CANTO XVI
RECONOCIMIENTO DE ULISES POR TELÉMACO
La Odisea es una de las obras más antiguas y a la vez más importantes de la literatura occidental. Para entender mejor el contexto histórico de la misma, su estructura y trama te invitamos a leer nuestro artículo sobre La Odisea. En el mismo encontrarás además información sobre el traductor de este texto, el gran lingüista español de principios de siglo Luis Segalá y Estalella, y una explicación de los temas tratados en la obra homérica. En caso de necesitar refrescar tus conocimientos sobre los dioses griegos, muy presentes en La Odisea, puedes leer el siguiente resumen. Nota: Esta traducción utiliza los nombres romanos de los dioses olímpicos, por lo cual la siguiente guía de equivalencias entre los nombres griegos y los romanos de los dioses y héroes te será muy útil. Esta obra es la continuación a los sucesos relatados en La Ilíada.
La Odisea
Canto I — Canto II — Canto III — Canto IV — Canto V — Canto VI — Canto VII — Canto VIII — Canto IX — Canto X — Canto XI — Canto XII — Canto XIII — Canto XIV — Canto XV — Canto XVI — Canto XVII — Canto XVIII — Canto XIX — Canto XX — Canto XXI — Canto XXII — Canto XXIII — Canto XIV
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Canto XVI
1 No bien rayó la luz de la aurora, Ulises y el divinal porquerizo encendieron fuego en la cabaña y prepararon el desayuno, después de despedir á los pastores que se fueron con los cerdos agrupados en piaras. Cuando Telémaco llegó á la majada, los perros ladradores le halagaron, sin que ninguno ladrase. Advirtió Ulises que los perros movían la cola, percibió el ruido de las pisadas, y en seguida dijo á Eumeo estas aladas palabras:
8 «¡Eumeo! sin duda viene algún compañero tuyo ú otro conocido, porque los perros en vez de ladrar mueven la cola y oigo ruido de pasos.»
11 Aún no había terminado de proferir estas palabras, cuando su caro hijo se detuvo al umbral. Levantóse atónito el porquerizo, se le cayeron las tazas con las que se ocupaba en mezclar el negro vino, fuése al encuentro de su señor, y le besó la cabeza, los bellos ojos y ambas manos, vertiendo abundantes lágrimas. De la suerte que el padre amoroso abraza al hijo unigénito que le nació en la senectud y por quien ha pasado muchas fatigas, cuando éste torna de lejanos países después de una ausencia de diez años; así el divinal porquerizo estrechaba al deiforme Telémaco y le besaba, como si el joven se hubiera librado de la muerte. Y sollozando, estas aladas palabras le decía:
23 «¡Has vuelto, Telémaco, mi dulce luz! No pensaba verte más, desde que te fuiste en la nave á Pilos. Mas, ea, entra, hijo querido, para que se huelgue mi ánimo en contemplarte, ya que estás en mi cabaña recién llegado de otras tierras. Pues no vienes á menudo á ver el campo y los pastores, sino que te quedas en la ciudad: ¡tanto te place fijar la vista en la multitud de los funestos pretendientes!»
30 Respondióle el prudente Telémaco: «Así lo haré, abuelo, que por ti vine, por verte con mis ojos y saber si mi madre permanece todavía en el palacio ó ya alguno de aquellos varones se casó con ella y el lecho de Ulises, no habiendo quien yazca en él, está por las telarañas ocupado.»
36 Le dijo entonces el porquerizo, mayoral de los pastores: «Aquélla permanece en tu palacio, con el ánimo afligido, y consume tristemente los días y las noches, llorando sin cesar.»
40 Cuando así hubo hablado, tomóle la broncínea lanza; y Telémaco entró por el umbral de piedra. Su padre Ulises quiso ceder el asiento al que llegaba, pero Telémaco prohibióselo con estas palabras:
44 «Siéntate, huésped, que ya hallaremos asiento en otra parte de nuestra majada, y está muy próximo el varón que ha de prepararlo.»
46 Así le dijo; y el héroe tornó á sentarse. Para Telémaco, el porquerizo esparció por tierra ramas verdes y cubriólas con una pelleja, en la cual se acomodó el caro hijo de Ulises. Luego sirvióles el porquerizo platos de carne asada que habían sobrado de la comida de la víspera, amontonó diligentemente el pan en los canastillos, vertió en una copa de yedra vino dulce como la miel, y sentóse enfrente del divinal Ulises. Todos echaron mano á las viandas que tenían delante. Y ya satisfecho el deseo de comer y de beber, Telémaco habló de este modo al divinal porquerizo:
57 «¡Abuelo! ¿De dónde te ha llegado este huésped? ¿Cómo los marineros lo trajeron á Ítaca? ¿Quiénes se precian de ser? Pues no me figuro que haya venido andando.»
60 Y tú le respondiste así, porquerizo Eumeo: «¡Oh hijo! De todo voy á decirte la verdad. Se precia de tener su linaje en la espaciosa Creta, y dice que ha andado vagabundo por muchas de las poblaciones de los mortales porque su hado así lo dispuso. Ahora llegó á mi establo, huyendo del bajel de unos tesprotos, y á ti te lo entrego: haz por él lo que quieras, pues se gloría de ser tu suplicante.»
68 Contestóle el prudente Telémaco: «¡Eumeo! En verdad que me produce gran pena lo que has dicho. ¿Cómo acogeré en mi casa al forastero? Yo soy joven y no tengo confianza en mis manos para rechazar á quien lo injurie; y mi madre trae en su pecho el ánimo indeciso entre quedarse á mi lado y cuidar de la casa, por respeto al lecho conyugal y temor del dicho de la gente, ó irse con quien sea el mejor de los aqueos que la pretenden en el palacio y le haga más donaciones. Pero, ya que ese huésped llegó á tu morada, le entregaré un manto y una túnica, vestidos muy hermosos, le daré una espada de doble filo y sandalias para los pies, y le enviaré adonde su corazón y su ánimo prefieran. Y si quieres, cuídate de él, teniéndolo en la majada; que yo te enviaré vestidos y manjares de toda especie para que coma y no os sea gravoso ni á ti ni á tus compañeros. Mas, no he de permitir que vaya allá, á juntarse con los pretendientes, cuya malvada insolencia es tan grande, para evitar que lo zahieran y me causen un grave disgusto; pues un hombre, por fuerte que sea, nada consigue revolviéndose contra tantos, que al fin han de resultar más poderosos.»
90 Díjole entonces el paciente divinal Ulises: «¡Oh amigo! Puesto que es justo que te responda, se me desgarra el corazón cuando te oigo hablar de las iniquidades que, según decís, maquinan los pretendientes en tu palacio, contra tu voluntad y siendo cual eres. Dime si te sometes voluntariamente, ó te odia quizás la gente del pueblo á causa de lo revelado por una deidad, ó por acaso te quejas de tus hermanos; pues con la ayuda de éstos, cualquier hombre pelea confiadamente, aunque sea grande la lucha que se suscite. Ojalá que, con el ánimo que tengo, gozara de tu juventud y fuera hijo del eximio Ulises ó Ulises en persona que, vagando, tornase á su patria—pues aún hay esperanza de que así suceda:—cortárame la cabeza un varón enemigo, si no me convertía entonces en una calamidad para todos aquellos, encaminándome al palacio de Ulises Laertíada. Y si, con estar yo solo, hubiera de sucumbir ante la multitud de los mismos, más querría recibir la muerte en mi palacio que presenciar continuamente esas acciones inicuas: huéspedes maltratados, siervas forzadas indignamente en las hermosas estancias, el vino exhausto; y los pretendientes comiendo de temerario modo, sin cesar, y por una empresa que no ha de llevarse á cumplimiento.»
112 Respondióle el prudente Telémaco: «¡Oh forastero! Voy á informarte con gran sinceridad. No me hice odioso para que se airara conmigo todo el pueblo; ni tampoco he de quejarme de los hermanos, con cuya ayuda cualquier hombre pelea confiadamente aunque sea grande la lucha que se suscite, pues el Saturnio hizo que fueran siempre unigénitos los de mi linaje: Arcesio engendró á Laertes, su hijo único; éste no engendró más que á mi padre Ulises; y Ulises, después de haberme engendrado á mí tan solamente, dejóme en el palacio y no disfrutó de mi compañía. Por esto hay en mi mansión innumerables enemigos. Cuantos próceres mandan en las islas, en Duliquio, en Same y en la selvosa Zacinto, y cuantos imperan en la áspera Ítaca, todos pretenden á mi madre y arruinan nuestra casa. Mi madre ni rechaza las odiosas nupcias, ni sabe poner fin á tales cosas; y aquéllos comen y agotan mi hacienda, y pronto acabarán conmigo mismo. Mas el asunto está en mano de los dioses. Y ahora tú, abuelo, ve aprisa y dile á la discreta Penélope que estoy en salvo y que he llegado de Pilos. Yo me quedaré aquí y tú vuelve inmediatamente que se lo hayas participado, pero á ella sola y sin que ninguno de los aqueos se entere; pues son muchos los que maquinan en mi daño cosas malas.»
135 Y tú le respondiste así, porquerizo Eumeo: «Entiendo, hágome cargo, lo mandas á quien te comprende. Mas, ea, habla y dime con sinceridad si me iré de camino á participárselo al infortunado Laertes; el cual, aunque pasaba gran pena por la ausencia de Ulises, iba á vigilar las labores y dentro de su casa comía y bebía con los siervos cuando su ánimo se lo aconsejaba; pero dicen que ahora, desde que te fuiste en la nave á Pilos, no come ni bebe como acostumbraba, ni vigila las labores, antes está sollozando y lamentándose, y la piel se le seca en torno á los huesos.»
146 Contestóle el prudente Telémaco: «Muy triste es, pero dejémoslo aunque nos duela; que si todo se hiciese al arbitrio de los mortales, escogeríamos primeramente que luciera el día del regreso de mi padre. Tú vuelve así que hayas dado la noticia y no vagues por los campos en busca de aquél; pero encarga á mi madre que le envíe escondidamente y sin perder tiempo la esclava despensera; y ésta se lo participará al anciano.»
154 Dijo, y dió prisa al porquero; quien tomó las sandalias y, atándoselas á los pies, se fué á la ciudad. No dejó Minerva de advertir que el porquerizo Eumeo salía de la majada; y se acercó á ésta, transfigurándose en una mujer hermosa, alta y entendida en primorosas labores. Paróse al umbral de la cabaña y se le apareció á Ulises, sin que Telémaco la viese, ni notara su llegada, pues los dioses no se hacen visibles para todos; mas Ulises la vió y también los canes, que no ladraron sino que huyeron, dando gañidos, á otro lugar de la majada. Hizo Minerva una señal con las cejas; la entendió el divino Ulises y salió de la cabaña, trasponiendo el alto muro del patio. Detúvose luego ante la deidad y oyó á Minerva que le decía:
167 «¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Ulises, fecundo en recursos! Habla con tu hijo y nada le ocultes, para que, después de tramar cómo daréis la muerte y el hado á los pretendientes, os vayáis á la ínclita ciudad; que yo no permaneceré mucho tiempo lejos de vosotros, deseosa como estoy de entrar en combate.»
172 Dijo Minerva; y, tocándole con la varita de oro, le cubrió el pecho con una túnica y un manto limpio, y le aumentó la talla y el vigor juvenil. El héroe recobró también su color moreno, se le redondearon las mejillas y ennegreciósele el pelo de la barba. Hecho esto, la diosa se fué, y Ulises volvió á la cabaña. Vióle con gran asombro su hijo amado, el cual se turbó, volvió los ojos á otra parte, por si aquella persona fuese alguna deidad, y le dijo estas aladas palabras:
181 «¡Oh forastero! Te muestras otro en comparación de antes, pues se han cambiado tus vestiduras y tu cuerpo no se parece al que tenías. Indudablemente debes de ser uno de los dioses que poseen el anchuroso cielo. Pues sénos propicio, á fin de que te ofrezcamos sacrificios agradables y áureos presentes de fina labor. ¡Apiádate de nosotros!»
186 Contestóle el paciente divinal Ulises: «No soy ningún dios. ¿Por qué me confundes con los inmortales? Soy tu padre, por quien gimes y sufres tantos dolores y aguantas las violencias de los hombres.»
190 Diciendo así, besó á su hijo y dejó que las lágrimas, que hasta entonces había detenido, le cayeran por las mejillas al suelo. Mas Telémaco, como aún no estaba convencido de que aquél fuese su padre, respondióle nuevamente con estas palabras:
194 «Tú no eres mi padre Ulises, sino un dios que me engaña para que luego me lamente y suspire aún más; que un mortal no haría tales cosas con su inteligencia, á no ser que se le acercase un dios y lo transformara fácilmente y á su antojo en joven ó viejo. Poco ha eras anciano y estabas vestido miserablemente; mas ahora te pareces á los dioses que habitan el anchuroso cielo.»
201 Replicóle el ingenioso Ulises: «¡Telémaco! No conviene que te admires de tan extraordinaria manera, ni que te asombres de tener á tu padre aquí dentro; pues ya no vendrá otro Ulises, que ése soy yo, tal como ahora me ves, que habiendo padecido y vagado mucho, torno en el vigésimo año á la patria tierra. Lo que has presenciado es obra de Minerva, que impera en las batallas; la cual me transforma á su gusto, porque puede hacerlo; y unas veces me cambia en un mendigo y otras en un joven que cubre su cuerpo con hermosas vestiduras. Muy fácil es para las deidades que residen en el anchuroso cielo, dar gloria á un mortal ó envilecerle.»
213 Dichas estas palabras, se sentó. Telémaco abrazó á su buen padre, entre sollozos y lágrimas. Á entrambos les vino el deseo del llanto y lloraron ruidosamente, plañendo más que las aves—águilas ó buitres de corvas uñas—cuando los rústicos les quitan los hijuelos que aún no volaban: de semejante manera, derramaron aquéllos tantas lágrimas que movían á compasión. Y entregados al llanto los dejara el sol al ponerse, si Telémaco no hubiera dicho repentinamente á su padre:
222 «¿En qué nave los marineros te han traído acá, á Ítaca, padre amado? ¿Quiénes se precian de ser? Pues no creo que hayas venido andando.»
225 Díjole entonces el paciente divinal Ulises: «Yo te contaré, oh hijo, la verdad. Trajéronme los feacios, navegantes ilustres que suelen conducir á cuantos hombres arriban á su tierra: me trasportaron por el ponto en su velera nave mientras dormía y me dejaron en Ítaca, habiéndome dado espléndidos presentes—bronce, oro en abundancia y vestiduras tejidas—que se hallan en una cueva por la voluntad de los dioses. Y he venido acá, por consejo de Minerva, á fin de que tramemos la muerte de nuestros enemigos. Mas, ea, enumérame y descríbeme los pretendientes para que, sabiendo yo cuántos y cuáles son, medite en mi ánimo irreprochable si nosotros dos nos bastaremos contra todos ó será preciso buscar ayuda.»240 Respondióle el prudente Telémaco: «¡Oh padre! Siempre oí decir que eres famoso por el valor de tus manos y por la prudencia de tus consejos; pero es muy grande lo que dijiste y me tienes asombrado, que no pudieran dos hombres solos luchar contra muchos y esforzados varones. Pues aquéllos no son una decena justa, ni dos tan solamente, sino muchos más, y pronto vas á saber el número. De Duliquio vinieron cincuenta y dos mozos escogidos, á los que acompañan seis criados; otros veinticuatro mancebos son de Same; de Zacinto hay veinte jóvenes aqueos; y de la misma Ítaca, doce, todos ilustres; y están con ellos el heraldo Medonte, un divinal aedo y dos criados peritos en el arte de trinchar. Si cerramos con todos los que se hallan dentro, no sea que ahora que has llegado pagues de una manera bien amarga y terrible el propósito de castigar sus demasías. Pero tú piensa si es posible hallar algún defensor que nos ayude con ánimo benévolo.»
258 Contestóle el paciente divinal Ulises: «Voy á decirte una cosa; atiende y óyeme. Reflexiona si nos bastarán Minerva y el padre Júpiter, ó he de buscar algún otro defensor.»
262 Respondióle el prudente Telémaco: «Buenos son los defensores de que me hablas, aunque residen en lo alto, en las nubes; que ellos imperan sobre los hombres y los inmortales dioses.»
266 Díjole á su vez el paciente divinal Ulises: «No permanecerán mucho tiempo apartados de la encarnizada lucha, así que la fuerza de Marte ejerza el oficio de juez en el palacio entre los pretendientes y nosotros. Ahora tú, apenas se descubra la aurora, vete á casa y mézclate con los soberbios pretendientes; y á mí el porquerizo me llevará más tarde á la población, transformado en viejo y miserable mendigo. Si me ultrajaren en el palacio, sufre en el corazón que tienes en el pecho que yo padezca malos tratamientos. Y si vieres que me echan, arrastrándome en el palacio por los pies, ó me hieren con saetas, sopórtalo también. Mándales únicamente, amonestándolos con dulces palabras, que pongan fin á sus locuras; mas ellos no te harán caso, que ya les llegó el día fatal. Otra cosa te diré que guardarás en tu corazón: tan luego como la sabia Minerva me lo inspire, te haré una señal con la cabeza; así que la notes, llévate las marciales armas que hay en el palacio, colócalas en lo hondo de mi habitación de elevado techo y engaña á los pretendientes con suaves palabras cuando, echándolas de menos, te pregunten por las mismas: «Las he llevado lejos del humo, porque ya no parecen las que dejara Ulises al partir para Troya; sino que están afeadas en la parte que alcanzó el ardor del fuego. Además, el Saturnio sugirióme en la mente esta otra razón más poderosa: no sea que, embriagándoos, trabéis una disputa, os hiráis los unos á los otros, y mancilléis el convite y el noviazgo; que ya el hierro por sí solo atrae al hombre.» Tan solamente dejarás para nosotros dos espadas, dos lanzas y dos escudos de boyuno cuero, que podamos tomar al acometer á los pretendientes; y á éstos los ofuscarán después Palas Minerva y el próvido Júpiter. Otra cosa te diré que pondrás en tu corazón; si en verdad eres hijo mío y de mi sangre, ninguno oiga decir que Ulises está dentro, ni lo sepa Laertes, ni el porquerizo, ni los domésticos, ni la misma Penélope; sino solos tú y yo procuremos conocer la disposición en que se hallan las mujeres y pongamos á prueba los esclavos, para averiguar cuáles nos honran y nos temen en su corazón y cuáles no se cuidan de nosotros y te desprecian á ti siendo cual eres.»
308 Repúsole su preclaro hijo: «¡Oh padre! Figúrome que pronto te será conocido mi ánimo, que no es la pobreza de espíritu lo que me domina; mas no creo que lo que propones haya de sernos ventajoso y te invito á meditarlo. Andarás mucho tiempo y en vano si quieres probar á cada uno, yéndote por los campos; mientras aquéllos, muy tranquilos en el palacio, devoran nuestros bienes orgullosa é inmoderadamente. Yo te exhorto á que averigües cuáles mujeres te hacen poco honor y cuáles están sin culpa; pero no quisiera ir á probar á los hombres por las majadas, sino dejarlo para más tarde, en el supuesto de que hayas visto verdaderamente alguna señal enviada por Júpiter, que lleva la égida.»
321 Así éstos conversaban. En tanto, arribaba á Ítaca la bien construída nave que trajera de Pilos á Telémaco y á todos sus compañeros; los cuales, así que llegaron al profundo puerto, sacaron la negra embarcación á tierra firme, y, después de llevarse los aparejos unos diligentes servidores, trasportaron los magníficos presentes á la morada de Clitio. Luego enviaron un heraldo á la casa de Ulises, que diese nuevas á la prudente Penélope de cómo Telémaco estaba en el campo y había ordenado que el bajel navegase hacia la ciudad, para evitar que la ilustre reina, sintiendo temor en su corazón, derramara tiernas lágrimas. Encontráronse el heraldo y el divinal porquerizo, que iban á dar la misma nueva, y tan pronto como llegaron á la casa del divino rey, dijo el heraldo en medio de las esclavas: «¡Oh reina! Ya llegó de Pilos tu hijo amado.» El porquerizo se acercó á Penélope, le refirió cuanto su hijo ordenaba que se le dijese y, hecho el mandado, volvióse á sus puercos, dejando atrás la cerca y el palacio.
342 Los pretendientes, afligidos y confusos, salieron del palacio, traspusieron el alto muro del patio y sentáronse delante de la puerta. Y Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó á arengarles:
346 «¡Oh amigos! ¡Gran proeza ha realizado orgullosamente Telémaco con ese viaje! ¡Y decíamos que no lo llevaría á efecto! Mas, ea, botemos al agua la mejor nave, proveámosla de remadores, y vayan al punto á decir á aquéllos que tornen prestamente al palacio.»
351 Apenas hubo dicho estas palabras, cuando Anfínomo, volviéndose desde su sitio, vió que el bajel entraba en el hondísimo puerto y sus tripulantes amainaban las velas ó tenían el remo en la mano. Y con suave risa, dijo á sus compañeros:
355 «No enviemos ningún mensaje, que ya están en el puerto, sea porque un dios se lo haya dicho, sea porque vieron pasar la nave y no lograron alcanzarla.»
358 Así habló. Levantáronse todos, fuéronse á la ribera del mar, sacaron en el acto la nave á tierra firme y los diligentes servidores se llevaron los aparejos. Seguidamente se encaminaron juntos al ágora, no dejando que se sentase con ellos ningún otro hombre, ni mozo ni anciano. Y Antínoo, hijo de Eupites, hablóles de esta suerte:
364 «¡Ah, cómo las deidades libraron del mal á ese hombre! Durante el día, los atalayas estaban sentados en las ventosas cumbres, sucediéndose sin interrupción; y después de ponerse el sol, jamás pasamos la noche en tierra firme, pues, yendo por el ponto en la velera nave hasta la aparición de la divinal Aurora, acechábamos la llegada de Telémaco para aprisionarle y acabar con él; y en tanto lo condujo á su casa alguna deidad. Mas, tramemos algo ahora mismo para que le podamos dar deplorable muerte: no sea que se nos escape; pues se me figura que mientras viva no se llevarán á cumplimiento nuestros propósitos, ya que él sobresale por su consejo é inteligencia y nosotros no nos hemos congraciado totalmente con el pueblo. Ea, antes que Telémaco reúna á los aqueos en el ágora—y opino que no dejará de hacerlo, sino que guardará su cólera y, levantándose en medio de todos, les participará que tramamos contra él una muerte terrible, sin que lográramos alcanzarle; y los demás, en oyéndolo, no han de alabar estas malas acciones y quizás nos causen algún daño y nos echen de nuestra tierra, y tengamos que irnos á otro país,—prevengámosle con darle muerte en el campo, lejos de la ciudad, ó en el camino; apoderémonos de sus bienes y heredades á fin de repartírnoslos equitativamente; y entreguemos el palacio á su madre y á quien la despose, para que en común lo posean. Y si esta proposición os desplace y queréis que Telémaco viva y conserve íntegros los bienes paternos, de hoy más no le comamos en gran abundancia, reunidos todos aquí, las agradables riquezas; antes bien, pretenda cada cual desde su casa á Penélope, solicitándola con regalos de boda, y cásese ella con quien le haga más presentes y venga designado por el destino.»
393 Así habló. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos, hasta que les arengó el preclaro hijo del rey Niso Aretíada, Anfínomo, que había venido de la herbosa Duliquio, abundante en trigo, estaba á la cabeza de los pretendientes y era el más grato á Penélope porque sus palabras revelaban buenos sentimientos. Éste, pues, les arengó con benevolencia diciendo:
400 «¡Oh amigos! Yo no quisiera matar de tal suerte á Telémaco, que es grave cosa destruir el linaje de los reyes; sino consultar primeramente la voluntad de las deidades. Si los decretos del gran Júpiter lo aprobaren, yo mismo lo mataría, exhortándoos á todos á que me ayudarais; mas si los dioses nos apartaren de este propósito, os invitaría á que desistierais.»
406 De tal manera se expresó Anfínomo y á todos les plugo lo que dijo. Levantáronse en seguida, fuéronse á la casa de Ulises y, en llegando, tomaron asiento en pulimentadas sillas.
409 Entonces la prudente Penélope decidió otra cosa: mostrarse á los pretendientes, que se portaban con orgullosa insolencia; pues supo por el heraldo Medonte, el cual había escuchado las deliberaciones, que en el palacio se tramaba la muerte de su propio hijo. Fuése hacia la sala, acompañándola sus esclavas. Cuando la divina entre las mujeres hubo llegado adonde estaban los pretendientes, paróse ante la columna que sostenía el techo sólidamente construído, con las mejillas cubiertas por espléndido velo, é increpó á Antínoo, diciéndole de esta suerte:
418 «¡Antínoo, poseído de insolencia, urdidor de maldades! Dicen en el pueblo de Ítaca que descuellas sobre los de tu edad en el consejo, y en la palabra, mas no eres ciertamente cual se figuran. ¡Desatinado! ¿Por qué estás maquinando cómo dar á Telémaco la muerte y el destino, y no te cuidas de los suplicantes, los cuales tienen por testigo á Júpiter? No es justo que traméis males los unos contra los otros. ¿Acaso ignoras que tu padre vino acá huído, con gran temor del pueblo? Hallábase éste muy irritado contra él, porque había ido en conserva de los piratas tafios á causar daño á los tesprotos, nuestros aliados; y querían matarlo, y arrancarle el corazón, y devorar sus muchos y agradables bienes; pero Ulises los contuvo é impidió que lo hicieran, no obstante su deseo. Y ahora te comes ignominiosamente su casa, pretendes á su mujer, intentas matarle el hijo y me tienes grandemente contristada. Mas, yo te requiero que ceses ya y mandes á los demás que hagan lo propio.»
434 Respondióle Eurímaco, hijo de Pólibo: «¡Hija de Icario! ¡Discreta Penélope! Cobra ánimo y no te preocupes por tales cosas. No hay hombre, ni lo habrá, ni nacerá siquiera, que ponga sus manos en tu hijo Telémaco mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra. Lo que voy á decir, llevárase al cabo: presto su negruzca sangre correría en torno de mi lanza. Muchas veces Ulises, el asolador de ciudades, tomándome sobre sus rodillas, me puso en la mano carne asada y me dió á beber rojo vino: por esto Telémaco me es caro sobre todos los hombres y le exhorto á no temer la muerte que pueda venirle de los pretendientes; que la enviada por los dioses es inevitable.»
448 Así le habló para tranquilizarla; pero también maquinaba la muerte de Telémaco. Y Penélope se fué nuevamente á la espléndida habitación superior, donde lloró por Ulises, su querido esposo, hasta que Minerva, la de los brillantes ojos, le difundió en los párpados el dulce sueño.
452 Al caer de la tarde, el divinal porquerizo volvió junto á Ulises y su hijo, los cuales habían sacrificado un puerco añal y aparejaban la cena. Entonces se les acercó Minerva y, tocando con su vara á Ulises Laertíada, lo convirtió otra vez en anciano y le cubrió el cuerpo con miserables vestiduras: no fuera que el porquerizo, al verle cara á cara, lo reconociese, y, en vez de guardar la noticia en su pecho, partiera para anunciársela á la discreta Penélope.
460 Telémaco fué el primero en hablar y dijo de esta suerte: «¡Llegaste ya, divinal Eumeo! ¿Qué se dice por la población? ¿Están en ella, de regreso de la emboscada, los soberbios pretendientes ó me acechan aún, esperando que torne á mi casa?»
464 Y tú le respondiste así, porquerizo Eumeo: «No me cuidé de inquirir ni de preguntar tales cosas mientras anduve por la ciudad; pues tan luego como di la noticia, incitóme el ánimo á venirme á toda diligencia. Encontróse conmigo un heraldo, diligente nuncio de tus compañeros, que fué el primero que le habló á tu madre. También sé otra cosa, que he visto con mis ojos. Al volver, cuando ya me hallaba más alto que la ciudad, en el cerro de Mercurio, vi que una velera nave bajaba á nuestro puerto; y en ella había multitud de hombres, y estaba cargada de escudos y de lanzas de doble filo. Creí que serían aquéllos, mas no puedo asegurarlo.»
476 Así se expresó. Sonrióse el esforzado y divinal Telémaco y volvió los ojos á su padre, recatándose de que lo viera el porquerizo.
478 Terminada la faena y dispuesto el banquete, comieron, y á nadie le faltó su respectiva porción. Y ya satisfecho el deseo de comer y de beber, pensaron en acostarse y el don del sueño recibieron.