de la tierra arrancado
levanta, carga de un carro, el cual, que no llegue a lanzar contra el enemigo
su mismo peso hace. A un aliado también la mole de roca
aplastó, que en un espacio estaba más cercano, a Cometes.
285. Sus goces no retiene Reto: «Así, yo lo suplico», dice,
«el resto de esta multitud, de los cuarteles tuyos, sea fuerte»,
y con el medio quemado tronco renueva repetidamente la herida,
y tres y cuatro veces con un grave golpe las junturas de su cabeza
rompe y se asentaron sus huesos, líquido, en su cerebro.
290. Vencedor hacia Evagro y Córito y Drías pasa.
De los cuales, cuando cubierto en sus mejillas con su primer bozo
sucumbió Córito: «De un muchacho derribado qué gloria
nacido para ti ha», Evagro dice, y decir más Reto
no consiente y, feroz, en la abierta boca del que hablaba
295. sepultó de ese hombre, y a través de su boca en su pecho, rutilantes, esas llamas.
A ti también, salvaje Drías, alrededor de tu cabeza blandiendo el fuego
te persigue, pero no contra ti también consiguió el mismo
resultado: a él que de su asidua matanza por el éxito se congratulaba,
por donde unida está al hombro la cerviz, con una estaca le clavas, al fuego tostada.
300. Gimió hondo, y de su duro hueso la estaca apenas se arrancó
Reto y él mismo de su sangre empapado huye.
Huye también Orneo y Licabante y herido en su hombro
derecho Medón y con Pisénor Taumante,
y el que poco antes en el certamen de los pies había vencido a todos,
305. Mérmero -encajada entonces una herida más lento iba-,
y Folo y Melaneo y Abante, el azote de los jabalíes,
y el que a los suyos en vano de la guerra había disuadido, el augur
Ástilo. Él además, al que temía las heridas, a Neso:
«No huyas. Para los hercúleos», dice, «arcos reservado serás».
310. Mas no Eurínomo, y Lícidas, y Areo e Ímbreo
escaparon a la muerte, a los cuales todos la diestra de Drías
abatió, a él enfrentados. De frente tu también, aunque
tus espaldas a la huida habías dado, tu herida, Creneo, llevaste,
pues grave un hierro, al volver la mirada, entre los dos ojos
315. por donde la nariz a lo más bajo se une, encajas.
«En ese tan gran bramido por todas sin fin sus venas yacía
dormido y sin despabilarse Afidas,
y en su languideciente mano una copa mezclada sostenía,
derramado en las vellosas pieles de una osa del Osa.
320. Al cual de lejos cuando lo vio sin levantar en vano ningunas armas,
mete en su correa los dedos y: «Para ser mezclados», dijo
Forbas, «con Estige esos vinos beberás, y sin detenerse en más
contra el joven blandió una jabalina y el herrado
fresno en el cuello, como al acaso yacía boca arriba, le entró.
325. Su muerte careció de dolor y de su garganta plena fluyó
a los divanes y a las mismas copas, negra, la sangre.
Vi yo a Petreo intentando levantar de la tierra,
llena de bellotas, una encina, a la cual, mientras con sus abrazos la rodea
y sacude aquí y allá y su vacilante robustez agita,
330. la láncea de Pirítoo, introducida en las costillas de Petreo,
su pecho reluctante junto con las dura robustez dejó fijado.
De Pirítoo por la virtud que Lico había caído contaban,
de Pirítoo por la virtud Cromis, pero ambos menor
título a su vencedor que Dictis y Hélope dieron,
335. clavado Hélope en una jabalina que transitables sus sienes hizo,
y lanzada desde la derecha hasta la oreja izquierda penetró,
Dictis, resbalándose desde la bicéfala cima de un monte,
mientras huye temblando del que le acosa, de Ixíon al hijo,
cae de cabeza, y con el peso de su cuerpo un olmo
340. ingente rompió y de sus ijares lo vistió roto.
Vengador llega Alfareo, y una roca del monte arrancada
lanzar intenta. Al que lo intentaba con un tronco de encina
asalta el Egida y de su codo los ingentes huesos
rompe y no más allá de entregar ese cuerpo inútil a la muerte
345. u ocasión tiene o se preocupa, y a la espalda del alto Biénor
salta, no acostumbrada a portar a nadie sino a sí mismo,
y le opuso la rodilla a sus costillas y reteniéndole
con la izquierda la cabellera, su rostro y su amenazante boca
con un tronco nudoso, y sus muy duras sienes, le rompió.
350. Con ese tronco a Nedimno y al alanceador Licopes
tumba, y protegido en su pecho por su abundante barba
a Hípaso y de lo más alto de los bosques prominente a Rifeo,
y a Tereo, quien en los hemonios montes los osos que cogía
llevar a su casa vivos e indignados solía.
355. No soportó que disfrutara Teseo de los éxitos
de la batalla más allá Demoleonte: con su sólido matorral
arrancar un añoso pino con gran esfuerzo intenta,
lo cual, puesto que no pudo, previamente roto lo arroja a su enemigo;
pero lejos del arma que le venía Teseo se retiró,
360. por la admonición de Palas: que se le creyera así él mismo quería.
No, aun así, el árbol inerte cayó, pues del alto Crántor
separó del cuello el pecho y el hombro izquierdo:
armero aquel de tu padre había sido, Aquiles,
a quien de los dólopes el soberano, en la guerra superado, Amíntor,
365. al Eácida había dado, de la paz, prenda y garantía.
A él, desde lejos cuando por una horrible herida desmembrado Peleo
lo vio: «mas tus ofrendas fúnebres, de los jóvenes el más grato, Crántor,
recibe», dice y con vigoroso brazo contra Demoleonte
de fresno lanzó, de su mente también con las fuerzas, un asta,
370. que de su costado el armazón antes rompió, y luego en sus huesos prendida quedó
temblando: saca él con su mano sin su cúspide el leño
-éste también apenas le obedece-: la cúspide en el pulmón retenida queda.
El mismo dolor fuerzas a su ánimo daba: enfermo contra el enemigo
se levanta y con sus pies de caballo al hombre cocea.
375. Recibe él los golpes resonantes en la gálea y el escudo
y defiende sus hombros y ante sí tendidas sostiene sus armas,
y a través de las axilas con un solo golpe sus dos pechos perfora.
Antes, aun así, a la muerte había entregado a Flegreo e Hiles,
desde lejos, a Ifínoo con cercano Marte, y a Clanis.
380. Se añade a ellos Dórilas, que las sienes cubiertas llevaba
de la piel de un lobo, y a guisa de salvaje arma los prestantes
cuernos zambos de unos bueyes, enrojecidos del mucho crúor.
A éste yo, pues fuerzas mi ánimo me daba: «Contempla», dije,
«cuánto ceden a nuestro hierro tus cuernos»,
385. y una jabalina blandí, la cual, como evitar no pudiera,
opuso su diestra a la que había de sufrir esas heridas, su frente.
Fijada quedó con su frente su mano. Se produce un griterío, mas a aquél,
prendido, y por su acerba herida vencido Peleo
-pues apostado estaba el más cercano- bajo su mitad le hiere a espada el vientre.
390. Se abalanzó, y por la tierra, feroz, sus vísceras arrastró,
y arrastradas las pisó, y pisadas las rompió, y en ellas
sus patas también impidió, y sobre su vientre inane cayó.
Y no a ti al luchar, Cílaro, tu hermosura te redimió,
si es que a la naturaleza esa hermosura le concedemos.
395. Su barba era incipiente, de esa barba el color áureo, áureo
desde los hombros su pelo pendía hasta la mitad de sus espaldillas.
Agradable en su cara el vigor; su cuello y hombros y manos
y pecho a las alabadas esculturas de los artistas próximos,
y por doquiera que hombre es; ni tampoco la del caballo imperfecta y peor
400. bajo aquel hombre la hermosura: dale cuello y cabeza
y de Cástor digno será: así su espalda montable, así son
sus pechos excelsos de sus toros. Todo que la pez negra más negro,
cándida la cola, en cambio. Su color es también, de las piernas, blanco.
Muchas a él lo pretendieron de su raza, pero una sola
405. se lo llevó, Hilónome, que la cual ninguna más hermosa mujer entre
los mediofieras habitó en los altos bosques.
Ella con sus ternuras y amándole, y que le amaba confesando,
a Cílaro sola tiene, de su ornato también, cuanto en esos
miembros existir puede, que sea su pelo por el peine liso,
410. que ora de rosmarino, ora de viola o rosa
se rodee, alguna vez que canecientes lirios lleve,
y dos veces al día, bajados del vértice del pagáseo bosque,
en sus manantiales su rostro lave, dos veces en su caudal su cuerpo moje,
y que no, salvo las que le honren, de selectas fieras,
415. o a su hombro o a su costado izquierdo tienda pieles.
Parejo amor hay en ellos: vagan en los montes a una,
grutas a la vez alcanzan. Y también entonces de los Lápitas a los techos
habían entrado a la par, a la vez esas fieras guerras hacían.
El autor en duda está: una jabalina de la parte izquierda
420. llega, y más abajo que al cuello el pecho sostiene,
Cílare, te clavó. Su corazón, de esa pequeña herida alcanzado,
junto con su cuerpo entero después que el arma fue sacada se enfrió.
En seguida Hilónome recibe murientes sus miembros
e imponiéndole la mano la herida le calienta y su boca a la boca
425. le acerca y su aliento que escapa impedir intenta.
Cuando lo ve extinguido, tras decirle cosas que el griterío a mis oídos
vedó llegar, sobre el arma que dentro de él prendida estaba
se echó, y muriendo se abrazó a su marido.
«Ante mis ojos está también aquel que, de a seis, ató
430. entre sí con entrelazados nudos de leones unas pieles,
Feócomes, protegiéndose a la vez al hombre y al caballo,
el cual, un tronco lanzando que apenas un par de yuntas moverían,
a Téctalo el Olénida desde el extremo de su cabeza lo rompió.
[Roto quedó el contorno más ancho de su cabeza, y a través de su boca
435. y a través de sus huecas narices, por los ojos y las orejas, el cerebro
blando le fluye, como cuajada por un mimbre de encina
la leche suele, o como el líquido en un ralo cedazo por su peso
mana, y se exprime espesa por los densos agujeros.]
Mas yo, mientras se dispone él de sus armas a desnudar al yacente,
440. -sabe esto tu padre-, mi espada en las profundas ijadas
del que le expoliaba hundí. Ctonio también y Teléboas
por la espada nuestra yacen: una rama el primero ahorquillada
llevaba, éste una jabalina. Con esa jabalina a mí heridas me hizo.
Sus señales ves. Se distingue todavía vieja la cicatriz de ahí.
445. En ese entonces debió a mí enviárseme a tomar Pérgamo;
entonces podía del gran Héctor, si no superar,
detener sus armas con las mías. Pero en aquel tiempo ninguno,
o un niño, Héctor era. Ahora a mí me traiciona mi edad.
Para qué de Périfas, el vencedor del geminado Pireto,
450. de Ámpix para qué contarte, quien del cuadrupedante Equeclo
clavó de frente en su cara un cornejo sin cúspide.
Una tranca hundiéndole el Peletronio Macareo en el pecho
tumbó a Erigdupo. Recuerdo también que unos venablos se escondieron
en la ingle de Cimelo por las manos de Neso lanzados.
455. Y no has de creer que sólo cantaba el porvenir
el Ampicida Mopso. Con Mopso de lanzador el biforme
Hodites sucumbió y en vano intentó hablar:
a su mentón la lengua y el mentón a su garganta clavado.
Ceneo (II)
Cinco a la muerte Ceneo había entregado, Estífelo y Bromo
460. y Antímaco y Élimo y al portador de la segur, Piracmo.
Sus heridas no las recuerdo; del número y del nombre tomé nota.
Adelante vuela, de los expolios del ematio Haleso armado,
a quien había dado muerte, de miembros y cuerpo el más grande
Latreo: su edad, entre un joven y un viejo,
465. su fuerza juvenil era; variegaban sus sienes las canas.
El cual, por su escudo y gálea y macedonia pica
conspicuo, y su faz vuelta a ambas tropas,
sus armas golpeó y en un certero círculo cabrioleó,
y palabras tantas vertió, ardido, a las vacías auras:
470. «¿También a ti, Cenis, te he de sufrir? Pues tú para mí una mujer siempre,
tú para mí Cenis serás. ¿Tu origen natal no te ha advertido
y a tu mente viene, como premios de qué acto
y por qué merced la falsa apariencia de un hombre se te ha deparado?
Qué hayas nacido mira, o qué has sufrido, y la rueca,
475. anda, coge con los canastos, y las urdimbres con tu pulgar tuerce:
las guerras deja a los hombres». Al que profería tales cosas Ceneo
vació su costado, tenso por la carrera, lanzándole un asta
en donde el hombre con el caballo se juntaba. Enloquece él de dolor,
y, desnuda, la cara del joven Fileo hiere con su pica.
480. No de otro modo ella rebotó que de la cima de un tejado el granizo,
o si uno hiere con una pequeña piedra los huecos tímpanos.
De cerca ataca y en su costado duro por esconder
lucha su espada: para su espada lugares transitables no son.
«Mas no escaparás. Te degollará por su mitad mi espada
485. puesto que su punta está roma», dice, y de costado su espada
atraviesa, y con su larga diestra le estrecha las ijadas.
El golpe produce unos gemidos como en un cuerpo de mármol golpeado,
y rota salta en pedazos la lámina al ser sacudido tal callo.
Cuando bastante sus ilesos miembros le hubo exhibido a él, admirado:
490. «Ahora, vamos», dice Ceneo, «con el hierro nuestro tu cuerpo
probemos», y hasta la empuñadura le hundió en sus costados
la espada mortífera y ciega llevó su mano hasta sus vísceras
y la removió y herida en la herida hizo.
He aquí que se lanzan con vasto griterío rabiosos los bimembres,
495. y sus armas contra éste solo todos lanzan y llevan.
Las armas rebotadas caen: permanece no perforado,
y no ensangrentado Ceneo el de Élato, por golpe alguno.
Los había dejado atónitos el insólito asunto. «Oh deshonra ingente»,
Mónico exclama. «A un pueblo se nos vence por uno solo,
500. y apenas si hombre. Aunque él hombre es; nosotros, por nuestros indolentes actos
lo que fue él somos. ¿De qué estos miembros ingentes nos aprovechan?
¿De qué esta geminada fuerza y el que los más fuertes
de la naturaleza animales en nosotros una naturaleza doble ha unido?
Y no a nosotros de madre una diosa, ni nosotros de Ixíon haber
505. nacido nos creo, el que tan grande era que de la alta Juno
la esperanza concibiera: a nosotros nos vence un enemigo medio varón.
Rocas y troncos encima y todos en contra volvedle los montes,
y su vivaz aliento sacadle lanzándole sus bosques.
Que su masa le oprima la garganta y hará las veces de herida el peso».
510. Dijo y, arrancado por las dementes fuerzas del austro,
por casualidad un tronco que hallara, lo lanzó contra su vigoroso enemigo,
y ejemplo fue, y en poco tiempo desnudo de árbol el Otris estaba ni tenía el Pelión
sombras. Sepultado en ese ingente montón de érboles bajo su peso
Ceneo bulle, y los apilados troncos en sus duros
515. hombros lleva, pero realmente después que sobre su rostro y su cabeza
creció su peso y no tiene, las que coja, su respiración auras,
desfallece a veces, ora a sí mismo sobre el aire en vano
levantarse intenta y volcar, a él arrojados, los bosques,
y a veces los mueve, como el que vemos, he ahí,
520. arduo, si de la tierra se agita con los movimientos, el Ida.
El resultado en duda está. Unos que bajo los inanes
Tártaros su cuerpo precipitado fue, de los bosques por la mole, decían;
lo deniega el Ampicida y de la mitad del acúmulo vio
de rubias alas un ave salir a las líquidas auras,
525. la cual entonces por primera vez, en ese entonces por última vez contemplé.
A ella, cuando lustrando con su liviana voladura sus campamentos
Mopso, y con ingente clangor el alrededor llenando de su sonido,
lo contempló, a la par con sus ánimos y con sus ojos siguiéndola:
«Oh salve», dijo, «gloria de la raza Lápita,
530. el más grande hombre en otro tiempo, pero ahora ave única, Ceneo».
Creído el asunto por el autor suyo fue. El dolor nos añadió ira,
y mal llevamos que ahogado por tantos enemigos uno solo fuera,
y no antes nos abstuvimos de dispensar dolor a hierro,
de que dada una parte a la muerte, a la otra parte la huida y la noche alejara».
Periclímeno
535. A estas batallas entre los Lápitas y los mediohombres Centauros,
al referirlas el Pilio, Tlepólemo el dolor
del preterido Alcida no pudo soportar con callada boca
y dice: «De la gloria de Hércules admirable es que olvidos te hayan
ocurrido a ti, señor. Ciertamente a menudo referirme
540. solía mi padre que los hijos de la nube dominados por él habían sido».
Triste a esto el Pilio: «¿Por qué a recordar mis males
me obligas y, cerrados por los años, a desgarrar mis lutos
y contra tu padre mi odio y sus ofensas a confesar?
Él ciertamente cosas más grandes de lo creíble también hizo y el orbe
545. colmó de sus méritos, lo cual preferiría poder negar.
Pero ni a Deífobo ni a Polidamante ni al propio
Héctor alabamos, pues quién alabaría a su enemigo.
Ese tu genitor, las murallas mesenias en otro tiempo
derribó y, no merecedoras, las ciudades de Elis y Pilos
550. derruyó y contra los penates míos hierro y llama
empujó, y por que a otros silencie yo, a los que él dio muerte,
dos veces seis los Nelidas fuimos, admirada juventud,
dos veces seis de Hércules cayeron, menos yo solo,
por las fuerzas, y que otros ser vencidos pudieran, soportable es:
555. prodigiosa de Periclímeno la muerte es, a quien el poder tomar
figuras, cuales quisiera, y de nuevo dejar las tomadas
Neptuno había otorgado, de la sangre de Neleo el autor.
Él, cuando en vano se hubo variado en todas las formas,
se torna la faz de un ave que rayos en sus curvos
560. pies llevar suele, de los dioses la más grata a su rey.
De las fuerzas usando de esa ave, con el pico recorvado
y sus ganchudas uñas, de ese hombre había desgarrado la cara.
Tensa contra ella, demasiado certeros, el Tirintio sus arcos,
y entre las nubes sus sublimes miembros portando,
565. y suspendida, la hiere por donde al costado se une el ala.
Y grave la herida no era, pero rotos por esa herida sus nervios
le traicionan y el movimiento le niegan y las fuerzas del volar.
Cae a la tierra, al no concebir auras
sus infirmes alas, y por donde había quedado prendida al ala
570. la leve saeta, hundida fue por el peso del cuerpo abatido,
y a través de lo más alto del costado por su cuello izquierdo se salió.
¿Ahora te parece que le debo pregones de sus cosas
a tu Hércules, oh regidor bellísimo de la flota rodia?
Aun así, más allá que sus valientes hechos silenciando
575. no me vengo de mis hermanos: sólida es para mí la gracia contigo».
Después que tal el Nelio expuso con su dulce boca,
tras el discurso del anciano, retomado el regalo de Baco,
se levantaron de los divanes. La noche fue entregada, restante, al sueño.
Muerte de Aquiles
Mas el dios que las ecuóreas ondas con su cúspide templa,
580. del cuerpo de su hijo en el ave de Faetonte tornado
en su mente se duele paterna, y lleno de odio por el salvaje Aquiles,
ejerce, memorativas, más que civilmente, sus iras.
Y ya casi arrastrada por dos quinquenios la guerra,
con tales razones compele al intonsurado Esmínteo:
585. «Oh para mí largamente el más grato de los hijos de mi hermano,
quien conmigo pusiste las defraudadas murallas de Troya,
¿acaso cuando estos recintos a punto de caer contemplas,
hondo no gimes? ¿O acaso de tantos millares asesinados
cuando defendían sus muros no te dueles? ¿Acaso, para no proseguir con todos,
590. de Héctor la sombra no te viene, alrededor de sus Pérgamos arrastrado?
Cuando en cambio aquel feroz, y que la guerra misma más sanguinario,
vive todavía, de la obra nuestra el devastador, Aquiles.
Ofrézcaseme a mí: de qué con mi triple cúspide sea yo capaz, haría
que sienta. Mas puesto que atacar de cerca al enemigo
595. no nos es dado, a él desprevenido pierde con una oculta saeta».
Asiente, y al ánimo a la vez de su tío y suyo el Delio cediendo,
de una nube velado, a la tropa llega ilíaca, y en medio de esa matanza de hombres
a Paris, que ralos disparos por desconocidos aqueos dispersaba,
ve, y confesándose un dios: «¿Por qué tus puntas pierdes
600. en la sangre de la plebe?», dice. «Si alguno es tu cuidado por los tuyos
vuélvete al Eácida y a tus hermanos asesinados venga».
Dijo, y mostrándole, tumbando a hierro cuerpos
troyanos, al Pelida, sus arcos en contra vuelve de él
y unas certeras puntas le dirigió con su mortífera diestra.
605. De lo que Príamo el anciano gozarse después de Héctor pudiera,
esto fue. Él, así pues, de tantos el vencedor, Aquiles,
vencido fue por el cobarde raptor de una esposa griega.
Mas si habías tú de caer por un Marte femenino,
por el hacha doble de la del Termodonte preferirías haber caído.
610. Ya el temor aquel de los frigios, la honra y tutela del nombre
pelasgo, el Eácida, cabeza insuperable en la guerra,
había ardido: lo había armado el dios mismo, el mismo lo había cremado.
Ya ceniza es, y del tan grande Aquiles resta
un no sé qué pequeño que no bien llene una urna,
615. mas vive esa gloria que llena todo el orbe.
Ella a la medida de tal hombre corresponde y por ella es
parejo a sí mismo el Pelida y los inanes Tártaros no siente.
Incluso su mismo escudo, para que de quién fuera conocer puedas,
guerras mueve, y en torno de unas armas, armas se llevan.
620. No ellas el Tidida, no osa el Oileo Áyax,
no el menor Atrida, no aquél en la guerra mayor y en edad
demandarlas, no otros: solos, de Telamón el nacido
y el de Laertes, tuvieron la arrogancia de tan gran gloria.
De sí el Tantálida esa carga y la envidia alejó,
625. y a los argólicos jefes reunirse en mitad de los campamentos
ordenó, y el arbitrio de la lid traspasó a todos.