La Eneida
Publio Virgilio Marón
La Eneida (en latín Aeneis) es la obra maestra de Publio Virgilio Marón, uno de los más célebres de todos los poetas romanos. Estos poemas, divididos en doce libros y dos tomos, fueron escritos entre los años 29 a. C. a 19 a. C. bajo el encargo del emperador Augusto con el fin de darle a Roma una épica fundacional. Basándose en la obra homérica, Virgilio relata la épica de Eneas, un héroe troyano que escapa a la destrucción de Troya y tras un viaje plagado de amenazas y aventuras concluye con la fundación de Roma a la manera de los mitos griegos.
La Eneida
Tomo I
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI
Tomo II
Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – Libro XI – Libro XII
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SÉPTIMO LIBRO
Tú también ¡Oh Cayeta! nodriza de Eneas, diste con tu muerte eterna fama a nuestras playas; aun hoy tu memoria protege estos sitios, y tu nombre declara, si algo vale esta gloria, en qué lugar de la grande Hesperia descansan tus huesos.Celebradas las exequias conforme al rito, y erigido un túmulo de tierra, el piadoso Eneas, luego que se sosegó el hondo mar, dio la vela y abandonó el puerto. Era de noche; soplaban las auras blandamente; la blanca luna los alumbraba en su rumbo y con su trémula luz rielaban las aguas del mar.
Pasan las naves rozando la orilla del país circeo, donde la opulenta hija del sol hace resonar sus repuestos bosques con perpetuo canto, y en sus soberbios palacios quema oloroso cedro a la luz de la luna, mientras teje con sutil lanzadera delicadas telas. Oyense allí, a deshora de la noche, rugido de leones reluchando por romper sus cadenas; óyense cerdosos jabalíes y osos, que se embravecen en sus jaulas, y aullidos de espantables lobos, a quienes la cruel Circe, a favor de poderosas yerbas, trocó la figura humana en semblante y cuerpo de fieras. Para que impelidos al puerto no experimentasen semejantes transformaciones los piadosos Troyanos ni pisasen horribles playas, Neptuno hinchó sus velas con favorables vientos, impulsólos en rápida fuga y los sacó de aquel hirviente estrecho.
Ya se sonrosaba la mar con los primeros rayos del sol y la rápida aurora desde el alto éter resplandecía en su carro, tirado por dos caballos de color rosa, cuando se aplanó el viento, cesó de repente todo soplo, y los remos empezaron a batir la mar, inmóvil como el mármol. En esto Eneas descubre desde el piélago un espacioso bosque, por en medio del cual va el caudaloso y manso Tíber, amarillo con su abundante arena, a desembocar con rápidos remolinos en la mar; en derredor y encima del río varias aves, acostumbradas a sus riberas y a sus aguas, llenaban de dulces melodías el viento con sus gorjeos y revoloteaban por el bosque. Allí manda Eneas a sus compañeros que tuerzan el rumbo, enderezando a tierra las proas. y se entra alegre por el umbroso río.Préstame ahora tu auxilio ¡Oh Erato! para que diga cuáles fueron los reyes, cuáles los remotos sucesos, cuál el estado del antiguo Lacio, cuando un ejército extranjero arribó por primera vez en naves a las playas ausonias, y recuerde la ocasión de aquellos primeros combates; inspira ¡Oh diosa! inspira al poeta. Voy a cantar horrendas batallas; diré los ejércitos, los reyes animados a la matanza, la hueste tirrena y toda la Hesperia armada. De más alto empeño, más ardua que hasta aquí, es ahora mi empresa. Regía en larga paz sus campos y sus felices ciudades el anciano rey Latino, hijo de Fauno y de la ninfa Marica Laurentina; Fauno era hijo de Pico, cuya ascendencia ¡Oh Saturno! remonta hasta ti, primer fundador de su linaje. No tenía este Rey, por disposición de los dioses, hijo alguno varón, pues uno que tuvo le había sido arrebatado en la flor de sus años; sólo le quedaba una hija heredera de su casa y de sus vastos estados y ya en edad de tomar marido. Multitud de príncipes del gran Lacio, la Ausonia toda la pretendían, y sobre todos el bizarrísimo Turno, de antiguo y poderoso linaje, a quien la esposa del Rey deseaba por yerno con extremado empeño; mas los dioses lo impiden por medio de varios tremendos prodigios. Había en lo más retirado y profundo del palacio, un laurel de sacro ramaje, conservado de muy antiguo con religioso temor, el cual era fama que se había hallado el rey Latino en la época en que empezara a edificar su capital, y que había consagrado a Febo, por donde recibieron sus pobladores el nombre de Laurentinos, Ocurrió un día ¡Oh asombro! que una apiñada muchedumbre de abejas, cruzando el líquido éter con gran ruido, fue a posarse en la copa de aquel laurel, y enredadas unas con otras por los pies, quedaron suspensas de las frondosas ramas, formando de súbito un enjambre. Al punto mismo dijo así un adivino: «En esa señal vemos la llegada de un varón extranjero y de un ejército que se dirige a estas regiones por la parte de donde vienen esas abejas, y que nos dominará desde nuestro excelso alcázar.» Además, un día en que la virgen Lavinia estaba al lado de su padre, quemando en los altares castos inciensos, vióse (¡cosa horrible!) prender el fuego en sus largos cabellos y arder con resonante llama todas sus galas e inflamarse su velo real y su rica diadema de pedrerías; luego se la vio rodeada de humo, y roja luz rociar con fuego todo el palacio. Terrible y maravilloso declararon este portento los augures; porque, si bien prometía a Lavinia fama y destino insignes, amenazaba al pueblo con terrible guerra. Cuidadoso el Rey con estos prodigios, va a consultar los oráculos de su fatídico padre Fauno en las selvas donde resuena el caudaloso raudal de la sagrada fuente Albunea, que cubierta de opacas sombras, exhala mefíticos vapores.
Allí acuden en los casos dudosos a pedir oráculos las gentes de Italia y toda la Enotria; allí cuando el sacerdote lleva sus dones y se echa a dormir, en la callada noche, sobre las pieles extendidas de las ovejas sacrificadas, ve en sueños revolotear muchos espectros de maravillosa manera, y oye varias voces y disfruta los coloquios de los dioses y hace llegar sus palabras hasta el Aqueronte en los profundos avernos. Allí también entonces el padre Latino, a fin de obtener oráculos, había inmolado conforme al rito, cien lanudas ovejas y yacía acostado sobre sus extendidas pieles, cuando de pronto salió de lo más hondo de la selva una voz que decía: «No pienses, hijo mío, en dar tu hija a un esposo latino, ni creas en las ya preparadas bodas. Vendrá un yerno extranjero, con cuya alianza se levantará nuestro nombre hasta las estrellas, y cuyos descendientes verán sometidas a sus pies y regidas por sus leyes cuantas naciones contempla el sol recorriendo uno y otro Océano.» No recató el rey latino esta respuesta de su padre Fauno, ni el aviso que le diera en la callada noche; antes ya la Fama voladora lo había difundido por todas las ciudades ausonias, cuando la juventud troyana llegó a aferrar su armada en la hermosa ribera.
Tiéndense Eneas, los principales caudillos y el hermoso Iulo bajo las ramas de un árbol; dispónense la comida, y para ello colocan sobre la yerba tortas de flor, hacinando luego sobre aquel asiento, dado por Ceres (así se lo sugirió el mismo Júpiter), multitud de frutas silvestres. Consumidos estos manjares, como su escasez los forzase a morder las tortas, a violar con mano y dientes audaces el círculo de la fatal corteza y a no perdonar sus espaciosos cuadros, «¡Ay, hasta las mesas nos comemos!», exclamó Iulo, sin hacer nada más alusión al oráculo. Estas palabras fueron para los troyanos el primer anuncio del fin de sus trabajos, y Eneas, atajándolas en los labios de su hijo, exclamó así al punto, pasmado de su significación profética: «¡Salve, oh tierra que me debían los hados! ¡Salve, oh vosotros, también fieles penates de Troya!
Esta es nuestra morada, ésta es nuestra patria: en estos términos (ahora lo recuerdo) me reveló mi padre Anquises los arcanos del destino. Cuando arrojado a ignotas playas el hambre te fuerce, hijo mío, consumidos ya los manjares, a devorar también las mesas, cuenta entonces que hallarás asiento en tus fatigas y acuérdate de fundar allí con tu mano y fortificar una primera población. Esta es aquella hambre que nos estaba profetizada; ésta es la última calamidad por que nos restaba pasar como término de nuestras miserias…
Animo, pues, y a la primera luz del nuevo sol exploremos estos sitios, veamos qué gentes los pueblan, dónde están sus ciudades y encaminémonos desde el puerto en todas direcciones. Ahora apurad las copas en honor de Júpiter, invocad en vuestras preces a mi padre Anquises y traed más vino a las mesas.» Dicho esto, ciñe sus sienes con una hojosa rama e invoca al Genio de aquellos sitios, a la tierra, divinidad anterior a todas, y a las Ninfas y a los aun desconocidos ríos de aquellas regiones; luego a la Noche y a los astros que nacen en ella, a Júpiter de Ida; después, como es justo, a Cibeles frigia y a la madre que tiene en el cielo y a su padre que está en el Erebo. En esto el omnipotente Júpiter hizo retumbar tres veces su trueno en el claro cielo y mostró en el éter una rutilante y áurea nube, que él mismo blandía con su mano; entonces cunde de pronto por el ejército troyano el rumor de que es llegado el día en que va a edificar la ciudad prometida; con lo que al punto renuevan las mesas y regocijados con aquel gran presagio, previenen las copas, y ya llenas de vino, las coronan de ramos y flores.
Apenas despuntaron al siguiente día los primeros albores, parten por diversos caminos a explorar la ciudad, los términos y las costas de aquella nación; aquí descubren los pantanos que forman la fuente del río Numico; éste es el Tíber; éste es el país que pueblan los fuertes Latinos. Entonces el hijo de Anquises despacha a la augusta ciudad del Rey cien emisarios elegidos de entre todas las clases y coronados de ramos de oliva, que vayan a llevarle regalos y a pedirle paz para los Troyanos; sin pérdida de momento, parten con rápido paso los comisionados. Eneas entretanto señala por sí mismo en la ribera con una zanja el reducido circuito de la muralla, asiento de su futura ciudad, y a modo de campamento rodea sus primeras viviendas con almenas y empalizadas. Ya, recorrido el camino, divisaban los emisarios las torres y los altos edificios de los Latinos, ya se acercaban a sus muros. En frente de la ciudad multitud de mancebos en la primera flor de la juventud se estaban ejercitando en cabalgar y en manejar carros en el polvoroso llano, o bien en tender los rígidos arcos, o en blandir flexibles dardos o en luchar a la carrera y a brazo partido, cuando un mensajero fue a llevar a los oídos del anciano Rey la nueva de que habían llegado unos guerreros de aventajada estatura y extraño atavío. Mándalos él introducir en su palacio y se sienta en el solio de sus mayores en medio de los suyos. Había en la parte más alta de la ciudad un augusto y espacioso edificio, sustentado por cien columnas, palacio del laurentino Pico, que llenaban de religioso terror tradicional la devoción de que era objeto y las selvas que le rodeaban. Era de buen agüero para los reyes recibir allí el cetro y levantar las primeras fasces; aquel templo les servía de tribunal, allí se celebraban los sagrados festines, allí, después de inmolar un carnero, acostumbraban los próceres a tomar asiento alrededor de largas mesas. Veíanse allí, además, en el vestíbulo, dispuestas por su orden, las efigies de los ascendientes del Rey, labradas de antiguo cedro; Italo, el padre Sabino, que plantó el primero la vid, y cuya imagen conserva todavía en su mano la corva hoz; el viejo Saturno, el bifronte Jano y todos los demás reyes de la monarquía, que peleando por la patria recibieron marciales heridas. Penden, además en los sacros umbrales multitud de armas, carros cautivos, corvas segures, penachos, enormes cerrojos, dardos, escudos y espolones arrebatados de las naves enemigas. Ceñida una corta trabea con el báculo quirinal en la diestra y embrazada en el izquierdo una rodela, sentábase allí Pico, el domador de caballos, a quien su amante Circe, loca de celos, hirió con su vara de oro, y con influjo de sus venenos le convirtió en ave de pintadas plumas. Tal era el templo de los dioses, en cuyo ámbito recibió a los Teucros el rey latino, sentado en el solio de sus mayores; luego que hubieron entrado, les habló así el primero con apacible semblante:
«Decid, hijos de Dárdano (pues no desconocemos ni vuestra patria ni vuestro linaje y ya teníamos nuevas de que hacia aquí enderezabais el rumbo), ¿Cuál es vuestro objeto?, ¿Qué causa, qué necesidad ha traído a vuestros bajeles por tantos cerúleos mares a las playas ausonias? Ya hayáis entrado por nuestra ría y hayáis anclado en nuestro puerto por haber perdido el derrotero o acosados por las tempestades, que tan frecuentes persiguen a los navegantes en alta mar, no huyáis de mi hospitalidad ni os forméis una idea equivocada de los Latinos, linaje de Saturno, justo, no por la fuerza ni por las leyes, sino por su propio natural y por apego a los usos de su antiguo dios. Y aun me acuerdo (aunque el tiempo ha obscurecido esta tradición) de haber oído decir a unos ancianos Auruncos que Dárdano, nacido en estos campos, penetró en las ciudades de la Frigia, cercanas al monte Ida y en Samos de Tracia, que hoy se llama Samotracia; ahora el áureo alcázar del estrellado cielo cobija un solio al que salió de la tirrena mansión de Corito y es ya un numen más en los altares.»
Dijo, y en esto términos le contestó Ilioneo: «¡Oh Rey, linaje ilustre de Fauno, no una negra borrasca nos ha obligado a arribar a tus playas, acosados por las olas, ni las estrellas ni las costas nos han hecho perder el rumbo. Con maduro acuerdo y voluntad firme venimos a esta ciudad, arrojados de nuestro reino, el más grande en otro tiempo que veía el sol en su carrera de uno a otro confín del Olimpo. Nuestro linaje tuvo principio en Júpiter; la juventud dárdana se regocija de tener por progenitor a Júpiter; nuestro mismo Rey, el troyano Eneas, de la excelsa raza de Júpiter, es quien nos envía a tus umbrales. Cuán terribles desastres ha derramado la fiera Micenas por los campos de Ida, cuáles hados han impulsado a chocar entre sí a los dos continentes de Europa y Asia, sábenlo hasta los que habitan las últimas regiones que baña el Océano y aquellos a quiénes separa del resto del mundo la zona que se extiende en medio de las otras cuatro y tuesta un sol abrasador. Desde aquel gran desastre, arrastrados por tantos y tantos mares, venimos implorando para nuestros dioses patrios un reducido albergue, una playa segura, el agua y el aire, comunes a todos. Ni seremos un desdoro para vuestra nación, ni ganaréis poca fama con darnos amparo, ni se borrará jamás de nuestras almas la gratitud a tamaño beneficio, ni les pesará a los Ausonios de haber acogido a Troya en su seno. Yo lo juro por los hados de Eneas y por su diestra, poderosa lo mismo en la prueba de las alianzas que en la de la guerra y las armas. No nos tengas en menos porque venimos a ti con ramas de oliva en las manos y palabras suplicantes; muchos pueblos, muchas naciones han querido y solicitado unirnos a su suerte; pero los hados de los dioses con su irresistible imperio nos han forzado a buscar afanosamente vuestras comarcas. Aquí torna Dárdano, nacido aquí, y con sus solemnes mandatos nos impele Apolo hacia el tirreno Tíber y a la sagrada fuente del Numico. Estos cortos dones de su pasada fortuna te da además, reliquias arrebatadas a las llamas de Troya. Con esta copa de oro hacía Anquises libaciones en los altares, éstos son los regios atavíos que vestía Príamo cuando administraba justicia a sus pueblos congregados: el cetro, la sagrada tiara y el manto labrado por las mujeres de Troya…»
Suspenso latino al oír estas razones de Ilioneo, quédase inmóvil, clavado en el suelo, fijos en él los ojos, revolviéndolos con atención profunda; lo que tan perplejo le tiene no es tanto ni las recamadas vestiduras de púrpura, ni el cetro de Príamo, cuanto el pensar en las bodas de su hija; al mismo tiempo medita en el oráculo del antiguo Fauno. Aquel extranjero es, sin duda, el yerno que le anuncian los hados y el que destinan a sucederle en su reino bajo felices auspicios, del cual ha de nacer una egregia y valerosa prole, destinada a subyugar el orbe entero. Por fin, exclama así, alborozado:
«¡Cumplan los dioses nuestros propósitos y sus propios agüeros! Dársete ha ¡Oh troyano! lo que pides; no menosprecio tus dones; mientras reine Latino no os faltarán tierras feraces, ni las riquezas de Troya; sólo exijo que el mismo Eneas, si tanto codicia mi alianza, si quiere de veras ser mi huésped y mi compañero, venga a mis estados y no rehuya mi semblante amigo, prenda bastante de paz será para mí tocar la mano de vuestro Rey. Vosotros ahora llevadle de mi parte estas razones: Tengo una hija a quien me vedan dar esposo de nuestra nación los oráculos del santuario paterno y mil prodigios celestes, los cuales todos anuncian que es destino del Lacio que ha de venir de extranjeras playas un yerno, cuyo linaje levantará hasta los astros la fama de nuestro nombre. Vuestro Rey es el que designan los hados, si no me engañan mis presentimientos; lo creo así y lo deseo».
Dicho esto, elige entre los trescientos hermosos y velocísimos caballos que tenía en sus soberbias cuadras, uno por cada troyano, y manda que se les lleven por su orden, cubiertos de ricas gualdrapas de púrpura, recamadas de varios colores. Del pecho les penden colleras de oro, de oro son sus jaeces, de rojo oro también los frenos que tascan sus dientes. Al ausente Eneas manda llevar un carro y un tiro de dos caballos de etérea raza, que arrojan fuego por la nariz, de la sangre de aquellos que formó la artificiosa Circe, cruzando ocultamente yeguas mortales con los caballos del Sol, su padre. Con tales regalos y amistosas palabras del rey Latino, vuélvense, montados en sus soberbios corceles, los enviados de Eneas, ya mensajeros de paz.
Más he aquí que tornándose de la ciudad de Argos, que riega el Inaco, y cruzando los aires en su carro la fiera esposa de Júpiter, divisa en remota lontananza, desde el siciliano promontorio de Paquino, a Eneas lleno de júbilo y toda la armada dárdana, y ve a los Troyanos construyendo sus moradas para tomar asiento en tierra y renunciar a sus naves.
Paróse, al verlo, herida de acerbo dolor, y meneando la cabeza, exhaló del pecho estas palabras: «¡Oh estirpe aborrecida, oh hados de la Frigia, siempre contrarios a los míos! ¿Sucumbieron por ventura en los campos Sigeos? Cautivos ya,¿Pudieron quedar en cautiverio? ¿Ardieron, acaso, en el incendio de Troya? Por en medio de las huestes enemigas, por entre las llamas lograron abrirse camino. ¡Por quien soy, que creo que ya mi numen se declara vencido y que he dado tregua a la lucha, harta ya de aborrecer! Irritada contra esos prófugos de su patria, he osado seguirlos por todos los mares y contrastarlos en todos ellos; contra los Teucros se han estrellado las fuerzas del cielo y del mar. ¿De qué me valieron las Sirtes, ni Scila, ni la enorme Caribdis? Libres ya del mar y de mis iras, van a poblar las suspiradas márgenes del Tíber. Marte fue bastante poderoso para aniquilar el feroz linaje de los Lapitas; el mismo padre de los dioses entregó la antigua Calidonia a las iras de Diana, y ¿Cuál fue para tanto castigo el crimen de los Lapitas, cuál el de Calidonia? ¡Yo empero, yo, la poderosa consorte de Júpiter; yo, que, infeliz, nada he dejado por intentar; yo, que a todo he acudido por mí misma, soy vencida por Eneas! Pues bien; ya que mi numen puede tan poco, no hay auxilio que titubee ya en implorar; pues no alcanzo a doblegar a los dioses del cielo, acudiré a los del Aqueronte. En buen hora que no pueda arrebatar a Eneas el imperio del Lacio, en buen hora el irrevocable hado le asegure por esposa a Lavinia; pero conseguiré a lo menos poner trabas y dilaciones al cumplimiento de esos grandes sucesos; pero conseguiré exterminar a fuerza de guerras los pueblos de ambos reyes. Unanse en buen hora, a costa del sacrificio de los suyos, el yerno y el suegro; tu dote será ¡Oh virgen! la sangre de los Troyanos y de los Rútulos; Belona será madrina de tus bodas. No será la hija de Ciseo la única que haya concebido en sus entrañas una tea encendida; también el hijo de Venus será otro Paris, y segunda vez las teas de himeneo serán funestas a la nueva Troya.»
Dicho esto, encamínase furiosa a la tierra y evoca de la mansión de las tinieblas infernales, donde moran las horribles hermanas, a la calamitosa Alecto, cuyo corazón sólo se goza en tristes guerras, en iras, traiciones y atroces crímenes.
Su propio padre Plutón, sus mismas tartáreas hermanas aborrecen a este monstruo: ¡Tantas y tan espantosas caras muda, tantas negras sierpes erizan su cuerpo! Con estas palabras la excita Juno: «Virgen, hija de la Noche, concédeme el favor, propio de ti, que voy a pedirte, para que no sucumban mi honor y mi fama en el descrédito, ni logren los Troyanos contraer alianza con el rey Latino, ni apoderarse de los ítalos confines. Tú puedes armar para la guerra las diestras de los hermanos antes unidos y abrasar en odios las familias; tú puedes esgrimir contra ellas tus látigos de serpientes y tus teas funerales; tú tienes mil maneras, mil artificios para hacer daño; aguza tu fecundo ingenio, descompón las ajustadas paces, siembra ocasiones de guerra, haz que la juventud anhele y pida y blanda furiosa las armas.»
Al punto Alecto, henchida del veneno de las Gorgonas, se dirige primeramente al Lacio y a la excelsa morada del laurentino Rey, y penetra hasta el callado aposento de la reina Amata, la cual, con ocasión de la llegada de los Teucros y de las bodas de Turno, se consumía en mujeriles congojas e iras. Arrójale la diosa una de las culebras de su cerúlea cabellera y se la clava en lo más hondo de las entrañas, a fin de que, hostigada por ella, alborote con sus furias todo el palacio. Deslízase la víbora por entre las ropas y el terso pecho, revolviéndose sin ser sentida, e infunde por sorpresa en la exaltada Reina un espíritu viperino. Ya revuelta en derredor de su cuello, la gran culebra se trueca en collar de oro, ya en larga venda que ciñe sus cabellos, ya se desliza veloz por todos sus miembros. Mientras el primer virus destilado de aquella húmeda ponzoña va inficionando sus sentidos y va el fuego cundiendo a los huesos sin que todavía su alma se haya empapado toda entera en la infausta llama, habla así al Rey con dulzura y cual acostumbran las madres, haciendo tiernos lamentos por su hija y por las bodas frigias que se preparan;»¿Y habrías de dar ¡Oh padre! nuestra Lavinia a esos Troyanos desterrados? ¿No te dueles de tu hija, ni de ti mismo, ni de su madre, a quien al primer soplo del aquilón dejará abandonada el pérfido, llevándose por el mar la robada virgen? ¿No penetró así en Lacedemonia el pastor frigio y se llevó a Elena, hija de Leda, a las ciudades troyanas? ¿Que se ha hecho de tus sagrados juramentos, qué de tu antiguo desvelo por los tuyos, qué de tu palabra, tantas veces empeñada a nuestro deudo Turno? Si desean los Latinos un yerno de raza extranjera, si tal es tu firme resolución, y a ella te apremian los mandatos de tu padre Fauno, juzgo que extranjera será toda tierra libre de tu dominio, y así los expresaron los dioses; y si nos remontamos al primer origen de tu linaje, verás que Turno viene del corazón de Micenas y que cuenta entre sus progenitores a Inaco y a Acrisio.»
Luego que conoció la inutilidad de estas razones, viendo que Latino perseveraba en su resolución, y cuando hubo cundido al fondo de sus entrañas y penetrado en su cuerpo el veneno de las furias destilado por la serpiente, precipítase la infeliz delirante por toda la ciudad, presa de espantosas visiones. Cual peonza que a impulso del retorcido látigo hacen girar los muchachos en sus juegos, formando un ancho corro en los desocupados atrios, y pasmándose de ver cuál corre de aquí para allá en circulares trechos el tornátil boj batido de la correa, y acelerado por ella en su veloz carrera, tal y no menos rápida se precipita la Reina por las ciudades y las indómitas tribus de su pueblo. Y no satisfecha aún, y cual si estuviera poseída del numen de Baco, resuelta a mayor atentado, aguijada de mayores furias, huye a las selvas y esconde a su hija en los frondosos montes para sustraerla al enlace con el Troyano y alejar las teas nupciales, dando bramidos, invocándote ¡Oh Baco! y proclamándote único digno de la virgen, puesto que por ti empuña el blando tirso y se une a los coros que celebran tu gloria y conserva para ti su cabellera consagrada a tu numen. Vuela la fama de este suceso, y arrastradas del mismo modo por la Furias todas las madres a buscar nuevos hogares, abandonan sus casas, dando al viento los cuellos y las sueltas cabelleras. Unas llenan el espacio de trémulos alaridos, otras, ceñidas de pieles, esgrimen lanzas rodeadas de pámpanos. Amata, en medio de ellas, desatentada, blande una tea encendida y canta las bodas de Turno con su hija, revolviendo sangrientas miradas; luego de pronto exclama con torvo acento: «Oídme ¡Oh madres latinas! si aun os queda en los piadosos ánimos algún cariño a la desventurada Amata; si en algo tenéis vuestros derechos de madres, desataos las vendas del cabello y celebrad orgías conmigo.»
De esta suerte aguijonea Alecto con los estímulos de Baco a la reina Amata por las selvas y los desiertos de las fieras.
Cuando juzgó que ya había atizado bastante los primeros furores, revuelto el palacio y desbaratado los planes del rey Latino, alzóse de allí al punto en sus negras alas, encaminándose a la ciudad del animosos Rútulo, la cual es fama que fundó Dánae, con los colonos acrisios cuando la precipitó en aquella playa el impetuoso noto. Los antiguos la denominaron Ardea, y aún hoy conserva este gran nombre; pero su fortuna pasó; allí Turno, ya mediada la negra noche, disfrutaba en su soberbio palacio apacible sueño. Alecto se despoja de su fiero aspecto y de su cuerpo de furia, transformándose en figura de vieja. Su horrible frente se ve surcada de arrugas, una venda sujeta sus blancos cabellos, que ciñe un ramo de oliva. Trocada así en la vieja Calibe, sacerdotisa de Juno, preséntase ante los ojos del mancebo y le habla de esta manera:
«¿Consentirás, ¡Oh Turno! en haber arrostrado en vano tantos afanes y en que pase tu cetro a manos de colonos troyanos? ¡El rey Latino te niega al pactado enlace y la dote que te has ganado con tu sangre, y quiere que un extranjero herede su reino! ¡Ve ahora, iluso, ve a arrostrar peligros tan mal agradecidos; ve y debela las huestes tirrenas; asegura a los Latinos el beneficio de la paz! La misma omnipotente hija de Saturno me ha mandado que viniera a decirte claramente estas cosas cuando estuvieras descansando en la serena noche. Ea, pues, dispónte ufano a armar tu juventud guerrera y a sacarla de la ciudad; embiste a los caudillos frigios, acampados en las márgenes del hermoso río, y abrasa sus pintadas naves; así lo manda la poderosa fuerza de los dioses. El mismo rey Latino, si no te da por esposa a su hija y falta a su empeño, conozca y pruebe, en fin, las armas de Turno.»
Burlándose de la Sibila, replícale así el mancebo: «No ha faltado, como crees, un mensajero para anunciarme que han entrado naves extrañas en las aguas del Tíber. No me ponderes tanto los peligros que corro, no se ha olvidado de mí la regia Juno…; pero vencida por la edad y de sus estragos, incapaz por ello de discernir la verdad de las cosas, ¡Oh anciana! te forjas vanos temores y te exageras los peligros en medio de las contiendas de los reyes. Ve a cuidar, como debes, de las imágenes de los dioses y de la seguridad del templo, y deja a los hombres el cuidado de las paces y las guerras.»
Estas palabras encendieron en ira a Alecto, cuando de pronto se apodera del joven, que la reconoce y la implora, súbito temblor. Sus ojos quedan desencajados: ¡Tantas serpientes silban en la Furia, tan patente se muestra en su horrenda figura! Entonces, revolviendo los llameantes ojos, rechaza al Rey, suspenso y empeñado en disculparse, irgue en su cabello dos culebras, chasquea su látigo y con rabiosa lengua exclama así: «Aquí estoy, aquí vencida de la edad y de sus estragos, incapaz por ello de discernir la verdad de las cosas, yo, que me forjo vanos temores y me exagero de los peligros en medio de las contiendas de los reyes. Mira estas serpientes; vengo de la mansión de las Furias, mis hermanas y traigo en la mano guerras y matanzas…» Dicho esto, arroja una tea al joven y se inca en el pecho, humeante con negro resplandor. Rompe entonces su sueño indecible espanto; todo su cuerpo se empapa en un sudor que le cala hasta los huesos, y fuera de sí, lanza bélicos rugidos; revuélvese en el lecho, buscando sus armas; sus armas busca por todo el palacio, respirando ansia insensata de hierro y lides y ardiendo en ciega ira; no de otra suerte, cuando se enciende una resonante lumbrada, de retamas debajo de una caldera llena de agua, hierve ésta con estrépito y se levanta espumante, y rebosa, y convertida en negro vapor, se exhala por los aires.
Declara, pues, a sus principales guerreros que, rota la paz, va a marchar contra el rey Latino, y manda aprestar las armas, fortificar a Italia y arrojar de sus confines al enemigo; él sólo basta, dice, contra los Teucros y los Latinos. Dicho esto e invocando los dioses, excítanse mutuamente y a porfía los Rútulos a la guerra, movidos del amor que profesan a su rey, unos por su gallardía y juventud, éstos por su regia prosapia, aquéllos por sus preclaras hazañas.
Mientras Turno infunde animoso brío a los Rútulos, vuela Alecto, batiendo sus infernales alas, al campamento de los Teucros, e ideando nuevas trazas, explora los sitios en que el hermoso Iulo se entretenía en acosar las fieras con lazos y a la carrera. Entonces la virgen del Cocito comunica a sus perros súbita rabia, les lleva a la nariz el conocido olor de un ciervo para que ardientes le persigan, lo cual vino a ser la ocasión primera de tantos desastres y lo que inflamó en guerrera saña a aquellas rústicas gentes. Había un hermosísimo ciervo de gran cornamenta, al cual desde que aún mamaba arrebataron a su madre y criaban los hijos de Tirreo, y éste también, que era el mayoral de los ganados del Rey y el guarda de sus dilatados campos. Criábale con particular amor y le tenía acostumbrado a obedecerla Silvia, hermana de aquellos mancebos; ella le adornaba las astas con guirnaldas, le peinaba el cuerpo y le lavaba en cristalinas fuentes. Hecho a que le pasaran la mano, a comer en la mesa de su ama, vagaba de día por las selvas, y a la noche, aunque ya muy entrada, se volvía por sí solo al conocido hogar. Sucedió por dicha aquel día que errante, lejos de él, cuando acababa de bañarse en un manso río y estaba descansando del gran calor en la verde ribera, le levantaron rabiosos los perros de Iulo, que por allí andaba cazando, e inflamado el mancebo en ansia de noble prez, le disparó del corvo arco una saeta, que dirigida con mano certera, así lo quiso la Furia, fue silbando a traspasarle el vientre y lis ijares, Huye el herido ciervo a la conocida morada, y lanzando gemidos, se entra ensangrentado en el redil, llenándolo con lastimosos acentos, cual si se quejara e implorase compasión. Silvia la primera, al verle, se golpea los brazos, grita socorro y concita a todos los rústicos pastores, que acuden de improviso, como que la horrible Furia andaba oculta por aquellas calladas selvas; cuáles armados con palos de tostada punta, cuáles con ñudosas estacas, todos con lo primero que han encontrado a mano y que la ira ha convertido en armas, Tirreo, que estaba a la sazón partiendo con apretadas cuñas una enorme encina, ase de su hacha, llama a toda su gente y acude también respirando saña. Entre tanto la horrible diosa, que desde su escondrijo ve llegada la ocasión de provocar una gran desgracia, se sube al tejado de la alquería, y desde aquella altura hace la señal de los pastores, esforzando con la corva bocina su voz infernal, con que retembló todo el monte y atronó a lo lejos las profundas selvas. Oyóla el apartado lago de Diana, oyéronla el río Nar, blanco con sus sulfurosas aguas y las fuentes de Velino, y temblorosas las madres estrecharon al pecho sus hijos. Al punto los indómitos pastores, oída la señal que les diera la horrible bocina, acuden presurosos, provistos de improvisadas armas, al mismo tiempo que la troyana juventud se precipita por todas las puertas de sus reales en auxilio de Ascanio. Ordénanse las huestes y trábase la lid, no ya, a la manera de campesinos, con recias estacas y garrotes de tostada punta, sino con espadas de dos filos; una horrible mies de desnudos aceros eriza la vasta llanura, resplandecen las armas heridas del sol y reverbera la luz hasta las nubes, como cuando al primer soplo del viento empieza a blanquear una ola, va luego poco a poco hinchándose la mar, y levantando cada vez más altas sus olas, hasta que alza al firmamento aun las aguas de sus más profundos abismos. En esto el joven Almón, el mayor de los hijos de Tirreo, que lidiaba en primera fila, cae herido de una estridente saeta, que, hincándosele debajo de la garganta, ahogó con sangre sus labios la frágil vida. A su lado sucumben otros muchos, y entre ellos, mientras se estaba ofreciendo medianero para poner paz, el anciano Galeso, varón el más justo y rico que tenía entonces la Ausonia; cinco rebaños de ovejas y cinco vacadas volvían casi de noche de sus dehesas, y en la labranza de sus heredades empleaba cien arados.
Mientras con dudosa fortuna sigue trabada aquella lid en los campos, la Furia, que ha cumplido ya su promesa ensangrentando la guerra y ocasionando muertes al primer choque, abandona la Hesperia, y remontándose al aéreo espacio, habla así ufana a Juno con arrogantes voces: «¡Allí tienes suscitada con una sañuda guerra la discordia que apetecías; prueba ahora a amistarlos de nuevo y a ponerlos en paz! Una vez que ya he rociado a los Teucros con sangre ausonia, más haré todavía si me aseguras que tal es tu voluntad; yo esparciré rumores que subleven a los pueblos comarcanos e inflamaré los ánimos en insano furor guerrero para que de todas partes acudan en auxilio de los Latinos; yo sembraré de armas los campos.» Juno le respondió: «Harto hay ya de terrores y amaños. Ya hay ocasión bastante para la guerra, y lidian cuerpo a cuerpo; esas armas que les dio la ventura están ya bañadas de reciente sangre. Celebren ya, en buen hora, tales bodas, júntense con tales lazos el ilustre hijo de Venus y el rey Latino. Por lo que a ti toca, no consentirá el sumo Padre, árbitro del Olimpo, que por más tiempo vagues libre por los espacios etéreos. Vuélvete a tu morada; yo proveeré por mí misma a cuanto pueda sobrevenir en esta trabajosa empresa.» Esto dijo la hija de Saturno. Alecto entonces, batiendo sus estridentes alas, cuajadas de sierpes, vuela a la mansión del Cocito, abandonando las celestes alturas. Hay en el corazón de Italia, a la falda de una alta sierra, un sitio noble y famoso en gran parte de la tierra, denominando los valles Amsanctos, circuídos por todos lados de frondosas selvas y por cuyo centro pasa un tortuoso torrente, rompiéndose entre peñas con fragoso estruendo. Abrese allí una horrenda sima, respiradero del infernal Plutón, ancho abismo que sirve de pestilentes fauces al desbordado Aqueronte; húndese por allí la Furia, aborrecido numen, y el cielo y la tierra respiran libres de su presencia.
En tanto la Reina, hija de Saturno, preserva en dar la última mano a la guerra. Abandonando el campo de batalla, precipítase la innumerable muchedumbre de los pastores hacia la ciudad, llevándose los cadáveres del mancebo Almón y del ya desfigurado Galeso, implorando a los dioses, tomando a Latino por testigo de aquel desastre. Llega en esto Turno, y en medio de aquel furioso y sangriento tumulto aumenta la confusión con sus quejas de que se llame al reino a los Troyanos, de que se solicite una alianza frigia y de que a él se le arroje del palacio. Entonces aquellos cuyas madres, poseídas de báquico furor, vagan por las enmarañadas selvas celebrando orgías (¡tanto influjo ejerce el nombre de Amata!), acuden también en tropel y fatigan el viento con sus bélicos clamores; todos, a despecho de los presagios contra la voluntad de los dioses, piden, con perverso consejo, una guerra infanda y asedian a porfía el palacio del rey Latino. El se resiste, semejante a una roca del mar, inmóvil y sustentada en su gran mole, entre el fragor de los vientos desatados y de las olas furiosas que ladran a su rededor; vanamente se estremecen en contorno los escollos y las espumosas peñas, y baten sus costados las rechazadas algas; mas viento, en fin, que no hay camino de conjurar aquel desacordado empeño y que las cosas van a merced de la despiadada Juno, toma repetidas veces por testigos a los dioses y a las vanas auras, exclamando: «¡Ay, los hados nos quebrantan, la tempestad nos arrolla! Con vuestra sacrílega sangre pagaréis ¡Oh míseros! ese atentado. A ti ¡Oh Turno! te está reservado un lastimoso desastre y con tardíos votos implorarás a los dioses. Yo, por mí, tengo asegurado mi sosiego; a la vista está el puerto de todas mis esperanzas; sólo pierdo una muerte feliz.» Dicho esto, se encerró en su palacio y abandonó las riendas del gobierno.
Existía en el Lacio hesperio una costumbre, que las ciudades albanas observaban de muy antiguo como sagrada y que hoy conserva todavía Roma, la señora del mundo, cuando se dispone a mover guerras, ya para llevar terrible estrago a los Getas, ya a los Hircanos o a los Arabes, ya se encamine al país de los Indios y avanzando más hacia la Aurora, vaya a recobrar de los Partos sus enseñas. Dos puertas hay en el templo de la guerra, así las llaman, consagradas por la religión y por el miedo al cruento Marte; guárdanlas cien cerrojos de bronce e indestructibles barras de hierro, y Jano, además, las custodia permanentemente. Tan luego como el Senado declara la guerra, el mismo cónsul en persona, vestido de la trabea quirinal y de la gabina toga, insignias de su dignidad, abre las puertas y proclama la guerra; síguele toda la juventud, y con ronco son responden los clarines a su vocerío. De esta manera querían que declarase Latino la guerra a los Troyanos y abriese las infaustas puertas; mas no quiso el Rey tocarlas con su mano, y rehuyendo aquel fatal ministerio, fue a sepultarse en lo más profundo de su palacio. Entonces la Reina de los dioses, desprendida del cielo, empuja con su propia mano las puertas, harto tiempo cerradas para su impaciencia, y haciéndolas girar sobre sus goznes, rompe las férreas vallas de la guerra. Arde en bélico furor Italia, antes sosegada e inmóvil: unos se preparan a servir de peones, otros, jinetes en fuertes corceles, levantan con sus furiosas arremetidas nubes de polvo; todos buscan armas. Unos acicalan leves rodelas y brillantes dardos y afilan las segures en las piedras; todos se deleitan en tremolar banderas y en oir el ruido de las trompetas. Cinco grandes ciudades a porfía baten los yunques y renuevan las armas: la poderosa Atina, la soberbia Tíbur, Ardea, Crustumera y la torreada Antemna. Forjan yelmos, reparos seguros para las cabezas; con dobladas varas de sauce forman adargas; otros corazas de metal; otros extienden la flexible plata en forma de leves grevas. Todos olvidan su amor a la reja y al arado; la hoz se trueca en arma; todos reforjan en el horno las espadas de sus padres. Suenan las trompetas, vuelan las órdenes de escuadra en escuadra. Este, fuera de sí, ase el yelmo guardado en su hogar; aquél sujeta al no usado yugo sus fogosos caballos; cuál embraza el escudo y viste la loriga de triple franja de oro, cuál se ciñe la fiel espada.
Abridme ahora ¡Oh Musas! el Helicón e inspirad mis cantos; decidme cuáles reyes tomaron parte en aquella guerra, cuáles ejércitos llevaron en su seguimiento los campos, qué guerreros florecían ya entonces en la fecunda Italia, en qué guerras ardió por aquellos tiempos, pues vosotras ¡Oh diosas! lo tenéis presente y podéis recordar al mundo esas cosas, que escasamente ha traído hasta nuestra edad un leve soplo de la fama.
El primero que se encamina a la guerra desde las playas tirrenas con sus armadas huestes es el feroz Mecencio, despreciador de los dioses. Junto a él va su hijo Lauso, el más apuesto guerrero de Italia, después del laurentino Turno.
Lauso, domador de caballos y terror de las fieras, capitanea en vano mil guerreros de la ciudad de Agila; mancebo digno de mejor fortuna en el trono y de no tener por padre a Mecencio.
En pos de ellos ostenta en el campo su carro decorado con palmas y sus vencedores caballos el hermoso Aventino, hijo del hermoso Hércules, llevando en su escudo la empresa paterna, la Hidra ceñida de cien serpientes. La sacerdotisa Rea, mujer unida a un dios, le dio a luz furtivamente en la selva del monte Aventino, después que Hércules, muerto Gerión, llegó vencedor a los campos laurentinos y fue a ba ñar sus vacas iberas en el río tirreno. Sus soldados llevan a la guerra picas y terribles chuzos con ocultos rejos y pelean con lanzas sabinas de redondo cabo. Aventino, a pie, ceñido de la piel de un enorme león, erizada de espantosas vedijas y cubierta la cabeza con las quijadas de la fiera, en que todavía brillan sus blancos dientes, se encamina al real alcázar, horrible con aquellos arreos, a la usanza de los de su padre Hércules.
Vienen después dos hermanos, Catilo y el fogoso Coras, mancebos argivos, abandonando las murallas tiburtinas, así llamadas del nombre de su hermano Tiburto; siempre en primera fila se precipitan sobre las apiñadas huestes contrarias. Tal descienden de la alta cumbre de un monte dos centauros, hijos de las nubes, abandonando en rápida carrera el Omolo y el nevado Otris; ábreles la selva ancho paso, y por él caen tronchadas las ramas con fragoso estruendo.
No faltó allí en aquel trance el fundador de la ciudad de Prenesta, el rey Céculo, a quien todas las edades han creído hijo de Vulcano, nacido entre agrestes alimañas y hallado en una hoguera. Acompáñale innumerable turba de pastores, los que moran en la alta Prenesta y en los campos de Gabina, cara a Juno, y los del frío Anieno y los de las peñas Hérnicas, regadas por cien arroyos, y también a los que sustentan la rica Anagnia y el río Amaseno. No todos éstos llevan armas, ni hacen resonar yelmos ni carros; los más disparan con la honda pelotas de pardo plomo; otros blanden dos dardos en la mano y cubren sus cabezas rojos capirotes de piel lobuna; llevan descalzo el pie izquierdo y una abarca de cuero crudo les cubre el derecho.
Entre tanto Mesapo, domador de caballos, hijo de Neptuno, a quien no es dado postrar ni con fuego ni con hierros, concita súbitamente a la pelea a sus pueblos, por largo tiempo sosegados, y a sus no aguerridas huestes, y empuña la espada. Marchan con él los escuadrones Fesceninos y los Faliscos, afamados por su justicia; los que oran en las alturas de Soracte, y en los Flavinios campos, y en las montuosas márgenes del lago Cimino, y en los bosques Capenos. Caminaban en iguales grupos, entonando loores a su Rey, semejantes a una bandada de nevados cisnes, que, de vuelta de los prados adonde han ido a pastar, surcan el líquido éter exhalando por los largos cuellos canoros acentos con que resuena el río y que repite con lejanos ecos el lago Asia… Nadie, al ver tal muchedumbre, la hubiera tomado por un ejército cubierto de hierro, sino por una aérea nube de aquellas roncas aves precipitándose desde la alta mar hacia las playas.
He aquí a Clauso, del antiguo linaje de los Sabinos, que viene capitaneando una poderosa hueste, poderoso como ella, y de quien descienden hoy la tribu y la familia Claudia, difundida por el Lacio desde que Roma le dio en parte a los Sabinos. Vienen con él la gran cohorte Amiterna y los antiguos Quirites y todas las armadas gentes de Ereto y de la olivífera Mutusca, los de la ciudad de Nomento, los de las húmedas campiñas de Velino, los que habitan las enriscadas asperezas de Tétrica, el monte Severo y la Casperia y los Forulos y las orillas del río de Himela; los que beben las aguas del Tíber y del Fabaris; los que enviara la fría Nursia, las huestes de Horta y los pueblos Latinos y los que divide, cruzando por mitad de su territorio, el río Alia, nombre infausto. Tan numeroso como las olas que revuelve el africano mar cuando el fiero Orión se esconde en las aguas invernales, o como las espigas que tuesta el nuevo sol en los campos del Hermo o en los rojos sembrados de la Lilia, resuenan los escudos, teme la tierra al batir de las pisadas.
Acude por otra banda en su carro el hijo de Agamenón, Haleso, enemigo del nombre troyano, trayendo en auxilio de Turno mil pueblos feroces, los que revuelven con el rastrillo los fértiles viñedos Másicos, los que envían a aquella guerra, desde sus altos collados, los senadores de Aurunca y los que moran junto al golfo Sidicinio; los de Cales y los del cenagoso río Volturno, y con ellos el áspero Satículo y la hueste de los Oscos; sus armas son chuzos despuntados, a que ajustan largas correas. Una adarga cubre su brazo izquierdo y lidian cuerpo a cuerpo con espadas corvas.
Ni serás olvidado en mis versos, ¡Oh Obalo! de quien es fama que te hubo de la ninfa Sebetida el rey Telón, cuando ya anciano reinaba sobre los Telebos de Caprea; mas no contento su hijo con los estados de su padre, ya entonces extendía su dominio a los pueblos Sarrastes y a los llanos que riega el Sarno, y a los que pueblan a Rufra y a Bátulo, y los campos de Celena, y los que miran las fructíferas murallas de Abella. Estos blanden dardos arrojadizos al modo de los Teutones, llevan capacetes de corteza de alcornoque, y en sus manos brillan rodelas y espadas de acero.
También te envió a aquella guerra la monstruosa Nersa¡Oh Ufente! de preclara fama y venturoso en armas; tú, a quien señaladamente obedece el Equícola, pueblo feroz dado a la montería, y que labra armado una dura tierra, siempre sediento de nuevas rapiñas y de vivir del robo.
Viene también, enviado por el rey Archipo, el fortísimo Umbro, sacerdote de la nación Marruvia, ceñido el yelmo de ramos de feliz oliva, el cual solía adormecer con el canto y con la mano a las víboras y a las hidras de ponzoñoso aliento, y aplacar sus iras, y tenía el arte de curar sus mordeduras; mas no le bastó para sanar la herida de una lanza troyana, ni le aprovecharon para ella sus soñolientos cantos ni las yerbas cogidas en los montes Marsos. Y lloraron tu muerte el bosque de Anguitia y las cristalinas aguas del lago Fucino…
Iba también a la guerra Virbio, hermosísimo hijo de Hipólito, enviado a ella por su madre Aricia, que le criara en los bosques de Egeria, en los contornos de la húmeda playa donde se alza el rico altar de la bondadosa Diana. Es fama que Hipólito, luego que pereció por arte de su madrastra, y despedazado por sus furiosos caballos, satisfizo con su sangre la venganza de su padre, tornó segunda vez a la tierra, resucitado con yerbas de Peón que le dio la enamorada Diana. Entonces el Padre omnipotente, indignado de que un mortal hubiese vuelto de las sombras infernales a la luz de la vida, precipitó con su rayo en las ondas estigias al hijo de Febo, inventor de la poderosa arte médica; mas la divina Diana esconde a Hipólito en sus repuestas moradas y lo encomienda a la ninfa Egeria y ala espesura, para que allí solo y sin gloria pasase la vida en las selvas de Italia bajo el nombre de Virbio. De aquí proviene que ni al templo de Diana ni a sus bosques sagrados se permita llegar caballos, porque éstos, espantados con la vista de los monstruos marinos, arrastraron por la playa al carro y al mancebo. No menos que él, ejercitaba su hijo en las llanuras los fogosos caballos y se precipitaba en su carro a las batallas.
Osténtase también armado entre los primeros el mismo Turno, llevándoles toda la cabeza; su alto almete, crinado de tres penachos, sostiene a la Quimera, arrojando por las fauces los fuegos del Etna; cuanto más se embravece la lid con la derramada sangre, más ella retiembla y vomita lívidas llamas. En el oro de su ligero escudo se ve representada a Io, erguidos los cuernos, cubierta ya de cerdas, ya convertida en vaca (¡Larga y memorable historia!); vese también allí a Argos, custodio de la virgen y a su padre Inaco derramando de su cincelada urna un caudaloso río. Síguele una nube de peones cubiertos de adargas, que se extienden por todo el ámbito de la campiña; entre ellos van la gente argiva, las huestes auruncas, los Rótulos, los antiguos Sicanos y las escuadras Sacranas y los Labicos, de pintadas rodelas, los que cultivan tus bosques ¡Oh Tíber! y la sagrada margen del Numico, y los que revuelven con la reja los collados rútulos y el monte Circeo, a cuyos campos presiden Júpiter Anxuro y Feronía, a quien recrean las lozanas selvas; los que habitan a orillas de la negra laguna se Satura, donde el frío Ufente se abre camino por hondos valles y va a perderse en el mar.
Vino en pos de ellos la guerrera virgen Camila, de la nación Volsca, capitaneando lucidos escuadrones cubiertos de acero. No están avezadas sus mujeriles manos a la rueca ni a los canastillos de Minerva; pero sabe resistir los duros afanes de la guerra y vencer en su rápida carrera a los vientos; capaz hubiera sido volar por encima de las mieses sin tocarlas ni doblegar tiernas espigas, y de cruzar el mar, suspendida sobre las hinchadas olas, sin mojar en él las veloces plantas.
Toda la juventud, todas las madres se precipitan de los caseríos y de los campos para verla pasar embelesadas y admirar su bizarría; cómo vela sus delicados hombros un regio manto de púrpura, cuál sujeta sus cabellos un broche de oro, cuán airosa ostenta a la espalda una aljaba licia y blande en su mano, a modo de los pastores, una lanza de mirto con ferrada punta.