Las metamorfosis, Ovidio – Libro X

Las metamorfosis, Ovidio - Libro décimo - Eurídice, Jacinto, Pigmalión, Mirra, Adonis, Atalanta, Cipariso.

Las metamorfosis

Publio Ovidio Nasón

Las metamorfosis (Metamorphoseis en latín) es la obra maestra del poeta de principios del Imperio Romano Publio Ovidio Nasón. La obra es un poema dividido en quince libros mediante el cual Ovidio realiza una narración histórico-mitológica desde la creación del universo hasta la deificación de Julio César.

La composición de este colosal poema llevó varios años de meticulosa composición lírica, siendo finalizado en el año 8 d. C., mismo año en el cual el emperador Octavio Augusto expulsa a Ovidio de Roma, forzándolo a exiliarse en los confines del imperio (ver la obra Las Tristes para más información)

Las metamorfosis

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Libro décimo

Eurídice, Jacinto, Pigmalión, Mirra, Adonis, Atalanta, Cipariso.

Orfeo y Eurídice

De ahí por el inmenso éter, velado de su atuendo de azafrán,
se aleja, y a las orillas de los cícones Himeneo
tiende, y no en vano por la voz de Orfeo es invocado.
Asistió él, ciertamente, pero ni solemnes palabras,

5 ni alegre rostro, ni feliz aportó su augurio;
la antorcha también, que sostenía, hasta ella era estridente de lacrimoso humo,
y no halló en sus movimientos fuegos ningunos.
El resultado, más grave que su auspicio. Pues por las hierbas, mientras
la nueva novia, cortejada por la multitud de las náyades, deambula,

10 muere al recibir en el tobillo el diente de una serpiente.
A la cual, a las altísimas auras después que el rodopeio bastante hubo llorado,
el vate, para no dejar de intentar también las sombras,
a la Estige osó descender por la puerta del Ténaro,
y a través de los leves pueblos y de los espectros que cumplieran con el sepulcro,

15 a Perséfone acude y al que los inamenos reinos posee,
de las sombras el señor, y pulsados al son de sus cantos los nervios,
así dice: «Oh divinidades del mundo puesto bajo el cosmos,
al que volvemos a caer cuanto mortal somos creados,
si me es lícito, y, dejando los rodeos de una falsa boca,

20 la verdad decir dejáis, no aquí para ver los opacos
Tártaros he descendido, ni para encadenar las triples
gargantas, vellosas de culebras, del monstruo de Medusa.
Causa de mi camino es mi esposa, en la cual, pisada,
su veneno derramó una víbora y le arrebató sus crecientes años.

25 Poder soportarlo quise y no negaré que lo he intentado:
me venció Amor. En la altísima orilla el dios este bien conocido es.
Si lo es también aquí lo dudo, pero también aquí, aun así, auguro que lo es
y si no es mentida la fama de tu antiguo rapto,
a vosotros también os unió Amor. Por estos lugares yo, llenos de temor,

30 por el Caos este ingente y los silencios del vasto reino,
os imploro, de Eurídice detened sus apresurados hados.
Todas las cosas os somos debidas, y un poco de tiempo demorados,
más tarde o más pronto a la sede nos apresuramos única.
Aquí nos encaminamos todos, esta es la casa última y vosotros

35 los más largos reinados poseéis del género humano.
Ella también, cuando sus justos años, madura, haya pasado,
de la potestad vuestra será: por regalo os demando su disfrute.
Y si los hados niega la venia por mi esposa, decidido he
que no querré volver tampoco yo. De la muerte de los dos gozaos».

40 Al que tal decía y sus nervios al son de sus palabras movía,
exangües le lloraban las ánimas; y Tántalo no siguió buscando
la onda rehuida, y atónita quedó la rueda de Ixíon,
ni desgarraron el hígado las aves, y de sus arcas libraron
las Bélides, y en tu roca, Sísifo, tú te sentaste.

45 Entonces por primera vez con sus lágrimas, vencidas por esa canción, fama es
que se humedecieron las mejillas de las Euménides, y tampoco la regia esposa
puede sostener, ni el que gobierna las profundidades, decir que no a esos ruegos,
y a Eurídice llaman: de las sombras recientes estaba ella
en medio, y avanzó con un paso de la herida tardo.

50 A ella, junto con la condición, la recibe el rodopeio héroe,
de que no gire atrás sus ojos hasta que los valles haya dejado
del Averno, o defraudados sus dones han de ser.
Se coge cuesta arriba por los mudos silencios un sendero,
arduo, oscuro, de bruma opaca denso,

55 y no mucho distaban de la margen de la suprema tierra.
Aquí, que no abandonara ella temiendo y ávido de verla,
giró el amante sus ojos, y en seguida ella se volvió a bajar de nuevo,
y ella, sus brazos tendiendo y por ser sostenida y sostenerse contendiendo,
nada, sino las que cedían, la infeliz agarró auras.

60 Y ya por segunda vez muriendo no hubo, de su esposo,
de qué quejarse, pues de qué se quejara, sino de haber sido amada,
y su supremo adiós, cual ya apenas con sus oídos él
alcanzara, le dijo, y se rodó de nuevo adonde mismo.
No de otro modo quedó suspendido por la geminada muerte de su esposa Orfeo

65 que el que temeroso de ellos, el de en medio portando las cadenas,
los tres cuellos vio del perro, al cual no antes le abandonó su espanto
que su naturaleza anterior, al brotarle roca a través de su cuerpo;
y el que hacia sí atrajo el crimen y quiso parecer,
Óleno, que era culpable; y tú, oh confiada en tu figura,

70 infeliz Letea, las tuyas, corazones unidísimos
en otro tiempo, ahora piedras a las que húmedo sostiene el Ida.
Implorante, y en vano otra vez atravesar queriendo,
el barquero le vetó: siete días, aun así él,
sucio en esa ribera, de Ceres sin la ofrenda estuvo sentado.

75 El pesar y el dolor del ánimo y lágrimas sus alimentos fueron.
De que eran los dioses del Érebo crueles habiéndose lamentado, hacia el alto
Ródope se recogió y, golpeado de los aquilones, al Hemo.
Al año, concluido por los marinos Peces, el tercer
Titán le había dado fin, y rehuía Orfeo de toda

80 Venus femenina, ya sea porque mal le había parado a él,
o fuera porque su palabra había dado; de muchas, aun así, el ardor
se había apoderado de unirse al vate: muchas se dolían de su rechazo.
Él también, para los pueblos de los tracios, fue el autor de transferir
el amor hacia los tiernos varones, y más acá de la juventud

85 de su edad, la breve primavera cortar y sus primeras flores.

Catálogo de árboles; Cipariso

Una colina había, y sobre la colina, llanísima, una era
de campo, a la que verde hacían de grama sus hierbas.
De sombra el lugar carecía; parte en la cual, después que se sentara,
el vate nacido de los dioses, y de que sus hilos sonantes puso en movimiento,

90 sombra al lugar llegó: no faltó de Caón el árbol,
no bosque de las Helíades, no de frondas altas la encina,
ni tilos mullidos, ni haya e innúbil láurea,
y avellanos frágiles y fresno útil para las astas,
y sin nudo el abeto, y curvada de bellotas la encina

95 y el plátano natalicio, y el arce de colores desigual,
y, los que honráis las corrientes, juntos los sauces y el acuático loto,
y perpetuamente vigoroso el boj y los tenues tamariscos,
y bicolor el mirto, y de sus bayas azul la higuera.
Vosotras también, de flexible pie las hiedras, vinisteis y, a una,

100 las pampíneas vides, y vestidos de esa vid los olmos,
y los fresnos y las píceas, y de su fruto rojeciente cargado
el madroño, y dúctiles, del vencedor los premios, las palmas,
y recogido su pelo y de erizada coronilla el pino,
grato de los dioses a la madre, si realmente el Cibeleio Atis

105 se despojó en ella de su ser humano y de endurecerse hubo en aquel tronco.
Asistió a esta multitud, a las metas imitando, el ciprés,
ahora árbol, muchacho antes, del dios aquel amado
que la cítara a los nervios, a los nervios templa el arco.
Pues sagrado para las ninfas que poseen de la Cartea los campos,

110 un ingente ciervo había, y con sus cuernos, ampliamente manifiestos,
él a su propia cabeza altas se ofrecía sus sombras;
sus cuernos fulgían de oro, y bajando a sus espaldillas,
colgaban enjoyados collares en su torneado cuello;
una borla sobre su frente, argentina, con pequeñas cinchas

115 atada se le movía, y de pareja edad, brillaban
desde sus gemelas orejas alrededor de sus cóncavas sienes, unas perlas.
Y él, de miedo libre y depuesto su natural
temor, frecuentar las casas y ofrecer para acariciar su cuello,
a cualesquiera desconocidas manos, acostumbraba.

120 Pero, aun así, antes que a otros, oh el más bello de las gentes de Ceos,
grato te era, Cipariso, a ti. Tú hasta los pastos nuevos
a ese ciervo, tú lo llevabas del líquido manantial hasta su onda,
tú ora le tejías variegadas por sus cuernos unas flores,
ahora, cual su jinete, en su espalda sentado para acá y para allá contento

125 blanda moderabas su boca con purpurinos cabestros.
El calor era, y mediado el día, y del vapor del sol,
cóncavos hervían los brazos del ribereño Cáncer.
Fatigado, en la herbosa tierra depositó su cuerpo
el ciervo, y de la arboleada sombra se llevaba el frío.

130 A él el muchacho, imprudente, Cipariso, le clavó una jabalina
aguda, y cuando lo vio a él muriendo de la salvaje herida
decidió que él quería morir. Qué consuelos no le dijo Febo
y cúanto le advirtió que ligeramente y con relación a su motivo
se doliera. Gime él, aun así, y de presente supremo

135 esto pide de los altísimos, que luto él sintiera en todo tiempo.
Y ya agotada su sangre por los inmensos llantos
hacia un verde color empezaron a tornarse sus miembros
y los que ahora poco de su nívea frente colgaban, sus cabellos,
a volverse una erizada melena y, asumida una rigidez,

140 a contemplar, estrellado, con su grácil copa el cielo.
Gimió hondo y triste el dios: «Luto serás para nos,
y luto serán para ti otros, y asistirás a los dolientes», dice.
Tal bosque el poeta se había atraído y en el concilio
de las fieras, central él de su multitud y de los pájaros, estaba sentado;

145 cuando bastante hubo templado pulsadas con su pulgar las cuerdas
y sintió que variados, aunque diversos sonaran,
concordaban sus ritmos, con esta canción acompasó su voz:

Canción de Orfeo: proemio

Desde Júpiter, oh Musa madre -ceden todas las cosas al gobierno de Júpiter-,
entona los cantos nuestros. De Júpiter muchas veces su poderío

150 he dicho antes: canté con plectro más grave a los Gigantes
y esparcidos por los campos de Flegra sus vencedores rayos.
Ahora menester es de una más liviana lira, a los muchachos cantemos
amados de los altísimos, y a las niñas que atónitas
por no concedidos fuegos, merecieron por su deseo un castigo.

Ganimedes

155 El rey de los altísimos, un día, del frigio Ganimedes en el amor
ardió, y hallado fue algo que Júpiter ser prefiriera,
antes que lo que él era. En ninguna ave, aun así, convertirse
se digna, sino la que pudiera soportar sus rayos.
Y no hay demora, batido con sus mendaces alas el aire,

160 robó al Ilíada, el cual ahora también copas le mezcla,
y, de Juno a pesar, a Júpiter el néctar administra.

Jacinto

A ti también, Amiclida, te hubiese puesto en el éter Febo,
triste, si espacio para ponerte tus hados te hubiesen dado;
lo que se puede, eterno aun así eres, y cuantas veces rechaza

165 la primavera el invierno, y al Pez acuoso el Carnero sucede,
tú tantas veces naces, y verdes en el césped las flores.
A ti el genitor mío ante todos te amó y, del mundo
en su centro, abandonada careció de su soberano Delfos,
mientras tal dios el Eurotas y no fortificada frecuenta

170 a Esparta. Y ni las cítaras, ni están en su honor las saetas:
olvidado él aun de sí mismo, no las redes llevar rehúsa,
no haber sujetado a los perros, no por las crestas del monte inicuo
ir de comitiva y, con tal larga costumbre, alimenta él sus llamas.
Y ya casi central el Titán, de la sucesiva y de la pasada

175 noche, estaba, y en espacio parejo distaba de ambos puntos.
Sus cuerpos de ropa aligeran y con el jugo del pingüe olivo
resplandecen y del ancho disco inician las competiciones,
el cual, primero balanceado, Febo lo envía a las aéreas auras
y desgarró con su peso, a él opuestas, las nubes.

180 Recayó sólida tras largo tiempo en la tierra
su peso, y había exhibido él su arte, unido con sus fuerzas.
En seguida, imprudente, y movido por la pasión del juego,
a coger el Tenárida su círculo se apresuraba, mas a él,
dura, devuelto el golpe de su herida, lo lanzó la tierra

185 contra el rostro, Jacinto, tuyo. Palideció, e igualmente
que el muchacho el mismo dios, y colapsados recogió tus miembros,
y ya te reanima, ya tristes tus heridas seca,
ahora tu aliento, que huye, sostiene aplicándole sus hierbas.
Nada aprovechan su artes; era inmedicable herida.

190 Como si alguien sus violas o la rígida adormidera en un huerto
y los lirios quebrara, de sus rubias lenguas erizados,
que marchitas bajaran súbitamente su cabeza ajada ellas,
y no se sostuvieran y miraran con su cúspide la tierra;
así su rostro muriendo yace y traicionando su vigor

195 su mismo cuello para él un peso es, y sobre su hombro se recuesta.
«Te derrumbas, Ebálida, en tu primera juventud defraudado»,
Febo dice, «y veo yo -mis culpas- la herida tuya».
Tú eres mi dolor y el crimen mío; mi diestra en tu muerte
ha de ser inscrita. Yo soy de tu funeral el aurtor.

200 Cuál mi culpa, aun así, salvo si al haber jugado llamársele
culpa puede, salvo si culpa puede, también a haberte amado, llamarse.
Y ojalá contigo morir y por ti mi vida rendir posible
fuera. De lo cual, puesto que por una fatal condición se nos retiene,
siempre estarás conmigo y, memorativa, prendido estarás en mi boca.

205 Tú de mi lira, tocada por mi mano, tú de las canciones nuestras serás el sonido
y, flor nueva, en tu escrito imitarás los gemidos nuestros.
Y el tiempo aquél llegará en que a sí mismo un valerosísimo héroe
se añada a esta flor, y en su misma hoja se lea».
Tales cosas, mientras las menciona la verdadera boca de Apolo,

210 he aquí que el crúor que derramada por el suelo había señalado las hierbas,
deja de ser crúor, y más nítida que de Tiro la ostra,
una flor surge y la forma toma de los lirios, si no
purpurino el color suyo, mas argentino, en ellos.
No bastante es tal para Febo -pues él había sido el autor de tal honor-:

215 él mismo sus gemidos en las hojas inscribe y «ai ai»
la flor tiene inscrito, y esa funesta letra trazada fue.
Y no de haberle engendrado se avergüenza Esparta, a Jacinto, y su honor
perdura hasta esta generación, y, para celebrarse al uso de los antiguos,
anuales vuelven las Jacintias, con su antepuesta procesión.

Las Propétides y los Cerastas

220 «Mas si acaso preguntaras, fecunda en metales, a Amatunta,
si haber engendrado quisiera a las Propétides, con un gesto lo negará,
igualmente que a aquellos cuya frente áspera en otro tiempo por su geminado
cuerno era, de donde además su nombre tomaron, los Cerastas.
Ante las puertas de éstos estaba el altar de Júpiter Huésped.

225 †De un no luctuoso crimen† el cual altar, si algún recién llegado teñido
hubiese visto de sangre, inmolados creería haberse allí
a unos terneros lechales, y de Amatunte sus ovejas bidentes.
Un huésped había sido asesinado. Ofendida por esos sacrificios nefandos,
sus propias ciudades y de Ofiusa los campos se disponía

230 a dejar desiertos la nutricia Venus. «Pero, ¿qué estos lugares a mí gratos,
qué han pecado las ciudades mías? ¿Qué delito», dijo, «en ellas?
Con el exilio su condena mejor su gente impía pague
o con la muerte o si algo medio hay entre la muerte y la huida.
Y ello ¿qué puede ser, sino el castigo de su tornada figura?».

235 Mientras duda en qué mutarlos a sus cuernos giró
su rostro y acordada fue de que tales se les podían a ellos dejar,
y, grandes sus miembros, los transforma en torvos novillos.
«Atrevido se habían, aun así, las obscenas Propétides a negar
que Venus fuera diosa; merced a lo cual, por la ira de su divinidad,

240 sus cuerpos, junto con su hermosura, cuentan que ellas las primeras fueron en hacer públicos,
y cuando su pudor cedió y la sangre de su rostro se endureció,
en rígida piedra, con poca distinción, se las convirtió.

Pigmalión

A las cuales, porque Pigmalión las había visto pasando su vida a través
de esa culpa, ofendido por los vicios que numerosos a la mente

245 femínea la naturaleza dio, célibe de esposa
vivía y de una consorte de su lecho por largo tiempo carecía.
Entre tanto, níveo, con arte felizmente milagroso,
esculpió un marfil, y una forma le dio con la que ninguna mujer
nacer puede, y de su obra concibió él amor.

250 De una virgen verdadera es su faz, a la que vivir creerías,
y si no lo impidiera el respeto, que quería moverse:
el arte hasta tal punto escondido queda en el arte suyo. Admira y apura
en su pecho Pigmalión del simulado cuerpo unos fuegos.
Muchas veces las manos a su obra allega, tanteando ellas si sea

255 cuerpo o aquello marfil, y todavía que marfil es no confiesa.
Los labios le besa, y que se le devuelve cree y le habla y la sostiene
y está persuadido de que sus dedos se asientan en esos miembros por ellos tocados,
y tiene miedo de que, oprimidos, no le venga lividez a sus miembros,
y ora ternuras le dedica, ora, gratos a las niñas,

260 presentes le lleva a ella de conchas y torneadas piedrecillas
y pequeñas aves y flores mil de colores,
y lirios y pintadas pelotas y, de su árbol caídas,
lágrimas de las Helíades; orna también con vestidos su cuerpo:
da a sus dedos gemas, da largos colgantes a su cuello;

265 en su oreja ligeras perlas, cordoncillos de su pecho cuelgan:
todo decoroso es; ni desnuda menos hermosa parece.
La coloca a ella en unas sábanas de concha de Sidón teñidas,
y la llama compañera de su lecho, y su cuello,
reclinado, en plumas mullidas, como si de sentirlas hubiera, recuesta.

270 «El festivo día de Venus, de toda Chipre el más celebrado,
había llegado, y recubiertos sus curvos cuernos de oro,
habían caído golpeadas en su nívea cerviz las novillas
y los inciensos humaban, cuando, tras cumplir él su ofrenda, ante las aras
se detuvo y tímidamente: «Si, dioses, dar todo podéis,

275 que sea la esposa mía, deseo» -sin atreverse a «la virgen
de marfil» decir- Pigmalión, «semejante», dijo, «a la de marfil».
Sintió, como que ella misma asistía, Venus áurea, a sus fiestas,
los votos aquellos qué querían, y, en augurio de su amiga divinidad,
la llama tres veces se acreció y su punta por los aires trujo.

280 Cuando volvió, los remedos busca él de su niña
y echándose en su diván le besó los labios: que estaba templada le pareció;
le allega la boca de nuevo, con sus manos también los pechos le toca.
Tocado se ablanda el marfil y depuesto su rigor
en él se asientan sus dedos y cede, como la del Himeto al sol,

285 se reblandece la cera y manejada con el pulgar se torna
en muchas figuras y por su propio uso se hace usable.
Mientras está suspendido y en duda se alegra y engañarse teme,
de nuevo su amante y de nuevo con la mano, sus votos vuelve a tocar;
un cuerpo era: laten tentadas con el pulgar las venas.

290 Entonces en verdad el Pafio, plenísimas, concibió el héroe
palabras con las que a Venus diera las gracias, y sobre esa boca
finalmente no falsa su boca puso y, por él dados, esos besos la virgen
sintió y enrojeció y su tímida luz hacia las luces
levantando, a la vez, con el cielo, vio a su amante.

295 A la boda, que ella había hecho, asiste la diosa, y ya cerrados
los cuernos lunares en su pleno círculo nueve veces,
ella a Pafos dio a luz, de la cual tiene la isla el nombre.

Mirra

Nacido de ella aquel fue, quien, si sin descendencia hubiese sido,
entre los felices Cíniras se podría haber contado.

300 Siniestras cosas he de cantar: lejos de aquí, hijas, lejos estad, padres,
o si mis canciones las mentes vuestras han de seducir,
fálteme en esta parte vuestra fe y no deis crédito al hecho,
o si lo creéis, del tal hecho también creed el castigo.
Si, aun así, admisible permite esto la naturaleza que parezca,

305 a los pueblos ismarios y a nuestro mundo felicito,
felicito a esta tierra porque dista de las regiones esas
que tan gran abominación han engendrado: sea rica en amomo
y cinamomo, y el costo suyo, y sudados de su leño
inciensos críe y flores otras la tierra de Panquea,

310 mientras que críe también la mirra: de tal precio no era digno el nuevo árbol.
El mismo Cupido niega que te hayan dañado a ti sus armas,
Mirra, y las antorchas suyas del delito ese defiende:
con el tronco estigio a ti, y con sus henchidas víboras, hacia ti sopló
de las tres una hermana. Crimen es odiar a un padre;

315 este amor es, que el odio, mayor crimen. De todas partes
selectos te desean los aristócratas y desde todo el Oriente la juventud
de tu tálamo a la contienda asiste. De entre todos un hombre
elige, Mirra, solo, mientras no esté entre todos este uno.
Ella ciertamente lo siente, y lucha contra su repugnante amor

320 y para sí: «¿A dónde en mi mente me lanzo? ¿Qué preparo?», dice.
«Dioses, yo os suplico, y Piedad, y sagradas leyes de los padres,
esta abominación prohibid y oponeos al crimen nuestro,
si aun así esto crimen es. Pero es que a condenar esta Venus
la piedad se niega, y se unen los animales otros

325 sin ningún delito, ni se tiene por indecente para la novilla
el llevar a su padre en su espalda; se hace la hija del caballo su esposa,
y en las que engendró entra, en esos ganados, el cabrío, y por la simiente
que concebida fue, de la misma concibe, la pájara.
Felices a los que tal lícito es. El humano cuidado

330 ha dado unas malignas leyes, y lo que la naturaleza permite,
envidiosas, sus leyes lo niegan. Pueblos, aun así, que hay se cuenta
en los cuales al nacido la madre, como la nacida al padre,
se une y la piedad con ese geminado amor se acrece.
Desgraciada de mí que nacer no me alcanzó allí

335 y por la fortuna del lugar herida quedo. ¿Por qué a esto regreso?
Esperanzas prohibidas, ¡apartaos! Digno de ser amado
él, pero como padre, es. Así pues, si hija del gran
Cíniras no fuese, con Cíniras yacer podría;
ahora, porque ya mío es, no es mío, y para mi daño es

340 mi proximidad; ajena más poderosa sería.
Irme quiero lejos de aquí, y de la patria abandonar las fronteras,
mientras del crimen así huya. Retiene este mal ardor a la enamorada,
para que presente contemple a Cíniras, y a él le toque y hable,
y mis labios le acerque si nada se concede más allá.

345 ¿Pero más allá esperar algo puedes, impía virgen?
¿Es que cuántas leyes y nombres confundirías acaso sientes?
¿No serás de tu madre la rival y la adúltera de tu padre?
¿Tú no la hermana de tu nacido y la madre te llamarás de tu hermano?
¿Y no temerás, crinadas de negra serpiente, a las hermanas,

350 a las que con antorchas salvajes, sus ojos y sus rostros buscando,
los dañosos corazones ven? Mas tú, mientras en tu cuerpo no has
sufrido esa abominación, en tu ánimo no la concibe, o, con un concúbito
vedado, de la poderosa naturaleza no mancilles la ley.
Que él quiere supón: la realidad misma lo veta. Piadoso él y consciente es

355 de las normas… y oh, quisiera que similar delirio hubiera en él».
«Había dicho, mas Cíniras, al que la digna abundancia de pretendientes
qué debe hacer hace dudar, interroga a ella misma,
dichos sus nombres, de cuál marido quiere ser.
Ella guarda silencio al principio, y de su padre en el rostro prendida

360 arde, y de un tibio rocío inunda sus luces.
El de una doncella Cíniras creyendo que tal era el temor,
llorar le veta, y le seca las mejillas, y besos de su boca le une.
Mirra de ellos dados demasiado se goza y consultada cuál
desea tener, por marido: «Semejante a ti», dijo, mas él

365 esas palabras no entendidas alaba y: «Sé
tan piadosa siempre», dice. De la piedad el nombre dicho
bajó ella el rostro, de su crimen para sí misma cómplice la doncella.
«De la noche era la mitad, y las angustias y cuerpos el sueño
había liberado; mas a la doncella Cinireide, insomne, ese fuego

370 la desgarra, indómito, y sus delirantes votos retoma,
y ora desespera, ora quiere probarlo, y se avergüenza
y lo desea, y qué hacer no halla, y como de una segur
herido un tronco ingente, cuando el golpe supremo resta
con el que caiga, en duda está y por parte toda se teme,

375 así su ánimo por esa varia herida debilitado titubea,
aquí y allá, liviano, e impulso toma hacia ambos lados,
y no mesura y descanso, sino la muerte, encuentra de ese amor:
la muerte place. Se levanta, y con un lazo anudar su garganta
determina, y su cinturón, de lo más elevado de una jamba atando:

380 «Querido Cíniras, adiós, y el motivo de mi muerte entiende»,
dijo, y estaba ajustando a su palideciente cuello las ligaduras.
«Los murmullos de esas palabras de la nodriza a los fieles oídos
que llegaron cuentan, que el umbral guardaba de su ahijada.
Se levanta la anciana y desatranca las puertas, y de la muerte dispuesta

385 los instrumentos viendo, en un mismo espacio grita,
y a sí se hiere, y se desgarra los senos, y arrancadas de su cuello
sus ligaduras destroza. Entonces finalmente de llorar tuvo ocasión,
de darle abrazos, y del lazo inquirir la causa.
Muda guarda silencio la doncella y la tierra inmóvil mira

390 y, sorprendidos sus intentos, se duele de su demorada muerte.
La apremia la anciana y las canas suyas desnudando y sus vacíos
pechos, por sus cunas y alimentos primeros le suplica
que a ella le confíe de cuanto se duele: ella, dando la espalda
a quien tal preguntaba, gime; decidida está a averiguarlo la nodriza

395 y no compromete su sola palabra. «Dime», le dice, «y ayuda
déjame que te preste; no es perezosa la vejez mía:
o si delirio es, tengo lo que con un encantamiento te sanará y con hierbas;
o si alguno te ha hecho daño, se te purificará con un mágico rito;
ira de los dioses si ello es, con sacrificios aplacable es esa ira.

400 ¿Qué calcule más allá? Ciertamente tu fortuna y tu casa
a salvo y en su curso está: viven tu madre y tu padre».
Mirra, su padre al oír, suspiros sacó de lo hondo
de su pecho, y la nodriza, como todavía no concibe en su mente
ninguna abominación, sí presiente, aun así, algún amor,

405 y en su propósito tenaz, cualquier cosa que ello sea le ruega que a ella
revele y en su regazo de anciana, llorando ella, la levanta
y así rodeando con sus débiles brazos su cuerpo:
«Lo sentimos», dice: «estás enamorada. También en esto, deja tu temor,
mi diligencia te será útil y no notará nunca

410 tal tu padre». Saltó de su regazo furibunda y hundió
en su cama el rostro; al apremiarla: «Retírate o cesa», dijo,
«de preguntarme de qué sufro: un crimen es lo que por saber te afanas».
Se horroriza la anciana y sus temblorosas manos, de los años y del miedo,
le tiende y ante los pies suplicante se postra, de su ahijada,

415 y ya la enternece, ya, si no la hace cómplice,
la aterra y con la delación de su lazo y de la emprendida muerte
la amenaza, y su servicio le promete para ese amor, siéndole a ella confiado.
Saca ella su cabeza y de sus lágrimas llenó, brotadas,
el pecho de la nodriza, e intentando muchas veces confesar,

420 muchas veces contiene su voz, y su pudoroso rostro con sus vestidos
tapó y: Oh», dijo, «madre, feliz de tu esposo».
Hasta aquí, y sollozaba. Helado, en los miembros de la nodriza
y en sus huesos, pues lo sintió, penetra un temblor y blanca en toda
su cabeza su canicie se irguió, rígidos sus cabellos

425 y muchas cosas para que expulsara sus siniestros -si pudiera- amores
añadió. Mas la doncella sabe que no falsas cosas le aconseja:
decidida a morir aun así está si no posee su amor.
«Vive», le dice ella, «poseerás a tu» y no osando decir
padre calló, y sus promesas con una divinidad confirma.

430 «Las fiestas de la piadosa Ceres, anuales, celebraban las madres,
aquéllas, en que con nívea veste velando sus cuerpos,
las primicias dan de sus cosechas, de espiga en guirnaldas,
y por nueve noches la Venus y los contactos masculinos
entre las cosas vedadas se numeran. En la multitud esa Cencreide,

435 del rey la esposa, se halla y los arcanos sacrificios frecuenta.
Así pues, de su legítima esposa mientras vacío está su lecho,
al encontrarse ella muy cargado de vino a Cíniras, mal diligente la nodriza,
con un nombre mentido, verdaderos le expone unos amores
y su faz alaba; al preguntársele de la doncella los años:

440 «Pareja», dice, «es a Mirra». A la cual, después que conducirla a su presencia
se le ordenó y cuando volvió al palacio: «Alégrate», dijo, «mi ahijada:
hemos vencido». Infeliz, no en todo su pecho siente
alegría la doncella, y su présago pecho está afligido,
pero aun así también se alegra: tan grande es la discordia de su mente.

445 «El tiempo era en el que todas las cosas callan, y entre los Triones
había girado, oblicuo el timón, su carro el Boyero.
Hacia la fechoría suya llega ella. Huye áurea del cielo
la luna, cubren negras a unas guarecidas estrellas las nubes.
La noche carece de su fuego propio. Primero cubres tú, Ícaro, tu rostro,

450 y Erígone, por tu piadoso amor de tu padre consagrada.
Tres veces por la señal de su pie tropezado fue disuadida, tres veces su omen
un fúnebre búho con su letal canto hizo.
Va ella, aun así, y las tinieblas minoran y la noche negra su pudor,
y de la nodriza la mano con la suya izquierda tiene, la otra con su movimiento

455 el ciego camino explora. Del tálamo ya los umbrales toca,
y ya las puertas abre, ya se mete dentro, mas a ella,
al doblar las rodillas le temblaban las corvas y huyen
color y sangre y su ánimo la abandona al ella marchar.
Y cuanto más cerca de su propio crimen está, más se horroriza y de su osadía

460 le pesa y quisiera, no conocida, poder retornar.
A ella que dudaba, la de la larga edad de la mano la hace bajar y acercada
al alto lecho, cuando la entregaba: «Recíbela», dijo,
ésta tuya es, Cíniras» y unió su malditos cuerpos.
«Recibe en el obsceno lecho su padre a sus entrañas

465 y de doncella sus miedos alivia y la anima en su temor.
Quizás, el de su edad, también con el nombre de hija la llamó,
lo llamó también ella padre, para que al crimen sus nombres no faltaran.
Llena de su padre de sus tálamos se retira e impías en su siniestro
vientre lleva sus semillas y sus concebidas culpas porta.

470 La posterior noche la fechoría duplica y un fin en ella no hay,
cuando finalmente Cíniras, ávido de conocer a su amante
después de tantos concúbitos, acercándole una luz vio
su crimen y a su nacida, y retenidas por el dolor las palabras
de su vaina suspendida arranca su nítida espada.

475 Mirra huye, y con las tinieblas y por regalo de la ciega noche
robada le fue a la muerte y, tras vagar por los anchos campos,
los palmíferos árabes y de Panquea los sembrados atrás deja
y durante nueve cuernos anduvo errante de la reiterada luna,
cuando finalmente descansó agotada en la tierra Saba,

480 y apenas de su útero portaba la carga. Entonces, ignorante ella de su voto
y de la muerte entre los miedos y los hastíos de su vida,
entrelazó tales plegarias: «Oh divinidades si algunas
os ofrecéis a los confesos, he merecido y triste no rehúso
mi suplicio, pero para que yo no ofenda sobreviviente a los vivos

485 y a los extinguidos muerta, de ambos reinos expulsadme
y a mí, mutada, la vida y la muerte negadme».
Divinidad para los confesos alguna se ofrece: sus últimos votos,
ciertamente, sus sus dioses tuvieron, pues sobre las piernas de la que hablaba
tierra sobrevino y oblicua a través de sus uñas por ella rotas

490 se extiende una raíz, de su largo tronco los firmamentos,
y sus huesos robustez toman, y en medio quedando la médula,
la sangre se vuelve en jugos, en grandes ramas los brazos,
en pequeñas los dedos, se endurece en corteza la piel.
Y ya su grávido útero en creciendo le había constreñido el árbol,

495 y su pecho había enterrado, y su cuello a cubrirle se disponía:
no soportó ella esa demora y yendo contraria al leño
bajo él se asentó y sumergió en su corteza su rostro.
La cual, aunque perdió con su cuerpo sus viejos sentidos,
llora aun así, y tibias manan del árbol gotas.

500 Tienen su honor también las lágrimas y destilada de su corteza la mirra
el nombre de su dueña mantiene y en ninguna edad de ella se callará.

Venus y Adonis (I)

Mas, mal concebido, bajo su robustez había crecido ese bebé
y buscaba la vía por la que, a su madre abandonando,
pudiera salir él. En la mitad del árbol grávido se hincha su vientre.

505 Tensa su carga a la madre, y no tienen sus palabras esos dolores,
ni a Lucina puede de la parturienta la voz invocar.
A una que pujara, aun así, se asemeja y curvado incesantes
da gemidos el árbol y de lágrimas que le van cayendo mojado está.
Se detiene junto a sus ramas, dolientes, la compasiva Lucina

510 y le acercó sus manos y las palabras puérperas le dijo:
el árbol hace unas grietas y, hendida su corteza, viva
restituye su carga y sus vagidos da el niño. Al cual, sobre las mullidas hierbas
las náyades imponiéndolo, con lágrimas lo ungieron de su madre.
Podría alabar su belleza la Envidia incluso, pues cuales

515 los cuerpos de los desnudos Amores en un cuadro se pintan,
tal era, pero, para que no haga distinción su aderezo,
o a éste añádelas, leves, o a aquéllos quita las aljabas.
«Discurre ocultamente y engaña la volátil edad,
y nada hay que los años más veloz. Él, de su hermana nacido

520 y del abuelo suyo, que, escondido en un árbol ahora poco,
ahora poco había nacido, ora hermosísimo bebé,
ya joven, ya hombre, ya que sí más hermoso mismo es,
ya complace incluso a Venus, y de su madre venga los fuegos.
Pues, vestido de aljaba, mientras besa el niño la boca a su madre,

525 sin darse cuenta con una sobresaliente caña rasgó su pecho.
Herida, con la mano a su nacido la diosa rechaza: más profundamente llegado
la herida había que su aspecto, y al principio a ella misma había engañado.
Cautivada de tal hombre por la hermosura, ya no cura de las playas
de Citera, no, de su profundo mar ceñida, vuelve a Pafos,

530 y a la rica en peces Gnido, o a Amatunta, grávida de metales.
Se abstiene también del cielo: al cielo antepone a Adonis.
A él retiene, de él séquito es, y acostumbrando simpre en la sombra
a permitirse estar y su belleza a aumentar cultivándola,
por las cimas, por los bosques y espinosas rocas deambula,

535 con el vestido al límite de la rodilla, remangada al rito de Diana,
y anima a los perros, y animales de segura presa persigue:
o las liebres abalanzadas, o elevado hacia sus cuernos el ciervo,
o los gamos. De los valientes jabalíes se abstiene
y a los lobos robadores, y armados de uña a los osos

540 evita y saturados de su matanza de la manada a los leones.
A ti también que de ellos temas, si de algo servirte aconsejando
pueda, Adonis, te aconseja y: «Valiente con los que huyen sé»,
dice, «contra los audaces no es la audacia segura.
Cesa de ser, oh joven, temerario para el peligro mío,

545 y a las fieras a las que armas dio la naturaleza no hieras,
no me resulte a mí cara tu gloria. No conmueve la edad,
ni la hermosura, ni lo que a Venus ha movido, a los leones,
y a los cerdosos jabalíes y a los ojos y ánimos de las fieras.
Un rayo tienen en sus corvos dientes esos agrios cerdos,

550 su ímpetu tienen, rubios, y su vasta ira los leones
y odiosa me es esa raza». Cuál el motivo, a quien lo preguntaba:
«Te lo diré», dice, «y de la monstruosidad te maravillarás de una antigua culpa.
Pero este esfuerzo desacostumbrado ya me ha cansado, y he aquí que
con su sombra nos seduce oportuno este álamo

555 y nos presta un lecho el césped: me apetece en ella descansar contigo
-y descansa- en este suelo» y se echa en el césped, y en él
y en el seno del joven dejado su cuello, reclinado él,
así dice, y en medio intercala besos de sus palabras:

Hipómenes y Atalanta

Quizás hayas oído de una mujer que en el certamen de la carrera

560 superó a los veloces hombres. No una habladuría el rumor
aquel fue, pues los superaba, y decir no podrías
si por la gloria de sus pies, o de su hermosura por el bien, más destacada fuera.
Al interrogarle ella sobre su esposo, el dios: «De esposo», dijo,
«no has menester, Atalanta, tú. Huye del uso de un esposo.

565 Y aun así no le huirás y de ti misma, viva tú, carecerás».
Aterrada por la ventura del dios, por los opacos bosques innúbil
vive y a la acuciante turba de sus pretendientes, violenta,
con una condición ahuyenta y: «Poseída no he de ser, salvo», dice,
«vencida primero en la carrera. Con los pies contended conmigo.

570 De premios al veloz esposa y tálamos se le darán;
la muerte el precio para los tardos. Tal la ley del certamen sea».
Ella ciertamente dura, pero -tan grande el poder de la hermosura es-
acude a tal ley, temeraria, una multitud de pretendientes.
Se había sentado Hipómenes de la carrera inicua como espectador,

575 y: «¿Puede alguien buscar por medio de tantos peligros esposa?»,
había dicho, y excesivos había condenado de esos jóvenes sus amores,
cuando su faz, y dejado su velo, su cuerpo vio,
cual el mío, o cual el tuyo, si mujer te hicieras:
quedó suspendido y levantando las manos: «Perdonadme»,

580 dijo, «los que ora he recriminado. Todavía los premios conocidos,
que buscabais, no me eran». En elogiándola concibe fuegos,
y que ninguno de los jóvenes corra más veloz desea
y con envidia teme: «¿Pero por qué del certamen este
no tentada la fortuna he de dejar?», dice.

585 «A los osados un dios mismo ayuda». Mientras tal consigo mismo
trata Hipómenes, con paso vuela alado la doncella.
La cual, aunque avanzar no menos que una saeta escita
pareció al joven aonio, aun así él de su gracia
se admira más: incluso la carrera misma la agraciaba.

590 El aura echa atrás, arrebatados por sus rápidas plantas, sus talares,
y por sus espaldas de marfil se agita su pelo, y las rodilleras
que sus corvas llevaban con su pintada orla
y en su candor de jovencita su cuerpo había producido
un rubor, no de otro modo que cuando sobre los atrios cándidos

595 un velo de púrpura simuladas tiñe las sombras.
Mientras nota tal el huésped recorrida la última meta fue
y es cubierta, vencedora Atalanta, de una festiva corona.
Un gemido dan los vencidos y pagan, según el pacto, sus condenas.
«No, aun así, por el destino de ellos aterrado, el joven

600 se apostó en medio y su rostro en la doncella fijo:
«¿Por qué un fácil título buscas venciendo a unos inertes.
Conmigo compárate», dice, «o, si a mí la fortuna poderoso
me ha de hacer, por alguien tan grande no serás indigna de ser vencida.
Pues el padre mío, Megáreo de Onquesto; de él

605 es Neptuno el abuelo, bisnieto yo del rey de las aguas,
ni mi virtud por detrás de mi linaje está. O si vencido soy, obtendrás,
Hipómenes vencido, un grande y memorable nombre».
Al que tal decía con tierno rostro la Esqueneide
lo contempla y duda si ser superada o vencer prefiera,

610 y así: «¿Qué dios a éste, para los hermosos -dice- injusto,
perder quiere y con el riesgo le ordena de su amada vida
este matrimonio perseguir? No merezco, a juicio mío, tanto.
Y no su hermosura me conmueve -podía aun así de ella también conmoverme-,
sino el que todavía un niño es. No me conmueve de él sino su edad.

615 Qué el que tiene virtud y una mente impertérrita de la muerte.
Qué el que de su marino origen se compute el cuarto.
Qué el que está enamorado y en tanto estima la boda nuestra
que moriría si a mí la fortuna, a él dura, le negara.
Mientras puedes, huésped, vete y estos tálamos deja atrás cruentos.

620 Matrimonio cruel el mío es, contigo casarse ninguna no querrá
y ser deseado puedes por una inteligente niña.
Por qué, aun así, siento pesar por ti, cuando tantos ya antes han muerto.
Él verá. Que perezca puesto que con tanta muerte de pretendientes
advertido no fue y se deja llevar a los hastíos de la vida.

625 ¿Caerá él, así pues, porque quiso vivir conmigo,
y el de una indigna muerte por precio sufrirá de su amor?
Inquina no nos ha de traer la victoria nuestra.
Pero culpa mía no es. Ojalá desistir quisieras,
o puesto que en tu juicio no estás, ojalá más veloz fueses.

630 Mas cuán virginal en su cara de niño su rostro es.
Ay, triste Hipómenes, no quisiera por ti vista haber sido.
De vivir digno eras, que si más feliz yo fuera
y a mí el matrimonio mis hados importunos no me negaran,
el único eras con quien asociar mi lecho querría».

635 Había dicho y, como inexperta y por su primer deseo tocada,
de que lo está ignorante, está enamorada, y no lo siente amor.
«Ya las acostumbradas carreras demandan pueblo y padre,
cuando a mí, con angustiada voz, el descendiente de Neptuno
me invoca, Hipómenes, y: «Citerea, suplico, a las osadías asista nuestras»,

640 dice, «y los que ella dio, ayude a esos fuegos».
Bajó una brisa no envidiosa hasta mí esas súplicas tiernas.
Conmovida quedé, lo confieso, y una demora larga para el socorro no se me daba.
Hay un campo, los nativos tamaseno por nombre le dan,
de la tierra chipriota la parte mejor, el cual a mí los ancianos

645 de antaño me consagraron y que a mis templos se sumara
dote tal ordenaron. En la mitad brilla un árbol de ese campo,
rubio de cabello, de rubio oro sus ramas crepitantes.
De allí volviendo yo al acaso, llevaba, en número de tres, arrancadas
de mi mano, unas frutas de oro, y sin que nadie ver me pudiera, salvo él mismo,

650 a Hipómenes me acerqué y le instruí de qué su uso en ellas.
Sus señales las tubas habían dado, cuando de la barrera abalanzado uno y otro
centellea y la suprema arena con rápido pie pizca:
poder los creerías a ellos, con seco paso, rasar el mar,
y de una mies cana, ella en pie, recorrer las aristas.

655 Le añaden ánimos al joven el clamor y el favor y las
palabras de quienes decían: Ahora, ahora de aligerar es el tiempo,
Hipómene, apresura, ahora de tus fuerzas usa todas.
Rechaza la demora: vencerás». En duda si el héroe de Megareo
se alegre o la doncella más, la Esqueneia, de estas palabras.

660 Oh cuántas veces, cuando ya podía pasarlo, demoróse,
y contemplado mucho tiempo su rostro a su pesar lo dejó atrás.
Árido, de su fatigada boca le llegaba su anhélito,
y la meta estaba lejos. Entonces al fin de los tres uno,
de los retoños del árbol, envió el descendiente de Neptuno.

665 Quedó suspendida la doncella, y del nítido fruto por el deseo
declina su carrera y el oro voluble recoge.
La deja atrás Hipómenes: resuenan las gradas del aplauso.
Ella su demora con rápida carrera, y los cesados tiempos,
corrige, y de nuevo al joven tras sus espaldas deja.

670 Y de nuevo, con el lanzamiento de un fruto demorada, del segundo,
es alcanzada, y pasa ella al varón. La parte última de la carrera
restaba. «Ahora», dice, «acude, diosa, autora de este regalo».
Y a un costado del campo, para que más tarde ella volviera,
lanza oblicuamente, nítido, juvenilmente, el oro.

675 Si lo buscaría la doncella pareció dudar, la obligué
a recogerla y añadí, por ella levantada, pesos a la manzana
y la impedí a la par por el peso de su carga y la demora,
y para que mi discurso que la propia carrera no sea más lento,
atrás dejada fue la doncella: se llevó sus premios el vencedor.

680 «¿Digna de que las gracias me diera, de que del incienso el honor
me llevara, Adonis, no fui? Ni las gracias, olvidado, me dio
ni inciensos a mí me puso. A una súbita ira me torno
y, dolida por el desprecio, de no ser despreciada por los venideros,
con un ejemplo me cuido y a mí misma yo me incito contra ambos.

685 Por unos templos que a la madre de los dioses en otro tiempo el claro Equíon
había hecho por exvoto, merced a unos nemorosos bosques escondidos,
atravesaban ellos, y el camino largo a descansar les persuadió.
Allí, el intempestivo deseo de yacer con ella
se apodera de Hipómenes, excitado por la divinidad nuestra.

690 De luz exigua había cerca de esos templos un receso,
a una caverna semejante, de nativa pómez cubierto,
por una religión primitiva sagrado, adonde su sacerdote,
de leño, había llevado muchas representaciones de viejos dioses.
Aquí entra y con ese vedado oprobio ultraja los sagrarios.

695 Los sagrados objetos volvieron sus ojos, y coronada de torres la Madre
en la estigia onda a los pecadores duda si sumergir.
Condena leve le pareció. Así pues, unas rubias crines velan,
poco antes tersos, sus cuellos, sus dedos se curvan en uñas,
de sus hombros unas espaldillas se hacen, hacia su pecho todo

700 su peso se va, las supremas arenas barridas son de su cola.
Ira su rostro tiene, en vez de palabras murmullos hacen,
en vez de sus tálamos frecuentan los bosques y, para otros de temer,
con su diente domado aprietan de Cíbeles los frenos, los leones.
De ellos tú, querido mío, y con ellos del género todo de las fieras,

705 el que no sus espaldas a la huida, sino a la lucha su pecho ofrece,
rehúye, no sea la virtud tuya dañosa para nosotros dos».

Venus y Adonis (II): muerte de Adonis

Ella ciertamente tal le aconsejó y, juntos por los aires sus cisnes,
emprende el camino. Pero se alza a los consejos contraria la virtud.
Un cerdo fuera de sus guaridas, sus huellas ciertas siguiendo,

710 dieron en sacar los perros, y de las espesuras a salir cuando se dispone,
le atravesó el joven Cinireio con un oblicuo golpe.
En seguida sacudió con su curvo hocico los venablos,
de sangre teñidos, y a él, tembloroso y la seguridad buscando,
el sangriento jabalí le sigue y enteros bajo la ingle los dientes

715 le hunde y en la rubia arena, moribundo, lo dejó tendido.
Llevada en su leve carro por mitad de las auras Citerea,
a Chipre con las cígneas alas todavía no había llegado.
Reconoció de lejos el gemido de aquel que moría y blancas
allí giró sus aves, y cuando desde el éter alto lo vio,

720 exánime, y en su propia sangre agitando su cuerpo,
saltó abajo y al par su seno y al par su cabellos
quebró y golpeó, indignas, su pecho con sus palmas,
y lamentándose con los hados: «Mas no, aun así, todas las cosas de vuestra
jurisdicción han de ser», dijo. «De este luto los recuerdos permanecerán

725 siempre, Adonis, del luto mío y la imagen repetida de tu muerte
anuales remedos hará de los golpes del duelo nuestro.
Mas tu crúor en flor se mutará, ¿o es que a ti en otro tiempo
un femíneo cuerpo convertir en olientes mentas,
Perséfone, te fue concedido, y mal se verá que por mí

730 sea mutado el héroe Cinireio?». Así diciendo su crúor
con néctar perfumado asperjó, la cual, teñido de él,
se hinchó así como en el rubio cieno totalmente traslúcida
levantarse una burbuja suele, y no más larga que una hora plena
resultó la demora, cuando una flor, de la sangre concolor, surgió,

735 cual los que esconden bajo su tersa corteza su grano, los bermellones
granados llevar suelen. Breve es aun así su uso en él,
pues mal prendido y por su excesiva levedad caduco,
lo sacuden los mismos que le prestan sus nombres, los vientos».