Historias
Polibio de Megalópolis
Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.
Historias
Tomo I (Libros 1 a 4)
Tomo II (Libros 5 a 14)
Libro 5 — Libro 6 — Libro 7 — Libro 8 — Libro 9 — Libro 10 — Libro 11 — Libro 12 — Libro 13 — Libro 14
Tomo III (Libros 15 a 40)
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Libro decimocuarto
Capítulo primero
Lo que manifiesta Polibio hablando de sí y de la exposición de su obra como la presenta en el sumario de sus libros.
Quizá excitara más la curiosidad por el número e importancia de los acontecimientos exponer lo sucedido en todas las olimpíadas, y visto en conjunto lo ocurrido en toda la tierra, ocuparíanse menos los lectores de lo efectuado en el intervalo de una sola olimpíada. Las guerras en Italia y África se realizan en nuestra época. ¿Quién al leerlas no está impaciente por llegar a la catástrofe, al fin? Es inclinación natural en los lectores conocer el resultado de todos los sucesos; pero el tiempo revela y explica los consejos de los reyes, y cuanto se preparaba antes es hoy claro a los más indiferentes. Deseando relatar cada cosa según su importancia, comprendió en un solo libro, y como había prometido, los hechos transcurridos durante veintidós años.
Capítulo II
Batallas de Escipión en África contra Asdrúbal y Sifax, rey de los númidas.- Material de que estaban formadas las tiendas de los cartagineses y númidas.- Motivo que de aquí toma Escipión para acometer una acción gloriosa y esforzada.- Escipión simula desear la paz, con lo que hace incauto al enemigo.- Incendio de los campamentos de Asdrúbal y de Sifax.- Espíritu invencible de los cartagineses, y doblado ánimo que recuperan en treinta días.- Victoria de Escipión sobre sus contrarios, y animosidad de éstos aun después de derrotados.
En tanto los cónsules se ocupaban en esto (204 años antes de J. C.), Escipión en el África, informado en el transcurso de los cuarteles de invierno de que los cartagineses equipaban una escuadra, pensó él también en hacer lo mismo sin dejar por eso de la mano el asedio de Utica. No tenía perdidas del todo las esperanzas de reducir a Sifax, antes bien con el motivo de la proximidad de los dos campos, le enviaba continuos emisarios, persuadido a que le haría separar de la alianza de los cartagineses. Porque según la natural veleidad de los númidas y la facilidad con que faltan a la fe de los dioses y de los hombres, se prometía que rápidamente llegaría a hastiarse este príncipe de la joven doncella que había sido causa de que abrazase los intereses y amistad de Cartago. Estos pensamientos ocupaban su espíritu, y tan buenas esperanzas tenía para el futuro, cuando temeroso de venir a una batalla en campo raso por ser muchos más los contrarios, se valió de este expediente. Algunos de los que había diputado a Sifax le habían traído la noticia de que las tiendas que tenían los cartagineses en sus cuarteles estaban construidas sin lodo, sólo con ramas y hojas de toda especie; que las de los númidas que habían venido desde el principio, eran de juncos; y las de los que habían acudido nuevamente de las ciudades únicamente se componían de fagina, unas situadas dentro del real, y las más fuera del foso y de la trinchera. Escipión, creyendo que no podía intentar cosa más inesperada para los enemigos, ni más ventajosa para él, que prender fuego a las tiendas, se entregó todo a este pensamiento. Todas las diputaciones de Sifax a Escipión habían girado sobre un mismo punto, y era que los cartagineses evacuasen la Italia, y los romanos el África, reteniendo uno y otro pueblo lo que poseía entre los dos estados antes de la guerra. Hasta aquí Escipión ni siquiera había prestado oídos a estas condiciones; pero entonces dio a entender al númida una cierta esperanza de que no era imposible lo que proponía. De aquí provino que Sifax, procediendo irreflexivamente, permitiese con más confianza la comunicación entre los dos campos; que fuesen más y más frecuentes los emisarios que iban y venían; y aun a veces que se quedasen los unos por algunos días en el campo de los otros sin precaución ni reserva. Durante este tiempo Escipión enviaba siempre con sus diputados algunas personas inteligentes, u oficiales disfrazados con hábitos sucios y humildes, a manera de siervos, para que se informasen y registrasen sin peligro las entradas y salidas de ambos campamentos. Porque había dos, uno donde se hallaba Asdrúbal con treinta mil infantes y tres mil caballos, y a diez estadios de distancia otro, donde estaban los númidas con diez mil caballos y cincuenta mil hombres de infantería. El acceso a éste era más fácil, y sus tiendas mucho más propensas a la combustión, porque los númidas, como hemos dicho antes, únicamente las habían construido de cañas y juncos, sin tierra ni madera.
Al iniciarse la primavera Escipión, después de averiguarlo todo lo que podía conducir a lo que maquinaba contra el enemigo, sacó sus navíos y los armó de máquinas para cercar por mar a Utica. Ocupó con dos mil hombres de infantería un ribazo que dominaba la ciudad, y le fortificó con un foso hecho a toda costa. En esto daba a entender al enemigo que pensaba en el asedio, pero su verdadero propósito era poner a cubierto los suyos para el tiempo de la acción, no fuese que después de separado él con sus legiones la guarnición de Utica se atreviese a hacer una salida, atacase el campo que se hallaba inmediato, y sitiase la gente que quedaba en su custodia. Mientras realizaba estos preparativos, despachó a Sifax legados para informarse si accedería a sus propuestas, si entrarían en ellas los cartagineses, o si después pedirían nuevas deliberaciones sobre el pacto; previniéndoles no regresasen sin traer la respuesta sobre estos artículos. Llegados y oídos los diputados, Sifax se persuadió a que Escipión deseaba concertar la paz, ya por la prohibición que traían los embajadores de no volver sin llevar la respuesta, ya por la inquietud en que estaba el romano de si accederían los cartagineses. Por lo cual despachado rápidamente un correo a Asdrúbal, para informarle de lo que ocurría y exhortarle a abrazar el convenio, él descuidó en un todo y permitió alojar fuera del campo los númidas que iban viniendo. Escipión en el exterior aparentaba el mismo abandono, pero interiormente no dejaba de la mano su proyecto. Ya que supo Sifax que los cartagineses dejaban a su arbitrio el ajuste de la paz, gozoso en extremo se lo participó a los diputados, quienes al punto marcharon a dar cuenta a Escipión de esta nueva. El general romano, después de haberlos oído, los volvió a enviar sin detención a Sifax, para que le advirtiesen que por su parte aprobaba y deseaba la paz, pero que el consejo era de contrario parecer y deseaban persistir en lo empezado. Efectivamente, los legados cumplieron con su comisión. Este paso lo daba Escipión por no parecer que faltaba a la buena fe si mientras se estaba negociando la paz cometía alguna hostilidad; en vez deque con esta declaración creía poder obrar libremente, sin ser reprendido.
Esta noticia fue de tanto más pesar a Sifax, cuanto tenía mayores esperanzas de la terminación de la guerra. Sin embargo, se abocó con Asdrúbal, y le explicó lo que acababa de saber de los romanos. Después de muchas consultas, deliberaron sobre lo que se había de hacer en adelante, pero todos sus discursos e ideas estuvieron muy lejanas de lo que iba a ocurrir. Ni aun por imaginación siquiera se les pasó precaverse o persuadirse que pudiera haber algún peligro. Todas sus miras y conatos se limitaron a ofender al enemigo, y ver cómo se le podría atraer a campo llano y descampado. Hasta aquí Escipión había hecho creer a todos, según las disposiciones que hacía y las órdenes que daba, que pensaba sorprender a Utica; pero ahora congregando a la mitad del día los tribunos más aptos y de mayor confianza, les descubrió su propósito y les ordenó que después de haber cenado a la hora regular sacasen las legiones fuera del campo, cuando todas las trompetas hiciesen la señal según costumbre. Se usa entre los romanos que todos los trompeteros y clarineros toquen a la hora de cenar frente a la tienda del general, porque este es el tiempo de apostar en sus puestos respectivos las centinelas de la noche. Después llamó a los espías que había enviado a reconocer los dos campos de los enemigos, cotejó y examinó lo que le decían de los caminos y entradas de los campamentos, consultando en todo el juicio y parecer de Massinisa, por la inteligencia que tenía de aquellos lugares.
Una vez que todo estuvo dispuesto para la ejecución, dejó en el campamento un número suficiente de tropas escogidas, y con el resto del ejército se puso en mancha al fin de la primera vigilia hacia los contrarios, que se hallaban a sesenta estadios de distancia. Llegado que hubo al fin de la tercera vigilia, dio a Lelio y a Massinisa la mitad de las tropas y todos los númidas, con orden de atacar el campo de Sifax; exhortándoles a que se portasen como buenos y no obrasen con imprudencia, pues sabían muy bien que en las empresas nocturnas era preciso supliese la cordura y el valor los impedimentos y obstáculos que la oscuridad causaba a los ojos. Él con la otra mitad se encaminó hacia el campo de Asdrúbal. Pero como tenía decidido no atacar a éste hasta que Lelio primero no hubiese prendido fuego al de los númidas, atento a este propósito, caminaba a lento paso. Lelio dividió en dos trozos sus soldados, para invadir a un tiempo al enemigo. Así que los primeros aplicaron el fuego, y prendió éste en las primeras tiendas, como parecían estar hechas de propósito para un incendio según hemos manifestado, al punto vino a ser el mal irremediable, ya porque estaban contiguas las unas a las otras, ya por el abundante material que el fuego encontraba. Mientras que Lelio puesto de reserva observaba el lance, Massinisa, que sabía los caminos por donde habían de escapar los que se libertasen, apostó en ellos sus soldados. Ninguno de los númidas, ni aun el mismo Sifax, sospechó de donde pudiera venir el fuego; sólo se creyó que algún azar hubiese dado motivo. Y así sin recelarse otra cosa, unos medio dormidos saltaban de sus lechos; otros, que se hallaban aún bebiendo y emborrachándose, se echaban fuera de sus tiendas; muchos fueron atropellados a las salidas del campo; muchos consumió el fuego y devoraron las llamas, y los que escaparon del incendio perdieron la vida a manos del enemigo, antes de saber lo que les sucedía o lo que hacían.
Por entonces los cartagineses, que advirtieron el gran fuego y la mucha elevación de las llamas, presumiéndose que por alguna casualidad se hubiese incendiado el real de los númidas, algunos acudieron rápidamente al socorro; pero todos los demás, echándose fuera del campo sin armas, se pararon delante de sus trincheras, atónitos con el acontecimiento. Entonces Escipión, viendo que todo le salía a medida del deseo, da sobre los que habían salido, mata a unos, persigue a otros, y prende al mismo tiempo fuego a sus tiendas. Con esto vino a haber el mismo incendio y el mismo desastre en el campo de los cartagineses que hemos dicho había en el de los númidas. Asdrúbal, conociendo por el efecto que el daño en el campo de los númidas no provenía de la casualidad, como se creía, sino de la astucia y ardor del enemigo, desistió al punto de acudir al fuego, y miró sólo por su salud, bien que aun para esto era muy débil la esperanza que ya le quedaba. Porque el incendio había preso y cundido por todas partes, los caminos estaban cubiertos de caballos, bestias de carga, y hombres, unos medio muertos y acabados por el fuego, otros atónitos y consternados; de modo que aunque se hubiera intentado hacer algún esfuerzo contra estos obstáculos, el desorden y la confusión no dejaban arbitrio, igual suerte pasaba por los otros jefes, bien que Sifax y Asdrúbal se salvaron con algunos de a caballo. Los restantes millares de hombres, caballos y bestias fueron infeliz y miserablemente reducidas a cenizas, y algunos que escaparon del furor de las llamas en hábitos menos decentes y torpes, fueron degollados por los contrarios, no sólo sin armas, pero aun sin vestidos. En resumen, todo era quejidos, clamores descompasados, pavor, estrépito extraordinario, y a esto se añadía un fuego activo y una llama devoradora; accidentes que cualquiera de ellos era capaz de consternar el corazón humano, cuanto más viniendo todos juntos y cuando menos se pensaba. Efectivamente, ninguno se puede figurar aun por exageración cosa que se le parezca: tanto excedió en horror la presente catástrofe a las demás que hasta aquí se han referido. Y aunque la vida de Escipión esté llena de acciones gloriosas, ésta en mi opinión se llevó el lauro en lo esclarecida y esforzada.
Apenas llegó el día, Escipión, aunque vio los enemigos unos muertos y otros puestos en fuga, con todo alentó los tribunos para que siguiesen el alcance. Al principio Asdrúbal, fiado en la fortaleza de la ciudad donde se había retirado, aguardó a pie firme, aunque supo que venían; pero después, viendo a los habitantes sublevados, temió el ímpetu del romano, y huyó con los que se habían salvado del incendio, en número de quinientos caballos y dos mil infantes. Sosegado el alboroto, la ciudad se rindió a los romanos, Escipión la perdonó; pero a otras dos que estaban próximas, las entregó al saqueo, después de lo cual se volvió a su primer campo.
Los cartagineses, viendo que todo había salido al revés de lo quo tenían proyectado, sintieron en el alma este desastre. Efectivamente, haberse prometido poner sitio a los romanos, haber hecho todos los aprestos para bloquearlos por mar y tierra en aquella colina cercana a Utica donde se hallaban acampados, y verse ahora obligados por un lance imprevisto y desusado no sólo a dejarles libre el campo, sino a esperar la ruina de sus personas y patria, era motivo para tener los ánimos llenos de consternación y sobresalto. Sin embargo, como los negocios exigían que se tomase providencia y remedio en el futuro, el Senado se vio perplejo, y los pareceres fueron varios y confusos. Unos eran de sentir que se avisase a Aníbal, y se le trajese de Italia, como que ya no quedaba otro recurso más que en este capitán y en su ejército; otros que se pidiese a Escipión una tregua, y se tratase con él de paces y convenios, y no faltaron quienes dijeron que se debía confiar, reclutar nuevas tropas, y despachar legados a Sifax, que retirado a Abba, ciudad contigua a Cartago, iba recogiendo las reliquias que habían escapado del incendio. Al fin este fue el parecer que prevaleció. Se despachó a Asdrúbal para alistar tropas, y se envió diputados a Sifax para rogarle que les prestase su socorro y persistiese en lo empezado según su primer propósito, pues dentro de poco iría a unírsele Asdrúbal con nuevo ejército.
Escipión había pensado siempre en el asedio de Utica, pero cuando supo que Sifax permanecía en el partido de los cartagineses, y que éstos reclutaban otro ejército, lo tomó con más ahínco, sacó sus legiones, y fue a acampar frente a esta ciudad. Al mismo tiempo, repartido el botín entre las tropas, hizo venir al ejército mercaderes que lo comprasen, providencia que le tuvo mucha cuenta. Porque el soldado, que con la precedente ventaja se prometía nada menos que ser dueño de todo, vendía sin reparo y a menos precio a los mercaderes el despojo que acababa de ganar.
Sifax y sus amigos se propusieron al principio retirarse a sus casas sin detenerse; pero habiendo encontrado alrededor de Abba un cuerpo de más de cuatro mil celtíberos que los cartagineses habían alistado, este socorro les recuperó algún tanto el valor, y les contuvo. Añadióse a esto la súplica de Sofonisba, hija de Asdrúbal y esposa de Sifax, que rogando con instancia a su marido que se quedase y no desamparase a los cartagineses en tales circunstancias, al fin consiguió y obtuvo lo que pedía. Los cartagineses por otra parte concibieron esperanzas no pequeñas con la llegada de los celtíberos. Se decía que en vez de cuatro mil eran diez mil, todos de tal espíritu y con tales armas, que eran irresistibles en los combates. Con esta nueva y esta voz que se había esparcido por todo el pueblo, alentados los cartagineses cobraron doblado ánimo para volver a ponerse en campaña. Transcurridos treinta días levantaron una trinchera en lo que llaman los Grandes Campos, y sentaron allí el real con los númidas y celtíberos, en número todos poco menos de treinta mil.
Así que Escipión tuvo esta noticia, pensó en marchar contra el enemigo. Dadas las órdenes de lo que se había de hacer a los que cercaban a Utica por mar y tierra, se puso en marcha con todo el ejército a la ligera. Al cabo de cinco etapas llegó a los Grandes Campos, de donde no distaba mucho el enemigo. El primer día acampó sobre una colina, distante treinta estadios de los cartagineses; en el segundo bajó al llano, se formó en batalla, y puso por delante la caballería a siete estadios; en los dos siguientes permaneció en el puesto, y se ensayaron unos y otros en leves escaramuzas; al cuarto ambos generales sacaron sus tropas, y formaron sus haces. Escipión formó sencillamente, como tenían por costumbre los romanos. En la primera línea los hastatos, en la segunda los príncipes, y en la última los triarios; en el ala derecha la caballería italiana, y en la izquierda Massinisa con la númida. Asdrúbal y Sifax ordenaron los celtíberos en el centro, opuestos a las cohortes romanas, los númidas a la mano izquierda, y los cartagineses a la derecha. Al primer choque la caballería italiana arrolló a los númidas, y Massinisa a los cartagineses, como a tropas desalentadas ya con tantas derrotas. Los celtíberos venidos a las manos con las legiones romanas, pelearon con valor; ya que ni la ignorancia del terreno les dejaba recurso a la huida, ni la perfidia que habían cometido en tomar las armas por los cartagineses en contra de los romanos, de quienes no habían recibido ofensa alguna en el transcurso de la guerra de Escipión en España, les dejaba esperanza de perdón, si eran hechos prisioneros. Pero finalmente, así que cedieron los de las alas, fueron ellos cercados por los príncipes y triarios, y pasados todos a cuchillo a excepción de muy pocos. De esta manera perecieron los celtíberos, después de haber hecho un gran servicio a los cartagineses, no sólo porque lucharon con valor, sino porque favorecieron su retiro. Pues a no haber hallado esto obstáculo los romanos, y a haber seguido rápidamente el alcance, sin duda hubieran quedado muy pocos con vida. Pero el haberse detenido con éstos, hizo que Sifax se retirase sin riesgo a su casa con la caballería, y Asdrúbal a Cartago con los que se habían salvado.
El general romano, después de haber dado orden sobre los despojos y los prisioneros, llamó a junta, y deliberó sobre lo que se había de hacer en la consecuencia. Se decidió que Escipión con una parte del ejército sometiese las ciudades de los alrededores, Lelio y Massinisa con los númidas y la otra parte de las legiones persiguiesen a Sifax, para no darle lugar a volver en sí ni reponerse. Adoptada esta determinación, se separaron unos contra Sifax con las tropas mencionadas, y el general contra las ciudades. De éstas, unas por temor se le rindieron voluntariamente, otras esperaron al asedio y fueron tomadas por asalto. Todo el país se hallaba dispuesto a cambiar de dominio, ya que se encontraba agobiado de continuos trabajos y sobrecargado de impuestos por haber sostenido una guerra tan larga en España. En Cartago, aunque ya era grande la inquietud que antes había, ahora vino a ser mayor el alboroto, como que ya era este un golpe repetido que abatía del todo sus esperanzas. Sin embargo, aquellos senadores más esforzados fueron de parecer que se marchase con una escuadra contra los que sitiaban a Utica, que se intentase liberarla del asedio, y dar un combate naval al enemigo que se hallaba desprevenido en esta parte. Determinaron asimismo que se enviase por Aníbal, y sin dilación alguna se probase este recurso, pues probablemente uno y otro pensamiento ofrecerían grandes proporciones de obrar con ventaja. Otros sostenían que ni uno ni otro medio eran practicables en tan urgentes circunstancias; que más valía fortalecer la ciudad y disponerla para un asedio pues la fortuna les presentaría mil ocasiones de salir del apuro, si obraban de acuerdo. Al mismo tiempo aconsejaban que se tratase de paces y convenios, y se viese con qué condiciones y de qué forma se podrían evitar los males de que estaban amenazados. Después de una larga discusión, ambos pareceres fueron aprobados. Tomada esta resolución, los que habían de partir para Italia se pusieron en marcha desde el mismo Senado a la playa, el jefe de la escuadra a sus navíos, los demás tomaron providencia sobre el resguardo de la ciudad, y cada uno cuidó de atender sin interrupción a su ministerio. Una vez que la armada romana se vio embarazada con tanto botín, por no haber hallado resistencia y haber cedido todo a su poder, Escipión decidió remitir la mejor parte del despojo a su primer campamento, marchar con el ejército desembarazado a ocupar una fortaleza que estaba sobre Túnez y acampar a la vista de los cartagineses, bien seguro que de este modo provocaría entre ellos el espanto y la confusión. Ya los cartagineses, equipados en pocos días sus navíos de víveres y marinería, se iban a hacer a la vela para sus destinos, cuando Escipión llegó a Túnez y se apoderó del puesto que la guarnición, por temor a su esfuerzo, había abandonado. Dista Túnez de Cartago como ciento veinte estadios, está a la vista casi de toda esta ciudad y muy bien defendida por el arte y la naturaleza, como antes hemos mencionado. Apenas habían sentado sus reales los romanos, cuando levaron anclas los cartagineses, dirigiéndose hacia Utica. Escipión cuando vio esta partida se sobresaltó, y temió no sobreviniese algún descalabro a su armada, que se hallaba del todo desprevenida y sin el menor recelo de lo que la iba a ocurrir. Y así, volvió a levantar el campo y acudió con diligencia al socorro de sus intereses. Encontró varios navíos con puente, convenientes sí para desviar o aproximar las máquinas, y, en una palabra, muy bien acondicionados para un asedio, pero de ninguna forma proporcionados para una batalla naval, en vez de que los enemigos habían estado todo el invierno equipando una escuadra con este objeto. Por lo cual, renunciando al pensamiento de salir a alta mar y batirse con el enemigo, tomó el partido de atracar sobre la costa sus navíos con puente, y colocarles alrededor tres o cuatro órdenes de embarcaciones de carga. Después…
Capítulo III
Ptolomeo Filopator.
Filón contrajo amistad con Agatocles, hijo de Osmandia y compañero del rey Filopator, quien ordenó sin reparo de gasto, se erigieran muchas estatuas en Alejandría a su amiga de festín Cleino, representándola vestida con sencilla túnica y con una copa en la mano. No sorprende esto conociendo que sus más bellos palacios llevaban los nombres de Myrtis, Mneses y Poteina, tocadoras de flauta las dos primeras, y la última, cortesana sacada de casas públicas, y que Ptolomeo Filopator vivió sometido a la voluntad de la cortesana Agatoclea, quien desordenó toda la nación.
Llamará la atención que en un solo lugar reúna, respecto de Egipto, acontecimientos muy lejanos entre sí. No es este el método que de ordinario sigo, prefiriendo por el contrario referir anualmente los sucesos ocurridos; pero me aparto ahora de este plan, porque concluida la guerra que por la Celosiria emprendió Ptolomeo Filopator, cambió el prudente y morigerado proceder, objeto hasta entonces de admiración, por la desarreglada y voluptuosa vida que acabamos de relatar… Finalmente, el mal estado de sus asuntos le comprometió en la guerra referida, en la cual, exceptuando las crueldades recíprocas, nada digno de recuerdo acaeció por mar y tierra. Esto me ha hacho preferir por propia comodidad y por interés de los lectores la reunión en un solo cuerpo de cuanto podía dar a conocer el carácter y las costumbres de Ptolomeo, a narrar circunstanciadamente hechos insignificantes que ninguna atención merecen.