Historias
Polibio de Megalópolis
Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.
Historias
Tomo I (Libros 1 a 4)
Exordio del autor — Libro 1 — Libro 2 — Libro 3 — Libro 4
Tomo II (Libros 5 a 14)
Tomo III (Libros 15 a 40)
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Libro tercero
Capítulo primero
Panorama de toda la obra y distribución de materias que se han de tratar en adelante.
Dijimos en el libro primero de toda la obra, y tercero respecto de éste, que iniciaríamos nuestra historia por la guerra social, la de Aníbal y la de la Cæle-Siria. Allí también expusimos las causas porque, recorriendo los tiempos anteriores, escribiríamos los dos libros precedentes. Ahora trataremos de referir con claridad estas guerras, las causas de que se originaron y los motivos porque se hicieron tan memorables. Pero antes diremos algo sobre el propósito de la obra.
El único objeto de todo lo que nos hemos propuesto escribir es hacer ver el cómo, cuándo y por qué causa todas las partes del mundo conocido fueron sometidas al poder de los romanos; y como este suceso tiene principio conocido, tiempo determinado y conclusión evidente, tuvimos a bien poner a la vista como en bosquejo aquellos principales hechos que mediaron entre su fin y principio. Nada en mi concepto es más capaz de dar al lector una justa idea de todo el propósito. Porque como muchas veces el ánimo por el todo viene en conocimiento de los particulares, y al contrario, por los particulares muchas a la cierta ciencia del todo; nosotros, que reputamos por el mejor método de enseñar y explicar el que proviene de ambos, daremos consiguientemente a lo dicho un prospecto de nuestra historia. La idea general del argumento y términos en que está prescrito ya la hemos declarado.
Los hechos particulares tienen su origen en las guerras que hemos mencionado; su conclusión y éxito en la ruina del reino de Macedonia; el tiempo que ha mediado entre su principio y fin, cincuenta y tres años; en los cuales se contienen tales y tan sobresalientes acciones, cuales ninguna edad anterior comprendió en igual intervalo. La narra ción de éstas, empezando desde la olimpíada ciento cuarenta, es como se sigue.
Luego que hayamos demostrado las causas por qué se suscitó la guerra llamada anibálica entre cartagineses y romanos, expondremos cómo aquellos, invadida Italia y arruinado su poder, pusieron en el mayor apuro a las personas y patria de éstos, y llegaron concebir la magnífica y extraordinaria esperanza de hacerse dueños, por asalto de la misma Roma. Trataremos después de explicar cómo por aquel mismo tiempo Filipo, rey de Macedonia, finalizada la guerra con los etolios y sosegados los disturbios de la Grecia, empezó a unir sus miras con los cartagineses; cómo Antíoco y Ptolomeo Filopator disputaron entre sí y vinieron al cabo a tomar las armas por la Cæle-Siria, cómo los rodios y prusias declararon la guerra a los bizantinos, y les obligaron a levantar el tributo que exigían de los que navegaban al Ponto. Aquí nos detendremos y examinaremos la política de los romanos, para hacer ver al mismo tiempo que contribuyó muchísimo lo peculiar de su gobierno a recobrar no sólo el mando de la Italia y de la Sicilia y añadir a su imperio la España y la Galia, sino también a sojuzgar finalmente a los cartagineses y pensar en la conquista del universo. Al mismo tiempo daremos cuenta por una breve digresión de la ruina del reino de Hierón Siracusano. Añadiremos después los alborotos de Egipto, y de qué modo, muerto el rey Ptolomeo, Antíoco y Filipo, conspiraron sobre la división del reino, dejando a su hijo, y atacaron con engaño y violencia éste el Egipto y la Caria y aquel la Cæle-Siria y la Fenicia.
A esto seguirá un resumen de las acciones de romanos y cartagineses en la España, África y Sicilia, de donde nos trasladaremos con la narración a los pueblos de la Grecia y a las alteraciones que sobrevinieron en sus intereses. Referiremos las batallas navales de Atalo y los romanos contra Filipo, como también la guerra que hubo entre este príncipe y los romanos, por qué motivos y cuál su éxito. Uniremos a esto sus resultas, y haremos mención de aquel despecho que condujo a los etolios a llamar del Asia a Antíoco, y encender la guerra entre aqueos y romanos. Manifestaremos las causas de esta guerra, y el paso de Antíoco por Europa. Expondremos primero cómo huyó de la Grecia; después cómo fue derrotado y tuvo que abandonar el país de parte de acá del monte Tauro; y finalmente, cómo los romanos, castigada la audacia de los gálatas, se apoderaron del imperio del Asia sin disputa, y libraron a los habitantes del Asia citerior de los sobresaltos e injurias de estos bárbaros. Expondremos después los infortunios de los etolios cefallenios, y emprenderemos las guerras que Eumenes sostuvo contra Prusias y los gálatas, así como la que este príncipe y Ariarato hicieron contra Farnaces. Después de haber apuntado la concordia y gobierno del Peloponeso y el auge de la república de los rodios, haremos una recapitulación de todo el discurso y de las acciones, sin omitir la expedición de Antíoco Epifanes contra el Egipto, la guerra de Perseo y ruina del imperio de Macedonia. Todos estos hechos nos manifestarán por menor la conducta con que se manejaron los romanos para llegar a sojuzgar toda la tierra.
Si los sucesos prósperos o adversos bastasen para formar juicio de lo laudable o vituperable de los hombres y de los Estados, convendría sin duda que finalizásemos el discurso y concluyésemos nuestra historia en las últimas acciones que acabamos de apuntar. Puesto que, según nuestro primer propósito, se completa aquí el tiempo de los cincuenta y tres años llega a su apogeo el auge y extensión del Imperio Romano, y todo el mundo se vio forzado a confesar que no había más que obedecer a Roma y someterse a sus leyes. Pero como el mero éxito de las batallas no es capaz de dar una justa idea de los vencedores ni vencidos, porque a muchos las mayores prosperidades manejadas sin cordura acarrearon tamaños infortunios, y a no pocos las más horribles adversidades soportadas con constancia se les convirtieron muchas veces en ventajas, tuvimos a bien añadir a lo dicho cuál haya sido la conducta de los vencedores después de la victoria, y cómo hayan gobernado el universo, qué aceptación y crédito hayan merecido de los pueblos, y cuáles y cuán diversos juicios se hayan formado de los que manejaban los negocios; qué inclinaciones y afectos prevalecieron y reinaron en el gobierno privado de cada uno, y en general de la república. Por aquí conocerá el siglo presente si es de desechar o adoptar la dominación romana, y los siglos venideros juzgarán si era digna de elogio y emulación, o de infamia y vituperio. En esto consistía principalmente la utilidad de nuestra historia, tanto para ahora como para el futuro. Pues yo no creo que ni los comandantes de ejército ni los que juzgan de sus acciones, se propongan por último fin las victorias y las conquistas. Ningún hombre de entendimiento emprende una guerra por el solo fin de triunfar de sus contrarios, ni surca los mares sólo por pasar de una parte a otra, ni aprende las ciencias y artes únicamente por saberlas. Todos se mueven en sus operaciones, o por el placer, o por la gloria, o por la utilidad que en ellas encuentran. Por lo cual la mayor perfección de esta obra estará en dar a conocer cuál era el estado de cada pueblo después de la conquista y sujeción del universo al poder romano, hasta que se volvieron a suscitar nuevas alteraciones y alborotos. La importancia de los hechos y lo extraordinario de los sucesos me han precisado a describir estas conmociones dándolas origen muy diverso. Pero la principal razón es haber sido no sólo testigo ocular de las más de las acciones, sino haber coadyuvado a la ejecución de unas y haber sido autor principal de otras.
Durante esta conmoción fue cuando los romanos llevaron la guerra contra los celtíberos y vacceos los cartagineses contra Massanisa, rey de África, y Atalo y Prusias disputaron entre sí sobre el Asia. En este tiempo Ariarates, rey de Capadocia, destronado por Orofernes con la ayuda de Demetrio, recobró por sí mismo el reino paterno; Demetrio, hijo de Seleuco, después de haber reinado en Siria doce años, perdió la vida y el reino por conspiración de otros reyes; los griegos, acusados de haber sido autores de la guerra de Perseo, y absueltos del crimen que se les imputaba, fueron restituidos a su patria por los romanos. Poco tiempo después estos mismos atacaron a los cartagineses, al principio por desalojarlos, y después con ánimo de arruinarlos por completo, por motivos que más adelante se dirán. Finalmente, hacia este mismo tiempo, separados los macedonios de la amistad de los romanos, y los lacedemonios de la república de los aqueos, se vio empezar y acabar a un tiempo el común infortunio de la Grecia toda.
Tal es el plan que me he propuesto. Quiera la fortuna prolongarme la vida hasta llevar a cabo la empresa. Bien que, aunque me sobrevenga la muerte, estoy persuadido que no quedará abandonado el asunto, ni faltarán hombres capaces que estimulados por su importancia, tomen a cargo llevarlo a la perfección. Pero, puesto que hemos recorrido sumariamente los hechos más señalados, con el fin de dar a los lectores una idea general y particular de toda la historia, será bien que, acordándonos de lo prometido, demos principio a nuestro argumento.
Capítulo II
Algunos errores sobre las verdaderas causas de la segunda guerra púnica.- Refutación al historiador Fabio.
Ciertos escritores que narraron los hechos de Aníbal, queriéndonos exponer las causas por que se suscitó la segunda guerra púnica entre romanos y cartagineses, asignan por primera el sitio de Sagunto por los cartagineses, y por segunda, el paso del Ebro por estos mismos, contra lo que se había pactado. Yo más bien diría que estos fueron los principios de la guerra, pero de ningún modo concederé que fuesen los motivos. A no ser que se quiera decir que el paso de Alejandro por Asia fue causa de la guerra contra los persas, y que la guerra de Antíoco contra los romanos provino del arribo de éste a Demetriades, motivos que ni uno ni otro son verdaderos ni aun probables. Porque ¿quién ha de pensar que estas fueron las causas de las muchas disposiciones y preparativos que Alejandro, y anteriormente Filipo durante su vida, habían realizado para la guerra contra los persas, o de las operaciones de los etolios anteriores a la venida de Antíoco para la guerra contra los romanos? Esto es de hombres que no comprenden cuánto disten y qué diferencia haya ente principio, causa y pretexto; que estos dos últimos preceden a toda acción, y que el principio es lo último de los tres. Yo llamo principio de toda acción aquellos primeros pasos, aquellas primeras ejecuciones de lo que ya tenemos proyectado; pero causas, aquello que antecede a los juicios y deliberaciones, como son pensamientos, especies, raciocinios que se hacen sobre asunto, y por los cuales nos determinamos a juzgar emprender alguna cosa. Lo que sigue manifestará mejor mi pensamiento.
Cualquiera comprenderá con facilidad cuáles fueron los verdaderos motivos y origen que tuvo la guerra contra los persas. El primero fue la retirada de los griegos, bajo la conducta de Jenofonte, de las provincias del Asia superior en la que atravesando toda Asia con quien se hallaban en guerra, no hubo bárbaro que osase interrumpirles el paso. El segundo fue el paso por Asia de Agesilao, rey de Lacedemonia, en el que, en medio de no haber encontrado quien se opusiese a sus designios, tuvo que volverse sin haber ejecutado, cosa de provecho, por los alborotos que se originaron en la Grecia en este intermedio. De estas expediciones infirió y conjeturó Filipo la cobardía y flojedad de los persas, al paso que advirtió en él y en los suyos la pericia en el arte militar, y se le pusieron de manifiesto las grandes y sobresalientes ventajas que obtendría de esta guerra; y lo mismo fue conciliarse la benevolencia de toda la Grecia que, bajo pretexto de querer vengarla de las injurias recibidas de los persas, tomar la resolución y propósito de hacer la guerra y disponer todo lo necesario para la empresa. Quede pues, sentado que las causas de la guerra contra los persas son las dos primeras que hemos dicho: el pretexto este segundo, y el principio el paso de Alejandro por Asia.
De igual modo es indudable que se debe tener por motivo de la guerra entre Antíoco y los romanos la indignación de los etolios. Pues imaginándose éstos que los romanos los despreciaban por el feliz éxito de la guerra contra Filipo, como hemos dicho anteriormente, no sólo llamaron a Antíoco, sino que la cólera que por entonces concibieron los condujo a emprenderlo y sufrirlo todo por vengarse. El pretexto fue la libertad de la Grecia, a la que sin fundamento y con engaño exhortaban los etolios, recorriendo con Antíoco las ciudades; y el principio fue el arribo de este rey a Demetríades. Me he detenido más de lo regular sobre esta distinción, no por censurar a los historiadores, sino por librar de error a los lectores. Porque ¿de qué sirve al enfermo el médico que ignora las causas de las enfermedades del cuerpo humano? ¿O qué utilidad la de un ministro de Estado que no sabe distinguir el modo, motivo y origen de donde toma principio cada asunto? Ciertamente que ni aquel aplicará los remedios convenientes, ni éste manejará con acierto los negocios que lleguen a sus manos, sin el previo conocimiento de lo que hemos dicho. En esta inteligencia, nada se ha de observar ni inquirir con tanto estudio como las causas de cada suceso. Pues muchas veces de una cosa de poca monta se originan los más graves asuntos, y en cualquiera materia se remedian con facilidad los primeros impulsos y pensamientos.
Refiere Fabio, escritor romano, que la avaricia y ambición de Asdrúbal, junto con la injuria hecha a los saguntinos, fueron la causa de la segunda guerra púnica; que este general, después de haber adquirido en España un dilatado dominio, emprendió a su vuelta de África abolir las leyes patrias, y erigir en monarquía la república de Cartago, pero que los principales senadores, comprendiendo su propósito, se le habían opuesto de común acuerdo; que Asdrúbal, receloso de esto, se retiró de África, y en la consecuencia gobernó la España a su antojo, sin miramiento alguno al senado de Cartago, que Aníbal, compañero y émulo desde la infancia de los intentos de Asdrúbal, observó la misma conducta en los negocios que su tío, cuando se le encomendó el gobierno de la España; que por eso hizo ahora esta guerra a los romanos por su capricho contra el dictamen de la república, pues no hubo en Cartago hombre de autoridad que aprobase lo que Aníbal había hecho con Sagunto. Por último, añade que después de la toma de esta ciudad vinieron los romanos a Cartago, resueltos, o a que los cartagineses les entregasen a Aníbal, o a declararles la guerra. Pero si se le preguntase a este historiador: ¿y qué ocasión más oportuna se pudo presentar a Cartago, o qué resolución más justa y ventajosa pudiera haber tomado, puesto que desde el principio, como asegura, se hallaba ofendida del proceder de Aníbal, que acceder entonces a la solicitud de los romanos, entregarles al autor de las injusticias, deshacerse buenamente del enemigo común de la patria por ajena mano, asegurar la tranquilidad al Estado, evitar la guerra que la amenazaba, y satisfacer su resentimiento a costa sólo de un decreto? ¿Qué tendría que responder a esto? Bien sé yo que nada. Pues los cartagineses estuvieron tan ajenos de echar mano de este expediente, que, por el contrario, hicieron la guerra diecisiete años continuos por parecer de Aníbal, y no la terminaron hasta que, exhaustos de todo recurso, se vieron por fin cerca de perder su patria y personas.
Capítulo III
Los verdaderos motivos de la segunda guerra púnica: el odio de Amílcar contra los romanos, la toma de la Cerdeña por éstos, los nuevos tributos que impusieron a los cartagineses, y los éxitos de los cartagineses en la España.
El haber mencionado a Fabio y a su historia, no es porque tema que la verosimilitud de sus declaraciones halle crédito en algunos. Los absurdos de este escritor son tales, que, sin que yo los advierta, ellos por sí mismos se presentarán a la vista de los lectores. Sino para avisar a los que tomen en la mano su historia, que no reparen en el título del libro, sino en lo que contiene. Pues existen hombres que no deteniéndose en las palabras, sino en quien las dice, e impresionados de que el autor es contemporáneo y miembro del senado, reputan al instante por verdadero cuanto refiere. Mi sentir es, que así como no se debe despreciar la autoridad de este escritor, tampoco darla por sí sola un entero asenso, sino examinar a más los hechos para formar juicio.
Bajo este supuesto, se debe reputar por primera causa de la guerra entre romanos y cartagineses (aquí fue donde nos separamos del asunto) la indignación de Amílcar, llamado Barca, padre natural de Aníbal. Este general mantenía un espíritu invencible aun después de la guerra de Sicilia. Advertía que las tropas que habían estado bajo su mando en Erice se conservaban aún enteras y en los mismos sentimientos que su jefe, y que si el descalabro que sufrió en el mar su república la obligó a ceder al tiempo y a concertar la paz, su rencor siempre era el mismo, y sólo esperaba ocasión de declararle. Y en verdad, que a no haberse sublevado en Cartago los extranjeros, por su parte hubiera vuelto de nuevo a emprender la guerra. Pero prevenido de las sediciones intestinas, tuvo que ocuparse en sosegarlas.
Aquietados que fueron estos alborotos, los romanos declararon la guerra a los cartagineses. Al principio éstos se pusieron en defensa, esperanzados de que la justificación de su causa volvería por la victoria, como hemos declarado en los libros anteriores, sin los cuales no será posible comprender cómodamente, ni lo que ahora se dice, ni lo que se dirá en la consecuencia. Pero como los romanos cuidasen poco de su justicia, los cartagineses, oprimidos y sin saber qué hacerse, tuvieron que acomodarse al tiempo, evacuar la Cerdeña, y consentir en pagar otros mil doscientos talentos sobre los primeros, por redimirse de una guerra en tales circunstancias. Esta es la segunda causa, y en mi concepto la mayor, de la guerra que más tarde se originó. Pues Amílcar, uniendo a su particular resentimiento el odio de sus ciudadanos, apenas hubo deshecho los rebeldes extranjeros y asegurado la tranquilidad a la patria, puso toda su atención en la España, con la intención de servirse de ella como de almacén para la guerra contra los romanos. Los venturosos resultados de los cartagineses en este país se deben tener por tercera causa; pues fiados en estas tropas, emprendieron con vigor la mencionada guerra. Existen muchas pruebas de que Amílcar fue el principal autor de la segunda guerra púnica, aunque su muerte había sido diez años antes que aquella comenzase. Para testimonio de lo dicho bastará lo que voy a decir.
Cuando vencido Aníbal por los romanos tuvo finalmente que retirarse de su patria y acogerse a la corte de Antíoco, los romanos, conocedores ya de lo que los etolios maquinaban, enviaron legados a este príncipe con la misión de sondear sus intenciones. Los embajadores, advirtiendo que el rey daba oídos a los etolios y que meditaba la guerra contra ellos, dieron en hacer la corte a Aníbal, con el fin de hacerle sospechoso con Antíoco. Efectivamente, vieron cumplidos sus deseos. Andando el tiempo, y creciendo más y más en el rey los recelos contra Aníbal, se presentó finalmente la ocasión de sacar a cuento uno a otro su interior desconfianza. En este coloquio, luego de haber traído Aníbal muchas pruebas en su defensa, viendo que de nada servían sus razones, vino a parar en esto: «Cuando mi padre se disponía a partir a España con ejército, contaba yo solo nueve años: me hallaba arrimado al altar, mientras él sacrificaba a Júpiter; y después de tributadas a los dioses las libaciones y ritos acostumbrados, mandó se retirasen un poco los circunstantes; y llamándome, me preguntó con caricias si quería acompañarle a la expedición; yo le respondí con gozo que sí, y aun se lo supliqué con aquel modo propio de un muchacho; él entonces, tomándome de la derecha, me acercó al altar, y me mandó que, puesta la mano sobre las víctimas, jurase no ser jamás amigo de los romanos. En este supuesto, estad seguro que mientras penséis en suscitar ofensas contra los romanos podéis fiar de mí, como de un hombre que os servirá con fe sincera; pero si tratáis de compostura o alianza, no necesitáis dar oídos a calumnias, sino recelarse y guardarse de mí, pues siempre obraré contra Roma en todo lo posible.»
Este discurso, que pareció a Antíoco sincero y de corazón, disipó todas sus anteriores sospechas; y al mismo tiempo se debe reputar por un testimonio evidente del odio de Amílcar y de todo su proyecto, como se vio por los mismos hechos. Pues suscitó a los romanos tales enemigos en Asdrúbal, su yerno, y Aníbal, su hijo natural, que llegó al exceso de la enemistad. Es verdad que Asdrúbal murió antes de hacer público su propósito, pero para eso a Aníbal le sobró tiempo para manifestar el rencor que había heredado do su padre contra los romanos.
Por eso los que gobiernan Estados deben poner su principal estudio en comprender las intenciones que tienen las potencias en reconciliarse o en contraer alianza, cuándo reciben la ley forzada de la necesidad, y cuándo postradas de corazón, para cautelarse de aquellas, reputándolas como espiadoras de la ocasión; y fiarse de éstas como de súbditas y amigas verdaderas, participándolas cuanto ocurra sin reparo. Tales son las causas de la guerra de Aníbal. Ahora se van a exponer los principios.
Capítulo IV
Expediciones de Aníbal por España.- Pretextos con que procura equivocar a la embajada de los romanos.- Sitio y toma de Sagunto.
Aunque los cartagineses sufrían con impaciencia la pérdida de la Sicilia, aumentaba mucho más su indignación la de la Cerdeña y la suma de dinero que últimamente se les había impuesto, como hemos indicado. Por tal motivo, así que tuvieron bajo su dominio la mayor parte de la España, todas las acriminaciones contra los romanos hallaron en ellos buena acogida. Entonces llegó la noticia de la muerte de Asdrúbal, a quien se había encargado el mando de la España por falta de Amílcar. De momento esperó la República, hasta ver a quién se inclinaban las tropas; pero después que se supo que el ejército había elegido de común consentimiento a Aníbal por su jefe, al punto, junto el pueblo, ratificó a una voz la elección de los soldados. No bien Aníbal había tomado el mando, cuando se propuso sujetar a los olcades. Fue a acamparse delante de Althea, ciudad la más fuerte de esta nación, y después de un vigoroso y terrible ataque (221 años antes de J. C.) se apoderó de ella en un momento. Este accidente aterró a los demás pueblos y los sometió al poder de Cartago. Más tarde vendió el botín de estas ciudades, y dueño de infinitas riquezas se volvió a invernar a Cartagena. Allí, generoso con los que le habían servido, satisfizo las raciones al soldado, ofreció gratificaciones para el futuro, se granjeó un sumo aprecio y excitó en sus tropas magníficas esperanzas. Al iniciarse el verano dio principio a la campaña por los vacceos, atacó a Salamanca y la tomó por asalto (220 años antes de J. C.) Puso sitio asimismo y ganó por fuerza a Arbucala, ciudad que por su magnitud, gran población y fuerte resistencia de sus habitantes le costó mucho trabajo. A la vuelta, los carpetanos, nación casi la más poderosa de aquellos países, le atacaron y pusieron en el mayor apuro. Se habían unido a éstos los pueblos vecinos, conmovidos principalmente Por los olcades fugitivos, y sublevados por los salmantinos que se habían salvado. Si los cartagineses se hubieran visto forzados a combatir en batalla ordenada, hubieran perecido sin remedio. Pero Aníbal tuvo en esta ocasión la sagacidad y prudencia de irse retirando lentamente, poner por barrera al río Tajo y dar la batalla en el paso del río. Efectivamente, auxiliado de las ventajas del río y de los casi cuarenta elefantes que tenía, todo le salió maravillosamente como había pensado. Los bárbaros intentaron superar y vadear el río por muchas partes; pero la mayoría perecieron en el desembarco, porque al paso que iban saliendo los elefantes que estaban a la margen, los atropellaban antes de ser socorridos. Aparte de esto, la caballería, como resistía mejor la corriente y desde encima del caballo peleaba contra la infantería con ventaja, mató mucha gente en el mismo río. Por último, Aníbal pasó al otro lado, y dando sobre los bárbaros, ahuyentó más de cien mil. Con esta derrota no hubo ya pueblo, del Ebro para acá, que osase hacer frente a los cartagineses, como no sea Sagunto. Pero Aníbal, atento a las instrucciones y consejos de su padre, procuraba en cuanto podía no mezclarse con esta ciudad, a fin de no dar a las claras pretexto alguno de guerra a los romanos, hasta haberse asegurado de lo restante de España. Entretanto los saguntinos enviaban a Roma correos de continuo, ya porque, presintiendo lo que había de ocurrir, temían por sus personas, ya porque querían informar a los romanos de los progresos de los cartagineses en la España. En Roma se habían mirado con indiferencia estas representaciones; pero entonces se despacharon embajadores que inquiriesen la verdad del hecho. Por este mismo tiempo Aníbal, después de haber sujetado los pueblos que se había propuesto, volvió por segunda vez con el ejército a invernar a Cartagena, que era como la capital y la corte de lo que los cartagineses poseían en la España. Allí encontró los embajadores romanos, y admitiéndolos a audiencia, escuchó su comisión. Estos le declararon que no tocase a Sagunto, pues estaba bajo su amparo, ni pasase el Ebro, según el tratado concluido con Asdrúbal. Aníbal, joven entonces, lleno de ardor militar, afortunado en sus propósitos y estimulado de un inveterado odio contra los romanos, como si hubiese tomado por su cuenta la protección de Sagunto, se quejó a los embajadores: de que originada poco antes una sedición en Sagunto, los vecinos habían tomado por árbitros de la disputa a los romanos, y éstos habían quitado la vida injustamente a algunos de los principales; que esta perfidia no la podía dejar él impune, pues los cartagineses tenían por costumbre, recibida de sus mayores, no permitir se hiciesen injurias. Pero al mismo tiempo envió a Cartago para saber cómo se portaría con los saguntinos que, validos de la alianza de los romanos, maltrataban algunos pueblos de su dominio. En una palabra, Aníbal obraba con imprudencia y cólera precipitada. Por eso, en vez de verdaderos motivos echaba mano de fútiles pretextos, costumbre ordinaria de los que, prevenidos de la pasión, desprecian lo honesto. ¿Cuánto mejor le hubiera estado manifestar que los romanos le restituyesen la Cerdeña, y juntamente el tributo que validos de la ocasión les habían exigido sin justicia, o de lo contrario declararía la guerra? Pero Aníbal, por haber silenciado en esta ocasión el verdadero motivo y haber supuesto la injuria de los saguntinos, que no había, dio a entender que empezaba la guerra, no sólo sin fundamento, pero aun contra todo derecho.
Los embajadores romanos, asegurados de que la guerra sería indefectible, se embancaron para Cartago con el propósito de hacer a los cartagineses las mismas protestas. No se persuadían a que el teatro de la guerra fuese en la Italia, sino en la España, en cuyo caso les serviría Sagunto de plaza de armas. Por eso el senado romano, que adaptaba sus deliberaciones a este intento, previendo que la guerra sería importante, dilatada y distante de la patria, tomó la providencia de asegurar los negocios de la Iliria.
Ocurrió por este tiempo (220 años antes de J. C.) que Demetrio de Faros, olvidado de los beneficios anteriormente recibidos de los romanos, y despreciándolos por el terror que antiguamente los galos y actualmente los cartagineses les habían infundido; depositada toda su confianza en la casa real de Macedonia por haber socorrido y acompañado a Antígono en la guerra cleoménica, talaba y arruinaba en la Iliria las ciudades de la dominación romana, navegaba con cincuenta bergantines del otro lado del Lisso contra el tenor del tratado, y saqueaba muchas de las islas Ciclades. A la vista de esto, los romanos, considerando el floreciente estado de la casa real de Macedonia, procuraron poner a cubierto las provincias situadas al Oriente de Italia. Se hallaban persuadidos a que después de corregida la locura de los ilirios y reprendida y castigada la ingratitud e insolencia de Demetrio, tendrían aún tiempo de prevenir los intentos de Aníbal. Pero les fallaron sus propósitos. Pues Aníbal les ganó por la mano y les quitó la ciudad de Sagunto. Esto fue causa de que la guerra se hiciese, no en la España, sino a las puertas de Roma y en toda Italia. Sin embargo, los romanos, siguiendo su primer proyecto, enviaron a la Iliria con ejército a L. Emilio por la primavera del año primero de la olimpíada ciento cuarenta. Aníbal partió de Cartagena con sus tropas y se encaminó hacia Sagunto.
Esta ciudad se halla situada en la falda de una montaña que, uniendo los extremos de la Iberia y de la Celtiberia, se extiende hasta el mar. Dista de éste como siete estadios. Su territorio produce todo género de frutos, los más sazonados de la España. Aníbal, acampado frente a Sagunto, estrechaba con vigor el cerco (220 años antes de J. C.) Preveía que de la toma de esta plaza por fuerza le provendrían muchas ventajas para el futuro. Ante todo presumía que quitaría a los romanos la esperanza de hacer la guerra en España; después estaba persuadido a que el terror que esparciría este ejemplo haría más dóciles a los que ya eran sus súbditos, y más circunspectos a los que estaban aún independientes, y, sobre todo, que no dejando enemigos tras de él proseguiría su marcha sin peligro. Aparte de esto, creía que abundaría de dinero para la empresa, que el botín que cada uno conseguiría daría ánimo a sus soldados para seguirla, y que la remisión de despojos a Cartago le atraería el afecto de sus conciudadanos. Estas reflexiones le estimulaban a insistir en el sitio con brío. Unas veces, dando ejemplo al soldado, trabajaba él mismo en la construcción de las obras; otras, exhortando a la tropa, se exponía, arrojado, a los peligros, sin rehusar fatiga ni cuidado. Finalmente, a los ocho meses tomó la ciudad a viva fuerza. Dueño de muchos dineros, prisioneros y muebles, el dinero lo aplicó a sus propósitos particulares, como se había propuesto; los prisioneros los distribuyó entre los soldados, a cada uno según su mérito, y los muebles todos los remitió al instante a Cartago. En nada desmintió la acción a su idea; todo le salió como él había imaginado. La tropa vino a ser más intrépida para el peligro, los de Cartago más propensos a sus mandatos, y él, bien provisto de pertrechos, emprendió muchas acciones ventajosas.
Capítulo V
Expedición de Emilio a la Iliria y toma de muchas plazas por éste.- Victoria sobre Demetrio.- Embajada de Roma a Cartago.- Manifiesto en que esta República justifica su derecho.
Mientras tanto Demetrio, conocida la intención de los romanos, introdujo en Dimalo una guarnición competente con todas las municiones necesarias. En las demás ciudades hizo matar a los del bando contrario, y entregó los gobiernos a sus amigos. Él eligió entre sus vasallos seis mil hombres los más valerosos, y se metió con ellos en Faros (220 años antes de J. C.) Entretanto el cónsul romano llegó a la Iliria con las legiones, y advirtiendo que los enemigos vivían confiados en la fortaleza y provisiones de Dimalo y en que en su concepto era inconquistable, decidió iniciar la campaña por esta plaza con el fin de aterrar a los enemigos. Para ello exhortó en particular a los tribunos, y tras haber avanzado las obras por muchas partes, emprendió el sitio con tal vigor que a los siete días tomó la ciudad. Este repentino accidente abatió tanto el espíritu de los contrarios, que al instante vinieron de todas las ciudades a rendir y ofrecer la obediencia a los romanos. El cónsul recibió a cada uno bajo los pactos competentes, y se hizo a vela hacia Faros contra Demetrio mismo. Pero enterado de que la ciudad se hallaba bien fortificada, que encerraba gran número de tropas escogidas y que estaba provista de víveres y demás pertrechos, recelaba no viniese a ser el sitio difícil y duradero. Para precaver estos inconvenientes se valió de esta estratagema a su llegada. Arribó a la isla durante la noche con todo el ejército, desembarcó la mayor parte en unos lugares montuosos y cóncavos, y llegado el día se hizo a la mar con veinte navíos, a la vista de todos, para el puerto cercano a la ciudad. Demetrio, que advirtió los navíos, despreciando su corto número, salió de la ciudad al puerto para impedir el desembarco.
Luego que vinieron a las manos, se enardeció la batalla. Acudían de la plaza continuos refuerzos, hasta que finalmente salieron todos. Los romanos que habían desembarcado durante la noche, caminando por lugares ocultos llegaron a este tiempo, y ocupando una eminencia fortificada que existe entre esta ciudad y el puerto, cortaron la retirada a los que salían de la plaza al socorro. Visto esto por Demetrio, desistió de impedir el desembarco, y después de unidas y exhortadas sus tropas, resolvió combatir en batalla ordenada contra los que ocupaban la colina. Los romanos, que advirtieron que los ilirios les atacaban con vigor y en buen orden, dieron también sobre ellos con un valor espantoso. Al mismo tiempo los que habían saltado de los navíos invadieron por la espalda a los ilirios, y acosados por todas partes, se vieron en un desorden y confusión extrema. Finalmente, molestados por el frente y por la espalda, tuvieron que emprender la huida. Algunos se refugiaron a la ciudad, pero la mayor parte se esparció en la isla por caminos extraviados. Demetrio se embarcó en unos bergantines que tenía anclados en ciertas calas desiertas para un accidente, y haciéndose a la vela durante la noche, aportó felizmente a la corte del rey Filipo, donde pasó el resto de su vida. Era un príncipe dotado de valor y espíritu, pero inconsiderado y del todo indiscreto. Su fin fue semejante al método de vida. Pues habiendo emprendido tomar la ciudad de Messenia con parecer de Filipo, su arrojo y temeridad en el acto mismo de la acción le hizo perder la vida. Pero de esto hablaremos pormenor cuando llegue el caso. Emilio al punto tomó a Faros por asalto y la destruyó; después, apoderado del resto de la Iliria y ordenadas las cosas a medida de su gusto, volvió a Roma al fin del estío, donde celebró su entrada con triunfo y toda magnificencia; premio debido, no sólo a la destreza, sino aun más al valor con que se había conducido en los negocios.
Así que llegó a Roma la nueva de la toma de Sagunto, no se puso en deliberación si se había de emprender la guerra. Algunos escritores lo dicen, y aun refieren las opiniones que hubo de una y otra parte, pero incurren en el absurdo más clásico. ¿Cómo es posible que los romanos, que en el año anterior habrían declarado la guerra a los cartagineses en caso que invadiesen las tierras de Sagunto, tomada ahora por fuerza la ciudad, se reuniesen estos mismos a consultar si se había de emprender o no la guerra? ¿Cómo no se ha de extrañar que, al insinuar la consternación de los senadores, añadan estos escritores que los padres llevaron a los hijos de doce años al senado, y que habiéndoles dado parte de la consulta, ni aun a sus parientes revelaron el secreto? Esto es inverosímil y absolutamente falso. A no ser que se quiera decir que la fortuna, a más de otras prerrogativas, ha dispensado a los romanos el don de la prudencia desde el vientre de su madre. Semejantes escritos, como los de Chæreas y Sosilo, no merecen más refutación. Estos, en mi concepto, no tienen traza ni disposición de historia, sino de cuentos forjados en la tienda de un barbero y propalados por el vulgo.
Luego que supieron los romanos el atentado contra Sagunto, nombraron embajadores y los enviaron a Cartago sin tardanza, con orden de proponer dos partidos a los cartagineses: uno que no podían aceptar sin deshonor y perjuicio, y otro que era principio de una costosa y desastrosa guerra. Solicitaban, o que se les entregase a Aníbal y sus consejeros, o intimarles la guerra. Llegados que fueron a Cartago los embajadores y admitidos en el senado, expusieron sus instrucciones. Los cartagineses escucharon con indignación el objeto de su propuesta; sin embargo, dieron comisión al más capaz de ellos para exponer el derecho de la República.
Éste callaba el tratado ajustado con Asdrúbal, como si no se hubiese llevado a cabo; y caso de serlo, como que en nada les perjudicaba, por haberse concluido sin el parecer del senado. Para prueba de esto, traía el ejemplo de los mismos romanos cuando Luctacio firmó la paz en la guerra de Sicilia, que no obstante estar ya ésta aprobada por el cónsul, la dio después por nula el pueblo romano, por haberse hecho sin su consentimiento. Toda su defensa se redujo a insistir y apoyarse en los últimos tratados que se habían concertado en la guerra de Sicilia, en los que decía no había nada dispuesto sobre la España; sólo si se había prevenido expresamente que habría seguridad entre los aliados de uno y otro pueblo; pero negaba que en aquel tiempo fuesen aliados de los romanos los saguntinos, y para prueba de esto leía a cada paso los tratados.
Los romanos rehusaban absolutamente disputar sobre el derecho. Manifestaban que esta discusión tendría lugar en el caso de que Sagunto permaneciese en su primitivo estado, y entonces sería factible que las palabras solas terminasen la controversia pero una vez arruinada esta ciudad contra la fe de los tratados, o se les había de entregar a los autores de la infracción, hecho por donde harían ver al mundo que no habían tenido parte en semejante atentado y que se había cometido sin su consentimiento, o no queriendo hacerlo, confesar que habían coadyuvado…, y entonces a qué fin tan vagos y generales discursos. Nos ha parecido preciso no silenciar este pasaje, para que aquellos a quienes toca e interesa conocer a fondo estas materias no ignoren la verdad en las deliberaciones más urgentes ni los políticos, seducidos de la ignorancia y parcialidad de los escritores, yerren en adquirir una noticia exacta de los tratados que ha habido entre romanos y cartagineses desde el principio hasta nuestros días.
Capítulo VI
Tratados de paz entre romanos y cartagineses antes de la segunda guerra púnica.
Ciertamente los primeros tratados que se llevaron a cabo entre romanos y cartagineses fueron en tiempo de L. Junio Bruto y Marco Horacio, los dos primeros cónsules que se nombraron después de abolidos los reyes, y por quienes fue consagrado el templo de Júpiter Capitolino, veintiocho años antes del paso de Jerjes a la Grecia.
Expresamos aquí sus palabras, interpretándolas con la exactitud posible. Pues es tal la diversidad que se encuentra, aun entre los romanos, de la lengua de hoy a la de aquellos tiempos (509 años antes de J. C.), que apenas los más inteligentes podrán explicar con trabajo algunos lugares. El tratado está comprendido en estos términos: «Habrá alianza entre romanos y cartagineses y sus aliados respectivos con estas condiciones: no navegarán los romanos ni sus aliados de parte allá del Bello Promontorio, a no ser que los completa alguna tempestad o fuerza enemiga, y en caso de ser alguno arrojado por fuerza, no le será lícito su buque o culto de sus dioses, y partirá dentro de cinco días. Los que vengan a comerciar no pagarán derecho alguno más que el del pregonera y el del escribano. Todo lo que sea vendido en presencia de éstos, la fe pública servirá de garante al vendedor, bien la venta sea en África o bien en Cerdeña. Si algún romano aportase a aquella parte de Sicilia en que mandan los cartagineses, guárdesele en un todo igual derecho. Los cartagineses no ofenderán a los ardeatos, antiatos, laurentinos, ciroeienses, tarracinenses ni otro algún pueblo de los latinos que obedezca a los romanos. Se abstendrán de hacer agravio a las ciudades aliadas, aunque no estén bajo la dominación romana. Si tomasen alguna, la restituirán íntegra a los romanos. No construirán fortaleza en el país de los latinos, y si entran en esta provincia como enemigos, no pasarán la noche en ella.»
Llámase Bello Promontorio el que está al frente de la misma Cartago hacia el Septentrión, pasado el cual prohíben absolutamente los cartagineses que los romanos naveguen con navíos largos hacia el Mediodía. La causa de esto, a mi entender, es para que no les exploren las campiñas próximas a Bizacio y a la pequeña Sirtes, que por la fertilidad del terreno llaman ellos Emporios. Conceden, sin embargo, lo necesario al que, arrojado por la tempestad o violencia enemiga, necesite alguna cosa para los sacrificios y reparo de su buque; pero previenen no tome nada por fuerza y salga al quinto día de haber fondeado. Permiten a los romanos comerciar en Cartago, en todo el país de África de parte acá del Bello Promontorio, en Cerdeña y en aquella parte de Sicilia sujeta a Cartago, y prometen bajo fe pública que les guardarán justicia. Bien se deja ver por este tratado que los cartagineses hablan de la Cerdeña y del África como propias; pero de la Sicilia, por el contrario, hacen distinción expresa, comprendiendo el tratado aquella sola parte que obedece a Cartago. Del mismo modo los romanos expresan el Lacio en la convención; pero no mencionan lo restante de Italia, por no hallarse bajo su dominio.
A éste se siguió otro tratado, en el que los cartagineses incluyeron a los tirios y Uticenses, y se añadió al Bello Promontorio Mastia y Tarseio, pasadas las cuales, se prohibió que los romanos pirateasen ni construyesen ciudad (352 años antes de J. C.) Su tenor es el siguiente: «Habrá alianza entre romanos y sus aliados, y los cartagineses, tirios, uticenses y aliados de éstos con estas condiciones: no andarán a corso, ni comerciarán ni edificarán ciudad los romanos de parte allá del Bello Promontorio, Mastia y Tarseio. Si los cartagineses tomasen alguna ciudad en el Lacio que no esté sujeta a los romanos, retendrán para sí el dinero y los prisioneros, pero restituirán la ciudad. Si los cartagineses apresasen alguno con quien estén en paz los romanos por algún tratado escrito, aunque no sea su súbdito, no le llevarán a los puertos de los romanos; y en caso de ser llevado, si le coge algún romano, quedará libre. A lo mismo estarán atenidos los romanos. Si éstos tomasen agua o víveres de alguna provincia de la dominación de Cartago, con el pretexto de los víveres no ofenderán a nadie con quien tengan paz y alianza los cartagineses… A ninguno será lícito hacerse justicia por su mano y si la hiciese, será esto reputado por crimen público. Ningún romano comerciará ni construirá ciudad de Cerdeña y África, ni aportará allá sino para tomar víveres y reparar su buque. Si la tempestad le arrojase, saldrá dentro de cinco días. En aquella parte de Sicilia en que mandan los cartagineses y en Cartago obrará y venderá un romano con la misma libertad que un ciudadano. El mismo derecho tendrá un cartaginés en Roma.»
Por segunda vez insisten los cartagineses en este tratado en hablar del África y de la Cerdeña como propias, y prohibir a los romanos todo arribo. Por el contrario de la Sicilia, especifican aquella sola parte dominada por ellos. De igual forma los romanos, por lo respectivo al Lacio, estipulan no se haga daño a los ardeatos, antiatos, circeios y tarracinos. Estas son las ciudades marítimas que se hallan sobre la costa del Lacio, y que quieren estén comprendidas en el tratado. Últimamente, antes que los cartagineses comenzasen la guerra de Sicilia (281 años antes de J. C.), concertaron los romanos otro tratado hacia el paso de Pirro por Italia. En él se observan los mismos pactos que en los precedentes, con la diferencia de añadirse lo siguiente: «Si los romanos o cartagineses quieren hacer alianza por escrito con Pirro, la harán unos y otros con la condición de que se podrá auxiliar mutuamente a los que sean atacados. En el caso de que cualquiera de los dos pueblos necesite de socorro, los cartagineses pondrán los navíos, tanto para el viaje como para el combate; pero cada uno pagará el sueldo a sus tropas. Los cartagineses socorrerán a los romanos aun en el mar, si fuese necesario. Pero ninguno será forzado a echar fuera la tripulación contra su voluntad.»
Los tratados estaban confirmados con estos juramentos. En el primero los cartagineses juraron por los dioses patrios, y los romanos por una piedra, según una antigua costumbre, y a más por Marte Quirino y Grandivo. El juramento por una piedra era de este modo: el que firmaba el tratado con este juramento después de haber jurado sobre la fe pública, tomaba una piedra en la mano y decía estas palabras: «Si juro verdad, que me suceda bien, y si pensase u obrase de otro modo, que salvos todos los demás en sus patrias en sus leyes, en sus bienes, templos y sepulcros, yo solo sea exterminado, como ahora lo es esta piedra»; y diciendo esto arrojaba la piedra de la mano.
Estos tratados subsisten y se conservan en láminas de bronce hasta hoy en el templo de Júpiter Capitolino, en el archivo de los ediles. A la vista de esto cualquiera extrañará con razón en el historiador Filino no el que ignore estos monumentos; esto no es sorprendente, cuando aun en nuestros días no los sabían los romanos y cartagineses más ancianos, ni los que se preciaban haber hecho su principal estudio en el derecho público; sino el que se atreva sin autoridad ni razón a escribir lo contrario, a saber, que había un tratado entre romanos y cartagineses, por el que aquellos se obligaban a abstenerse de toda la Sicilia, y éstos de toda la Italia, y que los romanos habían violado el pacto y el juramento en el acto mismo que pasaron la primera vez a la Sicilia; cuando semejante instrumento jamás ha existido, ni se halla de él memoria alguna. Estas son sus palabras terminantes en el segundo libro, cuya relación circunstanciada emitimos para este lugar cuando hicimos de ellas mención en el conjunto de nuestra obra, para desengaño de muchos que creen en los escritos de Filino. Ciertamente, si en el paso de los romanos a la Sicilia se considera en que al cabo recibieron a los mamertinos en su gracia, y los socorrieron después a sus instancias, no obstante haber faltado a la fe a los de Messina y Regio; con razón se vituperará el hecho. Pero creer que pasaron a la Sicilia contra algún juramento o tratado, es una crasa ignorancia.
Terminada la guerra de Sicilia (242 años antes de J. C.), se concertó otro tratado cuyas principales condiciones son estas: «Abandonarán los cartagineses la Sicilia y todas las islas situadas entre ésta y la Italia; habrá seguridad entre los aliados de uno y otro pueblo; no dispondrá el uno en la dominación del otro, ni reedificará públicamente, ni reclutará tropas, ni contraerá alianza con los aliados del otro pueblo; los cartagineses pagarán dos mil doscientos talentos en diez años, los mil de contado; los cartagineses restituirán a los romanos sin rescate todos sus prisioneros.» Concluida después la guerra de África (239 años antes de J. C.), los romanos hicieron un decreto para declarar la guerra a los cartagineses, y añadieron estos pactos al tratado: «Los cartagineses saldrán de la Cerdeña, y añadirán otros mil y doscientos talentos a la suma que hemos apuntado.» A más de éstos se terminó el último tratado con Asdrúbal en la España, por el que se convino que los cartagineses no pasarían con las armas el río Ebro (229 años antes de J. C.).
Estos son los convenios que hubo entre romanos y cartagineses desde el principio hasta el tiempo de Aníbal: por donde se ve que así como no se halla que los romanos violasen juramento alguno para pasar a la Sicilia, igualmente no se encontrará causa ni pretexto razonable para la segunda guerra, por la que se apropiaron la Cerdeña. Por el contrario, es incontestable que las circunstancias precisaron a los cartagineses a evacuar la Cerdeña, contra todo derecho, y a pagar la suma de dinero que hemos dicho. Porque el agravio que los romanos suponen, de que durante la guerra de África fueron maltratados sus comerciantes, quedó remitido cuando entregados de todos los prisioneros que los cartagineses habían conducido a sus puertos, restituyeron ellos en reconocimiento y sin rescate los que tenían, como hemos demostrado por menor en el libro antecedente. Siendo esto así, sólo nos resta examinar e inquirir a cuál de los dos pueblos se ha de atribuir la causa de la guerra de Aníbal.
Capítulo VII
Manifiesto en que exponen los romanos su derecho.- A cuál de las dos repúblicas se debe atribuir la causa de la segunda guerra púnica.- Utilidades de la historia y ventajas en que excede la universal a la particular.
Acabamos de ver lo que los cartagineses alegan por su parte. Ahora diremos las razones que exponen los romanos, de que entonces, ciegos con la cólera de haber perdido a Sagunto, no hicieron uso, y al presente andan en boca de todos. Ante todo, que no se debía reputar por inválido el tratado terminado con Asdrúbal, como se atrevían a proferir los cartagineses. Porque en éste no se añadió, como en el de Luctacio, la cláusula de que sería valedero si lo ratificaba el pueblo romano; sino que Asdrúbal, con autoridad absoluta, firmó sus condiciones, en las que se contenía que los cartagineses no pasarían con las armas el río Ebro. A más de que en el tratado que se hizo sobre la Sicilia estaba contenido, como ellos confiesan, que habría mutua seguridad entre los aliados de uno y otro pueblo; esto es, no sólo entre los que entonces había, como interpretan los cartagineses, pues entonces se hubiera añadido: o que no se recibirían otros aliados más que los que ya había, o que el tratado no comprendería a los que después se recibiesen. Pero no habiéndose especificado ninguno de estos extremos, es evidente que la seguridad debe ser comprensiva a todos los aliados de uno y otro pueblo, tanto los que a la sazón había, como los que se recibiesen en el futuro. Esto la razón misma lo está dictando, pues ciertamente no hubieran concertado un tratado que les quitaba la libertad de admitir, según las circunstancias, los amigos o aliados que les pareciesen ventajosos, y les obligaba a pasar por las ofensas que otros hiciesen a los que habían tomado bajo su amparo. La mente principal de unos y otros en este tratado fue abstenerse mutuamente de ofender a los aliados que ya entonces tenía cada uno, y de ninguna manera el uno contraer alianza con los aliados del otro; pero respecto de los que después se podrían recibir, que no se reclutasen tropas que no dispusiese el uno en la dominación y aliados del otro, y que se guardaría seguridad entre todos los aliados por ambas partes.
Siendo esto así, es también notorio que los saguntinos, muchos años antes del tiempo de Aníbal, se habían puesto bajo la protección de los romanos. La mayor prueba de esto, y que asimismo confiesan los mismos cartagineses, es que, amotinados entre sí los saguntinos, no se comprometieron en los cartagineses, aunque vecinos y dueños ya de la España, sino en los romanos, por cuya mediación lograron el restablecimiento de su gobierno. Convengamos, pues, en que si se sienta por causa de la segunda guerra púnica la ruina de Sagunto, se deberá conceder que los cartagineses emprendieron la guerra injustamente: bien se mire al tratado de Luctacio, por el que se previene que habrá seguridad en los aliados de uno y otro pueblo, bien al de Asdrúbal, por el que se prohíbe a los cartagineses adelantar sus conquistas del otro lado del Ebro. Pero si se atiende a la pérdida de la Cerdeña y al nuevo tributo que con ella se les impuso, se confesará precisamente que los cartagineses, en haberse valido de la ocasión para satisfacerse de los que les habían ofendido en situación tan urgente, iniciaron la guerra de Aníbal con justicia. Quizá me dirá alguno de los que lean sin reflexión este pasaje, que he individualizado sin necesidad esta materia más de lo que convenía. Yo confesaré sin reparo que si alguno se supone ser por sí solo bastante contra cualquier accidente, el conocimiento de las cosas pasadas le será curioso, pero no necesario. Mas como ningún mortal se atreverá a decir otro tanto, ni de sí propio, ni del estado, pues aunque por el presente viva feliz, si tiene entendimiento, no asegurará con prudencia la misma dicha para el futuro; por eso me confirmo en que le es no sólo útil, sino aun preciso, el saber las cosas que nos han precedido. Sin este conocimiento, ¿cómo se hallarán socios o aliados que nos venguen de nuestras particulares injurias, o de las de la patria? ¿Cómo, para promover o emprender de nuevo algún proyecto, se incitará a otros a que coadyuven nuestros propósitos? ¿Cómo, finalmente, contento con los sucesos contemporáneos, se ganarán amigos que corroboren nuestro dictamen y conserven el estado actual, si no se sabe recordar a cada uno lo pasado? Por regla general los hombres se acomodan a lo presente, y en dichos hechos se parecen a los monos; de suerte que es difícil a veces calar sus intenciones y descubrir a fondo la verdad. Pero las acciones de los pasados, como las ha calificado el mismo éxito, nos muestran sin rebozo la intención y pensamiento de sus autores, y nos enseñan de quiénes debemos esperar favor, beneficio o socorro, y de quienes lo contrario. Por ellas se conoce a cada paso quién se compadecerá de nuestros infortunios, quién tomará parte en nuestra indignación, y quién nos vengará de la ofensa; cosa que acarrea infinitas ventajas, ya en común, ya en particular, para el trato civil de las gentes. Por lo cual los que escriben o leen historias, no tanto deben cuidar de la narración de los hechos mismos cuanto de los antecedentes, coincidentes y consecuencias. A la historia, si se la quita el porqué, cómo, con qué fin se hizo tal acción, y si correspondió el éxito; lo que queda no es más que un mero ejercicio de palabras que no produce instrucción. Y aunque por el pronto divierte, es de ninguna utilidad para adelante.
En este supuesto, los que se imaginen que nuestra obra será difícil de comprar y de leer por el número y magnitud de sus libros, tengan entendido que no saben cuánto más fácil es comprar y leer cuarenta libros coordinados bajo una cuerda, que nos den una justa idea de lo sucedido en Italia, Sicilia y África desde el tiempo en que Timeo termina la historia de Pirro hasta la toma de Cartago, y al mismo tiempo lo que ha ocurrido en las otras partes del mundo, desde la huida de Cleomedes, rey de Esparta, hasta la batalla dada entre aqueos y romanos junto al istmo del Peloponeso, que leer o comprar las obras que se han escrito sobre cada uno de estos hechos. Porque a más de que estos escritos superan muchísimo a mis comentarios, es imposible que los lectores saquen de ellos cosa fija. En primer lugar, porque los más no concuerdan sobre las circunstancias de un mismo asunto; después, porque omiten los hechos contemporáneos, de cuya recíproca comparación y confrontación se forma juicio muy diverso del que se concibió viéndolos separados; y últimamente, porque son del todo incapaces de tocar las cosas más importantes. El principal constitutivo de la historia, según hemos dicho, es lo que se siguió a los hechos, lo que acaeció al mismo tiempo, y más aún lo que dio motivo. Así es que vemos que la guerra de Filipo dio ocasión a la de Antíoco, la de Aníbal a la de Filipo, la de Sicilia a la de Aníbal, y que en el espacio intermedio hubo muchos y diversos sucesos, que todos concurrieron a un mismo fin. Todo esto se puede comprender y conocer por una historia universal; pero por las que tratan separadamente de cada una de estas guerras, como la de Perseo o la de Filipo, es imposible. A no ser que alguno presuma que leídas en estos autores las simples descripciones de las batallas, se halla ya enterado a fondo de la economía y disposición de toda la guerra, error a la verdad bien manifiesto. Soy, pues, de sentir que cuanta ventaja hay del saber al simple oír, otro tanto superará mi historia a las relaciones particulares.
Capítulo VIII
Declaración de la guerra.- Sabias providencias que toma Aníbal para poner a cubierto el África y la España.- Marcha desde Cartagena hasta los Pirineos.- Numerosas e importantes conquistas.
Enterados los embajadores romanos (aquí nos separamos del hilo de la narración), de lo que los cartagineses exponían, no pronunciaron más palabra que decir el más anciano, descubriendo su seno a los senadores: «Aquí os traemos la guerra y la paz; escoged la que queréis que saque.» El presidente de los cartagineses respondió: «Sacad la que os parezca.» A lo que dijo el romano, que sacaba la guerra, y los más de los senadores contestaron a voces que la aceptaban. Con esto se separaron los embajadores y la asamblea.
Aníbal, que entonces se hallaba en cuarteles de invierno en Cartagena, licenció ante todo a los españoles para sus casas, con el propósito de tenerlos prontos y dispuestos para el futuro. Más tarde instruyó a su hermano Asdrúbal de la conducta que había de observar en el gobierno y mando con los españoles, y de las prevenciones que debía tomar contra los romanos, caso que él se ausentase. Por último, tomó providencias para poner a cubierto el África. Para esto se valió de una sagaz y prudente política. Hizo pasar las tropas de África a España, y las de España a África, ligando con este vínculo la fidelidad entre ambos pueblos. Los que pasaron de España a África fueron los thersitas, los mastianos, los de las montañas y los olcades. El total de estas gentes ascendía a mil doscientos jinetes, y trece mil ochocientos cincuenta infantes. Pasaron también los baleares, llamados propiamente honderos. Se les llamó así, como también la isla, por el uso de la honda. Acuarteló la mayor parte de estas tropas en Metagonia de África, y al resto en la misma Cartago. Sacó de los pueblos de los metagonitas otros cuatro mil infantes, y los envió a Cartago para que sirviesen a un tiempo de rehenes y de tropas auxiliares. Dejó a su hermano Asdrúbal en España cincuenta navíos de cinco órdenes, dos de a cuatro, y cinco de a tres. Treinta y dos de los primeros y los cinco últimos estaban bien tripulados. Dejóle también cuatrocientos cincuenta jinetes libifenices y africanos, trescientos lorgitas, y mil ochocientos númidas, massilios, masselios, macios y mauritanos de los que habitaban la costa del océano; con una infantería de once mil ochocientos cincuenta africanos, trescientos ligures, quinientos baleares y veintiún elefantes. Nadie debe extrañar que describamos las operaciones de Aníbal en la España con la exactitud que apenas podrá otro que haya manejado privativamente esta materia; ni imputarme que me asemejo a aquellos escritores que palean sus embustes para que merezcan crédito. Pues habiéndome encontrado en Lacinio una plancha de bronce escrita por Aníbal cuando estaba en Italia, resolví darla una entera fe en el asunto, y preferí atenerme a esta memoria.
Aníbal, una vez tomadas todas las providencias para la seguridad del África y de la España, no aguardaba ni esperaba ya más que los correos que le habían de enviar los galos. Se hallaba ya exactamente informado de la fertilidad del país que yace al pie de los Alpes y a los contornos del Po, del número de habitantes de aquella comarca, del espíritu belicoso de sus moradores, y lo más importante, del odio que conservaban todavía contra los romanos por las guerras precedentes, de que ya hemos hecho mención en el libro anterior para que el lector comprendiese lo que habíamos de decir en la consecuencia. Satisfecho de esta esperanza, todo se lo prometía de la exacta correspondencia que mantenía con los príncipes galos, tanto cisalpinos, como inalpinos. Pensaba que el único modo de hacer la guerra a los romanos dentro de Italia, era si superadas primero las dificultades del camino pudiese llegar a los mencionados países, y hacer que los galos cooperasen y tomasen parte en su premeditado propósito. Finalmente, llegaron los correos, le enteraron de la voluntad y expectación de los galos, y le expusieron los grandes trabajos y dificultades que había que vencer en las cumbres de los Alpes, pero que no eran insuperables. Con esto, llegada la primavera, sacó sus tropas de los cuarteles de invierno. Ensoberbecido con las noticias que acababa de recibir de Cartago, y seguro del afecto de sus ciudadanos, empezó ya a animar las tropas a las claras contra los romanos. Les informó cómo éstos se habían atrevido a pedir que se les entregase su persona y todos los jefes del ejército. Les descubrió la fertilidad del país donde habían de ir, la benevolencia de los galos y la alianza con ellos contraída. Habiendo manifestado las tropas un pronto deseo de seguirle, alabó su buena voluntad, señaló día para la marcha, y despidió la junta.
Evacuados estos asuntos en el transcurso del invierno, y puesto el conveniente resguardo en las cosas de África y España, sacó su ejército el día señalado, compuesto de noventa mil infantes y cerca de doce mil caballos. Pasado que hubo el Ebro, sojuzgó los ilergetas, bargusios, áirennoslos y andosinos, pueblos que se extienden hasta los Pirineos. Tras de haber sujetado todas estas gentes y haber tomado por fuerza algunas de sus ciudades pronta e inesperadamente, bien que después de frecuentes y reñidos combates y con pérdida de mucha gente, dejó a Annón el gobierno de todo el país de parte acá del Ebro y el mando de los bargusios, de quienes principalmente se desconfiaba por la amistad que tenían con los romanos. Separó de su ejército diez mil infantes y mil caballos para Annón, y le dejó el equipaje de los que habían de seguirle. Despidió otros tantos a sus casas, con el propósito, ya de dejar a éstos afectos a su persona y dar a los demás esperanzas de volver a su patria, ya de que todos, tanto los que iban bajo sus banderas como los que permanecían en la España, tomasen las armas con gusto, si llegaba el caso de necesitar de su socorro. Con esto, desembarazado del bagaje el restante ejército, compuesto de cincuenta mil infantes y nueve mil caballos, tomó el camino por los montes Pirineos para pasar el Ródano; armada a la verdad no tan numerosa como fuerte y aguerrida con las continuas campañas que había hecho en la España.
Capítulo IX
Digresión geográfica.- División del universo y nociones más comunes de esta materia.
A fin de que la ignorancia de los lugares no haga confusa la narración a cada paso, será necesario que digamos de dónde partió Aníbal, cuáles y cuántos países pasó y a qué parte de Italia fue su llegada. Expondremos no sencillamente las nomenclaturas de los lugares, ríos y ciudades, como hacen algunos escritores, creyendo ser esto suficiente para la individual inteligencia y discernimiento. Confieso que si se trata de lugares conocidos, contribuye muchísimo para renovar la especie de dominación de los hombres; pero en los completamente desconocidos, la simple relación de los nombres tiene igual fuerza a aquellas dicciones imperceptibles que vagamente pulsan nuestros oídos. Pues como el entendimiento carece de dónde apoyarse, ni puede referir a idea alguna conocida lo que le dicen, no le viene a quedar más que una noción vaga y confusa. En este supuesto indicaremos un método que facilite al lector acomodar a principios ciertos y conocidos lo que se le diga sobre especies desconocidas. La primera, más importante y más común noción a todos los hombres es por la que cualquiera, aunque de cortos alcances, conoce la división y orden del universo en Oriente, Occidente, Mediodía y Septentrión. La segunda por la que acomodando los diferentes lugares de la tierra bajo cada una de las mencionadas partes, y refiriendo mentalmente lo que escucha a una de ellas, reducimos los lugares desconocidos y que no hemos visto a ideas conocidas y familiares.
Sentados estos principios del mundo en general, síguese ahora, observando la misma división, instruir al lector de la tierra que conocemos. Esta se divide en tres partes, con sus tres distintas denominaciones. La una se llama el Asia, la otra el África, y la tercera la Europa. Finalizan estas tres partes el Tanais, el Nilo y el estrecho de las columnas de Hércules. El Asía yace entre el Nilo y el Tanais; está situada respecto del universo bajo el espacio que media entre el Oriente del estío y el Mediodía. El África yace entre el Nilo y las columnas de Hércules; su situación está bajo el Mediodía del universo, y sucesivamente bajo el Ocaso del invierno hasta el Occidente equinoccial que cae a las columnas de Hércules. Estas dos regiones, consideradas en general, ocupan la costa meridional del mar Mediterráneo desde Levante hasta Occidente.
La Europa yace al frente de estas dos partes hacia el Septentrión, y se extiende sin interrupción desde Levante hasta Occidente. Su mayor y más considerable parte se halla situada bajo el Septentrión, entre el río Tanais y Narbona, que dista poco hacia el Ocaso de Marsella y de las bocas por donde el Ródano desemboca en el mar de Cerdeña. Desde Narbona y sus alrededores habitan los celtas hasta los montes Pirineos, que se extienden sin interrupción desde el mar Mediterráneo hasta el Océano. La restante parte de la Europa, desde los mencionados montes hasta el Occidente y las columnas de Hércules, parte está rodeada por el mar Mediterráneo, parte por el Océano. La parto que está sobre el Mediterráneo hasta las columnas de Hércules se llama Iberia; la que baña el Océano, llamado el mar Grande, no tiene aún nombre común, por haberse descubierto recientemente. Toda ella se halla habitada por naciones bárbaras y en gran número, de las que hablaremos con detalle en la consecuencia.
Como ninguno hasta nuestros días puede asegurar con certeza si la Etiopía, en donde el Asia y el África se unen, es continente por la parte que se extiende sin interrupción hacia el Mediodía, o está rodeada del mar; del mismo modo no tenemos hasta ahora noticia del espacio que cae al Septentrión entre el Tanais y Narbona, a no ser que en el futuro a fuerza de descubrimientos sepamos alguna cosa. Lo cierto es que los que hablan o escriben de otro modo de estas tierras se deben reputar por ignorantes y forjadores de fábulas. Hemos apuntado estas noticias para que la narración no venga a ser del todo incomprensible a los que ignoran la geografía; antes bien puedan, según estas generales divisiones, aplicar y referir mentalmente cualquier noticia, haciendo sus cómputos por la situación del universo. Porque así como en el mirar acostumbramos volver siempre el rostro hacia el lugar que nos señalan, de igual forma en el leer debemos trasplantar y llevar la imaginación a los lugares que nos apunta el discurso. Pero dejándonos de estas digresiones, volvamos a tomar la serie de nuestra historia.
Capítulo X
Número de estadios que hay desde Cartagena a Italia. Roma envía a la España a Publio Cornelio, y al África a Tiber Sempronio.- Sublevación de los boios.- Arribo de Escipión a las bocas del Ródano.
Por este tiempo los cartagineses eran dueños de todas las provincias de África que se hallan sobre el Mediterráneo, desde los altares de Fileno que caen junto a la gran Sirtes hasta las columnas de Hércules, espacio de costa de más de dieciséis mil estadios de longitud. Habían sometido también, pasado el estrecho que está junto a las columnas de Hércules, toda la España hasta aquellas rocas donde confinan los Pirineos con el mar Mediterráneo y se separan los españoles de los galos. Distan estos montes del estrecho de las columnas de Hércules aproximadamente mil estadios. Porque desde las columnas hasta Cartagena, de donde emprendió Aníbal su viaje para Italia, se cuentan tres mil. Desde Cartagena, o la Nueva Cartago como otros llaman, hasta el Ebro hay dos mil seiscientos; desde el Ebro hasta Emporio mil seiscientos, y desde allí hasta el paso del Ródano otros tantos. En la actualidad los romanos tienen medido y señalado este camino con exactitud de ocho en ocho estadios. Desde el paso del Ródano, ascendiendo por el mismo río hacia su nacimiento hasta principiar el camino de los Alpes que va a Italia, se cuentan mil cuatrocientos estadios. Las restantes cumbres de los Alpes, las que era forzoso superar para llegar a las llanuras de Italia que baña el Po, se extienden cerca de mil doscientos. De forma que todo el camino que Aníbal debía atravesar para venir desde Cartagena a Italia, ascendía a cerca de nueve mil estadios. De este espacio, si se mira a la longitud, tenía ya casi andado la mitad, pero si se atiende a las dificultades le restaba aún la mayor parte.
Ya se disponía Aníbal a pasar los desfiladeros de los Pirineos, receloso de que los galos por la defensa natural de los lugares no le cerrasen el paso, cuando los romanos conocieron por los embajadores enviados a Cartago lo que se había resuelto y decretado. Llegada antes de lo que se esperaba la nueva de que Aníbal, había pasado el Ebro con ejército, tomaron la decisión de enviar a la España a Publio Cornelio, y al África a Tiberio Sempronio (219 años antes de J. C.) Mientras que estos dos cónsules disponían sus legiones y realizaban los demás preparativos, procuraron finalizar el asunto que anteriormente tenían entre manos, de enviar colonias a la Galia Cisalpina. Pusieron toda diligencia en cercar con muros las ciudades, y dieron orden para que los que habían de vivir en ellas (en número de seis mil hombres para cada una) partiesen a su destino en el término de treinta días. Una de estas colonias fue construida de parte acá del Po, y se llamó Placencia; la otra de parte allá, y se la dio el nombre de Cremona.
Luego que se establecieron estas colonias, los galos llamados boios, que de tiempos atrás maquinaban romper con los romanos y por falta de ocasión no lo habían llevado a efecto, alentados y fiados en las nuevas de que venían los cartagineses, se separaron de los romanos, abandonándolos los rehenes que habían dado al finalizar la última guerra, de que ya hicimos mención en el libro antecedente. Atrajeron a su partido a los insubrios, que fácilmente conspiraron en la rebelión por el antiguo odio, y talaron los campos que los romanos habían adjudicado a cada colonia. Persiguieron a los fugitivos hasta Motina, colonia romana, y la pusieron sitio. Se encontraron cercados dentro de la plaza tres ilustres romanos que habían sido enviados para la división de las tierras, uno de ellos Cayo Lutacio, varón consular, y dos pretores. Éstos pidieron se les admitiese a una conferencia, y se la concedieron los boios; mas tuvieron la deslealtad de prenderlos a la salida, persuadidos a que por éstos canjearían sus rehenes. Con esta nueva, Lucio Manlio, pretor y comandante de las tropas de aquel país, se dirigió prontamente a su socorro. Pero los beocios que supieron la venida, le tendieron una emboscada en un monte, y luego que hubieron entrado en lo fragoso los romanos, los atacaron por todas partes y dieron muerte a los más. Los demás emprendieron la huida al iniciarse el combate; y aunque después de ganar las alturas se hicieron fuertes por algún tiempo, apenas pudo pasar esto por una honesta retirada, Los boios siguieron tras de ellos, y los encerraron en un pueblo llamado Tanes. Luego que llegó a Roma la noticia de que los boios tenían cercada la cuarta legión y la sitiaban con brío, se destacó al instante a su socorro la legión que antes se había entregado a Publio bajo las órdenes de un pretor, y se ordenó a éste que levantase y dispusiese otras tropas entre los aliados.
Éste era el estado de los galos desde el inicio de la guerra hasta la llegada de Aníbal; el éxito que después tuvieron fue tal como hemos dicho en los libros anteriores y acabamos de exponer al presente. Al llegar la primavera, los cónsules romanos, preparado todo¡ lo necesario para la ejecución de sus propósitos, se hicieron a la mar para las expediciones que se habían propuesto. Escipión marchó a la España con sesenta navíos, y Sempronio al África con ciento sesenta buques de cinco órdenes. Éste pensó hacer la guerra con tanto asombro y acopió tantos pertrechos en Lilibea, donde juntó las guarniciones de todas las ciudades, como si al primer arribo hubiera de poner sitio a la misma Cartago. Escipión, costeando la Liguria, llegó al quinto día a las inmediaciones de Marsella, y fondeando en la primera boca del Ródano, llamada de Marsella, desembarcó a sus gentes. Allí supo que ya Aníbal había pasado los Pirineos, bien que le juzgaba aún muy distante por las dificultades del camino y multitud de galos que había en el intermedio. Mas Aníbal, ganados unos con el dinero y vencidos otros con la espada, llegó con su ejército al paso del Ródano cuando menos se esperaba, teniendo el mar de Cerdeña a la derecha. Escipión, sabida la llegada de los enemigos, ya porque le parecía increíble la celeridad de la marcha, ya porque quería enterarse a punto fijo, destaca trescientos hombres de a caballo, los más valerosos, dándoles por guías y auxiliadores a los galos que se hallaban a sueldo de los de Marsella. Él, mientras, reparó sus tropas de la fatiga de la navegación, y deliberó con los tribunos qué puestos se habían de ocupar y dónde se había de salir al encuentro al enemigo.
Capítulo XI
Llegada de Aníbal al Ródano – Preparativos que hace para pasarle.- Oposición que encuentra entre los bárbaros del país.
Luego que se acercó Aníbal a las inmediaciones del río, sentó el campo a cuatro jornadas de su embocadura, y se dispuso a pasarlo por ser allí la madre de una regular anchura. Después de haber ganado de todos modos la confianza de los pueblos próximos, les compró todas las canoas de una pieza y esquifes de que tenían abundancia, por ser muy dados al comercio marítimo sus naturales. Tomóles también toda la madera para la construcción de buques de una pieza, con la que en dos días se construyó un número exorbitante de pontones, procurando cada uno fundar en sí mismo la esperanza de pasar el río sin necesidad del compañero. Mientras tanto se reunió en el lado opuesto un gran número de bárbaros para impedir el paso a los cartagineses. A la vista de esto, Aníbal, infiriendo de las actuales circunstancias que ni le era posible pasar el río por fuerza, teniendo sobre sí tal número de enemigos, ni permanecer en aquel sitio, a menos de tener que recibir el ímpetu de los contrarios por todos lados, destacó a la entrada de la tercera noche una parte de su ejército al mando de Annón, hijo del rey Bomílcar, dándole por guías a los naturales del país. Éstos, remontando el río cerca de doscientos estadios, llegaron a un paraje, donde dividiéndose la corriente de agua en dos partes, formaba una pequeña isla. Allí hicieron alto, y trabando unos y ligando otros los leños cortados en el vecino bosque, en corto tiempo construyeron el número de balsas que bastaba a la actual urgencia, en las que atravesaron el río sin riesgo ni impedimento. Se apoderaron después de un sitio ventajoso, donde pasaron todo aquel día, para recobrarse de la pasada fatiga y disponerse al mismo tiempo a ejecutar la orden que se les había dado. Aníbal, por su parte, hacía lo mismo con las tropas que le habían quedado. Pero lo que más cuidado le daba era el paso de sus elefantes, en número de treinta y siete.
Apenas llegó la quinta noche, los que ya habían pasado al otro lado, marcharon al amanecer junto al río, contra los bárbaros que estaban al frente del ejército. Entonces Aníbal, que tenía dispuestos los soldados, puso por obra su pasaje. Embarcó la caballería pesadamente armada en los bateles, y la infantería más ligera en las barcazas. Los bateles formaban una línea en la parte superior de la corriente, y por bajo estaban las barcazas de menos resistencia, a fin de que sosteniendo aquellos la violencia principal del agua, hiciesen a éstas más seguro el paso. Se decidió asimismo llevar a nado los caballos en las popas de los bateles. De esta forma, como un solo hombre conducía del ramal tres o cuatro en cada costado de la popa, en un instante a la primera remesa pasaron un buen número de caballos al otro lado. Los bárbaros, que advirtieron el intento de los enemigos, salen tumultuosamente y a pelotones del campamento persuadidos a que con facilidad impedirían el desembarco a los cartagineses. Apenas vio Aníbal los fuegos que los suyos hacían de la otra parte, señal que se les había dado cuando ya estuviesen cerca, ordenó embarcar a todos, y que los que gobernaban los bateles se opusiesen a la violencia de la corriente. Hecho esto prontamente, los que iban en los bateles se alentaban mutuamente a gritos y luchaban con la violencia del agua; los dos ejércitos cartagineses que estaban viéndolo sobre una y otra margen, esforzaban y animaban con algazara a sus compañeros; los bárbaros, formados al frente, cantaban sus himnos y pedían la batalla, de suerte que el conjunto presentaba un espectáculo pavoroso y capaz de inspirar espanto. En ese instante los cartagineses que se hallaban al otro lado, dando súbita y repentinamente sobre los bárbaros que habían desamparado sus tiendas, unos prenden fuego al campamento y los más marchan contra los que defendían el paso. Los bárbaros, sobrecogidos con un tan inesperado accidente, parte acuden al socorro de las tiendas, parte se defienden y pelean contra los que los atacaban. Entonces, Aníbal, viendo que el efecto correspondía a sus deseos, al paso que los suyos iban desembarcando, los forma en batalla, los exhorta y los lleva contra los bárbaros, que desordenados y atónitos con lo imprevisto del caso, vuelven la espalda prontamente y emprenden la huida.
Capítulo XII
Aníbal atraviesa el Ródano.- Exhortación a sus tropas.- Encuentros de dos partidas de caballería romana y cartaginesa.- Tránsito de los elefantes.
Dueño del pasaje y victorioso, Aníbal dio prontamente providencia para el paso de la gente que había quedado en la otra orilla. Una vez que hubieron pasado en corto tiempo todas las tropas, sentó sus reales, aquella noche en la margen del mismo río. Al día siguiente, con la nueva que tuvo de que la escuadra romana había anclado en las bocas del Ródano, destacó quinientos caballos númidas escogidos a reconocer el sitio, número y operaciones del contrario. Al mismo tiempo ordenó a los peritos que pasasen los elefantes. Él, mientras, convocado el ejército, mandó entrar a Magilo, potentado que había venido de los llanos alrededor del Po, y por medio de un intérprete hizo saber a sus tropas la resolución tomada por los galos este era un estímulo muy poderoso para excitar el valor de los soldados. Pues a más de que por una parte era eficaz la presencia de los que los convidaban y ofrecían ayudar en la guerra contra los romanos, y por otra no se podía dudar de la promesa que hacían de que los conducirían a Italia por lugares, en donde no les faltase nada y la marcha fuese corta y segura, se unía a esto la fertilidad y extensión del país a donde habían de ir, y la buena voluntad de los naturales con quienes habían de hacer la guerra contra los romanos. Expuestas estas razones, se retiraron los galos. Acto seguido tomó la palabra Aníbal, y renovó a sus tropas la memoria de lo que habían realizado hasta entonces. Dijo que de cuantas arrojadas acciones y peligros habían emprendido, en ninguna les había desmentido el deseo, siguiendo su parecer y consejo; que tuviesen buen ánimo en adelante, a la vista de haber superado el mayor de los obstáculos; que ya eran dueños del paso del río, y testigos oculares de la benevolencia y afecto de los aliados; por último, que descuidasen sobre el mecanismo de la empresa, puesto que se hallaba a su cargo, y que sólo obedientes a sus a órdenes se portasen como buenos y dignos de sus anteriores acciones. El ejército mostró y atestiguó un gran ardor y deseo de seguirle. Aníbal alabó su buena disposición, hizo votos a los dioses por todos, y ordenó que se cuidasen y preparasen con diligencia para trasladar el campo al día siguiente.
No bien se había disuelto la asamblea, cuando llegaron los númidas que habían sido antes enviados a la descubierta, la mayoría de ellos muertos, y los restantes huyendo a rienda suelta. Pues a corta distancia del campo, cayendo en manos de la caballería romana que Escipión había destacado para el mismo efecto, fue tal la obstinación con que unos y otros se batieron, que de romanos y galos murieron ciento cuarenta, y de númidas más de doscientos. Terminado el combate, los romanos se acercaron en su persecución a examinar con sus ojos el campamento de los cartagineses, y se volvieron prontamente para informar al cónsul de la llegada del enemigo, como efectivamente lo hicieron apenas llegaron a los reales. Escipión, después de haber embarcado con prontitud el bagaje, levantó el campo, y condujo su ejército a orillas del río, deseoso de venir a las manos con los enemigos. Aníbal, el día después de la junta, al amanecer situó toda la caballería de frente al mar, para que sirviese de cuerpo de reserva, y ordenó a la infantería ponerse en mancha. Él esperó a los elefantes y demás gente que había quedado con ellos. El paso de los elefantes fue de esta manera. Construidas muchas balsas, unieron fuertemente dos la una a la otra, que juntas componían como cincuenta pies de anchura, y las fijaron bien en la tierra a la entrada del río. A éstas añadieron otras dos por la parte que estaba fuera del agua, y dieron mayor extensión a esta especie de puente para el paso. Para que toda la obra estuviese inmóvil y no se la llevase el río, aseguraron desde tierra el costado expuesto a la corriente, atándole con gumenas a los árboles que había al margen. Luego que se hubo dado a todo el puente doscientos pies de longitud, se construyeron después otras dos balsas excesivamente mayores y se unieron a las últimas. Estas dos estaban fuertemente ligadas entre sí, pero respecto de las otras, de tal modo que fuese fácil romper las ligaduras.
A éstas ataron muchas maromas, con las que los bateles que habían de ir tirando a remolque impidiesen que el río se las llevase, y sosteniéndolas contra la fuerza de la corriente, pudiesen las fieras pasar y abordar en ellas al otro lado. Después trajeron y esparcieron cantidad de tierra, hasta que pusieron con céspedes la entrada semejante, igual y del mismo color que el camino que conducía las fieras hasta el pasaje. Estos animales estaban acostumbrados a obedecer siempre a los indios hasta llegar al agua, pero meter el pie dentro jamás se habían atrevido. Para esto echaron delante por el terraplén dos hembras, y al instante siguieron los demás. Luego que estuvieron sobre las últimas balsas, cortaron las ligaduras que las asían a las otras, y tirando a remolque los bateles, separaron al instante las fieras y balsas que las sostenían, de las que estaban terraplenadas. De momento se alborotaron las bestias, volviendo y revolviendo de una parte a otra; pero viéndose rodeadas del agua por todos lados, se intimidaron y se contuvieron por precisión en su lugar. Así es como Aníbal, uniendo las balsas de dos en dos, pasó la mayor parte de las fieras. Algunas, asustadas, se arrojaron al río en medio del pasaje, cuyos conductores todos se ahogaron, pero se salvaron las bestias. Pues como tienen fuertes y largas las trompas, levantándolas sobre el agua, respiraban y despedían cuanto les venía encima, con lo que resistiendo la corriente por mucho tiempo pasaron en derechura al otro lado.
Capítulo XIII
Ruta que tomó Aníbal después de pasado el Ródano para superar los Alpes.- Extravagantes testimonios de los historiadores cuando describen el tránsito de Aníbal por estas montañas.
Una vez finalizado el paso de los elefantes, Aníbal formó de ellos y de la caballería la retaguardia, y marchó junto al río, dirigiendo su ruta desde el mar hacia el Oriente en ademán de quien va al interior de Europa. Porque el Ródano tiene su nacimiento por encima del golfo Adriático hacia el Occidente, en aquella parte de los Alpes que miran al Septentrión, corre hacia el ocaso del invierno y desemboca en el mar de Cerdeña. Su curso generalmente es por un valle cuya parte septentrional habitan los galos ardieos, y la meridional toda confina con el arranque de los Alpes que miran al Septentrión. Las llanuras inmediatas al Po, de que ya hemos hablado largamente, se hallan separadas del valle por donde corre el Ródano por las cumbres de dichos montes, que, principiando desde Marsella, se extienden hasta la extremidad del golfo Adriático. Éstos son, pues, los montes que Aníbal atravesó ahora para entrar en Italia.
Ciertos historiadores, cuando hablan de estas montañas, por querer asombrar a los lectores con prodigios, incurren imprudentemente en dos defectos muy ajenos de la historia. Se ven precisados a contar embustes y contradicciones. Pues al paso que representan a Aníbal como un capitán de inimitable valor y cordura, nos le pintan como el más insensato sin disputa. Y cuando ya no hallan cabo ni salida al enredo, introducen a los dioses y semidioses en los hechos verdaderos de la historia. Nos pintan tan escabrosas y ásperas las cordilleras de los Alpes que apenas, no digo a la caballería, ejército y elefantes, pero ni aun a la infantería ligera la sería asequible el tránsito. De igual modo nos describen tal la soledad de estos lugares, que a no habérseles aparecido algún dios o héroe que les mostrase el camino, faltos de consejo, hubieran perecido todos. Confesemos, pues, que esto es incurrir en los dos defectos que hemos apuntado.
Porque ¿se dará general más imprudente, ni capitán más insensato que Aníbal, que, conduciendo un tan numeroso ejército, en quien fundaba la esperanza del logro de sus propósitos, ignorase los caminos y lugares y no supiese a dónde ni contra quién se dirigía, y, lo que es un exceso de locura, emprendiese, no lo que dicta la razón, sino lo imposible? Meter un ejército en un terreno desconocido, es cosa que no harían otros, reducidos al último extremo y faltos de todo consejo; pues esto es cabalmente lo que atribuyen a Aníbal cuando estaba aún en tiempo de prometérselo todo de su empresa. Lo mismo digo de la soledad, escabrosidad y asperezas de estos lugares; todo ello es un manifiesto embuste. Estos escritores no saben que antes de la venida de Aníbal, los galos vencidos del Ródano, no una ni dos veces, no en tiempos remotos, sino recientemente, habían pasado los Alpes con numerosas tropas para auxiliar a los galos de los contornos del Po y llevar sus armas contra los romanos, como hemos dicho en los libros anteriores. Ignoran que sobre los mismos Alpes habitan muchísimos pueblos. Por eso, faltos de estos conocimientos, cuentan que se apareció un semidiós para servir de guía a los cartagineses. En esto se asemejan precisamente a los compositores de tragedias. Así como estos poetas, por sentar al principio supuestos falsos y repugnantes, tienen que recurrir para la catástrofe y desenredo de sus dramas a algún dios o a alguna máquina, del mismo modo aquellos escritores se ven precisados a fingir que se les ha aparecido algún héroe o dios, por haber supuesto fundamentos falsos e inverosímiles. Porque ¿cómo se puede con absurdos principios dar a la acción un éxito razonable? Aníbal se condujo en esta empresa, no como éstos escriben, sino con demasiada prudencia. Se había informado muy en detalle de la bondad del país a donde dirigía sus pasos y de la aversión de los pueblos contra los romanos. Para las dificultades que pudieran ocurrir en el intermedio, se había valido de guías y conductores de la misma tierra, hombres que, por la comunión de intereses, habían de correr el mismo riesgo. Nosotros hablamos de estas cosas tanto con mayor satisfacción, cuanto que las hemos sabido de boca de los mismos contemporáneos, hemos examinado con la vista estos lugares y hemos viajado en persona por los Alpes para ilustración y propio conocimiento.
Capítulo XIV
Llega Aníbal a lo que se llama la isla y pone en posesión del trono a un potentado de aquel país.- Oposición que encuentra en los allobroges al principiar los Alpes.- Victoria por los cartagineses.
Tres días después de haber levantado el campo los cartagineses, llegó el cónsul Escipión al paso del río; e informado de que habían marchado, fue, como era regular, tanto mayor su sorpresa cuanto estaba persuadido a que jamás los enemigos se atreverían a tomar aquella ruta para Italia, ya por la multitud de bárbaros que habitaban aquellas comarcas, ya por lo poco que había que fiar en sus palabras. Mas desengañado de que, efectivamente, habían tenido tal osadía, se retiró otra vez a sus navíos. Luego que llegó, embarcó las tropas, envió a la España a su hermano y él volvió a tomar el rumbo hacia la Italia, con el anhelo de prevenir a Aníbal en las cordilleras de los Alpes, atravesando la Etruria. Aníbal, a los cuatro días de camino tras haber pasado el Ródano, llegó a lo que llaman la Isla, país bien poblado y abundante en granos. Llámase así por su misma situación; pues corriendo el Ródano y el Saona cada uno por su costado, rematan en punta al confluente estos dos ríos. Es semejante en extensión y figura a lo que se llama Delta en Egipto, a excepción de que en la Delta cierra él un costado al mar, donde vienen a desaguar los dos ríos, y en la Isla unas montañas impenetrables y escarpadas, o, por mejor decir, inaccesibles. Aquí halló Aníbal dos hermanos que, armados el uno contra el otro, se disputaban el reino. El mayor supo obligar y empeñar a Aníbal en su ayuda para adjudicarse la corona. El cartaginés asintió, prometiéndose de esta acción por el pronto casi seguras ventajas. Efectivamente fue así, que unidas sus armas con las de éste y arrojado el menor, logró del vencedor infinitas recompensas. No sólo proveyó abundantemente la armada de granos y demás utensilios, sino que, sustituyendo en vez de las armas viejas y usadas otras nuevas, renovó oportunamente todas las fornituras del ejército. Vistió asimismo y calzó a la mayor parte, con lo que les procuró una gran comodidad para superar los Alpes. Pero el principal servicio fue que, entrando Aníbal con temor en las tierras de los galos llamados allobroges, puesto a la retaguardia con su ejército, le puso a cubierto de todo insulto, hasta que llegó a la subida de los Alpes. Ya había caminado Aníbal junto al río ochocientos estadios en diez días, cuando al iniciar la subida de los Alpes se vio en un inminente riesgo. Mientras estuvo en el país llano, los jefes subalternos de los allobroges se habían abstenido de inquietar su marcha, parte porque temían la caballería, parte porque respetaban los bárbaros que le acompañaban. Pero apenas éstos se retiraron a sus casas y Aníbal comenzó a entrar en tierra quebrada, entonces, reunidos los allobroges en bastante número, ocuparon con anticipación los puestos ventajosos por donde había de subir Aníbal. Si hubieran sabido ocultar su propósito, la ruina del ejército cartaginés era inevitable; pero fueron descubiertos a tiempo, y aunque hicieron mucho daño, fue menor el que ellos recibieron. Pues apenas advirtió el cartaginés que los bárbaros ocupaban los puestos ventajosos, ordenó hacer alto, acampando al pie de las colinas. Envió delante algunos galos de los que servían de guías para explorar los intentos y disposición del contrario. De vuelta de su comisión, supo que por el día observaban una exacta disciplina los allobroges y guardaban sus puestos, pero que por la noche se retiraban a la ciudad inmediata. Atento a esta noticia, formó el plan siguiente. Hizo avanzar el ejército a la vista de todos y acampó no lejos del enemigo al pie de aquellas gargantas. Llegada la noche, ordenó encender fuegos, dejó aquí la mayor parte del ejército y él con la tropa más valerosa y expedita atravesó los desfiladeros y se apoderó de los puestos que anteriormente habían abandonado los bárbaros, por haberse retirado a la ciudad según su costumbre.
Apenas los allobroges, llegado el día, echaron de ver lo sucedido, desistieron por el pronto del intento; pero advirtiendo después que el número de acémilas y caballería subía con dificultad y a larga distancia aquellos despeñaderos, se valieron de la ocasión para salir al paso. Efectivamente, atacaron la retaguardia por muchos lados, y hubo una gran mortandad en el ejército cartaginés, principalmente de caballos y bestias, no tanto por los golpes de los bárbaros cuanto por la desigualdad del terreno. Pues como el camino era no sólo angosto y áspero sino en declive y pendiente, a cualquier movimiento o a cualquier vaivén iban rodando por aquellos precipicios muchas bestias y acémilas con sus cargas. Pero la principal confusión la causaron los caballos heridos, pues espantados unos, chocaban con las bestias que tenían al frente, e impetuosos otros, atropellaban cuanto se les oponía por delante de los desfiladeros, de lo que provenía un gran desorden. Atento a esto Aníbal, reflexionando que, perdido el bagaje, no habría ya remedio que esperar aun para los que se salvasen, toma a los que por la noche se habían apoderado de las eminencias, y se dirige al socorro de los que emprendían la subida. De esta forma, como los atacó desde arriba, causó un grande estrago en los enemigos, bien que no fue menor el de los suyos, porque se aumentó la confusión por ambas partes al ver la gritería y choque de los nuevos combatientes. Pero después que la mayoría de los allobroges perecieron, y el resto, vuelta la espalda, tuvo que retirarse, entonces hizo pasar, aunque con pena y trabajo, aquellos desfiladeros a las bestias y caballos que le habían quedado, y él, reuniendo las reliquias que pudo de la acción, atacó la ciudad, de donde los contrarios le habían salido al encuentro. Tomóla a poca costa, porque la esperanza del botín había echado fuera a todos sus moradores y la habían dejado casi desierta. Esta conquista le reportó muchas ventajas, tanto para el presente como para el futuro. Se rehizo por el pronto del número de caballos, bestias y hombres que le habían tomado; tuvo abundancia para adelante de granos y ganados para dos o tres días, y lo que fue una precisa consecuencia, esparcido el terror por la comarca, consiguió que los pueblos vecinos no se atreviesen con facilidad a interrumpirle la subida.
Capítulo XV
Paso de los Alpes por Aníbal.- Emboscadas, desfiladeros y dificultades que tuvo que vencer.
Aníbal, sentados allí los reales, hizo alto todo un día, y volvió a emprender la marcha. En los días siguientes marchó el ejército sin riesgo particular. Pero al cuarto volvió a incurrir en un gran peligro. Los pueblos próximos al camino fraguan una conspiración, y le salen al paso con ramos de oliva y con coronas. Ésta es una señal de paz casi general entre los bárbaros, así como lo es el caduceo entre los griegos. Aníbal, que ya vivía con recelo de la fe de estos hombres, examinó con cuidado su intención y todos sus propósitos. Ellos le expusieron que les constaba la toma de la ciudad y ruina de los que le habían atacado; le manifestaron que el motivo de su venida era con el deseo de no hacer daño ni de que se les hiciese, para lo cual le prometían dar rehenes. Aníbal dudó durante mucho tiempo y desconfió de sus palabras; pero reflexionando que si admitía sus ofertas haría acaso a estos pueblos más contenidos y tratables, y que si las desechaba los tendría por enemigos declarados, consintió en su demanda y fingió contraer con ellos alianza. Como los bárbaros entregaron al instante los rehenes, proveyeron abundantemente de carnes el ejército y se entregaron del todo y sin reserva en mano de los cartagineses, Aníbal empezó a tener alguna confianza, tanto que se sirvió de sus personas para guías de los desfiladeros que faltaban. Pero a los dos días que iban de batidores, se reúnen todos, y al pasar Aníbal un valle fragoso y escarpado, le acometen por la espalda.
Ésta era la ocasión en que hubieran perecido todos sin remedio, si Aníbal, a quien duraba aún alguna desconfianza, pronosticando lo que había de ocurrir, no hubiera situado delante el bagaje y la caballería y detrás los pesadamente armados. Este auxilio hizo menor la pérdida, porque reprimió el ímpetu de los bárbaros. Bien que, aun con esta precaución, murieron gran número de hombres, bestias y caballos. Porque, como los contrarios caminaban por lo alto a medida que los cartagineses por lo bajo de las montañas, ya echando a rodar peñascos, ya tirando piedras con la mano, pusieron las tropas en tal consternación y peligro, que Aníbal se vio en la precisión de pasar una noche con la mitad del ejército sobre una áspera y rasa roca, separado de la caballería y bestias de carga para vigilar en su defensa, y aun apenas bastó toda la noche para desembarazarse de aquel mal paso. Al día siguiente, retirados los enemigos, se reunió con la caballería y acémilas, y prosiguió su marcha a lo más encumbrado de los Alpes. De allí adelante ya no le embistieron los bárbaros con el total de sus fuerzas. Solamente le atacaban por partidas, y presentándose oportunamente, ya por la retaguardia, ya por la vanguardia, le robaban algún bagaje. De mucho le sirvieron en esta ocasión los elefantes, pues por la parte que ellos iban jamás se atrevieron acercarse los contrarios, asombrados con la novedad del espectáculo. Al noveno día llegó a la cima de estos montes, donde acampó y se detuvo dos días para dar descanso a los que se habían salvado y esperar a los que se habían rezagado. Durante este tiempo muchos de los caballos espantados y bestias de las que habían arrojado las cargas, descubriendo maravillosamente por las huellas el ejército, volvieron y llegaron al campamento.
Era entonces el final del otoño, y se hallaban ya cubiertas de nieve las cimas de estos montes, cuando advirtiendo Aníbal que los infortunios pasados y los que esperaban aún habían abatido el valor de sus tropas, las convoca a junta y procura animarlas, valiéndose para esto del único medio de enseñarles la Italia. Está, pues, esta región de, tal modo situada al pie de los Alpes, que de cualquier parte que se mire, parece que la sirven de baluarte estas montañas. De esta forma, poniéndoles a la vista las campiñas que riega el Po, recordándoles la buena voluntad de sus moradores, y señalándoles al mismo tiempo la situación de la misma Roma, recobró de algún modo el espíritu de sus soldados. Al día siguiente levantó el campo y emprendió el descenso. En él no se le presentaron enemigos, fuera de algunos que rateramente le molestaron. Pero la desigualdad del terreno y la nieve le hicieron perder poca menos gente que había perecido en la subida. Efectivamente, como la bajada era angosta y pendiente, y la nieve ocultaba el paso al soldado, cualquier traspié o desvío del camino era un precipicio en un despeñadero. Bien que la tropa, acostumbrada ya a este género de males, sufría con paciencia este trabajo. Pero luego que llegó a cierto paso cuya estrechez imposibilitaba el paso a los elefantes y bestias (era un despeñadero que, a más de que ya anteriormente tenía casi estadio y medio de camino, a la sazón estaba aún más escarpado con el desmoronamiento de la tierra), allí comenzó de nuevo a desalentarse y acobardarse la tropa. El primer pensamiento de Aníbal fue evitar el precipicio por un rodeo; pero como la nieve le imposibilitaba el camino, desistió del empeño.
Era cosa particular y extraña lo que allí acaecía. Sobre la nieve que antes había y permanecía del invierno anterior, había caído otra nueva en este año. En ésta fácilmente se hacía impresión, como que estaba blanda por haber caído recientemente y ser poca su altura; pero, cuando pisoteada la nueva se llegaba a la que estaba debajo congelada lejos de poderse asegurar el soldado parecía que nadaba, y faltándole los pies, caía en tierra, a la manera que acontece a los que andan por un terreno resbaladizo. A esto se añadía otro mayor trabajo. Como el soldado no podía imprimir la huella en la nieve que había debajo, si caído quería tal vez valerse de las rodillas o manos para levantarse, tanto con mayor lástima él y todo lo que le había servido de asidero iba rodando por aquellos lugares generalmente pendientes. Las acémilas, cuando caían, rompían el hielo forcejeando por levantarse: una vez éste quebrado, quedaban atascadas con la pesadez de la carga y como congeladas con la opresión de la nieve anterior. A la vista de esto, fue preciso desistir de este arbitrio y acampar en el principio del desfiladero, quitándole antes la nieve que contenía. Después, con el auxilio de la tropa, se abrió un camino en la misma peña, aunque con mucho trabajo. En un solo día se hizo el bastante para que transitasen las bestias y caballería. Luego que éstas hubieron pasado, se mudó el real a un sitio que no tenía nieve y se las soltó a pastar. Aníbal mientras, distribuidos en partidas los númidas, prosiguió la conclusión del camino, y apenas después de tres días de trabajo pudo hacer pasar los elefantes, que se hallaban ya muy extenuados del hambre. Pues las cumbres de los Alpes y sus inmediaciones, como en invierno y verano las cubre la nieve de continuo, están del todo rasas y desnudas de árboles; pero las faldas de uno y otro lado producen bosques y arboledas, y generalmente son susceptibles de cultivo.
Finalmente, incorporado todo el ejército, prosiguió Aníbal el descenso, y tres días después de haber atravesado los mencionados despeñaderos, alcanzó el llano con mucha pérdida de gente, que los enemigos, los ríos y la longitud del camino habían causado; y mucha más, no tanto de hombres cuanto de caballos y acémilas, que los precipicios y malos pasos de los Alpes se habían tragado. Había tardado cinco meses en todo el camino desde Cartagena, contando los quince días que le había costado el superar los Alpes hasta que penetró con el mismo espíritu en las llanuras del Po y pueblos de los insubrios. El cuerpo de tropas que le había quedado a salvo se reducía a doce mil infantes africanos, ocho mil españoles y seis mil caballos, como él mismo lo testifica en una columna hallada en Lacinio, describiendo el número de su gente.
Durante este tiempo Publio Escipión, que, como arriba hemos indicado, había dejado las legiones a su hermano Cnelio, le había recomendado los negocios da España y que hiciese la guerra con vigor a Asdrúbal, desembarcó en Pisa con poca gente. Pero atravesando la Etruria, y tomando allí de los pretores las legiones que estaban a su cargo para hacer la guerra a los boios, marchó a acamparse a las llanuras del Po, donde aguardó al enemigo, deseoso de venir con él a las manos.
Capítulo XVI
Digresión que hace el autor para justificarse sobre varios particulares históricos.
Ya que hemos llevado a la Italia la narración, los dos generales y la guerra, antes de dar principio a los combates deseamos justificarnos brevemente de ciertos particulares que conducen a la historia. Quizá se nos preguntará cómo habiéndonos extendido tanto sobre varios lugares del África y de la España, no hemos dicho siquiera una palabra ni del estrecho de las columnas de Hércules, ni del mar Océano y sus particularidades, ni de las islas Británicas y confección del estaño, ni de las minas de oro y plata que existen en España, sobre que los autores han escrito tanto y tan contrario. Ciertamente que si hemos omitido estos puntos no ha sido por considerarlos ajenos de la historia, sino, en primer lugar, porque no hemos querido interrumpir la narración a menudo, ni distraer al lector de la serie del asunto; y en segundo, porque nos hemos propuesto, no el tratar estas curiosidades en distintos lugares y de paso, sino exponer su certeza en cuanto nos sea posible con separación, destinando lugar y tiempo a esta materia. En este supuesto, no hay que extrañar si en la consecuencia, llegando a semejantes pasajes, omitimos sus circunstancias por estas causas. Es verdad que algunos gustan de que en todo lugar y en cualquier parte de la historia se siembren estas particularidades; pero no advierten que en esto se asemejan a los glotones cuando son convidados. Tales hombres, por probar de todo lo que les presentan, ni por el pronto toman el verdadero gusto a los manjares, ni para adelante sacan nutrimento provechoso de su digestión, sino todo lo contrario. Del igual modo los que aman en la lectura incidentes inconexos, ni consiguen por el pronto una diversión verdadera, ni para adelante una instrucción correspondiente. Existen, sin embargo, muchas pruebas de que entre todas las otras partes de la historia ésta merece una atención y corrección más exacta, como se ve principalmente por éstas. Todos los historiadores, o cuando no la mayoría, que han intentado describir las propiedades y situación de los países que se hallan a los extremos del mundo conocido, los más han cometido frecuentes yerros. De ningún modo conviene perdonar a estos autores; por el contrario, es preciso impugnarlos, no de prisa y corriendo, sino de propósito y con fundamento. Ya que se les ha de refutar su ignorancia, no con invectivas y mordacidades, sino más bien con aplausos y correcciones. Pues se ha de tener entendido que si volvieran ahora, enmendarían y mudarían mucho de lo que entonces profirieron. En los tiempos anteriores, casi no se encontrará un griego que emprendiese explorar las extremidades de la tierra, por ser intento vano. Eran muchos e innumerables los peligros que había en el mar, y muchísimo mayores en los viajes por tierra. Aparte de que si alguno por precisión o por gusto viajaba a los extremos del mundo, ni aun así conseguía el fin que se había propuesto. Era difícil examinar de visu los más de los países, ya por la barbarie que en unos reina, ya por la soledad que en otros existía. Era aún más dificultoso enterarse, y sacar alguna ilustración con el auxilio de la palabra, de aquellos que se habían visto, por la diversidad del idioma. Y dado el caso que hubiese uno instruido en los viajes, aun así era muy difícil que este tal, despreciando las fábulas y patrañas, se contuviese dentro de una relación moderada, prefiriese por su honor la verdad, y no nos contase más de lo que había visto.
Siendo, pues, no digo difícil, sino casi imposible una exacta noticia de estas cosas en los siglos anteriores, no es normal que por haber omitido algún hecho o haber incurrido en algún defecto, se reprenda a estos autores; antes bien, merecen de justicia que se les aplauda y admire, por haber tenido algún conocimiento y haber promovido este estudio en tales tiempos. Pero en nuestros días, que por el dominio de Alejandro en Asia e imperio de los romanos en lo restante del mundo, casi todo el orbe es navegable o transitable, y que hombres sabios, libres del cuidado de los negocios militares y políticos, han logrado con este motivo las mayores proporciones de inquirir y examinar esta clase de descubrimientos; es necesario que sepamos mejor y con más certeza lo que ignoraron nuestros antepasados. Esto procuraremos cumplir, destinando en la historia lugar conveniente para esta materia. Para entonces descaremos nos presten toda su atención los amantes de este estudio, puesto que hemos sufrido fatigas y padecido infortunios, viajando por el África, España, Galia y mar exterior que circunda estas regiones, con el fin principalmente de corregir la ignoran, la de los antiguos en esta parte, y procurar a los griegos el conocimiento de estos países del mundo. Pero ahora, tornando a tomar el hilo de la narración, expondremos los combates que se dieron de poder a poder en Italia entre romanos y cartagineses.
Capítulo XVII
Situación del ejército de Aníbal después de atravesar los Alpes.- Toma de Turín.- Arenga de Aníbal antes de la batalla del Tesino.
Conocemos ya al número de tropas con que Aníbal penetró en Italia. Su primer cuidado, luego que llegó, fue acamparse al pie de los Alpes para dar descanso a los soldados. Las subidas, bajadas y desfiladeros de las cumbres de estos montes habían, no sólo deteriorado notablemente el ejército, sino que la falta de víveres y desaliño de los cuerpos lo habían desfigurado enteramente. Hubo muchos a quienes el hambre y los continuos trabajos hicieron despreciar la vida. Pues a más de que tales lugares imposibilitaban el acarreo de comestibles que bastase a tantos miles, de los una vez transportados, con la pérdida de la acémila se perdía ya la mayor parte. De aquí provino que el que había salido del tránsito del Ródano con un ejército de treinta y ocho mil infantes y más de ocho mil caballos, en la cordillera de los Alpes había perdido, como hemos mencionado, cerca de la mitad, y ésta a la vista y demás apariencia tan desmejorada por los continuos trabajos, que parecía una tropa de salvajes. Por eso, el principal cuidado de Aníbal se redujo a cuidar de estas gentes, para que recobrasen el espíritu y fuerzas tanto ellos como los caballos.
Una vez que el ejército se hubo restaurado, intentó primero atraer a su amistad y alianza a los taurinos, pueblos que, situados al pie de los Alpes, sostenían entonces una guerra con los insubrios, y recelaban de la fe de los cartagineses. Pero no teniendo efecto sus insinuaciones, puso su campo alrededor de la capital de esta nación, y la tomó a los tres días de asedio. Pasó a cuchillo a todos los que se le habían opuesto, con lo que infundió tal terror entre los bárbaros de la comarca, que todos vinieron al momento a ponerse en sus manos. El restante número de galos que habitaban aquellas campiñas hubiera sin duda apetecido unirse con Aníbal, tal como en el principio lo había proyectado; pero prevenidos e impedidos la mayor parte de ellos por las legiones romanas y precisados otros a seguir su partido, gustaban del reposo. A la vista de esto, Aníbal decidió no detenerse, sino marchar adelante y ejecutar alguna acción que asegurase la confianza de los que deseaban unir con él su fortuna.
Este era su propósito cuando tuvo la noticia que Escipión había atravesado el Po con sus legiones y se hallaba cerca. De momento no dio crédito a estos rumores. Se acordaba de que pocos días antes había dejado a este cónsul a las márgenes del Ródano; reflexionaba que la navegación desde Marsella a la Etruria era larga y peligrosa, y estaba informado que el camino desde el mar Etrusco a los Alpes por Italia era largo y penoso para un ejército. Pero confirmándose más y más la noticia admiró y extrañó el empeño y diligencia del cónsul. Lo mismo sucedió a Escipión por su parte. Al principio no se podía persuadir que Aníbal emprendiese el paso de los Alpes con un ejército compuesto de tan diversas naciones, y dado que lo intentase, se presumía que hallaría su ruina sin remedio. Pero cuando estando aún en estos discursos supo que Aníbal había llegado salvo a Italia y que ya tenía puesto cerco a algunas de las ciudades, se asombró de la audacia e intrepidez de semejante hombre. El mismo terror se sintió en Roma a la llegada de estas noticias. Apenas atento a las últimas nuevas que habían arribado de la toma de Sagunto, se había tomado la providencia de enviar un cónsul al África para sitiar la misma Cartago, y el otro a la España para oponerse allí a Aníbal, cuando he aquí que llega la noticia de que Aníbal se halla dentro de Italia con ejército y tiene ya puesto sitio a algunas de sus ciudades. En medio del sobresalto que causó esta inopinada nueva, se envió un correo inmediatamente a Lilibea para informar a Tiberio de la llegada de los enemigos, y suplicarle que pospuestos todos sus proyectos viniese cuanto antes al socorro de la patria. Tiberio, reuniendo al momento su marinería, la intimó la orden de dirigir el rumbo hacia Roma, y a los tribunos que marchasen con las tropas de tierra, fijándoles el día en que habían de pernoctar en Arimino. Es ésta una ciudad situada sobre el mar Adriático, al extremo de las llanuras del Po hacia el Mediodía. Una conmoción tan universal y concurrencia de acasos tan imprevistos había puesto a todos en la mayor inquietud sobre lo que ocurría.
Para entonces, aproximándose ya Aníbal y Escipión uno al otro, empezaron a animar cada uno a sus soldados y ponerles a la vista lo que convenía a las presentes circunstancias. De un modo semejante exhortó Aníbal a los suyos. Reunió el ejército, hizo traer a los jóvenes cautivos que lo habían incomodado en el tránsito de los desfiladeros de los Alpes y habían sido hechos prisioneros. Es de suponer que para tenerlos dispuestos a su propósito los había tratado con dureza, ya teniéndolos en duras prisiones, ya hostigándolos con el hambre, ya macerando sus cuerpos con azotes. En este estado, los hizo sentar en el centro y les presentó las armaduras gálicas con que sus reyes acostumbraban adornarse para entrar en un combate particular. A más de esto les puso delante caballos e hizo traer vestidos muy costosos. Después les preguntó quiénes de ellos querían luchar uno contra otro, con la condición de que el vencedor había de tener por premio los despojos presentes, y el vencido muriendo se eximía de los males actuales. Habiendo todos clamado y pedido que querían entrar en la lid, mandó echar suertes, y a los dos en quienes cayese se les armase y se batiesen. Luego que los jóvenes escucharon esta orden, cuando levantando las manos pedía cada uno con ansia a los dioses fuese él del número de los escogidos. Apenas se hubo publicado el sorteo, los elegidos se alegraron en extremo, y los otros al contrario. Terminado el combate, los restantes cautivos felicitaban igualmente al vencido y al vencedor, como que se habían libertado de infinitas y graves penas que les quedaban aún sufrir a ellos. El mismo efecto hizo este espectáculo a los cartagineses, que haciendo comparación entre el muerto y la miseria de los que veían llevar vivos, se compadecían de éstos, al paso que reputaban a aquél por venturoso.
Aníbal, habiendo con este ejemplo impresionado en el ánimo de sus tropas aquella disposición que se había propuesto, salió al centro de la asamblea y dijo: «Ved aquí por qué os he presentado estos prisioneros, para que la vista eficaz de la condición de los infortunios ajenos os haga consultar lo mejor sobre vuestro estado presente. A igual combate y situación os ha reducido la fortuna, e iguales son los premios que ahora os presenta. Es preciso, o vencer, o morir, o vivir bajo el yugo de los contrarios. El premio de la victoria es, no caballos y sayos, sino dueños de las riquezas romanas, llegar a ser los más dichosos de los hombres. Si peleando y combatiendo hasta el último aliento os sucede algún fracaso, sin saber lo que son miserias, vendéis la vida como buenos por la empresa más honrosa. Pero, si vencidos por amor a la vida, volvéis la espalda o tomáis otro cualquier medio para salvaros, no habrá males ni desdichas que no os sobrevengan. Yo no creo haya alguno tan necio ni mentecato que, al considerar el largo camino que ha recorrido desde su casa, al acordarse de tantos combates ocurridos en el intermedio y al representársele los caudalosos ríos que ha pasado, fíe en los pies el volver a su patria. En este supuesto es preciso que, depuesta del todo tal esperanza, forméis de vuestra fortuna la misma idea que poco ha hicisteis de los acasos ajenos. Así como de los prisioneros aplaudisteis de igual modo al vencedor y al vencido, y tuvisteis compasión de los que quedaron con vida, el mismo concepto debéis hacer de vuestra suerte, y entrar en la batalla con el ánimo, lo primero, de vencer, y cuando esto no se pueda, de morir, pues una vez vencidos no resta recurso alguno de vida. Si os echáis estas cuentas y tenéis estos ánimos, conseguiréis sin duda el vencer y vivir. Jamás desmintió la victoria a hombres que, o por gusto o por precisión, entraron en la lid con tal propósito. Aparte de que cuando los enemigos tienen los sentimientos contrarios, como ahora los romanos, que por caerles cerca su patria aseguran la salud en la huida, es indudable que no podrán tolerar el ímpetu de una gente desesperada.» La tropa aplaudió el ejemplo y el discurso, y se revistió del espíritu y presencia de ánimo que el orador apetecía. Entonces Aníbal, después de haberles elogiado, intimó la marcha para el día siguiente al amanecer, y despidió la junta.
Capítulo XVIII
Arenga de Escipión a sus tropas.- Batalla del Tesino.- Traición de los galos que militaban bajo las banderas romanas.- Paso del Trebia por Escipión y pérdida de su retaguardia.
Mientras tanto (219 años antes de J. C.), P. Cornelio había ya vadeado el Po, y decidido a pasar adelante, había ordenado a los peritos tender un puente sobre el Tesino. Después reunió las restantes tropas y les hizo su arenga. Se extendió mucho sobre la majestad de Roma y hechos de sus mayores; pero atento al caso presente, dijo: «Que aun cuando no hubiesen ensayado jamás sus fuerzas hasta el presente contra enemigo alguno, el saber sólo que las habían de emplear contra los cartagineses debía asegurarles la esperanza de la victoria; que era una cosa indigna e intolerable que unos hombres tantas veces vencidos por los romanos, sus tributarios por tantos años y habituados ya casi a servirles por tanto tiempo, tuviesen la avilantez de levantar la vista contra sus señores. Pero cuando prescindiendo de lo dicho, tenemos la reciente prueba de que el presente enemigo ni aun mirarnos sólo se atreve a la cara, ¿qué juicio deberemos formar para adelante, si lo reflexionamos con cuidado? El choque de la caballería númida con la nuestra junto al Ródano les salió mal, pues muertos muchos, tuvo en esto que huir vergonzosamente hasta su campo. El general y todo su ejército, al saber la llegada de nuestras legiones, hizo una retirada a manera de huida, y el miedo le obligó contra su voluntad a tomar el camino de los Alpes. Es cierto que Aníbal se halla ahora en Italia, pero con pérdida de la mayor parte del ejército, y la restante sin fuerzas e inutilizada con tantos trabajos. De igual modo la mayor parte de los caballos ha muerto, y el resto, por la longitud y malos pasos del camino, será de ningún provecho.» Con estas razones procuraba persuadirlos a que, para vencer, sólo necesitaban presentarse al enemigo, pero que su principal confianza la debían depositar en que se hallaba presente su persona. Pues nunca él, abandonada la escuadra y los negocios de España a que había sido enviado, hubiera venido acá con tanta diligencia si razones poderosas no le hubieran persuadido a que era necesaria para la salud de la patria esta jornada y que en ella estaba segura la victoria. La autoridad del que hablaba y verdad de lo que decía, infundió ánimo en la tropa para el combate. Entonces el cónsul, aceptando su buen deseo, les exhortó estuviesen prontos a recibir sus órdenes, y despidió la junta.
Al día siguiente marcharon los dos generales a lo largo del Tesino por la parte que mira a los Alpes, teniendo el romano el río a su izquierda y el cartaginés a su derecha. Al segundo día, habiendo sabido uno y otro por sus forrajeadores que el enemigo se hallaba cerca, acamparon e hicieron alto. Al otro día, Aníbal con la caballería y Escipión con la suya y los flecheros de a pie, batieron la campaña, deseosos cada uno de reconocer las fuerzas del contrario. Apenas el polvo que se levantó dio a conocer la proximidad del enemigo, cada uno por su parte se formó en batalla. Escipión hizo avanzar los flecheros con la caballería gala, y situados de frente los restantes, avanzaba a lento paso. Aníbal formó su primera línea con la caballería de freno y todo lo que había en ella demás fuerte, cubrió sus alas con la númida para rodear al enemigo, y salió al encuentro. Ansiosos por pelear unos y otros, jefes y caballeros, el primer choque s dispuso de manera que los flecheros, apenas hubieron disparado sus primeros dardos, asombrados con el ímpetu del enemigo y temerosos de que no les atropellase la caballería que les venía encima, retrocedieron al instante y echaron a huir por los intervalos de sus propios escuadrones. Los que componían el centro vinieron mutuamente a las manos y sostuvieron por largo tiempo igual la balanza del combate. La batalla era al mismo tiempo de caballería e infantería, porque muchos en la acción echaron pie a tierra. Pero luego que los númidas rodearon y atacaron al enemigo por la espalda, los flecheros de a pie que anteriormente habían evitado el choque de la caballería, fueron atropellados por la multitud e ímpetu de sus caballos. La vanguardia romana, que desde el principio peleaba con el centro cartaginés, viéndose invadida por detrás por los númidas, tuvo que desamparar el puesto. Una gran parte de romanos quedó sobre el campo, pero fue mayor aún la de los cartagineses. Muchos de aquellos emprendieron una huida precipitada, algunos se unieron con el cónsul. Escipión inmediatamente levantó el campo y atravesó las llanuras hasta el puente del Po, con el anhelo de hacer pasar prontamente sus legiones. Tomó el partido de poner sus tropas a cubierto, a la vista de ser el país tan llano, el enemigo superior en caballería y hallarse él gravemente herido. Aníbal creyó por algún tiempo que las legiones de a pie reanudarían el combate; pero advirtiendo que habían salido del campamento, las siguió hasta el río. Allí, como encontrase desunidas la mayor parte de las tablas del puente y un cuerpo de seiscientos hombres que había quedado para su custodia, los hizo prisioneros, y con la noticia que le dieron de que los demás estaban ya muy lejos, retrocedió y tomó el camino opuesto a lo largo del río con el deseo de encontrar un lugar apropiado para tenderle un puente. Luego de dos días de marcha hizo uno de barcas, y encargó a Asdrúbal el paso de las tropas. Él pasó poco después y dio audiencia a los embajadores que habían venido de los pueblos próximos. Pues con la victoria que había ganado, todos los galos de la comarca anhelaban ganar su confianza según su primer propósito, proveerle de municiones y militar bajo sus banderas. Recibidos que fueron éstos con agrado, y pasadas sus tropas a esta parte, caminó río abajo haciendo una marcha opuesta a la anterior, con el deseo de alcanzar al enemigo. Escipión, después de atravesado el Po, había acampado alrededor de Placencia, colonia romana. Allí se había detenido para curar su herida y las de sus soldados, creyéndose seguro de todo insulto. Entretanto, Aníbal, al segundo día de haber pasado el río, alcanzó a los enemigos, y al tercero formó a su vista el ejército en batalla. Pero viendo que nadie se le presentaba, se atrincheró a cincuenta estadios de distancia.
Entonces los galos que militaban bajo las banderas romanas, al ver la mayor prosperidad de los cartagineses, mancomunados entre sí, acecharon la ocasión de atacar a los romanos sin salir cada uno de su tienda. Luego de haber cenado y haberse recogido dentro del campamento, dejaron pasar la mayor parte de la noche. Pero cerca de la madrugada toman las armas hasta dos mil de a pie y poco menos de doscientos de a caballo, dan sobre el campo de los romanos, que se hallaba próximo, matan muchos, hieren a no pocos, y por último, cortadas las cabezas de los muertos, marchan con ellas a los cartagineses. Aníbal recibió su llegada con agrado, los colmó de elogios por el pronto les prometió premios correspondientes a cada uno para el futuro y los envió a sus ciudades para que informasen a sus conciudadanos de lo hasta allí obrado y los exhortasen a contraer con él alianza. Era preciso que todos por necesidad abrazasen el partido de Aníbal, a la vista del insulto cometido por sus conciudadanos contra los romanos. Efectivamente, vinieron, y con ellos los boios, que le entregaron los tres personajes enviados por los romanos para la división de las tierras, de quienes se habían apoderado contra todo derecho al iniciarse la guerra, como hemos indicado anteriormente. Aníbal aplaudió su buen afecto, les dio testimonios de amistad y alianza, y les devolvió los tres romanos, advirtiéndoles los custodiasen para canjear por ellos sus rehenes, como al principio habían pensado.
Mucho afligió a Escipión la traición de los galos, y no dudando que enajenados de antemano sus ánimos contra los romanos, se pasarían con este hecho todos los de la comarca al partido de los cartagineses, decidió poner remedio para el futuro. Por lo cual, llegada la noche, levantó el campo al amanecer, y tomó el camino hacia el río Trebia y eminencias a él inmediatas, para afianzar su seguridad en la fortaleza de aquel terreno y vecindad de sus aliados. Pero apenas advirtió Aníbal su traslado, destaca prontamente en su seguimiento la caballería númida, y poco después la restante, siguiendo él detrás con todo el ejército. Los númidas encontraron desierto el campamento romano y le prendieron fuego. Esto tuvo mucha cuenta a los romanos; como que si los hubieran perseguido los númidas sin detenerse, habrían alcanzado los bagajes y hubieran dado muerte a muchos romanos en aquellas llanuras. Pero llegaron cuando ya los más habían pasado el Trebia. Sólo faltaba la retaguardia, y de ésta una parte fue muerta y otra hecha prisionera. Escipión, pasado el Trebia, sentó sus reales en las primeras colinas, y fortificado su campo con foso y trinchera, mientras aguardaba a Sempronio y las legiones que con él venían, curaba su herida con cuidado, deseoso de tener parte en el futuro combate. Aníbal sentó su campo a cuarenta estadios de distancia del enemigo. Allí, los galos que habitaban aquellas campiñas, alentados con los progresos de los cartagineses, proveían abundantemente de víveres al ejército, y en toda acción o peligro los hallaba Aníbal por compañeros.
Capítulo XIX
Pretextos romanos para justificar su derrota.- Aníbal toma por trato a Clastidio.- Refriega de la caballería y ventaja de Sempronio.- Diversidad de pareceres entre los dos cónsules sobre la guerra.- Emboscada de Aníbal.
Apenas llegó a Roma la nueva de la batalla entre la caballería, fue tanto mayor la sorpresa cuanto tenía la noticia de inesperada. Pero no faltaron pretextos a que atribuir el haber sido vencidos. Unos culpaban la temeridad del cónsul, otros el mal resultado que de propósito habían dado de sí los galos, infiriendo esto de la última deserción. Pero en fin, estando aún indemnes las legiones de a pie, se lisonjeaban de que no había que temer por la salud de la República. Por eso cuando Sempronio pasó por Roma se creyó que desde que él hubiese unido sus legiones, la presencia sola de este ejército concluiría la guerra. Luego que reunieron éstas en Arimino, como se habían convenido por juramento, cuando los tomó el cónsul, y se dirigió con diligencia a incorporarse con Escipión. Después que se hubo acercado al campamento de éste, sentó sus reales a corta distancia, e hizo descansar sus legiones que habían marchado cuarenta días continuos desde Lilibea a Arimino. Él, mientras, realizaba todos los preparativos para la batalla, y conferenciaba frecuentemente con Escipión, ya informándose de lo pasado, ya deliberando sobre lo presente.
En el transcurso de este tiempo, Aníbal tomó por trato la ciudad de Clastidio, entregándosela Brundusino, su gobernador por los romanos. Dueño de la guarnición y de los acopios de trigo, se sirvió de éste para las presentes urgencias, y se llevó consigo a los prisioneros sin hacerles daño. Deseaba por este rasgo de humanidad dar a entender a los que en adelante se aprendiesen, que no había que desesperar de su clemencia. Recompensó al traidor magníficamente, con el propósito de atraer al partido de Cartago todos los que obtenían algún cargo. Después, advirtiendo que algunos galos de los que habitaban entre el Po y el Trebia habían contraído con él alianza, y al mismo tiempo se comunicaban con los romanos, persuadidos a que por este medio hallarían seguridad en uno y otro partido; destacó dos mil infantes y mil caballos entre galos y númidas, con orden de que talasen sus tierras. Ejecutada prontamente esta orden, y dueños de un rico despojo, al instante acudieron los galos al campamento romano para implorar su socorro. Sempronio, que ya de antemano buscaba la ocasión de actuar, valiéndose ahora de este pretexto, envió allá la mayor parte de su caballería, y con ella hasta mil flecheros. Éstos, pasado prontamente el Trebia, vienen a las manos con los que traían el botín, los hacen volver la espalda y retirarse a su campamento. Las guardias avanzadas del campo cartaginés que lo advirtieron, se dirigen prontamente al socorro de los que eran perseguidos, ponen en huida a los romanos y los hacen volver hacia su campo. Entonces Sempronio, visto este accidente, destacó toda la caballería y los flecheros, con cuyo refuerzo vueltos a retroceder los galos, se acogieron dentro de dos fortificaciones. Pero Aníbal, que a la sazón se hallaba desprevenido para una acción general, y creía que era oficio de un prudente capitán no arriesgar jamás trance decisivo por leves pretextos y sin propósito se contentó con detener a los que se refugiaban al real y obligarles a volver hacer frente al enemigo; pero les prohibió por medio de sus edecanes y trompetas perseguirle ni venir a las manos. Los romanos persistieron algún tiempo; pero finalmente se retiraron, después de haber perdido alguna gente y haber muerto un gran número de cartagineses.
Soberbio y alegre Sempronio con tan feliz suceso, ardía en vivos deseos de llegar cuanto antes a una batalla decisiva. Aunque se había propuesto manejarlo todo a su arbitrio, por estar Escipión enfermo, sin embargo conferenciaba con él sobre el asunto, con el propósito de tener asimismo el voto de su colega. Escipión era del sentir opuesto en las actuales circunstancias. Creía que ejercitado el soldado durante el invierno, se haría después más esforzado; que la inconstancia de los galos, viendo a los cartagineses en inacción y mano sobre mano, no persistiría en la fe y maquinaría alguna nueva traición contra ellos; y, por último, que restablecido él de su herida, haría algún útil servicio a la república. De estas razones se valía para persuadirle a no pasar adelante. Sempronio conocía bien la verdad y conveniencia de estos consejos; pero se dejaba arrastrar de la ambición y excesiva confianza. Ansiaba temerariamente decidir por sí el asunto antes que Escipión pudiese intervenir en la acción, o le previniesen en el mando los cónsules sucesores, de cuya elección era ya el tiempo. Y así como no se acomodaba a las circunstancias de los negocios, sino a las suyas, nadie dudaba en que le desmentirían sus deliberaciones. Aníbal, aunque del mismo sentir que Escipión sobro el estado presente, infería lo contrario. Deseaba venir a las manos lo antes posible, con el propósito, primero de aprovecharse de aquellos recientes impulsos de los galos; después de batirse con unas tropas inexpertas y recién alistadas, y últimamente de no dar tiempo a Escipión para asistir al combate. Pero el motivo más poderoso era por hacer algo y no dejar transcurrir el tiempo inútilmente. Efectivamente, el único medio de conservarse un general que llega con ejército a un país extraño y emprende una conquista extraordinaria, es renovar con continuas empresas las esperanzas de sus aliados. En este supuesto se disponía para una acción, seguro de que Sempronio no dejaría de atacarle.
Aníbal, habiendo observado de antemano que el espacio que mediaba entre los dos campos era un sitio llano y descampado, más a propósito para emboscadas, por correr un riachuelo cuyas elevadas márgenes estaban cubiertas de espesas zarzas y jarales, pensó en fraguar una celada a sus contrarios. Ésta le era tanto más fácil, cuanto que los romanos, recelándose únicamente do los terrenos montuosos, por acostumbrar los galos a prepararles siempre asechanzas en tales parajes, vivían confiados en los lugares llanos y descubiertos, sin percatarse que a veces la llanura es más a propósito para tender una emboscada más a cubierto y a menos riesgo que los matorrales. En ésta los que están ocultos registran con anticipación la campiña, y nunca les faltan eminencias adecuadas para esconderse. Cualquiera mediana margen de un riachuelo, cualquier cañaveral, cualquier zarzal u otro cualquier género de jarales, basta para cubrir no sólo la infantería, sino a veces la caballería, con la corta precaución de inclinar de espaldas hacia la tierra el reverbero de las armas y poner por bajo los morriones. Aníbal, pues, habiendo participado a su hermano Magón y demás de la junta de lo que después pensaba hacer, todos aplaudieron su propósito. Luego que hubo cenado el ejército, llama a Magón su hermano, joven por cierto, pero lleno de espíritu e instruido en el arte militar, y le da el mando de cien hombres de a caballo y otros tantos de a pie. Le previene que elija los que le parezcan más valerosos de todo el ejército, y después de haber cenado vengan todos a su tienda antes de anochecer. Después que los hubo exhortado y excitado en ellos el valor que requería el caso, ordenó a cada uno escoger de su propia compañía los más esforzados, y venir a cierta parte del campamento. Ejecutada la orden, se reunió un número de mil caballos y otos tantos de a pie, y los envió por la noche al lugar de la emboscada, dándoles guías y previniendo a su hermano el tiempo de atacar. Él, mientras, reúne al amanecer a los númidas, gentes hechas a toda prueba, y luego de haberlos exhortado, y prometido premios a los que se distinguiesen, ordena que se aproximen al campo enemigo, y hecha la primera descarga, regresen prontamente a pasar el río, para movilizar al enemigo. Todo su fin era coger a Sempronio en ayunas y desprevenido para la acción. Después convoca a los demás oficiales e igualmente los anima para el combate, previniéndolos den de comer a toda la gente y hagan tener prontas sus armas y caballos.
Capítulo XX
La batalla del Trebia.
Luego que advirtió Sempronio que le caballería númida se aproximaba (219 años antes de J. C.), destacó al instante la suya, con orden de actuar y venir con ella a las manos. Acto seguido envió seis mil flecheros de a pie y él se echó fuera del campamento con las tropas restantes. Se hallaba tan satisfecho de la mucha gente que mandaba y de la ventaja que había obtenido el día anterior sobre la caballería, que creía que sola la presencia bastaba para la victoria. Era entonces el rigor del invierno, nevaba aquel día y hacía un frío excesivo. Casi todos los hombres y caballos habían salido sin desayunarse. Al principio mostró la tropa mucho espíritu y gallardía; pero apenas hubo pasado el Trebia, que a la sazón iba tan crecido por la lluvia caída durante la noche en aquellos contornos, que llegaba el agua al soldado hasta los pechos; el frío y el hambre (como ya era entrado el día) la abatió completamente. Por el contrario los cartagineses habían comido y bebido en sus tiendas, les echaron pienso a sus caballos y se habían untado y armado alrededor del fuego.
No bien los romanos hubieron vadeado el río, cuando Aníbal, que aguardaba este lance, envía por delante para refuerzo de los númidas a los lanceros y honderos de las islas Baleares en número de ocho mil y sale él con todo el ejército. A distancia de ocho estadios del campo formó sobre una línea recta su infantería, compuesta casi de veinte mil hombres, españoles, galos y africanos. La caballería, que con la de los galos aliados ascendía a más de diez mil hombres, la dividió sobre sus alas, y delante de éstas situó los elefantes divididos en dos trozos. En el transcurso de este tiempo Sempronio ordenó retirar su caballería, a la vista de no saber qué partido tomar contra un enemigo que, al paso que huía con facilidad y desorden, volvía otra vez a la carga con valor y brío. Tal es el particular modo de pelear de los númidas. Colocó después la infantería según el orden de batalla que acostumbran los romanos.
Ésta se componía de dieciséis mil romanos y veinte mil aliados, número a que asciende un ejército completo cuando se trata de una acción general y las urgencias han unido los dos cónsules. Cubrió después sus dos alas con la caballería, compuesta de cuatro mil hombres, y avanzó arrogante a los contrarios, marchando a lento paso y en orden de batalla.
Ya que estuvieron a tiro unos y otros, los armados a la ligera, que se hallaban al frente, empezaron la acción. Todo lo que tuvo de perjudicial este preludio a los romanos, tuvo de ventajoso a los cartagineses. Pues a más de que los flecheros romanos de a pie estaban fatigados desde por la mañana y habían arrojado la mayor parte de sus dardos en la refriega contra los númidas, la continua humedad les había inutilizado los restantes. Igual penalidad sufría la caballería y el ejército todo. Mas a los cartagineses sucedía todo lo contrario. Esforzados y vigorosos, habían entrado en la lucha de refresco, y acudían con facilidad y prontitud donde era necesario. Así, lo mismo fue retirarse por los intervalos los que peleaban al frente y venir a las manos la infantería pesadamente armada, que quedar arrollada en ambas alas la caballería romana por la cartaginesa, que era muy superior en número y había reparado al salir sus fuerzas y las de sus caballos. Efectivamente abandonado el puesto por la caballería romana y desamparados los costados de la falange, los lanceros cartagineses y la tropa númida ocupan el lugar de los que se hallaban delante, atacan la infantería romana por los flancos y la ponen en tal apuro que no la dejan pelear contra los que tenía al frente. Los pesadamente armados, que de ambas partes ocupaban la vanguardia y centro de toda la formación, pelearon sin ceder por mucho tiempo y mantuvieron igual el combate.
En este instante salieron los númidas de la emboscada y cargando prontamente por la espalda a los que luchaban en el centro, pusieron en gran turbación y congoja las legiones romanas. Por último, atacadas ambas alas de frente por los elefantes, alrededor y en flanco por los armados a la ligera, vuelven la espalda y son rechazadas y perseguidas hasta el río próximo. Llegado este momento, los númidas de la emboscada atacan, matan y destrozan las últimas líneas del centro de los romanos, mas las primeras, forzadas de la necesidad, vencen a los galos y una parte de africanos, hacen en ellos una gran carnicería y se abren paso entre los cartagineses. Éstas, apenas advirtieron el destrozo de sus alas, perdieron la esperanza de poderlas dar socorro o regresar de nuevo al campamento. Pues el terror de la caballería, el río y la lluvia que caía, eran otros tantos obstáculos a sus intentos y retorno. Por lo cual, sin perder la formación ni desunirse, se retiraron a Placencia sin peligro, en número poco menos de diez mil. De los restantes, la mayor parte pereció a orillas del río, a manos de los elefantes y de la caballería. La infantería que logró salvarse y una gran parte de caballería siguió las huellas del cuerpo de tropas que hemos dicho y se refugiaron con ellas en Placencia. El ejército cartaginés fue en su seguimiento hasta el río, pero imposibilitado de pasar adelante por el frío, se retiró otra vez al campamento. Todos se hallaban gozosos con el feliz éxito de la acción. La mortandad de españoles y africanos fue corta, de galos más considerable; pero la lluvia y la nieve maltrató a todos tan cruelmente que, a excepción de uno, murieron todos los elefantes, y el frío acabó con muchos hombres y caballos.
Capítulo XXI
Preparativos de Roma para la campaña siguiente.- Expedición de Cornelio Escipión en la España.- Artificios de que se vale Aníbal para atraer los galos a su partido y asegurar su persona de un atentado.- Resolución de pasar a la Toscana.
Aunque Sempronio no ignoraba su derrota, quiso ocultar en lo posible al Senado y pueblo romano lo ocurrido, y despachó correos que diesen cuenta de cómo la batalla se había dado, y lo riguroso de la estación le había arrebatado de las manos la victoria. Los romanos de momento dieron crédito a estas noticias; pero informados poco después de que los cartagineses ocupaban el campamento de los suyos; que los galos todos habían abrazado el partido de Aníbal; que sus legiones, abandonado el campo de batalla, se habían refugiado en las ciudades próximas y no tenían más provisiones que las que les llegaban del mar por el Po; entonces acabaron de comprender a punto fijo el éxito de la batalla. Ante un accidente tan inesperado, se puso suma diligencia en acumular provisiones, cubrir los países fronterizos, enviar tropas a Cerdeña y Sicilia, poner guarniciones en Tarento y demás puestos oportunos y equipar una escuadra de sesenta naves de cinco órdenes. Aparte de esto, Cn. Servilio y Cayo Flaminio, que a la sazón habían sido nombrados cónsules, alistaron tropas entre los aliados, levantaron legiones entre los suyos y acumularon víveres en Arimino y en la Etruria, ya que en estos lugares se había de llevar a cabo la campaña. Imploraron asimismo el socorro de Hierón, que les envió quinientos cretenses y mil rodeleros. En fin, por todos lados se tomaron las medidas más eficaces. Tales son los romanos en general y en particular; entonces más formidables cuanto más inminente es el peligro. En el transcurso de este tiempo (219 años antes de J. C.), Cn. Cornelio, a quien su hermano Publio había dejado el mando de las fuerzas navales, como hemos indicado anteriormente, haciéndose a la vela con toda la escuadra desde las bocas del Ródano, aportó a aquella parte de España llamada Emporio. Allí, desembarcando a sus tropas, puso sitio a todos los pueblos marítimos hasta el Ebro que rehusaron obedecerle, y recibió con agasajo a los que de voluntad se entregaron, procurando en lo posible no se les hiciese extorsión alguna. Después que hubo asegurado estas conquistas, penetró tierra adentro con su ejército, ya notablemente engrosado con los aliados españoles. Al paso que se iba internando, recibía unos pueblos en su amistad, otros los reducía por fuerza. Los cartagineses que mandaba Hannón en aquellos países vinieron a acampar frente a él, alrededor de una ciudad llamada Cissa; pero Escipión, formadas sus huestes, les dio la batalla, la ganó y se apoderó de un rico botín; ya que en poder de éstos había quedado el equipaje todo de los que habían pasado a Italia. Aparte de esto, contrajo alianza y amistad con todos los pueblos de esta parte del Ebro, y tomó prisioneros al general Hannón y al español Indivilis. Éste era un potentado en el interior del país, que había sido siempre sumamente afecto a los intereses de Cartago.
Luego que supo Asdrúbal lo que había sucedido, pasó el Ebro, y vino prontamente al socorro. Informado de que las tropas navales de los romanos vivían desmandadas y llenas de confianza por la ventaja que habían logrado las legiones de tierra, toma de su ejército ocho mil infantes y mil caballos, sorprende estas tropas dispersas por aquellos campos, mata a muchos y precisa a los restantes a refugiarse a sus navíos. Tras de lo cual se retira, vuelve a pasar el Ebro y sentado su cuartel de invierno en Cartagena, entrega todo su cuidado a los preparativos y defensa del país de parte acá del Ebro. Escipión vuelto a la escuadra, castigó a los autores de este descuido según la disciplina romana, y formado después un cuerpo de las tropas terrestres y navales, marchó a invernar a Tarragona. Allí distribuyó por partes iguales el despojo entre los soldados, con lo que se granjeó su afecto y benevolencia para el futuro. Tal era el estado de los negocios de España. Llegada la primavera (218 años antes de J. C.), Flaminio tomó sus legiones, atravesó la Etruria, y fue a campar a Arrecio. Mientras tanto Servilio marchó a Arimino para contener por aquella parte el ímpetu del enemigo. Aníbal durante el cuartel de invierno en la Galia cisalpina retuvo en prisiones a los romanos que había capturado en la última batalla suministrándoles escasamente lo necesario. Mas por lo tocante a los aliados, después de haberlos tratado por el pronto con toda humanidad, los reunió y les dijo que él no había venido a pelear contra ellos sino contra los romanos por su defensa; que era interés suyo si lo consideraban atentamente, el preferir su amistad; puesto que el principal motivo de su venida era por restituir la libertad a los italianos y ayudarles a recobrar las ciudades y campos de que los romanos les habían despojado. Dicho esto, despidió a todos a sus casas sin rescate. Su propósito en esto era, a más de atraer por este medio a su partido los pueblos de Italia y enajenar sus ánimos de los romanos, conmover asimismo a aquellos cuyas ciudades o puertos se hallaban bajo el poder romano.
Durante los cuarteles de invierno se valió de esta astucia, propia de un cartaginés. Receloso de la inconstancia de los galos, y trazas que podían maquinar contra su persona, por estar aún reciente la alianza que con ellos había contraído, ordenó hacer gorras y caperuzas adaptables a toda clase de edades. De éstas utilizaba continuamente, desfigurándose ya con una, ya con otra. Según la gorra, mudaba igualmente de vestido; de forma que no sólo los que le veían de paso, sino aun los que se paraban a hablarle, tenían trabajo en conocerle. Advirtiendo después que los galos sufrían con impaciencia que su país fuese el teatro de la guerra, y que deseaban y anhelaban la ocasión de invadir las tierras del enemigo, pretextando el odio contra los romanos, cuando en realidad era la codicia del despojo; resolvió levantar el campo cuanto antes y satisfacer los deseos de las tropas. Apenas cambió la estación del tiempo, se informó de aquellos que les parecieron más prácticos en los caminos. Encontró todas las otras entradas al país enemigo, largas y sabidas de los romanos. Sólo la que a través de unas lagunas conducía a la Etruria le pareció penosa, pero corta, y extraña en el concepto de Flaminio. Desde luego se halló más conforme a su inclinación este camino, y resolvió hacer por él el viaje. Esparcida la voz en el ejército de que el general los había de llevar por ciertas lagunas, todos comenzaron a temer al considerar los lagos y pantanos de la marcha.
Capítulo XXII
Paso de los pantanos de Clusio e incomodidades que sufrió el ejército cartaginés.- Carácter de Flaminio.- Los deberes de un general.
Una vez que Aníbal fue informado en detalle de que los lugares por donde había de pasar eran cenagosos, pero de suelo firme y sólido, levantó el campo. Colocó en la vanguardia a los africanos y españoles con todo lo más fuerte del ejército, y con ellos incorporó el bagaje, a fin de que por de pronto no les faltase cosa alguna. Para adelante descuidó completamente la pro-visión del soldado; pues pensaba que una vez llegado al país enemigo, si era vencido no necesitaría de nada; y si vencedor, todo le sobraría. Después de éstos situó a los galos; y detrás de todos a la caballería. Encargó a su hermano Magón el cuidado de la retaguardia, para que dado el caso que la flojedad y aversión al trabajo en especial de los galos o de alguno otro, molestada del camino quisiese volver atrás, lo impidiese con la caballería, y obligase por fuerza. Los españoles y africanos, como caminaban por los pantanos cuando no estaban aún hollados, y a más eran gentes sufridas y acostumbradas a semejantes fatigas, pasaron sin gran trabajo. Por el contrario los galos avanzaban a mucha costa, puesto que ya estaba conmovido y pisoteado el fondo de las lagunas. Esta fatiga se les hacía tanto más penosa e insoportable, cuanto que eran bisoños en tales trabajos. Mas no podían volver pie atrás porque la caballería se venía echando encima. Convengamos, pues, en que todos tuvieron mucho que sufrir, principalmente por la falta de sueño; ya que por espacio de cuatro días y tres noches seguidas tuvieron que caminar dentro del agua. Pero quienes en especial padecieron fatigas y miserias sobre los demás fueron los galos. La mayor parte de bestias cayeron y perecieron en el lodo. De su caída resultaba una ventaja al soldado; pues sentándose sobre ellas o sobre el cúmulo de sus cargas, permanecía sobre el agua y dormía de este modo un corto espacio de la noche. La continua marcha por lugares pantanosos fue causa de que muchos caballos perdiesen los cascos. Aníbal mismo, montado sobre el único elefante que le había quedado, se salvó con mucho trabajo; pues incomodado de una grave dolencia que le sobrevino a la vista, al cabo perdió un ojo, por no permitirle la urgencia ni tiempo ni sosiego para curarse.
Luego de haber pasado Aníbal estos pasos pantanosos contra lo que todos esperaban, y haberse informado de que Flaminio acampaba en la Etruria frente a Arrecio, sentó él sus reales al margen de las lagunas. Su propósito era dar descanso a la tropa, indagar la disposición del romano y naturaleza del terreno que tenía delante. Efectivamente, averiguó que el país que tenía a la vista abundaba mucho en riquezas; y que todo el talento de Flaminio se reducía a saberse insinuar en el espíritu del vulgo y populacho, pero que para el manejo de asuntos serios y mando militar era negado, a más de que vivía muy satisfecho de sus fuerzas. De aquí infería que si conseguía pasar de la otra parte del campamento contrario y apostarse en aquellos lugares a su vista, el cónsul, impaciente con los escarnios de la tropa, no podría mirar con indiferencia la tala del país, y herido del dolor, vendría prontamente al socorro, y le seguiría a cualquier parte, con el anhelo de apropiarse para sí solo la victoria, antes que llegase su colega. De estos movimientos se prometía muchas proporciones para atacarle.
Efectivamente no se puede negar que Aníbal discurría con sobrado juicio y experiencia. Porque si alguno presume que en el arte militar hay otra prenda más estimable que estudiar a fondo la inclinación y carácter de su antagonista, este tal yerra y tiene unas ideas muy confusas. A la manera que en un combate particular de hombre a hombre o línea a línea es necesario que el que se propone vencer considere atentamente los medios de poder conseguir el fin propuesto y explore cuál es la parte flaca e indefensa del contrario; del mismo modo se requiere que los que mandan ejércitos indaguen en su antagonista, no cuál es la parte desarmada de su cuerpo, sino cuál es lo débil de su espíritu para mejor sorprenderle. Generales ha cuya desidia y total inacción ha arruinado del todo no sólo los negocios del Estado, sino aun sus propios intereses. Otros que por el inmoderado deseo al vino ni dormir pueden, si la borrachera no ha enajenado sus sentidos. Y no faltan quienes, por amor a las mujeres y embeleso en estos placeres, sacrificaron ciudades y haciendas, y aun se acarrearon una vida vergonzosa. La cobardía y desidia granjean una ignominia particular al que las tiene; pero en un general son peste universal y la más contagiosa. En manos de éstos, un ejército no sólo se hace indolente, sino que muchas veces fiado en tal cabeza incurre en los mayores desastres. La temeridad, la confianza, la cólera inconsiderada, la vanidad y el orgullo, son otras tantas ventajas para los enemigos, y perjuicios para los suyos. Un general semejante es cebo de toda asechanza, emboscada o artificio. Y así creo que si un general pudiese conocer las flaquezas del otro, y atacar a los enemigos por aquel flanco por donde su antagonista está menos defendida en muy corto tiempo conquistaría todo el mundo. Pues a la manera que, perdido el gobernalle de un navío toda la embarcación con la tripulación viene a poder del enemigo, del mismo modo un general en la guerra, si se deja sorprender por una astucia o artificio, él y toda su gente vienen las más de las veces a ser víctima de los contrarios. Efectivamente, no desmintieron la idea de Aníbal los pronósticos y conjeturas que hizo entonces del general romano.
Capítulo XXIII
Batalla del lago Trasimenes ganada por Aníbal.- Discriminación de los prisioneros.
Luego que hubo Aníbal levantado el campo (218 años antes de J. C.) de los alrededores de Fesula, y avanzando un poco más allá del campamento romano, atacó el país próximo. Al punto Flaminio, irritado y fuera de sí, juzgó este paso del cartaginés por un desprecio a su persona. Pero cuando vio después la tala de la comarca y el humo que por todas partes indicaba la asociación de la campiña, se lamentó amargamente, teniendo ésta por la más cruel afrenta. Así fue que, aconsejándole algunos que de ningún modo convenía dirigirse arrebatadamente al enemigo, ni venir con él a las manos, sino mantenerse a la defensiva, respetar el número de su caballería, y sobre todo aguardar al otro cónsul para dar la batalla con todas las legiones juntas, no sólo no hizo caso de sus avisos, pero ni sufrir pudo a los que tal le aconsejaban. «Ahora bien, les dijo: recapacitad en vuestro interior qué dirán en nuestra patria al ver talados los campos casi hasta la misma Roma y nosotros acampados de la Etruria a espaldas del enemigo.» Por último, dicho esto, levantó el campo y marchó con el ejército sin ninguna previa noticia de las circunstancias ni del terreno; sólo sí con el ardiente deseo de venir a las manos, como si tuviese segura la victoria. Era tal la confianza que había inspirado en la multitud, que eran más los que iban a causa del ejército por la codicia del botín, cargados de cadenas, grillos y otros tales aparatos, que los mismos armados. Entretanto Aníbal avanzaba siempre hacia Roma por la Etruria, teniendo la ciudad de Cortona y montes a ella próximos a la izquierda, y el lago Trasimenes a la derecha. Mientras se iba internando, incendiaba y talaba los campos, para provocar más la cólera del cónsul. Pero luego que advirtió que ya estaba cerca Flaminio, reconoció los puestos oportunos para su intento, y se dispuso para una batalla.
Existía sobre el tránsito un llano valle, cuyos dos lados a lo largo se hallaban coronados de unos cerros encumbrados y continuos. En su anchura tenía al frente una montaña escarpada y de difícil acceso, y a la espalda un lago, entre el cual y el arranque de los collados quedaba una entrada muy estrecha que conducía al valle. Aníbal, pues, habiendo penetrado en este lugar por el desfiladero contiguo al lago, tomó la montaña del frente, y apostó en ella los africanos y españoles Colocó los baleares y lanceros de la vanguardia en torno a los cerros que caían a la derecha, dándoles la mayor extensión que pudo. Igualmente situó la caballería y los galos alrededor de los de la izquierda; pero con tal extensión que los últimos tocasen con la entrada que a mitad del lago y el pie de las montañas conducía valle. Dadas estas disposiciones durante la noche, apostadas varias emboscadas alrededor del valle, estaba quieto. Flaminio marchaba detrás, con el anhelo de alcanzar al enemigo. El día anterior, por haber llegado tarde, acampó en las márgenes del lago; pero al amanecer del siguiente condujo por el lago su vanguardia al próximo valle, con el fin de provocar al enemigo. Había aquel día una niebla muy espesa. Lo mismo fue conocer Aníbal que la mayor parte del ejército había penetrado en el valle, y tocaba ya con él la vanguardia enemiga, dio la señal de atacar, y envió orden a los que estaban emboscados para acometer a un tiempo a los romanos por todos lados. Flaminio se sorprendió de un lance tan imprevisto. Los jefes y tribunos romanos, rodeados de una densa niebla que le impedía la vista, y atacados e invadidos desde lo alto por diferentes sitios, no sólo se encontraban imposibilitados de acudir a donde era preciso, pero ni aun entender podían lo que ocurría. Efectivamente, ya les acometían por el frente, ya por la espalda, ya por los flancos, de que provenía que los más eran pasados a cuchillo en la misma forma que iban marchando, sin darles lugar a ponerse en defensa, vendidos, digámoslo así, por la impericia de su jefe. Se hallaban aún deliberando lo que habían de hacer, cuando de improviso descargaba sobre ellos el golpe de la muerte. Entonces, Flaminio, abatido y desesperanzado de todo remedio, perdió la vida a manos de ciertos galos que le atacaron. Perecieron en el valle casi quince mil romanos, sin poder obrar ni evitar el lance. Esta es una ley inviolable en su disciplina, no huir ni desamparar las líneas. Los que a la entrada del desfiladero fueron interceptados entre el lago y el pie de las montañas, tuvieron una muerte vergonzosa, o por mejor decir, lastimosa. Impelidos dentro del lago unos, turbado el sentido se echaron a nadar, y con el peso de las armas se ahogaron; y los más se metieron hasta donde pudieron, dejando solo la cabeza fuera del agua. Mas luego que sobrevino la caballería, viendo inevitable su ruina, levantaban las manos, pedían la vida, y cometían todo género de humillaciones; pero al fin, o fueron degollados por los enemigos, o animándose mutuamente se dieron una muerte voluntaria. Sólo seis mil hombres de los que entraron en el valle vencieron a los que tenían al frente; y aunque muy capaces de contribuir en gran parte a la victoria, ni pudieron dar socorro a los suyos, ni rodear a los contrarios, por no ver lo que se hacían. Con el afán de ir adelante, marchaban creyendo encontrar siempre cartagineses, hasta que sin saber cómo se hallaron en las cumbres. Situados en lo más alto, y disipada ya la niebla, advirtieron el estrago ocurrido, e imposibilitados de hacer algún esfuerzo, por estar ya el enemigo apoderado de toda la campaña, se retiraron unidos a cierto lugar de la Etruria. Después de la acción se destacó allá al capitán Maharbal con los españoles y lanceros, sitió el lugar por todos lados, y los redujo a tal escasez que, depuestas las armas, se rindieron bajo la sola condición de que les salvasen las vidas. Así pasó en general la batalla que se dio en la Etruria entre romanos y cartagineses. Aníbal, traídos a su presencia los prisioneros, tanto los que Maharbal había hecho como los otros, los reúne todos en número de más de quince mil y ante todo les dice: que Maharbal no tenía facultades para asegurarles la vida sin haberle consultado. De aquí tomó motivo para reprender a los romanos; y hecho esto, distribuyó entre los batallones para que los custodiasen, a cuantos habían sido capturados. A los aliados los dejó ir todos a sus casas sin rescate, advirtiéndoles lo mismo que anteriormente había manifestado, que él no había venido a hacer la guerra a los italianos, sino a los romanos, por recobrar a ellos la libertad. Más tarde, dio descanso a sus tropas e hizo los funerales a treinta de los más principales de su ejército que habían muerto. La pérdida total ascendía a mil quinientos hombres, la mayor parte galos. Hecho esto, seguro ya de la victoria deliberaba con su hermano y demás confidentes por dónde y cómo adelantaría sus conquistas.
Capítulo XXIV
Efectos producidos en Roma por esta derrota.- Pérdida de cuatro mil caballos que mandaba Centenio.- Tránsito de Aníbal por la Umbría y el Piceno hasta la costa del Adriático.
Recibida en Roma la nueva de esta derrota, los magistrados no pudieron suavizar ni aminorar el hecho por ser un infortunio de tanto bulto; y así, convocado a junta el pueblo, se vieron en la necesidad de declararle la verdad del caso. Luego que el pretor dijo desde la tribuna a los circunstantes: hemos sido vencidos en una gran batalla, la consternación fue tal, que los que se habían hallado en una y otra parte, creyeron haber hecho entonces más estrago estas palabras que la batalla misma. Y con razón, pues no estando acostumbrados de tiempo inmemorial a escuchar palabra o acción que confesase su vencimiento, sentían ahora la pérdida sin medida y sin consuelo. Sólo el Senado permaneció invariable en el ejercicio de sus funciones, providenciando lo qué y cómo cada uno había de actuar en adelante.
Durante el transcurso de la acción (218 años antes de J. C.), el cónsul Cn. Servilio, que guarnecía los alrededores de Arimino, esto es, la costa del golfo Adriático en donde se unen las llanuras de la Galia con lo restante de Italia, no lejos de las desembocaduras del Po en el mar; Servilio, dijo, enterado de que Aníbal había penetrado en la Etruria y se hallaba acampado frente a Flaminio, había decidido unirse al cónsul con sus legiones. Pero imposibilitado por la pesadez de ejército, destacó delante con diligencia a Cayo Centenio con cuatro mil caballos, para que en caso de necesidad socorriese a Flaminio antes de que él llegase. Apenas después de la batalla tuvo Aníbal el aviso de esta socorro, envió al encuentro a Maharbal con los lanceros y un trozo de caballería. No bien éstos habían venido a las manos, cuando al primer choque perdió Centenio casi la mitad de la gente. El resto fue perseguido hasta una colina, y el día siguiente fue hecho prisionero. Tres días hacía que había llegado a Roma la nueva de la batalla, y como que entonces fermentaba con mayor fuerza por la ciudad la sensación de este infortunio, cuando sobrevino este otro descalabro que abatió no sólo al pueblo sino al Senado mismo. Cesó el despacho de los negocios anuales, se omitió la elección de los magistrados mayores, se deliberó sobre el estado presente y se creyó que la actualidad de los negocios y urgencia de las circunstancias exigían un magistrado con autoridad absoluta.
Aníbal, aunque seguro ya de una victoria tan completa, no juzgó a propósito aproximarse a Roma por lo pronto. Contentóse, sí, con batir la campaña y talarla impunemente, dirigiéndose hacia el Adriático. Atravesó la Umbría y el Piceno y llegó al décimo día a la costa del golfo. Hizo en este tránsito un botín tan cuantioso, que ni llevar ni conducir podía el soldado lo que había saqueado, y pasó a cuchillo una multitud de hombres prodigiosa. Había ordenado matar a todos los que se encontrasen en edad de llevar las armas, a la manera que se ejecuta en la toma de las ciudades. Tan antiguo e implacable era el odio que sentía contra los romanos.
Acampado el cartaginés junto al mar Adriático, en una provincia fértil en todo género de producciones, puso toda la atención en el recobro y convalecencia, no menos de las tropas que de los caballos. Pues como habían pasado un invierno a la inclemencia en la Galia Cisalpina, el frío, la inmundicia, el paso por las lagunas y las miserias, habían engendrado igualmente en hombres que en caballos una especie de sarna y de laceria. Por tanto, dueño de un país abundante, engordó sus caballos, restauró las fuerzas y espíritu de sus tropas, y dueño de innumerables armas con tantos despojos, armó a los africanos a la moda romana. Ahí fue donde envió por mar noticia a Cartago de lo hasta allí sucedido. Pues hasta entonces no se había acercado al mar desde que había entrado en Italia. Con estas nuevas se alegraron infinito los cartagineses, y pusieron gran empeño y diligencia en promover de todos modos los asuntos de la Italia y de la España.
Capítulo XXV
Fabio nombrado dictador.- Diferencia entre la Dictadura y el Consulado.- Razones que movieron a Fabio a atenerse sólo a la defensiva.- Conducta opuesta de Minucio.- Aníbal decide pasar a la Campania.- Descripción de este país.
Entretanto en Roma se eligió por dictador a Quinto Fabio (218 años antes de J. C.), personaje distinguido por su prudencia y por su ilustre nacimiento. Aun en nuestros días se llamaba a los de esta familia Máximos, esto es, muy grandes, por las gloriosas acciones de su ascendiente. Esta es la diferencia que hay entre la dictadura y el consulado: que al cónsul acompañan doce lictores, y al dictador veinticuatro. Aquel necesita en muchos casos de la autoridad del Senado para ejecutar sus propósitos; éste es un magistrado de potestad absoluta, que una vez nombrado, cesa toda otra autoridad, a excepción de la de los tribunos. Pero de esto haremos en otro lugar una digresión más exacta. Con el dictador se nombró también a M. Minucio por general de la caballería. Este oficial está bajo las órdenes del dictador; pero cuando éste está ocupado, ejerce, digámoslo así, sus funciones.
Aníbal trasladaba de tiempo en tiempo su campamento, sin salir del país próximo al mar Adriático. Hacía lavar los caballos con vino añejo de que allí hay abundancia, con los que los limpió de la laceria y sarna que padecían. Asimismo cuidaba de que los heridos se curasen y los restantes recobrasen la robustez y brío para las empresas que meditaba. En este estado, así que hubo atravesado y talado los campos de Petrutiano y de Adria, como también los de los marrucinos y ferentanos, dirigió su marcha hacia la Apulia. Esta provincia está dividida en tres partes con sus tres denominaciones. Una la ocupan los daunios y la otra los messapios. Aníbal primero invadió la Daunia, y empezando por Luceria, colonia romana, arrasó sus contornos. Después, acampado en torno a lbonio, corrió el país de los argiripianos y taló impunemente la Daunia toda.
Para entonces Fabio, tomada posesión de su empleo, salió a campaña con el general de la caballería y cuatro legiones que por costumbre se habían para él alistado, después de haber ofrecido sacrificios a los dioses. Apenas se incorporó sobre las fronteras de la Daunia con las tropas que habían venido al socorro desde Arimino, separó a Servilio del mando de las legiones de tierra y le envió bien escoltado a Roma con orden de acudir donde fuese preciso, si los cartagineses hiciesen algún movimiento por mar. Él, con el general de la caballería, tomó las legiones y se fue a acampar alrededor de Aigas, a cincuenta estadios de los cartagineses.
Aníbal, informado de la llegada de Fabio, para aterrar a los enemigos al primer ímpetu, sacó su ejército, lo aproximó al campo romano y le formó en batalla. Luego de un corto rato de estancia, viendo que ninguno salía, se retiró de nuevo a su campamento. Fabio, decidido a no emprender cosa sin consejo ni arriesgar el trance de una batalla, sino a atender primeramente y sobre todo a la seguridad de los suyos, vivía firme en este propósito. Al principio fue motejado y burlado de que temía y rehusaba la acción, pero el tiempo hizo confesar y conceder a todos que, en tan críticas circunstancias, ninguno era capaz de haberse conducido con más prudencia y cordura. Aun el éxito mismo de los negocios calificó prontamente de acertadas sus reflexiones. Y con razón, pues las tropas cartaginesas estaban ejercitadas desde su primera edad en continuas guerras. Tenían a su cabeza un general criado entre ellas e instruido desde la infancia en todas las evoluciones militares. Habían ganado muchas batallas en la España y vencido dos veces consecutivas a los romanos y sus aliados. Y sobre todo, privadas de todo recurso, sólo fundaban la esperanza de su salud en la victoria. Lo contrario a esto sucedía en el ejército romano. Por lo cual Fabio, en el supuesto de que no era posible venir al trance de una acción general sin ser cierta su ruina, se atuvo a aquellas ventajas que le dictaba su prudencia, se contuvo en ellas y por ellas condujo la guerra. Las ventajas que tenía Fabio y que no le podían faltar, era una abundante cantidad de provisiones y un prodigioso número de soldados. Bajo este plan se propuso en adelante seguir siempre de cerca a los contrarios y ocupar con anticipación los puestos oportunos de que tenia noticia. Como por la espalda le venían abundantes socorros, no dejaba jamás salir a forrajear al soldado, ni que se desmandase un punto fuera del real; por el contrario, los retenía juntos y reunidos, y observaba la oportunidad de los lugares y ocasiones. De esta forma interceptaba y mataba muchos cartagineses, que por desprecio se separaban a forrajear fuera del campo. Su propósito en esto era privar siempre a los contrarios de estas partidas que se desmandaban, y al mismo tiempo infundir aliento poco a poco por medio de estas particulares ventajas y recobrar el espíritu de sus legiones vencidas antes en campales batallas. Pero hacerle consentir en dar un combate general, era imposible. A Minucio de ningún modo agradaba esta conducta. Unía su sentir al de las tropas, y difamaba a Fabio en el concepto de todos, porque conducía la guerra con poca actividad e indolencia; pero que él, al contrario, anhelaba venir a las manos y arriesgar la batalla. Los cartagineses, después de haber saqueado los campos que hemos dicho, pasaron el Apenino y se dejaron caer sobre los Samnitas, país abundante y que gozaba, desde hacía mucho tiempo, de una paz profunda; donde hallaron tanta abundancia de víveres que ni el consumo ni la tala pudieron acabar con tal despojo. Saquearon también la campiña de Benevento, colonia romana, y tomaron a Venusia, ciudad bien amurallada y abundante en todo género de riquezas. Los romanos les seguían siempre detrás, a una o dos jornadas de distancia; pero rehusaban acercarse y venir a las manos. La conducta de ver a Fabio rehusar visiblemente la batalla sin dejar jamás de acampar a su lado, dio atrevimiento a Aníbal para echarse sobre las campiñas de Capua, y en particular sobre Falerno, persuadido a una de dos: o que obligaría al enemigo a combatir, o haría ver al mundo que era dueño de todo y los romanos le cedían la campaña. Con este paso se prometía que, atemorizadas las ciudades, abandonarían el partido de los romanos; pues hasta entonces, no obstante haberlos ya vencido en dos batallas, ninguna ciudad de Italia se había pasado al partido de Cartago; antes bien permanecían fieles, a pesar de haber algunas sufrido mucho. Por aquí se puede conjeturar el respeto y sumisión de los aliados para con la república romana.
Efectivamente, Aníbal reflexionaba justamente. Porque las campiñas de Capua son las más sobresalientes de Italia, ya por su bondad y fertilidad, ya por la proximidad al mar y ferias que en ellas se celebran, a que acuden navegantes de casi todas las partes del mundo. Aquí se hallan las ciudades más célebres y hermosas de toda Italia. Sobre la costa está Sinuessa, Cumas, Puzzuolo, Nápoles y Nuceria; en el interior del país, al Septentrión, se encuentran Caleno y Teano; al Oriente y Mediodía la Daunia y Nola, y en el corazón de estas llanuras está situada Capua, ciudad que excede a todas en magnificencia. A la vista de esto es muy conforme lo que los mitológicos cuentan de estos campos, llamándolos también Flegreos, como aquellos otros tan celebrados: ni hay que admirar que la amenidad y belleza de estas campiñas fuese el principal motivo de la contienda entre los dioses. A todas estas ventajas se agrega que estas llanuras son fuertes y absolutamente inaccesibles, pues las rodea por una parte el mar y por todo el resto altas y continuadas montañas, que únicamente franquean tres entradas angostas y difíciles, viniendo del interior del país; una por el lado de los samnitas, otra por el lado del Eribano y la restante por el lado de los hirpinos. Acampados, pues, los cartagineses en estas llanuras como en un teatro, esperaban que la misma novedad aterraría a todos y publicaría que los romanos rehusaban la batalla, al paso que los presentaría a ellos como dueños de la campaña sin disputa.
Capítulo XXVI
Tala de la Campania por Aníbal.- Estratagema con que engaña a Fabio para salir de esta tierra.
Llevado de estos pensamientos, Aníbal salió de Samnio, y cruzando las gargantas del monte Eribano, se apostó a las márgenes del Aturno, que casi divide en dos partes las mencionadas llanuras. Sentado el campo del lado que mira a Roma, talaba por sus forrajeadores la campiña impunemente. Fabio se admiró mucho de la resolución y arrojo del enemigo, pero esto mismo le afirmaba más en su propósito. Por el contrario, Minucio y todos los tribunos y comandantes del ejército, creyendo haber cogido en el lazo al enemigo, eran de parecer que se debía marchar cuanto antes a la Campania y no mirar con indiferencia la asolación del país más delicioso. Fabio, en cuanto a acercarse a estas llanuras, mostraba y aparentaba el mismo ardor y deseo que los demás. Mas luego que se aproximó a Falerno, dejándose ver en las faldas de las montañas, seguía de cerca al enemigo, por no dar a entender a sus aliados que le abandonaba la campaña; pero nunca bajaba al llano el ejército, temeroso de una batalla campal por las razones que hemos indicado, y porque indudablemente era muy superior en caballería el enemigo.
Aníbal, luego de haber tentado a Fabio y talado toda la Campania, hecho un inmenso botín, se disponía a levantar el campo. Su propósito era no malograr el despojo, sino ponerle en parte segura, donde pudiese pasar el invierno, para que de esta forma nada faltase al ejército por lo pronto, y disfrutase siempre la misma abundancia. Fabio descubrió la idea del cartaginés, que se disponía a salir por la misma parte por donde había entrado, y considerando que la estrechez del terreno era muy acomodada para atacarle, aposta cuatro mil hombres sobre el mismo desfiladero y los exhorta a aprovecharse de la ocasión con que la oportunidad del terreno les invitaba. Él mientras, con la mayor parte del ejército, se colocó sobre una colina que dominaba aquellas gargantas. No bien habían llegado los cartagineses y sentado su campo en el llano al pie de la misma montaña, cuando se prometió el romano quitarles sin peligro el botín, y acaso con la ventaja del sitio poner fin a la guerra. En esto ocupaba Fabio toda su atención, discurriendo qué puestos ocuparía, cómo situaría sus gentes, por quiénes y por dónde se daría principio al ataque. Pero Aníbal, infiriendo de las circunstancias que todas estas medidas se dejaban para el día siguiente, no le dio tiempo ni lugar para ejecutar sus propósitos. Envía a llamar a Asdrúbal, que mandaba a los gastadores, le da la comisión para que con toda diligencia recoja y ate los más haces que pueda de leña seca y otras materias combustibles, y que entresacados de todo el botín los dos mil bueyes más hechos al trabajo y gordos, los sitúe al frente del campamento. Hecho esto, convoca a los gastadores, y les muestra una colina sita entre su campo y los desfiladeros por donde había de realizar su paso. Les manda que, cuando se les dé la señal, hagan subir a palos y por fuerza los bueyes hasta llegar a la cumbre, después de lo cual da orden para que todos cenen y se recojan. Al fin de la tercera vigilia de la noche saca sus gastadores y manda atar a las astas de los bueyes los manojos. Esto se ejecutó prontamente, por haber muchos ocupados en esta labor. Después da la señal de prender fuego a todos los haces y hacer subir y conducir los bueyes a las cumbres. Detrás de éstos coloca a los lanceros, con orden de que ayuden hasta cierto lugar a los que conducían los bueyes; pero cuando éstos comiencen a arremeter, acudan por los costados a ganarlas alturas con gran gritería y a ocupar las cumbres para auxiliarse y venir a las manos, caso que el enemigo hiciese en ellas resistencia. Al mismo tiempo él marcha a las gargantas y desfiladeros, llevando a la vanguardia los pesadamente armados, detrás de éstos la caballería, después el botín, y a la retaguardia los españoles y galos.
Luego que los romanos que guardaban los desfiladeros advirtieron que se acercaban a las cumbres las antorchas, persuadidos a que por allí hacía su marcha Aníbal, abandonan los puestos y acuden a las alturas. Ya se hallaban próximos a los bueyes y dudaban aún qué significarían estos fuegos, figurándose y esperando algún mayor infortunio. Apenas llegaron los lanceros, se originó entre cartagineses y romanos una leve escaramuza; pero los bueyes, que arremetían por entre medias, hicieron estar separados a unos y otros sobre las cumbres y permanecer quietos hasta que llegase el día, por no acabar de comprender lo que pasaba. Fabio, ya dudoso con este accidente, y persuadido a que sería dolo, según la expresión del poeta; ya resuelto a no arriesgar un trance ni llegar a una acción decisiva, según su primer propósito, prefirió la quietud dentro de las trincheras, y aguardó el día. Entre tanto, Aníbal, saliéndole la empresa a medida del deseo, pasó sin riesgo el ejército y el botín por los desfiladeros, apenas vio desamparados los puestos por los que guardaban el mal paso.
Advirtiendo después al amanecer que sus lanceros eran oprimidos por los que ocupaban las alturas, destacó allá un trozo de españoles que, viniendo a las manos, dieron muerte a mil romanos, se incorporaron a poca costa con los armados a la ligera, y descendieron todos juntos. Fuera ya del territorio de Falerno con esta estratagema, y acampado en parte segura, no pensaba ni discurría más que dónde y cómo pasaría el invierno. Este paso aterró y consternó todas las ciudades y pueblos de Italia. Generalmente se culpaba a Fabio como a hombre que por su poca actividad había dejado escapar al contrario de este lazo. Pero él no desistía de su propósito. Precisado pocos días después a ausentarse a Roma para cumplir ciertos sacrificios, entregó a Minucio las legiones y le recomendó encarecidamente al partir que no cuidase tanto de hacer daño al enemigo, cuanto de conservar sin detrimento a los suyos. Pero este general hizo tan poco caso del aviso, que estándoselo aún diciendo, todo su ánimo y pensamiento lo tenía puesto en combatir y arriesgar un trance. Este era el estado de los negocios en Italia.
Capítulo XXVII
Batalla naval ganada por Escipión a Asdrúbal en España.- Roma envía a Publio Escipión para obrar de concierto con su hermano.- Pasan los romanos el Ebro por primera vez.- Abilix entrega a los Escipiones los rehenes que Aníbal había dejado en Sagunto.
En el transcurso de este tiempo (218 años antes de J. C.), Asdrúbal, general de las tropas de España, habiendo equipado en el invierno los treinta navíos que su hermano le había dejado, y dotado de tripulación a otros diez más, hizo salir de Cartagena al empezar la primavera los cuarenta buques de guerra, entregando a Amílcar el mando de esta escuadra. Él, al mismo tiempo, sacó las tropas de tierra de los cuarteles de invierno, y levantó el campo. La escuadra bogaba sin perder la tierra de vista, y el ejército marchaba a lo largo de la costa con el propósito de que el río Ebro fuese el punto de reunión de ambas armadas. Cneio, descubierto el intento de los cartagineses, decidió primero salirles al encuentro por tierra desde sus cuarteles de invierno; mas con la noticia del gran número de fuerzas y magnitud de pertrechos que traía el contrario, reprobado el primer pensamiento, equipó treinta y cinco navíos, tomó de las legiones de tierra los más aptos para las ocupaciones navales, los embarcó, y llegó al segundo día desde Tarragona a los alrededores del Ebro. Después de haber anclado a ochenta estadios de distancia del enemigo, destacó a la descubierta dos navíos de Marsella muy veleros. Porque estas gentes eran las primeras a exponerse a los peligros, y con su intrepidez acarreaban a los romanos infinitas ventajas. Ningún pueblo estuvo más constantemente adherido a los intereses de Roma que los marsilienses, tanto en las ocasiones que ofreció la consecuencia, como principalmente ahora en la guerra contra Aníbal. Informado Cneio por los navíos exploradores de que la escuadra enemiga había fondeado a la embocadura del Ebro, marchó allá con diligencia con el fin de sorprender a los contrarios.
Asdrúbal, a quien sus vigías habían dado parte mucho antes de la llegada del enemigo, al paso que formaba sus tropas de tierra sobre la ribera, daba ordena la marinería para que subiese a sus navíos. Cuando ya estuvo a tiro la escuadra romana, dada la señal de atacar, se vino a las manos. Trabada la acción, los cartagineses disputaron por algún tiempo la victoria, pero poco después emprendieron la huida. El socorro de infantería que estaba formado a la vista sobre la ribera, lejos de infundir aliento a la marinería para el combate, la acarreó perjuicio, por tenerla prevenido un asilo para su vida. A excepción de dos navíos perdidos con sus tripulaciones, y otros cuatro cuyos remos fueron quebrados y muertos los que los ocupaban, los demás echaron a huir a tierra. Pero perseguidos con brío por los romanos, se arrimaron a la ribera, saltaron de sus navíos y se acogieron al campamento de los suyos. Los romanos se acercaron con intrepidez a tierra, y atando a sus popas los navíos que pudieron mover, se hicieron a la vela gozosos en extremo de haber vencido al primer choque a los contrarios, haberse apoderado de toda aquella costa, y haber capturado veinticinco navíos. Después de esta victoria tomaron mejor semblante los negocios de los romanos en la España.
Los cartagineses, recibida la noticia de este descalabro, enviaron al instante setenta navíos bien tripulados. Estaban persuadidos a que sin el imperio del mar no se podía intentar empresa alguna. Esta escuadra tocó primero en Cerdeña, después abordó a Pissa en Italia, donde esperaba incorporarse con Aníbal. Pero saliendo los romanos contra ella con ciento veinte buques de cinco órdenes, informados los cartagineses de su llegada, se volvieron a Cerdeña, y desde allí a Cartago. Servilio, jefe de la armada romana, los persiguió por algún tiempo creyendo alcanzarlos, pero la mucha ventaja que llevaban le hizo desistir del empeño. Primeramente abordó a Lilibea en Sicilia, y después se hizo a la vela para la isla de Cercina en África, donde habiendo exigido un tributo de los naturales porque no les talase el país, dio la vuelta. Al paso tomó la isla de Cossiro, puso guarnición en aquel pueblo y tornó a Lilibea, donde anclada la armada, se restituyó poco después al ejército de tierra.
Conocida la victoria naval que Cneio había ganado, el senado, persuadido a que era conveniente, o más bien preciso, no desatender los asuntos de la España, sino hacer frente a los cartagineses y avivar la guerra, equipó veinte navíos al mando de P. Escipión, según de antemano tenía proyectado, y le envió con diligencia a reunirse con su hermano para actuar con él de común acuerdo. Temía sobremanera que una vez apoderados los cartagineses de estos países, y acopiados aquí víveres y pertrechos en abundancia, no tomasen con mayor empeño el recobro del mar, y proveyendo a Aníbal de gentes y dinero, no le ayudasen a sojuzgar la Italia. Por eso, en el concepto de que esta guerra era de la mayor importancia, se envió una escuadra a las órdenes de P. Escipión, quien después de haber llegado a España e incorporándose con su hermano, hizo grandes servicios a la República. Hasta entonces no se habían atrevido los romanos a pasar el Ebro, sólo se habían contentado con ganar la amistad y alianza de los pueblos de esta parte; pero ahora lo cruzaron por primera vez y se animaron a adelantar sus conquistas del otro lado coadyuvando no poco la fortuna sus intentos. Después de haber aterrado a los pueblos de la comarca con su paso, fueron a acampar a cuarenta estadios de Sagunto, en torno a un templo consagrado a Venus. Ocupado aquí un puesto ventajoso, ya para estar a cubierto, ya para proveerse por mar de lo necesario, pues al paso que ellos avanzaban la escuadra les seguía por la costa, les sucedió a su favor este accidente.
Cuando Aníbal pensaba pasar a Italia, de todas las ciudades de España que tuvo desconfianza, tomó en rehenes los hijos de los hombres más ilustres, que depositó en Sagunto, ya por la fortaleza de la ciudad, ya por la fidelidad de los moradores que en ella dejaba. Había entre ellos cierto español llamado Abilix, personaje en honor y conveniencias sin par, y en afecto y fidelidad a los cartagineses muy superior a todos. Éste considerado el estado de los negocios, y juzgando más ventajoso el partido de los romanos, concibió el atentado de entregar los rehenes, pensamiento propio de un español y de un bárbaro. Persuadido a que podría valer entre los romanos si a tiempo oportuno les daba un testimonio y prueba de su afección, pensó, faltando a la fe a los cartagineses, entregar los rehenes a los romanos. Había notado que Bostar, capitán cartaginés a quien Asdrúbal había enviado para prohibir a los romanos el paso del Ebro, y por falta de valor se había retirado y acampado hacia aquel lado de Sagunto que mira al mar, era hombre sencillo, suave de condición, y demasiado crédulo. Con éste trabó la conversación sobre los rehenes, y le dijo que una vez pasado el Ebro por los romanos, ya no podían los cartagineses mantener la España en respeto; que en tales circunstancias necesitaban de agrado para con los pueblos. En cuyo supuesto, si ahora que los romanos se habían aproximado a Sagunto, la tenían puesto sitio y peligraba la ciudad, sacase los rehenes y los devolviese a sus padres y ciudades; por una parte se desvanecería el empeño de los romanos, cuyo principal anhelo en apoderarse de los rehenes era para realizar esto mismo, por otra granjearía a los cartagineses el amor de todos los españoles, como que próvido en lo porvenir, había tomado tan sabias medidas para seguridad de estas prendas. Pero lo que haría valer muchísimo este beneficio, sería si a él se le comisionase este encargo. Pues restituyendo los jóvenes a las ciudades, no sólo conciliaría a los cartagineses la benevolencia de sus padres, sino también la de todo el pueblo, sirviéndose de este ejemplo para ponerles a la vista la buena voluntad y generosidad de los cartagineses para con sus aliados. Aparte de esto, aseguraba que el mismo Bostar se debía prometer para sí una magnífica recompensa de parte de los que recibían sus hijos; pues reintegrados contra toda esperanza de lo que más amaban, se esmerarían a competencia en remunerar al autor de tan grande beneficio. Estas y otras parecidas razones dichas a este efecto, persuadieron a Bostar a prestar su consentimiento. Señalado el día para ir con todo lo necesario a llevar los jóvenes, se retiró Abilix a su casa. Llegada la noche, se fue al campo de los romanos, donde unido con algunos españoles que militaban en su armada, se hizo presentar por ellos a los dos Escipiones. Tras de un largo discurso sobre el afecto e inclinación que tendrían los españoles a su partido, si recobraban los rehenes, prometió ponerlos en sus manos. Publio admitió con indecible gozo la promesa, le ofreció magníficas recompensas y señalado el día, hora y lugar donde debía aguardarle, se Tornó Abilix a Sagunto. Allí tomó algunos confidentes de su satisfacción y vino a casa de Bostar, donde recibidos los jóvenes, salió por la noche de la ciudad, pasó del otro lado del campo enemigo para ocultar su propósito, llegó al día y lugar convenido, y entregó todos los rehenes a los dos generales romanos. Publio honró sobremanera a Abilix y se sirvió de él para la restitución de los rehenes a sus patrias, dándole para que le acompañasen algunos de su confianza. Al paso que Abilix recorría las ciudades y devolvía los rehenes, representaba a lo vivo la clemencia y generosidad de los romanos, y la desconfianza y dureza de los cartagineses; paso que, unido al ejemplo de su propia deserción, arrastró muchos españoles al partido de los romanos. Bostar, a quien el acto de haber entregado los rehenes al enemigo acreditó de hombre para su edad de un pueril talento, incurrió después en grandes trabajos. Los romanos, al contrario, sacaron de esta restitución grandes ventajas para los propósitos que meditaban; pero como se hallaba ya la estación tan avanzada, distribuyeron unos y otros sus tropas en cuarteles de invierno. Éste era el estado de los negocios de España.
Capítulo XXVIII
Aníbal acampa en Gerunio.- Ventajas de Minucio sobre Aníbal. Informado Aníbal por sus batidores (aquí fue donde interrumpimos el hilo de la historia), de que en los alrededores de Luceria y Gerunio existía mucha abundancia de granos y que esta última plaza era acomodada para almacenes, tomó la resolución de pasar allí el invierno, y costeando el monte Liburno, condujo su ejército a las mencionadas ciudades.
Apenas llegó a Gerunio, plaza distante de Luceria doscientos estadios, procuró atraer a su amistad a los habitantes por el agrado, y aun les dio testimonios de sus promesas. Mas despreciadas sus instancias, emprendió poner sitio a la ciudad. Apoderado de ella prontamente, pasó a cuchillo los moradores, pero dejó intactas la mayor parte de las casas y los muros, con el fin de servirse de ellas para trojes durante el invierno. Hizo acampar al ejército frente a la plaza y fortificó su campo con foso y trinchera. Desde aquí enviaba los dos tercios de su ejército a la recolección de granos, con orden a cada uno de los que se hallaban encargados de esta labor de traer una cierta medida para los de su propia compañía. Él con la tercera parte guardaba el campamento y cubría desde varios puestos a los forrajeadores. Como el país era generalmente llano y descampado, el número de forrajeadores casi infinito y la estación muy oportuna para el acarreo, era innumerable la cantidad de granos que al día acumulaban. Entretanto Minucio conducía de cerro en cerro las legiones que había recibido de Fabio, persuadido siempre a que el tiempo le presentaría ocasión de venir a las manos con los cartagineses. Pero oyendo que éstos ya habían tomado a Gerunio, que forrajeaban la campiña y que se hallaban atrincherados delante dela ciudad, dejó las cumbres y descendió por la ladera al llano. Llegado a una colina que está en el país de los larinatos, llamada Calela, se acampó en sus alrededores, resuelto de todos modos a batirse con el enemigo. Apenas advirtió Aníbal la aproximación de los romanos, deja salir al forraje un tercio de su ejército, y él con los dos restantes se dirige al enemigo y se atrinchera en un collado distante dieciséis estadios dela ciudad, con el propósito a un tiempo de aterrar a los contrarios y poner a cubierto a sus forrajeadores. En el transcurso de la noche destacó dos mil lanceros para ocupar una cima ventajosa de un cerro que mediaba entre los dos campos y dominaba de cerca el de los romanos. A la vista de esto, Minucio, llegado el día, envió su infantería ligera a atacar el cerro. Después de una obstinada refriega, los romanos por fin se apoderaron del puesto y trasladaron allí todo el campo. Aníbal hasta cierto tiempo retuvo consigo la mayor parte del ejército, por estar al frente uno y otro campo. Pero viendo que pasaban muchos días, se vio en la necesidad de destacar a unos para el apacentamiento de los ganados y separar a otros para el forraje, cuidadoso según su primer proyecto de no consumir el botín y hacer los mayores acopios de granos, a fin de que durante el invierno reinase la abundancia, tanto en hombres como en bestias y caballos, pues fundaba en éstos las principales esperanzas de su ejército.
Para entonces Minucio, habiendo advertido que la mayor parte de los enemigos se hallaba esparcida por la campiña en las ocupaciones antes mencionadas, sacó su ejército a la hora del día que le pareció más oportuna, se aproximó al campamento de los cartagineses, formó en batalla a los pesadamente armados, y distribuida en piquetes la caballería e infantería ligera, la envió contra los forrajeadores, con orden de no dar cuartel a ninguno. Este accidente colocó a Aníbal en el mayor embarazo, pues ni se hallaba en estado de contrarrestar a los que tenía al frente, ni dar socorro a los dispersos por la campiña. Los romanos que salieron contra los forrajeadores, dieron muerte a muchos de los desmandados; de los que quedaron formados en batalla llegó a tal extremo la insolencia, que arrancaron la empalizada y por poco no sitiaron a los cartagineses. Aníbal, mientras, lo pasaba malamente; pero en medio de este contratiempo permanecía firme, ya rechazando a los que se acercaban, ya defendiendo su campamento aunque con trabajo, hasta que acudió al socorro Asdrúbal con cuatro mil de los que se habían refugiado al campo inmediato a Gerunio. Entonces, recobrado algún tanto, sale contra los romanos, se forma en batalla a corta distancia del campo, y evita, aunque con trabajo, el peligro que le amenazaba. Minucio, después de haber muerto un gran número de enemigos en la refriega del campamento y haber pasado a cuchillo muchos más en la campiña, se retiró lleno de bellas esperanzas para el futuro. Al día siguiente los cartagineses abandonaron las trincheras, y el general romano marchó allá y ocupó su campamento. Pues Aníbal, temeroso de que los romanos no se apoderasen por la noche del campo de Gerunio, a la sazón indefenso, y se hiciesen dueños del tren y acopios de municiones, decidió abandonar éste y volverse otra vez a acampar en aquella parte. De aquí adelante los cartagineses fueron más cautos y reservados en los forrajes, y los romanos, por el contrario, más osados y animosos.
Capítulo XXIX
Minucio, dictador como Fabio.- División del ejército entre los dos dictadores.- Ruina que sufre Roma por la temeridad de Minucio y ventajas que saca por la reserva de Fabio.
Cuando llegó la noticia, en Roma se alegraron muchísimo de un suceso que tenía más de exagerado que de verdadero. Creían que, en vez de la anterior desconfianza, por un feliz cambio, se presentaban ahora los negocios de mejor aspecto. Presumían que la inacción y cobardía de las legiones hasta entonces no había provenido de la timidez del soldado cuanto de la irresolución del jefe. Por eso todos vituperaban y difamaban a Fabio, como a hombre que por falta de valor había dejado pasar las ocasiones. Por el contrario, de Minucio exageraban tanto el valor por este hecho, que hicieron entonces con él lo que nunca se había hecho. Le nombraron dictador, en la persuasión de que pondría pronto fin a la guerra; con lo que hubo dos dictadores para una misma expedición, ejemplo nunca visto hasta entonces entre los romanos. Cuando supo Minucio el afecto que la plebe le dispensaba y el poder que el pueblo le había confiado, concibió doblado atrevimiento para contrarrestar y tentar al enemigo. Entretanto Fabio llegó al ejército, y lejos de alterarle estos accidentes, le afirmaron más en su anterior dictamen. Viendo a Minucio orgulloso, opuesto a todos sus intentos y repitiendo a cada paso que se diese la batalla, le propuso esta alternativa: o turnar en el mando por días, o dividir el ejército y usar cada uno de sus legiones como le dictase su capricho. Minucio adoptó con gusto el último partido, y así dividieron las tropas y acamparon separadamente, distantes como doce estadios.
Aníbal, parte por la relación de los prisioneros que había cogido, parte por lo que los mismos hechos le indicaban, conoció la oposición que había entre los dos jefes y la impetuosidad y vanagloria de Minucio. Satisfecho de que semejante disposición entre los contrarios más era a su favor que en contra suya, dirigió todas sus baterías contra Minucio, con el propósito de reprimir su audacia y prevenir sus esfuerzos. Existía entre el campo suyo y el de Minucio una colina capaz de incomodar a cualquiera de los dos. Tomó la resolución de ocuparla. Pero como se hallaba firmemente persuadido que Minucio, fiero con la anterior ventaja, acudiría sobre la marcha a hacerle resistencia, contra este ímpetu dispuso esta estratagema. A pesar de que los alrededores de la colina eran rasos, tenían, no obstante, muchas y diversas quebraduras y concavidades. Destacó allá por la noche quinientos caballos y cinco mil infantes a la ligera, distribuidos en cuerpos de doscientos y trescientos hombres, según la capacidad de cada eminencia. Para que por la mañana no fuesen divisados por los que salían al forraje, lo mismo fue romper el día hizo ocupar la colina por sus armados a la ligera. Minucio, que advirtió lo sucedido, creyendo se le presentaba la ocasión, destaca sobre la marcha su infantería ligera, con orden de atacar y disputar el puesto. Después envía la caballería, y acto seguido marcha él detrás con sus legionarios unidos, conduciéndose en todo como en el anterior combate.
Aclarado el día, como la refriega en torno al cerro se llevase toda la atención y vista de los romanos, no sospecharon el ardid de los que estaban emboscados. Aníbal remitía continuos socorros a los que estaban en la colina, y aun él siguió después con la caballería y el resto del ejército, con lo que prontamente vino la caballería a las manos. Con este refuerzo la caballería cartaginesa arrolló la infantería ligera de los romanos, y en el hecho mismo de refugiarse ésta a sus legionarios, desordenó su formación. Al mismo tiempo se dio la señal a los que estaban emboscados para que acometiesen y atacasen a los Romanos por todos lados, y de allí en adelante ya no sólo la infantería ligera, sino todo el ejército corrió un inminente riesgo. Entonces Fabio, advirtiendo lo que pasaba y temeroso de una entera derrota, saca sus legiones y acude con diligencia al socorro de los que peligraban. A su llegada los romanos, que ya estaban totalmente desordenados, se recobran, se vuelven a incorporar en sus cohortes y se retiran y acogen a sus trincheras, después de haber quedado sobre el campo gran parte de la infantería ligera, un número más crecido de legionarios, y entre éstos los más valerosos. Aníbal temió la entereza y buen orden de las legiones auxiliadoras y desistió del alcance y de la batalla. Los que se hallaron en la acción no dudaron que la temeridad de Minucio les había arruinado enteramente y la reserva de Fabio los había salvado tanto antes como en la ocasión presente, y los que se paseaban por Roma conocieron entonces palpablemente qué diferencia haya de una verdadera ciencia de mandar y un pensar firme y juicioso, a una intrepidez soldadesca y una vana altanería. Efectivamente, los romanos, instruidos por la experiencia, se atrincheraron, volvieron a reunirse todos en un campo y en adelante siguieron el parecer de Fabio y sus avisos. Los cartagineses, trazada una línea entre la colina y su propio campo, levantaron una trinchera en torno a la cumbre del cerro ocupado, pusieron buena guarnición, y ya libres de todo insulto se dispusieron para pasar el invierno.
Capítulo XXX
Emilio y Terencio Varrón, cónsules.- Disposiciones del Senado para la campaña siguiente.- Toma de la ciudadela de Cannas por Aníbal.- Se aumenta el número de las legiones.
Llegado el tiempo de las elecciones, se eligió en Roma por cónsules a L. Emilio y C. Terencio Varrón, y los dos dictadores depusieron el mando. Los cónsules anteriores Cn. Servilio y Marco Régulo, sucesor en el cargo por muerte de Flaminio, nombrados procónsules por Emilio, tomaron el mando de las legiones que se hallaban en campaña y dispusieron de todo a su arbitrio. Emilio, con parecer del Senado, reemplazó prontamente el número de soldados que faltaba para la suma establecida y los envió al ejército (217 años antes de J. C.) Previno a Servelio que de ningún modo se empeñase en acción decisiva, pero que diese particulares combates, los más vivos y frecuentes que pudiese para excitar y disponer el valor de los bisoños a las batallas campales. Estaba persuadida la República que no había sido otra la causa de sus anteriores infortunios que el haberse servido de tropas recién alistadas y del todo inexpertas. Se envió a L. Postumio con una legión a la Galia, en calidad de pretor, para hacer una diversión a los galos que militaban con Aníbal. Se cuidó de que regresase a Italia la armada que había invernado en Lilibea. Se remitió, en fin, a España para los dos Escipiones todas las municiones necesarias a la guerra. De esta forma se esmeraba el Senado en atender a estos y otros aparatos para la campaña. Servilio, recibidas las órdenes de los Cónsules, se atuvo en un todo a lo que le prevenían. Por eso será excusado que nos dilatemos más sobre sus acciones, puesto que, bien sea por las órdenes, bien por las circunstancias del tiempo, no se ejecutó absolutamente cosa que merezca la pena de contarse. Solamente hubo frecuentes escaramuzas y encuentros particulares, en que los procónsules se llevaron el lauro, mostrando valor y conducta en todo lo que manejaron.
En el transcurso del invierno y toda la primavera permanecieron los dos campos atrincherados, uno frente al otro. Pero llegada la cosecha de los nuevos frutos, Aníbal levantó el campo de Gerunio, y persuadido a que le convenía de todos modos colocar al enemigo en la necesidad de una batalla, tomó la ciudadela de Cannas, en donde los romanos habían acopiado los víveres y demás municiones desde las cercanías de Canusio, y de donde sacaban los convoyes necesarios para el ejército. La ciudad había sido arrasada en el año anterior; por eso ahora la pérdida de las provisiones y la ciudadela puso en gran consternación al ejército romano. Efectivamente, la toma de esta plaza por el enemigo les incomodaba, no sólo porque les cortaba los convoyes, sino también porque se encontraba en una situación que dominaba la comarca. Los procónsules despacharon a Roma continuos correos para informarse que lo que se debía hacer; como que, si se aproximaban al enemigo, era inevitable una acción, estando el país talado y los ánimos de los aliados pendientes de lo que ocurriría. El Senado decidió que se diese la batalla. Pero advirtió a Servilio que la suspendiese, y envió allí los cónsules. Todos echaron los ojos sobre Emilio y fundaron en él las mayores esperanzas, ya por la probidad de sus costumbres, ya porque, a juicio de todos, había conducido poco antes la guerra contra los ilirios con valor y con ventaja. Se decretó que se hiciese la guerra con ocho legiones y que cada una se compusiese de cinco mil hombres, sin los aliados, cosa hasta entonces nunca vista en Roma. Pues, como hemos dicho antes, los romanos alistaban siempre cuatro legiones, y de éstas cada una comprendía cuatro mil infantes y doscientos caballos. Pero cuando ocurre alguna necesidad muy urgente, se compone cada legión de cinco mil de a pie y trescientos caballos. Por lo que hace a los aliados, el número de infantes iguala con las legiones romanas, pero el de caballos es superior en tres veces. Se acostumbra dar a coda cónsul la mitad de las tropas auxiliares con dos legiones cuando se le envía a alguna expedición. Y así es que la mayor parte de las batallas las decide un solo cónsul con dos legiones y el número de aliados que hemos dicho. Rara vez se hace uso de todas las fuerzas a un tiempo y para una misma expedición. Muy sobrecogidos y temerosos del futuro debían estar entonces los romanos cuando resolvieron hacer la guerra a un tiempo no sólo con cuatro, sino con ocho legiones.
Capítulo XXXI
Famosas arengas de Emilio a los romanos y de Aníbal a los cartagineses. Por consiguiente el Senado, después de haber exhortado a Emilio
y haberle puesto a la vista por una y otra parte las importantes consecuencias de esta batalla, le envió al campo con orden de tomarse tiempo para decidir con valor el asunto y de una manera digna al nombre romano. Luego que llegaron al campo los cónsules, convocaron las tropas, las declararon las intenciones del Senado y las animaron a hacer su deber según lo pedía el caso. Emilio estaba tocado de lo mismo que profería. La mayor parte de su arenga se redujo a excusar las pérdidas anteriores, porque la memoria de éstas tenía aterrado al soldado y precisaba de quien le animase. Por eso procuró probar que si habían sido vencidos en los anteriores combates no era una ni dos, sino muchísimas las causas a que se podía atribuir un éxito semejante. Pero al presente les dijo: «Si sois hombres, no tenéis pretexto para no vencer al enemigo. En aquellos tiempos, ni los dos cónsules pelearon con las legiones unidas, ni se sirvieron de tropas veteranas, sino de bisoñas e inexpertas, y, sobre todo, llegó a tal extremo su ignorancia en punto a la situación del enemigo, que antes casi de haberle visto se hallaron formados al frente y empeñados en batallas decisivas. Díganlo los que murieron sobre el Trebia, que, llegados el día anterior de la Sicilia, al amanecer del siguiente estaban ya formados en batalla. Dígalo la jornada del Trasimenes, donde, no digo antes, pero ni aun en la acción misma se llegó a ver al enemigo, por la niebla que ocupaba la atmósfera. Pero al presente ocurre toda lo contrario. Estamos delante los dos cónsules de este año para tener parte con vosotros en los peligros. Hemos logrado de los del anterior el que permanezcan y nos acompañen. Vosotros estáis enterados de las armas del enemigo, de su formación y de su número. Habéis pasado ya casi dos años en diarios encuentros. Luego si a la sazón nos hallamos en circunstancias diversas a las de los anteriores combates, razón será también que nos prometamos de éste un éxito diferente. A la verdad, será extraño, o, por mejor decir, imposible, que peleando tantos a tantos hayáis salido casi siempre vencedores en las refriegas particulares, y que en una batalla campal, superiores en más de la mitad, quedéis ahora vencidos. Y así, romanos, pues que están tomados todos los medios para la victoria, sólo os resta vuestra voluntad y deseo. Para esto no creo sea necesario excitaros con más razones. La exhortación se queda o para tropas mercenarias o para gentes que, en virtud de un tratado, tienen que tomar las armas por sus aliados, cuya situación en el combate mismo es la más dura, y después de él sólo les queda una leve esperanza de pasar a mejor fortuna. Pero para los que, como vosotros ahora, tienen que pelear, no por otros, sino por sí mismos, por su patria, por sus mujeres e hijos, y esperan de las resultas del presente peligro una condición totalmente diversa; está demás la arenga; basta sólo la advertencia, Y si no, ¿quién no apetecerá más vencer peleando y, si esto no es dable, morir antes con las armas en la mano, que vivir para ser testigo del ultraje y estrago del enemigo? Ea, pues, romanos, figuraos vosotros mismos, sin respeto a mis palabras, qué diferencia haya entre el vencer y ser vencidos, cuáles sean las consecuencias de uno y otro extremo, y con estas prevenciones entrad en la acción, como que en ella arriesga la patria, no la pérdida de las legiones, sino del imperio todo. Pero ¿a qué efecto las palabras? Si sois vencidos no tiene ya Roma con qué hacer frente al enemigo Toda su confianza, todo su poder, estriba en vosotros. Todas sus esperanzas, toda su salud, está refundido en vosotros. Haced vosotros que no quede ahora frustrada su expectativa, y recompensad a la patria lo que la debéis. Sepa el mundo entero que si habéis sufrido los anteriores reveses no ha sido porque cedáis en valor a los cartagineses, sino por la poca experiencia de los que entonces pelearon y accidentes que a la sazón sobre vinieron.» Dichas estas y otras parecidas razones para exhortarlos, Emilio despidió la junta.
Al día siguiente levantaron el campo los dos cónsules y condujeron el ejército a donde tenían aviso de que acampaba el enemigo. Dos días después llegaron y sentaron los reales a cincuenta estadios de distancia de los cartagineses. Emilio, que advirtió lo llano y descampado de la comarca, no tuvo a bien empeñarse en una batalla con un enemigo superior en caballería, sino atraerle antes y conducirle a tal terreno en que la infantería tuviese la mayor parte. Varrón por su impericia fue del sentir opuesto; de aquí la discordia y desunión entre los dos generales, cosa la más perniciosa. Al día siguiente, día en que mandaba Varrón (hay costumbre entre los cónsules romanos de turna en el mando por días), levantó el campo y avanzó, con ánimo de acercarse al enemigo, no obstante las protestas y prohibiciones de Emilio. Aníbal le salió al encuentro con la infantería ligera y caballería, le alcanzó a tiempo que iba aún marchando, le atacó de improviso y le puso en gran desorden. Pero el cónsul, puestos al frente algunos legionarios, recibió el primer choque, envió después a la carga a los flecheros y la caballería, con lo que quedó por suya la refriega. La causa de esta ventaja fue no haber tenido los cartagineses apoyo que les auxiliase, y haber interpolado los romanos en su infantería ligera algunas cohortes de legionarios, que pelaron a un mismo tiempo. Llegada la noche, se separaron, no habiendo salido el intento a los cartagineses como habían pensado. Al día siguiente Emilio, que ni aprobaba el que se pelease, ni podía ya retirar su ejército sin peligro, acampó con los dos tercios de sus tropas sobre el Aufido, el único río que atraviesa el Apenino. Esta es una continuada cordillera de montañas, que separa todas las corrientes que riegan la Italia, unas hacia el mar de Toscana, y otras hacia el Adriático. Por medio de este monte atraviesa el Aufido, cuyo nacimiento se halla al lado del mar de Toscana, y desemboca en el Adriático. Con el tercio restante se atrincheró del otro lado del río, hacia el Oriente del sitio por donde había pasado, distante del otro campamento como diez estadios, y un poco más del de los contrarios. De esta forma se proponía cubrir los forrajeadores de sus dos campos, y estar a la mira sobre los de los cartagineses.
Entretanto Aníbal, viendo que las cosas habían llegado a términos de una batalla, temeroso de que el anterior descalabro no hubiese desanimado sus tropas, creyó que la ocasión pedía una arenga, y llamó a junta sus soldados. Una vez congregados: «Echad la vista, les dijo, por todos esos alrededores, y decidme: caso que los dioses os concediesen la elección, ¿qué mayor dicha les podríais pedir en las actuales circunstancias que, infinitamente superiores en caballería a los contrarios, venir a una acción general en tal terreno?» Todos convinieron en que la proposición no admitía duda. «Ea, pues, continuó, dad gracias primero a los dioses, de que previniéndonos la victoria, han traído al enemigo a este sitio; y después a mí, porque los he puesto en precisión de combatir. Ya no pueden evitar el trance, no obstante las ventajas en que sin disputa los excedemos. Creo que al presente son del todo excusadas más exhortaciones para alentaros y animaros a la pelea. Esto tuvo lugar cuando no os habíais batido aún con los romanos, y entonces ya lo hice con muchas razones y ejemplos. Pera cuando todos sabéis que los habéis vencido consecutivamente en tres batallas campales, ¿qué arenga más poderosa para excitaros al valor que vuestras propias expediciones? Los combates anteriores os han puesto en posesión de la campiña y todas sus riquezas. Esto fue lo que yo os prometí, y en todo os he cumplido la palabra. Pero la batalla presente va a decidir de las ciudades y efectos que éstas encierran. Si de ella salís vencedores, al instante toda la Italia será vuestra. Esta sola acción os va a libertar de todos los trabajos y, apoderados de la opulencia romana, a haceros dueños y señores de todo el mundo. Y así por demás están las palabras, cuando son menester las obras. Confío con la voluntad de los dioses que veréis satisfecho cuanto os he prometido.» Este discurso fue recibido con aplauso, y Aníbal, después de haber dicho estas y otras parecidas razones, alabó y aplaudió su buen deseo, y despidió la junta. Al instante acampó y atrincheró sobre aquel lado del río donde se hallaba el mayor campamento de los enemigos. Al otro día, ordenó a todos estuviesen dispuestos y prevenidos. Al siguiente formó sus tropas sobre el río, dando claras pruebas del deseo que tenía de venir a las manos. Pero Emilio, a quien no acomodaba el terreno, y por otra parte veía que la escasez de mantenimientos pondría prontamente a los cartagineses en la necesidad de trasladar el campo, permaneció quieto, puestas buenas guarniciones a sus dos campos. Aníbal se mantuvo así por algún tiempo; pero no presentándosele nadie, volvió a retirar sus tropas dentro de las trincheras, y destacó a los númidas contra los del pequeño campo, que salían a hacer agua. La caballería númida se acercó hasta el atrincheramiento mismo, y cortó la comunicación a los romanos con el río. Esto fue causa de que Varrón se enardeciese más y más, las tropas concibiesen un vivo deseo de combatir, y sufriesen con impaciencia las dilaciones. Pues no hay cosa más penosa a un hombre, una vez resuelto a pasar por cuanto le sobrevenga, que estar pendiente de la expectación de lo futuro.
Capítulo XXXII
Sobresalto causado en Roma por la noticia de que estaban al frente los dos ejércitos.- Disposición de batalla de uno y otro campo.- Batalla de Cannas y victoria de los cartagineses.
Apenas llegó a Roma la noticia de que los dos ejércitos se hallaban al frente y que cada día se hacían escaramuzas, la ciudad se llenó de inquietud y sobresalto. Las frecuentes derrotas anteriores ponían en cuidado a todos del futuro, y la imaginación les presentaba y anticipaba las funestas consecuencias de la República, caso que fuesen vencidos. No se oía hablar sino de vaticinios. Todos los templos, todas las casas estaban llenas de presagios y prodigios, de que provenían votos, sacrificios, súplicas y ruegos a los dioses. Pues en las calamidades públicas los romanos se exceden en aplicar a los dioses y a los hombres, y en tales circunstancias nada reputan por indecente e indecoroso de cuanto conduzca a este objeto.
Lo mismo fue recibir Varrón el mando al día siguiente (217 años antes de J. C.), que mover sus tropas al rayar el día de los dos campos; y haciendo pasar el Aufido a los de su mayor campamento, al punto los formó en batalla. A éstos unió los del menor y los colocó sobre una línea recta, dándoles todo el frente hacia el Mediodía. La caballería romana cubría el ala derecha sobre el mismo río, y a continuación se prolongaba la infantería sobre la misma línea. Los batallones de la retaguardia estaban más densos que los de la vanguardia; pero las cohortes del frente tenían mucha más profundidad. La caballería auxiliar se hallaba colocada sobre el ala izquierda. Delante de todo el ejército estaban apostados los armados a la ligera. El total con los aliados ascendía a ochenta mil infantes, y poco más de seis mil caballos. Entretanto Aníbal hizo pasar el Aufido a sus baleares y lanceros, y los puso al frente del ejército. Sacó del campamento el resto de sus tropas, las hizo pasar el río por dos partes y las opuso al enemigo. En la izquierda situó la caballería española y gala, apoyada sobre el mismo río en contraposición de la romana; y a continuación la mitad de la infantería africana pesadamente armada. Seguían después los españoles y galos, con los que estaba unida la otra mitad de africanos. La caballería númida cubría el ala derecha. Luego que hubo prolongado todo el ejército sobre una línea recta, tomó la mitad de las legiones españolas y galas y salió al frente, de suerte que las otras tropas de sus flancos se hallaban naturalmente sobre una línea recta, y él con las del centro formaba el convexo de una media luna, debilitado por sus extremos. Su propósito en esto era que los africanos sostuviesen a los españoles y galos, que habían de entrar primero en la acción.
Los africanos estaban armados a la romana. Aníbal los había adornado con los mejores despojos que había ganado en la batalla anterior. Los escudos de los españoles y galos eran de una misma forma; pero las espadas tenían una hechura diferente. Las de los españoles no eran menos aptas para herir de punta que de tajo; pero las de los galos servían únicamente para el tajo, y esto a cierta distancia. Estas tropas se hallaban alternativamente situadas por cohortes; los galos desnudos, y los españoles cubiertos con túnicas de lino de color de púrpura a la costumbre de su país, espectáculo que causó novedad y espanto a los romanos. El total de la caballería cartaginesa ascendía a diez mil, y el dela infantería a poco más de cuarenta mil hombres con los galos.
Emilio mandaba el ala derecha de los romanos, Varrón la izquierda, y los cónsules del año anterior Servilio y Atilio, ocupaban el centro. A la izquierda de los cartagineses estaba Asdrúbal, a la derecha Hannón, yen el cuerpo de batalla Aníbal, acompañado de Magón, su hermano. Como la formación de los romanos miraba hacia el Mediodía, según hemos dicho anteriormente, y la de los cartagineses al Septentrión, cuando salió el sol ni a unos ni a otros ofendían sus rayos. La acción empezó por la infantería ligera, que estaba al frente, y de una y otra parte fueron iguales las ventajas. Pero desde que la caballería española y gala de la izquierda se hubo aproximado, los romanos se batieron con furor y como bárbaros. No peleaban según las leyes de su milicia, retrocediendo y volviendo a la carga, sino que una vez venidos a las manos, saltaban del caballo, y hombre a hombre medían sus fuerzas. Pero al fin vencieron los cartagineses. La mayor parte de romanos pereció en la refriega, no obstante haberse defendido con valor y esfuerzo; el resto, perseguido a lo largo del río, fue muerto y pasado a cuchillo sin piedad alguna. Entonces la infantería pesada ocupó el lugar de la ligera, y vino a las manos. Durante algún tiempo guardaron la formación los españoles y galos, y resistieron con valor a los romanos, pero arrollados con el peso de las legiones, cedieron y volvieron pies atrás, abandonando la media luna. Las cohortes romanas, con el anhelo de seguir el alcance, se abrieron paso por las líneas de los contrarios, tanto a menos costa, cuanto la formación de los galos tenía muy poco fondo, y ellos recibían de las alas frecuentes refuerzos en el centro, donde era lo vivo del combate. Pues sólo en el cuerpo de batalla, a causa de que los galos, formados a manera de media luna, sobresalían mucho más que las alas, y representaban el convexo al enemigo. Efectivamente, los romanos siguen y persiguen a éstos hasta el centro y cuerpo de batalla, donde se introducen tan adentro, que por ambos flancos se vieron cercados de la infantería africana pesadamente armada. En ese instante los cartagineses, unos por un cuarto de conversión de derecha a izquierda, otros por el movimiento contrario, arremeten con sus escudos y picas, y atacan por los costados a los contrarios, advirtiéndoles lo que habían de hacer el mismo lance. Esto era cabalmente lo que Aníbal se había imaginado; que los romanos, persiguiendo a los galos, serían cogidos en medio por los africanos. De allí adelante los romanos ya no pelearon en forma de falange, sino de hombre a hombre y por bandas, teniendo que hacer frente a los que les atacaban por los flancos.
Emilio, aunque desde el principio había estado en el ala derecha, y había intervenido en el choque de la caballería, se hallaba aún sin lesión alguna. Pero queriendo que las obras correspondiesen a lo que había dicho en la arenga, y advirtiendo que en la infantería legionaria estribaba la decisión de la batalla, atraviesa a caballo las líneas, se incorpora a la acción, mata a cuantos se le ponen por delante, animando y estimulando a sus gentes. Aníbal, que desde el principio mandaba esta parte del ejército, hacía lo mismo con los suyos. Los númidas del ala derecha que peleaban con la caballería romana de la izquierda, aunque por su particular modo de combatir, ni hicieron ni sufrieron daño de consecuencia; sin embargo, atacando al enemigo por todos lados, le tuvieron siempre ocupado y entretenido. Pero cuando Asdrúbal, derrotada la caballería romana de la derecha a excepción de muy pocos, llegó desde la izquierda al socorro de sus númidas; la caballería auxiliar de los romanos, presintiendo el ataque, volvió la espalda y echó a huir. Cuentan que Asdrúbal en esta ocasión hizo una acción sagaz y prudente. Viendo el gran número de los númidas, y la habilidad y vigor con que persiguen a los que una vez vuelven la espalda, los encargó el alcance de los que huían; y él, mientras marchó con el resto adonde era la acción, para dar socorro a los africanos. Efectivamente, carga por la espalda sobre las legiones romanas y las ataca sucesivamente por compañías en diferentes partes, con lo que a un tiempo anima a los africanos, y abate y aterra el espíritu de los romanos. Entonces fue cuando L. Emilio, cubierto de mortales heridas, perdió la vida en la misma batalla; personaje que, tanto en el resto de su vida como en este último trance, cumplió tan bien como otro con lo que debía a la patria. Entretanto los romanos peleaban y resistían, haciendo frente por todos lados a los que los rodeaban; pero muertos los que se hallaban en la circunferencia, y por consiguiente encerrados en más corto espacio, fueron al fin pasados todos a cuchillo. Del número de éstos fueron los cónsules del año anterior, Atilio y Servilio, varones de probidad y que durante la acción dieron pruebas del valor romano. En el transcurso de la batalla, los númidas siguieron el alcance de la caballería que huía. De ésta los más fueron muertos, otros despeñados por los caballos, y unos cuantos se refugiaron en Venusia, entre los que estaba Varrón, cónsul romano, hombre de un corazón depravado, cuyo mando fue a su patria tan ruinoso.
Capítulo XXXIII
Número de muertos y prisioneros sufridos por ambos bandos.- Consecuencia que de la batalla de Cannas se siguieron a una y otra república.
Así fue el éxito de la batalla de Cannas entre romanos y cartagineses, batalla donde se hallaron los hombres más valerosos, tanto de los vencedores como de los vencidos. Los mismos hechos son la prueba más clara de esta verdad. Porque de seis mil caballos, setenta solos se acogieron con Varrón en Venusia, y trescientos de los aliados que dispersos se salvaron en diferentes ciudades. De la infantería se hicieron diez mil prisioneros; pero éstos no asistieron a la refriega. Delo que es la batalla, únicamente escaparon alrededor de tres mil a las ciudades inmediatas; todos los demás, en número de setenta mil, quedaron con valor sobre el campo. Los cartagineses, tanto en este como en los anteriores combates, debieron la principal parte de la victoria al número de su caballería, y dieron un claro testimonio a la posteridad, de que en tiempo de guerra vale más tener una mitad menos de infantería y ser superior en caballería, que tener en todo iguales fuerzas a su contrario. Aníbal perdió hasta cuatro mil galos, mil quinientos españoles y africanos, y doscientos caballos.
La causa de haber sido hechos prisioneros los romanos que estaban fuera de la batalla, fue esta. Emilio había dejado en su campo diez mil hombres de a pie, con el fin de que si Aníbal, abandonando el campamento, sacaba fuera toda su gente, este cuerpo en el transcurso de la acción atacase y se apoderase del bagaje del enemigo; y si por el contrario, previendo el lance, dejaba una guarnición competente, hubiese estos menos contra quien combatir. El modo de cogerlos fue como se sigue. No obstante la buena defensa que Aníbal había dejado en su campo, apenas se dio principio a la acción, los romanos, según la orden, marcharon a sitiar a los que habían quedado en el real de los cartagineses. Éstos por el pronto se defendieron; pero ya iban a ceder, cuando Aníbal, concluida enteramente la batalla, viene a su socorro, pone en huida a los romanos, los cierra dentro de su propio campo mata dos mil y hace a los restantes prisioneros. Igual suerte tuvieron dos mil caballos que habían emprendido huida y se habían refugiado en las fortalezas de la comarca, pues cercados por los númidas, fueron traídos prisioneros.
Ganada la batalla del modo mencionado, los negocios tomaron un rumbo consiguiente a la expectación de unos y otros. Los cartagineses con esta victoria se apoderaron al instante de casi todo el resto de Italia, llamada Antigua y Gran Grecia. Los tarentinos se entregaron sin tardanza, los argiripanos y algunos capuanos llamaron a Aníbal; todos los demás se inclinaban ya al partido de los cartagineses, en la bien fundada esperanza de que éstos tomarían a la misma Roma por asalto. Los romanos, por el contrario, desesperaron con esta pérdida poder retener un punto el imperio de Italia. Se hallaban sumamente inquietos y cuidadosos, ya de sus personas, ya de su patrio suelo, esperando por instantes la llegada del mismo Aníbal. La fortuna misma parece que quiso coadyuvar y poner el colmo a sus desdichas; pues pocos días después, cuando el terror ocupaba aún la ciudad, vino la nueva de que el pretor enviado a la Galia había caído inesperadamente en una emboscada, y que todo el ejército había sido pasado a cuchillo por los galos. Pero el Senado nada omitió por eso de cuanto podía convenir. Animó al pueblo, puso en seguro la ciudad, y deliberó sobre el estado presente con presencia de ánimo, como se vio por los efectos. Pues a pesar de que los romanos quedaron entonces vencidos sin disputa, y obligados a renunciar a la gloria de las armas; no obstante la particular constitución de su gobierno y las sabias providencias del Senado los recobró no sólo el imperio de Italia, vencidos los cartagineses, sino que los hizo poco después dueños de todo el mundo. Ve aquí por qué después de haber referido las guerras de España e Italia, que comprende la olimpíada ciento cuarenta, pondremos fin a este libro con estos hechos. Y cuando hayamos llegado hasta esta época, con la relación de lo que ha pasado en la Grecia durante la misma olimpíada, entonces procuraremos tratar de intento del gobierno romano; con el pensamiento de que esta materia será, no sólo sumamente útil a los estudiosos y políticos para componer historias, sino para reformar y establecer gobiernos.