Las guerras de los judíos
Flavio Josefo
Flavio Josefo fue un historiador del mundo clásico nacido alrededor del año 37 d. C. en la Judea romana (actual Jerusalén). Su nombre de nacimiento fue Yosef ben Matityahu, y a lo largo de su vida como escritor e historiador registró con su pluma la historia y tradiciones del pueblo judío bajo el dominio romano. Su obra más importante, La guerra de los judíos (escrita en el año 75, a veces también llamada Guerra judaica), es una de las principales fuentes de información sobre la mayor revuelta judía contra la ocupación romana.
Las guerras de los judíos
Prólogo ― Libro I ― Libro II ― Libro III ― Libro IV ― Libro V ― Libro VI
Autobiografía de Flavio Josefo
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Libro sexto
Capítulo I
De los tres bandos en que estaba dividida Jerusalén, y de los finales que por ello se hacían.
Habiendo Tito pasado la soledad de Egipto hasta Siria, y llegado a Cesárea, venía determinado de ordenar allí su ejército; pero estando él aun con su padre Vespasiano, a quien Dios poco antes había concedido el imperio, ordenando sus cosas, aconteció que la revuelta y levantamiento que había en Jerusalén se partió en tres parcialidades, de tal manera, que los unos venían cont ra los otros; lo cual alguno dirá ser lo mejor entre los malos, y ser hecho justamente.
Arriba hemos declarado con diligencia de donde nació el principio de los zelotes y el señorío que sobre el pueblo tenían, lo cual era causa principal de la destrucción de la ciudad, también dijimos por quienes fué acrecentado: y ciertamente no erraría el que dijese haber nacido aquí una revuelta y levantamiento de otro, no menos que suele una fiera rabiosa mostrar su crueldad contra sus mismas entrañas, no hallando de fuera algo en que asir: así Eleazar, hijo de Simón, el cual desde el principio había apartado en el templo los zelotes, fingiendo que se enojaba por las cosas que Juan cada día atrevidamente cometía, no dejando él por su parte de causar v buscar a muchos la muerte, y no sufriendo, a la verdad, estar él sujeto al tirano que después de él se había levantado con el deseo de ser señor de todo, y con la codicia de su propio poder, faltó de los otros, habiendo tomado en su compañía a Judas, hijo de Chelcia, y a Simón, hijo de Ezron, ambos muy poderosos, además de los cuales también estaba con él Ezequías, hijo de Chobaro, varón noble: a cada uno de éstos seguían muchos de los zelotes, y más principales, y habiéndose apoderado de la parte del templo de dentro, pusieron encima de las puertas sagradas sus armas, y tenían confianza que no les había de faltar lo necesario, porque tenían abundancia de todas las cosas sagradas, los que no tenían por impío y contra toda religión cometer todo flagicio y maldad; pero temiendo, por verse pocos, los más se estaban ociosos en sus lugares y sin hacer algo.
Cuanto Juan era más poderoso en la muchedumbre de gente que tenía, tanto era el lugar adonde estaba peor, y los enemigos lo vencían, porque teniendo éstos el lugar más alto, no podía acometer algo sin gran miedo, ni podía retirarse ni cesar con la ira grande que tenía; y padeciendo mucho mayor daño que no causaba ni hacía él a la parte de Eleazar, todavía se estaba firme, y no aflojaba en algo, porque había muchas arremetidas y escaramuzas, echábanse muchos dardos, de manera que el templo estaba lleno de hombres muertos. El hijo de Giora, llamado Simón, a quien el pueblo había llamado y hecho entrar dentro de la ciudad como tirano, viéndose ya todos desesperados, por la esperanza que en su socorro quedaba, teniendo la parte alta de la ciudad, y aun buena parte también de la baja, acometía a Juan y a su gente más animosamente, como combatido por la parte de arriba, y estaba sujeto a las manos de aquéllos, no menos que estaban ellos a los de arriba, que estaban en lo más alto; y de esta manera acontecía que Juan padecía dos guerras, y que daña ba y era dañado; y en cuanto era vencido por tener más ruin lugar, en esto mismo tanto más daño hacía, puesto en más alto lugar que Simón, defendiéndose de todas las acometidas que por abajo le hacían muy fácilmente y sin trabajo con su gente, y espantaba con sus máquinas a los que por arriba del templo le tiraban. Servíase de ballesteros y de lanzas también no pocas, y máquinas de piedras, con las cuales no sólo tomaba venganza de los que peleaban, pero aun mataban también a muchos de los que estaban ocupados en celebrar las cosas sagradas. Y aunque no dejaban de acometer como rabiosos toda maldad, por impía que fuese, todavía recibían pacíficamente a los que venían a sacrificar, remirando con diligencia, con sospecha y como guardas, todos los naturales y los huéspedes y extranjeros que alcanzaban licencia de ellos para entrar: cuando después querían salir, los acababan y consumían con sus levantamientos y sediciones ordinarias. Las saetas y dardos que tiraban, con la fuerza de las máquinas e ingenios que tenían, llegaban hasta el templo y hasta el altar, y daban en los que estaban allí celebrando sus sacrificios; y muchos que habían venido de las últimas partes del mundo con gran diligencia por ver el lugar santísimo, fueron muertos estando delante del altar y de los sacrificios: y llenáronlo de su sangre, como debiese ser muy adorado por todos los griegos y los bárbaros.
Con los naturales que había muertos, había también muchos extranjeros mezclados, y con los sacerdotes, muchos también de la gente profana; y lo que solía ser antes lugar divino, era hecho con la sangre que de los muertos había, estanque de diversos cuerpos muertos. ¡Oh ciudad desdichada y miserable! ¿Qué sufriste de los romanos para comparar con esto? los cuales entraron por limpiarte de tus cubiertas maldades con fuego y con llamas. No era ya templo ni lugar donde Dios habitase, ni podías tampoco permanecer siendo hecha sepulcro de sus domésticos y naturales, habiendo hecho tu templo sepultura para la guerra civil de tus propios ciudadanos: bien podrás volver otra vez nuevamente a tu estado; podrás, ciertamente, si primero procuras aplacar la ira de Dios que te destruye; pero la ley del historiador manda que calle el dolor, pues no es tiempo éste de llorar el daño de los míos, sino de contar la cosa como pasa: por tamo, pues, proseguiré mi historia refiriendo todas las otras maldades que en estas revueltas y sediciones se cometían. Repartidos, como dije, en tres bandos estos traidores, Eleazar y sus compañeros, que guardaban las cosas sagradas y ofrendas, venían beodos contra Juan: los que seguían la parcialidad de éste, robando al pueblo, levantábanse contra Simón, que tenía en su ayuda toda la ciudad contra todos los que eran contrarios. Si algunas veces venían entrambas partes contra Juan, poníales delante sus compañeros; y saliendo de la ciudad, con lo que tiraban de los portales y del templo, con sus máquinas e ingenios que para ello tenían, se vengaba.
Y cuando los que por arriba lo podían apretar no le dañaban, porque muchas veces, de cansados y beodos, no hacían algo, entrábase por la gente de Simón más libremente con muchos de los suyos. Y siempre, cuanto ganaba en la ciudad, haciendo huir a sus enemigos, y las casas llenas de trigo, poníalas fuego, con todas las otras cosas que hallaba destinadas para el servicio: y volviéndose después, seguíalo Simón y hacía lo mismo, quemando y gastándolo todo; parecía que aparejaban todos camino y daban plaza a los romanos, destruyendo todo cuanto estaba preparado y proveído contra el cerco de éstos y cortando todas las fuerzas que contra ellos tenían aparejadas.
Aconteció, pues, a la postre, que todo lo que había alrededor del templo fué quemado, y fué hecha la ciudad plaza o campo para pelear los mismos naturales y ciudadanos de ella; y fué quemado casi todo el trigo, que pudiera haber bastado para muchos años a los cercados: fueron finalmente vencidos y presos por hambre, lo que no fueran, si ellos mismos no se lo causaran y hubieran buscado. El pueblo estaba dividido en partes, no menos que si fuera un cuerpo grande, siendo combatida la ciudad, parte por los bellacos y traidores que entre ellos había, y parte también por los vecinos y gente que cerca moraban.
Los viejos y las mujeres espantadas y atónitas con tantos males como dentro padecían, hacían solemnes votos por la victoria de los romanos, y deseaban la guerra de los de fuera, por verse libres del daño que en sus casas de sus naturales recibían. Estaban con gran miedo y con terrible espanto, y no tenían ya tiempo para tomar consejo sobre lo que debían hacer, por mudar el parecer y voluntad, ni tenían esperanza de algún concierto, ni de poder huir de alguna mane ra: porque todo lo tenían muy guardado; y estando discordes aquellos príncipes de los ladrones, a cuantos hallaban que tenían paz con los romanos, o entendían que se querían pasar a ellos, los mataban, no menos que si fueran enemigos de todos; pero todos éstos estaban muy concordes en matar a cuantos bue nos y dignos de la vida había. La grita y voces de los que peleaban eran continuas de día y de noche; mas eran más amargas las quejas y más tristeza causaban los que lloraban por el miedo grande que tenían: daban por causa de tantos llantos y lamentaciones, las continuas destrucciones que padecían; pero el temor grande detenía el llanto y los gritos que todos daban, y enmudeciendo con el dolor, eran afligidos y atormentados con gemidos callados dentro de s u corazón.
No respetaban ya los vivos a sus naturales y domésticos, ni se ponía diligencia en sepultar a los muertos: la causa de estas cosas era la desesperación que cada uno de sí y de sus cosas tenía. Los que no estaban con los revolvedores y sediciosos, habían ya perdido todo el ánimo y esfuerzo, como si ya les fuese imposible dejar de morir.
Los sediciosos y revolvedores de la ciudad, allegados los cuerpos muertos en uno, pisándolos peleaban; y tomando mayor atrevimiento por ver tantos muertos y todos debajo de sus pies, mostraban mayor crueldad: pensando siempre algo contra sí que fuese dañoso, y haciendo todo cuanto les parecía sin alguna misericordia ni piedad, no dejaron de ejecutar toda crueldad y muerte; en tanta manera, que aun de las cosas que estaban consagradas al templo, Juan abusaba y se servía de ellas para hacer máquinas e ingenios para la guerra. Porque queriendo los pontífices y pueblo antiguamente fortalecer el templo y alzarlo veinte codos más de lo que ya estaba, el rey Agripa trajo del monte Líbano la materia y aparejo para ello con grandes gastos; es a saber, la madera, digna de ver por ser tan grande y tan derecha como se requería para tal obra; pero cesando la obra por haber intervenido la guerra, Juan cortó lo que le pareció que le bastaba, y edificó de ello torres, y púsolas contra los que peleaban contra él, por lo alto del templo, fuera del muro hacia la parte occidental, adonde solamente las podían asentar, porque las otras partes estaban ocupadas a la larga con las gradas.
Habiendo, pues, éste hecho estas máquinas impíamente, confió que había de vencer y sujetar a sus enemigos con ellas; pero Dios mostró haber sido su trabajo en balde y perdido; y antes de poner en ellas algo, trajo a los romanos que lo echasen a perder, porque después que Tito hubo juntado y recogido parte de su ejército consigo, escribió a toda la otra gente que llegase a Jerusalén, y él partió para Cesárea.
Había tres legiones, las cuales, debajo del regimiento de su padre Vespasiano, habían ya destruido y arruinado a Judea; y la duodécima, cuyos sucesos antiguamente con Cestio, capitán de ella, había probado en las peleas; la cual, aunque por esto más se señalaba en esfuerzo, también acordándose de lo que antes había padecido, venía con mejor ánimo y más esforzadamente contra ellos. Mandó que la quinta legión le saliese al encuentro por Amaunta, y que la décima subiese por Hierichunta; y él con todas las otras salió, trayendo en compañía de ellas socorros de reyes mayores que antes, y con ellos también le acompañaban muchos de los de Siria por el mismo efecto.
De esta manera se hizo cumplimiento, y se llenaron las cuatro legiones de los que con Tito vinieron, por aquellos que Vespasiano había escogido para enviar a Italia. Dos mil hombres escogidos del ejército de Alejandría, y tres mil de la gente del Eufrates, seguían a Tito, y con ellos venía también su grande amigo Tiberio Alejandro, varón muy prudente, el cual había tenido antes la administración y regimiento de Egipto; y fué juzgado por digno que rigiese y gobernase el ejército, por la grande amistad que con Vespasiano había tenido el primero en el tiempo que su imperio comenzaba, y se juntó con muy entera fe, siéndole aún la fortuna y suceso muy incierto: y así éste mismo era el principal hombre de consejo en las cosas de la guerra, por la mucha edad, saber y experiencia que de ellas tenía.
Capítulo II
Del peligro en que Tito se vió queriendo poner cerco a Jerusalén.
Entrando ya Tito en la tierra de los enemigos, iba delante de él toda la gente que para su ayuda había tenido de los reyes: luego después los gastadores, que allanaban el camino y tomaban lugar para asentar el campo; después seguía el bagaje, y luego la gente de armas. Venía tras éstos Tito con gente de su guarda de la más escogida, y su alférez; después de ellos seguían los caballeros; éstos iban delante de sus má quinas e ingenios que de guerra traían; luego, cerca de esta gente escogida, seguían los tribunos y los capitanes con sus compañías; después, alrededor del Aguila, que era como principal bandera, venían muchas otras: iban delante de éstas sus trompetas, y luego seguían los escuadrones de los más viejos soldados, por su orden, muy concertados. Venía el vulgo de los criados detrás de cada legión de gente, y delante de ellos venía todo el bagaje; postreros iban los que ganaban sueldo, y por guardas de éstos los sargentos v cabos de escuadras. Haciendo, pues, según tienen los romanos por costumbre, muy en orden su camino, vino por Samaria a Gofna, la cual había sido antes ganada por su padre, y estaba aún en este tiempo con gente de guarnición. Habiéndose detenido allí una noche, luego a la mañana partió; y después de haber caminado todo el día, acabada su jornada, puso su campo en una parte que llaman los judíos en lengua hebrea Acanthonaulona, terca del lugar llamado por nombre Gbath Saúl, que quiere decir el valle de Saúl, lejos de Jerusalén casi treinta estadios. Partió de aquí con seiscientos caballeros escogidos y de los más principales, por dar vista a la ciudad y descubrir la fortaleza que tenía, y saber lo que los judíos en sus ánimos determinaban; si por ventura, viendo su presencia, se rendirían de miedo antes que peleasen.
Habían oído lo que, a la verdad, pasaba: que todo el pueblo, muy afligido y trabajado por causa de los ladrones y sediciosos, deseaba mucho la paz; pero no osaba hacer algo, ni aun moverse, por verse menos poderoso que eran los enemigos y revolvedores. Entretanto que fué cabalgando a dar vista por los muros, ninguno pareció delante de las puertas; mas apartándose al camino de la torre Psefinon, y poniendo allí su escuadrón de gente de a caballo, salióle al encuentro infinito número de judíos por la parte que se llama las torres de las mujeres, y saliendo por la parte que está de frente del monumento de Helena, rompen con la gente de a caballo, y prohibieron a los unos que se juntasen con los otros que estaban apartados, y atajaron a Tito con algunos pocos más.
No podía éste pasar más adelante, porque de allí hasta el muro había grandes fosos, había muchas huertas y muchas albarradas de piedras; y recogerse a los suyos que estaban en la montaña juntados, érale imposible por causa de los ene migos que estaban en medio. La mayor parte de la gente no sabía el peligro en que Tito, capitán de ellos, estaba; sino que pensando que volvía también con ellos, todos huían.
Viendo que toda la esperanza de la salud general dependía de su esfuerzo y fortaleza, vuelve riendas a su caballo, y exhortando a voces a los suyos que lo siguiesen, échase por medio de los enemigos, trabajando en pasar por fuerza a los suyos que de la otra parte estaban. De esto sólo y de lo que en este tiempo sucedió, se puede colegir fácilmente tener Dios cuidado de los sucesos de las guerras y de los peligros de los capitanes y emperadores; porque habiendo tirado tantos dardos y saetas contra Tito, no estando armado ni a punto de guerra, porque, como dije, no había venido para pelear, sino para descubrir la fuerza de sus enemigos, con ninguno fué herido, antes parecía que todos vo laban por el aire, como si no fuesen tirados para herirle; y echando lejos de sí con su espada los que a él se llegaban por los lados, y derribando muchos delante, corría con su caballo pisando los que caían. Había grandes alaridos que los judíos daban, por ver el ánimo y audacia del Capitán; amonestaban los unos a los otros que le acometiesen; otros, llegándose hacia ellos Tito, se partían aprisa, huyendo de donde quiera que él llegaba. Habíanse juntado con él algunos que se quisieron poner en el mismo peligro, por ser echados, parte por las espaldas y parte por los lados, y no tenía más que una esperanza de alcanzar salud cada uno, que era abrir el camino juntamente con Tito, antes que morir en manos de aquéllos pisado u oprimido. Así fueron de los más porfiados y pertinaces, uno herido, él y su caballo, y otro derribado y muerto, y su caballo fué tomado por los enemigos.
Tito se salvó con todos los demás y se vino a su campo. Habiendo visto los judíos que en la primera escaramuza o combate habían sido vencedores, levantaron sus ánimos ensoberbecidos con la esperanza mal considerada; y aquel breve acaecimiento y de poca importancia, les ganó para después atrevimiento y buena esperanza, pero poco duradera.
Capítulo III
De las escaramuzas y salidas de los judíos contra los romanos, mientras éstos asentaban su campo.
Después que Tito hubo tomado la legión que estaba en Amaunta en su compañía, en una noche, partiendo luego por la mañana de allí, llegó a Escopon, de adonde ya se descubría la ciudad y la grandeza del templo claramente por la parte que propiamente se llama Escopos, por ser lugar más bajo, el cual toca la ciudad por la parte septentrional, lejos de ella a siete estadios; y habiendo puesto allí legiones juntas, mandó que la quinta asentase su campo tres estadios más atrás, y parecióle que no pasasen los soldados más adelante por causa del cansancio que traían del camino, para que pudiesen hacer sin algún temor su muro.
Comenzado el edificio, vino la décima legión por Hierichunta, lugar ganado antes por Vespasiano, en el cual había también dejado parte de la gente que tenía por guarnición de aquella tierra. Habíales sido a éstos mandado que pusiesen a seis estadios de Jerusalén su campo, en aquella parte donde está el monte llamado Eleón, delante de la ciudad por la parte del Oriente, y se aparta de ella con un hondo valle llamado Cedrón.
La disensión y revuelta que los de dentro de la ciudad tenían, fué apaciguada y refrenada por la gran guerra que vieron sobrevenirles por defuera; y mirando aquellos alboro tadores con espanto el campo y asiento de los romanos, los que estaban divididas entre parcialidades se juntaron e hicie ron muy amigos: trataban entre sí y requerían la causa por qué se detenían o qué miraban, sufriendo que tres campos o tres muros se hiciesen para destrucción y ruina de sus vidas; y que viendo ya la guerra tan encendida, se estuviesen ellos mirando 1o que hacían, como quien mira algunas buenas obras útiles y provechosas para ellos, con los muros cerrados, dejadas las armas y aun cogidas las manos.
Dió voces aquí uno, y dijo: «Ciertamente nosotros somos fuertes y esforzados contra nosotros mismos: la ciudad se rendirá para bien y provecho de los romanos, sin algún derra mamiento de sangre, y esto todo por nuestras revueltas y sediciones.»
Con estas palabras juntaban a unos y a otros, y los encendían en furor, por lo cual tomando cada uno sus armas, dieron todos en la décima legión; y entrando por el valle con ímpetu, acometen a los romanos con grandes clamores, los cuales estaban edificando su muro. Estando, pues, éstos muy puestos en el edificio y ocupados en ello, teniendo los más dejadas las armas por esta causa, fueron algo más de lo que pensaban desbaratados, porque no creían que se habían de atrever los judíos a tal cosa, por mucho que hacer quisiesen, pensando que con las revueltas y sediciones que dentro tenían, estarían muy distraídos; de manera que dejando todos la obra que entre manos tenían, unos se fueron con gran diligencia, y muchos otros que determinaban de tomar armas, antes que las alcanzasen y viniesen contra los enemigos, eran mal heridos.
El número de los judíos se acrecentaba siempre, confiados en la victoria, porque a los que primero habían acometido huyeron; y aun siendo pocos, parecía a ellos mismos, y aun a los enemigos también, ser muchos, por serles la fortuna entonces próspera y favorable.
Los romanos, avezados a pelear con gran orden y diestros en hacer la guerra con honra y saber, viéndose tan perturbados, estaban con miedo, y los que eran acometidos, volvían las espaldas ciertamente; pero si alguna vez les volvían el rostro, queriendo resistirles, cercados por los que los perseguían, detenían a los judíos y herían a los que menos con el gran ímpetu se guardaban. Creciendo el número y la persecución, fueron los romanos desbaratados en gran manera, hasta ser echados de sus reales y parecía estar toda esta legión entonces en gran peligro, si habiendo llegado la nueva de este suceso a Tito, luego no les socorriera y les mandara volver, reprendiendo con muchas palabras la cobardía y poco ánimo de su gente; y si metiéndose él mismo entre los judíos con la gente que consigo tenía muy escogida, no matara muchos, hiriera muchos más, e hiciera que todos los otros huyesen y se recogiesen con gr an rebato en el valle que allí había. En bajar y recogerse en este valle padecieron los judíos gran daño; pero, en fin, pasando a la parte contraria de la que los romanos estaban, volvían otra vez y peleaban con los romanos, estando aquel valle en medio: de esta manera, pues, duró la pelea hasta mediodía.
Poco después, habiendo Tito puesto los que con él estaban allí por guarnición y guarda, y otra gente de sus compañías contra los que salían a escaramuzar con ellos, envió toda la otra gente al monte para que acabasen de edificar en lo más alto el muro comenzado. Parecía esto a los judíos que los rdmanos huían de ellos: y como la centinela y descubridor que habían puesto en el muro les hiciese señal moviendo su ropa, soltó con gran ímpetu mucha gente que parecía ciertamente ser bestias sin freno y muy crueles.
Ninguno pudo, en fin, resistir ni sostener la fuerza e ímpetu grande que traían, antes en la misma hora se derramaron y huyeron al monte como si fueran con alguna máquina grande muy heridos. En medio de aquella subida fué dejado Tito con algunos pocos; y aconsejándole mucho los amigos que por tener reverencia y acatamiento a su Capitán y Emperador, habían permanecido con él y menospreciado todos los peligros, que guardase su vida, pues los judíos lo perseguían tanto; y que por haber victoria de ellos no ouisiese ponerse él en peligro, cuya vida era de tener en mucho más que la de todos los judíos, y que tuviese antes miramiento y consideración de su fortuna y dignidad, porque no usaba él de oficio de soldado, sino era señor no menos de toda aquella guerra que de todo el universo, y que en tan importante huida no se quisiese él detener, en quien cargaba y en cuya vida estaba todo el universo, Tito, fingiendo que no oía estas cosas, resistía a los que contra él venían; e hiriéndolos por delante, trabajando ellos en hacerle fuerza, eran por él muertos; y persiguiéndolos por lo bajo de aquel valle, echaba y turbaba toda aquella muchedumbre.
Espantados los judíos, parte por ver sus fuerzas tan grandes, y parte también por verlo tan constante, ni aun entonces con todo esto huyeron a la ciudad; pero’ apartándose de él por cada lado, comenzaron a perseguir otra vez los que huían, y entrando por un lado de ellos, refrenaban su ímpetu.
Estando en lo que tenemos contado, aquellos que fortalecían el campo que estaba en la parte alta, viendo que los de abajo huían, fueron muy turbados y muy amedrentados: esparcióse todo aquel escuadrón, sospechando y teniendo por muy cierto que no podrían sostener el ímpetu y fuerza de los enemigos, y que Tito había sido forzado de huir, porque quedando él, nunca los otros huyeran ni lo desampararan.
Rodeados, pues, por todas partes de temor muy grande, el uno se iba por una parte y el otro por otra, hasta tanto que algunos vieron al Emperador en medio del campo; y temiéndose mucho, le hicieron saber a grandes voces el peligro en que toda su legión estaba.
Vueltos de vergüenza otra vez a su orden, avergonzándose aún más por haber dejado a su Capitán y Emperador que por haber huido, peleaban con todas sus fuerzas contra los judíos; y habiéndolos echado una vez, reforzaban en ello y echábanlos por los bajos de aquel valle.
Peleaban todavía los judíos recogiéndose poco a poco, y como los romanos fuesen más poderosos y vencedores, por estar en mejor y más alto lugar, juntáronse todos en el valle.
Estaba Tito contra los que le cupieron, en un lugar alto, y mandó que la legión de gente volviese a acabar la obra y fábrica del muro; y quedando él con los que de antes tenía, resistía a los enemigos y aun los maltrataba. Así, pues, si conviene que escriba la verdad sin adulación alguna y sin hacer por envidia perjuicio, Tito libró dos veces toda la legión de peligro, y de esta manera dió facultad y poder a su gente para fortalecer su campo y acabar la obra que habían comenzado.
Capítulo IV
De una pelea o revuelta que los judíos tuvieran entre sí el día de la fiesta del pan cenceño.
Habiendo aflojado algún poco la fuerza y guerra que por de fuera se hacía, luego se levantó otra adentro de la ciudad. Y llegando ya el día de los panes cenceños, que era el catorcená del mes de abril, porque en este tiempo piensan todos los judíos que fueron librados de Egipto, Eleazar, con sus compañeros y parcialidad, quiso abrir la puerta; deseaba que algunos del pueblo entrasen, los cuales querían adorar en el templo. Juan quiso cubrir sus engaños y asechanzas bajo nombre y cubierta del día de la fiesta, y mandó que viniesen algunos de los suyos, de los que menos fuesen conocidos, con las armas escondidas bajo sus vestidos, gente mala y muy impura, para ocupar y alzarse con el templo; éstos, después que hubieron entrado, echando sus vestidos, parecieron presto muy armados.
Había con esto gran muchedumbre de gente y gran ruido junto al templo: el pueblo, que estaba muy ajeno de toda sedición y revuelta, pensaba que eran puestas asechanzas a todos ellos; pero los zelotes pensaban ser solamente puestas por ellos.
Estos, dejada la guarda de las puertas, y saliendo algunos otros de los fuertes que tenían antes de trabarse y venir a la pelea, se recogieron en los albañales del templo. Los del pueblo, llegando hasta el altar, y por cerca del templo, eran derribados y pisados, siendo con palos y con otras armas heridos. Los enemigos de los muertos por odio y enemistad particular, mataban a sus compañeros mismos, no menos que si fueran de otra parcialidad; y cualquiera que antes de ahora hallase alguno de los que iban acechando, era luego llevado a morir como si fuera alguno de los zelotes.
Pero los que con sobrada crueldad afligían y atormentaban a los que no merecían pena alguna, concedieron treguas a los malhechores; y habiendo salido de los albañales, adonde se habían escondido, dejáronlos ir, y teniendo ellos ya el templo y todas las cosas que dentro de él había, peleaban contra Simón con mayor atrevimiento y confianza.
De esta manera fué partida la gente en dos partes, y de las tres parcialidades fueron hechas dos. Por otra parte, Tito, deseando mudar su campo de Es copon en parte que estuviese más cerca de la ciudad, puso gente de a pie y de a caballo por guarda de todas las salidas de los enemigos, y mandó que toda la otra gente de su ejército se ocupase en allanar el camino que había desde allí hasta la ciudad.
Destruidas, pues, todas las albarradas de piedras y otros impedimentos, los cuales habían puesto defensa y guarda a sus huertos y campos, y cortada toda aquella selva, aunque era muy provechosa, que les estaba de frente, llenaron todos los fosos y valles que había; y cortadas las mayores y más eminentes piedras con sus instrumentos, hicieron todo aquel camino desde Escopon, adonde entonces estaban, hasta el monumento de Herodes muy llano, y todo el cerco del estaño que de las serpientes fué llamado Betara antiguamente.
Capítulo V
Del engaño que los judíos hicieron a los soldados romanos
En estos mismos días los judíos engañaron a los soldados romanos de esta manera. Los más atrevidos de aquellos revolvedores y sediciosos que había, salieron fuera de las torres que llamaban de las mujeres, fingiendo que los que deseaban la paz los hacían salir; y por temer el ímpetu grande y la fuerza de los romanos, estábanse con ellos; y el uno se escondía como recelándose del otro.
Otros, puestos con orden por los muros, y fingiendo que tenían la voz del pueblo, daban altas voces demandando la paz, y pidiendo concierto y amistad con los romanos, convidándolos y prometiendo abrirles las puertas. Dando aquí estas voces, echaban también contra los suyos propios muchas piedras como por echarlos de las puertas, y fingían que querían abrir por fuerza las puertas y darles entrada, y rogar a los ciudadanos de la ciudad que los recibiesen.
Esta astucia y engaño no la entendían los romanos, antes creían ser así muy ciertamente, por lo cual determinaban comenzar su obra, como si ya éstos estuviesen en sus manos para castigarlos, y confiasen que los otros les habían de abrir y dar entrada dentro de la ciudad. Sospechábase con todo Tito de ver que tan voluntariamente los convidaban y movían a ello, porque no lo veía fundado en razón, pues dos días antes les movió a concierto con Josefo, y no había conocido en ellos algo que fuese razonable y justo, por lo cual mandó que su gente quedase en su lugar, y que ninguno se moviese.
Había ya algunos aparejados para efectuar esta obra; y arrebatadas las armas, habían comenzado a correr a las huertas. Los que se mostraban haber sido echados, al principio dábanles lu gar, recogiéndose poco a poco. Después, cuando ya se llegaban a las torres de la puerta, corren contra ellos, tomándolos en medio, y dan en ellos por las espaldas; los que estaban en el muro, tiraban contra ellos muchedumbre de piedras y dardos y otras armas dañosas, de tal manera, que mataban muchos y herían muchos más, porque no les era posible huir del muro: otros hacíanles fuerzas por las espaldas, y además de esto la vergüenza de ver que los regidores y capitanes principales habían pecado en esto, y el miedo juntamente les persuadía que permaneciesen en el delito. Por lo cual estando mucho tiempo peleando, y habiendo recibido gran daño, aunque no habían hecho menos en sus enemigos, al fin vinieron a hacer huir aquellos que los habían cercado; pero al recogerse, los judíos los perseguían con sus armas y dardos hasta el monumento de Helena. Y después, maldiciendo con soberbia a la fortuna, vituperaban a los romanos por haberlos engañado; y levantando en el alto sus escudos, hacían gestos y alegrías, y saltaban; y con placer daban grandes voces. Los capitanes, y Tito, general de todos, reprendieron a su gente por aquel error cometido, con estas palabras: «Los judíos que son regidos sólo por la desesperación, hacen todas las cosas muy de pensado y con mucha prudencia, armando los engaños y asechanzas que pueden, favoreciéndoles en ello la fortuna, sólo porque son obedientes y fieles los unos a los otros: y los romanos, a los cuales les sirve la fortuna por el uso y disciplina militar, y por la costumbre buena que tienen en obedecer a sus capitanes y regidores, pecan ahora en lo contrario, y son vencidos por no poder refrenar sus manos; y lo que es de todo lo peor, estando presente vuestro Emperador y Capitán, peleáis sin hombre que os rija ni gobierne.
«Ciertamente, dijo, mucho se dolerán y aun gemirán las leyes de la guerra y de la milicia; mucho se dolerá mi padre cuando supiere este desbarate y esta llaga que nos ha sido hecha. Este, porque habiendo envejecido en la guerra, nunca le ha acontecido tal error; y las leyes, porque teniendo costumbre de tomar venganza muy grande, y dar la muerte a los que traspasan la ordenanza puesta, vean ahora todo un ejército haber faltado.
«Ahora podrán entender todos los que con soberbia y arrogancia han cometido esto, que entre los romanos es tenido por gran infamia aun el vencer sin licencia y permiso de su capitán.»
Estas cosas dijo Tito, muy enojado, a los regidores, sabiendo bien el castigo que había de usar con ellos, pues todos lo merecían. Perdieron éstos el ánimo todos como hombres que justamente merecían la muerte. Las legiones que estaban asentadas y derramadas por todo el campo, rogaban a Tito que perdonase a los compañeros, y suplicaban que tuviese cuenta con la obediencia general de todos, por lo cual olvidase el error particular y de pocos, porque el pecado que habían cometido entonces, trabajaban de enmendarlo y corregirlo con la virtud y esfuerzo que en lo que quedaba por hacer mostrarían.
Con los ruegos y con el provecho que en esto vió Tito, luego fué aplacado y vuelto muy manso: porque pensaba que el castigo que uno merecía, debíase ejecutar; pero el yerro general y a todos común, debía también ser perdonado. Recogióse, pues, e hízose amigo de los soldados, amonestándoles y dando muchos consejos, que se remirasen todos en hacer sus cosas muy prudentemente, y él púsose a pensar de qué manera podría tomar venganza de aquel engaño y traición que los judíos habían hecho a su gente.
Habiendo igualado el camino que había desde el lugar adonde tenía el campo hasta los muros de la ciudad, en cuatro días, deseando pasar todo su bagaje y gente seguramente y sin algún peligro, ordenó los más esforzados y más valerosos de sus soldados, por la parte septentrional al Occidente, delante del muro, de siete en siete por sus hileras: los de a pie estaban en la delantera: y después, ordenada la caballería en tres escuadrones luego detrás, puso en medio los ballesteros y flecheros. Estando con esta defensa tan grande muy seguros y sin temor que los corriesen los enemigos, pasaron todo el bagaje de las tres legiones, y toda la otra gente, sin algún temor.
Tito, estando no más de dos estadios lejos del muro de la ciudad, puso su campo en un lugar hacia la parte que está delante de la torre que se llama Psefinos, a la cual llega el cerco del muro por la parte aquilonal, y vuelve corriendo hacia el Occidente. La otra parte del ejército puesta hacia aquella torre que se llama Hípico, cércase de muro lejos también de la ciudad a dos estadios de camino; pero la legión décima siempre quedaba en el monte Eleón, adonde antes estaba.
Capítulo VI
De la descripción notable de la ciudad y templo de Jerusalén. Estaba cercada la ciudad de Jerusalén de tres muros, excepto aquellas partes por las cuales era ceñida de valles hondísimos, porque por éstas solamente tenía un muro. Estaba edificada sobre dos grandes collados, de frente el uno del otro, pero apartados por un valle que había en medio, en el cual había muchas casas. El uno de estos collados, en el cual la parte de la ciudad más alta está asentada, es mucho más alto y más derecho a la largo; y por ser tan fuerte, era llamado antiguamente el castillo de David: éste fué padre de Salomón, el que primero edificó el templo, y nosotros lo llamamos el mercado alto.
El otro, que se llama Acra, sostiene la parte más baja de la ciudad, y está como en cuesta por todas partes. Había otro collado tercero contra éste, más bajo naturalmente que el de Acra, y dividido por otro valle muy ancho; pero después que los Afamaneos reinaban, llenaron el valle, por juntar con el templo la ciudad; y cortando de la parte alta del Acra, hiciéronla más baja por que de ella pudiesen también ver el templo, levantado más alto y más eminente.
El valle que se llama Tiroplón, por donde dijimos que el collado alto se divide y aparta del de abajo, llega hasta Siloa: éste es el nombre de aquella dulce fuente y muy abundante.
Par afuera estaban aquellos dos collados ceñidos con valles y fosos muy hondos, y no podía llegarse a ellos por alguna parte, prohibiéndolo las rocas y peñas grandes que allí había. El muro más antiguo de los tres no podía ser tomado sino ion gran dificultad, por causa de los valles y por el collado, que estaba muy alto, en el cual estaba fundado; y también por ser éste el mejor lugar, era fundado mejor y más fuertemente con los grandes gastos que David y Salomón y otros muchos reyes en esta obra hicieron.
Comenzando, pues, aquí en esta parte de la torre que se llama por nombre Hipicon, y llegando hasta aquella llamada Xixto, y juntándose después con la torre, venía a acabar en el portal del templo, que está al Occidente. Por la otra parte se alarga desde allí hasta el Occidente, por aquel que es llamado Betison, descendiendo a la puerta que llamaban de los Esenos; y torciendo hacia el Mediodía por encima de la fuente Siloa, y volviendo de allí al Oriente, por donde está el estaño dicho de Salomón, tocando el lugar que llaman Ofian, júntase con la puerta oriental del templo.
El segundo muro tenía principio desde la puerta que llamaban Geneth, la cual era del muro primero; y rodeando solamente la parte septentrional, subía hasta la torre Antonia. La torre de Hípicos daba principio al muro tercero, de donde, cercando por la parte aquilonal, venía a la torre Psefina, contra el monumento de Helena, que fué Reina de los Adiabenos, y madre del rey Izata, y por las cuevas del Rey extendió a lo largo: torcía su camino de la torre que está en aquel cabo, contra el sepulcro que dicen de Fulon; y juntado con el cerco viejo de la ciudad, venia a dar en e1 valle que llaman de Cedrón.
Con este muro había cercado Agripa aquella parte de la ciudad que él había añadido, como estuviese antes abierta y sin cerco alguno, porque con la muchedumbre de gente que tenía, se salía poco a poco fuera de los muros, y se había alargado por la parte septentrional del templo cercana al collado y a la ciudad. También estaba poblado de gente el cuarto collado, que se llama Bezeta; tiene éste su asiento delante la torre Antonia, pero apartado con fosos muy hondos hechos adrede, porque si se juntasen la torre y fuerte de Antonia con los fundamentos o pies del collado, no fuese más expugnable, y menos alta, por lo cual la hondura del foso hacía más altas aquellas torres.
Fué llamada la parte que añadieron a la ciudad, con vocablo natural, Bezeta, que quiere decir la nueva ciudad: y deseando que fuesen aquellas partes habitadas, el padre de este rey, llamado también Agripa, había comenzado, según dijimos, el muro, y temiendo que el emperador Claudio, viendo la magnificencia y fortaleza del edificio, sospechase querer innovar algo, o poner alguna discordia, cesó, y no quiso que su edificio pasase adelante, habiendo hecho solamente los fundamentos; porque ciertamente no fuera posible ganar esta ciudad si éste acabara los muros que había comenzado.
Estaban unas piedras como entretejidas, de veinte codos de largo y diez de ancho, las cuales no podían ser cavadas ni rotas con hierro, ni movidas con todas las máquinas del mundo, y con éstas se ensanchaba el muro, pues de alto ciertamente más tuvieran, si la magnificencia de aquel que había comenzado y emprendido el muro no fuera forzado a cesar en su obra, y le fuera prohibido pasar adelante.
Otra vez fué edificado este muro por voluntad y deseo de los judíos, y creció veinte codos más que ser solía; tenía a cada dos codos unas como grandes tetas, y sus torreones a cada tres, y toda la altura de él era de veinticinco codos; las torres estaban más levantadas y más altas que el muro, veinte codos, y otros veinte más anchas; era el edificio de éstas cuadrado, muy llenas y muy fuertes, no mente que el mismo muro; el edificio y gentileza de estas piedras no era menor que las del templo; en lo más alta de todas estas torres, que estaban veinte codas más levantadas, había unas cámaras y salas o cenáculos, había aljibes que recibían en sí el agua del cielo y la lluvia; la subida de ellas todas como en caracol, pero era muy ancha en cada una; el tercer muro tenía de estas tales torres noventa; el espacio de una a otra era de doscientos codos; el muro que estaba en medio tenía catorce, y el muro antiguo estaba dividido en sesenta: tenía la ciudad toda de cerco treinta y tres estadios.
Como fuese, pues, cosa maravillosa el tercer muro, levantábase en un cantón hacia Occidente y Septentrión una torre llamada Psefina por la parte que Tito había asentado su campo; porque estando encima de ésta, que estaba levantada más de setenta codos en alto, nacido el sol, se descubría Arabia y la mar, y hasta los últimús fines de las tierras de las hebreos. Estaba edificada con ocho esquinas; contra ésta había una otra llamada Hípicos, y luego cerca otras dos, las cuales el rey Herodes había edificado en el muro antiguo, y eran más excelentes, tanto en gentileza cuanto en grandeza v fortaleza, que cuantas hay en el universo: porque además de la natural liberalidad del rey por amor y afición que a la ciudad tenía, quiso hacer esta obra señalada, y remirarse mucho en ella, poniéndoles a las tres los nombres de los amigos y personas que más amaba; la una nombró con el nombre de su hermano, la otra de un amigo suyo, y la tercera dedicó a su mujer; a ésta por causa, como dice, que fué muerta por el grande amor, y a ellos por ser muertos en las guerras, después de haber peleado valerosamente.
La torre llamada Hípicos, que tenía el nombre de su amigo, tenía cuatro esquinas; cada una tenía veinticinco codos en ancho, y otros tantos en largo, y también tenía cada una treinta en alto, muy fuertes y muy macizas todas: encima de lo más orden, había un lluvia, y encima de fuerte, adonde están juntas las piedras con pozo hondo de veinte codos para recoger la de éste había como una casa con dos techos veinticinco codos en alto, partida en diversas partes, y en lo alto tenían a cada dos codos sus llenos como tetas, y los torreones o defensas a cada tres, de manera que venía a ser toda la altura de ochenta y cinco codos. La segunda torre, que había llamado Faselon, del nombre de su hermano, era muy igual en ancho, y largo de cuarenta codos; levantábase otros cuarenta redonda como una pelota, y firme: en la parte de arriba había una como galería levantada diez codas más alta, edificada con pilares y rodeada de sus defensas; en medio de esta galería había otra torre muy alta, en la cual había muy ricos aposentos y baños, por que no pareciese faltarle algo de lo que al Estado Real convenía: tenía la parte alta adornada con sus llenos y defensas, era toda la altura de ésta de casi noventa codos. Parecía al verla muy semejante a la torre de Faro, que muestra lumbre a los que navegan por Alejandría, pero su cerco era mayor y más ancho, y ésta era entonces recogimiento para la tiranía de Simón.
La tercera torre, llamada Mariamnes, porque éste era el nombre de la reina, tenía de alto y macizo hasta veinte codos, de ancho otros veinte, y los aposentos y recogimientos de ésta eran más magníficos y más adornados, porque pensó el rey que esto le era propio a él, y digno de su majestad que la torre que tenía el nombre de su mujer fuese más linda de ver que no las que retenían el nombre de los amigos, no menos que eran las de ellos más fuertes que ésta, la cual tenía el nombre de una mujer, y cuya altura en todo era hasta cincuenta y cinco codos.
Aunque estas tres torres eran de tanta grandeza, parecían aún mucho mayores por el lugar adonde estaban fundadas, porque el muro antiguo adonde estaban era edificado en un lugar alto, y el collado estaba también treinta codos más alto, y siendo las torres edificadas sobre éste, estaban muy levantadas. Fué también maravillosa la grandeza de las piedras, porque no eran piedras de las que comúnmente edificamos, ni que los hombres las pudiesen traer, pero eran cortadas de mármol muy blanco y reluciente, cada una de veinte codos de largo, diez de ancho y cinco de alto, y con tales habían sido edificadas; estaban tan bien juntas unas con otras, que cada torre de éstas no parecía más de una piedra, y estaban tan bien labradas y edificadas por aquellos oficiales, con sus muestras y sus esquinas, que no se parecía por ninguna parte alguna juntura. Estando éstas edificadas en la parte septentrional, juntábase con ellas por de dentro el palacio del rey, mucho más hermoso de lo que es posible declarar con palabras; porque no era posible exceder esta obra, ni en magnificencia ni edificio, en cosa alguna; estaba toda cercada de muro muy fuerte levantado en alto treinta codos, y también rodeada de torres muy lindas y muy adornadas, en igual distancia edificadas, con sus apartamientos, que pudiesen recibir dentro muchos hombres y cien camas: la variedad de los mármoles que había en ella era maravillosa de ver, porque había puesto y recogido allí muchos que en pocas partes se hallan, los cuales hermoseaban el edificio, las alturas y cumbres, con la altura de las vigas, ornamentos y gentileza grande, dignos de admiración. La multitud de recogimientos, y las diversas maneras que había de edificios llenos de toda alhaja y de todo lo necesario, de lo cual era la mayor parte de oro y de plata, tenía también muchas galerías hechas en círculo una con otra, y en cada una sus columnas, y los espacios que estaban abiertos al aire, muy bien variados, con selvas y mucha verdura: tenía unas correderas y lugares de paseo muy largos, ceñidos de otras fuentes hechas con mucho artificio, y cisternas con muchas figuras de metal, por las cuales se vertía el agua, y muchas torres llenas de palomares alrededor de las aguas. Pero no es posible contar ni declarar la lindeza de este palacio, y da, cierto, gran pena acordarse deello para contar cuántas cosas destruyó el fuego de los ladrones, porque no fueron estas cosas quemadas por los romanos, sino por los naturales revolvedores y amigos de toda traición, según hemos contado arriba en el principio de la disensión y discordia de esta gente: y de la torre Anto nia que comenzó el fuego, pasó también por el Palacio Real, y llevóse los techos de las tres torres.
El templo, pues, como dije, estaba edificado sobre un collado muy fuerte: al principio apenas bastaba para el templo, ni para la plaza, el llano que había en lo más alto del collado, el cual era como recuesto; pero como el rey Salomón, que había edificado el templo, hubiese cercado la parte de hacia el Oriente de muro, edificó allí un claustro junto con el collado, y quedaba por las otras partes desnudo, hasta que, siglos después, añadiendo el pueblo algo a la montaña, fué igualada con el collado, y hecho más ancho; y roto también el muro de la parte septentrional, tomaron tanto espacio cuanto después mostraba el templo haber comprendido.
Cercado, pues, el collado de tres muros, vino a ser la obra mayor y más importante de lo que se esperaba: en lo cual se gastaron, por cierto, muchos años y todo el tesoro sagrado recogido de muchos dones que habían enviado de todas las partes del universo para ofrecer a Dios, tanto en lo que se había edificado en el cerco alto, cuanto en el bajo. De estas partes, la que era más baja estaba fortalecida y ensanchada de trescientos codos, y aun en algunos lugares más; pero la hondura de los fundamentos no podía verse toda, porque por igualar las calles estrechas de la ciudad, estaban todos los valles muy llenos: las piedras eran de cuarenta codos cada una, porque la abundancia del dinero y la liberalidad del pueblo se esforzaba a hacer más de lo que a mí al presente me es posible explicar; y lo que no pensaban poder jamás acabar, parecía que con el tiempo y continua diligencia se ponía por obra y acababa.
La obra que estaba edificada era ciertamente digna de tales y tan grandes fundamentos: los portales estaban dobles de dos en dos; cargaban sobre columnas de veinticinco codos cada una de alto, y todas cortadas de mármol blanco: era la cubierta de lazos de cedro muy excelente, cuya natural magnificencia, por ser de madera muy lisa, y juntar tan lindamente, era cosa mucho de ver, y de mucha estima a los que lo miraban; por afuera ninguna pintura tenían, ni obra de pintor alguno ni entallador: eran anchas de treinta codos, y el cerco de todo, con el de la torre Antonia, era de seis estadios.
Estaba todo el espacio del patio muy variado, enlosado de todo género y diversidad de piedras muy gentiles: por la parte que se iba a la segunda parte del templo estaba rodeado de barandas altas de tres codos, cuya labor deleitaba a cuantos las miraban, adonde había unas columnas puestas en iguales espacios, que mostraban la ley de la castidad, las unas con letras griegas, y las otras con latinas, que decían no deber ningún extranjero entrar, ni ser admitido en el lugar sagrado; porque esta parte del templo se llamaba el templo santo, y subíase a él por catorce gradas; el primero era en lo alto cuadrado y cercado de otro muro que tenía para sí propio, cuya altura, aunque por defuera pasaba de cuarenta codos, estaba cubierta con las gradas que tenía: la de dentro tenía veinticinco codos, porque edificada por gradas en lugar más alto, no se podía ver toda la parte de dentro, cubierta algún tanto con el collado: había después de estas catorce gradas un espacio hasta el muro, llano y de trescientos codos; y de aquí salían otras cinco gradas, y veníase a las puertas por unas escaleras, ocho de la parte septentrional y de Mediodía, cuatro de cada parte, y dos por la parte del Oriente; porque fué necesario que las mujeres tuviesen lugar propio apartado con muro, por causa de la religión, que lo mandaba, y parecía que era necesario hubiese otra puerta de frente. De frente de la primera había una puerta apartada de las otras regiones, puesta al Mediodía, y otra a la parte septentrional, por las cuales se podía entrar adonde las mujeres estaban, porque por otra parte entrar a ellas era prohibido: no les era lícito pasar su puerta por el muro; era abierto este lugar tanto a las mujeres naturales, cuanto a las extranjeras que venían por ver la religión que guardaban.
La parte que respondía al Occidente ninguna puerta tenía; pero había allí edificado un muro continuo y fuerte: entre las puertas había muchos portales dentro del muro, edificados casi enfrente del lugar a donde estaba recogido el tesoro, sosteniéndolos unas columnas muy altas y muy galanas; eran también muy sencillas, y no diferían en algo de las que estaban abajo, sino en sola la grandeza. Estaban unas de estas puertas guarnecidas y cubiertas todas de oro y plata, y no menos los postigos de ellas y los umbrales; pero la una que está fuera del templo estaba guarnecida de cobre de Corinto, la cual tenía gran ventaja, y era de tener en más que no las de oro ni las de plata; cada una tenía dos puertas de treinta codos de alto y quince de ancho; después de haber entrado a donde se ensanchaban algo más, tenían a cada treinta codos de entrambas partes unas sillas magníficas a manera de torres, hechas largas y anchas, y levantadas en alto más de veinte codos: sostenían a cada una de éstas dos columnas de doce codos de grueso: las otras puertas todas eran iguales; pero la que estaba sobre la Corintia, por la parte que las mujeres entraban, abríase por la parte de Oriente; la puerta del templo era sin duda mayor, porque era de cincuenta codos de alto, y tenía las puertas de cuarenta, y mucho más magníficamente adornadas, porque tenía más oro y más plata, lo cual había Alejandro, padre de Tiberio, puesto y repartido en las nueve puertas.
Las quince gradas del muro que apartaban las mujeres, venían a dar a la puerta principal, y eran cinco gradas menores que las que llevaban el camino a las otras puertas: estaba el templo, es a saber, el templo sacrosanto, en medio, y subían a él por doce gradas; la altura y anchura por de frente era de cien codos, y por la parte de detrás era de cuarenta codos más angosto, porque las fronteras y entradas se alargaban como dos hombros, veinte codos por cada parte: la primera puerta tenía setenta codos de alto y veinticinco codos de ancho, y ésta no tenía puertas, con lo cual se significaba estar el cielo muy abierto para todos, y claro por todas partes: todas las delanteras estaban cubiertas de oro; la primera entrada estaba por defuera toda muy reluciente, y todo lo que dentro del templo se ofrecía muy lleno de oro a los que lo miraban; y como la parte de dentro estuviese partida, y hecha de tablas, la primera entrada se mostraba con una altura muy seguida levantada noventa codos, y tenía de largo cuarenta, y de ancho veinte. La puerta que de dentro había estaba toda dorada, según dije, y alrededor de ella había una pared muy dorada; tenía en lo alto de ella unos pámpanos de oro, de los cuales colgaban unos racimos grandes como estatura de un hombre, y porque con el tablado se dividía, parecía ser el templo más bajo que el que estaba defuera: tenía las puertas de oro altas de cincuenta y cinco codos y dieciséis de ancho; tenía más de una cortina de la misma largura, es a saber, el velo que llamaban de Babilonia, variado y tejido de colores; es a saber, cárdeno y como leonado, de grana y de carmesí muy excelente, hecho y labrado con obra maravillosa, y que había mucho que ver en la mezcla de los colores, porque parecía allí una imagen y- semejanza de todo el universo: con la grana parecía que se representaba el fuego, con el leonado la tierra, con el cárdeno el aire, y con el color carmesí se representaba el mar, parte de esto por los colores ser tales; pero el carmesí y el como leonado, porque la tierra lo produce y nace de ella, ~~ de la mar el carmesí. Estaba pintado allí todo el orden y movimiento de los cielos, excepto los signos.
Los que entraban venían a dar en otra parte más baja, cuya altura tenía bien sesenta codos, de largo otros tantos, s- la anchura veinte, divididos otra vez en cuarenta; la primera parte estaba apartada cuarenta codos, y tenía tres cosas muy maravillosas y dignas de ser por todos muy alabadas: un candelero, una mesa y un incensario: había en este candelero siete candelas, que significaban los siete planetas; en la mesa había puestos doce panes, que significaban el curso de los signos y de todo el año. El incensario con trece olores diferentes, con los cuales se llenaba, traídos de mares extraños y tierras inhabitables, significaba que todo era de Dios, y a Dios todo servía. La parte del templo más adentro era de veinte codos; apartábase de la de fuera con otro semejante velo, y en ésta no había algo: ninguno la podía ver ni llegar a ella, porque era muy inviolada, y ésta era la que llamaban Santa Santorum: por los lados del templo más bajos había muchos repartimientos y galerías hechas a tres, y a cada lado había entrada para recogerse en ellas: la parte del templo superior no tenía los mismos apartamientos, por donde era más estrecha, y de cuarenta codos más alta, y no tan ancha ni de tanto cerco como la inferior.
Toda la altura tenía cien codos, y por bajo no tenía más de cuarenta: lo que por defuera se mostraba estaba de tal manera, que no había ojos ni ánimo que lo viesen y considerasen, que no se maravillasen mucho. Estaba toda cubierta con unas planchas de oro muy pesadas; relucía después de salido el sol con un resplandor como de fuego, de tal manera, que los ojos de los que lo miraban no podían sostener la vista, no menos que mirando los rayos que el sol suele echar: a los extranjeros que venían de lejos solía parecer una montaña blanca de nieve, porque adonde el templo no estaba dorado, era muy blanco: había en la techumbre y altura unas púas muy agudas de oro, por que no pudiesen sentarse aves allí y ensuciarlo, y el largo de algunas piedras que allí había era de cuarenta y cinco codos, la altura de cinco, y la anchura de seis; el altar que estaba delante del templo tenía de alto quince codos, de ancho y de largo tenía por cada parte cuarenta, y siendo cuadrado se levantaba como con ciertas esquinas a manera de cuernos, y la parte por donde se subía aquí, hacia el Mediodía se levantaba poco a poco, y había sido edificada toda sin hierro, ni jamás hierro lo había tocado. Estaba el templo y este dicho altar rodeado con un cerco muy agradable de piedra muy gentil que salía levantada hasta un codo, y apartaba la gente del pueblo de los sacerdotes: los gonorreicos, que son aquellos que no pueden detener su simiente, y los leprosos eran echados de toda la ciudad, y a las mujeres también que tenían flujo de sangre les estaba cerrada, y les era prohibido el entrar, y aun las mujeres lim pias de todo esto no podían, ni les era lícito llegar al lugar arriba dicho. Los varones que no eran del todo castos no podían llegarse a esta parte de dentro, y los que lo eran, aunque muy puros, no podían llegar a los sacerdotes. Los que descendían del linaje sacerdotal, y no usaban el oficio por ser ciegos, podían estar dentro de aquel lugar adonde estaban los que eran de todo mal y enfermedad libres y sanos, y alcanzaban eso por vía del linaje del cual descendían: vestían vestidos populares y semejantes a los del pueblo, porque las vestiduras sacerdotales solamente eran lícitas a los sacerdotes que celebraban los sacrificios: los que se llegaban al templo y al altar habían de ser sacerdotes sin algún vicio, vestidos con una vestidura de color como leonado, y principalmente aquellos que eran en el beber más templados, y que más se abstenían del vino, y eran más sobrios y recatados por el miedo grande que por su religión tenían, porque no pecasen en algo, ni faltasen celebrando sus sacrificios: subía con ellos el pontífice, aunque no siempre, pero cada siete días y el día de las calendas, que es el primero de cada mes, y si algunas veces celebraba todo el pueblo la fiesta de la patria, que solía venir cada año, solía sacrificar ceñido con un velo y cubierto con él hasta la cintura y hasta los muslos, y tenía debajo un camisón de lino que le llegaba hasta los pies, y encima una vestidura de color cárdeno, redonda, de la cual colgaban como unos rapacejos o cintas: en un nudo colgaba una cam panilla de oro, y en otro una granada, entendiendo por la campanilla los truenos, y por la granada los relámpagos. El vestido de encima los pechos estaba ceñido con unas hazalejas o toajas variadas de cinco colores, es a saber, de oro, de carmesí, de grana, de cárdeno y de aquel color como leonado, de los cuales dijimos ser tejido el velo del templo; y tenía un como sayo variado con los mismos colores, en el cual había más oro; y el hábito y manera era semejante a un jubón ancho con dos hebillas de oro, que se venían a atar a manera de serpientes, y estaban engastadas entre ellas piedras grandes y muy preciosas, en las cuales estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel: de la otra parte colgaban otras doce piedras partidas en cuatro partes, en cada una tres, y eran sardio, topacio, esmeralda, carbunco, jaspe, zafir, achates, amatista, lincurio, cornerina, beril y crisólito; y en cada una de ellas había escrito su nombre; cubríale la cabeza una mitra o tiara con una corona hecha de ja cinto; y alrededor de ella había otra corona de oro, la cual traía las letras sagradas, que son las cuatro letras vocales.
No solía ir siempre vestido con esta misma vestidura, sino con otra que era también rica, mas no tanto, y vestíase de aquélla cuando entraba en el Sagrario: solía aquí entrar una vez y no más en todo un año, y este día que entraba solía ayunar todo el pueblo; pero otra vez hablaremos de la ciudad, del templo, de las costumbres y leyes con mayor diligencia, porque no nos queda poco aun que declarar.
Estaba la torre Antonia edificada en una esquina o canto de las puertas de la parte primera del templo, que estaba al Occidente y al Septentrión: fundada y edificada sobre una peña alta de cincuenta codos, y cortada por todas partes, lo cual fué obra del rey Herodes, en la cual mostró la magnificencia y alteza de su ingenio en gran manera. Estaba esta piedra cubierta a lo primero de una corteza algo ligera, como una hoja de metal, por dar honra a la obra, por que pudiesen fácilmente caer los que intentasen subir o bajar: había delante de la torre, además de lo dicho, por todo su cerco, un muro de tres codos en alto; el espacio de la torre Antonia en alto dentro del muro, se alzaba hasta cuarenta codos; por dentro tenía anchura y manera de un palacio, repartido en todo género y manera de cámaras y apartamientos para posar en ellos; tenía sus salas, sus baños y cámaras muy buenas y muy cómodas para un fuerte, de tal manera, que en cuanto tocaba al uso necesario, parecía una pequeña ciudad, y en la magnificencia de ella parecía un palacio muy alindado; pero estaba muy a manera de torre edificada; y por los otros cantones rodeada con otras cuatro torres, las cuales eran todas de cincuenta codos de altas: la que estaba hacia la parte de Mediodía y del Oriente se levantaba setenta codos de alto, de tal manera, que de ella se descubría y podía ver todo el templo; y por donde se juntaba con las galerías, tenía por ambas partes ciertas descendencias por las cuales entraban y salían las guardas, porque siempre había en ella soldados romanos, y estas guardas eran puestas allí con armas porque mirasen con diligencia que el pueblo no innovase algo de los días de las fiestas.
Estaba el templo dentro de la ciudad como una torre y fuerte, y para guarda del templo estaba la torre Antonia: en esta parte había también guardas, y en la parte alta de la ciudad, el Palacio Real de Herodes, el cual era como un castillo: el collado llamado Bezeta, según arriba dije, estaba apartado de la torre Antonia, el cual, como fuese el más alto de todos, estaba también junto con la parte nueva de la ciudad, y era el único opuesto al templo por la parte septentrional; pero deseando escribir de la ciudad y de los muros de ella otra vez en otra parte más largamente, bastará lo dicho por ahora.
Capítulo VII
En el cual se cuenta cómo los judíos rehusaron rendirse a los romanos, y cómo los acometieron.
La gente más de guerra y más esforzada estaba con Simón, y eran hasta diez mil hombres, sin los idumeos: estos diez mil tenían cincuenta capitanes, a todos los cuales mandaba y era Simón superior. Los idumeos tenían diez capitanes de su misma gente, y eran hasta cinco mil: mostrábanse principales entre éstos, Diego, hijo de Sosa, y Simón, el hijo de Cathla. Juan, que se había apoderado del templo, tenía seis mil hombres armados; y éstos eran regidos por veinte capitanes, y habíanse también entonces juntado con él dos mil cuatrocientos de los zelotes, dejadas aparte las discordias que tenían, con los capitanes que antes solían tener Eleazar y Simón, hijo de Atino.
Estando, pues, estos puestos en guerras y discordias, como dijimos, por dominar el pueblo, a los que no hacían lo mismo que ellos, ambas parcialidades los robaban. Simón tenía toda la parte alta de la ciudad y el muro mayor hasta Cedrón, y tenía también del antiguo muro toda la parte de Siloa hasta el Oriente, y todo lo que baja hasta el palacio de Monobazo: éste era un rey y señor extraño de gente Diabena, el que habitaba de la otra parte del Eufrates. Tenía también en su sujeción el monte de Acra, que es la parte de la ciudad inferior, hasta el palacio de Elena, la que fué madre de Monobazo.
Estaba Juan apoderado del templo, y de alguna parte de allí alrededor, tenía también a Ophla y el valle que se llama Cedrón; y puesto fuego a todos los lugares que había en medio, hicieron plaza en medio con sus armas y guerras que entre sí tenían: porque no cesaba la sedición y revuelta dentro de la ciudad, aunque veían el campo de los romanos estar muy cerca de los muros. A1 primer asalto e ímpetu que los romanos quisieron hacer, ellos se reposaron algún poco; mas luego volvieron a su antigua enfermedad, y dividiéndose en partes otra vez, cada uno por sí peleaba, haciendo todo lo que los romanos, que los tenían cercados, deseaban.
Porque no mostraron tanto rigor ni usaron los romanos de tanta crueldad con ellos, cuanta ellos mismos unos contra otros ejecutaban, ni experimentó en su daño algo de nuevo de los romanos la ciudad: porque padeció ciertamente más graves casos antes de ser destruida, y los que la ganaron hicieron algo más y de más nombre, porque juzgo haber sido destruidas por las sediciones y revueltas que dentro había, las cuales fueron combatidas y deshechas por los romanos; y eran mucho más fuertes, cierto, que los muros, de lo cual se puede harto claramente conocer que la adversidad y destrucción se debe atribuir a ellos y la justicia a los romanos, de donde se entenderá claramente que el tiempo mostró y pagó a cada uno según lo que merecía.
Pero pasando estas cosas de dentro, Tito iba mirando el cerco y rondando toda la ciudad con sus principales caballeros, por descubrir por qué parte le vendría mejor dar el asalto y combatir el muro. Estando, pues, en gran duda, por ver que no podía pasar por aquella parte por donde los valles estaban; y por el otro lado el primer muro parecía más fuerte que eran las máquinas que Tito tenía, parecióle bien acometerlo por el sepulcro de Juan, pontífice: porque esta parte sola era más baja, y era la primera y no estaba junto con el segundo muro, no habiendo tenido cuenta con guarnecerla; porque como era la nueva ciudad, no era tan frecuentada.
De esta manera, pues, tenían por aquí más fácil entrada en el tercer muro, por el cual pensaba poder tomar la parte superior y más alta de la ciudad, y por la torre Antonia el templo.
Mirañdo Tito estas cosas con diligencia, fué herido en el hombro izquierdo con una saeta uno de sus amigos, llamado por nombre Nicanor; hombre hábil y elocuente, habiéndose llegado juntamente con Josefo, por persuadirles la paz a los que estaban en los muros. Por lo cual conoció el emperador lo que ellos trabajaban, viendo que aun no perdonaron a los que los amonestaban y buscaban su salud, y determinó de cercarlos de hecho. Dió juntamente licencia a sus soldados que diesen saco a los arrabales que la ciudad tenía; y juntando para ello el aparejo, mandó edificar un montezuelo. Partiendo su ejército en tres partes, para acabar aquella obra, puso los tiradores y flecheros en medio; delante de éstos, en la vanguardia, puso muchos ballesteros, y todas las otras máquinas e ingenios de guerra, con los cuales pudiese defender su gente de los enemigos, si por ventura salían a estorbarles a los muros e impedirlos mientras estaban ocupados en poner en orden sus obras. Habiendo, pues, cortado todos los árboles, mostráronse descubiertos todos los arrabales, y traídos aquéllos para acabar sus obras, estaba todo el ejército de los romanos muy contento y muy puesto en acabarlas. Los judíos no eran menos diligentes en este mismo tiempo. El pueblo, que estaba puesto entre tales ladrones y matadores, tenía grande esperanza que había algún tiempo de alcanzar algún poco de sosiego estando aquéllos entretenidos contra los enemigos, y confiando que habían de alcanzar tiempo que pudiesen pedir venganza de tanto daño como les era hecho por sus mismos naturales, si los romanos salían con la victoria.
Juan, con todo, estábase quedo sin moverse, temiendo a Simón, aunque su gente quería salir contra los enemigos extranjeros; pero con todo, Simón no reposaba, porque estaba muy cerca de los enemigos, antes con sus dardos en orden por los muros (los cuales había poco antes quitado a los romanos) y aquellos que habían sido también tomados en la torre Antonia, les hacía guerra. No era provechoso a muchos usar de éstos, porque siendo mal diestros en tirarlos, antes se dañaban a sí mismos, y pocos había que, habiéndolo aprendido de los enemigos que habían huido, no se lastimasen. Mas con piedras y con saetas daban encima de los que trabajaban en hacer el monte; y saliendo también por algunas callejas, peleaban con ellos. Cubríanse los que entendían en la obra como con unas mantas puestas contra el valle, y tenían todas las legiones unas máquinas y obras para su defensa muy maravillosas: los ballesteros de la décima legión eran principalmente mayores, y de mayor vehemencia y fuerza los ingenios también, con que echaban las piedras, con las cuales eran derribados, no sólo los que osaban salir al encuentro, pero aun también aquellos que estaban sobre el muro, porque cada piedra pesaba un talento largamente, y tiraban más lejos y más largo de un estadio de camino, y el golpe que con estos ingenios y máquinas daban, era insufrible, no sólo a los primeros en quienes daban, sino aun alguna vez también era intolerable a los postreros.
Guardábanse los judíos de las piedras, porque eran claras y blancas; y no sólo se conocían con el ruido o sonido que hacían, sino aun también se veían con el color que tenían. Los que estaban, pues, de guarda y por centinelas en las torres, les avisaban cuando echaban sus golpes con las máquinas que para ello tenían; y cuando movían o echaban el hierro, gritaban en lengua de la patria ciertas palabras, diciendo: «El hijo viene»; y de esta manera sabían antes contra cuáles aquellas armas viniesen, y así se guardaban de ellos; y de esto sucedía que, guardándose ellos, caían las piedras sin provecho y sin hacer algo.
Por tanto, pensaron los romanos hacer las piedras con tintas negras; y echadas de esta manera, no daban tan en vano como solían antes, y derribaban a muchos juntamente; pero por más maltratados que los judíos aquí eran, no por eso daban más licencia ni libertad a los romanos que edificasen sus fuertes, antes les prohibían toda obra y todo atrevimiento, no menos de noche que de día.
Acabadas, en fin, las obras que los romanos hacían, habiendo echado el plomo y la cuerda, midieron el espacio v distancia que había de donde ellos estaban hasta el muro, porque no podía esto hacerse de otra manera, por la resistencia que por arriba les hacían. Y habiendo hallado unos que llamaremos arietes, iguales, llegáronlos en parte cómoda; y ordenadas sus máquinas según quiso, mandó Tito que combatiesen por tres partes el muro, por que no pudiesen impedirle ni causar algún estorbo a sus arietes. Era tan grande el ruido que se sentía con esto por toda la ciudad, que levantaron grandes voces todos los ciudadanos, y los sediciosos y revolvedores fueron muy amedrentados. Y porque pensaban que este peligro había de ser a todos común, determinaban todos ya resistirlo juntamente, aunque los que eran discordes y enemigos gritaban entre sí que cuanto hacían era en provecho de los romanos, y que ya que Dios no les quiera conceder perpetua concordia, por lo menos al presente tiempo les convenía a todos concordar y hacer generalmente resistencia a los romanos.
Envió también Simón un trompeta, y dió licencia y facultad a los que quisiesen para salir del templo y venir al muro: lo mismo hizo Juan, aunque éste menos se fiaba. Olvidando ellos sus enemistades y discordias, júntanse en uno;.y repartidos por el muro, echaban mucho fuego contra las máquinas de los romanos y contra los que movían aquellos ingenios que los romanos tenían hechos, y tirábanles sin cesar. Saliendo también los más atrevidos a manadas, deshacían las cubiertas de las máquinas e ingenios de los enemigos; y poniéndose contra ellas, hacían mucho con el gran atrevimiento que tenían; pero poco con saber y destreza.
Estaba siempre Tito ocupado en ayudar a los que por él trabajaban; y habiendo ordenado la gente de a caballo cerca de aquellas máquinas e ingenios que había puesto, y sus flecheros, defendía y combatía a los que echaban el fuego, y hacía recoger de las torres a los que tiraban, dando espacio y tiempo a los que tenían puestos sus ingenios y máquinas, para que les hiciesen daño y efectuasen su intento: con todo esto no podían derribar el muro, sino que el ingenio de la quinta legión movió algún tanto la una esquina de la torre; y el muro permanecía siempre muy entero, porque no sintió luego su peligro, como hizo la torre, que era mucho más alta; y aunque ella cayese, no podía hacer daño alguno al muro.
Reposándose ya algún tanto, y dejando de salir contra los romanos, tuvieron ojo a que estaban atentos y distraídos en sus obras y en su campo, porque pensaban que los judíos se habían ido por el trabajo y miedo que tenían: salieron todos secretamente por la puerta adonde está la torre de Hípico, y echaron fuego a todas las obras que los romanos habían hecho. Salían armados contra los romanos, hasta llegarse a los fuertes que tenían éstos hechos delante de su campo; pero fueron movidos para mal de los judíos, tanto los que allí estaban cerca, como los de más lejos. La disciplina y uso de las armas que los romanos tenían, vencía el atrevimiento y audacia de los judíos; y habiendo hecho huir los primeros que hallaron, hacían fuerza contra los otros que se recogían. Trabóse una fiera pelea cerca de las máquinas e ingenios de los romanos, procurando los judíos ponerles fuego en sus ingenios y máquinas, resistiendo y trabajando los romanos por defenderlos, y así se levantaban las voces hasta el cielo de ambas partes; y muchos de los que estaban en la vanguardia y delantera, murieron.
El atrevimiento de los judíos era mayor, por lo cual eran superiores, y había ya tomado el fuego en las obras de los romanos; y fuera ciertamente todo abrasado, si los más escogidos de Alejandría no hubieran resistido, peleando muchos de ellos más esforzadamente que lo que de ellos se esperaba; porque ciertamente se adelantaron en esta guerra a los más valerosos, hasta tanto que, el capitán y emperador Tito, acompañado con los más esforzados caballeros de los suyos, dio en los enemigos, y él por su parte mató doce hombres de la parte contraria que le vinieron delante; y por temor de la matanza que se hacía en los judíos, forzados todos a huir, hízolos recoger dentro de la ciudad, y de esta manera libró sus máquinas e ingenios del fuego.
Aconteció que en esta pelea fué preso un judío vivo, y mandó Tito crucificarlo delante del muro, por ver si por ventura los otros que dentro estaban, espantados con esto se rendirían.
Después de haber partido de aquí el capitán de los idumeos, llamado Juan, estando hablando delante de los muros con un soldado conocido, fué herido en el pecho por un árabe con una saeta, y luego en la misma hora murió, y dejó por cierto gran dolor y llanto a los judíos, y mucha tristeza a los revolvedores, porque era hombre pronto en sus manos, y esforzado y muy sabio.
Capítulo VIII
De cómo cayó la una torre, y cómo los romanos ganaron los dos muros.
Y luego la noche siguiente se levantó grande alteración y alboroto entre los romanos, porque habiendo mandadoTito que se hiciesen tres torres de cincuenta codos de alto, para que puestas éstas encima de cada una de las montañas que habían hecho, pudiesen mejor y más fácilmente derribar y hacer huir los enemigos, la una de ellas cayó una noche muy serena, sin hacerle fuerza alguna, y fué tan grande el ruido y estruendo que hizo, que amedrentó todo el ejército.
Sospechando que los judíos trabajaban por hacerles algo, tomaron luego las armas, y con esto se revolvieron las legiones y se alborotaron; y como ninguno pudiese decir algo de lo que había acontecido, echando muchas quejas, unos pensaban una cosa y otros pensaban otra; de esta manera temíanse todos de sí mismos sin ver enemigos, y los unos pedían a los otros alguna señal, como si los judíos ya’ les tuviesen ganado el campo.
Mostraban estar todos espantados no menos que de alguna visión, hasta tanto que Tito, habiendo sabido lo que pasaba, mandó que fuese descubierto y manifestado a todos lo que era, y cuando fué sabido se reposaron.
Sufrían los judíos toda fuerza cuanta les hacían, valerosamente; pero fueron maltratados desde las torres, porque desde allí los herían con las máquinas menores y más ligeras, los tiradores, flecheros y los ingenios que echaban las piedras. Y no pudiendo ellos igualar la altura de estas torres, ni teniendo esperanza de poderlas destruir, pues no les era posible derribarlas por su gran peso, ni poner fuego en ellas por causa de que estaban cubiertas de hierro, huían más lejos que un tiro de saeta, y no podían aún guardarse de los golpes de aquellos ingenios que los romanos tenían puestos; los cuales, perseverando en su obra e hiriendo siempre, ganaban y aprovechaban algo poco a poco.
Rompiendo ya de esta manera el muro estaba aquel grande ingenio de los romanos, los judíos Nicona, porque todo lo vencía, ya cansados de pelear y trasnochar por la parte que el cual llamaban aunque estaban , estando de guarda lejos de la andad, quisieron también con más negligencia o por tener mal consejo, pensando tener un muro demasiado, pues les quedaban otros dos, y esos muy fuertes, dejar el primero; y así muchos, cansados, se alejaron y retrajeron al segundo muro.
Como los romanos hubiesen subido por la parte del muro que había sido con aquella gran máquina derribada, abiertas las puertas, recibieron dentro a todo el ejército. Y habiendo ganado de esta manera este muro a los dos de mayo, derribaron gran parte de él y la parte de la ciudad que estaba al Septentrión, la cual había ya antes Cestio destruido.
Habiendo Tito advertido adónde estaba el fuerte de los asirios, pasó su gente, tomando toda aquella tierra que había entre Cedrón; y apartado más de un tiro de saeta del segundo muro, comenzó luego a combatirlo. Aquí judíos valerosamente, repartiendo entre los suyos peleaban de la torre Antonia, tentrional del templo y hasta el monumento de Alejandro. La gente de Simón había cerrado desde aquel monumento adonde Juan llegaba, hasta la puerta por donde entraba el agua en la torre de Hipico. Muchas veces salían de las puertas y peleaban de más cerca; y siendo forzados a recogerse dentro de sus muros, al pelear eran vencidos por la disciplina militar y ejercicio que los romanos tenían, en la cual eran los judíos muy poco ejercitados; pero en pelear desde el muro, eran vencidos los romanos; porque éstos vencían con la próspera fortuna que tenían y con la ciencia en las cosas de la guerra, y los judíos se sustentaban y defendían con el atrevimiento, regido por el miedo grande, por ser muy fuertes en sufrir adversidades.
Tenían aún éstos esperanza de salud, no menos que los romanos de alcanzar la victoria; ningunos por su parte se cansaban: eran muchas las acometidas y combates que daban al muro y las corridas que se hacían de ambas partes cada día; peleábase de todas maneras, esparciendo las peleas que en amaneciendo se comenzaban; la noche les era a todos más pesada que el día, porque no dormían, temiendo los , judíos que el muro sería ciertamente luego ganado, y los romanos, por otra parte, temían que les acometiesen y entrasen por campo. Estando, pues, toda la noche en guarda muy armados, luego al amanecer se mostraban aparejados para pelear.
Los judíos contendían quién primero y quién más prontamente se ofreciese a los peligros, porque de esta manera alcanzasen favor de sus capitanes: movíalos principalmente la reverencia y miedo que tenían a Simón; y de esta manera todos los que le estaban sujetos, lo acataban tanto, que estaban prontos para matarse ellos mismos si él lo mandase. La costumbre que los romanos tenían de vencerles, persuadía y levantaba su virtud, porque no eran acostumbrados a ser vencidos, y por las muchas guerras y por el continuo ejercicio de las armas y grandeza del Imperio, y lo principal por ver a su capitán y emperador estar siempre presente: porque acobardarse en presencia de su emperador y aun ayudándoles él, teníanlo por maldad muy grande, y estaba como testigo presente de aquel que bien pelease, para dar a la virtud el debido premio: había también provecho en esto, que por lo menos hacía manifiesto al príncipe cuán valiente y esforzado varón fuese: por esto muchos se esforzaron más, y se mostraron prontos para hacer más de lo que sus fuerzas les bastaban.
Estos mismos días, finalmente, habiéndose ordenado delante del muro un escuadrón de los más esforzados judíos y hombres de guerra, tirando muchas saetas y dardos de ambas partes, adelantóse uno del escuadrón de la gente de a caballo, llamado Longino, y echóse por medio del escuadrón de los judíos; y haciendo camino por medio, mató dos de ellos los más esforzados: al uno, que le reencontró, dió en la cara, y sacando la misma saeta, dió con ella ‘al otro, que se iba retirando, y luego saltó por entre los enemigos y se vino a los suyos. Este, pues, por su virtud era muy señalado; pero hubo muchos que hicieron lo mismo.
No teniendo los judíos cuenta con el daño que recibían, solamente tenían ojo a hacer daño a los romanos, y despreciaban mucho la muerte, con tal que muriesen matando alguno de sus enemigos. Tito, con todo, no tenía menos cuenta con la salud de los soldados, que con la victoria que esperaba alcanzar, diciendo que el ímpetu y fuerza temeraria y sin consejo, no era fuerza, sino desesperación; y que solamente era virtud trabajar en pelear prudentemente y con cordura, sin recibir daño, y que en esto se mostraba el ánimo del varón esforzado.
Capítulo IX
De cómo un judío llamado Castor se burlaba de los romanos.
Así, mandó sentar en la parte septentrional aquel ingenio llamado ariete, delante de la torre, adonde un judío astuto y engañador, llamado Castor, se había escondido con otros diez soldados, después de huidos todos los otros por el gran miedo que de las saetas tenían. Habiendo éstos estado algún tiempo durmiendo armados, oyendo cómo combatían la torre, ellos se levantaban; y Castor, extendiendo sus manos, pedía el socorro y ayuda de Tito muy humilde, suplicando con voz de gran compasión que los perdonase.
Creyendo esto simplemente Tito, pensando ya que los judíos se arrepentían de la guerra, y que les pesaba por ella, mandó que sus ingenieros y máquinas cesasen, y que no tirase su gente a los que le suplicaban, y permitió a Castor que dijese lo que quería.
Respondiendo él que quería salir a hacer concierto con él, dijo Tito que se lo tenía a bien y se holgaría mucho que todos fuesen del mismo parecer, porque él estaba muy pronto para tener paz con todos los de la ciudad. Pero como de aquellos compañeros de Castor, los cinco fingiesen que eran del mismo parecer, los otros cinco comenzaron a gritar que no habían de sujetarse jamás a los romanos, entretanto que pudiesen morir con su libertad. Estando, pues, ellos dudando sobre esto, cesaba en este tiempo la fuerza y combate que les daban.
Mientras en esto se detenían, enviaba Castor a Simón algunos mensajeros, por los cuales le decía que proveyese mientras podía y mirase en lo que le era necesario; porque por un poco de tiempo él se burlaría de Tito, capitán de los romanos: y mostrábase también persuadir y aconsejar a los suyos que contradecían esto mismo, entretanto que trataba aquello con Simón. Y no pudiendo sufrir lo que les decía, pusieron sus espadas contra sus corazas, y sacudiéndose con ellas, dejáronse caer como muertos.
Maravillóse Tito y sus compañeros cuando los vieron tan pertinaces, no pudiendo ver, a la verdad, del lugar donde estaban, por ser más bajo, lo que pasaba: maravillábase de ver su grande atrevimiento y osadía, y tenía también compasión de ver la ruina y destrucción que se les aparejaba.
En este medio tiró uno una saeta e hirió a Castor en una nalga; y sacándose él mismo de la herida la saeta, mostróla al emperador, quejándose que sufría cosa indigna y muy injusta. Reprendió Tito al que la había tirado, y envió a Josefo, que estaba con él, que diese las manos a Castor y lo recibiese en su amistad; pero éste respondió que no lo haría, porque no pensaban algún bien en todo cuanto pedían y con humildad suplicaban, y detuvo los amigos que quisieron ir.
Diciendo uno de los que se habían huido, llamado Eneas por nombre, que iría a verse con él, moviéndolo a ello Castor, y diciéndole que trajese algo en que llevar la plata que tenía, corrió éste con las manos abiertas, con mucha afición y codicia: así como llegó dejóle caer encima una piedra muy grande; pero no pudo herirlo, porque él se guardó, e hirió un otro soldado que allí también estaba.
Teniendo, pues, Tito conocido ya el engaño, conoció también claramente que la misericordia y amistad daña en la guerra, y que la crueldad es menos engañada con la astucia, por lo cual, airado por el engaño, mandaba con mayor diligencia usar de su ingenio contra la torre. Cuando Castor y sus compañeros vieron que la torre andaba ya con tantos golpes de caída, pusiéronla fuego; y echándose por medio de las llamas en las minas que le misma torre tenía, alcanzaron otra vez nombre de hombres muy animosos entre los romanos, porque se hubieran echado en el fuego.
Tomó, pues, por esta parte Tito el muro, cinco días después de tomado el primero, y haciendo huir de allí a todos los judíos, entró dentro con mil hombres de los mejores que tenía junto a sí en las armas, adonde estaba la nueva ciudad, v aquellos que vendían la lana y los paños, y los herreros; aquí también estaba el mercado de los vestidos, e íbase de aquí al muro por unas sendas y calles muy angostas. Ciertamente que si él hubiera destruido la mayor parte del muro, o hubiera arruinado lo que había tomado hasta allí, según ley y usanza de la guerra, no creo que hiciera con su victoria daño alguno; pero ahora, confiando que alcanzaría de los judíos que se entregasen, dilató su partida, pudiendo partirse fácilmente; y esto, porque no pensaba que aquellos a los cuales él daba buen consejo, le habían de armar asechanzas.
Capítulo X
De cómo los romanos ganaron por dos veces el segundo muro. Ganado, pues, el segundo muro, y entrado que hubo Tito dentro, no consintió que su gente matase alguno de los que prendían, ni que quemasen las casas; antes daba tanta libertad a los revolvedores y sediciosos de la ciudad para pelear si quisiesen, cuanto prometía volver a todos sus bienes y- posesiones si se rendían; porque muchos suplicaban que les guardase la ciudad, y que en la ciudad guardase y- prohibiese que fuese destruido el Templo.
Estaba ya de antes el pueblo muy conforme con lo que él aconsejaba; pero la juventud y gente deseosa de guerra, tenían por cosa muy apocada la humanidad de Tito, y pensaban que por cobardía y poco ánimo, viendo que no podía alcanzar ni ganar lo que les quedaba de la ciudad, les proponía todas aquellas condiciones. Por lo cual denunciaron a todo el pueblo la muerte, si había alguno que osase hablar o hacer mención de rendirse a los romanos, o de tratar paz con ellos; a los que habían entrado, resistían unos por las estrecharas de las calles; otros desde sus casas, y otros que habían subido por el muro, comenzaban a pelear; con las cuales cosas fueron los que estaban de guarda muy turbados, y echáronse por el muro abajo; y dejando las torres en cuya guarda estaban, recogiéronse entre su gente. Oíanse los clamores de los soldados que estaban dentro de la ciudad cercados de enemigos: los que estaban fuera cerrados en sus alojamientos y tiendas, por el miedo que tenían, y creciendo el número de los judíos, prevaleciendo también por saber mejor que los romanos las calles y todos aquellos caminos, muchos romanos eran muertos y despedazados; y cuanto más ellos por el aprieto y necesidad en que estaban resistían, tanto más eran echados. No podían huir por la estrechara del muro muchos juntos, y fueran muertos todos los que habían pasado, si Tito no les socorriera: porque habiendo ordenado por los cabos de las calles sus flecheros, y estando él allá donde estaba el mayor número de judíos, echaba los enemigos con muchas saetas y dardos que les tiraban. Estaba también allí con él Domicio Sabino, varón muy bueno y probado por tal en esta guerra, y perseveró allí echándolos con sus saetas y armas hasta tanto que todos los soldados pudieron librarse. Habiendo, pues, ganado de esta manera a los romanos el segundo muro, que hubieron de recogerse por fuerza al primero, crecióles el ánimo y orgullo a los que dentro de la ciudad estaban, y mucho más a los que eran hombres de guerra; y con las cosas prósperas que les sucedían, estaban como locos y sin sentido, porque pensaban que, pues no les había sucedido bien a la primera, no habían de osar llegarse más a la ciudad; y que no podían ellos ser vencidos, si salían a pelear, porque Dios era contrario a los romanos y a sus empresas, por ser tan malos como eran; y veían, por otra parte, no ser mucho mayor la fuerza que quedaba entre los romanos, que era aquella que había sido rota poco antes; ni el hambre tampoco, la cual poco a poco entraba; pero no se acordaban de ella, porque aun se sustentaban con el mal público del pueblo, bebiendo la sangre de toda la ciudad.
Mucho tiempo había ya que todos los buenos padecían pobreza y necesidad, y muchos se habían ya consumido de hambre, y por falta de mantenimientos. Los revolvedores y sediciosos parece que se consolaban de los males que padecían con la muerte y destrucción universal del pueblo, deseando que aquéllos solamente se salvasen, que no aprovecharan la paz ni la concordia, y los que quisiesen vivir en su libertad a pesar de los romanos.
Holgábanse que la muchedumbre que en esto les era contraria, fuese consumida poco a poco, no menos que una carga muy pesada e importuna, y ésta era la buena afición que con sus propios naturales tenían.
La gente que había de armas allí, prohibió a los romanos entrar en la ciudad aunque otra vez lo procuraban; y haciendo reparo de las partes derribadas del muro para su defensa, sostuvieron tres días peleando siempre valerosamente.
El cuarto día no pudieron sufrir a Tito, que los acometió con mayor fuerza, antes forzados se recogieron otra vez adonde antes habían hallado reparo; pero habiendo en este medio ganado Tito el muro, derribó toda la parte que estaba al septentrión, y puso sus guarniciones por la de Mediodía, en las torres y fuertes que había.
Capítulo XI
De los montes que Tito mandó levantar contra el tercer muro. De la larga oración que Josefo hizo a los de la ciudad por que se rindiesen, y del hambre que los de dentro, estando cercados, padecieron.
Pensaba ya Tito de qué manera podría combatir el tercer muro, y parecíale haber durado poco tiempo su cerco en lo que había ganado, por lo cual determinó dar tiempo a sus enemigos para que tomasen consejo entre sí, y ver si aflojaría la pertinacia de ellos viendo ya ganado el segundo muro, o por lo menos por el miedo grande del hambre. Porque era imposible que lo que robaban bastase ya para más, y por esto él se estaba a su placer muy ocioso. Venido el día, cuando convenía repartir los mantenimientos entre los soldados, puestos los enemigos en un lugar que se mostraba a todos, mandó que los capitanes ordenasen su gente y pagasen a todos. Salieron entonces muy en orden con sus armas descubiertas; los caballeros traían sus caballos muy adornados, y todos aquellos arrabales relucían con el oro y con la plata desde muy lejos.
No había espectáculo ni vista por la cual los soldados más se alegrasen, ni había cosa que a los enemigos fuese tan espantable.
Estaban los muros antiguos y toda la parte septentrional llena de gente que los miraba; también estaban las casas llenas de gente que miraba lo mismo, y no había parte alguna ni rincón en toda la ciudad que no estuviese lleno e hirviendo de gente, aunque los más atrevidos habían sido con esta vista amedrentados, viendo la gentileza de las armas y el orden tan excelente de los soldados. Y pudiera ser que con esta vista mudaran aquellos sediciosos y revolvedores de su parecer, si no desesperaran de poder alcanzar perdón de los romanos, de tantos y tan grandes daños y maldades como habían cometido contra el pueblo; teniendo, pues, por muy cierto que si dejaban de proseguir su fuerza adelante, no les había de faltar el castigo de la muerte, tuvieron por mejor proseguir la guerra y morir antes peleando.
Prevalecía también lo que Dios tenía determinado, es a saber, que muriesen tanto los sin culpa e inocentes como los muy culpados, y que fuese la ciudad toda con todos los revolvedores destruida.
Duró, pues, el repartir de los mantenimientos entre los de nada legión cuatro días; venido que fué el quinto, habiendo entendido Tito que los judíos no tenían pensamientos de coneor,dar con él ni hacer paz, repartido su ejército en dos partes, comenzó a levantar montes contra la torre Antonia, cerca del monumento de Juan, pensando que por aquí podía tomar la parte alta de la ciudad, y que tomada la torre Antonia, después tomaría el templo, porque si no lo ganaba, era imposible tener seguramente la ciudad. Por está causa en cada una de estas dos partes levantaba dos montes, cada legión el suyo.
Los que trabajaban cerca del monumento dicho eran combatidos por los judíos y compañeros de Simón, que les hacían gran estorbo y daño; y los que trabajaban cerca de la torre Antonia eran desbaratados por los compañeros de Juan y por muchos de los zelotes, no sólo por la ventaja que en el lugar, por ser más alto, tenían, sino también porque habían ya aprendido el uso de las máquinas e ingenios de guerra de los romanos, con el uso y la experiencia cotidiana: tenían trescientos ballesteros y cuarenta tiros de piedras, con los cuales impedían a los romanos, y les hacían mucho estorbo por que no acabasen sus edificios y fuerte.
Sabiendo Tito que la fortuna le había de ser próspera, y que la ciudad había de ser destruida y perecer todos, hacía juntamente dos cosas: la una era dar diligencia y prisa grande en el cerco, y la otra era no cesar de aconsejar a los judíos que se redujesen a la paz y obediencia romana; y representándoles sus hechos juntamente con su consejo, y entendiendo que muchas veces suele ser más fuerte y más poderosa con los hombres el habla y tratamiento, tanto les rogaba que mirasen por su salud entregándole la ciudad, la cual era ya casi toda tomada, cuanto también les alegaba a Josefo, el cual les hablaría en lengua de la patria, confiando que por consejo y amonestación de un hombre natural, dejarían de pasar más adelante en su pertinacia.
Yendo, pues, Josefo por todo el cerco del muro, lejos cuanto un tiro de ballesta, por donde pensaba que sería oído más fácilmente, rogábales mucho que se guardasen ellos y todo el pueblo, que no fuesen causa de la destrucción del templo y de la patria, y que no quisiesen mostrarse más duros en esto y más pertinaces que eran los mismos enemigos extranjeros; porque los romanos tenían reverencia a las cosas sagradas de los templos de aquellos con quienes no tenían una ley común, y que cuanto a esto, todos refrenaban sus manos grandemente; y que ellos, es a saber, los judíos, estaban muy dados a echarse a perder de grado y a buscar la muerte, pudiéndose guardar de ella. Pero que mirasen ya a los muros más fuertes derribados a tierra, y que solamente los que menos eran quedaban.
Díjoles que conociesen no poder sostener ni resistir a la fuerza de los romanos, y que no era cosa nueva ni por experimentar de los judíos estar sujetos a los romanos. Porque aunque es linda cosa pelear por la libertad, esto se debe hacer en el principio; porque el que ha estado una vez sujeto y ha obedecido al Imperio mucho tiempo, si por ventura quería salir de esta carga y rehusar este yugo, no se mostraba ciertamente amador de la libertad, sino deseoso de morir malamente. Y que se debían afrentar de estar sujetos y tener por se ñores a los que fuesen de menor estado y condición que ellos, y no a los romanos, a cuyo poder estaba todo sujeto. Porque, ¿qué cosa hay tan fuerte que se haya librado de los romanos o no la hayan ellos sujetado a su imperio, sino lo que, o por el calor o por el frío, es intolerable y nunca habitado? Antes la fortuna de todas partes se les ha pasado, y el Dios que regía en todas las naciones el Imperio, ahora, si lo miráis, hallaréis que está en Italia. Pues esta es ley general, a la cual están sujetas las bestias y fieros animales, que el más poderoso esté sujeto a aquel que es menos, y la victoria está siempre con aquellos con quienes está también la mayor fuerza de las armas. Por tanto, vuestros padres y antepasados, aunque eran muy más esforzados y animosos que ellos y mejor proveídos de toda cosa, no resistieron a los romanos; antes les estuvieron siempre sujetos, a los cuales nunca sirvieran ni hubieran sufrido, si no fuera por saber que Dios les favorecía. ¿Pues en qué os confiáis ahora vosotros, siendo ya tomada la mayor parte de la ciudad? ¿Y aunque los muros estuviesen todos enteros, siendo los ciudadanos casi todos muertos? Muy bien saben los romanos el hambre que la ciudad padece, y cómo el pueblo es ahora consumido, y que de aquí a poco han de perecer aun los más esforzados: porque aunque los romanos cesen y dejen el cerco, y aunque no hagan fuerza con sus armas, ni a vosotros ni a la ciudad, todavía tenéis, oh judíos, de dentro guerra inexpugnable; la cual cada hora crece, si ya por ventura no tomáis también contra el hambre las armas, y podéis vencer la mala fortuna y desdicha vuestra.
Añadía también a lo dicho, cuánto mejor era, antes de la destrucción intolerable, mudar de parecer y seguir el consejo más saludable, entretanto que les era lícito y posible; porque los romanos no se enojaban de lo hecho hasta el presente, sino eran pertinaces en lo que habían comenzado; naturálmente son hombres que aman la paz, la mansedumbre, y prefieren a la ira lo que es más provechoso. Esto pensaban que era haber la ciudad no vacía de hombres ni la provincia de sierta; y que, por tanto, quería el emperador Tito tener paz con ellos; porque si por fuerza y por asalto toma la ciudad, no había de perdonar a alguno, ni permitir que quedase hombre vivo, por ver principalmente que viendo tantas destruc ciones, no le habían querido obedecer, rogándoles él mismo. El muro tercero será presto ganado, de lo cual dan fe los dos que habían ya alcanzado; y cuando no pudiesen ganarles sus defensas, el hambre que habían de padecer pelearía por los romanos.
Muchos que estaban en el muro vituperaban v decían muchas injurias a Josefo, que tan buenos consejos les daba: algunos también le tiraban sus dardos y saetas. Viendo él que con mostrarles claramente las desdichas y destrucciones que padecían, y las que se les esperaban, no podía doblarlos, púsose a contarles historias hechas entre gentiles y batallas ganadas por los romanos; dijo gritando:
«¡ Oh malaventurados de vosotros, olvidados de los que están prontos para ayudaros, guerreáis con vuestras armas y vuestras manos con los romanos! ¿Pues qué gente hemos jamás vencido nosotros de esta manera? ¿Qué tiempo ha habido en el cual no defendiese Dios, creador de todas las cosas, a los judíos si eran molestados? ¿No cobraréis, pues, sentido? ¿No miraréis de a dónde salís a pelear, y que hacéis injuria a tan grande ayuda como en todo tenéis? ¿No se os acuerdan las divinas obras de vuestros padres, y cuántas guerras nos excusó este santo lugar, a donde ahora estáis? Las hazañas grandes y maravillosas que Dios ha hecho con nosotros, sabed que me amedrento de contarlas; pero oíd todavía, para que conozcáis que resistís, no sólo a los romanos, sino a Dios también con ellos.
«i\7echias, rey de los egipcios, llamado por otro nombre Faraón, vino con ejército infinito y hurtónos la reina Sara, madre de nuestro linaje. ¿Qué hizo, pues, su marido Abraham, bisabuelo nuestro entonces? Pues ciertamente que tenía trescientos dieciocho capitanes, de los cuales cada uno tenía in finita gente que le obedecía. ¿Por ventura quiso más reposarse y no hacer algo sin Dios? Sino levantando sus manos puras y limpias de pecado, escogió para su milicia una ayuda invencible. El segundo día después, ¿no le fué enviada su mujer a casa, sin padecer corrupción? El egipcio huyó temblando, y amedrentado con suecos venidos en las noches, después de haber adorado este mismo lugar que vosotros habéis ensangrentado con la muerte de vuestros propios naturales, después de haber dado y ofrecido muchos dones al templo v ;i los judíos, por ver que eran tan amigos de Dios.
«Diré algo de cómo el Egipto; y cómo estando allí armas, si estaban sujetos a asiento de los nuestros pasó a pudiesen hacer conocer con sus reyes extraños o a tiranos, no quisieron mover algo, antes todo lo dejaron en las manos de Dios. ¿Quién no sabe haber sido llenado todo Egipto de serpientes de todo género y manera, y con toda dolencia corrompido? ¿Quién no sabe cómo les vino a faltar el Nilo, y las diez plagas que recibieron, por las cuales salieron nuestros padres y antepasados sin derramar sangre con gran ayuda, guiándolos Dios como a sacerdotes suyos? ¿Por ventura Pa lestina y el ídolo de Dagón no gimieron el Arca del Señor, que los asirios nos habían quitado, y no ellos solos, pero aun también todos los que con ellos fueron? Y corrompidas todas las partes secretas y escondidas de sus cuerpos, y comidas sus entrañas con cuanto ellos comían, nos la volvieron con son de trompetas y tambores con sus manos propias, y muy culpadas, trabajando por alcanzar perdón con humildes súplicas v oraciones a Dios.
«Dios era, cierto, el que todo esto administraba y regía por nuestros padres; porque dejadas las armas y dejada la tuerza aparte, se sujetaron a su poder y mandamiento.
«El rey de los asirios, llamado Senacherib, como hubiese puesto cerco a esta ciudad con toda el Asia, que consigo traía, por ventura perdió éste lo que pretendía, por impedírselo las manos de los hombres? ¿No estaban todos en oración, dejadas las armas, y mató el Ángel de Dios en una noche un ejército infinito? ¿Y luego al otro día, recordado el rey asirio, halló ciento ochenta y cinco mil hombres muertos, y así huía con los que quedaron de los judíos, que estaban desarma dos y nos los perseguían?
«Sabéis también la servidumbre y cautiverio que en Ba bilonia padecimos, adonde estuvo desterrado todo el pueblo sesenta años; y no cobró su libertad antes que Dios la diese por las manos de Ciro, el cual también los amó y dió licencia que saliesen de servidumbre; y los acompañó de tal manera, que volvieron en su estado y reconocieron a Dios, sirviéndolo según tenía de costumbre.
«Quiero, pues, concluir brevemente: ninguna cosa hicie ron los nuestros señalada, ni de memoria, con las armas, ni dejaron tampoco de alcanzar cuanto pidieron con ruegos y con oraciones, dejándolo todo a Dios: vencían los jueces nuestros como querían, estándose en casa, y peleando, jamás alcanzaron lo que deseaban; porque habiendo el rey de Babilonia puesto cerco a la ciudad, quiso el rey Sedechías pelear con él contra el consejo y predicación de jeremías, por lo cual fué preso, y la ciudad toda y el templo fueron destruidos. Pues mirad cuánto era más justo y moderado aquel rey, que lo son vuestros capitanes, y cuánto era más pacífico aquel pueblo, que sois todos vosotros.
«Finalmente, dando voces Jeremías, y diciendo que el Señor estaba enojado contra todos por los pecados grandes que habían cometido, y que había de ser tomada la ciudad si no la entregaban ellos mismos, fueron de esta manera ellos y la ciudad salvos.
«Pero vosotros, callando ahora lo que dentro se ha hecho, pues no puedo bastante contra vuestra maldad, andáisme bus cando a mí que trabajo en persuadiros lo que os es tan sa ludable, y airados queréisme matar con vuestras armas, porque os amonesto que os acordéis de vuestros pecados, y no sufrís que se digan las maldades que cometéis cada día todos.
«Lo mismo aconteció también entonces con Antíoco, llamado Epifanes, el cual cercaba la ciudad; y saliendo contra él nuestros mayores y antepasados con las armas, habiendo ofendido a Dios de muchas maneras, todos fueron muertos peleando; y fué saqueada por los enemigos la ciudad, destruido y desolado el templo santo del todo, por espacio de tres años y seis meses.
«¿Qué necesidad hay ya de más palabras? ¿Quién ha movido a los romanos a venir contra los judíos? ¿No os parece que ha sido la impiedad de los naturales de Judea? ¿De dónde nos vino el principio de toda nuestra servidumbre y cautiverio? ¿No sucedió por la discordia de nuestros antepasados, cuando la riña y división entre Aristóbulo e Hircano movió a Pompeyo a que entrase en la ciudad, y sujetó Dios los judíos a los romanos como indignos de la libertad? Estando, finalmente, tres meses cercados, aunque no habían cometido algo seme jante de lo que vosotros contra las leyes y contra el templo inviolado, y aunque tenían mayor poder y fuerzas que vosotros, todavía se rindieron.
«¿No sabemos el fin que hubo Antígono, el hijo de Aristóbulo? Rigiendo éste todo el reino, otra vez Dios perseguía a todo el pueblo por sus pecados; y Herodes, hijo de Antipatro, trajo el ejército de Sosio y el romano, con el cual cercado por espacio de seis meses, vinieron a ser presos y pagaron digna mente lo que por sus culpas merecían, y fue saqueada por los enemigos la ciudad: de esta manera jamás las armas fueron concedidas a los nuestros; pues ciertamente, combatida la ciudad, no puede faltar destrucción.
«Por tanto, según yo pienso, conviene que los que poseen ahora este santo lugar, dejen el juicio de todo lo que se ha de hacer a Dios, y entonces menospreciarán el poder y fuerzas humanas, cuando estuvieren conformes con lo que Dios quiere. Vosotros, ¿qué habéis hecho de todo cuanto bien dejó ordenado el que nos fundó la ley? ¿O qué habéis dejado sin hacer de todo cua nto aborreció y maldijo? ¡Cuánto ha sido mayor vuestra impía maldad, que la de aquellos que luego perecieron! Porque teniéndoos por apocados de cometer secretamente maldades y pecados, es a saber, hurtar, engañar y adulterar, contendéis ahora en quién hará mayores robos y quién mejor matará, y habéis pensado nuevas vías y maneras de hacer maleficios. Habéis hecho que el templo sea acogimiento de todos los tales, y ha sido ahora por los mismos naturales malamente ensuciado el lugar que los romanos de muy lejos adoraban, reverenciando nuestras leyes más que sus costumbres. Pues, veamos: ¿esperáis que aquél os ha de ayudar, contra quien habéis sido todos tan impíos? Muy justos sois, por cierto; con las manos limpias y puras de pecado, ¿venís humildemente a rogarle que os ayude?
«Con tales palabras y otras suplicó nuestro rey a Dios contra los asirios, cuando fué derribado en una noche y muerto tan grande ejército; semejantes cosas no cometen los romanos ahora como hacían los asirios, para que confiéis que habéis de ser así vengados; porque aquél, habiendo recibido mucho dinero de nuestro rey, por que no viniese contra la ciudad, menospreció y quebrantó su juramento y vino a poner fuego al templo; pero los romanos no piden otro, sino el tributo que les era por vosotros debido, el cual vuestros padres les pagaban. Y si esto hiciereis, ni destruirán la ciudad ni tocarán a vuestro templo, y concederán que tengáis vuestras familias y gentes libres y todas vuestras posesiones y bienes, consintiendo que vuestras leyes permanezcan salvas e invioladas.
«Locura es, pues, por cierto, confiar que Dios se ha de mostrar tal para los que son justos y no piden sino lo que es muy conforme a razón, cual se mostró en tiempo pasado a los que eran injustos, sabiendo que suele vengarse presto cuando es necesario y conveniente. Rompió, finalmente, el campo de los asirios la primera noche que llegó delante de la ciudad. Si por ventura librase a toda vuestra generación, y juzgase que los romanos eran dignos del suplicio y pena, luego mostrará su ira con obras manifiestas contra ellos, como hizo contra los . asirios, y en el mismo tiempo pagara Pompeyo la fuerza que hacía, pagárala también Sosio, que después vino; Vespasiano, que destruyó Galilea; finalmente, no osaría Tito llegarse ahora a la ciudad; pero ni el gran Pompeyo, ni Sosio, recibieron daño alguno, y hubieron entrambos de la ciudad gran victoria; pues Vespasiano con la guerra que con nosotros hizo, alcanzó a ser emperador.
«Las fuentes, que a nosotros se nos habían secado, ahora nacen y manan mejor y más abundantes a Tito; sabéis que, antes de su venida, la fuente de Siloa y todas las otras que están fuera de la ciudad, se habían secado en tanta manera, que se compraba el agua para todo, y ahora son tan abundantes para nuestros enemigos, que no sólo bastan para ellos y para todas sus cosas, pero aun también para regar los huertos.
«De esta maravilla ya antes se tuvo experiencia en la destrucción de la ciudad cuando vino el rey de Babilonia, de quien antes hemos hablado, el cual destruyó la ciudad después de haberla tomado, y quemó el templo; aunque, según yo pienso, no había cometido nuestra gente entonces lo que hemos nosotros osado impía y malamente.
«Quiero, pues, finalmente, decir que, dejando aparte los Santos, Dios mismo apartó los ojos de esta ciudad y los puso en éstos, con los cuales ahora vosotros guerreáis. ¿Por ventura huirá el buen varón de una casa adonde se cometen maldades, y aborrecerá la familia que las comete, y pensáis que Dios querrá estar junto con tantas maldades vuestras, sabiendo todo lo secreto y entendiendo todo cuanto se calla? Pero, ¿qué cosa se calla entre vosotros? ¿Qué cosa se cubre? ¿Qué hay de todo cuanto hacéis, lo cual no entiendan los enemigos? Ninguno ignora vuestras maldades, y cada día contendéis entre vosotros mismos por quién será peor; trabajáis en mostrar vuestra maldad y descubrirla a todos, no menos que si fuese alguna virtud; solamente os queda un camino para salvaron y libraron si quisiereis, y Dios se suele amansar y aplacar cuando está enojado, si ve que los que lo enojaron lo confiesan y se arrepienten por lo hecho.
«Dejad las armas y echadlas a una parte; avergonzaos de vuestra patria, que está ya toda destruida; volved vuestros ojos y mirad con diligencia cuál y cuán grande gentileza des truís, qué ciudad, qué templo y dones o presentes de gentes, cuántas y cuán diversas. ¿Quién trae el fuego y las llamas contra todas estas cosas? ¿O quién hay ya que no desee que todo quede salvo y muy entero? ¿Qué cosa hay más digna ni más excelente o que más merezca no ser dañada ni destruida? ; Oh, endurecida gente y más sin sentido que lo son las piedras! Si no veis claramente ser así lo que os digo, tened a lo menos compasión y lástima de vuestra gente y familias. Vivan los hijos delante de los padres, vivan los padres y vivan las mujeres, los cuales han de ser todos, antes de mucho, o vencidos y muertos en la guerra, o consumidos por el hambre; bien sé que están juntamente con vosotros mi madre y mi mujer en el mismo peligro, y mi familia, harto noble, y mi casa, que solía ser en otro tiempo de gran nombre. Habrá, creo, alguno que pensará persuadiros de que digo estas cosas por salvar a los míos; matadlos a todos, tomad por premio y paga de vuestra salud mi sangre, y yo me ofrezco pronto y aparejado para morir, si después de mi muerte advertís y consideráis lo que os he dicho.»
Diciendo Josefo estas cosas llorando y dando voces, los malos y revolvedores de la ciudad no por eso se movieron, ni juzgaron serles cosa segura hacer alguna mudanza; el pueblo fué movido a huir lo más lejos que podía; por lo cual, unos vendiendo sus posesiones como mejor podían, y otros las cosas que mucha amaban; otros tragaban el oro por que no los hallasen con él los ladrones y los robasen, y después, en llegando’a los romanos, echábanlo del cuerpo y compraban con él lo que les era necesario.
Tito dejaba ir a muchos de ellos por los campos adonde quisiesen, y esto movía a huir a muchos más, por ver que estaban libres de los daños que dentro padecían, y también libres de toda servidumbre entre los romanos. Juan y Simón, con su gente, trabajaban en cerrar no menos la salida de éstos que la entrada de los romanos, y el que daba señal de ello, por ligera que fuese, era luego por ello muerto: los ricos morían no me nos por huir que por quedar, pues eran muertos por una misma causa, es a saber, por ro barles el patrimonio no menos que si quisieran huir.
Crecía con el hambre la desesperación de los revolvedores y sediciosos, y cada día se acrecentaban mucho estos dos males: en lo público no había trigo alguno, pero entrábanse por fuerza en las casas y todo lo buscaban y escudriñaban; si hallaban algo, azotaban a los que lo negaban, y si no hallaban cosa alguna, también los atormentaban, como si lo tuviesen encerrado y escondido más secretamente. Por argumento y señal que tenían algo escondido, era ver los cuerpos de los miserables, pensando que no faltaba qué comer a los que no faltaban las fuerzas: los enfermos eran acabados de matar, y parecía cosa razonable matar a los que luego habían de morir de hambre; muchos de los más ricos daban secretamente todos sus bienes por una medida de trigo, y los que no lo eran tanto, los trocaban por una medida de orden o de cebada; y así, encerrados dentro de la más secreta parte de sus casas, comían escondidamente el trigo podrido; otros amasaban el pan, según mejor la necesidad y el miedo les permitía; en ninguna parte se ponía la mesa, antes sacaban del fuego las viandas, y mal cocidas las tomaban y se las comían.
Era esta vida muy miserable, y espectáculo muy digno de lágrimas, teniendo demasiado los más poderosos, y los flacos se quejaban de tan gran injuria y daño, porque el hambre mataba y estragaba más gente que los enemigos; no hay cosa que tanto dañe al hombre, ni lo eche a perder, como la ver güenza, porque lo que es digno de reverencia, en tiempos de hambre se menosprecia; de esta manera quitaban lo que comían, de la boca, las mujeres a los maridos, los hijos a los padres, y lo que peor y más miserable parecía, era ver las madres quitar de la boca de sus hijuelos la comida, y muriéndose de hambre los hijos entre sus brazos, no por eso lo dejaban de hacer, ni de tomarles la sangre con que habían de vivir, pues no faltaba luego quien sabía los que comían tales cosas y se las hurtaban; porque si veían cerrada alguna casa, luego con este indicio pensaban que comían los que estaban dentro, y rompiendo en la misma hora las puertas, se entraban y casi les sacaban los bocados medio mascados de la boca, ahogándolos por ellos.
Los viejos eran heridos si querían defender esto; las mujeres eran despedazadas porque escondían lo que tenían en las manos; no había misericordia, ni del viejo, por cano que fuese, ni del niño, por niño que era; sino apartaban a los niños que estaban colgados del bocado de la madre, y echábamos a tierra, y si alguno se les adelantaba, y se comía lo que ellos habían de robar, eran contra éste no menos crueles que si hubieran sido por él muy dañados.
Pensaban nuevas maneras de tormentos, por sólo hallar y descubrir mantenimiento para sustentarse: unas veces atormentaban las partes secretas y vergonzosas de los hombres, otras pasaban por las partes de detrás unas varas muy agudas, y uno padeció cosas espantables de oír, por no confesar que tenía escondido un pa n, y por que mostrase un puñado de harina que tenía. Aquellos crueles atormentadores no tenían hambre, porque no pareciera cosa tan cruel ni mala si lo hicieran por necesidad; pero prosiguiendo su locura desenfre nadamente, y aparejando mantenimiento y provisión para seis días, y saliendo con esto al encuentro a los que de noche se habían escapado de las guardas de los romanos por buscar algunas hierbas y cosas agrestes, cuando pensaban haberse ya librado de los enemigos, daban en ellos, y robábanles cuanto traían, y rogándoles mucho que les diesen algo para ellos, por cl nombre de Dios, de lo que habían traído y alcanzado con tanto peligro, no lo querían hacer, y aun les parecía recibir merced si después de haberles quitado todo lo que tenían, no los mataban.
Estas cosas, pues, sufrían los del pueblo de aquellos que todo lo revolvían; los más honrados y más ricos eran llevados delante de los tiranos, y los unos eran muertos por ser acusados falsamente de asechanzas, y los otros diciendo y levantándoles que querían entregar la ciudad a los romanos. Salía el mismo acusador, sobornado a ello muchas veces, a probar con acusaciones falsas que habían querido huir; y- cuando Simón había robado a alguno, luego lo enviaba a Juan, y• a quien éste desnudaba de lo que tenía, enviábalo de igual modo a Simón; y de esta manera se hacían fiesta los unos a los otros con la sangre de los del pueblo, y repartíanse entre ellos los cuerpos muertos de los miserables y desdichados.
No faltaba entre estos dos disensión grande por quién sería el señor de todo; consentían solamente y concordaban ambos en solas sus maldades. Era tenido por muy mal hombre el que todo se lo guardaba y tomaba para sí, sin dar de ello parte al otro del mal que hacía, y el que no la tomaba, porque carecía de parte de la crueldad, como que se doliese del mal y daño hecho a algún bueno.
No podré contar particularmente las maldades de todos éstos, y para decir de lo mucho que querría lo menos que podré, no pienso que hubo ciudad en algún tiempo en todo el mundo que tal sufriese, ni creo que hubo nación en el mundo tan feroz y tan bastante para toda maldad y bellaquería: maldecían también, finalmente, a los mismos judíos, por parecer menos impíos y menos malos contra los extranjeros; pero confesaron todavía lo que eran, es a saber, siervos, esclavos y gente bastarda, sin honra y sin nobleza; no judíos naturales, sino generación mala y muy perversa.
Ellos mismos, en fin, destruyeron la ciudad, y fueron causa de que los romanos hubiesen esta triste victoria, y asolaron ellos mismos la ciudad, y trajerón el fuego al templo, que no viniera tan presto, casi con sus propias manos.
Habiendo, pues, éstos visto arder la parte alta de la ciudad, ni se dolieron, ni por ellos les salió lágrima, hallándose entre los romanos quien por ello se dolía y le pesaba de tal des trucción; pero estas cosas dejémoslas ahora para cuando tratemos de otras a donde vendrán mejor.
Capítulo XII
En el cual se trata de los judíos que fueron crucificados, y de los montes que fueron también quemados.
Aprovechábanle mucho a Tito los montes levantados, aunque sus soldados eran maltratados desde los muros, y enviando ;arte de su caballería, mandó que se pusiesen de guarda y en asechanzas por aquellos valles contra aquellos que salían a tomar la provisión y mantenimientos.
Venían entre éstos algunos de la gente de pelea de los ludios, por no bastarles ya lo que robaban; pero la mayor parte era de la gente más pobre y popular, los cuales no osaban huir a los romanos por miedo de los suyos, porque no veían la manera para huir escondidamente, sin que los que buscaban las revueltas y sediciones los sintiesen con sus hijos y mujeres, temiendo dejarlos en poder de ladrones tales, para que fuesen por causa de ellos degollados.
Dábales atrevimiento para salir la gran hambre que padecían, y no faltaba sino que los que estaban escondidos en guarda de ellos saliesen, y fuesen todos presos; los que aquí eran presos habían de resistir necesariamente por miedo del castigo, porque parecían rendirse tarde; de esta manera, pues, azotados cruelmente después de haber peleado, y atormentados de muchas maneras antes de morir, eran finalmente colgados en una cruz delante del muro.
No dejaba de parecer esta destrucción muy miserable al mismo emperador Tito, prendiendo cada día sus quinientos, y aun muchas veces más; pero no tenía por cosa segura dejar libres a los que prendía; y por otra parte, guardar tanta muchedumbre de judíos, parecíale requerir más gente para hacer esto. No quiso, con todo, prohibirlo, por pensar que viendo los de la ciudad esto, aflojarían y doblarían en terneza sus unimos, poniéndose delante que habían de padecer aún peor mente si no se rendían.
Los soldados romanos ahorcaban a los judíos de diversas maneras; con ira y con odio, hacíanles muchas injurias: habían ya tomado tanta gente, que faltaba lugar donde poner las horas, y aun faltaban también horcas para colgar a tantos como había.
Pero estuvieron los revolvedores de Jerusalén tan lejos de moverse, ni doblarse con esta tal matanza de los suyos, que aun fué lo hecho para efecto contrario, es a saber, para espantar a los que quedaban: porque sacaban al muro los amigos de aquellos que habían huido, y los del pueblo que estaban más inclinados a la paz, y mostrábanles desde allí lo que padecían de los romanos los que a ellos huían: y los que estaban presos, no decían que eran cautivos, pero muy siervos y muy despreciados. Con esto espantaban todo el otro pueblo que había.
Esto fué causa de que muchos de los que querían pasarse a los romanos, se detuvieron, hasta tanto que entendieron la verdad de lo que era. Hubo algunos que luego huyeron, aconhortados de todo, no menos que si hubieran deseado morir: porque padecer la muerte por manos de los enemigos parecía que les era reposo, antes que perecer de hambre.
A muchos de los cautivos mandó Tito que les fuesen cortadas las manos, y enviólos a Juan y a Simón, por que no pareciesen haber huido, ni aun osasen pensar tal de ellos, amonestándolos que quisiesen ya cesar y romper su pertinacia, y no forzarlo a que destruyese la ciudad; pero que ya ahora, estando en el fin y extremo tiempo, quisiesen ganar sus almas, trocando la voluntad, y conservasen tan gran patria y ciudad como perderían, y el templo, cuyo ni par, ni igual, había en todo el universo.
No dejaba con esto de hacer diligencia en mirar por su gente, rodeando los montes hechos para combatir la ciudad; y animando a los que trabajaban, dábales gran prisa, como quien había de poner presto en efecto las palabras que decía.
Los que estaban en el muro, maldecían a Tito y a su padre: decían con voces muchas injurias, y que preciaban mucho más la muerte que venir en servidumbre de ellos. Confiando, pues, que habían de hacer mucho mal a los romanos, no teniendo cuenta consigo mismo s, ni con su patria, aunque Tito les decía que habían todos de perecer, porque era mejor que el templo quedase sin alguno de ellos, aunque sabían que Dios lo había de guardar; mas pensando ellos que les había de ayudar también, no tenían en algo ni preciaban todas sus amenazas, pues no habían de tener el efecto que pensaban, porque el fin de todo lo que había de suceder estaba en las manos de Dios. Eso gritaban los judíos, mezclándolo con muchas injurias y denuestos que decían. Estando en esto, vino Antíoco Epifanes con mucha gente de armas que trajo consigo, y con muchos de su guarda, los cuales eran macedonios, todos iguales en edad, muy mancebos, enseñados y hábiles en las cosas de las armas, de la misma manera que suelen ser los de Macedonia, de donde también retenían el nombre, y muchos había que no se podían igualar con la virtud y fuerzas de esta gente: porque de todos los reyes que obedecían y reconocían el Imperio de los romanos, el más principal y más feliz fué el de los Comajenos, antes que la fortuna se les mudase. Mostró también éste en su vejez, que ninguno, por viejo que sea, antes de la muerte se puede llamar bienaventurado; pero estando allí en su presencia su propio hijo, decía que se maravillaba por qué causa no osaban los romanos llegarse a los muros. Este, de su natural era muy hombre de guerra, y muy pronto para pelear, y de tan grandes fuerzas, que era demasiado atrevido y audaz. Y como oyendo esto Tito se riese disimuladamente, y dijese que había de ser este trabajo común entre todos, Antíoco luego arremetió con su gente de la misma manera que estaba, con todos sus macedonios. El, con sus fuerzas y destreza, guardábase muy bien de todos los tiros de los judíos, tirándoles muchas saetas; pero todos los mancebos fueron derribados y muertos, excepto muy pocos; porque por vergüenza de lo que habían prometido, habían peleado más tiempo de lo que convenía; y al fin, los más se hubieron de recoger muy heridos, pensando y teniendo por muy cierto que queriendo vencer los maceáonios, era necesaria la próspera Alejandro. Comenzados aquellos montes que levantaban los romanos a los doce del mes de mayo, apenas fueron acabados a los veintinueve del mismo mes, habiendo trabajado todos los diez y siete días, porque fueron levantados cuatro muy grandes: el uno en aquella parte adonde está la torre Antonia, el cual había levantado la quinta legión, de frente de aquel medio estanque que llamaban Estruthio; el otro la legión duodécima, a veinte codos del susodicho. La décima legión, que era la mejor, había edificado su obra en la parte septentrional, adonde está el estanque llamado Amigdalón. Estaba edificado e1 de la legión décimaquinta a treinta codos lejos, cerca del monumento del Pontífice.
Llegando, pues, ya sus montes e cogemos, Juan minó por bajo hasta llegar a los montes de los romanos, que estaban en la parte de la torre Antonia: puso unos maderos gruesos, que sostuviesen la obra, y dentro mucha leña untada de pez y betún; lo cual hecho, dióle fuego, por lo cual, quemados los fundamentos que la sostenían, se hundió la mina muy repentinamente, y los montes cayeron con gran sonido de la coma; levantóse un humo grande con el polvo hacia arriba, porque lo que había caído tenía cerrado el fuego, y consumida la materia que lo cerraba y cubría, la llama comenzó a parecer y descubrirse más claramente.
Viendo los romanos aquello, sobrevenido tan de repente, espantáronse mucho y tenían gran pesar por lo que los judíos habían hecho, por lo cual, pensando que ya habían vencido, enfrióseles con este caso la esperanza y parecíales que sería cosa sin provecho resistir al fuego, pues aunque lo apagasen del todo, había de aprovecharles poco, pues estaban ya destruidos los montes e ingenios que habían hecho.
Dos días después, Simón, con sus compañeros, acomete a los otros, porque por esta parte habían comenzado a combatir y derribar el muro los romanos con los ingenios suyos, llama dos arietes o vaivenes; y un hombre llamado Tepheo, natural de Garsa, ciudad de Galilea, y Megasaro, criado de la rema Mariamma, y con éstos un adiabeno, hijo de Nabateo, llama do por caso Agiras, que quiere decir cojo, arrebatando fuego en sus manos, fueron corriendo a ponerlo en las máquinas de Tito. No hubo quien se mostrase más valiente que estos soldados, más atrevido para toda cosa, ni tampoco más espantoso: porque así arremetieron como si fueran a verse con amigos suyos, y no se detuvieron, como que fuesen contra enemigos; antes entrando con ímpetu y con fuerza por medio de todos los enemigos, dieron fuego a las máquinas que Tito había mandado hacer: echados con muchos dardos y saetas, con las espadas no los pudieron derribar, ni hacer volver atrás antes de haber puesto fuego a todo lo que pretendían quemar.
Levantada la llama en alto, salían los romanos de sus tiendas para socorrer al fuego; y los judíos, desde el muro adonde estaban, se lo impedían, y trabábanse a pelear con los que venían a defender que no entrase en todo el fuego, no perdonando en algo al trabajo y peligro de sus cuerpos: trabajaban los romanos en sacar sus ingenios que llamamos arietes, de en medio del fuego, viendo que la cosa con que estaban cubiertos ya se quemaba; y los judíos, por el contrario, mostraban sus fuerzas en retenerlos, sin tener miedo ni al fuego ni a las armas; y aunque alcanzasen con sus ma nos el hierro ardiente, no por eso lo dejaban, ni perdieron los arietes. De aquí pasó el fuego a los montes, y antes eran quemados y hechos todos fuego, que pudiesen socorrerles ni defenderles. De esta manera, pues, rodeados de fuego los romanos y de llamas, pensando no poder ya defender sus obras, desesperados se recogieron a su campo y tiendas.
Los judíos, viendo esto, más los perseguían: acrecentábaseles mucho cada hora el ejército, viniéndoles gran ayuda de los de la ciudad. Confiados en la victoria que les sucedía, descuidábanse algo más de lo que debían; y saliendo hasta los fuertes del campo de los romanos peleaban allí con los que estaban de guardia. Había guardas diversas de gente de armas, repartidas por sus horas sucesivamente: las leyes que los romanos tenían en esto, eran muy severas y muy exactamente guardadas, de tal manera, que quienquiera que se moviese de su lugar, por cualquiera causa que fuese, era muerto: por lo cual, preciando y teniendo éstos en más morir gloriosamente y con buen nombre, que haber de morir así como así por haber huido, estuvieron muy firmes, y por verlos en trabajo y en tan gran necesidad, muchos de los que huían volvieron; y ordenando sus ballesteros por el muro, impedían que la gente que venía de la ciudad sin armas algunas para defenderse y guardar sus vidas y cuerpos, osase llegar.
Peleaban los judíos con todos los que les venían delante, y echándose a las lanzas de los enemigos, heríamos con sus mismos cuerpos; pero no vencían éstos más por sus hechos, que por la esperanza que tenían: por otra parte, los romanos les daban lugar, más por ver el atrevimiento grande de los judíos, que por el daño que les hacían.
Había ya venido Tito de Antonia, adonde había ido por ver en qué lugar fuese mejor levantar los otros montes: y hubo de reprender gravemente a sus soldados, por ver que, teniendo los muros de los enemigos en su poder sin peligro, eran dañados en los suyos propios, y por ganar lo ajeno perdiesen lo que era de ellos, y dejando salir de su poder a los judíos como de la cárcel, para que salidos les hiciesen daño y les quebrasen las cabezas, haciéndoles padecer lo que padecerían si estaban cercados.
Tito, pues, con gente muy escogida cercó a los enemigos por un lado; y como éstos fuesen heridos por delante, estaba n muy firmes todavía, peleando contra los romanos; y trabada la gente y la pelea, el polvo que levantaban quitaba la vista de los ojos; y eran tan grandes los clamores, que no había quién se oyese, ni podían conocer quién era de los suyos, ni quién de los contrarios, quién amigo, ni quién enemigo. Perseverando los judíos, no tanto por confiar mucho en sus fuerzas, cuanto por estar ya del todo desesperados, también los romanos se esforzaron, y tomaron gran ánimo por la vergüenza de las armas y de su honra de ellos y gloria, y por estar su capitán y emperador presente en el mismo peligro. Por lo cual osaría pensar que pelearan hasta el fin con la ferocidad de ánimos que tenían, y que acabaran y consumieran entonces toda la muchedumbre de los judíos que había salido, si éstos no se recogieran presto a la ciudad, huyendo el peligro de la batalla.
Todavía, aunque esto les había sucedido bien, estaban muy tristes los romanos por ver sus máquinas y cuanto habían hecho en tanto tiempo, y con tanto trabajo, destruidas tan presto y tan prontamente, y aun había muchos que, viéndolo, desesperaban de poder tomar la ciudad en algún tiempo.
Capítulo XIII
Del micro que los romanos levantaron en el cerco de Jerusalén en espacio de tres días.
Estaba Tito deliberando y tomando parecer de sus capitanes sobre lo que se debía hacer: a los más viejos y más ejercitados, parecíales que con toda la gente combatiesen el muro; porque aunque los judíos habían peleado con alguna parte del ejército, a todo ¡unto no lo podrían sostener ni sufrir, con tal que les cubriesen de saetas. Los más prudenyes persuadíanle que levantase otra vez sus montes y fuertes. Otros decían que podían combatirlos y asentar su campo sin hacer esto, teniendo solamente cuenta y miramiento con que no saliesen, aconsejando mucho que se hiciese gran diligencia en procurar que en ninguna manera pudiesen ser proveídos de mantenimientos, dejándolos perecer a todos de hambre: porque no convenía trabarse a pelear con los enemigos, cuya pertinacia era invencible, los cuales no deseaban sino morir peleando o aun matarse ellos mismos sin hierro, lo cual es más cruel y más desenfrenada codicia.
No le parecía cosa honesta a Tito estarse sin hacer algo, teniendo tan grande ejército consigo; y por otra parte, parecíale también ser trabajo perdido pelear con gente que no podía ella misma dejar de perderse muy presto. Tenía por muy trabajoso edificar otra vez sus fuertes y montes, por la falta de aparejos para ello, y por mucho más difícil impedir que los judíos pudiesen salir de la ciudad: porque no podía cercarla con su ejército par la grandeza y lugares ásperos y difíciles que en algunas partes de su cerro había, ni podía proveer que no saliesen a correr; porque ya que él les quisiese cerrar el camino hecho, los judíos hallarían siempre otras vías secretas, tanto por la necesidad que de ello tenían, cuanto también por saber muy bien la tierra: pues si hacían algo secretamente, sería para más alargarles el cerco; y era cosa digna de temer que por detenerse mucho tiempo se disminuyese la gloria de la victoria. Todo era posible hacerlo; pero antes de alcanzar esta honra, convenía hacer su diligencia: y para poner ésta en efecto y usar en todo de buen consejo y prudencia, conoció que debía cercar de muro la ciudad. Porque de esta manera estaría cerrado el paso y todas las partes, porque los judíos no saliesen; y que entonces, viéndose de todas maneras desesperados, habían, o de entregarles la ciudad, o vencidos por la gran hambre que padecerían, serían presos muy presto y muy fácilmente: porque de otra manera era imposible que ellos reposasen.
De levantar los montes también dijo que se acordaría, pero no antes que los enemigos que lo prohibiesen fuesen menos. Y si alguno le parecía obra demasiada y muy difícil, debía considerar que no convenía a los romanos detenerse en cosa tan poca; antes les era propio poner trabajo en cosas importantes, pues sin trabajo no es posible hacer cosa grande. Habiendo con tales palabras aconsejado y animado a sus capitanes, mandó que cada uno ordenase y dispusiese su gente en la obra. Tomáronla los soldados maravillosamente muy a pechos; y repartiendo entre sí el cerco, no sólo contendían entre sí los mismos regidores por quién más diligentemente trabajaba, pero aun también las órdenes y compañías de la gente. Estaban repartidos de tal manera, que el que mandaba a diez hombres tenía cuenta con satisfacer y contentar a su cabo de escuadra; éste al caporal; el caporal a los capitanes de mil hombres, éstos a los coroneles y general de campo, de los cuales venía después a Tito, el cual cada día iba mirando a todos y reconociendo la obra que hacían. Comenzado el muro del campo de los asirios adonde él había puesto su campo, trájolo hasta la nueva villa baja, y luego de aquí, volviendo por Cedrón al monte Eleón; tomó el monte de las olivas por la parte del mediodía, hasta la piedra que llamaban Peristereonos, y por el collado que le está cerca, encima del valle de Siloa; y volviendo de aquí el edificio a la parte occidental, descendió al valle de la fuente; y de aquí entrando por el monumento del pontífice Anano, rodeando el monte adonde había puesto su campo Pompeyo, volviendo hacia el Septentrión, de donde, alargándose por el lugar llamado Erebinthónico, cerró después de éste el monumento de Herodes, por el Oriente, y juntólo con su campo hasta donde había comenzado. Era el cerco del muro un estadio menos grande de cuarenta: edificó por defuera, cerca de él, trece castillos, los cuales tenían cerco de diez estadios. Fué edificada toda esta obra en tres días; y siendo cosa que parecía requerir muchos meses, apenas era creíble que hubiese sido posible acabarse tan presto. Cercada, pues, ya la ciudad con el muro, y puesta gente de guarnición en los castillos, él mismo hacía la primera guarda de la noche; la segunda hacía Alejandro; la tercera cupo a los capitanes de las legiones. Tenían también las horas de guarda ordenadas por fuertes, e iban toda la noche guardando y mirando muy diligentemente todo el cerco de los castillos.
Capítulo XIV
Del hambre que los de Jerusalén padecían, y de cómo fue el segundo monte levantado.
Fuéles quitada a los judíos la licencia y facultad que tenían de salir, y con esto perdieron la esperanza de alcanzar salud ni poder salvarse: el hambre había ya ent rado en todas las casas generalmente y en todas las familias. Estaban las casas llenas de mujeres muertas de hambre, y de niños, y las estrechuras de las calles estaban también llenas de hombres viejos muertos: los mozos y mancebos andaban sin color, casi como muertos, por los mercados y plazas; y cuando sucedía que alguno muriese, todos quedaban muy amedrentados, pues no podían sepultar los muertos por el gran trabajo: y aquellos en quien aun alguna fuerza quedaba, avergonzábanse y no podían hacerlo, parte por ver tanta muchedumbre, y parte también porque no sabían el fin que ellos mismos habían de alcanzar.
Morían, finalmente, muchos encima de los que sepultaban; muchos huían a sepultarse vivos antes de que llegase el fin de sus días, y no se oían en tan grandes males llantos ni gemidos, porque la grande hambre que padecían no daba lugar para ello. Los que morían postreros miraban a los muertos primeros con los ojos muy secos y sin virtud para poder echar una lágrima, y con las bocas y vientres corrompidos.
Estaba la ciudad con gran silencio, toda llena de tinieblas de la muerte, y aun los ladrones causaban mayor amargura y llanto que todo lo otro. Vaciaban las casas, que no eran entonces otro que sepulcros de muertos, y desnudaban los muertos; y quitándoles las ropas y coberturas de encima, salíanse riendo y burlando. Probaban en ellos las puntas de sus espadas, y por probar o experimentar sus armas, pasaban con ellas a algunos que aun tenían vida. Cuando alguno les rogaba que le ayudasen o que acabasen de matarlo, por librarse del peligro del hambre, era menospreciado muy soberbiamente.
Los que morían volvían sus ojos hacia el templo, pesándoles y sintiendo mucho que dejaban vivos a los revolvedores solamente.
Estos, al principio, con gastos públicos tenían cuidado de hacer sepultar los muertos, no pudiendo sufrir el hedor grande; pero no bastando después a ello, por ser tantos, no hacían sino echarlos por el muro en los valles y fosos.
Como Tito, que andaba rodeando la ciudad, los viese tan llenos de cuerpos muertos, y la corrupción que de ellos salía por estar podridos, condolióse mucho y gimió, y extendiendo las manos altas a Dios, decía con alta voz que no era él causa de tanto daño: de esta manera, pues, estaba toda la ciudad.
Viendo los romanos que ninguno de aquellos revolvedores osaba salir, porque ya la tristeza y hambre también les tocaba, pasaban sus días con placer, teniendo abundancia de trigo y de todo mantenimiento, el cual traían de Siria y de todas las otras provincias vecinas y cercanas de allí. Muchos de los que estaban cerca de los muros, mostrándoles la gran abundancia que tenían de pan y mantenimientos, encendían más con esto el hambre de ellos. Con estas destrucciones y daños no se movieron aquellos revolvedores y sediciosos que dentro de la ciudad estaban, y sintiéndolo mucho Tito y teniendo compasión de todo el pueblo que vivo quedaba, dábase prisa por librar a lo menos los que quedaban. Por lo cual comenzaba otra vez a levantar sus montes, aunque dificultosamente podía alcanzar el aparejo y materia, a los menos la que era para ellos necesaria, porque en levantar los primeros habían ya gastado todas las selvas vecinas de la ciudad; pero los soldados pro veían todavía a ello, lo cual traían de noventa estadios de allí lejos, y levantaban sus montes por cuatro partes delante de la torre Antonia, mayores que habían sido los primeros.
Iba Tito rodeando la obra, animando su gente; y dándoles prisa a todos, mostraba claramente a los ladronea que ya estaban en sus manos. Pero ellos habían ya perdido todo su arrepentimiento, y servíanse de sí mismos como de cosas extrañas y ajenas, o como si no tuvieran ambas cosas juntas, es a saber, sus almas y sus cuerpos; porque ni ellos tenían en sus almas señal alguna ni afición de mansedumbre, ni sentían en sus cuerpos el gran dolor que los atormentaba; antes despe dazaban como perros los muertos y encarcelaban a los enfermos que se quejaban.
Capítulo XV
De la matanza que fué hecha en los judíos de fuera y dentro de Jerusalén.
Simón, en fin, mató a Matías, el que le había entregado la ciudad, después de haberle hecho padecer muchos tormentos. Era éste hijo de Boetho, el más fiel y más amado por el pueblo de todos los pontífices. Este, siendo el pueblo maltratado por los zelotes, con los cuales se había ya juntado Juan, había persuadido a todos que tomasen en su ayuda a Simón, sin hacer con él pacto ni concierto alguno, y sin temer algún mal. Habiendo éste entrado, después de haber sojuzgado a su mando casi toda la ciudad, decía que Matías era enemigo no menos que todos los otros: habiendo éste con su consejo favo recido a Simón, decía que lo hacía por simpleza; y así, sacándolo en público, y acusándolo, diciendo que consentía con los romanos, condenó a muerte a él y a tres hijos suyos, sin darles tiempo para excusar ni defender su causa; el cuarto había antes huido a Tito. Y como le rogase que lo matase a él primero que a sus hijos, pidiendo esto por merced de la que le había hecho en recibirlo dentro de la ciudad, por acrecentar más su dolor, lo mandó matar postrero.
Así fué muerto sobre sus hijos, los cuales fueron muertos en su presencia, y fué sacado delante de los romanos: porque así lo había mandado hacer Simón a Anano, hijo de Bamado, que era el más cruel de todos los de su guarda, diciendo con mentira, que los viniesen a ayudar aquellos a quienes Matías quería ayudar; y que fuesen los cuerpos sepultados.
Después de esto mandó matar al pontífice llamado Ananías, hijo de Masbalo, varón noble, escribano de la Corte y valeroso, el cual descendía de Amaunta; y con estos otros quince los de más nombre de todo el pueblo. Guardaban muy encerrado al padre de Josefo; y enviando un pregonero, publicaron que ninguno de los que vivían en la ciudad hablase ni se juntase con él, so pe na de ser tenido por traidor: y a los que veían quejarse por esto, antes de venir en pleito los mataban. Viendo esto un hombre llamado judas, hijo de judas, que era uno del número de los adelantados de Simón, el cual estaba en guarda de la torre que le habían encomendado, movido, por ventura, de lástima y misericordia de los que cruelmente perecían, pero principalmente por proveerse él y salvarse, convocando diez de los suyos los más principales, les dijo:
«¿Hasta cuándo hemos de sufrir nosotros tantos males, o qué esperanza tenemos de salvarnos, guardando la fe, y guardando lealtad con tan mal hombre? Ya veis que nos combate el hambre; los romanos están casi dentro, Simón se nos muestra justamente infiel con lo que merecemos; veis el miedo que tenemos si quedamos con él, y la certidumbre también de la amistad de los romanos. Ea, pues, ahora rindamos el muro, y guardemos de esta manera nuestras vidas, y juntamente con ellas la ciudad: no por eso sufrirá Simón algo peor de lo que merece, si desesperando fuese más presto muerto.»
Habiendo los otros diez conformado con éste, luego en la mañana, por que no se descubriese algo de lo tratado, dejó ir todos los que consigo tenía por diversas partes, y quedando él en la torre, llamaba con voz alta a los romanos: éstos los menospreciaban; los unos con soberbia, los otros no lo creían; otros se afrentaban, como que presto hubiesen de tomar la ciudad sin trabajo alguno.
Como en este medio llegase Tito al muro con gente de armas, entendió Simón antes el negocio, y vino a ocupar luego la torre, y mirándolo los romanos, mató a todos los que estaban de dentro, y echó los cuerpos de los muertos por el muro abajo: andando por allí Josefo, porque no dejaba de irles rogando, hiriéronlo en la cabeza con una piedra, y atónito y sin sentido cayó. Viendo los judíos que había caído, luego diligentes corrieron por cogerle, y fuera, por cierto, preso y llevado dentro de la ciudad, si no fuera porque Tito envió presto gente que lo guardase y defendiese: peleando, pues, ellos con los romanos, fué sacado de allí en medio Josefo, sin sentir algo o muy poco lo que se hacía, y los sediciosos x revolvedores dieron muchas voces con alegría, como que fuera muerto aquel a quien todos matar deseaban: esparcióse esta nueva y rumor por la ciudad, y todo el otro pueblo, ciertamente, con ella se dolió mucho, pensando que a la verdad había sido muerto aquel por cuyo medio pensaban ellos escapar.
La madre de Josefo, que estaba en la cárcel, habiendo oído que su hijo era muerto, dijo a los guardas, que era gente de Jotapata, que ella sin duda lo creía, y que ya no podía gozar de él vivo: dijo también llorando secretamente, a sus criadas, que éste en el fruto de su parto había tenido, que no le era lícito sepultar a su hijo, de quien esperaba ella ser sepultada; pero no fué mucho tiempo engañada ni acongojada con la mentira, ni aquellos ladrones de la ciudad con ello se convirtieron, porque luego curada la herida de Josefo, cobró el sentido y sanidad, y saliendo a ellos, gritaba que antes de mucho sería vengado de la herida que ellos le habían hecho. Aconsejaba otra vez al pueblo que se rindiese, y viéndolo el pueblo, tomó nueva esperanza, y los revolvedores y amotinados también se espantaron mucho por la misma causa: los que habían huido saltaban, los unos por los muros, por serla necesario; otros tomaban en sus manos piedras, y fingiendo que iban a pelear, se salían, y venían a los romanos; pues más grave y más adversa fortuna les seducía entonces, que la que de dentro de la ciudad habían endurecidamente sufrido; la hartura que en poder de los romanos hallaban les causaba más presto la muerte, que no el hambre que dentro de la ciudad habían sufrido: venían hinchados y llenos de cierta acuosidad entre el cuero y la carne por causa del hambre que habían padecido, y llenando los cuerpos que habían antes tenido tan vacíos de viandas, reventaban. Algunos de los más discretos templaban sus deseos en el comer, y avezaban poco a poco sus cuerpos a lo que estaban tan desacostumbrados; pero aun éstos que de esta manera se guardaban, fueron llagados de otra llaga.
Entre los de Siria fué hallado uno que sacaba dinero y oro de su cuerpo, porque, según antes dijimos, se lo tragaban de miedo que los amotinados y resolvedores lo robasen, mirando y buscándolo todo, y hubo dentro de la ciudad gran número de tesoros, y solían comprar entonces por doce dineros lo que antes compraban por veinticinco. Descubierto esto por uno, levantóse un ruido y fama de ello por todo el campo, diciendo que los que huían venían llenos de oro: sabido por los árabes y sirios que había, amenazábanles que les habían de abrir los vientres; no pienso, pe. cierto, que tuvieron matanza más cruel los judíos entre todas cuantas padecieron, como ésta; porque en una noche abrieron las entrañas a dos mil hombres.
Sabiendo Tito tal injusticia como se había hecho, casi quisiera mandar a su gente de a caballo que alancease a todos los que tal habían cometido, si no fuera por ver la muchedumbre grande que tenía culpa en lo hecho y habían de ser castigados muchos más que habían sido los muertos; mas convocando los capitanes de la gente romana, y de la que por ayuda le era dada de reyes extranjeros, porque también habían entendido en esto algunos de los soldados romanos, decía a todos muy airado: «Si algunos de mis soldados cometieran tal por alguna ganancia incierta, se avergonzarán de haberse armado y valido de sus armas por ganar oro y plata; pues los árabes y sirios, en guerra que por otros hacen, cometen cosas con demasiada licencia, y atribuyen la crueldad en el matar, y el odio contra los judíos, a los romanos.» Dijo también que sabía haber algunos de sus soldados que tenían parte en esta matanza, a los cuales amenazó de hacer matar si alguno de ellos fuese otra vez hallado en semejante caso y atrevimiento; mandó a sus legiones que hiciesen diligencia en saber quiénes habían entendido en este caso, y que se los trajesen delante; pero, en fin, la avaricia todo suplicio menosprecia, y los hombres que de sí son crueles, todos son muy deseosos de ganar, y no hay adversidad ni daño tan grande, que se pueda comparar con la avaricia y deseo de tener más, porque todas las otras tienen término, y con el miedo se refrenan.
Dios omnipotente, que tenía ya condenado a este pueblo, habíales hecho que todos los caminos que para salvarse tenían, les fuesen convertidos en destrucción grande; y si alguno se huía a ellos, antes que los romanos le viesen, lo despedazaban, y secretamente ejecutaban lo que el emperador les había a todos prohibido, y así sacaban un provecho muy, ilícito y nefando de las entrañas de otro: pero el oro en pocos era hallado, aunque con la esperanza eran los más de ellos consumidos y muertos. Este caso, pues, hizo que muchos de los que huían se volviesen.
Capítulo XVI
Del sacrilegio que se hacía en el templo, del número de muertos en la ciudad, y de la gran hambre que dentro padecían.
No habiendo ya qué robar en el pueblo, Juan se puso a hacer sacrilegios y dar saco al templo, y hurtó muchas cosas de las que habían presentado, y muchos vasos de los necesarios para el servicio y honra divina, muchas copas, tazas y mesas, y aun tampoco dejó de tomar aquellos jarros que Augusto César, emperador, había presentado.
Los emperadores romanos habían siempre honrado mucho el templo, y habían presentado muchos ornamentos, y entonces un natural judío los destruía y sacaba: decía a sus compañeros, sin miedo alguno, que debían usar mal de las cosas sagradas, y que los que guerrean por la honra de Dios y por la del templo, debían ser alimentados y mantenidos con las riquezas que él tenía, y que, por tanto, les era cosa muy lícita derramar el aceite que los sacerdotes para sus sacrificios guardaban y conservaban, tomar el vino sagrado; por lo cual lo repartió entre toda su gente, v ellos se untaban v bebían de él sin algún acatamiento.
No dejaré de decir lo que el dolor me fuerza que no calle. Pienso que si los romanos se detuvieran algún tiempo, y tardaran de venir contra esa gente tan mala, o que la tierra se .abriera y tragara la ciudad, o pereciera por diluvio, o que había de padecer y ser abrasada con el fuego de Sodoma, porque muy peor y más impía era esta gente, que aquella que lo había padecido; murió finalmente todo el pueblo, y pereció por la pertinacia y desesperación de éstos.
¿Qué necesidad hay ahora de contar particularmente las muertes que dentro se hicieron? Manneo, hijo de Lázaro, habiéndose pasado a Tito, dijo que por una puerta la cual le había pido a él encomendada en guarda, habían sacado de la ciudad ciento quince mil ochocientos ochenta hombres muertos; desde el día que fué puesto el cerco a la ciudad, es a saber, desde los catorce de abril, hasta el primero de julio. Este número es ciertamente muy grande, y no estaba él siempre en la puerta; pero repartiendo y pagando a los que sacaban los muertos, habíalos de contar por fuerza, porque los otros que morían eran sepultados por sus parientes y allegados; la sepultura que les era dada, era echarlos fuera de la ciudad.
Además de esto, los nobles que habían huido, decían que era el número de todos los pobres que habían sido muertos, de más de seiscientos mil, y que el número de los otros no era posible decirlo; pero no pudiendo bastar a sacar los muertos pobres, habían sido los cuerpos recogidos en casas muy grandes. Añadían que la medida del trigo había sido vendida por un talento.
Cuando fué la ciudad cercada de muro, no siéndoles ya licito ni posible coger ni aun las hierbas, fueron algunos necesitados y forzados a escudriñar los albañales, y se apacentaban con el estiércol ant iguo de los bueyes, y el estiércol cogido, cosa indigna de ver, les era mantenimiento.
Oyendo los romanos estas cosas, fueron movidos a misericordia grande y compasión; pero los bellacos revolvedores v sediciosos, por verlo no se arrepentían, antes sufrían que tal necesidad llegase hasta este punto: su ventura y suerte los había cegado, y la destrucción, que ya estaba muy cerca, la iban a sufrir ellos y la ciudad.