La Eneida
Publio Virgilio Marón
La Eneida (en latín Aeneis) es la obra maestra de Publio Virgilio Marón, uno de los más célebres de todos los poetas romanos. Estos poemas, divididos en doce libros y dos tomos, fueron escritos entre los años 29 a. C. a 19 a. C. bajo el encargo del emperador Augusto con el fin de darle a Roma una épica fundacional. Basándose en la obra homérica, Virgilio relata la épica de Eneas, un héroe troyano que escapa a la destrucción de Troya y tras un viaje plagado de amenazas y aventuras concluye con la fundación de Roma a la manera de los mitos griegos.
La Eneida
Tomo I
Libro I – Libro II – Libro III – Libro IV – Libro V – Libro VI
Tomo II
Libro VII – Libro VIII – Libro IX – Libro X – Libro XI – Libro XII
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CUARTO LIBRO
En tanto la Reina, presa hacía tiempo de grave cuidado, abriga en sus venas herida de amor y se consume en oculto fuego. Continuamente revuelva en su ánimo el alto valor del héroe y el lustre de su linaje; clavadas lleva en el pecho su imagen, sus palabras, y el afán no le consiente dar a sus miembros apacible sueño.
Ya la siguiente aurora iluminaba la tierra con la antorcha febea y había ahuyentado del polo las húmedas sombras, cuando delirante Dido habló en estos términos a su hermana, que no tiene con ella más que un alma y una voluntad:
«Ana, hermana mía, ¿qué desvelos son estos, que me suspenden y aterran?
¿Quién es ese nuevo huésped que ha entrado en nuestra morada? ¡Qué gallarda presencia la suya! ¡Cuán valiente, cuán generoso y esforzado! Creo en verdad, y no es vana ilusión, que es del linaje de los dioses. El temor vende a los flacos pechos; pero él, ¡por cuáles duros destinos no ha sido probado! ¡ Qué terribles guerras nos ha referido¡ Si no llevase en mi ánimo la firme e inmutable resolución de no unirme a hombre alguno con el lazo conyugal desde que la muerte dejó cruelmente burlado mi primer amor; si no me inspirasen un invencible hastío el tálamo y las teas nupciales, acaso sucumbiría a esta sola flaqueza. Te lo confieso, hermana: desde la muerte de mi desventurado esposo Siqueo, desde que un cruel fratricidio regó de sangre nuestros penates, ese solo ha agitado mis sentidos y hecho titubear mi conturbado espíritu: reconozco los vestigios del antiguo fuego; pero quiero que se abran para mí los abismos de la tierra, o que el Padre omnipotente me lance con su rayo a la mansión de las sombras, de las pálidas sombras del Erebo y a la profunda noche, ¡ oh pudor! antes de que yo te viole o de que infrinja tus leyes. Aquel que me unió a sí el primero, aquél se llevó mis amores: téngalos siempre él y guárdelos en el sepulcro.»
Dijo, y un raudal de llanto inundó su pecho.
Ana le responde: » ¡Oh hermana más querida para mí que la luz! ¿has de consumir tu juventud en soledad y perpetua tristeza? ¿Nunca has de conocer la dulzura de ser madre ni los presentes de Venus? ¿Crees que las cenizas y los manes de los muertos piden tales sacrificios? En buena hora que no haya logrado doblar tu ánimo afligido ninguno de los que en otro tiempo aspiraron a tu tálamo, ni en la Libia, ni antes en Tiro, y que despreciases a Iarbas y a los demás caudillos que ostenta el Africa, rica en triunfos; pero ¿ has de resistir también a un amor que te cautiva? ¿ No consideras en qué país te has fijado? Por un lado te cercan las ciudades de los Gétulos, gente invencible en la guerra, y los Númidas, que no ponen freno a sus caballos, y las inhospitalarias Sirtes; por otro un árido desierto y los impetuosos Barceos, tan temidos en todos estos contornos. ¿ Qué diré de las guerras con que te amaga Tiro, y de las amenazas de tu hermano?…Creo en verdad que el viento ha impelido a estas costas las naves troyanas bajo el auspicio de los dioses y por el favor de Juno.
¡ Qué aumento recibirá esta ciudad! ¡Oh hermana! ¡Qué imperio será el tuyo con ese enlace! ¡Cuánto se sublimará la gloria cartaginesa con el auxilio de las armas troyanas! Tú únicamente implora a los dioses, y ya aplacados con tus sacrificios, conságrate a los cuidados de la hospitalidad y discurre pretextos para detener a Eneas y a los suyos, mientras la borrasca y el lluvioso Orión revuelven los mares, y están rotas sus naves y les es contrario el cielo» Con estas palabras inflamó aquel corazón, ya abrasado por el amor, dio esperanzas a aquel ánimo indeciso y acalló la voz del pudor.
Lo primero se dirigen a los templos e imploran el favor de los dioses en los altares; inmolan, con arreglo a los ritos, dos ovejas elegidas a Ceres legisladora, a Febo y al padre Lieo, y ante todo a Juno, patrona de los lazos conyugales. La misma hermosísima Dido, alzando una copa en la diestra, la derrama entre los cuernos de una vaca blanca, o bien recorre lentamente por delante de las imágenes de los dioses los altares bañados de sangre, renueva cada día las ofrendas, y escudriñando con la vista los abiertos pechos de las víctimas, consulta sus entrañas palpitantes. ¡Oh vana ciencia de los agüeros! ¿ De qué sirven los votos, qué valen los templos a la mujer que arde en amor? Mientras invoca a los dioses, una dulce llama consume sus huesos y en su pecho vive la oculta herida: arde la desventurada Dido y vaga furiosa por toda la ciudad; cual incauta cierva herida en los bosques de Creta por la flecha que un cazador le dejó clavada sin saberlo, huye por las selvas y los montes dicteos, llevando hincada en el costado la letal saeta. A veces conduce a Eneas consigo a las murallas y ostenta las riquezas sidonias y las comenzadas obras de la ciudad; empieza a hablarle y separa a la mitad del discurso; otras veces, al caer la tarde, le brinda con nuevos festines, y quiere, en su demencia, oír segunda vez los desastres de Troya, y segunda vez se queda pendiente de los labios del narrador. Luego, cuando ya se han separado, y obscura también la luna oculta su luz, y los astros que van declinando convidan al sueño, gime de verse sola en su desierta morada, y se tiende en el lecho antes ocupado por Eneas. Ausente le ve, ausente le oye; tal vez estrecha en su regazo a Ascanio, creyendo ver en él la imagen de su padre, y por si puede así engañar un insensato amor. Ya no se levantan las empezadas torres; la juventud no se ejercita en las armas ni trabaja en los puertos ni en las fortificaciones. Interrumpidas penden las obras, y gran ruina amenazan los muros y las máquinas que se levantaban hasta el firmamento.
Cuando la amada esposa de Júpiter, hija de Saturno, vio que Dido era presa de tamaño mal, y que el cuidado de su fama no bastaba a contener su ardiente pasión, dirigióse a Venus con estas palabras: «¡Insigne loor alcanzáis en verdad, y magníficos despojos, tú y tu hijo! ¡Grande y memorable hazaña, que una mujer sea vencida por las artes de dos númenes! No se me oculta que temes nuestras murallas y que te recelas de las moradas de la alta Cartago. Pero ¿ como acabará todo esto, y a qué conducen ahora tan grandes luchas? ¿ Por qué no hemos de concertar más bien eterna paz y un himeneo? Ya has conseguido lo que tanto deseabas.
Dido arde de amores; un ciego furor ha penetrado en sus huesos. Rijamos, pues, ambos pueblos, unidos bajo nuestro común amparo; consiente que Dido sirva a un esposo frigio, y sean los Tirios la dote que le dé tu mano.»
Venus, conociendo el ardid de Juno, que hablaba así con objeto de llevar a las playas africanas el reino de Italia, le respondió de esta manera: «¿Quién había de ser tan insensato, que rehusase tales proposiciones o prefiriese ponerse en pugna contigo? Falta sólo que la fortuna favorezca tus planes; pero dudo si los hados, dudo si la voluntad de Júpiter consentirán que se junten en una sola ciudad los Tirios y los desterrados de Troya, y aprueben esa mezcla de pueblos y esa proyectada alianza. Tú eres su esposa: a ti te toca doblar su ánimo con ruegos. Empieza; yo te seguiré.» Así repuso entonces la regia Juno:
» De mi cuenta es eso: escúchame ahora; voy a decirte brevemente por qué medio podrá conseguirse lo que tanto importa. Eneas y la desgraciada Dido se disponen a ir de caza al monte apenas despunte el sol de la mañana e ilumine el orbe con sus rayos. Yo desataré sobre ellos un negro temporal de agua y granizo, y haré retemblar con truenos el firmamento, mientras recorran el bosque los veloces jinetes, y los ojeadores le cerquen de empalizadas. Huirá la comitiva, envuelta en opacas tinieblas; Dido y el caudillo troyano irán a refugiarse en la misma cueva; yo estaré allí, y si puedo contar con tu voluntad, los uniré con indisoluble lazo y Dido será de Eneas. Allí acudirá Himeneo.» Accedió Citerea sin dificultad a lo que le pedía Juno, riéndose de su descubierto ardid.
En tanto la naciente aurora se levanta del océano, y la flor de la juventud sale de la ciudad, llevando con profusión apretadas redes, lonas y jabalinas de ancha punta de hierro; acuden precipitadamente los jinetes masilios y las jaurías de mucho olfato. Los primeros caudillos cartagineses esperan en el umbral del palacio a la Reina, que aun se detiene en el lecho; vistosamente enjaezado de púrpura y oro su caballo está a la puerta, tascando impaciente el espumoso freno.
Adelántase por fin Dido, acompañada de numeroso séquito, cubierta de una clámide sidonia con cenefa bordada; lleva una aljaba de oro, recogido el cabello en dorada redecilla y prendida la purpúrea vestidura con un áureo broche. Síguenla los Frigios y el alegre Iulo; a su frente el mismo Eneas, el más hermoso de todos, se reúne a ella y con esto se juntan ambas comitivas. Cual Apolo cuando abandona la helada Licia y las corrientes del Xanto, y visita la materna Delos, instaura los coros y mezclados los Cretos, los Driopes y los pintados Agatirsos, se revuelven furiosos al derredor de los altares, mientras él recorre las cumbres del Cinto, y ajustando la cabellera suelta al viento, la sujeta con delicada guirnalda de hojas y oro, pendiente de los hombros la sonora aljaba; tal y no menos gallardo iba Eneas, no menos hermosura resplandecía en su noble rostro. Luego que llegaron a los altos montes y penetraron en sus más intrincadas guaridas, he aquí que las cabras monteses se precipitan de las fragosas cumbres, mientras por otro lado los ciervos cruzan corriendo el llano y abandonan los montes, huyendo reunidos en polvoroso tropel. En medio de los valles el niño As canio rebosa de gozo en su fogoso caballo y se adelanta en la carrera, ya a unos, ya a otros, pidiendo a los dioses que le envíen entre aquellos tímidos rebaños un espumoso jabalí o que un rojo león baje del monte.
Empieza entre tanto a revolverse el cielo con grande estrépito, a que sigue un aguacero mezclado de granizo, con lo cual los Tirios y la troyana juventud y el dardanio nieto de Venus, dispersados por el miedo, van en busca de diversos refugios; los torrentes se derrumban de los montes. Dido y el caudillo troyano llegan a la misma cueva; la Tierra la primera y prónuba Juno, dan la señal; brillaron los relámpagos y se inflamó el éter, cómplice de aquel himeneo, y en las más altas cumbres prorrumpieron las ninfas en grandes alaridos.
Fue aquel día el primer origen de la muerte de Dido y el principio de sus desventuras, pues desde entonces nada le importe de su decoro ni de su fama; ya no oculta su amor, antes le da el nombre de conyugal enlace, y con este pretexto disfraza su culpa.
Vuela al punto la Fama por las grandes ciudades de la Libia; la Fama, la más veloz de todas las plagas, que vive con la movilidad y corriendo se fortalece; pequeña y medrosa al principio, pronto se remonta a los aires y con los pies en el suelo, esconde su cabeza entre las nubes. Cuéntase que irritada de la ira de los dioses, su madre la Tierra, la concibió, última hermana de Ceo y Encélado, rápida por sus pies y sus infatigables alas; monstruo horrendo, enorme, cubierto el cuerpo de plumas, y que debajo de ellas tiene otros tantos ojos; siempre vigilantes, ¡oh maravilla! y otras tantas lenguas y otras tantas parleras bocas y aguza otras tantas orejas. De noche tiende su estridente vuelo por la sombra entre el cielo y la tierra, sin que cierre nunca sus ojos el dulce sueño; de día se instala cual centinela en la cima de un tejado o en una alta torre, y llena de espanto las grandes ciudades, mensajera tan tenaz de lo falso y de lo malo, como de lo verdadero. Entonces se complacía en difundir por los pueblos multitud de especies, pregonando igualmente lo que había y lo que no había; que era llegado Eneas, descendiente del linaje troyano, con quien la hermosa Dido se había dignado enlazarse, y que a la sazón pasaban el largo invierno entre placeres, olvidados de sus reinos y esclavos de torpe pasión. Estas cosas va difundiendo la horrible diosa por boca de las gentes. Al punto tuerce su vuelo hacia el rey Iarbas, e inflama su corazón y atiza en él las iras con sus palabras.
Iarbas, hijo de Hamón y de una ninfa robada del país de los Garamantas, había erigido a Júpiter, en sus vastos estados, cien templos inmensos y cien altares, en que ardía constantemente el fuego sagrado en perpetuo honor de los dioses, y cuyo suelo en torno estaba siempre empapado con la sangre de las víctimas bajo dinteles guarnecidos de floridas guirnaldas. Inflamado y fuera de sí con aquellos acerbos rumores, es fama que dirigió largas preces a Júpiter, alzando las manos suplicantes al pie de los altares, en medio de las estatuas de los dioses. «¡Oh Júpiter todopoderoso! exclamó, a quien la mauritana gente, tendida ahora en pintados lechos, ofrece en sus banquetes el vino de las libaciones, ¿ves esto?
¿Será que te temblamos en vano ¡oh padre! cuando vibran tus rayos? ¿ Será que esos relámpagos, envueltos en nubes, que aterran los ánimos, solo producen vanos murmullos?
¡Esa mujer que llegó errante a mis fronteras y me compró el derecho de fundar una reducida ciudad; esa mujer a quien yo di la tierra que habrá de cultivar en las costas y el dominio de aquellos sitios, repele mi alianza y recibe en su reino a Eneas como señor! ¡Y ahora ese Paris, con su afeminada comitiva, ceñida la cabeza de la mitra meonia, y perfumado el cabello, está disfrutando de su conquista, mientras que yo llevo inútilmente mis ofrendas a sus templos y abrigo en mi alma una vana idea de tu poder!»
Oyó el omnipotente al que estas preces la dirigía, abrazado a los altares, y volvió los ojos a las regias murallas de Cartago, y a los amantes olvidados de mejor fama; enseguida se dirige en estos términos a Mercurio, y le da estas órdenes:
«Ve, ve, pronto, hijo mío; llama a los céfiros, y ve volando a hablar al caudillo dárdano, que se está en la tiria Cartago desatendiendo las ciudades que le conceden los hados; llévale mis palabras en los rápidos vientos. No es ése el héroe que me prometió su hermosísima madre, ni para esto le libertó dos veces de las armas de los Griegos; antes bien me prometió que regiría la Italia, futura madre de tantos imperios, siempre sedienta de guerras, que habían de perpetuar al alto linaje de Teucro, y sometería a sus leyes todo el orbe. Si no le inflama la ambición de tan grandes cosas, si nada quiere hacer por su propia gloria, ¿puede acaso, como padre, arrebatar a Ascanio las grandezas romanas? ¿En que está pensando, o con qué esperanza se detiene en medio de una nación enemiga, sin acordarse de su descendencia ausonia ni de los lavinios campos? Que se embarque: tal es mi voluntad; sé tú mi mensajero.»
Dijo, y Mercurio se dispone a obedecer el mandato del gran padre de los dioses, calzándose los talares de oro, que con sus alas le llevan remontado por los aires con la rapidez del viento, cruzando mares y tierras; luego empuña el caduceo, con el que evoca del Orco las pálidas sobras y envía a otras al triste Tártaro, las da y quita el sueño, y abre los ojos, que cerrara la muerte; sostenido en él, impele los vientos y surca borrascosas nubes. Ya volando divisa la cumbre y las empinadas vertientes del duro Atlante, cuya pinífera frente, siempre rodeada de negras nubes, resiste el continuo empuje del viento y de la lluvia. Sus hombros están cubiertos de amontonada nieve; del rostro del anciano se precipitan caudalosos ríos, y el hielo eriza su fosca barba. Allí se paró por primera vez el dios nacido en el monte Cilene, sosteniéndose en sus alas inmóviles, lanzándose enseguida hacia el mar, semejante al ave que vuela humilde rasando las aguas alrededor de las playas y de los peñascos, en que abunda la pesca.
No de otra suerte Mercurio, dejando las cumbres de su abuelo materno, volaba entre la tierra y el cielo hacia la arenosa playa de la Libia, y hendía los vientos.
Apenas tocó con sus aladas plantas las cabañas de Cartago, vio a Eneas, que estaba echando los cimientos de las fortalezas y de las casa de la nueva ciudad. Ceñía una radiante espada con empuñadura de verde jaspe, y de los hombros le caía un manto de púrpura de Tiro, reluciente como lumbre, regalo de la opulenta Dido, obra de sus manos, en que había entretejido delicadas labores de oro. Al punto se llegó a él y le dijo: » ¡ Que ahí estás echando los cimientos de la soberbia Cartago, y sometiendo a una mujer, le edificas una hermosa ciudad, olvidando ¡ay! tu reino y tus intereses! El mismo rey de los dioses, que rige con su voluntad suprema el cielo y la tierra, me envía a ti desde el claro Olimpo; él mismo me ordena cruzar los raudos vientos para traerte estos mandatos! ¿ En qué piensas? ¿Con que esperanzas pierdes el tiempo en las tierras de la Libia? Si nada te mueve la ambición de tan altos destinos, ni nada quieres acometer por tu propia gloria, piensa en Ascanio, que ya va creciendo; piensa en las esperanzas de tu heredero Iulo, a quien reservan los dioses el reino de Italia y la romana tierra»
Dicho esto, despojóse Mercurio de la mortal apariencia, sin aguardar la respuesta de Eneas, y se desvaneció ante su vista a lo lejos, confundiéndose con las leves auras.
Enmudeció Eneas, consternado ante aquella aparición, y se erizaron de horror sus cabellos, y la voz se le pegó a la garganta. Atónito con tan grave aviso y con el expreso mandato de los dioses, arde ya en deseos de huir y abandonar aquel dulce y amado suelo; mas ¡ah! ¿Cómo hacerlo? ¿ Con qué razones osará ahora tantear la voluntad de la apasionada Reina? ¿Por dónde empezar a prepararla? Y mil rápidos pensamientos se suceden en su mente y la agitan en todos sentidos. Después de larga indecisión, este partido le pareció el más acertado: llama a Mnesteo y a Sergesto y al fuerte Seresto, y les manda que con sigilo aparejen la escuadra y reú nan a sus compañeros en la playa, que aperciban las armas y disimulen la causa de aquellas novedades, mientras él, cuando aun nada sepa la noble Dido, ni se espere a ver roto un tan grande amor, verá qué medios podrán tentarse, cuál ocasión será la más propicia para hablarla y como se sale mejor de aquel trance. Todos al punto obedecen y ejecutan sus órdenes.
Empero la Reina (¿quien podría engañar a una amante?) presintió la trama y supo la primera los movimientos que se preparaban, recelándose de todo en medio de su seguridad.
La misma impía Fama fue quien llevó a la enamorada Dido la nueva de que se estaba armando la escuadra y disponiéndose la partida; con lo que enfurecida, inflamada y fuera de sí, recorre toda la ciudad, cual bacante agitada al principiarse los sacrificios, cuando la estimulan las orgías trienales, oída la voz de Baco y la llaman los nocturnos clamores de Citaron.
Vase, en fin, a Eneas y le interpela en estos términos:
«¿Esperabas, pérfido, poder ocultarme tan negra maldad y salir furtivamente de mis estados? Y ¿no te contiene mi amor, ni esta diestra, que te di en otro tiempo, ni la desastrosa muerte que espera a Dido? Además, y como si todo eso no bastara, aparejas tu escuadra en la estación invernal y te apresuras a darte al mar cuando soplan los aquilones, ¡cruel!
Dime: aun cuando no te dirigieses a extranjeros campos y a moradas desconocidas, aun cuando todavía permaneciese en pie la antigua Troya, ¿iría tu escuadra a buscar a Troya surcando borrascosos mares? ¿Huyes de mí por ventura? Por estas lágrimas mías, por esa tu diestra (pues todo ¡mísera de mí! te lo he abandonado), por nuestro enlace, por nuestro comenzado himeneo, si algo merezco de ti, si alguna felicidad te he dado, yo te suplico que te compadezcas de este amenazado reino, y si aun los ruegos pueden algo contigo, renuncio a ese propósito. Por ti me aborrecen las naciones de la Libia y los tiranos de los Nómadas; por ti me he hecho odiosa a los tirios; por ti, en fin, he sacrificado mi pudor y perdido mi primera fama, único bien que me remontaba hasta los astros. ¿A quién me abandonas moribunda, ¡oh huésped!, pues sólo este nombre queda al que fue mi esposo? ¿Qué aguardo? ¿Acaso a que mi hermano Pigmalión venga a destruir mis murallas, o a que el gétulo Iarbas me lleve cautiva? ¡Si a lo menos antes de tu fuga me quedase alguna prenda de tu amor; si viese juguetear en mi corte un pequeñuelo Eneas, cuyo rostro infantil me recordase el tuyo, no me creería enteramente vendida y abandonada!»
Dijo. Subyugado por el mandato de Júpiter, fijos los ojos, Eneas pugna por encerrar su dolor en el corazón; por fin le responde en breves palabras: «Jamás negaré ¡oh Reina! los grandes favores que me recuerdas; nunca me pesará acordarme de Elisa mientras conserve memoria de mí mismo, mientras anime mi cuerpo el soplo de la vida. Poco diré para justificarme: nunca me propuse, creélo, huir secretamente, pero tampoco pensé nunca encender aquí las teas de himeneo ni te di palabra de esposo. Si los hados me permitiesen disponer de mi vida y mis obligaciones a mi entero arbitrio, mi primer cuidado hubiera sido restaurar la ciudad de Troya y las dulces reliquias de los míos: aun subsistirían los altos alcázares de Príamo, y mi mano hubiera levantado para los vencidos un nuevo Pérgamo; pero ahora Apolo de Grineo me manda ir a la grande Italia, a Italia me envían los oráculos de la Licia: ¡allí está mi amor, allí mi patria! Si a ti, nacida en la Fenicia, te agrada habitar los palacios de la africana Cartago, ¿por qué has de impedir a los Teucros que vayan a establecerse en la Ausonia? Justo es que nosotros también busquemos un reino extranjero. Cuantas veces la noche cubre la tierra con sus húmedas sombras, cuantas veces se levantan los encendidos astros, la pálida imagen de mi padre Anquises me amonesta en sueños y me llena de pavor, y pienso en el niño Ascanio, en ese hijo querido, a quien estoy privando injustamente del reino de Hesperia y de los campos que le reservan los hados. Y aun ahora el mensajero de los dioses, enviado por el mismo Júpiter (por mi padre y por mi hijo de lo juro), me ha traído por los rápidos vientos ese mandato: yo mismo con mis propios ojos vi al dios, bañado de viva luz, entrar en la ciudad y oí su voz con mis propios oídos. Cesa, pues, de agravar con tus quejas tu dolor y el mío; no por mi voluntad voy a Italia…»
Mientras de esta suerte hablaba Eneas, Dido tenía vuelto el rostro, retorciendo la vista a una y otra parte; luego le recorre de pies a cabeza con silenciosa mirada y exclama así, furiosa: «No, no fue una diosa tu madre, pérfido, ni vienes del linaje de Dárdano; el Cáucaso, erizado de duras peñas, te engendró y te amamantaron las tigres hircanas. Porque ¿a que disimular? ¿a qué mayores ultrajes me reservo? ¿Acaso le ha conmovido mi llanto? ¿Ha vuelto los ojos hacia mi? ¿Ha llorado, vencido de mis lágrimas, o se ha compadecido de su amante? ¿Qué más he de sufrir? No, no; ni la poderosa Juno ni el hijo de Saturno ven estas cosas con ojos serenos. Ya no hay fe en el mundo; arrojado a la playa, mísero y necesitado de todo, le recogí y le di, insensata, una parte en mi reino y salvé su escuadra perdida y liberté de la muerte a sus compañeros. ¡Ah! ¡las Furias me queman, me arrebatan! ¡ Ahora se me viene con el agüero de Apolo y con los oráculos de la Licia y con que el mensajero de los dioses, enviado por el mismo Júpiter, le ha traído por los aires ese horrendo mandato, como si los dioses se afanasen por esas cosas, como si tales cuidados fuesen a turbar su reposo! Vete, no te detengo, ni quiero refutar tus palabras; ve, ve a buscar la Italia en alas de los vientos; ve a buscar un reino cruzando las olas.
Yo espero, si algo pueden los piadosos númenes, que encontrarás el castigo en medio de los escollos y que muchas veces invocarás el nombre de Dido. Ausente yo, te seguiré con negros fuegos, y cuando la fría muerte haya desprendido el alma de mis miembros, sombra terrible, me verás siempre a tu lado. Expiarás tu crimen, traidor; yo lo oiré y la fama de tu suplicio llegará hasta mí en la profunda mansión de los manes.» Dicho esto, se interrumpe sin aguardar respuesta, y llena de dolor, se oculta a la luz del día y huye de los ojos de Eneas, dejándole indeciso y amedrentado, y disponiéndose a alegar y a esforzar nuevas razones. Sus doncellas la sostienen, la llevan casi exánime a su marmóreo aposento y la tienden en su lecho.
En tanto el piadoso Eneas, aunque bien quisiera consolar a la triste Dido y calmar su afán con afectuosas palabras, gimiendo amargamente y quebrantado su ánimo por un grande amor, decide, no obstante, obedecer al mandato de los dioses y va a revistar su armada. Con esto los Troyanos redoblan su fervor y desencallan en toda la playa las altas naves. Ya flotan sobre las aguas las embreadas quillas; en su afán de emprender pronto la fuga, traen de las selvas hojosas ramas y maderas sin labrar, que emplean a guisa de remos…
Por todas las puerta de la ciudad se los ve salir en tropel, como las hormigas, cuando saquean un gran montón de trigo, en previsión del invierno, y lo trasladan a su granero: va por los campos el negro escuadrón, llevándose su presa por angosta vereda entre la yerba: unas acarrean con grande empuje los granos mayores; otras reúnen las huestes y castigan a las morosas: hierve con la faena todo el sendero.
¿Cuáles eran tus pensamientos ¡oh Dido! al presenciar aquellos preparativos? ¿que gemidos exhalabas al ver desde lo alto de tu palacio hervir en gentes toda la playa y mezclarse todos aquellos clamores al estruendo del mar? ¡Cruel amor! ¿a qué no impeles a los mortales corazones? De nuevo tiene que recurrir a las lágrimas, de nuevo tiene que apelar a las súplicas y que doblar su orgullo bajo el yugo del amor, para que nada le quede por intentar antes de morir inútilmente.
» Ana, le dice, ¿ves ese gran movimiento en la playa? Todos los Troyanos acuden a ella; ya las velas llaman al viento y ya alegres los marineros han ceñido las popas con guirnaldas.
Yo debí prever este gran dolor; también podré sobrellevarle,¡oh hermana mía! Sin embargo, Ana, concede todavía a la desgraciada Dido este único favor, ya que a ti sola demostraba ese pérfido, y aun te confiaba sus secretos pensamientos; tú sola conocías los caminos y la ocasión de penetrar en el corazón de ese hombre. Ve, hermana, y suplicante habla a ese soberbio enemigo. Yo no juré en la Aulide con los Griegos el exterminio de la nación troyana, ni envié una armada contra Pérgamo, ni arranqué de su sepulcro la cenizas y los manes de su padre Anquises; ¿por qué cierra el oído desapiadado a mis palabras? ¿ por qué huye de mí tan precipitadamente? Conceda esta última merced a su desventurada amante; espera una fuga más fácil y vientos más prósperos.
Y a no reclamo la antigua fe, que ha violado, ni que se prive por mí de su hermano Lacio, ni que renuncie a su reino; sólo pido un breve plazo, un poco de descanso y de tiempo pata calmar mi delirio, mientras la fortuna me enseña a llorar, vencida y resignada. ¡Ten compasión de tu hermana! este postrer favor te pido, y si me lo concedes, mi gratitud, cada día mayor, te acompañará hasta la hora de mi muerte.»
Tales eran sus súplicas, tales los lamentos que su afligida hermana lleva y vuelve a llevar continuamente a Eneas; pero él a todos permanece insensible y nada quiere oír: a ello se oponen los hados, y un dios le cierra el oído a la compasión.
Como cuando los vientos de los Alpes luchan entre sí por descuajar con su empuje en todas direcciones una robusta y añosa encina, y rugen con furor, y sacudiendo su trono, cubren toda la tierra en torno desgajadas ramas, mientras ella persevera clavada en las rocas, y tanto levanta su copa por le etéreas auras cuanto hunde sus raíces en el Tártaro; no de otra suerte el héroe, combatido por aquellas incesantes súplicas, vacila a veces, y su gran corazón devora el dolor; pero su resolución persevera inmoble y en vano le asedian las lágrimas.Entonces la desgraciada Dido, consternada en vista de su cruel destino, implora la muerte. La luz del día llena su corazón de amargura, y como para más impulsarla a su propósito de quitarse la vida, vio, ¡horrible presagio! mientras estaba ofreciendo donativos y quemando incienso en las aras, ennegrecerse los sagrados licores y convertirse en impura sangre los derramados vinos. A nadie, ni aun a su misma hermana, refirió aquella visión. Había además en su palacio un templo de mármol, consagrado a su primer esposo, el cual solía decorar con admirable pompa, ciñéndole de blancos vellones y de sagradas ramas. De allí, cuando la obscura noche cubre la tierra, parecióle que salían voces y palabras de su esposo, que la llamaba, y que muchas veces un búho, solitario en la más alta torre de su palacio, se lamentaba con lúgubre canto, exhalando largos y lastimeros gemidos. Numerosas predicciones de los antiguos vates la espantan además con terribles avisos. El mismo cruel Eneas se le aparece en sueños y la agita y enloquece; siempre se imagina verse abandonada y sola, y cree ir siempre andando por un largo camino, de nadie seguida, buscando a sus Tirios por un país desierto. Cual Penteo demente ve la turba de las Euménides y tiene siempre delante de sí dos soles y dos Tebas, o cual Orestes, hijo de Agamenón, cuando fuera de sí huye en la escena de su madre armada de teas y negras serpientes, y ve sentadas en el umbral del templo a las vengadoras Furias.
Luego pues que, vencida por el dolor, se abandonó a la desesperación y resolvió morir, dispuso consigo misma a sus solas el modo y la ocasión de hacerlo; y componiendo el rostro para mejor disimular, la frente serena y radiante de esperanza, se dirige en estos términos a su afligida hermana:
«Felicítame: ya he discurrido el medio de recobrar a Eneas, o de curarme de este amor que le profeso. Hay un lugar, término del país de los Etíopes, cerca de los confines del océano y del sol en so ocaso, donde el inmenso Atlante hace girar sobre sus hombros el eje del cielo, tachonado de ardientes estrellas. De allí ha venido y se me ha presentado una sacerdotisa de la nación masilia, antigua custodia del templo de las Hespérides, que guardaba en el árbol los sagrados ra mos, y daba al dragón manjares, rociados de líquida miel y soporíferas adormideras. Esta promete sanar a su arbitrio con sus conjuros los pechos enamorados, o infundir en otros los tormentos del amor; atajar las corrientes de los ríos y hacer que retrocedan los astros; y evoca los manes durante la noche; oirás a la tierra mugir bajo sus pies y verás bajar los olmos de las montañas. Testigos me son los dioses y tú, querida hermana, a quien tanto quiero, de que muy a pesar mío recurro a artes mágicas. Levanta secretamente en el interior del palacio y al aire libre una pira, y coloca encima las armas de Eneas, que el impío dejó colgadas en nuestro tálamo, y todas las prendas que de él me quedan, y el mismo tálamo conyugal en que perecí: la sacerdotisa manda que destruya todos los recuerdos de ese hombre odioso.» Dicho esto, calló y su rostro se cubrió de palidez; Ana, sin embargo, no sospecha que su hermana encubra bajo aquellos desusados sacrificios proyectos funerales, ni se imagina que a tanto llegue su delirio, ni teme que sea entonces mayor su desesperación que cuando murió Siqueo; así, pues, obedeció sus órdenes…
Luego que se ha levantado en el interior de su palacio una gran pira al aire libre, con teas y ramas de encina, enguirnalda la Reina aquel recinto, le corona con fúnebre ramaje, y coloca sobre el tálamo los vestidos de Eneas, su espada y su imagen, segura de la suerte que le aguarda. Varios altares rodean la pira, y la sacerdotisa, suelto el cabello, invoca tres veces con voz tonante a los cien dioses infernales, al Erebo, al Caos, a la triforme Hécate, a Diana, la virgen de tres caras; al mismo tiempo derrama turbias aguas para simular las del averno, y el zumo de aquellas vellosas yerbas segadas a la luz de la luna con podadera de cobre, que destilan negro veneno, a que mezcla el hipomanes arrancado de la frente de potro recién nacido, arrebatado a la madre… La reina misma, descalzo un pie y desceñida la túnica, presenta a los altares con sus piadosas manos la sagrada mola, y próxima a morir, toma por testigo a los dioses y a los astros, sabedores de su fatal destino; y si hay algún numen vengador de los amantes burlados, implora su justicia.
Era la noche, y los fatigados cuerpos disfrutaban en la tierra apacible sueño; descansaban las selvas y los terribles mares. Era la hora en que llegan los astros a la mitad de su carrera, en que callan los campos, y en que los ganados y las pintadas aves, y lo mismo los animales que habitan en los extensos lagos, que los pueblan los montes, entregados al sueño en el silencio nocturno, mitigaban sus cuidados y olvidaban sus faenas. No así la desventurada Dido, a cuyos ojos nunca llega el sueño, a cuyo pecho nunca llega el descanso, antes la noche aumenta sus penas y reanima y embravece su amor, mientras su corazón fluctúa en un mar de iras. Párase al fin, y hablando consigo misma, revuelve en su mente estos pensamientos:
«¿Qué debo hacer? ¿he de exponerme a que se burlen de mí mis antiguos pretendientes, solicitando enlazarme con alguno de esos reyes nómadas, a quienes tantas veces desdeñé por esposos? ¿Seguiré por ventura la armada troyana, y me someteré cual esclava a las órdenes de los Teucros? ¡A fe que debo estar satisfecha de haberles dado auxilio, y que guardan buena memoria y gratitud insigne de los favores recibidos! Pero ¿me lo permitirían acaso, aun cuando yo quisiera? ¿me recibirían en sus soberbias naves, siéndoles aborrecida? ¿Ignoras, ¡ay! ¡miserable! no conoces todavía los perjurios de la raza de Laomedonte? ¿Qué debo hacer, pues?
¿Acompañaré sola y fugitiva a esos soberbios mareantes, o me uniré a ellos seguida de mis Tirios y de mis pueblos todos? ¿Expondré de nuevo a los azares del mar, de nuevo mandaré dar al viento la vela a los que con tanto afán arranqué de la ciudad sidonia? ¡No! muere más bien como mereces, y aparta el dolor con el hierro. ¡Tú, la primera, hermana; tú, vencida de mis lágrimas y de mi ciega pasión, me has traído estas desgracias y me has entregado a mi enemigo!
¡Plugiera a los dioses que, inocente y libre, hubiera vivido, como las fieras, sin probar tan crueles angustias! ¡Ojalá hubiese guardado la fe prometida a las cenizas de Siqueo!» Tales lamentos lanzaba Dido de su quebrantado pecho.
Decidido ya a partir, y todo dispuesto, durmiendo estaba Eneas en su alta nave, cuando vio la imagen del mismo numen que ya antes se le había aparecido; imagen en un todo semejante a Mercurio, por la voz, por el color, por su rubio cabello y juvenil belleza, y de nuevo se le figuró que le hablaba así: «Hijo de una diosa, ¿y puedes dormir en este trance? ¿no ves los peligros que para lo futuro te rodean?
¡Insensato! ¿no oyes el soplo de los céfiros bonancibles?
Resuelta a morir, Dido revuelve en su mente engaños y maldades terribles, y fluctúa en un mar de iras. ¿No precipitas la fuga mientras puedes hacerlo? Pronto verás la mar cubrirse de naves y brillar amenazadoras teas; pronto verás hervir en llamas toda la ribera si te coge la aurora detenido en estas tierras. ¡Ea, ve! ¡no más dilación! La mujer es siempre voluble» Dicho esto, se confundió con las sombras de la noche.
Aterrado Eneas con aquellas repentinas sombras, se arranca al sueño y hostiga a sus compañeros, diciéndoles:
«Despertad al punto, remeros, y acudid a vuestros bancos.
¡Pronto, tended las velas! Por segunda vez un dios, enviado desde el alto éter, me insta a acelerar la fuga y a cortar los retorcidos cables. Quienquiera que seas, poderoso dios, ya te seguimos, y por segunda vez obedecemos jubilosos tu mandato. ¡Oh! ¡asístenos propicio y haz brillar para nosotros en el cielo astros favorables!» Dijo, y desenvainado la fulmínea espada, corta de un tajo las amarras. Su ardor cunde en todos al mismo instante; todos se apresuran y se precipitan, todos abandonan las playas; desaparece la mar bajo las naves; a fuerza de remos levantan olas de espuma y barren los cerúleos llanos.
Ya la naciente Aurora, abandonando el dorado lecho de Titón, inundaba la tierra de nueva luz, cuando vio la Reina desde la atalaya despuntar el alba y alejarse en orden la armada; vio también desierta la playa y el puerto sin remeros; y golpeándose tres y cuatro veces el hermoso pecho y mesándose el rubio cabello, «Oh, Júpiter! exclamó, ¡se me escapará ese hombre!, ¡ese advenedizo se habrá burlado de mí en mi propio reino! ¿Y los míos no empuñarán las armas, no saldrán de todas partes a perseguirlos, y no arrancarán las naves de los astilleros? Id, volad, vengan llamas, dad las velas, mano a los remos… ¿Qué digo? ¿dónde estoy? ¿qué desvarío me ciega? ¡Dido infeliz! ¡ahora adviertes su maldad! valiera más que la advirtieras cuando le dabas tu cetro. Esa es su palabra, ésa su fe, ¡ése es el hombre de quien cuentan que lleva consigo sus patrios penates y que sacó de Troya sobre sus hombros a su anciano padre! ¿No pude apoderarme de él y despedazar su cuerpo y dispersarlo por las olas, y acuchillar a sus compañeros y al mismo Ascanio, y ofrecerle por manjar en la mesa de su padre?… Tal vez en esa lid la victoria hubiera sido dudosa. ¡Y que lo fuese! Destinada a morir, ¿qué tenía yo que temer? Yo hubiera llevado las teas a sus reales, hubiera incendiado sus naves y exterminado al hijo y al padre con toda su raza, y a mí misma sobre ellos… ¡Oh sol, que descubres con tu luz todas las obras de la tierra, y tú oh Juno, testigo y cómplice de mi desgracia! ¡Oh Hécate, por quien resuenan en las encrucijadas de las ciudades nocturnos aullidos! y ¡oh vosotras, Furias vengadoras, y oh dioses de la moribunda Elisa, escuchad estas palabras, atended mis súplicas y convertid sobre esos malvados vuestro numen vengador! Si es forzoso que ese infame arribe al puerto y pise el suelo de Italia; si así lo exigen los hados de Júpiter, y este término es inevitable, que a lo menos, acosado por la guerra y las armas de un pueblo audaz, desterrado de las fronteras, arrancado de los brazos de Iulo, implore auxilio y vea la indigna matanza de sus compañeros; y cuando se someta a las condiciones de una paz vergonzosa, no goce del reino ni de la deseada luz del día, antes sucumba a temprana muerte y yazga insepulto en mitad de la playa. Esto os suplico; este grito postrero exhalo con mi sangre. Y vosotros, ¡oh Tirios!
cebad vuestros odios en su hijo y en todo su futuro linaje; ofreced ese tributo a mis cenizas. Nunca haya amistad, nunca alianza entre los dos pueblos. Alzate de mis huesos, ¡oh vengador, destinado a perseguir con el fuego y el hierro a los advenedizos hijos de Dárdano! ¡Yo te ruego que ahora y siempre, y en cualquier ocasión en que haya fuerza bastante, lidien ambas naciones, playas contra playas, olas contra olas, armas contra armas, y que lidien también hasta sus últimos descendientes!»
Esto diciendo, revolvía mil proyectos en su cabeza, discurriendo el medio de quitarse lo más pronto posible la odiosa vida. Llama entonces a Barce, nodriza de Siqueo (pues su antigua patria guardaba las negras cenizas de la suya), y le dice: «Dispón, querida nodriza, que venga aquí mi hermana; dile que se apresure a purificarse en las aguas del río, y traiga consigo las víctimas y las ofrendas expiatorias que ha pedido la sacerdotisa; hecho esto, venga enseguida.
Tú, por tu parte, ciñe a tus sienes las sagradas ínfulas; quiero consumar el sacrificio que tengo preparado al supremo numen infernal, poner término a mis ansias y entregar a las llamas la efigie del Troyano.» Dijo, y la anciana acelera el paso con senil premura. Entretanto Dido, trémula y arrebatada por su horrible proyecto, revolviendo los sangrientos ojos y jaspeadas las temblorosas mejillas, cubierta ya de mortal palidez, se precipita al interior de su palacio, sube furiosa a lo alto de la pira y desenvaina la espada de Eneas, prenda no destinada ¡ay! a aquel uso. Allí, contemplando las vestiduras troyanas y el conocido tálamo, después de dar algunos momentos al llanto y sus recuerdos, reclinóse en el lecho y prorrumpió en estos postreros acentos: «¡Oh dulces prendas, mientras lo consentían los hados y un dios, recibid esta alma y libertadme de estos crudos afanes! He vivido, he llenado la carrera que me señalara la fortuna, y ahora mi sombra descenderá con gloria al seno de la tierra. He fundado una gran ciudad, he visto mis murallas. Vengadora de mi esposo, castigué a un hermano enemigo. ¡Feliz, ¡ah! demasiado feliz con sólo que nunca hubiesen arribado a mis playas las dardanias naves!»
Dijo, y besando el lecho. «¡Y he de morir sin venganza!
exclamó. Muramos: así, así quiero yo descender al abismo.
Apaciente sus ojos desde la alta mar el cruel Dardanio en esta hoguera, y lleve en su alma el presagio de mi muerte.»
Dijo, y en medio de aquellas palabras, sus doncellas la ven caer a impulso del hierro, y ven la espada llena de espumosa sangre y sus manos todas ensangrentadas. Inmenso clamor se levanta en todo el palacio; cual bacante, la Fama recorre en un momento toda la aterrada ciudad; retiemblan todos los edificios con los sollozos y los alaridos de las mujeres; resuena el éter con grandes lamentos, no de otra suerte que si Cartago toda entera o la antigua Tiro se derrumbasen, entregadas al enemigo, y cundiesen furiosas llamas por casa y templos. Despavorida, exánime oye Ana los clamores, acude precipitadamente, y desgarrándose el rostro con las uñas y golpeándose el pecho, atropella por todos y llama a gritos a la moribunda Dido: «¡Este era, oh hermana, el sacrificio que disponías! ¡Así me engañabas! ¡ Esto me preparaban esa pira, esa hoguera y esos altares! Abandonada de ti, ¿por donde he de empezar mis lamentos? ¿Te desdeñaste de que tu hermana te acompañase en tu muerte? ¡Ah! ¿por qué no me llamaste a compartir tu destino? El mismo dolor, la misma hora nos hubiera arrebatado a ambas a impulso del hierro. ¡Yyo levanté esa pira con mis propias manos, yo misma invoqué a los dioses patrios, para que, tú ¡cruel! en ese duro trance, yo no estuviera presente! ¡T mataste y me matas, hermana, y a tu pueblo y al Senado y a tu ciudad! Agua, dadme agua con que lave sus heridas, y si aun vaga en su boca un postrer aliento, le recogeré con la mía.» Esto diciendo, había subido las gradas de la pira, y estrechaba al calor de su regazo, entre gemidos, a su hermana moribunda, y le enjugaba con sus ropas la negra sangre. Dido se esfuerza por levantar los pesados ojos, y de nuevo cae desmayada; con la profunda herida que tiene debajo del pecho sale silbando su aliento. Tres veces se incorporó, apoyándose sobre el codo, y tres volvió a caer en su lecho; busca con errantes ojos la luz del cielo, la encuentra y gime.
Entonces la omnipotente Juno, compadecida de aquel largo padecer y de aquella difícil agonía, manda desde el Olimpo a Iris para que desprenda de los miembros aquella alma, afanada por romper su prisión; porque muriendo la desventurada Dido, no por natural ley del destino ni en pena de un delito, sino prematuramente y arrebatada de súbito furor, aun no había Proserpina cortado de su frente el rubio cabello ni consagrado su cabeza al Orco estigio. Iris, pues, desplegando en los cielos sus alas, húmedas de rocío, que tiñe el opuesto sol de mil varios colores, se para sobre la cabeza de la Reina: «Cumpliendo con el mandato que he recibido, llevo este sacrificio a Dite y te desligo de este cuerpo.» Dice así y corta el cabello con la diestra; disípase al punto el calor, y la vida se desvanece en los aires.