Historias
Polibio de Megalópolis
Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.
Historias
Tomo I (Libros 1 a 4)
Tomo II (Libros 5 a 14)
Libro 5 — Libro 6 — Libro 7 — Libro 8 — Libro 9 — Libro 10 — Libro 11 — Libro 12 — Libro 13 — Libro 14
Tomo III (Libros 15 a 40)
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Libro séptimo
Capítulo primero
Noticia de los habitantes de Capua, en la Campania.- Alusión a los habitantes de Crotone y Sibaris.
Las gentes de Capua en la Campania acopiaron, por la feracidad del suelo, tanta riqueza, que entregados a la molicie y al lujo más suntuoso, superaron cuanto se refería de los crotonatas y sibaritas, célebres por sus vicios. No pudiendo, dice, soportar el peso de su opulencia, llamaron a Aníbal y por ello les causaron los romanos los más duros y atroces sufrimientos. Los petelenios, por el contrario, fieles observadores de la jurada fe a los romanos, con tan grande valor y constancia resistieron a Aníbal cuando fue a sitiarles, que después de comerse todos los cueros encerrados en la ciudadela, y las cortezas y raíces tiernas de los árboles que crecían en el interior del recinto amurallado, tras de once meses de sitio sin recibir socorro alguno, reducidos se vieron a rendirse a los cartagineses, con el consentimiento de los romanos, que hicieron los mayores elogios de su fidelidad.
Capítulo II
Hierónimo de Siracusa, por propia falta de prudencia en parte, y en parte por malos consejos, rompe el convenio que su abuelo Hierón
había llevado a cabo con los romanos y se une a los cartagineses. Transcurrida la conjuración contra la vida de Hierónimo, rey de Siracusa, y muerto Thrason, Zoippo y Andranodoro convencieron a este príncipe para que despachara al instante embajadores a Aníbal. Escogidos para esta embajada Policretes de Cirene y Filodemo de Argos, recibieron orden de partir para Italia y concertar alianza con los cartagineses. Al mismo tiempo envió el rey a sus hermanos a Alejandría. Recibió Aníbal amablemente a los embajadores, ponderándoles las ventajas que al joven monarca produciría la proyectada alianza, y les envió acompañados de embajadores suyos, que eran Aníbal de Cartago, comandante entonces de las galeras, Hippocrates y Epicides, su hermano menor, ambos siracusanos. Estos hermanos militaban hacía tiempo a las órdenes de Aníbal, y aún se habían establecido en Cartago porque su abuelo, acusado de atentar contra la vida de Agatharco, hijo menor de Agathocles, vióse obligado a expatriarse. Llegaron los embajadores a Siracusa, y Aníbal de Cartago refirió al rey las órdenes que le diera el general de los cartagineses. Predispuesto Tierónimo a aliarse con éstos, dijo a Aníbal que convenía partiera inmediatamente para Cartago, prometiéndole que le acompañarían embajadores suyos para tratar con el gobierno de este pueblo.
Llegó a Lilibea la nueva de esta alianza, y el pretor, partidario de los romanos, envió al instante al rey de Siracusa un comisionado para inducirle a que renovara los tratados efectuados por sus antepasados en Roma. La embajada no agradó al príncipe. «Lamento mucho la suerte de los romanos, respondió, y es de sentir que los cartagineses les destrocen en Italia.» Admiró a los embajadores la insensata respuesta, y preguntaron al rey quién le había asegurado tal cosa. «Los cartagineses, contestó; y si lo que os dije no es cierto, ellos son los culpados de la mentira.» Replicaron los embajadores que no acostumbraban los romanos a dar fe a informes de sus contrarios, y que por lo demás le aconsejaban no faltar a los antiguos tratados, porque la justicia y su propio interés le obligaban a cumplirlos fielmente. «Deliberaré sobre este asunto, replicó el rey, y os diré mi decisión definitiva. Pero decidme vosotros por qué antes de la muerte de mi abuelo volvisteis a Siracusa, de donde habíais partido con cincuenta barcos y hasta llegasteis al promontorio de Pachynum.» Era, efectivamente, positivo y cierto que poco antes de esta embajada, habiendo oído decir los romanos que el rey Hierón había fallecido, volvieron a Siracusa, temiendo que el poco respeto que inspirase un rey niño fuera motivo de revolución; pero informados de que Hierón vivía, volvieron a Lilibea. Los embajadores confesaron el hecho, diciendo que fueron a Siracusa con el único propósito de auxiliarle en su juventud y de conservarle su reino. «Pues bien, replicó el rey; sufrid ahora, romanos, que por la conservación de mi reino cambie de ruta y que me ponga de parte de los cartagineses.» Comprendieron los embajadores al oír esta frase que la determinación del rey era definitiva, y sin contestar a ella se despidieron, regresando a Lilibea, para dar cuenta al pretor de cuanto habían oído. Desde entonces los romanos vigilaron la conducta de este príncipe teniéndole por enemigo declarado.
Escogió Hierónimo para embajadores suyos en Cartago a Agatharco, Onegiseno e Hipposthenes, a quienes ordenó que partiesen con Aníbal de Cartago, y concertaran con la citada República un tratado, conforme al cual «los cartagineses le darían tropas de mar y tierra para arrojar a los romanos de Sicilia, y logrado este resultado, partiría con ellos la dominación de la isla, de modo que el Himero, que casi por mitad la atraviesa, sirviese de límite a las provincias cartaginesas y a las suyas.» Propusieron tales condiciones los embajadores, aceptáronlas gustosos los cartagineses y el tratado quedó hecho.
Hippocrates, asiduo cortesano del joven príncipe, le engañaba con adulaciones y falsedades, refiriéndole cómo Aníbal había pasado a Italia, y los combates y batallas que allí dio a los romanos. Convencióle de que era la única persona con derecho a reinar en toda Sicilia; primero por ser hijo de Nereis, hija de Pyrrho, y que los sicilianos voluntariamente y por afecto eligieron rey, y además porque su abuelo Hierón había reinado en toda la isla. Consiguió por tales medios alucinar al monarca, hasta el extremo de que a nadie sino a él escuchaba. El carácter ligero e inconstante del príncipe contribuía mucho a que incurriese en error, pero fue causa principal aquel adulador, alentando su vanidad con las esperanzas más ambiciosas. Antes de que Agatharco concluyera las negociaciones en Cartago, despachó Hierónimo nuevos embajadores para decir a los cartagineses que pretendía reinar en toda Sicilia, pareciéndole justo que éstos le ayudaran en la reconquista de sus derechos a toda la isla, prometiéndoles en cambio la suya para la realización de sus proyectos en Italia. Comprendieron perfectamente los de Cartago la ninguna seriedad de este príncipe, mas importaba por muchas razones a la República tener Sicilia de su parte, y concedióle cuanto deseó, aprovechando los buques equipados y las tropas reclutadas para trasladar rápidamente un ejército a la citada isla.
Al tener noticia de ella los romanos, enviaron nuevos embajadores al rey de Siracusa para advertirle que no debía romper los tratados que sus padres habían concertado con la República romana. Reunió el rey el consejo. Los habitantes de aquella comarca, temerosos á de las iras del príncipe, guardaron silencio. Aristomaco de Corinto, Danippes de Lacedemonia y Autono el Tesaliano opinaron en pro de la alianza con los romanos. Sólo Andranodoro creyó que la ocasión era demasiado propicia para desaprovecharla, y el momento por demás oportuno para extender la dominación del príncipe a toda Sicilia. Consultado en seguida Hippocrates, respondió únicamente que opinaba lo mismo que Andranodoro. Así finalizó la deliberación, decidieron declarar la guerra a los romanos. No quiso, sin embargo, el rey romper los tratados sin alegar pretextos que aparentemente explicaran su cambio de actitud, pero fueron tales, que en vez de satisfacer ofendieron a los romanos. Manifestó que cumpliría los tratados si los romanos le devolvían el oro que recibieron de su abuelo Hierón; además el trigo y los regalos que Hierón les había hecho desde el principio de la alianza, y que se reconociera que todas las ciudades y tierras de esta parte del Himero pertenecen a los siracusanos. Dicho esto, los embajadores romanos fueron despedidos y se disolvió la asamblea. Hierónimo hizo en seguida preparativos de guerra, alistó tropas y reunió las provisiones necesarias.
Capítulo III
Ubicación de la ciudad de Leoncio en Sicilia.
Considerada su posición en general, Leoncio se halla mirando al Septentrión. La atraviesa por medio un llano valle, donde están las casas de Ayuntamiento, los Tribunales, y por último el mercado. De uno y otro lado del valle se extienden sin interrupción unos collados escarpados, cuyas planas cimas se encuentran cubiertas de casas y templos. La ciudad tiene dos puertas, de las cuales la una está al extremo meridional del dicho valle y conduce a Siracusa; la otra al extremo septentrional y guía a los campos llamados Leontinos y tierras de labor. Por bajo de una de estas cordilleras escarpadas, la que está hacia el Ocaso, corre el Lisso, sobre cuyas márgenes y al pie mismo de la montaña se extiende una hilera continuada de casas, entre las cuales y el río media el camino que hemos dicho.
Capítulo IV
Opiniones acerca de Hierónimo, su abuelo Hierón y su padre Gelón.
Ciertos historiadores que han referido la muerte de Hierónimo, se valieron, para admirar a las gentes, de profusas descripciones, bien sobre los prodigios que precedieron y anunciaron su tiranía, bien sobre las desdichas de los siracusanos, apelando a veces a exagerados detalles, propios de poetas trágicos, para representar la crueldad de su carácter o de sus actos impíos, o los extraordinarios y atroces sucesos que a su muerte acaecieron, hasta el punto de que se crea que ni los Falaris ni los Apollodoro ni ninguno de los tiranos conocidos le sobrepujaron en crueldad. No obstante, este príncipe ocupó el trono siendo niño, y murió a los trece meses de reinado, en cuyo breve plazo habrá ocurrido ciertamente algún caso de aplicación del tormento, y aun de la pena de muerte a algunos de sus propios amigos o de los demás siracusanos, mas la inaudita crueldad y la ponderada impiedad que a Hierónimo atribuyen es increíble. Es indudable su carácter ligero e injusto, pero tampoco se le puede comparar con cualquiera de los tiranos antes citados. Los autores de historias particulares, por lo limitado del asunto y la escasez de acontecimientos, vense, a mi juicio, obligados a exagerar cosas de poca importancia y a narrar extensamente sucesos indignos de mención. Por falta de juicio incurren asimismo otros historiadores en igual defecto. Con mayor exactitud y elocuencia hubieran podido aplicarse a la historia de Hierón y Gelón, sin recordar a Hierónimo, las reflexiones añadidas para llenar libro, como complemento a la narración histórica; más agradable y útil fuera esto a los hombres ávidos de leer e instruirse.
Por propio mérito llegó, efectivamente, Hierón a reinar sobre los siracusanos y sus aliados, porque la fortuna no le dio ni nombre ni riqueza, ni otra clase de bienes; y su mejor título a nuestra admiración es el de llegar a rey de los siracusanos por el solo esfuerzo de su genio, sin matar ni desterrar ni hacer daño a nadie.
Cosa no menos admirable es que, adquiriendo así el trono, lo conservara de igual modo. En los cincuenta y cuatro años que duró su reinado procuró a su patria continua paz y vida exenta de todo temor de conspiraciones, librándose hasta de la envidia que de ordinario ataca a cuanto es grande y noble. Muchas veces quiso abdicar el poder, pero en todas ellas la muchedumbre de todos los ciudadanos se lo impidió. Mostrándose liberalísimo con los griegos y ávido de adquirir gloria entre ellos, logró para él la celebridad, y para los siracusanos la benevolencia de todos. Viviendo rodeado de las delicias que procuran la abundancia de todos los bienes y las inmensas riquezas, prolongó su existencia hasta los noventa años, conservando todos los sentidos y miembros sanos y útiles, lo que, en mi opinión, es la mejor prueba de la moderación y templanza de sus costumbres.
Respecto a Gelón, puede decirse que en toda su vida, de más de cincuenta años, se propuso, como el fin más noble que podía alcanzar, imitar a su padre, posponiendo las riquezas, la majestad real y cualquier otro bien al cariño y confianza debidos al autor de sus días.
Capítulo V
Fórmula del juramento con que Aníbal, general de los cartagineses, concertó la paz con Jenofanes, embajador de Filipo.
«Juramento con que hace la paz (216 años antes de J. C.) el general Aníbal, Magón, Mircan, Barmocar, todos los senadores que se hallan con él, y todos los cartagineses que militan en su ejército, con Jenofanes, ateniense, hijo de Cleomaco, embajador que nos ha enviado el rey Filipo, hijo de Demetrio, en su nombre, y en el de los macedonios y aliados.
»En presencia de Júpiter, Juno y Apolo; en presencia de la diosa de los cartagineses, de Hércules y Iolao; en presencia de Marte, Tritón y Neptuno; ante los dioses protectores de la expedición, del Sol, la Luna, y la Tierra; ante los ríos, prados y aguas; ante cuantos dioses tiene por tutelares Cartago; ante cuantos venera Macedonia, y el resto de la Grecia; finalmente, ante todos los dioses que presiden la guerra y están presentes en este tratado; el general Aníbal, todos los senadores que le acompañan, y todos los cartagineses que militan bajo sus banderas, dicen:
»Para que en adelante seamos amigos, parientes y hermanos, hágase con vuestra voluntad y la nuestra este tratado de alianza y amistad sincera; con condición que el rey Filipo, los macedonios y todos los demás griegos sus aliados, defiendan a los señores cartagineses, al general Aníbal, a las tropas que le acompañan, a los gobernadores de las provincias cartaginesas que usan de unas mismas leyes, a los uticenses y a todas las ciudades y pueblos sujetos a Cartago, a los soldados, socios y todas las ciudades y naciones con quienes mantenemos amistad en Italia, Celtia y Liguria, y a cualquiera otra que contraiga alianza con nosotros en este país. Y asimismo los ejércitos cartagineses, Utica, todas las ciudades y pueblos de la dominación cartaginesa con sus aliados y soldados, todas las naciones y ciudades que al presente tenemos por aliadas en Italia, Celtia y Liguria, y demás que podamos tener en el futuro en la Italia, protejan y amparen al rey Filipo, a los macedonios y demás griegos sus aliados. No maquinaremos, ni pondremos asechanzas unos contra otros; por el contrario, con toda eficacia y sinceridad, sin dolo ni fraude, nos los macedonios seremos enemigos de los enemigos de Cartago, a excepción de los reyes, ciudades y puertos con quienes tenemos pacto y alianza: y nos los cartagineses seremos enemigos de los enemigos del rey Filipo, menos de los reyes, ciudades y pueblos, con quienes tenemos confederación y alianza. Entraréis vos, macedonios, en la guerra que sostenemos contra los romanos, hasta que quieran los dioses darnos un feliz éxito. Nos suministraréis lo que sea necesario, y obraréis según el tenor del pacto. Si los dioses nos negasen su protección en la guerra contra los romanos y sus aliados, y llegásemos a tratar de paz con ellos, la concertaremos de tal suerte, que seáis vosotros igualmente comprendidos en el tratado, y con la condición que jamás les será lícito declararos la guerra, ni ser dueños de los corcireos, ni de los apoloniatas, ni de los epidamnios, ni de Faros, ni de Dimala, ni de los parthinos, ni de Atintania; y que restituirán a Demetrio de Faros cuantos parientes tiene detenidos en los Estados romanos. Caso que los romanos declaren la guerra, o a vosotros o a nosotros, nos ayudaremos mutuamente según la necesidad de cada uno. Lo mismo se hará si cualquiera otro nos atacase, excepto los reyes, ciudades y pueblos de quienes somos confederados y amigos. Si tuviésemos a bien quitar o añadir alguna cosa a este tratado, se hará con consentimiento de unos y otros.»
Capítulo VI
Filipo en Messena.
Al triunfar la democracia entre los messenios y ser desterrados los hombres más ilustres, poniéndose al frente de los negocios de la ciudad los que por sorteo se distribuyeron sus bienes, los antiguos ciudadanos que habían permanecido en Messena vieron con pena a estos hombres gozar de los mismos derechos que ellos.
Capítulo VII
Aptitudes políticas del atleta Gorgo.
Gorgo el messenio no era inferior a ninguno de sus conciudadanos por sus riquezas e ilustre progenie, y como atleta fue en su juventud el más célebre de cuantos lucharon por la corona de los juegos gimnásticos. Ciertamente, ni por la nobleza de sus formas, ni por su constante conducta, ni por el número de coronas que había conseguido, a ninguno de su edad cedía. Muy al contrario, cuando retirado de los combates de la gimnasia dedicóse al gobierno de la República y a la administración de los asuntos de su patria, no logró menor gloria en estas tareas que en las de su vida anterior. Lejos de mostrar la ignorancia y rusticidad que casi siempre caracteriza a los atletas, alcanzó en la República reputación de hombre muy hábil y prudente en el manejo de los negocios públicos.
Capítulo VIII
Demetrio de Faros induce a Filipo, rey de Macedonia, a que introduzca guarnición en lthome, ciudadela de Messena.- Arato sugiere lo contrario.
El rey de Macedonia, Filipo, que quería apoderarse de la ciudadela de los messenios, manifestó a las personas principales de la ciudad su deseo de visitarla y hacer allí un sacrificio a Júpiter. Subió a ella con su acompañamiento.
Presentadas a Filipo según costumbre las entrañas de las víctimas sacrificadas (216 años antes de J. C.), las recibió en sus manos, y volviéndose un poco, las mostró a Arato, y le preguntó, qué juicio hacía de los sacrificios, si indicaban levantar el sitio de la ciudadela o tomarla. Entonces Demetrio, aprovechándose de la ocasión, dijo: «Si pensáis como adivino, levantad el sitio cuanto antes; pero si como rey que entiende sus intereses, mantenedle; no sea que malograda la ocasión presente, no encontréis otra tan oportuna. Sólo teniendo asidos fuertemente ambos cuernos, tendréis sujeto al buey.»
Entendía con este enigma por cuernos a Ithome y el Acrocorinto, y por buey al Peloponeso. Entonces Filipo, volviéndose hacia Arato, le preguntó: «Y tú, ¿me aconsejas lo mismo?» Pero viendo que callaba, pidió le manifestase su parecer. Arato, después de haber meditado un rato, dijo: «Si lo puedes hacer sin violar la fe a los messenios, toma a Ithome; mas si de ocuparla con guarnición ha de resultar la pérdida de todas las ciudadelas y del socorro que has recibido de Antígono para defender los aliados (en esto le insinuaba la importancia de guardar su palabra), mira no tenga ahora más cuenta hacer desfilar las tropas, y dejar aquí una prueba de buena fe con que conservar los messenios y demás aliados.» Filipo, a dejarse llevar de su pasión, hubiera quebrantado sin reparo los tratados, como quedó de manifiesto por lo que hizo después. Pero reprendido poco antes agriamente por el joven Arato de haber sido causa de la pérdida de alguna gente, y viendo la libertad y entereza con que el viejo le advertía y rogaba ahora no despreciase su aviso, desistió del empeño; y cogiéndole de la mano le dijo: «Está bien; volvamos por donde vinimos.»
Capítulo IX
Filipo, rey de Macedonia.
Hagamos una interrupción momentánea en el hilo de nuestra narración para hablar algo de Filipo, por ser ésta la época del cambio fatal que hizo en su conducta y manera de gobernar. No puede presentarse ejemplo más ilustre a quienes, estando al frente de los negocios públicos, procuran instruirse con la lectura de la historia. Dueño al nacer de un poderoso reino y con las mejores inclinaciones, le conocen los griegos por sus buenas cualidades y sus defectos, por los afortunados que aquéllas le proporcionaron y las desdichas que éstos le produjeron. Joven ascendió al trono, y a ningún rey amaron tanto en Tesalia, Macedonia; las demás comarcas sometidas a su dominación. ¿Se quiere de ello innegable prueba? Mientras guerreó con etolios y lacedemonios, casi siempre se hallaba fuera de Macedonia; a pesar de ello, ni los citados pueblos, ni los bárbaros vecinos de su reino se atrevieron a poner en éste los pies. ¿Qué diré del afecto y solicitud que mostraron en servirle Alejandro, Crisógenes y todos sus otros amigos? Pródigo en beneficios, consiguió en breve tiempo la adhesión por reconocimiento vivo y sincero de los pueblos del Peloponeso, la Beocia, el Epiro y la Acarnania, y me atreveré a decir que era por su carácter servicial y benéfico el amor y delicia de toda la Grecia. Admirable prueba del crédito que da a los príncipes la reputación de probidad y rectitud, es la de que los habitantes de Creta le escogieran unánimemente como jefe y señor de su isla, y cosa nunca vista, que esto se hiciera sin armas ni combates. Mas después] de su conducta con los messenios, todo cambió de aspecto, y el odio que desde entonces le tuvieron igualó al cariño que antes inspiraba; y así debió esperarlo. Con determinaciones contrarias a las primitivas y actos conformes a las determinaciones, natural era que perdiese la reputación conseguida, y que sus negocios tuvieran distinto éxito al anterior a este cambio. Así ocurrió, efectivamente, y se verá en el curso de esta historia.
Capítulo X
Arato.
En el momento en que Filipo se declaró francamente hostil a los romanos y cambió por completo de conducta respecto a sus aliados, le expuso Arato mil motivos, razones mil para disuadirle de tal empresa. Lo alcanzó, no sin trabajo. Ruego aquí a mis lectores, para que de nada les quede duda, recuerden una promesa que les hicimos en el libro V de esta historia. Al referir la guerra de Etolia, manifestamos que si Filipo había destruido pórticos y otros adornos de la ciudad de Therme, no debía imputarse estos excesos a él, cuya juventud era incapaz de cometerlos, sino a los amigos que le acompañaban; y siendo estos excesos incompatibles con el carácter dulce y moderado de Arato, correspondía sólo la censura a Demetrio de Pharos. Lo dicho entonces prometimos probarlo después. Ahora bien; visto está en lo relatado de los messenios que Arato se encontraba a una jornada de distancia, y Demetrio junto al rey, cuando este príncipe empezó a gustar, por decirlo así, la sangre humana, a faltar a la fe con sus aliados y a degenerar en tirano. Mas lo que mejor caracteriza la diferencia entre ambos es el consejo que cada uno dio al rey respecto a la ciudadela de Messena. Siguiendo el de Arato, no se apoderó de ella Filipo, y así consoló en cierto modo a los messenios de la carnicería que en la ciudad había llevado a cabo; y por escuchar el de Demetrio contra los etolios entregóse a una violencia impropia en él, y se hizo detestar de los dioses y de los hombres; de los dioses, profanando sus templos; de los hombres, excediendo las leyes de la guerra. La isla de Creta proporciona nueva prueba de la sabiduría de Arato. Mientras Filipo le consultó los negocios de ella, no haciendo a nadie daño o perjuicio, vio a los cretenses recibir sumisos sus órdenes, y por la benignidad de su gobierno a todos los griegos ponerse de su parte; pero al seguir los consejos de Demetrio, les llevó los horrores de la guerra, convirtióse en enemigo de todos sus aliados, y destruyó la confianza que en él tenían los demás pueblos de Grecia. ¡Tan importante es para un rey joven elegir sus consejeros, pues de ello depende la felicidad o ruina de sus Estados, y, no obstante, la mayoría de los príncipes ni siquiera se dignan pensar en cosa de tan graves consecuencias!
Capítulo XI
Antíoco se apodera de Sardes mediante un ardid de Lagoras Cretense.
Producíanse en torno a Sardes continuas escaramuzas y refriegas sin cesar noche y día (215 años antes de J. C.) No existía género de asechanzas, emboscadas y ataques que los soldados no excogitasen unos contra otros. Efectuar una relación circunstanciada de todo esto, sería no solo infructuoso, sino demasiado prolijo. Ya era el segundo año que duraba el asedio, cuando Lagoras Cretense, hombre de bastante experiencia en el arte de la guerra, puso fin a la contienda. Había observado que las más fuertes ciudades vienen por lo regular con más facilidad a poder del enemigo; porque la negligencia de los habitantes, satisfecha de la fortaleza natural y artificial de la plaza, descuida y abandona del todo su custodia. Había notado también que las plazas tal vez se toman por la parte más fuerte y menos esperada en el concepto de los enemigos. En este supuesto, viendo que la antigua opinión en que se hallaba Sardes de su fortaleza había hecho desconfiar a todos de poderla tomar por asalto, y que sólo el hambre era el arbitrio de rendirla, se aplicó tanto con mayor intensidad a examinar e inquirir si por algún medio le fuera dable tomarla. Advirtió que aquella parte del muro que une la ciudad con el alcázar, llamada Sierra, no estaba custodiada: no fue menester más para entregarse a este pensamiento y esperanza. El descuido de las centinelas lo infirió de un indicio semejante. Aquel sitio era un lugar sumamente escarpado, al pie del cual existía un abismo, donde se acostumbraba arrojar de la ciudad los cadáveres, y viera tres de caballos y bestias muertas. Allí se reunían diariamente un gran número de buitres y otros géneros de pájaros. Lagoras había reparado en que después de saciados estos animales, se iban de continuo a descansar sobre la roca y la muralla. De aquí infirió que aquella parte de muro indefectiblemente estaba abandonada y desierta la mayor parte del tiempo. Esto bastó para que todas las noches fuese a aquel sitio, y examinase con cuidado por dónde se podría entrar y poner las escalas. Cuando ya hubo encontrado un paraje accesible en una de aquellas rocas, dio cuenta al rey de su propósito. Antíoco aceptó el pensamiento, y exhortó a Lagoras a llevar al cabo su proyecto, prometiéndole que haría cuanto estuviese de su parte. Lagoras rogó al rey le diese por socios y compañeros en la acción a Teodoto el etolio, y a Dionisío capitán de guardias, por parecerle que uno y otro tenían el valor y audacia que se requería para la empresa proyectada. Conseguida la venia del rey, conferenciaron los tres, y después de sopesadas entre sí todas las circunstancias, aguardaron a una noche en que al amanecer no hubiese luna. Llegada ésta, el día antes del que habían de poner por obra su propósito, al ponerse el sol, eligieron los quince hombres más robustos en fuerzas y espíritu de toda la armada para llevar a un tiempo las escalas, subir por ellas, y acompañarles en la empresa. A más de éstos, entresacaron otros treinta, que dejaron emboscados a cierta distancia, para que después que los primeros, superado el muro, hubiesen llegado a la puerta contigua, los segundos procurasen por la parte exterior forzar y romper los quicios y umbrales, mientras que aquellos por la parte interior hacían lo mismo con los cerrojos y pestillos. En pos de éstos había de ir caos mil, los cuales tenían orden de atacar y ocupar la cima del Teatro, sitio que domina ventajosamente la ciudad y la ciudadela. Para que por este destacamento no se sospechase de modo alguno la verdad de la acción, se esparció la voz que los etolios pensaban arrojarse en la ciudad por cierto barranco, y para precaver con eficacia lo que se presumía, se habían escogido estas gentes.
Preparado todo lo necesario, lo mismo fue ocultarse la luna, Lagoras y sus gentes se aproximaron silenciosamente a las rocas con las escalas, y se refugiaron bajo una prominencia. Llegado el día y retiradas las centinelas de este lugar, el rey destacó según costumbre parte de las tropas a sus puestos, sacó el resto al Hipódromo y lo formó en batalla. Al principio nadie sospechó lo que era; pero igual fue aplicarse las dos escalas por donde subían delante Dionisio y Lagoras, que alborotarse y conmoverse todo el campo. Porque aunque ni desde la ciudad ni desde la ciudadela se veía a los que montaban el muro, a causa de la punta que sobresalía en la roca; desde el campo se percibía muy bien el denuedo de los que subían, y se exponían al peligro. Por eso unos, asombrados de lo extraordinario del hecho, otros pronosticando y temiendo sus consecuencias, fluctuaban entre el temor y la alegría. Entonces el rey, viendo la sensación que esto había causado en todo el campo, a fin de disuadir tanto a sus tropas como a los sitiados de lo que tenía proyectado, hizo avanzar el ejército, y lo llevó a una puerta que se hallaba al lado opuesto, llamada Persida. Aqueo, que advirtió desde la ciudadela un movimiento tan poco acostumbrado en los enemigos, quedó dudoso y perplejo por mucho tiempo, sin poder adivinar lo que sería. Sin embargo, destacó a la puerta tropas que contuviesen al contrario, pero como la bajada era estrecha y escarpada, el socorro llegó tarde. Aribazo, que gobernaba la ciudad acudió inocentemente a la puerta a donde vio que se dirigía Antíoco, y haciendo montar a unos sobre el muro, y sacando a otros por la puerta, ordenó hacer frente al enemigo que se aproximaba, y venir con él a las manos.
Entretanto Lagoras, Teodoto y Dionisio, superados aquellos precipicios, llegan a la puerta contigua; y mientras que unos pelean con los que habían salido al encuentro, otros hacen pedazos los cerrojos. Al mismo tiempo llegan los que estaban en el exterior designados para esta empresa; empiezan a hacer lo mismo, y abierta rápidamente la puerta, entran los dos mil, y se apoderan de la cima del Teatro. No bien había pasado esto, cuando todos los cercados acudieron con diligencia desde los muros y desde la puerta Persida, a cuyo socorro había marchado anteriormente Aribazo, para contener a los que habían penetrado. Con este retroceso quedó abierta la puerta, y entraron algunas tropas de Antíoco en seguimiento de los que se retiraban. Una vez apoderados de ésta, al punto unos entran en la ciudad, otros fuerzan las inmediatas. Aribazo y los sitiados hacen alguna resistencia, pero prontamente se retiran a la ciudadela. Con esto Teodoto y Lagoras se hacen fuertes en lo alto del Teatro, observando con prudencia y sagacidad todo lo que ocurría; y el resto del ejército se esparce por todas partes y se apodera de la ciudad. De allí adelante, unos matando a los que encontraban, otros prendiendo fuego a las casas, otros entregándose al robo y al pillaje, toda la ciudad fue saqueada y destruida. De este modo se apoderó de Sardes Antíoco.
Capítulo XII
Los pueblos habitantes del Oricón.
Los pueblos que habitan Oricón se hallan situados en el mar Adriático a la derecha del navegante que entra en él…