Historias, Polibio – Libro segundo

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo I - Libro 2. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a. C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)
Exordio del autorLibro 1 — Libro 2Libro 3Libro 4

Tomo II (Libros 5 a 14)

Tomo III (Libros 15 a 40)


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Libro segundo

Capítulo primero

Resumen de lo tratado en el libro anterior.- Muerte de Amílcar en la España.- Asdrúbal le sucede.- Primer pensamiento de pasar a la Iliria los romanos.- Sitio de Midionia por los etolios y combate de éstos con los ilirios.

El libro precedente sirvió para exponer en qué tiempo los romanos, asegurada la Italia, iniciaron el emprender las conquistas exteriores, cómo pasaron más tarde a la Sicilia y por qué causas sostuvieron guerra contra los cartagineses sobre esta isla; después, cuándo empezaron a formar por primera vez armadas navales, y lo acaecido durante la guerra a uno y otro pueblo hasta su terminación; en la que los cartagineses cedieron la Sicilia y los romanos se apoderaron de toda ella, a excepción de la parte que obedecía a Hierón. A resultas de esto procuramos explicar de qué modo los extranjeros sublevados contra Cartago provocaron la guerra llamada Líbica; hasta qué extremo llegaron las impiedades ocurridas en ella, y qué éxito tuvieron sus absurdos atentados hasta la terminación y victoria de los cartagineses. Ahora intentaremos demostrar sumariamente lo que se sigue, apuntando cada cosa según el plan que nos propusimos al principio.

Después que se concluyó la guerra de África (239 años antes de J, C.), levantaron tropas los cartagineses, y enviaron seguidamente a Amílcar a la España. Éste, una vez que se hubo hecho cargo del ejército y de su hijo Aníbal, entonces de nueve años de edad, pasó a las columnas de Hércules y restableció en España los intereses de su república. En el espacio de casi nueve años que permaneció en este país, sometió a Cartago muchos pueblos, unos por las armas, otros por la negociación, terminando sus días de una manera digna a sus anteriores acciones. Efectivamente, hallándose al frente de un enemigo, el más esforzado y poderoso, su audacia y temeridad le precipitó en lo vivo de la acción, donde vendió cara su vida. Los cartagineses otorgaron después el mando a Asdrúbal, su pariente y trierarco.

Por este tiempo emprendieron los romanos el pasar por primera vez con ejército a la Iliria y estas partes de Europa; expedición que no deben mirar de paso, sino con atención, los que deseen enterarse a fondo del plan que nos hemos propuesto y del auge y fundamento de la dominación romana. Los motivos que les impulsaron a este tránsito (238 años antes de J. C.), son éstos; Agrón, rey de Iliria, hijo de Pleurato, excedía muchísimo en fuerzas terrestres y marítimas a sus predecesores. Éste, sobornado con dádivas por Demetrio, padre de Filipo, había prometido que socorrería a los midionios, sitiados por los etolios, gentes que, por no haber podido de ninguna manera conseguir que los asociasen a su república, habían resuelto reducirlos a viva fuerza. Para esto habían reclutado un ejército de todo el pueblo, habían acampado alrededor de su ciudad y empleaban continuamente toda fuerza y artificio para su asedio. Ya se encontraban los midionios en un estado deplorable, y esperaban de día en día su rendición, cuando el pretor anterior, a la vista de aproximarse el tiempo de las elecciones y ser forzoso el nombramiento de otro, dirigiendo la palabra a los etolios, les dijo: que supuesto que él había sufrido las incomodidades y peligros del cerco, era también razonable que, tomada la ciudad, se le confiase la administración del botín y la inscripción de las armas. Algunos, principalmente aquellos que aspiraban al mismo cargo, se opusieron a la petición y exhortaron a las tropas a que no diesen su voto antes de tiempo, sino que lo dejasen indeciso para quien la fortuna quisiese dispensar esta gloria. Por fin llegaron al acuerdo de que el nuevo pretor que tomase la ciudad repartiría con su predecesor la administración del botín y la inscripción de las armas.

Al día siguiente de esta resolución, día en que se debía hacer la elección y dar la posesión de la pretura, según la costumbre de los etolios, arriban durante la noche a las inmediaciones de Midionia cien bergantines con cinco mil ilirios a bordo, y fondeando en el puerto al rayar el día, hacen un pronto desembarco sin ser vistos, se ordenan en batalla a su manera y avanzan en cohortes al campo enemigo. Los etolios, apercibidos del suceso, aunque por el pronto les sobrecogió la audacia inesperada de los ilirios, conservaron no obstante su antiguo valor, confiados en el aliento de sus tropas. Colocaron en un llano al frente del campo la pesada infantería y caballería, de que tenían abundancia. Ocuparon con anticipación los puestos elevados y ventajosos que había frente de los reales con un trozo de caballería y gente armada a la ligera. Mas los ilirios, superiores en número y fuerza, rompieron al primer choque la formación de los ballesteros, y obligaron a la caballería que peleaba cerca a retroceder hasta los pesadamente armados. Luego, atacando desde las alturas a los que estaban formados en el llano, al mismo tiempo que los midionios realizaban sobre ellos una salida de la plaza, con facilidad los hicieron huir. Muchos quedaron sobre el campo, pero fue mayor aun el número de prisioneros, apoderándose de las armas y de todo el bagaje. Los ilirios, una vez que hubieron ejecutado la orden de su rey, llevaron a bordo el botín y demás despojos, y se hicieron a la vela inmediatamente, dirigiendo el rumbo hacia su patria.

Libres del asedio los midionios de un modo tan inesperado convocaron a junta y deliberaron, entre otras cosas, sobre la inscripción de las armas. Estuvieron de acuerdo en que éstas se distribuyesen, según la decisión de los etolios, entre el que en la actualidad poseía la pretura y los que en adelante le sucediesen. En este ejemplo demuestra con estudio la fortuna cuál es su poder a los demás mortales. En un corto espacio de tiempo permite a los midionios realicen en sus contrarios aquello mismo que ya casi esperaban sufrir de ellos.

Este imprevisto infortunio de los etolios es una lección para todos, de que en ningún tiempo debemos deliberar de lo futuro como de lo ya pasado, ni contar como seguras anticipadas esperanzas sobre lo que es factible aun acaezca lo contrario, sino que, considerándonos mortales, demos cabida a la incertidumbre en todo acontecimiento, y principalmente en las operaciones militares.


Capítulo II

Muerte de Agrón.- Sucesión de su mujer Teuta en el trono.- Fenice, entregada por los galos a los ilirios. Rescate de esta plaza por los epirotas a precio de dinero.

Después que regresó la armada, el rey Agrón escuchó de sus jefes la relación del combate (232 años antes de J. C.), y alegre sobre manera de haber postrado a los etolios, gente la más feroz, se dio a la embriaguez y otras parecidas comilonas, de cuyas resultas le dio un dolor de costado, que en pocos días le llevó al sepulcro. Le sucedió en el reino su mujer Teuta, que descargó en parte el manejo de los negocios en la fe de sus confidentes. Utilizaba su talento según su sexo. Solamente atenta a la pasada victoria, y sin miramiento a las potencias extranjeras, dio licencia primero a sus corsarios para apresar cualquier buque que encontrasen, más tarde equipó una armada y envió un ejército en nada inferior al primero, permitiendo a sus jefes todo género de hostilidades.

El primer golpe de estos comisionados descargó sobre la Elia y la Mesenia, países expuestos de continuo a las incursiones de los ilirios. El ser la costa dilatada y estar en lo interior del país las ciudades más importantes, hacían cortos y demasiado lentos los socorros que les prestaban contra los desembarcos de los ilirios, de lo que resultaba que éstos talaban impunemente y saqueaban de continuo las provincias. A la sazón la acumulación de víveres les había hecho internar hasta Fenice, ciudad de Epiro, donde, unidos con ochocientos galos que componían la guarnición a sueldo de los epirotas, tratan con éstos sobre la rendición de la ciudad. Efectivamente, con el asenso que éstos prestaron sacan sus tropas los ilirios y se apoderan por asalto de la ciudad y de todo lo que contenía, con la ayuda de los galos que se hallaban en su interior. Apenas conocieron esta nueva los epirotas, se dirigen todos con diligencia al socorro, llegan a Fenice, acampan, se cubren con el río que pasa por la ciudad, y para mayor seguridad quitan las tablas que le servían de puente. Pero advertidos de que se acercaba por tierra Scerdilaidas, al frente de cinco mil ilirios, por los desfiladeros inmediatos a Antigonea, envían allí parte de su gente para resguardo de esta plaza, y ellos, mientras, con la restante abandonan la disciplina, disfrutan a salvo las ventajas del país y descuidan las centinelas y puestos avanzados. Los ilirios, que supieron la división de sus tropas y demás inobservancia, realizan una salida de noche, y colocando unas tablas sobre el puente, pasan el río sin el menor riesgo, se apoderan de un puesto ventajoso, y permanecen el resto de la noche. Llegado que fue el día, se puso en batalla uno y otro ejército, a la vista de la ciudad. Los epirotas fueron vencidos; muchos de ellos quedaron sobre el campo, pero muchos más aun fueron hechos prisioneros, y los demás huyeron hacia los Atintanes.

Los epirotas, faltos de todo doméstico recurso con estos contratiempos, acudieron a los etolios y aqueos, rogando con sumisión su socorro. Éstos, sensibles a sus desgracias, asienten a la demanda, y marchan a Helicrano con el auxilio. Los ilirios, que habían ocupado a Fenice, llegan también al mismo sitio con Scerdilaidas, y acamparon cerca de estas tropas auxiliares, con el designio al principio de darles la batalla; pero además de que se lo impedía lo fragoso del terreno, recibieron unas cartas de Teuta, en que les prevenía su pronto regreso por haberse pasado a los dardanios parte de sus vasallos. Y así talado el Epiro, finalizaron un armisticio con los epirotas, por el cual les restituyeron los hombres libres y la ciudad por dinero; y puestos a bordo los esclavos y demás despojos, unos marcharon por mar, otros tornaron a pie a las órdenes de Scerdilaidas por los desfiladeros de Antigonea. Grande fue el terror y espanto que infundió esta expedición a los griegos que habitaban las costas. Todos reflexionaban que, esclavizada de un modo tan increíble la ciudad más fuerte y poderosa que tenía el Epiro, ya no había que cuidar de las campiñas como en los tiempos anteriores, sino de sus propias personas y ciudades. Los epirotas puestos en libertad por un medio tan extraño, distaron tanto de procurar vengarse de los autores de sus agravios, o proceder reconocidos con sus bienhechores, que por el contrario, juntos con los acarnanios enviaron embajadores a Teuta para llevar a cabo una alianza con los ilirios, por la que abrazaron en adelante el partido de éste en perjuicio de los aqueos y etolios: resolución que hizo pública por entones la indiscreción respecto de sus bienhechores, y la imprudencia con que habían consultado desde el principio sus intereses.

Que siendo hombres incurramos en cierto género de males imprevistos, no es culpa nuestra, sino de la fortuna o de quien es la causa; pero que por imprudencia nos metamos en evidentes peligros, no admite duda de que somos nosotros los culpables. Por eso a los yerros de mera casualidad les sigue el perdón, la conmiseración y el auxilio, pero a las faltas de necedad las acompaña el oprobio y reprensión de las gentes sensatas. Esto fue precisamente lo que entonces experimentaron los epirotas de parte de los griegos. Porque en primer lugar, ¿qué hombres, conociendo que los galos pasaban corrientemente por sospechosos, no temen entregarles una ciudad rica, y que excitaba por mil modos su perfidia? En segundo, ¿quién no se previene contra la elección de semejante cuerpo de tropas?, gentes que a instancias de su propia nación, habían sido arrojadas de su patria por no guardar fe a sus amigos ni parientes, gentes que, recibiéndolas los cartagineses por las urgencias de la guerra, suscitada una disputa entre soldados y jefes por los sueldos, tomaron de aquí pretexto para saquear a Agrigento, donde habían entrado de guarnición en número entonces de más de tres mil; gentes que, introducidas después en Erice para el mismo efecto, al tiempo que los romanos sitiaban esta plaza, intentaron entregarles la ciudad y a los que estaban dentro; gentes que, malogrado este atentado, se pasaron a los enemigos; gentes, en fin, que lograda la confianza de éstos, saquearon el templo de Venus Ericina: motivos porque los romanos, enterados a fondo de su impiedad, después que finalizó la guerra con los cartagineses, no pudieron hacer cosa mejor que despojarlos de sus armas, meterlos en los navíos y, desterrarlos de toda Italia. A la vista de esto, ¿no se dirá con sobrado fundamento que los epirotas, en el hecho mismo de confiar sus leyes y gobierno democrático a gentes de esta ralea, y poner en sus manos la ciudad más poderosa, se constituyeron autores de sus mismos infortunios? Tuvimos a bien hacer esta reflexión sobre la imprudencia de los epirotas, para advertir a los políticos que en ningún caso conviene meter en las plazas guarniciones muy fuertes, sobre todo si son de extranjeros.


Capítulo III

Embajada de los romanos a Teuta, reina de Iliria.- Muerte que ésta mandó dar a uno de los embajadores.- Sorpresa de Epidamno malograda.- Batalla naval ganada por los ilirios frente a Paxos y toma de Corcira.

No era de ahora el que los ilirios insultasen de continuo a los que navegaban de Italia, pero actualmente durante su estancia en Fenice (231 años antes de J. C.), destacándose muchos de la escuadra, robaban a unos, degollaban a otros, y conducían prisioneros a no pocos comerciantes italianos. Los romanos, que hasta entonces desestimaron las quejas contra los ilirios, llegando éstas a ser ahora más frecuentes en el Senado, nombraron a Cayo y Lucio Coruncanio por embajadores a la Iliria, para que se informasen con detalle de estos hechos. Teuta, al regreso de sus buques de Epiro, admirada del número y riqueza de despojos que transportaban (era entonces Fenice la ciudad más opulenta del Epiro), cobró doblado valor para insultar a los griegos. Las conmociones intestinas la disuadieron por entonces; pero sosegados que fueron los vasallos que se habían rebelado, al punto puso sitio a Issa, la única ciudad que había rehusado obedecerla. Entonces llegaron los embajadores romanos, quienes admitidos a audiencia, expusieron los agravios que habían recibido. Durante todo el discurso, la reina los escuchó, afectando un aire altivo y demasiado altanero; pero después que concluyeron, les manifestó: «que procuraría poner remedio para que Roma no tuviese motivo de resentimiento de parte de su reino en general; pero que en particular, no se acostumbraba por parte de los reyes de Iliria el prohibir a sus vasallos el corso por utilidad propia». Ofendido de esta respuesta el mas joven de los embajadores, con libertad conveniente sí, pero importuna, la dijo: «Señora, el más apreciable carácter de los romanos es vengar en común los agravios contra sus particulares, y socorrer a sus miembros ofendidos: en este supuesto, intentaremos con la voluntad de Dios obligaros a la fuerza y prontamente a que reforméis las costumbres de los reyes de Iliria.» La reina tomo este desenfado con una ira inconsiderada y propia de su sexo, y la irritó tanto el dicho, que sin respeto a derecho de gentes, envío en seguimiento de los embajadores que habían partido, para que diesen muerte al autor de semejante falta de respeto: acción que lo mismo fue saberse en Roma, que enfurecidos con el insulto de esta mujer, hacer aparatos de guerra, matricular tropas y equipar una armada. Llegada la primavera, Teuta dispuso mayor número de buques que el anterior, y los volvió a enviar contra la Grecia. De éstos, unos pasaron a Corcira, otros abordaron al puerto de Epidamno, con ánimo en apariencia de hacer agua y tomar víveres, pero en realidad con el designio de sorprender y dar un golpe de mano a la ciudad. Los epidamnios recibieron incautamente y sin precaución estas gentes, que introducidas en la ciudad con vestidos propios para tomar agua y una espada oculta en cada vasija, degollaron la guardia de la puerta y se apoderaron rápidamente de la entrada. Entonces acudió un eficaz socorro de los navíos, según estaba dispuesto, con cuya ayuda se ampararon a poca costa de la mayor parte de los muros. Mas los vecinos aunque desprevenidos por lo inopinado del caso, se defendieron y pelearon con tanto vigor, que al cabo los ilirios, tras de una prolongada resistencia, fueron desalojados de la ciudad. En esta ocasión, el descuido de los epidamnios los puso cerca de perder su patria; pero su valor los salvó y les dio una lección para el futuro Los jefes ilirios se hicieron a la vela con precipitación, se incorporaron con los que iban delante y fondearon en Corcira, donde hecho un pronto desembarco, emprendieron el poner sitio a la plaza. Los corcirenses, consternados con este accidente, y sin esperanza de ningún remedio, enviaron legados a los aqueos y etolios. Al mismo tiempo que éstos, llegaron también los apoloniatas y epidamnios, rogando les enviasen un pronto socorro y no contemplasen con indiferencia que los ilirios les arrojasen de su patria. Estas embajadas fueron escuchadas favorablemente por los aqueos, quienes dotaron de tripulación de mancomún a diez navíos de guerra, y equipados en breve tiempo, se dirigieron hacia Corcira, con la esperanza de librarla del asedio.

Los ilirios, habiendo recibido de los acarnanios siete navíos de guerra en virtud de la alianza, salieron al encuentro, y se batieron con la escuadra aquea junto a Paxos. Los navíos acarnanios, que se hallaban situados de frente con los aqueos, lucharon con igual fortuna, y salieron del combate sin más daño que las heridas que recibieron sus tripulaciones. Pero los ilirios, ligando sus navíos de cuatro en cuatro, vinieron a las manos. En un principio cuidaron poco de sí propios, y presentando el flanco al enemigo, cooperaron a hacer más ventajoso su ataque. Mas cuando los navíos contrarios se aproximaron, y aferrados con el mutuo choque se vieron imposibilitados de maniobrar y pendientes de los espolones de los buques ligados, entonces los ilirios saltan sobre las cubiertas de las embarcaciones aqueas y las vencen con el número de sus soldados. De esta forma capturaron cuatro navíos de cuatro órdenes, y hundieron uno de cinco con toda la tripulación, a cuyo bordo iba Marco Carinense, hombre que hasta la presente catástrofe había desempeñado todos los cargos a satisfacción de la república aquea. Los que se batían con los acarnanios, luego que advirtieron la ventaja de los ilirios, fiados de su agilidad, se retiraron sin riesgo a su patria viento en popa. Esta victoria ensoberbeció a los ilirios, y les facilitó para el futuro la continuación del sitio con más confianza. Los corcirenses, por el contrario, en medio de que sufrieron aún el asedio por algún tiempo, desesperanzados de todo auxilio con estos accidentes, capitularon con los ilirios, admitieron guarnición y con ella a Demetrio de Faros. Luego de lo cual los jefes ilirios inmediatamente se hicieron a la vela, arribaron a Epidamno y emprendieron de nuevo el sitio de la ciudad.


Capítulo IV

Los romanos desembarcan en la Iliria.- Expediciones dirigidas por los cónsules Fulvio y Postumio.- Tratado de paz entre Roma y Teuta.- Construcción de Cartagena por Asdrúbal.- Tratado de éste con los romanos

Conseguían por entonces el consulado (230 años antes de J. C.) C. Fulvio y A. Postumio, cuando aquel salió de Roma con doscientos navíos, y éste marchó al frente del ejército de tierra. La primera intención de Fulvio fue dirigir la proa hacia Corcira, con la esperanza de llegar a tiempo que no estuviese finalizado todavía el sitio. Mas aunque ya llegó tarde, se encaminó, sin embargo, a la isla, con el fin de enterarse a fondo de lo que ocurría en la ciudad, y al mismo tiempo asegurarse de lo que había comunicado Demetrio. Éste se hallaba desacreditado con Teuta, y temeroso de su resentimiento, había dado aviso a los romanos de que entregaría la ciudad y franquearía cuanto estuviese a su cargo. Efectivamente, alegres los de Corcira al ver la llegada de los romanos, les entregan la guarnición iliria con parecer de Demetrio, y ellos mismos se ponen bajo su protección de común acuerdo, en la creencia de que éste era el único medio de vivir a cubierto en adelante contra los insultos de los ilirios. Recibidos en la amistad los de Corcira, hicieron vela los romanos hacia Apolonia, llevando por guía a Demetrio para la ejecución de los restantes designios. A la sazón pasó Postumio desde Brundusio con su ejército de tierra, compuesto de veinte mil hombres de infantería y dos mil caballos. Lo mismo fue presentarse uno y otro campo a la vista de Apolonia, que recibirlos igualmente sus moradores y comprometerse en su arbitrio; pero con la nueva de que Epidamno se hallaba sitiada, volvieron sin detención a hacerse a la mar. No fue preciso más para que los ilirios levantasen el sitio con precipitación y huyesen, que saber que los romanos se aproximaban. Efectivamente, los cónsules recibieron en confianza a los epidamnios, y se internaron en la Iliria, sojuzgando de paso a los ardieos. Aquí se hallaron con embajadores de diferentes partes, entre otras de los partenios y atintanos que habían venido a ofrecer su obediencia. Recibidos en la amistad estos pueblos, pasaron a Issa, ciudad a quien tenían también puesto sitio los ilirios. Llegan, hacen levantar el cerco, admiten en su gracia a los vecinos, y se apoderan sobre la costa de varias ciudades de la Iliria a viva fuerza, entre otras a Nutria, donde perdieron mucha gente, algunos tribunos y el cuestor. Finalmente, apresan veinte barcos que traían un gran socorro del país. Los sitiadores de Issa, unos quedaron salvos en Faros por respetos de Demetrio, y los demás se refugiaron por diferentes partes en Arbona. Teuta se salvó con muy pocos en Rizón, lugar muy acomodado para la defensa, distante del mar y situado sobre el río del mismo nombre. Con estas conquistas los romanos sometieron a la dominación de Demetrio la mayor parte de la Iliria, ensancharon los límites de su imperio y se retiraron a Epidamno con la escuadra y el ejército de tierra.

Cayo Fulvio retornó a Roma (229 años antes de J. C.), llevando consigo la mayor parte de uno y otro ejército. Postumio quedó sólo con cuarenta navíos, y reclutando un ejército de las ciudades circunvecinas, pasó allí el invierno, con el propósito de tener en respeto a los ardieos y demás naciones que habían ofrecido la obediencia. Al inicio de la primavera envió Teuta una embajada a Roma, y concluyó un tratado con estas condiciones: que pagaría el tributo que se tuviese a bien imponerla; que evacuaría toda la Iliria a excepción de pocas plazas (y lo siguiente que principalmente miraba a los griegos); que no navegaría de parte allá de Lisso, más que con dos bergantines, y éstos desarmados. Ratificados estos pactos, Postumio mandó después embajadores a los etolios y aqueos, quienes después de su llegada justificaron, primero los motivos de haber emprendido la guerra y haber pasado a la Iliria; luego dieron cuenta de su conducta, exhibieron el tratado que acababan de concluir con los ilirios, y satisfechos de la buena acogida que habían hallado en estas naciones, volvieron a Corcira. Esta paz libertó a los griegos de un gran temor; porque los ilirios eran por este mismo tiempo enemigos, no de algún pueblo en particular, sino en general de toda la Grecia. Tal fue el primer tránsito de los romanos con ejército a la Iliria y aquellas partes de Europa; y por tales razones la primera alianza que entablaron por la negociación con la Grecia. De aquí tomó Roma motivo para enviar al instante otros diputados a Corinto y Atenas; y en esta fecha aprobó Corinto por primera vez que los romanos interviniesen en sus juegos ístmicos.

A la sazón (229 años antes de J. C.), Asdrúbal, en este estado dejamos los asuntos de la España, ejercía el mando con cordura e inteligencia. Entre los grandes servicios hechos a su patria, había hecho construir una ciudad, llamada por unos Cartago y por otros la Ciudad Nueva, que contribuía muchísimo al auge de los intereses de la república, y sobre todo se hallaba en bella posición para el comercio entre España y África. Haremos ver en otra parte la situación de este pueblo y las ventajas que de él pueden sacar uno y otro país, valiéndonos de ocasión más oportuna.

Apenas se dieron cuenta los romanos del grande y formidable poder que ya Asdrúbal había logrado, pensaron entrar a la parte en los negocios de España. Hallaron que el sueño y la indiferencia en que habían vivido hasta entonces eran las causas del gran poder que Cartago había adquirido, pero procuraron con empeño reparar su descuido. Al presente no osaban imponer alguna dura condición, o tomar las armas contra Cartago, por el riesgo que amenazaba a sus intereses de parte de los galos, de quienes casi esperaban una irrupción de día en día. Y así resolvieron usar de dulzura y suavidad con Asdrúbal, para atacar y dar una batalla a los galos; convencidos de que jamás podrían, no dominar la Italia, pero ni aun vivir seguros en su propia patria, mientras tuviesen a semejantes gentes exploradoras de su conducta. Por cuyo motivo, lo mismo fue llevarse a cabo el tratado con Asdrúbal por la vía de la negociación, en el que, sin hacer mención de lo restante de España, se prohibía a los cartagineses pasar sus armas de parte allá del Ebro, que al instante llevaron la guerra contra los galos que habitaban la Italia.


Capítulo V

Descripción general de Italia y particular del país que ocupaban los galos.- Producciones de esta comarca. Sus costumbres.

Creo oportuno hacer una relación, aunque breve, de estos galos, como conducente al preámbulo y enlace del plan que nos propusimos al principio, recorriendo los tiempos desde aquella época en que estas naciones ocuparon la Italia. Soy del parecer que la historia de estos pueblos merece no sólo conocerse y contarse, sino que es absolutamente necesaria para comprender en qué gentes y países puso Aníbal su confianza en el tiempo en que se propuso arruinar el romano imperio. Pero ante todo hablaremos de la comarca, cuál es ella en sí, y su situación respecto a lo restante de Italia. De esta forma la peculiar descripción de sitios y terrenos facilitará la comprensión de los hechos más memorables.

El conjunto de Italia tiene la figura de un triángulo. El mar Jonio y el golfo Adriático que está inmediato, terminan el costado que mira al Oriente; y el mar Siciliano y Tirrenio, el que cae al Mediodía y Occidente. La unión de estos dos lados entre sí forma el vértice del triángulo, donde se encuentra al Mediodía el promontorio de Italia conocido con el nombre de Cocinto, que divide el mar Jonio y el Siciliano. El lado restante que mira al Septentrión y cubre el corazón de Italia, le terminan sin intermisión los Alpes, cordillera de montañas que, iniciándose en Marsella y lugares situados sobre el mar de Cerdeña, sigue sin cesar hasta el extremo del mar Adriático, salvo un corto espacio cuya anticipada interrupción impide el que se unan. Al pie de esta cadena de montes, que debemos considerar como base del triángulo, según se mira hacia Mediodía, están situadas las llanuras más septentrionales de toda Italia; llanuras de las que hablamos, y cuya fertilidad y extensión excede a la de cuantos pueblos de Europa se compone nuestra historia.

La figura completa y ámbito de esta comarca a igualmente de un triángulo. La unión del monte Apenino con los Alpes, junto al mar de Cerdeña sobre Marsella, forma el vértice de esta figura. Los Alpes finalizan el lado septentrional por espacio de dos mil doscientos estadios, y el Apenino el meridional hasta tres mil seiscientos. La costa del golfo Adriático constituye la base de todo el triángulo. Su extensión desde Sena hasta lo más interior del golfo sobrepasa los dos mil quinientos estadios. De forma que la circunferencia total de esas llanuras incluye diez mil estadios con corta diferencia.

No resulta fácil explicar con palabras la fertilidad de este país. La abundancia de granos es tal, que ha ocurrido muchas veces en la actualidad venderse el modio siciliano de trigo a cuatro óbolos, y el de cebada a dos. La metreta de vino al mismo precio que la cebada. La abundancia de panizo y mijo es excesiva en extremo. Cuál es la cosecha de bellota que se recoge en los encinares sembrados a trechos por estas llanuras, por aquí principalmente lo inferirá cualquiera; que matándose gran cantidad de cerdos en Italia, ya para las necesidades privadas, ya para las provisiones de guerra, sólo de estos campos se obtiene un superabundante surtido. El cálculo más exacto de cuán baratas y abundantes están las cosas necesarias a la vida, se observa por los que viajan por la provincia. Éstos cuando se detienen en una posada, no es preciso trate del precio de cada comestible, sino sólo preguntar en general cuánto es el gasto por persona; y comúnmente los posaderos, por proporcionar a un huésped todo lo necesario, cobran un semise, que es la cuarta parte de un óbolo, y rara vez más. De la muchedumbre de habitantes, de la magnitud y bella disposición de sus cuerpos, como de su espíritu para la guerra, sus mismos hechos serán el más cabal testimonio.

Las colinas y parajes menos montuosos de uno y otro lado de los Alpes, tanto el que está de parte del Ródano, como el que mira a los campos de que acabamos de hablar, se hallan habitados: el que mira al Ródano y Septentrión, por los galos transalpinos, y el que a las llanuras, por los tauriscos, agones y otras muchas naciones bárbaras. La diferencia de transalpinos no procede de la nación, sino del lugar. Llámanse transalpinos porque habitan de parte allá de los Alpes.

Las cimas de estos montes hasta el presente están inhabitadas por la aspereza y abundancia de nieve que continuamente en ellas se encuentra. Desde el inicio del Apenino sobre Marsella y unión que éste hace con los Alpes, habitan los ligures a uno y otro costado, tanto el que mira al mar Tirrenio hasta Pissa, que es la primera ciudad de la Etruria al Occidente, como el que cae a los llanos en la tierra firme hasta la provincia de los arretinos. Siguen luego los etruscos, e inmediato a éstos los umbríos, que ocupan uno y otro lado de dicho monte. De ahí en adelante el Apenino se separa del mar Adriático como quinientos estadios, de vuelta a la derecha, abandona las llanuras, y penetrando por entre lo restante de Italia, alcanza el mar de Sicilia. La campiña que deja por esta parte se extiende hasta el mar y ciudad de Sena. El río Po, tan cantado por los poetas con el nombre de Eridano, tiene su origen en los Alpes, en el vértice mismo del triángulo que acabamos de proponer. Desciende a la tierra llana, dirigiendo su curso a Mediodía; mas luego que llega a ésta tuerce su carrera en dirección a Oriente, por donde transcurre hasta que desagua en el mar Adriático por dos bocas. De las dos partes en que divide la campiña, la mayor está hacia los Alpes y el golfo Adriático. Desembocan en él las aguas, que por todas y por cualquiera parte de los Alpes y del Apenino bajan al llano, y engrosan tanto su corriente, que a ninguno cede de cuantos ríos bañan la Italia. La madre es muy ancha y hermosa, aumentándose en especial a la entrada de la canícula con las copiosas nieves que se derriten en los mencionados montes. Remontan su curso embarcaciones desde el mar por la boca Olana hasta casi dos mil estadios. En su nacimiento sólo posee una madre; pero cuando llega a los Trigabolos, se divide en dos. De éstas, una embocadura se llama Padoa y la otra Olana, donde se halla un puerto el más seguro para los que a él arriban de cuantos tiene el Adriático. Los naturales llaman a este río Bodenco. No menciono, por ahora, lo demás que sobre este río cuentan los griegos, como es la historia de Faetón y su caída, las lágrimas de los álamos negros, lo enlutados que andan los que viven en las inmediaciones de este río, de quienes se dice que aún conservan hasta el presente semejantes vestidos en sentimiento de la muerte de Faetón, y toda la multitud de semejantes historias trágicas, por no adaptarse bien a una clase de preámbulo como éste la exacta narración de tales cosas. Sin embargo, espero hacer en lugar más oportuno la correspondiente memoria de estas fábulas, con la finalidad principalmente de dar a conocer la ignorancia de Timeo sobre los mencionados lugares. Dichas llanuras fueron habitadas antaño por los etruscos, cuando, dueños de los campos circunvecinos a Capua y Nola, llamados entonces flegreos…, se dieron a conocer y ganaron fama de esforzados por la resistencia que opusieron a muchos pueblos. Por este motivo los que lean la historia de la dominación de este pueblo no deben considerar únicamente el país que al presente ocupan, sino las llanuras de que antes hemos hablado y proporciones que de ellas les provenían. La proximidad hizo que los galos comerciasen con ellos frecuentemente, y envidiosos de la bondad del terreno, bajo un leve pretexto los atacasen de repente con un numeroso ejército, los desalojasen del Po y ocupasen su campiña. Los primeros que habitaban la ribera oriental de este río eran los laos y los lebecios; después los insubrios, nación la más poderosa; seguidamente de éstos los cenomanos, sobre las márgenes del río, y lo restante hasta el mar Adriático los vénetos, nación antiquísima, muy parecida en costumbres y traje a los galos, pero distinta en lenguaje. De éstos escribieron mucho los poetas trágicos y cuentan de ello mil patrañas. En la margen opuesta del Po, alrededor del Apenino, primero están los anianos, después los boios, próximo a éstos hacia el Adriático, los agones, y finalmente, junto al mar, los senones. Tales son los más célebres pueblos que ocupaban las mencionadas comarcas. Vivían en aldeas sin muros; no conocían el uso de los muebles; su modo de vivir era sencillo; su lecho la hierba, su alimento la carne, su única profesión la guerra y la agricultura. Toda otra ciencia o arte les era desconocida. Sus riquezas consistían en ganado y oro, los únicos bienes que en todo evento se pueden llevar con facilidad y transportar a voluntad. En lo que más empeño ponían era en granjearse amigos, porque entre ellos era más respetado y poderoso aquel que más gente le obsequiaba y se acomodaba a su gusto.


Capítulo VI

Historia de los galos.- Toma de Roma por éstos.- Encuentros que tuvieron con los romanos.

En un principio los galos dominaban no sólo este país, sino también muchos pueblos próximos, que el terror de su valor había sometido. Al cabo de poco tiempo (389 años antes de J. C.), lograda una victoria sobre los romanos y otros que militaban en su ayuda, siguiendo por tres días tras de los que huían, se apoderaron al fin de la misma Roma, a excepción del Capitolio. Mas la invasión de los vénetos en sus tierras les hizo desistir del empeño, concertar la paz con los romanos, restituirles la ciudad y acudir a su patria. Viéronse después implicados en guerras civiles. La abundancia de que gozaban respecto de sus vecinos excitó el deseo de algunos pueblos que habitaban los Alpes para atacarles y coligarse varias veces en su perjuicio. Mientras los romanos recobraron sus fuerzas y volvieron a ajustar sus diferencias con los latinos.

Treinta años después de tomada Roma (358 años antes de J. C.), avanzaron los galos por segunda vez hasta Alba con un gran ejército. Los romanos no se atrevieron en esta ocasión a oponerles sus legiones por haberles impedido el intento una invasión tan repentina y no haber tenido tiempo de congregar las tropas de los aliados. Pero repetida la irrupción a cabo de doce años (345 años antes de J. C.) con numerosas fuerzas, los romanos, que habían presentido el golpe y convocado sus aliados, sálenles al encuentro con espíritu, resueltos a venir a las manos y aventurar su suerte. El buen ánimo de los romanos amedrentó a los galos y suscitó entre ellos diversidad de pareceres por lo que, llegada la noche, hicieron una retirada a su patria con honores de huida. A este espanto se siguieron trece años de quietud (332 años antes de J. C.), transcurridos los cuales concertaron con Roma un tratado de paz a la vista del auge que su poder había tomado.

Treinta años hacía que vivían en una paz permanente cuando los transalpinos alzaron contra ellos las armas. Temerosos de que se les iba a suscitar una guerra perniciosa (302 años antes de J. C.), apartaron de sí con presentes que les ofrecieron, y el parentesco que hicieron valer, el ímpetu de los que contra ellos se habían concitado, y estimularon su furor contra los romanos, acompañándoles en la empresa. Efectivamente, hecha una invasión por la Etruria, y coligados con ellos los de esta nación, se apoderan de un rico botín y salen de la dominación romana sin que nadie los inquiete. Apenas habían llegado a sus casas, cuando la codicia de lo apresado provocó entre ellos un motín que les hizo perder la mayor parte del despojo y del ejército. Aunque esto es muy común entre los galos luego que se han apropiado el bien ajeno, y especialmente cuando el vino y la comida los ha privado de la razón. Cuatro años después, unidos los samnitas y los galos, dieron una batalla a los romanos en el país de los camertinos, en la que dieron muerte a mucha gente El desastre que acababan de recibir no sirvió sino pare alentar más a los romanos. No mucho tiempo después salieron a campaña (295 años antes de J. C.), y empeñada la acción con todas las legiones en el país de lo sentinatos, pasaron a cuchillo a los más y el resto tuvo que retirarse precipitadamente cada uno a su patria. Transcurridos diez años (285 años antes de J. C.), llegaron los galos a sitiar a Arrecio con un gran ejército. Los romanos acudieron al socorro, vinieron a las manos a la vista de la ciudad y fueron vencidos. En esta jornada perdió la vida el cónsul Lucio, y M. Curio ocupó su lugar. Éste envió embajadores a los galos para el canje de prisioneros; mas ellos les quitaron la vida contra el derecho de gentes. Dejándose llevar de la ira los romanos, toman las armas al momento (284 años antes de J. C.), se encuentran con los galos senonenses que les salieron al paso, los vencen en batalla, matan a los más, desalojan los restantes y se apoderan de toda la provincia. Aquí fue donde enviaron la primera colonia de la Galia, llamándola Sena, del mismo nombre de los galos que antes la habitaban. De esta ciudad poco ha que, hicimos mención, advirtiendo que estaba situada cerca del mar Adriático, al extremo de las llanuras que baña el Po.

A la vista de la caída de los senonenses, los boios, temerosos de que por ellos y por su país no corriese la misma suerte, hicieron tomar las armas a todo el pueblo, y llamaron a los etruscos en su ayuda. Reunidos en el lago Oadmón, dieron una batalla campal a los romanos, en la que quedaron sobre el campo la mayoría de los etruscos y se salvaron muy pocos de los boios. Al año siguiente, coligados otra vez estos pueblos, arman toda la juventud y vienen a las manos con los romanos. Mas una total derrota les hizo ceder a pesar de su espíritu, solicitar la paz a los romanos (283 años antes de J. C.) y concertar con ellos un tratado. Todo esto sucedió tres años antes que Pirro pasase Italia y cinco años antes que los galos fuesen derrotados en Delfos. Por estos tiempos parece que la fortuna había infundido en todos los galos un cierto humor belicoso a manera de contagio. De estos choques resultaron a los romanos dos especialísimas ventajas, porque las derrotas que habían sufrido por parte de los galos y la costumbre de no poder ver ni esperar mayor mal que el que ya habían experimentado, los convirtieron en perfectos atletas en las operaciones militares contra Pirro; y el haber reprimido anteriormente la audacia de estos pueblos, les puso en condición, sin necesidad de distraer sus fuerzas, de pelear primero con Pirro por defender la Italia, y disputar más adelante con los cartagineses por dominar la Sicilia.

Después de estos descalabros, los galos vivieron el reposo por cuarenta y cinco años, y conservaron la paz con los romanos. Pero luego que faltaron aquellos que fueron testigos oculares de los pasados desastres y sobrevinieron jóvenes llenos de ardor inconsiderado, sin experiencia ni conocimiento de revés o fatalidad alguna, al instante (lo que es propensión humana) empezaron a remover lo que estaba sosegado, a exasperarse con los romanos por fútiles motivos y a llamar en su ayuda a los galos de los Alpes. Al principio (238 años antes de J. C.) estos proyectos se fraguaban en secreto por sólo los cabecillas, sin comunicarlos con el pueblo. De lo que resultó que, adelantándose con ejército lo transalpinos hasta Arimino, recelosa la plebe de lo boios, se sublevó contra sus jefes y contra los que habían llegado, dio muerte a Ates y Galato, sus propios reyes, y venidos a las manos, se destruyeron entre sí en formal batalla. Los romanos, amedrentados con esta invasión, salieron a campaña; pero enterados de que se habían deshecho ellos mismos, se retiraron de nuevo a sus casas.

Cinco años después de este sobresalto, en el consulado de M. Lepido, se repartieron los romanos aquel país de la Galia llamado el Piceno, de donde había desalojado a los senonenses por medio de una victoria. Cayo Flaminio fue el que, por congraciarse con el pueblo, introdujo esta ley (233 años antes de J. C.), que en realidad debemos confesar fue el origen de la corrupción del pueblo romano y el fundamento de la guerra que se le originó después a los senonenses. La mayoría de los galos entraron en esta coalición, especialmente los boios, por estar contiguos a los romanos. Se hallaban persuadidos a que Roma ya no movía la guerra por el mando e imperio sobre ellos, sino por su aniquilación y total exterminio.

Con tal motivo, unidos los insubrios y boios, los dos pueblos más poderosos de la nación, enviaron a punto embajadores a los galos que habitaban los Alpes y el Ródano, llamados gesatos, porque militaban por cierto sueldo: ésta es propiamente la significación de esta palabra. Para persuadir y estimular a Concolitano y Aneroestes, reyes de estos pueblos, a levantarse en armas contra los romanos, los legados les presentaron por lo pronto una buena suma de dinero, y les dieron una idea para adelante de la opulencia de este pueblo, y de las cuantiosas riquezas que disfrutarían si lograban la victoria. Pero acabaron de convencerlos fácilmente cuando a lo dicho añadieron firmes testimonios de su alianza, y les recordaron los hechos de sus antepasados, los cuales en otra igual expedición habían, no sólo vencido en batalla a los romanos, sino que después se habían apoderado por asalto de la misma Roma, y dueños de todo lo que encontraron, la habían dominado por siete meses, hasta que finalmente, restituida ésta de voluntad y por favor, salvos e indemnes habían regresado a sus casas con todo el despojo. Estas palabras inflamaron tanto a los jefes de la nación para la guerra, que jamás se vio salir de estos contornos de la Galia ni ejército más numeroso ni soldados más bravos y aguerridos.

Mientras tanto, Roma, ya con lo que oía, ya con lo que se pronosticaba, se hallaba en un continuo temor y sobresalto. Tanto, que unas veces alistaba tropas, acopiaba granos, juntaba municiones; otras sacaban sus ejércitos hasta las fronteras, como si ya estuviesen los galos dentro del país, cuando aún no se habían movido de sus casas. No contribuyó poco este levantamiento a los cartagineses para promover sus intereses en España sin riesgo alguno. Los romanos, convencidos como hemos dicho anteriormente a que esta guerra les era más urgente por amenazarles más de cerca, se vieron precisados a mirar con indiferencia los asuntos de España, llevando toda su atención el ponerse antes a cubierto contra los Galos. Por lo que, asegurada la paz con Cartago por medio de un tratado concluido con Asdrúbal, de que poco ha hicimos mención, todos unánimes atacaron en tales circunstancias al enemigo más próximo, persuadidos a que les era de la mayor importancia terminar de una vez con tales gentes.


Capítulo VII

Los galos invaden la Etruria.- Estado de fuerzas que los romanos tenían.- Victoria de los galos sobre los romanos en las proximidades de Fesola.

Transcurridos ocho años de la división del campo Piceno (226 años antes de J. C.), los gesatos alistaron un ejército poderoso y bien provisto, pasaron al otro lado de los Alpes y vinieron a acampar al río Po, donde se les unieron otros galos. Los insubrios y boios permanecieron firmes en su primera resolución; mas los vénetos y cenomanos, con una embajada que los romanos les enviaron, prefirieron la alianza de éstos. De lo que resultó que los reyes galos se vieron en precisión de dejar una parte del ejército para cubrir la provincia contra el terror de estos pueblos, mientras que ellos, trasladando el campo con todo el resto, compuesto de cincuenta mil infantes y veinte mil caballos y carros, marcharon con denuedo, encaminando sus pasos hacia Etruria. Tan pronto se supo en Roma que los galos habían pasado los Alpes, se envió a Arimino al cónsul L. Emilio con ejército para que contuviese por aquella parte el ímpetu del enemigo, y se destacó a uno de los pretores para la Etruria. El otro cónsul C. Atilio ya había marchado anteriormente a la Cerdeña con sus legiones. A pesar de esto, en Roma todos se hallaban consternados al considerar el grande y terrible peligro que les amenazaba. Aunque no es de extrañar, cuando perduraba aun en sus corazones aquel antiguo terror del nombre galo. Y así, atentos únicamente a este cuidado, se reúnen tropas, alistan legiones, previenen estén prontos los aliados, y ordenan traer de todas las provincias sujetas padrones de los que se hallasen en edad de tomar las armas, para saber con exactitud el total de sus fuerzas. Se cuidó de que la mayor y más florida parte de tropas marchase con los cónsules. De granos, armas y demás pertrechos de guerra se acumulare tantos, que nadie se acordaba de otro igual hasta entonces. De todas partes contribuían gustosamente al logro de sus intentos. Porque los habitantes de Italia, atemorizados con la invasión de los galos, no juzgaban ya que tomaban las armas por auxiliar a los romanos ni por afirmar su imperio; por el contrario, creían que los empeñaba el peligro de sus personas, de sus ciudades y de sus campiñas: motivos porque obedecían con gusto sus mandatos.

Con el fin de que los mismos hechos nos den a conocer la gran república que osó atacar más adelante Aníbal, y el formidable imperio contra quien hizo frente su arrojo, bien que llegó a tal punto su dicha que sumió a los romanos en los mayores infortunios, será conveniente exponer los pertrechos de guerra y número de fuerzas que ya entonces éstos poseían. Salieron con los cónsules cuatro legiones romanas, compuestas cada una de cinco mil doscientos infantes y trescientos caballos. Acompañaban asimismo a uno y otro cónsul treinta mil hombres de a pie y dos mil caballos de tropas aliadas. De sabinos y etruscos, que al tiempo preciso vinieron al socorro de Roma, se reunieron cuatro mil caballos y más de cincuenta mil infantes, de los cuales, formando un cuerpo, fue enviado a las órdenes un pretor para cubrir la Etruria. De umbríos y sarsinatos, moradores del Apenino, se congregaron hasta veinte mil. De vénetos y cenomanos otros tantos, que fueron situados en el límite de la Galia para invadir la provincia de los boios y reprimir sus salidas. Éstos eran los ejércitos que defendían las fronteras del país. En Roma no estaban desprevenidos contra la probabilidad de una guerra. Tenían un ejército, que hacía veces de cuerpo de reserva, de veinte mil infantes y mil quinientos jinetes romanos, y treinta mil infantes y dos mil caballos de tropas aliadas. En los padrones enviados al Senado constaban ochenta mil hombres de a pie y cinco mil de a caballo, entre los latinos; setenta mil de a pie y siete mil de a caballo, entre los samnitas; cincuenta mil infantes y dieciséis mil caballos, entre los japiges y mesapiges unidos treinta mil infantes y tres mil caballos, entre los lucanos, y veinte mil infantes y cuatro mil caballos, entre los marsos, maruquinos, ferentanos y vestinos. Además de esto, guarnecían la Sicilia y Tarento dos legiones, compuestos cada una de cuatro mil doscientos infantes y doscientos caballos. El número de romanos y campanios inscritos ascendía a doscientos cincuenta mil infantes y veintitrés mil caballos. Con lo que el total de tropas acampadas delante de Roma sobrepasaba de ciento cuenta mil hombres de a pie y seis mil de a caballo; y el todo de las que podían llevar las armas, tanto romanas como aliadas, ascendía a setecientos mil infantes y setenta mil caballos. Y a la vista de esto, ¿se atreverá Aníbal a invadir Italia con veinte mil hombres escasos? Pero de esto nos informará mejor la secuencia. Así que llegaron los galos a la Etruria, corrieron y talaron impunemente la provincia, sin encontrar resistencia. Marcharon, finalmente, contra la misma Roma y ya se encontraban en las proximidades de Clusio, ciudad distante de esta capital tres días de camino cuando supieron que el ejército romano que guarnecía la Etruria venía con ánimo de alcanzarles por la espalda y se hallaba ya muy cercano. Con este aviso volvieron sobre sus pasos y salieron al encuentro, deseosos de batirse. Ya iba a ponerse el sol cuando avistaron los dos ejércitos. En este estado hicieron alto, sentando los reales uno y otro a corta distancia. Llegada la noche, los galos encendieron fuegos y dejaron sola la caballería, advirtiéndola que luego con la luz del día los alcanzasen a ver los enemigos, siguiesen sus pasos: ellos, mientras, hacen una oculta retirada hacia Fesola, donde se acampan, con ánimo de esperar su caballería y dar de improviso contra el ímpetu del enemigo. Los romanos, que con la luz del día advirtieron la caballería sola, creyendo que los galos habían emprendido la huida, siguen con calor el alcance. Pero apenas se hubieran aproximado, cuando los galos hicieron frente, dieron sobre ellos, y aunque al principio fue viva la acción de una y otra parte, al fin, superiores los galos en espíritu y gente, dieron muerte a poco menos de seis mil romanos e hicieron huir a los demás. La mayoría se retiró a un lugar ventajoso, donde se hizo fuerte. En un principio los galos pensaron en sitiarlos; pero malparados con la marcha, fatigas y trabajos de la noche anterior, dejaron una guardia de su caballería alrededor de la colina y se fueron a descansar y sosegar, con ánimo al día siguiente de forzarlos si de voluntad no se entregaban.


Capítulo VIII

Llegada de los cónsules Emilio y Atilio a la Etruria.- Cogen en medio a los galos.- Orden y disposición de ambos ejércitos.- Batalla de Telamón.- Victoria lograda por los romanos.

Mientras tanto (226 años antes de J. C.), Lucio Emilio, que guarnecía las costas del mar Adriático, oyendo que los galos habían invadido la Etruria y se acercaban a Roma, vino con diligencia al socorro y llegó felizmente a la ocasión más precisa. No bien había sentado sus reales próximos al enemigo, cuando los que se habían refugiado en la eminencia, advertidos de su llegada por los fuegos que veían, recobraron el espíritu y destacaron durante la noche algunos de los suyos desarmados por lo oculto de un bosque, para que informasen al cónsul de lo ocurrido. Con este aviso, Emilio, comprendiendo que la urgencia no daba lugar a consultas, ordenó a los tribunos salir al amanecer con la infantería y él al frente de la caballería se dirige hacia la colina. Los jefes galos, que se habían dado cuenta de los fuegos durante la noche, conjeturando la llegada de los enemigos, tuvieron consejo. El rey Aneroeste dio su voto en estos términos: que supuesto que se encontraban dueños de tan rico botín, cuyo número de hombres, ganados y alhajas era al parecer inexplicable, no le parecía acertado arriesgar ni exponer toda la fortuna, sino tornarse a su patria impunemente; y luego que, desembarazados de esta carga, se hallasen expeditos, volver a atacar a los romanos con todas las fuerzas, si se tuviese por conveniente. Todos estuvieron de acuerdo en que se debía proceder en las presentes circunstancias según el parecer de Aneroestes, por lo cual la noche misma en que tomaron este acuerdo levantaron el campo antes de amanecer y marcharon junto al mar por la Etruria. Emilio, aunque incorporó en su ejército el trozo de tropas que se había salvado en la colina, creyó sin embargo que en modo alguno le convenía aventurar una batalla campal, pero sí ir tras de ellos y observar los tiempos y puestos ventajosos por si podía incomodar al enemigo o quitarle la presa. Al mismo tiempo el cónsul C. Atilio, habiendo arribado de Cerdeña a Pissa con sus legiones, las conducía a Roma, trayendo el camino opuesto a los enemigos. Ya se encontraban los galos en las proximidades de Telamón, promontorio de la Etruria, cuando los forrajeadores de éstos cayeron en manos de los batidores de Atilio y fueron apresados. Examinados por el Cónsul, le informan de lo acaecido hasta entonces y le comunican la vecindad de los dos ejércitos, advirtiéndole que el de los galos se hallaba muy inmediato, y a espaldas de éste el de Emilio. Atilio, asombrado en parte con la noticia y en parte alentado por parecerle que con su marcha había cogido al enemigo entre dos fuegos, ordena a los tribunos que formen en batalla las legiones y avancen a paso lento, dándolas todo el frente que permitía el terreno. Él, fijándose en una colina cómodamente situada sobre el camino por donde precisamente habían de pasar los galos, toma la caballería y se dirige con diligencia a ocupar su cumbre para dar por sí principio a la acción, en la inteligencia de que de este modo se le atribuiría la gloria principal del suceso. Al principio los galos, ignorantes de la llegada de Atilio, infiriendo de esta novedad que la caballería de Emilio los había bloqueado durante la noche y se había apoderado con anticipación de los puestos ventajosos, destacan con prontitud la suya con alguna infantería ligera para desalojarlos de la colina. Pero en cuanto supieron por uno de los prisioneros que se trajo la llegada de Atilio, ordenan sin dilación la infantería de tal suerte que haga dos frentes, una por detrás y otra por delante, en atención a que sabían que unos les seguían por la espalda, y se presumían que otros les saldrían al encuentro por el frente, conjetura que sacaron de las noticias que tenían y circunstancias que a la sazón ocurrieron.

Emilio había oído la llegada de las legiones a Pissa, pero no sospechaba de que estuviesen tan cerca, y hasta que vio el combate de la colina no acabó de asegurarse que se hallaban tan próximas las tropas de su compañero. Destacó prontamente la caballería para socorro de los que peleaban en la altura, y puesta en orden la infantería según la costumbre romana, avanzó hacia los contrarios. Los galos habían situado a los gesatos e insubrios al frente de la retaguardia, por donde esperaban a los de Emilio, y al frente de la vanguardia habían ordenado a los tauriscos y boios, habitantes del Po. Éstos tenían la formación contraria a los primeros, y estaban vueltos para contener el ímpetu de los de Atilio. Los carros con sus yuntas cubrieron una y otra ala. El botín fue colocado sobre un collado inmediato, con un destacamento para su custodia. Situado a dos caras el ejército de los galos, no sólo representaba una formación terrible, sino también eficaz. Los insubrios y boios entraron en la contienda con sus calzones y sayos ligeros rodeados al cuerpo. Pero los gesatos, ya por vanidad, ya por valor, los arrojaron, y desnudos se situaron los primeros del ejército con solas sus armas, suponiendo que de este modo estarían más desembarazados y libres de que las zarzas que había en ciertos parajes se les enredasen en los vestidos e impidiesen el manejo de las armas. La acción tuvo principio en la colina, donde con facilidad la veían todos por la prodigiosa multitud de caballos de cada ejército que combatían mezclados entre sí. Entonces el cónsul C. Atilio, que peleaba con intrepidez, fue muerto en el combate, y su cabeza fue llevada a los reyes galos. A pesar de esto, la caballería romana realizó tan bien su deber, que al fin se apoderó del puesto y venció a los contrarios. Poco después avanzó la infantería una contra otra. Éste fue un espectáculo bien particular y maravilloso, tanto para los que entonces estuvieron presentes como para los que han sabido después representar en su imaginación el hecho por la lectura. Efectivamente, de una batalla compuesta de tres ejércitos no puede menos de resultar un aspecto y género de acción extraño y vario. A más de que tanto ahora como entonces, durante el mismo combate, estuvo en disputa si la formación de los galos era la más peligrosa, por verse atacados por ambas partes, o si, por el contrario, la más ventajosa, porque peleaban al mismo tiempo con ambos ejércitos, afianzaba cada uno su seguridad en el que tenía a la espalda, y sobre todo, cerradas las puertas a la fuga, no quedaba más arbitrio que la victoria, ventaja peculiar de un ejército situado a dos frentes.

Por lo que respecta a los romanos, ya les alentaba el ver al enemigo entre dos fuegos y rodeado por todas partes, ya los horrorizaba el buen orden y gritería del ejército de los galos. Porque la multitud de clarines y trompeteros, que por sí era innumerable, unida a los cánticos de guerra de todo el ejército, producía tal y tan extraordinario estrépito, que parecía no sólo que las trompetas y soldados, sino también que los lugares circunvecinos despedían de sí voces con el eco. Infundía también terror la vista y movimiento de los que se hallaban desnudos en la vanguardia, ya que sobresalían en robustez y bella disposición. Todos los que ocupaban las primeras cohortes estaban adornados de collares de oro y manillas; a cuya vista los romanos, ya se sobrecogían, ya estimulados con la esperanza de rico botín, concebían doblado espíritu para el combate.

Después que los flecheros romanos avanzaron al frente, según costumbre, para disparar espesas y bien dirigidas saetas, a los galos de la segunda línea les sirvieron de mucho alivio sus sayos y calzones; pero a los desnudos de la vanguardia, como sucedía el lance al revés de lo que esperaban, este hecho los colocó en grande aprieto y quebranto. Porque como el escudo galo no puede cubrir a un hombre, cuanto mayores eran los cuerpos, y éstos desnudos, tanto más se aprovechaban los tiros. Finalmente, imposibilitados de vengarse contra los que disparaban, por la distancia y número de flechas que sobre ellos caía, postrados y deshechos con el actual contratiempo, unos furiosos y desesperados se arrojaron temerariamente al enemigo y buscaron la muerte por su mano, otros se refugiaron a los suyos, hicieron público su temor y desordenaron a los que estaban a la espalda. De esta forma fue abatida la altivez de los gesatos por los flecheros romanos. Lo mismo fue retirarse los flecheros y salir al frente las cohortes, que venir a las manos los insubrios, boios y tauriscos, y hacer una vigorosa resistencia. Cubiertos como estaban de heridas, mantenía a cada uno el espíritu en su puesto. Sólo había la diferencia que eran inferiores, tanto en general como en particular, en la estructura de las armas. Efectivamente, el escudo romano tiene una gran ventaja sobre el galo para defenderse, y la espada para maniobrar… contrariamente el sable galo únicamente sirve para el tajo. Pero después que la caballería romana descendió de la colina y los atacó con vigor en flanco, entonces la infantería gala fue deshecha en el sitio mismo de la formación, y la caballería tomó la huida.

Fueron muertos cuarenta mil galos, y se hicieron no menos de diez mil prisioneros, entre los cuales se encontraba Concolitano, uno de sus reyes. El otro, llamado Aneroestes, se refugió en cierto lugar con pocos que le siguieron, donde se dio la muerte a sí y a sus parientes. El Cónsul romano, recogido que hubo los despojos, los envió a Roma, pero el botín lo restituyó a sus dueños. Más tarde tomó los dos ejércitos, atravesó la Liguria e hizo una irrupción en el país de los boios. Saciado de despojos el deseo del soldado, llegó a Roma en pocos días con el ejército. Las banderas, las manillas y collares de oro, atavíos que traen los galos al cuello y manos, adornaron el Capitolio. Los otros despojos y prisioneros sirvieron para la entrada y decoración de su triunfo. De este modo se desvaneció aquella terrible invasión de los galos, que puso en tanta consternación y espanto a la Italia toda, y principalmente a Roma. Después de esta victoria los romanos concibieron esperanzas de poder desalojar completamente a los galos de los alrededores del Po. A tal efecto, nombrados cónsules Q. Fulvio y Tit. Manlio, los enviaron a ambos con ejército y grande aparato de guerra. Este repentino ataque (225 años antes de Jesucristo) aterró a los boios, y les fue preciso someterse a la fe de los romanos. En el resto de la campaña no se hizo cosa de provecho, por las copiosas lluvias que sobrevinieron y pestilencial influencia que se introdujo en el ejército.


Capítulo IX

Invasión por las fuerzas acaudilladas por Furio y Cayo Flaminio de las Galias.- Batalla entre insubrios y romanos.- Victoria por éstos.- Segunda invasión de Marco Claudio y Cornelio contra los insubrios.- Victoria y toma de Milán por Cornelio.

Los cónsules sucesores, Publio Furio y Cayo Flaminio, tornaron a invadir la Galia (224 años antes de Jesucristo) por el país de los anamaros, pueblo que se asienta cerca de Marsella. Lograda la amistad de estas gentes, pasaron a la provincia de los insubrios, por la confluencia del Adoa por el Po. Las penalidades que sufrieron en este tránsito y campamento no les dejaron obrar de momento, y concluido después un tratado, evacuaron estos países. Tras de haber discurrido muchos días por aquellos contornos, cruzaron el río Clusio y llegaron a la provincia de los cenomanos, sus aliados, con quienes volvieron a entrar por los subalpinos hasta las llanuras de los insubrios, incendiando la campiña y saqueando sus aldeas. Los jefes insubrios, viendo que era inevitable el designio de los romanos, determinaron probar fortuna y arriesgar todas sus fuerzas. Para lo cual reunieron en un sitio todas las banderas, aun aquellas de oro, llamadas inmovibles, que sacaron del templo de Minerva, hicieron los demás preparativos convenientes y acamparon con cincuenta mil hombres al frente del enemigo, llenos de satisfacción y de amenazas.

Los romanos habían pensado valerse de las tropas galas, sus aliadas, a la vista de la infinita superioridad del enemigo. Pero al considerar la inconstancia de los galos y que el combate había de ser contra gentes de la misma nación que la que ellos habían recibido, recelaban comprometer en tales hombres asunto de tanta importancia. Finalmente resolvieron permanecer ellos de parte acá del río, hacer pasar de parte allá a los galos, sus aliados, y quitar después los puentes. De esta forma se aseguraban a un tiempo de cualquier insulto y como que tenían los galos un río invadeable a la espalda, no les dejaban otro arbitrio de salvación que la victoria. Realizado esto, se dispusieron para el combate. Es famosa la sagacidad de que usaron los romanos en esta batalla. Los tribunos instruyeron, en común y en particular, a cada soldado cómo debía actuar durante la acción. Habían observado en los combates anteriores que el furor de la nación gala en el primer ímpetu era el más temible, mientras se veía sin lesión; que la fábrica de sus espadas, como hemos dicho anteriormente, sólo tenía el primer golpe y éste cortante, pero que después su longitud y latitud se embotaba y encorvaba tanto que si no se daba tiempo al que la manejaba para apoyarla contra el suelo y enderezarla con el pie, venía a ser absolutamente ineficaz su segundo golpe. En este supuesto, los tribunos reparten a las cohortes de la vanguardia las lanzas de los triarios que se hallaban a la retaguardia, y, por el contrario, mandan a éstos que se sirvan de sus espadas. En este orden embisten de frente a los galos, cuyos sables, lo mismo fue descargar los primeros tajos sobre las lanzas, que quedar inutilizados. Entonces vienen a las manos, y mientras los galos están sin acción, privados del golpe cortante, único uso que hacen de la espada, por no tener en absoluto punta, los romanos, manejando las suyas, no de tajo, sino de punta, ya que la tienen penetrante, les hieren sobre los pechos y rostros, descargan herida sobre herida y pasan a cuchilla a la mayoría. Todo el lauro se debió a la previsión de los tribunos, porque el cónsul Flaminio había dirigido la acción con poca prudencia. Al formar su ejército sobre la margen misma del río y no dejar espacio a las cohortes para retirarse, privó a los romanos de aquella peculiar ventaja que tienen en batirse. Porque si durante la acción hubiera sucedido verse las tropas un poco estrechadas de terreno, la imprudencia del jefe las hubiera precipitado en el río sin remedio. Pero finalmente su valor, como hemos dicho, las hizo salir vencedoras, y apoderándose de un rico botín e infinitos despojos, volvieron a Roma.

Al año siguiente enviaron los galos a solicitar la paz dispuestos a pasar por cualesquier condiciones; mas los cónsules sucesores Marco Claudio y Cn. Cornelio insistieron en que no se les concediese. Este desaire determinó a los galos a hacer el último esfuerzo (223 años antes de J. C.) Recurrieron otra vez a los gesatos de los alrededores del Ródano, y tomaron a sueldo treinta mil hombres, que tuvieron sobre las armas, esperando la llegada del enemigo. Al inicio de la primavera los Cónsules tomaron las legiones y se dirigieron al país de los insubrios. Así que hubieron llegado, acamparon alrededor de Agerra, ciudad situada entre el Po y los Alpes, y la pusieron sitio. Los insubrios, imposibilitados de socorrerla, por estar tomados de antemano los puestos ventajosos, pero resueltos libertarla del asedio, atraviesan el Po con una parte del ejército, penetran en la dominación romana y pone sitio a Clastidio. Conocida por los cónsules esta noticia, toma Marco Claudio la caballería con parte de la infantería y marcha con diligencia dar auxilio a los cercados. Apenas supieron los galos la llegada de los romanos, levantan el sitio, les salen al encuentro y se ordenan en batalla. No obstante de que les atacó con ímpetu y esfuerzo la caballería romana, resistieron el primer choque; pero cercados e incomodados después por la espalda y los costados, tuvieron finalmente que emprender la huida. Muchos se arrojaron en el río fueron víctimas de la corriente, pero los más murieron a manos del enemigo. Los romanos tomaron Agerra, bien provista de víveres, por haberse retirado los galos a Milán, capital del país de los insubrios. Cornelio siguió el alcance, y se presentó de repente delante de esta plaza. Al principio los galos se estuvieron quietos; pero al retirarse el cónsul a Agerra salen, atacan con vigor su retaguardia, matan a muchos y obligan a una parte a emprender la huida, hasta que el cónsul, llamando a los de la vanguardia, los exhorta a que hagan frente y vengan a las manos con los contrarios. Los romanos obedecieron a su jefe atacaron con viveza a los que venían persiguiéndoles. Pero los galos, aunque con la presente ventaja resistieron con vigor por algún tiempo, poco después, volviendo la espalda, huyeron a las montañas. Cornelio marchó en su seguimiento, taló el país y tomó a Milán a viva fuerza.

Este accidente abatió completamente las esperanzas de los jefes insubrios y los rindió a discreción de los romanos. Tal éxito tuvo la guerra contra los galos, guerra, que si se mira a la soberbia y furor de los que la sostuvieron, a las batallas que se dieron y al número de combatientes que murieron, a ninguna es inferior de cuantas nos cuentan las historias; pero si se atiende a sus principios y al inconsiderado manejo de cada una de sus partes, ninguna es más despreciable. La razón es porque las acciones de los galos, no digo las más, sino absolutamente todas, las gobierna más la ira que la razón. En este supuesto, considerando nosotros el corto tiempo en que habían sido desalojados de los alrededores del Po, a excepción de pocas plazas situadas al pie de los Alpes, tuvimos a bien no pasar en silencio su primera invasión, las acciones que después ejecutaron, y su total exterminio. Convencidos de que es propio de la historia traer a la memoria y encomendar a nuestros sucesores estas vicisitudes de la fortuna, para que los venideros, faltos absolutamente de instrucción en tales casos, no extrañen las repentinas y temerarias irrupciones de los bárbaros, por el contrario comprendan algún tanto la corta duración y suma facilidad con que se desvanece esta clase de enemigos si se les hace frente y se echa mano antes de cualquier recurso que condescender con alguna de sus pretensiones. A mi entender, los que hicieron mención y trasmitieron a la posteridad la invasión de los persas en la Grecia y la de los galos en Delfos, contribuyeron, no algo, sino infinito, al éxito de los combates que por la común libertad sostuvieron los griegos. Porque si uno se imagina las extraordinarias acciones que entonces se realizaron, y se acuerda de la infinidad de hombres, de la altivez de pensamientos y de la inmensidad de aparatos que arrolló el ánimo y espíritu de los que supieron pelear con resolución e inteligencia, no habrá temor de gastos, armas u hombres que le retraiga de exponer el último aliento por su país y su patria. Y como el terror de los galos ha puesto en consternación muchas veces a los griegos, no sólo en lo antiguo, sino actualmente, esto me ha estimulado más a hacer una relación, aunque breve, de estos pueblos desde su origen. Mas ahora volvamos a donde interrumpimos el hilo de la narración.


Capítulo X

Muerte de Asdrúbal.- Aníbal, su sucesor.- Motivo por que prevaleció en todo el Peloponeso el nombre aqueo.- Sistema de esta república.- Ejemplos de su integritud y quién fue el autor de la liga aquea.

El capitán de los cartagineses, después de haber gobernado la España por ocho años (221 antes de J. C.), fue muerto una noche en su tienda a traición por un galo, que quiso satisfacer sus particulares ofensas. Su urbanidad con los potentados del país, mayormente que sus armas, habían proporcionado un grande ascendiente a los intereses de Cartago. La república, atenta a la sagacidad y valor que Aníbal, aunque joven, mostraba en los negocios, le confió el mando de la España. Luego que tomó éste las riendas del gobierno, cuando fue fácil colegir de sus designios que llevaría las armas contra Roma, lo que al fin ejecutó sin que pasara mucho tiempo. De aquí en adelante todo fue recelos y mutuas querellas entre cartagineses y romanos. Aquellos tomaban ocultas medidas con el anhelo de satisfacer las pérdidas que habían sufrido en la Sicilia; éstos desconfiaban a la vista de sus proyectos; de donde claramente se infería la guerra que dentro de poco había de estallar entre ambos pueblos.

Por este mismo tiempo los aqueos y el rey Filipo con los demás aliados promovieron contra los etolios la guerra llamada social. Y supuesto que, referidas las cosas de Sicilia, África y sus resultas, según el enlace de nuestro preámbulo, hemos llegado al origen de la guerra social y al de la segunda guerra que se hizo entre romanos y cartagineses, llamada comúnmente anibálica, desde cuya época hemos prometido en el exordio dar principio a nuestra historia; será procedente que, omitidos por ahora estos hechos, pasemos a los que sucedieron en la Grecia, para que de esta forma corresponda en todas sus partes nuestro preámbulo, llegue la narración hasta esta misma fecha y demos principio a la historia y enunciación de las causas que privativamente hemos emprendido.

En el supuesto de que no nos hemos propuesto referir las acciones de una nación (por ejemplo, de los griegos o persas), como han hecho otros antes que yo, sino todas las acaecidas en las diversas partes del mundo conocido, para cuyo designio han contribuido ciertas particularidades de la edad presente, que manifestaremos por menor a su tiempo; será del caso apuntar ligeramente, antes de principiar la obra, los pueblos más célebres y lugares más conocidos del universo. De los asiáticos y egipcios bastará hacer mención desde la época que acabamos de fijar. Pues a más que muchos han publicado la historia de sus pasadas acciones y no hay persona que no la conozca, no ha ocurrido en nuestros días alteración ni innovación extraordinaria de la fortuna que valga la pena de repasar sus anteriores anales. Pero de los aqueos y casa real de Macedonia, por el contrario, convendrá recorrer ligeramente los tiempos pasados, supuesto que ha sucedido en nuestro tiempo la total extinción de ésta y el extraordinario auge y estrecha unión de aquellos, como dijimos más arriba. Muchos habían intentado antes de ahora persuadir a los peloponesiacos a esta concordia; mas como no les impelía a obrar el amor de la común libertad, sino el de la elevación propia, ninguno pudo conseguirlo. Pero actualmente ha tomado tal incremento y consolidación esta liga que no sólo han formado entre sí una sociedad de aliados y amigos por lo que respecta a intereses, sino que usan las mismas leyes, los mismos pesos, las mismas medidas, las mismas monedas, los mismos magistrados, los mismos senadores, los mismos jueces; y en una palabra, lo único que impide que casi todo el Peloponeso no sea reputado por una sola ciudad, es el que no estén cercados de unos mismos muros sus habitantes; todo lo demás, ya sea en común, ya en particular en cada ciudad, es idéntico y en todo semejante. Ante todo no será infructuoso conocer cómo y de qué manera prevaleció el nombre de aqueo en todo el Peloponeso. Porque ni los que heredaron esta denominación de sus mayores exceden a los demás en tensión de país, ni en número de ciudades, ni riquezas, ni en valor de habitantes. Al contrario, Arcadia y Laconia llevan mucha ventaja a los aqueos en población y terreno, y el valor de estos pueblos es capaz de ceder la primacía a alguno otro de la Grecia. Pues ¿cómo o en qué consiste que actualmente son celebrados estos y los demás pueblos del Peloponeso por haber abrazado su gobierno y apellido? Atribuir esto a la casualidad, a más de que no es regular, sería una ridiculez manifiesta. Mejor será que inquiramos causa, pues sin ella no se obra nada bueno o malo. A mi entender, es la siguiente. No se encontrará república donde la igualdad, la libertad, y, en una palabra, donde la democracia sea más perfecta ni la constitución más sencilla que en la aquea. Este sistema de gobierno tuvo en el Peloponeso algunos partidarios voluntarios; muchos a quienes atrajo la persuasión y el convencimiento, y otros con quienes se usó de violencia, pero poco después se complacieron de haber sido forzados. No había privilegio que distinguiese a sus primeros fundadores. Todos gozaban de iguales derechos desde el acto de su recepción. Y sólo valiéndose de los dos poderosos antídotos, la igualdad y la dulzura, vio logrados prontamente sus premeditados designios. Esto se debe reputar por fundamento y causa principal de la concordia de los peloponesios, que ha constituido en tan elevada fortuna. Que esta privativa constitución y gobierno que acabamos de exponer se observase ya antes entre los aqueos, fuera de otras mil pruebas que lo pudieran hacer demostrable, bastará por ahora traer uno o dos testimonios que lo comprueben.

Cuando se quemaron los colegios de los pitagóricos en aquella parte de Italia llamada la Gran Grecia, originó después, como es regular, una conmoción general sobre el gobierno, a causa de haber perecido principales de cada ciudad con tan imprevisto accidente. De aquí provino llenarse las ciudades griegas aquella comarca de muertes, sediciones y todo género de alborotos. En tales circunstancias, aunque las más de las repúblicas griegas enviaron sus legados para restablecimiento de la paz, la Gran Grecia sólo se valió de la fe de los aqueos para el expediente de sus presentes disturbios. Y no sólo por entonces adoptó la constitución aquea, sino que poco después determinó imitar en un todo su gobierno. Para esto los crotoniatas, los sibaritas y caulionatos, congregados y convenidos, consagraron primero un templo a Júpiter Homorio o Limítrofe, y un edificio público donde celebrar sus juntas y consejos; después admitieron las leyes y costumbres de los aqueos, y acordaron poner en práctica y seguir en todo su sistema. Aunque en adelante la tiranía de Dionisio Siracusano y la prepotencia de los bárbaros circunvecinos les obligó a abandonarlo, no por voluntad, sino por fuerza.

Después de la inopinada derrota de los lacedemonios de Leuctres, y haberse alzado los tebanos con el mando de la Grecia contra toda esperanza, se promovió una disputa por toda la Grecia, pero principalmente entre estos dos pueblos, negando aquellos haber sido vencidos, y rehusando éstos reconocerles por vencedores. Entre todos los griegos, en solos los aqueos se comprometieron los tebanos y lacedemonios para la decisión de esta diferencia, en atención, no a su poder, pues entonces era casi el menor de la Grecia, sino a su fe principalmente y probidad en todas las acciones. Este concepto general tenían todos formado de los aqueos por aquellos tiempos. Entonces todo su poder consistía únicamente en la rectitud de sus consejos; realizar algún hecho o acción memorable que mirase al engrandecimiento de sus intereses no podían, a causa de no tener una cabeza capaz de ejecutar sus proyectos. Lo mismo era descubrirse algún talento superior, que oscurecerle y sofocarle el gobierno de Lacedemonia, o más bien el de Macedonia. Pero luego que en la consecuencia tuvo esta república jefes que correspondiesen a sus intenciones, dio al instante a conocer el poder que en sí encerraba, por la liga que formó entre los peloponesios, acción la más gloriosa. Arato el escioniano fue la cabeza y autor de este proyecto; Filopemen, el megalopolitano lo suscitó y llevó a su complemento, y Licortas con sus secuaces lo corroboró e hizo durable por algún tiempo. En el transcurso de la obra procuraré notar donde convenga qué fue lo que hizo cada uno, de qué modo en qué fecha. Del gobierno de Arato, tanto ahora como después hablaré sumariamente, por haber él compuesto comentarios muy fieles y elegantes de sus propias acciones; pero por lo que hace a los demás, haré una relación más circunstanciada y crítica. Presumo que la narración será mucho más fácil y más proporcionada a la inteligencia de los lectores si doy principio en aquella época en que, distribuidos en aldeas los aqueos por los reyes de Macedonia, empezaron a confederarse entre sí sus ciudades. Desde cuya unión, aumentándose sin cesar, han llegado a la elevación que al presente admiramos y de que poco ha hicimos particular mención.


Capítulo XI

Resumen de la historia de los aqueos.- Ydeas de su gobierno.- Expediciones de Arato.- Esfuerzos de éste para abolir la tiranía en el Peloponeso.- Alianza de los etolios con Antígono, gobernador de Macedonia y con Cleomenes, rey de Lacedemonia.

Transcurría la olimpíada ciento veinticuatro (282 año antes de J. C.), cuando los patrenses y dimeos empezaron a confederarse; época en que murieron Ptolomeo, hijo de Lago, Lisimaco, Seleuco y Ptolomeo Cerauno. Todos éstos dejaron de vivir en la mencionada olimpíada. Tal era el estado de los aqueos en los tiempos primitivos. Su primer rey fue Tisamenes, hijo de Orestes, quien arrojado de Esparta con el regreso de los heraclidas, se apoderó de la Acaya. Después de éste fueron gobernados sin interrupción por la misma línea hasta Ogiges, con cuyos hijos, descontentos de que no lo mandaban según las leyes sino con despotismo, transformaron el gobierno en democracia. En los tiempos sucesivos hasta el reinado de Alejandro y de Filipo aunque tal vez variaron los negocios a medida de las circunstancias, procuraron no obstante retener en general, como hemos mencionado, el gobierno popular. Esta república se componía de doce ciudades, las que subsisten hoy día menos Olenos y Helice, que fue absorbida por el mar antes de la batalla de Leuctres. Las ciudades son estas: Patras, Dima, Fares, Tritaia, Leoncio, Ægira, Pellene, Ægio, Bura, Ceraunia, Olenos y Helice. En los últimos tiempos de Alejandro y primeros de la mencionada olimpíada, se originaron entre estos pueblos tales discordias y disensiones, principalmente por los reyes de Macedonia, que separados todos de la liga, consultaron su conveniencia por opuestos caminos. Esto fue la causa de que Demetrio, Casandro y más adelante Antígono Gonatas colocasen guarnición en algunas ciudades, y otras fuesen ocupadas por los tiranos, cuyo número se aumentó prodigiosamente entre los griegos por este Antígono. Mas hacia la olimpíada ciento veinticuatro, y en la misma que Pirro pasó a Italia, arrepentidas estas ciudades, como hemos indicado, empezaron de nuevo a coligarse. Los primeros que se confederaron fueron los dimeos, patrenses, tritaios y farenses; por eso no ha quedado monumento alguno de esta concordia. Aproximadamente cinco años después, los egeos arrojaron la guarnición y entraron en la liga. Siguieron el ejemplo los burios, luego de haber dado muerte a su tirano. Al mismo tiempo los carinenses recobraron su antiguo gobierno. Porque Iseas, tirano de Carinea, observando la expulsión de la guarnición de Ægio, la muerte del tirano de Bura por Marco y los aqueos, y que dentro de poco se le atacaría a él por todas partes, depuso el mando; y después de haber tomado de los aqueos un salvoconducto para su salvaguardia, agregó la ciudad a la liga de éstos.

Pero ¿a qué propósito recorrer tiempos tan remotos? En primer lugar, para manifestar cómo, en qué tiempo y quiénes fueron los primeros aqueos que restablecieron el presente estado; en segundo, para que, no mis palabras, sino los mismos hechos sirvan de testimonio a su gobierno, que siempre tuvo un solo sistema entre los aqueos; a saber, convidar a los pueblos con la igualdad y libertad de su república, y hacer guerra y resistir de continuo a cuantos, o por sí, o por medio de reyes, intentasen reducir a servidumbre sus ciudades. De esta forma y con esta máxima consiguieron tan grande empresa, ya por sí, ya por sus aliados. Por que también lo que éstos contribuyeron a la liga en los tiempos sucesivos se debe referir al gobierno de lo aqueos. Pues en medio de haber acompañado a los romanos en las más y más famosas expediciones, jamás los prósperos sucesos les hicieron anhelar propias conveniencias, antes bien por todos los servicios que prestaron a los aliados no desearon otra recompensa que la libertad de cada uno y la concordia común del Peloponeso. Pero esto mejor se comprenderá por los efectos mismos de sus acciones.

Durante los veinticinco años primeros (256 antes d J. C.) tuvieron una misma forma de gobierno las mencionadas ciudades, nombrando por turno un secretario común y dos pretores. Les pareció mejor después el elegir uno y a éste darle la confianza de todos los negocios. El primero que obtuvo este honor fue Marco Carineo. A los cuatro años del mandato de éste (252 ante de J. C.), el valor y audacia de Arato el Sicioniano, entonces de veinte años de edad, libertó su patria de la tiranía y la agregó a la República Aquea; tanto le había gustado desde sus primeros años el sistema de esta nación. Elegido pretor por segunda vez al octavo año (244 antes de J. C.), se apoderó con astucia de la ciudad de Corinto, donde mandaba Antígono; acción que libertó de un gran sobresalto al Peloponeso, puso en libertad a los corintios y los incorporó en la República Aquea. En el transcurso de la misma pretura tomó por trato la ciudad de Megara y la unió a los aqueos. Todos esto hechos sucedieron en el año antes de aquel descalabro de los cartagineses que los desalojó de toda la Sicilia y los puso en términos de pagar tributo por primer vez a los romanos. Habiendo conseguido grandes progresos en poco tiempo los intentos de Arato, en adelante ejerció el mando, dirigiendo todos sus designios y acciones al único objeto de arrojar a los macedonios de Peloponeso, abolir las monarquías y afirmar a cada uno la libertad común que había heredado de sus padres. Mientras vivió Antígono Gonatas se propuso oponerse a las intrigas de éste y a la ambición de los etolios, procediendo en cada asunto con suma delicadeza, en medio de que había llegado a tanto la injusticia y osadía de ambos, que ya habían acordado entre sí la ruina de esta nación.

Después de la muerte de Antígono, los aqueos se confederaron con los etolios, les ayudaron con generosidad en la guerra contra Demetrio, cesaron por entonces las disensiones y enemistades, y en su lugar sucedieron la unión y cordial afecto. Sólo diez años reinó Demetrio, y con su muerte, ocurrida hacia el primer tránsito de los romanos en la Iliria, se presentó una bella ocasión a los aqueos para promover sus primeros designios. Todos los tiranos del Peloponeso se consternaron con la falta de éste, que era, digámoslo así, el que los sostenía con tropas y dinero. Por otra parte, Arato, que estaba resuelto a que depusiesen sus dignidades, los instaba, los ofrecía premios y honores si asentían, y los amenazaba con los mayores peligros si lo rehusaban. Con esto por fin tomaron el partido de renunciar voluntariamente la tiranía, poner en libertad sus patrias e incorporarse en el gobierno de los aqueos. Lisiadas el Megalopolitano, como hombre astuto y prudente, previendo lo que había de suceder, depuso gustosamente la dignidad real durante la vida de Demetrio, y entró a la parte en la sociedad nacional. Aristomaco, tirano de los argivos, Jenón, de los hermionenses, y Cleónimo, de los fliasios, despojados de sus insignias reales, abrazaron la democracia.

Estas alianzas, habiendo aumentado soberbiamente el poder de los aqueos, dieron envidia a los etolios (228 años antes de J. C.), quienes llevados de su connatural perfidia y avaricia, y sobre todo de la esperanza de disolver la liga, trataron con Antígono Gonatas sobre la división de las ciudades aqueas, así como lo habían practicado anteriormente con Alejandro sobre las de los acarnanios. Llevados entonces de semejantes deseos, tuvieron la temeridad de hacer alianza y unir sus fuerzas con Antígono, gobernador que era a la sazón de la Macedonia y tutor del joven Filipo, y con Cleomenes, rey de Lacedemonia. Veían en Antígono, pacífico poseedor de la Macedonia, un enemigo cierto y declarado de los aqueos, por la sorpresa de éstos en la ciudadela de Corinto. Presumían que si lograban hacer entrar en sus miras a los lacedemonios y despertar en ellos el antiguo odio contra esta nación, era la ocasión de invadir a los aqueos, y atacados por todas partes, arrollarlos con facilidad. Y en verdad que hubieran logrado su intento, si no hubieran omitido lo principal del proyecto. No contaban con que tenían por antagonista en sus designios a un Arato, hombre que sabía salir de todas las dificultades. Efectivamente, por más que intentaron descomponer y provocar una guerra injusta a los aqueos, no sólo no consiguieron lo que habían propuesto, sino que como Arato, pretor a la sazón, se oponía y frustraba con astucia sus intentos, aumentaron su poder y el de la nación. La consecuencia nos hará ver cómo manejaron estos asuntos.


Capítulo XII

La guerra cleoménica.- Arato decide confederarse con Antígono.- Gestiones de Nicofanes y Cercidas.- Arenga que éstos hacen a Antígono.

Observaba Arato que el pudor contenía a los etolios para tomar las armas abiertamente contra los aqueos debido a los recientes beneficios recibidos de éstos la guerra contra Demetrio (225 años antes de J. C.); pero que mantenían tratos secretos con los lacedemonios. Advertía que la envidia llegaba a tal extremo, que a pesar de haberles Cleomenes quitado y tomado con dolo a Tegea, Mantinea y Orcomeno, ciudades no sólo aliadas, sino gobernadas entonces por las mismas leyes, lejos de ofenderse de este proceder, le habían asegurado su conquista. Extrañaba que hombres a cuya ambición les era suficiente antes cualquier pretexto para declarar la guerra contra los que en cierto modo les habían ofendido, consintiesen ahora voluntariamente en que les faltasen a la fe y en perder de grado las principales ciudades, sólo por ver a Cleomenes en estado de contrarrestar a los aqueos. Estas consideraciones determinaron a Arato y demás próceres de la república a no provocar a nadie con la guerra, pero sí oponerse a los intentos de los lacedemonios. Al principio no tuvieron otra trascendencia sus deliberaciones; pero dándose cuenta en la consecuencia que Cleomenes, con la osadía de construir el Ateneo en el país de los megalopolitanos, se les declaraba abiertamente por su cruel enemigo; entonces, convocada a junta la nación, resolvieron hacer público su resentimiento contra los lacedemonios. Tal es el principio y época de la guerra llamada cleoménica. Al principio los aqueos se propusieron hacer frente a los lacedemonios con sus propias fuerzas; parte porque conceptuaban que lo más honroso era no mendigar la salud de ajena mano, sino defender por sí mismos su ciudad y provincia; parte porque querían conservar la amistad con Ptolomeo por los beneficios anteriores, y no dar a entender que en tomar las armas llevaban otro objeto. Ya se hallaba algún tanto empeñada la guerra. Cleomenes había abolido la antigua forma de la república, y había sustituido la tiranía en vez del legítimo gobierno; pero continuaba la guerra con sagacidad y esfuerzo. Entonces Arato que preveía y temía para el futuro el artificio y audacia de los etolios. se propuso malograr con anticipación sus intentos. Advertía en Antígono un rey laborioso y prudente, al paso que escrupuloso observador de los tratados. Vivía firmemente persuadido que los reyes por naturaleza a nadie reconocen por amigo o enemigo, sino que regulan siempre la amistad o enemistad en la balanza de la conveniencia. Bajo este supuesto resolvió abocarse con Antígono, y unir con él sus fuerzas, haciéndole ver las ventajas que de ello le resultarían. Manejar este asunto a las claras, no lo juzgaban procedente por muchas razones. Por supuesto, esperaba que Cleomenes y los etolios se opondrían al proyecto; a más de que en el hecho de acudir por socorro extraño, el pueblo aqueo se desanimaría y presumiría que ya en él tenía del todo perdidas las esperanzas, cosa que de ningún modo quería diesen a entender sus operaciones. Por lo que determinó manejar en secreto el proyecto que maquinaba. De aquí se originó el verse precisado contra su voluntad a decir y hacer en el exterior cosas que, aparentando un aire contrario, ocultasen su designio. Esta es la razón por que no se encuentran en sus comentarios algunas de estas circunstancias. Sabía Arato que los megalopolitanos sufrían la guerra con impaciencia, tanto porque, vecinos a Lacedemonia, se hallaban más expuestos que los demás, como porque no les suministraban los auxilios suficientes los aqueos, a quienes tenía igualmente abatidos el peso de esta desgracia. Conocía claramente lo propensos que estaban a la casa real de Macedonia, por los beneficios, recibidos en tiempo de Filipo, hijo de Amintas. De ello infería que si Cleomenes los estrechaba al instante acudirían a Antígono y buscarían la protección de Macedonia. Comunicado en secreto todo el proyecto con Nicofanes y Cercidas, dos megalopolitanos que tenían derecho de hospitalidad con su padre, y muy a propósito para el asunto, fácilmente consiguió por su mediación que los megalopolitanos adoptasen el pensamiento dé enviar legados a los aqueos, para conseguir licencia de acudir a Antígono por socorro. Los megalopolitanos eligieron por diputados al mismo Nicofanes y Cercidas para con los aqueos, y desde allí en derechura para con Antígono, en caso que esta nación lo aprobase. Efectivamente, los aqueos permiten a los megalopolitanos su embajada. Nicofanes se presenta al Rey inmediatamente, le expone cuanto a su patria breve y sumariamente lo preciso, pero se extiende mucho sobre lo general de los negocios según los mandatos o instrucciones de Arato.

Tales fueron sus razones: demostrar a Antígono el poder y miras de la liga de los etolios con Cleomenes, y hacer ver que aunque amenazaba primero a los aqueos, consecutivamente descargaría sobre él mismo y con más fuerza; que era evidente que los aqueos no podrían sostener la guerra contra estas dos potencias, pero que era aún más fácil de comprender que lo primero al que tuviese entendimiento, que los etolios y Cleomenes, una vez sojuzgados los aqueos, no se satisfarían ni se contendrían en este estado; que la codicia de los etolios no era capaz de saciarse, no digo en los límites del Peloponeso, pero ni aun en los de la Grecia toda; que aunque parecía que la ambición de Cleomenes y todos sus designios se contentaban por el pronto con el mando del Peloponeso, una vez éste conseguido, anhelaría consecutivamente por el de la Grecia, al que no podía llegar sin la previa catástrofe del imperio macedonio. En este supuesto, le rogaba que, atento al futuro, reflexionase cuál tenía más cuenta a sus intereses, o junto con los aqueos y beocios disputar a Cleomenes en el Peloponeso el mando de la Grecia, o abandonando la nación más poderosa, arriesgar en la Tesalia el imperio de Macedonia contra los etolios, beocios, aqueos y lacedemonios. Finalmente, expusieron que si los etolios, en atención a los beneficios recibidos de los aqueos en tiempo de Demetrio, diesen a entender les acomodaba el sosiego como hasta ahora, los aqueos solos se defenderían contra Cleomenes; que siéndoles la fortuna favorable, no necesitarían de auxilio; pero que si les era adversa, y los etolios unían sus armas con los enemigos, le rogaban estuviese a la mira de los negocios para no dejar pasar la ocasión de socorrer al Peloponeso en tiempo que podía aún salvarle. Cuanto a la fidelidad y reconocimiento al beneficio, creían que debía estar seguro, pues prometían que Arato, cuando llegase el caso, daría testimonio a satisfacción de ambas partes, y cuidaría de indicarle el tiempo de venir al socorro.

Escuchado este discurso Antígono calificó acertado y prudente el consejo de Arato, y puso en consecuencia toda su atención en los negocios. Escribió a los megalopolitanos prometiéndoles socorro, siempre que fuese con la aprobación de los aqueos. Regresados a su patria Nicofanes y Cercidas, entregaron las cartas del rey y dieron cuenta de la inclinación y afecto que les había dispensado. Alentados les megalopolitanos con esta noticia se dirigieron al punto a la asamblea de los aqueos, para persuadirles a que hiciesen venir a Antígono y le encomendasen lo antes posible el manejo de la guerra. Arato, informado privadamente por Nicofanes de los sentimientos del rey para con los aqueos y para con él mismo, se hallaba sumamente gozoso de ver que no había formado en vano el proyecto, ni había encontrado en Antígono tan absoluta oposición como esperaban los etolios. Pero lo que más conducía a su propósito era la inclinación de los megalopolitanos en dar a Antígono el manejo de la guerra con consentimiento de los aqueos. Su principal deseo era, como hemos indicado anteriormente, no necesitar de auxilio; pero llegado el caso que la necesidad le obligase a implorarlo, prefería más se llamase al rey por toda la nación, que por sí solo. Temía de que después de haber venido este príncipe, y vencido a Cleomenes y los lacedemonios, si tomaba alguna providencia en perjuicio del gobierno común, no le atribuyesen todos la causa de este accidente; creyendo que en esto obraba Antígono con justicia, en satisfacción de la injuria que él había cometido antes contra la casa real de Macedonia en la toma del Acrocorinto. Y así lo mismo fue venir los megalopolitanos a la asamblea general, presentar las cartas a los aqueos, dar cuenta de la buena acogida que el rey les había hecho, pedir se le enviase a llamar lo antes posible, y que este mismo era el voto de toda la nación tomó la palabra Arato, y luego de haber aplaudido la buena voluntad del rey y aprobado la resolución del pueblo, pronunció un largo discurso, exhortándolos a que intentasen ante todas las cosas defender por sí sus ciudades y campiñas. Esto era lo más glorioso y procedente. Y caso de serles adversa la fortuna, entonces recurriesen al auxilio de los amigos, cuando ya hubiesen probado todos los arbitrios domésticos.


Capítulo XIII

Opinión de Arato, aprobada.- Entrega que éste hace del Acrocorinto a Antígono.- Toma de Argos por los aqueos.- Las conquistas logradas por Antígono.- Sorpresa de Cleomenes en Megalópolis.

Luego de haber sido aprobado por todos el consejo de Arato, se decidió permanecer en el mismo estado (225 años antes de J. C.) y que los aqueos solos hiciesen la actual guerra. Pero después que Ptolomeo, renunciando a la amistad de los aqueos, por depositar en los lacedemonios más esperanza que en éstos de poder malograr los intentos de los reyes de Macedonia, empezó a prestar auxilio a Cleomenes, con el fin de enemistarle con Antígono; y después que los aqueos venidos a las manos con Cleomenes en una jornada, lucren vencidos por primera vez junto a Licæo, deshechos por la segunda en batalla ordenada en los campos de Megalópolis llamados Laodiceos, donde fue muerto Leusiadas, y derrotados por completo por la tercera en Dimas, no lejos de un sitio llamado Hecatombeo, quedando sobre el campo todo el pueblo; entonces no sufriendo ya más dilación los negocios, el peligro presente obligó a todos a acudir a Antígono. En esta ocasión le envió Arato a su hijo de embajador, y acabó de confirmar lo que tenía tratado sobre el socorro. Surgía la gran dificultad y embarazo de que ni el rey prestaría el auxilio a menos de que se le devolviese el Acrocorinto, y se le entregase la ciudad de Corinto para plaza de armas en la actual guerra, ni los aqueos se atreverían a poner en manos de los macedonios a los corintios contra su voluntad. Por eso esta resolución sufrió al principio algunas dilaciones, a fin de reflexionar mejor sobre sus seguridades. Con estos favorables acontecimientos, Cleomenes había esparcido el terror, y talaba impunemente las ciudades, atrayendo unas con halagos, y otras con amenazas. Tras de haber tomado de este modo a Cafyas, Pellene, Feneo, Argos, Fliunte, Cleonas, Epidauro, Hermión, Troizena, y por último a Corinto, sentó su campo frente a Sicione. Este paso sacó a los aqueos de la mayor incertidumbre. Porque habiendo los corintios notificado al pretor Arato y a los aqueos que se retirasen de la ciudad, y enviado a llamar a Cleomenes, se les presentó una justa ocasión y pretexto de que se valió Arato para ofrecer a Antígono el Acrocorinto que ellos poseían. Con la entrega de esta ciudadela hizo desaparecer aquella pasada ofensa para con la casa real de Macedonia; dio una suficiente prueba de su futura alianza, y consiguientemente proveyó al rey de una fortaleza para la guerra contra los lacedemonios. Cleomenes a quien ya sus esperanzas aseguraban la conquista toda del Peloponeso, conocido el tratado de los aqueos con Antígono, levantó el campo de Sicione, sentó sus reales cerca del istmo, y fortificó con trinchera y foso el espacio que media entre el Acrocorinto y los montes Oneios. Antígono, que ya se hallaba prevenido de antemano, y sólo aguardaba la ocasión según las instrucciones de Arato, coligiendo entonces de las noticias que le venían cuán cerca se encontraba Cleomenes y su ejército, envió a decir a Arato y a los aqueos, hallándose aún en la Tesalia que le asegurasen de lo prometido, y condujo su ejército hasta el istmo por la Eubea. Porque los etolios que tanto en otras ocasiones como al presente habían intentado prohibir a Antígono el socorro, le habían advertido no entrase en Pila con ejército, o de otro modo le impedirían el tránsito con las armas. Finalmente Antígono y Cleomenes vinieron a sentar sus campos al frente uno de otro; aquel con el anhelo de entrar en el Peloponeso, y éste con el de prohibirle la entrada.

No obstante que los aqueos se hallaban en un estado deplorable, no por eso desistían de su proyecto, ni tenían perdidas sus esperanzas; por el contrario mismo fue declararse Aristóteles Argivo contra el partido de Cleomenes, que acudir ellos al socorro y tomar por trato la ciudad de Argos bajo la conducta de Timojenes. Este suceso se debe reputar por la principal causa del restablecimiento de sus intereses. Esto fue lo que contuvo el ímpetu de Cleomenes y abatió el espíritu de sus tropas como se vio por los mismos hechos. Pues a pesar de haber tomado con anticipación los puestos más oportunos, tener una provisión más copiosa de pertrechos que Antígono y estar estimulado de mayor ardor y emulación, lo mismo fue darle parte de que los aqueos habían tomado a Argos, que abandonar precipitadamente las ventajas que hemos mencionado y hacer una retirada con honores de huida, temeroso de que los enemigos no le cortasen por todas partes. Más tarde se dejó caer sobre Argos, llevando a cabo algún esfuerzo por reconquistarla; pero rechazado por el valor de los aqueos y obstinación de los argivos que habían mudado de consejo, desistió del empeño, tomó el camino de Mantinea y tornó de es modo a Esparta. Este retiro abrió a Antígono sin riesgo las puertas del Peloponeso y le hizo dueño del Acrocorinto. De aquí, sin detenerse ni un instante, se aprovechó de la ocasión y marchó a Argos, donde tras haber aplaudido a los habitantes y arreglado los asuntos de la ciudad, volvió al punto a mover el campo, dirigiendo su ruta hacia la Arcadia. Desalojó después las guarniciones de los castillos que había construido Cleomenes en el país de los egios y belminates, y haciendo entrega de estos fuertes a los megalopolitanos, llegó a Egio a la asamblea de los aqueos. Allí dio razón de su conducta y de lo que se había de realizar en adelante; posteriormente, elegido general por todos los aliados, pasó una parte del invierno en las cercanías de Sicione y de Corinto.

Llegada la primavera (224 años antes de J. C.), tomó el ejército y salió a campaña. Al tercer día llegó a Tegea, donde acudieron también los aqueos, y sentados sus reales, empezó el asedio de esta ciudad. Los macedonios estrecharon tan vivamente el cerco con todo género de máquinas y minas, que al instante los de Tegea, sin esperanza de remedio, se rindieron. No bien Antígono había asegurado la ciudad, cuando emprendió otras operaciones y marchó sin dilación a la Laconia. Apenas se acercó a Cleomenes, que ya estaba aguardando en las fronteras de sus dominios, comenzó a probar y tentar sus fuerzas con algunas escaramuzas; pero advertido por sus batidores que la guarnición de Orcomeno venía en socorro de Cleomenes, levanta el campo al punto, marcha a allá y toma a viva fuerza esta ciudad al primer choque. Luego sienta sus reales alrededor de Mantinea y la pone sitio. No tardó en apoderarse el miedo de la plaza y rendirse a los macedonios; con lo que, mudando el campo, se dirigió a Heraia y Telfusa, ciudades que también tomó por voluntaria cesión de sus habitantes. Finalmente aproximándose ya el invierno, marchó a Egio a la asamblea de los aqueos, donde concedida licencia a los macedonios de ir a invernar a sus casas, él permaneció con los aqueos para tratar y deliberar sobre los negocios presentes.

Por entonces, observando Cleomenes que Antígono había licenciado sus tropas; que se había quedado en Egio únicamente con los extranjeros; que distaba de Megalópolis tres días de camino; que esta ciudad, a más de que su magnitud y despoblación la hacían difícil de guarnecer, a la sazón se hallaba mal custodiada por estar Antígono próximo, y principalmente, por haber perdido la vida en las batallas de Licæo y Laodicia la mayoría de los ciudadanos capaces de llevar las armas, se valió de unos fugitivos mesenios que vivían en Megalópolis, y con su ayuda entró una noche dentro de sus muros sin que nadie se apercibiese. Llegado el día, no sólo faltó poco para que el buen ánimo de los megalopolitanos le desalojase, sino que le puso a riesgo de una total derrota. El mismo lance le había ocurrido tres meses antes, por haber entrado con dolo por aquella parte de la ciudad llamada Colea; pero entonces la multitud de sus tropas y la previa ocupación de los puestos ventajosos le pusieron a tiro de conseguir su intento. Al fin, arrojados los megalopolitanos, se apoderó de la ciudad, la que saqueó con tanta crueldad y rigor, que no quedó esperanza de poder volver a ser poblada. Creo que el haber usado Cleomenes de esta inhumanidad fue en venganza de no haber podido jamás en diferentes ocasiones hallar entre los megalopolitanos ni entre los stinfalios quien apoyase su partido, coadyuvase sus deseos ni fuese traidor a su patria. Únicamente entre los clitorios, gente amante de la libertad y valerosa, hubo un tal Tearces que se cubrió de esta infamia, y éste aseguran con razón los clitorios que no nació entre ellos, sino que era linaje supuesto de uno de los soldados extranjeros que habían venido de Orcomeno.


Capítulo XIV

Severo juicio contra Filarco.- Objeto de la historia.-Diferencias entre ésta y la tragedia.- Los mantineos abandonan la liga de los aqueos y son reconquistados por Arato.- Perfidia que éstos cometen con la guarnición aquea, y benigno castigo a tal delito.

Ya que, en cuanto a la historia de esta época escrita por Arato, en el concepto de algunos merece más aprobación Filarco, que en muchas cosas opina de modo diferente y asegura lo contrario, será procedente o más bien preciso, puesto que hemos optado por seguir a Arato en las acciones de Cleomenes, no permitir quede indeciso este punto, por no dejar en los escritos la impostura con igual poder que la verdad. Generalmente este historiador expone por toda su obra muchas expresiones, sin más reflexión que conforme se le presentaron. Prescindiendo de otras que no es menester tacharle ni censurarle por ahora, solamente haremos juicio de aquellas que se coinciden con los tiempos de que vamos hablando y pertenecen a la guerra Cleoménica. Esto será precisamente lo que baste para demostrar todo el espíritu que le animaba y lo que podemos esperar de su historia. Para manifestar la crueldad de Antígono, de los macedonios, de Arato y de los aqueos, dice que tras de ser sojuzgados los mantineos, sufrieron grandes desgracias, y la mayor y más antigua ciudad de la Arcadia fue afligida con tantas calamidades, que a todos los griegos excitaba a compasión y llanto. Para mover a compasión a los lectores y hacer patético el discurso, nos representa, ya abrazándose las mujeres, los cabellos desgreñados, los pechos descubiertos; ya lágrimas y lamentos de hombres y mujeres que sin distinción eran arrebatadas con sus hijos y ancianos padres. Siempre que quiere describirnos el horror, incurre en el mismo defecto por toda la obra. Omito lo bajo y afeminado de su estilo, y paso a examinar lo que es peculiar y constituye la utilidad de la historia. No es preciso que un historiador sorprenda a los lectores con lo maravilloso, ni que excogite razonamientos verosímiles, ni que exponga con nimiedad las consecuencias de los sucesos. Esto es bueno para los poetas trágicos; sino que cuente los dichos y hechos según la verdad, por insignificantes que parezcan. El objeto de la historia y de tragedia es muy diferente. La tragedia se propone la admiración y momentánea deleitación de los oyentes por medio de pensamientos los más verosímiles; la historia, la perpetua instrucción y persuasión de los estudiosos por medio de dichos y hechos reales. En la tragedia, como sólo es para embeleso de los espectadores se emplea la probabilidad, aunque falsa; pero en la historia reina la verdad, como que es para utilidad de los estudiosos. Aparte de esto, Filarco nos cuenta la mayoría de los sucesos sin hacer suposición de causa ni modo como sucedieron, sin cuyos requisitos no es posible que nos compadezcan con justo motivo ni nos irriten a tiempo oportuno. Por ejemplo, ¿quién no sufrirá con impaciencia ver azotar a un hombre libre? Sin embargo, si el tal es autor de algún delito, se dice que le está bien merecido, y si esto se hace para corrección y escarmiento, merecen a más estimación y gracias los que lo impusieron. De igual modo, quitar la vida a un ciudadano se reputa por la maldad más execrable y digna de los mayores suplicios; con todo es claro que matar a un ladrón o adúltero es lícito, y vengarse de un traidor o tirano merece recompensa. Tan cierto como esto es que, para juzgar de una acción, no tanto se ha de mirar al hecho cuanto a la causa, intención del que la ejecutó y diferencia de casos. En este supuesto, los mantineos, abandonada voluntariamente la liga de los aqueos, entregaron sus personas y patria a los etolios y después a Cleomenes. Ya habían abrazado este partido y formaban parte del gobierno lacedemonio, cuando cuatro años antes de la venida de Antígono, sobornados por Arato algunos de sus ciudadanos, los conquistaron a viva fuerza los aqueos. En esta ocasión, lejos de venirles mal por el mencionado delito, por el contrario, todos celebraron lo que entonces pasó: tan repentino fue el cambio de voluntades de uno y otro pueblo. Efectivamente, lo mismo fue apoderarse Arato de la ciudad, que prevenir a sus tropas no tocasen al bien ajeno. Luego, reunidos los mantineos, les persuadió tuviesen buen ánimo y permaneciesen en sus casas, pues vivirían seguros mientras estuviesen asociados a los aqueos. A la vista de un tan inesperado y extraordinario beneficio, los mantineos cambiaron súbitamente de sentimientos. Y aquellos que poco antes enemigos de los aqueos habían visto perecer a muchos de sus parientes y a no pocos ser víctimas de la violencia, recibieron ahora a estos mismos en sus casas, los convidaron a comer consigo y demás parientes, y no hubo urbanidad que entre unos y otros no se repitiese. Y en verdad que tuvieron para esto sobrado fundamento, pues no sé que jamás hombres hayan caído en manos de enemigos más benignos, ni que do infortunios al parecer más grandes hayan salido con menos pérdidas que los mantineos, por la humanidad con que Arato y los aqueos los trataron.

Más tarde, viendo las conmociones que entre ellos existía, y comprendiendo los ocultos designios de los etolios y lacedemonios, enviaron legados a los aqueos rogando les prestasen auxilio. Los aqueos se lo concedieron y sortearon trescientos de sus propios ciudadanos. Aquellos a quienes cupo la suerte, abandonando su patria y bienes, fueron a vivir a Mantinea para proteger la libertad y salud de estas gentes. Remitieron también doscientos extranjeros que juntos con los aqueos mantenían la tranquilidad de que antes gozaban. Pero transcurrido poco tiempo sublevados entre sí los mantineos, llamaron a los lacedemonios, les entregaron la ciudad y pasaron a cuchillo a los aqueos que vivían en su compañía; traición la mayor y más detestable que se puede imaginar. Pues ya que se propusieron olvidar del todo los beneficios y amistad que tenían con los aqueos, debieran por lo menos haber perdonado esta guarnición y permitido se retirase bajo una salvaguardia. Esto se acostumbra conceder por derecho de gentes aun a los enemigos. Pero ellos, por dar a Cleomenes y los lacedemonios una prueba suficiente del designio que maquinaban violaron el sagrado derecho de gentes y cometieron la mayor impiedad por su gusto. ¿De qué odio no son dignos hombres que por sí mismos se constituyen homicidas y verdugos de aquellos que, ocupada por fuerza poco antes su ciudad, los habían perdonado y a la sazón estaban custodiando su salud y libertad? ¿Qué pena será con digno castigo a su delito? Acaso me dirá alguno: ser vendidos con sus hijos y mujeres, puesto que fueron conquistados. Pero esta es ley de guerra que se usa aun con aquellos que no han cometido perfidia alguna. Luego son acreedores de suplicio mayor y más acerbo. De modo que aunque hubieran sufrido lo que Filarco nos cuenta, no debieran los griegos haberles tenido compasión, por el contrario haber aplaudido y aprobado el hecho de los que vengaron impiedad semejante. Pero no obstante no haber padecido los mantineos otro castigo en este infortunio que la de ser saqueados sus bienes y vendidos los hombres libres Filarco, por dar algo de portentoso al caso, no sólo nos forjó un simple embuste, sino un embuste inverosímil Su excesiva ignorancia no le dejó reflexionar sobre otros hechos coincidentes. Y si no, ¿cómo los aqueos, apoderados a viva fuerza de la ciudad de Tegea, por aquel mismo tiempo, no ejecutaron con éstos igual castigo? Porque si la causa de este proceder se ha de atribuir a la crueldad de los aqueos, era normal que, conquistados al mismo tiempo los de Tegea, hubieran sufrido la misma pena. Convengamos, pues, en que si con solos los mantineos usaron de mayor rigor, prueba evidente que también éstos les dieron mayor motivo.


Capítulo XV

Muerte del tirano Aristomaco.- Filarco exagera este hecho.

Refiere además de esto Filarco que Aristomaco Argivo, hombre de ilustre cuna, descendiente de tiranos y el mismo tirano de Argos, capturado por Antígono y los aqueos, fue conducido a Cencreas, donde dejó de existir víctima de los tormentos más inicuos y crueles que jamás sufrió hombre alguno. Conserva en este hecho su característico lenguaje, y finge ciertos gritos proferidos por Aristomaco durante la noche mientras le atormentaban, que llegaron a oídos de los vecinos próximos. Cuenta que unos horrorizados de semejante impiedad, otros no dándose crédito, y muchos indignados de acción, echaron a correr a aquella casa. Pero dejémonos ya de estos portentos trágicos, y baste lo dicho. Yo creo que Aristomaco, aun cuando no hubiera ofendido en modo alguno a los aqueos, sus costumbres y crímenes contra la patria le hacían reo de los mayores suplicios. Pues aunque este escritor, con vistas a ensalzar su dignidad, e inspirar en los lectores mayor indignación por sus suplicios, no sólo nos cuenta que era tirano, sino que descendía de tiranos; esta, a mi ver, es la más grave y mayor acriminación que contra él se podía proferir. El nombre mismo contiene la significación más impía y abraza todo lo más injusto y execrable que hay entre los hombres. A más de que aun cuando Aristomaco hubiera sufrido los más crueles tormentos como nos cuenta Filarco, no me parece había satisfecho el merecido castigo por aquel solo día en que Arato, acompañado de los aqueos, penetró por sorpresa en Argos, y luego de haber sostenido rudos combates y peligros por la libertad de los argivos, fue finalmente desalojado por no haberse declarado ninguno de los conjurados que estaban dentro contenidos del temor del tirano. Aristomaco entonces, bajo pretexto y presunción de que existía algunos cómplices en la irrupción de los aqueos, hizo degollar a ochenta inocentes ciudadanos de los principales a la vista de sus parientes. Omito otras atrocidades de su vida y de sus ascendientes, pues sería largo de contar. A la vista de esto, no es de extrañar le cupiese la misma suerte. Más sorprendente sería que sin castigo alguno hubiera acabado sus días. Ni se debe imputar a crueldad de Antígono y de Arato el que, apoderados en guerra de un tirano, le quitasen la vida en los suplicios; cuando si le hubieran muerto con tormentos en el seno de la paz misma, se lo hubieran aprobado y aplaudido los hombres sensatos. Y si a lo expuesto se añade la traición cometida a los aqueos, ¿de qué pena no será digno? Forzado de la necesidad con la muerte de Demetrio, tuvo que deponer poco antes la tiranía, y halló contra toda esperanza un asilo seguro en la dulzura y probidad de los aqueos, los cuales le perdonaron no sólo las maldades cometidas durante su tiranía, sino que le incorporaron en la república y le dispensaron el sumo honor de entregarle el mando de sus tropas. Pero luego que vio en Cleomenes un rayo de esperanza más lisonjera, olvidado al instante de este beneficio, separó su patria y afecto de los aqueos en las circunstancias más urgentes, y se unió a los enemigos. Semejante hombre, después capturado, merecía, no que en el silencio de la noche muriese atormentado en Cencreas, como refiere Filarco, sino que se le pasease por todo el Peloponeso para que sirviese de ejemplo su castigo y acabase la vida de este modo. Sin embargo, a pesar de ser tan malo, no sufrió otra pena que la de ser arrojado en el mar por ciertos crímenes que cometió en Cencreas.

Aparte de esto, Filarco nos cuenta con exageración y afecto las calamidades de los mantineos, persuadido a que es oficio de un historiador referir los malos hechos. Pero no hace mención en absoluto de la generosidad con que se condujeron los megalopolitanos por el mismo tiempo; como si fuese más propio de la historia referir defectos humanos que poner de manifiesto acciones virtuosas y laudables; o si contribuyesen menos a la corrección de los lectores los hechos ilustres y plausibles que las acciones inicuas y vituperables. Para hacer valer la magnanimidad y moderación de Cleomenes para con sus enemigos, nos refiere cómo tomó a Megalópolis, y cómo la conservó intacta mientras despachó mensajeros a Messena para los megalopolitanos, rogándoles que, en atención a haberles devuelto indemne su patria, coadyuvasen sus intentos. Agrega cómo los megalopolitanos, empezada a leer la carta, no tuvieron paciencia para acabarla, y por poco no mataron a pedradas a los mensajeros. Pero lo que es inseparable y propio de la historia, a saber, aplaudir y hacer mención de las resoluciones generosas, esto lo omite, sin que haya para ello motivo que lo impida. Porque si reputamos por hombres de honor a los que sólo con palabras y demostraciones sostienen la defensa de sus amigos y aliados, y a los que por el mismo caso toleran la desolación de sus campos y asedio de sus ciudades, no sólo los aplaudimos, sino que los tributamos en recompensa las mayores gracias y mercedes, ¿qué deberemos pensar de los megalopolitanos? ¿No formaremos de ellos el concepto más magnífico y honroso? Ellos sufrieron primero que Cleomenes asolase sus campos; ellos abandonaron después del todo la patria, por mantener el partido de los aqueos; ellos, finalmente, presentada la ocasión más imprevista y extraordinaria de recobrarla, prefirieron privarse de sus campos, sus sepulcros, sus templos, su patria, sus haciendas, y, en una palabra, de todo lo más amable al hombre, por no faltar a la fe a sus aliados. ¿Se hizo jamás o se podrá hacer acción más heroica? ¿Qué pasaje más oportuno a un historiador para excitar la atención de sus lectores? ¿Qué ejemplo más eficaz para estimular a la observancia de los tratados y conservar el vínculo de una sociedad firme y verdadera? Sin embargo, Filarco no hace de esto mención alguna, ofuscándose a mi ver sobre los hechos más memorables y procedentes a un escritor.

Después de esto nos dice que del saco de Megalópolis cogieron los lacedemonios seis mil talentos, y de éstos los dos mil se los entregaron a Cleomenes, según costumbre. ¿Quién no admirará aquí principalmente la impericia e ignorancia de las nociones más corrientes sobre los recursos y poder de las ciudades griegas, cosa de que debe un historiador estar perfectamente instruido? No digo en aquellos tiempos, en que los reyes de Macedonia, y más aún las continuas guerras civiles tenían arruinado del todo el Peloponeso; pero ni aun en los actuales, en que conformes todos gozan al parecer de la mayor abundancia, es posible, sin embargo, que de los efectos del Peloponeso todo, a excepción de los hombres, se pueda reunir semejante suma. Que lo que proferimos no es al aire, sino con algún fundamento, nos lo manifestará lo siguiente. Nadie ignora que cuando los atenienses, en unión de los tebanos, armaron diez mil hombres y equiparon cien galeras para emprender la guerra contra Lacedemonia, ordenaron que se valuasen las tierras, las casas, el Ática toda y demás efectos, para sufragar con sus réditos los gastos de la guerra. No obstante, la estimación toda no ascendió sino a cinco mil setecientos cincuenta talentos. A la vista de esto, ¿no parecerá inverosímil lo que acabamos de decir del Peloponeso? Ninguno, por muy exagerado que sea, se atreverá a asegurar que se sacó por entonces de Megalópolis más de trescientos talentos puestos que todos saben que la mayoría de los hombres libres y esclavos se habían refugiado a Messena. Pero la mejor prueba de lo arriba dicho es que no cediendo los mantineos a los pueblos de la Arcadia en poder ni en riquezas, según Filarco, no obstante sitiada y tomada su ciudad, aunque no se escapó ninguno, ni les fue fácil ocultar cosa alguna, todo el botín, vendidos los hombres, ascendió sólo a trescientos talentos. Pero ¿a quién no admirará aún más lo que se sigue? Cuenta que diez días antes de la batalla vino un embajador de Ptolomeo a Cleomenes, con la noticia de que su amo rehusaba suministrarle dinero, y le exhortaba a que concertase la paz con Antígono; que escuchada la embajada, Cleomenes resolvió probar lo antes posible fortuna, antes que se divulgase la nueva en el ejército, por no tener esperanza en sus propios fondos de poder satisfacer las pagas al soldado. Pues si entonces Cleomenes se hubiera hallado con seis mil talentos, hubiera podido exceder a Ptolomeo en riquezas, y aun cuando sólo hubiera tenido trescientos, era más que suficiente para sostener sin riesgo y proseguir la guerra contra Antígono. Reconozcamos, pues, que es una prueba de la mayor ignorancia y falta de reflexión decir que Cleomenes tenía puestas todas sus esperanzas en la liberalidad de Ptolomeo, y asegurar al mismo tiempo que era dueño por entonces de tantos bienes. Otros muchos y semejantes errores comete nuestro historiador por los tiempos de que vamos hablando y por toda su obra, pero basta lo dicho en cumplimiento de nuestro designio.


Capítulo XVI

Irrupción de Cleomenes por los campos de Argos.- Número de tropas de Antígono y Cleomenes.- Notable disposición de los respectivos campamentos.

Una vez hubo sido tomada Megalópolis, mientras que Antígono tenía sus cuarteles de invierno en Argos, Cleomenes reunió las tropas al iniciarse la primavera, y exhortadas según lo exigía el caso, sacó su ejército y entró por el país de los argivos. Este paso pareció temerario y arriesgado al vulgo, por lo bien defendidas que se encontraban las vías de la provincia, pero seguro y prudente a las gentes sensatas. A la vista de haber Antígono licenciado sus tropas, estaba seguro de que en primer lugar realizaría aquella invasión sin riesgo; y en segundo, cuando hubiese asolado la campiña hasta los muros, los argivos, a cuya vista se haría este estrago, se indignarían inevitablemente y se quejarían de Antígono. En este caso, si por no poder sufrir ‘la insolencia de la tropa, hacía Antígono una salida y arriesgaba un trance con la gente que entonces tenía, se prometía con sobrado fundamento que le resultaría fácil la victoria; si, por el contrario, persistía en su resolución y apetecía el reposo, creía que aterrados los enemigos y alentados sus soldados podría retirarse a su patria sin peligro. Efectivamente, todo ocurrió como lo había pensado. Arrasada la campiña, empezó la tropa en corrillos a murmurar de Antígono; mas éste, como buen rey y prudente soldado, prefirió el sosiego rehusando emprender cosa de que no le constase el buen éxito. Con esto, Cleomenes, según su primer designio, taló la campiña, amedrentó a los contrarios, inspiró aliento a sus tropas contra el peligro que las amenazaba y se tornó a su patria impunemente. Luego que llegó el verano, se unieron los macedonios y aqueos de regreso de sus cuarteles de invierno, y Antígono al frente del ejército se dirigió con los aliados hacia la Laconia. Llevaba consigo diez mil macedonios de que constaba la falange, tres mil rodeleros, trescientos caballos, mil agrianos y otros tantos galos. El total de extranjeros ascendió a tres mil infantes y trescientos caballos; de los aqueos tres mil hombres de a pie y trescientos de a caballo, todos escogidos; de los megalopolitanos, mil al mando de Cercidas Megalopolitano, armados a la manera de Macedonia. Los aliados eran dos mil infantes boios y doscientos caballos; mil infantes epirotas y cincuenta caballos; otros tamos acarnanios y mil seiscientos ilirios al mando de Demetrio de Faros. De forma que todo el ejército se componía de veintiocho mil infantes y mil doscientos caballos.

Cleomenes, que aguardaba esta irrupción, había fortificado todas las otras vías de la provincia con presidios, fosos y cortaduras de árboles. Él había acampado junto a Selasia con un ejército de veinte mil hombres, conjeturando con fundamento de que por allí entrarían los contrarios, como sucedió efectivamente. Dos montañas forman este desfiladero, la una llamada Eva, y la otra Olimpo. Entre ellas pasa el camino que va a Esparta, junto al río OEnuntes. Cleomenes había extendido una línea con foso y trinchera por delante de estas montañas. Apostó sobre el monte Eva a los aliados, al mando de su hermano Euclidas, y él, con los lacedemonios y extranjeros, ocupaba el monte Olimpo. La caballería, con una parte de extranjeros, la tenía acampada en unas llanuras a orillas del río, sobre uno y otro lado del camino. Así que llegó Antígono advirtió que los puestos estaban bien defendidos que Cleomenes, habiendo distribuido a cada trozo del ejército el lugar conveniente, había tomado con tanta habilidad los ventajosos que toda la disposición de su campo se asemejaba a un cuerpo de bravos campeones en acción de acometer; que nada había omitido de cuanto previene el arte para el ataque y la defensa, antes bien era igualmente eficaz su formación, y seguro de un insulto su campamento. Todo esto le hizo desistir de tentar al enemigo de repente y venir a las manos por el pronto. Sentó su campo a corta distancia y se cubrió con el río Gorgilo. Allí se detuvo algunos días, ya para reconocer la naturaleza del terreno y diversidad de las tropas enemigas, ya para aparentar al mismo tiempo ciertos movimientos que pusiesen en expectación para adelante el ánimo de los contrarios. Pero no encontrando puesto alguno indefenso ni desguarnecido, por acudir Cleomenes rápidamente a todas partes mudó de resolución. Finalmente, ambos unánimes estuvieron de acuerdo en que una batalla decidiese el asunto: tan esforzados e iguales eran estos dos capitanes que entonces la fortuna había reunido.

Antígono opuso contra los que defendían el monte Eva los macedonios, armados de escudos de bronce, y los ilirios formados por cohortes alternativamente. El mando de éstos lo confió a Alejandro, hijo de Acmetes, y a Demetrio de Faros. Detrás puso a los acarnanios y cretenses, y a sus espaldas estaban dos mil aqueos, que hacían veces de cuerpo de reserva. La caballería a las órdenes de Alejandro la formó alrededor del río OEnuntes al frente de la enemiga, mandando cubrir sus costados con mil infantes aqueos y otros tantos megalopolitanos. Él con los extranjeros y macedonios decidió atacar el monte Olimpo, donde se hallaba Cleomenes. Situó en la primera línea a los extranjeros, y en la segunda la falange macedonia, dividida en dos trozos, uno tras otro, obligándole a esta formación la estrechez del terreno. La señal dada a los ilirios para comenzar el combate (es de suponer que éstos, pasado el río Gorgilo por la noche, se habían apostado al pie del monte Eva) era un lienzo levantado en las inmediaciones del monte Olimpo, y la que se dio a los megalopolitanos y a la caballería fue una cota de color de púrpura, enarbolada junto al rey.


Capítulo XVII

Batalla de Selasia y victoria por Antígono.- Huida de Cleomenes a Alejandría.- Toma de Esparta por Antígono.- Restablecimiento del gobierno republicano en esta y otras ciudades.- Muerte de varios reyes.- Sus sucesores.

Así que llegó el tiempo de la acción (223 años antes de J. C.) y se dio la señal a los ilirios por medio de los jefes de lo que debía realizar cada uno, todos prontamente se presentaron al enemigo y comenzaron a ascender la montaña. Los armados a la ligera, que desde el inicio de la acción estaban formados con la caballería de Cleomenes, viendo que las cohortes aqueas habían quedado indefensas por la espalda, acometen su retaguardia y ponen en el mayor apuro a los que se esforzaban en ganar la cumbre, ya que de parte arriba se veían atacados de frente por Euclidas, y de parte abajo invadidos y cargados con vigor por los extranjeros. Filopemen el megalopolitano se dio cuenta del peligro, y previendo lo que iba a suceder, advirtió primero a los jefes la situación en que se encontraban; mas viendo que no se le escuchaba, por no haber obtenido jamás cargo en la milicia y ser demasiado joven, anima a sus conciudadanos y ataca con valor a los contrarios. No fue preciso más para que los extranjeros que cargaban por la espalda a los que ascendían la montaña, oída la gritería y visto el choque de los caballos, dejasen al instante a los ilirios y echasen a correr a sus primeros puestos para dar socorro a su caballería. De esta forma, los ilirios, macedonios y demás gente que iba delante con ellos, libres del estorbo, acometieron con esfuerzo y confianza a los contrarios. Por aquí se reconoció en la consecuencia, que Filopemen había sido causa de la ventaja obtenida contra Euclidas.

Refieren que Antígono después de la acción, por tentar a Alejandro, comandante de la caballería, le preguntó que por qué había comenzado el choque antes de dar la señal, y que éste, habiéndole respondido que no había sido él, sino cierto joven megalopolitano quien lo había empezado contra sus órdenes, Antígono dijo: «El joven, atendidas las circunstancias, obró como excelente capitán, y, vos capitán, como un joven cualquiera.» Efectivamente, si como Euclidas dejó de aprovecharse de la ventaja del terreno, cuando vio subir las cohortes de los ilirios hubiera salido al encuentro, desde lejos y cargado sobre el enemigo, sin duda habría desordenado y desbaratado sus líneas, retirándose poco a poco y acogiéndose sin peligro a la eminencia. De esta forma deshecha la formación de los enemigos e inutilizado el peculiar uso de sus armas, los hubiera fácilmente hecho huir, favorecido como estaba del terreno. Pero nada de esto ejecutó; antes, como si tuviese asegurada la victoria, hizo todo lo contrario. Permaneció inmóvil en la cumbre, según se había colocado al principio, esperando recibir en la cima a los contrarios para hacerles después huir por lugares más pendientes y escarpados. Mas sucedió al contrario, como era normal. Pues como no había dejado espacio para retroceder, y las cohortes llegaron intactas y unidas, se vio en tal apuro, que le fue preciso combatir en la cima misma de la montaña. De allí adelante, a medida que el peso de las armas y la formación fue fatigando al soldado, los ilirios adquirían consistencia, y Euclidas iba perdiendo terreno por no haber dejado espacio para retroceder y cambiar de posición a los suyos. De modo, que a poco tiempo tuvo que volver la espalda y emprender la huida por unos lugares escarpados e intransitables.

Mientras tanto vino a las manos la caballería. La de los aqueos desempeñó con denuedo su obligación, ya que la iba la libertad en la batalla. Pero sobre todo Filopemen, cuyo caballo fue herido mortalmente en la refriega, y él, peleando a pie, recibió una herida cruel que le atravesó ambos muslos. Los dos reyes iniciaron el choque en el monte Olimpo con los armados a la ligera y extranjeros en número casi de cinco mil entre ambos. Como la acción era a la vista de los reyes y de los ejércitos, bien se pelease por partidas, bien en general, todos procuraban excederse de ambas partes. Se batían hombre a hombre y línea a línea con la mayor valentía. Pero Cleomenes, viendo a su hermano puesto en huida, y a la caballería que peleaba en el llano casi vencida, temió no cargasen sobre él los enemigos por todos lados, y se vio precisado a desbaratar el atrincheramiento de su campo y sacar todo el ejército de frente por un costado. Dada la señal por las trompetas para que la infantería ligera se retirase del espacio que mediaba entre los dos campos, vuelven las lanzas con grande algazara y vienen a las manos las dos falanges. La acción fue viva. Unas veces retrocedían los macedonios, oprimidos del valor de los laconios; otras éstos eran rechazadas por la vigorosa formación de aquellos. Finalmente, las tropas de Antígono puestas en ristre las lanzas, dieron sobre los lacedemonios con aquella violencia propia de la falange doble, y los desalojaron de sus atrincheramientos. Todo el resto de la gente, o fue muerta, o emprendió una huida precipitada. Cleomenes, con algunos caballeros, se retiró a Esparta sin peligro, de donde, llegada la noche, bajó a Githio, y en unos navíos que tenía aprontados de antemano para un accidente marchó con sus amigos a Alejandría.

Antígono tomó a Esparta por asalto. En lo demás trató a los lacedemonios con generosidad y dulzura. Restableció entre ellos el antiguo gobierno, y a los pocos días partió de la ciudad con su ejército, por haber llegado a su conocimiento que los ilirios habían penetrado en la Macedonia y talaban sus campos. De esta forma acostumbra siempre la fortuna terminar los más arduos asuntos cuando menos se espera. Pues si entonces Cleomenes hubiera aplazado algunos días la batalla, o si retirado a Esparta después de la acción hubiera esperado un poco ocasión más oportuna, habría sin duda conservado el reino. Finalmente, Antígono llegó a Tegea, restituyó también a sus moradores en el primitivo estado, y dos días después llegó a Argos, a tiempo que se celebraban los juegos nemeos. Luego de haber obtenido allí de parte de los aqueos en general y de cada ciudad en particular todo lo que podía contribuir a inmortalizar su nombre y gloria, se dirigió a Macedonia a largas jornadas. Allí sorprendió a los ilirios, vino con ellos a las manos de poder a poder, y los venció en batalla. Pero los esfuerzos y gritos que dio para animar sus tropas durante la acción (222 años antes de J. C.), le causaron un vómito de sangre, de que le provino tal debilidad que en pocos días falleció.

Toda la Grecia se había prometido de él grandes esperanzas, no sólo por su pericia en el arte militar, sino mucho más por su arreglo de vida y probidad de costumbres. Dejó el reino de Macedonia a Filipo, hijo de Demetrio.

Pero ¿a qué propósito narración tan prolija sobre la guerra cleoménica? Porque uniéndose estas épocas con las que en adelante hemos de hablar, nos pareció procedente o, por mejor decir, necesario, según nuestro propósito inicial, hacer manifiesto y palpable a todos el estado que entonces tenían los macedonios y griegos. Por este mismo tiempo pasó de esta vida Ptolomeo, y le sucedió en el reino Ptolomeo Filopator. Murió asimismo Seleuco, hijo de Seleuco Callinico, llamado también Pogón. Tuvo por sucesor en el reino de Siria a Antíoco, su hermano. Sucedió a estos reyes casi lo mismo que a aquellos primeros poseedores que obtuvieron estos reinos, después de la muerte de Alejandro; es decir, que así como Seleuco, Ptolomeo y Lisímaco murieron en la olimpíada ciento veinticuatro, como hemos apuntado, éstos en la ciento treinta y nueve.

Después de haber concluido las advertencias y presupuestos de toda nuestra historia, por lo que se ve cuándo, cómo y por qué causa, dueños los romanos de toda Italia, empezaron a extender sus conquistas por defuera y osaron disputar el imperio de la mar a los cartagineses; y luego de haber hecho ver en qué estado se hallaban entonces los griegos, macedonios y cartagineses, será conveniente, puesto que según nuestro primer designio hemos llegado a aquellos tiempos en que los griegos meditaban la guerra social los romanos la anibálica y los reyes de Asia la de la Cæle-Siria, concluir este libro con el fin de las guerras precedentes y muerte de los potentados que las manejaron.