La Eneida
Publio Virgilio Marón
La Eneida (en latín Aeneis) es la obra maestra de Publio Virgilio Marón, uno de los más célebres de todos los poetas romanos. Estos poemas, divididos en doce libros y dos tomos, fueron escritos entre los años 29 a. C. a 19 a. C. bajo el encargo del emperador Augusto con el fin de darle a Roma una épica fundacional. Basándose en la obra homérica, Virgilio relata la épica de Eneas, un héroe troyano que escapa a la destrucción de Troya y tras un viaje plagado de amenazas y aventuras concluye con la fundación de Roma a la manera de los mitos griegos.
La Eneida
Tomo I
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI
Tomo II
Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – Libro XI – Libro XII
Ir a la biblioteca de textos clásicos
DUODÉCIMO LIBRO
Viendo Turno a los Latinos, quebrantados por sus desastres en la guerra, decaer de ánimo, reclamarle el cumplimiento de sus promesas y que todos fijan en él sus miradas, arde con indecible coraje y da nuevos bríos a su esfuerzo.
Cual en los campos africanos un león a quien los monteros han abierto ancha herida en el pecho, se apresta a vengarse, pasada la primera sorpresa, sacude arrogante la larga melena en la cerviz, rompe impávido el hincado venablo del artero cazador y ruge con sangrientas fauces; no de otra suerte se desliza el furor en el abrasado pecho de Turno, que fuera de sí, dirige al Rey estas palabras: «Pronto está Turno a la lid; no hay para qué retracten sus palabras los cobardes Troyanos, ni rehusen cumplir lo pactado. Yo vuelvo al campo; tú ¡Oh padre! ofrece sacrificios a los dioses, y dicta las condiciones del duelo. O con esta diestra precipitaré en el Tártaro al Troyano, desertor del Asia (Latinos, asistid impasibles y confiados al combate), y yo solo con mi espada vengaré el común ultraje, o domínenos vencidos, y suya sea mi prometida Lavinia.»
Con reposado continente le responde el rey Latino: «¡Oh animosísimo mancebo! cuanto tú descuellas en heroico ardimiento, tanto debo yo proceder con maduro consejo y pesar prudentemente todas las eventualidades. Posees el reino de tu padre Dauno y muchas ciudades ganadas por tu esfuerzo; cuentas también con el oro y la voluntad del rey Latino. Otras vírgenes hay en el Lacio y en los campos laurentinos, cuyo linaje no desmerece del tuyo; permíteme, pues, que, depuesto todo engaño, te diga cosas duras, y grábalas bien en tu mente. No me era lícito unir a mi hija a ninguno de los antiguos pretendientes; así me lo decían a una los dioses y los hombres. Vencido del amor que te profeso, vencido del parentesco que nos une y del llanto de mi afligida esposa, rompí todos los lazos y arrebaté a mi futuro yerno, Eneas, la esposa que le había prometido, y moví contra él impía guerra. Viendo estás ¡Oh Turno! cuántos duros trances, cuántas guerras me ha arrancado aquella resolución; cuántos afanes te cuesta a ti el primero. Dos veces vencidos en recia batalla, apenas guardamos seguros en esta ciudad las esperanzas de Italia; todavía están calientes con nuestra sangre las aguas del Tíber y las dilatadas campiñas blanquean nuestros huesos. ¿A qué recuerdo esto tantas veces? ¿Cuál locura tuerce sí mis pensamientos? Si, muerto Turno, estoy dispuesto a llamar a esos nuevos aliados, ¿Por qué más bien no ceso en estas guerras antes de que ellas te paren da{os?
¿Qué dirán mis deudos los Rútulos, qué dirá el resto de Italia, si (¡Ojalá desmienta la Fortuna mis palabras) te ocasiono la muerte a ti, que me pides mi hija y mi alianza? Considera los varios trances de la guerra; ¡Compadécete de tu anciano padre, que lejos de ti arrastra una triste vida en su patria Ardea!» No se doblega con estas palabras la violenta condición de Turno; antes bien con el remedio se exacerba y encona su mal. Apenas pudo hablar, replicó en estos términos: «Depón, ¡Oh el mejor de los reyes! depón, yo te lo ruego, ese cuidado que te tomas por mí, y déjame morir por la gloria.
También yo ¡Oh padre! sé esgrimir las armas con no flaca diestra; también brota sangre de las heridas que yo abro.
Alguna vez no tendrá al lado Eneas a la diosa su madre para que con una nube le cubra en su medrosa fuga como a una mujer, escondiéndose ella también en vanas sombras.»
Lloraba entre tanto la Reina, aterrada con aquellos nuevos aprestos de guerra, y moribunda sujetaba entre sus bra zos a su impetuoso yerno, diciéndole: «¡Oh Turno! por estas lágrimas, por el honor de Amata, si en algo le tienes, yo te ruego que no me arrebates la sola esperanza, el único arrimo de mi desvalida ancianidad; tú eres la gloria y la fuerza del rey Latino; en ti estriba nuestra decadente casa. Una sola cosa te ruego; renuncia a trabar batalla con los Teucros. La suerte, sea cual fuese, que te está reservada en este trance, esa misma ¡Oh Turno! me esté reservada a mí; juntamente contigo abandonaré esa odiosa luz del día, ni cautiva veré a Eneas ser mi yerno.» Inundadas de lágrimas las mejillas, oyó Lavinia estas palabras de su madre, y aumentando con ellas el rubor que abrasaba su frente, se extendió en un momento por todo su encendido rostro. Cual el índico marfil se tiñe de roja púrpura, o cual se coloran las blancas azucenas mezcladas entre muchas rosas, tal brillaba encendido el rostro de la virgen. Clava Turno en ella los ojos, y el amor conturba sus sentidos, con lo que inflamado más y más su bélico ardimiento, dirige a Amata estas breves palabras: «¡Oh madre! yo te lo ruego, no me hostigues con tus lágrimas ni con esos terribles agüeros en el momento en que voy a arrostrar los trances del duro Marte; no es ya en mano de Turno demorar el plazo de su muerte. Idmón, ve de mensajero a anunciar al tirano Frigio estas mis palabras, que a fe no le serán gratas:
«Cuando la aurora del día de mañana colore el cielo con las púrpuras ruedas de su carro, no saque a los Teucros contra los Rútulos, descansen las armas de Teucros y Rútulos; dirimamos los dos esta guerra con nuestra sangre, y gane en el campo de batalla uno de los dos por esposa a Lavinia.»
Dicho esto, retiróse al punto a su palacio, pidió sus caballos y se regocijó viéndolos estremecerse de gozo ante él; caballos preciosos, que la misma Oritia diera en otro tiempo a Pilumno, y que aventajaban a la nieve en blancura, y en velocidad a las auras. Rodéanlos sus diligentes aurigas, que con las huecas palmas les baten el pecho y les peinan las largas crines. Viste en seguida de oro y blanco latón, cíñese la espada, embraza el escudo y corona su cabeza con dos rojos penachos; espada que el mismo dios ignipotente forjara para su padre Dauno y templara aún candente en las ondas Estigias. Ase en seguida con briosa mano recia lanza que pendía de una alta columna en medio de su palacio, despojo del aurunco Actor, y exclama blandiéndola: «Ya es llegado el gran momento, ¡Oh lanza, que jamás burlaste mis deseos!
Tiempo fue en que te empuñaba el grande Actor; hoy te empuña Turno. Concédeme debelar el cuerpo y destrozar con pujante mano izquierda la arrancada loriga de aquel medio hombre frigio, y manchar en el polvo sus cabellos rizados con caliente hierro y perfumados con mirra.» Así se agita furioso, y de su rostro todo saltan chispas; fuego brotan sus feroces ojos. No de otra suerte, cuando se apresta a su primera lucha, lanza un toro terribles mugidos y prueba irritado las astas topando el tronco de un árbol, desgarra el viento a cornadas, y con la arena que esparcen sus pies preludia la pelea.
Entre tanto Eneas, vestidas las armas que le diera su madre, se inflama no menos en fiero ardor bélico y da rienda suelta a su ira, regocijándose, empero, a la idea de terminar la guerra con el pactado duelo. Consuela a sus compañeros, y desvanece los temores del afligido Iulo, declarándoles lo que tiene anunciado el destino; en seguida manda que fieles mensajeros lleven su respuesta al rey Latino, y las condiciones de la paz.
Apenas la aurora del siguiente día doró con su resplandor las cimas de los más altos montes, a la hora en que los caballos del sol asoman levantándose del profundo abismo del mar, soplando por la erguida nariz torrentes de luz, Rútulos y Teucros en número igual estaban ya disponiendo bajo los muros de la gran ciudad el palenque para el duelo. Levantan en el centro hogueras y altares de césped en honor de sus comunes dioses; otros, cubiertas las cabezas con velos de lino y ceñidas de verbena las sienes, llevaban el agua y el fuego para los sacrificios. Sale el primero el ejército ausonio, cuyas armadas haces se extienden por el llano desde las puertas que llenan su muchedumbre; en seguida todo el ejército troyano y el tirreno, con diversas armas, se precipitan también de sus reales, no de otra suerte armados cual si los aguardase recia batalla: por entre las apiñadas filas circulan rápidamente, con vistosos arreos de oro y púrpura, los capitanes Mnesteo, del linaje de Asaraco, y el fuerte Asilas y Mesapo, domador de caballos, hijo de Neptuno; luego que a una señal dada, cada cual se retira al espacio que le está señalado, todos hincan las lanzas en tierra y reclinan en ellas los escudos: entonces las matronas, aguijadas de gran curiosidad, y el vulgo inerme y los débiles ancianos se agolpan a las torres y a los tejados de las casas, mientras otros trepan a las más altas puertas de la ciudad y del campamento.
Entre tanto Juno, desde la cumbre del monte que hoy se llama Albano, y que a la sazón no tenía nombre, ni culto, ni gloria, contemplaba todo el campo, y las dos huestes de Laurentinos y Troyanos, y la ciudad del rey Latino; luego de repente habló así a la hermana de Turno, diosa también, que preside en los lagos y en los sonoros ríos; sacro honor que le concediera Júpiter, alto rey del éter, en pago de su robada virginidad: «Ninfa, ornamento de los ríos, gratísima a mi ánimo, bien sabes cómo entre todas las vírgenes latinas que han subido al lecho infiel del magnánimo Júpiter, tú eres la que he preferido y a quien he dado gustosa un lugar en el cielo; oye ahora, ¡Oh Iuturna! y no me inculpes por ello, el dolor que te aguarda. Mientras la fortuna parecía consentirlo, y permitían las Parcas que todo cediese al Lacio, cubrí con mi egida a Turno y tus murallas; ahora veo al mancebo próximo a arrostrar desiguales trances, y que se acerca el día que le han señalado las Parcas y la enemiga fuerza del hado. Yo no puedo ver con mis ojos esa lid ni los pactos que le seguirán; tú, si algo grande osas hacer por tu hermano, hazlo; debes hacerlo; acaso lleguen mejores días para los desgraciados.» Oído que hubo estas palabras, rompió Iuturna a llorar, y tres y cuatro veces se golpeó con la mano el hermoso pecho. «No es ocasión ésta de lágrimas, prosiguió la hija de Saturno; date prisa, y si puedes, libra a tu hermano de la muerte, o provoca de nuevo la guerra y rompe los recientes pactos. Mío es este atrevido pensamiento.» Después de exhortarla así, dejóla indecisa y conturbada la mente con tan dolorosas nuevas.
Salen en tanto los dos reyes: Latino, ceñidas las sienes de una corona de doce refulgentes rayos de oro, imagen de su abuelo el Sol, va en un soberbio carro que arrastra una cuadriga, y Turno en otro, tirado por dos caballos blancos, blandiendo en su mano dos dardos de anchas puntas de hierro. Deja en seguida los reales y va a su encuentro el caudillo Eneas, origen de la romana estirpe, espléndido con su rutilante escudo y sus divinas armas, acompañado de Ascanio, otra esperanza de la gran Roma; el sumo sacerdote, vestido de blanco, lleva en sus brazos un lechoncillo y una cordera de largo vellón, y los conduce a las encendidas aras. Vueltos los ojos al sol naciente, traen ambos reyes la sagrada mola, cortan con un cuchillo la cerviz de las reses, y con las copas hacen libaciones en los altares. Entonces el piadoso Eneas, desenvainando el acero, prorrumpe en estas preces: «Sedme ahora testigos, ¡Oh sol y oh tierra de Italia, que invoco y por la que tantos y tan grandes afanes he arrostrado! y tú, ¡Oh padre omnipotente, y oh Juno, hija de Saturno, diosa a quien ruego que me seas menos adversa! y tú, ¡Oh ínclito Marte, que riges con tu numen todas las guerras; y oh fuentes y ríos, y oh vosotras, divinidades todas del alto éter y del cerúleo ponto! Si la fortuna diere la victoria al ausonio Turno, los vencidos se retirarán a la ciudad de Evandro. Iulo abandonará estos campos, y los soldados de Eneas nunca harán armas contra ellos como rebeldes ni talarán a hierro estos reinos; pero si la victoria se declarase en favor de nuestras armas (como lo creo, y ¡ojalá confirmen los dioses mi creencia!), no mandaré a los Italos que obedezcan a los Teucros, ni reinaré sobre ellos; regidas por las mismas leyes ambas invictas naciones, se unirán con eterna alianza. Yo daré a Italia nuestro culto y nuestros dioses; mi suegro Latino conservará sus armas, conservará su solemne imperio, y los Teucros me edificarán una ciudad, a la cual dará Lavinia su nombre. Habló así primero Eneas; luego prosiguió Latino en estos términos, alzando al cielo los ojos y las manos: «Yo también¡Oh Eneas! juro por la tierra y el mar y las estrellas, por los hijos de Latona y por el bifronte Jano, por el poder de los dioses infernales y por los santuarios del inexorable Dite!
Oiga estas palabras el supremo Padre, que sanciona los pactos con su rayo. Con la mano en el ara, pongo por testigos a estos fuegos sagrados y a todos los númenes de que en ningún tiempo, suceda lo que suceda, quebrantarán los Italos esta paz, estos pactos, que acepto con libre voluntad; juro que ninguna fuerza bastará nunca a apartarme de ellos, aun cuando un diluvio anegara la tierra y el firmamento se desplomara en el Tártaro. Mi palabra es como este cetro (pues a la sazón lo tenía en la diestra), que nunca ya brotará ramas, ni dará sombra, desde que, cortado de raíz en la selva, perdió su madre la tierra y a impulso de la segur depuso cabellera y brazos; árbol en otro tiempo, hoy en la mano del artífice le ha guarnecido de magnífico bronce, y dádole a empuñar a los reyes latinos» Con tales palabras afirmaban aquella alianza, en presencia y en medio de sus próceres; en seguida, conforme a los ritos, degüellan en la llama las sagradas víctimas, arráncanles aún vivas las entrañas y aglomeran en los altares bandejas cargadas de ofrendas.
Tiempo ha ya, empero, que aquel combate empieza a parecer desigual a los Rútulos, agitados de varios movimientos; y ahora, que lo ven tan cercano, consideran más que nunca desproporcionadas las fuerzas de los dos rivales. Aumentan sus temores el aspecto de Turno, que se adelanta con callado paso y se postra ante el altar, bajos los ojos, marchito el rostro y cubierto de palidez su cuerpo juvenil. Apenas vio su hermana Iuturna que iban creciendo aquellos rumores y mudándose las volubles disposiciones de la multitud, tomó la figura de Camerto, guerrero de alta prosapia, cuyo nombre hicieran célebre el gran valor de su padre y su propio esfuerzo, y metiéndose por medio de las filas, va sembrando con maña varios rumores, diciendo: «¿No os da vergüenza ¡Oh Rútulos! exponer por vosotros todos las vida de un solo hombre? ¿No les igualamos en número y fuerzas? Helos a todos allí, Troyanos y Arcades, y la Etruria, hueste fatal, conjurada contra Turno. Si peleamos con ellos uno a uno, apenas tendremos enemigos para todos. Hasta los mismos dioses llegará la fama del que se consagre en sus aras, y su nombre correrá en vida de boca en boca, una vez perdida la patria, tendremos que obedecer a unos soberbios dominadores, en premio de estarnos ahora tendidos y ociosos en nuestros campos.» Estas razones inflaman más y más a la juventud guerrera; sordo murmullo circula por las huestes; múdanse las voluntades, los mismos Laurentinos, los Latinos mismos, que antes esperaban el término de la guerra como la salvación del Estado, piden ahora armas, reclaman el rompimiento de los pactos y se conduelen de la injusta suerte de Turno. A estos elementos de discordia añade Iuturna otro mayor, cuya señal da en el alto cielo, suscitando un prodigio, que exaltó al más alto punto la imaginación de los Italos.
Ocurrió, pues, que volando por el inflamado éter la roja ave de Júpiter, perseguía a los pájaros de las riberas y a la resonante turba del batallón alado, cuando de pronto, desplomándose feroz sobre las olas, arrebató en sus garras un hermosísimo cisne. Recobráronse los Italos al ver ¡Oh portento! cómo todas las aves, reuniéndose con grandes clamores y obscureciendo el éter con sus alas, acosan al enemigo, apiñadas a manera de negra nube por las auras, hasta que vencido por su empuje y por el peso de su presa, la soltó de las garras, dejándola caer en el río, y huyendo fue a internarse en el firmamento. Saludan los Rútulos con gran clamoreo aquel agüero y empuñan las armas. El augur Tolumnio el primero, «esto era, exclama, esto era lo que tantas veces pidieron mis votos; acepto el presagio y reconozco en él la voluntad de los dioses; seguidme, esgrimid las espadas, infelices a quienes un pérfido extranjero tiene aterrados con esta guerra, como a una bandada de débiles aves. A viva fuerza tala hoy vuestras playas; mas pronto apelará a la fuga, dando la vela a lejanos mares. Vosotros unánimes agrupaos en recio tropel y acudid a defender con las armas al Rey que os arrebatan.» Dijo, y adelantándose, disparó un venablo contra los enemigos que tenía enfrente; resuena el rechinante proyectil y certero corta las auras; álzase al propio tiempo un clamor, revuélvense todas las huestes y el tumulto enardece los corazones. Va el asta en su vuelo a caer casualmente en medio de los nueve hermosísimos hermanos, habidos por el árcade Gilippo de una tirrena, su fiel esposa, e hiriendo a uno de ellos, gallardo mancebo, cubierto de lucientes armas, allí donde el sutil tahalí ciñe el vientre y donde la hebilla muerde los dos cabos de la corres, le atraviesa las costillas y lo derriba en la roja arena. Sus hermanos, animosa falange, inflamados por el dolor y ciegos de ira, se precipitan unos con espada en mano, otros blandiendo sus dardos: salen a su encuentro las escuadras laurentinas; en seguida se lanzan como un torrente en apiñado tropel los Troyanos, los Etruscos y los Arcades con sus pintadas armas; un mismo bélico furor arrastra a todos. Ruedan los altares; una tempestad de dardos obscurece el cielo; una lluvia de hierro cae sobre ambos ejércitos. Llévanse las aras y los vasos sagrados; huye el mismo rey Latino, llevándose los dioses ultrajados por el impío rompimiento de los pactos. Unos enganchan los carros o montan de un salto a caballo, y espada en mano acuden a la lid. Mesapo, impaciente por romper las paces, embiste con su caballo al rey tirreno Aulestes, que llevaba las insignias reales; cae éste al choque cuando se disponía a retroceder, y tropezando en los altares, va a dar de cabeza y con los hombros en medio de ellos; acude con su enorme lanza el fogoso Mesapo, y cogiéndole entre los pies de su caballo y alanceándole a pesar de sus súplicas, exclama así:
«Muerto es ya; ¡ésta es la mejor víctima que hemos ofrecido a los grandes dioses!» Acuden los Italos y despojan su cadáver caliente todavía. Corineo coge del ara un tizón y abrasa con él la cara a Ebuso, que acudía sembrando estrago; prende la llama en su larga barba, de que se exhala un fuerte olor; precipítase en seguida Corineo sobre su conturbado enemigo, y asiéndole de la cabellera con la izquierda, lo derriba en tierra, y sujetándolo así con la rodilla, le hinca en el costado la recia espada. Podalirio acosa de cerca con el acero desnudo al pastor Also, que en la primera fila se precipitaba por en medio de los dardos; mas éste, revolviendo la segur, le divide por mitad la frente y la barba, y con su vertida sangre riega sus armas. Un duro reposo y un sueño de hierro abruma sus ojos, que se cierran para eterna noche.
En tanto el piadoso Eneas, desnuda la cabeza, tendía a los suyos la desarmada diestra y los llamaba a gritos, diciéndoles: ¿A do os precipitáis? ¿Qué súbita discordia es ésta que se suscita? ¡Ah! ¡Refrenad las iras! ajustados están ya los pactos, arregladas todas las condiciones; sólo yo tengo derecho para lidiar; dejadme que acuda a la lid y deponed todo temor; yo afianzaré el tratado con mi mano; estos sacrificios me aseguran que mediré mis armas con Turno.» Esto decía, cuando de pronto llega silbando y le hiere una saeta, disparada no se sabe por quién, traída no se sabe por qué empuje.
Ignórase cuál azar o cuál dios diera a los Rútulos tamaña prez; perdida fue la gloria de aquella proeza, pues ninguno se jactó de haber herido a Eneas.
Turno, viendo a Eneas retirarse del campo y conturbados a sus caudillos, arde en súbita esperanza; pide sus caballos y sus armas, de un salto se precipita soberbio en su carro y ase las riendas. En su rápida carrera da muerte a multitud de fuertes guerreros, derriba a muchos medio muertos, arrolla con su carro los batallones y clava en los fugitivos las lanzas que les ha arrebatado. Cual el sanguinoso Marte, cuando en la margen del helado Hebro golpea enfurecido su escudo y provocando guerras, lanza sus ardientes caballos, que vuelan por el tendido campo dejando atrás a los notos y al céfiro; treme al batir de los cascos la Tracia hasta en sus últimos confines, y giran en torno, comitiva del dios, el negro Miedo, las Iras, las Asechanzas; tal en lo más recio de la pelea aguija Turno ufano sus caballos humeantes de sudor, insultando a sus enemigos miserablemente sacrificados; el rápido casco de sus caballos esparce sangriento rocío y estampa sus huellas en la tierra empapada de sangre. Ya había dado muerte a Stenelo, a Tamiris y a Folo; a estos dos cuerpo a cuerpo, al primero de lejos; de lejos también a Glauco y Lades, hijos de Imbraso, a quienes su mismo padre había criado en la Licia y vestido de iguales armas, y enseñándoles a pelear y a correr a caballo más veloces que el viento. Precipítase por otra parte en medio de la lid Eumedes, hijo del viejo Dolón, raza preclara en armas; revivían en él, con el nombre de su abuelo, el valor y esfuerzo de su padre, el cual, en otro tiempo, habiéndose metido como espía en los reales de los Griegos, osó reclamar por merced el carro del hijo de Peleo; pero otro premio dio el de Tideo a su proeza y ya no aspira Dolón a los caballos de Aquiles. Apenas le hubo divisado turno a los lejos en el dilatado campo, fuéle en vano persiguiendo largo trecho con una ligera lanza; logrando al fin atajar su tiro, salta del carro y derriba a Eumedes medio muerto, se precipita sobre él, y poniéndole un pie en el cuello, le arranca la espada de la diestra y se la hunde centelleante en la garganta, exclamando: «Estos son, ¡Oh Troyano! éstos son los campos, ésta es la Hesperia que has venido a conquistar y que ahora mides con tu cuerpo postrado en tierra; éste es el premio reservado a los que osan provocarme con la espada; ¡Así levantan murallas!» Asesta en seguida un dardo y envía a Asbutes a acompañar a Eumudes y también a Cloreo, s Sibaris, a Dares, a Tersíloco y a Timetes, arrojado por la cerviz de su arrodillado corcel. Cual al empuje del Bóreas que sopla del monte Edón, retumba el mar Egeo y refluyen las olas hacia la playa y se disipan las nubes en el cielo, tal cejan y sucumben arrollados los escuadrones troyanos por donde quiera que acomete Turno y se abre paso; su propio ímpetu le arrebata, y el aura que sopla de frente a su carro le agita el flotante penacho. No pudo Fegeo llevar en paciencia tanta audacia y tales bríos y echándose al encuentro del carro, asió del espumante freno a los velocísimos caballos, torciéndoles la carrera; y mientras arrastrado por ellos, y colgado del yugo, descubre el pecho, alcánzale la poderosa lanza de Turno, que rompiéndole la recia loriga, le hiere ligeramente; él, empero, cubriéndose con su broquel y vuelto de cara a su enemigo, dejábase arrastrar espada en mano, gritando socorro, hasta que el rápido empuje del eje le precipita al suelo y le atropellan las ruedas; Turno entonces va a él y de un revés, dado entre el almete y el peto, le corta la cabeza y abandona en la arena el inerte tronco.
Mientras Turno vencedor hace en el campo de batalla tales estragos, Mnesteo, el fiel Acates y Ascanio se llevaban a los reales a Eneas ensangrentado y apoyándose a cada paso en su larga lanza. Lleno de ira, pugna por arrancarse del muslo el roto dardo y pide socorro, pero pronto, ¡Pronto!
¡Que le sajen la herida con una ancha espada; que le abran un hondo boquete para extraer la punta; que le restituyan pronto a la pelea! Ya se hallaba junto a él Iapis, hijo de Iaso, predilecto de Febo, a quien en otro tiempo el dios, llevado de un vehemente amor, dio ufano sus artes y todos sus dones, los agüeros, la cítara y las veloces saetas; él, pro prolongar la vida de su desahuciado padre, prefirió conocer las virtudes de las yerbas y los usos de la medicina, y ejercer este arte calladamente y sin gloria. Bramaba Eneas rabioso, apoyado en su robusta lanza, rodeado de una multitud de gue rreros y del desconsolado Iulo, inmóvil y anegado en lágrimas, mientras el anciano Iapis, recogido atrás el manto a la manera de los alumnos de Esculapio, cata vanamente con trémula y sabia mano la herida y le aplica las poderosas hierbas de Febo; vanamente también tira del dardo con la diestra y aun logra asirle con recia tenaza. Ni la fortuna le abre camino, ni le asiste su maestro Apolo; y en tanto crece por momentos el horror de la batalla, y amenaza más de cerca el peligro. Ya ven el cielo cubierto de polvo; ya llega la caballería de Turno y cae en medio de los reales una densa lluvia de dardos; hasta los astros sube el triste clamor de los guerreros y de los que sucumben al rigor del duro Marte. Entonces Venus, condolida del inmerecido penar de su hijo, va a coger en el cretense Ida las vellosas hojas y la purpúrea flor del díctamo, bien conocido de las cabras monteses, heridas por veloz saeta. Trájolas Venus, envuelta en obscura niebla, las deslíe con agua en una fúlgida copa, les infunde ocultas virtudes y rocía el remedio con el saludable zumo de la ambrosía y con la fragante panacea; lava el anciano Iapis con él la llaga, sin conocer las virtudes, y de pronto huye del cuerpo todo el dolor; restáñase la sangre en el fondo de la herida, y siguiendo de suyo a la mano sin esfuerzo alguno, despréndese la saeta y Eneas recobra el usado vigor. «¡Luego, luego aprontas sus armas al héroe! ¿Qué os detiene? exclama Iapis, el primero en inflamar los ánimos contra el enemigo; no es obra de humano auxilio ni de arte maestra esto que habéis visto; no es mi mano ¡Oh Eneas! la que te salva; obra es de la fuerza superior de un dios, que te reserva a mayores empresas.» Sediento de lidiar, cíñese el héroe las áureas grebas; maldice toda demora y vibra la lanza; luego que ha embrazado el potente escudo y vestido la cota, estrecha a Ascanio entre sus brazos, cubiertos de acero, y besándole amorosamente la cabeza cuanto se lo consintió el ceñido yelmo, le habló de esta manera: «¡Aprende, hijo, de mí, valor y verdadera fortaleza; de otros fortuna! mi diestra va ahora a lidiar en tu defensa, y luego te asociará al glorioso galardón de estos afanes. Tú, cuando llegues a la edad madura, acuérdate de mis hechos, y alientes tu ánimo a seguir el ejemplo de los tuyos, la memoria de tu padre Eneas y de tu tío Héctor.»
Dicho est, échase fuera del campo en toda su grandeza y majestad, blandiendo una enorme lanza, y con él se precipitan en tropel Anteo, Mnesteo y toda la muchedumbre, abandonando los reales; envuelve el campo densa nube de polvo y retiembla la tierra bajo sus pies. Vióles Turno venir desde una altura frontera; viéronlos también los ausonios y un frío terror circuló por la médula de sus huesos. Antes que todos los Latinos, oyólos Iuturna, y conociéndolos por el ruido, huyó despavorida. Vuela Eneas y arrastra su negra hueste por el abierto campo; no de otra suerte rueda hacia la tierra desde la alta mar un turbión desprendido del rasgado firmamento; estremécense los corazones de los míseros labradores, presagiando de lejos ruinas para los árboles, asolación para los sembrados; todo en torno quedará arrasado; delante vuelan los vientos, llevando sus rugidos hasta las playas. Tal el capitán troyano impele su escuadrón contra los enemigos; trábanse todos cuerpo a cuerpo en apretados pelotones.
Timbreo hiere con su espada al corpulento Osiris, Mnesteo a Arquetio; Acates inmola a Epulón, Gías a Ufente; cae el mismo augur Tolumnio, el primero que asestó sus armas contra os enemigos. Alzase el vocerío hasta el cielo, y desbandados a su vez los Rútulos por los campos, vuelven la espalda al enemigo en polvorosa fuga. No se digna Eneas ni dar muerte a los fugitivos ni acometer a los que esperan a pie firme y todavía le asestan dardos; sólo a Turno busca con afán entre la densa polvareda, sólo con Turno quiere pelear.
Turbada por su espanto la virgen Iuturna, derriba entre los jaeces a Metisco, auriga de Turno, y le abandona a gran distancia, caído del carro, poniéndose ella en su lugar y tomando en un todo la voz, el cuerpo, las armas de Metisco. Cual negra golondrina que revolotea alrededor de la gran casa de un rico, recorriendo en su vuelo los altos atrios en busca de menudo pasto para su gárrulo nido, y ora resuena el batir de sus alas en los desiertos pórticos, ora en torno de los húmedos estanques; tal Iuturna va en su carro por en medio de los enemigos, acudiendo a todos lados en su rápida carrera y ostentando, ora aquí, ora allí su triunfante hermano, mas sin dejarle pelear, y logrando así alejarle del campo de batalla. en fuerza de dar no menos vueltas y revueltas, pónesele Eneas delante a cada momento, siempre ansioso de cerrar con él y llamándole a gritos por medio de los rotos escuadrones; cuantas veces consigue echar la vista a su enemigo, o prueba a alcanzar a sus caballos alados para la fuga, otras tantas Iuturna tuerce el siempre contrapuesto carro. Vanamente fluctúa su espíritu en un mar de confusiones sobre lo que ha de hacer ¡ay! en aquel trance; mil varios pensamientos le impelen a encontradas resoluciones. En esto el rápido Mesapo, que llevaba acaso en la izquierda dos flexibles venablos con puntas de hierro, blande uno de ellos y se lo asesta con certera puntería. Párase Eneas y se cubre con sus armas, doblando una rodilla, con lo que fue el venablo a darle en la cimera del almete, llevándose las más altas plumas del penacho. Subió de punto, con est, su furor; y hostigando con tales insidias, viendo que no cesaban de huir los caballos y el carro de Turno, toma repetidas veces por testigos a Júpiter y a sus altares de aquella violación de lo pactado, y se precipita en mitad de la pelea; y terrible con el favor de Marte, no pone límites a sus estragos y suelta todas las riendas a su cólera.
¿Cuál dios, cuál, inspirará mis cantos para que diga ahora tantos acerbos casos, tantos estragos diversos y tantos caudillos inmolados en el campo de batalla, ya por Turno, ya por el héroe troyano? ¡En tal conflicto te plugo poner, oh Júpiter, a naciones destinadas a vivir en eterna paz! Eneas sin más demora, arremete por el costado al rútulo Sucrón (y esta primera embestida afirma en su puesto a los Troyanos), y con la fiera espada traspasa las costillas y las junturas del pecho, que es la parte por donde más rápido penetra la muerte. Turno echa pie a tierra y pelea con Amico, derribado de su caballo, y con su hermano Diores, a quienes hiere, a aquél con una larga lanza, a éste con la espada, y cuelga de su carro las cortadas cabezas de ambos, que se lleva chorreando sangre. Eneas da muerte, en un solo combate, a tres, Talón, Tanais y el fuerte Cetego, y también al triste Onites, guerrero tebano, hijo de Peridia. Turno inmola a unos hermanos que habían venido de la Licia y de los campos de Apolo, y al joven Menetes, nacido en la Arcadia, que en vano aborrecía la guerra, y cuyo oficio era la pesca a orillas del lago de Lerna, donde habitaba una pobre choza, sin conocer las moradas de los poderosos; su padre cultivaba una heredad arrendada. Cual dos hogueras encendidas en los opuestos límites de una seca espesura, entre resonantes ramas de laurel, o como dos espumosos torrentes derrumbados de los altos montes y corren con estruendo por el llano, arrasando uno y otro su camino, no con menor ímpetu se precipitan Eneas y Turno en medio de la batalla: entonces más que nunca arden sus pechos en ira; de ellos se les saltan los jamás vencido corazones, y echan en la matanza el resto de su brío.
Ase Eneas de un enorme peñón, y con él hiere y derriba en tierra a Murrano, muy preciado de su antiguo abolengo, y que se decía descendiente de los reyes latinos; cae bajo las riendas y el yugo de su carro, y atropellado por las ruedas, pisotéanle los ardientes cascos de sus propios caballos, olvidados de que es su amo. Turno cierra con Hilo, que iba a acometerle ciego de furor, y le asesta una lanza en las sienes, cubiertas de un yelmo de oro, atravesándole con ella y dejándosela hincada en el cerebro. No bastó tu diestra para liberarte de Turno, ¡Oh Creteo! el más fuerte de los Griegos, ni protegieron a Cupenco sus dioses cuando vino sobre él Eneas, que le abrió el pecho con su pesada espada, sin que aprovechase al mísero la defensa del herrado broquel. También a tí, Eolo, te vieron caer los campos laurentinos y cubrir gran trecho la tierra con tu cuerpo; ¡Tú, a quien no pudieron postrar ni las falanges argivas, ni Aquiles, el destructor del reino de Príamo, sucumbes aquí; aquí había señalado el destino término a tu vida; tenías un gran palacio al pie del Ida, un gran palacio en Lirneso; en el suelo laurentino tienes un sepulcro. Todas las huestes, todos los Latinos, todos los Troyanos se traban en fiera lid; Mnesteo, y el impetuoso Seresto, y Mesapo, domador de caballos, y el fuerte Asilas, y la infantería toscana, y la caballería árcade de Evandro, todos luchan cuerpo a cuerpo con desesperado brío, sin descanso, sin tregua, en grande y recia batalla.
En esto inspiró a Eneas su hermosísima madre la idea de que se dirigiese a la ciudad de Laurento, de que volviese rápidamente sobre ella sus huestes y con súbito estrago confundiese a los Latinos: él, mientras con vivo afán iba persiguiendo a Turno, por medio de los escuadrones y dirigiendo los ojos por todos lados, vio la ciudad segura al lado de tantos horrores e impunemente sosegada. Inflámale al punto la imagen de mayor batalla, y llamando a los capitanes Mnesteo, Sergesto y el fuerte Seresto, se sube a un collado, al que acude el resto de los Troyanos, sin soltar ninguno el escudo ni los dardos, y puesto en medio de ellos, les habla así desde su altura: «Hágase al punto lo que voy a decir: Júpiter es con nosotros: nadie tarde en obedecerme, pues la empresa requiere gran diligencia. Si hoy esa ciudad, causa de la guerra y capital del rey Latino, no declara que quiere recibir el yugo y obedecer vencida, la destruiré y arrasaré sus humeantes edificios. ¿Por ventura habré de estar aguardando a que plazca a Turno pelear conmigo, y a que, vencido ya, pruebe fortuna segunda vez? Ahí está ¡Oh ciudadanos! la cabeza, ahí el alma de esta nefanda guerra. Traed pronto hachas, y reclamad con incendios el cumplimiento de lo pactado.» Dijo, y todos, impulsados de igual brío, se forman en cuña, y apretados unos contra otros, se encaminan a la ciudad. Aparecen de improviso escalas y hogueras: unos se precipitan a las puertas y acuchillan a los primeros que encuentran; otros disparan dardos, y con su muchedumbre anublan el cielo. Eneas entre los primeros tiende la diestra hacia las murallas y con grandes voces increpa a Latino; toma a los dioses por testigos de que por segunda vez le obligan a lidiar, de que por segunda vez le hostilizan los Italos y de que aquél es el segundo pacto que han roto. Suscítase discordia entre los amedrentados ciudadanos; unos quieren que se le entregue la ciudad, que se abran las puertas a los hijos de Dárdano, y traen por fuerza a las murallas al mismo Rey; otros se arman y corren a defender los adarves. No de otra suerte cuando un pastor busca y descubre un enjambre metido en esponjosa peña, y la llena de amargo humo, azoradas las abejas se agitan y discurren por sus reales y se embravecen con grandes zumbidos; ondea el negro y oloroso vapor por sus moradas, resuenan el interior de la peña con sordo murmullo, y sube el humo por el aire vano.
Sobrevino en esto a os fatigados Latinos un desastre que llenó de aflicción a toda la ciudad. La Reina, que ve desde su palacio venir a los enemigos en son de acometer las murallas; que cunde el incendio por las casas, y que no aparecen por parte alguna las huestes rútulas, ni la gente de Turno, cree, infeliz, que éste ha sido muerto en la batalla, y conturbada su mente con súbito dolor, se acusa de ser la causa primera y criminal de tantas desventuras, y fuera de sí, exhalando en gritos mil su desesperación, rasga con su propia mano, destinada a cercana muerte, su purpúreo manto, y suspende de una alta viga el nudo que ha de poner término horrible a su vida. Apenas las míseras Latinas supieron aquella catástrofe, acudieron al palacio en furioso tropel. Lavinia, la primera, se mesa los rubios cabellos y se desgarra las rosadas mejillas; todas alrededor del cuerpo de la Reina, llenan de lastimeros alaridos el palacio. Cunde de allí la horrible nueva por toda la ciudad; acude el rey Latino, rasgadas las vestiduras, anonadado a la vista del cruel destino de su esposa, y de la ruina de su ciudad, y cubriendo de inmundo polvo su cabellera cana, se acusa una y mil veces de no haber acogido antes al dardanio Eneas, y de no haberle, de grado, admitido por yerno.
En tanto el belicoso Turno, en el otro extremo del campo, persigue a algunos pocos desbandados, ya más lento y cada vez menos ufano de la velocidad de sus caballos. Trájole entonces el aura aquel clamoreo de dolor lleno de vagos terrores e hirieron sus atentos oídos el estruendo y el tristísimo murmullo de la conturbada población: ¡Ay de mí! ¿Qué desastre aflige a la ciudad? ¿Por qué se elevan tales clamoreos de todo su ámbito?», exclama, y párase como insensato, tirando a sí las riendas: entonces su hermana Iuturna, que bajo la figura del auriga Metisco, regía el carro, los caballos y las riendas, se vuelve a él y le habla en estos términos: ¡Oh Turno! demos alcance a los Troyanos por este camino que nos abre nuestra primera victoria: otros defenderán la ciudad. Eneas embiste a los ítalos y les da recia batalla: hagamos nosotros fiero estrago en los Teucros; no te retirarás del campo ni con menos gente ni con menos honra que Eneas.»
Turno le responde: «¡Oh hermana! pues ya ha tiempo que te reconocí, desde que a favor de un ardid rompiste mis pactos y tomaste parte en esta batalla, vanamente ¡Oh diosa! quieres también engañarme en este instante. Mas ¿Quién pudo hacerte dejar el Olimpo y arrostrar tamaños afanes? ¿Vienes acaso a presenciar la cruel muerte de tu infeliz hermano?
porque, ¿Qué puedo hacer? ¿Que esperanza me ofrece ya la fortuna? Yo he visto con mis propios ojos sucumbir a impulsos de una gran herida el gran Murrano, el más querido de mis amigos, pidiéndome auxilio. También cayó el infeliz Ufente por no ver mi deshonra, su cuerpo y sus armas están en poder de los Teucros. ¿He de consentir(esto solo falta a mi ignominia) la destrucción de esa ciudad? ¿No ha de desmentir mi diestra las palabras de Drances? ¿Habré de volver la espalda? ¿Y esta tierra ha de ver a Turno huir? ¿Por ventura es un mal tan grande la muerte? Sedme propicios vosotros, ¡Oh dioses del Averno! pues se ha apartado de mi el favor de los númenes celestiales. Alma santa e inocente de este crimen, descenderé a vosotros, siempre digno de mis grandes progenitores.»
No bien hubo pronunciado estas palabras, cuando he aquí que llega a escape por en medio de los enemigos, en su caballo cubierto de espuma, Saces, herido de un flechazo en la cara, implorando el nombre de Turno. «En ti ¡Oh Turno!
estriba nuestra postrera esperanza: ten compasión de los tuyos: Rayo de la guerra, Eneas amenaza destruir y asolar los altos alcázares de Italia. Ya el incendio vuela por las techumbres: a ti, sólo a ti vuelven el rostro y los ojos los Latinos; el mismo rey Latino titubea y duda cuál yerno elija, a qué alianza se incline: además la Reina, parcialísima tuya, se ha dado con su propia mano desesperada muerte; solo Mesapo y el fiero Atinas sostienen el combate en las puertas, cercadas de apiñadas huestes y de una horrible valla de espadas desnudas, mientras tú paseas tu carro por esta solitaria pradera.»
Confuso Turno con la imagen de aquellos varios desastres, quedó como petrificado, mudo y con los ojos fijos, hirviendo juntamente en su corazón la vergüenza, el frenesí mezclado de dolor acerbo, su amor exaltado por las furias y el sentimiento de su propio valor. Disipadas aquellas primeras sombras y recobrada la luz del entendimiento, vuelve con sombrío ademán los ardientes ojos a las murallas y contempla desde su carro la gran ciudad. Alzase ondeando, de entre las fortificaciones de madera, un furioso remolino de llamas y envuelve una torre que él mismo había labrado con trabados tablones, sustentada por ruedas y defendida por altos puentes. «Los hados, exclama, los hados triunfan, ¡Oh hermana mía! renuncia a detenerme: volemos adonde un dios y la fortuna adversa me están llamando. Resuelto estoy a pelear con Eneas; resuelto a arrostrar la muerte, por más acerba que sea; no me verás ¡Oh hermana! deshonrado por más tiempo; ¡Déjame, te ruego, déjame desfogar, antes de morir, esta rabia que me abrasa!» Dijo, y saltando ligero de su carro, precipítase al encuentro de las armas enemigas; abandona a su afligida hermana, y con rápida carrera rompe por medio de las huestes contrarias. cual peñasco derrumbado de la cumbre de un monte, ya impelido del viento, ya de furioso aguacero, ya carcomido su asiento por los años, rueda al abismo con poderoso empuje y rebota en el suelo, arrastrando en su caída selvas, ganados y hombres; tal se precipita Turno hacia los muros de la ciudad por en medio de los toros escuadrones, hollando un suelo hondamente empapado de sangre, entre innumerables dardos, que van silbando por el viento. Hace una señal con la mano, y dice así en alta voz:
«Teneos, ¡Oh Rútulos! y vosotros ¡Oh Latinos» deponed las armas; sea cual fuere la fortuna que nos aguarda, esa fortuna es la mía; justo es que yo solo pague por vosotros la pena del quebrantado pacto y que lidie yo solo.» Con esto se retiran todos a los lados, dejando en medio un gran espacio.
Entonces el caudillo Eneas, oído el nombre de Turno, sale de la ciudad, abandonando el ataque de las altas torres; no se da tiempo para nada y suspende los trabajos del asedio y rebosando alborozo, hace retumbar con son horrendo sus armas, tan grande y majestuoso como el monte Atos, como el Erix o como el mismo padre Apenino cuando bate el viento sus relucientes encinas y levanta ufano al firmamento su nevada cumbre. Ya, por fin, Rútulos y Troyanos y los Italos todos vuelven los ojos al lugar del combate, lo mismo los que guarnecían los adarves que los que estaban batiendo con el ariete el pie de los muros; todos desciñen de sus hombros las armas; el mismo rey Latino contempla suspenso a aquellos dos grandes guerreros, nacidos en diversas partes del orbe, prontos a cruzar el hierro en fiera lid. Tan luego como vieron el campo libre, arrójanse de lejos sus lanzas y se arremeten con impetuosa carrera, chocándose escudo con escudo, hierro contra hierro. Gime la tierra, martíllanse uno a otro con las espadas; vense allí en su más alto punto unidos valor y fortuna. Cual en la dilatada selva de Sila o en la cima del Taburno, cuando se topan en furiosa pelea dos toros, se retiran los vaqueros, medrosos, quédase inmóvil, muda de espanto, toda la torada, y dudan las novillas cuál quedará dominador del bosque, a cuál habrá de seguir toda la manada; ellos, en tanto, con brioso empuje se acribillan de heridas, se traban de los cuernos y uno a otro se bañan con arroyos de sangre cuello y brazos; el bosque entero retumba con sus mugidos, que repiten los ecos. No de otra suerte chocan con sus escudos el troyano Eneas y el heroico hijo de Dauno; el gran fragor de sus armas atruena el viento. Júpiter, en tanto, mantiene la balanza en el fiel y pone en ella los hados de los dos combatientes, para ver a cuál condena el resultado de aquella lid, de qué lado se inclina el peso de la muerte. Da Turno un salto, juzgando la ocasión propicia, y erguido el cuerpo, y alta la espada, tira un tajo a Eneas. Prorrumpen en clamores los Troyanos y los trémulos Latinos, y crece la angustia en ambos ejércitos; más rómpese la pérfida espada, dejando al ardiente Rútulo abandonado en aquel trance, sin haber logrado herir a su contrario y sin más recurso que apelar a la fuga, y huye, en efecto, más rápido que el euro, viendo en su desarmada diestra una empuñadura desconocida. Es fama que cuando precipitadamente subió a su carro para volar a los primeros combates, dejando inadvertido la espada de su padre, asió en su fogosa impaciencia, la de su auriga Metisco, la cual le bastó por mucho tiempo, mientras huían los Teucros desbandados; mas cuando tuvo que cruzarse con las armas forjadas por Vulcano, aquella espada, obra de un mortal, saltó al primer golpe, frágil como el hielo; sus pedazos resplandecen sobre la roja arena. Huye, pues Turno desatentado y sin dirección por todo el campo, en raudos giros, pues por todas partes le está cerrada la salida: de un lado le cerca la espesa muchedumbre de los Troyanos; por aquí una ancha laguna, por allí las altas murallas de Laurento.
Con no menos ligereza le persigue Eneas, aunque a veces se resiente de su herida, dificultándole el correr, y lleno de ardor acosa con su pie el pie de su acobardado enemigo. No de otra suerte el ventor, cuando encuentra a un ciervo atajado por la margen de un río o por el espanto que le produce el valladar de rojas plumas, le persigue y acosa con sus ladridos; huye el venado despavorido del engaño y de la escarpada ribera, y busca mil y mil escapes; mas el ligero sabueso de Umbría se le echa siempre encima, abiertas las fauces, pronto a hacer presa de él a cada momento, dando dentelladas, cual si ya le hubiera asido, y mordiendo en vago. Alzase entonces de los dos ejércitos un gran vocerío, que repiten las riberas y el vecino lago, atronando todo el firmamento. Va Turno en su huida increpando a los Rútulos, llamando a cada uno por su nombre y suplicando que le traigan su acostumbrado acero; pero Eneas amenaza exterminar en el acto al que intervenga en la lid; aterra a todos, jura que reducirá a polvo la ciudad, y herido como está, persigue sin tregua a su enemigo. Cinco veces dan la vuelta entera a la arena en un sentido, y otras tantas emprenderán en otro la misma carrera, como quienes no contendían por cosa liviana o de juego, sino por la vida y la sangre de Turno. Había, por dicha, en aquel sitio un acebuche de amargas hojas consagrado a Fauno, árbol venerado en otro tiempo de los mareantes, que salvados de las olas, acostumbraban clavar en él sus ofrendas a aquella divinidad de Laurento y suspender ropas votivas de sus ramas; mas ignorantes de esto los Teucros, habían derribado el sagrado árbol con los demás, con objeto de despejar el campo de batalla; en él quedó fija la lanza de Eneas; que, asestada con recio ímpetu, fue a hincarse en las tortuosas raíces. Bajóse Eneas y pugnó por arrancarla para arrojársela a su enemigo, a quien no podía alcanzar a la carrera: entonces Turno, loco de pavura, «¡Oh Fauno! exclamó, compadécete de mi; y tú ¡Oh tierra excelente! retén esa lanza, si siempre os di el debido culto que los secuaces de Eneas han profanado con esta guerra.» Dijo, y no en vano invocó el auxilio del dios, pues por más que forcejeó contra la tenaz raíz, no pudo Eneas arrancarle su presa, y mientras pugna rabioso y se obstina por conseguirlo, la diosa hija de Dauno, trocada segunda vez en figura del auriga Metisco, acude y entrega a su hermano la espada paterna. Venus, entonces, indignada de lo que había osado hacer la Ninfa, acude también y arranca de la honda raíz la clavada lanza; ellos entonces, erguidos y arrogantes, reparados con nuevas armas y bríos nuevos, fiado uno en su espada, formidable y poderoso el otro con su lanza, recomienzan, jadeando, la empeñada lucha.
En tanto el Rey del omnipotente Olimpo habla en estos términos a Juno, que estaba contemplando la batalla desde una rutilante nube: «¿Cuál será, esposa mía, el término de esta guerra? ¿Qué resta aún por fin? Bien sabes, y tú misma lo confiesas, que Eneas ha de subir al Olimpo, y que los hados le reservan un asiento encima de las estrellas. ¿Qué tramas, pues? ¿Qué esperanza te tiene fija en esta fría región de las nubes? ¿Estuvo bien, por ventura, que profanase a un numen herida abierta por mano mortal? ¿Fue bien restituir a Turno su espada (pues sin ti ¿que hubiera podido Iuturna?), y acrecer la pujanza de los vencidos? Desiste ya de tu empeño, en fin, y déjate vencer de mis ruegos; no te entregues por más tiempo a esa callada pena que te devora, antes bien tu dulce boca deposite en mí tus tristes cuidados; ya es llegado el momento supremo: hasta ahora pudiste acosar por tierras y mares a los Troyanos, encender esa guerra impía, deshonrar la casa real de Latino y ensangrentar las preparadas bodas: te prohibo nuevos intentos.» Así habló Júpiter, y de esta manera le responde la hija de Saturno, con sumiso continente: «Porque sabía ¡Oh poderoso Júpiter! esa tu voluntad, abandoné a pesar mío, a Turno y dejé la tierra; de otra suerte, no me verías sola en esta aérea región, devorar indignos ultrajes; antes, cercada de llamas, me presentaría en el mismo ejército y arrastraría a los Teucros a tremendas lides. Confieso que persuadí a Iuturna acudir al socorro de su infeliz hermano y aprobé que intentase aún más para salvarle la vida, pero no que recurriese al arco y a las flechas: lo juro por la implacable fuente de las aguas Estigias, único culto a que están sujetos los dioses celestiales. Cedo, pues, en fin, y abandono esa guerra, que ya aborrezco. Una sola cosa, y que no está subordinada a ley alguna del hado, te suplico por el Lacio, por la majestad de los tuyos, y es que cuando un feliz enlace (¡Sea!) venga a ajustar las paces; cuando ya hayan unido a ambos pueblos leyes y pactos comunes, no exijas que truequen su antiguo nombre los Latinos, hijos de este suelo, ni se tornen Troyanos, ni se llamen Teucros, ni tampoco que muden lengua ni traje. Subsista el Lacio; subsistan siglos y siglos los reyes albanos; sea poderoso el linaje romano por el valor de los Italos. Troya pereció: permite que con ella perezca su nombre.»
Así le replica, sonriéndose, el Hacedor de los hombres y de las cosas: «Eres hermana de Júpiter, eres como yo hija de Saturno, y ¡tales torrentes de ira revuelves en tu pecho! ¿Ea, pues, aplaca ya ese vano furor; te concedo lo que deseas, y vencido y de grado me rindo a tu voluntad: los Ausonios conservarán su lengua y las costumbres de sus padres! conservarán también el nombre que llevan; los Teucros no harán más que embeberse en ese gran cuerpo de nación; añadiré a su religión algunos de los antiguos ritos troyanos, y formaré de todos ellos un solo pueblo, que se denominará Latino. La descendencia que de ahí nacerá, mezclada con la sangre ausonia, verás que excede en piedad a los hombres y aun a los dioses: ningún linaje celebrará jamás con igual pompa tus honores.» Condescendió con esto Juno, inclinando la frente en señal de anuencia, y llena de gozo, abrió su mente a otros pensamientos; luego, abandonando la nube en que estaba, se remontó al cielo. Hecho esto, revuelve otras ideas en su mente al Padre de los dioses y se dispone a apartar a Iuturna de las armas de su hermano. Dos plagas hay, denominadas Furias, a quienes la negra Noche dio a luz en un mismo parto con la infernal Megera, y a quienes, como a ella, ciñó de víboras la cabeza y dio alas ligeras como el viento. Estas asisten junto al solio de Júpiter, en los umbrales de su formidable morada, y aguijan el miedo en los míseros mortales, ya cuando el rey de los dioses previene horrible mortandad y enfermedades, o espanta con la guerra a las ciudades culpables. Júpiter envió desde el supremo Olimpo a una de ellas, veloz, y le mandó que se presentase a Iuturna como funesto agüero. tiende ella su vuelo y se lanza a la tierra en rápido torbellino. No de otra suerte, impelida del arco cruzando las nubes, la saeta, que empapada en la hiel de fiero veneno dispara el Parto o el Cidón, causa de mortal herida, surca de improviso las leves sombras, silbando veloz; tal la hija de la Noche se dirigió a la tierra. Tan luego como vio que las huestes troyanas y los escuadrones de Turno, trocóse de pronto en la figura de aquella avecilla que, posada por las noches en los cementerios o en los tejados de las casas abandonadas, importuna las sombras con su lúgubre canto.
Así transformada, empieza la Furia a girar con ruidoso vuelo alrededor de la cabeza de Turno, rozando las alas en su escudo: con esto un desconocido terror embota los miembros del guerrero; erízansele los cabellos y la voz se le pega a la garganta. Apenas Iuturna reconoció de lejos el chillido y vuelo de la Furia, mesóse los destrenzados cabellos arañándose el rostro y golpeándose el pecho. «¿En qué puede ¡Oh Turno! en qué puede tu hermana ayudarte ahora? ¿Qué me queda ya, triste de mí? ¿Con cuál arte me será dado prolongar tu vida? ¿Puedo por ventura oponerme a ese monstruo?
Huyo, huyo de este campo de batalla. Dejadme, no me aterréis más, impuras aves; reconozco el crujir de vuestras alas, presagio de muerte; ni se me ocultan tampoco los soberbios mandatos del magnánimo Júpiter: ¡Así me paga mi robada virginidad! ¿Por qué me concedió eterna vida? ¿Po r qué me exceptuó de la condición de morir? Ahora podría poner seguro término a tantos dolores y acompañar en la mansión de las sombras a mi mísero hermano. ¿Yo mortal? ¿Y qué dulzura me queda ya en el mundo? ¡Oh hermano mío! ?Oh si hubiese alguna tierra bastante profunda para tragarme y sumirme, aunque diosa, en los abismos infernales!» Dicho esto, cubrióse la cabeza con un cerúleo manto, y exhalando dolorosos gemidos, fue a ocultarse en el profundo río.
En tanto el grande Eneas acosa a Turno blandiendo su enorme y refulgente lanza y clama así con sañudo pecho:
«¿Por qué te detienes ahora? ¿Por qué ¡Oh Turno! no acudes a la lid? No es ocasión ésta de correr, sino de pelear de cerca con terribles armas. Toma cualesquiera semblanzas; echa mano de todos tus recursos, ya de valor, ya de artificio; pide a os dioses que te den alas para remontarte a los astros o que te sepulten en los huecos senos de la tierra.» Meneando la cabeza, así le responde Turno: «No me aterran, feroz enemigo tus arrogantes palabras; me aterran los dioses, me aterra el enemigo Júpiter.» No dijo más, y mirando en derredor, vio una enorme piedra que por dicha yacía en el llano, término señalado de antiguo a una heredad para evitar litigios: doce hombres de los más forzudos que hoy produce la tierra, escasamente hubieran podido sustentarla sobre sus cuellos.
Turno ase de ella con trémula mano, se empina cuanto puede, y corriendo precipitado la arroja contra su enemigo; mas es tal su turbación, que ni él mismo sabe si corre o acomete, si levanta la enorme piedra con su mano y la arroja. Dóblanse sus rodillas, helada la sangre se le cuaja en las venas: así fue que la piedra, girando por el espacio vacío, ni cruzó todo el trecho que le separaba de Eneas, ni llegó a herirle. Y como de noche, entre sueños, cuando un lánguido letargo abruma nuestros ojos, se nos figura que pugnamos en vano por correr afanosos, y en medio de nuestros conatos sucumbimos con doliente angustia, y ni acertamos a hacer uso de la lengua, ni sostienen el cuerpo las acostumbradas fuerzas, ni podemos gritar ni hablar; así Turno, por más que se esfuerce con valor por hallar camino para salir de aquel trance, le cierra la infernal Furia toda salida. Entonces mil varias ideas se revuelven en su atribulado pensamiento; tiende la vista a los Rútulos y a la ciudad, pero el miedo le ataja y se estremece al amago de la lanza de Eneas. No discurre cómo escapar, ni se siente con bríos para embestir a su enemigo, ni ve su carro, ni a su hermana, que antes le servía de auriga. Eneas, aprovechándose de su indecisión, con certera mirada, vibra contra él su fatal lanza y se le arroja desde lejos con toda su fuerza: jamás murallas de piedra batidas por el aire crujieron en tal manera; jamás estalló el rayo con tan horrísono estampido. Vuela a semejanza de negro turbión la mortífera lanza, y traspasando los bordes de la loriga y los siete cercos del escudo, se le entra rechinando por mitad del muslo: dobladas las rodillas, cae en tierra herido el gigantesco Turno. Prorrumpen los Rútulos en gemidos, retumba en torno todo el monte, y los profundos bosques repiten el estruendo con lejanos ecos. El, humilde y suplicante, tendiendo a Eneas la vista y las manos desarmadas, «Merezco lo que me sucede, le dice; no te imploro, haz uso del derecho que te da la suerte; mas si alguna compasión puede inspirarte un padre desventurado (y también fue el tuyo Anquises), yo te ruego que te compadezcas de la ancianidad de Dauno: devuélveme a los míos, o a lo menos devuélveles mi cuerpo exánime. Venciste, y ya los Ausonios me han visto tenderte, vencido, las palmas: tuya es Lavinia; no vayan más allá tus rencores.»
Detúvose con esto el formidable Eneas, volviendo a una y otra parte los ojos, suspensa la diestra, indeciso sobre lo que debía hacer, y ya las palabras de Turno empezaban a ablandarle, cuando se ofrece a su vista en el pecho caído el infausto talabarte del mancebo Palante, reluciente con sus conocidos resaltos de oro; de Palante, a quien Turno diera muerte después de haberle vencido, y cuyos enemigos y ricos despojos llevaba pendientes de los hombros. No bien Eneas hubo devorado con la vista aquellos despojos, ocasión para él de acerbo dolor, inflamado por las Furias y terrible en su cólera, «¿De escaparte me hablas, cuando te veo vestido con estos despojos de los míos? exclamó. Palante, Palante es quien te inmola con esta herida, y con tu criminal sangre toma venganza.» Esto diciendo, húndele, ciego de ira, la espada en el pecho; un frío de muerte desata los miembros de Turno, e indignado su espíritu, huye, lanzando un gemido, a la región de las sombras.
F I N