Historias, Polibio – Libro decimoctavo

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo III - Libro 18. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a.C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)

Tomo II (Libros 5 a 14)

Tomo III (Libros 15 a 40)
Libro XVLibro 16Libro 17Libro 18Libro 19Libro 20Libro 21Libro 22Libro 23Libro 24Libro 25Libro 26Libro 27Libro 28Libro 29Libro 30Libro 31Libro 32Libro 33Libro 34Libro 35Libro 36Libro 37Libro 38Libro 39Libro 40


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Libro decimoctavo

Capítulo primero

Costumbre en la milicia romana de portar estacas para las urgencias.- Descripción del vallado romano y su gran superioridad sobre el griego.- Campamentos de Flaminio y de Filipo próximos a Feras en la Tesalia, y repugnancia de llegar a una acción decisiva.- Encuentro de los dos ejércitos, macedonio y romano, cerca de Tetidio, y fuerte escaramuza entre su infantería ligera.- Particular forma de pelear de los etolios.- Lucha general en que se ve empeñado Filipo por imprudencia junto a los collados Cinoscéfalos.- Ordenanza de ambos ejércitos.- Cruenta batalla y victoria por los romanos.

Flaminio, no pudiendo conocer a punto fijo dónde acampaba el enemigo, sólo sí que había penetrado en la Tesalia (198 años antes de J. C.), ordenó a las tropas que cortasen estacas y las llevasen consigo para cuando las pidiese la urgencia. Esta costumbre, que en la milicia romana es fácil de practicar, en la griega pasa por impracticable. Mientras que los griegos durante las marchas apenas pueden sostener sus cuerpos, y esto con trabajo, los romanos, a más de los escudos que llevan colgados de los hombros con correas de cuero, y los chuzos que tienen en las manos, conducen también estacas, y eso que de éstas a las griegas existe una notable diferencia. Porque entre las griegos, las mejores son las que tienen más y más largas ramas alrededor del tronco; en vez de que entre los romanos, las que únicamente tienen dos, tres o cuando más cuatro, y éstas que nazcan de un solo lado, no indistintamente de ambas. De esta forma la conducción de ellas es fácil, ya que un hombre lleva tres y cuatro liadas en un manojo, y el servicio firme en extremo. Las que fijan los griegos para defensa del campamento son fáciles de arrancar. Porque como sólo cubren y aprietan el tronco bajo de tierra, y las ramas que de él nacen son muchas y largas, con dos o tres hombres que tiren de ellas, arrancan la estaca con facilidad, y he aquí una puerta abierta al enemigo y removidas las estacas contiguas, par ser muy poco el enlace y conexión que entre sí tienen las ramas.

Al contrario ocurre entre los romanos. Desde el principio las ponen con tal trabazón, que ni se distingue fácilmente de qué troncos procedan las ramas por estar empotrados en la tierra, ni las ramas de qué troncos. Además de esto, es imposible meter la mano por entre las ramas para coger el tronco; tanta es la espesura y enlace de unas con otras, y tan sumo el cuidado que ponen en aguzar sus extremos. Y aun cuando se coja, no es tan fácil arrancarle; lo primero porque cada pie recibe por sí solo de la tierra su consistencia; y lo segundo porque existe tal trabazón en las ramas, que no se puede quitar una sin que ésta traiga consigo muchas. De modo que no son capaces dos o tres hombres de arrancar una estaca; y en el caso de que a fuerza de empujones arranquen una u otra, aún así es imperceptible el hueco que deja. A la vista de tan sobresalientes ventajas, como la de hallarse en cualquier parte, la de ser fácil de conducir y la de servir de un resguardo firme y estable para un campo, bien se deja conocer que, si entre las máximas de la milicia romana hay alguna que merezca nuestra imitación y celo, en especial ésta, según mi opinión.

Flaminio, después de haberse provisto de estos pertrechos para lo que pudiera suceder, se puso en marcha con todo el ejército a paso lento, y cuando ya estuvo a cincuenta estadios de Feras, sentó su campo. Al amanecer del día siguiente, destacó gentes que batiesen y registrasen la campiña, por si pudiera saber por algún motivo dónde paraba y qué hacía el enemigo. Filipo, informado al mismo tiempo de que los romanos acampaban en las proximidades de Tebas, parte de Larissa con todo el ejército y avanza directamente hacia Feras. A treinta estadios de esta ciudad hizo alto y ordenó a sus tropas comiesen temprano. Al amanecer puso en pie el ejército, destacó a los que se acostumbra enviar por delante, con orden de ocupar las eminencias contiguas a Feras, y entrado el día sacó fuera de las trincheras sus soldados. Poco faltó para que unos y otros batidores no se encontrasen sobre aquellos collados. Pero divisándose mutuamente al través de la oscuridad cuando ya se hallaban a corta distancia, se pararon y despacharon rápidamente quienes informasen a sus respectivos comandantes de lo que ocurría. Los dos generales tuvieron por conveniente… permanecer en sus reales y volver a llamar sus corredores. Al día siguiente uno y otro enviaron a la descubierta un cuerpo de trescientos caballos y otros tantos vélites. Flaminio tuvo la precaución de enviar entre éstos dos escuadras de etolios, por la noticia que tenían del terreno. Los dos destacamentos se encontraron en el camino que va de Feras a Larissa, donde se trabó una viva pelea. Pero Eupolemo el Etolio, después de haber hecho por sí prodigios de valor, empeñó en la acción a los italianos, y fueron arrollados los macedonios. Con esto, después de una larga escaramuza, unos y otros se retiraron a sus campos. Al día siguiente, los dos generales, disgustados con el terreno de las inmediaciones de Feras, por estar lleno de árboles, setos y huertos, levantaron el campo. Filipo tomó la vuelta de Scotusa para proveerse allí de alimentos, y después de equipado, ocupar un lugar ventajoso a sus tropas. Flaminio, sospechando esto, movió su ejército al mismo tiempo, y se dirigió con diligencia a talar ante todo las mieses de la campiña de Scotusa. Una cordillera de elevadas montañas que se extendía por entre los dos ejércitos, fue causa de que durante el camino ni los romanos viesen a los macedonios ni los macedonios a los romanos. Tras de un día de marcha, Flaminio acampó en un sitio llamado Eretria de Feras, y Filipo en las márgenes del río Onchesto, sin conocer el uno del campo del otro. Al día siguiente continuaron su marcha. El rey sentó sus reales en un pueblo del territorio de Scotusa, llamado Melambio, y el cónsul en las proximidades de Tetidio en la Farsalia, durando aún entre las dos la misma ignorancia. Habiendo llovido aquella noche con mucha furia y espantosos truenos, al día siguiente amaneció toda la atmósfera tan condensada y llena de nubes, que la oscuridad no dejaba ver a dos pasos de distancia. A pesar de este inconveniente, Filipo, con el anhelo de lograr su propósito, se puso en marcha con todo el ejército; pero incomodado en el camino por la oscuridad, después de haber andado un corto trecho, se atrincheró y envió un destacamento a ocupar la cumbre de los collados que le separaban del romano. Flaminio, acampado en Tetidio y sin saber dónde paraba el enemigo, destacó por delante diez escuadras de caballería y mil hombres de infantería ligera, con orden de explorar y recorrer con cuidado la campiña. Esta gente se dirigió hacia las montañas, y con la oscuridad del día cayó imprudentemente en la emboscada de los macedonios. Al principio, unos y otros se turbaron algún tanto, pero a poco rato se empezó a hacer ensayo de las fuerzas, y se despachó por ambas partes a sus jefes aviso de lo que ocurría. En este encuentro, los romanos, oprimidos y malparados por los macedonios que se hallaban emboscados, enviaron a su campo a pedir socorro. Flaminio animó a marchar allá a Arquedamo y a Eupolemo, ambos etolios, y les dio dos tribunos con quinientos caballos y dos mil infantes. A la llegada de este refuerzo con los que ya estaban combatiendo, súbitamente cambió la acción de aspecto. Los romanos, recobrados con este nuevo socorro, volvieron a la carga con redoblado espíritu; y los macedonios, aunque se defendían con esfuerzo, finalmente, fatigados y agobiados con el peso de las armas, tuvieron que huir a las eminencias y enviar desde allí a pedir al rey socorro.

Filipo, como que jamás había pensado venir a una lucha general en semejante día por las causas que hemos apuntado, había dejado salir al forraje la mayor parte de los suyos. Pero entonces, informado de lo que sucedía por los que venían, y empezando ya a aclarar la niebla, llamó a Heráclidas de Girtonia, comandante de la caballería tesalia, a León, prefecto de la Macedonia, y a Atenágoras, que tenía bajo sus órdenes todos los soldados mercenarios, menos los traces, y los desatacó al socorro. Con este refuerzo, aumentadas en gran manera las fuerzas de los macedonios, dan sobre el enemigo y le vuelven a desalojar otra vez de las eminencias. El principal obstáculo que tuvieron para no arrollarle completamente fue la obstinación de la caballería etolia, que peleaba con un ardor y espíritu denodado. Porque todo lo que la infantería etolia tiene de inferior en los combates generales cuanto a la forma de armarse y ordenarse, otro tanto su caballería lleva de ventaja a la de los demás griegos en los encuentros y refriegas particulares. Efectivamente, ella fue la que en esta ocasión contuvo el ímpetu del contrario para que los romanos no fuesen rechazados hasta el valle y tornasen a hacerse firmes a corta distancia. Flaminio, viendo que no sólo la caballería y armados a la ligera habían vuelto la espalda, sino que por éstos se había comunicado el terror al resto del ejército, saca todas sus tropas y las forma en batalla cerca de los collados. En este mismo instante los macedonios que se hallaban emboscados, marchan unos en pos de otros a Filipo, gritando: «Rey, el enemigo huye, no pierdas la ocasión; los bárbaros no pueden resistirnos; tuyo es el día, tuya la oportunidad.» De modo que Filipo, a pesar de que no le agradaba el terreno, tuvo que salir al combate. Los collados de que se habla se llaman Cinoscéfalos o cabezas de perro. Son ásperos, quebrados y bastante altos. Por este motivo Filipo, atento a la desigualdad del país, había rehusado desde el principio venir a una batalla; pero entonces, estimulado con las buenas esperanzas que le traían, mandó salir el ejército fuera de las trincheras. Flaminio, después de ordenadas en batalla sus tropas, al paso que situaba en sus puestos a los que habían luchado primero, iba recorriendo y exhortando sus líneas; porque les describió el lance tan a lo vivo como si le estuvieran viendo. «Compañeros, les dijo, ¿no son éstos aquellos macedonios que, bajo la conducción de Sulpicio, forzasteis a cuerpo descubierto en las gargantas de Eordea que tenían tomadas, desalojasteis de aquellos elevados puestos y de los cuales matasteis un gran número? ¿No son éstos aquellos mismos que, apostados en los desfiladeros del Epiro, lugar impenetrable en la opinión de todos, arrojó vuestro valor, hizo emprender la huida y tirar las armas, sin parar hasta meterse en la Macedonia? ¿Temeréis ahora a estos mismos, cuando vais a pelear con fuerzas iguales? ¡Qué! ¿Os hará más pusilámines… la memoria de lo pasado o por el contrario os inspirará más confianza? Ea, pues, compañeros, animaos los unos a los otros, y entrad en la acción con denuedo. Vivo en la confianza que el éxito de esta jornada corresponderá al de las anteriores, con la voluntad de los dioses. » Dicho esto, ordenó al ala derecha que no se moviese del puesto, ni los elefantes que se hallaban delante; y él con la izquierda se dirigió arrogante al enemigo. En esta ala estaban los vélites que habían escaramuceado antes, las cuales, viéndose ahora apoyados de las legiones, volvieron a atacar con fuerza al contrario.

Una vez que Filipo vio formada frente a los reales la mayor parte de su ejército, se puso en marcha por un atajo con los rodeleros y el ala derecha de la falange pura subir a las montañas; y ordenó a Nicanor, por sobrenombre el Elefante, que cuidase de que el resto del ejército fuese siguiendo sus pasos. Apenas llegó a la cumbre la vanguardia, la hizo girar hacia la izquierda, y la situó en batalla sobre aquellas eminencias que halló desamparadas, por haber los escaramuceadores macedonios rechazado por largo trecho a los romanos hasta el lado opuesto de los collados. Estaba aún el rey ordenando el ala derecha de su ejército, cuando llegaron sus mercenarios vencidos por los enemigos. Porque, como hemos dicho recientemente, desde que los vélitos romanos se vieran sostenidos y apoyados en la acción por los legionarios, recobraron tal ardor con este refuerzo, que cargando con gran furor sobre el contrario, hicieron en él un gran destrozo. El rey, desde los principios de su llegada, había advertido la refriega, que se había encendido entre los armados a la ligera, no lejos del campo enemigo: espectáculo que le había causado mucha complacencia. Pero cuando vio a los suyos volver la espalda y necesitar de socorro, se vio en la precisión de sostenerlos y arriesgarlo todo, a pesar de que la mayor parte de su falange venía aún en marcha subiendo aquellas alturas. Esto no obstante, recoge a estos combatientes, los reúne todos, infantes y caballos, en el ala derecha, y da orden a sus rodeleros y falangistas para que doblen el fondo y se estrechen sobre la derecha. Efectuado esto, como ya estaban encima los romanos, da la señal a la falange para que ataque bajas las picas, y a la infantería ligera para que ciña las alas del contrario. En este mismo instante Flaminio retira sus vélites por los intervalos de las cohortes y viene a las manos.

El choque fue violento por una y otra parte y la algazara excesiva, ya que mientras unos y otros voceaban, los que se hallaban fuera de la contienda animaban con gritos a los combatientes; de suerte que el espectáculo era horrible y espantoso. La derecha del rey peleaba conocidamente con ventaja; como que atacaba desde lugar superior, vencía en la fuerza de su ordenanza, y llevaba mucha superioridad para el lance presente en la calidad de sus armas. Pero al demás ejército, una parte detrás de los combatientes se hallaba fuera del tiro del enemigo, y el ala izquierda, que acababa de subir las alturas, empezaba a descubrirse par las cumbres. Llaminio, viendo que su ala izquierda no podía resistir el ímpetu de la falange, y que arrollada, parte había sido ya pasada a cuchillo, parte puesta en fuga, pasa rápidamente a la derecha, único recurso de salud que le quedaba. Allí, advirtiendo que de los enemigos, unos se iban uniendo a los combatientes, otros venían bajando aún de las alturas, y los demás estaban paradas sobre las cimas; al punto sitúa al frente sus elefantes y lleva sus cohortes al enemigo. Pero los macedonios, que ni tenían quien los mandase, ni se podían reunir y tomar la forma propia de la falange, tanto a causa de la desigualdad del terreno, como porque siguiendo a los combatientes, más venían en orden de marcha que de batalla; sin esperar a venir a las manos con los romanos, emprendieran la huida espantados y desordenadas por sólo los elefantes.

La mayoría de los romanos se pusieron a seguir el alcance sin perdonar a ninguno. Pero un tribuno, que no tenía consigo más que veinte compañías, reflexionando mejor sobre lo que había que hacer en tal coyuntura, contribuyó en gran manera a la consecución de la victoria. Viendo que Filipo a larga distancia del ejército estrechaba vivamente el ala izquierda de los romanos, deja el ala derecha donde ya era conocida la victoria, se revuelve contra los que estaban luchando, llega por detrás y ataca por la espalda a los macedonios. Como en la formación de la falange no se puede hacer frente por detrás ni combatir de hombre a hombre, el tribuno carga sobre los primeros que encuentra, y los macedonios, sin facultad para defenderse, se ven precisadas a arrojar las armas y emprender la huida. A esto contribuyó asimismo el haberse vuelto contra ellos por el frente aquellos romanos que antes iban huyendo. El rey, juzgando al principio por su ala del resto del ejército, vivía muy satisfecho de la victoria; pero cuando vio a sus macedonios arrojar las armas de repente y a los contrarios cargarles por la espalda, retirándose un poco de la contienda con algunos caballeros y gentes de a pie, acabó de comprender en qué estado se hallaban sus cosas. Efectivamente, advirtió que los romanos que perseguían su ala izquierda llegaban ya a las cumbres; y reuniendo los más que pudo de traces y macedonios… emprendía la huída. Flaminio marchó en su alcance, pero encontrando en aquellos collados ciertas tropas macedonias del ala izquierda que acababan de llegar a las cimas… se detuvo cuando las vio con las picas levantadas. Ésta es costumbre entre los macedonios cuando se quieren rendir o pasar al partido de los enemigos. Informado después de la razón de este suceso, contuvo a los suyos, creyendo deber perdonar a los que le temían. Esto estaba deliberando el cónsul, cuando algunos de los que iban delante, dando desde arriba sobre ellos vinieron a las manos, dieran muerte a los más y sólo unos cuantos escaparon arrojando las armas.

Declarada por todas partes la victoria en favor de los romanos, Filipo se retiró hacia Tempe. El primer día hizo noche en un sitio llamado la Torre de Alejandro, y el siguiente llegó a Gonnos, que está a la entrada de Tempe, donde hizo alto para esperar a los que se habían salvado por los pies. Los romanos siguieron el alcance durante cierto tiempo, pero después unos se entregaron a despojar los muertos, otros a recoger los prisioneros, los más a saquear el real enemigo. Aquí encontraron a los etolios que habían llegado primero, y creyéndose privados los romanos de un botín que les pertenecía, empezaron a quejarse de los etolios, y a decir en alta voz al general: «Vos nos dais a nosotros los peligros, y otorgáis a otros los despojos.» Con esto se volvieron a su campo, donde pasaron la noche. Al día siguiente, después de reunidos los prisioneros y todo lo que había quedado de despojos, se tomó el camino de Larissa. En esta jornada perdieron los romanos alrededor de setecientos hombres, pero los macedonios ocho mil, y no menos de cinco mil que se hicieron prisioneros. Tal fue el éxito de la batalla de Cinoscéfalos en la Tesalia entre los romanos y Filipo.


Capítulo II

Digresión de Polibio, en que hace confrontación de la armadura romana con la macedónica, y describe el modo de formar sus tropas uno y otro pueblo.- Empleo que Aníbal y Pirro hicieron, aquel del armamento de los romanos y éste de las armas y de los soldados. Fuerza invencible de la falange macedónica mientras conserva su posición.- Medida que ocupa carta soldado en la falange.- La lanza en la falange o no pasa de la quinta línea o es ineficaz.- Ni la armadura ni la ordenanza romana pueden resistir de frente a la falange.- La razón de vencerla los romanos consiste en la facilidad con que pierde la formación, y dificultad que tiene en recobrarla.- Abuso que Filipo hizo del poder en la prosperidad, y resignación que mostró en las desgracias.

Se recordará ya que en el sexto libro de esta HISTORIA dejé prometido que, a la primera ocasión que se presentase, haría cotejo de la armadura de los romanos y de la de los macedonios, manifestaría el modo de formar sus tropas uno y otro pueblo, y expondría en qué el uno es inferior o superior al otro; pues bien, ahora el asunto mismo me ofrece la oportunidad de cumplir la palabra. En otro tiempo la ordenanza de los macedonios aventajaba a la de los asiáticos y griegos, del mismo modo que la de los romanos a la de los africanos y a la de todos los pueblos occidentales de la Europa. Éste es un hecho comprobado por la misma experiencia. Pero en nuestros días, que no una sino repetidas veces hemos visto puestas en contraste estas dos ordenanzas y estos dos pueblos, será bueno y procedente investigar en qué se diferencian y en qué consiste haber vencido y haber siempre llevado la palma los romanos en las batallas. De esta forma no se creerá que aplaudimos sin motivo a los vencedores, atribuyéndolo todo a mero favor de la fortuna, como hacen los ignorantes; sino que, informados de las verdaderas razones, admiramos y hacemos el elogio de los jefes con algún fundamento. En los combates de Aníbal con los romanos, y en las pérdidas que éstos sufrieron, no hay por qué detenernos. Porque ni fue la calidad de las armas, ni fue el orden de batalla, sino la maña y astucia de Aníbal la que acarreó a los romanos estos infortunios. Esto lo hemos hecho ver en la relación que hemos dado de estos combates, y sobre todo comprueba nuestra opinión el éxito mismo de la guerra. Pues no fue menester más que los romanos tuviesen una cabeza de igual capacidad que Aníbal para que al instante se pusiese de su parte la victoria, ¿Qué más? El mismo Aníbal, así que ganó la primera batalla, desechó la armadura que antes utilizaba, armó sus tropas a la moda romana, y siempre se sirvió de ella en adelante. Pirro hizo aún más; no se contentó con usar sólo de las armas, sino que se sirvió también de las tropas de Italia, mezclando alternativamente una de sus compañías con una cohorte en forma de falange en las batallas que sostuvo contra los romanos. Aunque ni aun así pudo vencer; todas sus expediciones tuvieron un éxito equívoco. Hemos juzgado necesario adelantar estas noticias a fin de que no se encuentre sombra de dificultad en lo que digamos. Volvamos ahora al parangón propuesto.

Es fácil justificar con innumerables razones que mientras la falange conserva su estado y constitución propia, nada es capaz de hacerla frente ni de contener su violencia. En el espesor que tiene esta formación en las batallas, el soldado no ocupa sino tres pies con todas sus armas. La pica antiguamente tuvo dieciséis codos de largo; pero después, par acomodarla más a un combate verdadero, se redujo a catorce. De éstos se han de quitar los cuatro que hay desde donde se coge con las manos hasta el extremo posterior y sirven de contrapeso al delantero. Por donde se ve que la pica de cada soldado sobresale delante de su cuerpo precisamente diez codos cuando la tiene con ambas manos tendida hacia el enemigo. De aquí es que cuando la falange mantiene su propiedad y espesor, tanto respecto del soldado que está detrás como del que está al lado, las picas de la segunda, tercera y cuarta línea van saliendo por delante de la primera, cada vez más, hasta la quinta, que sólo sobresale dos codos. Esta densidad de la falange la describe Homero en estos versos:

Estriban uno en otro los escudos.
Estriban uno en otro yelmos y hombres;
ondean de caballos belicosos
crines, penachos y vistosas plumas:
tan espesos están unos con otros.

Por esta pintura, tan elegante como cierta, se ve que delante de cada soldado de la primera línea ha de haber por precisión cinco picas, de dos en dos codos unas de otras, a medida de la distancia que existe desde la primera a la quinta línea. En este supuesto, como la falange está formada sobre dieciséis de fondo, es fácil figurarse cuánta sea su violencia y vigor cuando está en acción de acometer. Es verdad que con las picas todos los que se hallan por detrás de la quinta fila en nada pueden contribuir para la lucha, y por esta razón no las tienen tendidas hacia el enemigo, sino levantadas y apoyadas sobre las espaldas de los que están delante, para defender de esta forma la parte superior de la formación e impedir con su espesor que los tiros que pasan por encima de las primeras líneas vengan a caer sobre las últimas; pero lo que es con las fuerzas del cuerpo, traen su utilidad en el ataque, porque empujan a los que tienen delante, hacen más vigorosa la impresión y no dejan arbitrio a los primeros para volverse atrás. Expuesta ya en general y en particular la disposición de la falange, veamos ahora las propiedades y diferencias de la armadura y ordenanza romana para hacer cotejo.

El soldado romano no ocupa tampoco más que tres pies de terreno con sus armas. Pero como cada uno en el combate tiene que hacer ciertos movimientos, ya para cubrir el cuerpo con el escudo y adaptarle hacia donde viene el golpe, ya para herir con la espada, de punta o de tajo, es preciso dejar entre unos y otros, por lo menos, un hueco o espacio de tres pies por detrás y por el costado si han de ejercer sus funciones con alguna conveniencia. De aquí se sigue que cada soldado romano, cuando viene a las manos con la falange, tiene que pelear con dos falangistas y hacer contrarresto a diez picas, de las cuales ni siquiera una podrá quebrar o violentar con facilidad, por más diligencias que haga, porque los que tiene detrás no pueden contribuir ni a darle mayor fuerza ni a hacer más eficaz el golpe de su espada.

Por aquí es fácil de conocer, como he dicho anteriormente, que ninguna otra ordenanza es capaz de resistir de frente a la falange, mientras ésta conserva su estado y posición natural. ¿Pues en qué consiste haber salido los romanos victoriosos y la falange vencida? En que la guerra tiene en la práctica mil tiempos y lugares inciertos e indefinidos, y la falange sólo tiene un tiempo, un sitio y una forma de hacer su efecto. Sólo en el caso de un combate decisivo, en que el enemigo se vea obligado a batirse con la falange cuando ésta se halla en tiempo y terreno a propósito, sólo entonces, digo, es muy natural que la falange lleve siempre la ventaja. Pero pudiendo como se puede evitar con facilidad este lance, ¿qué hay que temer ya en esta formación? Es constante que la falange precisa de un terreno llano, descampado y sin tropiezo alguno, esto es, sin fosos, quebraduras, desfiladeros, ribazos ni barrancos. Cualquiera de estos obstáculos es bastante a impedir su efecto y descomponer su orden. ¿Y adónde hemos de ir por un terreno de veinte estadios, y a veces más, que no tenga alguno de estos estorbos? Todos confesarán que es casi imposible, o por lo menos muy raro. Concedamos, sin embargo, que se encuentre este terreno. Aun así, si el contrario, en vez de venir en él a las manos, se echa a saquearlas ciudades y talar el país de los aliados, ¿de qué servirá semejante ordenanza? Permaneciendo en el puesto que le es ventajoso, no sólo no podrá aprovechar a sus amigos, pero ni aun conservarse a sí misma; porque el enemigo, dueño de la campiña sin obstáculo, le cortará fácilmente los convoyes de lo necesario; y si abandonando el terreno conveniente quiere emprender alguna acción, vendrá a ser fácil despojo del enemigo. Demos el caso que el contrario venga a batirse con la falange en un terreno llano, pero que no presenta contra ella todas sus tropas a un mismo tiempo, sino que se retira algún tanto en el acto mismo de la batalla; lo que sucederá es fácil de conocer por lo que ahora están haciendo los romanos.

Todo lo que acabamos de decir no está fundado simplemente sobre raciocinios, sino sobre hechos que ya han ocurrido. Porque los romanos no ordenan todas sus legiones a un tiempo para batirse con un frente igual contra la falange, sino que dejan una parte de reserva y oponen la otra al contrario. Y así, bien los falangistas rechacen a sus antagonistas, bien sean rechazados por éstas, la falange siempre pierde su situación propia. Porque que siga el alcance de los que ceden o que huya de los que la persiguen, siempre pierde la mayor parte de su fuerza natural. En cuyo caso se da el espacio y lugar conveniente para que el cuerpo de reserva la ataque, no de frente, sino en flanco o por las espaldas. Siendo, pues, fácil evitar los lances y ventajas que la falange tiene en su favor e inevitables los que tiene en contra, ¿qué hay que admirar haya tan notable diferencia en una verdadera acción entre la ordenanza romana y la macedonia? A más de esto, la falange se ve en la precisión de marchar por toda clase de terrenos, de acamparse, de apoderarse de puestos ventajosos, de sitiar, de ser sitiada y de caer de improviso en manos de un enemigo. Todos estos lances son partes de una guerra, de los cuales pende la victoria, a veces total y a veces en gran parte. Pues en todas estas ocasiones la ordenanza macedonia se ve embarazada, y a veces imposibilitada de maniobrar, par no serle posible al soldado pelear ni por cohortes ni de hombre a hombre, en vez de que la ordenanza romana se encuentra expedita en todo lugar. El soldado romano, una vez armado para entrar en acción, lo mismo se acomoda a cualquier terreno y a cualquier tiempo, que a cualquier lado por donde se presenta el contrario; la misma actitud y disposición tiene para luchar can todo el ejército junto, que para pelear con una parte, con un manipulo de hombre a hombre. Un orden de batalla como el de los romanos, donde todas las partes obran con tanta expedición, no es mucho que consiga sus propósitos mejores que otro alguno. He tenido por preciso tratar a lo largo de esta materia, porque en el mismo tiempo en que los macedonios fueron vencidos, muchos griegos tuvieron esto por increíble, y ahora otros muchos desearán saber en qué o cómo es inferior la falange a la ordenanza romana.

Filipo, derrotado completamente a pesar de todos sus esfuerzos, recogió cuantos pudieron escapar de la batalla y se dirigió por Tempe a la Macedonia. En la primera noche envió a Larissa uno de sus escuderos, con orden de rasgar y quemar todos sus papeles, acción verdaderamente digna de un rey no olvidarse de la obligación, aun en los mayores reveses. Sabía ciertamente que si los romanos llegaban a apoderarse de su correspondencia hallarían mil motivos de quejas contra él y contra sus aliados. Bien podrá haber ocurrido a otros el olvidarse en la prosperidad de que son hombres, y conducirse en la adversidad con precaución y prudencia, pero especialmente se dejó ver este proceder en Filipo, como se manifestará en lo que se dirá adelante. Así, como hemos declarado la inclinación a lo bueno que tuvo en los principios de su reinado, y hemos referido con individualidad la conducta opuesta que después pasó, la época, la razón, el cómo sucedió este trastorno y lo que en él hizo, de la misma forma será bien que manifestemos su arrepentimiento y la habilidad con que, acomodándose a los reveses de la fortuna, supo portarse diestramente en tiempos tan contrarios. Flaminio, después de la batalla, dio la conveniente disposición sobre los prisioneros y el botín, y marchó a Larissa.


Capítulo III

Comienzan los disgustos entre romanos y etolios tras la batalla de Cinoscéfalos.- Conferencia Flaminio con todos los aliados para deliberar si se concertaría la paz con Filipo.- Nueva conferencia de los aliados con Filipo, en que la paz queda ajustada.- Indignación que esto produce a los etolios.

Le resultaba insufrible a Flaminio la avidez con que los etolios se arrojaban al botín, y no deseaba que destronado Filipo mandasen en los griegos. Impacientábale además verles elogiarse sin cesar, arrogándose todo el honor de la victoria y ponderando por toda Grecia la brillantez de sus hazañas. Por tales razones, en sus conferencias con ellos tratábales con altivez, sin darles cuenta de los asuntos públicos, que decidía por sí y por medio de sus amigos. Tal era la situación de ánimo entre romanos y etolios, cuando algunos días después llegaron de parte de Filipo tres embajadores. Demóstenes, Cicliadas y Leinneo. Después de larga conversación que con ellos mantuvo el cónsul en presencia de los tribunos, pactaran una tregua de quince días, durante los cuales proyectó ver a Filipo y hablar con él de los negocios en litigio. La atención y amabilidad con que Flaminio trató en esta ocasión al rey de Macedonia, aumentaron considerablemente las sospechas que ya se tenían del general romano. El contagio de presentes y regalos había invadido toda la Grecia, siendo máxima indudable que nadie hacía nada por nada; y como esta máxima tenía mayor crédito entre los etolios, no podían convencerse de que Flaminio se convirtiera en amigo de Filipo, sino porque Filipo comprase su amistad. Desconociendo en este punto las costumbres de los romanos, juzgaban por las suyas, afirmando que para librarse del apuro en que estaba el rey de Macedonia ofreció al cónsul gran cantidad de plata, y que éste se había dejado seducir. Mi opinión acerca de los romanos de los pasados tiempos consiste en considerarlos a todos incapaces de cometer tales acciones; al menos así eran mientras permanecieron fieles a los usos y costumbres de sus antepasados; es decir, antes de sus guerras de ultramar. No me atrevería en los tiempos actuales a hacer igual elogio de todos los ciudadanos romanos; pero a muchos puedo aplicarlo, afirmando que se debe tener la mayor confianza en su integridad, y citaré en prueba de ello dos ejemplos de todos conocidos. Lucio Emilio, vencedor de Perseo, se apoderó del reino de Macedonia. Además de inmensa cantidad de magníficos muebles y de otras riquezas, encontró en el Tesoro más de seis mil talentos de oro y plata. Nada deseó de estos tesoros, que ni siquiera quiso ver, encargando a otros la administración. Lucio Emilio no era, sin embargo, opulento, sino pobre, hasta el punto de que, falleciendo poco después de esta guerra, desearon sus hijos Publio Escipión y Quinto Máximo devolver a su esposa los veinticinco talentos de la dote, y para ello les fue preciso vender muebles, esclavos y algunas de sus posesiones, cosa que si parece increíble, no por ello es menos cierta. Aunque las enemistades e intereses de partido obligan a los romanos a tener en muchos asuntos diversas opiniones, lo que he manifestado todos lo afirmarán, y se le puede preguntar al primer romano que se encuentre, sea cualquiera la familia o partido a que pertenezca. En la de los Escipiones existe otro ejemplo de igual desinterés. Cuando Publio Escipión, hijo de Emilio y nieto adoptivo de Publio Escipión, llamado el Antiguo, se apoderó de Cartago, ciudad consideraba como la más opulenta del universo, se impuso el deber de no adquirir ni apropiarse, bajo ningún pretexto, nada de lo que allí había. Publio, sin embargo, no era rico; mas cual verdadero romano estaba habituado a contentarse con poco, y no sólo se abstuvo completamente de tocar al botín de Cartago, sino que impidió añadiesen a sus propiedades ninguna de las riquezas de África. Así lo afirmará de esta gloria sin tacha ni sospecha cualquier romano a quien se pregunte. Pero hablaremos de esto en momento más oportuno.

Flaminio, que había convenido con Filipo reunirse en determinado día a la entrada del Tempé, escribió inmediatamente a sus aliados, diciéndoles el lugar y hora de la conferencia, y pocos días después acudió a ella.

Reunidos los aliados en consejo, ordenó que cada cual dijera las condiciones convenientes para concertar la paz con Filipo. Aminandro, rey de los atamanienses, dijo su parecer en breves frases, limitándose a advertir que se tuviese en cuenta su situación, pues debíase temer que al salir los romanos de Grecia pagara él la cólera de Filipo, siendo a los macedonios tanto más fácil invadir su reino, cuanto que era débil y vecino a Macedonia.

Hizo uso en seguida de la palabra Alejandro el Etolio, diciendo que merecía elogios Flaminio por convocar a los aliados y pedirles su opinión acerca de la paz, pero que, en su sentir, se engañaba grandemente al creer que concertándola con Filipo procuraba paz a los romanos y duradera libertad a los griegos, pues ninguna de ambas cosas conseguiría. El único medio de acabar la guerra con los macedonios, no dejando sin completa realización los proyectos de su patria y sin cumplir las promesas que él mismo había hecho a los griegos, era expulsar a Filipo de su reino, cosa por demás fácil, si aprovechaba la ocasión presente. Apoyó esta opinión con otras muchas razones, y se sentó.

Habló después Flaminio y apostrofó a Alejandro diciéndole: «No conoces ni las miras de los romanos, ni mis propósitos, ni los intereses de los griegos. No es costumbre de los romanos al hacer la guerra a una nación destruirla por completo. Aníbal y los cartagineses son prueba convincente de esta afirmación. Aunque los romanos, reducidos por este pueblo al último extremo, pusiéronse enseguida en situación de vengarle como quisieran, no ejercieron contra ellos inhumanidad alguna. Nunca fue mi intención hacer a Filipo guerra irreconciliable; muy al contrario, siempre he estado dispuesto a concederle la paz si se sometía a las condiciones que le fueran impuestas. ¿Por qué causa, etolios, al encontraros en un consejo reunidos para poner fin a la guerra, os mostráis tan opuestos a la paz? ¿Porque somos victoriosos? Pues tal motivo no es razonable: durante la batalla debe el valeroso acometer al enemigo con todo vigor y fuerza, y si es vencido, mostrar en la derrota constancia y grandeza de alma; pero la moderación, la templanza y la humanidad son los deberes del vencedor. Y respecto a los intereses de los griegos, si les importa mucho que el reino de Macedonia sea menos poderoso quo antes, les interesa no menos evitar su destrucción, pues les sirve de barrera contra los tracios y los gálatas, que sin ella estos pueblos, cual ha sucedido con frecuencia, invadirían la Grecia.» Concluyó Flaminio diciendo que su opinión y la del consejo era conceder la paz a Filipo, previa consulta al Senado, si prometía cumplir con fidelidad lo que los aliados le ordenaron anteriormente, y que los etolios podían por su parte tomar la resolución que mejor les pareciese. Atrevióse en seguida el etolio Feneas a decir que era inútil en tal caso cuanto se había movido contra el rey de Macedonia, que libre del actual peligro no tardaría en formar otros proyectos y promover nueva guerra; pero Flaminio, desde su silla y con acento de ira, interrumpióle diciendo: «Cesa, Feneas, de fatigaros los oídos con tus impertinencias. Yo cimentaré la paz de tal suerte, que aunque Filipo quiera nada podrá emprender contra los griegos.» Dicho esto, terminó la conferencia. Al siguiente día llegó Filipo, y reunido el consejo tres días después, asistió a él, expresándose con tanto tino y prudencia que apaciguó todos los ánimos. Prometió aceptar y llevar a cabo cuanto los romanos y los aliados le ordenasen, poniéndose por completo a discreción del Senado. El Consejo escuchó con profundo silencio estas frases, y solamente el etolio Feneas preguntó al rey por qué no les daba las ciudades de Larissa, Farsalia, Tebas y Egina. «Tomadlas, contesto Filipo; consiento en ello.- No todas, replicó el cónsul; sólo Tebas, porque al ir allí al frente de mis tropas, exhorté a los habitantes a rendirse a los romanos, y negándose ellos, el derecho de la guerra me hace ser su dueño, pudiendo disponer de los tebanos a mi albedrío.» Indignado Feneas al oír esta respuesta, dijo que las ciudades dependientes de los etolios antes de la guerra y sujetas a sus leyes debían recobrarlas, por dos motivos: uno, por haber tomado las armas con los romanos; y otro, porque en el tratado de alianza hecho al principio entre romanos y etolios se acordó que el botín de guerra se distribuyera, siendo los muebles para los primeros y las ciudades para los segundos. Respondióle el cónsul que se equivocaba en ambas cosas; que el tratado de alianza dejó de ser obligatorio desde el momento que los etolios, abandonando a los romanos, habían concertado paz con Filipo, y que aun subsistiendo el tratado, no se determinaba en él que fueran para los etolios las ciudades puestas por su propia voluntad y libre albedrío bajo la protección de los romanos, como lo habían hecho todas las de Tesalia, sino sólo las tomadas a viva fuerza. La réplica agradó a toda la asamblea, y únicamente los etolios quedaron descontentos, origen en el futuro de grandes males. Esta disputa fue la chispa que poco tiempo después encendió la guerra de los romanos contra los etolios y Antíoco.

Por lo demás, lo que inducía a Flaminio a apresurar la paz era la noticia de que Antíoco al frente de un ejército salía de Siria para invadir Europa, y temió que Filipo aprovechase la ocasión para defender las ciudades que había invadido, prolongando la guerra; además tuvo en cuenta que si le sucedía en su cargo otro cónsul, atribuiríase el honor de esta campaña, y por ello concedió al rey lo que solicitaba: cuatro meses de tregua, recibir de él cuatrocientos talentos, tomar en rehenes a su hijo Demetrio y a algunos amigos suyos y permitirle enviar comisionados a Roma para que el Senado dispusiera lo que creyese oportuno. Separáronse en seguida con la solemne promesa de que si no se concertaba la paz, Flaminio devolvería a Filipo los talentos y rehenes, y todos los interesados despacharon embajadores a Roma, unos para solicitar la paz y otros para ponerle obstáculos.


Capítulo IV

Sobre la credulidad.

La credulidad es origen de grandes desaciertos, aun a los más avisados. A pesar de que diariamente somos engañados por unos mismos artificios y por unas mismas personas, no por eso desistimos de nuestra imprudencia. Ya hemos visto frecuentemente ejercer a muchos esta especie de doblez, pero sin llegar nosotros a ser más cautos. Que otros caigan en el lazo no es asombroso; lo que hay que admirar es que caigan aquellos mismos que son, digámoslo así, la fuente de la malicia misma. Esto proviene de que no tienen presente aquella excelente máxima de Epicarmo: «En ser cauto y desconfiado consisten las reglas de la prudencia.»

Medion es una ciudad próxima a Etolia.


Capítulo V

Muerte y elogio de Attalo.

Relatada la muerte del rey Attalo, justo es manifestar, como lo hicimos de otros personajes, las cualidades que le dieron reputación. Sin otro auxilio exterior que sus riquezas, ascendió al trono de Pérgamo. Es éste, en verdad, poderoso medio para lograr cuanto se desea, si se sabe emplear prudentemente y con magnificencia; pero ¡a cuántos ha sido funesto por carecer de ambas virtudes! La envidia pone sin cesar al rico lazos que con frecuencia le pierden en cuerpo y alma, siendo pocos los que se libran de este género de infortunios. Digno es, pues, de admiración Attalo, porque sólo se sirvió de la riqueza para adquirir la soberanía, la mayor y más bella dignidad que pueda desearse. Para ser digno de ella, comenzó adquiriendo con beneficios gran número de amigos y distinguiéndose en la guerra. Eran por entonces los gálatas la nación más formidable y belicosa; los derrotó en campal batalla, y como consecuencia del triunfo se hizo proclamar rey. De los setenta y dos años de su vida reinó cuarenta, siempre modesto y grave, en compañía de la reina su esposa y de los príncipes sus hijos, y siempre fiel a todos sus aliados. Ocurrió su muerte durante una de sus más bellas empresas por la libertad de los griegos. Dejó cuatro hijos ya adolescentes, quienes encontraron el reino tan bien ordenado, que hasta los hijos de éstos gozaron tranquilo y pacífico reinado.


Capítulo VI

Ratificación en Roma de la paz con Filipo.- Designación de diez comisarios para arreglar los asuntos de Grecia.- Los aqueos solicitan en vano aliarse con los romanos.

Elegido cónsul Claudio Marcelo, llegaron a Roma los embajadores de Filipo, de Flaminio y de los aliados para tratar de la paz proyectada con el rey de Macedonia. Largos discursos se pronunciaron en el Senado sobre este particular; pero aprobáronse las condiciones a que se sometía Filipo. Llevado el asunto a la sanción del pueblo, Marcelo, que deseaba ardientemente mandar los ejércitos en Grecia, realizó los mayores esfuerzos para que se rompiera el tratado; pero no pudo impedir que el pueblo aprobase el proyecto de Flaminio y ratificase las condiciones. Designó en seguida el Senado diez de los más ilustres ciudadanos para ir a Grecia a arreglar con Flaminio los negocios y asegurar la libertad de los griegos. Presentóse al mismo tiempo al Senado Damógenes de Egea, embajador de los aqueos, rogando que fueran éstos admitidos entre los aliados del pueblo romano; pero se tropezó con dificultades para concederle esta gracia, a causa de que tenían cuestiones con ellos los helenos por la Trifilia, los messenios, aliados ya de Roma, por Asina y Pilos, y los etolios por Erea. Dejóse este asunto a la decisión de los diez comisarios, y por entonces no sucedió otra cosa en el Senado.


Capítulo VII

Comienzan los beocios a separarse de los romanos.- Los partidarios de Roma dan muerte a Branquiles, general de los beocios.

Tras la batalla de Cinoscéfalos en Grecia, y mientras Flaminio ocupaba cuarteles de invierno en Elatea, despacharon los beocios una diputación al cónsul solicitándole el regreso de los soldados de su nación que habían servido en el ejército de Filipo. Flaminio, que tomaba entonces precauciones contra Antíoco, hizo este favor a los beodos para ganarse su amistad, devolviéndoles sus soldados, entre quienes se hallaba un tal Braquiles. Apenas recibidos, nombraron a este Braquiles general haciendo alarde de especialísimas atenciones a los demás amigos de la casa de Macedonia y concediéndoles las mismas dignidades que antes tenían. Llevaron, en fin, la ingratitud hasta el extremo de enviar embajadores a Filipo para darle gracias por haberles devuelto sus soldados. Este proceder llamó la atención de Zeuxippo, Pisistrato y otros amigos del pueblo romano, quienes, previendo el futuro, llegaron a temer por sus familias y por sí mismos. Efectivamente, ¿qué seguridad les ofrecía Beocia al salir de Grecia los romanos, mientras Filipo pudiera sostener y apoyar a sus enemigos? Despacharon, pues, una diputación a Flaminio, que refirió extensamente al cónsul el odio que contra ellos animaba al populacho y la ingratitud de su nación. Llegaron hasta decirle que si no se daba muerte a Braquiles para asustar a los demás no podrían vivir seguros en Beocia los amigos del pueblo romano cuando el ejército saliese de Grecia. Respondió Flaminio que ni tomaba parte en tal proyecto ni prohibía llevarlo a cabo, encargándoles que dieran cuenta de él a Alexámeno, general de los etolios. Obedeció Zeuxippo y habló a este general, que aprobó la idea y ordenó a tres etolios y tres italianos matar a Braquiles…

Ningún testimonio es más temible ni grave que el que reside en nuestro interior, la conciencia.


Capítulo VIII

enatus-consulto para la paz concertada con Filipo.- Solamente los etolios quedan descontentos y lo rasgan. Durante los juegos ístmicos publica un heraldo el senatus-consulto decretado para la libertad de los griegos.- Contestación de Flaminio y de los diez comisarios a los embajadores de Antíoco, de Filipo y de los etolios.

Por aquel tiempo llegaron de Roma los diez comisarios que debían arreglar los asuntos de Grecia, llevando consigo el senatusconsulto relativo a la paz con Filipo, cuyos artículos decían así: «Todos los griegos, los de Asia y los de Europa, serán libres y se gobernarán conforme a sus leyes, Filipo entregará a los romanos, antes de la fiesta de los juegos ístmicos, todos los griegos que se hallan en su poder y todas las ciudades donde tiene guarnición; retirará las guarniciones de Euroma, Pedasa, Bargila, Jessé, Abidos, Thasos, Mirina y Perintha, permitiendo a estas ciudades que gocen de libertad. Tito escribirá al rey Prusias cuáles son las intenciones del Senado respecto a la libertad de los cianienses. Filipo entregará a los romanos, al mismo tiempo que los prisioneros, los tránsfugas, y además los barcos de un puente, a excepción de cinco jabeques y de la galera de dieciséis bancos de remeros. Dará además, como tributo, mil talentos, la mitad inmediatamente y la otra mitad durante diez años, a razón de cincuenta cada año.» No puede explicarse cuán grande fue la confianza y la alegría de los griegos al saber este senatus-consulto. Únicamente los etolios, descontentos por no lograr lo que habían esperado, procuraban desacreditarle, diciendo que no contenía más que palabras, y para prevenir los ánimos contra el decreto deducían maliciosamente algunas probabilidades de la forma de su redacción, diciendo que, respecto a las ciudades guarnecidas por Filipo, el senatus-consulto ordenaba dos cosas: una que retirase las guarniciones y entregara las ciudades a los romanos, y otra que, al sacar aquellas, dejara las ciudades en libertad; citando nominalmente las que habían de quedar así, que eran las de Asia; de modo que las de Europa, a saber, Orea, Eretria, Calcis, Demetriada y Corinto, deberían ser entregadas a los romanos. Fácil era comprender que en tal caso los romanos sustituían a Filipo, y Grecia no se veía libre de sus cadenas, cambiando sólo de dueño. Esto era lo que los etolios decían y repetían sin cesar.

Flaminio y los diez comisarios fueron de Elatea a Anticira, y desde allí a Corinto, donde tuvieron frecuentes consejos sobre el estado de los negocios públicos. Para impedir el mal efecto de las noticias que los etolios hacían circular por toda Grecia, y que alarmaban a algunos, creyóse obligado el cónsul a someter a deliberación este asunto, y adujo toda suerte de razones para convencer a los comisarios de que si deseaban inmortalizar el nombre romano entre los griegos, persuadiéndoles de que habían ido a aquella tierra no por propio interés, sino por la libertad de Grecia, preciso era abandonar todos los puntos ocupados, y dejar en libertad las ciudades donde Filipo tenía guarnición. Presentaba esto algunas dificultades, pues en lo tocante a las otras ciudades habían tratado el asunto en Roma los diez comisarios, recibiendo en este punto órdenes expresas del Senado, pero respecto a Calcis, Corinto y Demetriada, por la necesidad de tomar precauciones contra Antíoco, dejáseles facultad de disponer de ellas según lo estimaran conveniente, con arreglo a las circunstancias, no dudándose de que Antíoco se preparaba de largo tiempo atrás a invadir Europa. Flaminio logró al fin del Consejo que Corinto quedara libre y en poder de los aqueos; pero no abandonaron los romanos Acrocorinto, Demetriada y Calcis.

Era entonces la época en que debían celebrarse los juegos ístmicos, y la curiosidad por lo que iba a suceder llevó a aquel punto, de casi todas las partes del universo, muchas personas de gran importancia. Objeto era de todas las conversaciones el futuro tratado de paz, y hablábase de él de diferente forma. Manifestaban unos que no existía dato alguno para creer se retirasen los romanos de todas las tierras y plazas que habían conquistado; otros, que abandonarían las ciudades más célebres y guardarían en su poder las de menos fama que les procurasen las mismas ventajas, creyendo saber cuáles eran, y nombrándolas en las conversaciones. Todo el mundo participaba de esta incertidumbre cuando, reunida en el estadio la multitud para presenciar la proclamación de la paz, se adelantó un heraldo, impuso silencio con un toque de trompeta y publicó en alta voz lo siguiente: «El Senado romano y Tito Quinto, cónsul, tras de vencer a Filipo y los macedonios, dejan en libertad, sin guarnición ni tributos, y para que vivan con arreglo a sus leyes, a los corintos, foceos, locrenses, eubeanos, aqueos, ftiotas, magnetas, tesalianos y perrhebianos.»

Apenas pronunció el heraldo estas primeras palabras, fue tan grande el clamor del auditorio, que algunos no oyeron las demás, y otros desearon oírlas por segunda vez. La mayoría no daba crédito a sus propios oídos, pareciéndole aquello tan extraordinario, que se le figuraba un sueño. Alguno, más impaciente que los otros, pidió a gritos que volviera el heraldo, que la trompeta impusiera de nuevo silencio, y que se repitiese el senatus-consulto, y en mi opinión, no era tanto por oírlo otra vez como por ver a quién anunciaba noticia de tan difícil crédito. Presentóse de nuevo el heraldo, sonó la trompeta y fue repetida la lectura del senatus-consulto; reprodujéronse los aplausos, tan ruidosos que es hoy difícil dar justa idea de aquel suceso. Cuando cesó el ruido, entraron en liza los atletas; pero nadie les hizo caso, porque unos hablaban con los vecinos de lo que acababa de ocurrir, y otros se hallaban tan preocupados, que parecían fuera de sí. Concluidos los juegos, acudió el público al cónsul para darle gracias, y tanto le estrecharon, que creyó morir ahogado. Todos querían verle la cara, saludar al libertador, apretar su mano: arrojáronle coronas y guirnaldas, y faltó poco para que le estrujasen. Pero por brillantes que fueran estas pruebas de reconocimiento, no hay temor en calificarlas de muy inferiores al beneficio. Hermoso fue ver a los romanas ir a su costa, y a través de mil peligros, a Grecia, para librarla de servidumbre; y nobilísimo llevar allí las fuerzas necesarias para ejecutar tan grande empresa. Para mayor ventura, lejos de poner obstáculo alguno, la fortuna fue favorable hasta el instante en que, a la voz de un solo heraldo, todos los griegos, los de Asia y los de Europa, se vieron libres, sin guarniciones, sin tributos y sometidos a sus propias leyes.

Pasada la fiesta, dieron audiencia los diputados a los embajadores de Antíoco, y les ordenaron que nada intentase este príncipe contra las ciudades de Asia que eran libres, retirándose de todas las que había invadido en la época de Ptolomeo y de Filipo. Prohibiéronle además pasar a Europa con un ejército, puesto que los griegos estaban en paz con todos y disfrutaban libertad. Prometieron finalmente que alguno de ellos iría a conferenciar con Antíoco. Recibidas estas órdenes, retiráronse Hegesianas y Lisias. Fueron llamados en seguida los embajadores de las naciones y ciudades, manifestándoles las resoluciones del Consejo. Dióse libertad a los macedonios llamados orestes, porque durante la guerra se habían unido a los romanos, e igual gracia concedióse a los perrhebianos, dolopos y magnetas. Además de la libertad, obtuvieron los tesalianos que se unieran a su territorio los aqueos ftiotas, exceptuando Tebas, Farsalia y Leucades, que reclamaron los etolios en virtud del primitivo tratado, pero que el Consejo no quiso entregarles, dejando el asunto a la definitiva resolución del Senado, y permitiendo solamente a los focenses y locrenses formar, como antes de la guerra, un solo Estado con los etolios. Devolvióse a los aqueos Corinto, Trifilia y Herea. Los diputados deseaban dar a Eumenes Orea y Eretria, pero Flaminio no opinó así, y por tal razón el Senado concedió también la libertad a estas ciudades, y la de Carista obtuvo igual privilegio. Dieron a Pleurates Lychnis y Parthina, dos ciudades que pertenecían a la Iliria, pero que se hallaban bajo la dominación de Filipo. Finalmente, quedaron en poder del rey Aminandro todos los fuertes que había conquistado en el transcurso de la guerra contra el rey de Macedonia.

Así arregladas las cosas, partieron cada uno de los diputados para las ciudades a que debían conceder libertad. Publio Léntulo fue a Bargilia; Lucio Stertinio a Hefestia, a Tasos y a las ciudades de Tracia; Publio Villio y Lucio Terencio a conferenciar con Antíoco, y Cneo Cornelio a ver a Filipo, que encontró en Tempé, manifestándole las órdenes que para él había recibido, y aconsejándole que despachase embajadores a Roma para que no se sospechase que difería hacerlo por esperar la llegada de Antíoco. Prometió el rey que irían inmediatamente, y Cornelio regresó a la asamblea que los griegos celebraban en las Termópilas.

Pronunció en ella largo discurso exhortando a los etolios a persistir en el partido que habían tomado, y a no romper su alianza con Roma. Escuchó también sus quejas. Dolíanse unos, con atenta y moderada frase, de no haberse dado a Etolia participación alguna en el feliz éxito de la guerra, y de que los romanos faltaban a lo acordado con ellos; otros aseguraron descaradamente que sin los etolios no hubieran pisado los romanos la Tracia, ni, por consiguiente, vencido a Filipo. No creyó oportuno Cornelio contestar a todas estas quejas, aconsejando a los descontentos que acudieran al Senado, y prometiéndoles que se les haría justicia. El consejo fue aceptado. Así terminó la guerra contra Filipo.


Capítulo IX

Apetencias de Antíoco.

Deseaba con vehemencia el rey Antíoco apoderarse de Éfeso por la posición favorable de esta ciudad, situada como ciudadela para atacar por mar y tierra la Jonia y las ciudades del Helesponto, y frente a Europa como baluarte natural para proteger contra ella los Estados de Asia…

Todo contribuía a favorecer los deseos de Antíoco, y ya había penetrado en la Tracia cuando Cornelio desembarcó en el puerto de Selimbria con la misión del Senado de negociar la paz entre Antíoco y Ptolomeo.


Capítulo X

Conferencia mantenida en Lisimaquia entre el rey Antíoco y los embajadores romanos.

Por entonces (197 años antes de J. C.) llegó al Helesponto Publio Léntulo acompañado de otros diez desde Bargilio, y Lucio Terencio con P. Villio desde Tasso; y habiendo hecho saber rápidamente a Antíoco su llegada, en pocos días se reunieron todos en Lisimaquia, adonde acudieran también Hegesianax y Lisias, que habían sido enviados a Flaminio por este tiempo. En las conferencias privadas que tuvo el rey con los romanos, todo se redujo a urbanidades, nacidas al parecer de la sinceridad; pero cuando ya en pública asamblea se vino a tratar del asunto, las cosas tomaron muy diverso aspecto. Lucio Cornelio solicitaba que Antíoco cediese a Ptolomeo todas las plazas que acababa de arrebatar en el Asia; y hacía los más vivos esfuerzos para que evacuase asimismo las que habían pertenecido a Filipo, llamando para esto a los dioses por testigos. Cosa de risa, manifestaba, sería que Antíoco acabase llevándose el fruto de una guerra que los romanos han hecho contra Filipo. Le aconsejaba también que no tocase a las ciudades libres. En una palabra, dijo que extrañaba con qué motivo hubiese pasado a la Europa con dos ejércitos tan poderosos de mar y tierra; que la intención no podía haber sido otra, si se había de pensar con justicia, que la de atacar a los romanos. Dicho esto, calló Cornelio.

Antíoco, ante todo, respondió que no conseguía comprender con qué derecho le disputaban los romanos el dominio de las ciudades del Asia; pues esto más bien le estaba a cualquiera otro, que no a ellos. Después de haberles pedido que con ningún pretexto se mezclasen en los asuntos del Asia, así como él tampoco se mezclaba en los de Italia, dijo: «Si he pasado a la Europa con ejército, ha sido para recobrar las plazas del Quersoneso y de la Tracia, sobre las que nadie puede pretender el mando con mejor derecho. Estos pueblos fueron en sus principios de la dominación de Lisímaco; pero vencido éste en batalla por Seleuco, pasaron con todo su reino al vencedor por derecho de conquista. En los tiempos siguientes, mis mayores, distraídos con otros cuidados, dejaron a Ptolomeo y Filipo que sucesivamente sustrajesen y se apropiasen estos países; por eso yo ahora no los tomo abusando de la situación en que se halla Filipo, sino los recobro aprovechándome de la ocasión que se me presenta. En establecer y repoblar la ciudad de los lisimaquios, arrojados de su patria injustamente por los traces, no hago injuria a los romanos. Mi ánimo en esto no es provocar a Roma, sino prevenir una corte para mi hijo Seleuco. Las ciudades libres del Asia, si han de gozar de libertad, no ha de ser por mandato de los romanos, sino por liberalidad mía. Por lo que respecta a las diferencias de Ptolomeo, yo las ajustaré a satisfacción suya. Tengo decidido no sólo contraer con él alianza, sino añadir a ésta los vínculos del parentesco.» A estas palabras L. Cornelio fue de parecer que se llamase a los lampsacenos y smirneos y se les diese libertad para hablar. Efectivamente, así se hizo. Se presentaron en nombre de los primeros Parmenión y Pitodoro; y por los segundos Coerano. Viendo la libertad con que éstos hablaban, el rey, indignado de tener que dar razón ante los romanos de los cargos que le hacían, interrumpió a Parmenión diciendo: «Basta; no me acomoda que los romanos sean jueces de estas diferencias, sino los rodios.» Y con esto se disolvió la conferencia, sin haber quedado en nada.
Resueltos se hallaban en último extremo a acudir a los romanos, poniendo a disposición de esta República su ciudad y sus personas.


Capítulo XI

Muerte de Scopas el Etolio en Alejandría, igualmente trágica que la de Cleomenes el Lacedemonio, mas no tan gloriosa.- Ciertamente, quien mal anda, mal acaba.- Proclamación del rey Ptolomeo durante su infancia.

Muchos anhelan al valor y a las acciones gloriosas, pero pocos se atreven a emprenderlas. Scopas tuvo sin duda mejores proporciones que Cleomenes para probar fortuna e intentar una acción esforzada. Éste, sorprendido por sus enemigos, se vio reducido únicamente a las esperanzas de sus domésticos y amigos; mas con todo no desesperó, probó todos los medios que lo fueron dables, y prefirió una muerte gloriosa a una vida deshonrada. Pero Scopas por el contrario, a pesar de haber tenido en su apoyo una poderosa tropa de soldados, no obstante de haber alcanzado una ocasión tan oportuna como la minoridad de un rey, se dejó, sin embargo, prevenir por andarse en dilaciones y consultas. Efectivamente, así que supo Aristomenes que reunía en su casa a los amigos para consultar sobre lo que se había de hacer, envió allá algunos escuderos, y le llamó de parte del rey al Consejo. Este solo aviso desconcertó de tal forma las ideas de Scopas, que ni se atrevió a dar un paso más en lo empezado, ni obedeció al llamamiento del rey, que fue hasta donde pudo rayar la imprudencia. Aristomenes, que conoció la falta de consejo que allí existía, manda rodear su casa con soldados y elefantes, y envía a Ptolomeo hijo de Eumenes con una tropa de jóvenes para que le traigan suelto si obedece la orden, y si no, por fuerza. Ptolomeo se dirige allá y le notifica el mandato del rey. Scopas al principio, sin atender a lo que le decían, se queda mirando atentamente a Ptolomeo por largo rato, en ademán de quien amenaza y extraña la osadía. Ptolomeo se aproxima decidido y le coge de la capa. Scopas pide ayuda a los presentes. Pero como uno de los muchos jóvenes que habían entrado dijese que la casa se hallaba rodeada por fuera, cedió a la necesidad, y se encaminó con sus amigos al Consejo. Así que entró en el Senado entabló el rey la acusación en breves, palabras; prosiguióla Polícrates que acaba de llegar de Chipre, y la concluyó Aristomenes. Todos los cargos se redujeron a los mismos que ya hemos indicado; únicamente se agregó la reunión de amigos en su casa y la desobediencia al llamamiento del rey. Por estos capítulos le condenaron no sólo todos los que componían el Consejo, sino también los embajadores de las naciones extranjeras que se encontraban presentes. Porque Aristomenes, que era el que le había de acusar, había traído consigo, a más de otros muchos ilustres griegos, a los embajadores etolios que habían venido a negociar la paz, entre quienes estaba Dorimaco, hijo de Nicostrato. Tras haber hablado los acusadores, Scopas tomó la palabra e intentó alegar algunas excusas; pero eran tan repugnantes a la razón que se desatendió cuanto dijo. Entonces fue metido en la cárcel con sus amigos. Llegada la noche, Aristomenes hizo morir con un veneno a Scopas, sus parientes y todos sus secuaces. Dicearco perdió la vida en los tormentos y azotes, castigo conveniente a los crímenes que había cometido en conjunto contra toda la Grecia. Éste era aquel Dicearco a quien Filipo, cuando se propuso atacar contra la fe de los tratados las islas Ciclades y las ciudades del Helesponto, encomendó el mando de toda la armada y dio la dirección de toda la empresa. Éste, aquel que enviado a una expedición tan evidentemente impía, no tan sólo no hizo escrúpulo de una comisión tan torpe, sino que por un exceso de insolencia pensó aterrar los dioses y los hombres. Éste, en fin, aquel que arribado al puerto levantó dos altares, el uno en honor de la Impiedad, y el otro de la Injusticia; sacrificó sobre ellos y adoró estos simulacros como si fueran deidades. Con razón, pues, los dioses y los hombres le dieron el merecido castigo. Justo es que el que se propone violar las leyes de la naturaleza, no muera de su muerte natural. El rey dio licencia para que los demás etolios que quisiesen, se retirasen a sus patrias con todos sus efectos.

La avaricia fue lo que más sobresalió en Scopas durante su vida. Efectivamente, por lo que hace a la codicia, no hubo persona a quien no llevase mucha ventaja. Pero ésta se hizo más pública cuando después de su muerte se vio la gran cantidad da oro y alhajas que se hallaron en su casa. Fomentada su pasión con la ignorancia y la embriaguez, no dejó absolutamente arca por abrir en todo el reino.

Después de sosegado el motín de los etolios, los cortesanos dispusieron al momento hacer la proclamación del rey (197 años antes de J, C.). Es cierto que no tenía la edad competente; pero presumían que después que fuese público que el rey despachaba por autoridad propia, el reino recobraría su tranquilidad y el gobierno iría siempre a mejor. Hechos por todas partes grandes preparativos, se celebró aquel acto con la magnificencia propia del reino. Se creyó comúnmente que Polícrates había contribuido grandemente a este propósito. Este personaje, desde el tiempo del padre del rey, a pesar de que era joven entonces, había logrado la primera aceptación de palacio por su probidad y bellas acciones. La misma reputación obtenía bajo el rey actual. Este crédito lo había adquirido porque habiéndosele encomendado en tiempos muy peligrosos y revueltos el mando de la isla de Chipre, y el cobro de todas sus rentas, no sólo la había conservado, sino que había reunido sumas considerables de dinero que trajo al rey al regreso, después de haber entregado el gobierno de la isla a Ptolomeo el Megalopolitano. Por este motivo fue recibido en la corte con gran aplauso, y llegó a poseer en la consecuencia grandes riquezas; pero avanzado en edad, se entregó a todo género de deshonestidades y desórdenes, vicios en que asimismo incurrió en la vejez Ptolomeo, hijo de Agesandro. Pero cuando llegue la ocasión no tendremos reparo en referir las torpezas que estos personajes cometieron en el tiempo de su prosperidad.