Historias
Polibio de Megalópolis
Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.
Historias
Tomo I (Libros 1 a 4)
Exordio del autor — Libro 1 — Libro 2 — Libro 3 — Libro 4
Tomo II (Libros 5 a 14)
Tomo III (Libros 15 a 40)
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Libro cuarto
Capítulo primero
Recapitulación.- Puntos de referencia establecidos por el autor para entrar en la historia de los griegos.
Quedaron expuestas en el libro precedente las causas de que se originó la segunda guerra púnica entre romanos y cartagineses (220 años antes de J.C.); manifestamos la entrada de Aníbal en Italia; y a más, recorrimos los combates que tuvieron lugar entre unos y otros, hasta aquella batalla que se dio a las márgenes del Aufido, junto a la ciudad de Cannas. Ahora haremos mención de lo que sucedió en la Grecia por el mismo tiempo, esto es, en el transcurso de la olimpíada ciento cuarenta. Pero antes recordaremos brevemente lo que en el libro segundo, como preámbulo de esta obra, se dijo de los griegos, y especialmente de la nación Aquea, por haber tomado esta república un maravilloso incremento, tanto en los tiempos pasados como en los presentes.
Dimos principio por Tisamenes, uno de los hijos de Orestes, y dijimos que los aqueos habían sido gobernados por reyes de esta línea hasta Ogiges; pero que habiendo adoptado después el más bello sistema de gobierno democrático, al instante los habían dispersado por las ciudades y aldeas los reyes de Macedonia. A consecuencia de esto expusimos cómo volvieron otra vez a confederarse, y cuándo y quiénes fueron los autores de esta decisión. Manifestamos asimismo de qué medios y auxilios se valieron para atraer a la liga las ciudades, y estimular a todos los peloponesios a tomar un mismo nombre y gobierno. Después de haber hablado en general de este proyecto, y haber tocado brevemente los hechos particulares, proseguimos la narración hasta el tiempo en que Cleomenes, rey de Lacedemonia, fue destronado. Por último, hecha una sucinta relación de lo que comprende nuestro preámbulo, hasta la muerte de Antígono, Seleuco y Ptolomeo, reyes que todos murieron hacia el mismo tiempo; resta que, atento a nuestra promesa, demos principio a la historia por las acciones que a éstas se siguieron.
Creo ser esta la más bella época de mi historia. Lo primero, porque aquí finaliza la obra de Arato, y lo que me propongo decir en adelante de los griegos no será sino una consecuencia; lo segundo, porque los tiempos siguientes y los de nuestra historia tienen entre sí tal conexión, que o los hemos visto nosotros, o los han alcanzado nuestros padres. De aquí proviene que lo que adelante se dirá, o lo hemos presenciado nosotros mismos, o lo sabemos de testigos oculares. Y a la verdad, tomar el agua de más arriba, de suerte que escribamos por oídas lo que otros saben de oídas, no me parece seguro, ni para formar idea, ni para resolver con acierto. Pero sobre todo, hemos dado principio desde esta data, porque en ella como que la fortuna hizo mudar de semblante a toda la haz de la tierra.
Efectivamente, Filipo, hijo de Demetrio, aunque niño, ocupó el trono de Macedonia; Aqueo, dueño del país de parte acá del monte Tauro, obtuvo, no sólo la majestad, sino el poder regio; Antíoco, llamado el Grande, fallecido poco antes su hermano Seleuco, sucedió en su más tierna edad en el reino de Siria; Ariarates reinó en Capadocia; Ptolomeo Filopator se apoderó del Egipto; Licurgo fue hecho rey de Lacedemonia; y los cartagineses, en fin, acababan de elegir a Aníbal por su jefe para las empresas que hemos dicho. Tal mudanza en los estados, por precisión había de producir novedades. Esto es muy natural y forzoso que ocurra, como en efecto se verificó entonces. Los romanos y cartagineses promovieron la guerra de que hemos hablado; al mismo tiempo Antíoco y Ptolomeo disputaron entre sí la Cæle-Siria; los aqueos y Filipo pelearon contra los etolios y lacedemonios por los motivos siguientes.
Capítulo II
Carácter del pueblo etolio.- Sus motivos para hacer la guerra a los messenios.
Hacía ya mucho tiempo que los etolios padecían con impaciencia la paz y el mantenerse a su costa. Estaban acostumbrados a vivir a expensas de sus vecinos. Su natural arrogancia les había constituido en la precisión de muchos gastos, y esclavos de esta pasión, codiciaban siempre lo ajeno, mantenían una vida feroz, no reconocían amigo, y reputaban a todos por enemigos. En los tiempos anteriores, mientras vivió Antígono, los había contenido el respeto a los macedonios; pero después que éste falleció y dejó por sucesor al joven Filipo, llenos de desprecio por su persona, buscaron ocasiones y pretextos para mezclarse en los asuntos del Peloponeso, y arrastrados, según su inveterada costumbre, del deseo de saquear esta provincia, se creyeron con mayor derecho para hacer la guerra a los aqueos. En este pensamiento estaban, cuando contribuyendo algún tanto el acaso a sus propósitos, se valieron de este pretexto para el rompimiento.
Dorimaco Triconense, hijo de aquel Nicostrates que violó la asamblea general de los beocios, joven intrépido y codicioso, como buen etolio, fue enviado de parte de su república a Figalea, ciudad del Peloponeso, situada en los confines de los messenios, y confederada a la sazón con los etolios, con el fin, en apariencia, de defender la ciudad y el país, pero en realidad con el de espiar lo que pasaba en el Peloponeso. Durante su estancia acudieron a Figalea muchos piratas, y sin arbitrio para proporcionarles algún botín con justa causa, por durar aún entonces la paz general de la Grecia ajustada por Antígono; finalmente, falto de recurso, les permitió robar los ganados de los messenios, que eran sus amigos y aliados. Al principio robaron sólo los rebaños que había en las fronteras, pero después, pasando adelante la insolencia, emprendieron saquear las alquerías de la campiña, asaltándolas de noche y cuando menos se pensaba. Los messenios llevaron muy a mal estos procedimientos, y enviaron legados a Dorimaco. Éste al principio no hizo caso. Tenía interés en que se enriqueciesen las tropas de su mando, y enriquecerse él mismo con la parte que tenía en los despojos. Repetidas las instancias de los diputados por la frecuencia de excesos, respondió que iría a Messena y satisfaría las quejas contra los etolios. Efectivamente fue, acudieron a él los agraviados; pero o se burló de ellos con mofas, o los insultó y amenazó con escarnios.
Una noche que se hallaba él aún en Messena, los piratas se aproximaron a la ciudad, y aplicadas las escalas, asaltaron el cortijo de Chirón, degollaron a los que se resistieron, maniataron los restantes criados y se llevaron consigo los ganados. Hasta ese momento los eforos habían padecido, aunque con dolor, estos excesos y la llegada de Dorimaco; pero entonces, creyendo que ya pasaba a desprecio, le citaron ante la asamblea de los magistrados. Era a la sazón Eforo de los messenios Scirón, personaje de probada conducta entre sus ciudadanos. Éste fue de parecer que no se dejase salir de la ciudad a Dorimaco sin que resarciese todos los daños a los messenios, y entregase los autores de tantas muertes para expiar sus delitos. Aprobado unánimemente el parecer de Scirón como tan justo, Dorimaco irritado les dijo: «Sois demasiado necios si creéis que este insulto es a mí y no a la república de los etolios; la acción, a mi ver, es muy indigna para que deje de atraeros un público castigo, que os estará bien merecido.» Había a la sazón en Messena un hombre malvado, sacrificado del todo a las miras de Dorimaco, por nombre Babirtas, quien si se ponía la gorra y vestido de Dorimaco, no era fácil distinguirle: tanta era la uniformidad de voz, y demás partes del cuerpo que había entre los dos. No ignoraba esto Dorimaco. Éste, tratando con imperio y altanería a los messenios, Scirón montado en cólera, «¿juzgas acaso, Babirtas, le dijo, que haremos caso de ti ni de tus amenazas?» Estas palabras bastaron para que Dorimaco cediese al instante a la necesidad, y permitiese a los messenios tomar venganza de todos los excesos cometidos. Vuelto a la Etolia, le pareció tan cruel y áspero el dicho de Scirón, que sin otro justo motivo, sólo por esto suscitó la guerra a los messenios.
Capítulo III
Discurso de Dorimaco para animar a los etolios hacia la guerra.- Declaración de ésta.- Primera campaña.
Por entonces (221 años antes de J. C.) era pretor de los etolios Aristón, quien por ciertos achaques corporales que le inhabilitaban para el servicio de la guerra, y por el parentesco que le unía a Dorimaco y Scopas, cedió en cierto modo todo el mando en el primero. Dorimaco no osaba persuadir en público a los etolios para la guerra contra los messenios. No tenía pretexto alguno que mereciese la pena; por el contrario, sabían todos que la infidelidad y el desprecio recibido de Scirón le estimulaban a este rompimiento. Y así, desechado este medio, inducía en secreto a Scopas a que le acompañase a la empresa contra los messenios. Para esto le manifestaba que no había que temer de parte de los macedonios por la temprana edad de su rey Filipo, que a la sazón no pasaba de diecisiete años. Agregaba la enajenación de ánimos que había entre lacedemonios y messenios. Le traía a la memoria la benevolencia y alianza de los eleos con los etolios, de donde deducía que podrían hacer una irrupción sin peligro en la Messenia. Pero lo más capaz de hacer impresión sobre un etolio, era que le ponía a la vista el rico botín que sacarían de la Messenia, país desapercibido, y el único en el Peloponeso que no había experimentado en tiempo de Cleomenes los rigores de la guerra. Sobre todo le ponderaba el afecto que se granjearían de todo el pueblo etolio; que si los aqueos les impedían el paso, no tendrían de qué quejarse si se lo abrían por fuerza; y si se estaban quietos, no pondrían obstáculo a sus designios; finalmente, que no faltaría pretexto contra los messenios, quienes ya anteriormente habían hecho la injusticia de prometer el favor de sus armas a los aqueos y macedonios.
Dichas estas y otras parecidas razones al mismo intento, infundió tal ardor en Scopas y en sus amigos, que sin esperar la asamblea general del pueblo, sin consultar con los senadores, y sin ejecutar cosa de las que requería el caso, aconsejados sólo de su pasión y capricho, declararon la guerra a un tiempo a los messenios, epirotas, aqueos, acarnanios y macedonios. Sin dilación destacaron por mar a los piratas, quienes, encontrando junto a Cithera un navío del rey de Macedonia, le condujeron a la Etolia con toda la tripulación, y vendieron los pilotos, la marinería y la nave misma. Talaron la costa del Epiro, sirviéndose para tanta maldad de los navíos de los cefalenios; intentaron apoderarse de Thireo, ciudad de la Acarnania; enviaron espías encubiertos por el Peloponeso, y tomaron en el centro del país de los megalopolitanos el castillo de Clarió, de que se sirvieron para vender los despojos y guardar lo que robaban. Aunque en pocos días fue forzada esta fortaleza por Timojeno, pretor de los aqueos, acompañado de Taurión, a quien Antígono había dejado en el Peloponeso para velar sobre los intereses de los reyes de Macedonia. Pues a pesar de que el rey Antígono, con permiso de los aqueos, se había apoderado de Corinto en tiempo de Cleomenes; no obstante, habiendo tomado por fuerza a Orcomeno, lejos de restituirla a los aqueos, la había retenido para sí; con el propósito, a mi modo de entender, de ser dueño no sólo de la entrada del Peloponeso, sino de tener a cubierto el país mediterráneo, por medio de la guarnición y pertrechos que tenía en esta plaza.
Dorimaco y Scopas, habiendo observado la ocasión, en que faltase poco tiempo a Timojeno para concluir la pretura, y en que Arato, elegido sucesor para el año siguiente por los aqueos no hubiese entrado aún en el cargo, congregaron en Río todo el pueblo etolio; y después de haber preparado pontones, y equipado los navíos de los cefalenios, trasladaron estas tropas al Peloponeso y avanzaron hacia Messena. Durante la marcha por el país de los patrenses, fareos y tritaios, aparentaron no querer hacer agravio a los aqueos; pero no pudiendo abstenerse el soldado de la codicia del despojo, atravesaron talando y destruyendo todo hasta llegar a Figalea. Hecha esta irrupción, se arrojaron de improviso y con insolencia sobre los campos de los messenios, sin tener la menor consideración a la amistad y alianza que de tiempos antiguos mediaba con este pueblo, ni al derecho común establecido entre las gentes. Sobre todos estos respetos prevaleció la codicia; talaron impunemente el país, sin atreverse los messenios a salirles al paso.
Capítulo IV
Arato toma el mando de las tropas aqueas.- Semblanza de este ilustre pretor.
Llegado que fue el tiempo legítimo de su asamblea (221 años antes de J. C.), los aqueos concurrieron a Egio. Luego de formado el consejo, los patrenses y fareos expusieron los perjuicios que había sufrido su país con el paso de los etolios. Los messenios acudieron por sus diputados, y pidieron igualmente que se les amparase contra la injusticia y perfidia de estas gentes. Escuchadas estas representaciones, los aqueos se condolieron de los patrenses y fareos, y tuvieron compasión del infortunio de los massenios. Pero sobre todo, lo que más les llegó al alma, fue el que los etolios, sin haberles concedido ninguno licencia para el paso, ni haber intentado siquiera el prohibírselo, se hubiesen atrevido a penetrar con ejército en la Acaia contra el tenor de los tratados. Irritados con todos estos motivos, decretaron socorrer a los messenios; y una vez puestos sobre las armas los aqueos por su pretor, lo que pareciese conveniente a los miembros de la asamblea, aquello se tuviese por valedero. Timojeno, a quien duraba aún el tiempo de la pretura, como que tenía poca confianza en los aqueos, gentes que en aquella era habían mirado con descuido el ejercicio de las armas, rehusaba encargarse de la expedición y del alistamiento de las tropas. Efectivamente, después de la caída de Cleomenes, rey de Esparta, los peloponesios, cansados con las guerras anteriores, y fiados en la tranquilidad presente, habían abandonado todo lo concerniente a la guerra. Pero Arato, condolido e irritado con la insolencia de los etolios, manejaba con más ardor el asunto, como que ya de antaño provenía la enemistad con estas gentes. Por lo cual procuró poner cuanto antes sobre las armas a los aqueos, resuelto a venir a las manos con los etolios. Finalmente, habiendo recibido de Timojeno el sello público cinco días antes del tiempo acostumbrado, escribió a las ciudades para que congregasen en Megalópolis con sus armas a todos los de edad competente. Pero me parece del caso anticipar una breve noticia del raro talento de este pretor.
Tenía Arato, entre otras dotes, el de ser un perfecto estadista. Poseía el talento de la palabra, el del ingenio y el del siglo. En calmar disensiones civiles, granjearse amigos y adquirirse aliados, no tenía igual. En hallar trazas, artificios y asechanzas contra un enemigo, y éstas llevarlas a debido efecto a costa de fatigas y constancia, era el más astuto. De esto se pudieran dar muchos claros testimonios, pero los más sobresalientes se ven particularmente en la toma de Sicione y Mantinea, en el desalojamiento de los etolios de la ciudad de Pelene, y sobre todo, en la astucia con que sorprendió el Acrocorinto. Pero este mismo Arato, puesto en campaña al frente de un ejército, era tardo en el consejo, apocado en la resolución e incapaz de esperar sin moción la apariencia de un peligro. Por eso, aunque llenó el Peloponeso de sus trofeos, con todo, casi siempre fue despojo de sus contrarios por este pero. Así es que entre los hombres existe no sólo cierta diversidad en los cuerpos, sino aun más en los espíritus; de forma que un mismo hombre ya es apto, ya inepto, no digo para diversas funciones, sino aun para algunas de la misma especie. Vemos muchas veces a uno mismo ser ingenioso y estúpido, igualmente que a otro intrépido y tímido. Ni son estas paradojas; son sí verdades comunes y notorias a los que quieren reflexionar. Vemos unos ser animosos en las cacerías para pelear con las fieras, y estos mismos ser cobardes en la guerra y a la vista del enemigo. Tal es expedito y astuto para el ministerio militar cuando el combate es particular y de hombre a hombre, pero en uno general y formado con otros es de ningún provecho. La caballería thesálica, por ejemplo, situada por escuadrones en batalla ordenada, es irresistible; pero fuera de aquí, para luchar de hombre a hombre, cuando el tiempo y la ocasión lo requieren, es inútil y pesada. A los etolios sucede todo lo contrario. Los cretenses, bien sea por mar, bien por tierra, si se trata de emboscadas, ladronicios, sorpresas del enemigo, ataques nocturnos, y cuanto requiera dolo en una acción particular, son intolerables; pero en batalla campal y al frente del enemigo son cobardes y apocados de espíritu. Los aqueos y macedonios al contrario. Hemos apuntado estas reflexiones para que los lectores no extrañen al escuchar si alguna vez de unas mismas personas proferimos juicios diversos sobre institutos entre sí semejantes.
Capítulo V
La batalla de Cafias.
Reunidos (221 años antes de J. C.) en Megalópolis- aquí fue donde interrumpimos el hilo de la narración- todos los de edad competente para llevar las armas, según se había resuelto en la asamblea aquea; los messenios se presentaron por segunda vez, rogando no abandonasen a unas gentes a quienes tan abiertamente se les había faltado a los pactos. Deseaban entrar a la parte en la liga común, e insistían en que se les alistase con los demás; pero los jefes aqueos no aceptaron su alianza, manifestando que no podían recibir pueblo alguno sin el consentimiento de Filipo y demás aliados. Subsistía aún la alianza jurada que Antígono había hecho en tiempo de Cleomenes entre los aqueos, epirotas, focenses, macedonios, beocios, arcadios y thesalos. Sin embargo, prometieron que saldrían a campaña y les socorrerían, con tal que los presentes pusiesen en rehenes sus hijos en Lacedemonia, para resguardo de que jamás se reconciliarían con los etolios sin la voluntad de los aqueos. Armaron también sus gentes los lacedemonios según el tenor de la alianza, y acamparon en las fronteras de los megalopolitanos, más como tropas subsidiarias y espectadoras que como aliadas.
Arato, evacuado que hubo de este modo el asunto de los messenios, envió diputados para instruir a los etolios de lo resuelto, exhortarles a que saliesen del país de los messenios, y no tocasen en la Acaia; o de lo contrario, trataría como enemigos a los contraventores. Scopas y Dorimaco, apenas recibieron esta noticia, y supieron que los aqueos se habían reunido, pensaron les tenía cuenta obedecer sus órdenes. Sin dilación despacharon correos a Cilene, y a Aristón, pretor de los etolios, para que les enviasen cuanto antes a la isla de Fliades los barcos de carga que tuviesen. Ellos, dos días después, levantaron el campo llevando por delante el botín, y dirigieron su ruta hacia el país de los eleos, con quienes siempre habían tenido amistad, y de cuya conexión se habían valido para robar y saquear el Peloponeso. Arato, tras de haberse detenido dos días y haber fiado neciamente en que los etolios se retirarían a su patria, como lo habían dado a entender, licenció todos los aqueos y lacedemonios para sus casas, y reteniendo solos tres mil infantes, trescientos caballos y las tropas que mandaba Taurión, avanzó hacia Patras, contentándose con ir flanqueando a los etolios. Dorimaco, informado de que Arato le seguía de cerca y permanecía armado, llegó a temer por una parte que no le atacase mientras se estaba embarcando, pero como por otra deseaba con ansia provocar la guerra, envió el botín a los navíos bajo una escolta suficiente y apta para su transporte, con orden de conducirle hasta Río, ya que desde allí se habían de hacer a la vela. Él al principio marchó escoltando la comitiva del botín pero a poco tiempo torció el camino y se dirigió hacia Olimpia. Con el aviso que tuvo de que Taurión y Arato acampaban con sus tropas en torno a Clitoria, seguro que era imposible pasar por el Río sin exponerse al trance de una batalla, creyó convenía a sus intereses venir cuanto antes a las manos con Arato, que a sazón tenía poca gente y no esperaba tal fracaso; con el pensamiento de que, si lograba vencerle, talaría el país y partiría de Río sin peligro, mientras que Arato cuidaba y deliberaba reunir por segunda vez a los aqueos; y si, atemorizado éste, se retiraba y rehusaba el combate, dispondría su partida sin riesgo cuando más bien le pareciese. Ocupado en estos propósitos, emprendió su marcha y acampó alrededor de Methidrio en el país de los megalopolitanos.
Los jefes aqueos que supieron la llegada de los etolios, consultaron tan mal sus intereses, que llegó hasta lo sumo la necedad. Vueltos de Clitoria, sentaron sus reales alrededor de Cafias; y cuando pasaban los etolios desde Methidrio por delante de Orcomeno, sacaron sus tropas, y las ordenaron en batalla en las llanuras de Cafias, poniendo por barrera el río que por allí pasa. Los etolios, ya por las dificultades que mediaban (había a más del río muchos fosos difíciles de vencer), ya por la buena disposición que aparentaban los aqueos para la batalla, temieron venir a las manos según su primer propósito, y marcharon en buen orden por aquellas eminencias hasta Oligirto, dándose por muy contentos si nadie los inquietaba ni precisaba a arriesgar un trance. Ya la vanguardia de los etolios había llegado a las eminencias, y la caballería que cerraba la retaguardia, atravesando el llano, tocaba con el pie de la montaña llamada Propo, cuando Arato destaca la caballería e infantería ligera al mando de Epistrato Acarnanio, con orden de picar la retaguardia y tentar a los contrarios. Efectivamente, caso de arriesgar un trance, de ningún modo convenía venir a las manos con la retaguardia, cuando ya el enemigo había atravesado las llanuras, sino atacar la vanguardia, al punto que ésta hubiese penetrado en el llano. De esta forma, todo el combate hubiera sido en terreno llano y descampado; donde habrían sido sin duda incomodados los etolios por la clase de sus armas y orden de batalla, y los aqueos por las disposiciones contrarias hubieran tenido la prepotencia y la ventaja. Pero por el contrario, no supieron aprovecharse del terreno ni de la ocasión, y entraron en la lid cuando todo era favorable al enemigo. Consiguientemente el éxito del combate correspondió a los principios. No bien se había comenzado por los armados a la ligera, cuando la caballería etolia se acogió sin perder el orden al pie de la montaña, con el anhelo de incorporarse con su infantería. Arato, sin ver bien lo que ocurría, ni inferir justamente las resultas, luego que advirtió que se retiraba la caballería, en el entender de que volvía la espalda, destaca de sus alas la infantería pesada, con orden de socorrer e incorporarse con la ligera. Él, mientras, hizo tornar corriendo y con precipitación el ejército sobre una de las alas. Lo mismo fue atravesar el llano la caballería etolia y unirse con la infantería, que apoyada del pie de la montaña hacer alto, exhortar a la infantería a que se colocase sobre sus costados, y a sus voces acudir prontamente al socorro todos los que iban aún andando. Cuando ya creyeron que eran los bastantes, se vuelven, acometen las primeras líneas de la caballería e infantería ligera de los aqueos; y como eran más en número y atacaban desde lo alto no obstante la obstinada resistencia, al cabo hacen emprender la huida a los que entraron en la acción. En el hecho mismo de volver éstos la espalda, los pesadamente armados que venían andando a su socorro sin orden y descompuestos, unos sin saber lo que pasaba, otros chocando de frente con los que se retiraban, fueron forzados a huir y a seguir su ejemplo. De aquí provino que en la acción sólo quedaron sobre el campo quinientos hombres, cuando eran más de dos mil los que iban huyendo. Pero advertidos los etolios por el lance mismo de lo que debían hacer, siguieron el alcance con grande y descompasada algazara. Mientras los aqueos se iban retirando hacia los pesadamente armados, en la inteligencia de encontrarlos en puesto seguro según la formación que habían tomado al principio, su huida era honesta y provechosa; pero apenas advirtieron que éstos habían desamparado sus fortificaciones y que se hallaban a larga distancia y des-mandados, unos al instante se dispersaron y refugiaron sin orden en las ciudades inmediatas, otros, encontrándose de frente con la falange que venía a su socorro, su propio miedo sin necesidad de enemigos les forzó a tomar una huida precipitada y acogerse en las ciudades circunvecinas. Orcomeno y Cafias, pueblos inmediatos, sirvieron de asilo a muchos. Sin este auxilio acaso hubieran perecido todos sin remedio. Tal fue el éxito de la batalla que se dio en las cercanías de Cafias.
Capítulo VI
Cargos formulados por los aqueos contra Arato, y justificación de éste.- Resolución de la Asamblea aquea.- Proyecto ridículo del pueblo etolio.
Apenas conocieron los megalopolitanos que los etolios se habían acampado en torno a Methidrio, convocado el pueblo al son de trompeta, llegaron al socorro el día después de la batalla; y cuando creían que, vivos aún sus compañeros, podrían batir a los enemigos, se vieron en la necesidad de haber de dar sepultura a los que habían muerto. Efectivamente, cavaron un hoyo en las llanuras de Cafias, y amontonados los cadáveres, hicieron las exequias con todo honor a aquellos infelices. Los etolios, alcanzada una victoria tan inesperada por medio de su caballería e infantería ligera, cruzaron después con toda seguridad por medio del Peloponeso. En esta marcha intentaron tomar la ciudad de Pelene, arrasaron los campos de Sicione y finalmente hicieron su salida por el istmo. Tal fue la causa y motivo de la guerra social: el principio provino del decreto que todos los aliados reunidos en Corinto redactaron después siendo autor de la decisión el rey Filipo.
Pocos días después, reunido el pueblo aqueo en la asamblea acostumbrada, todos en general y en particular reprendieron amargamente a Arato de haber sido causa sin discusión de la derrota precedente. Pero lo que más irritó y exasperó al pueblo fueron los cargos que le hicieron los de la facción contraria, y las claras pruebas que de ellos daban. Sentaban por primer yerro clásico, el que antes de tener en propiedad la pretura, y en el tiempo de su predecesor, se hubiese encargado de tales empresas, que por una repetida experiencia sabía se le habían malogrado: el segundo cargo, más grave aún que el precedente, era el haber licenciado los aqueos, cuando permanecían todavía los etolios en el centro del Peloponeso, y por otra parte se podía presumir que Scopas y Dorimaco no pensaban más que en turbar el estado presente y suscitar una guerra el tercero era el haber venido a las manos, teniendo tan poca gente, y sin necesidad alguna que le forzase cuando podía haberse refugiado sin peligro en las ciudades próximas, reunir los aqueos, y atacar entonces al enemigo, si lo creía del todo conveniente; el último y mayor de todos era que ya que se propuso pelear se había portado con tan poca prudencia y cautela en el lance, que sin aprovecharse del terreno llano, ni valerse de la infantería pesada, con solo la ligera había dado la batalla a los etolios al pie de una montaña cosa que no podía serles más ventajosa ni acomodada.
Esto no obstante, lo mismo fue presentarse Arato y recordar los servicios y acciones hechas anteriormente a la República; dar satisfacción a los reparos ya que no habían provenido por su culpa; pedir perdón, si alguna omisión había tenido en aquella jornada; y en una palabra, rogar se examinase sin pasión y con humanidad el asunto; se advirtió tan repentino y generoso arrepentimiento en el pueblo, que se irritó sobre manera contra los del bando opuesto que le acusaban, y en adelante siguió en un todo el consejo de este pretor. Todo esto ocurrió en la olimpíada anterior; lo que se sigue, pertenece a la olimpíada ciento cuarenta.
La decisión de los aqueos fue que se enviasen diputados a los epirotas, beocios, focenses, acarnanios y Filipo, para que conociesen cómo los etolios, contra el tenor de los tratados, habían penetrado ya dos veces de mano armada en la Acaia, e implorasen su socorro en virtud del convenio; que tuviesen a bien admitir a los messenios en la alianza; que el pretor elegiría entre los aqueos cinco mil infantes y quinientos caballos; que socorrería a los messenios, caso que los etolios atacasen su país; y que, en fin, arreglaría con los lacedemonios y messenios el número de caballería e infantería que unos y otros habían de suministrar para las públicas urgencias. Tomadas estas providencias, los aqueos sufrieron con constancia el revés que les acababa de ocurrir, y no desampararon a los messenios, ni el proyecto que habían abrazado. Los comisionados para estas embajadas cumplieron con su encargo. Arato alistó la tropa aquea que prevenía el decreto, los lacedemonios y messenios convinieron en contribuir cada uno con dos mil quinientos infantes y doscientos cincuenta caballeros; de forma que para cualquiera urgencia que pudiese suceder, había un ejército de diez mil infantes y mil caballos.
Los etolios, llegado que fue el tiempo legítimo de la asamblea, reunidos tomaron la depravada decisión de hacer paces con los lacedemonios, messenios y demás aliados para sustraerlos y separarlos de la amistad de los aqueos, y con éstos concertar un tratado, caso que se apartasen de la alianza de los messenios, o cuando no, declararles la guerra. El proyecto era el más ridículo del mundo; pues siendo a un mismo tiempo aliados de los aqueos y messenios, si éstos vivían en amistad y concordia entre sí, declaraban la guerra a los aqueos; y si eran enemigos, hacían la paz separadamente con los messenios: proyecto a la verdad tan extraño, que jamás se le ocurrió a ningún hombre iniquidad semejante.
Los epirotas y el rey Filipo, habiendo escuchado a los diputados, admitieron en la alianza a los messenios; y aunque de momento se ofendieron de los excesos cometidos por los etolios, duró poco su sorpresa, por no ser extraordinarias, antes sí muy comunes tales perfidias entre estas gentes. Efectivamente, su cólera no pasó adelante, y decidieron concertar la paz con este pueblo: tan cierto como esto es que más bien alcanza perdón una injuria frecuente y continuada, que una maldad rara y extraordinaria.
Los etolios, acostumbrados a este género de vida, eran unos perpetuos ladrones de la Grecia; infestaban los pueblos sin declararles la guerra, y ni aun se dignaban dar satisfacción a las quejas, por el contrario, si alguno les reconvenía de lo que habían hecho o pensaban hacer, no sacaba otra respuesta que la mofa. Los lacedemonios, no obstante de que acababan de recobrar la libertad por la munificencia de Antígono y de los aqueos, y el reconocimiento les obligaba a no dar paso en contra de los macedonios ni de Filipo, con todo, despacharon por debajo de cuerda diputados a los etolios, y contrajeron con ellos una amistad y alianza secreta. Ya se hallaba alistada la juventud aquea, y los lacedemonios y messenios se habían convenido en el socorro, cuando Scerdilaidas y Demetrio de Faros salieron de la Iliria con noventa bergantines, y pasaron de parte allá del Lisso, contra el tratado concertado con los romanos. Al principio abordaron a Pila y aunque intentaron tomarla, no dio resultado. Después, Demetrio con cincuenta bergantines marchó contra las Ciclades, y bloqueando aquellas islas, de unas exigió un tributo, y a otras las destruyó. Scerdilaidas dirigió su rumbo hacia la Iliria, y aportó a Naupacta con la escuadra restante, fiado en la amistad de Aminas, rey de los atamanos, con quien tenía parentesco. Allí, efectuado que hubo un convenio con los etolios sobre el reparto del botín por mediación de Agelao prometió ayudarlos contra la Acaia. Entraron en este tratado a más de Scerdilaidas. Agelao, Dorimaco y Scopas, y ganando con maña la ciudad de Cineta, re unieron todo el pueblo etolio, e hicieron una irrupción en la Acaia con los ilirios.
Capítulo VII
Estado de Cineta.- Traición de algunos de sus habitantes.- Saco y ruina de esta ciudad por los etolios.- Inacción de Arato.
Mientras tanto, Aristón, pretor de los etolios, permanecía quieto en su casa, aparentando ignorar lo que ocurría. Manifestaba (220 años antes de J. C.) que, lejos de tener guerra con los aqueos, observaba exactamente la paz, conducta a la verdad bien ridícula y pueril. Pues es claro que se acredita de necio y loco quien presume ocultar con palabras lo que publican las obras Dorimaco, emprendiendo su ruta por la Acaia, se presentó de repente frente a Cineta. Esta ciudad, originaria de la Arcadia, ardía desde hacía mucho tiempo en grandes e interminables alborotos, hasta llegar a matarse y desterrarse los unos a los otros. Uníase a esto, que existía mutua facultad de robar y hace nuevos repartos de tierras. Pero finalmente, superiores los que estaban por los aqueos, se habían apoderado de la ciudad, pusieron guarnición en los muros, y trajeron un gobernador de la Acaida. Tal era el estado de Cineta, cuando poco antes de la llegada de los etolios, los desterrados enviaron diputados a sus conciudadanos, rogando les admitiesen a su gracia y permitiesen volver a sus hogares. Los que tenían la ciudad se hallaban inclinados a acceder a sus ruegos, pero enviaron una embajada a los aqueos para efectuar la reconciliación con su consentimiento. Los aqueos no encontraron dificultad en el permiso. Se hallaban persuadidos de que de esta forma se congraciarían con ambos bandos: con los de la ciudad, porque depositarían en ellos todas sus esperanzas; y con los desterrados, porque deberían su bien al asenso de los aqueos. Efectivamente, los cinetenses enviaron la guarnición y el comandante, para concertar la paz y admitir en la ciudad a los prófugos, en número casi de trescientos, tomándoles antes las seguridades que reputan los hombres por más poderosas. Pero éstos, sin esperar a que se presentase causa o pretexto que les diese pie para nuevas discordias, sino todo lo contrario, al instante que regresaron conspiraron contra su patria y libertadores. A mi entender, en el tiempo mismo que juraban sobre las víctimas una fidelidad mutua, ya entonces estaban maquinando la impiedad que habían de cometer contra los dioses y contra los que de ellos se fiaban. Pues lo mismo fue tener parte en el gobierno, que llamar al instante a los etolios y venderles la ciudad, con el fin de acabar del todo con sus libertadores y con la patria que los había criado. Ve aquí la audacia y modo con que tramaron la traición. Entre los que habían vuelto del destierro había algunos que obtenían el mando militar, llamados Polemarcos. Estos magistrados cuidaban de cerrar las puertas de la ciudad, guardar las llaves mientras estaban cerradas, y hacer la guardia durante el día. Los etolios se hallaban dispuestos y con las escalas preparadas, esperando la ocasión. Un día los desterrados que a la sazón eran Polemarcos, habiendo degollado a sus compañeros en la guardia y abierto la puerta, parte de los etolios penetraron por ella, parte, aplicadas las escalas, forzaron y ocuparon el muro. Los habitantes, atónitos con tal fracaso, no sabían qué hacerse ni qué partido tomar. No podían oponerse a los que penetraban por la puerta, porque les llamaban la atención los que escalaban el muro, ni acudir al muro sin cuidar de los que forzaban las puertas. Esto fue causa de que los etolios se apoderasen prontamente de la ciudad. Entre tantos excesos como cometieron, éste a lo menos no puede dejar de sea aplaudido: y fue, que ante todas las cosas degollaron y robaron los bienes de los que los habían introducido y vendido la ciudad, aunque se siguiese después la misma suerte por todos los demás. Finalmente, alojados en las casas, lo saquearon todo, y atormentaron a aquellos ciudadanos en quienes sospecharon encontrar oculto algún dinero, alhaja o mueble precioso.
Saqueada de este modo Cineta, levantaron el campo dejando guarnición para custodia de los muros, y se encaminaron a Lisso. Llegados que fueron al templo de Diana, que se halla situado entre Clitoria y Cineta y los griegos veneran como lugar de asilo, intentaron robar los ganados de la diosa, y lo demás que había en torno al templo. Mas la prudencia de los lissiatas, dándoles parte de los ornamentos sagrados, evitó que cometiesen alguna impiedad o sacrilegio inexpiable. Y así, tomando lo que les dieron, partieron al punto acamparon frente a Clitoria. Para entonces Arato, pretor de los aqueos, había enviado a pedir socorro a Filipo; alistaba la flor de sus tropas, y pedía a los lacedemonios y messenios las fuerzas que prevenía el tratado. Los etolios al principio exhortaron a los clitorios a que, abandonado el partido aqueo, contrajesen con ellos alianza; pero despreciando éstos en redondo su propuesta, les atacaron la ciudad e intentaron escalar sus muros. Los clitorienses se defendieron con tanto valor y esfuerzo, que cediendo a la suerte los etolios, tuvieron que levantar el sitio y encaminarse otra vez hacia Cineta, donde saquearon y llevaron consigo los rebaños de la diosa. Ellos bien hubieran querido entregar esta ciudad a los elios, pero rechazando éstos recibirla, tomaron la resolución de guardarla por sí mismos, nombrando por gobernador a Eurípides. Después, por temor del socorro que, según decían, venía de Macedonia, prendido fuego a la ciudad se retiraron, dirigiéndose otra vez a Río, de donde tenían dispuesto pasar a su patria.
Taurión, conocedor por una parte de la invasión de los etolios y de los excesos que habían cometido en Cineta, por otra viendo que Demetrio de Faros había aportado a Cencras desde las islas Ciclades, rogó a este príncipe socorriese a los aqueos, atravesase el istmo con sus bergantines, y se opusiese al paso de los etolios. Demetrio, que por temor a los rodios que le venían siguiendo se había retirado de las islas Ciclades con un rico botín, pero con bastante ignominia, asintió a la propuesta de Taurión, tanto con mayor gusto, cuanto que este príncipe tomaba por su cuenta los gastos del paso de la armada. Efectivamente, habiendo atravesado el istmo cuando ya hacía dos días que lo habían pasado los etolios, se contentó con talar algunos lugares de la costa, y se retiró otra vez a Corinto. Los lacedemonios descuidaron de mala fe en enviar el socorro estipulado, bien que, atendiendo sólo al qué dirán, remitieron alguna caballería e infantería. Arato, acompañado de sus aqueos, se condujo en esta ocasión más como político que como capitán. La consideración y memoria del descalabro precedente le contuvo en inacción, hasta que Scopas y Dorimaco, efectuado su propósito a medida del deseo, se volvieron a su patria; aunque el camino que llevaban fuese tan estrecho y cómodo para atacarles, que un solo trompeta hubiera bastado para la victoria. Por fin, en medio de los grandes infortunios y contratiempos que los cinetenses padecieron de los etolios, todo el mundo creyó que les estaba bien merecido.
Capítulo VIII
Sobre el carácter de los cinetenses.
Ya que entre todos los griegos los arcades conservan en general cierto concepto de virtudes, no sólo por la hospitalidad, dulzura de costumbres y método de vida, sino principalmente por el respeto a los dioses, será del caso disertar brevemente sobre la ferocidad de los cinetenses, y preguntar cómo siendo también éstos arcades sin discusión, excedieron tanto en aquella época al resto de la Grecia en inhumanidad y perfidia. En mi concepto no es otra la causa que el haber sido los únicos que primero abandonaron las máximas establecidas con tanta prudencia por sus mayores y adaptadas a la inclinación de todos los pueblos de la Arcadia. Por ejemplo, la música (hablo de la verdadera música) es un ejercicio útil a todo hombre, pero a un arcade es necesario. Pues no debemos presumir que la música, como dice Eforo en el prólogo de su obra tomando esta voz en una acepción indigna, fuese inventada para engaño e ilusión de los hombres; ni que los antiguos cretenses y lacedemonios sustituyesen sin sobrado fundamento, en vez de la trompeta, la flauta y las canciones, para animar a los soldados a la guerra; ni que los primeros arcades, en lo demás tan austeros, dispensasen sin motivo tanto honor a la música en su república, que quisiesen, no sólo la mamasen con la leche los niños, sino que la ejercitasen los jóvenes hasta los treinta años. Es público y notorio que casi sólo en la Arcadia es donde se acostumbra a los niños por las leyes a cantar desde la infancia himnos y canciones, con que celebran al estilo del país sus héroes y dioses patrios; que instruidos en los tonos de Filoxenes y Timoteo, todos los años por los bacanales danzan con mucha emulación al son de flautas en los teatros, y se ejercitan los niños en juegos de niños, y los jóvenes en juegos de hombres. Igualmente durante todo el transcurso de la vida en los entretenimientos de sus convites, no hacen tanto aprecio de las recitaciones estudiadas como de la primacía del canto en que van turnando. No reputan por vergonzoso confesar que ignoran las otras ciencias, pero no pueden negar que saben cantar, porque a todos obliga la ley; ni excusarse con decir que lo saben, porque esto se tiene por indecoroso. Estos ejercicios al son de la flauta según las reglas del arte, y estas danzas dirigidas y costeadas por el público, en que se emplean los jóvenes todos los años en los teatros, dan una idea de sus talentos a sus conciudadanos.
En mi concepto, esto lo instituyeron nuestros mayores, no por afeminación y deleite, sino por consideración a la laboriosidad de los arcades; y en una palabra, a su vida penosa y dura. Consideraron la austeridad de sus costumbres, y que ésta provenía del frío y triste aire que generalmente se respira en aquel país, con el cual se han de conformar por precisión las inclinaciones del hombre. Ésta y no otra es la causa porque, a proporción de la mayor distancia que hay entre las naciones, es también más notable la diferencia de unas y otras, en costumbres, rostros, colores, y mayor parte de institutos. Convengamos, pues, que para dulcificar y morigerar este natural áspero y duro, introdujeron los ejercicios mencionados; que a este fin instituyeron asambleas y sacrificios públicos, igualmente para hombres y mujeres, y danzas para niños de uno y otro sexo; y para ahorrarme de razones, que con este intento pensaron todos los medios, para que lo desabrido de su genio se civilizase y domesticase con la cultura de las costumbres. Ve aquí por qué abandonados del todo estos consejos por los cinetenses, cuando era el pueblo que más necesitaba de este lenitivo, por respirar un aire y ocupar un terreno el más desapacible de la Arcadia, se entregaron a las disputas y mutuas contestaciones; y finalmente llegó a tanto su fiereza, que en ninguna otra ciudad de la Grecia se cometieron crueldades mayores ni más frecuentes. Prueba de la infelicidad de los cinetenses por cuanto a esto se refiere, y de la detestación que el resto de la Arcadia tenía a sus institutos es que, después de una carnicería semejante, cuando enviaron legados a Lacedemonia, en todas las ciudades de la Arcadia donde penetraron durante su marcha se les intimó al instante que se retirasen. Aun más hicieron los mantinenses: se purificaron después de su salida, y condujeron víctimas en sacrificio alrededor de su ciudad y territorio.
Hemos apuntado estas reflexiones para que ninguno otro pueblo vitupere las costumbres públicas de los arcades; también, para que algunos habitantes de la Arcadia no estén en el entender que la profesión de la música es un acto de supererogación entre ellos, y se atrevan a despreciar este arte; finalmente, para corrección de los cinetenses, y para que, si Dios algún día se lo permite, se conviertan a aquella educación que puede humanizar su carácter, y sobre todo a la música. Éste es el único antídoto capaz de despojarles de su antigua barbarie. Mas ahora, expuestas las desgracias de los cinetenses, tornaremos a tomar el hilo de la historia.
Capítulo IX
Levantamiento de Esparta.- Diversidad de opiniones en el consejo de Filipo sobre el castigo.- Sabia actitud que el rey toma en el asunto.- Declaración de guerra por todos los aliados contra los etolios.
Así que los etolios hubieron terminado esta expedición en el Peloponeso (220 años antes de J. C.), se retiraron a su patria sin peligro. Entretanto Filipo llegó a Corinto con ejército para socorrer a los aqueos; mas habiendo llegado tarde, despachó correos a todos los aliados para que sin dilación le enviase cada uno a Corinto personas con quienes consultar sobre los intereses comunes Él, mientras, levantó el campo sin detenerse hacia Tegea, informado de las muertes y alborotos que entre sí tenían los lacedemonios. Este pueblo, acostumbrado a ser regido por reyes y a obedecer ciegamente a sus jefes, acababa entonces de recibir la libertad por favor de Antígono. Lo mismo fue verse sin cabeza, que al instante se suscitaron alborotos y creyeron todos tener igual derecho en el gobierno. Al principio dos de los eforos tenían oculto el partido que abrazaban, y los otros tres mantenían trato con los etolios, persuadidos a que la tierna edad de Filipo no bastaría a gobernar el Peloponeso. Pero lo mismo fue salir de esta provincia los Etolios, y llegar de la Macedonia Filipo más presto de lo que se esperaba; recelosos los tres de uno de los otros dos, llamado Adimantes, porque enterado de todos sus propósitos no aprobaba su conducta, temieron que, venido el rey, no le revelase todo el secreto. Para prevenir este daño, comunicaron su intento a ciertos jóvenes, y bajo el pretexto de que venían marchando los macedonios contra la ciudad, publicaron un bando para que todos los que tuviesen edad acudiesen con sus armas al templo de Minerva. Una noticia tan inesperada hizo que la gente se congregase prontamente. Adimantes, aunque con repugnancia, procuró manchar el primero, y después de reunidos les dijo: «Estas asonadas y rebatos para poner a todos sobre las armas, fueron del caso poco ha, cuando supimos que los etolios, nuestros enemigos, se aproximaban a las fronteras de nuestro país; pero no ahora, cuando sabemos que son los macedonios, nuestros bienhechores y salvadores, los que vienen con su rey Filipo.» Aun no había pronunciado estas palabras, cuando los jóvenes encargados le atravesaron con sus espadas, y mataron juntamente a Stenelao, Alcamenes, Tiestes, Bionidas y otros muchos más ciudadanos. Polifontes y algunos otros, previendo prudentemente las resultas, se pasaron a Filipo.
Después de esta carnicería, los eforos que gobernaban a Esparta despacharon sin dilación diputados a Filipo para acriminar la conducta de los muertos, rogarle difiriese su llegada hasta tanto que, sosegada la conmoción, recobrase la ciudad su antiguo estado, y entre tanto estuviese en todo la fe y amistad con los macedonios. Los diputados alcanzaron a Filipo cerca del monte Partenio, y expusieron inmediatamente su comisión. El rey, después de haberlos escuchado, ordenó que tornasen con diligencia a Lacedemonia y participasen a los eforos cómo sin detenerse iba a poner su campo sobre Tegea, y que a ellos tocaba enviarle cuanto antes personas de autoridad con quienes consultar sobre el caso presente. Los diputados ejecutaron el mandato y los eforos de Lacedemonia, escuchada la resolución del rey, despacharon diez ciudadanos que, marchando a Tegea y admitidos al consejo de Filipo, con Omias a su cabeza, acusaron a Adimantes como a autor del pasado alboroto, ofrecieron al rey que cumplirían en todo como buenos aliados, y que cuanto al efecto por su persona, manifestarían ser superiores a cuantos creía serle sus más verdaderos amigos. Dichas éstas y otras parecidas razones, los lacedemonios se retiraron.
Entre los que componían el consejo hubo diferentes pareceres. Unos, instruidos de la maldad cometida en Esparta, y persuadidos a que Adimantes y sus compañeros habían perdido la vida por amor a su partido, como también que los lacedemonios habían intentado asociarse con los etolios, aconsejaron al rey hiciese un ejemplo con este pueblo, y los tratase como Alejandro había tratado a los tebanos tan pronto como tomó las riendas del imperio. Otros, los más provectos, dijeron que esta pena era más rigurosa que la que merecía el delito; sin embargo, que se castigase a los autores, se les depusiese de los empleos, y se confiriese el gobierno y los cargos a los amigos del rey. Después de todos habló Filipo con mucha prudencia, si se ha de dar crédito a lo que entonces se dijo. Pues no es creíble que un joven de diecisiete años pudiese dar tal corte en asunto de tanta importancia. Pero a los historiadores nos toca atribuir las decisiones tomadas en los congresos a los que están a la cabeza de los negocios; conque los lectores deban dar por supuesto que semejantes consejos y deliberaciones proceden por lo regular de los privados, y en especial de los que andan al lado de los reyes. Lo más conforme a razón es atribuir a Arato la determinación que el rey tomó entonces. Ésta fue que las injurias particulares cometidas entre los aliados, en tanto eran de su inspección, en cuanto de palabra o por escrito le tocaba poner remedio y darse por entendido; pero que los insultos contra la alianza en general, eran los únicos de quienes él debía tomar un castigo y corrección pública con parecer del consejo: que los lacedemonios no habían pecado notoriamente contra la alianza en general, antes bien, ofreciendo cumplir exactamente con sus deberes, no había motivo para mostrarse con ellos inexorable; pues no era puesto en razón que a quienes no había maltratado su padre, no obstante haberlos sujetado como a enemigos, él los tratase con rigor por motivos tan leves. Rubricada esta determinación, por la que quería se mirase con indiferencia todo lo pasado, despachó al instante el rey a Petreo su confidente con Omias y sus compañeros para que exhortasen a la plebe a permanecer en la buena correspondencia que tenían con él y con sus macedonios, y al mismo tiempo a prestar y recibir los juramentos sobre la alianza. Él, mientras, levantó el campo y volvió a Corinto, dando una brillante prueba de su afecto para con los aliados en la respuesta que dio a los lacedemonios.
Habiendo hallado en Corinto a los que habían venido de las ciudades aliadas, consultó y conferenció con ellos sobre lo que había de hacer, y cómo se había de portar con los etolios. Los beocios les acusaban de haber robado durante la paz el templo de Minerva Itonia; los focenses, de haber tomado las armas para apoderarse de las ciudades de Ambriso y Daulio; los epirotas, de haberles talado su país; los arcananios, de haber tramado una conspiración contra Thireo y haberse atrevido a atacarla de noche; finalmente, los aqueos exponían cómo habían tomado a Clario en el país de Megalópolis, habían talado al pasar los campos de los patrenses y farenses, habían saqueado a Cineta, habían profanado en Lisso el templo de Diana, habían sitiado a Clitoria, habían intentado arruinar por mar a Pila, y por tierra a Megalópolis de Iliria, que acababa de ser poblada. Expuestos estos cargos en la asamblea, todos unánimes fueron de parecer que se declarase la guerra a los etolios. Estas acusaciones sirvieron de cabeza al manifiesto, y se formó un decreto del tenor siguiente: Que todos los aliados se unirían para recobrar cualquier país o ciudad que los etolios hubiesen usurpado después de la muerte de Demetrio, padre de Filipo; igualmente que todos aquellos a quienes las circunstancias habían forzado contra su voluntad a entrar en la república de los etolios serían restablecidos en su antiguo gobierno y poseerían sus países y ciudades, sin guarnición, sin impuesto, libres en todo, gozando de las leyes y usos de sus padres; finalmente, que restituirían sus leyes a los amfictiones, y les ayudarían a poner en su poder el templo con todos sus anejos, de que los etolios les habían despojado.
Capítulo X
Aprobación del decreto por los aqueos.- Conducta de los etolios en nombrar por pretor a Scopas.- Regreso de Filipo a Macedonia.- Motivo por el que se tratan aparte estas guerras.
Transcurría el primer año de la olimpíada ciento cuarenta (220 antes de J. C.) cuando se ratificó este decreto, época en que la guerra llamada Social comenzó justo y conforme a los excesos que los etolios habían cometido. El Consejo envió al punto diputados a los aliados para que, aprobado el decreto por cada una de las ciudades, declarasen todas desde su país la guerra a los etolios. Filipo escribió asimismo a éstos, advirtiéndoles que si tenían que hacer alguna defensa contra las acusaciones compareciesen a exponerla antes de disolverse el Congreso; pues si presumían que después de haber saqueado y talado los campos de todos sin decreto alguno público no habían de tomar satisfacción los ofendidos, o que si la tomaban habían de ser reputados por primeros promotores de la guerra, eran los más necios del mundo. Recibida esta carta, los pretores etolios en la inteligencia al principio de que Filipo no iría, señalaron día fijo en que comparecerían en Río; pero informados después de que, en efecto, había llegado, le despacharon un correo con el aviso de que sin reunir antes el pueblo nada podían arreglar por sí mismos sobre los asuntos del Estado. Los aqueos, congregados en la asamblea acostumbrada confirmaron todos el decreto y permitieron por un bando el saqueo contra los etolios. El rey fue a este Consejo que se celebraba en Egio, donde después de haber perorado largamente, todos recibieron con aceptación su discurso y le renovaron los vínculos de amistad que habían hecho anteriormente a sus antecesores.
Entretanto, los etolios, llegado el tiempo de las elecciones, nombraron por pretor a Scopas, que había sido causa de todos los excesos precedentes. Yo no sé qué decir de esta determinación. Porque no hacer la guerra con declaración alguna pública, y al mismo tiempo armado todo el pueblo robar y pillar las tierras de sus vecinos; no castigar a los culpados, antes bien elegir y honrar con el mando a los autores de estos excesos, es un proceder, en mi concepto, donde rebosa toda la malicia. Porque, ¿qué otro nombre se ha de dar a semejantes iniquidades? Pero mi sentir se manifestará mejor con lo siguiente. Los lacedemonios, cuando Febidas tomó por trato a Cadmea, castigaron al autor, pero no sacaron la guarnición de la plaza, como si estuviese bien satisfecha la injuria con el castigo del agresor, en vez de que debieran haber hecho lo contrario, y esto era lo que tenía cuenta a los tebanos. Asimismo en tiempo de la paz de Antalcida manifestaron que dejarían las ciudades en el goce de su libertad y de sus leyes, pero no sacaron de ellas a los gobernadores que se hallaban en su nombre. Después de haber arruinado a los mantinenses, sus amigos y aliados, publicaban que no les habían agraviado; únicamente de una ciudad en que vivían los habían distribuido en muchas, locura a la verdad acompañada de malicia creer que con que uno cierre los ojos todo el mundo está ciego. Este indiscreto celo de gobierno fue origen de los mayores infortunios a una y otra república; conducta que de ningún modo deben abrazar, ni en particular ni en general, los que deseen manejar bien sus intereses. Filipo, después de haber reglado los negocios de los aqueos, tornó a Macedonia con su ejército, a fin de hacer las prevenciones para la guerra. Con el decreto antecedente, no sólo los aliados, sino también la Grecia toda concibió lisonjeras esperanzas de su clemencia y magnanimidad regia.
Todas estas cosas ocurrieron hacia el mismo tiempo en que Aníbal, apoderado ya de cuanto baña el Ebro por esta parte, pensaba romper contra Sagunto. Si desde el principio hubiéramos mezclado los primeros movimientos de Aníbal con las acciones de la Grecia, nos hubiéramos visto sin duda precisados en el primer libro, por seguir el orden de los tiempos, a tratar de éstas alternativamente e interpolarlas con las de España. Pero pues que la Italia, Grecia y Asia tuvieron cada una sus motivos particulares para la guerra, aunque los éxitos fueron los mismos, resolvimos hacer mención de ellos separadamente hasta llegar a aquella época en que, mezclados los hechos unos con otros, comenzaron todos a mirar a un mismo fin y objeto. De esta forma la narración de los inicios de cada guerra será más clara, y la mezcla de unas con otras, de que ya hemos hablado al principio, más patente. Luego que hayamos declarado el cuándo, cómo y por qué causas ocurrió, únicamente nos quedará hacer una historia general de todas ellas. Esta unión de intereses sucedió hacia el fin de la guerra de que hablamos, en el año tercero de la olimpíada ciento cuarenta. Por eso las guerras siguientes las referiremos juntas, según el orden de los tiempos, pero las antecedentes se tratarán separadas como hemos dicho. Únicamente recordaremos de paso lo que dijimos en el libro primero que había acaecido al mismo tiempo, a fin de que la narración vaya consiguiente y cause más admiración a los lectores.
Capítulo XI
Filipo atrae a Scerdilaidas al partido de los aliados.- Accesión de los acarnanios a la alianza, y elogio de este pueblo.- Hipocresía de los epirotas.- Error de los messenios al no entrar en la liga.- Aviso para éstos.
Durante su permanencia en el cuartel de invierno en Macedonia, Filipo alistaba con diligencia tropas para la guerra que esperaba, y aseguraba sus Estados contra los insultos de los bárbaros. Se entrevistó después con Scerdilaidas, y tuvo la temeridad de ponerse en sus manos para proponerle su amistad y alianza. Fácilmente le hizo asentir a sus súplicas, ya por la ayuda que le prometió para arreglar los negocios de la Iliria, ya por las acusaciones que hizo contra los etolios, materia que abría ancho campo a su discurso. Los agravios cometidos de persona a persona no se diferencian de los que se hacen de Estado a Estado, sino en que éstos son en mayor número y de mayor consecuencia. Vemos que aun las sociedades particulares que se forman de malévolos y salteadores no se disuelven ordinariamente por otra causa, sino porque no se observa mutuamente justicia y, en una palabra, porque se violan los pactos. Pues esto es exactamente lo que entonces ocurrió a los etolios. Habían convenido con Scerdilaidas en que le cederían una parte del botín si les acompañaba en la irrupción contra la Acaia. Este príncipe había aceptado y cumplido el pacto por su lado; pero saqueada la ciudad de Cineta y hecho un rico botín de esclavos y ganados, no le cupo parte alguna en el despojo. Por eso irritado con ese procedimiento, a pocas declaraciones que le hizo Filipo asintió al punto, y convino entrar en la común alianza, con tal que se le concediesen veinte talentos cada año y navegar con treinta bergantines para hacer la guerra por mar a los etolios.
Al mismo tiempo que Filipo se ocupaba en estas cosas, los diputados que se enviaron a los aliados llegaron primero a la Acarnania, donde tuvieron una conferencia. Los acarnanios ratificaron el decreto con ingenuidad, y desde su país llevaron la guerra a los etolios, no obstante de que a ningún otro pueblo le estaba más bien condescender, pretextar dilaciones y temer una guerra con sus vecinos. Efectivamente, los acarnanios eran limítrofes de los etolios; además, su país fácil de conquistar, y lo principal, la enemistad que poco antes habían tenido con esta nación, les había hecho padecer los mayores infortunios. Pero, en mi concepto, los hombres de bien nunca hacen más, ni en general ni en particular, que lo que deben. Esta prenda la conservaron los acarnanios en los mayores peligros más que ningún otro pueblo de la Grecia, a pesar de que les sufragaban poco sus fuerzas. Jamás se arrepintió alguno de haberse confederado con ellos aun en las más críticas circunstancias; por el contrario, se puede contar en su fe más que en la de otro pueblo de la Grecia, porque, bien sea en particular, bien en general, son constantes y amantes de la libertad.
Los epirotas, al contrario, gentes infames y de doble trato, oída la embajada ratificaron igualmente el decreto, y decidieron hacer la guerra a los etolios cuando el rey la hiciese, pero respondieron a los legados de los etolios que les convenía vivir en paz con su República. Se envió asimismo una embajada al rey Ptolomeo rogándole no socorriese a los etolios con dinero ni pertrechos contra Filipo y sus aliados. Los messenios, por quienes se había emprendido la guerra, respondieron a los diputados que no tomarían las armas mientras no se quitase a los etolios la ciudad de Figalea, situada sobre sus fronteras y a la sazón baje su obediencia. Oinis y Nicippo, eforos de los messenios y algunos otros que estaban por la oligarquía, hicieron prevalecer esta resolución contra la oposición del pueblo; consejo, en mi concepto, poco acertado y muy aje no de la conveniencia. Confieso que se debe temer la guerra, pero no ha de ser tanto nuestro temor que queramos sufrirlo todo para evitarla. Entonces, ¿a qué efecto defendemos con tanto tesón la igualdad, el derecho de opinar libremente y el ídolo de la libertad, si no hay cosa más amable que la paz? No elogiamos a lo tebanos por haberles hecho abrazar el temor al partido de los persas, sustrayéndose al peligro que amenazaba a la Grecia en la guerra médica; ni alabamos a Píndaro, del mismo sentir que los tebanos, por haber dicho en sus poesías: que para conservar un ciudadano la tranquilidad pública busque la alegre luz del magnífico reposo. Este poeta creyó por el pronto haber proferido una sentencia, pero poco después se halló ser autor de una máxima la más vergonzosa y nociva. Efectivamente la paz, si la ajustan la justicia y el honor, es la prenda más dulce y provechosa; pero si la hace la ignominia e infame servidumbre, es la cosa más torpe y perjudicial.
Pero los principales de los messenios que favorecía la oligarquía, consultando en la actualidad con su particular conveniencia, se inclinaban a la paz con más empeño que era justo. Por esta causa padecían muchas veces reveses y contratiempos, aunque tal vez evitaban sobresaltos y peligros. Pero habiendo llegado a lo sumo el mal por esta conducta, colocaron a la patria frente a los mayores infortunios. En mi concepto, el motivo no es otro que el ser los messenios vecinos de los arcades y lacedemonios, los dos pueblos más poderosos del Peloponeso, o por mejor decir, de la Grecia toda. Desde su establecimiento en la Messenia, los lacedemonios los trataron siempre como a enemigos irreconciliables, y los arcades los amaron y protegieron; pero ni supieron defenderse con honor del odio de aquellos, ni cultivar la amistad de éstos. Mientras los dos pueblos se hallaban ocupados en guerras uno contra otro, o con los extraños, los messenios lo pasaban bien, vivían en paz y gozaban siempre del reposo que la situación del país les prestaba. Pero desde el instante en que los lacedemonios estaban en paz y desocupados, convertían sus armas en perjuicio de los messenios, y como éstos no se hallaban en estado de contrarrestar por sí el poder de aquellos, ni, por otra parte, se habían granjeado de antemano amigos verdaderos que los sostuviesen en todo trance, o se veían forzados a sufrir el yugo de la esclavitud y servir de bestias a los espartanos, o a abandonar la patria y andar prófugos con sus hijos y mujeres, si querían evitar la servidumbre; suerte que ya han sufrido repetidas veces y no hace mucho tiempo.
Ojalá prospere el estado en que al presente se halla el Peloponeso, para que jamás tenga necesidad del aviso que le voy a dar. Pero si por casualidad sobreviniese alguna conmoción o trastorno, sólo veo un medio para que los messenios y megalopolitanos puedan poseer su país por largo tiempo, si, ateniéndose a lo que dijo Epaminondas, prefieren en todo caso y evento vivir en una unión sincera.
En confirmación de lo que acabo de decir, regístrese la historia antigua. Entre otras muchas pruebas de reconocimiento que los messenios dieron a los megalopolitanos, consagraron en tiempo de Aristómenes una columna junto al altar de Júpiter Licio, en la que, según Calístenes, estaba escrito este epigrama: El tiempo halla siempre castigo para el rey injusto. Messena, con la ayuda de Jove, fácilmente encontrar pudo su traidor. No es posible que se oculte a la deidad el hombre que perjura, salve, Júpiter rey, la Arcadia salva. En mi concepto, los messenios ruegan a los dioses en esta inscripción por la salud de la Arcadia, porque, privados de su propia patria, consideraban a ésta por su segunda. Y con razón, pues, arrojados de su país en la guerra de Aristómenes, no sólo los recibieron a su mesa los arcades y los hicieron sus ciudadanos, sino que resolvieron dar en matrimonio sus hijas a los jóvenes messenios de edad competente. Aparte de esto, se informaron de la traición que el rey Aristócrates cometió en la batalla llamada del Tafro, le quitaron la vida y acabaron con su linaje.
Pero, sin recurrir a tiempos tan remotos, lo que acaba de ocurrir después de la reunión de Megalópolis y Messena, prueba bastante lo que hemos dicho. En tiempo de la batalla que los griegos dieron en Mantinea, donde quedó dudosa la victoria por la muerte de Epaminondas, aunque los lacedemonios se opusieron a que fuesen comprendidos en el tratado los messenios por tener aún esperanzas de apoderarse de su ciudad, los megalopolitanos y todos los aliados de los arcades insistieron tanto en lo contrario, que al fin los messenios fueron admitidos y comprendidos en los juramentos y convenciones, y solos los lacedemonios en toda la Grecia fueron excluidos. A la vista de esto, ¿dudará la posteridad, si lo considera, que tengo razón en el consejo que acabo de dar? Todo esto se ha dicho por los arcades y messenios para que, trayendo a la memoria fatalidades que han sufrido sus patrias por causa de los lacedemonios, vivan siempre en buena correspondencia y fe sincera, y para que ni el temor de la guerra ni el deseo de la paz los separen de la unión en las circunstancias más desesperadas.
Capítulo XII
Debates de los lacedemonios sobre el partido que habían de abrazar.- Superioridad por el de Filipo.- Sedición en Esparta y alianza que hace esta ciudad con los etolios.- Nuevos reyes.- Sus primeras expediciones.
En este asunto los lacedemonios obraron según costumbre, y, lo que era consiguiente a su conducta, despacharon los diputados de los aliados sin respuesta; tan ofuscados los tenía la sinrazón e iniquidad: y tan cierto como esto, es, en mi concepto, que una audacia desenfrenada acaba las más de las veces en locura, y en no ponérsele nada por delante. Nombrados luego nuevos eforos, los que primero habían perturbado el estado y habían sido autores de las muertes anteriores, enviaron a pedir a los etolios un embajador. Éstos oyeron con gusto su propuesta, y les remitieron poco después a Macatas, quien al punto se presentó a los eforos; los perturbadores tuvieron por conveniente que Macatas perorase al pueblo para que se nombrasen reyes según costumbre y no se sufriese por más tiempo que el imperio de los Heráclidas estuviese abolido contra el tenor de las leyes. A los eforos disgustaban estas pretensiones, pero no pudiendo reprimir el ímpetu, y temiéndose alguna facción de parte de la juventud, respondieron que, cuanto a los reyes, se deliberaría después, y por ahora, se concedía licencia a Macatas para la asamblea. Reunido el pueblo, se presentó Macatas, y para persuadirle a abrazar el partido de los etolios, acusó en un largo razonamiento a los macedonios con temeridad e insolencia, y elogió a su nación con impostura y engaño. Apenas se retiró, hubo muchas controversias sobre el asunto. Unos estaban por los etolios, y persuadían al pueblo a confederarse con ellos; otros opinaban al contrario. Pero finalmente algunos ancianos, recordando al pueblo por una parte los beneficios recibidos de Antígono y de los macedonios, por otra los perjuicios de Caríjenes y Timeo, cuando, puesto sobre las armas todo el pueblo etolio, arrasaron su país, redujeron a servidumbre los habitantes del contorno, e intentaron tomar por trato y con violencia a Esparta sirviéndose de los desterrados; consiguieron que la multitud mudase de parecer y permaneciese al fin en la alianza de Filipo y de los macedonios, con lo cual Macatas tuvo que regresar a su país sin haber efectuado nada.
Los primeros autores del alboroto, no pudiendo conformarse en modo alguno con el estado presente, corrompieron algunos jóvenes y emprendieron ejecutar la acción más impía. Había la costumbre de que, en cierto sacrificio que se hacía a Minerva, fuesen armados los jóvenes de edad competente, acompañando la víctima al templo Calcioico, y que los eforos, durante el sacrificio, estuviesen en torno al templo. En esta ocasión, algunos jóvenes de los que habían ido armados en la comitiva, dieron de improviso sobre los eforos durante el sacrificio, y los degollaron. Y el templo que hasta entonces había servido de asilo a los que en él se refugiaban aunque fuesen reos de muerte, en aquella ocasión vino a tal desprecio por la impiedad de los agresores que alrededor del mismo altar y de la misma mesa de la diosa se vio correr la sangre de los eforos. Después, para complemento de sus propósitos, quitaron la vida a Giridas y a otros ancianos, desterraron a los del partido opuesto a los etolios, crearon entre ellos otros eforos y concertaron la alianza con este pueblo. Impelióles a este despropósito el odio contra los aqueos, la ingratitud con los macedonios y, en una palabra, la consideración que gastaban para con todos. No menos fue causa de este atentado el amor que profesaban Cleomenes, de quien esperaban y aguardaban escaparía pronto y tornaría a su patria. Tan cierto como esto es que los que saben insinuarse diestramente en los ánimos de los hombres con quienes tratan, no sólo estando presentes, sino muy distantes, dejan un incentivo poderosísimo de inclinación hacia sus personas. Ya hacía casi tres años de la huida de Cleomenes (220 años antes de J. C.), que los que a la sazón gobernaban la república, sin meterme con otros, ni siquiera habían pensado crear reyes en Esparta; pero lo mismo fue saberse que este príncipe había muerto, que al punto pasó a nombrar reyes el pueblo y el consejo de los eforos. Aquellos eforos que apoyaban el partido de los amotinados (esto es, de los que habían hecho la alianza con los etolios, de que poco hicimos mención) eligieron uno con las solemnidades y ritos acostumbrados. Éste era Agesípolis, joven a la verdad de pocos años, pero hijo de Agesípolis, y nieto de Cleombroto, quien había entrado a reinar después que Leonides fue arrojado del trono, por tener un inmediato parentesco con esta familia. Diéronle por tutor a Cleomenes, hijo de Cleombroto y hermano Agesípolis. De la otra familia real, aunque Arquidamo, hijo de Eudamidas, tenía dos niños de la hija Hippomedonte; y aunque este Hippomedonte, hijo de Agesilao y nieto de Eudamidas, vivía aún, así como otros muchos descendientes de esta casa, que si no tan inmediatos como los antecedentes, por lo menos tenían parentesco; todos fueron postergados, y nombraron rey a Licurgo, honor que jamás habían logrado sus ascendientes. No le costó para hacerse descendiente de Hércules y rey de Esparta, sino dar un talento a cada eforo: tan fáciles de comprar son a veces las mayores dignidades. Y así no fueron los hijos de los hijos, sino los mismos que le nombraron rey, los que primero sufrieron el castigo de su locura.
Macatas, informado de lo que había ocurrido en Lacedemonia, volvió otra vez a Esparta, para persuadir a los eforos y a los reyes a declarar la guerra a los aqueos. Éste es el único medio, dijo, de que cese la pertinacia de los lacedemonios, que impiden de todos modos la alianza con los etolios, y la de los etolios que hacen los mismos esfuerzos. Convencidos los eforos y los reyes, Macatas se volvió a su patria, después de conseguido su intento, por la necedad de aquellos con quien trataba. Licurgo, tomando tropas y algunos de la ciudad, atacó las fronteras de los argivos, cuando éstos se hallaban del todo desprevenidos por la tranquilidad de que gozaban. Sorprendió a Polichna, Prasias, Leucas y Cifantes, y echándose sobre Glimpes y Zarace, las sustrajo del dominio de los argivos. Después de esta expedición, los lacedemonios publicaron a voz de pregonero el saqueo contra los aqueos. Macatas indujo también a los elios, con las mismas razones que había expuesto a los lacedemonios, a declarar la guerra contra este pueblo. Finalmente, los etolios, componiéndoseles las cosas admirablemente y a medida del deseo, emprendieron la guerra con brío. Todo lo contrario sucedía a los aqueos. Filipo, en quien fundaban sus esperanzas, estaba aún ocupado en los preparativos; los epirotas se disponían para pelear; los messenios se estaban quietos, y entretanto los etolios, apoyados de la necedad de los elios y lacedemonios, los invadían por todos lados. Por este tiempo (220 años antes de J. C.) había expirado ya la pretura de Arato, y su hijo Arato, nombrado sucesor por los aqueos, había tomado las riendas del gobierno. Scopas mandaba a los etolios, pero llevaba ya mediado el tiempo de su pretura. Porque los etolios celebran las elecciones al punto que pasa el equinoccio del otoño, y los aqueos las suyas al empezar la primavera. Ya comenzaba el estío, y Arato el joven obtenía el mando, cuando resonó la guerra por todos lados. Aníbal se disponía para sitiar a Sagunto; los romanos habían despachado a L. Emilio con ejército a la Iliria contra Demetrio de Faros, como hemos dicho en el libro anterior; Antíoco meditaba apoderarse de la Cæle-Siria con la ayuda de Theodoto, que le entregaba a Ptolemaida y a Tiro; Ptolomeo hacía preparativos contra Antíoco; Licurgo, que quería arrogarse la misma autoridad que Cleomenes, había acampado frente al Ateneo de los megalopolitanos, para ponerle sitio; los aqueos alistaban tropas extranjeras de caballería e infantería, para la guerra que les amenazaba; y finalmente, Filipo se desplazaba de Macedonia, con una falange de diez mil macedonios, cinco mil rodeleros y ochocientos caballos. Tales eran las disposiciones y preparativos que hacían estas potencias, y por este mismo tiempo fue cuando los rodios declararon la guerra a los bizantinos por los motivos siguientes.
Capítulo XIII
Descripción de Bizancio, del Ponto y de la laguna Meotis.
Por la parte del mar, Bizancio logra la situación más feliz para la seguridad y conveniencia de cuantas tiene nuestro hemisferio; pero la por parte de tierra es la más desprovista de estas dos ventajas. Por el lado del mar, domina de tal modo la boca del Ponto, que ni entrar ni salir puede nave alguna de comercio sin su licencia; y como este país abunda en infinitas cosas cómodas a la vida de los mortales, de todas ellas son dueños los bizantinos. Para las necesidades indispensables de la vida, nos suministra el Ponto pieles y un prodigioso número de esclavos, los más excelentes sin disputa; y para las comodidades, nos provee abundantemente de miel, cera y carne salada. Recibe en cambio de nuestros sobrantes el aceite y todo género de vinos; en cuanto a granos, estamos en igual balanza, unas veces proveemos y otras somos proveídos según la necesidad. Era necesario que los griegos, o careciesen absolutamente de estas cosas, o hiciesen un comercio del todo infructuoso, si los bizantinos les quisiesen mal, y se asociasen, bien con los gálatas, o más bien con los traces, o abandonasen del todo aquellos países. La estrechez del mar, y los muchos bárbaros que habitan aquellas costas, nos harían intransitable el Ponto sin discusión. Sean en hora buena los bizantinos los que disfruten principalmente las comodidades de la vida que les ofrece la situación del país, pues que les da facilidad para extraer lo superfluo e introducir lo necesario con ventaja, sin ningún trabajo ni peligro; pero también nos alcanzan, como hemos dicho, muchas utilidades a los demás hombres por su ocupación. Por lo cual, siendo como unos bienhechores comunes, con razón son acreedores, no sólo al reconocimiento, sino a que toda la Grecia los auxilie contra las irrupciones de los bárbaros.
Pero puesto que los más ignoran la excelente y bella situación de esta ciudad, por caer un poco más lejos de aquellas partes del mundo a donde solemos viajar; y supuesto que deseamos que todos se instruyan y examinen con su vista, principalmente aquellos países recomendables por alguna singularidad y rareza; y cuando esto no sea posible, tomen a lo menos las nociones e ideas más verosímiles, será del caso exponer de dónde provenga y cuál sea la causa de tanta y tan grande abundancia como goza esta ciudad.
Lo que se llama el Ponto comprende una extensión de cerca de veintidós mil estadios. Tiene dos bocas diametralmente, opuestas; la una de parte de la Propóntide, y la otra de parte de la laguna Meotis, la cual tiene por sí sola ocho mil estadios de circunferencia. Como en estos depósitos vienen a desembocar muchos grandes ríos de Asia, y muchos más caudalosos y en mayor número de Europa, sucede que una vez llena la laguna Meotis, desagua en el Ponto por una de las bocas, e igualmente el Ponto en la Propóntide. La boca de la laguna Meotis se llama el Bosporo Cimmerico, cuya latitud es poco más o menos de treinta estadios y su longitud de sesenta. Toda ella es vadeable. La boca del Ponto se llama el Bosporo Tracio. Tiene ciento veinte estadios de longitud, pero su latitud no es igual por todas partes. Comienza para los que vienen de la Propóntide en el espacio que media entre Calcedonia y Bizancio, y es de catorce estadios. Por la parte del Ponto se llama Hierón, lugar donde dicen sacrificó Jasón por primera vez a los doce dioses cuando volvía de Colcos. Este lugar está situado en Asia, dista de Europa doce estadios, y tiene frente por frente el templo de Serapis en la Tracia. Dos son las causas por que está saliendo agua de continuo fuera de la laguna Meotis y del Ponto. La primera, y notoria a todos por sí misma, es porque entrando muchos ríos en una circunferencia de límites prescritos, siempre el agua ha de ir más y más en aumento; y si ésta no tiene desagüe, es forzoso que rebose y ocupe siempre un espacio mayor y más dilatado que la madre natural; pero si tiene derrames, es preciso que todo aquel exceso y aumento que le sobreviene salga y corra de continuo por las bocas. La segunda es porque los ríos con las grandes lluvias llevan consigo todo género de broza a estas concavidades, y empujando al agua el cúmulo de cieno, la hace rebosar y salir por la misma razón por sus derrames; y como la broza que traen los ríos y la corriente de las aguas es sin cesar y continua, es forzoso asimismo que el desagüe por las bocas sea sin intermisión y perpetuo. Tales son las verdaderas causas porque salen fuera las aguas del Ponto; causas que no están fundadas en la relación de los comerciantes, sino en la contemplación de la naturaleza, que es la prueba más exacta.
Pero pues hemos llegado a este punto, no dejaremos cosa por tocar, aun de aquellas cuyo conocimiento depende la misma naturaleza, escollo en que han solido tropezar los más de los historiadores. Antes bien nos valdremos en nuestra narración de demostraciones, para no dejar género de duda a los amantes de estas curiosidades. Esta indagación constituye el carácter del presente siglo, en el que habiéndose hecho todo el orbe navegable o transitable, sería vergonzoso que, para lo que se ignora, echásemos mano de testimonios poéticos y fabulosos, defecto en que incurrieron nuestros predecesores en las más de las cosas, trayéndonos, según Heráclito, pruebas increíbles sobre asuntos contextables. Por el contrario, procuraremos que la misma historia sirva de testimonio suficiente a los lectores.
Decimos, pues, que la laguna Meotis y el Ponto, tanto antiguamente como al presente, se tupen, y con el tiempo se vendrán a cegar del todo, si subsiste la misma disposición en aquellos lugares y las mismas causas que motivan la bascosidad de continuo. Porque siendo la sucesión del tiempo infinita, y estas madres limitadas del todo, no hay duda que, aunque sea poca la horrura que entre, al fin vendrán a llenarse. Es una ley de naturaleza que todo lo que tiene límites prescritos, si crece o mengua de continuo, aunque sea muy poco, como suponemos por ahora, durante un espacio de tiempo infinito ha de llegar a su total complemento o aniquilación sin remedio. Ahora, pues, siendo no corta sino infinita la broza que entra, bien se deja ver que prontamente tendrá efecto lo que hemos dicho. Esto lo demuestra ya la experiencia. La laguna Meotis se halla ya cegada, pues por las más de sus partes tiene sólo cinco o siete varas de profundidad, de suerte que los navíos grandes no pueden navegar sin peritos. Y aunque los antiguos contextan en que en otro tiempo este mar se comunicaba con el Ponto, al presente no es sino un lago de agua dulce, por haber la broza y el influjo de los ríos vencido y expelido las aguas del mar. Lo mismo ocurrirá con el Ponto, y al presente ya se nota. Pero esto no lo advierte el vulgo por la extensión de la madre; bien que los que reflexionan un poco no ponen en duda en el efecto. Pues desembocando desde Europa el Istro por muchas bocas en el Ponto, ha formado al frente un banco de casi mil estadios, distante de tierra un día de camino. Este cúmulo de arena crece diariamente con el cieno que arrojan las bocas de los ríos, contra el cual suelen varar de noche los navegantes, estando en alta mar y cuando menos lo piensan. A estos bancos llaman los marinos.
La razón porque esta broza no se amontona cerca de tierra, sino que es impulsada lejos, es porque mientras la violencia e impetuosidad de los ríos prevalece y rechaza las aguas del mar, el cieno y todo cuanto viene envuelto en sus corrientes por precisión ha de ser llevado por delante sin dejarlo tomar asiento ni detenerse. Pero cuando las corrientes han perdido su fuerza por la profundidad e inmensidad del mar, entonces, por una razón natural, la broza se va al fondo y se asienta y remansa. De aquí proviene que los ríos rápidos y caudalosos forman los bancos a lo lejos, aunque el mar sea profundo junto a la costa, y los riachuelos que corren lentamente amontonan la bascosidad cerca de las mismas embocaduras. Esto se ve palpablemente, sobre todo en las grandes lluvias. Entonces, aun los riachuelos más insignificantes, venciendo las olas del mar a la entrada, impulsan el cieno a tanta mayor distancia cuanta es a proporción la violencia de cada uno cuando desemboca. No debe causar admiración lo que hemos dicho del gran banco de arena que forma el Istro, ni de la cantidad de piedras, madera y tierra que consigo arrastran los ríos. Sería una necedad no creerlo, cuando estamos viendo que los riachuelos más insignificantes rompen a veces y se abren paso en poco tiempo por montañas las más elevadas, arrastran consigo todo género de broza, tierra y madera, y forman tales bancos, que en ocasiones desfiguran el lugar, y pasado algún tiempo no se conoce si es el mismo.
A la vista de esto no se debe extrañar que ríos tan caudalosos, corriendo de continuo, obren el efecto que hemos dicho y finalmente vengan a cegar el Ponto. Esto, si se considera atentamente, no tan sólo es verosímil, sino preciso que suceda. Prueba de que llegará a ocurrir es que en cuanto el agua de la laguna Meotis es más dulce que la del Ponto, otro tanto es el exceso que visiblemente se advierte de ésta a la de nuestro mar. De donde se infiere que cuando llegue a pasar a proporción un espacio de tiempo, como el en que se llenó la laguna Meotis, atendida la desigualdad de madre a madre; entonces el Ponto vendrá a hacerse pantanoso, dulce y estancado, lo mismo que la laguna; y esto se verificará tanto antes, cuanto los ríos que desembocan en el Ponto son más caudalosos y en mayor número.
Hemos hecho estas reflexiones contra los que no pueden convencerse de que el Ponto se ciega al presente, y con el tiempo se tupirá de tal modo que no vendrá a ser sino un lago y un lodazal; asimismo contra los embustes y patrañas que nos cuentan los navegantes, para que la ignorancia no nos haga estar como niños con la boca abierta a todo lo que se dice; antes bien, teniendo algunas nociones de la verdad, podamos por nosotros mismos discernir lo cierto o falso de lo que se nos cuenta. Pero ahora volvamos a continuar la bella situación de Bizancio.
Capítulo XIV
Prestigio marítimo de Bizancio.- Utilidad para el tráfico mercante.- Ventajas que tiene sobre Calcedonia.
Acabamos de decir que el estrecho que une el Ponto con la Propóntide tiene ciento veinte estadios de longitud, y que por el lado del Ponto termina en cabo Hierón, y por el de la Propóntide en Bizancio. En medio de estos extremos se eleva en el mar, sobre un promontorio perteneciente a la Europa, el templo de Mercurio, distante de Asia cinco estadios. Éste es el lugar más angosto de todo el estrecho, y en el que dicen que Darío tendió un puente cuando iba contra los escitas. Por el otro lado del Ponto, como las costas de una y otra parte del estrecho son iguales, es también igual el curso de las aguas; pero cuando el flujo que viene del Ponto, coartado por el promontorio, llega con violencia al templo de Mercurio, donde hemos dicho que se halla la mayor estrechez, entonces, rechazado, vuelve y se estrella contra las costas opuestas de Asia, desde donde retrocede como por una repercusión hacia aquellos promontorios de la Europa llamados Estias. Desde allí vuelve a arrojarse con ímpetu contra el promontorio llamado Buey en el Asia, donde cuentan que se detuvo lo la primera vez, después de pasado el estrecho. Finalmente, desde aquí corren con ímpetu las aguas hasta la misma Bizancio, donde separadas en dos partes, la menor forma el golfo llamado Cuerno, y la mayor vuelve a retroceder; pero aminorada ya su violencia, no puede llegar a la costa opuesta, donde está Calcedonia. Porque como es impelida y rechazada tantas veces, y halla por otra parte espacio para extenderse; debilitada la corriente en este lugar, ya no hace prontas repercusiones hacia la costa opuesta en ángulos rectos, sino en obtusos; por lo cual, dejando a Calcedonia, pasa adelante. He aquí lo que acarrea tantas ventajas a Bizancio y tantas desconveniencias a Calcedonia; y aunque a la vista parezca igualmente bella la situación de una y otra, no obstante a ésta no es fácil abordar, aun que se quiera, y a aquella te llevará la corriente por necesidad, aunque no quieras. Prueba de esto es que lo que quieren atravesar desde Calcedonia a Bizancio no pueden navegar en línea recta por las corrientes que hay de por medio, sino que tienen que virar hacia el Buey y Chrisópolis, ciudad de que apoderados los atenienses en otro tiempo por consejo de Alcibíades, fueron los primeros en exigir un tributo de los que navegaban al Ponto; y de allí adelante abandonados al declive de las aguas, la misma corriente los lleva por necesidad hasta Bizancio. Lo mismo ocurre a los que navegan de parte allá o acá de esta ciudad, porque bien sople un austro desde el Helesponto, bien corra un morte desde el Ponto al Helesponto, la navegación desde Bizancio tomando la costa de la Europa, es recta y fácil hasta el estrecho de la Propóntide, donde se hallan Abides y Sexto, y desde aquí a allá del mismo modo. Todo lo contrario ocurre a los que salen de Calcedonia, pop que a más de que la costa está llena de ensenadas, e país de los Cizicenos avanza demasiado dentro del mar. Para venir desde el Telesponto a Calcedonia se tiene que tomar la costa de Europa; pero cuando ya se ha llegado a las proximidades de Bizancio, la corriente y los obstáculos dichos dificultan virar y tomar el rumbo hacia Caledonia. Del mismo modo, saliendo de esta ciudad, es imposible dirigirse en línea recta hacia la Tracia; ya por las corrientes que hay de por medio, ya también por los vientos que impiden una y otra navegación. Pues el noto nos impele hacia el Ponto, el norte nos separa, y para uno y otro recorrido es forzoso servirnos de estos vientos. Éstas son las ventajas que disfrutan los bizantinos por el lado del mar; ahora se van a exponer los inconvenientes que tienen por tierra.
El rodear la Tracia al país de Bizancio de mar a mar, hace que los bizantinos estén en una guerra continua y ruinosa con este pueblo. Por más que bien pertrechados venzan tal vez a los traces, nunca pueden evitar para el futuro la guerra, por la multitud de bárbaros y potentados. Si sojuzgan tal vez algún pueblo, en vez de uno se levantan tres más poderosos. En vano se convienen y arreglan impuestos y tratados, pues la condescendencia con uno les suscita otros muchos enemigos por el mismo caso; motivo por el cual se hallan siempre en una perpetua y perniciosa guerra. Y, a la verdad, ¿qué cosa más peligrosa que un mal vecino? ¿Qué mal más cruel que la guerra con un pueblo bárbaro? A más de estas calamidades con que luchan de continuo por tierra, sin hablar de otras que trae consigo la guerra, sufren un castigo semejante al que los poetas cuentan de Tántalo. Dueños del país más fértil, cuando ya le tienen cultivado y esperan la abundante cosecha de sus sazonados frutos, vienen los bárbaros, talan una parte, se llevan otra, y los bizantinos, a más de perdidos los trabajos y gastos, quedan con el dolor de ver la asolación de sus excelentes frutos y maldicen su fortuna. A pesar de la continua guerra con los traces, mantuvieron siempre su antigua amistad con los griegos, hasta que atacándoles los galos bajo la conducta de Comontorio, llegó al colmo su desgracia.
Estos galos eran de los que habían salido de su patria con Brenno, se salvaron de la derrota de Delfos, y llegados al Helesponto no habían querido pasar al Asia. Habían sentado el real en Bizancio, embelesados de la bondad del país. Sojuzgaron después la Tracia, y sentada su corte en Tila, pusieron a los bizantinos en el mayor aprieto. En las primeras invasiones que hicieron en tiempo de Comontorio, su primer rey, los bizantinos tuvieron que darles, ya tres mil, ya cinco mil, y tal vez hasta diez mil piezas de oro por redimir su país de la tala. Por último fueron forzados a conceder un tributo de ochenta talentos por año, que pagaron hasta el tiempo de Cavaro, en que se disolvió la monarquía, porque cambiándose la suerte, los traces, más poderosos que los galos, acabaron del todo con esta nación.
Capítulo XV
Causas de la guerra de los bizantinos y Aqueo contra los rodios y Prusias.- Aqueo toma bajo su protección a los bizantinos.- Dilatados estados de este príncipe.- Prusias abraza el partido de los rodios.- Infaustos hechos para los bizantinos.- Final de la guerra.
Para entonces (220 años antes de J. C.), los bizantinos, agobiados de impuestos, enviaron primero legados a los griegos, rogando les socorriesen y aliviasen su infeliz estado. Despreciada casi por todos su demanda, la necesidad los forzó a imponer un tributo sobre los que navegaban al Ponto. Todo el mundo se resintió del gran perjuicio e inconveniencia que causaba el tributo que los bizantinos exigían de las mercaderías del Ponto; pero sobre todo se culpaba a los rodios, por ser ellos a la sazón los más poderosos en el mar. De este disgusto se originó la guerra que vamos a exponer. Porque los rodios, estimulados, ya de sus propios perjuicios, ya de los atrasos ajenos, asociados con los aliados, despacharon primero diputados a los bizantinos para que se sirviesen levantarles el impuesto. Pero viendo que había sido despreciada del todo su embajada, y que Ecatontodoro y Olimpiodoro, gobernadores entonces de Bizancio, se hallaban persuadidos de que tenían justos motivos para obtener de ellos este resarcimiento, los embajadores rodios se retiraron sin haber efectuado nada, y vueltos a su patria declararon la guerra a los bizantinos. Al punto despacharon legados a Prusias para empeñarle en esta guerra. Conocían que este príncipe tenía varios motivos de resentimiento con los bizantinos. Éstos pusieron en práctica igual diligencia y despacharon una embajada a Atalo y a Aqueo para implorar su socorro. Atalo estaba pronto; pero encerrado a la sazón dentro de los estados de su padre, era muy débil el contrapeso que podía hacer para la victoria. Aqueo, que dominaba todo el país de parte acá del monte Tauro, y acababa de tomar el título de rey, les ofreció su amparo; y en el hecho de haber abrazado este partido, infundió mucho aliento a los bizantinos, así como, por el contrario, gran terror a los rodios y Prusias. Era Aqueo pariente de aquel Antíoco que había sucedido en el reino de Siria, y he aquí por qué dominaba tan dilatados estados.
Después que Seleuco, padre del mencionado Antíoco, falleció, y sucedió en el reino Seleuco el mayor de sus hijos, Aqueo, asociado con éste por mediación del parentesco, pasó de parte allá del monte Tauro, como dos años antes del tiempo en que vamos. Tan pronto entró a reinar Seleuco el joven, informado de que Atalo tenía ya sojuzgado todo el país de parte acá del monte Tauro, resolvió poner remedio en sus cosas; pero, atravesado el monte con un poderoso ejército, perdió la vida en una emboscada que le tendieron Apaturio el Galo y Nicanor. Aqueo vengó al punto la muerte de su pariente matando a Nicanor y Apaturio, y manejó con tanta prudencia y magnanimidad las tropas y demás asuntos, que aunque la ocasión que se le presentaba y los deseos de las tropas contribuían a ceñirse la diadema, rehusó aceptarla, y reservando el reino para Antíoco, el más joven de los hijos de Seleuco, tomó la guerra con empeño y recobró todo lo perdido. Pero luego que por una dicha inesperada tuvo a Atalo encerrado en Pérgamo y bajo su poder los demás estados, ensoberbecido con tan prósperos sucesos, al punto dio al traste con su probidad. Se ciñó la diadema, se hizo proclamar rey, y vino a ser el más poderoso y temible de todos los reyes y potentados de esta parte del Tauro. En este príncipe pusieron los bizantinos sus principales esperanzas cuando iniciaron la guerra contra los rodios y Prusias.
Ya de tiempos atrás se hallaba este rey resentido de los bizantinos, porque habiéndole decretado ciertas estatuas, lejos de habérselas consagrado, lo habían echado en olvido y escarnio. Estaba también ofendido de que hubiesen puesto tanto empeño en aplacar el odio y la guerra entre Aqueo y Atalo, amistad que, en su concepto, era perjudicial a sus intereses por muchos motivos. Agriaba su dolor ver que los bizantinos, en los juegos consagrados a Minerva, habían enviado ciudadanos que acompañasen a Atalo en los sacrificios y que a él, cuando celebraba los votos Soterios, no le habían enviado ninguno. Como todos estos agravios tenían reconcentrada la cólera en su corazón, abrazó con gusto la propuesta de los rodios, y convino con los embajadores en que atacasen ellos a los bizantinos por mar, que él prometía hacer otro tanto por tierra. Tales son las causas y principios de la guerra de los rodios contra los bizantinos.
Estos al principio tomaron con ardor las armas, persuadidos de que Aqueo vendría a su socorro. Habían llamado de la Macedonia a Tibites para contener el miedo y sobresalto en que Prusias los había puesto. Este príncipe, llevado del impulso que hemos dicho, les había atacado y quitado a Hierón, plaza sobre la boca del estrecho, que los bizantinos por su bella situación habían comprado poco antes a mucha costa, para quitar toda sombra de temor a los comerciantes que navegaban al Ponto, a sus siervos y al tráfico que hacían por mar. Les había ganado también en Asia aquella parte de la Misia que los bizantinos poseían desde hacía mucho tiempo. Los rodios, por su parte, con seis buques que equiparon y otros cuatro que se les unieron de los aliados, compuesta una escuadra de diez navíos al mando de Jenofontes, marcharon al Helesponto. Toda esta flota quedó al ancla en torno a Sesto para interceptar la navegación del Ponto, menos un navío en que marchó el comandante a tentar a los bizantinos, por si atemorizados los hacía arrepentirse de su propósito. Pero viendo que éstos hacían poco aprecio, se retiró, e incorporado con el resto de sus buques tornó a Rodas con toda la escuadra. Entretanto, los bizantinos despacharon dos embajadas, una para implorar el socorro de Aqueo, y otra para traer de la Macedonia a Tibites. Tenían el concepto de que este príncipe tenía igual derecho al reino de Bithinia que Prusias, de quien era tío. Pero los rodios, viendo la constancia de los bizantinos, acudieron a la astucia para conseguir sus propósitos.
Habían advertido que la tolerancia de los bizantinos en esta guerra se fundaba en las esperanzas que se prometían de Aqueo, y viendo que este príncipe hacía los mayores esfuerzos por libertara Andrómaco su padre, preso en Alejandría, enviaron a pedir a Ptolomeo se les entregase. Ya habían dado antes este paso, pero de ceremonia. Ahora insistían de veras sobre el asunto, seguros que después de un servicio semejante tendrían obligado a Aqueo para todo cuanto pidiesen. Los embajadores no hallaron a Ptolomeo en disposición de entregar a Andrómaco, ya que de su detención esperaba sacar ventajas con el tiempo. Tenía este rey a la sazón algunas diferencias pendientes con Antíoco; y Aqueo, que acababa de subir al trono, podía influir bastante en ciertos asuntos. Porque Andrómaco, a más de ser padre de Aqueo, era hermano de Laodicea, esposa de Seleuco. Esto no obstante, Ptolomeo se rindió con plena voluntad a los rodios, y queriendo favorecerles en todo les cedió y entregó a Andrómaco para que le restituyesen a su hijo. Efectivamente, ellos lo ejecutaron al momento y dispensaron a más algunos honores a Aqueo, con lo que privaron a los bizantinos del mayor apoyo. Sucedióles por entonces otra cosa poco ventajosa. Tibites falleció viniendo de Macedonia. Este accidente, al paso que desbarató sus proyectos y abatió su espíritu, inspiró aliento a Prusias, pues mientras que él hacía la guerra por el lado de Asia y promovía con ardor sus intereses, los traces que había tomado a sueldo no permitían por el lado de la Europa que los bizantinos pusiesen el pie fuera de sus puertas; de forma que, desvanecidas sus esperanzas y trabajados por todas partes, no andaban buscando más que una honesta salida de esta guerra.
Entretanto, el rey Cavaro llegó a Bizancio, y deseoso de que se terminase la guerra, interpuso su mediación con tanto empeño, que finalmente Prusias y los bizantinos cedieron a sus instancias. Los rodios, que conocieron la diligencia de Cavaro y la anuencia de Prusias, con el anhelo de llevar a cabo su propósito, diputaron a Aridices por embajador a los bizantinos; pero al mismo tiempo enviaron a Polemocles con tres trirremes para presentarles, según dicen, la paz o la guerra. Luego que llegaron éstos, se concertó la paz, siendo gran sacerdote en Bizancio Cothón, hijo de Calligitón. Por lo tocante a los rodios, los pactos contenían simplemente: Que los bizantinos no exigirían tributo alguno de los que navegaban al Ponto; y mediante esto, los rodios y sus aliados vivirían en paz con ellos. Por lo perteneciente a Prusias, las condiciones eran éstas: Habrá paz y alianza entre Prusias y los bizantinos para siempre: por ningún pretexto tomarán las armas los bizantinos contra Prusias, ni Prusias contra los bizantinos; Prusias restituirá sin rescate a los bizantinos las tierras, castillos, pueblos y esclavos que ha hecho durante la guerra; a más de esto, los navíos apresados desde el principio de las hostilidades, las armas tomadas en las fortalezas, la madera, mármoles y tejas que ha quitado del lugar sagrado. Es de suponer que Prusias, temiendo la venida de Tibites, había demolido todos los castillos que le habían parecido tener alguna oportunidad para la guerra. En fin, que Prusias sería obligado a restituir a los labradores de la Misia, país de la dominación de los bizantinos, cuanto algunos bithinios les habían tomado. De este modo se inició y acabó la guerra que los rodios y Prusias tuvieron contra los bizantinos.
Capítulo XVI
Bandos que se suscitaron en la isla de Creta entre cnosios y litios.- Suerte infeliz de la ciudad de Litis. Triste estado de toda la isla.- Guerra de Mitridates contra los sinopenses.- Socorro prestado por los rodios.
Para entonces (220 años antes de J. C.), los cnosios pidieron a los rodios les enviasen los navíos que había mandado Polemocles, y los tres desarmados que habían botado al agua. Hecho esto, tan pronto los navíos arribaron a Creta, los eleutherneos, sospechando que Polemocles había quitado la vida a su ciudadano Timarco por complacer a los cnosios, pidieron primero satisfacción a los rodios, y después les declararon la guerra. Poco tiempo antes los litios habían llegado a una suerte deplorable, y en una palabra, toda la isla de Creta se hallaba por entonces en igual estado. Los cnosios, unidos a los gortinios, habían sojuzgado toda la isla, a excepción de la ciudad de Litis, la única que había rehusado obedecerles. A la vista de esto decidieron atacarla, resueltos a no dejar en ella piedra sobre piedra, para aterrar con este ejemplo a los demás cretenses. Al principio toda la isla tomó las armas contra los litios; pero originada cierta emulación por un motivo insignificante, cosa muy corriente entre los cretenses, se dividieron en bandos. Los polirrenios, ceretas, lampaios, orios y arcades abandonaron de común acuerdo la amistad de los cnosios y se coligaron con los litios. Entre los gortinios, los más ancianos abrazaron el partido de los cnosios, y los más jóvenes el de los litios. A la vista de una conmoción tan extraordinaria entre sus aliados, los cnosios trajeron en su ayuda mil etolios; con cuyo refuerzo los ancianos de Gortinia se apoderaron al momento de la ciudadela, metieron dentro a los cnosios y etolios, y arrojada una parte de la juventud y otra muerta, les entregaron la ciudad. Hacia este mismo tiempo, habiendo salido a cierta expedición los litios con todo el pueblo, los cnosios que lo supieron se apoderaron de Litis, que hallaron indefensa, enviaron los hijos y mujeres a Cnosa, prendieron fuego a la ciudad, la arruinaron, la profanaron de todos modos, y se volvieron a sus casas. Regresados de su expedición los litios, y advirtiendo lo ocurrido, se consternaron tanto sus espíritus, que no tuvieron valor para entrar en la ciudad. Acamparon en torno a sus muros, y luego de haber lamentado y llorado su infeliz suerte y la de la patria, se volvieron a la ciudad de los lampaios. Éstos los recibieron con toda humanidad y agasajo, y pasando en un solo día de prófugos a ciudadanos y huéspedes, hicieron con sus aliados la guerra a los cnosios. Así desapareció de la forma más extraordinaria Litis, colonia y consanguínea de los lacedemonios, la más antigua ciudad de Creta, y la que sin discusión había dado siempre los mayores hombres de la isla. Los polirrenios, lampaios y todos sus aliados, viendo que los cnosios se hallaban sostenidos por la alianza de los etolios, y que éstos eran enemigos del rey Filipo y los aqueos, despacharon una embajada a este príncipe y a los aqueos para implorar su socorro y amparo. Los aqueos y Filipo admitieron estos pueblos a la común alianza, y les enviaron un socorro de cuatrocientos ilirios al mando de Plator, doscientos aqueos y cien focenses. Este refuerzo hizo tomar un grande ascendiente al partido de los polirrenios y sus aliados. En muy poco tiempo los eleutherneos, cidonianos y aptereos encerrados dentro de sus muros, se vieron forzados a abandonar la liga de los cnosios, y abrazar los intereses de aquellos. Tras de lo cual, los polirrenios y sus aliados enviaron a Filipo y a los aqueos quinientos cretenses. Poco tiempo antes los cnosios habían remitido también mil hombres a los etolios; de suerte que unos y otros mantenían la guerra actual a costa de los cretenses. Los prófugos de Gortinia tomaron el puerto de Festia, como también se apoderaron con intrepidez del de su propia ciudad, desde cuyos puestos hacían la guerra a los de dentro. Este era el estado de la isla de Creta.
Hacia esta misma época (220 años antes de J. C.) Mitridates declaró la guerra a los sinopenses, guerra que fue como el fundamento y ocasión que condujo este pueblo a la última infelicidad. Enviaron una embajada a Rodas para que les prestase su amparo. Los rodios comisionaron tres ciudadanos, a quienes dieron ciento cuarenta mil dracmas para proveer con esta suma a los sinopenses de todo lo necesario. Los diputados compraron diez mil cántaras de vino, trescientas libras de pelo manufacturado, ciento de nervios adobados, mil armaduras, tres mil monedas de oro acuñado, cuatro catapultas y los hombres correspondientes para su manejo. Recibido este socorro, los embajadores se tornaron a Sinope, donde con el recelo de que Mitridates no les sitiase por mar y tierra, se dispusieron para prevenir este intento. Está situada Sinope al lado derecho del Ponto, yendo a Fasis. Se halla erigida sobre una península que se introduce en el mar y corta enteramente el paso a la lengua de tierra que la une con el Asia, a distancia poco más de dos estadios. El resto de la península, por el lado que mira al mar, es un terreno llano y de fácil acceso a la ciudad; pero los extremos que éste baña en redondo, son escarpados, donde con dificultad se puede abordar, y tienen muy pocos fondeaderos. Por lo cual los sinopenses, temerosos de que Mitridates no situase sus baterías por el lado del Asia y emprendiese sitiarlos por la parte opuesta, haciendo un desembarco en los puestos llanos y dominantes de la ciudad, fortificaron con empalizadas y fosos todas las vías de la península en redondo, y apostaron armas y soldados en los lugares ventajosos. Como era corta la extensión de la península, fue fácil ponerla en defensa. Tal era el estado de Sinope.
Capítulo XVII
Malograda sorpresa de Egira.- Exposiciones de Euripidas contra varios pueblos de la Grecia.- Imploran éstos el socorro de Arato.- Acuerdos tomados a vista de la indolencia de este pretor.
Así el rey Filipo, partiendo de Macedonia (220 años antes de J. C.) con su ejército- en este estado dejamos la guerra social- rompió por la Tesalia y el Epiro, con ánimo de hacer por aquí una irrupción en la Etolia. Al mismo tiempo Alejandro y Dorimaco, tramada una conspiración contra Egira, habían reunido mil doscientos etolios en Oenantia, ciudad de la Etolia situada frente por frente de aquella; tenían ya prevenidos pontones para el traslado, y no aguardaban más que oportunidad para el propósito. Un desertor etolio, que había vivido mucho tiempo en Egira, habiendo advertido que las centinelas de la puerta por donde se viene a Egio, se emborrachaban y hacían la guardia con abandono, pasó a verse varias veces con Dorimaco, hombre acostumbrado a semejantes tramas, para provocarle a la empresa. Yace Egira en el Peloponeso sobre el golfo de Corinto, entre Egio y Sición; está enclavada sobre unos collados escarpados y de difícil acceso; mira su situación hacia el Parnaso y lugares vecinos de la región opuesta, y dista del mar como siete estadios. Apenas se presentó tiempo oportuno, Dorimaco se hizo a la vela y dio fondo durante la noche cerca del río que baña la ciudad. Después emprendió la marcha con Alejandro, Arquidamo, hijo de Pantaleón, y la tropa etolia que llevaba consigo, por el camino que conduce de Egio a Egira. Pero el desertor con veinte hombres los más valerosos, atravesando con más prontitud que los demás los precipicios, por la pericia que tenía en aquellos senderos, penetra en la ciudad por un acueducto, coge dormida la guardia de la puerta, la degüella en sus lechos, rompe con hachas los cerrojos, y abre las puertas a los etolios. Efectivamente entraron éstos, y poco considerados proclamaron victoria. Esto fue causa de la salvación de los egiratas y de la perdición de los etolios. Porque en la opinión de que para apoderarse de una ciudad enemiga bastaba sólo el estar dentro de sus puertas, manejaron el lance con la poca precaución que vamos a decir. Ya que se vieron reunidos en la plaza, codiciosos del botín, se desmandaron por la ciudad para asaltar las casas y robar sus alhajas. Llegado el día, aquellos de los egiratas en cuyas casas había entrado el enemigo, espantados y atemorizados con tan inesperado y extraordinario accidente, huyeron fuera de la ciudad, en la opinión de que ya el enemigo era dueño absoluto de ella; pero aquellos otros que oían el alboroto desde sus casas intactas, salieron al socorro, y se acogieron todos en la ciudadela. Al paso que se aumentaba el número de éstos y crecía su confianza, el cuerpo de etolios, por el contrario, se aminoraba y se iba llenando cada vez más de confusión. Apenas advirtió Dorimaco el peligro que amenazaba a los suyos, marchó a atacar la ciudadela, en la opinión de que su intrepidez y audacia atemorizaría y arrollaría a los que se habían reunido en su defensa. Mas los egiratas, animándose unos a otros, se defendieron y pelearon valerosamente con los etolios. Como la ciudadela se hallaba sin muros, y se luchaba de cerca y de hombre a hombre, al principio la acción se desarrolló de acuerdo a las disposiciones de los combatientes, ya que unos peleaban por su patria y familias, y otros por libertar sus vidas. Pero finalmente fueron rechazados los etolios que habían entrado en la pelea, y los egiratas, aprovechándose de esta retirada, siguieron el alcance con vigor y denuedo. De aquí provino que los más de los etolios con la consternación se atropellaron unos a otros, conforme iban huyendo, en las puertas de la ciudad. Alejandro pereció en la misma acción con las armas en la mano. Dorimaco murió en el tropel y opresión de las puertas. El resto de etolios, o fue atropellado, o huyendo por sendas extraviadas se precipitó de lo alto de las rocas. La parte que se salvó en los navíos, se hizo a la vela con deshonor, sin armas y sin esperanza de vengarse. De esta forma, los egiratas, que habían puesto en riesgo la patria por su descuido, la recobraron inesperadamente por su valor y ardimiento. Por este mismo tiempo, Euripidas, a quien los etolios habían enviado por pretor de los eleos, habiendo talado las tierras de los dimeos, farenses y triteos, y hecho un rico botín, se retiro a la Elida. Mico el Dimeo, que a la sazón era vicepretor de los aqueos, salió a la defensa con todas las tropas de estos pueblos, y siguió el alcance del enemigo, que se retiraba. Pero su demasiado ardimiento le hizo caer en una emboscada, donde perdieron la vida cuarenta de los suyos, y doscientos infantes hechos prisioneros. Ensoberbecido Euripidas con esta ventaja, pocos días después volvió a salir a campaña, y tomó junto a Araxo un castillo de los dimeos, llamado Tichos, situado ventajosamente y edificado en otro tiempo, según la fábula, por Hércules, cuando se hallaba en guerra con los eleos, para servirse de él como de plaza de armas contra este pueblo.
Después de este descalabro, los dimeos, farenses y triteos, no sintiéndose seguros una vez tomada esta fortaleza, enviaron por lo pronto un correo al pretor de los aqueos, para informarle de lo ocurrido e implorar su ayuda; y no contentos con esto despacharon después una embajada para el mismo efecto. Pero a la sazón Arato no podía alistar tropas extranjeras, por hallarse aún debiendo la república una parte de los sueldos a los mercenarios que había tomado en la guerra cleoménica; a más de que por lo general este pretor era tímido en las empresas, y en una palabra, pesado para todo lo perteneciente a la guerra; motivos porque Licurgo se apoderó del Ateneo de los megalopolitanos, y Euripidas tomó a Gorgos de Telfusia, a más de las plazas dichas. Los dimeos, farenses y triteos, sin esperanza de ser socorridos por Arato, decidieron no contribuir a los gastos públicos de los aqueos, sino levantar por sí solos tropas extranjeras, como en efecto alistaron trescientos infantes y cincuenta caballos, para poner a cubierto su provincia. En esta acción, si se mira a su interés particular, parece consultaron con ventaja; pero si se atiende al bien común, con perjuicio. Pues por ahí se constituyeron autores y cabezas de cualquier mal propósito o pretexto que se quisiese tomar para arruinar la nación. La principal culpa de esta decisión se debe imputar con razón a Arato, por la negligencia y dilaciones con que entretenía siempre a los que imploraban su socorro. Todo el que se ve en peligro, mientras conserva alguna esperanza en sus amigos o aliados, aprecia vivir fiado en ella; pero cuando se ve sin recurso, entonces la necesidad le obliga a echar mano de sus propias fuerzas. Y así, yo no culpo a estos pueblos de haber alistado por sí mismos tropas extranjeras, a la vista de la indolencia de Arato; lo que yo sí les vitupero es el haber rehusado contribuir con los impuestos a la liga. Pues era justo que velasen por su propia conveniencia, pero al mismo tiempo que conservasen a salvo los derechos a la república, si alcanzaban mejor fortuna y tenían facultades; principalmente cuando las leyes públicas les aseguraban de un indefectible reintegro, y sobre todo habían sido ellos los autores de la liga aquea.
Capítulo XVIII
Un error de Filipo: desistimiento de sitiar a Ambraco.- Irrupción de Scopas en la Macedonia.- Conquistas de Filipo en Etolia.- El paso del Aqueloo.- Conquistas.
Al mismo tiempo que ocurría esto en el Peloponeso (220 años antes de J. C.), el rey Filipo, cruzando la Tesalia arribó a Epiro; donde juntando a sus macedonios, todos los epirotas, trescientos honderos que le habían llegado de la Acaia, y otros tantos cretenses que le enviaron los polirrenios, pasó adelante, y por el Epiro llegó al país de los ambraciotas. Si de repente y sin dilación hubiera penetrado y roto de improviso por en medio de la Etolia con tan poderoso ejército, el fin de la guerra era inevitable. Pero el haberse detenido a sitiar a Ambraco a ruegos de las epirotas, dio lugar a los etolios, no sólo para aguardarle a pie firme, sino para tomar sus medidas y pertrecharse para adelante. Los epirotas en esto prefirieron su interés particular al común de los aliados. Deseaban con ansia apoderarse de Ambraco, y a este fin suplicaron a Filipo pusiese sitio y tomase primero esta fortaleza; seguros de que el único medio para recobrar de los etolios la Ambracia, que tanto apetecían, era si, dueños de este castillo, llegaban a tener la ciudad en un continuo sobresalto. Ambraco es una fortaleza bien construida, guarnecida de muros y obras avanzadas. Está situada en un lugar pantanoso, que no ofrece más entrada desde el país que una angosta y hecha de tierra movediza. Domina ventajosamente todo el territorio y ciudad de los ambraciotas. Filipo, pues, a ruego de los epirotas, había acampado en torno a este castillo, y hacía los preparativos para su asedio.
En el transcurso de este tiempo; Scopas, con todo el pueblo etolio, atravesando la Tesalia, rompió por la Macedonia, corrió talando las llanuras de Pieria y obtenido un rico botín, torció su mancha hacia Dío. Penetró en esta ciudad, que habían abandonado los moradores, y arruinó sus muros, casas y academia. Prendió fuego a los pórticos del templo, profanó todos los demás dones que había, o para el adorno o para la necesidad de los que acudían a las festividades, y echó por tierra los retratos de los reyes. A pesar de que en los primeros movimientos y ensayos de la guerra había llevado sus armas, no sólo contra los hombres, sino contra los dioses, cuando estuvo de regreso en la Etolia, lejos de ser tenido por impío, se le consideró como hombre benemérito de la república, se le honró, se llevó la atención de todos, y con su persuasiva llenó a los etolios de espíritu y de nuevas esperanzas. De forma que por ahí infirieron que, en el supuesto de que nadie osaría presentárseles delante, talarían impunemente no sólo el Peloponeso, como lo tenían por costumbre, sino también la Tesalia y la Macedonia.
Filipo, cuando escuchó lo que pasaba en Macedonia, aunque reconoció al punto que él pagaba la pena de la ignorancia y obstinación de los epirotas, no obstante continuó el sitio. Hizo levantar terraplenes y demás obras con tanta eficacia, que aterrados los de dentro, se apoderó del castillo al cabo de cuarenta días. Convino en que saliese libre la guarnición etolia, compuesta de quinientos hombres, y entregó el castillo a los epirotas, con lo que sació su codicia. Él emprendió la marcha con el ejército por Charadra, con el propósito de cruzar el golfo Ambracio por aquella parte próxima al templo de los acarnanios llamado Actio, que es la más estrecha. Este golfo viene del mar de Sicilia por entre el Epiro y la Acarnania. Su embocadura es tan angosta, que no llega a cinco estadios; pero avanzando tierra adentro, tiene cien estadios de ancho, y trescientos de largo desde el mar de Sicilia. Separa el Epiro y la Acarnania, teniendo aquel hacia el Septentrión, y ésta hacia el Mediodía. Filipo, pues, hizo pasar su ejército por este estrecho, cruzó la Acarnania, y vino a parara Foitia, ciudad de la Etolia, luego de haber aumentado su armada con dos mil infantes acarnanios, y doscientos caballos. Acampado sobre esta plaza, la dio tan vigorosos y terribles asaltos, que a los dos días la tomó por convenio, dejando salir a salvo la guarnición. La noche siguiente, llegaron al socorro quinientos etolios, en la opinión de que no estaba aún tomada. Pero Filipo, advertido de su llegada, les tiende una emboscada en ciertos puestos ventajosos, da muerte a los más y hace prisionero el resto, a excepción de muy pocos. Después, habiendo distribuido al ejército raciones de trigo para treinta días (era mucha la abundancia que había hallado en los silos de Foitia), prosiguió su camino, dirigiéndose hacia Stratica. Aquí sentó su campo en las márgenes del Aqueloo, a la distancia de diez estadios de la ciudad, desde donde talaba impunemente la campiña, sin que nadie se atreviese a hacerle resistencia.
La guerra tenía ya cansados los aqueos por este tiempo y conociendo que el rey se hallaba cerca, enviaron diputados a implorar su socorro. Estos alcanzaron a Filipo cuando estaba aún en Strato; y entre otras cosas que contenían sus instrucciones, le hicieron ver el rico botín que sacaría su ejército de esta guerra, si doblado el cabo de Río hiciese una invasión por la Elea. El rey, después de haberlos escuchado, retuvo consigo a los diputados bajo pretexto de que tenía que consultar sobre sus pretensiones; pero mientras, levantó el campo y marchó hacia Metrópolis y Conopa. Los etolios abandonaron a Metrópolis y se acogieron en la ciudadela. Filipo, prendido fuego a la ciudad, prosiguió sin detenerse hacia Conopa. Allí reunida la caballería etolia, intentó disputarle el paso del río veinte estadios más abajo de la ciudad, persuadida a que, o se lo prohibiría del todo, o a lo menos sería el pasaje a mucha costa El rey, que penetró su propósito, ordenó que los armados de escudos entrasen primero en el río, y lo atravesasen unidos por manípulos y en forma de tortuga. Realizado esto, lo mismo fue estar del otro lado la primera cohorte, que atacarla la caballería etolia por un breve rato; pero viendo la firmeza de ésta, cubierta con sus escudos, y que la segunda y tercera iban pasando para apoyar con sus armas a la que se estaba defendiendo, sin efecto y con trabajo se retiraron y acogieron en la ciudad. De allí adelante desapareció aquel furor etolio, y quedó encerrado dentro de los muros.
Pasó finalmente el rey el Aqueloo, taló impunemente la campiña y… se acercó a Ithoria. Es este un castillo muy fortificado por la naturaleza y el arte, situado ventajosamente sobre el camino que llevaba el ejército. Apenas llegó Filipo, cuando amedrentada la guarnición, desamparó el puesto. Apoderado de él, el rey lo destruyó; y los forrajeadores recibieron asimismo orden de arrasar los demás fuertes del país. Pasado que hubo los desfiladeros, caminó poco a poco y a lento paso, dando tiempo a las tropas para saquear la campiña; y cuando el ejército estuvo provisto de todo lo necesario, llegó a Oeniadas, desde donde pasó el campo a Peanio, que decidió tomar primero. Efectivamente, después de frecuentes ataques rindió por fuerza la ciudad, en espacio no muy grande, pues no llegaba a siete estadios; pero en magnificencia de casas, muros y torres, nada inferior a otras. Los muros de esta plaza fueron arrasados, las casas arruinadas; pero las maderas y tejas se metieron con cuidado en barcas para conducirlas por el río a Oeniadas.
Los etolios al principio pensaron conservar la ciudadela, guarneciéndola de muros y demás pertrechos; pero aterrados con la llegada del rey, la abandonaron. Después de haberse apoderado de esta plaza, fue a acampar a un fuerte castillo de la Calidonia, llamado Eleo, guarnecido de muros y bien provisto de municiones, que Atalo había dado a los etolios. Dueños también los macedonios de esta fortaleza a viva fuerza, talaron toda la Calidonia y regresaron a Oeniadas. Entonces Filipo, atento a la bella situación que posee esta plaza, principalmente para pasar al Peloponeso, sin contar con otras ventajas, pensó cercarla de muros. Efectivamente, está situada sobre la orilla del mar, en el extremo de la Acarnania que confina con la Etolia, hacia el principio del golfo de Corinto. Sobre la costa opuesta está la ciudad de los dimeos en el Peloponeso, y no lejos de allí el promontorio Araxo, a cien estadios de distancia. Atento a estas proporciones el rey fortificó la ciudadela por sí sola; después, ciñendo con muros el puerto y los astilleros, emprendió unirlos con aquella, valiéndose para estas obras de los materiales que había hecho venir de Peanio.
Capítulo XIX
Regreso de Filipo.- Dorimaco, pretor de los etolios tala el Epiro.- Vuelve Filipo a Corinto, derrota Euripidas en el monte Apeaurio y pasa a Psofis.- Fortaleza de esta plaza.
Ocupaban la atención de Filipo estos proyectos, cuando le llegó de Macedonia un correo con la noticia de que los dardanios, recelosos no maquinase alguna expedición contra el Peloponeso, levantaban tropas y hacían grandes aparatos, resueltos a invadir la Macedonia. Estas nuevas le pusieron en la precisión de acudir cuanto antes a su reino. Despachó los embajadores aqueos, dándoles por respuesta que, arreglados que fuesen los asuntos de Macedonia, su principal empeño sería socorrerlos en lo posible. Efectivamente, levantó el campo y regresó con diligencia por el mismo camino que había traído. Cuando estaba para atravesar el golfo Ambracio desde la Acarnania al Epiro, llegó en un solo barco Demetrio de Faros, a quien los romanos habían arrojado de la Iliria, como hemos indicado anteriormente. Filipo le recibió con humanidad, le ordenó marchase a Corinto y desde allí fuese por la Tesalia a Macedonia. Él mientras, atravesando el Epiro, prosiguió adelante sin detenerse. Al primer aviso que tuvieron los dardanios por los desertores tracios, de que Filipo había llegado a Pela, ciudad de la Macedonia, aterrados con su llegada, deshicieron el ejército que ya estaba para entrar en este reino. El rey, informado de su arrepentimiento, licenció todos los macedonios para la recolección de frutos, y mientras, marchó a la Tesalia, para pasar en Larissa el resto del verano. Por este tiempo entró triunfante en Roma Paulo Emilio de regreso de la Iliria. Aníbal, tomada Sagunto a viva fuerza, distribuyó sus tropas en cuarteles de invierno. Los romanos, con la nueva de la toma de Sagunto, enviaron embajadores a Cartago para pedir a Aníbal, y al mismo tiempo se dispusieron para la guerra, nombrando cónsules a Publio Cornelio y Tiberio Sempronio. De esto hemos hecho ya especial mención en el libro precedente. Ahora sólo lo apuntamos, como prometimos al principio, para refrescar la memoria y advertir los hechos contemporáneos. Aquí termina el primer año de la olimpíada ciento cuarenta.
Llegado el tiempo de las elecciones, los etolios nombraron por pretor a Dorimaco. Apenas tomó éste el mando (219 años antes de J. C.), cuando, puesto sobre las armas todo el pueblo, atacó la parte superior del Epiro, y taló sus campos con más furor que el que hasta entonces se había visto. No le impelía a esto tanto su propio interés, cuanto el hacer daño a los epirotas. Una vez hubo llegado al templo de Dodona, quemó sus pórticos, profanó sus ornamentos y aun destruyó el mismo templo; ya que entre estas gentes ni se conocen las leyes de la paz ni las de la guerra, sino que en uno y otro tiempo ejecutan cuanto les dicta su capricho, sin respeto al derecho público y de gentes. Después de estos y otros parecidos atentados, tornó a su patria.
Duraba aún el invierno, y nadie esperaba que Filipo llegase por la estación, cuando este príncipe salió a campaña desde Larissa, con un ejército compuesto de tres mil hombres armados de escudos de bronce, dos mil rodeleros, trescientos cretenses y cuatrocientos caballos de su guardia. Pasó de la Tesalia a la Eubea, desde aquí a Cino, y cruzando por la Beocia y Megara, llegó a Corinto a finales de invierno. Su marcha fue tan rápida y secreta, que ni aun se sospechó en el Peloponeso. Ordenó cerrar las puertas de Corinto, apostó centinelas por los caminos, y al día siguiente haciendo venir de Sición al viejo Arato, escribió al pretor de los aqueos y a las ciudades, señalándolas día y lugar donde habían de tener las tropas sobre las armas. Dadas estas disposiciones, levantó el campo y fue a sentar sus reales en torno a Dioscurio en Fliasia. En este mismo tiempo Euripidas, acompañado de dos cohortes de eleos, de los piratas y mercenarios, todos en número de dos mil doscientos infantes y cien caballos, salió de Psofis, y sin noticia alguna de las operaciones de Filipo, marchaba por Fenice y Stimfalia, con el propósito de talar el país de los sicionios. La noche misma que acampó Filipo alrededor de Dioscurio, pasó él por delante del campamento, y hubiera entrado sin duda al amanecer en el país de los sicionis; pero felizmente unos cretenses del ejército de Filipo, que habían abandonado sus líneas y andaban buscando forraje, se encontraron con los de Euripidas. Éste, luego que supo con certeza la proximidad del enemigo, sin revelar a nadie la noticia, dio la vuelta con el ejército, y regresó por el mismo camino en que había venido. Quería y aun esperaba tomar la delantera a los macedonios, y cruzando la Stimfalia, ocupar los desfiladeros que dominan el camino. El rey, sin noticia alguna de los enemigos, levantó el campo al amanecer como tenía dispuesto, y emprendió la marcha, con ánimo de pasar por la misma ciudad de Stimfalia en dirección a Cafias, donde tenía prevenido a los aqueos se uniesen con sus armas.
Ya tocaba la vanguardia macedonia con la falda del monte Apeauro, situado a diez estadios de Stimfalia, cuando al mismo tiempo llegó a la cima la primera línea de los eleos. Euripidas, que por las noticias supo lo que ocurría, seguido de algunos caballeros evitó el peligro que le amenazaba, y se retiró a Psofis por caminos extraviados. Los demás eleos, vendidos por su jefe y atemorizados con tal accidente, hicieron alto sin saber qué hacerse, ni qué partido tomar. Sus oficiales creyeron al principio ser un cuerpo de aqueos que venía al socorro. Los armados con escudos de bronce eran los que principalmente motivaron este engaño. Creían ser megalopolitanos, por haber usado éstos de semejantes escudos en la batalla de Selasia contra Cleomenes, armamento que les había dado el rey Antígono para esta jornada. Y así, sin perder el orden, se retiraron a ciertos collados próximos, con la esperanza aún de salvarse. Pero apenas estuvo cerca la primera línea de los macedonios, comprendieron lo que realmente era el caso, y arrojando todos las armas, emprendieron la huida. Se hicieron mil doscientos prisioneros, y el resto, o perdió la vida a manos del enemigo, o en aquellos despeñaderos. Sólo ciento se salvaron. Filipo envió los despojos y los prisioneros a Corinto y prosiguió adelante. Este suceso sorprendió tanto más a todos los peloponesios, cuanto que a un mismo tiempo llegaba a sus oídos la llegada del rey y la victoria. Cruzó después la Arcadia, a pesar de las muchas nieves y trabajos que sufrió en las cumbres del monte Ligirgo, y fue a hacer noche a Cafias al tercer día. Allí dio dos días de descanso a la tropa, y recibió a Arato el joven con los aqueos que habían venido en su compañía; de forma que todo el ejército ascendía a diez mil hombres. Prosiguió su marcha por Clitoria a Psofis, e iba recogiendo armas y escalas por todas las ciudades que pasaba. Es Psofis, en la opinión de todos, una antigua población de los Arcades en la Azanida. Su situación, respecto del Peloponeso en general, se halla en el centro; pero respecto de la misma Arcadia, se halla en aquel extremo occidental que linda con las fronteras de la Acaia hacia el ocaso. Domina ventajosamente el país de los eleos, con quienes componía entonces una misma república. A los tres días de camino desde Cafias llegó Filipo a esta ciudad, sentó su campo en unos elevados collados que existían al frente, desde donde registraba sin peligro la plaza y sus contornos. El rey dudó qué partido tomar a la vista de la fortaleza del lugar. Por la parte occidental corre con precipitación un impetuoso torrente, que desprendiéndose desde lo alto forma en poco tiempo una madre muy extensa, invadeable en la mayor parte del invierno, y que por todo aquel lado hace inconquistable y de difícil acceso la ciudad. Por la parte oriental corre el Erimantes, grande y caudaloso río de quien se cuentan muchas fábulas. Hacia Mediodía torrente se une con el Erimantes, con lo que rodeada por tres lados la ciudad por los ríos viene a estar bien defendida. Por el lado restante del Septentrión la domina un collado defendido con murallas, a quien el ingenio y el arte le han conferido veces de ciudadela. Toda la ciudad está ceñida de altos y bien construidos muros, y a más poseía a la sazón una buena guarnición que habían introducido los eleos, cuyo comandante era Euripidas, que había escapado de la anterior derrota.
Capítulo XX
Sitio y conquista de Psofis por Filipo.- Conquistas de varias plazas de la Elida.- Negligencia de este pueblo en recobrar sus antiguas inmunidades.- Toma del castillo de Talamas.
En cuanto a Filipo, veía y meditaba todos estos obstáculos. Unas veces la consideración le retraía de atacar y poner sitio a la ciudad, otras le empeñaba a la vista de la oportunidad del lugar. Porque cuanto más inminente era el riesgo que amenazaba a los aqueos y arcades de poseer la Elida esta segura defensa, tanto mayor sería la ventaja, una vez conquistada, que conseguirían los mismos en poseer este oportuno asilo contra los eleos. Finalmente decidió adoptar el partido de sitiarla (219 años antes de Jesucristo) Para ello ordenó a los macedonios estar desayunados y dispuestos al romper el día. Después, atravesando el Erimantes por un puente sin que hallase oposición su temerario arrojo, se aproximó hasta la misma ciudad con un espíritu terrible. La gente que mandaba Euripidas y todos los de ciudad quedaron absortos. Se hallaban persuadidos de que ni los enemigos osarían atacar y forzar una plaza tan fuerte, ni lo riguroso de la estación les permitiría entablar un asedio permanente. Al paso que se hacían estas reflexiones, desconfiaban unos de otros y recelaban que Filipo no tuviese inteligencia con algunos de los de dentro. Pero finalmente, desvanecidas sus sospechas, acudió la mayor parte a la defensa de los muros. Los eleos que se hallaban a sueldo realizaron una salida por la puerta situada en la parte superior de la ciudad para sorprender al enemigo. Pero el rey, que había ordenado aplicar las escalas al muro por tres sitios y tenía distribuidos sus macedonios en otros tantos trozos, dio la señal a cada uno por los trompetas, y al punto se asaltó la plaza por todos lados. Al principio los habitantes se defendieron con valor y arrojaron a muchos de las escalas; pero acabada la provisión de dardos y demás municiones, ya que precipitadamente se había hecho para esta urgencia, y viendo que, lejos de aterrarse los macedonios, al instante ocupaba el de atrás el lugar del que era arrojado por la escalera, finalmente retrocedieron los cercados y se refugiaron todos en la ciudadela. Los macedonios subieron el muro, y los mercenarios que habían hecho la salida por la puerta superior, rechazados por los cretenses, fueron forzados a arrojar las armas y emprender una huida precipitada. Los cretenses siguieron el alcance, y picándoles la retaguardia entraron de tropel por la puerta, de suerte que la ciudad fue tomada a un tiempo por todos lados. Los psofidienses con sus hijos y mujeres, y Euripidas con los demás que conservaron sus vidas, se acogieron en la ciudadela. Luego que entraron los macedonios, saquearon todo el ajuar de las casas, ocuparon sus habitaciones y se hicieron dueños de la ciudad. Los que se habían refugiado en la ciudadela, pronosticando mal de su suerte a la vista de hallarse sin provisiones, resolvieron entregarse. Para esto despacharon un trompeta, y lograda del rey licencia para la embajada, diputaron a los magistrados y a Euripidas. Efectivamente, se concertó un tratado por el que se concedió inmunidad a todos los que se habían refugiado, tanto extranjeros como ciudadanos. Los diputados tornaron a la ciudadela con orden de no salir hasta que el ejército hubiese evacuado la plaza, para evitar que la inobediencia del soldado cometiese algún exceso. El rey se vio precisado a permanecer allí algunos días por las nieves que cayeron. Durante su estancia congregó a los aqueos que se hallaban en el ejército, les puso a la vista primero la fortaleza y oportunidad de la ciudad para la guerra presente, les manifestó el afecto y buena voluntad que profesaba a su nación, y por último agregó que por ahora les cedía y entregaba la plaza, porque se había propuesto hacerles bien en lo posible y no dejar pasar ocasión de mostrarles su cariño, Arato y los demás le dieron las gracias, y se disolvió la reunión. El rey hizo levantar el campo a sus tropas y marchó a Lasión. Entonces los psofidios bajaron de la ciudadela, recobraron la ciudad y cada uno sus casas. Euripidas marchó a Corinto y desde allí a la Etolia. Los jefes aqueos que se hallaban presentes dieron el gobierno de la ciudadela a Proslao el Sicionio, con la competente guarnición, y el de la ciudad a Pithias el Pelenense. De esta forma fue tomada Psofis. No bien se tuvo noticia de la venida de los macedonios cuando los eleos que guarnecían a Lasión, informados de lo que había ocurrido en Psofis, desampararon la ciudad. El rey llegó con diligencia, la tomó sin obstáculo, y por un exceso de inclinación hacia los aqueos la entregó también a su república. Strato fue restituida a los telfusios por haberla abandonado asimismo los eleos. Finalizada esta expedición, llegó al quinto día a Olimpia, donde hizo sacrificios a los dioses y dio un convite a los oficiales. Ahí dejó descansar la tropa durante tres días transcurridos los cuales levantó el campo, marchó a Elea y permitió al soldado la tala de la campiña. Él, mientras, sentó su campo en torno a Artemisio, y acumulado allí el botín, regresó a Dioscurio. Muchos fueron los prisioneros que se hicieron en la tala del país, pero fueron más aún los que se refugiaron en los pueblos próximos y lugares fortificados. El país de los eleos es sin duda el más bien poblado, abundante de siervos y alimentos de todo el Peloponeso. Se encuentran familias tan amantes de la vida del campo, que aunque con bastantes conveniencias, después de dos y tres generaciones no han pasado jamás a la capital. Esto proviene del gran cuidado y vigilancia que tienen los magistrados para que al labrador se haga justicia en cualquier parte y no le falte nada de lo necesario para la vida.
A mi modo de entender, se tomaron en lo antiguo estas providencias y establecieron estas leyes, ya por la extensión del país, ya principalmente por la vida santa que tenían en otro tiempo, cuando la Grecia toda convino en que la Elida, por celebrarse en ella los juegos olímpicos, se tuviese por provincia sagrada y exenta de toda tala, y sus moradores por libres de todos los males y calamidades de la guerra. Pero después que los arcades les quitaron el país de Lasión y de Pisatis, los eleos, obligados a defender sus campos y a cambiar de método de vida, ya no han cuidado de recobrar de la Grecia sus antiguas y patrias inmunidades, sino que han permanecido en el mismo estado, conducta a mi ver poco acertada para el futuro. Y, en verdad, si todos rogamos a los dioses nos concedan la paz, si sufrimos cualquiera vejación con el anhelo de alcanzarla, si este es el único bien que los hombres reputan por tal sin discusión, ¿no serán los eleos sin contradicción unos necios, que pudiendo obtener de la Grecia con justicia y decoro una paz estable para siempre, la desprecian y posponen a otros bienes? Acaso me dirá alguno que por esta conducta de vida se exponen a que cualquiera les insulte y les falte a los pactos. Pero esto ocurrirá rara vez, y caso que ocurra tendrán a toda la Grecia por auxiliadora. Por lo que hace a las injurias particulares, siendo ricos, como es normal lo sean, gozando de una paz constante no les faltarán guarniciones extranjeras y mercenarias que los defiendan cuando la ocasión y el tiempo lo requiera, en vez de que ahora, por temor a un caso raro y extraordinario, tienen expuesto su país y haciendas a continuas guerras y talas. Hemos hecho estas advertencias para excitar a los eleos a recobrar sus inmunidades, puesto que jamás se ha presentado ocasión más oportuna que la que ofrece el actual estado. Lo cierto es que en este país, como hemos mencionado anteriormente, se conservan aún vestigios de sus antiguas costumbres, y los pueblos aman en extremo la campiña.
He aquí por qué cuando Filipo llegó fue infinito el número de prisioneros que hizo, pero mucho mayor aún el que se refugió en las fortalezas. La mayor parte de efectos y el mayor número de siervos y ganados se retiró a un castillo llamado Talamas, ya porque las vías del país circunvecino eran estrechas y difíciles, ya porque el lugar es de poco tráfico e intransitable. El rey conoció el número de gentes que se habían refugiado en este lugar, y resuelto a no dejar cosa por intentar ni imperfecta, ocupó anticipadamente con los extranjeros los puestos ventajosos que dominan las entradas. Después, dejando el real bagaje y la mayor parte del ejército, tomó los rodeleros y armados a la ligera, cruzó los desfiladeros, y llegó al castillo sin hallar impedimento. Los refugiados, gente del todo inexperta en el arte militar, desprovista de municiones y compuesta en parte de la hez del pueblo, temieron la invasión y se rindieron al momento. Entre ellos había doscientos extranjeros, gente allegadiza que había traído consigo Anfidamas, pretor de los eleos. Dueño Filipo de inmensas alhajas, de más de cinco mil esclavos, y de infinidad de ganado cuadrúpedo, regresó a su campamento; pero viendo que las tropas estaban excesivamente cargadas de despojos de todo género, y por consiguiente imposibilitadas de maniobrar, tuvo que retirarse, y trasladar el campo otra vez a Olimpia.
Capítulo XXI
Apeles se propone quitar los fueros a los aqueos.- Elogio de Filipo.- Situación y pueblos principales de la Trifalia.- Escalada de la ciudad de Alifera.- Conquistas del rey en la Trifalia.
Se encontraba entre los tutores que Antígono había dejado al niño Filipo, un tal Apeles, que a la sazón (219 anos antes de J. C.) merecía la principal confianza del rey. Éste, para reducir a los aqueos a la misma condición en que se hallaban los tesalios, se propuso realizar una acción detestable. Los tesalios, aunque parecía se gobernaban por sus fueros, y eran de muy diversa condición que los macedonios, en la realidad no se diferenciaban de éstos, y todos se hallaban igualmente sujetos a las órdenes de los oficiales reales. A este fin dirigió todos sus pasos Apeles, y para esto empezó a tentar la paciencia de los aqueos que militaban en el ejército ya permitiendo a los macedonios que los arrojasen de los alojamientos que con anticipación habían ocupado y les robasen el botín, ya permitiendo a sus ministros les castigasen por los más fútiles pretextos. Si alguno de ellos se condolía o quería defender al castigado, él mismo le llevaba a la cárcel. Se hallaba persuadido de que de esta forma los iría acostumbrando insensiblemente, a que no se detuviesen ante nada de cuanto el rey dispusiese. Esto era tanto más de extrañar, cuanto que poco tiempo antes, él mismo, militando con Antígono, los había visto resueltos a pasar por todo, por no obedecer las órdenes de Cleomenes. Al cabo algunos jóvenes aqueos acudieron a Arato de mano armada, y lo dieron cuenta del propósito de Apeles. Arato se dirigió a Filipo, presumiendo que sin dilación pondría remedio al mal en los inicios. Efectivamente, informado el rey en este coloquio de lo ocurrido, exhortó a los jóvenes aqueos a vivir confiados de que no les volvería a suceder en adelante semejante cosa; y previno a Apeles que no ordenase nada a los aqueos, sin consultar con su pretor. De esta forma Filipo, afable con los que seguían sus banderas, activo y resuelto en las operaciones militares, se ganó los corazones no sólo de sus soldados sino de todo el Peloponeso. No es fácil hallar un príncipe dotado por la naturaleza de mayores disposiciones para extender sus estados. La agudeza de entendimiento, la memoria, la gracia, la presencia real, la majestad, y sobre todo la actividad y el espíritu marcial, eran otras tantas prendas que en él sobresalían. Pero como desaparecieron todas estas bellas cualidades, y de un rey benigno se transformó en un cruel tirano, esto no es fácil de explicar en breves rayones. Otra ocasión más oportuna que la presente se ofrecerá, donde inquirir e investigar esta transformación.
Filipo desde Olimpia trasladó el campo hacia Farea, llegó a Telfusa, y desde allí a Herea; donde vendido el botín, hizo reparar el puente del río Alfeo, con el fin de hacer por allí una irrupción en la Trifalia. Por entonces mismo Dorimaco, pretor de los etolios, a instancia de los eleos, cuyos campos eran talados, envió en su socorro seiscientos etolios, bajo la conducción de Filidas. Este así que llegó a Elea, tomó quinientos extranjeros que allí había, mil ciudadanos y un trozo de tarentinos, y marchó al socorro de la Trifalia, provincia que obtuvo este nombre de Trifalo, muchacho de la Arcadia. Está situado este país en el Peloponeso sobre las costas del mar, entre los eleos y messenios, mira al mar de África, y confina con la Acaia hacia el ocaso del invierno. Las ciudades que contienen son Samico, Lepreo, Hipana, Tipanea, Pirgos, Æpio, Balax, Stilagio y Frixa. A todas estas ciudades, de que poco tiempo antes se habían apoderado los eleos, habían agregado ahora a Alifera, perteneciente antes a la Arcadia y a Megalópolis, que Aliadas el megalopolitano, durante el tiempo de su tiranía, había sacrificado a cambio de ciertos intereses personales. Filidas, pues, destacados los eleos a Lepreo y los extranjeros a Alifera, él con sus etolios observaba en Tipanea los movimientos del rey.
Filipo, desembarazado del bagaje, cruzó el puente del río Alfeo, que baña la ciudad de Herea, y llegó a Alifera. Yace esta ciudad sobre una eminencia escarpada por todas partes, que tiene más de diez estadios de subida. Sobre la cumbre misma de toda esta montaña se halla situada la ciudadela, y una estatua de bronce de Minerva, de extraordinaria belleza y magnitud. La causa de esta oblación, quién sorteó su estructura, de dónde vino, o por quién fue consagrada, no se sabe de cierto, y aun los mismos naturales lo ignoran. Pero todos están de acuerdo en que es una pieza maestra del arte y una de las imágenes más magníficas y exquisitas que salió de las manos de Hecatodoro y Sostrates. El rey, así que vio un día claro y sereno, distribuyó al amanecer en muchos lugares a los que llevaban las escalas, e hizo marchar por delante a los mercenarios para sostenerlos. A espaldas de cada uno de estos cuerpos situó en trozos los macedonios, y ordenó a todos que al salir el sol subiesen la montaña. Los macedonios ejecutaron la orden con una prontitud y valor espantoso. Los sitiados acudieron de tropel a aquellos puestos a donde principalmente veían que se aproximaba el enemigo. A este tiempo ya el rey mismo, con la tropa más escogida, había subido ocultamente por unos precipicios al arrabal de la ciudadela. Dada la señal, todos fijaron las escalas, e intentaron asaltar la ciudad. El rey fue el primero que se apoderó del arrabal, que halló indefenso, y le prendió fuego. A la vista de esto, los que defendían los muros, pronosticando su suerte, y temiendo quedar sin recurso una vez tomada la ciudadela, resolvieron abandonar las murallas y refugiarse en ella. Realizado esto, los macedonios ocuparon al momento los muros y la ciudad. Poco después los de la ciudadela enviaron diputados a Filipo, y pactaron entregársela, salvando sus vidas.
Esta conquista aterró a todos los trifalios, y les hizo consultar sobre sus personas y patrias. Al mismo tiempo Filidas desamparó a Tipanea y se retiró a Lepreo, saqueando de paso algunos de sus aliados. Tal fue la recompensa que éstos tuvieron de los etolios; ser no sólo abandonados a las claras en las circunstancias más urgentes, sino, saqueados y vendidos, sufrir de sus compañeros igual trato que pudieran esperar de un enemigo victorioso. Los tipaneatas entregaron la ciudad a Filipo. Hipana siguió el mismo ejemplo; y los fialenses, al escuchar lo que había pasado en la Trifalia, disgustados con la alianza de los etolios, se apoderaron de mano armada de la casa donde se reunían los polemarcos. Los piratas etolios que vivían en Fiala, para estar a tiro de saquear la Messenia, al principio pensaron invadir y sorprender la ciudad; pero viendo a todos los habitantes unidos para defenderla, desistieron del empeño; y bajo un salvoconducto tomaron sus bagajes, y salieron de la plaza. Después los fialenses enviaron diputados a Filipo, y le entregaron su patria y personas.
Capítulo XXII
Filidas general de los etolios, forzado a salir de Lepreo.- Filipo somete toda la Trifalia.- Movimientos estimulados por Chilón en Lacedemonia.- Estado lamentable de este pueblo.
En el transcurso de este tiempo los lepreatas, apoderados de una parte de su ciudad, instaban vivamente a los eleos, etolios, y demás tropas que Lacedemonia había enviado a su socorro, para que evacuasen la ciudadela y la ciudad. Al principio Filidas no hizo caso, y permaneció en la plaza para tenerla en respeto. Pero noticioso de que Taurión había sido destacado con tropa a Fiala, y que el rey mismo venía marchando a Lepreo y se aproximaba ya a la ciudad, perdió el ánimo. Por el contrario los lepreatas, se ratificaron en su decisión, y realizaron un hecho memorable; pues no obstante haber dentro mil eleos, otros tantos etolios con los piratas, quinientos mercenarios, doscientos lacedemonios, y sobre todo estar por ellos la ciudadela, no por eso perdieron la esperanza de recobrar su patria. Efectivamente Filidas, como vio tan sobre sí a los lepreatas, y que los macedonios se aproximaban, tuvo que salir de la ciudad con los eleos y demás tropa que había llegado de Lacedemonia. Los cretenses que había enviado Esparta regresaron a su país por la Messenia, Filidas se retiró a Samico, y los lepreatas apoderados de su patria enviaron diputados a Filipo para entregársela.
Con este aviso el rey despachó a Lepreo todo el ejército, a excepción de los rodeleros y armados a la ligera, con quienes partió con diligencia a alcanzar a Filidas. Efectivamente le alcanzó y se apoderó de todo su bagaje; pero Filidas le ganó por los pies, y se metió en Samico. El rey acampó frente a esta plaza, hizo venir de Lepreo el resto del ejército, y dio a entender que quería sitiarla. Los etolios y eleos, que no tenían más prevenciones para el asedio que sus manos, temieron las consecuencias, y negociaron con Filipo que les salvase las vidas. Concedida licencia para que saliesen con sus armas, marcharon a Elea, y el rey se apoderó sin dilación de la ciudad. Otros pueblos vinieron después a ofrecerle obediencia, y recibió en su gracia a Frixa, Stilagio, Epio, Bolax, Pirgos y Epitalio. Finalizada esta expedición, regresó a Lepreo, después de haber sojuzgado toda la Trifalia en seis días. Allí, después de haber exhortado a los lepreatas según la ocasión lo pedía, y haber puesto guarnición en la ciudadela trasladó el campo hacia Herea dejando a cargo de Ladico el acarnanio toda la Trifalia. Así que llegó a esta ciudad, distribuyó el botín entre sus tropas, y tomando el bagaje, marchó de Herea a Megalópolis en el rigor del invierno. Mientras Filipo sometía la Trifalia (219 años antes de J. C.), Chilón el lacedemonio, creyendo que su nacimiento le daba derecho al reino, sufría con impaciencia el desprecio que los eforos le habían hecho en habérselo adjudicado a Licurgo. Para vengarse pensó conmover el estado. Se persuadió a que si, a ejemplo de Cleomenes, proponía una nueva división y repartimiento de tierras, al momento el pueblo seguiría su partido, decisión que finalmente llevó a cabo. Comunicó el pensamiento a sus amigos, y habiendo encontrado hasta doscientos que apoyasen su arrojo, pensó realizar su proyecto. No ignoraba que el mayor obstáculo a su intento serían Licurgo y los eforos que le habían puesto sobre el trono; por eso fueron éstos el primer ensayo de su cólera. Un día que los halló cenando los degolló a todos, tomando por su cuenta la fortuna el castigo que merecían. Porque, bien se mire a la mano que descargó el golpe, bien a la causa por que lo sufrían, se confesará que les estaba bien empleado. Chilón, después de haber acabado con los eforos, pasó a la casa de Licurgo, y aunque le encontró dentro no pudo apoderarse de su persona por haberle servido de capa ciertos amigos y vecinos para que huyese y se retirase por caminos extraviados a Pelene en Trípolis. Chilón, errado el golpe principal para su intento, se desalentó muchísimo, pero no pudo menos de proseguir lo empezado. Penetró en la plaza, prendió a sus enemigos, animó a sus parientes y parciales y dio a los demás esperanzas de lo que poco ha hemos apuntado. Pero advirtiendo que en vez de hacer caso, por el contrario, se volvían contra él los ciudadanos, se retiró secretamente, cruzó la Laconia y se refugió solo en la Acaia.
Los lacedemonios, con el temor de que Filipo viniese, recogieron la cosecha y abandonaron el Ateneo de Megalópolis, después de haberlo destruido. Así es cómo este pueblo, que desde que Licurgo le dio sus leyes hasta la batalla de Leutres había formado la más bella república y había llegado al más elevado poder; ahora, cambiándosele la suerte, iba debilitándose cada vez más, hasta que finalmente agobiado con infinitos infortunios, agitado de sediciones intestinas y acostumbrado a continuos repartimientos de tierras y destierros, llegó a sufrir la esclavitud más cruel bajo la tiranía de Nabis el que hasta entonces ni aun la palabra servidumbre podía sufrir con paciencia. Muchos han tratado a la larga en pro y en contra de los hechos antiguos de los lacedemonios. Nosotros sólo expondremos los incontestables, cuales son los sucedidos desde que Cleomenes desechó el gobierno antiguo, destinando a cada uno su lugar conveniente. De Megalópolis el rey fue por Tejea a Argos, donde pasó lo que restaba del invierno, aplaudido más de lo que pedía su edad por las acciones y demás conducta que había observado en las mencionadas campañas.
Capítulo XXIII
Medios de que se valió Apeles para oponer a los aratos con Filipo.- Tala de la Elida por este rey.- Nuevas maniobras de Apeles.- Última voluntad de Antígono en la distribución de los empleos de palacio.- Marcha de Filipo a Argos.
Apeles, de quien ya hemos hecho mención, lejos de desistir de su propósito, procuraba ir reduciendo poco a poco bajo el yugo a los aqueos (219 años antes de J. C.) Comprendía que para tal propósito le servirían de obstáculo los dos Aratos, a quienes Filipo estimaba, sobre todo al viejo, por el trato que había mantenido con Antígono, por el mucho crédito que obtenía en su nación y especialmente por su sagacidad y prudencia. Para derribar a estos dos personajes se valió de esta astucia. Averiguó quiénes eran sus rivales en el gobierno, los hizo venir de sus ciudades, los recibió en su gracia, los incitó con halagos a su amistad y los recomendó a Filipo, advirtiendo a éste por separado, que mientras estuviese adherido a los aratos tendría que tratar a los aqueos según estaba prescrito en la alianza, pero que si le daba crédito y recibía ahora a éstos por confidentes, manejaría todo el Peloponeso a su arbitrio. Volvió después sus miras a las elecciones. Quería que recayese sobre uno de éstos la pretura, y por consiguiente se excluyese a los aratos. Para esto persuadió al rey de que, bajo el pretexto de que iba a Elea, se llegase a Egio a los comicios de los aqueos. Efectivamente, el rey fue, y Apeles se encontró también presente al tiempo oportuno, donde ya con ruegos, ya con amenazas, consiguió aunque con trabajo el que se eligiese por pretor a Eparato el Farense y se excluyese a Timojenes, por quien estaban los aratos.
Después de esto Filipo se puso en marcha, y cruzando por Patras y Dimas llegó a una fortaleza llamada Tichos, que sirve de frontera al país de los dimeos, y poco tiempo antes había sido tomada por Euripidas, como hemos mencionado anteriormente. Deseoso el rey de recobrarla a cualquier precio para los dimeos, acampó frente a ella con todo el ejército. Los eleos que la guarnecían temieron y la entregaron. Este castillo no es grande, por cierto, pues apenas pasa de estadio y medio su circunferencia, pero se halla bien fortificado, y la altura de sus muros no baja de treinta codos. El rey lo entregó a los dimeos, corrió talando la provincia de los eleos, y después de saqueada regresó a Dimas con el ejército cargado de despojos.
Apeles, que creía haber conseguido en parte su propósito con haber puesto pretor a los aqueos por su mano, volvió a indisponer a los aratos con el rey a fin de separarle completamente de su amistad. Para ello se propuso idear una calumnia con el artificio siguiente. Anfidamo, pretor de los eleos, que había sido hecho prisionero en Talamas con otros que se habían allí refugiado, como hemos mencionado anteriormente después que fue conducido con otros prisioneros a Olimpia, solicitó por medio de ciertos amigos tener una conferencia con el rey. Obtenida la venia, le dijo que él tenía autoridad para atraer a los eleos a su amistad y alianza. Filipo le creyó y le envió sin rescate, previniéndolo ofreciese de su parte a los eleos que si abrazaban su partido les restituiría todos los cautivos sin rescate, les pondría el país a cubierto de todo insulto exterior, vivirían libres, sin guarnición, sin impuesto y les conservaría sus propias leyes. Los eleos, no obstante unas ofertas tan halagüeñas y magníficas, no hicieron caso. De aquí tomó ocasión Apeles para idear la calumnia y llevarla a oídos del rey, asegurándole que no era sincera la amistad de los aratos para con los macedonios, ni tenían verdadero afecto a su persona; que en la ocasión presente ellos eran los autores de la enajenación de los eleos. Pues cuando Anfidamo marchó de Olimpia a Elea, los aratos cogiéndole a solas le había seducido y dicho que de ninguna de las maneras convenía al Peloponeso que Filipo dominase a los eleos, y por esta causa despreciaban sus ofertas, conservaba la amistad de los etolios y mantenían la guerra contra la Macedonia.
Así que el rey escuchó estos cargos, ordenó llamar a los aratos y que en su presencia Apeles los repitiese. Efectivamente vinieron. Apeles sostuvo lo dicho con una audacia espantosa; y viendo que el rey callaba agregó que, pues eran tan ingratos y desconocidos a los beneficios de Filipo, este príncipe había decidido convocar la asamblea de los aqueos, y justificada su conducta sobre estos hechos, retirarse otra vez a Macedonia. A esto tomó la palabra Arato el viejo, y en general aconsejó a Filipo que jamás diese oídos a chismes ligeramente y sin consideración, y que cuando éstos se dirigiesen contra un amigo o aliado, hiciese un examen más exacto antes de dar crédito a la calumnia, pues esta era prenda de un ánimo real y muy conducente para todo. En este supuesto le suplicaba que, para juzgar de lo que decía Apeles, llamase a los que lo habían oído, hiciese entrar en medio de éstos al autor de los cargos, y no omitiese medio de cuantos pudiesen contribuir a averiguar la verdad, antes de descubrir el asunto a los aqueos.
El rey aprobó el consejo de Arato, y dijo que no omitiría medio de inquirir la verdad: con esto se disolvió la reunión. En los días siguientes Apeles no presentó prueba alguna de su declaración; pero en favor de los aratos sobrevino este accidente. Los eleos, cuando Filipo talaba su país, poco satisfechos de Anfidamo habían decidido prenderle y enviarle a la Etolia cargado de cadenas. Éste, presintiendo el golpe, se había retirado por el pronto a Olimpia; pero informado poco después de que Filipo se hallaba en Dimas ocupado en la distribución del botín, fue prontamente a verle. Los aratos, cuando supieron que Anfidamo había llegado fugitivo de la Elida, alegres sobremanera, como que en nada les remordía la conciencia, acudieron al rey y le rogaron le llamase; puesto que nadie mejor sabría los cargos de la acusación, ya que con él habían sido tratados, y ninguno más bien declararía la verdad, pues se veía fugitivo de su patria por su causa, y en él fundaba al presente la esperanza de su salvación. Al rey plugo este consejo, envió a llamar a Anfidamo, y se halló la acusación del todo desmentida. De allí adelante, así como fue siempre en aumento la estimación y aprecio de Arato para con el rey, fue también en disminución el concepto de Apeles; y aunque prevenido de un grande aprecio por su persona, en muchas cosas tuvo que cerrar los ojos sobre su conducta. Pero no por eso desistía Apeles de sus intrigas; por el contrario, buscaba cómo malquistar a Taurión, prefecto del Peloponeso. Para ello no hablaba mal de su persona, antes le elogiaba y proclamaba que era a propósito para acompañar al rey en campaña. Su propósito era poner por su mano otro en el gobierno del Peloponeso. Exquisito género de calumnia, sin hablar mal, dañar al prójimo con alabanzas. Esta astuta malignidad, este encono y este artificio se encuentra principalmente entre los que frecuentan las aulas de los reyes; allí es donde reina la envidia y ambición de tirarse los unos a los otros. Del mismo modo, Apeles, siempre que hallaba ocasión, mordía a Alejandro, capitán de la guardia. Su fin en esto era disponer a su antojo de la guardia de la persona real, y, en una palabra, trastornar el orden que Antígono había establecido Este príncipe, mientras vivió, cuidó bien del reino y de la educación de su hijo; y al morir, dio sabias providencias sobre todo lo que pudiera suceder posteriormente. En su testamento dio cuenta a los macedonios de todo lo que había hecho, y dispuso para el futuro cómo y por quiénes se habían de manejar los asuntos. Su propósito era no dejar pretexto alguno de envidia ni sedición entre los palaciegos. Entre los que andaban a su lado, dejó a Apeles por tutor, a Leoncio por comandante de los rodeleros, a Megaleas por canciller, a Taurión por gobernador del Peloponeso, y a Alejandro por capitán de la guardia. Apeles dominaba ya absolutamente sobre Leoncio y Megaleas, y ahora procuraba separar de sus ministerios a Alejandro y a Taurión, para manejarlo todo por sí o por sus partidarios. Sin duda hubieran tenido efecto sus propósitos, a no haberse ganado un antagonista como Arato; pero pronto recibió el castigo de su imprudencia y ambición. Pues poquísimos días después sufrió en sí mismo lo que pensaba hacer con otros. Por ahora pasaremos en silencio cómo y de qué forma sucedieron estas cosas, para dar fin a este libro; pero en los siguientes examinaremos con detalle todas sus circunstancias. Filipo, después de arreglados estos asuntos regresó a Argos, donde, enviando el ejército a Macedonia, pasó el invierno con sus amigos.