La Eneida
Publio Virgilio Marón
La Eneida (en latín Aeneis) es la obra maestra de Publio Virgilio Marón, uno de los más célebres de todos los poetas romanos. Estos poemas, divididos en doce libros y dos tomos, fueron escritos entre los años 29 a. C. a 19 a. C. bajo el encargo del emperador Augusto con el fin de darle a Roma una épica fundacional. Basándose en la obra homérica, Virgilio relata la épica de Eneas, un héroe troyano que escapa a la destrucción de Troya y tras un viaje plagado de amenazas y aventuras concluye con la fundación de Roma a la manera de los mitos griegos.
La Eneida
Tomo I
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI
Tomo II
Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – Libro XI – Libro XII
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SEXTO LIBRO
Habla así Eneas, llorando, y tendidas al viento las velas, deslízase la escuadra; arriba en fin, a las eubeas playas de Cumas. Vuelven las proas hacia el mar; sujeta el áncora las naves con tenaz diente y las corvas popas recaman las costas con sus varios colores. Fogoso tropel de mancebos salta a la ribera hisperia; unos sacan las chispas escondidas en las entrañas del pedernal; otros despojan el monte, densa guarida de las fieras, y enseñan a sus compañeros los ríos que van descubriendo. Entretanto el pío Eneas se encamina a las alturas que corona el templo de Apolo y a la recóndita inmensa caverna de la pavorosa Sibila, a quien el delio vate infunde inteligencia y ánimo grande y revela las cosas futuras. Ya penetran en los bosques de Diana y bajo los dorados techos.
Es fama que Dédalo, huyendo de los reinos de Minos, osó remontarse por los aires con veloces alas, surcó el desusado derrotero con dirección a las heladas Osas, y fue a parar encima de la ciudadela de Calcis: tomada allí tierra por primera vez, te consagró ¡Oh Febo! sus alados remos y te erigió un soberbio templo. En las puertas representó la muerte de Androgeo y a los Cecrópidas, condenados ¡Oh miseria! a entregar en castigo, todos los años, siete de sus hijos; vese allí la urna en que se acaban de echar las suertes. Hace frente a esta escena la isla de Creta: allí están representados los horribles amores del toro, el delirio de Pasifae y el Minotauro, su biforme prole, monumento de una execrable pasión. Allí se ve también aquel asombroso edificio donde no es posible dejar de perderse; por lo cual, Dédalo, compadecido del vehemente amor de la Reina, resolvió él mismo los artificios y rodeos de su obra, dirigiendo con un hilo los inciertos pasos de Teseo. Tú también ¡Oh Icaro! hubieras sido gran parte en aquel tan prodigioso trabajo, si el dolor lo hubiera permitido. Dos veces intentó esculpir en oro tu desastre; dos veces cayó el cincel de sus manos paternales. Sin duda Eneas y sus compañeros hubieran seguido recorriendo con la vista todas aquellas maravillas, si ya Acates, a quien el caudillo troyano había enviado por delante, no hubiese llegado entonces y con él Deifobe, hija de Glauco, sacerdotisa de Apolo y de Diana, la cual le habló en estos términos: «No es ocasión ésta de pararte a contemplar tales espectáculos. Lo que ahora importa es que inmoles conforme al rito siete novillos nunca uncidos al yugo, e igual número de ovejas escogidas de dos años.»
Dicho esto a Eneas (y los guerreros no demoran obedecer el sacro mandato), llama la sacerdotisa a los Troyanos al alto templo. Una de las faldas de la roca eubea se abre en forma de inmensa caverna, a la que conducen cien anchas bocas y cien puertas, de las cuales salen con estruendo otras tantas voces, respuestas de la Sibila. Apenas llegaron al umbral, «Ahora es el momento de consultar los hados, dijo la virgen: ¡he ahí, he ahí el dios!» Apenas pronunció estas palabras a la entrada de la cueva, inmutósele el rostro y perdió el color y se le erizaron los cabellos; jadeando y sin aliento, hinchado el pecho, lleno de sacro furor, parece que va creciendo y que su voz no resuena como la de los demás mortales, porque la inspira el numen ya más cercano. «¿Demoras tus votos y preces, Troyano Eneas? dice; ¿Los demoras?
Pues ten por cierto que antes no se abrirán las grandes puertas de este portentoso templo.» Dicho esto, calló. Helado terror discurrió por los duros huesos de los Troyanos, y de lo hondo del pecho exhaló el Rey estas plegarias: «¡Oh Febo, siempre misericordioso para los grandes trabajos de Troya! ¡Oh tú, que dirigiste los dardos troyanos y la mano de Paris al cuerpo del nieto de Eeaco! guiado por ti he penetrado en tantos mares que ciñen vastos continentes, y en las remotas naciones de los Masilios, y en los campos que rodean las Sirtes. Ya, en fin, pisamos las costas de Italia, que siempre huían de nosotros. ¡Ay! ¡Ojalá que sólo hasta aquí nos haya seguido la fortuna troyana! Justo es ya que perdonéis a la nación de Pérgamo, ¡Oh vosotros todos, dioses y diosas enemigos de Ilión y de la gran gloria que alcanzó la dardania gente! Y tú, ¡Oh santa sacerdotisa, sabedora de lo porvenir, concede a los Teucros y a sus errantes dioses, fatigados númenes de Troya, que logren por fin tomar asiento en el Lacio! No pido reinos que no me estén prometidos por los hados. Entonces erigiré un templo todo de mármol a Febo y a Hécate, e instituiré días festivos, a que daré el nombre de Febo. Tú también tendrás en mi reino un magnífico santuario, en el que guardaré tus oráculos y los secretos hados que anuncies a mi nación, y te consagraré ¡Oh alma virgen! varones escogidos. Sólo te ruego que no confíes tus oráculos a hojas que, revueltas, sean juguete de los vientos; anúncialos tú misma.» Esto dijo Eneas.
En tanto, aun no sometida del todo a Febo, revuélvese en su caverna la terrible Sibila, procurando sacudir de su pecho el poderoso espíritu del dios; pero cuanto más ella se esfuerza, tanto más fatiga él su espumante boca, domando aquel fiero corazón e imprimiendo en él su numen. Abrense, en fin, por sí solas las cien grandes puertas del templo, y llevan los aires las respuestas de la Sibila. «¡Oh tú! que al fin te libraste, exclama, de los grandes peligros del mar, pero otros mayores te aguardan en tierra. Llegarán sí, los grandes descendientes de Dárdano a los reinos de Lavino; arranca del pecho ese cuidado; pero también desearán algún día no haber llegado a ellos. Veo guerras, horribles guerras, y al Tíber arrastrando olas de espumosa sangre; no te faltarán aquí ni el Simois, ni el Xanto, ni los campamentos griegos. Ya tiene el Lacio otro Aquiles, hijo también de una diosa; tampoco te faltará aquí Juno, siempre enemiga de los Troyanos, con lo cual, ¿A qué naciones de Italia, a qué ciudades no irás, suplicante, a pedir auxilio en tus desastres? Por segunda vez una esposa extranjera, por segunda vez un himeneo extranjero será la causa de tantos males para os troyanos… Tú, empero, no sucumbas a la desgracia; antes bien, cada vez más animoso, ve hasta donde te lo consienta la fortuna. Una ciudad griega, y es lo que menos esperas, te abrirá el primer camino de la salvación.»
Con tales palabras anuncia entre rugidos la Sibila de Cumas, desde el fondo de su cueva, horrendos misterios, envolviendo en términos obscuros cosas verdaderas; de esta suerte rige Apolo sus arrebatos y aguija su aliento. Luego que cesó su furor y descansó su rabiosa boca, díjole el héroe Eneas: «¡Oh virgen! tus palabras no me revelan ninguna faz de mis desventuras nueva o inesperada; todo ya lo tengo previsto y a todo estoy preparado hace tiempo. Una sola cosa te pido, pues, es fama que aquí está la entrada del infierno, aquí la tenebrosa laguna que forma el desbordado Aqueronte; séame dado ir a la presencia de mi amado padre; enséñame el camino y ábreme las puertas sagradas. Yo le arrebaté en estos hombros, por entre las llamas y los dardos disparados contra mí, y le saqué de en medio de los enemigos; él me acompañaba en mis viajes; conmigo sobrellevaba, inválido, los trabajos de las travesías y los rigores todos del mar y del cielo, a despecho de los años; él además me persuadía, me mandaba que suplicante acudiese a ti y llegase a tus umbrales. Compadécete, ¡Oh alma virgen! compadécete, yo te lo ruego, del hijo y del padre, porque tú lo puedes todo, y no en vano te encomendó Hécate la custodia de os bosques del Averno. Si Orfeo pudo evocar los manes de su esposa con el auxilio de su lira y de sus canoras cuerdas; si Pólux rescató a su hermano, alternando en la muerte con él, y si tantas veces va y vuelve por este camino, ¿Para qué he de recordar al gran Teseo? ¿Para qué a Alcides? También yo soy del linaje del supremo Jove.»
Así clamaba Eneas, abrazado al altar, y así le contestó la Sibila: Descendiente de la sangre de los dioses, troyano, hijo de Anquises, fácil es la bajada al Averno; día y noche está abierta la puerta del negro Dite; pero retroceder y restituirse a las auras de la tierra, esto es o arduo, esto es o difícil; pocos, y del linaje de los dioses, a quienes fue Júpiter propicio, o a quienes una ardiente virtud remontó a los astros, pudieron lograrlo. Todo el centro del Averno está poblado de selvas que rodea el Cocito con su negra corriente. Más, si un tan grande amor te mueve, si tanto afán tienes de cruzar dos veces el lago Estigio, de ver dos veces el negro Tártaro, y estás decidido a probar la insensata empresa, oye lo que has de hacer ante todo. Bajo la opaca copa de un árbol se oculta un ramo, cuyas hojas y flexible tallo son de oro, el cual está consagrado a la Juno infernal; todo el bosque le oculta y las sombras le encierran entre tenebrosos valles, y no es dado penetrar, en las entrañas de la tierra sino al que haya desgajado del árbol la áurea rama; la hermosa Proserpina tiene dispuesto que sea ese el tributo que se lleve. Arrancado un primer ramo, brota otro, que se cubre también de hojas de oro, búscale pues, con la vista, y una vez encontrado, tiéndele la mano, porque si los hados te llaman, él se desprenderá por sí mismo; de lo contrario, no hay fuerzas, ni aun el duro hierro, que basten para arrancarle. Además, tu ignoras¡Ay! que el cuerpo de un amigo yace insepulto, y que su triste presencia está contaminando toda la armada mientras estás en mis umbrales pidiéndome oráculos. Ante todo, entrega esos despojos a su postrera morada, cúbrelos con un sepulcro, e inmola en él algunas negras ovejas; sean estas las primeras expiaciones. De esta suerte podrás, en fin, visitar las selvas estigias y los reinos inaccesibles para los vivos.» Dijo, y enmudeció su cerrada boca.
Entristecido el semblante y con los ojos bajos, sale de la cueva Eneas, revolviendo en su mente aquellos obscuros sucesos, acompañado del fiel Acates, que le sigue, agitado por las mismas ideas; departiendo ambos sobre varios asuntos y discurriendo sobre quién podría ser el compañero cuya muerte les había anunciado la Sibila, y a cuyo cuerpo había mandado dar sepultura. Llegado que hubieron a la seca playa, vieron arrebatado por indigna muerte a Miseno, hijo de Eolo, a quien nadie aventajaba en el arte de inflamar a los guerreros con los marciales acentos del clarín. Miseno había sido el compañero del grande Héctor, a su lado recorría los campos de batalla, manejando con igual destreza la trompeta y la lanza, y cuando Aquiles, vencedor, despojó de la vida a Héctor, el noble héroe tomó por compañero a Eneas, no inferior al primero; pero como estuviese en una ocasión atronando la mar con los ecos de su bocina, y osase ¡insensato! desafiar a los dioses, Tritón, envidioso (si tal puede creerse), le cogió de improviso y le sumergió entre las peñas en las espumosas ondas. Todos los Troyanos, reunidos alrededor del cadáver, prorrumpían en grandes clamores, y más que todos, el piadoso Eneas. Al punto, sin perder momento ni interrumpir sus llantos, se apresuran a cumplir el mandato de la Sibila y a formar con árboles el altar del sepulcro, que levantan hasta el firmamento. Encamínanse a una antigua selva, profundo asilo de las alimañas; caen los pinos, resuenan la encina y el fresno, heridos de las hachas, y el hendible roble se raja a impulso de las cuñas; de los montes caen rodando los grandes olmos. También Eneas toma parte activa en aquellas faenas, al mismo tiempo que exhorta a sus compañeros, y contemplando la inmensa pira, agitado de tristes pensamientos, exclama: «¡Oh! si ahora, en este espacioso monte, se me apareciese en su árbol aquel áureo ramo, ya que todo lo que me anunció la Sibila ha sido cierto, ¡Ay! demasiado cierto para ti, ¡Oh Miseno!» No bien hubo acabado de hablar, cuando bajaron por los aires dos palomas volando delante de sus mismos ojos y se posaron sobre la yerba; reconoció en ellas el héroe las aves de su madre, y de esta suerte las implora, lleno de júbilo: «Servidme de guías, ¡Oh palomas! y si hay camino, dirigid vuestro vuelo a la densa enramada donde el vistoso ramo da sombra a la fecunda tierra. Y tú, ¡Oh madre diosa! no me faltes en este dudoso trance.» Paróse, dicho esto, observando qué señales le dan y adónde dirigen el vuelo, mientras ellas, picoteando la yerba, se alejan por el espacio cuanto la vista más perspicaz puede alcanzar a seguirlas. Luego que llegaron a las bocas del fétido Averno, alzaron rápidamente el vuelo, y deslizándose por el líquido éter, van a posarse sobre la copa de un árbol, en el deseado sitio donde el resplandor del oro se destaca por su distinto matiz entre las ramas. Cual suele en la selva, durante los fríos invernales, brotar el muérdago con nueva verdura alrededor de los árboles a que crece apegado, pero que no le producen, y circundar los redondos troncos con su amarillo fruto, tal semejaba el áureo follaje en la copuda encina, tal crujían sus hojas, mecidas del blando viento. Eneas ase de él al punto, le arranca impaciente y lo lleva a la cueva de la Sibila.Entretanto los Troyanos continuaban en la playa llorando a Miseno, y tributaban los últimos honores a sus insensibles despojos. Empezaron por erigir con ramas de roble y maderas resinosas una gran pira, cuyos lados guarnecieron de negro follaje, hincando en tierra delante fúnebres cipreses, y decorando su cima con brillantes armas. Unos ponen el agua a la lumbre en calderas de bronce, y lavan y perfuman el frío cadáver entre grandes lamentos; luego colocan sobre la hoguera aquellos miembros regados con su llanto, y los cubren de las pupúreas vestiduras que usaron en vida; otros se colocan debajo del gran féretro, y ¡Triste ministerio!
volviendo los ojos, le aplican las teas, según la costumbre patria. Todo arde al momento: los montones de incienso, las entrañas de las víctimas, las copas del aceite derramado so bre ellas. Luego que todo quedó reducido a pavesas y se apagó la llama, sacaron los huesos, y después de empapar y lavar con vino aquellas reliquias, candentes todavía, Corineo las encerró en una urna de bronce; enseguida, con un ramo de feliz olivo, roció tres veces a sus compañeros con agua purificadora, y pronunció las últimas oraciones. Entonces el piadoso Eneas mandó erigir al héroe un soberbio monumento, en el cual depositan sus armas, su remo y su clarín, al pie de un alto monte, que de él recibió, y conservará eternamente, el nombre de Miseno.
Hecho esto, se apresura a ejecutar los preceptos de la Sibila. Había cerca de allí una profunda caverna, que abría en las peñas su espantosa boca, defendida por un negro lago y por las tinieblas de los bosques, sobre la cual no podía ave alguna tender impunemente el vuelo: tan fétidos eran los vapores que de su horrible centro se exhalaban, infestando los aires, de donde los Griegos dieron a aquel sitio el nombre de Averno. Allí llevó Eneas, lo primero, cuatro novillos negros, sobre cuyo testuz derramó la sacerdotisa el vino de las libaciones, y cortándoles las cerdas entre las astas, las arrojó al fuego sagrado, como primeras ofrendas, invocando a voces a Hécate, poderosa en el cielo y en el Erebo. Otros degüellan las víctimas y recogen en copas la tibia sangre; el mismo Eneas con su espada inmola en honor de la madre de las Euménides y en el de su grande hermana una cordera de negro vellón, y a ti, ¡Oh Proserpina! una vaca estéril. Enseguida erige los altares para los sacrificios nocturnos que han de hacerse al rey del Estigio y pone en las llamas las entrañas enteras de los novillos, derramando abundante aceite sobre ellas, cuando he aquí que, al despuntar el alba, empezó a mugir la tierra bajo los pies, retemblaron las selvas, y grandes aullidos de perros en las sombras anunciaron la llegada de la diosa. «¡Lejos, lejos de aquí, profanos! exclama la profetisa; salid de este bosque, y tú, Eneas, echa a andar y desenvaina la espada. Esta es la ocasión de mostrar entereza y valor.»
Dicho esto, lánzase por la boca de la cueva, y Eneas la sigue con intrépidos pasos.
¡Oh dioses, que ejercéis el imperio de las almas, calladas sombras, Caos y Flegetón! ¡Oh vastas moradas de la noche y del silencio! séame lícito narrar las cosas que he oído. ¡Consiéntame vuestro numen descubrir los arcanos del abismo y de las tinieblas!
Solos iban en la nocturna obscuridad, cruzando los desiertos y mustios reinos de Dite, cual caminantes en espesa selva a la incierta claridad de la luna, cuando Júpiter cubre de sombra el firmamento y la negra noche roba sus colores a todas las cosas. En el mismo vestíbulo y en las primeras gargantas del Orco tienen sus guaridas el Dolor y los vengadores Afanes; allí moran también las pálidas Enfermedades, y la triste Vejez, y el Miedo, y el Hambre, mala consejera, y la horrible Pobreza, figuras espantosas de ver, y la Muerte, y su hermano el Sueño, y el Trabajo, los malos Goces del alma.
Vense en el fondo del zaguán la mortífera Guerra, los férreos Tálamos de las Euménides y la insensata Discordia, ceñida de sangrientas ínfulas la serpentina cabellera.
En el centro despliega sus añosas ramas un inmenso olmo, y es fama que allí los vanos Sueños, adheridos a cada una de sus hojas. Moran además en aquellas puertas otras muchas monstruosas fieras, los Centauros, las biformes Scilas y Briareo el de los cien brazos, y la Hidra de Lerna con su espantoso silbido, y la flamígera Quimera, las Gorgonas, las Arpías y aquella alma que animó tres cuerpos. Herido en esto de súbito terror, requiere Eneas la espada y presenta su punta a todo lo que se le acerca; y si su compañera, conocedora de aquellos sitios, no le advirtiese que aquellas formas que veía revolotear en contorno eran vanos fantasmas, embistiera con ellas, esgrimiendo inútilmente su espada en el vacío.
De allí arranca el camino que conduce a las olas del tartáreo Aqueronte, vasto y cenagoso abismo, que perpetuamente hierve y vomita todas sus arenas en el Cocito. Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada luenga barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa cuelga de sus hombros, prendida con un nudo: él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella los muertos, viejo ya, pero verde y recio en su vejez, cual corresponde a un dios. toda la turba de las sombras, por allí difundida, se precipitaba a las orillas: madres, esposos, héroes magnánimos, mancebos, doncellas, niños colocados en la hoguera a la vista de sus padres, sombras tan numerosas como las hojas que caen en las selvas a los primeros fríos del otoño, o como las bandadas de aves que, cruzando el profundo mar, se dirigen a la tierra cuando el invierno las impele en busca de más calurosas regiones.
Apiñados en la orilla, todos piden pasar los primeros y tienden con afán las manos a la opuesta margen; pero el adusto barquero toma indistintamente, ya a unos, ya a otros, y rechaza a los demás, alejándolos de la playa. Sorprendido y conturbado en vista de aquel tumulto, «Dime, ¡Oh virgen!
pregunta Eneas, ¿Qué significa esa afluencia junto al río?
¿Qué piden esas almas? ¿Y por qué distinción ésas tienen que apartarse de la orilla y esotras surcan esas lívidas aguas?»
En estos términos le responde brevemente la anciana sacerdotisa: «Hijo de Anquises, verdadera progenie de los dioses, viendo estás los profundos estanques del Cocito y la laguna Estigia, por la cual los mismos dioses temen jurar en vano.
Esta turba que tienes delante es la de los miserables que yacen insepultos: ese barquero es Caronte, esos a quienes se llevan las aguas, los que han sido enterrados, pues no le es permitido transportar a ninguno a las horrendas orillas por la ronca corriente antes de que sus huesos hayan descansado en sepultura: cien años tienen que revolotear errantes alrededor de estas playas; admitidos entonces por fin, logran cruzar las deseadas olas. Párase el hijo de Anquises triste y pensativo y profundamente compadecido de aquel destino cruel.
Allí ve entre los infelices privados de sepultura a Leucaspis y Oronte, capitán de la escuadra licia, a quienes el austro anegó a un mismo tiempo juntamente con sus galeras, viniendo con él de Troya por los borrascosos mares.
En esto descubre al piloto Palinuro, que, en su reciente travesía por el mar de Libia, mientras iba observando los astros, cayó de la popa en medio de las olas. Apenas hubo reconocido al desdichado en las espesas tinieblas, díjole así:
«¿Cuál dios ¡Oh Palinuro! te arrebató a nosotros y te precipitó en medio del piélago? Dímelo pronto, porque Apolo, que antes nunca me había engañado, sólo me engañó al vaticinarme que cruzarías seguro la mar y llegarías a las playas ausonias. ¿Es esa, di, la fe prometida?» , «No, respondió Palinuro, no te engañó el oráculo de Febo, ¡Oh caudillo hijo de Anquises! no me sepultó un dios en el mar. Arrancado por acaso con gran violencia el timón que me habías confiado, y que yo tenía asido para dirigir el rumbo, le arrastré en mi caída, y te juro por los terribles mares que no temí entonces tanto por mí cuanto porque tu nave, perdido el timón y privada de piloto, no pudiese resistir el empuje de aquellas tan terribles olas. Tres borrascosas noches me arrastró el violento noto por los inmensos mares; sólo el cuarto día divisé a Italia desde la altura a que me levantó una grande oleada. Poco a poco llegué nadando a tierra, y ya estaba en salvo, cuando una gente cruel, considerándome por engaño presa de valía, me acometió con espadas en el momento en que, bajo el peso de mis ropas mojadas, pugnaba por asirme con las uñas a la áspera cima de un collado: juguete del viento y del mar, mi cuerpo yace ahora en la playa. Por la deleitosa luz del cielo y por las auras te lo suplico; por tu padre y por el niño Iulo, tu esperanza, libértame ¡Oh héroe invicto! de estas miserias. O bien, pues está en tu mano, da sepultura a mi cuerpo, que encontrarás en el puerto de Velia; o bien, si es posible, si tu divina madre te sugiere algún me dio para ello (pues no creo que sin especial favor de los dioses te prepares a surcar la terrible laguna Estigia), tiende la diestra a este infeliz y llévame contigo por esas aguas, para que en muerte a lo menos descanse en plácidas moradas!»
Dijo y al punto la habla así la Sibila: «¿De dónde te viene¡Oh Palinuro! esa insensata aspiración? ¿Tú, insepulto, habías de visitar las aguas estigias y el tremendo río de las Euménides, y sin mandato de los dioses habías de pasar a la opuesta orilla? Renuncia a la esperanza de torcer con tus ruegos el curso de los hados, pero guarda en la memoria estas palabras, como consuelo en tu cruel desventura. Sabrás que todos los pueblos comarcanos, aterrados en vista de mil prodigios celestes, aplacarán tus manes, depositando tus huesos bajo un túmulo, instituirán en él solemnes sacrificios, y aquel sitio conservará eternamente el nombre de Palinuro.»
Estas palabras calmaron su afán y ahuyentaron un poco el dolor de su triste corazón, complacido a la idea de que un lugar de la tierra había de llevar su nombre.
Prosiguen, pues, Eneas y la Sibila el comenzado camino y se acercan al río, cuando el barquero, al verlos desde la laguna Estigia ir por el callado bosque, encaminándose hacia la orilla, les ataja enojado el paso con estas palabras: «Quienquiera que seas, tú, que te encaminas armado hacia mi río, ea, dime a qué vienes y no pases de ahí. Esta es la mansión de las Sombras, del Sueño y de la soporífera Noche; no me es permitido llevar a los vivos en la barca Estigia, y a fe no tengo motivos para congratularme de haber recibido en este lago a Alcides, a Teseo y a Piritoo, aunque eran del linaje de los dioses y de invicta pujanza; el primero amarró con su mano al guarda del Tártaro, y le arrancó temblando del trono del mismo Rey; los otros intentaron robar de su tálamo a la esposa de Dite.» Así le respondió brevemente la sacerdotisa del Anfriso: «No abrigamos nosotros tales insidias; serénate; estas armas no arguyen violencia; siga en buen hora el gran Cerbero en su caverna espantando a las sombras con eterno ladrido, y continúe la casta Proserpina en la mansión de su tío. El troyano Eneas, insigne en piedad y armas, baja a las profundas tinieblas del Erebo en busca de su padre. Si no te mueve la vista de tan piadoso intento, reconoce a lo menos este ramo»; y sacó el que llevaba oculto bajo el manto, con lo que al punto desapareció el enojo de Caronte. Nada añadió la Sibila. El, admirando el venerable don de la rama fatal, que no había visto hacía mucho tiempo, da vuelta a la cerúlea barca y se acerca a la orilla, haciendo que despejen el fondo las sombras que lo ocupaban, y las que iban sentadas en los largos bancos, al mismo tiempo que recibe en ella al grande Eneas. Crujió la sutil barca bajo su peso, y rajada en parte, empezó a hacer agua; mas al fin desembarcó felizmente en la opuesta orilla a la Sibila y al guerrero en un lodazal cubierto de verde légamo.
En frente, tendido en su cueva, el enorme Cerbero atruena aquellos sitios con los ladridos de su trifauce boca.
Viendo la Sibila que ya se iban erizando las culebras de su cuello, le tiró una torta amasada con miel y adormideras, la cual él, abriendo su trifauce boca con rabiosa hambre, se tragó al punto, dejándose caer enseguida y llenando con su enorme mole toda la cueva. Al verle dormido, Eneas sigue adelante y pasa rápidamente la ribera del río, que nadie cruza dos veces.
En esto, empezaron a oirse voces y lloros de niños, cuyas almas ocupaban aquellos primeros umbrales; niños arrebatados del pecho de sus madres, y a quienes un destino cruel sumergió en prematura muerte antes de que gozaran la dulce vida. Junto a ellos están los condenados a muerte por sentencia injusta. Dan aquellos puestos jueces designados por la suerte; el presidente Minos agita la urna, él convoca ante su tribunal a las calladas sombras, y se entera de sus vidas y crímenes. Cerca de allí están los desdichados que, vencidos de la desesperación y aborreciendo la luz del día, se quitaron la vida con su propia mano. ¡Ah, cuánto darían ahora por arrostrar en la tierra pobreza y duros afanes! pero los hados no lo consientes, y las tristes aguas del lago Estigio, con sus nueve revueltas, los enlazan y sujetan en aquel odioso pantano. No lejos de aquí se extienden en todas direcciones los llamados Campos Llorosos, donde secretas veredas que circundan una selva de mirtos, ocultan a los que consumió en vida el cruel amor, y que ni aun en muerte olvidan sus penas; en aquellos sitios ve Eneas a Fedra, a Procis y a la triste Erifile, enseñando las heridas que le hiciera su despiadado hijo, y a Evadne y a Pasifae, a quienes acompañan Laodamia y Ceneo, mancebo en otro tiempo, y ahora mujer, restituida por el hado a su primitiva forma.
Entre ellas vagaba por la gran selva la fenicia Dido, abierta aún en su pecho la reciente herida. Apenas el héroe troyano llegó junto a ella y la reconoció entre la sombra obscura, cual vemos o creemos ver a la luna nueva alzase entre nubes, rompió a llorar, y así le dijo con amoroso acento:
«¡Oh desventurada Dido! ¡Conque, fue verdad la nueva de tu desastre, y tú misma te traspasaste el pecho con una espada!
¿Y fui yo ¡Oh dolor! causa de tu muerte? Juro por los astros y por los númenes celestiales y por los del Averno, si alguna fe merecen también, que muy a pesar mío dejé ¡Oh Reina!
tus riberas. La voluntad de los dioses, que ahora me obliga a penetrar por estas sombras y a recorrer estos sitios, llenos de horror y de una profunda noche, me forzó a abandonarte, y nunca pude imaginar que mi partida te causase tan gran dolor. Detén el paso y no te sustraigas a mi vista. ¿De quién huyes? ¡esta es la postrera vez que los hados me consienten hablarte!» Con estas palabras, cortadas por el llanto, procuraba Eneas aplacar la irritada sombra, que, vuelto el rostro, fijos en el suelo los torvos ojos, no se mostraba más conmovida por ellas que si fuera duro pedernal o mármol de Marpesia. Aléjase al fin precipitadamente, y va a refugiarse indignada en un bosque sombrío, donde su antiguo esposo Siqueo es objeto de su ternura y corresponde a ella. Eneas, empero, traspasado de dolor a la vista de tan cruel desventura, la sigue largo tiempo, compadecido y lloroso.
Luego continúa su camino y llegan a los últimos campos, lugar retraído, donde moran los manes de los guerreros ilustres. Allí le salen al paso Tideo, el ínclito Partenopeo y la sombra del pálido Adrasto; allí los troyanos muertos en la guerra y tan llorados entre los hombres, larga hilera que contempló con lágrimas, y en que estaban Glauco, Medonte, Tersíloco, los tres hijos de Antenor, Polifetes, consagrado a Ceres, e Ideo, armado todavía y todavía manejando su carro.
Todas aquellas sombras se apiñan a ambos lados de Eneas; no les basta verle una vez, sino que quieren detenerle, ir con él y saber las causas de su venida; pero los caudillos de los Griegos y las falanges de Agamenón, en cuanto divisaron entre las sombras al héroe y sus brillantes armas, empezaron a temblar, y unos huyeron, como cuando en otro tiempo corrían a refugiarse en sus naves, y otros quisieron gritar, pero en vano; sólo un tenue acento empezó a salir de sus abiertas bocas.
Allí vio Eneas a Deifobo, hijo de Príamo, llagado todo el cuerpo, cruelmente mutiladas la cara y ambas manos, arrancadas las orejas de las destrozadas sienes y cortada la nariz con infame herida. Apenas reconoció al infeliz, que, trémulo y avergonzado, procuraba tapar las señales de su horrible suplicio, llegóse a hablarle y así le dijo con bien conocido acento: «Valeroso Deifobo, descendiente del alto linaje de Teucro, ¿Quién te trató tan cruelmente? ¿Quién fue tan feroz contigo? Supe que en la última noche de Troya, después de haber hecho gran matanza de Griegos, caíste rendido sobre un montón de cadáveres; entonces yo mismo te erigí un cenotafio en la playa Retea, y tres veces invoqué tus manes en alta voz; allí están tus armas con tu nombre; pero a ti¡Oh amigo! no pude verte ni sepultarte, al partir, en la tierra patria.» A lo cual respondió el hijo de Príamo: «Nada ¡Oh amigo! dejaste por hacer; todos tus deberes cumpliste con Deifobo y sus tristes manes; mi destino fatal y el funesto crimen de la Lacedemonia me precipitaron en este abismo de males: ¡Estas pruebas me dejó de su amor! Bien te acuerdas (harto forzoso es recordarlo) de aquella engañosa alegría en que pasamos la última noche, cuando el fatal caballo penetró por encima de las murallas de Troya, preñado de armados peones. Ella, con fingidas danzas, conducía en derredor a las Troyanas; celebrando orgías y colocada en el centro, llevando en la mano una gran tea encendida, daba con ella la señal a los Griegos desde lo alto de la fortaleza.
Yo entonces, vencido del sueño y de tantos afanes, fui a tenderme en mi infausto tálamo, y ya empezaba a disfrutar un dulce y profundo reposo, harto parecido a una plácida muerte, cuando mi egregia esposa, después de sacar de mi casa todas las armas y de quitarme de la cabecera mi fiel espada, abrió las puertas a Menelao y le introdujo en mi estancia, confiando, sin duda, prestar un gran servicio a su primer esposo y borrar así la memoria de sus antiguas maldades. ¿A qué me detengo? La turba se arroja sobre mi lecho; con ella venía el nieto de Eolo, siempre instigador de crímenes. ¡Oh dioses! si me es lícito implorar vuestra venganza, renovad en los Griegos aquellos horrores. Pero tú, dime a tu vez qué aventura te trae aquí en vida. ¿Vienes impulsado por el vaivén de las olas o por mandato de los dioses, o cuál destino te acosa para que hayas descendido a estas sombrías regiones, nunca alumbradas del sol? Durante estas pláticas, ya la aurora con su rosada cuadriga había traspuesto la mitad del espacio celeste en su etérea carrera, y acaso hubiera el héroe consumido en ellas todo el tiempo que le estaba concedido, si su compañera, la Sibila, no le hubiera amonestado así brevemente: «La noche se nos viene encima, Eneas, y empleamos las horas en llorar. Este es el sitio en que el camino se divide en dos partes: la de la derecha, que se dirige al palacio del poderoso Plutón, es la senda que nos llevará a los Campos Elíseos; la de la izquierda conduce al impío Tártaro, donde los malos sufren su castigo.» A lo cual respondió Deifobo: «No te irrites, gran sacerdotisa; ya me retiro; ya voy a reunirme con las otras sombras y a sepultarme de nuevo en las tinieblas. Ve, ve ¡Oh gloria y prez de los nuestros! a gozar más feliz destino que el mío» Dijo, y se alejó.
Vuélvese entonces Eneas, y ve al pie de una roca que se extiende a la izquierda mano, una gran fortaleza, rodeada de triple muralla, que el rápido Flegetonte, río del Tártaro, circunda de ardientes llamas, arrastrando en su corriente resonantes peñas; en frente se ve una puerta enorme y con jambas de un acero tan duro, que ninguna fuerza humana, ni aun la espada de los mismos dioses, podría derribarlas. Una torre de hierro se alza en los aires; sentada Tisifone, ceñida de un manto de color de sangre, guarda el vestíbulo, despierta día y noche; óyense allí de continuo gemidos y crueles azotes y el rechinar del hierro y ruido de cadenas arrastradas.
Paróse Eneas, despavorido, y se puso a escuchar con profunda atención. «Qué especie de crímenes se castigan aquí?
Dime, ¡Oh virgen! ¿Qué tormentos son éstos? ¿Quién exhala esos gritos tan lastimeros?» Así comenzó entonces la profetisa: «Inclito caudillo de los Teucros, a ningún justo le es lícito penetrar en ese asilo de los crímenes, pero cuando Hécate me destinó a la custodia de los bosques infernales, ella misma me declaró los castigos que imponen los dioses y me condujo por todos estos sitios. El cretense Radamanto ejerce aquí un imperio durísimo, indaga y castiga los fraudes, y obliga a los hombres a confesar las culpas cometidas y que vanamente se complacían en guardar secretas, fiando su expiación al tardío momento de la muerte. Al punto de pronunciada la sentencia, la vengadora Tisifone, armada de un látigo, azota e insulta a los culpados, y presentándoles con la mano izquierda sus fieras serpientes, llama a la turba cruel de sus hermanas. Abrense entonces por fin las sagradas puertas, rechinando en sus goznes con horrible estruendo. «¿Ves, prosiguió la Sibila, qué centinela está sentada en el vestíbulo?
¿Cuál horrible figura guarda estos umbrales? Pues dentro tiene su morada una hidra más horrible todavía, con sus cincuenta negras fauces siempre abiertas; luego se abre el mismo Tártaro, espantoso precipicio, que profundiza debajo de las sombras el doble de lo que se levanta sobre la tierra el etéreo Olimpo. Allí, en lo más hondo de aquel abismo, ruedan precipitados del rayo los Titanes, antiguo linaje de la Tierra. Allí vi a los dos hijos de Aloeo, enormes gigantes, que intentaron quebrantar con sus manos el inmenso cielo y precipitar a Júpiter de su excelso trono; vi también a Salmoneo, padeciendo horribles castigos en pena de haber querido imitar los rayos de Júpiter y los truenos del Olimpo. Tirado por un carro de cuatro caballos y blandiendo teas, iba ufano por los pueblos de Grecia y cruzaba su ciudad de Elix, reclamando para sí los honores debidos a los dioses. ¡Insensato, que creía simular con el bronce batido por los cascos de sus caballos el crujido de las tempestades y del inimitable rayo!, pero el Padre omnipotente le disparó entre densas nubes un dardo (no teas, no humeantes llamas) y le precipitó en el profundo abismo. Vi también a Ticio, hijo de la Tierra, que produce todos los seres, cuyo cuerpo tendido ocupa siete yugadas enteras; un enorme buitre mora en lo hondo de su pecho y con su corvo pico le roe y le devora el hígado y las entrañas, que nunca mueren, y renacen siempre para padecer sin momento de tregua. ¿A qué hablar de los Lapitas Ixión y Piritoo, sobre cuyas cabezas pende un negro peñasco, amagándolos siempre con su caída? Delante tienen voluptuosos lechos de áureas columnas y festines dispuestos con regio lujo; pero la principal de las Furias vela tendida a su lado, y en cuanto intentan llevar las manos a la mesa, se levanta blandiendo su tea y se lo impide con tonantes voces.
Allí habitan los que en vida aborrecieron a sus hermanos o hirieron a su padre o vendieron el interés de su cliente; los que, numerosísima muchedumbre, incubaron riquezas atesoradas para ellos solos, sin dar una parte a los suyos; los que perdieron la vida por adúlteros; los que promovieron impías guerras o no temieron hacer traición a sus señores; todos estos, encerrados allí, aguardan su castigo. No intentes saber qué castigo es el suyo; unos hacen rodar un gran peñasco, otros penden amarrados a los radios de una rueda. El infeliz Teseo está sentado y lo estará eternamente, y Flegias, el más desgraciado de todos, amonesta a los demás y va clamando entre las sombras con grandes voces: «¡Escarmentad con mi ejemplo; aprended con él a ser justos y a no despreciar a los dioses!» Este vendió por oro su patria y le impuso un tirano; hizo y deshizo leyes por su solo interés. Ese incestuoso atropelló el lecho de su hija; todos osaron concebir grandes maldades y las llevaron a cabo. No, aun cuando tuviese cien lenguas y cien bocas y una voz de hierro, no podría expresar todas las formas de los crímenes ni decirte todos los nombres de sus castigos.»
Luego que esto dijo la anciana sacerdotisa de Febo, «Más ea, continuó, sigue adelante tu camino y ofrece a Proserpina el debido tributo. Aceleremos el paso; ya descubro las murallas forjadas en las fraguas de los Cíclopes, y veo las puertas del palacio de Plutón bajo esa bóveda que tenemos delante: ahí nos está mandado deponer nuestra ofrenda.» Dijo, y avanzando juntos por el tenebroso camino, atraviesan el espacio que los separa del palacio y llegan a sus puertas; Eneas penetra en el zaguán, se rocía el cuerpo con una agua recién cogida y suspende el ramo en el dintel frontero.
Hecho esto, y habiendo ya cumplido con la diosa, llegaron a los sitios risueños y a los amenos vergeles de los bosques afortunados, moradas de la felicidad. Ya un aire más puro viste aquellos campos de brillante luz, ya aquellos sitios tienen su sol y sus estrellas. Unos ejercitan sus miembros en herbosas palestras y se divierten en luchar sobre la dorada arena; otros danzan en coro y entonan versos. Allí el sacerdote Tracio, arrastrando largas vestiduras, acompaña sus cantos con las siete cuerdas de su lira, que ora impulsa con los dedos, ora con el ebúrneo plectro. Allí está el antiguo linaje de Teucro, raza bellísima, héroes magnánimos, nacidos en mejores tiempos, Ilo, Asaraco y Dárdano, el fundador de Troya. Asombrado Eneas, ve a lo lejos armas, carros vacíos, lanzas hincadas en tierra y caballos sueltos paciendo diseminados por las vegas; la afición que aquellos guerreros tuvieron en vida a los carros y las armas, su antiguo afán por criar lozanos corceles, los siguen aún en el seno de la tierra. Luego ve a derecha e izquierda a otros comiendo tendidos sobre la yerba y entonando en coro jubiloso himnos en honor de Apolo, en medio de un fragante bosque de laureles, adonde viene a caer el caudaloso Erídano, difundiéndose de allí por toda la selva. Allí están los que recibieron heridas lidiando por la patria, los sacerdotes que tuvieron una vida casta, los vates piadosos que cantaron versos dignos de Febo, los que perfeccionaron la vida con las artes que inventaron y los que por sus méritos viven en la memoria de los hombres. Todos éstos llevan ceñidas las sienes de nevadas ínfulas. Ya en medio de ellos, la Sibila les habla así, dirigiéndose más particularmente a Museo, a quien rodean los demás y que lleva a todos la cabeza: «Decidme, almas bienaventuradas, y tú, virtuosísimo vate, ¿en cuál región, en qué sitio mora Anquises? Por él venimos y por él hemos cruzado los grandes ríos del Erebo.» Así respondió brevemente Museo: «Ninguno tiene aquí morada fija; habitamos en frondosos bosques y una veces andamos por los altos ribazos, otras por las márgenes de los arroyos; pero si tal es vuestro deseo, subid este collado, y pronto señalaré un camino para que le encontréis fácilmente.» Dijo, y echando a andar delante de ellos, les muestra desde la altura unas risueñas campiñas a las cuales bajan enseguida.
Estaba entonces el Anquises examinando con vivo afán unas almas encerradas en el fondo de un frondoso valle, almas destinadas a ir a la tierra, en las cuales reconocía todo el futuro linaje de sus descendentes, su posteridad amada, y veía sus hados, sus varias fortunas, sus hechos, sus proezas.
Apenas vio a Eneas, que se dirigía a él cruzando el prado, tendióle alegre entrambas manos, y bañadas de llanto las mejillas, dejó caer de sus labios estas palabras: «¡Que al fin has venido, y tu tan probada piedad filial ha superado este arduo camino! ¡Que al fin me es dado ver tu rostro, hijo mi, y oír tu voz y hablarte como de antes! Yo en verdad, computando los tiempos, discurría que así había de ser, y no me ha engañado mi afán. ¡Cuántas tierras y cuántos mares has tenido que cruzar para venir a verme! ¡Cuántos peligros has arrostrado, hijo mío! ¡Cuánto temía yo que te fuesen fatales las regiones de la Libia!» Eneas le respondió: «Tu triste imagen, ¡Oh padre! presentándoseme continuamente, es la que me ha impulsado a pisar estos umbrales. Mi armada está surta en el mar Tirreno. Dame, ¡Oh padre! dame tu diestra y no te sustraigas a mis brazos.» Esto diciendo, largo llanto bañaba su rostro: tres veces probó a echarle los brazos al cuello; tres la imagen, en vano asida, se escapó de entre sus manos como un aura leve o como lado sueño.
Eneas en tanto ve en una cañada un apartado bosque lleno de gárrulas enramadas, plácido retiro, que baña el río Leteo. Innumerables pueblos y naciones vagaban alrededor de sus aguas, como las abejas en los prados cuando, durante el sereno estío, se posan sobre las varias flores, y apiñadas alrededor de las blancas azucenas, llenan con su zumbido toda la campiña. Ignorante Eneas de lo que ve, y estremecido ante aquella súbita aparición, pregunta la causa, cuál es aquel dilatado río y qué gentes son las que en tan grande multitud pueblan sus orillas. Entonces el padre Anquises,»Esas almas, le dice, destinadas por el hado a animar otros cuerpos, están bebiendo en las tranquilas aguas del Leteo el completo olvido de lo pasado. Hace mucho tiempo que deseaba hablarte de ellas, hacértelas ver, y enumerar delante de ti esa larga prole mía, a fin de que te regocijes más conmigo de haber por fin encontrado a Italia.» «¡Oh padre! ¿Es creíble que algunas almas se remonten de aquí a la tierra y vuelvan segunda vez a encerrarse en cuerpos materiales? ¿Cómo tienen esos desgraciados tan vehemente anhelo de rever la luz del día?» «Voy a decírtelo, hijo mio, para que cese tu asombro», repuso Anquises, y de esta suerte le fue revelando cada cosa por su orden:
«Desde el principio del mundo, un mismo espíritu interior anima el cielo y la tierra, y las líquidas llanuras y el luciente globo de la luna, y el sol y las estrellas; difundido por los miembros, ese espíritu mueve la materia y se mezcla al gran conjunto de todas las cosas; de aquí el linaje de los hombres y de los brutos de la tierra, y las aves, y todos los monstruos que cría el mar bajo la tersa superficie de sus aguas. Esas emanaciones del alma universal conservan su ígneo vigor y su celeste origen mientras no están cautivas en toscos cuerpos y no las embotan terrenas ligaduras y miembros destinados a morir; por eso temen, desean, padecen y gozan; por eso no ven la luz del cielo encerradas en las tinieblas de obscura cárcel. Ni aun cuando en su último día las abandona la vida, desaparecen del todo las carnales miserias que necesariamente ha inoculado en ellas, de maravillosa manera, su larga unión con el cuerpo; por eso arrostran la prueba de los castigos y expían con suplicios las antiguas culpas. Unas, suspendidas en el espacio, están expuestas a los vanos vientos; otras lavan en el profundo abismo las manchas de que están infestadas, o se purifican en el fuego. Todos los manes padecemos algún castigo, después de lo cual se nos envía a los espaciosos Elíseos Campos, mansión feliz, que alcanzamos pocos, y a que no se llega hasta que un larguísimo período, cumplido el orden de los tiempos, ha borrado las manchas inherentes al alma y dejádola reducida sólo a su etérea esencia y al puro fuego de su primitivo origen. Cumplido un período de mil años, un dios las convoca a todas en gran muchedumbre, junto al río Leteo, a fin de que tornen a la tierra, olvidadas de lo pasado, y renazca en ellas el deseo de volver nuevamente a habitar en humanos cuerpos.» Dicho esto, llevó a su hijo y a la Sibila hacia la bulliciosa multitud de las sombras y se subió a una altura, desde donde podía verlas venir de frente en larga hilera y distinguir sus rostros.
«Escúchame, prosiguió, pues voy ahora a decirte la gloria que aguarda en lo futuro a la prole de Dárdano, qué descendientes vamos a tener en Italia, almas ilustres, que perpetuarán nuestro nombre; voy a revelarte tus hados. Ese mancebo, a quien ves apoyado en su fulgente lanza, ocupa por suerte el lugar más cercano a la vida, y es el primero que de nuestra sangre, mezclada con la sangre ítala, se levantará a la tierra; ése será Silvino, nombre que le darán los Albanos, hijo póstumo tuyo, que ya en edad muy avanzada tendrás, fruto tardío, de tu esposa Lavinia, la cual le criará en las selvas, rey y padre de reyes, por quien dominará en AlbaLonga nuestro linaje. A su lado está Procas, prez de la nación troyana; síguele Capis y Numitor, y Silvio Eneas, que llevará tu nombre y te igualará en piedad y valor, si llega algún día a reinar en AlbaLonga. ¡Qué mancebos! ¡Mira qué pujanza ostentan! De esos a cuyas sienes da sombra una corona de cívica encina, unos te edificarán las ciudades Nomento, Gabia y Fidena; otros levantarán en los montes los alcázares Colatinos, a Pometía, el castillo de Inno, a Bola y Cora; así se llamarán algún día esas que hoy son tierras sin nombre. A su abuelo sigue Rómulo, hijo de Marte y de Ilia, de la sangre de Asaraco. ¿Ves esos dos penachos que se alzan sobre su cabeza, y ese noble continente que en él ha impreso el mismo padre de los dioses? Has de saber, hijo mío, que bajo sus auspicios la soberbia Roma extenderá su imperio por todo el orbe y levantará su aliento hasta el cielo. Siete colinas encerrará en su recinto esa ciudad, madre feliz de ínclitos varones; tal la diosa de Berecinto, coronada de torres, recorre en su carro las ciudades frigias, ufana de ser madre de los dioses, abrazando a cien descendientes, todos inmortales, todos moradores del excelso Olimpo. Vuelve aquí ahora los ojos y mira esa nación; esos son tus romanos. Ese es Cesar, ésa es toda la progenie de Iulo, que ha de venir bajo la gran bóveda del cielo. Ese, será el héroe que tantas veces te fue prometido, Cesar Augusto, del linaje de los dioses, que por segunda vez hará nacer los siglos de oro en el Lacio, y en esos campos que antiguamente reinó Saturno; en el que llevará su imperio más allá de los Garamantas y de los Indios, a regiones situadas más allá de donde brillan los astros, fuera de los caminos del año y del sol, donde el celífero Atlante hace girar sobre sus hombros la esfera tachonada de lucientes estrellas. Y ahora, en la expectativa de su llegada, los reinos Caspios y la tierra Meótica oyen con terror los oráculos de los dioses, y se turban y estremecen las siete bocas del Nilo.
Ni el mismo Alcides recorrió tantas tierras, por más que asaetease a la cierva de los pies de bronce, que pacificase las selvas del Erimanto e hiciese temblar con su arco al lago de Lerna; ni Baco el vencedor, que por las altas cumbres de Nisa maneja con riendas de pámpanos los tigres que arrastran su carro. ¿Y titubearíamos aún en ejercitar nuestro valor con grandes hechos, o el miedo nos retraería de establecernos en las tierras de Italia? ¿Quién es aquel que se ve allí lejos, coronado de oliva, que lleva en la mano sacras ofrendas? Reconozco la cabellera y la blanca barba del rey que dará el primero leyes a Roma, y que desde su humilde Cures y desde su pobre tierra pasará a regir un grande imperio.
Sucederále Tulo, que pondrá término a la paz de la patria y armará a sus pueblos, ya desacostumbrados de vencer. De cerca le sigue el arrogante Anco, que aun ahora se ufana demasiado con el aura popular. ¿Quieres ver a los reyes Tarquinos, y el alma soberbia de Bruto vengador, y las restauradas fasces? Ese será el primero que tomará la autoridad de cónsul y las terribles segures, y padre, condenará al suplicio por la hermosa libertad a sus hijos, promovedores de nuevas guerras. ¡Infeliz! Sea cual fuere el juicio que de ese acto haya de formar la posteridad, el amor de la patria y un inmenso deseo de gloria vencerán en su corazón. Mira también a lo lejos los Decios, los Drusos y al terrible Torcuato, armado de una segur, y a Camilo con las enseñas recobradas del enemigo. esas dos almas que ves brillar con armas iguales, tan unidas ahora que las rodean las sombras de la noche,¡Ah! si llegan a alcanzar la luz de la vida, ¡Cuántas guerras moverán entre sí, cuánto estrago! ¡Cuántas huestes armarán uno contra otro! El suegro bajará de las cumbres alpinas y de la peña de Moneco y apoyarán al yerno los opuestos pueblos del Oriente. ¡Oh hijos míos, no acostumbréis vuestras almas a esas espantosas guerras, no convirtáis vuestro pujante brío contra las entrañas de la patria! Y tú el primero, tú,¡Oh sangre mía! tú, que desciendes del Olimpo, ten compasión de ella y no empuñes jamás semejantes armas… Ese, vencedor de Corinto, subirá al alto Capitolio en carro triunfal, ilustrado con la matanza de los Aqueos. Ese debelará a Argos y a Micenas, patria de Agamenón, y al mismo hijo de Eaco, de la raza del omnipotente Aquiles; vengando así a sus abuelos troyanos y los profanados templos de Minerva.
¿Quién podría pasarte en silencio, ¡Oh gran Catón! y a ti, oh Cosso? ¿Quién al linaje de los Gracos y a los dos Escipiones, rayos de la guerra, terror de la Libia, y a Fabricio, poderoso en su pobreza, y a ti, ¡Oh Serrano! que siembras tus surcos?
Las fuerzas me faltan ¡Oh Fabios! para seguiros en vuestra gloriosa carrera. Tú, ¡Oh Máximo! ganando tiempo, conseguirás salvar la república. Otros, en verdad labrarán con más primor el animado bronce, sacarán del mármol vivas figuras, defenderán mejor las causas, medirán con el compás el curso del cielo y anunciarán la salida de los astros; tú, ¡Oh romano!
atiende a gobernar los pueblos; ésas serán tus artes, y también imponer condiciones de paz, perdonar a los vencidos y derribar a los soberbios.»
Así habló el padre Anquises a Eneas y a la Sibila, que le escuchaban atónitos; luego añadió: «¡Mira cómo se adelanta Marcelo, cargado de despojos, y cómo, vencedor, se levanta por encima de todos los héroes! Ese sostendrá algún día la fortuna de Roma, comprometida en apretado trance; intrépido jinete, arrollará a los Cartagineses y al rebelde Galo, y suspenderá en el templo de Quirino el tercer trofeo.» En esto Eneas, viendo acercarse al lado del héroe un gallardo mancebo vestido de refulgentes armas, pero con la frente mustia, bajos los ojos e inclinado el rostro, «¿Quién es, ¡Oh padre!, dijo, ese que acompaña a Marcelo? ¿Es su hijo o alguno de la alta estirpe de sus descendientes? ¿Cuál le rodean todos con obsequioso afán! ¡Cómo se parecen uno a otro!, pero una negra noche rodea su cabeza de tristes sombras.»
Entonces el padre Anquises, bañados de llanto los ojos, exclama: «¡Oh hijo mío! no inquieras lo que será ocasión de inmenso dolor para los tuyos. Vivirá ese mancebo, pero los hados no harán más que mostrarle un momento a la tierra; la romana estirpe os hubiera parecido ¡Oh dioses! demasiado poderosa si le hubieseis otorgado ese don. ¡Cuántos gemidos se exhalarán por él desde el campo de Marte hasta la gran Roma! ¡Qué funerales verás, oh Tiber, cuando te deslices por delante de su reciente sepultura! Ningún mancebo de la raza troyana levantará tan alto las esperanzas de sus abuelos latinos, ni la tierra de Rómulo, se envanecerá tanto jamás de otro alguno de sus hijos. ¡Oh piedad! ¡Oh antigua fe! ¡Oh diestra invicta en la guerra! Jamás contrario alguno se le hubiera opuesto, impunemente, ya arremetiese a pie las huestes enemigas, ya aguijase con la esquela los ijares de espumoso corcel. ¡Oh mancebo digno de eterno llanto! si logras vencer el rigor de los hados, tú serás Marcelo… Dadme lirios a manos llenas, dadme que esparza sobre él purpúreas flores; que pague a los menos este tributo a los manes de mi nieto y le rinda este vano homenaje.» Así van recorriendo sucesivamente el espacio de los dilatados campos aéreos y examinándolo todo. Luego que Anquises hubo conducido a su hijo por todos aquellos sitios, e inflamado su ánimo con el deseo de su futura gloria, le cuenta las guerras que está destinado a sustentar, le da a conocer los pueblos de Laurento y la ciudad de Latino, y de qué modo podrá evitar y resistir los trabajos que le aguardan.
Hay dos puertas del Sueño, una de cuerno, por la cual tienen fácil salida las visiones verdaderas; la otra de blanco nítido marfil, primorosamente labrada, pero por la cual envían los manes a la tierra las imágenes falaces. Prosiguiendo en sus pláticas con su hijo y la Sibila, despídelos Anquises por la puerta de marfil, desde la cual toma Eneas derecho el camino hacia la escuadra y vuelve a ver a sus compañeros.
Dirígese enseguida, costeando la playa, al puerto de Cayeta; allí echan anclas y atracan en la orilla.