La Eneida
Publio Virgilio Marón
La Eneida (en latín Aeneis) es la obra maestra de Publio Virgilio Marón, uno de los más célebres de todos los poetas romanos. Estos poemas, divididos en doce libros y dos tomos, fueron escritos entre los años 29 a. C. a 19 a. C. bajo el encargo del emperador Augusto con el fin de darle a Roma una épica fundacional. Basándose en la obra homérica, Virgilio relata la épica de Eneas, un héroe troyano que escapa a la destrucción de Troya y tras un viaje plagado de amenazas y aventuras concluye con la fundación de Roma a la manera de los mitos griegos.
La Eneida
Tomo I
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI
Tomo II
Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – Libro XI – Libro XII
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QUINTO LIBRO
En tanto ya Eneas con su armada seguía resuelto su rumbo por la alta mar, surcando, impelido del aquilón, las negras olas y volviendo los ojos a las murallas de Cartago, iluminadas por la hoguera de la desventurada Elisa. Ignorantes de cuál pueda ser la causa de aquel tan vasto incendio; pero sabiendo la desesperación que produce un amor mal correspondido, y de lo que es capaz una mujer apasionada, sacan de él los Teucros tristísimo agüero. Internadas en la mar todas las naves, y cuando ya no se descubría a la redonda tierra alguna, sino sólo mares y cielo por todos lados, paróse encima de la cabeza de Eneas un cerúleo nubarrón, preñado de tinieblas y borrascas; negra noche cubrió de horror las olas. El mismo piloto Palinuro exclama desde la enhiesta popa: ¡Ay! ¿por qué encapotan el cielo tantas nubes?
¿Qué preparas, oh padre Neptuno? » Dicho esto, manda amainar velas y hacer fuerza de remos; y presentando oblicuamente la entena al viento, exclama: «Magnánimo Eneas, no, aun cuando me lo permitiera el supremo Júpiter, no esperaría arribar a Italia con este temporal. El viento ha cambiado y ruge furioso, batiéndonos de costado por el ennegrecido ocaso; densos nubarrones cubren el cielo. Ni resistir ni avanzar podemos; la fortuna nos vence, sigamos su empuje; torzamos el rumbo adonde nos llama, tanto más, cuanto creo que no han de estar distantes las seguras costas de tu hermano Erix y los puertos de Sicilia, si es que recuerdo bien las distancias de esos astros, que ya me son conoci dos». Entonces el pío Eneas: «Ya ha tiempo, en verdad, que veo, dijo, que eso piden los vientos y que vanamente pugnas por resistirlos. Tuerce, pues, el derrotero; ¿puede haber tierra más grata para mí, ni en que más desee guarecer mis fatigadas naves, que la que me conserve el troyano Acestes y cubre los huesos de mi padre Anquises?» Dicho esto, enderezan las proas a los puertos, impelidas las velas por los bonancibles céfiros; deslízase la armada rápidamente por el mar y arriban alegres en fin a las conocidas playas.
Acestes, que desde la alta cumbre de un monte había visto a lo lejos, con asombro, la llegada de aquellas naves amigas, acude a su encuentro, armado de una terrible jabalina y cubierto con la piel de una osa africana. Hijo del río Crimiso y de una madre troyana, Acestes, que no se había olvidado de sus antiguos progenitores, se congratula con la llegada de los Troyanos, los acoge alborozado con agreste magnificencia, y los agasaja en su desgracia con toda suerte de cariñosos auxilios. Al día, apenas el primer albor de la mañana empezaba a ahuyentar del oriente las estrellas, convoca Eneas a sus compañeros, que andaban esparcidos por toda la playa, y desde la cima de un collado les habla de esta manera:
«Valerosos hijos de Dárdano, linaje de la alta sangre de los dioses, ya ha recorrido un año el círculo cabal de los meses que le componen, desde que depositamos en la tierra las reliquias y los huesos de mi divino padre y le consagramos tristes altares; ya, si no me engaño, es llegado el día que (así lo quisisteis, ¡Oh dioses!) será para mí siempre acerbo, siempre venerando. Aun cuando arrastrase desterrado la vida en las sirtes gétulas, o me hallara cautivo en los mares de Argos o en la ciudad de Micenas, no por eso dejara de cumplir estos votos añales, de solemnizar este día con las debidas pompas, de cubrir sus altares con las ofrendas gratas a los muertos. Llegado hemos al sepulcro en que yacen las cenizas y los huesos de mi padre, no sin intención ni favor de los dioses, a lo que pienso, pues nos ha traído el mar a este puerto amigo; ea, pues, celebremos todos sus fúnebres exequias; pidámosle vientos propicios y que me consienta, edificada ya la ciudad que anhelo, renovar todos los años estas honras en templos dedicados a su memoria. Acestes, hijo de Troya, os da dos bueyes por cada nave; asistan a los festines vuestros penates patrios y también los que adora nuestro huésped Acestes. Además, si la novena aurora trae a los mortales la luz del almo día, y ciñe el orbe con sus fulgores, os propondré por primeras fiestas, regatas en el mar; los que descuellan en la carrera, los que confían en sus fuerzas, los mejores en disparar el venablo y las veloces saetas, los que se arrojan a luchar con el duro cesto, acudan a porfía y cuenten alcanzar en premio las merecidas palmas. Ahora haced muda oración y ceñíos con ramas las sienes».
Dicho esto, vela las suyas con el materno arrayán, y lo mismo hacen Helimo, el anciano Acestes y el niño Ascanio, siguiéndolos el resto del ejército. Encamínase luego Eneas, acompañado de innumerable muchedumbre, al sepulcro de su padre, donde, según el rito de las libaciones, derrama en tierra gota a gota dos copas llenas de vino, dos de leche recién ordeñada y dos de sagrada sangre; esparce por cima purpúreas flores y exclama así: «Salve, ¡Oh santo padre mío!
salve otra vez, ¡Oh cenizas que en vano he recobrado! y ¡Oh alma y manes paternos! No plugo a los dioses que contigo buscase los ítalos confines, campos adonde me llaman los hados, y el ausonio Tiber, sea cual fuere». No bien había pronunciado estas palabras, cuando salió del fondo del sepulcro una grande y lustrosa culebra, arrastrándose enroscada en siete vueltas, la cual rodeó mansamente el túmulo y se deslizó por entre los altares; cerúleas manchas matizaban su escamosa piel, salpicada de refulgente oro, cual destella en las nubes el arco iris mil varios colores, herido de los contrapuestos rayos del sol. Pasmóse al verla Eneas; ella, desarrollando el largo cuerpo, va serpeando por entre las tazas y las ligeras copas, prueba los manjares, y sin hacer daño a nadie vuelve a meterse en el fondo del sepulcro, dejando los altares y sus catadas ofrendas, con lo que, inflamado de mayor devoción, prosigue Eneas las comenzadas honras, dudando si acababa de ver al genio de aquel sitio o al espíritu familiar de su padre. Inmola, según usanza, dos ovejas, otras tantas cerdas e igual número de negros novillos, derramando al mismo tiempo vino de las copas, evocando al alma del grande Anquises y a sus manes libres del lago Aqueronte. Lo propio todos sus compañeros, cada cual según le es dado, traen alegres dones, cargan con ellos los altares e inmolan becerros. Otros colocan en orden las ollas a la lumbre, y tendidos por la yerba, atizan las ascuas bajo los asadores y tuestan las entrañas de las víctimas.
Llegó al fin el suspirado día: ya los caballos de Faetonte traían la serena luz de la novena aurora, ya atraídos por la fama y el nombre del ilustre Acestes, acudían los pueblos comarcanos y llenaban en alegre tropel las playas, ansiosos unos de ver a los Troyanos, y otros dispuestos a tomar parte en las luchas. Colócanse lo primero, a la vista de todos y en mitad del circo, los dones destinados a los vencedores, sagradas trípodes, verdes coronas, palmas, premios del triunfo, armas, ropas recamadas de púrpura y talentos de plata y oro, y desde la cima de un collado anuncia la trompeta que van a principiar los juegos. Rompen la lucha con sus pesados remos cuatro naos iguales, elegidas entre toda la armada. Impele a la veloz Priste con fuerza de briosos remeros Mnesteo, que pronto será ítalo y de quien toma su nombre el linaje de Memmio; Gías rige la colosal Quimera, semejante por su grandeza a una ciudad, la cual impele con triple empuje la juventud troyana, dispuesta en tres órdenes de remeros; Sergesto, de quien toma nombre la familia Sergia, monta el enorme Centauro, y la verdinegra Scila Cloanto, de quien desciende tu linaje ¡Oh romano Cluento!
Alzase a gran distancia en el mar, frontero a la espumosa costa, un risco que suele quedar sumergido bajo un remolino de revueltas olas cuando los cauros invernales ocultan las estrellas; cuando calla la mar serena, vuelve a alzarse sobre las inmobles olas, asilo grato a los mergos, que allí acuden a calentarse al sol. En aquel sitio pone el caudillo Eneas por meta una frondosa encina, que sirviese de señal a los marineros, para que, llegados a ella, diesen la vuelta al risco y se tornasen a la playa. Toman enseguida por suerte sus puestos los capitanes, que, de pie en las popas, resplandecen a lo lejos, cubiertos de oro y púrpura; la restante juventud troyana se corona de ramos de álamo, y bañadas de aceite las desnudas y relucientes espaldas, toma asiento en los bancos de las naos, y la mano en el remo, todos aguardan anhelosos la señal, devorados por el sobresalto que hace latir con violencia sus corazones y por una impaciente sed de gloria. De allí, apenas el sonoro clarín dio la señal, todos precipitadamente arrancan de sus sitios; la grita de los marineros llega al firmamento; cúbrese de espuma la mar, batida de los forzudos brazos; hiéndela las naves con iguales surcos, y ábrese toda ella al empuje de los remos y de las ferradas proas de tres puntas. No tan rápidos los carros tirados por dos caballos luchan a la carrera cuando se precipitan del vallado en la liza; no más impacientes los aurigas sacuden las ondeantes riendas sobre el aguijado tiro, y se inclinan sobre él para más aguijarle. Resuena entonces todo el bosque con los aplausos y las fervientes aclamaciones de los que se interesas, ya por unos, ya por otros, y las playas retumban con el vocerío, y los collados, heridos por él, le repiten con sus ecos. Lánzase el primero de entre la clamorosa muchedumbre, y deslizándose por las olas delante de todos, Gías, a quien sigue de cerca Cloanto, con mejores remeros, pero retardado por el gran peso de su nave. En pos de éstos, y a igual distancia, la Priste y el Centauro pugnan por cogerse la delantera, y otra se adelanta la Priste, ora la vence el gran Centauro, y ora avanzan las dos, juntas las proas, y con sus largas quillas surcan las salobres olas. Ya se acercaban al peñasco y llegaban casi a la meta, cuando Gías, que era el que llevaba más ventaja, grita a su piloto Menetes: «¿Por qué tuerces tanto a la derecha? Endereza por aquí el rumbo; acércate a la playa, y haz que los remos rasen las peñas de la izquierda; deja a los otros la alta mar.» Dijo; pero Menetes, temeroso de los bajíos, tuerce la proa en dirección a la mar. «¿A dónde tuerces?
¡A las peñas, Menetes!» le gritaba nuevamente Gías, cuando he aquí que ve a sus espaldas a Cloanto, que le va al alcance y está ya más cerca que él de las peñas. Cloanto, en efecto, metido ya entre la nave de Gías y las sonoras peñas, va rasando el derrotero de la izquierda, coge de súbito la delantera a su rival, y dando la espalda a la meta, boga seguro por el piélago. Inflama entonces el pecho del mancebo un profundo dolor, baña el llanto sus mejillas, y olvidando su propio decoro y la salvación de sus compañeros, arroja de cabeza en el mar, desde la alta popa, al tardío Menetes, y poniéndose de piloto en su lugar, dirige la faena y endereza el timón hacia la playa. Entretanto Menetes, quebrantado ya por los años, logra, en fin, a duras penas salir del hondo abismo, y todo empapado y chorreando agua sus vestiduras, trepa a la cima del escollo y se sienta en la seca piedra. Riéronse de él los Teucros, viéndole caer y nadar, y de nuevo se rieron viéndole luego arrojar por la boca las amargas olas. Entonces los dos que estaban últimos, Sergesto y Mnesteo, arden en alegre esperanza de adelantarse al retrasado Gías. Avanza Sergesto y se acerca al peñasco, pero no logra llevarle de ventaja todo el largo de su nave; sólo una parte le adelanta, y la otra va acosada por la proa de su rival, la Priste. En tanto Mnesteo, recorriendo su nave, excita así a los remeros:
«Ahora, ahora es la ocasión de hacer fuerza de remos, ¡Oh compañeros de Héctor, a quienes por tales elegí en el supremo trance de Troya! ¡Desplegad ahora aquel esfuerzo, aquellos bríos que demostrasteis en las sirtes gétulas y en el mar Jónico y en las rápidas ondas de Malea! Ya no aspira Mnesteo al primer lugar ni lidia para vencer, aunque acaso…
pero triunfen ¡Oh Neptuno! los que tanto favor te han merecido. Muévaos las vergüenza de volver los últimos; echad el resto por evitaros ¡Oh compañeros! tamaño oprobio»
Echan todos, en efecto, el resto de su empuje; treme la ferrada nave bajo sus pujantes golpes, y se desliza rápidamente por el mar. Precipitado resuello agita sus miembros y sus resecas bocas, y el sudor les chorrea por todo el cuerpo.
Una casualidad les proporcionó el anhelado honor; pues mientras Sergesto, ciego de impaciencia, va a rozar con su proa el peñasco, metiéndose en demasiada estrechura, encalla el infeliz en las salientes puntas de los bajíos. Retemblaron las rocas, troncháronse los remos contra sus agudas puntas, y de ellas quedó suspendida la rota proa. Los marineros se levantan y quedan inmóviles, lanzando un gran clamoreo, y echando mano a los herrados chuzos y las agudas picas, sacan del agua los quebrantados remos. En tanto Mnesteo, enardecido aún más con aquel próspero suceso, después de estimular el brío de sus remeros y de invocar a los vientos, endereza el rumbo hacia las playa y vuela por el tendido piélago. Cual la paloma sorprendida de súbito en la cueva de esponjoso peñasco, donde tiene su asiento y su dulce nido, se precipita volando hacia la campiña, y despavorida bate las alas con gran ruido, y luego, deslizándose por el sereno éter, hiende el líquido espacio sin mover apenas las veloces alas, tal vuela Mnesteo, tal la Priste, que hasta entonces se había quedado la última, corta las olas; tal le arrebata su ímpetu. Lo primero deja atrás a Sergesto, reluchando por desprenderse de un profundo escollo, encallado su barco, pidiendo inútilmente auxilio y pugnando por seguir adelante con los remos; y luego persigue a Gías y a su grande y pesada Quimera, que, privada de su piloto, sucumbe en la lucha. Sólo quedaba ya Cloanto, casi en el término de la carrera; Mnesteo le persigue y le acosa, echando el resto de sus fuerza, con lo que sube de punto el clamoreo y todos los espectadores le estimulan al alcance, haciendo resonar el espacio con sus gritos. Desprecian los de Cloanto el ganado honor y la victoria casi alcanzada, si no le alcanzan del todo, y ansían dar la vida por conseguir el lauro; alentados con la ventaja que van obteniendo los de Mnesteo, pueden vencer, porque creen poder hacerlo, y acaso las dos galeras hubieran obtenido juntas el premio, si Cloanto, tendiendo hacia el mar ambas palmas, no hubiera prorrumpido en plegarias, invocando de esta suerte a los dioses: «¡Oh númenes a quienes pertenece el dominio del mar, por cuyas olas vuela mi nave, yo inmolaré gozoso ante vuestras aras en la playa un toro blanco, de ello hago voto solemne, y arrojaré sus entrañas a las saladas ondas, y verteré en ellas consagrados vinos!» Dijo, y todo el coro de las Nereidas y de Forco y la virgen Panopea escucharon sus preces; el mismo padre Portuno con su potente mano impelió la nave, que, más veloz que el noto o que leve saeta, vuela hacia la playa y penetra en el hondo puerto. Entonces el hijo de Anquises, después de llamar por sus nombres a todos los combatientes, según costumbre, declara vencedor a Cloanto por la robusta voz de un heraldo, y ciñe sus sienes con el verde laurel; enseguida hace distribuir en donativo a cada nave tres becerros y vinos, o un talento de plata, a su elección, a que añade mayores agasajos para los capitanes; para el vencedor una clámide de oro que circundan dos cenefas de púrpura melibea. En ella se veía tejido el regio mancebo de la frondosa Ida, fatigando a los veloces ciervos con el dardo, y la carreta, fogoso y representado tan al natural, que parecía vivo, en el momento en que la armígera ave de Júpiter va a arrebatarle el firmamento con sus garras; vanamente los ancianos ayos del mancebo levantan las manos al cielo y ladran los perros enfurecidos. Al que por su valor había obtenido el segundo lugar dio una loriga labrada con tres hileras de leves mallas de oro, juntamente ornato y defensa, que el mismo Eneas, vencedor, arrebató a Demoleo, junto al rápido Simois, al pie del alto Ilión; apenas podían llevar en hombros su complicada pesadumbre los esclavos Fegeo y Sagaris, y sin embargo, Demoleo, cubierto con ella, perseguía en otro tiempo a los dispersos Troyanos. Por tercer premio da dos calderas de bronce y dos preciosas copas de plata con figuras de resalte. Ya estaban premiados todos, y ufanos con sus presas iban los vencedores, la sien ceñida de purpúreas ínfulas, cuando desembarazado a duras pena de entre los fatales arrecifes, pedidos los remos, volvió Sergesto en su barca debilitada, con una sola de sus bandas de remeros, humillada y entre las risas del concurso. Cual serpiente cogida por mitad del cuerpo en un camino por ferrada rueda, o a quien un caminante dejó mal herida y medio muerta de una pedrada, pugna en vano por huir, retorciendo el cuerpo en largos anillos, tremenda en parte, encendidos los ojos, alza el cuello silbando, mientras dilacerada en otra por el golpe recibido, no puede recoger sus nudos y se doblega por la falta de remos; empero hace fuerza de vela y entra en el puerto a todo trapo. Eneas, satisfecho de ver salvada la nave y recobrados sus compañeros, da a Sergesto el prometido premio, que es una esclava del linaje de Creta, Foloe, no ignorante en las labores de Minerva y que daba el pecho a dos gemelos.
Concluído aquel ejercicio, dirígese el piadoso Eneas a un herboso prado que rodean por todas partes corvos collados cubiertos de selvas; en medio del valle se hacía un circo natural, a modo de anfiteatro, al cual se encamina el héroe con toda la muchedumbre de los suyos y toma asiento en lugar eminente; allí estimula con empeño a los que quieran contender a la veloz carrera y les ofrece premios. Teucros y Sicilianos acuden en tropel, y los primeros Niso y Euralio…
Euralio, insigne por su hermosura y lozana juventud; Niso, por su piadoso cariño al mancebo. Síguelos Diores, de la ilustre estirpe real de Príamo; luego Salio y Patrón, éste de la sangre arcadia del linaje de Tegra, aquél de la Acarnania; en fin, dos mancebos sicilianos, Helino y Panopes, avezados a vivir en las selvas, compañeros del viejo Acestes, a que siguieron otros muchos, cuyos nombres no ha conservado la fama. En estos términos le habló Eneas, colocado en medio de todos: «Prestad atención a mis palabras y alentad los espíritus; ninguno de vosotros saldrá de la lucha sin llevar algún premio dado por mí. Os daré dos dardos cretenses, guarnecidos de acicalado hierro, y una hacha de dos filos nielada de plata; esta recompensa será común a todos. Los tres primeros recibirán además otros premios y ceñirán a sus sienes la dorada oliva. El primer vencedor obtendrá un caballo ricamente enjaezado; el segundo, una aljaba de amazona, llena de saetas de Tracia, pendiente de un tahalí de oro y prendido con un broche de piedras preciosas; con este yelmo griego irá contento el tercero.» Dicho esto, todos toman sitio y, oída la señal, dejan la barrera y arrancan a correr con la rapidez del viento, fijos los ojos en la meta. Niso el primero lleva a todos gran ventaja, más veloz que el vendaval y que las alas del rayo. Síguele Salio, pero a mucha distancia, y a mucha distancia también, Eurialo va el tercero… Helimo sigue a Euralio, tras del cual vuela Diores, pisando sus mismas huellas y casi apoyado en sus hombros, y si tuvieran más trecho que correr, aún le cogería la delantera o dejaría dudosa la victoria. Ya casi llegaban al término y tocaban cansados la misma meta, cuando el desgraciado Niso resbala sobre la verde yerba, humedecida con la sangre de unos becerros inmolados; vencedor ya y cantando victoria, no pudo retener en el suelo sus vacilantes pasos, y cayó sobre el inmundo cieno y la sagrada sangre. No se olvidó entonces, sin embargo, de Euralio y de su tierna amistad; antes se levanta al punto del resbaladizo terreno, y Salio, tropezando en él, cae y queda tendido en la densa arena. Euralio pasa como una centella, y vencedor, merced a su amigo, coge el primer lugar y vuela entre los aplausos y el entusiasmo de todos; enseguida llega Helimo, y Diores obtiene la tercera palma. Llena en esto Salio con sus grandes clamores el espacioso anfiteatro, e interpela a los primeros jefes, reclamando el triunfo que un fraude le ha arrebatado. Euralio tiene en su apoyo el favor público y sus nobles lágrimas y su virtud, que da tanto realce a la belleza; apóyale y a gritos le proclama vencedor Diores, que, cercano a la victoria, vanamente habría alcanzado el último premio si se diera el primero a Salio. Entonces el caudillo Eneas, «¡Oh mancebos! dijo, no os faltarán los dones prometidos y nadie variará el orden de los premios, pero séame lícito compadecer la desgracia de un amigo inocente.»
Dicho esto, dio a Salio la enorme piel de un león gétulo, de pesada melena y con garras de oro, a lo cual Niso, «Si tan gran premio reservas para los vencido, dijo, y tanto te apiadas de los que han resbalado, ¿qué digno presentes darás a Niso, a mí, que merecí con honra la primera corona, y que la hubiera obtenido a no venderme, como a Salio, la enemiga fortuna?» Y esto diciendo, mostraba su rostro y sus miembros cubiertos aún de sangriento fango. Sonrióse el bondadoso caudillo, y mandando traer un broquel, obra excelente de Didimaon, arrancado por los Griegos del sagrado templo de Neptuno, hace al ilustre mancebo aquel magnífico regalo.
Terminadas las carreras y distribuidos los premios, «Ahora, dijo Eneas, si alguno de vosotros se siente con aliento y vigor, venga y levante los brazos ceñidos con el cesto» Habla así y propone dos premios para la lucha: un novillo coronado de oro y vendas para el vencedor, y como consuelo para el vencido, una espada y un hermoso yelmo. Sale al punto Dares, haciendo alarde de sus grandes fuerzas, y se levanta entre el murmullo de la muchedumbre; sólo él en otro tiempo solía lidiar con Paris, y sólo él también, junto al sepulcro donde yace tendido el gran Héctor, tumbó al gigantesco Butes, siempre vencedor, que se decía descendiente del linaje bebricio de Amico, y le dejó moribundo en la roja arena.
Erguida la frente preséntase Dares el primero al combate, y descubre sus anchos hombros y agita ambos brazos extendidos, hiriendo con ellos el viento; pero en vano se le busca un competidor, pues nadie, entre tanta gente, osa medir con él sus fuerzas ni embrazar para la lid el cesto; con lo cual alegre y ufano, juzgando que todos renuncian a la victoria, plántase delante de Eneas, y asiendo por un cuerno, sin más tardanza, con la mano izquierda al novillo, dice así: «Hijo de una diosa, si nadie se atreve a probar la lid, ¿Qué aguardamos? ¿Hasta cuándo he de estarme aquí? Manda que me traigan los premios.» Todos los Troyanos aprueban sus palabras con unánime murmullo y piden que se le dé la prometida recompensa. En tanto el grave Acestes reprende amistosamente a Entelo, que estaba sentado junto a él en la verde yerba. «Entelo, le dice, ¿de qué vale haber sido en otro tiempo el más forzudo de los héroes, si ahora consientes con esa clama que otro alcance sin lucha tan grandes dones? ¿Dónde está ahora aquel divino Erix, y de qué te sirve haberle tenido por maestro? ¿Dónde está tu fama, difundida por toda Sicilia, y qué se han hecho aquellos despojos pendientes de tu techo?» A lo cual responde Entelo: «No, el miedo no ha ahuyentado de mi el amor de las alabanzas ni el de la gloria; pero la cansada vejez ha helado mi sangre y las fuerzas desfallecen en mi cuerpo. Si conservase todavía aquella lozana juventud de otros tiempos, la juventud en que fía su triunfo ese audaz, no sería por cierto el aliciente del premio, no sería ese hermoso novillo lo que me hubiera seducido; yo no me paro en dones.» Dijo, y lanzó al medio de la liza dos cestos de enorme peso, los mismos que con el fogoso Erix solía armar sus manos para la lucha, y que sujetaban a sus brazos duras correas. Atónitos quedaron todos; formaba cada cesto la piel de un gran buey replegada en siete vueltas, todas guarnecidas de plomo y hierro. El mismo Dares, sobre todo, queda atónito a su vista y rehusa obstinadamente el combate: el magnánimo hijo de Anquises revuelve en su mano aquella inmensa y ponderosa mole. En tanto decía el anciano: «¿Qué sería si alguno de vosotros viese el cesto y las armas del mismo Hércules y el triste combate dado en esta misma playa? Tu hermano Erix blandía en otro tiempo ¡Oh Eneas!
estas armas, que aun ves manchadas de sangre y destrozados sesos; con ellas peleó contra el grande Alcides, con ellas solía yo pelear cuando una sangre mejor me daba fuerzas y no encanecía mis sienes la enemiga vejez; pero si el troyano Dares rehusa esta mis armas, y si así parece al pío Eneas y lo aprueba Acestes, que me instigó a esta lid, igualémosla; ahí te entrego el cesto de Erix, depón el miedo y despójate del cesto troyano.» Dicho esto, dejó caer de los hombros la túnica y el manto y descubrió la fornida musculatura, sus enormes huesos, sus brazos, y se plantó, colosal atleta en medio del palenque; enseguida el hijo de Anquises hizo traer cestos iguales y armó con ellos los brazos de ambos. Al punto uno y otro tomaron posición erguidos sobre las puntas de los pies, e impertérritos levantaron los brazos al aire, echando atrás las erguidas cabezas para esquivar los golpes; juntan las manos con las manos y empeñan la lucha. Aquél más ágil de pies y fiado en su juventud; éste poderoso por sus miembros y su corpulencia, pero le flaquean tardías y trémulas las rodillas y una penosa respiración bate su ancho pecho. En vano los dos atletas se descargan mutuamente repetidos golpes, los redoblan sobre los cóncavos costados y exhalan del pecho roncos anhélitos, y menudean las puñadas alrededor de las orejas y de las sienes; crujen sus mandíbulas bajo los recios golpes. Entelo permanece firme e inmoble en su puesto y no hace más que esquivar las heridas con hábiles quiebros y con su vigilante mirada; el otro es parecido al que ataca con bélicos pertrechos una alta ciudad o asedia una fortaleza en la cima de un monte, que busca con maña, ya un lado débil, ya otro, recorriéndolos todos, y la hostiga en vano con repetidos asaltos. Empínase de pronto Entelo y levanta la diestra; veloz el otro prevé el golpe que le amenaza por alto y lo esquiva ladeando rápidamente el cuerpo; piérdese en el aire el esfuerzo de Entelo, y con su propio impulso cae éste pesadamente al suelo, arrastrado por su gran mole, cual suele caer descuajado un hueco pino en el Erimanto o en el gran monte Ida. Vivo interés agita a los Teucros y a la juventud siciliana, y sus clamores llegan al cielo. Acestes acude el primero, y compadecido alza del suelo a su amigo, tan anciano como él; pero el héroe, ni rendido ni aterrado por su percance, vuelve con mayor brío a la lucha y la ira le da nuevas fuerzas. La vergüenza, el conocimiento de su propio valor reaniman su pujanza, y ardiente acosa por todo el llano a Dares en su precipitada fuga, redoblando los golpes, ya con la diestra, ya con la siniestra mano, sin descanso ni tregua.
Cual bota sobre los tejados menudo granizo arrojado por las nubes, tal el héroe, en fuerza de los repetidos golpes que descarga con una y otra mano, acosa y abruma a Dares.
Entonces el caudillo Eneas, no consintiendo que fuesen más allá las iras y que Entelo se ensañe más en su contrario, puso fin a la pelea y arrancó de ella al fatigado Dares, consolándole con estos bondadosos términos: «¡Infeliz! ¿Qué locura se ha apoderado de tu ánimo? ¿No conoces que las fuerzas de tu rival son más que humanas, y que los dioses se te han vuelto contrarios? Ríndete a un dios.» Dijo, y mandó cesar el combate, con lo que algunos fieles amigos llevan a las naves a Dares, que iba arrastrando las dolientes rodillas, bamboleándosele la cabeza y arrojando por la boca espesa sangre y mezclados con ella los dientes; llamados por Eneas, reciben el yelmo y la espada, quedando para Entelo la palma y el novillo. Entonces el vencedor, lleno de arrogancia y ensoberbecido con su toro, exclama: «Hijo de una diosa, y vosotros, ¡Oh Teucros! conoced a Entelo y ved qué fuerzas tendría en mi juventud, y de qué muerte habéis liberado a Dares.» Dijo, y poniéndose delante del novillo, premio del combate, levantó en alto la diestra, blandió y dejó caer los duros cestos entre ambos cuernos y le deshizo y hundió los huesos del testuz, con lo que, exánime y trémulo, desplomóse el bruto en tierra. Enseguida Entelo lanza del pecho estas palabras: «Acepta ¡Oh Erix! esta víctima, más digna de ti, en vez de la muerte de Dares, y con esta victoria depongo el cesto y renuncio a mi arte.»
Enseguida Eneas invita a luchar con la veloz saeta a los que quieran hacerlo y presenta y presenta premios; él mismo con su pujante mano levanta un mástil de la nave de Seresto y ata en su elevado tope un cable, del que pende veloz paloma, que será el blanco de las flechas. Acuden los guerreros y un casco de bronce recibe sus nombres para echar las suertes; el primero que sale, saludado por benévolos murmullos, es el de Hippocoonte, hijo de Hirtaco, al cual sigue Mnesteo, poco antes vencedor en las regatas; Mnesteo, coronado de verde oliva. El tercero es Euritión, hermano tuyo, ¡Oh clarísimo Pandaro, que recibido en otro tiempo el mandado de romper una alianza, disparaste el primero un dardo en medio de los Griegos! El último cuyo nombre salió de lo hondo del casco fue Acestes, que no teme probar la suerte en aquellos ejercicios juveniles.
Tienden entonces los guerreros a porfía con vigoroso esfuerzo los recogidos arcos y sacan las flechas de las aljabas.
La primera saeta, que es la del joven hijo de Hirtaco, bate y hiende las veloces auras a impulso del rechinante nervio, y va a clavarse en el mástil que tiene delante; retiembla el palo, aletea la paloma asustada y en todo el ámbito resuenan grandes aplausos. Adelántase enseguida el impetuoso Mnesteo, tendido el arco, apuntando a lo alto y dirigiendo al mismo punto el ojo y la flecha, pero tuvo la desgracia de no tocar con ella al ave misma, y sólo rompió la cuerda de que pendía, atada por un pie, con lo que se echó a volar por los aires, perdiéndose entre las negras nubes. Rápido entonces Euritión, que ya tenía pronta la flecha en el preparado arco, invocó a su hermano, habiendo divisado a la paloma, que jubilosa batía las alas por el vacío éter, y la traspasa la opaca nube.
Exánime cayó el ave, dejando la vida en los etéreos astros y trayendo clavada en su cuerpo la saeta. Sólo quedaba Acestes y ya todas las palmas estaban ganadas; mas, sin embargo, disparó su dardo a la región aérea, ostentando su antigua pericia y su resonante arco, cuando he aquí que se aparece un súbito prodigio, de terrible agüero para lo futuro; un gran suceso lo demostró después, suceso que los aterradores vates anunciaron con tardías predicciones. Fue el caso que la voladora caña ardió en las puras nubes, dejando un rastro de fuego, y consumida se perdió entre las tenues auras, semejante a aquellas estrellas que vagan por el cielo arrastrando en pos de sí una larga cabellera. Suspensos quedaron Sicilianos y Teucros e invocaron e invocaron a los dioses; el grande Eneas acepta el presagio, y abrazando al alegre Acestes, le colma de regalos y exclama: «Toma ¡Oh padre! pues el poderoso rey del Olimpo ha querido con esos auspicios reservarte un premio extraordinario; el mismo anciano Anquises te ofrece por mi mano esta copa cincelada con figuras, que el tracio Ciseo dio en otro tiempo a mi padre como singular obsequio, monumento y prenda juntamente con su entrañable amistad.» Dicho esto, le ciñe las sienes con verde laurel, proclaman a Acestes el primer vencedor, y el buen Euritión vio sin envidia aquella preferencia, aunque él era el que había hecho caer del aire la paloma. Llegó a recibir el premio inmediato el que había roto la cuerda, y dióse el último al que clavó su veloz flecha en el mástil.
Aun no concluido el certamen, llama el caudillo Eneas a Epitides, ayo y compañero del niño Iulo, y así le dice en confianza al oído: «Ve y di a Ascanio que si tiene ya apercibido su escuadrón de muchachos y dispuesta la carrera de caballos, se presente armado y los conduzca a la sepultura de su abuelo.» Manda Eneas despejar la muchedumbre que anda desparramada por el circo, y que quede libre el campo.
Avanzan los muchachos en sus caballos vistosamente enjaezados y desfilan en buen orden a la vista de sus padres, entre los aplausos entusiastas de los jóvenes Teucros y Sicilianos.
Todos ostentan al uso sujeto el caballo con una guirnalda de ramas, todos llevan dos jabalinas de cerezo silvestre con punta de hierro; a unos les penden del hombro ligeras aljabas, una flexible cadena de oro labrado les ciñe el cuello, cayendo sobre el pecho. Van divididos en tres compañías, cada una de doce muchachos, y al mando de tres capitanes de su misma edad, escarcean en vistoso alarde. Una de ellas va ufana a las órdenes del niño Príamo, heredero del nombre de su abuelo, e hijo tuyo, ¡Oh Polites! raíz preclara de larga descendencia ítala, montado en un caballo tracio de dos colores manchado de blanco; blancos son sus pies delanteros y blanca también su erguida frente. El segundo capitán es Atis, de quien traen origen los Atios latinos, el tierno Atis, niño querido del niño Iulo. El último y el más hermoso de todos en Iulo, que va jinete en un caballo sidonio regalo de la hermosa Dido, recuerdo y prenda de su ternura; los demás cabalgaban en caballos sicilianos del viejo Acestes… Saludan con aplauso los Troyanos a la tímida turba y se deleitan en mirarlos y reconocer en ellos los rostros de sus antiguos progenitores. Luego que recorrieron alegres en sus caballos todo el ámbito del circo para que los contemplaran los suyos, Epítides, al verlos ya dispuestos, dio la señal con la voz y chasqueó su látigo, con lo que partieron todos de frente a la carrera, se dividieron luego en tres bandas, y de nuevo volvieron a la voz de sus jefes, como si fueran a acometerse con las jabalinas. Enseguida emprenden nuevas carreras y contracarreras, y se confunden y revuelven en encontrados giros, simulando un combate, y unas veces huyen, otras se embisten y escaramuzan, y otras, en fin, marchan juntos como si hubieran ajustado paces. Cual en otro tiempo, dicen, el laberinto de la monstruosa Creta, con sus mil obscuros e insidiosos recodos, formaba una intrincada madeja, en que todos se perdían irremisiblemente, tal los hijos de los Teucros cruzan y borran los rastros de sus caballos en la carrera, entretejiendo en sus juegos la fuga y la batalla, semejantes a los delfines cuando retozan en las olas nadando por los mares de Carpacia y de la Libia… Ascanio fue el primero que renovó esta costumbre, estas carreras y estos juegos cuando cercó de murallas a AlbaLonga y enseñó a los antiguos Latinos a celebrarlos de la propia manera que, en su infancia, los había celebrado con él la juventud troyana. Los Albanos se los enseñaron a sus hijos; de ellos los recibió después la gran Roma y los conservó en honor de sus ascendientes, y aún hoy a esos escarceos se da el nombre de Troya, y los muchachos que en ellos toman parte se llaman el escuadrón troyano.
Aquí llegaban las fiestas celebradas en honor del augusto padre de Eneas, cuando se trocó la fortuna de favorable en adversa a los Troyanos. Mientras de aquella suerte solemnizaban con variados juegos las honras al sepulcro de Anquises, envió a Iris desde el cielo hacia la armada troyana, impulsando su vuelo por los aires, Juno, hija de Saturno, revolviendo en su mente mil pensamientos y no saciado aún su antiguo rencor. Acelerando la carrera por su arco de mil colores, desciende corriendo la virgen, sin ser de nadie vista, por aquel rápido camino. Descubren primero un gran gentío, registra las playas y ve los puertos desiertos y la escuadra abandonada: sólo las mujeres troyanas, retiradas a lo lejos en la solitaria ribera, lloraban la pérdida de Anquises, y todas contemplaban con llanto el profundo mar. «¡Ah, después de tantas fatigas, aun tenemos que surcar tantos mares!», exclamaban todas, y todas a una voz claman por una ciudad: ya no pueden con los trabajos del mar. Hábil en fraudes, Iris se desliza en medio de ellas, y deponiendo el rostro y el traje de diosa, se convierte en Beroe, la anciana esposa de Doriclo de Ismaro, mujer de alto linaje, que en otro tiempo había tenido gran nombre y muchos hijos. Mezclada, pues, con las matronas troyanas. «¡Oh desdichadas, dice, las que no arrastró a la muerte el ejército friego durante la guerra, bajo las murallas de la patria! ¡Oh desventurada nación! ¿A qué fin te reserva la fortuna? ¡Ya va a cumplirse el séptimo estío desde la destrucción de Troya, y en tanto tiempo, cuántas mares hemos recorrido, cuántas tierras, cuántas playas inhospitalarias, cuántos climas; siempre juguetes de las olas, siempre en pos de esa Italia, que huye delante de nosotros! Aquí reinó Erix, hermano de Eneas; aquí Acestes nos da hospitalidad; ¿Quién nos impide levantar aquí murallas y fundar un pueblo? ¡Oh patria, oh penates arrancados al enemigo! ¿Jamás murallas algunas llevarán ya el nombre de Troya? ¿No veré ya en ninguna parte los ríos de Héctor, el Xanto y el Simois? Mas¿Qué digo? manos a la obra y prended fuego conmigo a esas infaustas naves. Esta noche, se me ha aparecido en sueños la profetisa Casandra, dándome unas teas encendidas y diciéndome: Buscad aquí a Troya; aquí está vuestra morada. Ea, no haya dilación después de tantos prodigios. Aquí tenemos cuatro altares de Neptuno; el mismo dios nos suministra teas y aliento.» Esto diciendo, ase con ímpetu la primera el fuego enemigo, lo blande en la alzada diestra, haciéndole chispear en los aires, y lo arroja a las naves. Suspensas quedaron y estupefactas las Troyanas, cuando he aquí que una de ellas, la de más edad, Pirgo, regia nodriza de tantos hijos de Príamo,»Matronas, exclama, ésa no es Beroe, ésa no es la esposa de Dorinclo, nacida en el cabo Reteo; observad esas señales de un esplendor divino, esos ojos encendidos, ese espíritu que la anima, ese rostro, este sonido de voz, ese porte. Yo misma dejé hace poco a Beroe enferma, lamentándose de ser la única en no tributar a Anquises los merecidos honores.» Dudosas las matronas al principio, contemplan las naves con siniestros ojos, indecisas entre el insensato amor del suelo que pisan y los reinos a que las llaman los hados, cuando se alzó por los aires la diosa batiendo las alas, y trazó en su fuga un grande arco bajo las nubes. Atónitas entonces a la vista de tal prodigio y ebrias de furor, prorrumpen en unánimes clamores y arrebatan el sagrado fuego destinado a los sacrificios; unas despojan los altares y lanzan juntamente a la lumbre hojas, ramas y teas; cual desbocado corcel, hierve el incendio por el centro de las naves y devora los bancos, los remos y las pintadas popas de abeto. Eumelo lleva al sepulcro de Anquises y al anfiteatro la nueva del incendio de las naves, y todos en efecto, ven revolotear chispas por los aires entre negras humaredas. Ascanio el primero, con el mismo alegre ardor con que iba conduciendo las carreras ecuestres, se dirige impetuosamente al desordenado campamento, y rendidos sus ayos no pueden detenerle. «¿Qué nuevo furor es éste? ¿A qué aspiráis, qué hacéis, ah desventuradas mujeres? exclama. No, al enemigo, no a los reales argivos prendéis fuego, sino a vuestras propias esperanzas. ¡Vedme aquí, ved a vuestro Ascanio!»; y arrojó a sus pies el yelmo con que poco antes se divertía en simulacros guerreros. Acuden al mismo tiempo precipitadamente Eneas y todos los Troyanos, con lo que despavoridas las mujeres, se dispersan por toda las playa y van a esconderse en las selvas y entre las huecas peñas, arrepentidas de su obra y pesarosas de ver la luz del día; convertidas a mejores sentimientos, reconocen a los suyo y sacuden de su espíritu las sugestiones de Juno.
Pero en tanto las llamas nada pierden de su indomable violencia; bajo el húmedo roble viven atizadas por la estopa, que vomita densas humaredas; un pesado vapor devora las quillas, y la plaga penetra en todo el cuerpo de las naves; nada pueden, ni los esfuerzos de los héroes, ni los raudales derramados. Entonces el piadoso Eneas rasga su túnica, se la arranca de los hombros, implora el auxilio de los dioses, y tendiendo a ellos las palmas, «Júpiter, omnipotente, exclama, si no aborreces a los Troyanos hasta al último, si tu antigua clemencia tiene en algo las miserias humanas, liberta nuestra armada de las llamas, ¡Oh padre! y arranca a la destrucción las flacas reliquias de los Teucros, o si lo merezco, lanza sobre ellas y sobre mí tu enemigo rayo y anonádanos aquí mismo con tu diestra.» Apenas había pronunciado estas palabras, cuando estalla con desusada furia una negra tempestad, acompañada de torrentes de lluvia, y en montes y llanos retumba el trueno; todo el éter se desata en impetuoso y turbio aguacero, que ennegrecen recios vendavales. Las naves se llenan de agua y rebosan; humedécense los robles medio abrasados hasta apagarse el fuego, y todas las galeras, perdidas sólo cuatro, se salvan del incendio.
En tanto el caudillo Eneas, quebrantado por aquel acerbo caso, revolvía en su espíritu mil graves cuidados, indeciso entre quedarse en los campos de Sicilia, olvidando sus altos destinos, o dirigirse a las costas italianas, cuando el viejo Nautes, a quien instruyó la tritonia Palas e hizo insigne sobre todos en su divino arte, le habló así, explicándole lo que presagiaba la terrible ira de los dioses y lo que exigía al mismo tiempo el orden de los hados, consolándole de esta manera:
«Hijos de una diosa, suframos resignados los vaivenes de la suerte; sea cual fuere, forzoso es vencerla con paciencia. El dardanio Acestes, descendiente, como tú, de una estirpe divina, es todo tuyo; consulta con él y ponle de tu parte.
Confíale el sobrante de los tuyos, por efecto de las naves que has pedido, y los que ya están cansados de tu laboriosa empresa; elige para esto los ancianos, las matronas vencidas de los afanes del mar, y toda la gente inválida y temerosa de los peligros, y consiente que después de tantas fatigas se edifique en esa tierra una ciudad, a la que, con permiso de Acestes, pondrán por nombre Acesta.»
Inflamado con estas razones de su anciano amigo, siente empero Eneas su ánimo combatido de graves cuidados. En tanto la negra noche, arrastrada en su carro de dos caballos, recorría el firmamento, cuando se le apareció de pronto la imagen de su padre Anquises, deslizándose del cielo y hablándole de esta manera: «¡Oh hijo mío, más caro para mí en otro tiempo que la vida, cuando aun la vida animaba mi cuerpo! ¡Oh hijo mío, tan duramente probado por los destinos de Ilión! Aquí vengo por mandato de Júpiter, que apartó de tu armada el incendio y al fin se ha apiadado de ti desde el alto cielo. Obedece los excelentes consejos que te da el anciano Nautes: lleva a Italia la flor de tus guerreros, los cora zones más esforzados, pues tienes que debelar en el Lacio a una gente inculta y brava; mas antes desciende a las moradas infernales de Dite, y penetrando en el profundo Averno, ve, hijo, a buscarme, porque no moro en el impío Tártaro, mansión de las tristes sombras, sino en el ameno recinto de los piadosos, en los Campos Elíseos. Allí te conducirá la casta Sibila después que hayas ofrecido un abundante sacrificio de negras víctimas; entonces conocerás toda tu descendencia y qué ciudades te están destinadas. Y ahora, adiós; ya la húmeda noche gira en mitad de su carrera y el cruel Oriente sopla sobre mí el fatigoso aliento de sus caballos.» Dijo, y se desvaneció como el huno en las sutiles auras. Y Eneas, «¿A dónde te precipitas? ¿Por qué te ocultas? ¿De quién huyes, o qué te aparta de mis brazos?» Esto diciendo, atiza las cenizas y la medio apagada lumbre, y suplicante ofrece la sagrada harina y una cazoleta llena de incienso a los lares de Pérgamo, en el santuario de la cándida Vesta.
Al punto convoca a sus compañeros, y ante todos a Acestes, y les comunica la suprema voluntad de Júpiter, los preceptos de su amado padre y la resolución que ya él también ha tomado. Todos aprueban y a todo asiente Acestes.
Desígnanse y se colocan aparte las matronas destinadas a la nueva ciudad y todos los que consienten en quedarse también, ánimos nada codiciosos de gloria. Los demás renuevan los bancos de las naves, reemplazan los mástiles consumidos por las llamas y adaptan remos jarcias; pocos son en número, pero gente valerosa a toda prueba. Entre tanto Eneas traza con un arado el ámbito de la ciudad, sortea los solares de las casas, y dispone que allí esté Ilión; que estos sitios sean Troya. El troyano Acestes se regocija a la idea del nuevo reino, y designa el recinto que ha de ocupar el foro y dicta leyes a su futuro senado; enseguida se erige a Venus Idalia un templo cercano a los astros, en la cumbre del Erix, y se destinan al sepulcro de Anquises un sacerdote y un extenso bosque sagrado. Ya se habían empleado nueve días en festines, ofrendas y sacrificios en los altares: plácidos los vientos, rizaban apenas la superficie del mar, y el austro, soplando con frecuencia, convida a los Troyanos a dar de nuevo la vela. Grandes gemidos y llantos se alzan entonces en las corvas playas, y día y noche largos abrazos demoran el momento de la partida. Ya las mismas matronas, ya aun los mismos a quienes antes amedrentaba el aspecto del mar, y hasta sólo su nombre se hacía intolerable, quieren partir también y arrostrar todos los trabajos de la fuga. El bondadoso Eneas los consuela con palabras amigas y los recomienda llorando a su pariente Acestes; luego manda inmolar tres becerros a Erix y una cordera a las Tempestades, y que todas las naves por su orden desaten los cables, mientras que él, ceñida la frente de una corona de hojas de olivo, en pie sobre la proa de su nave, con una copa en la mano, arroja a las saladas olas las entrañas de las víctimas y el vino de las libaciones. Un viento de popa impele las naves; los remeros baten el mar a porfía y barren las líquidas llanuras. Entretanto Venus, devorada por tristes cuidados, se dirige a Neptuno y exhala de su pecho estas quejas: «La terrible ira de Juno y su inexorable corazón me obligan ¡Oh Neptuno! a rebajarme a todo linaje de súplicas. Ni el tiempo ni la más acendrada piedad bastan a aplacarla; ni se doblega a la soberana voluntad de Júpiter ni a la fuerza de los hados. No le basta haber borrado de la haz de la tierra con sus nefandos odios la ciudad de los Frigios; ni arrastrar sus tristes reliquias por toda suerte de calamidades; todavía persigue las cenizas y los huesos de la destruida Troya. ¡Ella se sabrá las causas de tanto furor! Tú me eres testigo de la gran borrasca que recientemente suscitó de súbito en las olas africanas, mezclando el cielo y el mar, contando, aunque en vano, con las tempestades de Eolo: a tanto se atrevió en tu propio reino…
¡Oh maldad! Y he aquí que además, valiéndose del criminal furor infundido por ella en las matronas troyanas, ha incendiado las naves de Eneas y obligándole una parte de su ar mada a abandonar a sus compañeros en tierra desconocida.
Dígnate, yo te lo ruego, dígnate conceder a los demás una navegación feliz y que arriben al laurentino Tiber, si te pido cosas concedidas por la suerte, y si en efecto las Parcas les reservan aquellas murallas.»
Así respondió el hijo de Saturno, el domador de los profundos mares: «Justo es, Citerea, que confíes en mis reinos, de donde traes tu origen, y a la verdad que yo lo merezco también; yo, que tantas veces he reprimido los furores del mar y la cólera del cielo conjurado contra Eneas, y que no he velado menos sobre él en la tierra, testigos el Xanto y el Simois. Cuando Aquiles, persiguiendo a los desalentados escuadrones troyanos, los impelía contra las murallas, inmolando millares de guerreros, y gemían los ríos atestados de cadáveres, y el Xanto no podía abrirse camino para correr al mar, yo arrebaté en una hueca nave a Eneas, empeñado en lid con el fuerte hijo de Peleo, protegido por su mayor pujanza y por el favor de los dioses, y eso que yo hubiera deseado derribar hasta en sus cimientos los muros de la perjura Troya, labrados por mis manos. Todavía persevero en los mismos sentimientos con respecto a tu hijo: ahuyenta todo temor. Llegará seguro, como deseas, al puerto del Averno: sólo llorará a uno de los suyos, perdido en los abismos del mar; una sola vida se sacrificará por el bien de muchos…»
Luego que hubo sosegado con estas palabras el corazón de la diosa, unció Neptuno con arreos de oro sus fogosos caballos, púsoles espumosos frenos y les soltó las riendas.
Vuela ligero por la superficie del piélago en su cerúleo carro, humíllanse las olas, la turgente superficie se allana bajo el tonante eje, y huyen del cielo las nubes. Acuden a rodearle varios monstruos que forman su comitiva, las inmensas ballenas, el antiguo coro de Glauco, Palemón hijo de Inoo, los rápidos tritones y todo el ejército de Forco; a su izquierda van Tetis y Melite y la virgen Paponea, Nesee, Spio, Talía y Cimodoce.
Halagüeñas ideas penetran entonces en la indecisa mente del caudillo Eneas, el cual manda levantar al punto todos los mástiles y desplegar las velas en las entenas. Todos a una emprenden la maniobra, izan a la vez las lonas a derecha e izquierda, y tuercen y retuercen los elevados cabos de las vegas; prósperas brisas impelen la armada. Palinuro, al frente de las naves, dirige la compacta multitud: las demás tienen orden de seguir la suya. Ya la húmeda noche había casi llegado a la mitad de su carrera, y los marineros, tendidos bajos los remos en los duros bancos, relajaban sus miembros, entregados a un plácido reposo, cuando el leve Sueño, deslizándose de los etéreos astros, hiende el tenebroso espacio y ahuyenta las sombras, buscándote ¡Oh Palinuro! y trayéndote, sin culpa tuya, tristes visiones. Bajo la figura de Forbas toma asiento a su lado el dios en la alta popa y le habla de esta manera: «Palinuro, hijo de Iasio, observa cómo las olas por sí mismas conducen la armada; serenos soplan los vientos; ésta es la hora de descansar; inclina la cabeza y sustrae al trabajo los fatigados ojos. Yo te reemplazaré por un rato.»
Alzando a duras penas los ojos, le contesta Palinuro: ¿Quieres que ignore lo que es la mar en bonanza y lo que son las olas apacibles? ¿Qué me fíe de ese monstruo? ¿Qué entregue la suerte de Eneas a los falaces vientos, después de haberme engañado tantas veces las insidias de un cielo sereno?» Esto diciendo, álzase con toda su fuerza y no soltaba ni un momento el timón ni apartaba los ojos de los astros, cuando he aquí que el dios le sacude sobre una y otra sien un ramo empapado en las aguas del Leteo y en el que había infundido la laguna Estigia invencible sopor, con lo que, a pesar de sus esfuerzos, le inunda de sueño los ojos. Apenas un inesperado letargo empezó a apoderarse de sus miembros, reclinóse el dios sobre él y le precipitó en las líquidas olas, arrastrando en su caída una parte de la popa y el timón y llamando en vano repetidas veces a sus compañeros, mientras el dios alado se remontó volando por las sutiles auras. En tanto la armada sigue su rumbo seguro por el mar, cual si nada hubiera sucedido, confiada en las promesas del padre Neptuno; ya había llegado a los escollos de las Sirenas, terribles en otro tiempo, y blanqueados con los huesos de tantos náufragos, y los roncos peñascos retumbaban a lo lejos bajo los continuos embates del mar, cuando advirtió Eneas que su nave iba errante a merced de las olas, perdido el piloto; con lo que empezó a regirla por sí mismo en medio de las tinieblas, lanzando hondos gemidos y gravemente quebrantado su ánimo con el desastre de su amigo. «¡Oh Palinuro! exclamó, por tu demasiada confianza en la serenidad del cielo y del mar, vas a yacer insepulto en ignorada arena!»