Guerras contra íberos y celtíberos
Apiano de Alejandría
Nacido alrededor del año 95 d.c. Apiano de Alejandría una posición elevada en su patria desempeñando altos cargos administrativos en Alejandría y después, actuó como abogado en la corte imperial y finalmente como procurador del emperador. Escribió una historia de Roma que abarca desde su fundación hasta el año 35 a.c. de forma etnográfica, usando fuentes literarias griegas y romanas y posiblemente documentos oficiales en registros y archivos, a los que pudo tener acceso en su calidad de funcionario imperial. Algunas de sus fuentes fueron: Polibio, Paulo Clodio, Jerónimo de Cardia, Cesar, Augusto, Asinio Polión, Plutarco, Diodoro, Posidonio, Livio, Salustio, Celio Antiprato, Valerio Antias y Sempronio Aselión entre otros.
Nota: Esta es una recopilación de diferentes textos y escritos de Apiano de Alejandría sobre los sucesos de las Guerras púnicas que tuvieron lugar en Iberia.
Apiano, Historia de Roma
Las guerras púnicas en Iberia — Guerras contra íberos y celtíberos — La guerra de Numancia
Ir a la biblioteca de textos clásicos
Las guerras de los iberos
39¬. «Algún tiempo después, cuando los romanos estaban en guerra con los celtas de en torno al Po y con Filipo de Macedonia, los iberos se levantaron de nuevo, a la vista de los muchos trabajos en que estaban inmersos los romanos. Y fueron enviados desde Roma, como generales, contra ellos, Sempronio Tuditano y Marco Helvio, y después de aquéllos, Minucio. Y como refuerzo, al hacerse mayor la sublevación, fue enviado Catón con fuerzas más numerosas. Éste era aún un hombre en exceso joven, pero austero y laborioso, destacado por su sagacidad y elocuencia(…)»
40¬. «Cuando Catón arribó a Iberia en el lugar llamado Emporion, se congregaron contra él los enemigos desde todos los lugares hasta un número de cuarenta mil. Él, a su vez, se tomó un cierto tiempo en ejercitar a sus tropas y, cuando se dispuso a trabar combate, envió de regreso a Masalia las naves que tenía e hizo comprender a su ejercito que lo que había que temer no era el hecho de que los enemigos les sobrepasaran en número pues siempre puede vencer el valor a la superioridad numérica, sino el que no disponían de naves y que no existía otra salvación posible que la victoria. Nada más decir esto, entabló combate, tras haber animado a su ejército no, como otros, con la esperanza, sino con el temor. Cuando se llegó al combate cuerpo a cuerpo, iba de un lado para otro animando y arengando a sus tropas. Hacia el atardecer, como el resultado de la pelea era aún incierto y habían caído muchos de ambos bandos, corrió con tres cohortes de reserva hasta lo alto de una colina elevada para poder observar a un tiempo toda la acción. Y tan pronto como vio que el centro de sus líneas era el que se hallaba en una situación más comprometida, corrió en su ayuda exponiéndose al peligro y rompió las líneas enemigas con su acción y con sus gritos de aliento, y fue el primer artífice de la victoria. Después de perseguirlos durante toda la noche, se apoderó de su campamento y mató a muchos de ellos. A su regreso, los soldados le abrazaban y elogiaban como el autor de la victoria. Después de esto concedió un descanso a sus tropas y vendió el botín.»
41¬. «Todos le enviaron emisarios y él les exigió otros rehenes, envió cartas selladas a cada una de las ciudades y ordenó a sus portadores entregarlas, todas, en un mismo día. El día lo fijó calculando en tiempo que aproximadamente tardarían en llegar a la ciudad más distante. Las cartas ordenaban a los magistrados de todas las ciudades que destruyesen sus murallas en el mismo día que recibieran la orden y, en el caso de que lo aplazaran, les amenazaba con la esclavitud. Éstos, vencidos recientemente en una gran batalla y dado que desconocían si estar órdenes se las habían dado a ellos solos o a todos, temían ser objeto de desprecio, con toda razón, si eran los únicos, pero si era a todos, los otros también tenían miedo de ser los únicos en demorarse y, puesto que no había oportunidad de comunicarse unos con otros por medio de emisarios y sentían preocupación por los soldados que habían venido con las cartas y que permanecían ante ellos, estimando cada uno su propia seguridad como lo más ventajoso, destruyeron con prontitud las murallas. Pues, una vez que se decidieron obedecer, pusieron el máximo celo en tener en su haber, además, una pronta ejecución. De este modo y gracias a una sola estratagema, las ciudades ubicadas a lo largo del río Ebro destruyeron sus murallas en un solo día, y en el futuro, al ser muy accesibles a los romanos, permanecieron durante un largo tiempo en paz.»
La guerra de los lusones.
42¬. «Cuatro olimpiadas más tarde, en torno a la ciento cincuenta olimpiada, muchos iberos se sublevaron contra los romanos por carecer de tierra suficiente, entre otros, los lusones que habitaban en las cercanías del río Ebro. Por consiguiente, el cónsul Fulvio Flaco hizo una expedición contra ellos, los venció en una batalla y muchos de ellos se desperdigaron por las ciudades. Pero todos los que estaban especialmente faltos de tierra y obtenían su medio de vida gracias a la existencia errabunda se congregaron, en su huida, en la ciudad de Complega que era de fundación muy reciente, bien fortificada y se había desarrollado con rapidez. Tomando esta ciudad como base de sus operaciones exigieron a Flaco que les entregara un sagum, un caballo y una espada como compensación por cada uno de sus muertos y que se marchara de Iberia antes de que le ocurriera una desgracia. Éste les respondió que les entregaría muchos sagos y, siguiendo a sus emisarios, acampó junto a la ciudad.. Ellos contrariamente a sus amenazas huyeron en secreto de inmediato y se dedicaron a devastar el territorio de los pueblos bárbaros de los alrededores. Estos pueblos utilizan un manto doble y grueso que abrochan todo alrededor a la manera de una casaca militar y lo llaman sagum.»
43¬. «Como sucesor de Flaco en el mando, vino Tiberio Sempronio Graco. Por aquel tiempo asediaban a la ciudad de Caravis, que era aliada de Roma, veinte mil celtíberos . Como era muy probable que fuera tomada, Graco se apresuró a acudir en socorro de la ciudad, pero después de haber establecido un cerco en torno al enemigo, no pudo comunicar a la ciudad su proximidad. Por consiguiente, Cominio, uno de los prefectos de caballería, tras meditar consigo mismo el asunto y exponer su audaz proyecto a Graco, se ciñó un sagum a la usanza ibera y, se unió secretamente a los soldados enemigos que iban en busca de forraje. De este modo penetró, en su compañía, en el campamento como si fuera un ibero y, atravesando a la carrera hasta Caravis, les comunicó que Graco venía hacia ellos. Éstos consiguieron mantenerse a salvo aguantando con fortaleza el asedio, hasta que llegó Graco al cabo de tres días, y los sitiadores levantaron el asedio. Entonces, veinte mil habitantes de Complega llegaron hasta el campamento de Graco con ramas de olivo a modo de suplicantes y, cuando estuvieron cerca, le atacaron de improviso y provocaron la confusión. Éste con habilidad les dejó su campamento y simuló la huida. Después, dando la vuelta, los atacó mientras se dedicaban al saqueo, mató a la mayoría y se apoderó de Complega y de los pueblos vecinos. Asentó a las clases más menesterosas y repartió las tierras entre ellos. Llevó a cabo tratados perfectamente regulados con todos los pueblos de esta zona, sobre la base de que serían aliados de los romanos. Les dio y tomó juramentos que serían invocados, en muchas ocasiones, en las guerras futuras. A causa de tales hechos, Graco se hizo célebre en Iberia y Roma y fue recompensado con un espléndido triunfo.»
La guerra de los belos, titos y arevacos.
44¬. «No muchos años después, estalló en Iberia otra guerra, difícil a causa del siguiente motivo. Segeda es una ciudad perteneciente a una tribu celtíbera llamada belos, grande y poderosa, y estaba inscrita en los tratados de Sempronio Graco. Esta ciudad forzó a otras más pequeñas a establecerse junto a ella; se rodeó de unos muros de aproximadamente cuarenta estadios de circunferencia y obligó también a unirse a los titos, otra tribu limítrofe. Al enterarse de ello, el senado prohibió que fuera levantada la muralla, les reclamó los tributos estipulados en tiempo de Graco y les ordenó que proporcionaran ciertos contingentes de tropas a los romanos. Esto último, en efecto, también estaba acordado en los tratados. Los habitantes de Segeda, con relación de la muralla, replicaron que Graco había prohibido fundar nueva ciudades, pero no fortificar las ya existentes. Acerca del tributo y de las tropas mercenarias, manifestaron que habían sido eximidos por los propios romanos después de Graco. La realidad era que estaban exentos, pero el senado concede siempre estos privilegios añadiendo que tendrán vigor en tanto lo decidan el senado y el pueblo romano.»
45¬. «Así pues, Nobílior fue enviado contra ellos con un ejército de treinta mil hombres. Los segedanos, cuando supieron de su próxima llegada, sin dar remate ya a la construcción de la muralla, huyeron hacia los arevacos con sus hijos y sus mujeres y les suplicaron que les acogieran. Éstos lo hicieron así y eligieron como general a un segedano llamado Caro, que era tenido por hombre belicoso. A los tres días de su elección, apostando en una espesura a veinte mil soldados de infantería y cinco mil jinetes, atacó a los romanos mientras pasaban. Aunque el combate resultó incierto durante mucho tiempo, logró dar muerte a seis mil romanos y obtuvo un brillante triunfo. Tan grande fue el desastre que sufrió Roma. Sin embargo, al entregarse a una persecución desordenada después de la victoria, los jinetes romanos que custodiaban la impedimenta cayeron sobre él y mataron al propio Caro, que destacó por su valor, y a sus acompañantes, en número éstos no inferior a seis mil, hasta que llegada la noche puso fin a la batalla. Estos sucesos tuvieron lugar el día en el que los romanos acostumbraban a celebrar una procesión en honor de Vulcano. Por este motivo, desde aquel tiempo, ningún general romano quiso comenzar un combate voluntariamente en este día.»
46¬. «Por consiguiente, los arevacos se reunieron de inmediato en esa misma noche en Numancia, que era la ciudad más poderosa, y eligieron como generales a Ambón y Leucón. Nobílior, a su vez, tres días más tarde marchó contra ellos y fijó su campamento a una distancia de veinticuatro estadios. Después que se le unieron trescientos jinetes númidas enviados por Masinissa y diez elefantes, condujo el ejército contra los enemigos, llevando ocultos en la retaguardia a los animales. Cuando se entabló combate, los soldados se escindieron y quedaron a la vista los elefantes. Los celtíberos y sus caballos, que jamás antes habían visto elefantes en ningún combate, fueron presa del pánico y huyeron hacia la ciudad. Entonces Nobílior condujo a los animales contra las murallas y combatió con bravura hasta que un elefante, herido en la cabeza por una enorme piedra que había sido arrojada, se enfureció y dando un fortísimo barrito volvió grupas contra sus amigos y mató a todo aquel que se le puso en su camino, sin hacer distinción entre amigos y enemigos. Los otros elefantes, excitados por el barrito de aquél, hacían todos lo mismo y comenzaron a pisotear a los romanos, a despedazarlos y lanzarlos por los aires. Esto es lo que les suele ocurrir siempre a los elefantes cuando están irritados, que consideran a todos como enemigos. Y algunos, a causa de esta falta de confianza, los llaman «enemigos comunes». Como consecuencia de este hecho, la huida de los romanos fue desordenada. Los numantinos, al darse cuenta de ellos, se lanzaron desde los muros, y en la persecución dieron muerte a cuatro mil hombres y tres elefantes y se apoderaron de muchas armas y enseñas. De los celtíberos murieron alrededor de dos mil.»
47¬. «Nobílior, después que hubo tomado un pequeño respiro tras el desastre, llevó a cabo un intento contra cierta cantidad de provisiones que el enemigo había almacenado en la ciudad de Axinio, pero al no conseguir ningún resultado positivo y sufrir, por el contrario, también alí muchas bajas, regresó de noche al campamento. Desde allí envió a Biesio, un oficial de caballería, a una tribu vecina para lograr una alianza y solicitar jinetes. Ellos les dieron algunos, a los que los celtíberos tendieron una emboscada en su viaje de regreso. Descubierta la emboscada, los aliados lograron escapar, pero Biesio y, con él, muchos romanos perecieron en la lucha. Bajo la influencia de una sucesión tal de desastres acaecidos a los romanos, la ciudad de Ocilis, donde estaban las provisiones y el dinero de estos últimos, se pasó a los celtíberos . Nobílior, perdidas las esperanzas totalmente, invernó en su campamento guareciéndose como le fue posible. Al contar tan sólo con las provisiones que tenía en él sufrió severamente por la falta de las mismas, por la abundancia de nevadas y el rigor del frío, de modo que perecieron muchos soldados, algunos mientras estaban recogiendo leña, otros dentro del campamento, víctimas de la falta de espacio, y otros de frío.»
48¬. «Al año siguiente, llegó como sucesor en el mando de Nobílior, Claudio Marcelo con ocho mil soldados de infantería y quinientos jinetes. Logró cruzar con suma precaución las líneas de los enemigos que le habían tendido una emboscada acampó ante la ciudad de Ocilis con todo su ejército. Hombre efectivo en las cosas de la guerra, logró atraerse de inmediato a la ciudad y les concedió el perdón, tras exigir rehenes y treinta talentos de plata. Los nergobrigenses, al enterarse de su moderación, le enviaron emisarios para preguntarle por qué medios obtendrían la paz. Cuando les ordenó entregarle cien jinetes para que combatieran a su lado como tropas auxiliares, ellos les prometieron hacerlo, pero, por otro lado, lanzaron un ataque contra los que estaban en la retaguardia y se llevaron algunas bestias de carga. Poco después, llegaron con los cien jinetes, como en efecto se había acordado, y con la relación a lo ocurrido en la retaguardia, dijeron que algunos de los suyos, sin saber lo pactado, habían cometido un error. Entonces, Marcelo hizo prisioneros a los cien jinetes, vendió sus caballos, devastó la llanura y repartió el botín entre el ejército. Finalmente, puso cerco a la ciudad. Los nergobrigenses, al ser conducidas contra ellos máquinas de asalto y plataformas, enviaron un heraldo revestido de una piel de lobo en lugar del bastón de heraldo y solicitaron el perdón. Éste replicó que no lo otorgaría, a no ser que los arevacos, belos y titos lo solicitaran todos a la vez. Cuando se enteraron estas tribus, enviaron celosamente emisarios y pidieron a Marcelo que, tras imponerles un castigo moderado, se atuviera a lo tratados firmados con Graco. Se pusieron en contra de esta petición algunos nativos a quienes ellos había hecho la guerra.»
49¬. «Marcelo envió embajadores de cada parte a Roma para que dirimieran allí mutuamente sus querellas y, en privado, mandó una carta al senado instando a la consecución de los tratados. Quería, en efecto, poner fin a la guerra por medio de su intervención personal, pues esperaba que ello le habría de reportar una gloria provechosa. Los embajadores de la facción amiga penetraron en la ciudad y fueron agasajados como huéspedes; en cambio, los del bando enemigo, como era la costumbre, acamparon fuera de las murallas. El senado desestimó la propuesta de paz y se tomó muy a mal que no hubieran querido someterse a los romanos cuando precisamente se lo pidió Nobílior, el predecesor de Marcelo, y les replicó que este último les comunicaría la decisión senatorial. Y, de inmediato, reclutaron un ejército para Iberia, ahora por primera vez mediante sorteo, en vez del sistema de leva habitual. Y se decidió, en esta ocasión, formar el ejército mediante sorteo, debido a que muchos culpaban a los cónsules de haber recibido un trato injusto en el enrolamiento, en tanto que a algunos los habían elegido para los servicios más fáciles. Mandaba las tropas el cónsul Licinio Lúculo. Como lugarteniente tenía a Cornelio Escipión, el que, no mucho después, tomó Cartago y, más tarde, Numancia.»
50¬. «Lúculo se puso en camino, y Marcelo anunció públicamente la guerra a los celtíberos y les devolvió sus rehenes como lo habían pedido. Después llamó a su lado al portavoz de los celtíberos en Roma y estuvo conferenciando con él en privado durante largo rato. En razón de esto, se empezó precisamente a sospechar ya entonces, y después fue confirmado en mayor medida por los acontecimientos posteriores, que intentaba convencerles de que se pusieran en sus manos sus asuntos, buscando con ansiedad dar fin a la guerra antes de la llegada de Lúculo. Después de esta entrevista, cinco mil arevacos ocuparon Nergóbriga, y Marcelo se puso en marcha hacia Numancia y acampó a una distancia de cinco estadios de ésta. Persiguió a los numantinos acorralándolos en la ciudad y, finalmente, el jefe de éstos, Litennón, haciendo un alto, dijo a voces que quería reunirse con Marcelo para negociar. Cuando estuvieron reunidos, afirmó que los belos, titos y arevacos se ponían voluntariamente en manos de Marcelo. Éste, feliz por la noticia, exigió rehenes y dinero a todos ellos y, habiéndolos tomado, los dejó libres. De este modo, terminó la guerra de los belos, titos y arevacos antes de la llegada de Lúculo.»
La guerra de los vacceos.
Cauca.
51¬. «Este último, que estaba deseoso de gloria y necesitado de dineros por causa de su penuria, realizó una incursión contra los vacceos, otra tribu celtíbera, que eran vecinos de los arevacos, sin haber recibido ninguna orden de Roma y sin que los vacceos hubieran hecho la guerra a los romanos, ni siquiera hubieran cometido falta alguna contra el mismo Lúculo. Después de cruzar el río Tajo, llegó a la ciudad de Cauca y acampó frente a ella. Sus habitantes le preguntaron con que pretensión llegaba o por qué motivo buscaba la guerra, y cuando les contestó que venía en ayuda de los carpetanos, que habían sido maltratados por ellos, se retiraron de momento a la ciudad, pero le atacaron cuando estaba buscando madera y forraje. Mataron a muchos de sus hombres y a los demás los persiguieron hasta el campamento. Tuvo lugar también un combate en regla y los de Cauca, semejantes a tropas de infantería ligera, resultaron vencedores durante un cierto tiempo, hasta que se les agotaron los dardos. Entonces huyeron, pues no estaban acostumbrados a resistir a pie firme el combate y, acorralados delante de las puertas, perecieron alrededor de tres mil.»
52¬. «Al día siguiente, los más ancianos, coronados y portando ramas de olivo de suplicantes, volvieron a preguntar otra vez a Lúculo qué tendrían que hacer para ser amigos. Éste les exigió rehenes y cien talentos de plata y les ordenó que su caballería combatiera a su lado. Cuando todas sus demandas fueron satisfechas, decidió poner una guarnición en el interior de la ciudad. Los de Cauca aceptaron también esto y él introdujo dos mil hombres cuidadosamente elegidos, a quienes dio orden de que cuando estuviesen dentro ocuparan las murallas. Una vez que la orden estuvo cumplida, Lúculo hizo penetrar al resto del ejército y, a toque de trompeta, dio la señal de que mataran a todos los de Cauca que estuvieran en edad adulta. Estos últimos perecieron cruelmente invocando las garantías dadas, a los dioses protectores de los juramentos, y maldiciendo a los romanos por su falta de palabra. Sólo unos pocos de los veinte mil consiguieron escapar por unas puertas de la muralla de difícil acceso. Lúculo devastó la ciudad y cubrió de infamia el nombre de Roma. Los demás bárbaros corrieron juntos desde los campos hacia zonas escarpadas o ciudades más poderosas, llevándose todo cuanto podían y prendiendo fuego a lo que dejaban para que Lúculo no pudiera encontrar ya nada.»
Intercacia
53¬. «Este último, después de haber recorrido un gran extensión de tierra desértica, llegó a la ciudad de Intercacia, en la que se habían reunido, en su huida, más de veinte mil soldados de infantería y dos mil jinetes. Lúculo, siguiendo un criterio estúpido, los invitó a firmar un tratado, pero ellos le echaron en cara su actitud vergonzosa en los sucesos de Cauca y le preguntaron si les invitaba con las mismas garantías que les dio a aquéllos. Lúculo, al igual que todos los culpables, lleno de ira contra ellos por sus reproches en vez de contra sí mismo, asoló sus campos y estableciendo un asedio, cavó en torno a la ciudad muchas trincheras y, de continuo, ponía a sus tropas en orden de combate provocando a la lucha. Sus adversarios, en cambio, no respondían de igual modo y sólo combatían con proyectiles. Con frecuencia, un cierto bárbaro salía cabalgando a la zona que mediaba entre ambos contendientes, adornado con espléndida armadura, y retaba a un combate singular a aquel de los romanos que aceptara y, como nadie le hacía caso, burlándose de ellos y ejecutando una danza triunfal se retiraba. Después que hubo ocurrido esto en varias ocasiones, Escipión, que todavía era un hombre joven, se condolió en extremo y adelantándose aceptó el duelo y, gracias a su buena estrella, obtuvo el triunfo sobre un adversario de gran talla, pese a ser él de pequeña estatura.»
54¬. «Esta victoria elevó la moral de los romanos, pero durante la noche muchos temores hicieron presa en ellos. Pues todos los jinetes bárbaros que habían salido a forrajear antes de que Lúculo llegara, al no poder entrar en la ciudad por haberla sitiado éste, se pusieron a correr alrededor del campamento dando gritos y provocaron un alboroto. Y los que estaban dentro los coreaban. Por lo cual un extraño temor invadió a los romanos. A ello se añadía el cansancio por la falta de sueño a causa de la guardia y la falta de costumbre de la comida del país. No tenían vino, sal, vinagre, ni aceite y, al comer trigo, cebada, gran cantidad de carne de venado y de liebre cocida y sin sal, enfermaban del vientre y muchos incluso morían. Finalmente cuando estuvo completado el muro de asalto y, golpeando las murallas de los enemigos, consiguieron echar abajo una parte, penetraron a la carrera en la ciudad. Sin embargo, no mucho después, al ser obligados a retirarse, se precipitaron por ignorancia en una cisterna de agua en donde perecieron la mayoría. Durante la noche los bárbaros volvieron a construir la parte de la muralla que había sido derribada. Y como ambas partes sufrían severamente pues el hambre los acosaba¬, Escipión prometió a los bárbaros que, si pactaban, no se quebrantarían los tratados. Le creyeron en razón de su prestigio y puso fin a la guerra bajo estas condiciones: los de Intercacia entregarían diez mil sagos a Lúculo, una cierta cantidad de ganado y cincuenta hombres como rehenes. En cambio, no obtuvo Lúculo el oro y la plata que había pedido y por lo que precisamente hacía la guerra, al creer que toda Iberia era rica en oro y plata. Y es que, en efecto, no los tenían y ni siquiera aquellos celtíberos daban valor a estos metales.»
Palantia.
55¬. Se dirigió a continuación a la ciudad de Palantia que gozaba de gran fama a causa de su valor y en la que se habían reunido muchos refugiados. Por este motivo le aconsejaron algunos que se retirara antes del intento. Sin embargo, Lúculo no hizo caso, pues se había informado de que era muy rica, pero los palantinos lo acosaban sin cesar con su caballería cada vez que iba a aprovisionarse de comida y le impedían abastecerse de alimento. Así que Lúculo, al estar falto de víveres, se replegó con el ejército formado en cuadro. Los de Palantia le persiguieron también entonces hasta el río Duero, desde donde se retiraron durante la noche, y Lúculo después de atravesar hacia el país de los turditanos se retiró a sus cuarteles de invierno. Este fue el final de la guerra de los vacceos llevada a cabo por Lúculo contra el decreto del pueblo romano. Pero Lúculo nunca fue llamado a juicio por ello.»
La guerra lusitana.
56¬. «Por este tiempo otra tribu de los iberos autónomos, los llamados lusitanos, bajo el liderazgo de Púnico, se dedicaron a devastar los pueblos sometidos a Roma, y después de haber puesto en fuga a sus pretores Manilio y Calpurnio Pisón, mataron a seis mil romanos y, entre ellos, al cuestor Terencio VarrónPúnico. , envalentonado por estos hechos, hizo incursiones por toda la zona que se extendía hasta el océano y, uniendo a su ejército a los vettones, puso sitio a una tribu vasalla de Roma, los llamados blastofenicios. Se dice que Aníbal el cartaginés había asentado entre ellos algunos colonos traídos de África y que, a causa de esto, reciben el nombre de blastofenicios. Púnico, golpeado en la cabeza por una piedra, murió y le sucedió en el mando un hombre llamado Césaro. El tal Césaro entabló combate con Mummio que venía desde Roma con otro ejército y, al ser derrotado, huyó. Pero, como Mummio lo persiguió de manera desordenada, giró sobre sí mismo y haciéndole frente dio muerte a nueve mil romanos, volvió a recuperar el botín que le había sido quitado y su propio campamento, al tiempo que también se apoderó del de los romanos y cogió armas y muchas enseñas que los bárbaros pasearon en son de burla por toda Celtiberia.»
57¬. «Mummio se dedicó a hacer ejercicios de entrenamiento dentro del campamento con los cinco mil soldados que le quedaban, temeroso de salir a campo abierto antes de que los soldados hubieran recobrado de nuevo su coraje. Esperó allí a que los bárbaros pasaran con una parte del botín que le habían arrebatado, cayó sobre ellos de improviso y, tras haber dado muerte a muchos, recobró el botín y las enseñas. Los lusitanos del otro lado del río Tajo y aquellos que ya estaban en guerra con los romanos, cuyo jefe era Cauceno, se pusieron a devastar el país de los cuneos que estaban sometidos a los romanos y tomaron Conistorgis, una ciudad importante de ellos. Atravesaron el océano junto a las columnas de Hércules y algunos hicieron incursiones por una parte de África y otros sitiaron a la ciudad de Ocilis. Mummio los siguió con nueve mil soldados de infantería y quinientos jinetes, mató a unos quince mil de los que estaban entregados al saqueo y a algunos otros, y levantó el asedio de Ocilis. Después se topó, casualmente, con los que llevaban el producto de su rapiña y los mató a todos, de tal manera que ni siquiera logró escapar un mensajero de esta desgracia. Tras haber entregado al ejército el botín que podían llevar consigo, el resto lo quemó como ofrenda a los dioses de la guerra. Y Mummio, una vez que finalizó su campaña, regresó a Roma y fue recompensado con el triunfo.» 58¬. «Le sucedió en el mando Marco Atilio, quien realizó una incursión contra los lusitanos, dio muerte a setecientos de ellos y se apoderó de Oxtraca, su ciudad más importante. Después de sembrar el pánico entre los pueblos vecinos, firmó tratados con todos. Entre éstos había algunos vettones, limítrofes con los lusitanos. Sin embargo, cuando Atilio se retiraba para pasar el invierno, todos cambiaron de parecer de repente y asediaron a algunos pueblos vasallos de Roma. Servio Galba, el sucesor de Atilio, les apremió a que levantaran el cerco. Tras recorrer en un día y una noche una distancia de quinientos estadios, se presentó ante los lusitanos y entabló combate de inmediato con el ejército cansado. Por fortuna logró romper las filas enemigas, pero se puso a perseguir al enemigo con poca experiencia en la guerra. Razón por la cual, al hacerlo de forma débil y desordenada debido a la fatiga, los bárbaros, al verlos diseminados y que se detenían a descansar por turnos, se reagruparon y atacándolos dieron muerte a unos siete mil. Y Galba, con los jinetes que estaban a su lado, huyó a la ciudad de Carmona. Aquí recuperó a los fugitivos y, después de reunir aliados hasta un número de veinte mil, marchó hacia el territorio de los cuneos y pasó el invierno en Conistorgis.»
59¬. «Lúculo, que había combatido contra los vacceos sin autorización senatorial y, a la sazón, se encontraba invernando en Turdetania, al darse cuenta de que los lusitanos hacían incursiones contra las zonas próximas, envió a sus mejores lugartenientes y dio muerte a cuatro mil lusitanos. Mató a mil quinientos cuando atravesaban el estrecho cerca de Gades, y a los demás, que se habían refugiado en una colina, los rodeó de una empalizada y capturó a un número inmenso de ellos. Entonces, tras invadir Lusitania, se puso a devastarla gradualmente. Galba llevaba a cabo la misma operación por el lado opuesto. Cuando algunos de sus embajadores vinieron a él con el deseo de consolidar los pactos que habían hecho con Atilio, el general que le había precedido, y que habían quebrantado, los recibió, firmo una tregua y mostró deseos de entablar relaciones amigables con ellos, ya que entendía que se dedicaban a la rapiña, a hacer la guerra y quebrantar los tratados por causa de la pobreza: «Pues les dijo la pobreza del suelo y la falta de recursos os obligan a esto, pero yo daré una tierra fértil a mis amigos pobres y os estableceré en un país rico distribuyéndoos en tres partes».»
60¬. «Ellos, confiados en estas promesas, abandonaron a sus lugares de residencia habituales y se reunieron en donde les ordenó Galba. Este último los dividió en tres grupos y, mostrándoles a cada uno una llanura, les ordenó que permanecieran en campo abierto hasta que, a su regreso, les edificara sus ciudades. Tan pronto como llegó a la primera sección, les mandó que, como amigos que eran, depusieran sus armas. Y una vez que lo hubieron hecho, los rodeó con una zanja y, después de enviar a algunos soldados con espadas, los mató a todos en medio del lamento general y las invocaciones a los nombres de los dioses y a las garantías dadas. De igual modo también, dándose prisa, dio muerte a la segunda y tercera sección cuando aún estaban ignorantes de la suerte funesta de los anteriores, vengando con ello una traición con otra traición a imitación de los bárbaros, pero de una forma indigna del pueblo romano. Sin embargo unos pocos de ellos lograron escapar, entre los que estaba Viriato, quien poco tiempo después se puso al frente de los lusitanos, dio muerte a muchos romanos y llevó a cabo las más grandes hazañas. Pero estas cosas, que tuvieron lugar después, las referiré más adelante. Entonces Galba, hombre mucho más codicioso que Lúculo, distribuyó una parte pequeña del botín entre el ejército y otra parte pequeña entre sus amigos, y se quedó con el resto, pese a que ya casi era el hombre más rico de Roma.Se dice que ni siquiera en tiempos de paz dejaba de mentir y cometer perjurio a causa de su ansia de riquezas. Y a pesar de que era odiado y de que fue llamado a rendir cuentas bajo acusación, logró escapar debido a su riqueza.»
61¬. «No mucho tiempo después, todos los que consiguieron escapar a la felonía de Lúculo y Galba lograron reunirse en número de diez mil e hicieron una incursión contra Turdetania. Gayo Vetilio vino desde Roma contra ellos con otro ejército y asumió, además, el mando de las tropas que estaban en iberia, llegando a tener en total diez mil hombres. Éste cayó sobre los que estaban buscando forraje y, después de dar muerte a mucho, obligó a los restantes a replegarse hacia un lugar en el que, en el caso de permanecer, corrían el riesgo seguro de morir de hambre, y en caso de abandonarlo, el de morir a manos de los romanos. Tal era, en efecto, la dificultad del lugar. Por este motivo enviaron emisarios a Vetilio con ramas de suplicantes, pidiéndole tierra para habitarla como colonos y prometiéndole que desde ese momento serían leales a los romanos en todo. Él prometió entregársela y se dispuso a firmar un acuerdo. Pero Viriato, que había escapado a la perfidia de Galba y entonces estaba con ellos, les trajo a la memoria la falta de palabra de los romanos y cuántas veces habían violado los juramentos que habían dado y cómo todo aquel ejército estaba formado por hombres que habían escapado a tales perjurios de Galba y Lúculo. Les dijo que no había que desesperar de salvarse en aquél lugar, si estaban dispuestos a obedecerle.»
62¬. «Encendidos sus ánimos y recobradas las esperanzas, lo eligieron general. Después de desplegar a todos en línea de batalla como si fuera a presentar combate, les dio orden de que, cuando él se montara a caballo, escaparan disgregándose en muchas direcciones como pudiesen por rutas muy distintas en dirección a la ciudad de Tríbola y que le aguardaran allí. Él eligió sólo a mil y les ordenó colocarse a su lado. Una vez efectuadas estas disposiciones, escaparon al punto, tan pronto como Viriato montó a caballo, y Vetilio, temeroso de perseguirles a ellos que habían escapado en muchas direcciones, dio la vuelta y sé dispuso a luchar con Viriato, que permanecía quieto y aguardaba a que llegara el momento de atacar. Viriato, con caballos mucho más veloces, lo mantuvo en jaque, huyendo a veces y otras parándose de nuevo y atacando, y consumió aquel día y el siguiente completos en la misma llanura cabalgando alrededor. Y cuando calculó que los otros tenían ya asegurada su huida, entonces, partió por la noche por caminos no usados habitualmente y, con caballos mucho más rápidos, llegó a Tríbola sin que los romanos fueran capaces de perseguirlo a causa del peso de sus armas, de su desconocimiento de los caminos y de la inferioridad de sus caballos. De esta manera, de modo inesperado, salvó a su ejército de una situación desesperada. Cuando esta estratagema llegó al conocimiento de los pueblos bárbaros de esta zona, le reportó un gran prestigio y se le unieron muchos desde todos los lugares. Y durante ocho años sostuvo la guerra contra Roma.»
La guerra de Viriato
63¬. «Es mi intención insertar aquí la guerra de Viriato, que causó con frecuencia turbaciones a los romanos y fue la más difícil para ellos, posponiendo el relato de cualquier otro suceso que tuviera lugar en Iberia por este tiempo. Vetilio, en su persecución, llegó hasta la ciudad de Tríbola. Pero Viriato, habiendo ocultado una emboscada en una espesura, continuó su huida hasta que Vetilio estuvo a la altura del lugar y, entonces, volvió sobre sus pasos y los que estaban emboscados salieron de su escondite. Por ambos lados empezaron a dar muerte a los romanos, así como a hacerlos prisioneros y a arrinconarlos contra los barrancos. Incluso Vetilio fue hecho prisionero. El soldado que lo capturó, al ver que se trataba de un hombre viejo y muy obeso, no le dio valor alguno y le dio muerte por ignorancia. De los diez mil romanos lograron escapar unos seis mil y llegar hasta Carpessos, una ciudad situada a orillas del mar, la cual creo yo que se llamaba antiguamente Tartessos por los griegos y fue su rey Argantonio, que dicen que vivió ciento cincuenta años. A los soldados que habían huido hasta Carpessos, el cuestor que acompañaba a Vetilio los apostó en las murallas llenos de temor. Y tras haber pedido y obtenido de los belos y los titos cinco mil aliados, los envió contra Viriato. Éste los mató a todos, así que no escapó ni uno que llevara la noticia. Entonces, el cuestor permaneció en la ciudad aguardando alguna ayuda de Roma.»
64¬. «Viriato penetró sin temor alguno en Carpetania, que era un país rico, y se dedicó a devastarla hasta que Gayo Plaucio llegó de Roma con diez mil soldados de infantería y mil trescientos jinetes. Entonces, de nuevo Viriato fingió que huía y Plaucio mandó en su persecución a unos cuatro mil hombres, a los cuales Viriato, volviendo sobre sus pasos, dio muerte a excepción de unos pocos. Cruzó el río Tajo y acampó en un monte cubierto de olivos, llamado monte de Venus. Allí lo encontró Plaucio y, lleno de premura por borrar su derrota, le presentó batalla. Sin embargo, tras sufrir una derrota sangrienta, huyó sin orden alguno a las ciudades y se retiró a sus cuarteles de invierno desde la mitad del verano, sin valor para presentarse en ningún sitio. Viriato, entonces, se dedicó a recorrer el pais sin que nadie le inquietase y exigía a sus poseedores el valor de la próxima cosecha y a quien no se lo entregaba, se la destruía.»
65¬. «Cuando en Roma se enteraron de estos hechos, enviaron a Iberia a Fabio Máximo Emiliano, el hijo de Emilio Paulo, el vencedor de Perseo rey de los macedonios, y le dieron el poder de levar por sí mismo a un ejército. Como los romanos habían conquistado recientemente Cartago y Grecia y acababan de llevar a feliz término la tercera guerra macedónica, él, a fin de dar descanso a los hombres que habían venido de estos lugares, eligió a otros muy jóvenes y sin experiencia anterior alguna en la guerra, hasta completar dos legiones. Y, después de pedir otras fuerzas a los aliados, llegó a Orsón, una ciudad de Iberia, llevando en total quince mil soldados de infantería y dos mil jinetes. Desde allí, y puesto que no deseaba entablar batalla hasta que tuviese entrenado a su ejército, hizo un viaje a través del estrecho hasta Gades para realizar un sacrificio a Hércules . En este lugar, Viriato, cayendo sobre algunos que estaban cortando leña, dio muerte a muchos de ellos y aterrorizó a los restantes. Cuando su lugarteniente los dispuso de nuevo para combatir, Viriato los volvió a vencer y capturó un botín abundante. Cuando llegó Máximo, Viriato sacaba continuamente el ejército en orden de batalla para provocarle, pero aquel rehusaba un enfrentamiento con la totalidad de su ejército, pues todavía estaba ejercitándolos, aunque, en cambio, sostuvo escaramuzas muchas veces con parte de sus tropas para tantear al enemigo e infundir valor a sus propios soldados. Cuando salía a forrajear, colocaba siempre alrededor de los hombres desarmados a un cordón de legionarios y él mismo con jinetes recorría la zona, como había visto hacer cuando combatía junto a su padre Paulo en la guerra macedónica. Después que pasó el invierno, con el ejército entrenado, fue el segundo general que hizo huir a Viriato, aunque éste combatió con valentía; saqueó una de sus ciudades, incendió otra y, persiguiendo en su huida a Viriato hasta un lugar llamado Bécor, le mató a muchos hombres. Pasó el invierno en Córduba, siendo éste ya el segundo año de su mando como general en esta guerra. Y Emiliano, después de haber realizado estas campañas, partió para Roma, recibiendo el mando Quinto Pompeyo Aulo.»
66¬. «Después de esto, Viriato no despreciaba ya al enemigo como antes y obligó a sublevarse contra los romanos a los arevacos, titos y belos que eran los pueblos más belicosos. Y éstos sostuvieron por su cuenta otra guerra que recibió el nombre de «numantina» por una de sus ciudades y fue larga y penosa en grado sumo para los romanos. Yo agruparé también los concerniente a esta guerra en una narración continuada después de los hechos de Viriato. Este último tuvo un enfrentamiento con Quintio, otro general romano, en la otra parte de Iberia y, al ser derrotado, se retiró de nuevo al monte de Venus. Desde allí hizo de nuevo una salida, dio muerte a mil soldados de Quintio y le arrebató algunas enseñas. Al resto lo persiguió hasta su campamento y expulsó a la guarnición de Ituca. También devastó el país de los bastitanos, sin que Quintio acudiera en auxilio de éstos a causa de su cobardía e inexperiencia. Por el contrario, estaba invernando en Córduba desde mitad del otoño y, con frecuencia, enviaba contra él a Gayo Marcio, un ibero de la ciudad de Itálica.»
67¬. «Al año siguiente, Fabio Máximo Serviliano, el hermano de Emiliano, llegó como sucesor de Quintio en el mando, con otras dos legiones y algunos aliados. En total sus fuerzas sumaban unos dieciocho mil infantes y mil seiscientos jinetes. Después de escribir cartas a Micipsa, el rey de los númidas, para que le enviase elefantes lo más pronto posible, se apresuró hacia Ituca llevando el ejército por secciones. Al atacarle Viriato con seis mil hombres en medio de un griterío y clamores a la usanza bárbara y con largas cabelleras que agitaban en los combates ante los enemigos, no se amilanó, sino que le hizo frente con bravura y logró rechazarlo sin que hubiera conseguido su propósito. Después que le llegó el resto del ejército y enviaron desde África diez elefantes y trescientos jinetes, estableció un gran campamento y avanzó al encuentro de Viriato, y tras ponerlo en fuga, emprendió su persecución. Pero, como ésta se hizo en medio del desorden, Viriato, al percatarse de ello durante su huida, dio media vuelta y mató a tres mil romanos. Al resto los llevó acorralados hasta su campamento y los tacó también. Sólo unos pocos le opusieron resistencia a dura penas alrededor de las puertas, pero la mayoría se precipitó en el interior de las tiendas a causa del miedo y tuvieron que ser sacados con dificultad por el general y los tribunos. En esta ocasión destacó en especial Fanio, el cuñado de Lelio, y la proximidad de la noche contribuyó a la salvación de los romanos. Pero Viriato, atacando con frecuencia durante la noche, así como a la hora de la canícula, y presentándose cuando menos se le esperaba, acosaba a los enemigos con la infantería ligera y sus caballos, mucho más veloces, hasta que obligó a Serviliano a regresar a Ituca.»
68¬. «Entonces, por fin, Viriato, falto de provisiones y con el ejército mermado, prendió fuego a su campamento durante la noche y se retiró a Lusitania. Serviliano, como no pudo darle alcance, invadió la Beturia y saqueó cinco ciudades que se habían puesto de parte de Viriato. Con posterioridad, hizo una expedición militar contra los cuneos y, desde allí, se apresuró, una vez más, hacia los lusitanos contra Viriato. Mientras estaba de camino, Curio y Apuleyo, dos capitanes de ladrones, lo atacaron con diez mil hombres, provocaron una gran confusión y le arrebataron el botín. Curio cayó en la lucha, y Serviliano recobró su botín poco después y tomó las ciudades de Escadia, Gemela y Obólcola, que contaban con guarniciones establecidas por Viriato, y saqueó otras e, incluso, perdonó a otras más. Habiendo capturado a diez mil prisioneros, les cortó la cabeza a quinientos, y vendió a los demás. Después de apresar a Cónnoba, un capitán de bandoleros que se le rindió, le perdonó sólo a él, pero le cortó las manos a todos sus hombres.» 69¬. «Durante la persecución de Viriato, Serviliano empezó a rodear con un foso a Erisana, una de sus ciudades, pero Viriato entró en ella durante la noche y, la rayar el alba, atacó a los que estaban trabajando en la construcción de trincheras y les obligó a que arrojaran las palas y emprendieran la huida. Después derrotó de igual manera y persiguió al resto del ejército, desplegado en orden de batalla por Serviliano. Lo acorraló en un precipicio, de donde no había escape posible para los romanos, pero Viriato no se mostró altanero en este momento de buena fortuna sino que, por el contrario, considerando que era una buena ocasión de poner fin a la guerra mediante un acto de generosidad notable, hizo un pacto con ellos y el pueblo romano lo ratificó: que Viriato era amigo del pueblo romano y que todos los que estaban bajo su mandato eran dueños de la tierra que ocupaban. De este modo parecía que había terminado la guerra de Viriato, que resultó la más difícil para los romanos, gracias a un acto de generosidad:»
70¬. «Sin embargo, los acuerdos no duraron ni siquiera un breve espacio de tiempo, pues Cepión, hermano y sucesor en el mando de Serviliano, el autor del pacto, denunció el mismo y envió cartas afirmando que era el más indigno para los romanos. El senado en un principio convino con él en que hostigara a ocultas a Viriato como estimara oportuno. Pero como volvía a la carga de nuevo y mandaba continuas misivas, decidió romper el tratado y hacer la guerra a Viriato abiertamente. Cuando esta se hizo pública, Cepión se apoderó de la ciudad de Arsa, abandonada por Viriato, y a éste que había huido destruyendo todo a su paso, le dio alcance en Carpetania con fuerzas mucho más numerosas. Por esta razón, Viriato no juzgó conveniente entablar un combate con él, dada la inferioridad numérica de sus tropas, y ordenó retirarse al grueso de su ejército por un desfiladero oculto; al resto lo puso en orden de batalla sobre una colina y dio la impresión de que deseaba combatir. Y cuando se enteró de que los que habían sido enviados previamente se encontraban en un lugar seguro, se lanzó a galope en pos de ellos con desprecio del enemigo y con tal rapidez que ni siquiera sus perseguidores se percataron de por donde se había marchado. Y Cepión se volvió hacia los vettones y calaicos y devastó su país»
71¬. «Como emulación de los hechos de Viriato, muchas otras bandas de salteadores hacían incursiones por Lusitania y la saqueaban. Sexto Junio Bruto fue enviado contra éstos, pero perdió la esperanza de poder perseguirlos a través de un extenso país al que circundaban ríos navegables como el Tajo, Letes, Duero y Betis. Consideraba, en efecto, que era difícil dar alcance a gentes que, como precisamente los salteadores, cambiaban de lugar con tanta rapidez, al tiempo que resultaba humillante fracasar en el intento y tampoco comportaba gloria alguna en el triunfo en la empresa. Se volvió, por tanto, contra sus ciudades en espera de tomarse venganza, de proporcionar al ejército un botín abundante y de que los salteadores se disgregaran hacia sus ciudades respectivas, cuando vieran en peligro a sus hogares. Con este propósito se dedicó a devastar todo lo que encontraba a su paso, las mujeres luchaban al lado de los hombres, y morían con ellos, sin dejar escapar jamás grito alguno al ser degolladas. Hubo algunos que escaparon también a las montañas con cuanto pudieron llevar. A éstos cuando se lo pidieron los perdonó Bruto e hizo lotes con sus bienes.»
72¬. «Después de atravesar el río Duero, llevó la guerra a muchos lugares reclamando gran cantidad de rehenes a quienes se le entregaban, hasta que llegó al río Letes, y fue el primer romano que proyectó cruzar este río. Lo cruzó, en efecto, y llegó hasta otro río llamado Nimis e hizo una expedición contra los brácaros, que le habían arrebatado las provisiones que llevaba. Es éste un pueblo enormemente belicoso que combate juntamente con sus mujeres que llevan armas y mueren con ardor sin que ninguno de ellos haga gesto de huir, ni muestre su espalda, ni deje escapar un grito. De las mujeres que son capturadas, unas se dan muerte a sí mismas y otras, incluso, dan muerte a sus hijos con sus propias manos, alegres con la muerte más que con la esclavitud. Algunas ciudades que entonces se pasaron al lado de Bruto se sublevaron poco después y Bruto las sometió de nuevo.»
73¬. «Se dirigió contra Talábriga, ciudad que con frecuencia había sido sometida por él y que volvía a sublevarse causándole problemas. También en aquella ocasión le solicitaron el perdón sus habitantes y se rindieron sin condiciones. Él les exigió, en primer lugar, a los desertores romanos, a los prisioneros, todas las armas que poseían y, además de esto, rehenes; después les ordenó que abandonaran la ciudad en compañía de sus hijos y mujeres. Cuando también le hubieron obedecido en esto, los rodeó con todo su ejército y pronunció un discurso reprochándoles cuántas veces se habían sublevado y habían renovado la guerra contra él. Después de haberles infundido miedo y de dar la impresión de que iba a infligirles un castigo terrible, cesó en sus reproches y les dejó volver a su ciudad para que la siguieran habitando en contra de lo que esperaban, pues les había quitado sus caballos, el trigo, cuanto dinero poseían y cualquier otro recurso público. Bruto, después de haber realizado todas estas empresas, partió hacia Roma. Yo he unido estos hechos a la narración de Viriato, puesto que fueron provocados por otros salteadores al mismo tiempo y por emulación de aquél.»
74¬. «Viriato envió a sus amigos más fieles, Audax, Ditalcón y Minuro, a Cepión para negociar los acuerdos de paz. Éstos, sobornados por Cepión con grandes regalos y muchas promesas, le dieron su palabra de matar a Viriato. Y lo llevaron a cabo de la manera siguiente. Viriato, debido a sus trabajos y preocupaciones, dormía muy poco y las más de las veces descansaba armado para estar dispuesto a todo de inmediato, en caso de ser despertado. Por este motivo, le estaba permitido a sus amigos visitarle durante la noche. Gracias a esta costumbre, también en esta ocasión los socios de Audax aguardándole, penetraron en su tienda en el primer sueño, so pretexto de un asunto urgente, y lo hirieron de muerte en el cuello que era el único lugar no protegido por la armadura. Sin que nadie se percatara de lo ocurrido a causa de lo certero del golpe, escaparon al lado de Cepión y reclamaron la recompensa. Éste en ese mismo momento les permitió disfrutar sin miedo de lo que poseían, pero en lo tocante a sus demandas los envió a Roma. Los servidores de Viriato y el resto del ejército, al hacerse de día, creyendo que estaba descansando, se extrañaron a causa de su descanso desacostumbradamente largo y, finalmente, algunos descubrieron que estaba muerto con sus armas. Al punto los lamentos y el pesar se extendieron por todo el campamento, llenos todos de dolor por él y temerosos por su seguridad personal al considerar en qué clase de riesgos estaban inmersos y de qué general habían sido privados. Y lo que más les afligía era el hecho de no haber encontrado a los autores.»
75¬. «Tras haber engalanado espléndidamente el cadáver de Viriato, lo quemaron sobre una pira muy elevada y ofrecieron muchos sacrificios en su honor. La infantería y la caballería corriendo a su alrededor por escuadrones con todo su armamento prorrumpía en alabanzas al modo bárbaro y todos permanecieron en torno al fuego hasta que se extinguió. Una vez concluido el funeral, celebraron combates individuales junto a su tumba. Tan grande fue la nostalgia que de él dejó tras sí Viriato, un hombre que aún siendo bárbaro, estuvo provisto de las cualidades más elevadas de un general; era el primero en todos en arrostrar el peligro y el más justo a la hora de repartir el botín. Pues jamás aceptó tomar porción mayor aunque se lo pidieran en todas las ocasiones, e incluso aquello que tomaba lo repartía entre los más valientes. Gracias a ello tuvo un ejército con gentes de diversa procedencia sin conocer en los ocho años de esta guerra ninguna sedición, obediente siempre y absolutamente dispuesto a arrostrar los peligros, tarea ésta dificilísima y jamás conseguida fácilmente por ningún general. Después de su muerte eligieron a Tántalo, uno de ellos, como general y se dirigieron a Sagunto, ciudad que Aníbal, tras haberla tomado, había fundado de nuevo y le había dado el nombre de Cartago Nova, en recuerdo de su patria. Cuando fueron rechazados de allí y estaban cruzando el río Betis los atacó Cepión y, finalmente, Tántalo exhausto se rindió con su ejército a Cepión, a condición de que fueran tratados como un pueblo sometido. Los despojó de todas sus armas, y les concedió tierra suficiente, a fin de que no tuvieran que practicar el bandidaje por falta de recursos. Y de este modo acabó la guerra de Viriato.»
Anterior: Las guerras púnicas en Iberia
Siguiente: La guerra de Numancia