Historias
Polibio de Megalópolis
Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.
Historias
Tomo I (Libros 1 a 4)
Tomo II (Libros 5 a 14)
Tomo III (Libros 15 a 40)
Libro 15 — Libro 16 — Libro 17 — Libro 18 — Libro 19 — Libro 20 — Libro 21 — Libro 22 — Libro 23 — Libro 24 — Libro 25 — Libro 26 — Libro 27 — Libro 28 — Libro 29 — Libro 30 — Libro 31 —Libro 32 — Libro 33 — Libro 34 — Libro 35 — Libro 36 — Libro 37 — Libro 38 — Libro 39 — Libro 40
Ir a la biblioteca de textos clásicos
Libro decimosexto
Capítulo primero
Filipo en Pérgamo.
Así que hubo llegado este príncipe a Pérgamo, pensando que no podía escapársele Attalo, cometió todo género de crueldades, dando rienda suelta a su cólera, más contra los dioses que contra los hombres. Irritado porque los defensores de Pérgamo, aprovechando la buena situación de sus posiciones, triunfaban siempre en las batallas parciales, y porque a causa del buen orden establecido por Attalo nada podía saquear en los campos, descargó la ira contra las estatuas y templos de los dioses, con lo que en mi opinión causó más daño a su honor que al rey de Pérgamo, pues no sólo incendió el templo y derribó los altares, sino hasta ordenó romper las piedras por temor de que sirvieran para reedificarlos. Destruido el Niceforium, taló el bosque sagrado, arrancó el recinto, arruinó hasta los cimientos de muchos otros templos de gran belleza, y fue primero a Tiatira, después a la llanura llamada Tebas, donde creía apoderarse de inmenso botín, y sin poder llevar nada se trasladó a Hiera-Coma. Desde allí pidió a Zeuxis que le enviase víveres y socorros convenidos en la alianza que habían pactado. Este sátrapa simuló cumplir los artículos del tratado, pero en realidad lo que menos deseaba era aumentar la fuerza y poder del rey de Macedonia.
Capítulo II
Combate naval junto a Chío entre Filipo, rey de Macedonia, por un lado, y Attalo y los rodios, sus aliados, por otro.- Razones que tiene Filipo para atribuirse la victoria después de vencido.
Filipo, advirtiendo que el asedio no correspondía a su deseo y que los contrarios tenían al ancla muchos más navíos cubiertos, dudaba y no sabía qué partido tomar para el futuro; sin embargo, como el estado presente no diese lugar a la elección, tomó la decisión de irse cuando menos se pensaba. Creía Attalo que persistiría aún más tiempo en la construcción de las minas, cuando de repente se hace a la vela, persuadido a que de esta forma ganaría la delantera al enemigo y regresaría sin peligro a Samos por la costa. Pero se engañó de medio a medio. Porque apenas Attalo y Teofilisco tuvieron indicios de su retirada, se pusieron a darle caza. Como entendían que Filipo persistiría aún más tiempo en el asedio, tuvieron que seguir el alcance sin orden y desunidos. Sin embargo, a fuerza de remo le alcanzaron y atacaron, Attalo el ala derecha que precedía al resto de la armada, y Teofilisco la izquierda. Filipo, apremiado por la necesidad, dio la señal a su derecha para que volviese las proas a su enemigo y se batiese con valor, y él se retiró con las fustas a ciertas isletas que existen en medio del camino, para esperar allí el evento del combate. El número de buques que por su parte entró en la acción se redujo sólo a cincuenta y tres navíos con cubierta, algunos sin ella, y ciento cincuenta embarcaciones menores con las fustas; porque no había podido equipar todos los que tenía en Samos. El de los contrarios se componía de sesenta y cinco navíos cubiertos, contando los que habían enviado los bizantinos, nueve galeotas y tres trirremes.
La batalla empezó por el navío que mandaba Attalo, y todos los que estaban inmediatos acometieron sin otra señal. Attalo atacó una octirreme, y la dio a flor de agua tan mortal choque por la proa, que por más resistencia que hicieron los que se hallaban sobre la cubierta para defenderla, al fin se fue a pique. La decenreme de Filipo, que era la almirante, cayó en poder del enemigo por un accidente bien extraordinario. Se le metió por debajo una galeota, y atravesándola con un violento golpe en medio del casco por bajo del banco de los remeros Thranitas, quedó asida, sin que el piloto pudiese contener el ímpetu de la embarcación. Colgada, digámoslo así, la galeota de la decenreme, incomodaba e imposilitaba a ésta toda maniobra. En este momento dan sobre ella dos quinquerremes, la traspasan por ambos costados y la hunden con la tripulación que la ocupaba, en la cual estaba Demócrates, jefe de la armada de Filipo. En el transcurso de este tiempo Dionisodoro y Dinócrates, hermanos y jefes de la escuadra de Attalo, vienen a las manos, el uno con una septirreme y el otro con una octirreme, y corren gran riesgo en la contienda. Dinócrates se empeñó con la octirreme, y como tenía levantada la proa de su buque, recibió el golpe de parte afuera del agua; pero habiendo él atravesado con el espolón a la nave contraria por bajo del agua, al principio no podía desasirse, por más diligencias que hacía por la popa para recular; de suerte que con la vigorosa defensa que hacían los macedonios, venía a estar en el último apuro. Mas habiendo llegado Attalo a su socorro y chocado contra la nave macedonia, rompió la trabazón que entre sí tenían los dos buques, con lo que Dinócrates se salvó del peligro como por milagro. Toda la tripulación de la nave enemiga, a pesar de los esfuerzos de valor que hizo, fue pasada a cuchillo, y el buque, falto de defensores, cayó en poder del enemigo. Por lo que hace a Dionisodoro, en el momento que iba a dar sobre una nave contraria para atravesarla con el espolón, erró el golpe, y precipitándose entre los enemigos, perdió los bancos de remeros del costado derecho y las vigas sobre que estaban construidas las torres. Con este accidente se vio rodeado por todas partes de contrarios, los cuales con grande alboroto y algazara echaron a pique la nave con toda la tripulación, menos él y otros dos que se salvaron a nado en una galeota que venía en su socorro.
En el resto de buques se luchaba con igual fortuna por ambas partes. Porque si Filipo excedía en embarcaciones menores, Attalo era superior en navíos cubiertos. En el ala derecha de Filipo el combate se hallaba en tal estado, que aunque la victoria estaba aún indecisa, las disposiciones todas se inclinaban más a favor de Attalo. Los rodios, aunque a su primera salida del puerto se vieron muy separados de los enemigos, con todo, como les aventajaban en la velocidad de navegar, en breve alcanzaron su retaguardia. Al principio se contentaron con atacar por la popa los navíos que se retiraban, y destrozarles los remos. Pero desde que los de Filipo hubieron acudido al socorro de los que estaban en peligro, y la parte de escuadra rodia que últimamente había salido del puerto se hubo incorporado con Teofilisco, ordenadas de frente las proas de los navíos, se vino a las manos con vigor de una y otra parte, animándose mutuamente al son de las trompetas y de la algazara. Si los macedonios no hubieran puesto sus fustas entremedias de los navíos cubiertos, rápida y fácilmente hubiese terminado la contienda. Pero estas embarcaciones frustraban los esfuerzos de los rodios de muchos modos. Porque desde que las dos armadas perdieron el orden que habían tomado al principio, todos quedaron mezclados unos con otros; de suerte que ni se podía con facilidad correr por medio de las líneas, ni virar a un lado ni a otro, ni hacer absolutamente uso de las propias ventajas; porque estas fustas, dejándose caer unas veces sobre los remos, imposibilitaban maniobrar a los remeros; otras acometiendo por la proa y tal vez por la popa, no dejaban al piloto ni a la chusma ejercer sus ministerios. Si chocaban con la proa de frente, no era casual e impremeditadamente. Porque situado de esta forma el buque, ellos recibían el golpe por fuera del agua, al paso que atravesaban por bajo con el espolón al del enemigo, de cuyo golpe quedaba inservible. Bien que los rodios entraban rara vez en este género de pelea, y rehusaban del todo estos encuentros, porque los macedonios, una vez venidos a las manos a pie firme sobre las cubiertas, se defendían con esfuerzo. Lo normal era inutilizar y hacer pedazos los remos de las naves contrarias, corriendo por entre las líneas, y dar vueltas de una parte a otra, para atacar a éste por la popa y a aquel por el costado mientras se revolvía, con lo que atravesaban a unos y rompían a otros alguna pieza de las necesarias. Con este género de combate inutilizaron un gran número de navíos macedonios.
Las que más se distinguieron en esta acción fueron tres quinquerremes de los rodios. Teofilisco mandaba la primera, que era la capitana; Filostrato estaba al frente de la segunda, y Autolico gobernaba la tercera, en la que iba Nicostrato. Ésta atacó una nave enemiga, y le dejó clavado el espolón en el casco, de cuyo golpe se hundió con toda la tripulación. Autolico entonces, viendo que su nave hacía agua por la proa, y que la rodeaban los contrarios, al principio se defendió con valor, pero gravemente herido, cayó al fin en el mar con sus armas, y toda su gente pereció después de una generosa resistencia. En este momento viene a su socorro Teofilisco con tres quinquerremes, y aunque no le fue posible salvar el buque por estar ya lleno de agua, con todo, traspasa dos navíos enemigos y lanza afuera a los que los defendían. Rodeado poco después de muchas fustas y algunas naves cubiertas, perdió la mayor parte de su gente después de una bizarra resistencia; pero él, a pesar de haberle precipitado su arrojo en lo más vivo de la acción, donde recibió tres heridas, finalmente salvó, aunque con trabajo, su quinquerreme, con la ayuda de Filostrato, que generosamente vino a ponerse de su parte. Reunido después con su armada, volvió a la carga contra el enemigo con nuevo empeño, es cierto que decaído de fuerzas con las heridas, pero con más generosidad de espíritu, más gloria y más presencia de ánimo que antes. En fin, hubo en esta jornada dos acciones navales, bien distantes la una de la otra. Porque el ala derecha de Filipo, como se propuso desde el principio seguir siempre la costa, no se alejó mucho del Asia; y la izquierda, como tuvo que volver al socorro de su retaguardia, vino a las manos con los rodios no lejos de Chío.
Ya Attalo, seguro de la victoria en el ala derecha, se iba aproximando a aquellas isletas donde Filipo esperaba al ancla el resultado de la batalla; cuando advirtiendo en una de sus quinquerremes, que desbaratada fuera del combate procuraban echar a pique los contrarios, fue en su socorro con dos cuadrirremes. El ver que el buque enemigo emprendía la huida y se iba retirando hacia la costa, dio más ánimo al rey para seguir el alcance y apoderarse de la quinquerreme. Mas Filipo, cuando ya le vio bien separado de los suyos, toma cuatro quinquerremes, tres galeotas y las fustas que tenía muy cercanas, se dirige allá, corta al rey la comunicación con su armada y le obliga a lanzar sus buques sobre la costa por salvar la vida. Attalo se retiró a Erythras con la marinería; los navíos y todo el equipaje real cayó en poder de Filipo. No fue casual e impremeditadamente el haber desplegado los de Attalo en esta ocasión lo más precioso de la recámara del rey sobre la cubierta del navío; porque de este modo los primeros macedonios que se aproximaron, viendo un gran número de vasos, un vestido de púrpura y otros muebles proporcionados a éstos, desistieron del alcance, se detuvieron en el pillaje, y con esto dieron tiempo para que Attalo se retirase sin peligro a Erythras. Filipo, aunque vencido enteramente en la batalla, con todo, envanecido con esta ventaja sobre Attalo, volvió a alta mar, hizo todos los esfuerzos por reunir sus naves y exhortó las tropas a tener buen ánimo, pues habían salido vencedoras. La mayoría, como vieron a Filipo traer atada a la suya la nave real, creyeron con algún fundamento que Attalo había muerto. Dionisodoro, conjeturando lo que había ocurrido a su rey, levantó la señal para que se reuniesen sus navíos, y después de juntos se retiró sin riesgo a los puertos de Asia. En este momento los macedonios, que luchaban con los rodios, y que ya se veían malparados, se lanzaron fuera del combate unos tras otros, bajo el pretexto de acudir con diligencia al socorro de los suyos. Con esto los rodios, ligadas a las suyas algunas de las naves enemigas, y destrozados los espolones de otras, se retiraron a Chío.
Filipo perdió en el combate contra Attalo una galera de diez órdenes de remos, una de nueve, una de siete, una de seis, diez navíos cubiertos, tres galeotas y veinticinco fustas con toda la gente que tripulaba estos buques. A más de esto, los rodios le hundieron diez navíos con puente, cuarenta fustas, y le capturaron dos cuadrirremes y siete bergantines con sus dotaciones. De parte de Attalo la pérdida se redujo a una galeota, dos quinquerremes y el navío en que iba el rey; de parte de los rodios, a dos quinquerremes y dos trirremes, pero no se les apresó ninguna. De los rodios perecieron sesenta hombres, y de los de Attalo, setenta; pero de los de Filipo tres mil macedonios y seis mil soldados navales. Se hicieron prisioneros, entre aliados y macedonios, hasta dos mil hombres, y setecientos egipcios. Tal fue el éxito de la batalla naval dada junto a Chío.
Filipo se atribuyó la victoria por dos motivos: el uno, porque habiendo hecho arrojarse a Attalo sobre la costa, se había apoderado de su nave; el otro, porque habiendo fondeado en el promontorio Argenno, en cierta forma había quedado por suyo el campo donde estaban los restos navales. A consecuencia de esto, recogió al día siguiente las ruinas del naufragio, y dio sepultura a cuantos se pudieron reconocer de los suyos. Todo esto lo hacía para confirmar al pueblo en la opinión de que había vencido; pues él estaba persuadido de lo contrario, como poco después se lo hicieron ver los rodios y Dionisodoro. Porque al día siguiente, mientras él se hallaba aún ocupado en esto, con el aviso que uno a otro se dieron, vinieron contra él, le presentaron sus escuadras, y visto que nadie se les ponía delante, regresaron a Chío. Filipo estaba penetrado de dolor en ver que jamás… ni por tierra ni por mar había perdido tanta gente en un solo día, de modo que este contratiempo había disminuido grandemente sus primeros fuegos; bien que en el exterior procuraba disimular de todas formas su pesar, aunque los resultados mismos le desmentían. Pues sin hacer mención de otros, el estado de la armada después de la batalla daba horror a cualquiera que la veía. La mortandad había sido tanta, que en el transcurso de la acción se había cubierto todo aquel mar de cadáveres, sangre, armas y fragmentos de navíos; y en los días siguientes no se veía sobre aquellas costas sino un horrible y mezclado cúmulo de todas estas cosas: espectáculo que no sólo a Filipo, sino a todos los macedonios, tenía en una confusión extrema.
Teofilisco, en el solo día que sobrevivió a la batalla, escribió a su patria el acontecimiento y sustituyó en su lugar a Cleoneo por jefe de las tropas, con lo cual murió de sus heridas. Este personaje, a más de haberse portado como bueno durante el combate, merece nuestro recuerdo por haber sido autor del proyecto. Pues a no haberse atrevido él a llevar las armas contra Filipo, sin duda todos hubieran dejado pasar la ocasión, según el miedo que tenían a su osadía. Pero él fue el primero que empezó la guerra, el que obligó a su patria a aprovecharse de la coyuntura, y el que forzó a Attalo a que, dejándose de dilaciones y preparativos, tomase las armas con vigor y se expusiese al peligro. Por esto con justa razón los rodios, después de su muerte, le otorgaron tales honores que pudiesen servir de estímulo no sólo a los presentes, sino a los venideros, para ser útiles a la patria en sus urgencias.
Capítulo III
Motivo por qué muchos desisten de sus empresas.
¿Qué es lo que hace abandonar nuestros propósitos? Ninguna otra causa más que la naturaleza misma de las cosas. Mientras las miramos de lejos, las magníficas esperanzas que se nos ofrecen nos hacen anhelar aún lo imposible, y este deseo vence a la razón. Pero cuando llegamos a las obras, conocemos las dificultades y obstáculos que habían ofuscado y extraviado al entendimiento, y al punto desistimos ele unos intentos tan temerarios.
Capítulo IV
Infructuosos intentos de Filipo contra la ciudad de Prinasso en el transcurso de su asedio.- Ardid y estratagema de que se vale para tomarla.
Tras de varios ataques que hizo inútiles la fortaleza del pueblo, Filipo levantó el cerco (202 años antes de J. C.), destruyendo de paso los castillos y aldeas de la comarca. Desde allí fue a acampar frente a Prinasso, donde dispuestos rápidamente los cestones y demás preparativos para un asedio, empezó a hacer minas. Advirtiendo que lo pedregoso del terreno frustraba sus esfuerzos, recurrió a esta estratagema. Hacía un gran ruido por bajo de tierra durante el día dando a entender que se trabajaba en las minas; y durante la noche acarreaba tierra y la ponía en las bocas para que se amedrentasen los de la ciudad, infiriendo por el cúmulo su adelantamiento. Efectivamente, aunque al principio mantuvieron con valor el asedio los sitiados, así que Filipo les hubo comunicado que ya tenían socavados doscientos pies de muro, y les hubo preguntado qué preferían más, evacuar la plaza salvas y las vidas, o, quemados los puntales, perecer todos entre sus ruinas, entonces dieron crédito a sus palabras y entregaron la ciudad.
Capítulo V
Ubicación y antigüedades de la ciudad de Iassis.- Estatuas sobre las cuales no cae nieve, y cuerpos que no proyectan sombra.- Sobre aquellos que con pretexto de religión inventan milagros y falsedades.
Se extiende la ciudad de Iassis en un golfo del Asia situado entre el templo de Neptuno de la jurisdicción de los milesios y la ciudad de los mindios. Este golfo se llama corrientemente Bargilietico, tomando el nombre de unas ciudades que se hallan en lo interior del seno. Los naturales se jactan de descender primero de los argivos, y después de los milesios, cuando sus mayores, tras la derrota que sufrieron en la guerra de Caria, admitieron en la ciudad al hijo de Neleo, fundador de Mileto. La magnitud de la ciudad es de diez estadios. Se cuenta, y aún se cree entre los bargilietas, que sobre la estatua de Diana Cindiade jamás cae ni nieve ni agua, no obstante estar al descubierto. El mismo prodigio se refiere entre los iassenses de la imagen de Vesta. No faltan historiadores que han puesto esto por escrito. Pero yo me he empeñado sin saber cómo, por toda mi historia, en contradecir y mirar con desprecio esta clase de maravillas. En mi opinión es una debilidad pueril… dar crédito a cosas que consideradas exceden no sólo los límites de lo probable, sino aún la raya de lo posible. Es preciso tener el juicio enfermo para decir que ciertos cuerpos puestos al sol no proyectan sombra. Con todo, Teopompo afirma que no la hacen todos aquellos que entran en el templo de Júpiter, que se halla en la Arcadia. Ésta es otra paradoja igual a la anterior. Mientras los prodigios y milagros pueden contribuir a conservar en el pueblo el respeto a la divinidad, merecen alguna indulgencia los escritores; pero pasando de aquí, se hacen imperdonables. Confieso que es difícil encontrar el medio de las cosas, pero no es imposible. Y así, si se ha de estar por lo que diga, hasta cierto punto es excusable la ignorancia o la credulidad; mas llegando al exceso, es intolerable.
Capítulo VI
Nabis.
Anteriormente hemos visto de qué modo gobernaba este tirano de Lacedemonia, cómo luego de expulsar a los ciudadanos y de emancipar a los esclavos, hizo que éstos contrajesen matrimonio con las esposas e hijas de sus señores; hemos visto que todos los que por sus crímenes habían sido desterrados de otras naciones, encontraban asilo sagrado en Esparta, que se convirtió en guarida de malvados. Veamos ahora cómo por entonces, aunque aliado de los messenios, de los elenos y de los etolios, y comprometido por juramentos y tratados a socorrerlos si eran atacados, despreciando obligación tan solemne, osó cometer contra Messena la más negra perfidia.
Capítulo VII
Sobre los historiadores rodios Zenón y Antístenes.
Referido por algunos historiadores de acaecimientos particulares antes que por mí lo sucedido en esta época a los messenios y sus aliados, fácilmente puedo manifestar ahora mi opinión. No hablaré de todos estos historiadores, sino de los más importantes y célebres. Entre ellos existen dos rodios, Zenón y Antístenes, y por más de una razón merecen nuestra atención, pues son autores contemporáneos, han gobernado la República, y al escribir no lo hicieron por miras interesadas, sino por honor y otros motivos dignos de su rango. Debo hablar de ellos porque trataron los mismos asuntos que yo, y si no previniese al lector alucinado por la celebridad de la República rodiana y su fama especial en todo lo marítimo, cuando mi narración no esté de acuerdo con la de aquellos historiadores, podrían considerar ésta más fidedigna que la mía. Veamos si deben hacerlo así.
Ambos afirman que el combate naval dado junto a la isla de Lade fue más empeñado y sangriento que el que se libró a la altura de Chío, y agregan que los detalles de la acción, el éxito y, en una palabra, el honor de la victoria corresponde a los rodios. Comprendo que debe tolerarse en los historiadores la inclinación a honrar su patria; pero no conviene abusar de esta tolerancia hasta el punto de manifestar lo contrario de lo que realmente sucedió, no siendo pocas las faltas que por la imperfección humana se cometen. Si por amor a nuestra patria o cariño a nuestros amigos, o por reconocimiento referimos de intento acontecimientos falsos o imaginarios, ¿en qué nos diferenciaremos de los historiadores asalariados que ponen su pluma a merced de quien la paga? El conocido interés que éstos tienen en mentir hacen sus obras despreciables. ¿Serán las nuestras más estimadas al saberse que las dicta el cariño o el odio? Defecto es éste contra el cual el lector ha de estar en guardia, y que los historiadores deben evitar con cuidado. Zenón y Antístenes han incurrido en él. He aquí la prueba. Ambos están de acuerdo, al referir los detalles de la batalla, que el enemigo capturó dos galeras de rodios, con sus tripulaciones; que otra abierta y en peligro de naufragar, para salvarse desplegó la vela y salió a alta mar; que lo mismo hicieron muchas más, y que al verse el almirante casi abandonado imitó dicho ejemplo; que arrojados todos estos barcos a la Mindia abordaron al día siguiente en la isla de Cos, a través del enemigo; que éste ató las galeras de los rodios a sus barcos, y que desembarcando en Lade alojáronse en el campamento rodio; finalmente, que asustados los milesianos por tal acaecimiento, no sólo coronaron a Filipo, sino también a Heráclidas. Descritos estos datos de completa derrota, ¿cómo afirman que los rodios lograron la victoria? Hácenlo, no obstante, a pesar de una carta escrita al Consejo y a los pritanios por el mismo almirante después del combate, carta que aún se conserva en el Pritaneo, que está totalmente de acuerdo con nuestra narración de la jornada de Lade, y que desmiente cuanto Zenón y Antístenes han referido.
Ambos historiadores cuentan en seguida el insulto hecho a los messenios con infracción de los tratados. Manifiesta Zenón que Nabis, al salir de Laccdemonia, cruzó el Eurotas, y siguiendo el arroyo llamado Hoplites, fue por el Sendero Estrecho a Polasión, y desde allí a Sclasia, desde donde por el camino de Farés y Talamos llegó a Pamisa. ¿Qué diremos de esta marcha? Es igual a la de un hombre que para ir de Corinto a Argos atravesara el istmo, fuese a las rocas Scironienses y desde allí, siguiendo el Contoporo y pasando por las tierras de Micenas, penetrara en Argos; porque todos estos sitios no sólo están alejados entre sí, sino en situación completamente opuesta, siendo imposible ir de Corinto a Argos por este camino, tan imposible como el que Zenón hace recorrer a Nabis, porque el Eurotas y Selasia están al Oriente de Lacedemonia, y Talamos, Farés y Pamisa a Poniente, de modo que para ir de Talamos a Messena ni se pasa por Selasia, ni se cruza el Eurotas.
Asimismo dice Zenón que Nabis salió de Messena por la puerta de Tegea, lo cual es un error burdo; porque para ir de Messena a Togeo se pasa por Megalópolis y no puede haber en Messena una puerta que se llame de Tegea. El error de Zenón consiste en que en Messena existe una puerta que se llama Tegeática, por la cual salió Nabis de la ciudad para regresar a Laconia: el nombre de Tegeática hace creer a este historiador que Tegea se hallaba próxima a Messena, siendo así que para ir de esta ciudad a la Tegeática hay que atravesar toda la Laconia y el territorio de Megalópolis.
Otro error de Zenón consiste en decir que el Alfeo, ocultándose bajo tierra a poco de su nacimiento, corre largo trecho, no reapareciendo en la superficie hasta cerca de Licoa, en Arcadia. Cierto es que este río desaparece a corta distancia de su origen, pero sale de nuevo a los diez estadios, y atraviesa toda la campiña de Megalópolis: riachuelo al principio, aumenta al paso el caudal de aguas, regando majestuosamente doscientos estadios de esta campiña. Creciendo después con la afluencia del Lisius, es en Licoa muy profundo y rápido…………..
(texto perdido en el tiempo)
………….. Estos errores son excusables y los perdono a los citados historiadores. Incurren en los últimos por desconocer la comarca a que se refieren, y alteran la derrota de Lade por amor a la gloria de su patria. Mas comete Zenón otra falta que apenas se puede dispensar, cual es la de apreciar menos el estudio y arreglo de los sucesos que la elegancia y belleza del estilo, vanagloriándose con frecuencia, cual lo han hecho otros célebres historiadores, de distinguirse en esta cualidad. Creo que se deben aplicar a la historia las bellezas que le convienen, y que así será más útil e interesante; pero ningún escritor sensato estimará en primer término la elegancia del estilo, habiendo otras condiciones en la historia merecedoras de mayor atención y de más gloria para quien con feliz éxito las realiza. Así opinará todo escritor de buen juicio, y explicaré mi pensamiento con un ejemplo.
Refiriendo Zenón el sitio de Gaza y la batalla dada por Antíoco a Scopas en la Celosiria, cerca de Pavión, tanto cuidó de adornar su relato, que un retórico deseoso de lucir sobre el mismo asunto su elocuencia no llegaría al historiador; pero al mismo tiempo descuidó este hecho hasta el extremo de aparecer superficial e ignorante. Véase cómo describe el orden de batalla de Scopas. La falange, dice, se hallaba con alguna caballería en el ala derecha al pie de la montaña, y el ala izquierda con toda la caballería que la apoyaba, en la llanura. Al rayar el día mandó Antíoco a su hijo mayor con un destacamento para ocupar las alturas que dominaban al enemigo, y él con el resto del ejército, ya de día, cruzó el río, ordenó sus tropas en la llanura y puso la falange en una sola línea, oponiéndola al cuerpo de batalla del contrario. Distribuyó la caballería, parte en el ala izquierda, parte a la derecha de la falange. En este lugar estaban los jinetes acorazados al mando del hijo menor de Antíoco. Los elefantes, puestos al frente y a alguna distancia de la falange, estaban al mando de Antipates de Tarento. Por intervalos entra los elefantes había muchos arqueros y honderos. El rey con su caballería favorita y con sus guardias situóse detrás de los elefantes. Así ordenado el ejército, agrega Zenón, Antíoco el joven, que como hemos mencionado se hallaba en la llanura frente al ala izquierda de los enemigos con los coraceros, cargó sobre la caballería que mandaba Ptolomeo, hijo de Aeropo, y que los etolios habían colocado en la llanura en el ala izquierda, la batió y persiguió a los fugitivos. Zenón dice acto seguido que ambas falanges vinieron a las manos, y que la lucha fue ruda y tenaz. ¿Cómo no advierte que era imposible la pelea entre ambas falanges sin que los elefantes, arqueros, honderos y los caballos que entre ellas había hubiesen evacuado el terreno? Añadiré que cuando la falange macedónica, rota por los etolios, quedó fuera de combate, los elefantes, amparando a los fugitivos y cargando a los contrarios, causaron en éstos gran desorden; pero mezcladas las falanges, ¿cómo podían distinguir los elefantes entre los que aplastaban quiénes eran del ejército de Antíoco y quiénes del de Scopas? Manifiesta, además, que la caballería etolia, poco acostumbrada a ver elefantes, se espantó en el transcurso de la contienda; cosa imposible, porque el mismo Zenún agrega que la caballería del ala derecha nada sufrió, y que la de la izquierda había sido puesta en fuga por el hijo menor de Antíoco: ¿qué caballería fue, pues, la que espantaron los elefantes? ¿Y qué fue del rey, a quien en ninguna parte se ve? ¿Qué hizo en la batalla? ¿Qué servicio prestó el hermoso cuerpo de caballería e infantería reunido junto a su persona? ¿Qué hizo el mayor de los hijos de Antíoco después de ocupar las alturas con un destacamento? Ni vuelve al campo después del combate, ni se cuida de tal cosa. Zenón dice que ambos hijos siguieron al rey, y sólo fue uno quien le acompañó. ¿Cómo se explica que Scopas sea el primero y el último en abandonar la lucha? De dar crédito al citado historiador, apenas vio este general a la caballería de Antíoco el joven, de regreso de perseguir a los fugitivos, cargar por retaguardia su falange, desesperando vencer, inició la retirada; pero en otro lugar nos dice que al ver Scopas la falange rodeada por los elefantes y la caballería, juzgó perdida la batalla y se retiró. ¡Qué daño hacen a los historiadores faltas tan palpables y contradicciones tan manifiestas! Ambición digna de hombre honrado es la de esforzarse por distinguirse en todas las condiciones propias de una historia; pero de no ser esto posible, debe preferirse lo más importante y necesario. Doy este consejo porque advierto que en las demás artes y ciencias se atiende, como en la historia, especialmente a lo que más brilla y halaga la imaginación, desdeñando lo verdadero y útil. Objeto son de alabanza y admiración tales escritos, y no obstante, son los que menos trabajo cuestan y los que menos honran. Con los pintores atestiguo.
Por lo demás, he escrito a Zenón advirtiéndole los mencionados errores de su geografía, por no ser propio de persona bien nacida aprovecharse de las faltas de otros para adquirir reputación a costa ajena, a pesar de que el procedimiento sea frecuente. La pública conveniencia exige, en mi concepto, no sólo escribir con el mayor cuidado posible nuestras obras, sino ayudar a los demás a rectificar las suyas. Desgraciadamente mi carta llegó a manos del citado historiador demasiado tarde; su obra era ya de público dominio y nada podía corregirse en ella. Deplorando las faltas cometidas, agradeció mucho mis advertencias. Ruego a los que mi obra leyesen que observen igual conducta conmigo. Condénenme sin misericordia si advierten en alguna parte que mentí de intención o desfiguré la verdad conociéndola; pero sean indulgentes si cometí algún error en algunas cosas por carecer de buenos informes. No es fácil la exactitud completa en la multitud de detalles que abarca obra de tanta extensión cual la presente.
Capítulo VIII
Tlepolemo.
Joven aún, fue honrado con el ministerio en Egipto Tlepolemo, que hasta entonces sirvió en el ejército adquiriendo justa fama. Naturalmente altivo y ávido de gloria, poseía para los negocios muchas buenas y malas cualidades. Esforzado y vigoroso, sabía mandar un ejército, conducir una expedición, enardecer el ánimo de los soldados y llevarles donde deseara; pero resultaba lo menos a propósito posible para los asuntos que exigen estudio y atención, y en especial para los financieros. Su fortuna, por tanto, duró poco, y el reino sufrió en seguida las consecuencias de su prodigalidad. Luego que se vio dueño de los tesoros reales, pasaba casi todos los días jugando a la pelota y disputando con los jóvenes sobre quién brillaría más en los ejercicios militares. Ofrecíales grandes festines, y éstas eran sus tareas y compañías corrientes. En las audiencias sobre los asuntos del Estado repartía a manos llenas y prodigaba tesoros de su señor, dándolos profusamente a los diputados de Grecia, a los artífices de Baco y, sobre todo, a los oficiales del ejército y a los soldados. No sabía negarse a estas dádivas, y pagaba caros los elogios, sin cuidarse de la procedencia. Tal afición aumentó considerablemente sus gastos, pues se le elogió por los beneficios recibidos sin esperarlos, y por los que se esperaban después. Las alabanzas a Tlepolemo se multiplicaban y oían por todas partes; en todos los festines se brindaba a su salud; la ciudad se hallaba cubierta de inscripciones en su honor; en las calles resonaban canciones elevando hasta el cielo su mérito. El desbordamiento de los elogios le ensoberbeció, excitando su pasión a las alabanzas, y para satisfacerla, su liberalidad a los extranjeros y soldados. Las prodigalidades le crearon enemigos en la corte, siendo públicamente censurada su insoportable vanidad, y Sosibo mucho más estimado que él. Este Sosibo portábase efectivamente en sus relaciones con el príncipe con una prudencia impropia de su edad, y con los extranjeros usaba siempre modales dignos de los dos empleos que le habían sido confiados, el de guardián del regio anillo y jefe de la guardia real.
Por entonces regresó de Macedonia a Alejandría Ptolomeo, hijo de Sosibo. Vano por carácter y por las riquezas que su padre había adquirido, aumentó su vanidad en la corte de Filipo, donde imitaba las maneras y trajes de los jóvenes amigos suyos. Creyó ingenuamente que la virtud de los macedonios consistía en vestir y calzar de cierto modo, y se juzgó todo un hombre por lo que había aprendido en Macedonia. A la vuelta miró a los alejandrinos con el mayor desprecio, calificándoles de viles y estúpidos esclavos. No se libró de su desdén Tlepolemo, a quien públicamente desacreditaba. Los cortesanos, indignados al ver los asuntos públicos por tan mal camino, se unieron a él, decididos a no sufrir más que Tlepolemo dispusiera de la Hacienda, no como ministro, sino como heredero. Día por día iba disminuyendo el número de sus amigos, observándose e interpretándose mal todos sus actos y circulando en contra suya duras y amargas frases. Advertido de lo que ocurría, no hizo caso al principio; pero al saber que en ausencia suya se atrevieron a quejarse de su gobierno en público Consejo, convocó irritado una asamblea, dijo en ella que se le calumniaba en secreto, y que él en cambio formulaba contra los calumniadores una acusación ante todo el mundo.
Concluida su arenga, Tlepolemo pidió a Sosibo el regio anillo, y desde entonces dispuso a su gusto de todos los negocios del Estado.
Capítulo IX
Retorno de Publio Escipión a Roma, y su triunfo. – Fallecimiento del rey Sifax.
Poco después del tiempo de que hemos hablado anteriormente, regresó Escipión desde África a Roma (102 años antes de J. C.). La expectación del pueblo fue proporcionada a sus grandes expediciones. La idea que se concibió de este hombre fue magnífica; y la multitud se excedió en demostraciones de afecto hacia su persona. Esto era muy justo, conveniente y puesto en razón. Porque no haber tenido jamás esperanza de arrojar a Aníbal de la Italia ni de alejar aquella tempestad que tenían sobre sí y sobre sus familias, y verse ahora no sólo completamente libres de todo temor y desgracia, sino vencedores de sus enemigos, ciertamente era motivo para hacer excesos de alegría. Pero el día que entró triunfante en la ciudad fue cuando, acordándose de los peligros pasados por la viva imagen de lo que tenían delante, hicieron más demostraciones de gracias para con los dioses y de reconocimiento para con el autor de semejante cambio. Sifax, rey de los masesilios, acompañaba el triunfo con todos los prisioneros, y poco después terminó la vida en la prisión. Finalizado este acto, todo fue en Roma juegos y célebres espectáculos durante muchos días continuos, contribuyendo Escipión a sus gastos con magnificencia.
Capítulo X
Filipo fija en Asia sus cuarteles de invierno.
Al iniciarse el invierno en el que Publio Sulpicio fue elegido cónsul en Roma, Filipo, que se hallaba entre los bargilianos, alarmóse mucho al ver que Attalo y los rodios en vez de licenciar sus fuerzas navales, llenaban los barcos de tropas y tomaban contra él mayores y más vigilantes precauciones que en ningún otro caso. El futuro le alarmaba previendo el peligro que por mar correría al salir de entre los bargilianos. Temía por otra parte, si pasaba el invierno en Asia, no poder defender la Macedonia que amenazaban los etolios y romanos, pues supo las diputaciones enviadas a Roma en contra suya, una vez terminados los asuntos de África. En este conflicto decidió permanecer entre los bargilianos, donde vivió cual hambriento lobo, robando a unos, violentando a otros y adulando a algunos contra su carácter para alimentar el ejército, al cual daba unas veces carne, otras higos, y pocas y en pequeña cantidad pan, provisiones que conseguía o de Zeuxis o de los milesianos, o de los alabandianos o de los magnesianos. Adulador hasta la bajeza con quienes le socorrían, quejábase en alta voz de los que le negaban auxilio, y procuraba vengarse. Por medio de Filocles intrigó con los milesianos, mas su imprudencia hizo fracasar la intriga. Pretextando la necesidad de alimentar su ejército, arrasó la campiña de Alabanda, y no pudiendo sacar trigo a los magnesianos, les quitó los higos, dándoles en recompensa un pequeño territorio.
Capítulo XI
Attalo se dirige a Atenas, después del combate naval que sostuvo contra Filipo, y persuade a los atenienses a aliarse con él contra este príncipe.- Honores que en Atenas se le tributan.
Despacharon los atenienses embajadores al rey Attalo no sólo para agradecerle lo que en su favor había hecho, sino para rogarle que fuese a Atenas y deliberase con ellos sobre el partido que convenía tomar en aquellas circunstancias. Supo pocos días después este príncipe que acababan de llegar al Pireo embajadores romanos, consideró necesario avistarse con ellos y dirigióse inmediatamente a Atenas. Al saber su próxima llegada, acordaron los atenienses la pompa y aparato con que había de recibírsele. Entró en el Pireo y pasó el primer día con los embajadores romanos, quedando muy satisfecho de lo que a éstos oyó sobre la antigua alianza que con él habían hecho y de lo dispuestos que se hallaban a declarar la guerra a Filipo. Al día siguiente subió a la ciudad en compañía de los embajadores romanos, de los magistrados, y seguido de numerosa comitiva, porque no sólo salieron a recibirle magistrados y sacerdotes, sino los ciudadanos con sus mujeres e hijos. Imposible es decir las muestras de benevolencia y de amistad que la multitud prodigó a los romanos y singularmente a Attalo. Entró en el Dipilo con los sacerdotes a la derecha y las sacerdotisas a la izquierda. Todos los templos fueron para él abiertos, rogándole que sacrificara las víctimas dispuestas en todos los altares. Los honores superaron a cuanto los atenienses habían hecho hasta entonces a otras personas en reconocimiento de servicios recibidos, pues dieron el nombre de Attalo a una de sus tribus, igualándole a sus primitivos antepasados, de quienes las tribus tomaban la denominación. Convocóse en seguida una asamblea, citándole para que asistiera; pero negóse, alegando no creer delicado ir a ella a explicar detalladamente sus servicios. Rogósele que diera por escrito lo que juzgaba a propósito en aquellas circunstancias, y escribió una carta que los magistrados mostraron al pueblo y que versaba sobre tres puntos: el primero era detallada explicación de los beneficios que los atenienses habían recibido del rey; el segundo refería lo que él había hecho contra Filipo, y en el último exhortaba a los atenienses a declarar la guerra a este príncipe, jurando participar del odio que animaba a rodios y romanos contra aquel enemigo. Terminaba advirtiéndoles que si desaprovechaban la ocasión y se adherían a cualquier tratado de paz hecho por otros, perjudicaban los verdaderos intereses de su patria. Leída la carta, la muchedumbre por convencimiento de la fuerza de las razones, y más aun por su cariño a Attalo, mostrábase dispuesta a decretar la guerra, cuando los rodios entraron en la asamblea y hablaron largo tiempo de este asunto, decidiendo los atenienses, después de oírles, tomar las armas contra Filipo. Concediéronse también grandes honores a los rodios, entre ellos la corona con que se recompensa la virtud. En prueba del agradecimiento de los atenienses a los rodios por haberles devuelto sus barcos capturados y sus soldados prisioneros, les concedieron iguales derechos a los que gozaban los ciudadanos de Atenas. Efectuado esto, los embajadores rodios se embarcaron, dirigiéndose a Chío y desde allí a las demás islas.
Capítulo XII
Órdenes que en favor de los griegos y de Attalo enviaron los romanos a Filipo.
Mientras se hallaban en Atenas los embajadores romanos, uno de las generales de Filipo, llamado Nicanor, arrasaba el Ática y penetraba hasta la Academia. Despacháronle emisarios los embajadores, y después fueron personalmente a verle, manifestándole advirtiese al rey su amo que los romanos le exhortaban a no causar daño a los griegos y a dar cuenta ante equitativos jueces de su injusto comportamiento con Attalo; que haciéndolo así, serían amigos suyos los romanos, y enemigos si no seguía este consejo. Recibidas las órdenes, retiróse Nicanor. Los embajadores dijeron lo mismo respecto a Filipo a los epirotas en la costa de Fenicia, a Aminandro en la Acarnania, a los etolios en Naupacta y a los aqueos en Egium, y fueron después a arreglar las cuestiones pendientes por entonces entre los reyes Ptolomeo y Antíoco.
Capítulo XIII
Filipo, vencido por mar, vuelve con calor a la guerra y logra ventajas contra Attalo y los rodios.- Un historiador, amante de la verdad, está obligado a aplaudir unas veces y vituperar otras a unos mismos personajes.
En mi opinión, es dado a muchos empezar con felicidad una empresa y promoverla con ardor hasta cierto grado; pero se concede a muy pocos llevarla al fin, y suplir con la prudencia lo que falta a la voluntad, cuando se atraviesa algún tanto la fortuna. He aquí por qué se vituperará ahora con justa razón la indolencia de Attalo y los rodios, al paso que se admirará en Filipo el ánimo real, la magnanimidad y la constancia en sus decisiones. No pretendo en esto aplaudir toda su conducta; sólo sí que es de alabar su ardor en la ocasión presente. Hago esta diferencia para que no crea alguno que me contradigo si, elogiando poco ha a Attalo y los rodios y difamando a Filipo, ahora hago todo lo contrario. Por eso advertí con todo cuidado al principio de esta obra que es preciso a veces aplaudir y a veces censurar unas mismas personas, porque frecuentemente las vicisitudes de los negocios y las circunstancias hacen cambiar la voluntad al hombre, ya a lo peor y ya a lo mejor; y tal vez independiente de las circunstancias, sólo por un impulso natural, se inclina ya a lo que le conviene, ya a lo que le perjudica. Una transformación semejante se notó entonces en Filipo. Apesadumbrado con las pérdidas pasadas, sólo seguía los movimientos de la cólera y del despecho; cuando de repente se aplica al remedio de los males presentes con una presencia de ánimo que excede lo natural, vuelve así animado a emprender la guerra contra Attalo y los rodios y sale felizmente con la empresa. Esta consideración no ha tenido en mí otro motivo quo ver a algunos que, semejantes a los malos atletas en el estadio, se detienen en la carrera y abandonan sus propósitos cuando ya se hallaban para tocar en la meta, y otros que en este mismo punto es cuando principalmente han sacado la ventaja a sus antagonistas.
Capítulo XIV
Filipo y los propósitos posibles de los romanos.
Deseaba quitar Filipo a los romanos la ocasión de obrar y los puertos donde pudieran desembarcar… de decidirse a ir de nuevo a Asia, hubiera podido hacerlo desembarcando en el puerto de Abides.
Capítulo XV
Ubicación y oportunidad de Abides y Sesto.- Comparación del estrecho que existe entre estas dos ciudades con el de las columnas de Hércules.- Asedio de Abides por Filipo, y valerosa resistencia de los naturales contra sus esfuerzos.- Embajada infructuosa de los cercados a Filipo.- Desesperación extraña y horrenda de éstos.- Coloquio de M. Emilio con Filipo en favor de los abidenos, pero sin resultado.- Toma de la ciudad y diversos géneros de muerte con que los sitiados se matan a sí mismos, sus mujeres e hijos.
La ubicación y oportunidad de Abides y Sesto son tan notorias, aun entre las gentes de menos valer, que tengo por inútil hacer una larga descripción de lo peculiar de estas dos ciudades. Mas esto no basta para que yo deje por ahora de refrescar sumariamente la memoria da mis lectores. De esta forma, por la comparación y cotejo de lo que voy a decir, se vendrá en conocimiento de la comodidad de estos dos pueblos, no de otra suerte que si se estuviesen sobre ellos mismos. Así como desde lo que unos llaman mar Océano y otros Atlántico, no se puede penetrar en nuestro mar si no se atraviesa el estrecho de las columnas de Hércules, del mismo modo desde nuestro mar no se puede ir a la Propóntide ni al Ponto, si no se pasa por entre Abides y Sesto, Ni fue casual e impremeditadamente el que la fortuna al construir uno y otro canal, hiciese mucho más extenso el de las columnas de Hércules que el del Helesponto, dando a aquel sesenta estadios de anchura y a éste no más que dos. La causa de esto fue sin duda, según se puede conjeturar, el ser el mar exterior mucho mayor que el nuestro. Pero para eso éste tiene más ventajas que el otro. Porque el de Abides está habitado de una y otra parte, es como una especie de puerta para el comercio mutuo de los pueblos; si se quiere, sirve de puente para pasar a pie del uno al otro continente, y si no se quiere, es navegable de continuo. En vez de que del de las columnas de Hércules se hace muy poco uso, ya porque son muy pocos los que trafican con aquellos pueblos que habitan las extremidades del África y de la Europa, ya porque el mar exterior nos es desconocido. Abides está rodeada por uno y otro lado de dos promontorios de la Europa, tiene un puerto capaz de tener al abrigo de todo viento a los que allí fondean; pero fuera de él es imposible echar anclas frente a la ciudad: tanta es la rapidez y violencia de la corriente en el estrecho.
Esto no obstante, Filipo, habiendo cerrado el puerto con una empalizada y levantado todo alrededor una trinchera por la parte opuesta, tenía cercada a Abides por mar y tierra. Este asedio, aunque grande por la magnitud de aparatos y variedad de inventos en la construcción de las obras con que, tanto los sitiadores como los sitiados cuidaron de ofenderse mutuamente y eludir sus propósitos, no es por aquí por donde merece nuestra admiración. La generosidad de los cercados y la incomparable constancia de su valor es lo que le hace tan digno como otro de que su recuerdo se trasmita a la posteridad. Al principio los abidenos, confiados en sus fuerzas, sostuvieron con valor los esfuerzos de Filipo. Por el lado del mar no había máquina que se aproximase que no fuese desmontada por los tiros de sus ballestas, o consumida por el fuego, hasta llegar a escapar con trabajo del peligro los navíos mismos que las llevaban. Por parte de tierra hasta cierto tiempo se defendieron con esfuerzo, no sin esperanzas de salir vencedores de sus enemigos. Pero cuando vieron venirse abajo el muro exterior con las socavaciones y que las minas llegaban ya hasta el otro que por parta adentro se había levantado al frente del caído, entonces enviaron a Ifiades y Pantacnoto para tratar con Filipo de la entrega de la ciudad con estas condiciones: que dejase marchar, bajo su salvaguardia, las tropas que los rodios y Attalo les habían enviado, y que permitiese salirlas personas libres a donde cada uno desease, con el vestido que tuviesen puesto. Filipo contestó que no había más arbitrio que o rendirse a discreción o defenderse con valor; y con esto los embajadores se retiraron.
Con esta noticia los abidenos, reducidos a la desesperación, se reunieron para deliberar sobre el estado presente. Se decidió primeramente que se daría libertad a los siervos para tenerlos dispuestos en su ayuda; en segundo lugar, quo se meterían todas las mujeres en el templo de Diana y todos los niños con sus nodrizas en el Gimnasio y finalmente, que se amontonaría en la plaza toda Gimnasio; plata y oro y se llevaría toda la ropa preciosa a la cuadrirreme de los rodeos y a la trirreme de los cizicenos. Propuesto esto y ejecutado por todos según el decreto, volvieron a llamar a junta, donde se eligieron cincuenta ancianos de los de mayor confianza y vigor para poder licuar a efecto lo que se decidiese. A éstos se les hizo prestar juramento, en presencia de lodos los ciudadanos, de que cuando viesen el muro interior tomado por los contrarios degollarían los hijos y mujeres, prenderían fuego a las dichas dos galeras y arrojarían al mar el oro y plata, como habían prometido. En consecuencia de esto juraron todos, en presencia de sus sacerdotes, que o vencerían o pelearían hasta morir por la patria. Por último, inmoladas las víctimas, precisaron a los sacerdotes y sacerdotisas a pronunciar mil execraciones sobre los holocaustos contra los que faltasen al juramento. Ratificado todo esto, desistieron de hacer contraminas, pero convinieron en que así que el muro interior se desplomase, todos irían a la brecha a contener el ímpetu del enemigo y morirían entre sus ruinas.
Por lo dicho se ve que la audacia de los abidenos excedió a la decantada desesperación de los focenses y a la animosidad de los acarnanios. Es cierto que los focenses decretaron esto mismo sobre sus familias, pero no tenían tan del todo perdidas las esperanzas de la victoria, puesto que iban a medir sus fuerzas con los tesalos en batalla ordenada y a campo raso. Igual decisión tomaron los acarnanios sobre su salud previendo la irrupción de los etolios, como hemos expuesto anteriormente con todo detalle. Pero los abidenos se hallaban encerrados por todos lados y casi sin esperanza de remedio cuando unánimes escogieron antes una muerte segura, con sus mujeres e hijos, que una vida con la presunción de que éstos caerían en manos del contrario. Por eso en el desastre de los abidenos se puede culpar justamente a la fortuna de que, compadecida de las desgracias de aquellos dos pueblos, los restableciese inmediatamente y les concediese la victoria y la salud cuando menos lo pensaban, y a éste le tratase con tanto rigor. Porque los hombres murieron, la ciudad fue tomada y los hijos, con sus madres, cayeron en manos del enemigo.
Después que se desplomó el muro interior, los sitiados, puestos sobre la brecha según habían jurado, luchaban con tanto esfuerzo, que Filipo, a pesar de los continuos refuerzos que estuvo enviando hasta que llegó la noche, al fin se retiró con muy pocas esperanzas de lograr la empresa. Los abidenos que primero entraron en la acción no sólo se batían con furor arrojándose por cima de los cuerpos muertos, ni obstinados combatían únicamente con las espadas y lanzas, sino que cuando se les inutilizaban estas armas o la violencia se las arrancaba de las manos, se lanzaban a cuerpo descubierto a los macedonios, tiraban por tierra a unos, rompían las lanzas de otros, y con los pedazos y casquillos de estas mismas los herían la cara y demás partes del cuerpo descubiertas, hasta reducirlos a la última desesperación. Llegada la noche cesó la batalla. Los más habían perecido sobre la brecha, y el resto se hallaba desalentado con el cansancio y las heridas. En esta situación Glaucides y Tegoneto, después de haber reunido unos cuantos de los ancianos, se separaron por intereses particulares de la gloriosa y admirable decisión que habían tomado sus conciudadanos. Resolvieron por salvar la vida a sus hijos y mujeres, enviar a Filipo al punto que amaneciese los sacerdotes y sacerdotisas con coronas para implorar su clemencia y entregarle la ciudad. Por entonces el rey Attalo, con la noticia que tuvo del sitio de Abides, fue por el mar Egeo a Tenedos. Asimismo los embajadores que Roma enviaba a los reyes Ptolomeo y Antíoco, informados en Rodas del asedio, despacharon a la misma Abides a M. Emilio, el más joven de ellos, para que diese cuenta a Filipo de las intenciones del Senado. Efectivamente, llega éste a Abides, hace saber a Filipo lo decidido por el Senado y lo intima que no haga la guerra a ningún pueblo de la Grecia, que no se mezcle en asunto alguno que concierna a Ptolomeo y que se sujete a juicio sobre los agravios hechos a Attalo y los rodios. «Si obráis así, añadió, tendréis paz; de lo contrario, contad sobre vos las armas de los romanos.» Filipo quiso hacerle ver que los rodios le habían atacado primero. Pero Emilio, interrumpiéndole, le dijo: «Y bien: ¿qué os han hecho los atenienses? ¿Qué los danos? ¿Qué ahora los abidenos? ¿Cuál de estos pueblos os ha provocado primero?» El rey, cortado y sin saber qué contestar, «por tres razones, dijo, os perdono el orgullo y con que me habéis hablado: la primera, porque sois joven y sin experiencia; la segunda, porque sois el más bien parecido entre los de vuestra edad, y en esto no mentía… Deseara en el alma por vuestra República observase fielmente los tratados y que no llevase las armas contra los macedonios; pero si tal hiciese, me defenderé con valor, invocando la protección de los Dioses». Terminado este discurso se separaron. Filipo, dueño de la ciudad, halló todas las riquezas puestas en un montón por los abidenos y se apoderó de ellas sin impedimento. Pero no pudo menos de pasmarse al ver el furor con que tanto número de hombres, unos se degollaban, otros se mataban, otros se ahorcaban, otros se arrojaban en los pozos, otros despeñaban de los tejados sus hijos y mujeres, y penetrado de dolor con tal espectáculo, ordenó dar tres días de demora a todo el que se quisiese ahorcar o degollar. Mas los abidenos, firmes en la decisión tomada y en la opinión de que era desdecir de los que habían luchado por la patria hasta el último aliento, miraron con desprecio la vida, y a excepción de los que o por las cadenas o por iguales obstáculos no pudieron, todos los demás por familias se arrojaron a la muerte sin reparo.
Capítulo XVI
Mensaje de los aqueos y de los romanos a los rodios.
Ocupada Abides, los aqueos despacharon embajadores a los rodios para exhortar al pueblo a la paz con Filipo, pero al mismo tiempo llegaron otros de Roma aconsejándoles lo contrario. El pueblo escuchó a éstos, juzgando conveniente la amistad y alianza con los romanos.
Capítulo XVII
Incursión de Filopemen, pretor de los aqueos, contra Nabis, tirano de Lavedemonia.- Expediente de que se bale Filopemen para reunir a un tiempo en Tejea todas las tropas de la República, sin que supiesen a qué ni a dónde se caminaba.
Filopemen determinó primero con exactitud las distancias que existían entre todas las ciudades aqueas y cuáles podrían servir de paso para ir a Tejen. Efectuado esto, despachó cartas a todas ellas y cuidó se llevasen primero a las más remotas, distribuyéndolas de manera que cada una recibiese no sólo la que a ella iba dirigida, sino también las de las otras ciudades qué caían sobre la misma ruta. Las primeras, dirigidas a los gobernadores estaban concebidas en estos términos: «Al recibo de ésta haréis reunir al momento en la plaza toda la gente de edad competente, le daréis armas, víveres y dinero para cinco días, y una vez congregada la tomaréis y conduciréis a la ciudad inmediata. A vuestra llegada a ésta entregaréis al gobernador la carta que para él va dirigida y daréis cumplimiento a su contenido.» Esta segunda carta contenía lo mismo que la primera, a excepción del nombre de la ciudad a donde se había de manchar. Ejecutada esta misma diligencia con todas las ciudades de paso, consiguió lo primero que nadie penetrase para qué empresa o con qué propósito se hacía este aparato, y lo segundo que nadie supiese en punto a la marcha más que hasta la ciudad inmediata. Se reunían los unos con los otros, sin saberse dar la razón, y entretanto se iba marchando para adelante. Pero como no distaban igualmente de Tejea todas las ciudades, no en todas fueron entregadas las cartas a un tiempo, sino a proporción en cada una. De aquí provino que, sin saber los de Tejea ni los mismos que venían marchando lo que se maquinaba, todos los aqueos entraron armados por todos lados dentro de Tejea. Filopemen había excogitado esta astucia por los muchos espías y exploradores que el tirano tenía apostados por todas partes. El día mismo en que se habían de congregar en Tejea todos los aqueos destacó un cuerpo de tropas escogidas, con orden de ir a hacer noche en las proximidades de Selasia, penetrar al amanecer del día siguiente por la Laconia, y caso que acudiese al peligro la tropa mercenaria y los incomodase, retirarse a Scotita, y en todo lo demás obedecer a Didascalondas el Cretense, a quien había confiado y comunicado todo el proyecto. Efectivamente, marcha esta tropa, llena de confianza, a ejecutar lo dispuesto. Entretanto, Filopemen manda cenar con tiempo a los aqueos, los saca de Tejea, y tras de una marcha forzada durante la noche, llega al amanecer y pone emboscada su gente en los alrededores de Scotita, pueblo entremedias de Tejea y Lacedemonia. Al día siguiente la guarnición extranjera que había en Pelene, apenas supo por sus exploradores la irrupción del enemigo, acude sobre la marcha, como tenía por costumbre, y carga sobre los contrarios. Los aqueos se baten en retirada según la orden. La guarnición los persigue vivamente y sigue el alcance con esfuerzo; pero cuando ya hubo llegado al lugar de la emboscada, lánzanse fuera los aqueos, pasan a cuchillo una parte y hacen prisionera a otra.
Capítulo XVIII
Negocios de Siria y Palestina.
Advirtiendo Filipo que los aqueos recelaban empeñarse en guerra con los romanos, procuró buscar todos los pretextos posibles para aumentar al menos la enemistad entre ambos pueblos. Scopas, general de las tropas de Ptolomeo, trasladó todas las fuerzas a la parte alta de aquella tierra, y en el transcurso del invierno sometió a los judíos.
Debido a que el asedio se prolongaba, maltrataban a Scopas en todas las conversaciones y le censuraban todos los jóvenes. Vencido Scopas por Antíoco, recibió éste la sumisión de Batanea, Samaria, Abila y Gadara, y al cabo de poco tiempo la de los judíos que habitan alrededor del templo llamado por ellos Jerusalén. Siendo necesario hablar con detenimiento de este acontecimiento, principalmente a causa de la celebridad del dicho templo, nos ocuparemos de él más adelante.
Capítulo XIX
Los gacenses.
Relatada ocupación de Gaza por Antíoco, añade Polibio: Debo hacer a los gacenses la justicia que merecen. Esforzados y animosos en la guerra como cualquier otro pueblo de la Celosiria, eran superiores a los demás por la constancia y fidelidad a los aliados y por su inquebrantable firmeza. En la cuarta invasión de los medas, era tan grande el terror que su temible poder inspiraba, que en todas partes se les entregaban sin resistencia. Sólo los gacenses se atrevieron a hacerles frente y mantuvieron un asedio. Al presentarse Alejandro en este reino, todas las ciudades le abrieron las puertas, y hasta Tiro fue reducida a servidumbre, no contando en parte alguna con otra salvación que la de someterse al conquistador, cuya impetuosidad y violencia nadie se atrevía a resistir. Gaza únicamente intentó, antes de rendirse, todos los medios de defensa. Así se la ve en los tiempos de que hablamos sin omitir nada de cuanto podía hacer para conservar a Ptolomeo la fidelidad jurada. Alabando en nuestra obra a las personas que, se han distinguido por su virtud o sus acciones, justo es elogiar asimismo a las ciudades que, animadas por el ejemplo de sus antepasados o por propio impulso, sobresalen en alguna memorable empresa.
Capítulo XX
Algunas noticias geográficas
Los Insubres, nación etólica.
Mantua, ciudad de los romanos.
Babrantium, comarca cercana a Chío
Sitta, ciudad de Palestina.
Hella, comarca de Asia que servía de mercado al rey Attalo.
Cansada, punto fortificado de Caria.
Carthea, una de las cuatro ciudades de la isla de Chío: los habitantes llamábanse cartheanos.
Capítulo XXI
Imaginaciones de Filipo luego de la batalla naval de Lade.
Tras de la batalla naval do Lade, retiráronse los rodios, y no prosiguiendo Attalo la guerra aliado a ellos, Filipo podía evidentemente navegar hasta Alejandría. ¿Estaba demente Filipo para hacer lo que hizo? ¿Quién le podía impedir esta dirección? Sólo la marcha habitual de las cosas. Muchos hombres, efectivamente, desean ardientemente lo imposible; exaltados por la inmensidad de sus esperanzas, tan pronto como ven realizados sus deseos…