Historias
Polibio de Megalópolis
Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.
Historias
Tomo I (Libros 1 a 4)
Tomo II (Libros 5 a 14)
Tomo III (Libros 15 a 40)
Libro 15 — Libro 16 — Libro 17 — Libro 18 — Libro 19 — Libro 20 — Libro 21 — Libro 22 — Libro 23 — Libro 24 — Libro 25 — Libro 26 — Libro 27 — Libro 28 — Libro 29 — Libro 30 — Libro 31 —Libro 32 — Libro 33 — Libro 34 — Libro 35 — Libro 36 — Libro 37 — Libro 38 — Libro 39 — Libro 40
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Libro vigésimo quinto
Capítulo primero
Restaura Licortas a los messenios en su primitivo estado.- Disimulo de los romanos respecto a los aqueos. Se incorpora Esparta a la Liga Aquea.- Los ciudadanos y desterrados de Lacedemonia despachan una embajada a Roma.
Los messenios, que por su imprudencia llegaron a mísera situación, por generosidad de Licortas y de los aqueos uniéronse de nuevo a la Liga de que se habían separado. También ganó entonces la Liga a Turia, Abia y Fares, que en el transcurso de la guerra se separaron de los messenios, erigiendo cada una su columna particular. Al conocerse en Roma que los aqueos habían acabado felizmente la guerra con los messenios, mudaron de lenguaje con los embajadores de aquellos, manifestándoles el Senado que había impedido llevar de Italia a Messenia armas y víveres, lo que hizo claramente comprender que ni desdeñaba ni descuidaba los asuntos exteriores, y que por el contrario consideraba mal hecho no consultarle sobre todas las cosas y no seguir su opinión.
Llegaron por fin de Roma los embajadores de los lacedemonios y dieron cuenta de la contestación del Senado. Conocida ésta, reunió Licortas el pueblo en Siciona, y puso a discusión si se admitiría a Esparta en la Liga Aquea. Para inclinarle a que la admitiese, dijo que los romanos, a cuya disposición quedó esta ciudad, no querían encargarse de ella, declarando a los embajadores que no les importaba dicho asunto; que los que se hallaban en Esparta al frente del gobierno deseaban entrar en la Liga y que el admitirlos producía dos importantes ventajas: la primera asociarse a un pueblo que les había prometido inviolable fidelidad, y la segunda que los aqueos no tendrán entre ellos ni en su Consejo a los antiguos desterrados, cuya ingratitud e impiedad conocían, pues les arrojarían de la ciudad para recibir en ella otros ciudadanos amigos del gobierno y agradecidos a este beneficio. Tales fueron las razones de que se valió Licortas para aconsejar que fuera admitida Esparta en la Liga Aquea. Diófanes y otros defendieron a los desterrados. «¿No es suficiente decían, que se les arroje de la patria? ¿Queréis agravar su infortunio en favor de corto número de personas y ayudar con vuestro poder a los que contra todo derecho y razón les han alejado de sus hogares?» A pesar de esta oposición resolvió el Consejo que Esparta fuese admitida en la Liga, y efectivamente la recibieron en ella y se grabó el decreto en la columna. De los antiguos proscritos fueron indultados los irresponsables de empresas contra la nación aquea.
Concluido este asunto, enviaron los aqueos a Roma a Bippo de Argos para informar al Senado de lo que habían llevado a cabo. Los lacedemonios comisionaron por su parte a Charón, y los desterrados a Cletis para que defendiera su causa contra los embajadores de los aqueos. También enviaron representantes Eumeno, Ariarates y Farnaces. Los embajadores de estos tres príncipes fueron los primeros recibidos en audiencia, y no precisó el Senado escucharles largo tiempo, que ya sabía por Quinto Marcio y los demás comisionados para entender de la guerra entre ambos príncipes la moderación de Eumeno y la avaricia y orgullo de Farnaces. Contestóles que despacharía nuevos comisionados para examinar con mayor detenimiento las cuestiones entre ambos reyes. Llamóse en seguida a los embajadores de Lacedemonia y de los desterrados, y escuchadas sus pretensiones, nada se dijo a los primeros que indicara disgusto por lo sucedido. A los desterrados se les prometió escribir a los aqueos para que les permitieran regresar a su patria. Algunos días después se presentó al Senado Bippo, embajador de los aqueos; relató cómo a los messenios se les había restablecido en su primitivo estado, y no sólo se aprobó cuanto manifestó, sino que además se le tributaron muchos honores y pruebas de amistad.
Capítulo II
Prohíbese a los desterrados lacedemonios regresar a su patria.
Apenas llegaron al Peloponeso los embajadores de los desterrados de Lacedemonia, entregaron a los aqueos las cartas del Senado ordenando que se abriese a los proscritos las puertas de la patria. Contestóseles que esperaban para deliberar sobre las cartas a que regresaran de Roma los embajadores aqueos. Grabóse después en la columna el tratado llevado a cabo con los messenios, y se les concedió la inmunidad por tres años, de suerte que los daños causados por la guerra no les fueron más perjudiciales que a los aqueos. Poco después llegó de Roma Bippo, y manifestó que las cartas del Senado en favor de los desterrados no significaban empeño en que volvieran a su patria, sino deseo de librarse de sus impertinencias. En vista de ello los aqueos acordaren no cambiar nada de lo establecido.
Capítulo III
Procuran inútilmente los romanos convencer a Farnaces para que viva en paz con Eumenes y Ariarates.
Sin preocuparse Farnaces de lo que los romanos resolvieran, envió a Leocrito al frente de diez mil hombres para saquear la Galacia, y al iniciarse la primavera reunió sus tropas con la intención, al parecer, de invadir la Capadocia. Indignado Eumeno al ver tan escandalosamente violados los tratados más solemnes, reunió también sus tropas. Dispuestas ya a partir, llegó Attalo de Roma, conferenció con Eumeno acerca de la cuestión presente, y juntos marcharon contra Leocrito. No le encontraron en Galacia y avanzaron en dirección a Farnacia. En el camino se le presentaron comisionados de Carsignat y Gesotoro, partidarios de Farnaces, solicitando que no se les causara daño y prometiendo hacer cuanto se les ordenase; pero irritados ambos reyes por la infidelidad de estos príncipes, no quisieron escucharles. En cinco días de marcha llegaron de Calpito al río Halis, y seis días después a Amisa, donde se unió a ellos con su ejército el rey de Capadocia, y los tres arrasaron la llanura. Acampados se hallaban cuando llegaron los embajadores de Roma para restablecer la paz. Supo la noticia Eumeno, y envió a Attalo a recibirles y convencerles de que tenía recursos propios para resistir y aun hacer entrar en razón a Farnaces. A tal fin aumentó el número de sus tropas, proveyéndolas de todo lo necesario. Los embajadores aconsejaron a Eumeno y Ariarates no proseguir la guerra, y ambos príncipes accedieron, pero rogando a aquellos reunir un Consejo en que Farnaces se encontrara con ellos, a fin de convencerle cara a cara de su perfidia y crueldad, y si no era posible traerle, que examinaran por lo menos, como jueces imparciales, sus quejas contra este príncipe. No pudieron los embajadores negarse a peticiones tan justas y razonables, pero advirtieron a los reyes la conveniencia de retirar sus tropas de aquella región, porque habiéndoseles enviado para acabar la guerra, los actos de hostilidad se avenían mal con las conferencias para la paz. Consintió Eumeno, y al día siguiente levantó el campamento, retirándose a Galacia. Fueron seguidamente los embajadores a ver a Farnaces, y procuraron persuadirle de que el mejor medio para arreglar los asuntos era tener una conferencia con Eumeno. Farnaces la rechazó de una forma terminante, e hizo sospechar con su negativa que se reconocía culpado y que carecía de razones eficaces para justificarse; mas resueltos los embajadores a terminar de cualquier modo la guerra, no le dejaron hasta que accedió a enviar representantes a orillas del mar para arreglar la paz con las condiciones prescritas. Los de Roma, con los plenipotenciarios de Farnaces, se unieron entonces a Eumeno. Los romanos y el rey de Pérgamo se acomodaban a todo pero todo lo resistían y disputaban los embajadores de Farnaces; de suerte que apenas llegaba a un acuerdo con ellos en alguna cosa, pedían otra o mudaban de opinión. Viendo los comisarios de Roma que trabajaban en vano y que Farnaces no aceptaría ninguna condición, salieron de Pérgamo sin realizar nada. Los representantes de Farnaces regresaran también a su tierra; prosiguió la guerra, y Eumeno se preparó de nuevo a ella. Pidiéronle entonces los rodios que fuese a Rodas, y acudió a marchas forzadas para dirigir la campaña contra los licios.
Capítulo IV
Eumeno envía a sus hermanos a Roma.- Promesas que el Senado les hace.
Llevado a cabo el tratado entre Farnaces, Attalo y los demás, cada cual condujo sus tropas a sus Estados. Eumeno se hallaba entonces en Pérgamo, convaleciente de grave enfermedad, y supo con satisfacción por Attalo la noticia del pacto, determinando enviar todos sus hermanos a Roma, por dos razones: una, poner fin a la guerra con Farnaces; y otra, que conocieran a sus hermanos los amigos que tenía en Roma y en el Senado. Realizaron el viaje a esta ciudad, donde ya eran conocidos de innumerables personas por haber militado con ellos en Asia. El recibimiento fue magnífico, no economizando nada el Senado para alojarles y tratarles con esplendidez. Hiciéronseles grandes regalos y se les concedió la audiencia más favorable. Ante el Senado recordaron, en largo discurso, los resultados de la estrecha alianza que su casa tenía de largo tiempo atrás con Roma; quejáronse de Farnaces y pidieron que se le castigara cual merecía. La contestación del Senado fue favorable. Se les prometió despachar nuevos embajadores que, sobre el terreno, procuraran por todos los medios posibles acabar la guerra.
Capítulo V
Por qué escogieron los aqueos para embajadores cerca de Ptolomeo a Licortas, su hijo Polibio y el joven Arato.
Deseando Ptolomeo Epifanes aliarse a los aqueos, les envió un embajador con promesa de darles seis galeras de cincuenta remos armadas en guerra. El regalo se estimó digno de agradecimiento y fue aceptada la oferta del príncipe. Efectivamente valía ésta unos diez talentos. Para dar gracias a Ptolomeo por las armas y dinero que antes había remitido y para recibir las galeras eligieron los aqueos, en su Consejo, a Licortas, Polibio y el joven Arato. Licortas, porque era pretor cuando se renovó la alianza con Ptolomeo y defendió con empeño los intereses de este príncipe; Polibio, su hijo, que aun no había cumplido la edad prescrita por las leyes, porque el padre fue comisionado para reanudar la alianza con el rey de Egipto y traer a Acaia las armas y el dinero que éste dio a la Liga Aquea; y, finalmente, Arato, por lo mucho que quiso Ptolomeo a sus antecesores. Esta embajada no llegó a salir de Acaia, porque cuando iba a ponerse en camino murió Ptolomeo.
Capítulo VI
Cherón.
Este lacedemonio fue el año anterior comisionado en Roma. Aunque joven, de humilde cuna y mal educado, tenía disposición para los negocios. Adquirió en poco tiempo reputación por las excitaciones que en el pueblo produjo y por una empresa que ningún otro hubiese intentado. Comenzó por distribuir en partes desiguales entre los más viles ciudadanos las tierras que los tiranos habían concedido a las hermanas, esposas, madres e hijos de los proscritos, y después, sin cuidarse de las leyes, sin decreto público, sin autoridad de magistrado, gastaba los fondos del Estado como si fueran suyos, derrochando en locuras las rentas de la República. Algunos ciudadanos a quienes esta conducta indignaba solicitaron con reiteradas instancias que, conforme a las leyes, se designaran cuestores para guardar el tesoro público, y así se hizo; pero Cherón, a quien la conciencia acusaba, tomó las medidas necesarias para Iibrarse de las pesquisas de estos nuevos funcionarios. El más capaz para descubrir sus malversaciones era uno de ellos, llamado Apolonides, y Cherón apostó algunos asesinos que le dieron muerte al volver del baño. La noticia de esta muerte sublevó el ánimo de los aqueos contra el asesino. El pretor salió inmediatamente para Lacedemonia, puso preso a Cherón, ordenóle responder del crimen de que se le acusaba y, condenado, ordenó encerrarle en un calabozo. En seguida aconsejó a los cuestores investigar cuidadosamente los fondos públicos y procurar que fuesen puntualmente devueltas las tierras arrebatadas a los parientes de los proscritos.
Capítulo VII
Filopemen y Arístenes.
Gran diferencia existía entre estos dos pretores de los aqueos, no sólo por su carácter, sino por su forma de gobernar. Había nacido el primero belicoso, y de ánimo y cuerpo era a propósito para la guerra. El otro, más inclinado a deliberar y arengar en los Consejos. Advirtióse principalmente esta diferencia cuando la República romana extendió su poder y su autoridad a Grecia, es decir, en tiempo de las guerras de Filipo y Antíoco. La política de Arístenes consistía entonces en llevar a cabo sin pérdida de tiempo cuanto juzgaba favorable a los intereses de los romanos, y a veces, antes de recibir órdenes de éstos. Procuraba, no obstante, disfrazar su adhesión a Roma con aparente recelo por las leyes, y cuando le pedían algo abiertamente contrario a ellas, negábase a concederlo. Filopemen obraba de otro modo. Si lo que los romanos exigían de Acaia era conforme a las leyes y a los tratados de alianza efectuados con ellos, ejecutaba las órdenes inmediatamente y sin argucias para eludir el cumplimiento; pero cuando sus pretensiones traspasaban los límites legales, no se sometía a ellas de buen grado, exigiendo que primero se le dijera el motivo, después se suplicara el cumplimiento de los tratados, y si permanecían inflexibles tomar a los dioses por testigos de la infracción, y obedecer.
Capítulo VIII
No es bueno arruinar las cosechas del enemigo.
Paréceme gran error dejarse llevar por la cólera hasta el extremo de destruir cosechas, árboles y casas, arrasando las comarcas; porque creyendo amedrentar al enemigo al saquear sus tierras y arrebatarle sus riquezas presentes y futuras, riquezas precisas para su existencia, se le hace feroz, perpetuando en su ánimo, una vez ofendido, el sentimiento de la ira.
Esto fue en Creta fuente de grandes sucesos, si puede decirse así, porque gracias a la asiduidad de las discordias y a los excesos de recíprocas crueldades lo que es fuente de un acontecimiento es asimismo su fin, y lo que parece aquí extraordinario e increíble, es allí natural y consecuente…………
………….
He aquí los argumentos que empleó Arístenes ante los aqueos en su disentimiento con Filopemen: «No pretendáis conservar la amistad de los romanos mediante lanza y heraldo. Si somos suficientemente fuertes para marchar contra ellos… Filopemen se ha atrevido a decirlo… ¿Por qué, pues, deseando lo imposible perderá lo probable? Dos objetivos persigue toda política: lo bello y lo útil. Cuando la posesión de lo bello puede realizarse, los hábiles administradores deben procurarla y, si no, preciso es atenerse a lo útil; pero abandonar ambas cosas, es el colmo de la impericia. Así proceden los aqueos cuando, acatando las órdenes que se les dan las cumplen con tibieza y de mala gana. Entiendo, pues, que es necesario, o mostrar que podemos no obedecer, o no expresarse en tal sentido, obedeciendo de buena voluntad.» Contestó Filopemen que no era tan ignorante que desconociese la diferencia entre el gobierno de Roma y el de los aqueos, no menos que la superioridad de aquel; «pero cuando un poder más fuerte, dijo, pesa demasiado a los débiles, ¿qué debe hacerse? ¿Unirnos con todas nuestras fuerzas a los amos, sin manifestar oposición alguna, para sufrir las órdenes más duras, o resistir cuanto podamos y retardar nuestra esclavitud?… Cuando ordenen injusticias, nuestro derecho nos dará aliento para rechazar lo más amargo de
Pero si teniéndolo todo por justo, nos apresuramos cual prisioneros de guerra a cumplir sus deseos, ¿en qué se diferenciará la nación aquea de sicilianos y tirrenos, siempre esclavos? Preciso es convenir, agregó, en que la justicia de los romanos nada significa, o, de no atrevernos a decirlo, usar de nuestra justicia, pero no entregarse cuando se defiende en la lucha la más bella y grande de las causas. Llegará un día para los griegos, bien lo sé, en que precise obedecer las órdenes de Roma; pero, ¿debemos acelerar o retardar ese día? Creo que retardarlo, y en esto difieren mis ideas de las de Arístenes, porque él quiere realizar en seguida acontecimientos cuya necesidad preveo y para ello emplea todas sus fuerzas, mientras yo ejercito las mías en oponerme y alejar este suceso.» Tales discursos acreditan que la política del uno era bella y la del otro prudente; ambas seguras, porque las grandes cosas se preparaban entonces en Grecia y Roma sin hablar de Filipo y de Antíoco. A pesar de que Arístenes y Filopemen defendían la integridad de Acaia contra los romanos, corrió el rumor de que el primero era más favorable a éstos que el segundo.