Instituciones militares
Flavio Vegecio Renato
De re militari (Sobre asuntos militares) o también Epitoma rei militaris, mejor conocido en la cultura hispana como Instituciones militares, nombre que le da a la obra Jaime de Viana en el siglo XVIII, es un tratado militar escrito por Flavio Vegecio Renato a finales del siglo IV d. C. y uno de los trabajos de literatura militar más influyentes y consultados desde el siglo IV al siglo XVIII. Muy poco sabemos de la vida de Vegecio, excepto lo que él mismo revela en sus obras. El autor no se identifica como un militar, sino que se refiere a sí mismo como un vir illustris et comes (hombre ilustre y comes), lo que significa que era cercano al emperador. Debido a que alude al emperador Graciano como deificado se estima que la obra fue publicada luego del año 383.
Sobre la traducción
La traducción aquí presente no es una traducción directa del latín. Si no que la misma es una traducción al español de la traducción inglesa realizada por John Clarke (Libros I a III) y de la traducción francesa por Monsieur le chevalier de Bongars (libro IV). La traducción al español de las obras anteriormente mencionadas fue realizada por la comunidad de impromano.elistas.net y ha sido repasada junto a la original en latín.
Para facilitar la lectura las unidades de medida romanas han sido traducidas al sistema métrico. No obstante, puede consultar los valores originales en las notas.
Instituciones militares
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Libro III
Medios para la defensa, y la descripción de las armas.
Prefacio al libro III
Los atenienses y lacedemonios dominaron en Grecia antes de los macedonios, como nos informa la Historia. Los atenienses sobresalieron no solamente en la guerra sino en las demás artes y ciencias. Los lacedemonios hicieron de la guerra su estudio principal. Afirmaban ser los primeros que razonaron sobre los sucesos de las batallas y pusieron por escrito sus observaciones con tanto éxito que resumieron el arte militar, antes considerado como dependiente en todo del valor o la fortuna, en reglas determinadas y principios fijos. Como resultado, establecieron escuelas de táctica para la instrucción de la juventud en todas las maniobras de la guerra. ¡Cuán dignos de admiración son tales pueblos por aplicarse en el estudio de la guerra, sin el que no podría existir ningún otro!. Los romanos siguieron su ejemplo, tanto practicando cuando dispusieron como preservándolo mediante su escritura. Tales son las máximas e instrucciones dispersas por los trabajos de diferentes autores, que Vuestra Majestad me ha ordenado resumir, pues la lectura cuidadosa de todos ellos sería demasiado tediosa y la autoridad de sólo una parte insatisfactoria. El resultado de la propiedad de las disposiciones lacedemonias para la disciplina militar aparece evidentemente en el único ejemplo de Jántipo, que ayudó a los cartagineses. Su sóla habilidad y superior mando derrotó a Atio Régulo a la cabeza de un ejército romano, hasta aquel momento victorioso. Jántipo le hizo prisionero y así terminó la guerra, con una sola acción. Aníbal, además, antes de acometer su expedición a Italia, tomó el consejo de los lacedemonios en asuntos militares; y por su consejo, aunque inferior a los romanos tanto en número como en fortaleza, derrotó muchos cónsules y a tan poderosas legiones. El que desee la paz, así pues, ha de prepararse para la guerra. Quien aspire a la victoria, no reparará esfuerzos en entrenar a sus soldados. Y quien espere el éxito luchará según reglas, no según la fortuna. Nadie osa ofender o insultar a una potencia de reconocida superioridad en el combate.
I – La dimensión adecuada de un ejército
El primer libro trata de la selección y entrenamiento de nuevas levas; el segundo explica la organización de la legión y el sistema de disciplina; y el tercero contiene las disposiciones para el combate. Con esta progresión metódica, las siguientes instrucciones sobre las acciones generales y la consecución de las victorias serán de mayor utilidad y mejor comprensión. Se llama ejército a una cantidad de tropas, legiones y auxiliares, caballería e infantería, destinados a hacer la guerra. Este número es limitado, según los jueces de la profesión. Las derrotas de Jerjes, Darío, Mitrídates y otros monarcas que condujeron innumerables multitudes sobre el campo de batalla, muestran claramente que la destrucción de tan prodigiosos ejércitos se debió más a su propio número que al valor de sus enemigos. Un ejército demasiado numeroso está sujeto a muchos peligros y desventajas. Su volumen le hace lento al ejecutar sus maniobras; y está obligado a marchar en columnas de gran longitud, expuesto al riesgo de ser continuamente acosado y ofendido aun por escasos enemigos. La multitud de bagajes es a menudo motivo de ser sorprendido a su paso por lugares difíciles o incluso ríos. La dificultad de proveer de forraje para tantas caballerías y otras bestias de carga es muy grande. Además, la carestía de provisiones, contra la que hay que precaverse en todas las expediciones, de hecho arruina a tan grandes ejércitos, donde el consumo es tan alto, pues no obstante el cuidado puesto en proveer los almacenes, pronto comienzan a faltar. Y a veces no pueden evitar ser deshechos por la falta de agua. Pero, si desafortunadamente tales ejércitos son derrotados, el número de pérdidas es necesariamente muy grande y los que restan, salvándose mediante la lucha, quedan demasiado desaminados para ir nuevamente al combate.
Los antiguos, enseñados por la experiencia, prefirieron la disciplina al número. En guerras de importancia menor consideraron que una legión con sus auxiliares, esto es, diez mil infantes y dos mil de caballería, eran suficientes. Y a menudo concedieron el mando a un pretor antes que a un general de segundo orden. Cuando los preparativos del enemigo eran formidables, enviaban a un general de dignidad consular con veinte mil infantes y cuatro mil de caballería. En nuestros días se da el mando a un conde de primer orden. Pero cuando se produce cualquier revuelta peligrosa apoyada por infinitas multitudes de fieras y bárbaras naciones, en tales emergencias salían en campaña con dos ejércitos bajo dos cónsules responsables, tanto individual como colectivamente, de preservar a la República del peligro. De esta manera, con tales disposiciones, los romanos, casi continuamente envueltos en guerras con diferentes naciones de distintas partes del mundo, se vieron capaces de oponérseles en cada ocasión. La excelencia de su disciplina bastó para que sus pequeños ejércitos enfrentaran a todos sus enemigos con éxito. Pero fue una regla invariable de sus ejércitos que el número de los aliados o auxiliares nunca excediera al de los ciudadanos romanos.
II – Medios para mantener la salud
El siguiente punto es de la mayor importancia: los medios para mantener la salud de las tropas. Ésta depende de la elección del asentamiento y agua, de la estación del año, de los médicos y del ejercicio. En cuanto a la situación, el ejército no debe nunca permanecer por mucho tiempo en la vecindad de pantanos insalubres, o en planicies secas y prominencias sin alguna clase de sombra o techo. En verano, las tropas no deben acampar nunca sin tiendas. Y sus marchas, en esta época del año cuando el calor es excesivo, deben comenzar al romper el día para que lleguen al punto de destino con tiempo agradable. De otro modo, caerán enfermos por el calor y la fatiga de la marcha. En inviernos severos, no marcharán nunca por la noche, con hielo y nieve, ni se expondrán sin madera o abrigo. Un soldado aterido por el frío nunca estará saludable ni será adecuado para el servicio. El agua debe ser salubre y no estancada. El agua insalubre es una especie de veneno y la causa de enfermedades epidémicas.
Es obligación de los oficiales de la legión, de los tribunos y aún del propio comandante en jefe, procurar que a los soldados enfermos se les suministre una dieta adecuada y sean atendidos con diligencia por los médicos. Pues poco se puede esperar de hombres que han de combatir tanto con la enfermedad como con el enemigo. Sin embargo, los más expertos en la materia han sido siempre de la opinión de que la práctica diaria de los ejercicios militares es mucho más eficaz para la salud de un ejército que todo el arte de la medicina. Por este motivo, ejercitaban a su infantería sin cesar. Si llovía o nevaba, lo hacían a cubierto y, si el tiempo era bueno, en el campo. Solían también ejercitar a su caballería, no sólo en las llanuras, sino también en terreros quebrados y horadados por zanjas. Los caballos, igual que los hombres, estaban así entrenados del modo antes indicado y preparados para el combate. De aquí podemos percibir la importancia y necesidad de una estricta observancia de los ejercicios militares en un ejército, pues la salud en el campamento y la victoria en la batalla dependen de ellos. Si un ejército numeroso permanece largo tiempo en un lugar, en verano u otoño, las aguas se corrompen y el aire se infecta. Enfermedades malignas y fatales proceden de esto y se pueden evitar sólo mediante cambios frecuentes de asentamiento.
III – Cuidados para la provisión del forraje y las provisiones
El hambre provoca más destrozos en un ejército que el enemigo y es más terrible que la espada. El tiempo y las ocasiones pueden ayudar a reparar otras desgracias, pero cuando no se proporcionan víveres y forrajes cuidadosamente, el hambre no tiene remedio. El mayor y principal punto en la guerra en asegurarse provisiones de sobra y destruir al enemigo por hambre. Un cálculo exacto, así pues, debe ser efectuado al comienzo de la guerra teniendo en cuenta el número de tropas y el gasto a realizar; para que las provincias puedan reunir y transportar en tiempo el forraje, grano y las demás clases de provisiones que se les requieran. Deben ser más que suficientes en cantidad y almacenadas en las ciudades más fuertes y convenientes antes de comenzar la campaña. Si las provincias no pueden suministrar sus cuotas, se les permutará por dinero para comprar todas las cosas necesarias para el servicio. Pues las posesiones de los súbditos no se pueden asegurar más que con la defensa de las armas.
Tales precauciones a menudo resultan doblemente necesarias pues los sitios a menudo duran más de lo previsto y los sitiadores terminan por sufrir ellos mismos los inconvenientes de querer levantar pronto el asedio, si tienen esperanzas de rendir la plaza por hambre. Se deben dictar bandos para que los campesinos recojan su ganado, grano, vino y otras provisiones en guarniciones fortificadas o ciudades seguras, para que no sean de utilidad al enemigo. Y si no cumplen con tal orden, se destinarán oficiales para obligarles a hacerlo. Los habitantes de una provincia deben, así mismo, ser obligados a retirarse, con sus efectos, en algún lugar fortificado antes de la irrupción del enemigo. Las fortificaciones y todas las máquinas de diversa clase deben ser inspeccionadas y reparadas a tiempo. Pues una vez que resultas sorprendido por el enemigo antes de estar con la adecuada disposición defensiva, se te arroja en una confusión irrecuperable y no puedes esperar ningún apoyo de sitios vecinos, pues las comunicaciones habrán quedado cortadas. Sin embargo, una administración fiel de los almacenes y una distribución frugal de las provisiones, habiendo tomado al principio las adecuadas precauciones, asegurarán un abastecimiento suficiente. Una vez que empiezan a fallar los víveres, la parsimonia es inoportuna y llega demasiado tarde.
En las expediciones dificultosas, los antiguos distribuían las provisiones de un modo fijo a cada hombre, sin distinción de grado; y cuando la emergencia había pasado, la República proveía las proporciones completas según el grado de cada cual. A las tropas no les ha de faltar madera y forraje en invierno o agua en verano. Deben siempre tener grano, vino, vinagre y sal. Las ciudades y fortalezas guardadas por tales hombres han de ser provistas también para la batalla. Se les suministrará con toda clase de armas, flechas, fustibales, hondas, piedras, onagros y ballestas para su defensa. Se pondrá gran cuidado para que la sencillez de los habitantes no sea motivo de que el enemigo les engañe o hiera, pues las conferencias fingidas o las apariencias engañosas han sido con frecuencia más fatales que la fuerza. Observando las precauciones anteriores, el sitiado puede tener en su mano rendir al enemigo por hambre, si mantiene sus tropas juntas o si las divide, con salidas frecuentes y por sorpresa.
IV – Métodos para prevenir motines en un ejército
A veces, un ejército disperso por diversos lugares, se amotina. Y las tropas, aunque no estén inclinadas a la lucha, fingen estar enfadadas porque no se las conduzca contra el enemigo. Pero la disposición a la sedición se muestra mayormente en aquellos que viven acuartelados, ociosos y afeminados. Tales hombres, desacostumbrados a la necesaria fatiga de la campaña, se disgustan con su severidad. Su ignorancia de la disciplina les hace temer la acción y les hace ser insolentes.
Hay varios remedios para este mal. Mientras las tropas estén aún separadas y cada cuerpo siga en sus respectivos cuarteles, mandaréis a los tribunos, sus lugartenientes y a los oficiales, en general, ocuparse de mantener una disciplina tan estricta que no se les de ocasión a albergar pensamientos que no sean los de sumisión y obediencia. Se les hará trabajar constantemente tanto en maniobras como inspeccionando sus armas. No se les permitirá ausentarse con permisos. Se pasará revista y se les impondrá en la observancia exacta de cada orden. Se les entrenará en el uso del arco, lanzando armas arrojadizas y piedras, tanto a mano como con la honda, así como con la espada en el palo; se les hará repetir todo esto continuamente y se les mantendrá bajo las armas hasta que estén cansados. Se les ejercitará en la carrera y el salto para facilitar el paso de zanjas. Y si sus cuarteles están cerca del mar o de ríos, se les hará a todos, sin excepción, practicar la natación. Se les acostumbrará a marchar por espesuras y terrenos estrechos y quebrados, a talar árboles y hacer tablones, a deshacer tierra y defender un puesto contra sus camaradas, a quienes se habrá dispuesto para desalojarles; y en el enfrentamiento, cada parte debe emplear sus escudos para desalojar y derribar a su antagonista. Todas las distintas tropas, así entrenadas y ejercitadas en sus cuarteles, se hallarán inspiradas por emulación para la gloria y prestos para la acción cuando vayan a la batalla. Un soldado que tenga confianza en su propia habilidad y fortaleza no guarda pensamientos de sedición.
Un general debe estar atento para descubrir a los soldados turbulentos y sediciosos en el ejército, legiones o auxiliares, caballería o infantería. Debe procurar obtener esa inteligencia no de informadores, sino de los tribunos, sus lugartenientes y los demás oficiales de indudable veracidad. Debe entonces ser prudente para separarles de los demás fingiendo que les encarga servicios que les agraden o enviándoles de guarnición a ciudades o castillos, pero con tal discreción que piensen que los honra o que se crean tratados con preferencia y favor. Una multitud no entra nunca enseguida abiertamente en sedición sin unanimidad. Se les prepara y excita por unos pocos sediciosos, que esperan asegurarse la impunidad de sus crímenes por el número de sus cómplices. Pero si la gravedad del motín precisara remedios violentos, será más aconsejable, al modo de los antiguos, castigar a los cabecillas para que, con el sufrimiento de unos pocos, todos queden asustados con el ejemplo. Pero es más merecedor de crédito un general que induce a sus tropas a la sumisión y a la obediencia que el que se ve obligado a forzarlos a cumplir con su deber mediante el terror o el castigo.
V – De las señales militares24
Muchas son sin duda las cosas que han de decirse y observarse por los que luchan, supuesto que no hay ninguna condescendencia a la negligencia, cuando por la salvación se lucha. Pero entre las restantes nada más hace avanzar hacia la victoria que someterse a los avisos de las señales. Pues como con la voz sola entre el tumulto de los combates no puede mandarse a la multitud, y como por necesidad muchas cosas han de mandarse y hacerse al tiempo, el uso antiguo de todos los pueblos inventó de qué manera lo que solo el jefe considerara útil por medio de señales lo percibiera y lo siguiera el ejército todo. Y así consta que existen tres clases de señales: vocales, semivocales y mudas. De ellas las vocales y semivocales se perciben por los oídos, pero las mudas se emiten para los ojos. Vocales se llaman las que se pronuncian por la voz humana, como en las guardias y en el combate se dice por ejemplo “victoria”, “palma”, “valor”, “Dios con nosotros” “el triunfo del Emperador” y cualesquiera otras que quisiera dar el que en el ejército tiene la máxima potestad. Sin embargo, se debe saber que esos vocablos deben variarse diariamente, para que los enemigos no conozcan la señal con el uso ni sus exploradores se muevan entre los nuestros impunemente. Semivocales son las que se dan con la tuba, el cuerno o la bocina; tuba se llama la que es recta; bocina la que se dobla sobre sí en un círculo de aire; cuerno el que de uros salvajes, engastado en plata, templado con el arte y el aliento del que toca, emite un sonido conocido. En efecto, siendo indudables los sonidos de estos, el ejército sabe si conviene resistir o avanzar o bien retroceder (o si perseguir lejos a los que huyen o tocar a retirada). Las señales mudas son las águilas, los dragones, los estandartes, los banderines, los penachos, las plumas; en efecto, a donde quiera que el jefe mande que sean llevadas estas, allí es necesario que acompañando a su señal continúen los soldados. Hay también otras señales mudas que el jefe del combate manda que se guarden en los caballos o en las ropas y en las armas mismas, para que se distinga el enemigo; además hace alguna señal con la mano, o con un látigo, según la costumbre bárbara, o con un movimiento del vestido el que lo usa. Todas estas acostumbran a seguirlas y a entenderlas la totalidad de los soldados en los campamentos, en las marchas en cualquier ejercicio castrense. En la paz parece, pues, necesario el uso continuo de este asunto, para que sea observado en la confusión del combate. Así mismo, mudo y común signo es siempre que surge polvo que se levanta a semejanza de las nubes por una tropa que avanza, y muestra la llegada de los enemigos. De modo semejante, si las tropas están divididas, hacen señales que de otro modo no pueden comunicarse a sus aliados, con fuegos durante la noche, por el día con humo. No pocos cuelgan vigas en las torres de los castillos o de las ciudades, con las que, unas veces levantadas, otras depuestas, indican lo que pretenden.
VI – Marchas en proximidad del enemigo
Está asegurado por aquellos que se han dedicado al estudio de su profesión que un ejército está expuesto a más peligro durante las marchas que durante las batallas. En un combate, los hombres están adecuadamente armados, ven a sus enemigos con anterioridad y se preparan para la lucha. Pero en una marcha el soldado está menos alerta, no tiene siempre dispuestas sus armas y se le lleva al desorden por un ataque sorpresa o una emboscada. Un general, así pues, debe ser muy cuidadoso y diligente al tomar las precauciones necesarias para prevenir una sorpresa sobre la marcha y en rechazar al enemigo, si tal sucede, sin pérdidas.
En primer lugar, debe tener una descripción exacta del país, o sea, el mapa de campaña, en el que las distancias de las plazas, especificadas por el número de pasos, la naturaleza de los caminos, las rutas más cortas por caminos, montañas y ríos, deben reflejarse correctamente. Se nos ha dicho que los más grandes generales han llevado sus prevenciones sobre este extremo tan lejos que, no satisfechos con la simple descripción del país donde están empeñados, ordenaron no sólo delinear, sino pintar planos para llevarlos en campaña y regular sus marchas con sus ojos con mayor seguridad. Un general debe también informarse por sí mismo de aquellos particulares sobre personas honradas y de buena reputación y conocimiento del país, examinando por separado sus descripciones y luego comparándolas para conocer la realidad con certeza.
Si surge cualquier dificultad sobre la elección de los caminos, debe procurar tener guías adecuados y hábiles. Debe ponerles bajo custodia y esperar que o las promesas o las amenazas les hagan mantener su fidelidad. Ellos mismos accederán de grado cuando se den cuenta de que les resulta imposible escapar y que serán recompensados por su fidelidad o castigados por su perfidia. Debe estar seguro de su capacidad y experiencia, y no se debe poner en peligro a todo el ejército por los errores de dos o tres personas. A veces, las gentes del común piensan que saben lo que realmente no saben, y, por su ignorancia, prometen más de lo que son capaces.
Pero de todas las precauciones la más importante es guardar completo secreto sobre cuál ruta o por cuál camino va a marchar el ejército. Pues la seguridad de una expedición depende de la ocultación de todos los movimientos al enemigo. Existía antiguamente entre las enseñas legionarias la del Minotauro, significando que este monstruo, según la fábula, estaba oculto en el mayor secreto en los huecos y alas del laberinto, justo como los deseos de un general debieran ser impenetrables. Cuando el enemigo no está al tanto de una marcha, ésta se hace con seguridad; pero como a veces los exploradores sospechan o descubren el levantamiento del campamento, o los desertores o traidores proporcionan informes de ello, será adecuado mencionar el modo de actuar en caso de un ataque sobre la columna en marcha.
El general, antes de poner sus tropas en movimiento, debe enviar destacamentos de soldados experimentados y de confianza en buenas monturas, para reconocer los lugares por los que se va a marchar, al frente, a la retaguardia y a la izquierda y la derecha, para no caer en emboscadas. La noche es más segura y ventajosa que el día para que nuestros exploradores hagan su trabajo, pues si se les toma prisioneros nosotros, si así fuere, nos traicionaríamos. Tras esto, la caballería debe salir primero y después la infantería; el equipaje, arqueros, sirvientes y carruajes siguen, en el centro, y parte de la mejor caballería e infantería irán a la retaguardia pues ésta parte es más a menudo atacada, durante las marchas, que la vanguardia. Los flancos de los equipajes, expuestos a frecuentes emboscadas, deben ser también cubiertos con guardia bastante que los asegure. Pero, sobre todo, la parte donde más se espere el ataque enemigo debe reforzarse con alguna de la mejor caballería, infantería ligera y arqueros de a pie.
Si se es rodeado por todas partes por el enemigo, deben tomarse disposiciones para afrontarles por donde quiera que ataquen, y los soldados se deben precaver de antemano para tener listas sus armas y estar prestos a prevenir los efectos indeseables de un ataque por sorpresa. Los hombres se atemorizan y caen en el desorden por accidentes repentinos y sorpresas, que no tienen consecuencias cuando se preveen. Los antiguos cuidaban mucho que los siervos y seguidores del ejército, si eran heridos o se atemorizaban con el ruido de la batalla, no pudieran inducir el desorden entre las tropas mientras combatían, y también para evitar que se extravíen o que en la multitud se alejen los unos de los otros y entorpezcan a sus propios hombres y den ventaja al enemigo. Alistaban los bagajes, así pues, del mismo modo que a las tropas, bajo sus propias enseñas. Elegían de entre los sirvientes y a los que llamaban galearios, pues llevaban las corazas de los soldados, a los más adecuados y experimentados y les daban el mando de cierto número de siervos y muchachos, sin exceder los doscientos, y sus enseñas les mostraban dónde dirigirse y congregarse. Se deben mantener los intervalos adecuados entre las tropas y los equipajes, para que los últimos no estorben cuando se refugien en caso de un ataque durante la marcha.
El modo y disposición de la defensa puede cambiar de acuerdo con la naturaleza del terreno. En campo abierto estaréis más expuestos a ataques de caballería que de infantería. Pero en terrenos montañosos, boscosos o pantanosos, el peligro se debe esperar de la infantería. Algunas unidades, por descuido, se pueden mover demasiado rápidas y otras demasiado lentas; se debe tener mucho cuidado en que el ejército no sea roto ni de que se extienda con demasiada longitud, para que el enemigo no tome instantáneamente ventaja del descuido y penetre sin dificultad.
Los tribunos, sus lugartenientes o los maestros de armas de mayor experiencia, así pues, deben ser situados a distancias adecuadas para detener a aquellos que avancen demasiado rápidos y apremiar a quienes se marchan muy lentos. Los hombres a gran distancia del frente, al aparecer el enemigo, están más dispuestos a huir, no prestar ayuda, caer masacrados por el enemigo y a su propio sacrificio. El enemigo, se puede concluir, buscará tanto tender emboscadas o atacar abiertamente, de acuerdo con la naturaleza del terreno. El miramiento al examinar cada lugar será una seguridad contra peligros ocultos; y una emboscada, si se descubre y se rodea prestamente, se volverá en contra de quien la intenta.
Si el enemigo planea caer en masa sobre vosotros en un país montañoso, se deben enviar destacamentos en vanguardia para ocupar las prominencias, para que por su llegada no osen atacaros en terreno tan desventajoso, con vuestras tropas situadas a mayor altura y presentando un frente listo a recibirles. Es mejor enviar hombres por delante con hachuelas y otras herramientas para abrir caminos que sean estrechos pero seguros, sin obviar el trabajo, en vez de correr más riesgos por caminos mejores. Es necesario estar bien familiarizado sobre si el enemigo suele hacer sus ataques por la noche, al romper el día o en las horas de comida o descanso; y con este conocimiento de sus costumbres nos guardaremos de sus costumbres. Debemos también informarnos de si son fuertes en caballería o infantería; si su caballería está principalmente armada con lanzas o con arcos; o si su principal fortaleza consiste en su número o en la bondad de sus armas. Todo esto nos permitirá tomar las medidas más adecuadas para afligirles y para nuestra ventaja. Cuando tenemos un objetivo en proyecto, debemos considerar si es más aconsejable emprender la marcha por el día o por la noche; debemos calcular la distancia de los lugares a los que queremos llegar y tomar las disposiciones para que en verano las tropas no sufran de sed en sus marchas, ni sean estorbados en invierno por torrentes o cenagales que exponen al ejército a gran peligro antes de que puedan llegar al lugar de destino. Y nos importa mucho guardarnos contra tales inconvenientes con prudencia, pues es inexcusable no aprovecharnos de la ignorancia o descuido del enemigo para derrotarle. Debemos enviar espías constantemente, no tener miedo de atacar a sus hombres y dar facilitar sus desertores. Por tales medios procuraréis tener conocimiento de sus planes presentes o futuros. Y tendremos siempre dispuestos algunos destacamentos de caballería e infantería ligera, para caer sobre ellos cuando menos lo esperen, tanto durante la marcha como cuando estén forrajeando o merodeando.
VII – Cruce de ríos
El paso de ríos es muy peligroso si se hace sin gran cuidado. Al cruzar corrientes rápidas o anchas, los equipajes, sirvientes y a veces hasta los soldados más incautos están en riesgo de perderse. Habiendo primero sondeado el vado, se deben montar dos líneas de la mejor caballería, alineadas a una distancia adecuada hasta abarcar toda la anchura del río, para que la infantería y los equipajes pasen entre ellos. La línea superior del vado rompe la fuerza de la corriente y la línea inferior recupera y transporta a los hombres arrastrados por la corriente. Cuando el río es demasiado profundo para ser vadeado tanto por la caballería como por la infantería, y corre por un lugar llano, se le puede desaguar con gran número de acequias, y pasarlo así con facilidad.
Los ríos navegables se pasan colocando pilones fijados al fondo y situando sobre ellos tablones; o si ocurre algún imprevisto, se juntan rápidamente cubas vacías y se las cubre con tablones. La caballería, quitándose su impedimenta, hace pequeños flotadores con ramas secas sobre las que pueden colocar sus armas y corazas para preservarlas de la humedad. Ellos mismos llevan a nado sus caballos para cruzar el río y arrastran los flotadores tras ellos con una correa de cuero.
Pero el invento más cómodo es el de los pequeños botes hechos de una sola pieza y muy ligeras tanto por su construcción como por la calidad de la madera. El ejército siempre tiene cierto número de tales botes sobre carros, junto con una cantidad bastante de planchas y clavos de hierro. Así, con la ayuda de cables para atar los botes entre sí, se construye instantáneamente un puente, que temporalmente tiene la solidez de uno de piedra.
Como el enemigo generalmente se esfuerza en caer sobre un ejército cuando está pasando un río, por sorpresa o en emboscada, es necesario asegurar ambos flancos colocando destacamentos para que las tropas no sean atacadas y derrotadas mientras están separadas por la corriente del río. Pero es aún más seguro poner empalizadas en ambos extremos, pues os permitirán sostener cualquier ataque sin muchas pérdidas. Si se quiere mantener el puente, no sólo para este transporte sino para la vuelta y para las expediciones de avituallamiento, será conveniente excavar fosos para cubrir cada cabeza del puente, y guarnecerlas con un número suficiente de hombres que las defiendan tanto tiempo como lo requieran las circunstancias.
VIII – Reglas para el campamento de un ejército
El ejército en marcha no puede siempre esperar hallar ciudades amuralladas en las que acuartelarse y es muy imprudente y peligroso acampar de cualquier manera, sin ningún atrincheramiento. Es fácil sorprender a las tropas cuando hacen la aguada o están diseminadas en sus diversas ocupaciones. La oscuridad de la noche, la necesidad de sueño y la dispersión de los caballos por los pastos ofrecen oportunidades para la sorpresa. Una buena situación del campamento no es suficiente; debemos escoger la mejor que podamos hallar, no sea que habiéndolo ocupado el enemigo, seamos grandemente perjudicados.
Un ejército no debe acampar, en verano, cerca de aguas malas o lejos de las buenas ni, en invierno, sin estar totalmente aprovisionados de forraje y madera. El campamento no debe estar expuesto a inundaciones repentinas. Las calles no deben ser muy empinadas ni estrechas para que, si se es invadido, las puedan encontrar sin dificultad las tropas al retirarse; ni debe estar el campamento dominado por altura desde las cuales les puedan ofender las armas enemigas. Tras estas precauciones, el campamento tendrá forma rectangular, circular, triangular u oblonga, de acuerdo con la naturaleza del terreno. Pues su bondad no depende de la forma. Aquellos que se consideran mejores, sin embargo, son aquellos un tercio más de largo que de ancho. Las dimensiones han de medirse exactamente por los ingenieros para que el tamaño del campamento sea proporcional al número de tropas. Un campamento demasiado estrecho no permitirá que las tropas ejecuten sus movimientos con libertad y uno demasiado extenso les separará demasiado. Hay tres métodos para fortificar un campamento. El primero es para cuando el ejército está marchando y permanecerá en el campamento sólo una noche. Harán un parapeto de turba y colocarán sobre ésta una fila de empalizadas o estacas de madera. Los terrones se cortarán con instrumentos de hierro. Si la tierra está apelmazada en torno a las raíces, se cortarán con forma de ladrillos de un pie y medio de alto, uno de ancho y uno y medio de largo. Si la tierra está demasiado suelta para que se hagan ladrillos, harán una pequeña trinchera alrededor del campo, de cinco pies de ancho y tres de profundidad. La tierra sacada de la trinchera formará un parapeto en la parte interior y asegurará al ejército del peligro. Este es el segundo método.
Pero los campamentos permanentes, tanto en verano como en invierno, en proximidad del enemigo, son fortificados con mayor cuidado y regularidad. Una vez que se señala el terreno por los oficiales competentes, se asigna a cada centuria una porción para atrincherar. Alinean entonces sus escudos y equipajes en un círculo en torno a sus propias insignias y, sin otras armas que sus espadas, abren una trinchera de nueve, once o trece pies de ancho. O, si están bajo gran acecho del enemigo, la ensanchan hasta diecisiete o diecinueve pies (es una regla general usar números impares). En el interior construyen un terraplén con haces o manojos de árboles bien asegurados con estacas, para que la tierra se aguante mejor. Sobre este terraplen elevan un parapeto almenado como en las fortificaciones de una ciudad. Los centuriones miden el trabajo con varas de diez pies de largo y comprueban que cada uno haya terminado la porción que se le asignó. Así mismo, los tribunos supervisarán el trabajo y no abandonarán el lugar hasta que no se haya terminado en su totalidad. Y para que los trabajadores no sean interrumpidos repentinamente por el enemigo, toda la caballería y parte de la infantería exentas, por el privilegio de su rango de tales trabajos, permanecerán en orden de batalla ante el atrincheramiento, listos para rechazar cualquier ataque.
Lo primero que hay que hacer tras atrincherar el campamento es plantar las insignias, llevadas por los soldados con la mayor veneración y respeto a sus lugares adecuados. Tras ello, el pretorio se prepara para el general y sus lugartenientes, y las tiendas dispuestas para los tribunos, quienes tienen soldados particularmente destinados a tal servicio y para buscar su agua, madera y forraje. Entonces las legiones y auxiliares, caballería e infantería, se distribuyen por el terreno para plantar sus tiendas de acuerdo con la clase de los distintos cuerpos. Cuatro infantes de cada centuria y cuatro soldados de cada tropa se designan para montar guardia cada noche. Como parece imposible que un centinela permanezca toda la noche en su puesto, las guardias se dividían en cuatro partes con un reloj de agua25, para que cada soldado permanezca sólo tres horas. Todas las guardias se montaban con el sonido de una tuba y cambiadas con el del cornu. Los tribunos designarán hombres adecuados y de confianza para visitar los distintos puestos de guardia e informarles de cuanto no encuentren adecuado. Este es ahora un oficio militar y a las personas destinadas para ello se les llama circitores.
La caballería hace rondas por la noche y vigila los puestos exteriores por el día. Son relevados cada mañana y cada tarde por la fatiga de hombres y caballos. Es incumbencia, particularmente, del general mirar por la protección de los pastos y de las caravanas con grano y otras provisiones, tanto en campo abierto como en guarnición, y asegurar la madera, agua y forrajes contra las incursiones del enemigo. Esto sólo se puede hacer situando destacamentos ventajosamente en las cimas o torreones por donde la caravana avanza. Y si no se encuentran antiguas fortificaciones, se deben construir, en sitios a propósito, castillos, diminutivo del nombre castra, rodeados con anchos fosos, para alojar destacamentos de caballería e infantería y que las caravanas tengan la adecuada protección. Pues un enemigo difícilmente se aventura en un territorio donde sabe que las tropas enemigas están dispuestas para enfrentarse a él donde quiera que sea.
IX – De la elección del modo de ataque: en emboscada o en el campo abierto
Los que se dignen leer este breviario esperarán, quizás impacientes, instrucciones respecto a los enfrentamientos. Más debieran considerar que una batalla se decide normalmente en dos o tres horas tras las que no suelen quedar esperanzas para el ejército derrotado. Cada plan, así pues, debe ser considerado, cada situación probada y cada método adoptado antes de llevar las cosas hasta su último extremo. Los buenos oficiales declinan los enfrentamientos generales, donde el peligro es general, y prefieren el empleo de las estratagemas y la inteligencia para destruir al enemigo tanto como puedan e intimidarle sin exponer las fuerzas propias.
Daré algunas instrucciones necesarias sobre este asunto, tomadas de los antiguos. Es deber e interés del general reunir frecuentemente a los oficiales más prudentes y experimentados, de los distintos cuerpos del ejército, y consultarles sobre el estado de sus propias fuerzas y de las del enemigo. Toda adulación, de la más funesta de las consecuencias, debe prohibirse en las deliberaciones. Ha de examinar quién tiene la superioridad numérica; qué tropas están mejor armadas, las propias o las enemigas, cuáles son más disciplinadas y más resolutivas ante una emergencia. Se debe averiguar el estado de la caballería de ambos ejércitos, pero muy especialmente el de la infantería, pues la mayor fortaleza de un ejército reside en ésta última. Con respecto a la caballería, debe insistir en cuál tiene el mayor número de arqueros o lanceros, cuál tiene más coraceros y mejores caballos. Por último, ha de considerar el campo de batalla y si el terreno le favorece a él o a su enemigo. Si es superior en caballería, preferirá terrenos llanos y abiertos; si es superior en infantería, eligirá lugares con estrechamientos, trincheras, cenagales o bosques e, incluso, a veces montañosos. La abundancia o escasez en ambos ejércitos se considerará de no poca importancia pues el hambre, según los antiguos proverbios, es un enemigo interior que provoca más bajas que la espada. Pero el asunto más principal es determinar si es más adecuado presentar batalla enseguida o retardarla. El enemigo a veces confía que una expedición se haga enseguida y, si la espera se dilata por algún tiempo, sus tropas se consumirán por la ansiedad, querrán volver a su hogar para ver a sus familias o, no habiendo hecho nada reseñable en el campo de batalla, se dispersarán por no haber tenido éxito. Tales números, cansados por la fatiga y disgustados por el servicio, desertan; otros les traicionan y muchos se rinden. Raramente se encuentra fidelidad en las tropas descorazonadas por el infortunio. Y en tal caso, un ejército que era numeroso sobre el campo de batalla, se diluye en nada poco a poco.
Es esencial conocer el carácter del enemigo y de sus principales jefes; si son impetuosos o prudentes, emprendedores o tímidos, si luchan por principios o como mercenarios y si las naciones a las que se han enfrentado antes eran valerosas o cobardes.
Hemos de conocer cuánto podemos confiar en la fidelidad y fortaleza de nuestros auxiliares, la confiabilidad de nuestras tropas y las del enemigo y cuáles están más seguras de la victoria, lo que es del mayor valor para estimar el valor de un ejército. Una arenga del general, especialmente si él mismo no parece atemorizado, puede animar a sus soldados si están decaídos. Sus espíritus reviven si se obtiene cualquier ventaja considerable, tanto por una estratagema como por otro método, si empieza a cambiar la fortuna del enemigo o si logramos golpear algunos de sus destacamentos más débiles o pobremente armados.
Pero bajo ningún concepto se debe guiar un ejército irresoluto o de poco fiar a la batalla. La diferencia es grande, tanto si las tropas son novatas o veteranas, o si están habituadas a la guerra por servicios recientes como si llevan varios años sin ser empleadas. Pues a los soldados que llevan largo tiempo desacostumbrados a la guerra se les deberá mirar del mismo modo que a los reclutas. Tan pronto como las legiones, auxiliares y caballería estén asentados en sus distintos acuartelamientos, es obligación de un buen general que cada parte del ejército sea entrenado en sus propios ejercicios por tribunos, designados para esto, de reconocida capacidad. Tras esto, deberá formarles en un cuerpo y entrenarles en todas las maniobras que se dan en el frente durante una batalla campal. Debe entrenarles él mismo frecuentemente para comprobar su habilidad y fortaleza y para ver si ejecutan las maniobras con la regularidad precisa y si están suficientemente atentos al sonido de las tubas, el movimiento de las insignias y a sus propias órdenes y señales. Si hay deficiencias en cualquiera de tales particulares, se les debe instruir y ejercitar hasta que lo hagan a la perfección.
Pero aunque estén totalmente disciplinados y hayan completado sus ejercicios de campaña, los del uso del arco y la jabalina, y las evoluciones en línea, no es aconsejable llevarles inmediatamente a la batalla. Se debe esperar una oportunidad favorable y se les ha de preparar con escaramuzas frecuentes y encuentros ligeros. Así, un general prudente y avezado pesará cuidadosamente con su Consejo el estado de sus propias fuerzas y las del enemigo, como un magistrado civil juzga entre dos partes litigantes. Si se considera superior en muchos aspectos a su enemigo, no debe, de ninguna manera, diferir el enfrentamiento; pero si se sabe inferior, debe evitar batallas campales y procurar la victoria mediante sorpresas, emboscadas y engaños. Éstas, cuando son manejadas con habilidad por los buenos generales, a menudo reportan la victoria sobre enemigos superiores en número y fortaleza.
X – Cómo manejar las tropas indisciplinadas y novatas
Todas las artes y obras han sido siempre llevadas a la perfección por la práctica continua. ¡Cuánto consideraremos esta máxima, cierta en asuntos menores, para ser observada en asuntos de importancia!. Y cuán superior a todas las demás es el arte de la guerra, por el que son preservadas nuestras libertades, perpetuadas nuestras dignidades y existen las provincias del mismo Imperio. Los lacedemonios, y tras ellos los romanos, eran tan conscientes de esta verdad que a esta ciencia supeditaron las demás. Y hasta las naciones bárbaras, en nuestros días, piensan que sólo este arte merece atención, pues creen que incluye o confiere todas las demás. En resumen, es totalmente necesario para quienes se ven envueltos en la guerra que se instruyan no sólo en los métodos para proteger sus vidas, sino en cómo ganar la victoria sobre sus enemigos.
Un general, así pues, cuyo poder y dignidad son tan grandes, y a quien se le confían los compatriotas que le honran con fidelidad y valor, la defensa de sus ciudades, las vidas de sus soldados y la gloria del Estado, no debe solamente buscar el provecho del ejército en general, sino extender su cuidado a cada soldado particular. Pues cuando ocurra alguna desgracia a alguno bajo su mando, se considerará una pérdida para la república y se achacará enteramente a su responsabilidad. Si, de este modo, encontrara su ejército compuesto por tropas novicias y si llevaran mucho tiempo desacostumbradas de la lucha, deberá estudiar cuidadosamente la fortaleza, el espíritu, las costumbres de cada legión en particular, de cada cuerpo de auxiliares, caballería e infantería. Debe conocer, si es posible, el nombre y capacidad de cada conde, tribuno, subalternos y soldado. Ha de asumir la más respetable autoridad y mantenerla con severidad. Debe castigar todos los crímenes militares son el mayor rigor de las leyes. Debe ser inexorable hacia los ofensores y procurar dar ejemplo público en distintos sitios y ocasiones.
Una vez establecidas tales normas firmemente, debe buscar la oportunidad en que el enemigo, disperso en busca de botín, se crea seguro, y le atacará con destacamentos de caballería probada o infantería, mezclados con soldados jóvenes y los que estén por debajo de la edad militar. Los veteranos refrescarán su experiencia y los demás se inspirarán, por el coraje, de las grandes ventajas que les ofrecen tales oportunidades. Deberán montar emboscadas con el mayor secreto, para sorprender el enemigo en el pasaje de ríos, en los escabrosos pasos de montañas, en desfiladeros en bosques y cuando esté entorpecido por cenagales o caminos difíciles. Deben regular su marcha para caer sobre ellos mientras comen o duermen, están desarmados y sus caballos sin aprestar. El general seguirá con tal clase de enfrentamientos hasta que sus soldados tengan la necesaria confianza en ellos mismos. Pues las tropas que nunca han entrado en acción o que llevan cierto tiempo sin hacerlo, suelen impresionarse grandemente a la vista de los heridos y moribundos y el miedo que perciben les dispone más a huir que a luchar.
Si el enemigo efectuara salidas o correrías, el general las atacará tras la fatiga de una larga marcha, cayendo sobre ellos por sorpresa, acosando su retaguardia. Debe destacar partidas para tratar de alcanzar por sorpresa los cuarteles establecidos a distancia del ejército enemigo para el almacenamiento de forrajes y provisiones. Tales medidas se acometerán en primer lugar, pues si fracasan no llevarán a malas consecuencias y si tienen éxito supondrán una gran ventaja. Un general prudente tratará de sembrar la discordia entre sus adversarios, pues no hay nación, aún débil, que pueda resultar completamente arruinada por sus enemigos a no ser que ella misma lo facilite con su desidia. En las discordias civiles los hombres están más interesados en la destrucción de sus enemigos particulares que en el cuidado de la seguridad pública.
Una máxima se ha de recordar en estos menesteres: que nadie debe desesperar de realizar lo que ya antes se llevó a cabo. Se puede decir que, durante muchos de los años anteriores, nuestras tropas ni siquiera han fortificado sus campamentos permanentes con trincheras, terraplenes o empalizadas. La respuesta es clara. Si se hubiesen tomado tales precauciones, nuestros ejércitos nunca habrían sufrido las sorpresas del enemigo, de día y de noche. Los persas, siguiendo el ejemplo de los antiguos romanos, rodeaban sus campamentos con fosos y, como la tierra de su país es normalmente arenosa, siempre llevaban consigo sacos vacíos para llenarlos con la arena sacada de los fosos y elevar con ellos un parapeto, apilándolos los unos sobre los otros. Todas las naciones bárbaras alinean sus carros alrededor de ellos, en círculo, un sistema que guarda cierta similitud con un campamento fortificado. Así, pasan las noches seguros contra las sorpresas.
¿Temeremos no poder aprender de otros lo que ellos antes aprendieron de nosotros?. En la actualidad, todo esto sólo se puede hallar en los libros aunque antiguamente se practicaba de continuo. Nadie se pregunta ahora sobre las costumbres que hace tanto fueron abandonadas, porque en medio de la paz la guerra es mirada como un asunto demasiado distante para tenerlo en consideración. Pero ejemplos pasados nos convencerán de que el restablecimiento de la antigua disciplina no es, en absoluto, imposible, aunque ahora se haya perdido del todo.
En tiempos antiguos, el arte de la guerra, a menudo olvidado y dejado, fue recuperado con frecuencia a partir de los libros y restablecido por la autoridad y atención de nuestros generales. Nuestros ejércitos en España, cuando Escipión el Africano tomó el mando, estaban deshechos y con frecuencia vencidos bajo los generales anteriores. Él pronto los reformó con una disciplina severa y les obligó a sobrellevar la mayor fatiga en todos los trabajos militares reprochándoles que, ya que no podían manchar sus manos con la sangre del enemigo, habrían de hacerlo con el barro de las trincheras. En resumen, con tales tropas, después de todo, tomó la ciudad de Numancia y la quemó hasta los cimientos con tal destrucción que no escapó ninguno de sus habitantes. En África, un ejército que bajo el mando de Albinus fue forzado a pasar bajo el yugo, fue puesto por Metello en tal orden y disciplina, según el modelo de los antiguos, que después vencieron a los mismos enemigos que los vejaron con tan ignominioso tratamiento. Los cimbrios derrotaron a las legiones de Caepio, Manilus y Silanus en la Galia, pero Mario reunió los pedazos dispersos y los disciplinó con tanta efectividad que destruyó una innumerable multitud de los Cimbrios, Teutones y Ambrones en una batalla campal. No obstante, es más fácil formar jóvenes soldados e inspirarles con ideales de honor que reanimar tropar que ya han sido derrotadas alguna vez.
XI – Disposiciones para el día de la batalla
Tras haber explicado los aspectos menos importantes del arte de la guerra, el orden de los asuntos militares nos lleva naturalmente a la batalla campal. Esta es una circunstancia llena de incertidumbre y funesta para reinos y naciones, pues de la resolución de una batalla depende enteramente la victoria. Este momento, por encima de los demás, precisa de todas las habilidades de un general y su buena conducción en tales ocasiones le ganará la mayor de las glorias, aunque sus peligros le expondrán al mayor riesgo y desgracia. Este es el instante en que su talento, habilidad y experiencia se mostrarán en toda su extensión.
Antiguamente, para que los soldados cargaran con mayor vigor, era costumbre suministrarles un refrigerio moderado antes del combate, para que su fortaleza se mantuviera durante un largo conflicto. Cuando el ejército va a marchar fuera del campamento o ciudad, en presencia del enemigo formado y listo para la acción, se han de observar grandes precauciones para que no sean atacados mientras desfilan por las puertas y que no sean hechos pedazos. Así pues, se han de tomar las medidas adecuadas para que todo el ejército pueda salir por las puertas y formar en orden de batalla antes de que se aproxime el enemigo. Si el enemigo está dispuesto antes de que hayáis dejado el lugar, deberéis retardar vuestra decisión de marchar en espera de otra oportunidad o disimularla al menos para que, cuando empiecen a insultaros suponiendo que no queréis comparecer y se desmanden para dedicarse al pillaje o para regresar, entonces salgáis y caigáis sobre ellos de improviso. Nunca se emplearán las tropas en una batalla campal inmediatamente después de una larga marcha, cuando los hombres están fatigados y los caballos cansados. La fuerza necesaria para el combate es gastada en la faena de la marcha. ¿Qué puede hacer un soldado que carga cuando está sin aliento?. Los antiguos evitaron cuidadosamente tal inconveniente, pero en los últimos tiempos algunos de nuestros generales romanos por ignorancia, para no decir más, perdieron sus ejércitos por olvidar imprudentemente tal precaución. No contenderán en igualdad de condiciones dos ejércitos: uno cansado y desgastado y el otro fresco y con todo su vigor.
XII – Investigar los sentimientos de las tropas
Es necesario conocer los sentimientos de los soldados el día de la batalla. Su confianza o miedos se descubren fácilmente por sus aspectos, sus palabras, sus acciones y sus movimientos. No se ha de confiar en la ansiedad de los jóvenes soldados por la batalla, pues ésta es deseada por aquellos que no la han conocido. Por otra parte, será malo arriesgar un combate si los soldados veteranos muestran poca inclinación a la lucha. Un general, sin embargo, puede animarles y subir el valor de sus tropas con arengas y exhortaciones apropiadas, especialmente si su descripción de la batalla próxima les lleva a la creencia en una fácil victoria. En este punto, puede persuadirles de la cobardía e inutilidad de sus enemigos y recordarles todas las ventajas que antes hubieran adquirido sobre ellos. Debe emplear cualquier argumento capaz de excitar los ánimos, elevar el odio y la indignación contra los adversarios en las mentes de los soldados.
Es natural que los hombres se vean afectados por el miedo al principio de un combate, pero hay, sin duda, algunos de más temerosa disposición que se inquietan a la menor visión del enemigo. Para disminuir tales aprehensiones antes de entrar en acción, llevaréis vuestro ejército frecuentemente, en orden de batalla y en situación secura, para que vuestros hombres se acostumbren a la visión y apariencia del enemigo. Cuando se ofrezca la oportunidad, se les hará caer sobre ellos y se tratará de ponerlos en huida o matarles algunos hombres. Así se acostumbrarán a ellos, sus armas y caballos. Y los sujetos con los que estamos familiarizados ya no serán capaces de inspirarnos terror.
XIII – Elección del campo de batalla
Los buenos generales saben bien que la victoria depende mucho de la naturaleza del campo de batalla. Cuando intentes, así pues, entablar combate, trata de tomar ventaja de tu situación. Los terrenos altos son tenidos por mejores. Las armas arrojadas desde la altura impactan con mayor fuerza; y la tropa que está sobre sus antagonistas los puede rechazar y derrotar con mayor impetuosidad, mientras que los que atacan cuesta arriba han de luchar con el terreno y con el enemigo. Hay, sin embargo, esta diferencia con respecto al lugar: Si dependes de la infantería contra la caballería enemiga, debes elegir un lugar montañoso, desigual y quebrado. Pero si, por el contrario, esperas que sea tu caballería la que actúe con ventaja contra la infantería enemiga, tu terreno debe ser más alto, pero llano y abierto, sin obstáculos de árboles o cenagales.
XIV – Orden de batalla
Al formar un ejército en orden de batalla, tres cosas se han de considerar: el sol, el polvo y el viento. El sol en vuestras caras deslumbra los ojos; si el viento está en vuestra contra, desviará y debilitará la fuerza de vuestras armas mientras ayudará a las del adversario; y el polvo dándoos de frente enturbiará los ojos de vuestros hombres y les cegará. Hasta los más incompetentes tratan de evitar tales inconvenientes en el momento de tomar sus disposiciones; pero un general prudente debe anticiparse a lo que pueda suceder; tomará las medidas necesarias para no ser incomodado en el transcurso del día por los movimientos del sol o por vientos contrarios que a veces se levantan a ciertas horas y pueden ser inconvenientes durante la acción. Nuestras tropas deben disponerse para tener estos elementos a sus espaldas, dando por el frente a sus enemigos.
Se llama Acies al ejército formado y frente a la parte se enfrenta al enemigo. En la batalla, si se sabe disponer la formación correcta, se vence y si la formación no es adecuada, por buenas que sean las tropas, se es derrotado. Se han de poner en primera línea a los soldados veteranos y más hábiles, llamados antiguamente principes. En la segunda, a los que están armados de corazas, lanzas, espículas y dardos, que se llamaban hastatos. Cada soldado ocupa tres pies de terreno; o sea, en una línea de mil pasos se forman mil seiscientos sesenta y seis infantes, teniendo bastante espacio para ellos y para mover sus armas. Entre fila y fila se dejan seis pies para que al luchar con la espada puedan avanzar y retroceder pues los dardos que se arrojan al correr o saltar le impulsan con más fuerza. En estas dos filas se forman los soldados de más edad, más expertos y con armadura pesada. Se mantienen firmes sin mandárseles avanzar o retroceder, para que mantengan el orden de la línea y rechacen al enemigo y le hagan huir. La tercera línea está compuesta de luchadores muy rápidos, arqueros jóvenes y lanzadores de jabalina, antes llamados ferentarios. La cuarta fila se compone de soldados muy ágiles armados con escudos, los arqueros más jóvenes y los que llevan verutis y mattiobarbulis, antes llamados plumbatas, conocidos por levis armaturas.
Al principio, las dos primeras filas se mantienen quietas y la tercera y la cuarta provocan al enemigo lanzándoles sus armas arrojadizas y flechas. Si el enemigo se da a la fuga, se les persigue con la caballería; si el enemigo les rechaza se retiran entre la primera y segunda línea. La primera y segunda filas, con las espadas y las pila, así pues, sostienen el combate.
A veces se formaba una quinta línea, con carroballesteros, manuballesteros, fustibalarios y honderos26. Los fustibalarios son los que lanzan piedras con el fustibalus, que es un palo de cuatro pies a cuya mitad se ata una honda de cuero y que, manejada con las dos manos, dispara las piedras como un onagro. Los honderos llevan la honda, hecha de lino o de cerda, que son las mejores, y lanzan el tiro con dándoles una vuelta sobre la cabeza. Los que no poseían escudo se ponían en esta fila y lanzaban piedras u otras armas arrojadizas con las manos.
En la sexta línea se colocaban los hombres aguerridos y diestros, armados con todas las armas, que los antiguos llamaban triarios. Para poder atacar al enemigo con más vigor, reposaban sentados tras las demás líneas. Si el resto de las líneas eran derrotadas, sólo quedaba la esperanza de los triarios.
XV – Distancias adecuadas de intervalos entre los soldados
Habiendo explicado la disposición general de las líneas, trataremos ahora de las distancias y dimensiones. Mil pasos comprende una sóla fila de mil seiscientos cincuenta y seis infantes, con tres pies por cada hombre. Seis filas formadas en la misma extensión de terreno necesitan nueve mil novecientos noventa y seis hombres. Para formar sólo tres filas con el mismo número se necesitan dos mil pasos, pero es mucho mejor incrementar el número de filas que hacer el frente demasiado extenso. Hemos antes observado que la distancia entre cada fila debe ser seis pies, y el siguiente de los cuales es ocupado por los hombres. Así, si formas un cuerpo de diez mil hombres en seis filas, ocuparán cuarenta y dos pies de profundidad y mil pasos de frente. Por este cálculo es fácil calcular la extensión de terreno necesaria para formar veinte o treinta mil hombres. Tampoco se puede equivocar un general cuando sabe, así, la cantidad de terreno precisa para cierto número dado de hombres.
Pero si el campo de batalla no tiene espacio suficiente o vuestras tropas son muy numerosas, podéis formarlas en nueve líneas o incluso más, pues es más ventajoso enfrentarse en orden cerrado que extender demasiado vuestra línea. Un ejército que se extiende por un frente demasiado grande y con poca profundidad, puede ser rápidamente penetrado por la primera oleada enemiga. Tras esto no hay remedio. Y por lo que hace al puesto de los distintos cuerpos en el ala derecha, izquierda o en el centro, es norma general formarlas de acuerdo con sus rangos respectivos o distribuirlos según las circunstancias o disposiciones del enemigo.
XVI – Disposición de la caballería
Una vez formada la infantería en línea, la caballería forma en las alas. La caballería pesada, o sea, los coraceros y tropas armadas con lanzas se unirán a la infantería. La caballería ligera, compuesta por los arqueros y los que no llevan corazas, se situarán a mayor distancia. Los caballos más pesados y mejores son para cubrir los flancos de la infantería y los ligeros se sitúan en el lugar arriba mencionado para rodear y desordenar las alas enemigas. Un general debe saber qué parte de su propia caballería es más adecuada para enfrentarse a cualquier escuadrón de infantería o caballería enemiga. Por ciertos motivos que no vienen al caso, algunas unidades concretas luchan mejor contra otras, y aquellas que han derrotado a enemigos superiores a menudo son derrotadas por una fuerza inferior.
Si vuestra caballería no es igual a la del enemigo, lo adecuado, según la antigua costumbre, es mezclarla con infantería armada a la ligera con pequeños escudos, llamados velites, y entrenarlos en esta clase de lucha. Guardando este sistema, aun cuando la flor de la caballería enemiga os ataque, nunca podrán copar esta disposición mixta. Éste era el único método de los antiguos generales para suplir los defectos de su caballería, y mezclaban los hombres entre la caballería, armados para que pudieran correr con escudos ligeros, espadas y jabalinas.
XVII – De las reservas
El método de tener cuerpos de reserva en la retaguardia del ejército, compuestos de infantería y caballería escogida, al mando de lugartenientes del general, condes y tribunos, es muy juicioso y de gran utilidad para vencer en la batalla. Algunos se deben situar en la retaguardia de las alas y algunos cerca del centro, para estar prestos a acudir inmediatamente en ayuda de cualquier parte de la línea que esté en dificultades, para evitar que sean penetrados, para reponer las bajas durante el combate y, por tanto, para sostener el valor de sus camaradas y detener la impetuosidad del enemigo. Esto fue una invención de los lacedemonios, en lo que fueron imitados por los cartagineses. Los romanos desde entonces lo observaron y no se ha podido encontrar mejor disposición.
La línea está pensada únicamente para rechazar o, si es posible, romper al enemigo. Si es necesario formar la cuña o la pinza, debe hacerse con las tropas sobrantes estacionadas en la retaguardia con tal propósito. Si se va a formar la sierra, también se hará con las reservas, pues si comenzáis a quitar hombres del frente los llevaréis a todos a la confusión. Si cualquier pelotón del enemigo cae sobre vuestro flanco o cualquier otra parte de vuestro ejército, y no tenéis tropas sobrantes para oponérseles o si pretendéis destacar caballería o infantería de vuestro frente para tal servicio, por tratar de defender una parte expondréis a la otra a un peligro mayor. En ejércitos no muy numerosos, es mucho mejor acortar el frente y tener reservas fuertes. En resumen, debéis tener una reserva de buena infantería, bien armada, cerca del centro para formar la cuña y penetrar así la línea enemiga; y también cuerpos de caballería armadas con lanzas y corazas, junto a infantería ligera, cerca de las alas, para rodear los flancos del enemigo.
XVIII – El lugar del general y del segundo y tercero al mando
El lugar del comandante en jefe está, generalmente, a la derecha, entre la caballería y la infantería. Desde este lugar puede dirigir mejor los movimientos de todo el ejército y mover las unidades con la mayor facilidad a donde lo considere necesario. Es también el sitio más conveniente para dar sus órdenes tanto a la caballería como a la infantería y para animarles por igual con su presencia. Es su obligación rodear el ala izquierda enemiga, que se le opone, con sus reservas de caballería e infantería ligera y atacarles por su flanco y retaguardia. El segundo al mando se sitúa en el centro de la infantería para enardecerles y darles apoyo. Una reserva de buena infantería, bien armada, está cercana a él y bajo sus órdenes. Con esta reserva puede tanto formar la cuña para penetrar la línea enemiga como, si ésta forma antes la cuña, disponer la pinza para recibirles. El puesto del tercero al mando está a la izquierda. Debe ser un oficial prudente e intrépido; esta parte del ejército es difícil de manejar e imperfecta por su ubicación en el frente. Así pues, ha de disponer una reserva de buena caballería y rápidos infantes que le permitan siempre extender su flanco izquierdo de tal manera que no pueda ser rodeado.
No se debe lanzar el grito de guerra hasta que hayan chocado ambos ejércitos, pues es señal de ignorancia y cobardía lanzarlo a distancia. Es mucho mayor el efecto sobre el enemigo cuando son alcanzados al mismo tiempo por el terror que produce el grito de guerra y las puntas de las armas.
Debéis tratar siempre de formar vuestro ejército antes que el enemigo, pues así podréis tomar vuestras propias disposiciones sin obstrucción. Esto incrementará el valor de vuestras propias tropas e intimidará a las de vuestro adversario. Pues la superioridad en el valor parece estar implícita en aquel ejército que ofrece batalla, mientras que las fuerzas que ven atacar primero al enemigo se vuelven temerosas. Os habréis de asegurar de otra gran ventaja, que es marchar en orden y caer sobre ellos mientras están formando y aún en confusión. Parte de la victoria consiste en poner desorden en el enemigo antes de enfrentaros a él.
XIX – Cómo resistir a los ataques enemigos
Un general capaz nunca pierde una oportunidad favorable de sorprender al enemigo, sea cuando está cansado por la marcha, dividido al cruzar un río, entorpecido por cenagales, estrechado por desfiladeros de montaña, dispersos sobre el terreno al creerse seguros o durmiendo en sus cuarteles. En todos estos casos, los adversarios resultan sorprendidos y destruidos antes de que tengan tiempo de ponerse en guardia. Pero si son demasiado precavidos como para ofreceros la oportunidad de sorprenderlos, estaréis obligados entonces a enfrentaros en campo abierto y en igualdad. Ahora esto es ajeno al asunto que nos ocupa. Sin embargo, la habilidad militar es tan necesaria en las batallas campales como en la guerra mediante subterfugios y estratagemas.
Nuestro primer cuidado es asegurar que el enemigo no rodee el ala izquierda o derecha, aunque esto sucede menos, para que no lo rodee ni lo ataque de flanco o por la retaguardia con unidades volantes llamadas drungos, una desgracia que a veces sucede. Sólo hay un remedio para esto: rotar hacia atrás vuestro flanco. Con esta maniobra, vuestros soldados darán frente al enemigo y protegerán la espalda de sus camaradas. Y vuestros mejores hombres se han de colocar en los ángulos de los flancos, pues contra tal lugar hace el enemigo sus mayores esfuerzos.
Hay también un método para resistir la cuña, cuando la forme el enemigo. La cuña es una disposición de un cuerpo de infantería que se ensancha gradualmente hacia atrás en la base y termina en punta hacia el frente. Penetra la línea enemiga con una multitud de armas arrojadizas lanzadas hacia el mismo punto. Los soldados la llaman caput porcinum27. Para oponerse a esta maniobra, se ha inventado otra llamada la pinza, que semeja la letra V, compuesta de un cuerpo de hombres en orden cerrado. Recibe la cuña, la encierra por ambos lados y así evita que el frente propio sea penetrado.
La sierra es otra disposición, formada por soldados decididos, que se envía a reparar una línea rota y desordenada por el enemigo. El pelotón, o globus, es un cuerpo de hombres separados del frente para rondar por ambos flancos y atacar al enemigo cuando encuentren la ocasión. Contra éste, hay que destacar un globus más numeroso y fuerte.
Por encima de todo, un general nunca debe intentar alterar sus formaciones o deshacer su orden de batalla durante el combate, pues tal alteración producirá desorden y confusión de inmediato y el enemigo no dejará de aprovecharse de ello.
XX – Cómo dar batalla y ganar con menos soldados y menos fuertes
Un ejército puede adoptar siete formaciones distintas para la batalla: La primera formación es un rectángulo de amplio frente, de uso común tanto en tiempos antiguos como modernos, aunque no se la considera como la mejor por varios expertos, pues no siempre se puede encontrar un terreno lo bastante llano para adoptarlo y si se produce cualquier irregularidad o hueco en la línea resulta a menudo penetrado por tal parte. Además, un enemigo superior en número puede rodear su ala derecha o izquierda, la consecuencia de lo cual es muy peligrosa a menos que tengáis un cuerpo de reserva listo para avanzar y sostener su ataque. Un general debe emplear esta disposición sólo cuando sus fuerzas sean mejores y más numerosas que las del enemigo, estando por lo tanto en su voluntad atacar tanto los flancos y rodearlos por cada lado.
La segunda y mejor disposición es la oblicua. Aunque vuestro ejército no tenga muchas fuerzas, si se las sitúa bien y con ventaja, esta disposición puede permitiros obtener la victoria, no obstante el número y valor del enemigo. Es como sigue: Conforme los ejércitos marchan para el ataque, vuestra ala izquierda se debe mantener retrasada a cierta distancia de la derecha enemiga para quedar fuera del alcance de sus dardos y flechas. Vuestra ala derecha avanzará oblicuamente sobre la izquierda enemiga y comenzará el combate. Y debéis tratar, con vuestra mejor caballería e infantería, de rodear el ala con la que lucháis, hacerla huir y caer sobre el enemigo por la retaguardia. Una vez que huyen, si el ataque es adecuadamente secundado, sin duda obtendréis la victoria mientras vuestro flanco izquierdo, que seguirá a distancia, permanecerá indemne. Un ejército formado de tal manera, guarda cierta semejanza con la letra A o una escuadra de albañil. Si el enemigo se os adelanta a esta maniobra, se recurrirá a la caballería e infantería situadas en reserva, a retaguardia, como ya dije. Debe ordenárseles apoyar vuestro flanco izquierdo. Esto os permitirá oponer una vigorosa resistencia contra el artificio del enemigo.
La tercera formación es como la segunda, pero no tan buena, pues os obliga a comenzar el ataque con vuestra ala izquierda sobre la derecha enemiga. Los esfuerzos de los soldados de la izquierda son más débiles e imperfectos por su situación expuesta y difícil en la línea. Expondré esta formación con más claridad. Aunque vuestra ala izquierda pueda ser mucho mejor que la derecha, debe ser todavía reforzada son alguna de la mejor caballería e infantería y ordenársele comenzar el combate con la derecha enemiga para desordenarla y rodearla tan rápidamente como se pueda. Y la otra parte de vuestro ejército, compuesta por tropas peores, debe quedar a tal distancia de la izquierda enemiga que no pueda ser herida por sus dardos o en peligro de ser atacada cuerpo a cuerpo. En esta formación oblicua, se ha de poner cuidado de que la línea no sea penetrada por las cuñas del enemigo y sólo se debe emplear cuando el ala derecha enemiga es débil y vuestra mayor fortaleza resida en el ala izquierda.
La cuarta formación es ésta: Conforme vuestro ejército está marchando para atacar en orden de batalla y llegáis a cuatrocientos o quinientos pasos del enemigo, debéis ordenar de repente a vuestras alas que aceleren el paso y avancen con rapidez. Cuando se vean atacados por ambas alas al mismo tiempo, la sorpresa les desconcertará tanto que os dará una fácil victoria. Pero aunque este método, si vuestras fuerzas son expertas y resolutivas, puede destruir en seguida al enemigo, es todavía peligrosa. El general que la intenta está obligado a abandonar y exponer su centro y a dividir su ejército en tres partes. Si el enemigo no es obligado a huir con la primera carga, tendrá una clara oportunidad de atacar las alas que están separadas entre sí y el centro, que no tendrá ayuda.
La quinta formación es parecida a la cuarta pero con este añadido: La infantería ligera y los arqueros se forman delante del centro para cubrirlos de los intentos del enemigo. Con esta precaución el general puede seguir con seguridad el método arriba mencionado y atacar la izquierda enemiga con su ala derecha y su izquierda con el flanco derecho. Si les hace huir, obtiene una victoria inmediata y si fracasa su centro no queda en peligro, estando protegido por la infantería ligera y los arqueros.
La sexta formación es muy buena y casi tanto como la segunda. Se emplea cuando el general no puede confiar en el número o valor de sus tropas. Si se hace con juicio, no obstante su inferioridad, tiene a menudo una buena ocasión para vencer. Conforme vuestra línea se aproxima al enemigo, avanzaréis vuestra ala derecha contra su izquierda y comenzaréis el ataque con vuestra mejor caballería e infantería. Al mismo tiempo mantendréis el resto del ejército a gran distancia de la derecha enemiga, extendida en una línea recta como una jabalina. Así, si podéis rodear su izquierda y atacarles de flanco y por la retaguardia, inevitablemente les derrotaréis. Es imposible para el enemigo retirar refuerzos de su derecha o de su centro para sostener a su izquierda en esta emergencia, pues la parte restante de vuestro ejército está extendida y a gran distancia de ellos, con forma de letra l. Es una formación empleada a menudo en combates sobre la marcha.
La séptima formación obtiene su ventaja de la naturaleza del terreno y os permitirá enfrentar un enemigo con un ejército inferior tanto en número como en fortaleza, apoyado uno de vuestros flancos en una altura, el mar, un río, un lago, una ciudad, un pantano o terreno quebrado inaccesible al enemigo. El resto del ejército debe formarse, como siempre, en una línea recta y el flanco no asegurado debe estar protegido por vuestras tropas ligeras y toda vuestra caballería. Defendido suficientemente por un lado por la naturaleza del terreno y por el otro por el doble apoyo de la caballería, podréis aventuraros al combate con seguridad.
Se debe observar una regla general y excelente. Si tratáis de combatir sólo son vuestra ala derecha, ésta debe estar compuesta por vuestras mejores tropas. E igual vale para la izquierda. O si tratáis de penetrar la línea enemiga, las cuñas que forméis con éste propósito delante de vuestro centro han de estar compuestas por los soldados más disciplinados. La victoria, en general, es obtenida por un pequeño número de hombres. Así pues, la sabiduría de un general se muestra solamente con la disposición y elección de tales hombres, como los más adecuados con la razón de su empleo.
XXI – La huida del enemigo no debe ser impedida, sino facilitada
Los generales poco avezados en la guerra creen una victoria incompleta a menos que el enemigo esté tan encerrado en su terreno o tan rodeado por el número que no tenga posibilidad de escapar. Pero en tal situación, donde no queda esperanza, el propio miedo armará al enemigo y la desesperación le inspirará valor. Cuando los hombres se encuentran inevitablemente perdidos, resuelven morir con sus camaradas y con las armas en las manos. La máxima de Escipión, que se debe tender un puente de oro al enemigo que huye28, debe ser muy encarecida. Pues cuando tienen una vía de escape no piensan en otra cosa más que en salvarse huyendo y la confusión se generaliza, haciéndose gran carnicería de ellos. Los perseguidores no estarán en peligro al desprenderse los vencidos de sus armas para huir mejor. En tal caso, cuanto mayor sea el número del ejército que huye, mayor será la matanza. La cantidad no tiene importancia cuando las tropas han caído en la desmoralización y están igualmente aterrorizadas por la visión del enemigo y la de sus armas. Por el contrario, los hombres encerrados, por débiles que estén o pocos que sean, se vuelven un problema para su enemigo al entender que no tienen más recurso que la desesperación. Así, según la máxima de Virgilio, “La seguridad del vencido es la esperanza de no haberla”.
XXII – Modos de rehusar batalla, si no conviene
Habiendo repasado algunos de los particulares referidos a las batallas campales, queda ahora explicar la manera de retirarse en presencia del enemigo. Ésta es una operación que, a juicio de hombres de gran capacidad y experiencia, ha de atenderse con gran cuidado. Un general verdaderamente desmoraliza a sus propias tropas y anima a sus enemigos si retira sus fuerzas del campo de batalla sin luchar. Pero si esto debe hacerse algunas veces, será adecuado considerar cómo ejecutarlo con seguridad.
En primer lugar, vuestros hombres no han de pensar que os retiráis o que rehusáis el combate, sino creer que vuestra retirada es un engaño para tender una emboscada al enemigo, o para llevarle a una posición ventajosa donde podáis derrotarle más fácilmente si os sigue. Las tropas que perciben que su general no confía en el éxito están prontas a huir. Debéis ser cuidadoso para que el enemigo no descubra que os retiráis y caiga sobre vosotros. Para evitar este peligro, la caballería se sitúa delante de la infantería para encubrir sus movimientos y retrasar los del enemigo. Las primeras divisiones se retiran en primer lugar, las otras les siguen por turnos. La última mantiene el terreno hasta que el resto se ha marchado y después rompen filas y se juntan con ellos pausada y regularmente. Algunos generales han juzgado mejor ejecutar su retirada durante la noche, tras reconocer sus rutas, y así ganar tanto terreno al enemigo que, al no descubrir éste su retirada hasta el romper del día, no les puede seguir de cerca. La infantería ligera, además, se envía por delante para ocupar las alturas bajo las que el ejército se retirará con seguridad; y el enemigo, en el caso de que nos persiga, estará expuesto a la infantería ligera, dueños de las alturas y secundada por la caballería.
Una huida repentina y poco meditada expone a un ejército al mayor riesgo posible, como caer en emboscadas a manos de tropas dispuestas para ello. Pues la temeridad de un ejército se incrementa y su precaución disminuye al perseguir a un enemigo que huye; ésta es la oportunidad más favorable para tales artimañas. Cuanto mayor sea la seguridad sentida, mayor será el peligro. Las tropas, cuando no están dispuestas, cuando están comiendo, cansadas tras una marcha, cuando sus caballos están pastando y, en resumen, cuando se creen más seguros, pueden sufrir más fácilmente una sorpresa. Todos los peligros de esta clase deben ser cuidadosamente evitados y todas las oportunidades de destrozar al enemigo con tales métodos, aprovechadas. Ni el número ni el valor sirven en tales infortunios.
Un general que ha sido derrotado en una batalla campal, aunque la habilidad y la conducta tengan la mayor parte de la importancia, puede en su defensa apelar a la mala fortuna. Pero si ha sido sorprendido, o conducido a tales trampas por el enemigo, no tiene excusa alguna, pues debía haber tomado las prevenciones adecuadas o haber usado espías de cuyos informes pudiera fiarse.
Cuando el enemigo persigue a un adversario que se retira, se suele emplear el siguiente truco: Se ordena a un pequeño cuerpo de caballería que le persiga al descubierto. Al mismo tiempo, se manda secretamente un destacamento más fuerte por otra ruta para ocultarse en el camino. Cuando la caballería ha alcanzado al enemigo, lanza ataques de distracción y se retira. El enemigo, creyendo que el peligro ha pasado y que ha escapado de la trampa, descuida su orden y marcha sin regularidad. Entonces, el destacamento enviado a interceptarle, aprovechando la oportunidad, cae sobre ellos de improviso y les destruye con facilidad.
Muchos generales, al verse obligados a retirarse por bosques, envían por delante partidas para tomar los desfiladeros y pasos difíciles, para evitar emboscadas y bloquear los caminos con barricadas de árboles cortados para impedir ser perseguidos y atacados por la retaguardia. En resumen, ambas partes tienen posibilidades de tender emboscadas al adversario durante su marcha. El ejército que se retira deja tropas tras él con tal propósito, situadas en valles convenientes o montañas cubiertas de bosques; y si el enemigo cae en la trampa, vuelve de inmediato en su ayuda. El ejército que persigue destaca varios grupos de infantería ligera para ir por delante y, por otros caminos, interceptar al enemigo quien así se ve sorprendido y atacado tanto al frente como a la retaguardia. El ejército que huye puede volverse y caer sobre el enemigo mientras duerme por la noche. Y el ejército perseguidor puede, aunque la distancia sea grande, sorprender a su adversario con marchas forzadas. El primero intento puede darse al cruzar un río, para destruir a la parte del ejército enemigo que ya ha cruzado. Los perseguidores pueden apresurar su marcha para caer sobre las unidades del enemigo que aún no hayan cruzado.
XXIII – Camellos y caballería pesada29
No pocas naciones entre las antiguas llevaron en formación camellos, y los urcilianos en África o los demás maziques hoy los llevan. Con todo se recuerda que esa raza de animales, apta para las arenas y para soportar la sed, encuentra incluso los caminos confundidos por el viento entre el polvo y sin errores. Por lo demás, excepto por su novedad, si no se está acostumbrado a verlos, son ineficaces para la guerra. Los catafracti30, a salvo de las heridas por las protecciones que llevan, pero fáciles de capturar y expuestos frecuentemente a las emboscadas por causa de la impedimenta y del peso de las armas, mejores en la lucha contra la infantería dispersa que contra la caballería, sin embargo rompen la formación de los enemigos, o puestos delante de las legiones o mezclados con los legionarios, cuando se lucha de cerca, esto es mano a mano.
XXIV – Defensa contra carros con guadañas y elefantes
Los carros armados de guadañas fueron empleados en la guerra por Antíoco y Mitrídates y aterrorizaron al principio a los romanos, pero después éstos los tomaron a broma. Como un carro de este tipo no siempre encuentra un terreno llano y nivelado, la menor obstrucción los detiene. Y si uno de los caballos resulta herido o muerto, cae en manos enemigas. Los soldados romanos los volvieron inútiles por medio de la siguiente contramedida: en el momento de empezar el combate, esparcían por el campo de batalla abrojos, y los caballos que tiraban de los carros, corriendo a toda velocidad sobre ellos, resultaban infaliblemente heridos. Un abrojo es una máquina compuesta por cuatro pinchos dispuestos de manera que, al ser arrojados, descansaban sobre tres de ellos y presentaba el cuarto hacia arriba.
Los elefantes, por su gran tamaño, horrible bramido y la novedad de su forma, resultaron al principio muy terribles contra los romanos en Lucania, llevados por Pirro. Y después Aníbal los llevó con él a la batalla en África. Antíoco en el oriente y Yugurta en Numidia tenían gran número de ellos. Muchos artificios se han usado contra ellos. En Lucania, un centurión cortó la trompa de uno con su espada. Dos soldados armados de pies a cabeza en un carro tirado por dos caballos, también cubiertos por armadura, atacaron tales bestias con lanzas de gran longitud31. Habían cubierto, con sus armaduras, de los arqueros de los elefantes y evitaron la furia de los animales por la agilidad de sus caballos. Soldados de infantería, con armaduras completas y largos pinchos de hierro fijados a sus brazos, hombros y escudos para precaverse de la trompa de los elefantes, se emplearon también contra ellos.
Pero fueron los vélites, entre los antiguos, quienes generalmente se enfrentaban a ellos. Eran soldados jóvenes, armados ligeramente, rápidos y muy expertos en arrojar sus armas desde las ancas de los caballos. Tales tropas se mantenían rondando los elefantes contínuamente y matándoles con lanzas largas y jabalinas. Después, los soldados, al disminuir la aprehensión, les atacaban en el cuerpo y, arrojando juntos sus jabalinas, les destruían por la multitud de heridas. Honderos con piedras redondas, disparadas con hondas y fustibalis, mataban tanto a los hombres que los guiaban como a los soldados que luchaban desde las torres sitas en sus espaldas. La experiencia mostró que éste era el mejor y más seguro sistema. Otras veces, al aproximarse tales bestias, los soldados abrían sus filas y les dejaban pasar a través de ellas. Cuando estaban en medio de las tropas, que les rodeaban por todas partes, eran capturados con sus guardias indemnes.
Grandes balistas, sobre carros tirados por dos caballos o mulas, se colocaban a retaguardia del frente, de modo que cuando los elefantes se ponían a tiro podían ser traspasados con dardos. La balista debía ser más grande, y las cabezas de los dardos más fuertes y anchas de lo normal, para que los dardos alcanzaran más lejos, con más fuerza y que las heridas fueran proporcionales al tamaño de las bestias. Era necesario describir tales métodos para enfrentarse a los elefantes, para que sea conocido si se da la ocasión de tener que enfrentarse a tan prodigiosos animales.
XXV – Recursos en caso de derrota
Si mientras una parte de vuestro ejército vence, la otra es derrotada, no debéis desesperar pues aún en tal extremo la constancia y resolución de un general pueden lograr una victoria completa. Hay muchos ejemplos en que la parte que no desesperó consiguió vencer. Donde las pérdidas y ganancias son más o menos iguales, venció quien luchó contra sus desventajas con mayor resolución. Habéis de ser, pues, el primero en tomar el botín de los muertos y lanzar gritos de victoria. Tales signos de confianza desmoralizan al enemigo y redoblan el valor de los vuestros.
No obstante, aún en caso de una completa derrota, se han de intentar todos los remedios, pues muchos generales han sido lo bastante afortunados como para reparar tal pérdida. Un oficial prudente nunca arriesgará una batalla campal sin tomar aquellas precauciones que le prevengan contra pérdidas considerables en caso de derrota, pues la incertidumbre de la guerra y la naturaleza de las cosas pueden hacer tal desgracia inevitable. La proximidad de una montaña, un puesto fortificado en la retaguardia o una resistencia decidida a cargo de un buen cuerpo de tropas que cubran la retirada pueden significar la salvación del ejército.
Un ejército, tras ser derrotado, a veces se ha recuperado, vuelto sobre el enemigo y lo ha derrotado persiguiéndolo con orden y destruyéndolo sin dificultad. No pueden estar los hombres en mayor peligro que cuando, en medio de la alegría de la victoria, su exultación se ha convertido de repente en terror. Como quiera que suceda, los restos del ejército han de ser inmediatamente reagrupados, reanimados por exhortaciones convenientes y provistos con nuevas remesas de armas. Se han de hacer inmediatamente nuevas reclutas y proveer nuevos reemplazos. Y es de la mayor conveniencia aprovechar toda oportunidad de sorprender a los enemigos victoriosos, llevarles a trampas y emboscadas para, de esta manera, recuperar los ánimos decaídos de vuestros hombres. No han de ser difíciles de hallar tales oportunidades, pues está en la naturaleza humana el actuar con poca precaución y regocijo en la prosperidad. Si alguno cree que no queda recurso alguno tras la pérdida de una batalla, que reflexione sobre lo ocurrido en casos similares y verá que los que resultaron victoriosos al final fueron, a menudo, los que al principio parecían perdedores.
XXVI – Máximas generales de la guerra
Es la naturaleza de la guerra que lo que os resulta beneficioso va en desventaja del enemigo y que, lo que a él sirve, a vosotros os daña. Es, pues, una máxima, no nacer nunca, u omitir hacer, algo que le sirva sino atender siempre a vuestro propio interés. Os perjudicaréis si hacéis lo mismo que él hace en su propio beneficio. Por el mismo motivo, será malo para él imitaros en lo que ejecutáis en vuestro provecho.
Cuanto más acostumbradas estén vuestras tropas a las guardias del campamento en lugares de frontera y cuanto más disciplinadas sean, a menos riesgos estarán expuestas en el campo de batalla.
Los hombres han de estar suficientemente entrenados antes de llevarlos frente al enemigo.
Es mucho mejor derrotar al enemigo por hambre, sorpresa o terror que en batallas campales pues, en última instancia, la fortuna ha tenido a menudo más cuenta que el valor. Tales empeños resultan mejores cuando el enemigo los ignora completamente hasta el instante en que se ejecutan. En la guerra, se depende más a menudo de la casualidad que del valor.
Es de mucha utilidad atraerse a los soldados enemigos y estimularles cuando son sinceros en su rendición, pues un adversario resulta más debilitado por la deserción que por la muerte.
Es mejor tener varios cuerpos en reserva que extender demasiado vuestro frente.
Un general no será fácilmente derrotado si tiene una idea clara de sus fuerzas y de las del enemigo.
El valor es superior al número.
A menudo, vale más la elección del terreno que el valor.
Pocos hombres nacen valerosos; muchos lo son por la fuerza de la disciplina.
Un ejército se fortalece con el trabajo y se debilita con la inacción.
No se han de conducir al combate las tropas sin confianza en la victoria.
Lo novedoso y la sorpresa llevan al enemigo al temor, pero lo conocido no le afecta.
Quienes persiguen desordenadamente a un enemigo que huye, parece rehusar la victoria que antes había ganado.
Un ejército sin suministros de grano y otras provisiones necesarias será vencido sin lucha.
Un general cuyas tropas sean superiores tanto en número como en valor, luchará en formación de rectángulo oblongo, que es la primera formación.
Quien se juzgue inferior debe avanzar su ala derecha oblicuamente contra la izquierda enemiga. Ésta es la segunda formación.
Si vuestra ala izquierda es más fuerte, debéis atacar la derecha enemiga conforme a la tercera formación.
El general que pueda confiar en la disciplina de sus hombres debe empezar el combate atacando enseguida los flancos enemigos; ésta es la cuarta formación.
El que tenga buenas tropas de infantería ligera, la formará delante de su centro y cargará sobre los flancos enemigos enseguida. Ésta es la quinta formación
Quien no pueda fiar en el valor o número de sus tropas, si está obligado a combatir, debe empezar la lucha con su ala derecha y tratar de romper la izquierda enemiga; el resto del ejército permanecerá formada en una línea perpendicular al frente y extendido hacia la retaguardia, como una jabalina. Esta es la sexta formación.
Si vuestras fuerzas son pocas y débiles en comparación con el enemigo, debéis usar la séptima formación y cubrir uno de vuestros flancos por una altura, una ciudad, el mar, un río o alguna protección de tal índole.
Un general que tiene buena caballería debe elegir el terreno adecuado a ella y emplearla principalmente en el combate.
Quien tenga una buena infantería debe escoger la situación más adecuada a ella para servirse de todas sus ventajas.
Si en el campamento se introduce algún espía, ordenad a todos vuestros soldados que se introduzcan en sus tiendas y lo aprehenderéis de inmediato.
Si veis que el enemigo conoce vuestros planes, cambiadlos inmediatamente.
Consultad con muchos las medidas que se hayan de tomar, pero comunicad a pocos los planes que queréis ejecutar y que éstos sean de la mayor fidelidad o, aún mejor, no lo digáis a nadie.
El castigo y el miedo son necesarios para mantener el orden de los soldados en el cuartel; pero en el campo de batalla se les estimula más con la esperanza y la recompensa.
Los buenos oficiales nunca combaten en batallas campales a menos que se les presente una oportunidad o les obligue la necesidad.
Derrotar al enemigo por hambre antes que por la espada es una muestra de habilidad excelente.
Muchas normas se pueden dar respecto a la caballería. Pero, pues que esta arma ha crecido en perfección desde los antiguos escritos y se han hecho considerables mejoras en sus formaciones y maniobras, en sus armas y en la calidad y manejo de sus caballos, nada se puede obtener de sus escritos. Nunca disciplina actual es bastante.
El orden de combate debe ser cuidadosamente ocultado al enemigo, para que no pueda precaverse contra aquel y tomar sus propias medidas.
Este compendio de los más eminentes escritores militares, Invencible Emperador, contiene las máximas e instrucciones que nos han dejado los autores antiguos, probados en varias épocas y confirmados en repetidas experiencias. Los persas admiran vuestra habilidad como arquero, los hunos y alanos tratan en vano de imitar vuestra destreza como jinete, los sarracenos e indios no pueden igualar vuestra rapidez en la carrera, y aún los maestros de armas tratan de aprehender alguna parte de vuestra sabiduría y experiencia, de las que habéis dado tantos ejemplos con Vuestra propia actividad. ¡Qué glorioso, así pues, resulta Vuestra Majestad, con tantas virtudes unidas al conocimiento del arte de la guerra y de la conquista, y que maravilla al Imperio con su conducta y valor tanto ejecutando los deberes del soldado como los del general!.