La Eneida
Publio Virgilio Marón
La Eneida (en latín Aeneis) es la obra maestra de Publio Virgilio Marón, uno de los más célebres de todos los poetas romanos. Estos poemas, divididos en doce libros y dos tomos, fueron escritos entre los años 29 a. C. a 19 a. C. bajo el encargo del emperador Augusto con el fin de darle a Roma una épica fundacional. Basándose en la obra homérica, Virgilio relata la épica de Eneas, un héroe troyano que escapa a la destrucción de Troya y tras un viaje plagado de amenazas y aventuras concluye con la fundación de Roma a la manera de los mitos griegos.
La Eneida
Tomo I
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI
Tomo II
Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – Libro XI – Libro XII
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NOVENO LIBRO
Mientras pasan estas cosas en otra parte de Italia, Juno, hija de Saturno, envía desde el cielo a Iris en busca del valeroso Turno, que a la sazón estaba descansando en un bosque del valle consagrado a su abuelo Pilumno. En estos términos le habló con su rosada boca, la hija de Taumante: «Lo que ninguno de los dioses se hubiera atrevido ¡Oh Turno! a prometer a tus preces, te lo brinda de agrado este día ya cercano a su fin. Eneas, dejando su ciudad, separado de sus compañeros y de su armada, se ha encaminado a la regia mansión del palatino Evandro; más aún, ha penetrado hasta las últimas ciudades de Corito, donde está juntando una hueste de Lidios y armando a las gentes del campo. ¿Qué dudas? Esta es la ocasión de pedir tus caballos y tu carro.
Rompe las treguas y arrebata por asalto sus desprevenidos reales.» Dijo, y se levantó por el éter con sus iguales alas, describiendo en su fuga un inmenso arco bajo las nubes.
Conocióla el joven, y levantando hacia las estrellas ambas manos, dirigió a la fugitiva mensajera estas palabras: «Iris, ornamento del cielo, ¿Quién te ha enviado a la tierra por las nubes en busca mía? ¿De dónde proviene ese súbito resplandor? Veo abrirse los cielos y las estrellas errantes por el polo; sea quien fueres, tú que me llamas al combate, me confío a ese gran presagio.» Y dicho esto, llegóse al río, cogió en las palmas un poco del agua pura que corre por la superficie, y dirigiendo numerosas preces a los dioses, llenó el aire con sus votos.
Ya se extendía por los dilatados campos todo su ejército, rico de caballería, rico de vistosos arreos de varios colores recamados de oro. Mesapo capitanea las primeras haces, y los hijos de Tirreo las últimas; en el centro recorre las filas el caudillo Turno, bien armado, sobresaliendo toda su cabeza por cima de los demás; semejante al profundo Ganges cuando corre callado, acrecida su corriente con las aguas de siete mansos ríos, o al caudaloso Nilo cuando refluye de los campos que fecunda su raudal y se recoge en su cauce. En esto los Teucros ven alzarse de pronto una densa polvareda y cubrirse los campos de tinieblas. Caico el primero da la alarma desde una frontera atalaya. «¿Qué negro tropel, ¡Oh ciudadanos! se nos acerca en revuelta confusión? ¡Ea, pronto, aparejad el hierro, blandid los dardos, subid a los adarves; el enemigo se nos viene encima!» Al punto los Teucros con gran clamor ocupan todas las puertas y llenan las murallas, porque así se lo había prevenido, al partirse, el excelente capitán Eneas, recomendándoles que en cualquier trance que les ocurriese, no presentasen batalla en campo raso, antes se redujesen a defender y asegurar su campamento atrincherado: así, pues, aunque la vergüenza y la ira los impele a embestir al enemigo, cierran las puertas, cumpliendo lo mandado, y le aguardan bien apercibidos en sus huecas torres. Turno, que, en su veloz carrera, precedía al pesado escuadrón, se presenta de improviso delante de la ciudad, acompañado de veinte jinetes escogidos, caballero en un corcel de Tracia manchado de blanco, y cubierta la cabeza con un yelmo de oro coronado de rojo penacho. «¿Quién me sigue, mancebos? ¿Quién acometerá el primero al enemigo?… ¡Yo seré!» exclama; y blandiendo un dardo, lo arroja por los aires, dando así principio a la pelea y se lanza intrépido al campo. Levantan en esto sus compañeros grandes clamores, y le siguen con horrísono estruendo, pasmados al ver la cobardía de los Teucros, que, inertes, ni bajan al llano ni presentan batalla, antes se reducen a guardar sus reales, mientras Turno a caballo, fuera de sí, registra por todas partes los muros, buscando una entrada por extraviadas sendas.
Cual en mitad de la noche, sufriendo el rigor del viento y de las lluvias, acecha el lobo una llena majada, rugiendo en derredor de la cerca, mientras los corderillos balan seguros debajo de sus madres; él, rabioso, ceba su saña en la ausente presa, devorando por la larga hambre y la sed de sangre que requema en sus fauces; no de otra suerte arde en ira el Rútulo, mirando los muros y los reales; el dolor abrasa sus huesos; todo se le vuelve discurrir un medio de penetrar en la plaza, de arrancar de sus empalizadas a los encerrados Teucros, y sacarlos a campo raso. Para conseguirlo, ataca su armada que tenían oculta a un lado del campamento, cercada de trincheras y defendida por las aguas del río; exhorta a sus entusiasmados compañeros a incendiarla, y arrebatado de furor, blande en su mano un pino encendido. Todos se precipitan en pos de él, inflamados por su ejemplo; y despojando los hogares, toda la juventud vuela a armarse de negras teas; los humeantes tizones esparcen sombrío resplandor y levantan hasta las estrellas nubes de pavesas y humo.
¿Cuál dios ¡Oh musas! apartó de los Teucros tan horrible incendio? ¿Cuál repelió de sus naves tan inminentes llamas?
Decidlo vosotras: antigua es esta tradición, pero aún dura y durará eternamente. En la época en que por primera vez labraba Eneas su armada en el frigio monte Ida y se disponía a surcar los mares, es fama que Cibeles misma, madre de los dioses, habló en estos términos al gran Júpiter: «Concede a mis ruegos, hijo mío, concede lo que te pide tu amada madre, pues eres el dominador del Olimpo. Yo tuve en la más alta cumbre del Ida un pinar, mi retiro predilecto durante muchos años, que formaba un bosque sagrado, donde los Frigios me tributaban culto bajo las sombras, formadas por negros pinos y robustos alerces. Yo di gozosa aquellos árboles al mancebo troyano cuando estaba construyendo su armada; ahora tiemblo por ellos; ahuyenta mis temores y otorga a las preces de tu madre que no los quebrante ninguna travesía; que no sean vencidos de ningún vendaval: válgales haber nacido en nuestras montañas.» A lo cual replicó su hijo, el que rige los astros del mundo: «¡Oh madre! ¿Qué exiges de los hados? ¿Qué me pides para esas naves? Obra de mano mortal, ¿han de ser por ventura inmortales? ¿Eneas ha de arrostras con seguridad todos los azares? ¿Cuál dios alcanzó jamás tamaño poder? Baste que a todas las que, salvadas de las olas y terminado su derrotero, arriben a los puertos ausonios y lleven al caudillo dárdano a los campos de Laurento, les quite yo la forma mortal, disponiendo que se truequen en diosas del vasto mar, semejantes a Doto, hija de Nereo, y a Galatea, que cortan con su pecho el espumoso ponto.» Dijo, y jurándolo por las aguas del Estigio, donde reina su hermano, por sus torrentes de pez y sus riberas, llenas de negros remolinos, inclinó la cabeza, y con aquel movimiento retembló todo el Olimpo.
Ya era llegado el día prometido, ya se habían cumplido los tiempos debidos a las Parcas, cuando la injuria de Turno movió a la madre de los dioses a apartar las teas de las sagradas naves. En esto, de pronto brilló a los ojos de todos una desusada luz y se vio cruzar el cielo una gran nube por la parte de la aurora; cruzáronle también los coros del Ida; luego cayó en alas de los vientos horrenda voz, que llenó con su estruendo las huestes de los Troyanos y de los Rútulos. «No os afanéis ¡Oh Teucros! por defender mis naves, ni por ello aparejéis las armas; antes logrará Turno incendiar los mares que mis sagrados pinos. Vosotras ¡Oh naves! id libres; id, diosas del piélago; la Madre lo manda.» Y al punto todas las naves rompen los cables que las amarran a la playa, y a manera de delfines, sumergen las proas en lo más hondo del mar, de donde, ¡Oh asombroso prodigio! salen y circulan por el ponto tantas figuras de vírgenes cuantos eran los ferrados bajeles que antes estaban anclados en la ribera.
Pasmáronse los Rútulos; el mismo Mesapo quedó aterrado y se turbaron sus caballos; suspende su curso el ronco Tíber y retrocede, temeroso de lanzarse al mar. Y sin embargo, no decayó la confianza del audaz Turno; antes con estas palabras alienta e increpa a los suyos: «¡A los Troyanos amenazan esos prodigios! El mismo Júpiter les arrebata su acostumbrado auxilio; ni dardos ni llamas aguardan ya a los Rútulos; cerrado está ya a los Teucros el camino del mar y ninguna esperanza de fuga les queda. La fuga por mar les está vedada, la tierra es nuestra, innumerable muchedumbre ítala se alza en armas contra ellos; no me amedrentan a mí esos fatales presagios de los dioses con que tanto se afanan los Frigios. Bástales a los hados y a Venus haber alcanzado que arribasen los Troyanos a los campos de la fértil Ausonia; también yo tengo mis hados contrarios a los suyos, que son los de exterminar con la espada a ese execrable linaje que viene a arrebatarme a mi esposa; no sólo a los Atridas, no sólo a Micenas es dado sentir y vengar con las armas tales ultrajes. Bastárales haber sido exterminados una vez, si escarmentados de su culpa detestasen, como debieran, a todo el linaje mujeril, esos en quienes ahora infunde confianza la empalizada que los separa de nosotros, esos a quienes alientan los fosos que nos oponen, ¡Pequeño obstáculo para su muerte! ¿Acaso no han visto reducidas a pavesas las murallas de Troya, fabricadas por mano de Neptuno? ¡Oh flor de mis guerreros! ¿Quién de vosotros se presta a meter el hacha en esa empalizada y a arremeter conmigo esos acobardados reales? No necesito yo para atacar a los Teucros ni armas de Vulcano ni mil bajeles; únanseles en buen hora como auxiliares todos los Etruscos; no teman tenebrosas emboscadas ni el inútil robo del Paladión, asesinados los centinelas del supremo alcázar, ni nos esconderemos en el obscuro vientre de un caballo; a la luz del sol, descubiertamente pondré fuego de seguro a sus murallas. Yo les haré ver que no se las han con Griegos ni con aquella juventud pelasga que Héctor trajo entretenida diez años. Y ahora, ¡Oh guerreros! pues ya es pasada la mejor parte del día, destinad lo que resta de él a dar solaz a los cuerpos, que ya han cumplido bien su obligación, y preparados aguardad la batalla.» Enseguida da Mesapo el encargo de apostar destacamentos en todas las puertas y de rodear de hogueras las murallas. Elige para que vigilen con sus tropas el campamento, catorce jefes rútulos, a cada uno de los cuales siguen cien mancebos cubiertos de purpúreos penachos y de rutilantes armaduras de oro, que por turno, ya rondan el campo, ya tendidos por la yerba saborean los placeres del vino apurando las copas de bronce. Brillan a trechos las hogueras; el juego entretiene la vigilia de una noche de guardia…
Desde lo alto de sus trincheras, que ocupan armados, ven los Troyanos aquellos preparativos de asedio, y no sin grave sobresalto, registran las puertas y enlazan entre sí con puentes sus baluartes. Todos aprestan sus armas, estimulados por Mnesteo y por el impetuoso Seresto, a quienes el caudillo Eneas había cometido el mando de sus tropas y la dirección de la guerra para el caso de que alguna desgracia reclamase su esfuerzo. Toda la hueste comparte por suertes el peligro, relevándose unos a otros en la vigilante defensa de las murallas.
Guardaba una de las puertas el valeroso Niso, hijo de Hitarco, destrísimo en el manejo del venablo y de las veloces saetas; la selva de Ida, su patria, gran madre de cazadores, le había dado por compañero a Eneas. Junto a él está su amigo Euríalo, mancebo en juventud, y el más gallardo de cuantos siguen las enseñas de Eneas y visten las troyanas armas. Unidos con estrecha amistad, juntos se precipitaban siempre en los combates; a la sazón estaban ambos de guardia en la misma puerta: ¡Oh Euríalo! le dice Niso, ¿Serán por ventura los dioses los que infunden este ardor en mi espíritu, o tal vez cada cual se forja un dios de sus ciegos apetitos? Ello es que ardo en ansia de pelear o de acometer alguna grande empresa y que no acierto a estarme quieto. Bien ves cuán confiados, cuán desprevenidos están los Rútulos; sus hogueras brillan cada vez más escasas; vencidos del vino, duermen tendidos por el campo; todo a lo lejos yace en silencio; oye, pues, lo que me agita, y la idea que revuelvo en mi mente.
Todos a una, el pueblo y los senadores, piden que se llame a Eneas con urgencia, enviándole mensajeros que traigan de él seguras nuevas. Si me prometen para ti lo que pienso pedirles, pues a mí me basta la gloria que ha de resultarme de mi empresa, paréceme que siguiendo la falda de aquel collado podré hallar un camino que me conduzca a las murallas de Palantea.» Profunda impresión hicieron estas palabras en Euríalo, grandemente ganoso de loores, el cual habló así a su fogoso amigo: «¿Por ventura ¡Oh Niso! rehuyes asociarme a ese gran proyecto? ¿Crees que te dejaré lanzarte solo a tamaños peligros? No me formó para eso mi belicoso padre Ofeltes entre los continuos rebatos de los Griegos y los trabajos de Troya, ni nunca tal hice contigo desde que sigo al magnánimo Eneas y sus adversos hados. Aquí hay un pecho que desprecia la vida y que cree comprar bien con ella esa gloria a que aspiras.» Niso le respondió: «En verdad que nunca tal temí de ti, ni me fuera lícito tal pensamiento, no; así el gran Júpiter o cualquier otro dios que mire mi proyecto con propicios ojos me restituya a ti triunfante. Pero si en medio de los trances de tan peligrosa aventura, ya la casualidad, ya un dios me arrastrase a la desgracia, quisiera que tú me sobrevivieses; tu edad es más digna de la vida. Haya al menos alguno que retire mi cadáver del campo de batalla, que pague su rescate y lo deposite en la tierra, o que si esto me negase la acostumbrada fortuna, tribute los fúnebres honores a mis despojos ausentes y los decore con un sepulcro. Ni sea yo ocasión de tan gran dolor para tu mísera madre, que, sola entre tantas madres, se ha atrevido ¡Oh mancebo! a seguirte, desdeñando la ciudad del grande Acestes.» A lo cual replica Euríalo: «Inútilmente esfuerzas esas vanas razones; no desisto de mi inmutable resolución.
Echemos a andar.» Y al mismo tiempo despierta a los centinelas que han de reemplazarlos por suerte, con lo que, dejando la avanzada, se encaminan juntos al real de Ascanio.
A la hora en que todos los seres animados deponen con el sueño sus afanes y olvidan las penas del corazón, los principales caudillos de los Teucros, juventud escogida, celebraban consejo para tratar de la apurada situación del reino.
¿Qué hacer? ¿Quién iría de mensajero a Eneas? Apoyados en sus largas lanzas y embrazado el escudo, deliberan en medio del campamento, cuando se presentan juntos y alegres Niso y Euríalo, pidiendo que se les deje entrar para un negocio grave y que bien merece que el consejo se detenga a escucharlo. Iulo el primero recibe a los impacientes mancebos y manda a Niso que hable, lo cual hizo así el hijo de Hitarco:
«¡Oh guerreros de Eneas! escuchadnos con ánimo benigno, y no juzguéis por nuestra edad de la empresa que venimos a proponeros. Vencidos del sueño y presa del vino, los Rútulos yacen en silencio; nosotros hemos descubierto un sitio adecuado para sorprenderlos, que es aquel en que el camino se divide en dos ramales, junto a la puerta más cercana al mar. Sus hogueras están ya en la mayor parte apagadas, y de ellas se levantan al firmamento negras humaredas; si nos dejáis aprovechar esta favorable ocasión, iremos a la ciudad de Palante en busca de Eneas, y pronto nos veréis volver con él cargados de despojos, después de haber hecho gran mortandad en el enemigo. No erraremos el camino; que muchas veces en nuestras continuas cacerías vimos aquella ciudad en el fondo de los obscuros valles y exploramos todas las márgenes del río.» Entonces Aletes, lleno de años y hombre de maduro consejo, «¡Oh dioses patrios, bajo cuyo numen está siempre Troya! exclamó, sin duda no os disponéis a borrar enteramente del mundo a los Teucros, cuando suscitáis entre ellos una juventud animosa y pechos tan esforzados.» Y esto diciendo, abrazaba a entrambos y les asía las manos, regándoles los rostros con su llanto. «¿Qué recompensa, ¡Oh mancebos! les decía, qué digna recompensa podrá pagar tal proeza? La más hermosa os la darán en primer lugar los dioses y vuestra virtud; además os la premiarán muy pronto el piadoso Eneas y el joven Ascanio, que nunca olvidará tan grande merecimiento.» «Y yo, que no veo salvación más que en la vuelta de mi padre, prosiguió Ascanio, os juro¡Oh Niso! por los grandes penates, por los lares de Asaraco y por el santuario de la cándida Vesta, que pongo en vuestras manos mi fortuna y mis esperanzas. Traed a mi padre, volvedme su presencia; con su vuelta acabarán nuestras desgracias. Yo os daré dos copas de plata primorosamente cinceladas, que mi padre ganó en la toma de Arisba, dos trípodes. Dos grandes talentos de oro y una taza antigua que me regaló la sidonia Dido. Si nos diere la suerte conquistar a Italia y señorearnos de ella, y repartirnos por suerte sus despojos; ya has visto qué caballo, qué armas de oro llevaba Turno; pues yo exceptuaré del sorteo aquel escudo, aquel purpúreo penacho, y desde ahora ¡Oh Niso! cuéntalos por tuyos. Además te dará mi padre doce hermosísimas esclavas, otros tantos cautivos, todos armados, y sobre esto, todas las tierras del rey Latino. Y a ti, Euríalo, casi mi igual por la edad, a ti ¡Oh mancebo dignísimo! te doy mi corazón y te tomo por compañero de todas mis empresas. Sin ti no quiero buscar gloria alguna; ya en paz, ya en guerra, en tus obras, en tus consejos pondré toda mi confianza.» En estos términos le responde Euríalo: «Jamás en tiempo alguno desmentiré estos esforzados impulsos, ya me sea próspera, ya adversa la fortuna; pero una sola cosa te pido, que precio más que todos tus dones. Tengo una madre del antiguo linaje de Príamo, a la cual ¡Infeliz! ni la tierra de Ilión ni la ciudad del Rey Acestes pudieron retraer de seguirme: yo ahora la dejo ignorante de los peligros que voy a correr, y sin despedirme de ella; testigos me son la noche y tu diestra de que no podría resistir el llanto de mi madre. Tú, yo te lo ruego, consuela a la desvalida, socorre a la abandonada. Déjame llevar de ti esta esperanza, con ella iré más alentado para cualesquiera trances.» Lloraban los enternecido Troyanos, y más que todos el hermoso Iulo, angustiado su corazón por aquella viva imagen de amor filial, y así le dice…: «Yo te prometo todo lo que merece tu heroico ardimiento. Tu madre será la mía, y sólo le faltará el nombre de Creusa; que no a menos da derecho el ser madre de tal hijo, sea cual fuere la suerte que te aguarda. Juro por mi cabeza, que es el usado juramento de mi padre, juro que cuanto te prometo para cuando vuelvas, lograda tu empresa, se lo cumpliré igualmente, si no vuelves, a tu madre y a tu linaje.» Así exclama llorando; al mismo tiempo se desciñe del hombro una espada de oro, obra primorosa del artífice Licaón cretense, hábilmente adaptada a una vaina de marfil. Mnesteo da a Niso una piel, terrible despojo de un león; el fiel Aletes cambia de yelmo con él. Enseguida echan a andar, bien armados y seguidos de los principales guerreros, jóvenes y ancianos que con sus votos los acompañan hasta las puertas; también los acompaña el hermoso Iulo, superior a sus años en esfuerzo y varonil prudencia, confiándoles para su padre multitud de encargos; pero el viento se lleva toda aquellas palabras y las dispersa en las nubes.
Salen por fin, y cruzando los fosos, se encaminan por entre las sombras de la noche a los reales enemigos, donde los aguarda la muerte, pero donde antes se la darán a muchos. A cada paso ven soldados tendidos en la yerba, rendidos del sueño y del vino; los carros empinados en la playa, y entre las ruedas y los arneses, revueltos los hombres con las armas y los barriles de vino. Entonces el hijo de Hirtaco habló así el primero: «Manos a la obra, Euríalo; la ocasión nos brinda a ello. Esta es la senda; tú, para que no nos sorprenda el enemigo por la espalda, quédate ahí y atalaya todo estos contornos; yo entre tanto acuchillaré a toda esa caterva y te abriré ancho camino.» Dice así en voz baja, y al mismo tiempo arremete con la espada al soberbio Ramnetes, que, tendido en un magnífico lecho, roncaba estrepitosamente.
Rey y augur, caro más que todos al rey Turno, no le valió su saber para evitar aquel trance fatal; enseguida acomete a tres servidores suyos que yacían tendidos en medio de sus armas, y al escudero Remo y a su auriga, a quien hallo por casualidad entre sus propios caballos, y les corta con su espada los pendientes cuellos; luego degüella a Remo y abandona el tronco, del que sale a borbotones un chorro de sangre, que va a empapar el caliente suelo y el lecho. Emprende enseguida con Lamiro y Lamo y con el joven Serrano, de hermosa apostura, que había pasado jugando parte de aquella noche y que a la sazón yacía en profundo sueño; ¡Feliz si hubiera seguido jugando hasta rayar el día! Cual hambriento león, en medio de una majada llena, despedaza y arrastra al tímido rebaño, mudo de espanto, y ruge con sangrientas fauces, tal Euríalo causa no menor estrago; también él hierve en furor y lo ceba en una obscura muchedumbre sin nombre; así inmola a Fado, a Herbeso, a Reto y a Abaris, que sin saberlo pasan de la vida a la muerte. Reto velaba y lo veía todo; mas, vencido del miedo, se escondía detrás de una gran cuba; en el momento en que se levantaba para huir, le clava en el pecho su espada hasta la empuñadura y la saca enseguida, dejándole cadáver. En medio de un río de sangre, mezclada con vino, exhala el alma. Inflamado con el éxito de su sorpresa, cebábase Euríalo en la matanza, y ya se dirigía a las tiendas de Mesapo, donde veía apagarse las últimas hogueras y pacer la yerba los caballos, trabados los pies según costumbre, cuando Niso, viendo que se dejaba arrastrar demasiado por la sed de sangre, le dice rápidamente: «Dejémoslo; que ya se acerca la enemiga aurora. Basta de carnicería; ya hemos abierto camino por en medio de los enemigos.» Sin querer despojar a éstos de una multitud de preciosas piezas de plata maciza, armas, copas, ricos tapices, Euríalo se lleva solamente el jaez de Ramnetes y su tahalí chapado de oro, prendas que el opulento Cedico enviara años atrás al tiburtino Rémulo en recuerdo de hospitalidad: Rémulo, al morir, se las dio a su nieto; y muerto éste, los Rútulos se apoderaron de ellas en la guerra. Cógelas, pues, Euríalo, y vanamente se las echa a los robustos hombros; cíñese además el penachudo yelmo de Mesapo, y saliendo del campamento, se ponen ambos en salvo.
Entre tanto, trescientos jinetes, todos con sus broqueles y mandados por Volscente, se encaminaban desde la ciudad latina a llevar a Turno un mensaje de su rey, mientras tanto el resto de la legión a que pertenecían hacía alto en el llano.
Ya se acercaban al campamento, y casi habían llegado a las empalizadas, cuando divisaron de lejos a los fugitivos, que torcían hacia la izquierda, habiéndolos descubierto el yelmo del imprudente Euríalo, herido por los primeros resplandores del alba entre la ya pálida obscuridad de la noche. No en vano los vio Volscente, que al punto les gritó desde donde estaba con los suyos: «¡Teneos, guerreros! ¿Qué hacéis ahí?
¿De que ejército sois? ¿A donde vais?» Ellos nada respondieron, antes aprietan el paso por entre la espesura, fiados en la obscuridad, con lo cual de esparcen los jinetes por las conocidas veredas para cerrarles todas las salidas. Era aquel sitio una negra selva de frondosas encinas, llena de matorrales y abrojos, cruzada por algunos raros y ocultos senderos. La obscuridad del bosque y el pesado botín de que va cargado impiden a Euríalo adelantar, y el sobresalto además le hace perder el camino. Niso huye, y ya, sin acordarse de su compañero, había dejado atrás a los enemigos y los lagos que después se llamaron albanos, del nombre del Alba, y donde entonces tenía el rey Latino sus mejores majadas, cuando haciendo alto por fin, busca en vano a su amigo ausente.
«¡Euríalo infeliz! exclama, ¿Donde te he dejado? ¿Qué camino he de seguir para buscarte?» Internándose segunda vez en los senderos que ha recorrido por la intrincada selva, reconoce sus propias pisadas y vaga perdido por entre los silen ciosos jarales. Oye ruido de caballos, de armas, de gente; poco después llega a sus oídos un triste clamor y ve a Euríalo, que, engañado por la obscuridad, sin conocer el sitio en que se halla, turbado por aquel súbito ataque, y rodeado ya de la hueste enemiga, forcejea en vano rabiosamente por desasirse. ¿Qué hacer para salvarle? ¿Con qué esfuerzo, con qué armas osará arrancar al mancebo de aquel peligro? ¿Irá a arrojarse, desesperado, en medio de las espadas enemigas, buscando en ellas honrosa muerte? Al punto, blandiendo su venablo con el tendido brazo y alzando los ojos a la alta luna, le dirige esta deprecación: «¡Oh diosa, hija de Latona, ornamento de los astros, guardadora de las selvas, sénos propicia en este duro trance? Si algunos dones tienes ofrecidos por mí en tus aras mi padre Hirtaco; si yo mismo les tengo añadido algunos con los productos de mis cacerías, suspendiéndolos de los artesones de tu templo o clavándolos en sus sacras bóvedas, déjame dispersar esa muchedumbre y dirige mis dardos por el viento.» Dijo, y haciendo empuje con todo su cuerpo, disparó el férreo dardo, que hiende volando las sombras de la noche y va a clavarse en la espalda de Sulmón, donde se rompe, y con su rajada madera le traspasa las entrañas. Cae yerto Sulmón, vomitando por el pecho un caliente río de sangre y jadeando entre largos sollozos.
Atónitos los Rútulos, tienden la vista a todos lados; exasperado Niso con esto, dispara, levantando el brazo a la altura del oído, un segundo dardo, y mientras todos andan azorados, traspasa el rechinante hierro las sienes de Tago, y tibio ya, va a hincarse en su horadado cerebro. Furioso Volscente de no ver quién causa aquel estrago, y no sabiendo cómo cebar su rabia, «Pues tú, exclama, tú me pagarás con tu caliente sangre la muerte de esos dos, mientras no parece el verdadero asesino»; y al mismo tiempo arroja, espada en mano, contra Euríalo. Aterrado, fuera de sí, incapaz ya de permanecer oculto y de soportar aquel horrible trance, preséntase Niso, gritando: «¡A mí, a mí, yo soy el matador!; volved contra mí las espadas, ¡Oh Rútulos! Mía es toda la traición; éste nada ha intentado, nada ha podido hacer contra vosotros, lo juro por ese cielo, por esos astros, testigos de la sinceridad de mis palabras; su única culpa es haber querido demasiado a su infeliz amigo.» Mientras así clamaba Niso, la espada de Volscente, esgrimida con poderoso empuje, atraviesa las costillas y rompe el blanco pecho de Euríalo, que cae herido de muerte; corre la sangre por sus hermosos miembros, y su cuello se dobla sobre sus hombros, semejante a una purpúrea flor cuando, cortada por el arado, desfallece moribunda, o cual las adormideras inclinan la cabeza sobre el cansado tallo a impulso de un recto aguacero. Al punto Niso se precipita en medio de los enemigos, buscando únicamente entre todos a Volscente, sólo a Volscente. Rodéanle los Rútulos de tropel y le embisten en todas direcciones, mientras él con mayor brío acosa a su contrario, esgrimiendo en círculo la fulmínea espada, hasta que al fin logra hundirla en la boca del Rútulo, abierta para gritar, y antes de morir arranca el alma a su contrario: entonces, acribillado de heridas, se arrojó sobre su amigo exánime, y allí por fin descansó en plácida muerte.
¡Felices ambos! Si algo alcanzan mis versos, perpetuamente viviréis en la memoria de los hombres, mientras el linaje de Eneas pueble el inmoble peñón del Capitolio y domine al mundo el soberano de Roma.
Vencedores los Rútulos, se apoderan del botín y de los despojos de los dos amigos, y llorando se llevan el cuerpo de Volscente los reales, donde no era menor la desolación al ver inmolados los principales del ejército, Remnetes, Serrano y Numa. Todos se agolpan alrededor de los cadáveres y de los moribundos, contemplando los sitios tibios aún con la reciente mortandad y los arroyos llenos de espumosa sangre.
Entre los despojos reconocen el espléndido yelmo de Mesapo y aquel jaez recobrado con tantos afanes.
Ya en esto la naciente Aurora, dejando el purpúreo lecho de Titón, esparcía sobre el mundo su nueva claridad; ya el sol derramaba su luminoso resplandor, cubriendo con él todos los objetos, cuando Turno, armado de pies a cabeza, concita a sus guerreros y apresta a la batalla sus falanges cubiertas de acero: todos mutuamente exacerban sus iras, refiriendo de mil maneras el desastre ocurrido, y siguen con fiera gritería las cabezas de Niso y Euríalo, clavadas, ¡Horrible espectáculo! en las puntas de dos enhiestas lanzas… Los aguerridos Troyanos agolpan la mayor parte de sus fuerzas a la izquierda, por hallarse la derecha, ceñida por el río, y defienden los anchos fosos, mientras otros ocupan las altas torres, afligidos al ver las dos cabezas, ¡Ay! harto conocidas, clavadas en las picas y chorreando negra sangre.
Entre tanto la Fama, alada mensajera, revoloteando por la aterrada ciudad, se desliza hasta los oídos de la madre de Euríalo, con lo que, abandonando de pronto el calor vital los huesos de la infeliz, deja caer de sus manos los husos y la retorcida tarea. Lánzase la desventurada madre con mujeriles alaridos, mesando sus cabellos, y delirante se encamina a los muros, internándose hasta las primeras filas; no se cura de los soldados, de los peligros ni de los dardos; al mismo tiempo hinche el viento con estas lamentaciones: «¡Que así te veo, Euríalo! ¡Que así pudiste, oh cruel, dejarme sola, tú, el postrer arrimo de mis cansados años! Y al arrojarte a tan gran peligro, ¡Ni siquiera diste a tu mísera madre un postrer adiós! ¡Ay! ¡Ahora yaces en ignoto suelo, presa de los perros del Lacio y de las aves de rapiña! y yo, madre tuya, no asistí a tu muerte, ni te cerré los ojos, ni lavé tus heridas, ni te cubrí con aquellas ropas que para ti labraba a toda prisa día y noche, labor con que consolaba mi triste ancianidad. ¿Qué será ya de mi? ¿Cuál tierra posee ahora tus destrozados restos, tu miserable cadáver? ¡Eso, hijo mío, eso sólo me traes, eso sólo me queda de ti? ¿Para esto te he seguido por tierra y por mar? ¡Traspasad mi pecho, oh Rútulos, si sois compasivos; lanzad contra mí todos vuestros dardos, acuchilladme a mí la primera? O bien tú, gran padre de los dioses, compadéceme y con tu rayo precipita al Tártaro esta mi aborrecida cabeza, pues no puedo de otro modo acabar con la horrible vida.»
Estos lamentos conmueven los corazones, y un triste gemido circula por todo el ejército, cuyo aliento para la batalla quebranta el dolor que embarga sus fuerzas. Al fin, por mandato de Ilioneo y del lloroso Iulo, Ideo y Actor levantan a la desolada madre, ocasión del general abatimiento, y se la llevan en brazos a su morada.
En tanto las sonoras trompetas de bronce retumban a los lejos, con terribles toques, seguidos de gran vocería, que hace crujir el firmamento; al mismo tiempo avanzan rápidamente los Volscos, guarecidos bajo sus broqueles y se aprestan a llenar los fosos y a arrancar las empalizadas, mientras otros preparan el asalto, arrimando escalas a las murallas por la parte en que aparece menos compacto el enemigo. Por su parte los Troyanos, amaestrados por una larga carrera en defender murallas, les tiran todo linaje de armas arrojadizas y los rechazan con sus recias picas; además precipitan sobre ellos enormes peñascos con objeto de romper la abroquelada hueste, que todo lo arrostra, sin embargo, bajo su densa bóveda; mas al cabo ya no pudieron resistir, pues hacia la parte por donde embestía el mayor tropel de enemigos, llevaron rodando y despeñaron los Teucros una terrible mole que aplastó a multitud de Rútulos y deshizo la trabazón de los broqueles, con lo que renuncian a seguir por más tiempo en aquel ciego ataque, y a flechazos, procuran desalojar del baluarte al enemigo… En otra parte el espantoso Mecencio blandía en una mano su enorme lanza etrusca, y en la otra humeante tea, mientras Mesapo, domador de caballos, hijo de Neptuno, abre una brecha en la empalizada y pide escalas para trepar al muro.
¡Oh Musas! ¡Oh Calíope! Dad, os ruego, aliento a mi voz para que cante los estragos y matanza que hizo en aquella ocasión la espada de Turno, y a cuantos guerreros lanzó cada uno de ellos al Orco! Revolved conmigo los grandes sucesos de aquella guerra, pues bien los recordáis ¡Oh diosas! y podéis referirlos.
Había una enorme torre, de muchos y altos pisos, oportunamente colocada, contra la cual concentraban los Italos sus mayores esfuerzos, sin perdonar medio para expugnarla, y que los Troyanos defendían, arrojando por sus trincheras una lluvia de piedras y dardos. Turno el primero lanzó contra ella una tea encendida, con que prendió fuego a uno de sus costados; y pronto las llamas embravecidas por el viento, se corrieron por los tablones y las puertas, devorándolo todo. Turbados y temblorosos los de dentro, intentan vanamente huir de aquel horrible peligro; mientras se agolpan hacia la parte a que aún no ha llegado el incendio, húndese de repente la torre bajo su peso y todo el firmamento retumba con gran fragor. Arrastrados por la enorme mole derruida, caen a tierra multitud de moribundos clavados en sus propios dardos o traspasado el pecho por las recias astillas de los rotos maderos; a duras penas logran escapar Helenor y Lico, de los cuales, Helenor, el de más edad, era hijo del rey de Meonia, y de la sierva Licimnia, que le había criado secretamente y enviádole a la guerra de Troya con armas a que no tenía derecho: así militaba sin gloria, con una espada desnuda y una rodela sin ningún trofeo. Este apenas se vio en medio de la muchedumbre de Turno, rodeado por todas partes de las huestes latinas, semejante a una fiera que, cercada por un denso tropel de monteros, se embravece contra los chuzos, y segura de morir cierra con ellos, seguro también de morir, arremete a los enemigos, y éntrase por donde más espesas se le oponen las lanzas. Más ligero de pies Lico, llega a os muros, huyendo por entre los enemigos y las armas, y pugna por asir el alto caballete y alcanzar con la mano las que le tienden los suyos; pero Turno, vencedor, que va acosándole de cerca con su lanza, le increpa en estos términos: «¿Esperabas, insensato, escapar de mis manos?» Y al mismo tiempo ase de él mientras pendía del muro, y con parte de éste lo arranca, trayéndolo hacia sí, no de otra suerte que cuando el águila armígera de Júpiter levanta en sus garras a una liebre o a un cándido cisne, y se remonta con su presa a las alturas, o cual el lobo consagrado a Marte arrebata de la majada al corderillo que su madre reclama con frecuentes balidos. Por todas partes se alza gran vocería; arremeten los Rútulos, y unos rellenan los fosos con tierra, mientras otros lanzan a las almenas teas encendidas. Ilioneo precipita un peñón, enorme fragmento de un monte, sobre Lucecio, que ya al pie de una de las puertas, iba a prenderle fuego; Liger, diestro en arrojar venablos, derriba y mata a Ematio; Asilas, certero flechador, a Corineo; Ceneo a Ortigio, y al vencedor Ceneo, Turno, el cual también da muerte a Itis, a Clonio, a Dioxippo, a Prómolo, a Sagaris y a Ida, que defendía las más altas torres. Capis, mata a Priverno, que, herido ya antes por la ligera lanza de Temila, había ¡Insensato! arrojado su rodela y puéstose la mano en la herida, con lo que la voladora saeta de Capis, dándole en el costado izquierdo, le dejó clavada en él aquella mano, y penetrado en sus pulmones, le cortó para siempre el vital aliento. El hijo de Arcente ostentaba sus vistosas armas, su clámide primorosamente bordada, teñida de púrpura ibera, y su arrogante figura; su padre, que lo enviara a aquella guerra, le había criado en el bosque de Marte, a la margen del río Simeto, donde está el pingüe y propicio altar de Palico, Mecencio, depuesta la lanza, voltea tres veces alrededor de su cabeza la correa de su chasqueante honda, y partiendo, con el reblandecido plomo que dispara, las sienes del hijo de Arcente, lo tiende cadáver en el campo de batalla.
Es fama que aquel día por primera vez disparó en un combate la veloz saeta de Ascanio, el cual hasta entonces sólo se había ejercitado en acosar a las fugaces alimañas, y que con su diestra dio muerte al fuerte Numano, por sobrenombre Rémulo, recién casado con la hermana menor de Turno.
Ensoberbecido con aquel reciente regio enlace, iba Numano al frente de la primera falange, vociferando cuanto se le venía a la boca y prorrumpiendo en estos jactanciosos denuestos:
«¿No os da vergüenza encerraros por segunda vez entre empalizadas, ¡Oh Frigios! dos veces cautivados, y oponer murallas a la muerte? ¡He ahí los que vienen a pedirnos con las armas que les demos esposas! ¿Cuál dios, qué demencia os impelió a Italia? Aquí no os las habéis con los Atridas ni con el artero Ulises. Nación brava, de dura estirpe, tenemos por costumbre meter en un río a nuestros hijos recién nacidos para robustecerlos con el contacto del áspero hielo y de las olas; de niños se avezan a la caza y a fatigar el monte; sus juegos son domar potros y manejar el arco y las flechas; sufrida para el trabajo, acostumbrada a la sobriedad, nuestra juventud, o doma la tierra con el arado o gana ciudades con la espada. A todas edades sufrimos el peso del hierro, y con la punta de la lanza, aguijamos los lomos de los uncidos bueyes. Ni la tarda senectud debilita en nosotros las fuerzas del ánimo, ni nos quita el vigor del cuerpo: con un yelmo oprimimos nuestras canas; siempre nos place allegar nuevas presas y vivir de lo que por fuerza arrebatamos. Vosotros bajo vuestras ropas teñidas de azafrán y de reluciente púrpura abrigáis corazones cobardes; vuestros recreos son los cantos y las danzas, y lleváis sayos con mangas, y cofias con cintas y rapacejos. ¡Oh Frigias, en verdad, pues ni aun Frigios sois, volveos a vuestro alto Dindimo, donde os aguardan los dos tonos de la flauta a que estáis acostumbrados! Id, que os llaman los panderos berecintios y el melodioso boj de la madre Cibeles; dejad las armas para los hombres y renunciad al hierro.»
No pudo Ascanio soportar aquellos arrogantes y crueles insultos, y puesto frente de él, asesta un dardo en su arco de crin, y extendiendo ambos brazos, párase suplicante y dirige a Júpiter estas preces: «¡Oh Jove omnipotente! favorece este mi atrevido estreno, y yo llevaré a tus templos solemnes dones y ofreceré en tus aras un blanco novillo de dorados cuernos, que levante la cabeza tanto como su madre y tope ya y esparza la arena con los pies.» Oyóle el padre del cielo, y por el lado de la izquierda en el sereno firmamento retumbó el trueno; zumba al mismo tiempo el mortífero arco y parte volando la estridente saeta, que va a dar en la cabeza de Rémulo y le traspasa las sienes. «Ve e insulta ahora a la virtud con soberbias palabras. Esta respuesta dan a los Rútulos los Frigios, dos veces cautivados» No más dijo Ascanio; los Teucros prorrumpieron en grandes clamores, palpitando de júbilo y levantando su espíritu hasta las estrellas. Veía el crinado Apolo desde las etéreas alturas, sentado en una nube, las huestes ausonias y la ciudad de los Troyanos, y en estos términos habló al vencedor Iulo: «¡Bien, noble mancebo, bien!; así se camina a la gloria, ¡Oh hijo y futuro padre de dioses! Algún día el linaje de Asaraco sosegará por derecho, todas las guerras que en lo venidero preparan los hados.
Troya es estrecho campo para tu gloria.» Dicho esto, se desprende por el alto éter en alas del viento y se encamina hacia Ascanio, tomando al propio tiempo la figura y porte del viejo Butes, antiguo escudero del dardáneo Anquises y fiel portero de su palacio: a la sazón Eneas le tenía por ayo de su hijo. Mostraba Apolo una perfecta semejanza con el anciano; la misma voz, el mismo color, las mismas canas e iguales armas, de fiero sonido. Bástete, hijo de Eneas, dijo al fogoso Iulo, haber dado muerte impunemente con tu dardo a Numano; el grande Apolo te concede ese primer triunfo y no lleva a mal que descuelles en el manejo de las armas; pero cesa ya, mancebo de pelear.» Dicho esto, y sin guardar respuesta, deja Apolo la forma mortal y se desvanece a la vista en el leve viento. Reconocieron los próceres troyanos al dios y sus divinas flechas y oyeron el sonido que al alejarse hacía su aljaba; con lo que, obedientes al mandato de Febo, contienen a Ascanio, ya ansioso de pelea, y por segunda vez se arrojan a la lid, arrostrando los peligros con temerario ardimiento. Corre un gran clamor por los muros y los torreones; todos tienden los arcos y aparejan los amentos; el suelo se cubre de dardos, los escudos y los huecos almetes retumban con los golpes; trábase la lid con horrenda furia. No con mayor violencia azota la tierra un aguacero, impelido por occidente por las lluviosas Cabrillas; no de otra suerte los nubarrones se precipitan en abundoso granizo sobre los mares, cuando desatados los fieros vendavales en deshecha tempestad, rasgan el nebuloso éter.
Pandaro y Bitias, hijos de Alcanor de Ida, a quienes la agreste Iera crió en un bosque de Júpiter, mancebos semejantes a los abetos y a los montes de su patria, abren, confiados en sus armas, la puerta, cuya custodia por mandato de su caudillo, les estaba sometida, y provocan al enemigo a entrar en la ciudad. Armados de hierro y cubiertas las erguidas cabezas con relucientes penachos, ambos se mantienen firmes uno a la derecha y otro a la izquierda de las torres, cuales en contorno de los ríos, ya en las márgenes del Po, ya en las del ameno Atesis, álzanse dos altísimas encina y mecen en el firmamento sus nunca podadas y altas copas. Acometen al punto los Rútulos por la entrada que ven abierta, y en el mismo instante Quercente y Aquícolo, el de las vistosas armas, y el temerario Tmaro y el belicoso Hemón, o huyen rechazados con toda su gente, o caen sin vida en el mismo umbral de la puerta: crecen entonces más y más las iras de los enconados ánimos, y ya los Troyanos, aglomerados en aquel punto, atacan a su vez y avanzan más allá de su campamento.
Llega en esto un mensaje al caudillo Turno, el cual por otra parte andaba haciendo espantoso estrago, de cómo el enemigo se había recobrado con sangrienta furia y había abierto de par en par las puertas. Deja con esto al punto la lid en que estaba empeñado, e incitado de bravísima saña, se arroja sobre la puerta troyana y los soberbios hermanos, y embistiendo el primero, porque fue el primero que se le puso delante, a Antifates, hijo bastardo del alto Sarpedón y de una Tebana, lo derribó, lanzándole un dardo de cerezo ítalo, que volando por el aura leve, fue a clavársele en mitad del pecho, brota de la cavernosa herida un arroyo de espumosa sangre, e hincado en los pulmones se entibia el hierro. Enseguida inmola con su mano a Merope, a Erimanto y a Afidno; luego arremete a Bitias, cuyos ojos centellean y que brama de furor, mas no con un dardo, pues un dardo no le hubiera quitado la vida, sino con una falárica que, vibrada a manera de rayo, voló rechinando con aterrador estruendo.
No resistieron su ímpetu las dos pieles taurinas ni la doble malla de oro que cubrían la fiel loriga del gigante, el cual desplomándose, herido de muerte, hizo con su choque gemir la tierra; sobre ella resuena, al caer, el enorme escudo. No de otra suerte se derrumba en la eubea orilla de Bayas un paredón de piedra, levantado antiguamente por dique a la mar; tal se desmorona y va a hundirse en lo más hondo del piélago; revuélvense las olas, mezcladas con las negras arenas de su fondo, y al estruendo se estremecen la alta Prochita e Inarime, duro lecho impuesto a Tifeo por el soberano mandato de Jove.
Entonces el armipotente Marte infunde nuevo brío y fuerzas a los latino, aguijándoles el pecho con acres estímulos, al propio tiempo que esparce entre los Teucros la fuga y el negro temor. Acuden de todos lados los Italos a do quiera que se les presenta ocasión de pelear, el dios de las batallas inflama sus corazones… Pandaro, al ver tendido en tierra a su muerto hermano, a qué parte se inclina la fortuna, qué peligros amagan a los suyos, hace con vigoroso empuje girar la puerta sobre sus goznes, apoyando, por la parte de dentro, en ella sus anchas espaldas, y deja fuera de las murallas a muchos de los suyos empeñados en recia lid, al paso que recibe y encierra consigo a los que se le vienen encima, sin ver ¡Insensato! que el rey de los Rútulos penetra también entre el confuso tropel, y que él mismo le encierra en la ciudad, cual horrible tigre en medio de inerte rebaño. De pronto una desusada luz brilló en los ojos de Turno y sus armas crujieron con horrible fragor, tembló sobre su yelmo el sangriento penacho y de su escudo brotaron vivas centellas. Al punto los conturbados Troyanos reconocen aquella aborrecida faz y aquellos descomunales miembros; entonces el gigantesco Pandaro sale a su encuentro y ardiendo en ira por la muerte de su hermano, «No es este, le dice, el palacio dotal de Amata, no encierra aquí a Turno entre murallas su patria Ardea. Viendo estás un campamento enemigo; imposible salir de aquí.» Sonriéndose, con sosegado continente le responde Turno: «Empieza, si tan bravo eres, y sé conmigo en batalla; así podrás contar a Príamo que aquí has encontrado un Aquiles.» Al punto, echando el resto de sus fuerzas, lanza Pandaro contra él un ñudoso chuzo cubierto de su áspera corteza, pero que sólo hirió al viento; torcido en su camino por Juno, hija de Saturno, fue a clavarse en la puerta.
«No esquivarás tú así el golpe que te va a asestar mi pujante diestra; brazo muy distinto al tuyo es el que te descarga este tajo.» Dice, y empinándose y levantando en alto la espada, le parte por mitad la frente entre las dos sienes, dividiéndole las quijadas, aun lampiñas, de una espantosa cuchillada. Cae el gigante con gran ruido; la tierra se estremece bajo su enorme peso; en las ansias de la muerte vense tendidos por tierra sus ya inertes miembros y sus armas cubiertas de sangre y sesos; la cabeza, dividida en dos partes iguales, le pende sobre uno y otro hombro. Trémulos y despavoridos huyen los Troyanos en todas direcciones, y si en aquel momento se le hubiera ocurrido al vencedor romper las empalizadas e introducir por la brecha a los suyos, aquél hubiera sido el último día de la guerra y del linaje troyano; pero su furor y una insensata sed de matanza le impelieron a seguir el alcance… Primero acomete a Faleris, y luego a Giges, desjarretado ya; hinca en las espaldas de los fugitivos las lanzas que les ha arrebatado: Juno misma le da fuerzas y brío. Da también muerte a Halis y a Fegeo, clavándole en su propia rodela, y a Alcandro, a Halio, a Nemón y a Pritnis, que, ignorantes de que estuviese Turno dentro de la ciudad, esforzaban el combate. A Linceo, que acudía contra él, llamando a sus compañeros, lo retiene apoyado de espaldas en un parapeto, esgrimiendo la certera espada, con la que de un solo tajo tirado de cerca le hace volar a lo lejos cabeza y yelmo. En seguida arrolla a Amico, el destructor de las fieras, el más hábil en envenenar las puntas de los dardos; a Clicio, hijo de Eolo, y a Creteo, amigo y compañero de las Musas; a Creteo, cuyo mayor deleite eran los versos y las cítaras, y ajustar el ritmo al son de la lira, y que siempre estaba cantando de caballos, armas y batallas.
Noticiosos, por fin, de la matanza hecha en los suyos, acuden los capitanes teucros Mnesteo y el impetuoso Seresto, y ven a sus compañeros dispersos y al enemigo dentro de los muros. Y Mnesteo, «¿A do huís, a do vais? exclama;¿Qué otras murallas, qué otros refugios os quedan ya? ¡Un hombre solo y cercado por todas partes de vuestros parapetos, ha de hacer tantos estragos en la ciudad, oh Troyanos!
¿Ha de lanzar al Orco a tantos de nuestros principales guerreros? ¿No os mueve a compasión, no os causa sonrojo, cobardes, el pensar en vuestra patria infeliz, en vuestros antiguos dioses y en el grande Eneas?» Inflamados por estas palabras, páranse los fugitivos y se forman en cerrada hueste; con lo que Turno empieza poco a poco a retirarse de la lid y a dirigirse hacia la parte del campamento que ciñe el río.
Acométenle entonces los Teucros con nuevo ardor y gran vocería, concentrando sobre él todas sus fuerzas, cual suele una turba de monteros acosar con duros venablos a un fiero león; él aterrado, pero terrible y lanzando sañudas miradas, retrocede; ni la rabia ni su valor nativo le permiten tampoco huir, ni tampoco puede, aunque los desea, embestir y romper por entre los chuzos y los monteros. No de otra suerte Turno, indeciso, va retrocediendo lentamente, abrasado de ira; dos veces revolvió sobre los enemigos, y dos veces los arrolló en completa fuga hasta junto a los muros; mas luego se agolpa contra él solo precipitadamente todo el ejército, y ya la poderosa hija de Saturno no se atreve a sostenerle contra tantas fuerzas reunidas, porque su hermano Júpiter le había enviado desde el cielo a la aérea Iris, con órdenes severas para el caso de que no se retirase Turno de las altas murallas de los Teucros; por eso no puede ya el mancebo ni cubrirse con el escudo ni atacar con la diestra:
¡Tan abrumado de dardos se ve por todas partes!
Zúmbale en derredor de las sienes el yelmo con los repetidos golpes, y abóllase bajo las pedradas el duro metal de su armadura; derríbanle el penacho; no le basta el escudo a parar las heridas; los Troyanos y el mismo fulmíneo Mnesteo le acosan con sus lanzas; un raudal de sudor negro y espeso con el polvo y la sangre le chorrea por todo el cuerpo, ni aun puede respirar; acre estertor quebranta sus fatigados miembros.
Entonces, por fin, arrójase con sus armas al río, el cual, recibiéndole en su rojo regazo y sosteniéndole en sus apacibles ondas, le restituye contento a sus compañeros, lavada la sangre de sus heridas.