Historias, Polibio – Libro vigésimo sexto

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo III - Libro 26. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a.C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)

Tomo II (Libros 5 a 14)

Tomo III (Libros 15 a 40)
Libro 15Libro 16Libro 17Libro 18Libro 19Libro 20Libro 21Libro 22Libro 23Libro 24Libro 25Libro 26Libro 27Libro 28Libro 29Libro 30Libro 31Libro 32Libro 33Libro 34Libro 35Libro 36Libro 37Libro 38Libro 39Libro 40


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Libro vigésimo sexto

Capítulo primero

Magnánimos y nobles sentimientos de Licortas en la asamblea de los aqueos.- Embajada al Senado en representación de esta nación.- Uno de los embajadores, Calístrato, traiciona a su república y a todos los griegos.

El pretor de los aqueos, Hiperbato, puso a discusión en el Consejo si se atendería a las cartas del Senado de Roma solicitando levantar al destierro a los proscritos de Lacedemonia, y Licortas opinó que no se debía modificar lo llevado a cabo. «Al escuchar los romanos, dijo, las quejas de los desgraciados que únicamente les piden lo justo y razonable, hacen lo que les conviene; pero si entre las gracias solicitadas traspasan unas sus facultades y otras deshonran y perjudican considerablemente a sus aliados, no muestran tenaz empeño en ser obedecidos.

Este es el caso en que nos hallamos. Manifestemos a los romanos la imposibilidad de ejecutar sus órdenes sin violar nuestros juramentos, sin quebrantar las leyes fundamentales de nuestra Liga, y reconocerán la justicia de las razones que nos impiden obedecerles.» De contraria opinión fueron Hiperbato y Calístrato. Según ellos, no existían leyes, ni juramentos, ni tratados que no debieran sacrificarse a la voluntad de los romanos. Ante la diversidad de pareceres se convino despachar una diputación al Senado para informarle de la opinión de Licortas en el Consejo, y los embajadores fueron el leontesiano Calístrato, Lisíades de Megalópolis, y Arato de Siciona, dándoseles instrucciones de acuerdo con la deliberación.

Al llegar a Roma estos embajadores, hizo Calístrato ante el Senado todo lo contrario de lo que se lo ordenó, censurando audazmente a quienes no opinaban como él, y tomándose la libertad de advertir al Senado lo que debía hacer. «Si no os obedecen los griegos, padres conscriptos, manifestó, si desatienden las cartas y órdenes que les enviáis, culpa vuestra es. En todas las repúblicas existen actualmente dos partidos: uno que defiende la sumisión a vuestras órdenes, considerando vuestra voluntad superior a leyes y tratados; pretende el otro que las leyes, juramentos y tratados valen más que vuestros deseos, y en este sentido aconsejan sin cesar al pueblo. De ambos partidos, el último es el más popular y agradable a los aqueos, y ¿qué sucede? Que el pueblo odia a vuestros amigos, y honra y aplaude a los que resisten vuestra voluntad. A poco que los romanos favoreciesen a los primeros, todos los jefes de las repúblicas serían partidarios suyos, y amedrentado el pueblo seguiría pronto su ejemplo; pero si estimáis esto cosa de poca importancia, ya veréis a todos en contra vuestra, porque como os he dicho, el partido de la resistencia es más popular y mucho más considerado que el otro. Vemos, efectivamente, cómo llegan a los cargos más eminentes de la república personas cuyo único mérito es la oposición invencible a vuestras órdenes y el pretendido celo por la defensa y conservación de las leyes de su patria. Seguid, padres conscriptos, este proceder, si no os importa la sumisión de los griegos; pero si queréis que vuestras órdenes sean ejecutadas y vuestras cartas recibidas con respeto, considerad seriamente lo que os digo, porque de no atenderlo, siempre les encontraréis rebeldes. Podéis juzgar por lo que acaba de suceder de su resistencia futura. En el transcurso de la guerra de Messena tomó Quinto Marcio todas las medidas precisas para que nada se ordenase contra los messenios sin la voluntad de Roma, y a pesar de ellas han resuelto el conflicto por su propia autoridad, talando la comarca, desterrando a algunos de los más ilustres ciudadanos, y haciendo morir en vergonzosos suplicios a otros que se habían rendido a discreción y cuyo único crimen era pedir que los romanos fueran jueces en sus cuestiones con los aqueos. ¿Cuánto tiempo hace que les escribisteis para que levantaran el destierro a los lacedemonios? Pues en vez de abrirles las puertas de la patria, han hecho grabar en una columna la decisión contraria, comprometiéndose por juramento a no perdonar a los proscritos. Este ejemplo os demuestra qué precauciones debéis tomar en el porvenir.» Concluido el discurso, retiróse Calístrato y penetraron los proscritos, explicando su negocio en breves y sentidas frases para excitar la compasión del auditorio.

Un discurso tan favorable a los intereses de la República como el de Calístrato debía agradar al Senado, y hubo desde luego senadores que defendieron la necesidad de acrecentar el poder y crédito de los partidarios de la autoridad romana, rebajando el de los que no querían someterse a ella. Tomóse entonces por primera vez en Roma la determinación funesta de humillar y desacreditar a los que, cada cual en su patria, opinaban lo mejor, y de colmar de bienes y honores a quienes, con razón o sin ella, eran partidarios de la dominación romana, partido que al poco tiempo multiplicó los aduladores y disminuyó mucho el número de los verdaderos amigos de la República. No se contentó el Senado para el regreso de los proscritos con escribir a los aqueos, pues escribió asimismo a los etolios, a los epirotas, a los atenienses, a los beocios y a los acarnanios, como si quisiera sublevar todos los pueblos contra los aqueos, y en su contestación a los embajadores únicamente habló de Calístrato, de quien dijo desearía se le pareciesen los magistrados de las demás ciudades. Con tal respuesta volvió triunfante Calístrato a Grecia, sin pensar que era causa de grandes desgracias para el pueblo griego en general y en particular para Acaia, porque hasta entonces había por lo menos cierta igualdad entre aqueos y romanos, y toleraban éstos que los aqueos fueran al par con ellos, porque les habían demostrado su fidelidad en tiempos dificilísimos, es decir, durante las guerras contra Filipo y Antíoco. En la época a que nos referimos comenzaba a distinguirse la pequeña Liga, y había hecho ya grandes progresos cuando la traición de Calístrato perturbó todas las esperanzas que inspiraba; y la llamo traición, atendiendo al carácter de los romanos: de nobles sentimientos y naturalmente inclinados a las bellas acciones, se duelen de las quejas de los desgraciados, y les agrada favorecer a quienes recurren a su protección; pero si alguien, de cuya fidelidad estén seguros, les manifiesta los inconvenientes de conceder ciertas gracias, retroceden y reforman lo hecho como mejor pueden. Calístrato fue a Roma con orden de defender los derechos de los aqueos, y puesto que los romanos no se quejaban de lo ocurrido con los messenios, nada debió decir de este asunto. Regresó en seguida a Acaia, difundiendo por todas partes el terror a Roma, refiriendo los pormenores de su embajada para amedrentar al pueblo, que ignorando lo que dijo en el Senado y los regalos con que se había dejado corromper, le eligió en seguida pretor. Apenas tuvo esta dignidad, levantó el destierro a los proscritos de Lacedemonia y Messenia.


Capítulo II

Jactancias de Tiberio Graco y burlas de Pasidonos.

«En el libro XXVI manifiesta Polibio que Tiberio Graco había destruido trescientas ciudades en la Celtiberia. Pasidonos se mofa de este hecho, diciendo que Tiberio calificó de ciudades a fortificaciones insignificantes para exagerar su triunfo; y acaso tuviera razón, porque los generales son tan aficionados como sus historiadores al género de fraudes que consiste en tomar las bellas frases por bellas acciones.»


Capítulo III

Perseo.

Renovada su alianza can los romanos aplicóse Perseo a conquistar la amistad de los griegos. Para conseguirlo ordenó fijar edictos en Delos, en Delfos y en el templo de Minerva, llamando a Macedonia a todos los que habían huido de la persecución de sus acreedores, o por librarse de sentencias judiciales o por delitos políticos. En estos edictos prohibía además que se les molestara en el camino, y se les permitía no sólo recobrar los bienes de que habían sido despojados, sino asimismo las rentas producidas durante el destierro. Perdonó a los macedonios las deudas al Tesoro, y puso en libertad a los reos políticos. Esta templanza y magnanimidad inspiraron a los griegos gran estimación a dicho príncipe, que además mantenía su rango con notable dignidad. Era de buena presencia, vigoroso para toda clase de trabajos; su aspecto y facciones demostraban juventud, y no se advertía en él vestigio alguno de la desenfrenada pasión a las mujeres que dominó a su padre Filipo. Tal fue Perseo al principio de su reinado.


Capítulo IV

Eumeno y Ariarates conciertan paz con Farnaces.- Artículos del tratado.

Una ocasión tan brusca y terrible hizo a Farnaces más asequible a las condiciones que quisieran imponerle. Envió embajadores a Eumeno y Ariarates, y los recibió también de ellos, y tras muchas negociaciones, se concertó el tratado en estos términos: «Paz perpetua entre Eumeno, Prusias, Ariarates, Farnaces y Mitridates. Farnaces no invadirá jamás la Galacia, y serán nulos cuantos tratados ha llevado a cabo con los galos. Saldrá de la Paflagonia, donde regresarán los habitantes expulsados, entregando las armas y demás efectos que de allí sacó. Devolverá a Ariarates las tierras que le ha tomado, cuantos efectos en ellas había, y los rehenes recibidos. Devolverá asimismo Tegé, ciudad del Ponto.» Poco tiempo después dio Eumeno esta ciudad a Prusias, que agradeció mucho el regalo. Proseguía diciendo el tratado: «Entregará todos los prisioneros y tránsfugas sin rescate. Además del dinero y riquezas que arrebató a Morzias y a Ariarates, dará novecientos talentos a estos dos príncipes, trescientos a Eumeno para indemnizarle de los gastos de la guerra, y trescientos a Mitridates, gobernador de la Acarnania, por haber tomado las armas contra Ariarates a pesar del tratado con Eumeno.» En este tratado fueron comprendidos, de los príncipes de Asia, Artaxias, que reinaba en la mayor parte de Armenia, y Acusíloco; entre los de Europa, Gatales, príncipe sármata, y de los Estados libres, los heracleotos, los quersonesitas y los cisenienses. También se determinó en el tratado el número y condición de los rehenes que Farnaces daría, y cuando éstos llegaron, retiráronse los ejércitos. Así acabó la guerra que Eumeno y Ariarates mantenían con Farnaces.


Capítulo V

Embajada que despachan los licios a Roma contra los rodios.- Los rodios llevan a Perseo su mujer Laodice.

Cuando los cónsules Tiberio y Claudio emprendieron la expedición contra istrianos y agrienos, el Senado, al final del verano, dio audiencia a los embajadores de los licios, llegados después de la victoria sobre esta nación, aunque de su patria habían salido hacía largo tiempo, porque antes de que se declarara la guerra, los xantianos enviaron a Nicostrato a la Acaia y a Roma. Hizo a esta ciudad una descripción tan conmovedora de los males y de la crueldad que los rodios hacían sufrir a los licios, que compadecido el Senado, despachó embajadores a Rodas para declarar que conforme a las Memorias de los diez comisarios que arreglaron los asuntos de Antíoco, no fueron dados los licios a los rodios como un regalo, sino como amigos y aliados. Esta determinación desagradó a los rodios, creyendo que los romanos, al saber los enormes gastos hechos para construir la flota en la que llevaron a Perseo su esposa Laodice, deseaban, comprometiéndoles con los licios, agotar los recursos de su tesoro. Efectivamente, poco tiempo antes habían equipado los rodios cuantos buques poseían, para que la reina fuese en la flota más brillante y magnífica. Perseo dio los materiales, y a todos, hasta a los soldados y marineros que condujeron a Laodice, una cinta de oro.


Capítulo VI

Enojo de los rodios contra el decreto del Senado de Roma en pro de los licios.

Cuando llegaron a Rodas los embajadores romanos, publicaron el decreto del Senado. Este decreto sobreexcitó la opinión, indignada porque los romanos dijeran que los licios habían sido dados a la república de Rodas no como regalo sino como amigos y aliados. Creyendo haber ordenado suficientemente bien los negocios de Licia, era para ellos triste verse amenazados de nuevas dificultades, porque al saber los licios la llegada de los embajadores y el decreto que traían, empezaron a amotinarse, dispuestos a reivindicar su libertad a toda costa. Por su parte se persuadieron los rodios de que los licios habían engañado a los romanos, y enviaron a Licofrón a Roma para informar al Senado de lo que ignoraba. Tal era en Rodas el estado de los negocios, siendo de temer que los licios se sublevasen.


Capítulo VII

Los dardanios despachan diputados a Roma para solicitar ayuda contra los bastarnos y Perseo.

Llega Licofrón a Roma, defiende la causa de los rodios, y el Senado difiere contestarle. Al mismo tiempo que él llegaron embajadores de los dardanios, para informar al Senado de que su provincia se hallaba inundada de multitud de bastarnos, pueblo de gigantesca talla y de extraordinario valor, con el cual, así como con los galos, había llevado a cabo Perseo un tratado de alianza; que temían aún más a este príncipe que a los bastarnos, y que habían sido enviados para implorar auxilio de la República contra tantos enemigos. Los representantes de Tesalia atestiguaban también las quejas de los dardanios, solicitando asimismo ayuda para sí. En vista de la relación de los embajadores, envió el Senado a aquellos parajes a Aulo Póstumo, acompañado de algunos jóvenes, para examinar si los informes eran ciertos.


Capítulo VIII

Asuntos de Siria.- Principios del reinado de Antíoco Epifanes.

En el lib. XXVI de su Historia llama Polibio a este príncipe Epimanes en vez de Epifanes, a causa de lo que hacía. Cuenta de él los siguientes hechos: De vez en cuando, y sin saberlo sus ministros, veíasele pasear por las calles de la ciudad acompañado de una o dos personas. Le agradaba especialmente visitar las tiendas de escultores y fundidores de oro y plata, conversando familiarmente con los obreros acerca de su arte. Aficionado a hablar con hombres del pueblo, discutía con el primero que encontraba y bebía con extranjeros de ínfima clase. Al saber que en algún lugar ofrecían los jóvenes un festín, sin prevenir a nadie de su llegada presentábase en él acompañado de flautistas y sinfonistas, entregándose a los excesos de la comida de tal forma, que muchas veces los comensales, amedrentados por su inesperada presencia, se levantaban y huían. Frecuentemente, despojándose del regio manto, se paseaba por el Foro vestido con toga como un candidato ante los comicios, dando la mano a unos, abrazando a otros y solicitando los sufragios para ser elegido edil o tribuno del pueblo, y cuando conseguía la solicitada magistratura, sentado en silla curul de marfil, a usanza romana, entendía de los actos judiciales, de las causas comerciales y de los negocios en litigio, pronunciando sentencias con la atención más escrupulosa. En vista de tal proceder, no sabían las personas prudentes qué opinión formar de él, juzgándole unos, hombre sencillo y fácil, y otros insensato. Con igual rareza distribuía las mercedes: a unos regalaba dados, a otros oro, ocurriendo a veces que los que por acaso hallaba, y a quienes jamás había visto, recibían inesperados obsequios. En las ofrendas a los dioses de las diferentes ciudades sobrepujó a todos sus antepasados: testigos el templo de Júpiter Olímpico en Atenas, y las estatuas colocadas en torno al altar de Delos. Habitualmente iba a los baños públicos cuando mayor era la concurrencia en ellos, y hacía llevar ante él vasos llenos de los perfumes más preciosos. Díjole uno cierto día en este momento: «Vosotros los reyes, que podéis emplear perfumes tan agradables al olfato, sois felices.» No le contestó, pero al día siguiente llegó al lugar donde aquel hombre se bañaba y ordenó que le derramaran sobre la cabeza una gran vasija llena del perfume más precioso, que se llama stacta o mirra líquida. Al ver esto acudieron en tumulto todos los bañistas para lavarse con los restos de aquel precioso perfume. Siguióles el rey, pero resbaló en los viscosos rastros de la mirra, y cayó al suelo con gran divertimiento de todo el mundo.