Contexto de la obra
Marco Tulio Cicerón, además de ser uno de los juristas, filósofos y estadistas más reconocidos y admirados de todos los tiempos, fue uno de los oradores y expertos en retórica más reconocidos en Occidente. Sus alocuciones, como por ejemplo la pronunciada contra Catilina, han sido definidas como algunos de los máximos exponentes de la retórica occidental clásica.
El orador (De Oratore), es una serie de diálogos escritos por Cicerón en el año 55 a. C. La obra se desarrolla en el año 91 a. C., durante los antecedentes a la Guerra social (90 – 88 a. C.) y tras la muerte de Lucio Licinio Craso. En la misma, el orador, Marco Antonio (no confundir con el otro Marco Antonio, el aliado de Julio César), se ve involucrado y es personalmente afectado por los caóticos y violentos eventos de este tan turbulento y doloroso período de la sociedad romana.
Si bien El orador es uno de los tratados sobre oratoria y retórica más respetados y enaltecidos a lo largo de la Historia, la intención de Cicerón no fue únicamente la de crear un «manual sobre oratoria». Por el contrario, el autor intenta utilizar el contexto de la obra para plasmar su propia filosofía y servir de guía moral al lector. No obstante, la obra debe verse como una mezcla entre ambos conceptos, ya que Cicerón anuncia de manera explícita que el propósito de De Oratore es ofrecer un tratado sobre oratoria y retórica más maduro y pulido que De Inventione, su tratado sobre oratoria y retórica escrito cuando este era joven.
El orador
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El orador
Obra completa
Marco Tulio Cicerón
Libro primero
Trayendo yo muchas veces a la memoria los tiempos antiguos, siempre me han parecido muy felices, oh hermano Quinto, aquellos hombres que habiendo florecido en la mejor edad de la república, insignes por sus honores y por la gloria de sus hechos, lograron pasar la vida sin peligro en los negocios o con dignidad en el retiro. Ha llegado el tiempo en que a todos parecería justo (y sin dificultad me lo concederían) que yo comenzase a descansar y aplicar el ánimo a nuestros estudios predilectos, cesando ya en mi vejez el inmenso trabajo de los negocios forenses y la asidua pretensión de los honores. Pero esta esperanza y propósito mío se han visto fallidos por las calamidades públi cas y por mi varia fortuna. Donde pensé hallar tranquilidad y sosiego, me asaltó un torbellino de cuidados y molestias. Ni por más que vivamente lo deseaba, pude dedicar el fruto de mis ocios a cultivar y refrescar entre nosotros aquellas artes a que desde la infancia me he dedicado. Ya en mi primera edad asistí a aquella revolución y trastorno del antiguo régimen; llegué al Consulado en medio de confusiones y peligros, y desde el consulado hasta ahora he tenido que luchar con las mismas olas que yo aparté de la república y que luego se alborotaron contra mí. Pero ni la aspereza de mi fortuna ni lo difícil de los tiempos serán parte a que yo abandone los estudios y no dedique a escribir todo el tiempo que me dejen libre el odio de mis enemigos, las causas de mis amigos o el interés de la república.
A tí, hermano mío, nunca dejaré de complacerte ni de atender a tus ruegos y exhortaciones, porque nadie tiene tanta autoridad conmigo, ni a nadie profeso tan buena voluntad.
Es mi propósito traer a la memoria una antigua conversación, de la cual conservo vaga reminiscencia, suficiente sin embargo para el fin que deseas y para que conozcas lo que han opinado sobre el arte de bien decir los varones más elocuentes y esclarecidos. Muchas veces me has dicho que, pues aquellos primeros trabajos que rudos y desaliñados se escaparon de mis manos en la niñez y en la juventud no son ya dignos de estos tiempos y de la experiencia que he conseguido en tantas y tan difíciles causas, debía yo publicar algo más acabado y perfecto sobre esta materia; y muchas veces en nuestras conversaciones sueles disentir de mí, por creer yo que la elocuencia exige el concurso de todas las demás artes que los hombres cultos poseen; y tú, por el contrario, separas la elocuencia de la doctrina y la haces consistir en un cierto ingenio y ejercicio.
Viendo yo tantos hombres dotados de sumo ingenio, me pareció digno de averiguarse por qué se habían distinguido tan poco en la elocuencia, cuando en todas las demás artes, no sólo en las medianas, sino en las más difíciles, verás tantos hombres insignes donde quiera que pares la vista y la atención. ¿Quién, si estima la gloria de las ilustres acciones por su utilidad o importancia, no antepondrá la de un general a la de un orador? ¿Y quién dudará que aun de sola nuestra ciudad han salido innumerables guerreros excelentes, al paso que podemos presentar muy pocos varones que hayan sobresalido en el decir? Pues hombres que rigiesen y gobernasen con buen consejo y sabiduría la república, muchos hubo en nuestra edad, muchos más en la de nuestros padres y en la de nuestros mayores, mientras que en todo este tiempo apenas floreció un buen orador, y en cada época rara vez se presentó uno tolerable. Y si alguno cree que este arte de decir no ha de compararse con la gloria militar o con la prudencia de buen senador, sino con los otros estudios literarios y especulativos, fije la atención en estas mismas artes y vea cuántos han florecido en ellas siempre, comparados con el escaso número do oradores.
Bien sabes que los hombres más doctos tienen por madre y procreadora de todas las ciencias a la que llaman los griegos filosofía, en la cual es difícil enumerar cuántos escritores se han ejercitado y con cuánta ciencia y variedad de estudios, no separadamente y en una cosa sola, sino investigando, discutiendo y buscando la razón de cuanto existe. ¿Quién no sabe que los llamados matemáticos tratan de cosas oscurísimas, recónditas, múltiples y sutiles? Y sin embargo, ha habido entre ellos hombres consumados, hasta el extremo de que bien puede decirse que nadie se dedica a esta ciencia con ardor sin conseguir lo que desea. ¿Quién se aplicó de veras a la música o a aquel estudio de las letras que profesan los gramáticos, y no abarcó fácilmente con el pensamiento toda la extensión y materia de estas enseñanzas? Y aun me parece que con verdad puedo decir que, entre todos los cultivadores de las artes liberales, los menos numerosos fueron siempre los grandes poetas. Y aun en esta clase, donde rara vez sale uno excelente, si comparas los nuestros y los de Grecia, encontrarás que son muchos menos los oradores que los buenos poetas. Y esto es tanto más de admirar, cuanto que en los demás estudios hay que acudir a fuentes apartadas y recónditas; pero el arte de bien decir está a la vista, versa sobre asuntos comunes, sobre las leyes y costumbres humanas. Y así como en las demás artes es lo más excelente lo que se aleja más de la comprensión, de los ignorantes, en la oratoria, por el contrario, el mayor vicio está en alejarse del sentido común y del modo usual de hablar.
Ni puede con verdad decirse que se dediquen más a las otras artes porque sea mayor el deleite, o más rica la esperanza, o más abundantes los premios. Pues omitiendo a Grecia, que quiso tener siempre el cetro de la oratoria, y a aquella Atenas inventora de todas las ciencias, en la cual nació y se perfeccionó el arte de bien decir, ni aun en nuestra ciudad fue tan estimado ninguno otro género de estudio en tiempo alguno. Porque así que hubimos logrado el imperio del mundo, y una larga paz nos dio reposo, no hubo adolescente codicioso de gloria que con todo empeño no se dedicase a la elocuencia. Al principio, ignorantes de todo método, sin ejercicio, ni precepto, ni arte alguno, debían su triunfo sólo a su buen ingenio y disposición. Pero después que oyeron a los oradores griegos, y leyeron sus obras, y aprendieron de sus doctores, entró a los nuestros increíble entusiasmo por la oratoria. Excitábalos la grandeza, variedad y muchedumbre de causas, para que a la doctrina que cada cual había adquirido se uniese la experiencia frecuente, superior a todas las reglas de los maestros. Podía prometerse el orador grandes premios, aun mayores que los de ahora, ya en crédito, ya en riquezas, ya en dignidad. Vemos en muchas cosas que, nuestros ingenios llevan ventaja a los de todas las demás naciones. Por todas estas causas, ¿cómo no admirarse del escaso número de oradores en todas ciudades y tiempos? Sin duda que es la elocuencia algo más de lo que imaginan los hombres, y que requiere mucha variedad de ciencias y estudios. ¿Quién al ver tanta multitud de discípulos, tanta abundancia de maestros, tan buenos ingenios, tanta riqueza de causas, tan grandes premios propuestos a la elocuencia, dejará de conocer que el no sobresalir en ella consiste en su increíble grandeza y dificultad? Pues abraza la ciencia de muchas cosas, sin las cuales es vana e inútil la verbosidad, y el mismo discurso ha de brillar no sólo por la elección sino también por la construcción de las palabras; ha de conocer el orador las pasiones humanas, porque en excitar o calmar el ánimo de los oyentes consiste toda la fuerza y valor de la oración. Añádase a esto cierta amenidad y gracia, erudición propia de un hombre culto, rapidez y oportunidad en el responder y en el atacar, unido todo a un estilo agudo y urbano. Debe ser profundo el orador en el conocimiento de la antigüedad, y no profano en el de las leyes y el derecho civil. ¿Y qué diré de la acción misma, que consiste en el movimiento del cuerpo, en el gesto, en el semblante, en las inflexiones de la voz? Cuán difícil sea ella por sí sola, bien lo declara el arte escénico y de los histriones, en el cual, no obstante que hagan todos singular estudio de voz y de semblante, vemos cuán pocos son y han sido siempre los que se pueden oír sin disgusto. ¿Qué diré de la memoria, tesoro de todas las cosas? Si ella no guardara las cosas y las palabras inventadas, perecerían todas las cualidades del orador, por brillantes que fueran. No nos admiremos, pues, de que sea difícil la elocuencia cuando tanto lo es cada una de sus muchas partes, y exhortemos más bien a nuestros hijos, y a los demás que estiman la gloria y habilidad, a que paren mientes en la grandeza del asunto y no se reduzcan a los preceptos, maestros y ejercicios de que todo el mundo se vale, sino a otros más eficaces para lograr lo que se desea. Nadie, en mi opinión, podrá ser orador perfecto si no logra una instrucción universal en ciencias y artes: estos conocimientos exornan y enriquecen el discurso, que en otro caso se reduce a una vana y casi pueril locuacidad. No impondré yo a todos, y menos a nuestros oradores, en medio de las muchas ocupaciones de esta ciudad y de esta vida, una carga tan pesada como la de que nada ignoren, aunque la profesión del orador parece exigir el que de cualquier asunto pueda hablar con ornato y elegancia. Pero como no dudo que esto parecerá a muchos inmenso y dificultosísimo, porque los mismos Griegos, tan poderosos en ingenio y doctrina y dados al ocio y al estudio, hicieron cierta división de las artes, no trabajando todos en todas y poniendo bajo la esfera del orador tan sólo aquella parte del bien decir que versa sobre controversias forenses y públicas deliberaciones, no comprenderé en estos libros sino lo que, después de mucha investigación y disputa y por universal consenso de los doctos, se ha atribuido a este género, y no seguiré un orden de preceptos como en aquella antigua y pueril doctrina, sino que referiré una disputa que en otro tiempo oí a varones nuestros elocuentísimos y en toda dignidad principales, no porque yo desprecie lo que nos dejaron escrito los Griegos, artífices y maestros de este arte, sino porque sus obras están al alcance de todo el mundo, y no podría yo darles mayor luz ni ornato con mi interpretación. Asimismo me permitirás, hermano mío, que prefiera a la autoridad de los Griegos la de los que consiguieron entre nosotros mayor fama de elocuentes. Cuando con más vehemencia perseguía a los patricios el cónsul Filipo, y cuando el tribunado de Druso, defensor de la autoridad del Senado, empezaba a menoscabarse y a debilitarse, recuerdo haber oído decir que en los días de los juegos romanos se retiró Lucio Craso al Tusculano, y que allí fueron a verle su suegro, a quien decían Quinto Mucio, y Marco Antonio, su consejero en los negocios de la república, unido a Craso por grande amistad. Con Craso habían ido dos jóvenes amigos de Druso, y en quienes fundaban los ancianos de su orden grandes esperanzas, Cayo Cota, que aspiraba entonces al tribunado de la plebe, y Publio Sulpicio, de quien se creía que había de pretender al año siguiente la misma magistratura. Todo el primer día hablaron largamente de la condición de los tiempos y del estado de la república, por cuyo motivo se habían reunido. Cota refería muchos años después esa conversación, y las predicciones verdaderamente divinas que aquellos tres consulares hicieron, hasta el punto de no haber acaecido después en la ciudad desastre alguno que ellos mucho antes no hubiesen previsto. Acabada que fue esta conversación, se acostaron a cenar, y fue tanta la cortesía y buen acogimiento de Craso, que se disipó como por encanto toda la tristeza de la conversación anterior; siendo tantos los chistes y el buen humor, que si el día había sido de curia, el convite fue propiamente del Tusculano. Al día siguiente, después que los ancianos habían descansado, se fueron todos de paseo, y a las dos o tres vueltas dijo Escévola: «¿Por qué no imitamos, oh Craso, a aquel Sócrates que figura en el Fedro de Platón? Convídame a ello este plátano, que con sus anchas y extendidas ramas, hace este lugar no menos umbroso y apacible que aquel a cuya sombra se sentó Sócrates. Y tengo para mí que la amenidad de aquel lugar no procedía tanto del agua que allí se describe, como del estilo de Platón. Si Sócrates, con tener tan firmes los pies, se echó sobre la hierba para pronunciar aquellos discursos que los filósofos creen de inspiración divina, mucho más justo parece que a mis pies se les conceda esto.» Entonces dijo Craso: «Todavía quiero mayor comodidad.» Y pidió unos cojines y los hizo colocar a la sombra del plátano.
Entonces (como solía referir Cota) para descansar los ánimos de la pasada conversación, empezó Craso a tratar del arte de la elocuencia. Comenzó diciendo que más bien que aconsejar a Cota y a Sulpicio, debía elogiarlos por haber alcanzado ya tanta perfección, que no sólo excedían a los de su edad, sino que podían ser comparados con los antiguos. «Nada hay a mi juicio más excelente, dijo, que poder con la palabra gobernar las sociedades humanas, atraer los entendimientos, mover las voluntades, y traerlas o llevarlas a donde se quiera. En todo pueblo libre, y, principalmente en las ciudades pacíficas y tranquilas, ha florecido y dominado siempre este arte. ¿Qué cosa hay, más admirable que el levantarse de la infinita multitud de los hombres uno, capaz de hacer él sólo o con muy pocos lo que parece que apenas podrían realizar todos los hombres juntos? ¿Hay algo más dulce de conocer y oír que una oración exornada y elegante, de graves sentencias y graciosas palabras? ¿Hay nada tan poderoso ni tan magnífico como el ver allanados con un discurso los movimientos populares, la rigidez de los jueces, la gravedad del Senado? ¿Qué cosa más regia, más liberal y generosa que ayudar a los humildes, levantar a los caídos, salvar de los peligros o del destierro a los ciudadanos? Es como tener siempre una arma para atacar a los malvados o para vengarse de ellos. Y dejando aparte el foro, el tribunal, los rostros y la curia, ¿qué cosa más agradable aun en el ocio, y más digna de la humanidad, que una conversación graciosa y no ruda? Si en mucho nos aventajamos a las bestias, es porque tenemos el don de la palabra y podemos expresar todo lo que pensamos. ¿Cómo no admirar al que se aventaja a los demás hombres en aquello, mismo en que el hombre excede a las bestias, y cómo no esforzarnos en conseguir tanta excelencia? Y viniendo a lo principal, ¿qué otra fuerza pudo congregar en uno a los hombres dispersos, y traerlos de la vida salvaje y agreste a la culta y civilizada, y constituir las ciudades y darles leyes, derechos y costumbres? Y no deteniéndome en los demás innumerables beneficios, diré brevemente que en la moderación y sabiduría de un perfecto orador estriba, no sólo su propia dignidad, sino la de otros muchos particulares, y la salvación de toda la república. Por tanto, jóvenes, proseguid como habéis comenzado, no abandonéis el estudio, y así lograréis para vosotros honor, utilidad para vuestros amigos, provecho para la república.»
Entonces Escévola con su habitual cortesía, dijo: «Estoy conforme con casi todo lo que dices, oh Craso, y en nada quiero disminuir el arte y la gloria de mi suegro Cayo Lelio o de este yerno mío; pero dos cosas hay que no te puedo conceder: la una, que los oradores hayan fundado y establecido en un principio las ciudades y después las hayan salvado muchas veces; la otra, que aparte del foro, de la tribuna, de los juicios, y del Senado, ha de ser perfecto el orador en todo género de elocuencia y humanidades. ¿Quién ha de concederte que el género humano, disperso antes por montes y selvas, vino a edificar muros y ciudades, movido no tanto por los consejos de la prudencia como por la energía oratoria? ¿Acaso las demás utilidades; que de establecer y conservar los pueblos se han seguido, se deben sólo a los varones elocuentes y de buen, decir y no a los fuertes y sabios? ¿Te parece que Rómulo se valió antes de la elocuencia que de su buen consejo y sabiduría singular para reunir a los pastores y foragidos, para concertar las bodas con las Sabinas, o para reprimir la audacia de los comarcanos? Y en Numa Pompilio, en Servio Tulio, en los demás reyes que tanto hicieron para afianzar la república, ¿hallas algún vestigio de elocuencia? Y después de la expulsión de los reyes, la cual, Lucio Bruto llevó a cabo más con el entendimiento que con la lengua, ¿no vemos imperar entre nosotros el buen, consejo y no la vana locuacidad? Y si yo quisiera recordar ejemplos de nuestra ciudad y de otras, veríamos que los grandes oradores, han traído más daño que provecho a la causa pública. Y por no hablar de otros, sólo recordaré los dos hombres más elocuentes que yo he oído fuera de vosotros dos, oh Craso: a Tiberio y a Cayo Sempronio, cuyo padre, hombre prudente y grave, pero que nada tenía de elocuente, sirvió muy bien a la república, sobretodo cuando fue censor, y no con elegantes discursos, sino con energía y pocas palabras hizo entrar a los libertinos1 en las tribus urbanas. Y a fe que si no lo hubiera hecho, la república, que ya apenas existe, hubiera perecido mucho tiempo hace. Pero sus hijos, tan doctos y elocuentes, con todas las cualidades de la naturaleza y del arte, habiendo recibido la ciudad en un estado muy floreciente, gracias a la prudencia de su padre y a las armas de sus abuelos, dieron al traste con la república, valiéndose de esa misma elocuencia que tú llamas la mejor gobernadora de los Estados.
»¿Y las leyes antiguas, y las costumbres de nuestros antepasados, y los auspicios que yo y tú, Oh Craso, dirigimos con tanto provecho de la república, y la religión, y las ceremonias, y el derecho civil que está como vinculado en nuestra familia, sin ningún alarde do elocuencia, han sido inventadas, conocidas ni aun tratadas por los oradores? Bien me acuerdo de Servio Galba, hombre divino en el decir, y de Marco Emilio Porcina, a quien siendo joven venciste, el cual era ignorante del derecho y desconocedor de las costumbres de nuestros mayores; y hoy es el día en que, fuera de ti, Craso, que más por afición propia que por necesidad de la oratoria has aprendido conmigo el derecho civil, todos los demás oradores le ignoran del todo: cosa a la verdad lamentable. Y lo que al fin dijiste, como hablando en nombre y en derecho propio, es a saber, que el orador puede ejercitarse copiosamente de causas; esto no lo toleraría yo si no estuviésemos aquí en tu reino, y daría la razón a los que te pusieran interdicto o te llamasen a juicio por haber invadido tan temerariamente las ajenas posesiones. Hubieran promovido contra ti acción judicial, en primer lugar los Pitagóricos, y los sectarios de Demócrito y todos los demás físicos en sus varias escuelas: hombres elocuentes y graves en el decir, con los cuales no podrías contender aunque tu causa fuera justa. Te perseguirían además todas las escuelas filosóficas que tienen por fuente y cabeza a Sócrates, y te convencerían de que nada habías aprendido, nada investigado, y que nada sabías de los bienes ni de los males de la vida, nada de las pasiones del alma, nada de la razón y del método; y después que todos te hubiesen atacado juntos, cada una de las escuelas te pondría pleito. La Academia te obligaría a negar lo mismo que antes habías afirmado. Nuestros Estoicos te enredarían en los lazos de sus interrogaciones y disputas. Los Peripatéticos te probarían que esos mismos adornos que crees propios del discurso y del orador, debes tomarlos de ellos, y que Aristóteles y Teofrasto escribieron sobre los asuntos que dices, mejor y mucho más que todos los maestros de elocuencia. Omito a los matemáticos, gramáticos, músicos, con cuyas artes tiene muy poco parentesco la de bien decir. Por lo tanto, oh Craso, juzgo que do debes extender tanto los límites de tu arte: bastará el conseguir en los juicios que la causa que defiendes parezca la mejor y más probable; que en las arengas y deliberaciones valga mucho tu oración para persuadir al pueblo; en suma, que a los prudentes les parezca que has hablado con elegancia, y a los ignorantes que has hablado con verdad. Si algo más que esto consigues, no será por las facultades comunes a todo orador, sino por las propias y especiales de Craso.»
Entonces dijo éste: «No ignoro, Escévola, que entre los Griegos se suele decir y disputar esto mismo. Cuando después de mi cuestura en Macedonia, estuve en Atenas, oí a los hombres más ilustres de la Academia, entonces muy floreciente, como que la gobernaban Carneades, Clitomaco y Esquines. También vivía entonces Metrodoro, que había sido, como los otros, estudioso discípulo de aquel Carneades a quien tenían por el más acre y copioso en la disputa. Florecían Mnesarco, discípulo de Panecio y los peripatéticos Critolao y Diodoro. Todos a tina voz decían que se había de apartar al orador del gobierno de las ciudades, excluirle de toda doctrina y ciencia seria, y reducirle sólo a la parte judicial y al foro, como si fuera un esclavo, sujeto una tahona. Pero yo no convenía con ellos ni con el inventor y príncipe de este género de disputas, el grave y elocuentísimo Platón, cuyo Gorgias leí entonces en Atenas bajo la dirección de Carneades, en cuyo libro admiraba yo mucho a Platón, que al burlarse de los oradores se había mostrado él mismo orador eximio. La controversia de palabras ha atormentado siempre mucho a los Griegos, más amantes de la polémica que de la verdad.
»Y si alguno sostiene que es orador tan sólo el que habla en juicio, o ante el pueblo o en el Senado, necesario es que aun así, lo conceda muchas y raras cualidades. Pues sin gran experiencia de las cosas públicas, sin ciencia de las leyes, de las costumbres y del derecho, y sin conocer la naturaleza y las costumbres humanas, apenas puede tratar con sabiduría y prudencia esos mismos asuntos. Y al que llega a poseer este conocimiento, sin el cual ninguna causa, ni aun de las menores, puede tratarse, ¿qué cosa de importancia le faltará saber? Y aunque el oficio del orador se redujese a hablar con ornato, compostura y abundancia, ¿crees que podría conseguirlo sin aquella ciencia que vosotros no le concedéis? Pues toda la fuerza del discurso se pierde cuando el que habla no sabe a fondo la materia de que va a tratar. Por lo cual, si Demócrito el Físico tuvo buen estilo, según dicen y a mí me lo parece, su materia perteneció a la física; pero la elegancia de las palabras a la oratoria. Y si Platón habló divinamente de cosas remotísimas de toda controversia civil, lo cual yo concedo; si Aristóteles, Teofrasto y Carneades se mostraron elocuentes en la disputa, y suaves y adornados en el decir, pertenezcan en buen hora a otros estudios las materias de que escribieron, pero el estilo es propio de este único arte de que ahora vamos hablando. Así, vemos que de las mismas cosas disputaron otros seca y áridamente, como aquel Crisipo, cuya agudeza tanto encomian, y no por eso dejó de ser buen filósofo, aunque no tuvo el arte de bien decir propio de otra facultad que lo era extraña.
»¿Dónde está, pues, la diferencia? ¿O cómo has de discernir la riqueza y abundancia de los que antes nombré, y la aridez de estos otros que no tienen variedad ni elegancia en el decir? Lo único que tienen de característico los que hablan bien, es una elocución elegante, adornada, artificiosa y culta. Pero todo este adorno, si el orador no penetra y domina su asunto, es cosa vana y digna de toda irrisión. ¿No es un género de locura el vano son de las palabras, por excelentes y escogidas que sean, cuando no las acompaña ningún pensamiento ni ciencia? Cualquier materia que el orador trate, de cualquier arte o género, si la aprende como si se tratara de la causa de un cliente, la dirá mejor y con más elegancia que el mismo inventor y artífice de ella. Y si alguno dijere que hay ciertas sentencias y causas propias de los oradores, y una ciencia circunscrita a los canceles forenses, confesaré que estos son los asuntos en que con más frecuencia se ejercita nuestro arte, pero que hay entre estas cosas muchas que los maestros de retórica ni saben ni enseñan. ¿Quién no conoce el poder de la oratoria para mover los ánimos a ira, a odio o a dolor, o para trocar estos afectos en compasión y misericordia? Por eso, quien no haya estudiado la naturaleza humana y la vehemencia de las pasiones y las causas que las irritan o sosiegan, no podrá conseguir en modo alguno el efecto que con su oración se propone. Dices que todo esto es propio de los filósofos. De buen grado lo concederá el orador, pero siempre que dejándoles a ellos el conocimiento de las cosas, en el cual únicamente quisieron ejercitarse, le dejes a él el cuidado del estilo, que sin estos conocimientos vale poco, porque ya dije que el oficio propio del orador es hacer un discurso grave, elegante y acomodado a la inteligencia y sentido de los hombres. »Confieso que Aristóteles y Teofrasto escribieron sobre esto; pero quizás, Escévola, venga todo ello en apoyo de mí sentir. Sólo tomo prestado de ellos, lo que tienen de común con los oradores, al paso que ellos conceden que cuanto escriben sobre el arte de bien decir pertenece a la oratoria, y así, a todos sus libros que tratan de ese arte los llaman libros retóricos.
»De manera que cuando en el discurso intervienen aquellos argumentos tan usuales: de los Dioses inmortales, de la piedad, de la concordia, de la amistad, del derecho civil, del natural y de gentes, de la equidad, de la templanza, de la magnanimidad, y de todo género de virtudes, clamarán, por cierto, todos los gimnasios y todas las escuelas de los filósofos, que esta es materia propia suya, y que nada tiene que ver en eso el orador. Y aunque yo les conceda que siempre, aun en sus ratos de ocio, agitan ellos estas cuestiones, también concederé al orador el poder explicar con majestad y gracia los mismos puntos que ellos discuten con estilo árido y frío. Esto decía yo a los filósofos en Atenas. A ello me obligaba nuestro Marco Marcelo, que es ahora Edil curul, y que de seguro asistiría a nuestra conversación si no tuviera que celebrar estos días los juegos. Entonces era muy joven y ya se aficionaba a estos estudios.
»Pero, en cuanto a la institución de las leyes, a la guerra y la paz, a los aliados y tributarios, al derecho civil, distribuido por órdenes y edades, digan los Griegos, si quieren, que Licurgo y Solon (a quienes pongo, sin embargo, en el número de los hombres elocuentes) supieron más que Hipérides y Demóstenes, varones ya perfectos y consumados en el decir; o bien que nuestros decenviros, los que escribieron las doce tablas, y que sin duda fueron muy prudentes, se adelantaron en este género a Servio Galba y a tu suegro Cayo Letio, de quienes consta que sobresalieron en la oratoria. Nunca negaré que hay ciertas artes propias y peculiares de los que ponen todo su estudio en conocerlas y tratarlas; pero sólo llamaré orador pleno y perfecto a quien pueda discurrir de todo, con variedad y hermosura.
»Muchas veces en las causas que todos tienen por peculiares del orador, ocurre algo que no puede resolverse por la práctica forense, único saber que nos concedéis, sino que ha de tomarse de alguna otra ciencia más oscura. Y ahora os pregunto: ¿Se puede acusar o defender a un general sin tener conocimientos de arte militar y de las regiones terrestres y marítimas? ¿Se podrá tratar ante el pueblo de la abolición o promulgación de las leyes, o en el Senado, de todo el gobierno de la república, sin gran conocimiento y experiencia de los negocios civiles? ¿Podrá el discurso inflamar o sosegar los ánimos (verdadero triunfo del orador), sin una diligentísima investigación de todo lo que los filósofos especularon sobre la humana naturaleza y costumbres? No sé si podré convenceros de lo que voy a decir; pero no dudaré en decirlo como lo siento. La física y las matemáticas, y todos los demás objetos que antes señalaste, son ciencias para el que las profesa, pero si quiere poseerlas con elegancia, tiene que acudir a la facultad oratoria; y aunque conste que Filon, el arquitecto que hizo el arsenal de Atenas, dio en términos muy elegantes cuenta al pueblo de su obra, no hemos de creer que lo hizo por arte de arquitecto y no de orador. Y si nuestro Marco Antonio tuviera que defender a Hermodoro, ¿no hablaría con artificio y gala, de la construcción naval? Y nuestro médico y amigo Asclepiades hablaba mejor que los demás médicos, no por su saber en medicina, sino por su elocuencia. Por eso es muy probable, aunque no del todo verdadero, lo que solía decir Sócrates: que todos son elocuentes en lo que saben bien. Y aun es más verdadero que nadie puede hablar bien de lo que no sabe, y que aunque lo sepa, si ignora el arte de construir y embellecer el discurso, no podrá explicar lo mismo que tiene bien conocido.
»Por tanto, si alguno quiere definir y abrazar la facultad propia del orador, aquel será, en mi opinión, digno de tan grave nombre que sepa desarrollar cualquier asunto que se presente, con prudencia, orden, elegancia, memoria y cierta dignidad de acción. Y si a alguno te parece excesivo el decir yo: sobre cualquier materia, bien puede cortar y disminuir lo que bien le pareciere; pero siempre sostendré que, aunque el orador ignore lo que es propio de otras artes y ciencias, y se haya ejercitado sólo en las disputas forenses, cuando ocurra hablar de cosas para él desconocidas, debe acudir a los que poseen su conocimiento, y podrá hablar de ellas mucho mejor que los mismos que las profesan. Por ejemplo, si Sulpicio tuviese que hablar de arte militar acudiría a Cayo Mario nuestro pariente, y así que se hubiese enterado hablaría de tal manera, que el mismo Mario casi le tendría por superior a él. Si tratara del derecho civil, consultaría contigo, oh Escévola, y a ti, hombre prudentísimo y peritísimo, te vencería por su elocuencia con la misma doctrina que sin ti no hubiera aprendido. Y si ocurre tratar algo de la naturaleza, de los vicios y pasiones de los hombres, del dolor, de la muerte (aunque esto también debe saberlo el orador), quizá le parecerá conveniente consultar con Sexto Pompeyo, hombre erudito en filosofía; pero de seguro que expondrá con más elegancia que él lo mismo que de él haya aprendido. Pero si oyes mis consejos, como la filosofía abraza tres partes: primera, los secretos naturales; segunda, el arte lógica; tercera, la vida y costumbres, dejemos las dos primeras en obsequio a nuestra pereza, pero retengamos la tercera, que fue siempre del dominio del orador, pues sin ella nada le quedará en que pueda mostrarse grande. Este estudio debe hacerle con mucho ahínco el orador; los demás, aunque no los domine, podrá tocarlos cuando convenga, pidiendo y recibiendo de otros las noticias. Pues si consta entre los doctos que Arato, hombre ignorante de la astrología, escribió del cielo y de las estrellas en elegantísimos versos; si Nicandro de Colofon, con vivir muy apartado del campo, escribió de las cosas rústicas, guiado más por el genio de la poesía que por el de la agricultura, ¿por qué el orador no ha de ser elocuente en las materias que ha aprendido para cierta ocasión y tiempo? Porque el poeta se parece mucho al orador, aunque es más cedido en los números, más libre en las palabras, pero muy semejante y casi igual en el género de ornatos, así como en no tener materia definida ni circunscrita, fuera de la cual no le sea lícito extenderse con facilidad y abundancia. ¿Y por qué, oh Escévola, dijiste que, a no estar en mi reino, nunca hubieras tolerado el dicho de que el orador debe ser perfecto en todo género de elocuencia y leyes humanas? Nunca lo hubiera dicho, a fe mía, si en el orador que describo hubiera querido pintarme a mí mismo. Pero como solía decir Cayo Lucilio (hombre que andaba algo enojado contigo, y que por lo mismo me trataba con menos familiaridad que él quisiera, pero de quien nadie negará que era docto y muy gracioso), creo que nadie merece el título de orador si no está instruido en todas las artes propias de un hombre libre, pues aunque no las usemos en el discurso, siempre se conoce y resulta claro si somos en ellas ignorantes o no. Así como los que juegan a la pelota no usan en el juego el artificio propio de la palestra, pero con el movimiento indican si han aprendido la palestra o no, y así como en las obras del escultor puede adivinarse si sabe dibujar o no, así en los discursos judiciales o en los que se pronuncian ante el pueblo y el Senado, aunque no se mezclen los conocimientos propios de las demás artes, fácilmente se conoce si el declamador se ha ejercitado sólo en aquella obra o si llega al foro adornado con todas las artes liberales.»
Entonces dijo Escévola riéndose: «No lucharé más contigo, Craso, pues después de todo lo que contra mí has dicho, concediéndome por una parte no ser propias del orador algunas cosas, has torcido no sé cómo, el argumento y se las has concedido todas como si fuesen de su jurisdicción. Cuando yo estaba de Pretor en Rodas y confería con el gran maestro de retórica Apolonio lo que yo había aprendido de Panecio, burlóse mucho de la filosofía aquel retórico, como acostumbraba, no con tanta gravedad como chiste. Tu discurso no fue para burlarse de ningún arte o ciencia, sino para darlas todas por compañeras y ministras de la oratoria. Y si realmente hay alguno que las haya abrazado todas y añadido a ellas la gala del estilo, no puedo menos de tenerle por hombre eximio y admirable. Pero si existe, o ha existido alguna vez, o puede existir, no será otro que tú, pues en mi juicio, y creo que en el de todos los demás, apenas has dejado gloria ninguna a los demás oradores (dicho sea con paz de ellos). Pero si a ti nada te falta saber de cuanto se aprende en los negocios forenses y civiles, y sin embargo no has conseguido todavía la ciencia que atribuyes al orador, tengo para mi que la extiendes mucho más de lo que la verdad y la justicia piden.» Entonces lo replicó Craso: «Acuérdate que no hablo de mí, sino de la facultad oratoria. ¿Pues qué sabemos ni que hemos podido aprender los que hemos llegado a la acción antes al conocimiento; los que en el foro, en la ambición, en la república, en los negocios de los amigos, hemos visto abrumados antes que pudiéramos sospechar nada de la importancia de tales cosas? Y si crees que hay tales cualidades en mí (que si no carezco, según tú piensas, de ingenio he carecido siempre de saber, de tiempo y aun de afición al estudio), ¿a qué altura no se hubiera elevado el que juntara a un ingenio mayor toda esa ciencia que yo apenas he saludado? ¡Cuán grande orador no hubiera sido!» Entonces dijo Antonio: «Bien pruebas, oh Craso, tu opinión, y no dudo que será más abundante en el decir quien abrace el círculo completo de las artes y ciencias. Pero en primer lugar, esto es muy difícil, sobre todo en nuestra vida, cercada de tantas ocupaciones; y además, es de temer que nos distraigamos y apartemos del ejercicio y modo de decir popular y forense. Otro estilo me parece el de aquellos filósofos de que antes hablabas, aunque hayan tratado de la naturaleza y de las cosas humanas con cierta majestad y elegancia. Es un género de decir claro y brillante, pero más acomodado a la ungida palestra que al tumulto civil y al foro. Yo mismo, que aprendí muy tarde y ligeramente las letras griegas, cuando, yendo de Proconsul a Cilicia, me detuve muchos días en Atenas por las dificultades de la navegación, todos los días tenía conmigo hombres doctísimos, casi los mismos que nombraste antes; y como hubiesen sabido, no sé cómo, que yo, lo mismo que tú, solía ejercitarme en causas de importancia disputaban, cada uno a su manera, del arte y profesión del orador. Unos, como el mismo Mnesarco, decían que los que llamamos oradores no son más que unos operarios de lengua veloz y ejercitada; que nadie es orador sino el sabio; que la misma elocuencia o arte de bien decir es una virtud, y que el que tiene una virtud las tiene todas, puesto que son iguales entre sí: por donde el que es elocuente viene a tener todas las virtudes y a ser sabio. Esto era su espinoso y árido razonamiento, tan apartado de nuestro gusto. Carneades, hablaba con más abundancia, del mismo asunto, no para descubrir su parecer, pues es costumbre de los académicos contradecir siempre a todos y gozar en la disputa; pero daba a entender que los llamados retóricos, y los que daban preceptos de elocuencia, nada absolutamente sabían, y que no podía nadie adquirir el arte de bien decir sin conocer las opiniones de los filósofos. Disputaban en contra algunos oradores atenienses, ejercitados en la república y en los negocios, entre ellos Menedemo, que fue, hace muy poco, mi huésped en Roma, el cual decía que hay una ciencia del gobierno y ordenación de la república. Y como era hombre de genio sacudido, llevaba mal la contradicción de otro hombre de tan abundante doctrina y de increíble variedad y copia de noticias. Decía Cármadas que todas las partes de esa ciencia habían de tomarse de la filosofía, y que todo lo que en la república se establece acerca de los Dioses inmortales, de la educación de la juventud, de la justicia, de la paciencia, de la templanza, de la moderación en todo y de las demás instituciones sin las que las ciudades no pueden existir o ser bien gobernadas, jamás se hallará en los libros de los retóricos. Si estos doctores hubiesen comprendido en su arte tantas y tan elevadas cosas, ¿cómo es posible que llenaran sus libros de reglas sobre proemios, epílogos y otras necedades (así las llamaba), y que no escribieran ni una letra de la fundación de las ciudades, de la promulgación de las leyes, de la equidad, de la justicia, de la fe, del modo de refrenar las pasiones y arreglar las buenas costumbres? También solía burlarse de los preceptos, diciendo que los retóricos no solo eran ignorantes de esa ciencia que se atribuían, sino del mismo arte y método de bien decir. Porque él creía que lo más importante en el orador era parecer a los oyentes tal como él mismo deseara, y que esto sólo se conseguía con la dignidad de la vida (de la cual nada dijeron estos retóricos en sus preceptos), y afectar de tal manera los ánimos de los oyentes corno quisiera afectarlos el orador, lo cual también es imposible si ignora éste de qué modo y por qué razones se determina a obrar la voluntad humana; todos los cuales son conocimientos de recóndita filosofía que estos retóricos no han gustado siquiera. Menedemo intentaba refutarle más con ejemplos que con razones, trayendo a la memoria muchos y brillantes trozos de las oraciones de Demóstenes, para probar que conoció todos los recursos con que se conmueven los ánimos de los jueces y del pueblo, lo cual suponía Cármadas que no podía lograrse sin la filosofía. A esto replicó que él no negaba el sumo ingenio y elocuencia de Demóstenes, ya la hubiera alcanzado por su propia disposición, ya por las lecciones de Platón, de quien consta que fue discípulo; pero que no se trataba ahora de averiguar lo que aquel grande orador había conseguido, sino lo que enseñaban los maestros de retórica. Muchas veces, arrebatado por el calor de la disputa, llegaba a sostener que no existe el arte retórica, y probaba, con argumentos, que la naturaleza sola nos había enseñado a halagar y a insinuarnos suavemente cuando deseábamos pedir algo, a amenazar a los adversarios, a exponer los hechos, a confirmar nuestro parecer y refutar los argumentos contrarios, y, por último, a rogar y a lamentarnos; que a esto se reducía toda la facultad oratoria, y que la costumbre y el ejercicio bastaban a aguzar el ingenio y hacer la palabra fácil: todo esto lo confirmaba con muchos ejemplos. Decía, en primer lugar, que entre todos los preceptistas y maestros, desde un cierto Córax y Tisias, que pasan por inventores y príncipes de este arte, no ha habido ninguno ni aun medianamente fecundo, y por el contrario, nombraba a innumerables oradores elocuentísimos que jamás aprendieron estos preceptos ni se cuidaron de ellos, en cuyo número (no sé si burlando, o porque así lo pensara, o así lo hubiera oído) me contaba a mí, que nunca había aprendido el arte, y que sin embargo tenía algún poder oratorio, según él afirmaba. Yo le concedía fácilmente que nada había yo aprendido; pero en lo demás creía que se burlaba de mí, o más bien, que en su juicio se engañaba. Seguía diciendo que no hay ningún arte que no tenga su materia conocida y bien determinada y constante y encaminada a un fin, pero que todo lo que el orador trataba era dudoso e incierto, como que decía las cosas quien no las sabía plenamente, ni trataba de enseñar a los oyentes, sino de persuadirlos, por poco tiempo, de una opinión falsa o a lo menos oscura. ¿Qué más? llegó a persuadirme de que no existía el arte de bien decir, y que nadie puede ser orador si no conoce todo lo que enseñan los filósofos más doctos. En estos coloquios solía decir Cármadas, grande admirador de tu ingenio, oh Craso, que me encontraba oyente muy fácil y a ti pertinacísimo disputador.
»Entonces yo, persuadido de esa misma opinión, escribí en cierto librillo (que, sin yo saberlo, ni quererlo, llegó a manos de todos), que había yo conocido muchos hombres disertos, pero ninguno elocuente. Llamaba yo diserto al que podía hablar, según el parecer común, con cierta agudeza y claridad, en presencia de hombres no vulgares; y reservaba el nombre de elocuente para el que pudiese con esplendidez y magnificencia amplificar y exornar cuanto quisiera, y tener en su ánimo y en su memoria las fuentes de todas las cualidades que pertenecen al bien decir.
»Si esto es difícil para nosotros, que antes de empezar los estudios nos sentimos abrumados con las fatigas de la ambición y del foro, está fundado, sin embargo, en la realidad y en la naturaleza de las cosas. Y yo en cuanto puedo conjeturar, viendo tan buenos ingenios entre los nuestras, no desespero de que alguno con mayor estudio que el que nosotros tenemos o tuvimos, y con más sosiego y oportunidad de aprender, y con trabajo e industria superior, si se dedica a oír, a leer o a escribir, llegue a ser tan grande orador como yo le imagino, y pueda con razón llamársele no sólo diserto sino elocuente; aunque a mi entender, o este orador es Craso, o si más adelante florece otro que con igual ingenio haya oído, leído y escrito más, poco podrá añadir a su mérito.»
Entonces dijo Sulpicio: «Sin esperarlo yo ni Cota, aunque mucho lo deseábamos, hemos venido a parar en esta disputa. Al venir aquí, nos parecía bastante suerte poder recoger algo digno de memoria de vuestra conversación sobre otras materias; pero apenas acertábamos a desear que penetrarais en lo más íntimo de este estudio, artificio o facultad. Yo, que desde mi primera edad, os tuve grande afición a entrambos, y especial amor a Craso, de quien nunca me separaba, jamás le pude oír una palabra sobre el método y arte de bien decir, aunque lo intenté por mí mismo y por medio de Druso en muchas ocasiones. Tú, Antonio, por el contrario (la verdad digo), nunca dejaste de responder a mis preguntas, y muchas veces me diste cuenta de las observaciones que habías hecho en la práctica oratoria. Ahora que uno y otro habéis abierto el camino para la instrucción que buscamos, y ya que Craso ha sido el primero en traer esta conversación, permitidnos que detenidamente os preguntemos lo que, pensáis sobre todo género de elocuencia. Si nos lo concedéis, quedaré muy agradecido, oh Craso, a tu palestra y a esta gran Tusculana, y antepondré con mucho a la Academia y al Liceo este gimnasio suburbano.»
Craso le replicó: «Mejor fuera, Sulpicio, que rogáramos a Antonio, porque puede hacer mejor que yo lo que deseas, y porque ya tiene costumbre de hacerlo, según me dices. Yo, lo confieso, siempre he sido extraño a este género de razonamientos, y muchas veces rogándomelo tú, me he negado a responderte, como antes con verdad decías. Y no lo hice por soberbia ni por altivez, ni porque no quisiera corresponder a tu deseo tan recto y justo, especialmente cuando veía en tí tan gran disposición y aptitud, mayor que la de ningún otro, para la elocuencia; sino, a fe mía, por lo poco que yo me había ejercitado en la disputa y por la ignorancia de las reglas del arte.»
Entonces dijo Cota: «Ya que hemos conseguido lo que parecía más difícil, Craso, que era hacerte hablar de estas cosas, culpa nuestra sería si te dejáramos sin que nos explicases todo lo que queremos preguntarte.
Será de lo que yo pueda y sepa, dijo Craso. Y ellos contestaron: ¿Y de lo que tú no sepas ni puedas, quién de nosotros será tan atrevido que crea saberlo ni poderlo? Pues con esta condición, dijo Craso, de que me sea lícito negar que puedo lo que realmente no puedo, y, confesar que ignoro lo que en verdad no sé, podéis preguntarme a vuestro antojo.
Ante todo, te preguntamos qué piensas de lo que hace poco dijo Antonio. ¿Piensas que hay un arte de bien decir?
¡Cómo! dijo Craso: ¿me tenéis por algún griego ocioso y locuaz, aunque quizá docto y erudito, para ponerme a vuestro capricho una cuestión tan inútil? ¿Creéis que me he cuidado alguna vez de esas cosas, y que no me he burlado siempre de la imprudencia de esos hombres que, sentados en su cátedra, en medio de gran concurso, ofrecen contestar a todo lo que se les pregunte? Dicen que el primero en hacer esto fue Gorgias Leontino, el cual quedaba muy satisfecho después de anunciar que estaba preparado a discurrir de cualquier materia que le propusieran los oyentes. Después le imitaron muchos y hoy le imitan, de suerte que no hay materia, por alta, imprevista o nueva que sea, de la cual no ofrezcan decir cuanto puede decirse. Y si yo hubiera podido pensar que tú, Cota, o tú, Sulpicio, queríais este género de disertaciones, hubiera traído algún Griego que con ellas os entretuviera; lo cual no es difícil, pues en casa de Marco Pison, joven de grande ingenio, muy dado a estos estudios y amigo nuestro, vive el peripatético Estáseas, bastante conocido de todos nosotros, el cual, según dicen los que de esto entienden, en aquel género suyo es el más aventajado de todos.
¿A qué me hablas, dijo Mucio, de Estáseas el peripatético? Lo que debes hacer es dar gusto a estos jóvenes, que no han venido a oír la cotidiana e inútil locuacidad de un sofista griego, ni la cantilena de los retóricos, sino a un hombre el más sabio y elocuente de todos; al que no en los libros, sino en las mayores causas, y en esta ciudad, morada del imperio y de la gloria, se ha distinguido por el consejo y la elocuencia; y quieren seguir sus huellas y aprender su doctrina. Yo, que siempre te juzgué un Dios de la palabra, nunca tributé más elogios a tu elocuencia que a tu cortesía, de la cual debes usar ahora, y no esquivar esta disputa, en la cual desean entrar dos jóvenes de excelente ingenio.
Yo, dijo Craso, procuraré complacerles, y brevemente, según mi costumbre, diré de cada cosa lo que siento. Y en primer lugar (pues no creo, Escévola, que debo prescindir de tu autoridad), respondo que a mi ver no hay arte oratoria, o que tiene poca importancia, o que toda cuestión entre hombres doctos se reduce a una controversia de palabras. Pues si el arte se define según principios claros, bien conocidos, independientes de toda opinión y sujetos a ciencia, no me parece que existe el arte oratoria, porque los recursos de la oratoria forense son muy varios y acomodados al sentir y a la opinión del vulgo. Pero si llamamos arte el conjunto de observaciones hechas en la práctica por hombres discretos y entendidos, y escritas luego y divididas y clasificadas (lo cual creo posible), no sé por qué no ha de llamarse arte a la oratoria en este sentido vulgar o menos científico. Pero sea arte o alguna semejanza de arte, de ningún modo es despreciable; aunque sin olvidar nunca que otras cualidades más altas se requieren para conseguir la elocuencia.»
Entonces, Antonio dijo con vehemencia que él asentía al parecer de Craso, porque no lo reducía todo al arte, como suelen algunos, ni lo despreciaba del todo, como hacen muchos filósofos. Pero añadió: «Mucho te agradecerán éstos, oh Craso, el que les digas qué cualidades son esas que crees más necesarias para el buen decir.
Lo diré, respondió, ya que he comenzado; pero os pido que no divulguéis mis inepcias, aunque me moderaré para no hablar como maestro y artista, sino como uno de los ciudadanos, medianamente versado o no enteramente rudo en la práctica del foro. Y hablaré, no como quien lo hace de pro pósito, sino como quien por casualidad entra en una conversación. En verdad, cuando yo pretendía la magistratura, solía al solicitar los votos apartar de mi lado a Escévola, diciéndole que yo quería hacer necedades, por ser este el mejor modo de pretender, lo cual si no se hace neciamente, nunca se consigue. Y Escévola es uno de esos hombres en cuya presencia jamás quisiera aparecer necio, y ahora hace la fortuna que venga a ser testigo y espectador de mis inepcias. ¿Pues hay ninguna tan grande como discurrir sobre el arte de hablar, siendo el hablar cosa tan vana cuando no es necesaria?
Prosigue, Craso, dijo Mucio. Esa culpa que temes, yo la tomo a mi cargo.
Pienso, pues, dijo Craso, que la naturaleza y el ingenio son la primera condición para la elocuencia, y que a esos preceptistas del arte de que antes hablaba Antonio, no les faltó el arte ni el método, sino la naturaleza. Porque los movimientos del arte y el ingenio deben ser rápidos, y es menester que el orador se muestre agudo en la invención, rico en la amplificación y en el ornato, firme y tenaz en la memoria, y si alguno piensa que con el arte se puede aprender esto (lo cual es falso, ¡ojalá que el arte bastara para inflamar y conmover los ánimos! pero el arte no puede comunicarlo todo, ni menos lo que es don de la naturaleza), ¿qué dirá de aquellas facultades que nacen ciertamente con, el mismo hombre; la soltura de lengua, la voz sonora, la amplitud de pecho, y el buen aire y disposición de todo el cuerpo? Y no digo que el arte no pueda animar algo, pues bien sé que la enseñanza puede hacer mejor lo que es bueno, y aguzar y corregir de algún modo lo que no es; pero hay algunos tan titubeantes de lengua, o tan desapacibles de voz, o tan toscos y agrestes en gestos y ademanes, que aunque sobresalgan por el ingenio y el arte, nunca pueden contarse en el número de los oradores. Hay otros, por el contrario, tan hábiles en las cosas mismas, tan adornados con todos los dones de la naturaleza, que no parecen nacidos, sino creados por algún Dios. Grande y dificultosa empresa es el hablar donde todos callan, en una reunión grande de hombres, y sobre muy difíciles asuntos, porque ninguno de los que están presentes deja de notar con más agudeza y acierto los defectos que las perfecciones, y si algo te ofende, esto sólo basta para oscurecer el mérito de todo lo demás. Ni digo esto para apartar del estudio de la elocuencia a los jóvenes que carezcan de alguna disposición natural. ¿Pues quién no ve cuánto honor ha dado a mi contemporáneo Cayo Celio, hombre nuevo, esa misma medianía en el decir, de la cual nunca pasó? Y Quinto Varo, que es de vuestro tiempo, hombre tosco y feo, ¿no ha conseguido con sus facultades (sean las que fueren) mucho crédito en la ciudad?
»Pero ya que del orador hablamos, hemos de imaginar uno que carezca de todo vicio y merezca toda alabanza. Y si la multitud de pleitos, si la variedad de causas, si la turba y barbarie forense da lugar aun a viciosísimos oradores, no por eso hemos de renunciar a la perfección que buscamos. ¡Con cuánta escrupulosidad (por no decir desdeñosamente) juzgamos en aquellas artes donde no se busca una utilidad necesaria, sino una libre recreación del ánimo! No hay litigios ni controversias que nos obliguen a sufrir en el teatro a los malos actores, como en el foro a los no buenos oradores. Ha de procurar el orador no sólo satisfacer a los clientes, sino atraerse la admiración de los que pueden juzgar libremente. Y si queréis que os diga con franqueza lo que siento, os diré lo que siempre tuve y creí que debía tener oculto. En mi concepto, los que hablan mejor y pueden hacerlo con más facilidad y ornato, si no empiezan con cierta timidez, y en el exordio no se perturban algo, casi me parecen atrevidos e inmodestos, aunque puede no ser así, pues cuanto mejor se expresa el orador, tanto más conoce las dificultades y teme la varia fortuna del discurso y el juicio de los hombres. Pero el que nada puede decir digno del asunto, ni del nombre de orador, ni de los oídos del público, aunque se conmueva al hablar, me parecerá atrevido. Pues no por avergonzarnos, sino por no hacer nada indecoroso, podremos librarnos de la tacha de impudencia. Al que no se ruboriza (y conozco muchos) le tengo no sólo por digno de reprensión, sino de pena. En vosotros suelo advertir, y en mí he experimentado muchas veces que, al empezar el discurso, palidezco y empiezo a temblar. Así me aconteció, siendo muy joven, al principiar una acusación, deber a Quinto Máximo el favor de que disolviera el consejo apenas me vio desanimado y lleno de miedo.»
Aquí asintieron todos y comenzaron a hablar entre sí. Pues hubo siempre en Craso admirable modestia, que lejos de perjudicar a sus discursos, les daba un realce de probidad y virtud.
Entonces dijo Antonio: «Siempre he advertido, Craso, que tú y los demás ilustres oradores, aunque a mi parecer ninguno ha habido igual a ti, os conmovéis al empezar a hablar, y queriendo investigar la causa de esto, y por qué cuanto más vale el orador es más tímido, encontré dos razones: la una, que aquellos a quienes la naturaleza y la experiencia han instruido, conocen que el éxito del discurso no corresponde siempre al mérito del orador, y por eso temen, no sin razón, cuando hablan, que les acontezca algún fracaso, como más de una vez sucede. La otra, de la cual suelo quejarme, consiste en que en las demás artes, cuando un hombre de bien sentada reputación trabaja peor de lo que suele, creemos que no quiso hacerlo bien o que por alguna indisposición no pudo conseguirlo. Dicen (verbigracia): Hoy no pudo representar Roscio porque estuvo muy mal del estómago. Por el contrario, si en el orador se nota algún defecto, siempre se atribuye a ignorancia, y esta no tiene excusa porque nadie se hace el ignorante por su voluntad ni por estar mal del estómago. Por eso es tan grave el juicio que de los oradores se hace, pues cuantas veces hablamos, otras tantas se nos juzga con rigor, al paso que, cuando el histrion se equivoca en un gesto, no por eso juzgamos que ignora su arte. Pero si el orador en algo se equivoca, la opinión de su torpeza será eterna, o por lo menos dudará mucho. Y en cuanto a lo que dices que hay muchas cualidades naturales en las que, muy poco vale el arte, estoy muy conforme contigo, y en esto alabo mucho a aquel ilustre doctor, el cual, aunque enseñaba por dinero, no permitía, sin embargo, que los discípulos en quienes veía poca disposición para la oratoria perdiesen el tiempo con él, y así los despedía, aconsejándoles que se dedicasen a alguna otra ciencia para la cual fuesen más aptos. Pues para comprender los demás estudios, basta ser hombre, y percibir y retener en la memoria, siquiera a fuerza de oírla, la enseñanza; no se busca agilidad de lengua, ni facilidad de palabra, ni ninguna de las cualidades de semblante, de facción o de voz que nosotros no podemos fingir ni inventar. En el orador se pide la agudeza de los dialécticos, las sentencias de los filósofos, el estilo de los poetas, la memoria de los jurisconsultos, la voz de los trágicos y el gesto de los mejores actores. Por eso nada más raro y difícil de hallar en el género humano que un orador perfecto. Y si en las demás artes basta una tolerable medianía, en el orador es necesario que estén reunidas en grado sumo todas las cualidades.»
Entonces dijo Craso: «Ya ves cuánta más diligencia se pone en las demás artes, aunque sean ligeras y de poca monta que en esta de la elocuencia, que es más importante que todas. Muchas veces he oído decir a Roselo que nunca ha podido encontrar un discípulo bueno, no porque no hubiera algunos tolerables, sino porque no podía sufrir en ellos el menor defecto. Pues nada es tan notable ni dura tanto en la memoria, como lo que nos ofende. Y si aplicáramos el juicio de este histrion a la oratoria, ¿no veis que todo lo hace con perfección, todo con suma gracia y de la manera más conveniente para mover y deleitar a todos? Y así ha conseguido, hace mucho tiempo, que, cuando alguno sobresale en cualquier arte, digan que en su género es otro Roscio. Es en mí una temeridad el desear en el orador esta perfección, cuando yo disto tanto de ella. Quiero que se me perdone, y no perdono a los demás. Pero el que no puede, el que tiene radicales defectos, el que no sirve para el caso, debe, en opinión de Apolonio y también en la mía, dedicarse a otra cosa.
De manera, dijo Sulpicio, que a mí y a Cota nos obligas a estudiar el derecho civil o el arte militar. ¿Pues quién puede llegar a ese punto de perfección en todo?»
Craso le contestó: «Por ver en vosotros una rara y excelente disposición para la elocuencia he dicho esto; no tanto para apartar de esta carrera a los que no tienen aptitud, como para estimularos a vosotros que la tenéis. Y por más que en cada uno de vosotros he visto mucho ingenio y estudio, las cualidades exteriores de que antes os he hablado (quizá con más extensión que suelen hacerlo los Griegos), en ti, oh Sulpicio, son divinas. No me acuerdo de haber oído a ningún orador que tuviera más gracia de cuerpo, más gallardo ademán, más plenitud y suavidad de voz; cualidades que, aunque no son las principales y las da la naturaleza, pueden, sin embargo, aprovechar mucho a quien las posee, siempre que sepa usar de ellas con moderación, sabiduría y decoro. El faltar a éste es lo que principalmente debe evitarse; y esto no sólo os lo digo yo, que hablo de estas cosas como un padre de familia, sino el mismo Roscio, a quien muchas veces he oído decir que lo principal del arte es el decoro, pero que es también lo único que no puede enseñarse. Mas si queréis, pasemos a otra cosa y hablemos en nuestro lenguaje y no en el de los retóricos.
Nada de eso, dijo Cota, y pues nos retienes en este estudio y no nos dejas dedicarnos a otro, te rogamos que nos expliques cuál es el fundamento de tu oratoria. Ya ves, que no pedimos mucho; nos contentamos con esa tu mediana elocuencia, aunque no pasemos nunca del grado en que tú estás. Y ya que afirmas que las cualidades de naturaleza no nos faltan, dinos qué más condiciones se requieren.» Entonces dijo Craso sonriéndose: «¿Piensas, oh Cota, que para la elocuencia no se requiere un estudio y vehemente ardor, sin el cual nada egregio se hace en la vida ni nadie puede conseguir lo que tanto deseas? Aunque vosotros no necesitáis de estímulo, y en vuestras mismas porfiadas instancias conozco vuestra vehemente afición. Pero no basta el deseo para llegar a ninguna parte, si no se sabe y conoce el camino. Y como no me imponéis una carga muy pesada, ni me preguntáis en general sobre el arte oratoria, sino sobre esta facultad mía como quiera que ella sea, os daré una razón, no muy recóndita, difícil, magnífica ni grave, del método que yo solía usar cuando en mi adolescencia ejercitaba estos estudios.»
Entonces dijo Sulpicio: «¡Oh día feliz para nosotros, Cota! Lo que nunca con ruegos, ni insinuaciones, ni por medio de Difilo, su lector y copista, pudimos lograr que nos dijera Craso, es decir, cómo medita y escribe sus discursos, ahora vamos a conseguirlo, y a saber lo que por tanto tiempo hemos estado deseando.
Antes pienso, oh Sulpicio, dijo Craso, que no te admirarás tanto de lo que yo diga, como de la curiosidad que has tenido de oírme. Nada diré recóndito, nada digno de vuestra expectación, nada inaudito o nuevo para ninguno de vosotros. No he de negar que en un principio, como conviene a todo hombre de buena familia y liberalmente educado, aprendí esos preceptos triviales y comunes: 1º, que el oficio del orador es decir de una manera acomodada a la persuasión; 2º, que todo discurso es o de cuestión ilimitada sin designación de tiempo ni perso nas, o de cuestión limitada a ciertas personas y tiempos. Aprendí también que en uno y otro caso, y sea cualquiera la controversia, se pregunta si la cosa se hizo o no; y si se hizo, cómo es y qué nombre ha de dársele, y aun algunos añaden si se hizo justa o injustamente. Que existen controversias sobre la interpretación de un escrito en que haya ambigüedad, o contradicción o discordancia entre el sentido y la letra, y que cada uno de estos casos tiene sus argumentos propios. Que de las causas que son remotas de la cuestión general, unas son judiciales, otras deliberativas, y hay un tercer género de causas, que consisten en la alabanza o en el vituperio. Y que existen ciertos lugares comunes, fundados en la equidad, de los cuales nos valemos para los juicios; y otros en las deliberaciones, donde todo se dirige a la utilidad y buen consejo; y otros, finalmente, en el género demostrativo, en que todo se refiere a la dignidad de las personas. Y que como toda el arte oratoria está dividida en cinco partes, lo primero que ha de hacer el orador es inventar lo que ha de decir; lo segundo, ordenar lo inventado, y pesarlo y componerlo; lo tercero, vestir y adornar el discurso; lo cuarto, guardarlo en la memoria; lo quinto, recitarlo con dignidad y gracia. También aprendí que en el exordio se debe conciliar el ánimo de los oyentes, y luego hacer la exposición, establecer la controversia, confirmar nuestro parecer, refutar el del contrario; y en el epílogo, amplificar y poner de bulto todo lo que nos favorece, y debilitar y menoscabar lo que favorezca a nuestros adversarios. Aprendí también todo lo que enseñan sobre el ornato del discurso: primero, que se hable con pureza de latinidad; segundo, clara y tersamente; tercero con elegancia; cuarto, con decoro y según la dignidad del argumento. Supe los defectos de cada cosa, y vi que querían dar reglas hasta a las cualidades que más dependen de la naturaleza. Sobre la acción y la memoria recibí pocos preceptos, pero luego los fecundé con el ejercicio.
»A esto se reduce casi la doctrina de los retóricos, que yo no tengo por inútil, dicho sea con verdad, porque tiene ciertos preceptos que advierten al orador dónde ha de fijar el pié, y a dónde ha de mirar para apartarse menos del fin que se propone. Pero creo que el valor de los preceptos no está en que, siguiéndolos, consiga el orador la palma de la elocuencia, sino en que son observaciones nacidas de la práctica espontánea de los grandes oradores, habiendo nacido así la elocuencia del arte, y no el arte de la elocuencia, sin que por esto rechace yo el arte, pues aunque es menos necesario para el buen decir, no por eso hemos de tener por inútil su conocimiento. Hay ciertos ejercicios en que debéis entrar, aunque estáis ya bastante adelantados en la carrera; pero a los que ingresan en el estadio puede serles muy útil este ejercicio casi festivo, para adiestrarse y disponerse a la palestra del foro.
Este ejercicio deseamos conocer principalmente, dijo Sulpicio, aunque tampoco nos estará mal oír esos preceptos del arte que antes con brevedad has resumido, por más que no nos sean del todo nuevos. Pero de eso hablaremos después; ahora dinos lo que piensas acerca de esos ejercicios.
En verdad, dijo Craso, apruebo lo que soléis hacer cuando, propuesta una causa semejante a las que en el foro se tratan, habíais de la manera más acomodada a la realidad. Pero muchos no hacen en esto más que ejercitar la voz, aunque sin arte, y mover la lengua y deleitarse con la muchedumbre de las palabras. Les pierde el haber oído, decir que hablando se aprende a hablar, cuando la verdad es que hablando mal es muy fácil conseguir el hablar pésimamente. Y aunque en estos ejercicios es útil muchas veces el hablar aun de repente, todavía es más útil tomarse tiempo para pensarlo, y hablar con discreción y esmero. Y lo principal de todo (aunque, a decir verdad, lo que menos hacemos, porque huimos de todo gran trabajo) es escribir mucho; él estilo es el mejor y más excelente preceptor y maestro, y no sin razón, porque si el discurso meditado vence a la improvisación, cuánto más no la vencerá la asidua y diligente escritura. Porque todos los argumentos, todos los recursos oratorios, ya procedan del arte, ya del ingenio y prudencia, se nos presentan y ofrecen cuando afanosamente los buscamos, y con toda, la atención de nuestro espíritu los contemplamos; y todas las sentencias y palabras que son más brillantes en cada género, es necesario que una tras otra pasen por los puntos de la pluma. La misma colocación y armonía de las palabras no se perfecciona sino escribiendo con cierto número y cadencia, no ciertamente poético, sino oratorio. Esto es lo que arranca aplauso y admiración para los buenos oradores, y nadie lo conseguirá si no ha escrito mucho y por mucho tiempo, por más que se haya dedicado con todo afán al discurso improvisado. Y el que de escribir pasa a hablar, trae la ventaja de que sus discursos, aunque sean improvisados, parecerán escritos, y si trae algo escrito no presentará discordancia alguna con el resto de la oración. Así corno la nave no deja de continuar su movimiento y curso aunque el remero suspenda el empuje de sus brazos, así el discurso, aunque se acabe la parte escrita, continuará con el mismo calor y brío hasta el fin. »En los diarios ejercicios que hacía yo cuando muchacho, solía imitar a aquel Cayo Carbon, enemigo mío, del cual me constaba que para fijar en la memoria algunos versos insignes o algún notable discurso, repetía lo mismo que había leído, con otras palabras, las mejores que él podía encontrar. Pero después noté que eso tenía un inconveniente, y era que las palabras mejores y más propias y elegantes las había usado ya Ennio, si me ejercitaba en sus versos, o Graco, si me proponía por modelo sus discursos. El usar las mismas palabras a nada conducía, y emplear otras menos propias era una dañosa costumbre. Después me ejercité, durante toda mi juventud, en traducir los mejores discursos de los oradores griegos. Esto tenía la ventaja de que, al poner en latín lo que antes había leído en griego, no sólo buscaba yo las palabras mejores entre las que usamos, sino que introducía, a modo de imitación, algunos vocablos nuevos entre nosotros, con tal que fuesen propios. En cuanto a la voz, al aliento, al gesto y ademán del cuerpo, no es tan necesario al arte como el trabajo. Lo mejor es imitar a aquellos a quienes más quisiéramos parecernos, y no sólo a los oradores sino también a los actores, para no adquirir algún resabio o amaneramiento. Se ha de ejercitar la memoria aprendiendo muchos escritos propios y ajenos, Tampoco es inútil para este ejercicio, sobre todo si tenéis costumbre de hacerlo, el método de losa lugares y de las imágenes que se enseña en el arte. De este doméstico y umbrátil ejercicio, ha de salir luego la elocuencia a la arena, al polvo, en medio de los clamores, al campamento y lucha forense. Allí hay que acostumbrarse a todo y hacer prueba de las fuerzas del ingenio, y sacar a luz toda esa doctrina largamente adquirida.
»Léanse los poetas, conózcase la historia, recórranse los escritores y maestros en todo género de humanas letras; y para ejercicio provechoso, alábeseles, interpréteseles, corríjaseles, vitupéreseles y refúteseles. Defiéndanse en toda discusión las dos partes contrarias, y así se comprenderá lo que hay de probable en cada una: hay que aprender el derecho civil, conocer las leyes, la antigüedad, la organización del Senado, las instituciones de la república, los derechos de los aliados, los tratados de paz, el estado del imperio, en una palabra. Cierto género de chistes cultos y delicados es como la sal, que debe derramarse por todo el discurso. Ya os he dicho todo lo que sabía, que es lo mismo que hubiera podido responderos el primer padre de familia a quien os hubieseis dirigido.»
Habiendo dicho esto Craso, todos guardaron profundo silencio, porque aunque a todos les parecía que había contestado muy al propósito, sentían que su oración hubiese sido tan breve. Entonces dijo Escévola: «¿Qué es eso, Cota? ¿Por qué callas? ¿No se te ocurre nada más que pedir a Craso?
A fe mía que en eso mismo estaba yo pensando, dijo Cota. Tan rápido ha sido el curso, o por mejor decir el vuelo de sus palabras, que, aunque he visto la fuerza y el arranque, apenas he podido seguir sus huellas. Y como si hubiera yo entrado en una casa rica y suntuosa, pero en que no estuviesen a la vista y bien colocados las ricas telas, la plata, los cuadros y estatuas, sino amontonados y recónditos estos y otros no menos preciados tesoros, así en el discurso de Craso he traslucido como entre velos las riquezas de su ingenio, pero sin poder contemplarlas a mi sabor. Así que no puedo decir que absolutamente ignoro lo que posee, pero tampoco que lo sé, ni que lo he visto.
¿Por qué no haces pues, dijo Escévola, lo que harías si entrases en esa casa tan suntuosa? Si deseabas ver todas esas preciosidades que allí estaban guardadas, ¿no rogarías al dueño que te las mostrase, sobre tolo si eras amigo suyo? De igual manera debes pedir a Craso que saque a luz, y coloque cada una en su lugar oportuno, todas aquellas riquezas que tiene recogidas en tan breve espacio y que sólo nos ha permitido contemplar a través de un velo. Este favor te pedimos, Escévola; porque así yo como Sulpicio, tenemos vergüenza de preguntar estos que parecen elementos pueriles a un hombre tan grave corno Craso, que siempre desdeñó este género de controversias. Pero tú, Escévola, puedes suplicarle que amplíe y dilate lo que en su discurso compendió y expuso brevemente.
Sí que lo haré, dijo Mucio; y no tanto por mi interés como por el vuestro, deseaba yo antes esto, porque me deleitan más los discursos de Craso en el foro, que el oírle tratar de estas materias. Pero ahora también en mi nombre le ruego, que pues tenemos tanto vagar, cuanto nunca hemos tenido hace mucho tiempo, no lleve a mal coronar el edificio que ha comenzado. Veo la forma que has dado a este negocio, la mayor y mejor de todas; mucho lo apruebo.
En verdad, dijo Craso, no puedo admirarme bastante de que tú también, Escévola, desees oírme hablar en cosas que ni conozco también como los que hacen profesión de enseñarlas, ni aunque yo las supiera, serían dignas de tu sabiduría y de tus oídos.
¿Qué dices? replicó Escévola. Y aunque esos preceptos más comunes y vulgares no te parezcan dignos de un hombre de mi edad, ¿podré prescindir de esos conocimientos que exigías en el orador; de la naturaleza humana, de las costumbres, del modo de excitar o reprimir los ánimos, de la historia, de la antigüedad, de la administración de la república; finalmente, de nuestro derecho civil? Sabía yo que poseías toda esta ciencia y riqueza de noticias, pero nunca vi tanta esplendidez en ningún otro orador.
¿Puedes, dijo Craso, emitiendo otras cosas innumerables y de no escasa importancia, y, limitándome a ese derecho civil que profesas, tener por oradores a aquellos a quien se detenía a oir muchas horas Escévola entre enojado y risueño, cuando iba hacia el campo de los comicios y oía a Ipseo esforzarse con muchos gritos y gran verbosidad ante el pretor Craso, para hacer perder a su cliente la causa, mientras que Cneo Octavio, varón consular, en un discurso no menos largo se oponía a que el adversario perdiese la causa y a que su defendido se librase del torpe juicio de tutela y de toda molestia, gracias a la necedad del abogado contrario? Me acuerdo de habérselo oído contar a Mucio. A tales abogados los tengo por indignos, no sólo del nombre de oradores, sino hasta de presentarse en el foro. Y con todo eso, no les faltaba elocuencia, ni cierta abundancia, ni método en el decir, sino conocimiento del derecho civil, porque el uno, apoyándose en la ley, pedía más que lo que la ley de las Doce Tablas permite, y si lo hubiera conseguido, perdía del todo su causa; al paso que el otro tenía por injusticia que se le exigiese más de lo que en la acción legal se contenía, sin entender que, dejando obrar así al adversario, éste perdería el pleito.
»¡Y qué! en estos pocos días, estando yo en el tribunal de mi amigo Quinto Pompeyo, pretor urbano, ¿no pedía uno de esos hombres tenidos por discretos, que al demandado se le concediese la antigua y usada excepción, que día se había señalado para el pago, sin comprender que esta excepción era en favor del demandante, y que si el deudor probaba ante el juez que se le pedía el dinero antes que hubiese cumplido el plazo, el acreedor, al presentar nueva demanda, seria excluido de la excepción por haber venido antes este asunto a juicio? Nada más vergonzoso que contemplar que el que ha tomado a su cargo defender las causas de sus amigos, ayudar a los débiles, curar a los enfermos, consolar a los afligidos, tropiece en las causas más pequeñas y venga a ser escarnio de unos y lástima de otros. A mi pariente Publio Craso, llamado el rico, con haber sido en muchas cosas hombre elegante y culto, le alabo principalmente porque, siendo hermano de Publio Escévola, solía repetirle que ni él alcanzaría la perfección en el derecho civil si no agregaba el estudio de la elocuencia (lo cual ha hecho después su hijo, que fue cónsul conmigo), ni él había comenzado a tratar y defender las causas de sus amigos sino después de aprender el derecho civil. ¿Y qué diremos de Mareo Caton? ¿No tuvo tanta elocuencia cuanta aquellos tiempos en esta ciudad consentían, y no fue a la vez muy perito en el derecho civil? Con mucha vergüenza me atrevo a decir esto, porque nos está oyendo un varón insigne en el decir, a quien yo he admirado siempre como a orador único, y eso que ha despreciado siempre el derecho civil. Pero ya que habéis querido ser partícipes de mi opinión y dictamen, nada os ocultaré, y en cuanto pueda os expondré lo que sobre cada cosa pienso.
»Tan increíble y casi singular y divino me parece el ingenio de Antonio, que, aun sin el auxilio de la ciencia delderecho, fácilmente puede defender su causa con las demás armas de la sabiduría. Exceptuémosle a él solo; pero en cuanto a los otros no dudaré en condenarlos como perezosos y atrevidos. Porque andar siempre en el foro; no se pararse del tribunal del Pretor; tomar a su cargo los juicios privados más importantes, en que muchas veces no se controvierte el hecho sino la equidad y el derecho; arrojarse a las causas centunvirales de usucapiones, tutelas, derechos gentilicios, agnaciones, aluviones, nexos, servidumbres, paredes, luces, goteras, testamentos anulados o confirmados, y demás innumerables puntos del derecho, sin saber absolutamente lo que es propio ni ajeno, ni quién es ciudadano, extranjero o esclavo libre, es señaladísima imprudencia. ¿No fuera arrogancia visible en el que confiesa que no sabe dirigir una barca, empeñarse en gobernar una quinquerreme u otra nave de más alto bordo? Cuando en un corrillo te engaña tu adversario en cual quiera estipulación de poca importancia, y te obliga a firmar documentos que comprometen a tu cliente, ¿quieres que te confíen una causa de gran trascendencia? Es como si se pusiera a dirigir en el Ponto Euxino la nave de los argonautas el que perdió en el puerto una navecilla de dos escalmos. Y si no sólo en las causas pequeñas, sino en las más graves, entra el derecho civil, ¿cuál será la desvergüenza del patrono que sin las suficientes noticias jurídicas se atreve a encargarse de estas causas? ¿Cuál pudo ser más grave, que la de aquel soldado de cuya muerte llegó falsa noticia a su casa, y el padre, creyéndola, hizo nuevo testamento nombrando heredero a quien le pareció? Después de la muerte del testador vuelve el soldado a su casa y reclama legalmente la herencia paterna, aunque estaba desheredado por el testamento. Llévase el negocio al tribunal de los Centunviros; se agita una cuestión de derecho civil: si puede considerarse como desheredado de los bienes paternos el hijo a quien el padre no ha nombrado expresamente en el testamento ni para heredarle ni para desheredarte.
»¿Y qué, en la causa entre los patricios Marcelos y Claudios juzgada por los Centunviros, cuando los Marcelos reclamaban la herencia por derecho de estirpe, como descendientes del hijo de un liberto, y los Claudios por derecho gentilicio, no tuvieron los oradores que tratar ampliamente de todo el derecho de estirpe y de gentilidad? ¿Y en aquel otro juicio también centunviral, cuando se permitió a un desterrado volver a Roma si elegía algún patrono, y luego murió abintestato, no tuvo el defensor que explanar en el juicio el derecho de aplicación, tan oscuro e ignoto de suyo? Y ahora poco, cuando yo defendí en juicio privado a Cayo Sergio Aurata contra nuestro Antonio, ¿no versó cobre el derecho toda nuestra defensa? Porque como Manlio Gratidiano había vendido una casa a Aurata sin advertir en el contrato que tenía cierta servidumbre, defendía yo que la incomodidad causada por la servidumbre debía ser de cuenta del vendedor, si sabiéndola no la declaraba. En una cuestión semejante erró no ha mucho nuestro familiar Marco Buculeyo, hombre, a mi entender, nada necio, y en su opinión muy sabio, y no ajeno al estudio del derecho. Había vendido a Lucio Fufio una casa, asegurándole en el contrato las luces tal como entonces estaban. Fufio, así que se empezó a edificar en una parte de la ciudad que podía verse desde aquella casa, litigó en seguida con Buculeyo, alegando que cualquier objeto aunque estuviese lejos, siempre que le impidiese ver una parte mayor o menor del cielo, alteraba las condiciones de la venta. Y aquella famosísima causa de Marco Curio y Marco Coponio que se trató hace poco ante los Centunviros, ¿con qué concurso de gentes, con qué expectación fue defendida? Cuando Quinto Escévola, mi colega y amigo, hombre el más erudito de todos en el derecho civil, y a la vez de agudísimo ingenio y prudencia, y muy limado y sutil en el discurso, y a quien suelo llamar yo el más elocuente de los jurisconsultos y el más jurisconsulto de los oradores, defendía las disposiciones escritas del testamento, y negaba que una persona llamada a la herencia después de nacido y muerto un póstumo, pudiese ser heredero si el póstumo moría antes de salir de la tutela; y yo por el contrario defendía que la mente del testador había sido dejar por heredero a Marco Curio en caso de no haber hijo póstumo que llegase a la tutela; en esta causa, ¿dejó alguno de nosotros de apoyarse en autoridades, en ejemplos, en fórmulas de testamentos, es decir, en el derecho civil? »Omito innumerables ejemplos de causas muy graves, en que puede haber hasta peligro de la vida. Así Cayo Mancino, varón consular, nobilísimo y óptimo, por haber hecho un deshonroso tratado de paz con Numancia, fue entregado por senadoconsulto, a los Numantinos, y ellos no lo quisieron recibir. Habiéndose atrevido Mancino después de su vuelta a Roma a presentarse en el Senado, el tribuno de la plebe Publio Rutilio, hijo de Marco, quiso hacerle salir, fundado en que, por costumbres de nuestros mayores, al que había sido vendido por su padre o por el pueblo no se le concedía de modo alguno el derecho de postliminio. ¿Qué causa más importante entre todas las civiles podemos hallar que esta en que se trataba del orden, del derecho de ciudadanía, de la libertad y de la vida de un hombre consular, y no por ningún crimen que él pudiera negar, si no por una cuestión de derecho civil? Y en otro género, aunque en orden inferior, si hubiese sido esclavo entre nosotros alguien nacido en país confederado, y luego hubiese recobrado la libertad y vuelto su casa, disputaron muchas veces nuestros mayores si con esto perdía los derechos de ciudadano romano. Y qué, tratándose de la libertad, que es el más arduo de todos los negocios, ¿no es propio del derecho civil preguntar si el esclavo que por voluntad de su amo fue comprendido en el censo, queda inmediatamente libre, o no lo es hasta que se hacen las ceremonias de la lustración? ¿Y en tiempo de nuestros mayores no sucedió, que viniendo un padre de familias de España a Roma, dejó en la provincia a su mujer embarazada, se casó en Roma con otra sin haber dado parte a la prime ra, murió abintestato, y dejando hijos de las dos? ¿Os parece que fue de pequeña importancia esta causa, en la cual se trataba de la suerte de dos ciudadanos: del niño nacido de la segunda mujer, y de la madre que iba a ser declarada, concubina si se decía que el primer matrimonio no había quedado disuelto por no haberse cumplido las fórmulas del divorcio? Cuando se ignoran estas y otras leyes de la ciudad, ¿no es una audacia detestable el andar arrogante y erguido por el foro con alegre y satisfecho semblante, mirando a una parte y a otra, seguido de una turba de clientes, brindando protección a los amigos y ofreciendo a todos sus conciudadanos las luces de su saber. y consejos? »Y esto no, sólo es imprudencia, sino abandono y dejadez, pues aunque este conocimiento del derecho fuera en sí largo y difícil, toda vía su grande utilidad debía mover a los hombres a tomarse el trabajo de aprenderle.
»Pero, oh Dioses inmortales, no afirmaría yo esto delante de Es cévola si él mismo no acostumbrara a decir que ningún arte le parece más fácil que este. Verdad es que muchos por ciertas causas juzgan lo contrario; en primer lugar, porque los antiguos que se dedicaron a esta ciencia no quisieron divulgarla, con la mira de conservar y acrecentar así su poder; y en segundo lugar, porque después que Cneo Flavio dio a conocer las diversas formas de acción judicial; nadie hubo que las distribuyera artificiosamente, pues nada hay que pueda reducirse a arte, si el que conoce los elementos del arte no tiene además aquella ciencia que enseña a tratar con orden las materias que todavía no le tienen. He dicho esto algo oscuramente, por anhelo de la brevedad. Si puedo, lo diré más claro.
»Todos los conocimientos que hoy constituyen las diversas artes y disciplinas, estuvieron en otro tiempo dispersos y separados, vg.: en la música, los números, las voces y los modos; en la geometría, las líneas, las figuras, los intervalos, la extensión; en astrología, las revoluciones celestes, el orto, el ocaso y el movimiento de las estrellas; en la gramá tica, el estudio de los poetas, el conocimiento de la historia, la inter pretación de las palabras, y hasta la buena pronunciación; en el arte del bien decir, la invención, la disposición, la elocución, la memoria y la pronunciación; cosas desconocidas antiguamente de todos o disper sas en muchas partes. Hubo, pues, que acudir a un arte particular que se apropian como suyo los filósofos, el cual reuniese los miembros apartados y disueltos, y los trabase con cierto orden.
»Sea, pues, el fin del derecho civil la conservación de la legítima y acostumbrada equidad en las causas y negocios civiles. Distínganse luego los géneros, reduciéndolos a un número determinado y pequeño. El género abarca dos o más partes, que tienen algo de común, pero difieren en especie. Las partes están subordinadas al género de quien emanan, y por medio de la definición declaramos el valor de los nom bres de género y especie. Es la definición una breve y circunscrita ex plicación de las propiedades de la cosa que queremos definir. Añadiría ejemplos, si no viera que hablo delante de vosotros. Ahora voy a expli car en breve lo que me he propuesto. Si algún día pudiera yo, llevar a cabo lo que hace tiempo medito, o si no pudiendo hacerlo yo por ocu paciones o muerte, algún otro lo ejercitara, quiero decir, que dividiese el derecho civil en sus géneros, que son pocos, y distinguiese luego las partes de estos géneros, tendríais una perfecta arte del derecho civil, más grande y rica que difícil y oscura. Pero en tanto que no se reúnen estos dispersos elementos, podemos recogerlos de una y otra parte, y constituir así hasta cierto punto la ciencia del derecho civil. »¿No veis cómo Cayo Aculeon, caballero romano, que vive y vi vió siempre conmigo, hombre de agudísimo ingenio, pero poco instrui do en las demás artes, sabe el derecho civil de tal modo, que sólo le vence el que tenemos delante? En esta ciencia todo está a la vista, todo en el uso cotidiano y en la práctica del foro. No se contienen en mu chas letras ni en grandes volúmenes; todos han tratado de lo mismo, y aun un mismo escritor repite muchas veces idénticas materias con sólo variar algunas palabras. Añádase a esto lo que pocos creen, la increíble suavidad y deleite que hace fácil y ameno el estudio de las leves. Si los estudios de la antigüedad nos interesan, en todo el derecho civil, en los libros de los pontífices y en las Doce tablas contemplaremos una ima gen de la antigüedad que aun respira en la vetustez de las palabras y en las acciones que declaran la vida y costumbres de nuestros mayores. Si alguien es aficionado a la ciencia política que Escévola no cree propia del orador, sino de otro género de disciplina, en las Doce tablas hallará descrito todos los intereses y el gobierno de la república. Si le deleita esa prepotente y gloriosa filosofía (me atrevería a decirlo), en el dere cho civil y en las leyes encontrará las fuentes para todas sus disputas. Allí llegaremos a conocer la dignidad de la virtud, el premio y honor que se debe al trabajo justo, verdadero y honesto, y el dado, la ignomi nia, las cárceles, los azotes, el destierro y la muerte que están apareja dos para el vicio y el fraude; y aprenderemos, no por disputas interminables y erizadas contradicciones, sino por la autoridad y man dato de las leyes, a domar las pasiones y apetitos, a defender nuestro derecho y apartar de lo ajeno la mente, los ojos y las manos. »Aunque todos lo lleven a mal, diré lo que siento: el solo libro de las Doce tablas excede, en mi juicio, a las bibliotecas de todos los filó sofos, ya por su autoridad, ya por la utilidad que encierra si queremos conocer las fuentes y capítulos de nuestras leyes. Pues si a todos nos agrada como es debido, nuestra patria, y es tanta la fuerza de este amor que aquel sapientísimo Ulises anteponía a la inmortalidad el deseo de volver a su Itaca, pendiente como un nido de rocas asperísimas, ¿cuánto más cariño hemos de tener nosotros a esta patria, que es el emporio de la virtud, del poder y de la dignidad de toda la tierra? Antes que nada, debemos conocer su espíritu, costumbres y leyes, ya porque es nuestra patria madre común, ya porque debemos pensar que anduvo tan sabia en constituir el derecho como en acrecentar las fuerzas de su imperio. Sentiréis asimismo alegría y deleite grandes, conociendo por sus leyes cuánto vencían en prudencia nuestros mayores a los Licurgos, Dracones y Solones. Increíble parece cuán desordenado y casi ridículo es todo derecho civil fuera del nuestro: de esto suelo hablar mucho en mis diarias conversaciones, anteponiendo la sabiduría de nuestros ma yores a la de los demás hombres y sobre todo a la de los griegos. Por éstas razones creo, Escévola que el conocimiento del derecho civil es necesario a todo el que quiera ser perfecto orador.
»¿Y quién ignora cuánto de honor, gracia y dignidad proporciona por sí mismo a los que le profesan? Así como entre los Griegos los hombres más íntimos, a quienes llaman prácticos, se ofrecen por vil salario a servir de ministros en las causas, así en nuestra ciudad, por el contrario, las personas más esclarecidas y de mejor familia, como aquel a quien por su saber en la jurisprudencia llamó nuestro gran Poeta: el noble, sabio y prudente varón, Elio Sextio, y muchos más que, habiendo logrado reputación por su ingenio, alcanzaron después más autoridad que por su mismo ingenio, por su ciencia jurídica. ¿Y qué refugio más honroso puede hallarse en la vejez que la interpreta ción de las leyes? Por eso yo desde mi adolescencia procuré acaudalar este conocimiento, no sólo para utilidad de las causas forenses, sino también para consuelo y alegría de mi vejez, cuando me vayan faltando las fuerzas (cuyo tiempo ya se acerca) y para libertar mi casa de sole dad y abandono. ¿Hay nada más glorioso para el que ha desempeñado todos los honores y cargos de la república que poder decir en su vejez lo que dice en Ennio el pítico Apolo, que él es a quien piden consejo, si no los pueblos y reyes, a lo menos todos sus conciudadanos:
Inciertos van y de prudencia ajenos;
Mas yo con mi consejo los ilustro,
Y disipo las nieblas de su mente.
»La casa de un jurisconsulto es sin duda como el oráculo de toda una ciudad. Testigos sean la casa y el vestíbulo de Quinto Mucio, a quien aun en su vejez y agobiado de enfermedades, vemos rodeado diariamente de escogidísima y numerosa clientela.
»No es necesario un largo discurso para probar que el orador debe conocer así, el derecho público de la ciudad y del imperio como los monumentos de las hazañas de nuestros mayores y los ejemplos de la antigüedad, pues así como en las causas y juicios privados se han de tomar las pruebas del derecho civil, deben estar presentes al orador todos los recuerdos de la antigüedad, el derecho público, la ciencia de regir y gobernar los pueblos, como materia propia del que se ejercita en negocios de interés general.
»Lo que buscamos aquí no es un Causídico, un declamador o un Rábula, sino un orador que sea el primero en aquel arte, que con haber sido en dado en potencia al hombre por la misma naturaleza, se creyó no obstante que era beneficio de un Dios, no adquirido por nosotros sino divinamente revelado: a un hombre que pueda, defendido no por el caduceo sino por el nombre de orador, salir incólume entre las armas enemigas; que sepa excitar el odio de los ciudadanos contra la maldad y el fraude y moverlos a la justicia; librar de injusta pena a los ino centes y levantar a la gloria el ánimo caído y débil del pueblo, o apar tarle de un error, o inflamarle contra los malos, o mitigar su animadversión contra los buenos; que pueda, en fin, excitar o serenar en el ánimo de los oyentes todas las pasiones que el asunto y la causa exigen. Si alguno cree que esta fuerza oratoria ha sido enseñada por los que de este punto han tratado, o que puedo yo exponerla en tan pocas palabras, mucho se equivoca, y no solo desconoce mi poco sa ber, sino también la magnitud e importancia de las cosas. Os he mos trado, porque así lo queríais, las fuentes donde podéis beber, y el camino que habéis de seguir; no quise serviros de guía, lo cual fuera inmenso y no necesario, sino mostraros el camino y enseñaros con el dedo las fuentes.
-Me parece, dijo Mucio, que has hecho bastante para excitar la afición de éstos, si realmente son estudiosos. Pues así como Sócrates solía decir, según cuentan, que su obra era perfecta si con sus exhorta ciones lograba mover a alguno al deseo de conocer y a alcanzar la virtud, pues una vez que se ha persuadido a los hombres a que sean virtuosos, fácil cosa es instruirlos en todo lo restante, así entiendo yo que si queréis penetrar en lo que Craso con su oración os ha descu bierto, fácilmente llegaréis al término teniendo como tenéis la puerta abierta.
-Muy grato nos es todo esto, dijo Sulpicio; pero quisiera que nos explicases algo más lo que muy brevemente has dicho de este arte, confesando que no le desprecias y que lo has aprendido. Y si algo más te dilatares, colmarás nuestra esperanza y deseo. Ya hemos oído lo que se debe estudiar, cosa en verdad muy importante; ahora deseamos co nocer el camino y el método.
-¿Y por qué, dijo Craso, ya que, para daros gusto y reteneros en mi casa, he condescendido con vuestra voluntad tan opuesta a mi natu ral inclinación, no pedimos a Antonio que nos explique lo que él sabe y que todavía no ha divulgado, aunque hace tiempo comenzó a escribir sobre ello un libro, de lo cual mucho se arrepentía antes? ¿Por qué no nos explica esos misterios del bien decir?
-Está bien, dijo Sulpicio; así por lo que tú respondas, Antonio, sa bremos también tu opinión.
-Te ruego, pues, Antonio, dijo Craso, ya que los estudios de estos jóvenes imponen tan pesada carga a nosotros los viejos, que nos ex pongas tu parecer sobre las cuestiones de que fueres interrogado.
-Sorprendido me encuentro, dijo Antonio, no sólo porque se me preguntan cosas de que soy ignorante, sino porque en modo alguno puedo evitar lo que tanto procuro huir en las causas, que es el hablar después de tí, oh Craso. Sólo me da confianza el creer que no esperáis de mí un discurso elegante, como nadie puede esperarlo después que ha hablado Craso. No hablaré del arte que nunca aprendí, sino de mi experiencia, y lo mismo que en mi libro consigné, no estaba tomado de ninguna enseñanza, sino de la práctica y uso de los negocios. Si esto no os agradare, varones eruditísimos, culpad vuestra ligereza en haberme preguntado lo que no sé y agradecedme la docilidad con que os res pondo, movido no por mi juicio, sino por vuestra afición.
-Entonces, dijo Craso, sigue hablando, Antonio: de seguro será tu discurso tan prudente que a ninguno le pese de haberte inducido a hablar.
-Haré, dijo Antonio, lo que creo que debe hacerse al principio de toda disputa: fijar bien el punto de que se trata, cuando está en contro versia, para que así no ande errante y vagabundo el entendimiento. Por ejemplo, si se nos preguntare qué cosa es el arte del general, tendría mos que explicar ante todo quién es el general; diríamos que es el cau dillo supremo en tiempo de guerra: aquí entraría el habar del ejército, de los campamentos, de los escuadrones, de las banderas, de la expug nación de las ciudades, de los víveres, de las asechanzas y celadas; en suma, de todo lo que es propio de una guerra, y añadiríamos, que los que rigen y gobiernan todas estas cosas son los generales; ilustrando todo esto con ejemplos de los Africanos, los Máximos, los Epaminon das, los Aníbal y otros hombres semejantes. Y si se nos preguntara quién es el ciudadano que aplica su saber y estudio a la gobernación de la república, le definiríamos de este modo: debe tenerse por buen ad ministrador y consejero de la república al que sabe las cosas en que la utilidad de la república consiste y hace buen uso de ellas, vg., Publio Léntulo, príncipe del Senado, y Tiberio Graco el padre, y Quinto Me telo, y Publio Africano, y Cayo Lelio, y otros innumerables, tanto de nuestra ciudad como de las otras. Y si se me preguntare quién merece el nombre de jurisconsulto, diría yo que sólo el que conozca las leyes y costumbres y el derecho privado de la ciudad, y pueda responder a todo el que le consulte, y defender los intereses ajenos, como lo hacen Sexto Lelio y Publio Mucio.
»Y viniendo a estudios más ligeros, si se me pregunta por el mú sico, por el dramático o por el poeta; podré explicar de igual manera la profesión de cada uno; y todo lo que de ellos puede exigirse. Del mis mo filósofo, con abarcar su profesión las razones de todo, puede darse alguna definición, diciendo que sólo merece el nombre de filósofo el que conoce la naturaleza y las causas de todas las cosas divinas y hu manas, y sabe y practica el arte de bien vivir. Del orador, ya que de él tratamos, no tengo la misma idea que Craso, el cual me parece que quiere extender la jurisdicción oratoria a todo linaje de artes y disci plinas. Llamo orador al que en causas forenses y comunes puede valer se de palabras agradables al oído y de sentencias acomodadas a la confirmación. Pido en él además voz, acción y cierta gracia. Me parece que Craso ha señalado a la facultad oratoria, no sus propios límites sino los de su ingenio; casi inmensos. Porque concede a los oradores hasta el gobierno de la república, lo cual apenas acabo de creer; pues vemos que muchas veces el Senado en asuntos gravísimos asintió a tu parecer, oh Escévola, aunque le exponías brevemente y sin arte. Y Marco Es cauro, que vive no lejos de aquí, en su casa de campo (según tengo entendido), varón prudentísimo en cuanto al gobierno de la república, si supiera, oh Craso, que le despojabas de su autoridad y consejo para concedérselo al orador, vendría aquí y sólo con su rostro y mirada pon dría freno a vuestra locuacidad. Pues aunque su elocuencia no sea des preciable, brilla más por su digresión y práctica de los negocios, que por el arte de bien decir. Y aunque se lleguen a reunir las dos cosas, ni el buen senador y consejero es por este solo hecho orador, ni se obtiene el lauro de la elocuencia por ser insigne en el gobierno de la ciudad. Distan mucho entre sí estas facultades, son muy diversas y separadas, y Marco Caton, Publio Africano, Quinto Metelo, Cayo Lelio, con ser todos hombres elocuentes, trabajan de diverso modo sus discursos y la gloria de la república. Pues no está prohibido ni por la naturaleza de las cosas, ni por ley o costumbre alguna, el que cada uno de los hombres pueda conocer más de un arte o ciencia. Y no porque en Atenas fuera por muchos años el elocuentísimo Pericles el primero en los consejos y deliberaciones públicas, hemos de creer que las dos facultades de penden del mismo arte: ni porque Publio Craso sea a la vez orador y jurisperito, deduciremos que la ciencia del derecho civil sea una parte de la oratoria. Porque si alguno, eminente en un arte o profesión, se dedica luego a otra y sobresale también en ella, se considerará la última como parte de la primera; y así podríamos decir que la pelota y el jue go de damas son propios del derecho civil, porque en una y otra cosa se distinguió Publio Mucio, y que aquellos a quienes los Griegos llaman físicos, deben llamarse también poetas, porque el físico Empedocles hizo un espléndido poema. Ni siquiera los mismos filósofos, que lo reclaman todo como suyo y se creen poseedores de la ciencia univer sal, se atreven a decir que la geometría o la música sean propias del filósofo, por más que confiesen que Platón se distinguió mucho en ambas artes. Y si se quiere hacer entrar todas las disciplinas en la juris dicción del orador, más tolerable fuera decir que la elocuencia no debe andar pobre y desnuda; sino vestida y adornada con agradable variedad, y que el buen orador debe oír, ver, pensar, meditar y leer mucho, y no poseer estos conocimientos como propios sino libarlos como ajenos. Confieso que en todo asunto debe mostrarse el orador sagaz y hábil, no bisoño, ni rudo, ni peregrino.
»Ni me convencen, oh Craso, esas declamaciones trágicas de que tanto usan los filósofos y que tú has usado, queriéndonos probar que nadie puede encender o calmar los ánimos de los oyentes (principal efecto y triunfo de la oratoria) sino conoce la naturaleza y las costumbres e inclinaciones de los hombres, por lo cual es tan necesaria al ora dor la filosofía, en cuyo estudio vemos que pasan toda su vida hombres ingeniosísimos, pero muy ociosos.
»Yo, lejos de despreciar, admiro mucho su riqueza y variedad de conocimientos; pero a nosotros, que vivimos en el pueblo y en el foro, bástanos saber y decir de las costumbres de los hombres lo que nos enseñan las costumbres mismas. Porque, ¿quién es el orador grave y esclarecido que, queriendo aquietar al juez contra el adversario se vio, nunca dudoso por no saber si la ira era un fervor de ánimo o un deseo de castigar la afrenta recibida? ¿Quién, queriendo mover y agitar los ánimos de los jueces o del pueblo, habló como suelen los filósofos, siendo así que entre éstos hay quienes juzgan nefando crimen el excitar las pasiones de los jueces; y otros, que quieren ser más tolerantes y acercarse más a la verdad de la vida, dicen que las agitaciones del alma deben ser moderadas o muy leves? El orador encarece con palabras y presenta como mucho más acerbos los que en la vida común se tienen por males y molestias, y amplifica y exorna lo que al vulgo le parece bueno y apetecible, y no quiere parecer sabio entre ignorantes, para que los que le oigan no le tengan por un sofista griego, o admirando el ingenio del orador y su sabiduría, lleven a mal que los tenga por necios; pero de tal modo se insinúa en los ánimos de los hombres, de tal suerte explica sus inclinaciones y costumbres, que ni necesita acudir a las descripciones de los filósofos, ni se pone a investigar si el sumo bien consiste en el alma o en el cuerpo; si se define por la virtud o por el deleite; si estas dos cosas pueden unirse y enlazarse entre si, o si como algunos creen, nada se puede saber ni conocer con certeza: materias todas de gran dificultad e importancia, pero muy lejanas, oh Craso, de lo que ahora buscamos. Lo que se necesita es un buen ingenio, aguzado por la naturaleza y la práctica, el cual sagazmente investigue lo que piensan, asienten, opinan y esperan sus conciudadanos y los hombres a quienes trata de persuadir algo.
»Es necesario que conozca las inclinaciones de cada sexo, y edad y la índole de aquellos ante quienes hablan o han de hablar. En cuanto a los libros de los filósofos, bueno será que los reserve para este ocio y descanso Tusculano; y cuando le toque hablar de justicia y buena fe, no tome prestada su doctrina de Platón, que fingió en sus libros una república ideal, apartada, en todo, del uso de la vida y de las costum bres de los ciudadanos. Y si esta doctrina fuera aceptada en los pueblos y en las ciudades, ¿quién te hubiera permitido, ob Craso, con ser tú varón tan insigne y esclarecido, decir como dijiste ante un gran número de ciudadanos: «libradnos de estas miserias; sacadnos de las fauces de éstos cuya crueldad no puede saciarse con nuestra sangre; no nos per mitáis ser esclavos de nadie, sino de todos vosotros, de quienes podemos y debemos serlo.» Dejo aparte las miserias que, según dicen los filósofos, nunca pueden recaer en un varón esforzado; prescindo de las fauces, de que deseas librarte, para que en juicio inicuo no sea devorada tu sangre, lo cual ellos dicen que jamás puede acaecer al sabio. ¿Pero cómo te atreviste a decir que no sólo tú, sino todo el Senado, cuya causa defendías, estábais en servidumbre? ¿Puede, oh Craso, según tus autores, ser esclava la virtud, cuyos preceptos incluyes en la facultad oratoria, cuando ella es siempre libre, y aunque nuestro cuerpo esté en prisiones o cargado de cadenas, ella conserva siempre su derecho e ilimitada libertad? ¿Y qué filósofo, por muelle, lánguido y enervado que sea, por más que lo refiera todo al deleite y dolor del cuerpo, podrá probar lo que añadiste luego, es a saber, que el Senado, no sólo puede, sino que debe servir al pueblo? ¿Servir el Senado al pueblo, cuando el pueblo mismo le ha concedido las riendas y el derecho de gobernarle y regirle?
»Al paso que yo juzgaba divina esta oración tuya, Publio Rutilio Rufo, hombre docto y dado a la filosofía, no sólo la tachó de inoportuna, sino de torpe y vergonzosa. El mismo Rutilio solía decir mal de Servio Galba (a quien mucho había conocido), porque Galba, cuando le acusó Lucio Escribonio, quiso excitar la misericordia del pueblo, después que Marco Caton, grave y acérrimo enemigo de Galba, había pronunciado contra él, ante el pueblo romano, un áspero y vehemente discurso que trae el mismo Caton en sus Orígenes. Reprendía, pues; Rutilio a Galba, por haber levantado sobre sus hombros a un hijo huérfano de su pariente Cayo Sulpicio Galo, para mover la compasión y el llanto del pueblo con la memoria de su esclarecido padre, y por haber encomendado sus dos hijos párvulos a la tutela del pueblo diciendo que hacía testamento sin balanza ni tablillas, como aquel que va a entrar en combate, y que dejaba al pueblo romano como tutor de sus huérfanos. Así pudo salvarse Galba de la indignación y del odio del pueblo, y por eso dejó escrito Catón que, si Sulpicio no hubiera acudido a los niños y a las lágrimas, hubiera sido castigado. Rutilio vituperaba mucho esa humillación, diciendo que a ella debía anteponerse el destierro y hasta la misma muerte. Y no solo lo decía sino que lo pensaba y además lo ejecutó. Pues habiendo sido, como sabéis, un modelo de inocencia, hasta el punto de no haber otro más íntegro ni más santo en la ciudad, no sólo no0 quiso suplicar a los jueces, sino ni aun emplear en su causa más ornato ni más licencia que la que exigía la verdad. Sólo permitió tomar alguna parte en su defensa a nuestro Cota, elocuentísimo adoles cente, hijo de su hermana. También le defendió en algún modo Quinto Mucio sin aparato alguno, con pureza y claridad, como acostumbraba. Pero si hubieras hablado entonces tú, Craso, que decías antes que el orador debe valerse de las armas que los filósofos usan; si hablando a tu manera, no a la de los filósofos, hubieras defendido a Rutilio, es seguro que por malvados que hubiesen sido aquellos ciudadanos, dig nos del último suplicio, la fuerza de tu palabra hubiera arrancado de la mente de todos la opresión en que unos pocos los tenían. Ahora hemos perdido a un varón tan excelente, porque su causa fue defendida como lo hubiera sido en la república ideal de Platón. Nadie lloró, nadie reclamó por los patronos, a nadie le dolió, nadie se quejó, nadie suplicó ni imploró la misericordia del pueblo; ¿qué más? nadie en aquel juicio dio con el pié en la tierra, sin duda por no hacerse sospechoso a los Estoicos.
»Imitó este hombre romano y consular a aquel antiguo Sócrates que, con haber sido el más sabio y virtuoso de todos, se defendió en el juicio capital de tal manera, que no parecía reo ni suplicante, sino maestro o señor de sus jueces. Y habiéndole presentado el elocuentísi mo orador Lisias una oración escrita para que, si quería, la aprendiese de memoria y la dijese en el juicio, leyóla con gusto y dijo estaba bien, pero añadió: «Así como si me trajeras zapatos de Sidon, no los usaría por más que fuesen bien hechos y acomodados al pie, porque no son varoniles; así tu discurso me parece elegante y oratorio, pero no fuerte ni viril» Fue, pues, condenado, no sólo por la primera sentencia en que declaran los jueces si han de condenar o absolver, sino por la segunda, que debían pronunciar con arreglo a las leyes. Porque en Atenas, después de condenar el reo, si el delito no era capital se procedía a la casación de la pena, y los jueces, antes de dar la sentencia, interrogaban al reo para que declarase de qué se creía merecedor. Preguntado Sócrates, respondió que él merecía ser colmado de honores y premios y alimentado cotidianamente en el Pritánco a expensas del público, lo cual se tiene por grande honor entre los Griegos. Con cuya respuesta se enoja ron tanto los jueces, que condenaron a muerte a un hombre inocentísimo. Y si hubiera sido absuelto (lo cual, aunque no toca directamente a nuestro asunto, hubiera sido de desear, siquiera por la magnitud de su ingenio), ¿cómo podríamos contestar a los filósofos que ahora atribu yen su condenación sólo a no haber sabido defenderse como convenía, y, sin embargo, sostienen que los preceptos del bien decir se han de aprender de ellos? Yo no disputaré si su doctrina es mejor o más ver dadera; sólo digo que una cosa es la filosofía y otra cosa la elocuencia, y que la una puede ser grande sin la otra.
»Entiendo, Craso, por qué has ensalzado con tanta vehemencia el derecho civil: lo conocí desde que empezaste a hablar. Ante todo que rías agradar a Escévola, a quien todos debemos tener mucho cariño por su extremada cortesía. Viendo que su arte carece de ornato y es desaliñado, insistes en enriquecerle y adornarle con todas las galas de la palabra. Después, como tú has gastado tanto tiempo y trabajo en ese estudio, cuyo maestro y consejero has tenido en casa, te empeñaste en ponderar la importancia de ese arte, para que no se te acusara de haber perdido el tiempo. Pero yo no impugno ese arte. Valga en buen hora todo lo que tú quieras. Su importancia está fuera de controversia; toca y pertenece a muchos; estuvo siempre en grande honor, y los más ilus tres ciudadanos se han dedicado hasta ahora a su estudio. Pero mira, Craso, no sea que queriendo adornar con nuevas y peregrinas galas la ciencia del derecho civil, vengas a despojarla y desnudarla de las que siempre ha tenido y todos la concedemos. Pues si dijeras que el jurisconsulto debía ser orador, y el orador jurisconsulto, hubieras distinguido dos artes iguales en dignidad entre sí. Pero si dices que el juriscon sulto puede carecer de elocuencia, y que muchos han carecido, al paso que nadie puede ser orador sin saber la ciencia del derecho, queda reducido, en tu opinión, el jurisconsulto a ser un leguleyo sagaz, y agudo pregonero de acciones, cantor de fórmulas, cazador de sílabas; pero como muchas veces se vale el orador del auxilio del derecho en las causas, de aquí que hayas puesto la jurisprudencia al servicio de la oratoria, como criado que sigue los pasos de su amo.
»Te admiras de la imprudencia de los abogados, que siendo inca paces para los negocios pequeños, se encargan de los más graves, o se arrojan a tratar en las causas puntos de derecho civil que del todo igno ran; pero una y otra cosa tienen fácil explicación. Porque ni es de ad mirar que el que ignora la fórmula de la coempcion pueda, defender la causa de la mujer casada por coempción, ni porque se requiera mayor habilidad para regir una nave pequeña que otra grande, hemos de decir que no puede defender una causa de partición de herencia el que ignore los términos y fórmulas con que la partición se hace. Dices que la ma yor parte de las causas centunvirales se fundan en el derecho civil; pero ¿hay entre ellas alguna que no haya podido ser bien defendida por un hombre elocuente, aunque no conociera el derecho? En todas esas causas, así en la de Marco Curio, que tú hace poco defendiste, como en la de Cayo Hostilio Mancino, y en la del niño nacido de la segunda mujer sin haber sido legal el divorcio con la primera, hubo gran discusión entre los más sabios jurisconsultos. Pregunto ahora: ¿de qué le sirve al orador en estás causas la ciencia del derecho, cuando el más hábil ju risconsulto no podría defenderlas con armas propias, sino ajenas, no con la ciencia del derecho, sino con la elocuencia? Muchas veces he oído decir que cuando Publio Craso pretendía la edilidad, y Servio Galba, consular también (aunque de más edad que él), le acompañaba en el foro (porque la hija de Craso estaba prometida a Cayo, su hijo), se acercó a consultar a Craso un hombre rústico, y habiendo recibido de él una contestación más verdadera que acomodada a su negocio, se apartó de él muy triste. Vióle Galba, le llamó por su nombre, y le pre guntó qué consulta había hecho a Craso. Oída la relación, y visto el pesar del pobre hombre, dijo Galba: «Sin duda que Craso estaba dis traído y preocupado cuando te respondió.» Y volviéndose después a Craso, y tomándole por la mano añadió: «¡Eh! ¿cómo se te ha ocurrido dar esa respuesta?. Craso, con la confianza que su saber le daba, quiso sostener su opinión, que era sin duda la mejor y más legal. Pero Galba, con muchas alusiones y similitudes, invocaba la equidad contra la ley escrita; y Craso, que era muy inferior a él en elocuencia, aunque no hablaba mal, se refugió en sus autores y citó, en apoyo de su opinión, los libros de su hermano Publio Mucio y los comentarios de Sexto Elio; pero al fin tuvo que conceder que la opinión de Galba era mucho más probable que la suya y casi la única verdadera.
»Pero las causas en que sobre el derecho no puede haber duda, nunca suelen venir a juicio. ¿Reclama alguno una herencia, fundado en el testamento que un padre de familias hizo antes que le naciera un hijo? Nadie; porque, con nacer este hijo queda anulado el testamento. En esto no cabe disputa ni juicio alguno. Lícito es, pues, al orador ig norar la parte del derecho que no está sujeta a controversias, y que es, sin duda, la mayor. Y en las cuestiones dudosas aun para los más peri tos, no le es difícil hallar alguna autoridad en pro de la causa que se defiende, y recibir de otro las armas que ha de esgrimir él después con todo su vigor y fuerzas. A no ser, Craso, que tú, para defender la causa de Marco Curio (lo diré con paz de nuestro buen Escévola) te valieras de los libros y preceptos, de tu suegro. ¿No te encargaste de la defensa de la equidad, de los testamentos y de la voluntad de los moribundos? Las veces que yo te oí y estuve presente, lo que más atrajo a los oyen tes a parecer fueron las sales, gracias y cultas felecias con que fingías alabar la agudeza de los adversarios, admirando, vg., el ingenio de Escévola por haber descubierto que primero es nacer que morir; y cuan do reuniendo muchas leyes, senadoconsultos y ejemplos de la vida y trato común, mostraste, no sólo aguda sino chistosa y cómicamente, que, si nos atuviéramos a la letra y no el espíritu, nada podría cumplirse. Juicio fue aquel lleno de gracia e ingenio, y no veo que para nada te sirviera en él la práctica del derecho civil, sino la fuerza de tu palabra, unida a la felicidad y gracia de tu ingenio.
»El mismo Mucio, defensor del derecho del padre y propugnador del patrimonio (digámoslo así), ¿qué alegó contra tí en aquella causa que pudiera decirse tomado del derecho civil? ¿qué ley recitó? ¿qué secretos reveló, ocultos a los profanos? Todo su discurso se redujo a ponderar la importancia de la ley escrita, ni más ni menos que hacen los muchachos en las escuelas cuando se ejercitan en causas fingidas, y uno defiende la equidad, otro el escrito. Y creo que en la causa del sol dado, si hubieses defendido al heredero o al soldado mismo, no habrías tenido que acudir a las fórmulas de Hostilio, sino a los recursos de la elocuencia. Así, defendiendo el testamento, hubieras dicho que de este juicio dependía la fuerza y validez de todas las disposiciones testa mentarias; y si hablabas en defensa del soldado, hubieras evocado (digámoslo así) de entre los muertos la sombra de su padre, la hubieses puesto a nuestra vista, abrazando a su hijo y recomendándosela entra lágrimas a los centunviros; hubieras hecho, a fe mía, llorar a las mismas piedras; habrías conseguido, en suma, que la fórmula Uti lingua nuncupasset no pareciese escrita en las Doce Tablas, que prefieres a todas las bibliotecas de los filósofos, sino en los preceptos de algún retórico.
»Tachas de perezosos a los jóvenes que no aprenden ese arte, con ser facilísimo. No deben pensar que lo es tanto los jurisconsultos que tan satisfechos andan con su saber como si costase grandes dificulta des. Y tú mismo confiesas que la jurispericia no es todavía arte, pero que podría llegar a serlo cuando alguno descubriese el método y sis tema que ha de dársele. Dices además que es muy deleitable; pero de seguro que los jóvenes te ceden de barato semejante recreación y con sienten en privarse de ella, porque no hallarás entre ellos ninguno que no aprenda con más gusto el Teucro de Pacuvio que el tratado de Manilio sobre compra y venta. Afirmas que por amor a la patria debemos conocer las leyes e instituciones de nuestros mayores; pero ¿no cono ces que muchas de ellas han caducado por su antigüedad o han sido sustituidas por otras nuevas? Sostienes que el derecho civil hace buenos a los hombres, porque tiene premios para la virtud y castigos para el vicio: siempre creí que la virtud se inculcaba a los hombres (si es que puede inculcarse) con la persuasión y la enseñanza, no con amena zas ni terrores. Aun sin el conocimiento del derecho, podemos distin guir el bien del mal, y hacer el uno y evitar el otro.
»En cuanto a mí, único a quien concedes, oh Craso, que sin saber el derecho civil pueda defender causas, te diré que nunca he aprendido las leyes, pero que tampoco las he echado de menos en ninguna de las causas dependientes de ellas que he tenido que defender. Una cosa es ser artífice de cualquier género, y otra no ser en la vida común y vulgar hombre torpe y rudo. ¿Á quién de nosotros no es lícito recorrer por utilidad o deleite sus casas y heredades? Ninguno hay tan sin ojos y entendimiento que no sepa lo que es la mies y la sementera, la poda de los árboles y de las vides, y en qué estación del año, y cómo, se hacen estas cosas. Pero para examinar el fundo o dar alguna orden al arrendador o al granjero, ¿tendrás que estudiar los libros del cartaginés Magon o te bastará con ese vulgar conocimiento? ¿Y por qué no ha de ser lo mismo en el derecho civil, sobre todo cuando hemos vivido siempre en el foro y entre causas y negocios, y hemos tratado de ellos como ciu dadanos, y no como peregrinos y extranjeros? Y si alguna causa oscura y difícil se nos presentare, fácil será consultarla con Escévola, si ya el interesado no nos la trae consultada y resuelta. Cuando se disputa de la cosa misma, de límites que no tenemos a la vista, de tablas y prescrip ciones, aprendemos muchas veces cosas intrincadas y difíciles; ¿y te meremos tropezar en la interpretación de las leyes y de los pareceres de los jurisconsultos, sólo porque no hemos estudiado desde la adolescen cia el derecho civil?
»¿No aprovecha, pues, al orador la ciencia del derecho civil? No he de negar que toda ciencia aprovecha, sobre todo a aquel cuya elo cuencia debe estar adornada de variados conocimientos; pero grandes, muchas y difíciles son las condiciones que en el orador se exigen para que pueda distraer su atención a otros estudios. ¿Quién negará que el orador debe imitar en el ademán y en el gesto la elegancia de Roscio? Y sin embargo, nadie aconsejará a los jóvenes aficionados a la elo cuencia que hagan sobre el gesto el mismo estudio que Roscio. ¿Qué cosa hay tan necesaria al orador como la voz? Y sin embargo, por consejo mío, ninguno que se dedique a la oratoria debe educar la voz al modo de los Griegos y de los trágicos, que por muchos años declaman sentados, y todos los días antes de recitar van alzando poco a poco la voz, y luego desde el tono más agudo la hacen bajar al más grave, recogiéndola, digámoslo así. Si nosotros quisiésemos hacer lo mismo, serían condenados los que nos encargan sus causas, antes que aprendiésemos a recitar un Pean. Y si no debemos esmerarnos nimiamente en el gesto, que tanto ayuda al orador, y en la voz, única que sostiene y da realce a la elocuencia; si sólo podemos ejercitarnos en estas cosas durante el brevísimo tiempo que nos dejan libre los negocios cotidianos, ¿cuánto menos hemos de descender a la ocupación de aprender el derecho civil, que, en suma, puede comprenderse sin anterior doctrina? A lo cual se añade que la voz y el gesto no pueden tomarse de otro ni improvisarse, al paso que en las cuestiones de derecho puede consultarse a los doctos o a los libros. Por eso los más elocuentes oradores griegos tienen a su servicio jurisperitos muy doctos, a los que suelen llamar pragmáticos, como poco antes has dicho.
»En esto aciertan más los nuestros, que han querido dar a las leyes y al derecho la autoridad de los hombres más esclarecidos. Pero lo mismo hubieran hecho los Griegos, a habérseles ocurrido que el orador mismo debía conocer el derecho civil y no contentarse con un ayudante práctico.
»Lo que dices de que la ancianidad se consuela de la tristeza y abandono con el estudio del derecho, será sin duda por las grandes riquezas que proporciona. Pero aquí no buscamos lo que puede sernos útil, sino lo que es necesario al orador.
»Suele decir Roscio (ya que tantas veces nos hemos valido de su ejemplo) que cuanto más vaya entrando en años, irá haciendo más tar do el son de su flauta y más remiso su canto. Y si él, sujeto a las trabas del metro y de la cadencia, busca algún descanso para su vejez, ¿cuánto más fácilmente podemos nosotros, no suavizar el tono de la voz, sino mudarle enteramente? Y no se te oculta, Craso, cuán varios son los modos de decir, y quizá has sido tú el primero en demostrarlo, porque antes solías perorar con mucho más calor y vehemencia que ahora, y no menos aplaudimos tu presente serenidad que la antigua fuerza y el pasado brío.
»Y hubo muchos oradores como Escipion y Lelio que usaron siempre un tono de voz muy bajo, y no peroraron como Servio Galba, con toda la fuerza de sus pulmones. Y aunque no puedas o no quieras hacer esto, ¿temes por ventura que la casa de un tan ilustre varón como tú se vea abandonada por todos, sólo porque dejen de asediarte los litigantes? Tan lejos estoy de este parecer, que no sólo creo que no es un alivio para la vejez la multitud de los que vienen a consultar, sino que espero como un puerto esa soledad que temes, y pienso que el mejor refugio en la vejez es la quietud.
»En cuanto a los demás estudios, la historia, el derecho público, la antigüedad, la abundancia de ejemplos, podrá pedirlos prestados cuando sea menester a mi amigo Longino, varón óptimo y muy sabedor de estas cosas. Y no repugno yo que los jóvenes, siguiendo tu consejo, lo lean todo, lo oigan todo y se ejerciten en los estudios de humanidades, aunque a fe mía que les ha de quedar poco tiempo si se empeñan en cumplir todos los preceptos que les has dado, y que me parecen leyes harto duras para aquella edad, si bien casi necesarias para alcanzar lo que desean. Porque esos ejercicios improvisados a propósito de cualquiera causa, esas reflexiones tan profundas y meditadas, ese estilo tuyo que llamas maestro y perfeccionador del bien decir, es obra de mucho trabajo y sudor; y la comparación de los discursos propios con los ajenos, y las controversias de repente sobre un libro de otro para alabarle, vituperarle, comprobarle o refutarle, tienen no poca dificultad, ya para la memoria, ya para la imitación. Pero lo que es terrible, y creo ¡por Hércules! que ha de tener más fuerza para desalentar que para persuadir, es el haber querido tú que cada uno de nosotros sea en su género otro Roscio, añadiendo que no agradan tanto las cosas buenas como las malas fastidian. Pero yo creo que al orador se le juzga con más benevolencia que a un histrion. Así son oídos con atención, cuan do la causa es interesante, oradores muy roncos, al paso que si Esopo enronqueciera, todos le silbaríamos. En las artes que buscan el deleite del oído, ofende todo lo que disminuye este placer. Pero en la elocuen cia hay muchas más cosas que atraigan, y aunque no todas sean perfectas, basta que muchas lo sean para que la oración nos parezca admirable.
»Y volviendo a nuestra primera cuestión, sea el orador, tal como lo defendió Craso, el que puede hablar de un modo acomodado a la persuasión. Enciérrese en la práctica vulgar y forense, y dejando los demás estudios, aunque sean nobles y señalados, trabaje en esto sólo días y noches, imitando a aquel varón a quien todos conceden la palma de la elocuencia, al ateniense Demóstenes, que con tanto estudio y tra bajo llegó a vencer los obstáculos de la naturaleza; pues siendo tartamudo, hasta el punto de no poder pronunciar la primera letra del arte que estudiaba, llegó a hablar más claro que nadie; y siendo de respira ción dificultosa, logró (como lo vemos en sus escritos) con sólo retener el aliento, alzar y bajar dos veces la voz en el mismo período. Y aun dicen que se metía piedrecillas en la boca, y que recitaba en alta voz y de un sólo aliento muchos versos, y esto no parándose en un lugar, sino andando y subiendo agrias cuestas. Con estas exhortaciones, Craso, se debe convidar a los jóvenes al estudio y a la labor. Todas las demás artes y disciplinas, aunque en todas te distingues, las juzgo indepen dientes del oficio y cargo del orador.»
Así que acabó de hablar Antonio, quedaron Sulpicio y Cota en duda sobra cuál de las dos opiniones se acercaba más a la verdad. Entonces dijo Craso: «Nos has descrito al orador como una espe cie de operario, aunque no sé si lo juzgas así o si has querido sólo valerte de tu admirable facilidad de refutación, en la cual nadie te aventaja: la cual facultad es propia del orador, aunque ya la suelen usar los filósofos, sobre todo los que en cualquier asunto defienden las dos opiniones contrarias. Pero yo no entendía tratar, y más hablando en presencia de éstos, del abogado de ínfima clase que no se levanta sobre el interés de la causa, sino que me formaba del orador, sobre todo en nuestra república, una idea más alta, cuando dije que no debía carecer de ningún género de cultura. Pero ya que has reducido a tan estrechos límites la profesión oratoria, más fácil te será exponernos lo que piensas sobre los preceptos de este arte. Pero quédese para mañana. Por hoy bastante hemos hablado. Ahora, Escévola, si quieres ir al Tuscula no, descansa un poco hasta que pase el calor. Ya es tiempo también de que nosotros vayamos a descansar.»
Todos dijeron que sí; y Escévola añadió: «Siento haber dado a Lelio palabra de estar hoy en el Tusculano, porque oiría con mucho gusto a Antonio.»
Después se levantó y dijo riéndose: «No me ha sido tan molesto el desprecio que haces de nuestro derecho civil, como grato el oírte con fesar que le ignoras.»
Libro segundo
En nuestra infancia, hermano Quinto, recordarás que era opinión muy acreditada la de que Lucio Craso no tuvo más instrucción que la que suele adquirirse en los primeros años; pero que Marco Antonio carecía absolutamente de ella, y era ignorante. Muchos había que sin creer esta opinión, tenían placer en divulgarla, para desalentar así más fácilmente a los que veían inflamados en el amor de la elocuencia. Porque si aquellos hombres, no siendo eruditos, habían alcanzado tan increíble elocuencia, vano e inútil sería nuestro trabajo, y el afán de nuestro padre, óptimo y prudentísimo varón, en instruirnos. Refutábamos este parecer, como niños que éramos, citando como testigos domésticos a nuestro padre y a nuestro pariente Cayo Acúleo, y a nuestro tío Lucio Ciceron; porque del ingenio y doctrina de Craso nos habían hablado mucho nuestro padre y Acúleo (casado con nuestra tía materna), a quien Craso tuvo más cariño que a nadie, y nuestro tío, que fue con Antonio a Sicilia. Y habiéndonos educado con nuestros primos los hijos de Acúleo, y aprendido lo que era del agrado de Craso, y con los maestros que él elegía, vimos muchas veces (porque esto es cosa que hasta los niños pueden ver) que sabía el griego como si nunca hubiese hablado otra lengua, y conocimos por las cuestiones que él proponía a nuestros doctores, y por lo que trataba en conversación, que nada era nuevo ni inaudito para él.
De Antonio, aunque había oído contar muchas veces a nuestro buen tío cuánto se había dedicado en Atenas y Rodas al trato con los hombres más doctos, sin embargo, cuanto lo consentía la timidez propia de un jóven, hice al mismo Antonio muchas preguntas. Y no será nuevo para tí lo que escribo, pues más de una vez te lo he dicho: que en tantas y tan variadas conversaciones como tuve con él, nunca me pareció rudo ni ignorante en cosa alguna que yo pudiera juzgar. Pero hubo en ambos esta particularidad: que Craso quería que se le tuviese por hombre docto, pero que despreciaba la ciencia de los Griegos anteponiéndoles en todo la sabiduría de los nuestros; mientras que Antonio creía hacer más agradables sus discursos al pueblo fingiendo que lo ignoraba todo. Así, era punto de honra, en el uno, despreciar a los Griegos; en el otro, no conocerlos absolutamente. Por qué hacían esto, no me toca ahora averiguarlo: hasta dejar sentado que nadie se aventajó en la elocuencia sin el estudio de los preceptos y sin una grande y variada sabiduría.
Porque las demás artes tienen sus propios límites; pero el bien decir, el hablar con sabiduría, elegancia y ornato, no tiene región bien definida cuyos términos le circunscriban. Todo lo que puede ser materia de controversia entre los hombres, debe decirlo bien el orador, si es que merece este nombre; por lo cual, si en nuestra Roma y en la misma Grecia, que tanto estimó siempre este arte, hubo muchos, que no sabiendo tanto, sobresalieron por su ingenio y facundia, no puedo conceder, sin embargo, que exista tanta elocuencia cuanta hubo en Craso y Antonio, sin el conocimiento de todas las cosas que pueden ser materia del arte. Por eso he accedido gustoso a escribir el diálogo que ambos tuvieron sobre este asunto; ya para desterrar la opinión de que el uno no fue doctísimo, y el otro fue del todo ignorante; ya para compendiar y conservar por escrito lo que dos tan grandes oradores divinamente hablaron acerca de la elocuencia; ya para salvar del olvido y del silencio, en cuanto yo pueda, su fama, que ya va decayendo y borrándose. Si pudiéramos conocerlos por sus escritos, menos necesario fuera este trabajo; pero el uno nos dejó muy pocas cosas, y éstas escritas en su juventud, y el otro nada escribió. Justo es, pues, que los que conservamos viva la memoria de tales hombres, procuremos hacerla inmortal en lo posible. Y emprendo éste trabajo con tanta mayor esperanza, cuanto que no escribo de la elocuencia de Servio Galba o de Cayo Carbon, donde podría yo fingir lo que quisiera, sin que la memoria de ninguno pudiera desmentirme, sino que escribo para los que más de una vez oyeron a los oradores de quienes hablo. De esta suerte, la memoria de los que conocieron a aquellos dos oradores vivos y presentes, servirá para trasmitir sus alabanzas a los que no pudieron oír a ninguno de ellos.
Ni me propongo, hermano carísimo y excelente, importunarte con esos libros retóricos que tienes por bárbaros. ¿Pues qué cosa hay más sesuda ni más elegante que tu dicción? Pero ya sea por prudencia, como sueles decir; ya por aquel pudor y timidez ingenua que detenía al mismo Isócrates, padre de la elocuencia; ya porque (como dices con chiste) juzgabas suficiente que hubiese un orador en una familia y aun en toda una ciudad, te has abstenido siempre de hablar en público. Pienso, sin embargo, que no colocarás este libro entre los que, por la aridez de su estilo, merecen agria censura. En estos coloquios de Craso y Antonio creo que nada falta de lo que puede conocerse y alcanzarse consumo ingenio, infatigable estudio, copiosa doctrina y práctica grande: lo cual podrás juzgar muy fácilmente tú, que has querido aprender el arte por tí mimo, dejándome a mí la práctica. Mas para dar cima al empeño, no leve, que sobre mí he tomado, dejemos todo preámbulo, y volvamos al coloquio y disputa de nuestros interlocutores. Al día siguiente de la conversación ya referida, cerca de la hora segunda, estando todavía Craso en la cama y cerca de él sentado Sulpicio, y Antonio y Cota paseándose por el pórtico, se les presentó de repente Quinto Cátulo el viejo, con su hermano Cayo Julio. Así que lo supo Craso, se levantó a toda prisa, no alcanzando a comprender la causa de visita tan inesperada; y después de haberse saludado muy amistosamente como era costumbre entre ellos, les preguntó Craso: «Qué novedad os trae tan de mañana?
-Ninguna, dijo Cátulo, pues ya ves que es tiempo de juegos públicos; pero aunque nos tengas por impertinentes y molestos, te diré que, habiendo venido ayer tarde César de su granja Tusculana a la mía, se había encontrado con Escévola, el cual le había referido maravillas: que tú, de quien yo nunca había conseguido con ruegos ni exhortaciones que hablases de estas cosas, habías disputado largamente de la elocuencia con Antonio, al modo de la escuela griega: entonces mi hermano me rogó encarecidamente que te trajera, a lo cual yo asentí por el deseo que tenía de oírte, si bien temía seros molesto. Escévola me había asegurado que buena parte de la conversación había quedado para este día. Si crees que hemos obrado con ligereza, atribúyeselo a César; si con amistad, a cualquiera de nosotros. Por lo demás, si no os somos molestos, nos alegraremos mucho de haber venido.» Entonces dijo Craso: «Sea cualquiera la causa que aquí os haya traído, siempre me place ver en mi casa a tan buenos amigos míos, pero quisiera que el motivo hubiera sido otro del que decís. Pues yo (y os lo digo como lo siento) nunca he quedado más descontento de mí mismo que ayer; aunque esto me sucedió más por mi condescendencia que por otra culpa mía, pues queriendo dar gusto a estos jóvenes, me he olvidado de que yo era un viejo, y he hecho lo que nunca hice ni aun de joven: disputar sobre todo lo que abraza el arte de la palabra. Bien me ha venido que hayáis llegado cuando está acabada mi parte y empieza la de Antonio.»
Respondióle César: «En verdad, Craso, tanto gusto tengo de oírte, que si no logro una controversia larga y seguida, a lo menos he de disfrutar de tu cotidiana conversación. Así veré si mi amigo Sulpicio o Cota tienen más valimiento contigo, y te suplicaré que hagas algo en obsequio mío y de Cátulo; pero si no quisieres complacerme, no insistiré más, para que no me tengas por inepto, cosa que aborreces tanto.» Respondió Craso: «En verdad que de todas las palabras latinas apenas hallo ninguna que tenga tanta fuerza como ésta. Paréceme que el que no tiene aptitud para una cosa, debe ser calificado de inepto, y así lo prueba el uso común de nuestro lenguaje. El que dice las cosas fuera de tiempo, o habla mucho, o es vanaglorioso, o no atiende a la dignidad y al interés de los que lo oyen, o es incoherente y descompuesto, debe ser calificado de inepto. De este vicio adolece la eruditísima nación de los Griegos, y como no les parece vicio, tampoco tienen nombre para él; pues si preguntas qué es lo que entienden los Griegos por inepto, no hallarás esta palabra en su lengua. De todas las inepcias, que son innumerables, no sé si hay otra mayor que la de los que suelen disputar con mucho aparato, en cualquier parte y ante cualquier auditorio, de cosas muy difíciles o no necesarias. Esto tuve yo que hacer con harta repugnancia mía, movido por los ruegos de estos jóvenes.»
Entonces dijo Cátulo: «Ni los mismos Griegos que en sus ciudades fueron tan ilustres y esclarecidos como tú en la tuya y nosotros todos queremos serlo, fueron parecidos a esos Griegos que tanto molestan nuestros oídos; y, sin embargo, en los ratos de ocio no desdeñaban estas conversaciones y disputas. Y si te parecen ineptos los que no tienen consideración con el lugar, el tiempo y los hombres, por ventura ¿no te parece acomodado lugar este pórtico donde estamos, esta palestra y estos asientos? ¿no te traen a la memoria los gimnasios y las controversias de los Griegos? ¿Te parece inoportuno este tiempo de ocio tan deseado y tan rara vez concedido? ¿o tendrás por hombres ajenos de estos estudios a todos los que aquí estamos, y que sin estos coloquios no podemos pasar la vida?
-Todo esto, dijo Craso, lo interpreto yo de otro modo, pues entiendo, Cátulo, que los mismos Griegos inventaron la palestra, los asientos y el pórtico para ejercicio y deleite, no para disputa; y hubo gimnasios muchos siglos antes que los filósofos empezasen a graznar en ellos; y hoy mismo, que se han apoderado de todos los gimnasios, prefieren los circunstantes jugar al disco más bien que oir al filósofo, al cual abandonan en la mitad de su discurso por más que trate de materias de importancia, y se van a ungir a la palestra. Así prefieren a la utilidad más grave la diversión más frívola, según ellos mismos confiesan. Dices que gozamos de descanso: pero el fruto del descanso ha de ser no la fatiga, sino el sosiego del ánimo.
»Muchas veces oí contar a mi suegro que cuando Lelio salía con Escipión al campo, se volvían niños los dos de una manera increíble, escapando de la ciudad como quien escapa de una prisión. Apenas me atrevo a contarlo de varones tan grandes; pero muchas veces oí referir a Escévola que solían ambos coger conchas en Gaeta y Laurento, y entretenerse en los más pueriles juegos y diversiones. Pues así como los pájaros construyen y edifican sus nidos por causa de procreación y utilidad, y luego que han terminado la obra vuelan libres y sin dirección como para recrearse, así nosotros, cansados de los negocios forenses y urbanos, deseamos volar libres de todo cuidado y trabajo. Por eso yo en la causa de Curio dije a Escévola, como lo sentía: «Si ningún testamento está bien hecho sino los que tú escribes, iremos todos los ciudadanos a tu casa con las tablillas para que extiendas los testamentos de todos; pero entonces, ¿cómo desempeñarás los negocios públicos, cómo los de tus amigos, cómo los tuyos propios?» Y añadí: «porque para mí no es libre sino el que alguna vez no hace nada.» En esta opinión persisto, Cátulo, y ya que he venido aquí, nada me deleita tanto como no hacer nada y descansar del todo. Y lo que en tercer lugar añadiste, que la vida era para vosotros desagradable sin estos estudios, más bien que convidarme a la disputa, me detiene. Solía decir Cayo Lucilio, hombre docto y muy gracioso, que no quería que leyesen sus escritos ni los muy ignorantes ni los muy doctos, porque los unos no entendían nada, y los otros querían entender más de lo que él había escrito. «No quiero, decía, que me lea Persio, varón el más docto de todos los nuestros; quiero que me lea Lelio Décimo, hombre de bien y no literato, pero en nada comparable con Persio.» De igual suerte yo, si tuviera que hablar de estos estudios nuestros, no quisiera que me oyesen los rústicos, pero mucho menos los otros; prefiero que no se entienda mi oración a que se reprenda.»
Entonces dijo César: «En verdad, Cátulo, que no hemos perdido el tiempo en venir aquí, pues esta misma recusación de la disputa, es ya una disputa para mí muy agradable. Pero ¿por qué detenernos a Antonio, que se ha encargado de discurrir acerca de toda la elocuencia y a quien Cota y Sulpicio esperan ávidos hace mucho tiempo ? -Pero yo, dijo Craso, no permitiré a Antonio decir una palabra, y me callaré yo mismo, si antes no logro de vosotros una cosa. -¿Cuál? dijo Cátulo. -Que hoy os quedéis aquí.»
Y dudando Cátulo si aceptar (porque había prometido a su hermano pasar el día con él), dijo Julio: «Yo respondo por los dos; y aunque me impusieras la condición de no hablar tú una palabra, me quedaría.» Entonces se sonrió Cátulo, y dijo: «Ya no queda duda, porque en casa no he mandado que me esperasen, y César, que me tenía convidado, ha prometido quedarse, sin consultarme nada.»
Entonces fijaron todos la vista en Antonio, y éste dijo: «Escuchad, escuchad: oiréis a un hombre no salido de la escuela y de los maestros, ni erudito en letras griegas, y hablaré con tanta más confianza, cuanto que nos oye Cátulo, a quien no sólo concedemos nosotros la palma en la pureza y elegancia de la lengua latina, sino también los Griegos en la suya. Pero como esto de la oratoria, sea artificio o estudio, requiere siempre algo de audacia, os enseñaré, oh discípulos, lo que yo no aprendí nunca, lo que pienso sobre los distintos géneros oratorios.» Riéronse todos, y continuó Antonio: «La facultad oratoria me parece gran cosa, pero el arte mediano; porque el acto ha de versar sobre materias que se saben a ciencia cierta, al paso que el orador se ejercita en cosas opinables y que no se pueden reducir a ciencia: pues hablamos delante de los que nada saben, o decimos los que nosotros mismos ignoramos; y por eso los distintos oradores sentimos y juzgamos muy diferentemente en unas mismas causas, y no sólo hablo yo contra Graso, y Craso contra mí, por donde es forzoso que uno de los dos no tenga razón, sino que muchas veces defiende un mismo orador, en causas semejantes, opiniones contrarias, siendo así que una sola puede ser la verdadera. Os hablaré, pues, si queréis oírme, de una cosa que está fundada en la mentira, que nunca llega a ser ciencia y que se alimenta con las opiniones y errores de los hombres.
-Sí que te oiremos con placer, dijo Cátulo, y tanto más, cuanto que te presentas sin ostentación alguna, puesto que has principiado no vanogloriosamente, sino atendiendo a la verdad mucho más que a esa supuesta dignidad y alteza de la materia.
-Así como hablando en general, dijo Antonio, afirmé que él arte no era gran cosa, así afirmo ahora que pueden darse algunos preceptos muy útiles para dominar los ánimos de los hombres y regir sus voluntades. Si alguno quiere llamar arte a estos preceptos, por mí no lo repugno, porque si muchos defienden causas en el foro sin sujetarse a ninguna razón ni principio, hay otros que, ya sea por el continuo ejercicio, ya por cierta disposición natural, lo hacen con más destreza. Observando, pues, en cada género la razón por qué unos hablan mejor que otros, podrá llegar a constituirse una especie de arte, ya que no un arte perfecto, y ojalá que pudiera yo explicárosle tan claramente como lo veo en el foro y en las causas. Pero yo veré lo que puedo alcanzar; ahora sólo diré, porque estoy persuadido de ello, que aunque la oratoria no sea un arte, nada hay más excelente que un buen orador. Y dejando aparte el poder que la palabra ejerce en toda ciudad tranquila y libre, tanto deleite causa ella por sí misma, que nada más agradable pueden oír ni entender los hombres. ¿Qué canto más dulce puede hallarse que una oración armoniosamente pronunciada? ¿Qué versos más rotundos que un período concluido con artificio? ¿Qué actor tan agradable en la ficción, como el orador en la realidad? ¿Qué hay más ingenioso que las sentencias agudas y frecuentes? ¿Qué más admirable que el esplendor de cosas y palabras? ¿Qué más perfecto que un discurso lleno de riquezas? Pues no hay materia ajena del orador, siempre que éste sepa tratarla con gravedad y ornato. A él pertenece el dar prudente consejo en los negocios dudosos; a él levantar al pueblo de su apatía o refrenar sus ímpetus. La elocuencia sirve a la vez para castigar el fraude y para salvar al inocente. ¿Quién puede exhortar con más vehemencia a la virtud; quién apartar con más fuerza de los vicios; quién vituperar a los malvados con más aspereza; quién alabar tan magníficamente a los buenos; quién reprender y acusar los desórdenes; quién consolar mejor las tristezas? La historia misma, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad, ¿con qué voz habla a la inmortalidad sino con la voz del orador? Pues si hay alguna otra arte que enseñe la ciencia de usar y elegir las palabras, o si de alguno más que del orador se dice que pueda formar el discurso y variarle y adornarle con el esplendor de palabras y sentencias, o si hay otro arte fuera de este para hallar los argumentos y las ideas o la descripción y el orden, tendremos que confesar, o que la materia que este profesa es ajena de él, o que le es común con otras artes. Pero si de ella sola han de tomarse la razón y los preceptos, por más que hablen bien los que profesan otras artes, habremos de confesar que el bien decir es propio de esta; pues así como el orador, según decía ayer Craso, puede hablar con acierto de todas materias, aunque superficialmente las conozca, así los cultivadores de otras artes pueden hablar con elegancia si han aprendido algo de retórica; pero no porque el labrador use un estilo elegante en las cosas rústicas, o el médico al tratar de las enfermedades, o el pintor de pintura, hemos de creer que la elocuencia entra en sus respectivos conocimientos, porque es tal la fuerza del ingenio humano, que muchos, sin especial cultura, consiguen adivinar algo de todas las artes y ciencias. Pero aunque se pueda juzgar del objeto de cada una por lo que enseña, no es menos cierto que todas las artes pueden sin la elocuencia alcanzar su fin; pero que sin ella no puede conseguirse el nombre de orador. Los demás, si son disertos, lo deben en parte a este conocimiento; pero el orador, si no está preparado con armas domésticas, no puede tomarlas prestadas de otro arte.»
Entonces dijo Cátulo: «¡Oh Antonio, perdóname si te interrumpo, aunque no debiera cortar el hilo de tu discurso! No puedo menos de exclamar como aquel personaje del Trinunnio: «¡Con cuánto ingenio y elocuencia has expresado el poder de la palabra! Solo al hombre elocuente corresponde hablar de la elocuencia.» Pero sigue: estoy contigo en que solo a vosotros pertenece el arte de bien decir, y que si algún otro lo posee, es como prestado, no como propio.»
Dijo entonces Craso: «La noche, Antonio, te ha hecho más culto y humano; pues en tu discurso de ayer nos habías descrito un remero u operario, falto de toda instrucción y cultura, y (como dijo Cecilio) hombre de un solo negocio.
-Ayer, contestó Antonio, me había propuesto refutarte, para apartar de tí estos discípulos; pero ahora que me oyen Cátulo y César, paréceme que debo no tanto disputar contigo, como decir lo que realmente pienso. Y ya que el orador ha de presentarse en el foro y a los ojos de los ciudadanos, hemos de ver qué cargo y obligación le confiamos. Craso, ayer, cuando vosotros no estabais presentes, hizo en breves palabras la misma división del arte que suelen hacer los Griegos, y no dijo lo que él sentía, sino lo que habían enseñado otros. Afirmó que había dos géneros de cuestiones: unas definidas, y otras indefinidas. Parece que entendía por indefinidas las que proceden en términos generales, vg.: ¿es apetecible la elocuencia? ¿lo son los honores? Y llamaba definida a la que trae designación de personas y hechos, como son todas las causas que se tratan en el foro y entre ciudadanos. En mi opinión, éstas pueden dividirse en litigios y deliberaciones. En cuanto al tercer género que admitió Craso, y según tengo entendido admite el mismo Aristóteles, que tanto ilustró esta materia, aunque es conveniente, me parece menos necesario.
-¿Cuál? dijo Cátulo. ¿El género demostrativo?
-El mismo, respondió Antonio; y eso que yo, y todos los que estaban presentes, se deleitaron mucho con el panegírico que hiciste de tu madre Opilia, la primera mujer, según creo, a quien se ha concedido este honor en nuestra ciudad. Pero no creo que todos los discursos puedan reducirse al arte y a los preceptos; porque de las mismas fuentes de donde se toman las reglas generales, pueden, tomarse las particulares del género demostrativo. Y aunque nadie las enseñara, ¿quién ignora lo que en un hombre puede alabarse? Tomemos por ejemplo el exordio de Craso en aquella oración que pronunció contra su colega: «En los bienes que son de naturaleza o de fortuna, consentiré con ánimo resignado que él me aventaje, pero no en los que el hombre puede adquirir por sí mismo.» Así, el que intente elogiar a alguno, no deberá omitir sus cualidades de fortuna; éstas son, el linaje, la riqueza, los parientes y amigos, el poder, la salud, la hermosura, la fuerza, el ingenio y las demás cualidades, ya de cuerpo, ya extrínsecas. Si tiene estas dotes, ponderará el buen uso que de ellas ha hecho; si no las tiene, la paciencia con que ha sobrellevado su falta; si las ha perdido, la moderación con que ha sabido carecer de ellas. Después elogiará los actos de sabiduría, liberalidad, fortaleza, justicia, magnificencia, piedad, gratitud, humanidad; en suma, cualquiera de sus virtudes. En todo esto, claro que ha de fijarse el que quiera alabar a una persona, como en los vicios contrarios el que se proponga vituperarla.
¿Por qué dudas, dijo Cátulo, en admitir ese tercer género, puesto que está en la naturaleza de las cosas? Y no porque sea el más fácil hemos de excluirle del número de tus otros.
-Es, dijo Antonio, porque no quiero tratar de todo lo que alguna vez cae en la jurisdicción del orador, aunque sea de poca monta, con tanto esmero como si nada pudiera decirse sin preceptos especiales. También hay que dar muchas veces testimonio, y a veces muy por extenso, como me aconteció en la causa de Sexto Ticio, ciudadano codicioso y turbulento. En aquel testimonio tuve que explicar todos los actos de su consulado, la resistencia que había hecho a los tribunos de la plebe y sus actos de sedición contra la república. Mucho me detuve en esto, mucho tuve que oír, mucho que responder. Ahora bien: cuando des preceptos de elocuencia, ¿te parecerá necesario incluir entre ellos el modo de dar testimonios en juicio?
-No por cierto, dijo Cátulo; no me parece necesario.
-¿Y qué? si como suele acontecer a los varones esclarecidos, te mandan con embajadas de un general al Senado, o del Senado a un general o a un rey o a un pueblo, en cuyo caso tendríamos que usar una oratoria más escogida, ¿nos parecerá esto bastante para admitir un nuevo género, de causas o preceptos especiales?
-De ninguna suerte, dijo Cátulo, porque al hombre elocuente no le faltará en estos casos la facilidad de hablar bien, adquirida en el manejo de otras causas y negocios.
-Pues por la misma razón, dijo Antonio; aun los mismos asuntos que requieren siempre cierta elegancia del lenguaje, y que yo mismo, al hacer antes el elogio de la elocuencia, dijo que eran propios del orador, no ocupan lugar alguno en la división de las partes, y se sujetan a preceptos determinados, y sin embargo deben tratarse con no menor ornato que los litigios, reprensiones, exhortaciones y consuelos; todo lo cual exige grande ornato de palabra, pero no reglas artificiales y oficiosas.
-Estoy conforme, dijo Cátulo.
-Ahora bien, dijo Antonio. ¿Crees que se necesita ser un grande orador para escribir historia?
-Para escribirla como los Griegos la escriben, respondió Cátulo, me parece necesario; para escribirla como los nuestros, basta que el historiador no sea mentiroso.
-No te burles de los nuestros, dijo Antonio; también los Griegos escribieron al principio como nuestro Caton, como Pictor, como Pison. La historia no era más que la composición de los anales, en que para perpetua memoria consignaba el Pontífice máximo los acontecimientos de cada año, y los escribía en una tabla blanca, que suspendía a la puerta de su casa para que el pueblo pudiera leerla; costumbre que duró desde el principio de la república romana hasta el pontificado de Publio Mucio. Estos anales se llaman Máximos; siguieron muchos este modo de escribir, consignando sin la menor elegancia los tiempos, los sucesos y los lugares. Lo que entre los Griegos fueron Ferécides, Helánico, Acusilao y otros muchos, fueron entre los nuestros Caton, Pictor y Pison, que ni tienen elegancia en la frase (lo cual nos vino más tarde de Grecia), ni buscan otra alabanza que la de la brevedad, y la de que se entienda bien lo que dicen. Algo más se elevó y dio mayor dignidad a la historia aquel excelente varón Antipatro, amigo de Craso; los demás no fueron exornadores de los hechos, sino solamente narradores.
-Cierto es lo que dices, respondió Cátulo; pero el mismo Antipatro no adornó la historia con variedad de colores, ni atendió a la colocación de las palabras, ni a la suavidad y elegancia del estilo, sino que trabajó como podía hacerlo un hombre, que no era muy docto ni muy literato: venció sin embargo, como has dicho muy bien, a los anteriores.
-No es de admirar, prosiguió Antonio, que todavía no se hayan escrito grandes historias en nuestra lengua, porque entre los nuestros nadie se dedica a la elocuencia, sino en cuanto ha de brillar en las causas y en el foro, al paso que entre los Griegos, los hombres más elocuentes, como vivieron apartados de las causas forenses, se dedicaron a otro género, y sobre todo, a la historia: así de Herodoto, el príncipe de ésta, no sabemos que se ejercitase nunca en las causas, y eso que su elocuencia es tan grande, que aun a mí, que entiendo poco el griego, me deleita mucho. Vino en pos de él Tucídides, que, a mi parecer, venció a todos los demás en el artificio oratorio: tan grande es en él la abundancia de ideas, que iguala casi el número de las sentencias con el de las palabras, y es tan enérgico y cerrado en la frase, que apenas se puede determinar si las palabras ilustran en él a las cosas o las cosas a las palabras. Y aunque anduvo mezclado en los negocios de la república, tampoco sabemos que defendiera ninguna causa, y sus libros los escribió cuando estaba ya apartado de los negocios y desterrado; suerte común a todos los grandes hombres de Atenas. Siguió a este el siracusano Fillisto, que siendo muy amigo de Dionisio el Tirano, gastó sus ocios en escribir historia, y a mi parecer se propuso a Tucídides por modelo. Después salieron de la famosa escuela del retórico Isócrates dos grandes ingenios, Teopompo y Eforo; pero los dos se consagraron a la historia; ninguno de ellos a las causas forenses.
»De la filosofía salieron también, primero Jenofonte, discípulo de Sócrates; después Calístenes, discípulo de Aristóleles y compañero de Alejandro. Escribía éste en estilo casi retórico; el otro, con más sencillez y sin llegar al ímpetu oratorio; pero si es menos vehemente, es, a mi parecer, más dulce que el otro. Más reciente que éstos fue Timeo, hombre eruditísimo (en cuanto yo puedo juzgar), muy abundante en ideas y sentencias, y no inculto ni rudo en la composición de las palabras: tuvo ciertamente grande elocuencia, pero no práctica forense.» Habiendo acabado de hablar Antonio, dijo César: «¿Qué te parece, Cátulo? ¿Dónde están los que niegan que Antonio sepa griego? Cuántos historiadores nombró, ¡con cuánta sabiduría y propiedad discurrió sobre todos ellos!
-En verdad, dijo Cátulo, que estoy admirado; pero mucho más me admiraba antes de que siendo Antonio, como decían, poco instruido, fuera tanta su elocuencia.
-Por cierto, dijo Antonio, que suelo leer estos y algunos otros libros, no tanto por utilidad como por recreo en mis ratos de ocio. ¿He sacado algún fruto de ellos? Quizá alguno, pues así como andando al sol se me enciende la cara, aunque no sea este mi deseo, así cuando leo estos libros en Miseno, porque en Roma apenas tengo tiempo, siento que a su contacto se va encendiendo y coloreando mi discurso. Pero para que no os parezca mi inteligencia de los Griegos mayor de lo que en sí es, os diré que sólo conozco lo que escribieron para el vulgo; y en cuanto a vuestros filósofos, si alguna vez los he abierto, engañado por los títulos de sus libros, que ofrecen generalmente tratar de cosas conocidas y claras, vg., de la virtud, de la justicia, de la honestidad, del deleite, no entendí ni una palabra: tan concisas y enredadas son sus disputas. En cuanto a los poetas, nunca los toco, como si hablaran en otra lengua. Sólo me entretienen los historiadores, los oradores y los que han escrito para el vulgo de las gentes que no son muy eruditas. Pero vuelvo a mi asunto.
»Ya habéis visto cuán propio es del orador el escribir historia, y no sé si es la empresa más alta, atendida, su variedad y la riqueza que ha de darse al estilo; y sin embargo no encuentro sobra ella preceptos especiales en las obras de los retóricos: será porque son claros y evidentes. ¿Pues quién ignora que la primera ley de la historia es que el escritor no diga nada falso, que no oculte nada verdadero, que no haya sospecha de pasión y de aborrecimiento? Estos son los fundamentos conocidos de todos; pero el edificio estriba en las cosas y en las palabras. La narración pide orden en los tiempos, descripción de las regiones; y como en los grandes sucesos lo primero que se ha de considerar es el propósito, lo segundo el hecho, y lo postrero el resultado, necesario es que indique el historiador, no sólo lo que se hizo y dijo, sino el fin y el modo como se hizo, y las causas todas, dando a la fortuna, a la prudencia o a la temeridad la parte que respectivamente tuvieron; y no ha de limitarse a estas acciones, sino retratar la vida y costumbres de todos los que en fama y buen nombre sobresalieron. El estilo debe ser abundante y sostenido, fluido y apacible, sin la aspereza judicial ni el aguijón de las contiendas forenses. De todas estas cosas tan importantes, ¿hallaréis ningún precepto en las artes de los retóricos? »En el mismo silencio han dejado otros muchos oficios propios del orador: las exhortaciones, las consolaciones, los preceptos y advertencias; todo lo cual ha de tratarse con mucha elegancia, aunque no tiene lugar señalado en las artes que sobre esto se han escrito. Hay, sin embargo, en este género una materia casi infinita, porque la mayor parte de los oradores (como antes decía Craso) distinguen dos géneros de elocuencia: versa el uno sobre causas fijas y determinadas, como son los litigios y deliberaciones, y aun puede añadirse el género demostrativo; el otro, que casi todos los escritores nombran y ninguno explica, comprende las cuestiones indefinidas sin designación de persona ni de tiempo. Cuando dicen esto, no expresan, a mi parecer, con bastante claridad lo que pretenden; pues si al orador pertenece hablar de cualquier asunto indefinido, tendrá que decir de la magnitud del sol, y de la forma de la tierra, y de matemáticas, y de música, sin que pueda excusarlo en manera alguna. En una palabra: el orador que crea que entran en su jurisdicción, no sólo las causas del lugar y tiempo definido, como son todas las forenses, sino las infinitas cuestiones generales, tendrá que confesar que no hay asunto que esté fuera de su dominio. »Pero si queremos también conceder al orador ese género de cuestiones vagas, libres y extensas, vg., de lo bueno y de lo malo, de lo apetecible y de lo que debe huirse, de lo honesto y de lo torpe, de lo útil y de lo inútil, de la virtud de la justicia, de la continencia, de la prudencia, de la magnanimidad, de la liberalidad, de la piedad, de la amistad, de la buena fe, de las obligaciones, de las virtudes y de sus vicios contrarios, y si creemos que el orador ha de hablar asimismo de la república, del imperio, de la milicia, de la disciplina de la ciudad, de las costumbres; concedámoslo también, pero dentro de justos límites. En verdad que todo lo que pertenece al trato social, a la vida de los ciudadanos, a sus costumbres, al gobierno de la república, al estado social, al sentido común, a las inclinaciones naturales, es materia propia del orador, y todo debe conocerlo, si no tanto que pueda contestar separadamente a cada una de estas cosas como hacen los filósofos, tanto a lo menos como es necesario para intercalar esas materias con discreción en una causa. Y debe hablar de estas cosas como hablaron los que constituyeron las leyes, el derecho y las ciudades: sencilla y espléndidamente, sin aparato de controversia, ni seca disputa de palabras. Y para que nadie se admire de que no dé yo precepto alguno sobre tantas y tan importantes materias, diré que así en esta como en las demás artes, aprendido lo más difícil, no hay para qué insistir en lo más fácil o en lo muy semejante. Así, en la pintura, el que sabe hacer la figura de un hombre, puede, sin nuevas reglas, darle la edad o las facciones que le parezcan mejor, y no hay peligro que sabiendo pintar un león o un toro, no pueda hacer lo mismo con cualquier otro cuadrúpedo. Pues no hay arte alguna en que el maestro tenga que enseñar todo lo que dentro del arte puede hacerse, sino que adquiridas las primeras nociones, fácil es deducir lo restante. Lo mismo pienso que sucede en este ejercicio o facultad oratoria: el que haya adquirido la fuerza que puede mover a su arbitrio los ánimos de los que oyen y han de decidir de los intereses de la república o de los suyos propios o de sus amigos y enemigos; el que tenga esta fuerza, digo, no necesitará especiales preceptos sobre cada género de discursos, a la manera que Policleto cuando labraba la estatua de Hércules, acertaba a esculpir la piel y la hidra, aunque nunca lo había hecho separadamente.»
-Entonces, dijo Cátulo: «Paréceme, Antonio, que nos has expuesto muy bien lo que debe saber el que se dedique a la oratoria, y aunque no lo haya aprendido, de dónde puede con facilidad tomarlo; pero sólo has hablado de dos géneros de causas; las demás, que son innumerables, las dejas a la experiencia y al ejercicio. Pero mira no sea que esos dos géneros sean para tí la hidra y la piel, y que el Hércules y todas las demás obras mayores se queden entre las cosas que omites. No me parece tan fácil hablar de las cuestiones universales como de las particulares, y es mucho más difícil tratar de la naturaleza de los Dioses que de los litigios humanos.
-No es así, replicó Antonio; y lo que voy a decir, Cátulo, no nace de mi ciencia, sino de mi larga experiencia. Créeme, todos los demás géneros de discursos son como juegos para un hombre que no sea rudo e inexperto, ni carezca de las letras y educación que suelen tenerse, al paso que en las luchas forenses la dificultad es grande, y quizá la mayor que cabe en obra humana, pues muchas veces los ignorantes juzgan del mérito, del orador por el éxito y la victoria, y además se presenta un adversario armado, a quien hay que herir y rechazar. Allí, el que ha de decidir la cuestión es muchas veces enemigo tuyo y amigo de tu adversario, o está enojado contigo o no te conoce; unas veces tendrás que instruirle, otras que desengañarle, o reprimirle, o incitarle o moderarle con discursos acomodados a cada tiempo y causa, trayéndole muchas veces de la benevolencia al odio, o del odio a la benevolencia, y excitando los distintos afectos de severidad, indulgencia, tristeza y alegría. A todo esto ha de añadirse la gravedad de las sentencias, el peso de las palabras y la acción variada, vehemente, llena de alma, llena de espíritu, llena de verdad. El que consiga todo esto, y pueda, como Fidias, labrar la estatua de Minerva, no necesitará hacer nuevo estudio para cincelar el escudo de la Diosa.»Entonces dijo Cátulo: «Cuánto más lo ponderas y encareces, tanto más entro en curiosidad de saber por qué medios y preceptos se adquiere esa fuerza prodigiosa; y no porque me interese mucho el saberlo, pues ya mi edad no es para aprender, y además, porque yo he seguido siempre otro género de oratoria que no arranca por la fuerza las sentencias de manos de los jueces, sino que más bien procura calmar sus ánimos y recibe con agradecimiento cuanto ellos se dignan conceder. Sin embargo, deseo oír esas explicaciones tuyas por satisfacer la curiosidad , más que por sacar provecho de ellas. Ni eres tú un retórico griego que repite los vulgares preceptos sin haber visto nunca el foro ni los juicios, a la manera que el peripatético Formion, cuando Aníbal expulsado de Cartago se refugió en Efeso en casa de Antioco y fue invitado por su huésped a que oyera a aquel filósofo que tenía gran fama entre ellos, dicen que habló con mucha elegancia, por espacio de algunas horas, de los oficios del general y de todo el arte de la guerra. Los oyentes estaban muy satisfechos, y preguntaron a Aníbal qué le parecía de aquel filósofo. Y dicen que el cartaginés respondió, no como elegante Griego, sino con toda libertad y franqueza, que había visto muchos viejos delirantes, pero a ninguno que delirase tanto como Formion. Y tenía razón a fe mía. ¿Pues qué mayor arrogancia y locuacidad que atreverse un sofista griego que nunca había visto enemigos ni campamentos, ni había desempeñado ningún cargo militar, a dar preceptos a Aníbal que por tantos años había disputado la victoria al pueblo romano, dominador de todas las naciones? Así me parece que obran todos los que dan preceptos sobre el arte oratoria: quieren enseñar a los demás lo que ellos nunca aprendieron. Pero en esto quizá yerran menos que Formion, porque no quieren enseñarte a ti (como él quería enseñar a Aníbal), sino a niños y a jovenzuelos.
-Te equivocas, Cátulo, dijo Antonio, pues yo mismo he tropezado ya con muchos Formiones. ¿Quién de esos Griegos deja de pensar que puede enseñárselo todo a cualquiera de nosotros? Y, sin embargo, no me son molestos. Fácilmente los sufro y tolero. A veces lo que dicen no me desagrada, y me libra del sentimiento de no haberlo aprendido. Los despido, pues, no con ofensas, como hizo Aníbal con aquel filósofo, sino más bien burlándome de su ridícula doctrina. Dividen todo el arte en dos géneros, controversia de causa y de cuestión. Llaman causa a toda controversia que se funda en hechos ciertos y determinados, cuestión, a la que es de materia indefinida. Dan preceptos sobre la causa, pero guardan harto silencio respecto de la cuestión. Cinco partes admiten en la elocuencia: invención, disposición, exornación, memoria, y, finalmente, acción y pronunciación. Esto, a la verdad, no es cosa muy recóndita; ¿pues quién no ve por sí mismo que nadie puede hablar bien si no sabe lo que va a decir, y las palabras y el orden con que ha de decirlas, y si no lo retiene en la memoria? No digo que estas divisiones sean inútiles, pero sí que son evidentes, y que poco importa que sean cuatro, cinco, seis o siete las partes del discurso, ya que ni aun en esto se hallan de acuerdo los autores. Quieren éstos que en el exordio se haga al auditorio benévolo, dócil y atento: que la narración sea verosímil, clara y breve: que después se divida la causa o se haga la proposición: que se confirme nuestro parecer con argumentos y razones, y se refute el del contrario. Después colocan algunos la conclusión o peroración, y otros quieren que preceda al exordio una digresión que sirva a realzar o amplificar lo que se ha dicho. Tampoco reprendo esta división, porque es ingeniosa, aunque no es práctica, como podía temerse de hombres faltos de experiencia. Los preceptos que ellos dan para los principios y narraciones deben observarse en todo el discurso. Porque más fácil es captarse la benevolencia de los jueces en el curso de la oración, que cuando todavía no han oído nada; y más fácil es atraerse su docilidad y atención cuando se muestra y explana el asunto, y cuando de mil maneras se conmueve el ánimo de los jueces, que cuando sencillamente se anuncia lo que se va a demostrar. Tienen razón en advertir que la narración debe ser verosímil, clara y breve; pero muchos se equivocan en creer que estas cualidades son más propias de la narración que del resto del discurso, y su error procede de juzgar que este arte no es desemejante de los otros, y que se parece, por ejemplo, al del derecho civil de que Craso nos hablaba el otro día, en el cual deberían exponerse primero los géneros, siendo vicioso el omitir ninguno; después las partes de cada género, sin que haya más ni menos que las necesarias, y finalmente, las definiciones de cada vocablo, en que nada falte ni sobre. Pero si en el derecho civil, si en cosas pequeñas o medianas pueden alcanzar esto los más doctos, no creo que acontezca lo mismo con el arte oratoria, que es de suyo tan inmensa. Y los que otra cosa piensen, acudan a los preceptistas y lo hallarán todo explicado y desenvuelto, pues son innumerables los libros de este arte, y no están oscuros ni escondidos. Pero vean bien si lo que quieren es salir armados al juego y al simulacro o a la pelea. Una cosa es la lucha y la batalla, y otra muy distinta el juego y la palestra. Y sin embargo, el arte de la esgrima es útil al gladiador y al soldado; pero lo que hace a los varones invictos es el valor, presencia y serenidad de ánimo, aunque a estas cualidades bueno es que se agregue el arte.»
Por lo cual, si yo hubiera de educar a un orador, miraría bien, ante todo, lo que él podía hacer. Quisiera yo que tuviese alguna tintura de letras, que leyera y oyera algo, que aprendiera esos mismos preceptos, y luego que ejercitara la voz, las fuerzas, la respiración, la lengua. Si entendía yo que él podía llegar a la perfección, y me parecía además hombre de bien, no sólo le exhortaría a trabajar, sino que se lo suplicaría. Tengo para mí que un excelente orador que sea al mismo tiempo hombre de bien, es el mayor ornamento de una ciudad. Pero si veía que a pesar de todos sus esfuerzos no podría pasar de mediano, le dejaría hacer lo que quisiera, sin molestarle en nada. Y si era del todo incapaz, le aconsejaría que lo dejase o que se dedicase a otro estudio. Porque soy de opinión, que al que tiene excelentes disposiciones se le debe ayudar siempre con nuestros consejos, y que tampoco debe desanimarse al que puede llegar a ser mediano, pues lo primero, me parece propio de la Divinidad, y lo segundo, es decir, el no empeñarse en lo que no se puede hacer perfectamente, o el continuar haciendo lo que no se hace del todo mal, es propio de la condición humana; pero el dar voces a tontas y a locas es (como tú, Cátulo, decías de cierto declamador) reunir a voz de pregonero innumerables testigos: de la propia necedad. Yo sólo hablará del que merece ser ayudado con consejos, y le diré lo que la experiencia me ha enseñado, para que él, llevándome por guía, llegue al término adonde he llegado sin tener nadie que me mostrase el camino. Y para empezar por un amigo nuestro, me acuerdo, Cátulo, que cuando oí por primera vez a este nuestro Sulpicio, siendo todavía muy joven y defendiendo una causa de poca importancia, descubrí en su voz, en su acción, en el movimiento del cuerpo y en todo lo demás, disposición grande para la elocuencia: su discurso, era acelerado y ardiente, condición propia de su ingenio; sus palabras eran acaloradas y un poco redundantes, lo cual no me disgustó por ser efecto de la edad. Me agrada que en el joven se muestre esta fecundidad y exceso de vida; y así como en las vides es fácil cortar las cepas qua arrojan demasiado, y no lo es cultivar nuevos sarmientos en tierra estéril, así quiero que haya en los discursos del joven algo que se pueda cortar, porque no puede durar mucho el jugo en los talentos que llegan demasiado pronto a madurez. Conocí en seguida su índole, y sin perder tiempo le aconsejé que mirara el foro como una especie de palestra, y que eligiera un maestro, advirtiéndole que, a mi parecer, el mejor sería Lucio Craso; él prometió hacerlo, y aun añadió, sin duda en muestra de gratitud, que yo sería otro de sus maestros. No había pasado un año de esta conversación, cuando él acusó a Cayo Norbano, defendiéndole yo, y es increíble cuánta diferencia me pareció notar entre lo que era entonces y lo que había sido el año anterior. Ciertamente que su naturaleza le llevaba a aquel estilo magnífico y espléndido de Craso, pero nunca hubiera llegado a él si con todo ahínco y estudio no se hubiera propuesto imitar a Craso, fijando en la mente sus discursos. Mi primera regla será, pues, el modelo que ha de imitarse, y en este modelo las cualidades más dignas de imitación. Añádase a esto el ejercicio, que sirve para reproducir el modelo que se imita, no como muchos imitadores que yo conozco, que sólo trasladan lo que les parece más fácil, o lo que es un verdadero defecto. Nada más fácil que imitar el traje, la estatura o el ademán de alguno. Tampoco es muy difícil remedar sus defectos: así este Julio, que con haber perdido la voz todavía es una calamidad para nuestra república, no alcanza el nervio que tuvo en el decir Cayo Fimbria, pero reproduce su maledicencia y sus defectos de pronunciación; de suerte que ni supo elegir el mejor modelo, ni imitar en él más que los defectos. El que quiera evitar estos escollos, necesario es que elija un buen modelo, y, después, que estudie bien aquello que constituye su principal excelencia. ¿En qué pensáis que consiste el que cada época haya tenido un género de elocuencia propio? Y esto no se ve tanto en nuestros oradores, porque dejaron pocos escritos que nos den luz como en los Griegos, por cuyas obras podemos conocer el gusto e inclinaciones de cada tiempo. Los más antiguos de quienes se conservan oraciones son Pericles, Alcibiades y Tucídides, escritores sutiles, agudos y breves más abundantes en sentencias que en palabras. Su estilo no hubiera podido ser tan igual si no se hubieran propuesto un mismo ejemplar y dechado. A estos siguieron Critias, Teramenes, Lisias. De Lisias hay muchos escritos; algunos de Critias; de Teramenes nunca vi ninguno. Todos éstos conservaban el nervio de Pericles, pero el hilo de su oración era más abundante.»Todos ellos habían tenido por maestro a Isócrates, de cuya escuela, como del caballo de Troya, no salieron más que príncipes. Unos sobresalieron en la pompa; otros en la batalla. Entre los primeros, se cuentan Teopompo, Eforo, Filisto, Panerates y muchos otros de diverso ingenio, pero semejantes entre sí, y con su maestro, en el gusto. Y los que se dedicaron a las causas forenses como Demóstenes, Pericles, Licurgo, Esquines, Dinareo y otros muchos, aunque no fueron iguales entre sí, se parecieron todos en el arte de imitar la naturaleza; y mientras esta imitación duró, se mantuvo la sencillez y el buen gusto; pero después que ellos murieron y su memoria se fue oscureciendo y apagando, empezó a florecer otro estilo más muelle y remiso.Entonces florecieron Democares (a quien dicen hijo de una hermana de Demóstenes) y Demetrio Falereo, que a mi parecer fue más culto que todos ellos y tuvo muchos imitadores; y si quisiéramos prolongar es la reseña hasta nuestro tiempo, hallaríamos a Menecles Alabandense y a su hermano Hiérocles, a quien, según he oído, imita ahora toda el Asia, porque siempre hay alguno a quien los demás quieren parecerse.l que quiera con la imitación alcanzar tal excelencia, debe ejercitarse continuamente en hablar y en escribir, y a buen seguro que si nuestro Sulpicio lo hiciera, sería mucho más sobrio su estilo, en el cual (como de las hierbas dicen los rústicos) suele notarse, en medio de una gran riqueza, cierto lujo excesivo que convendría enmendar.» Entonces dijo Sulpicio: «Razón tienes en advertírmelo, mucho te lo agradezco, aunque tampoco creo, Antonio, que tú bayas escrito mucho.»
Replicó Antonio: «¡Como si no pudiera yo aconsejar a otros lo que yo mismo no hago! Dicen que escribo tan poco, que dicen que ni aun llevo mis cuentas; pero te probará lo contrario el estado de mi hacienda y el estilo de mis discursos, por poco que valgan. Veo que hay muchos que a nadie imitan, y por su propio ingenio hablan como quieren, sin parecerse a nadie, lo cual puede advertirse en vosotros, César y Cola, de los cuales, el uno tiene una sal y gracia desconocida de nuestros oradores, y el otro un género de decir agudo y sutil. Ni Curio, que es casi de nuestro mismo tiempo, parece que se propuso imitar a nadie (aunque su padre fue, a mi parecer, el más elocuente de su tiempo, si no en lo grave de las palabras, en la elegancia y riqueza) puede decirse que se forjó un estilo y manera propios, lo cual pude juzgar en la causa que defendió contra mí ante los Centunviros en defensa de los hermanos Cosos, en la cual nada se echó de menos de cuanto puede exigirse a un fecundo y sabio orador.»Pero traigamos ya al hecho de la causa al orador a quien instruímos, y fijémonos sobre todo en los juicios y pleitos que tienen más dificultad. Quizá se burle alguno del precepto que voy a dar, pues no es tan agudo como necesario, y parece más propio de un prudente consejero que de un erudito maestro. Lo primero que le recomiendo es que estudie bien la causa que va a defender. Estos preceptos no se dan bien en las escuelas, porque las causas que se proponen a los muchachos son fáciles, vg. esta: La ley prohíbe al extranjero subir al muro; un extranjero sube, rechaza a los enemigos y es acusado. Poco trabajo cuesta el entender esta causa; por eso los maestros de retórica, no dan ningún precepto sobre este particular, como que en las escuelas la causa es una mera fórmula.«Pero en el foro hay que conocer los documentos, los testimonios, los pactos, convenios, estipulaciones, parentescos afinidades, decretos, respuestas; finalmente, toda la vida y, costumbres de los que litigan, y la ignorancia de estas cosas hace que se pierdan muchas causas, sobre todo de las privadas, que son casi siempre las más oscuras. Algunos hay que por querer dar mucha importancia a su trabajo, y extender su nombre por el foro, y volar, digámoslo así, de causa en causa, se ponen a defender algunas que les son enteramente desconocidas. En lo cual merecen grave censura o de negligencia o de perfidia, porque cualquiera tiene que hablar muy mal de lo que no sabe. Y así, queriendo librarse de la tacha de inercia, incurren en otra mucho más grave, y por ellos más temida, que es la de torpeza. Yo suelo hacer que cada uno me informe de su negocio, y esto sin que ninguno esté presente, para que pueda él hablar con más libertad. Defiendo yo la causa del adversario; defiende el cliente la suya, y encuentra ocasión de desarrollar todos sus argumentos. Cuando él se ha retirado, procuro representar yo, sin pasión alguna de ánimo, tres papeles; el mío, el del adversario y el del juez. Elijo para el discurso los argumentos que tienen más ventajas que inconvenientes, y rechazo del todo los que no están en ese caso. Así consigo pensar lo que he de decir, antes de decirlo, al contrario de lo que hacen muchos fiados en su ingenio. Y ciertamente que algo mejor hablarían si se tomasen algún tiempo para meditar las causas antes de defenderlas.»Cuando he conocido ya el asunto y la causa, me fijo en el punto de la dificultad. No hay caso de duda, ya se trate de una acusación criminal, ya de una controversia de herencia, ya de una deliberación de guerra, ya de la alabanza de una persona, ya de una disputa sobre el método de vida, en que no se pregunte qué es lo que se ha hecho, o lo que se va a hacer, o cuál es el asunto, o cómo se ha de calificar.»En nuestras causas, como son casi siempre criminales, basta generalmente negar. Así sucede en las causas de peculado, que son tan frecuentes. En las de concusión no es fácil distinguir siempre la liberalidad y generosidad de la ostentación y del soborno; pero en las causas de asesinato, de envenenamiento, de peculado, es necesario negarlo todo. Este es el primer género de causas, fundado en controversias de hecho. En las deliberaciones no se suele tratar del hecho presente o pasado, sino del futuro. Muchas veces no se pregunta si la cosa es o no es, sino cómo es; así, cuando el cónsul Cayo Carbon defendía ante el pueblo la causa de Lucio Opimio, no negaba la muerte de Cayo Graco, sino que sostenía haber sido hecha con justicia y por la salvación de la patria. A este mismo Carbon, siendo tribuno de la plebe y gobernando con muy distintas ideas la república, le había contestado Publio Escipion Africano que la muerte de Tiberio Graco había sido justa y legítima. Todas estas causas se pueden defender con argumentos de conveniencia, o de necesidad, o de imprudencia o de acaso. Se disputa a veces sobre el nombre, como nos sucedió a Sulpicio y a mí en la causa de Norbano: yo concedía casi todo lo que éste me objetaba; pero no que el reo hubiese incurrido en el crimen de lesa majestad, del cual, según la ley Apuleya, dependía toda aquella causa. En este género de cuestiones previenen algunos que se definan claro y brevemente las palabras en que la causa consiste; pero esto me parece muy pueril, porque de muy diverso modo se define cuando se disputa entre hombres doctos de las cosas que son materia de ciencia, vg., qué es el arte, qué es la ley, qué es la ciudad. En estos casos mandan de consuno la razón y los preceptos que se exprese de tal manera la naturaleza de la cosa que se define, que ni falte ni sobre nada. Lo cual ni Sulpicio hizo en aquella causa, ni yo procuré hacer. Pero en cuanto pudimos, explicamos con gran copia de palabras lo que era crimen de lesa majestad. Porque una definición, en cuanto se reprende, añade o quita una palabra, es un argumento perdido y que se nos arranca de las manos: además, por su forma huele a enseñanza y ejercicio pueril, y no puede penetrar en el ánimo y en la mente del juez, pues pasa y desaparece antes que él haya podido hacerse cargo de ella.Pero cuando se duda sobre la naturaleza del hecho, suele nacer toda controversia de la interpretación de un escrito en que hay alguna cosa ambigua. Aun cuando el escrito discrepa de la sentencia, hay cierto género de ambigüedad, la cual se disipa supliendo las palabras que faltan, añadidas las cuales, se explica y deja claro el sentido de lo escrito. Cuando hay dos escritos contrarios, no nace un nuevo género de controversia, sino que se duplica la causa del género anterior, porque, o no se podrá resolver la dificultad, o se resolverá sólo supliendo algunas palabras en el escrito que defendemos. Así es que todas estas causas pueden reducirse a un sólo género de controversia: ambigüedad en los términos.»Muchos géneros hay de ambigüedad y los conocen muy bien los dialécticos; pero no los oradores, aunque debían no menos saberlos, porque es frecuentísima en todo escrito o discurso la ambigüedad que nace de haberse omitido una o varias palabras. Y es grave error de los nuestros haber separado este linaje de causas que estriban en la interpretación de un escrito, de aquellas otras en que se discute la naturaleza de una cosa, pues esto se hace casi siempre por escrito y nada tiene que ver con la controversia de hecho. Tres son, pues, los géneros de causas en que puede haber duda: qué se hace, se ha hecho o ha de hacerse; cómo se califica y cómo ha de llamarse. Y aunque los Griegos añaden un cuarto género, «si se obró con rectitud,» esto entra en la calificación misma del hecho.»Pero vuelvo a mi asunto. Cuando conocido el género de la causa empiezo a tratarla, determino ante todo el fin a donde se ha de encaminar todo el discurso para que sea propio de la cuestión y del juicio: después me fijo en los medios de hacerme agradable a los oyentes y de conmover sus ánimos para determinarlos a lo que deseo. Todo el arte de la persuasión consiste en probar que es cierto lo que defendemos, en atraernos la benevolencia de los oyentes, y en mover sus afectos del modo más favorable a nuestra causa.Tiene el orador dos géneros de pruebas: uno que él no inventa, sino que, dadas por el mismo asunto, después con el raciocinio las desarrolla, vg., escritos, testimonios, pactos, cuestiones, leyes, decretos del Senado, sentencias en juicios, decretos, respuestas de los jurisconsultos, y todo lo demás que la causa y los reos facilitan. El segundo género de pruebas estriba todo en argumentación y razonamiento. Por eso, en el primer caso importa sólo el modo de tratar los argumentos; en el segundo hay que inventarlos. Los mismos que dividen las causas en muchos géneros, señalan a cada uno de ellos gran copia de argumentos, lo cual, aunque sea útil para educar a los principiantes, porque, una vez presentada la causa, tengan a donde acudir en demanda de argumentos, sin embargo es muestra de ingenio tardo el buscar los arroyos y no ver las fuentes de las cosas, y ya en nuestra edad y en nuestra experiencia debemos tomarlo todo desde su origen y fuente. Y en primer lugar, debemos tener bien meditadas, para hacer uso de ellas en toda ocasión oportuna, las pruebas del primer género, vg.: por los escritos y contra los escritos, por los testigos y contra los testigos, por las cuestiones y contra las cuestiones, ya separada y universalmente, ya determinando personas, tiempos y causas. A vosotros, Cota y Sulpicio, os recomiendo mucho estudio y meditación sobre estos argumentos, para que siempre se os ofrezcan fáciles y explícitos. Largo sería explicar la manera de confirmar o de refutar los testigos, los documentos, las cuestiones: todo esto exige poco ingenio, pero mucho ejercicio; y sólo es necesario el arte y los preceptos para exornar los argumentos con elegancia de estilo. La invención de las pruebas del segundo género, obra en todo del orador, no es difícil, pero requiere una explicación lúcida y ordenada. Por eso, en toda causa debemos atender primero a lo que se va a decir; segundo, al modo de decirlo. Lo primero, aunque requiere arte, no excede los límites de una mediana prudencia; en lo segundo, es decir, en el estilo adornado copioso y vário, es donde más lucen la naturaleza y facultades del orador.»De la primera parte no rehusaré hablar, ya que tenéis tanto empeño; pero no sé con qué acierto lo ejecutaré: vosotros seréis jueces. »Os diré de qué fuentes puede tomar el orador sus argumentos para conciliar los ánimos, enseñarlos y moverlos. En cuanto al modo de ilustrarlos, presente está quien puede enseñar a todos, quien introdujo primero este arte en nuestras costumbres, quien más le perfeccionó, quien le ha ejercitado casi solo.»Pues yo, Cátulo (y lo diré sin temor de pasar por lisonjero), pienso que no ha habido en nuestra edad ningún orador algo ilustre, así griego como latino, a quien yo más de una vez, y con diligencia, no haya oído. Y si algún talento hay en mí (lo cual casi me atrevo a creer, viendo que vosotros, hombres de tanto ingenio, prestáis tal atención a mis palabras), consiste en que nunca oí decir a un orador nada que inmediatamente no se fijase en mi memoria. Pero si algo vale mi juicio, sin vacilar afirmo que de cuantos oradores he oído, ninguno ha aventajado a Craso en ornato y gala de elocución. Si a vosotros os parece lo mismo, creo que no llevaréis a mal esta división del trabajo; es decir, que yo, después de engendrar, criar y robustecer al orador, se lo entregue a Craso para que le vista y adorne.»onces dijo Craso: «Sigue educándole, Antonio, ya que empezaste; pues no es digno de un padre bueno y generoso dejar de vestir y adornar al hijo a quien procreó y educó, especialmente cuando no puedes negar que eres rico. Pues ¿qué ornamento, qué fuerza, vigor o dignidad pudo faltar al orador que, en la peroración de una causa, no dudó en hacer levantar de su asiento a un reo consular, y rasgando su túnica, mostrar a los jueces las cicatrices de las heridas que había recibido aquel anciano general? ¿0 cuando defendía a un hombre turbulento y sedicioso acusado por nuestro Sulpicio, y no dudó en elogiar la sedición misma, demostrando con gravísimas palabras que muchos ímpetus del pueblo no son injustos, y que nadie puede atajarlos, y que muchas sediciones han sido útiles a la república, vg., la que expulsó a los reyes o la que constituyó la potestad tribunicia; y que la sedición de Norbano, como producida por la indignación de los ciudadanos y por el odio contra Cepion que había perdido su ejército, era justa y no había podido reprimirse? ¿Cómo pudo tratarse un argumento tan difícil, tan inaudito, resbaladizo y nuevo, sino con una increíble vehemencia y habilidad en el decir? ¿Y qué diré de la conmiseración que logró excitar a favor de Cneo Manlio y de Quinto Rex y de otros innumerables, en cuyas causas no sólo brilló la singular agudeza de ingenio que te conceden todos, sino las mismas cualidades que ahora tan liberalmente me otorgas?»
Entonces dijo Cátulo: «Lo que yo más suelo admirar en vosotros, es que siendo tan desemejantes en el modo de decir las cosas, habláis de tal manera que parece que ni la naturaleza ni el arte os han negado nada. Por lo cual, oh Craso, no nos prives de tu agradable conversación, y si algo olvida o deja de decir Antonio, explícanoslo tú, aunque jamás atribuiremos, Antonio, tu silencio a que no hubieras podido decirlo tan bien como Craso, sino a que has querido dejárselo a él.»
Entonces dijo Craso: «¿Por qué, Antonio, no omites eso que ibas a decir y que nadie de los presentes necesita, es decir, las fuentes o lugares de donde pueden sacarse los argumentos? Pues aunque tú sabrías tratarlo de un modo nuevo y excelente, al cabo es cosa fácil, y son ya muy conocidos esos preceptos. Dinos más bien los recursos oratorios que sueles emplear, y siempre con mucho acierto.
-Sí que lo haré, dijo Antonio, para conseguir de tí más fácilmente lo que deseo, no negándote yo nada. Tres son las razones en que todos mis discursos, y aun la misma facultad de hablar que Craso ensalzaba tanto, se fundan: la primera conciliar los ánimos; la segunda instruirlos, y la tercera moverlos: para lo primero se requiere cierta suavidad de dicción; para lo segundo agudeza, y para lo tercero fuerza. Porque es necesario que el que haya de sentenciar nuestra causa se incline a nosotros, o por natural propensión, o por los argumentos que presentemos, o por moción de afectos. Pero como esta doctrina parece que está contenida casi entera en la parte del discurso que encierra la explicación y defensa de los hechos, de esta hablaré primero, aunque poco, porque muy pocas son las observaciones que sobre esto tengo hechas y guardo en la memoria. Con gusto seguiré tus sabios consejos, Lucio Craso, dejando aparte las defensas para cada una de las causas, que suelen enseñar los maestros a los niños, y fijándome sólo en los principios, de donde fácilmente desciende el raciocinio a todo linaje de causas y discursos. Pues no siempre que se escribe una palabra se ha de pensar en cada una de las letras de que se compone, ni cuantas veces se defiende una causa, otras tantas se ha de recurrir a los argumentos que le están subordinados, sino tener ciertos lugares comunes que se nos presenten con tanta facilidad como las letras al escribir la palabra. Pero estos lugares sólo pueden ser útiles al orador que esté versado en los negocios, ya por la experiencia y la edad, ya por el estudio y diligencia en oír y aprender, que muchas veces se adelanta a la edad. Aunque me presentes un hombre erudito, severo y agudo en el pensar y expedito en la pronunciación, si no está versado en las leyes, ejemplos o instituciones de la ciudad, si es peregrino en las costumbres y voluntades de sus conciudadanos, no le servirán mucho los lugares de donde se toman los argumentos. Lo que se necesita es un ingenio cultivado, no como el campo que se ara una sola vez, sino como el que se renueva muchas veces para que dé mejores y más copiosos frutos. El cultivo del ingenio consiste en la práctica del foro, en la lectura, en la instrucción y en el ejercicio de escribir. Lo primero que el orador ha de ver es la naturaleza de la causa, porque siempre se trata, o del hecho mismo, o de su calificación, o del nombre que le pertenece. Conocido esto, el buen juicio enseña mejor que los rodeos de los retóricos lo que constituye el nudo de la causa, sin lo cual la causa misma no existiría: finalmente, la cuestión que viene a juicio. Los retóricos enseñan a buscar los argumentos de este modo: Mató Opimio a Graco. ¿En qué estriba la causa? En que le mató por el bien de la república y llamando a los ciudadanos a las armas por un senatus-consultum. Si esto quitas, no habrá controversia; pero Decio niega que la muerte haya sido legítima. La cuestión que se liga es, pues, la siguiente ¿Fue lícito el darle muerte por un senatus-consultum y para salvar la república? Todo esto es evidente, y el sentido común lo dicta; pero lo que conviene hallar son los argumentos que han de alegar el acusador y el defensor sobre el asunto en litigio. Y aquí es de notar un grande error de los maestros a quienes enviarnos nuestros hijos; no porque esto tenga mucho que ver con la elocuencia, sino para que veáis cuán torpes y rudos son esos hombres que se tienen por tan eruditos. Admiten dos géneros de causas: uno de cuestiones universales sin personas ni tiempos; y otro en que se rijan los tiempos y las personas. Y no saben que toda controversia viene a resolverse en principios universales. En la misma causa que propuse antes, nada importa para los argumentos del orador la persona de Opimio ni la de Decio, porque la cuestión es general; es decir: ¿habrá de ser castigado el que mata a un ciudadano por salvar la patria y en virtud de un senatus-consultum, aunque las leyes no lo permitan? No hay causa alguna de cuantas vienen a juicio donde el interés dependa de la persona de los reos, y no de las proposiciones universales. En las mismas cuestiones de hecho, vg., si Publio Decio tomó dinero contra lo prevenido por los leyes, es necesario reducir los argumentos a proposiciones universales. Si el reo fue pródigo, trataremos del lujo; si ávido de lo ajeno, de la avaricia; si sedicioso, de los malos y turbulentos ciudadanos. Si las acusaciones son muchas, de la calidad de los testimonios. Y por el contrario, las pruebas en defensa del reo han de abstraerse de las condiciones de persona y tiempo y resolverse en un principio más general. Quizá a un hombre que no comprenda rápidamente la naturaleza de las cosas, lo parezcan muchos y complicados los puntos que se litigan en una cuestión de hecho; pero aunque el número de las acusaciones sea casi infinito, no lo es tanto el de las defensas y el de las pruebas. »
Cuando no se duda del hecho, búsquese la calificación que ha de dársele. Si atiendes a los reos, estas calificaciones serán innumerables y oscuras; si te fijas en las cosas mismas, serán muy pocas y muy claras. Porque si reducimos la causa de Mancino a la sola persona de Mancino, siempre que los enemigos no quieran recibir al ciudadano que se les entrega, nacerá una nueva causa. Pero si la controversia es: ¿puede considerarse que tiene el derecho de Post liminio el ciudadano que es entregado a los enemigos, pero no recibido por ellos? nada importa aquí para los argumentos de defensa el nombre de Mancino. Y si la dignidad o indignidad del hombre añade algo a la gravedad del caso, esto queda fuera de la cuestión, y así y todo habrá que referirlo a otro principio más general. Yo no defiendo esto por empeño de censurar a los retóricos, aunque merezcan reprensión por haber admitido un género de causas concretado a tiempos y personas. Pues aunque intervengan tiempos y personas, siempre se ha de entender que no de éstas, sino del género de la cuestión, depende la causa. Pero esto nada importa ahora, ni es ocasión de disputar con los retóricos. Basta entender que ni siquiera han conseguido, a pesar de estar apartados de los negocios forenses, discernir los géneros de las causas y explicarlos con alguna claridad. Repito que esto no me atañe. Lo único que me importa, y mucho más a vosotros, Cota y Sulpicio, es que, según la doctrina de ésos, ha de ser temible y aun infinita la muchedumbre de causas, porque habrá tantas como personas. Pero si se refieren a cuestiones generales, serán tan pocas, que los oradores diligentes, memoriosos y sobrios podrán tenerlas todas en el pensamiento y recordarlas cuando el caso llegue; a no ser que creáis que en la causa de Marco Curio, empleó Lucio Graso argumentos personales para probar que Curio, aunque no era hijo póstumo, debía heredar a Coponio. Para la abundancia de argumentos y la naturaleza de la causa, nada influía el nombre de Coponio ni el de Curio, la cuestión era universal y no dependiente de personas ni de tiempos, porque el testamento decía: «Si me naciere un hijo y éste muriere, aquel será entonces mi heredero.»
La cuestión es ver si, no habiendo nacido el hijo, debe heredar el legatario establecido para el caso en que el hijo muriere. Es un punto de derecho civil universal y perpetuo, que no requiere nombres de personas, sino arte en el decir y buena elección de argumentos. En esto, los mismos jurisconsultos nos ponen obstáculos y nos apartan del estudio de su arte. Veo en los libros de Caton y de Bruto las consultas que ellos dieron sobre puntos jurídicos a tal o cual varón o mujer, con sus nombres expresos, como si quisieran persuadirnos de que en los hombres y no en las cosas estaban los motivos de la consulta o la duda, para que desistiésemos de conocer el derecho, perdiendo a vez la voluntad y la esperanza de aprenderle, por ser las personas tan innumerables. »Pero esto ya Craso nos lo explicará algún día, distribuyendo las cuestiones en géneros, porque has de saber, Cátulo, que ayer nos prometió reducirlas a ciertas divisiones y formar un arte del derecho civil, que ahora anda disperso y confuso.
-Y ciertamente, dijo Cátulo, esto no ha de serle difícil a Craso, porque aprendió del derecho civil cuanto se puede saber, y además tiene lo que ha faltado a sus maestros; así es que puede escribir e ilustrar con elegancia todo lo que pertenece al derecho.
-Esto, dijo Antonio, lo aprenderemos todos de Craso, cuando cumpla su propósito de trasladarse del tumulto del foro al tranquilo asiento del jurisconsulto.uchas veces le he oído decir, replicó Cátulo, que tenía pensamiento de alejarse de los negocios y de las causas; pero yo le respondo que esto no le será lícito, ni podrá consentir que tantos hombres de bien imploren en vano su auxilio, ni lo podrá tolerar la misma Roma, que careciendo de la voz de Lucio Craso quedará privada de uno de sus mejores ornamentos.
-A fe mía, dijo Antonio, que si Cátulo dice verdad en esto, tú, Craso, y yo, tendremos que moler juntos en la misma tahona y dejar el ocio y el descanso para la perezosa y soñolienta sabiduría de los Escévolas y de otros no menos felices.» Craso se sonrió entonces blandamente, y dijo a Antonio:
«Prosigue lo que has empezado: ojalá me restituya pronto a mi libertad esa soñolienta sabiduría, así que me refugie en ella»-He acabado ya lo que tenía que decir, dijo Antonio; pues queda probado que no en la infinita variedad de los hombres y de los tiempos, sino en la naturaleza y en los principios generales recae la duda y controversia; y que los géneros, no sólo son en número limitado, sino muy pocos, de suerte que sea cual fuere la materia del discurso, los que sean estudiosos de la oratoria pueden fácilmente construir, disponer y exornar con palabras y sentencias el discurso en todas sus partes. Las palabras se ofrecerán naturalmente, y siempre serán felices, si nacen de las entrañas mismas del asunto. Mas si queréis saber con verdad lo que pienso (pues no me atrevo a afirmar sino mi parecer y opinión), digo que debemos llevar al foro todo este arsenal de principios y argumentos universales, y no escudriñar para cada asunto los lugares comunes y sacar de ellos las pruebas. Esto es fácil a todo el que después de algún estudio y práctica presta la debida atención a las cosas; pero siempre se elevará el pensamiento a los principios y lugares capitales de donde nacen las pruebas para todo el discurso. Todo esto es obra del arte, de la observación y de la costumbre: después de saber el coto donde vamos a cazar, nada se nos escapará, y cuanto pertenezca al asunto nos saldrá al encuentro y caerá en nuestro poder, si es que tenemos alguna práctica de negocios.Como para la invención son necesarias tres cosas: primero, agudeza de ingenio; segundo, método, o si queréis, arte; tercero, diligencia; no puedo menos de conceder al ingenio la primacía, por más que el mismo ingenio se aguza con la diligente aplicación, que vale tanto en las causas como en todo lo demás. Esta debemos cultivar y ejercitar principalmente; con esta se consigue todo. Conocida ya en todos sus ápices una causa, es preciso oír atentamente al adversario y fijarnos no sólo en sus pensamientos, sino en todas sus palabras y en su semblante, que muchas veces revela los afectos del alma; pero esto ha de hacerse con disimulación, para que el adversario no se aproveche de nuestra torpeza. La atención hace que el orador ordene en su mente los lugares de que antes hablé, y se vaya insinuando hasta las entrañas de la causa, sirviéndose de la luz de la memoria. El estudio finalmente corrige y perfecciona la voz y el gesto. Entre el ingenio y la aplicación poco lugar queda para el arte. El arte te dice dónde encontrarás lo que deseas; todo lo demás depende del estudio, de la atención, de la vigilancia, asiduidad y trabajo; de la diligencia, en una palabra; porque esta virtud comprende todas las restantes. Ya vemos qué abundancia de dicción tienen los filósofos; los cuales (como tú, Cátulo, mejor que yo sabes) no dan precepto alguno de oratoria, y sin embargo hablan copiosa y elegantemente de cualquier asunto que se les proponga.»
Entonces dijo Cátulo: «Dices bien, Antonio, que muchos filósofos no dan precepto alguno de oratoria, sino que tienen preparado siempre algo que decir en cualquier materia. Pero Aristóteles, a quien yo admiro mucho, propuso ciertos lugares comunes de los cuales se pueden sacar argumentos, no sólo para las disputas filosóficas, sino también para las forenses. Y por cierto que tus discursos, Antonio, no se alejan mucho de sus preceptos, o sea que tú, por la semejanza de ingenio, hayas venido a tropezar en las huellas de aquel divino filósofo, o sea porque le has leído y estudiado, lo cual parece más verosímil, ya que te has dedicado a las letras griegas más de lo que creímos.-Te diré la verdad, Cátulo: siempre creí que sería más agradable al pueblo el orador que manifestase muy poco artificio y ningún conocimiento de las letras griegas; pero también juzgué siempre que era de bestias y no de hombres el no oír a los Griegos cuando prometen enseñar cosas oscurísimas, y dar preceptos de buen vivir y de bien hablar, y no oírlos en público, por el pueril temor de disminuir nuestra autoridad entre los conciudadanos, sin perjuicio de atender con disimulo a lo que dicen. Así lo hice, oh Cátulo, y así adquirí un conocimiento sumario de las causas y de los géneros.-¡Por vida de Hércules! dijo Cátulo, que te has acercado muy tímidamente, y como si fueras a tropezar en algún escollo de liviandad, a la filosofía, la cual nunca fue despreciada entre nosotros. Porque en otro tiempo estuvo llena de Pitagóricos Italia, cuando una parte de esta región se llamaba Magna Grecia, y aun dicen algunos que nuestro rey Numa Pompilio fue también pitagórico, siendo así que vivió muchos años antes que Pitágoras; por lo cual es digno de mayor admiración el que conociera el arte de constituir las ciudades, dos siglos antes que este arte naciera entre los Griegos. Y ciertamente no ha tenido Roma varones más gloriosos ni de más autoridad ni discreción que Publio Africano, Cayo Lelio y Lucio Furio, los cuales públicamente tuvieron siempre consigo algunos eruditísimos Griegos. Muchas veces les oí decir que los Atenienses habían hecho cosa muy grata a ellos y a muchos personajes principales de la república, enviando de embajadores sobre gravísimos negocios a los tres ilustres filósofos de aquella edad: Carneades, Critolao y Diógenes. Así es que mientras estuvieron en Roma, iban los nuestros con mucha frecuencia a oírlos. Y me admiro, Antonio, de que cites esas autoridades, tú que has declarado guerra o poco menos a la filosofía, lo mismo que el Zeto de Pacuvio.-Nada de eso, dijo Antonio, sino que más bien quiero filosofar como el Neoptolemo de Ennio: poco, porque mucho me desagrada. Este es mi parecer, que ya creo haber expuesto: no reprendo esos estudios, con tal que sean moderados; pero tengo por perjudicial al orador en el ánimo de los jueces la menor sospecha de artificio, porque esto disminuye su autoridad y quita crédito a sus discursos.ero, volviendo al punto de donde habíamos partido,¿No recuerdas que uno de esos tres filósofos que a Roma vinieron fue Diógenes, el cual prometía enseñar el arte de bien decir y de distinguir lo verdadero de lo falso, el cual arte, con una palabra griega, llamamos dialéctica? En este, si es que existe, no hay precepto alguno para encontrar la verdad, sino sólo para juzgarla. Pues todo lo que hablamos al decir que una cosa es o no es, se reduce en el sistema de los dialécticos a un juicio sobre la verdad o falsedad de la proposición, cuando ésta es sencilla; pero si va unida con otras, hay que ver si la unión es recta y legítima, y si el raciocinio que resulta es verdadero. En suma, ellos se hieren con su propio aguijón, y a fuerza de indagar, no sólo tropiezan con dificultades insolubles, sino que destejen la tela que venían tramando. De poco nos sirve, pues, ese tu filósofo estoico, porque no nos enseña el modo de hallar lo que ha de decirse, sino que más bien nos estorba inventando dificultades que él cree sin resolución, y usando cierto género de estilo no claro, fluido y elegante, sino seco, árido, conciso y menudo, que podrá ser alabado, pero que de ninguna manera es a propósito para la oratoria. Porque nuestro estilo debe acomodarse a los oídos de la multitud para deleitar los ánimos, y nuestras palabras han de ser pesadas, no en la balanza del joyero, sino en la balanza popular. Dejemos, ese arte tan mudo en la invención de los argumentos, tan locuaz en el modo de juzgarlos. En cuanto a ese Critolao que dices que vino con Diógenes, algo más útil pudo ser a estos estudios, porque era discípulo de Aristóteles, de cuyos principios no difiero yo mucho, según tú dices; y entre ese Aristóteles, de quien he leído el libro en que expuso los preceptos de todos los maestros anteriores, y aquellos otros en que él discurrió por su cuenta acerca de este arte; entre éste, digo, y los legítimos maestros del arte, creo que hay esta diferencia: que Aristóteles con aquella fuerza de entendimiento que le hizo penetrar la naturaleza de todas las cosas, dio también con la que pertenecía al arte de bien decir, mientras que los otros, dedicándose sólo al cultivo de este arte, se encerraron en un estrecho circulo, no con la misma sabiduría que él, pero con más práctica y estudio. Mucho debíamos envidiar nosotros la increíble fuerza y variedad en el decir que tuvo Carneades, el cual nunca defendió proposición que no probara, ni combatió ninguna que no destruyera; pero esto es pedir mucho más, que lo que pueden darnos los que enseñan estas materias.»Pero yo, si quisiera hacer orador a uno que fuese del todo ignorante, le entregaría más bien a esos artífices incansables que día y noche machacan en el yunque, y que por decirlo así, meten en la boca de los discípulos el alimento en parte muy pequeña, y ya mascado, como hacen las nodrizas con sus criaturas. Pero si el que aspira a la oratoria ha sido ya liberalmente educado, y tiene alguna práctica y es de agudo ingenio, le llevaré, no a algún apartado remanso, sino a la fuente del caudaloso río, y le mostraré el asiento, y, por decirlo así, el domicilio, y se los definiré con claridad y exactitud. ¿Pues cómo ha de dudarse en la elección de argumentos, cuando es sabido que todas las pruebas y refutaciones se toman o de la naturaleza del asunto o de fuera de él? Se toman de la naturaleza del asunto cuando se examina, ya en su totalidad, ya en parte, investigando el nombre o calificación que cuadra bien a la cosa. Otras veces se toman de circunstancias excéntricas y que no son inherentes a la cosa misma.»Si se pregunta por la totalidad, hay que dar una definición universal, vg.: «si la majestad es la grandeza y dignidad de un pueblo, la disminuye el que entregó el ejército a los enemigos del pueblo romano, no el que entregó al pueblo romano al que había cometido este crimen.»
Si se pregunta por las partes, hay que hacer una división, vg.: «en el peligro de la República era necesario obedecer al Senado, o buscar otro consejo, u obrar con autoridad propia: lo primero hubiera sido soberbia; lo segundo arrogancia: hubo, pues, que obedecer al Senado. Si se trata del significado de la palabra, diremos como Carbon: «Si Cónsul es el que mira por el bien de la República, ¿qué otra cosa hizo Opimio?»
Si se trata de lo que tiene relación con el asunto, hay muchos lugares y fuentes de argumentación, porque pueden tomarse de las palabras conjuntas, de los géneros, de las especies, de la semejanza y desemejanza. de los contrarios, de los consiguientes, de los antecedentes, de los opuestos, de las causas y de los efectos, de lo mayor, de lo igual y de lo menor.»
Argumentos de palabras conjuntas: «Si a la piedad se debe una alabanza, debéis enterneceros al ver a Quinto Metelo llorar tan piadosamente.»
Argumento de género: «Si los magistrados deben estar sometidos a la potestad del pueblo, ¿por qué acusar a Norbano, que en su tribunado no hizo más que cumplir como buen general?»Argumento de especie: «Si todos los que miran por el bien de la República merecen nuestro cariño, ninguno más que los generales, que con su valor y prudencia, y exponiéndose a todo género de peligros, mantienen nuestra seguridad y la dignidad del imperio.»
Argumento de semejanza: «Si las fieras aman a sus cachorros, ¿no hemos de amar nosotros a nuestros hijos?»Argumento de desemejanza: «Si de los bárbaros es vivir al día, nuestros designios deben tender a lo inmutable y eterno.» En uno y otro género, en el de semejanza y en el de desemejanza, suelen intercalarse ejemplos de ajenos dichos o hechos o de narraciones fingidas. Argumento de contrariedad: «Si Graco obró mal, muy bien Opimio.»Argumento de consecuencia: «Si tu amigo murió a hierro, y a ti se te encontró con la espada ensangrentada en el mismo lugar donde se había consumado el delito, y nadie estaba allí sino tú, y nadie más tenía interés en aquella muerte, ¿cómo hemos de dudar de que tú fuiste el reo?»
Argumento de conformidad, de antecedentes y de repugnancia, como cuando dijo en otro tiempo el joven Craso: «Oh Carbon, no por haber defendido a Opimio te llamarán buen ciudadano; y es evidente que fingiste y que llevabas segunda intención, porque muchas veces en tus discursos deploraste la muerte de Tiberio Graco: porque fuiste cómplice en la de Publio Escipion: porque diste aquella ley en tu tribunado, porque disentiste siempre de la opinión de los buenos.»Argumento de causa: «Si queréis matar la avaricia, matad primero el lujo, que es su causa.»De efecto, vg.: Si nos valemos de los tesoros del Erario para ayuda de la guerra y ornamento de la paz, tratemos de aumentar la renta pública.»rgumento de comparación: de lo mayor: «Si la buena fama es preferible a la riqueza, y ésta la deseamos tanto, ¿cuánto más debemos apetecer la gloria?»De lo menor, vg.: «Si habiéndola tratado tan poco siente tanto su muerte, ¿qué haría si la hubiese amado? ¿qué hará cuando me pierda a mí que soy su padre?
Argumento de igualdad: «Igual delito es robar las rentas públicas que hacer prodigalidades contra la república.» Hay también argumentos extrínsecos que no se fundan en la naturaleza de la cosa, sino en circunstancias exteriores, vg.: «Esto es verdad; lo dijo Quinto Lutacio: esto es falso; lo prueba la cuestión de tormento: esta consecuencia es necesaria; lo probaré con documentos.»
»He dicho estas cosas con la mayor brevedad posible; pues si quisiera indicar a alguno dónde estaba enterrado el oro, me bastaría darle las señas e indicios del terreno para que luego él, cavando, y con poco trabajo, y sin engañarse, encontrase lo que deseaba: de la misma manera me basta saber estas notas de los argumentos para encontrarlos cuando es necesario; lo demás es obra del cuidado y de la atención. »En cuanto al género de argumentos que más conviene a las causas, no es de un arte exquisito el prescribirlos, sino de un mediano juicio el estimarlos. Y yo no trato ahora de explicar el arte oratorio, sino de comunicar a hombres muy doctos las observaciones que me dicta la experiencia.»
Impresos en la mente estos lugares comunes, y fijándose en ellos siempre que un nuevo asunto se presenta, nada habrá que pueda ocultarse al orador, así en las disputas forenses como en la teoría. Si consigue además que aparezca lo que él desea demostrar, y mueve y atrae los ánimos de los que le escuchan, nada le faltará de cuanto exige la elocuencia. Ya hemos visto que de ninguna manera basta la invención si no se sabe tratar bien lo inventado. Y en esto debe haber variedad, para que el oyente no conozca el artificio o no se fatigue con la repetición de cosas muy semejantes. A veces conviene proponer en forma, y dar las pruebas de la proposición, y unas veces sacar de ella las consecuencias, y otras abandonarlas y pasar a otra materia. En ocasiones, la proposición va envuelta en las mismas pruebas. En las comparaciones, pruébese primero la semejanza, y aplíquese luego al caso particular. No marques demasiado las divisiones de los argumentos, y aunque estén distinguidos en realidad, parezcan confusos en las palabras. »
He dicho todo esto de prisa, porque hablo entre doctos y yo no lo soy, y porque deseo llegar a mayores cosas. Nada hay, Cátulo, que favorezca tanto al orador como atraerse la voluntad de los que le escuchan, de suerte que se mueva, más por el ímpetu y perturbación del alma, que por el juicio o prudencia. Porque los hombres, la mayor parte de las veces juzgan por odio, por amor, por codicia, por ira, por dolor, por alegría, por esperanza, por temor, por error, o algún otro afecto del alma, más bien que por la verdad ni por la ley o el derecho, ni por las fórmulas del juicio; por lo cual, si os place, pasaremos a otra materia.
-Paréceme, dijo Cátulo, que aún falta algo de lo que ibas exponiendo, y debes acabarlo antes de pasar adelante.
-¿Qué me falta? dijo Antonio.
-El orden y disposición de los argumentos, dijo Cátulo, en el cual sueles parecerme un Dios.
Entonces respondió Antonio: «Ya ves, Cátulo, cual lejos estoy de ser un Dios; pues, si no me lo adviertes, de seguro que se me hubiera ido de la memoria, y de aquí debes inferir que si alguna vez acierto en mis discursos es por casualidad, o en fuerza de la costumbre; y esta que yo omitía, como si nunca la hubiera conocido, tiene para vencer más fuerza que ninguna otra cosa.
»Creo, sin embargo, que me has hecho esta pregunta antes de tiempo. Porque si yo hubiera hecho consistir toda la fuerza de la oratoria en los argumentos y pruebas, ya sería tiempo de tratar del orden y colocación de los argumentos; pero como he propuesto tres cosas y todavía estoy hablando de la primera, ya llegará su turno a la disposición de todo el discurso.
»Vale, pues, mucho para vencer, el que se forme buena opinión de las costumbres, acciones y vida del orador y del defendido, y, por el contrario, desventajoso concepto de los adversarios, y que se inspire benevolencia a los oyentes. Sirven para conciliar los ánimos la dignidad personal, los grandes hechos, lo irreprensible de la vida; todo lo cual es más fácil de encarecer si es cierto, que de fingirse si es falso. Ayudan al orador la suavidad de la voz, la serenidad apacible del semblante, la modestia y cortesía, de suerte, que, aun en los momentos de mayor acritud, muestre que obra así por necesidad y a disgusto. Muy útil será dar muestras de liberalidad, gratitud, piedad, mansedumbre, y de no ber codicioso, ni avaro, ni acre, ni pertinaz, ni envidioso, ni acerbo; porque todo lo que indica probidad y modestia atrae los ánimos hacia el orador, y por el contrario, los enajena de aquellos en quien no se hallan estas cualidades. Por eso debe procurarse hacer recaer en los adversarios las cualidades contrarias. Brilla sobre todo este género de oratoria en las causas que no requieren una vehemente y arrebatada moción de afectos. No siempre se busca un modo de decir vigoroso y enérgico: en ocasiones una defensa tranquila, en lenguaje sumiso y blando, favorece más a los reos. Llamo reos, no sólo a los acusados, sino a todos aquellos de cuyos negocios se trata en juicio, pues esta es la primitiva acepción de la palabra. Manifestar, pues, sus costumbres, y pintarlos como hombres justos, íntegros, religiosos, tímidos, sufridores de injurias, es de grande efecto, tanto en el exordio como en la narración y en la peroración, y si se trata con juicio y discreción, suele hacer más efecto que la causa misma: tanto es lo que se consigue con esta habilidad oratoria, que quedan, por decirlo así, impresas en el discurso las costumbres del orador. Con cierto género de palabras y sentencias, unidas a una acción agradable y fácil, se consigue que el orador parezca hombre morigerado, probo y de buenas costumbres. A este modo de decir, únese otro muy diverso que mueve e impele los ánimos de los jueces a odiar, o a amar, o a envidiar, o a desear la salvación de alguno, o a temer, o a esperar, o a aborrecer, o a alegrarse, o a entristecerse, o acompadecerse, o a castigar, o a cualquiera otra pasión de las que son análogas a éstas. Lo que más puede desear el orador es que los jueces traigan ya alguna disposición de ánimo favorable al interés de su causa; porque es más fácil (como suele decirse) incitar al que corre, que mover al que está sentado. Pero si no existe esta disposición de ánimo en los jueces, o no se la conoce bien; así como el médico diligente, antes de dar una medicina al enfermo se entera no sólo de la enfermedad que quiere curar, sino también del régimen y temperamento del paciente; así yo, cuando emprendo una causa dudosa y grave, pongo toda mi atención y cuidado en descubrir, con cuanta sagacidad puedo, lo que sienten, piensan o quieren los jueces, para ver a dónde con más facilidad pueden inclinarse sus ánimos. Si espontáneamente se entregan, como antes dijimos, y propenden y se inclinan a nuestro lado, acepto lo que se me da, y vuelvo las velas hacia la parte de donde sopla el viento. Si el juez es frío y sosegado, el trabajo será mayor, porque hay que excitar los ánimos, sin que ayude la naturaleza. Pero tanta fuerza tiene la elocuencia, que con razón la llama un buen poeta, domeñadora de los ánimos y reina de todas las cosas. De suerte que no sólo impele al que está inclinado, sino que como hábil y esforzado guerrero, puede vencer aun a los adversarios que más de frente le resistan.
»Estos son los recursos que antes me pedía Craso que os explicara, burlándose, sin duda, al decir que yo solía tratarlos divinamente, y trayendo por ejemplo la causa de Marco Aquilio, la de Cayo Norbano y algunas otras. Yo si que suelo admirarme del empleo que haces de estos recursos en las causas que defiendes: tanta es la fuerza de ánimo, el ímpetu, el dolor que manifiestas con los ojos, con el semblante, y hasta con los mismos dedos; tan copioso es el río de gravísimas y escogidas palabras; tan íntegras, verdaderas y nuevas las sentencias; tan sin pueriles y vanos afeites de suerte que parece no sólo que abrasas a los jueces sino que estás ardiendo tú mismo. Ni es posible que el oyente sienta dolor, ni odio, ni envidia, ni temor, ni se mueva a llanto o a misericordia, si todos estos afectos que el orador quiere excitar en el juez, no están impresos o grabados en el mismo orador. Porque si quiere fingir el dolor, y en su discurso nada se encuentra que no sea falso y afectado, tendrá que recurrir a un artificio mayor. No sé, Craso, lo que te sucederá, a tí y a los demás oradores: de mí puedo decir (y no mentiré en presencia de varones tan prudentes y tan amigos míos) que nunca he intentado excitar en los jueces el dolor, la misericordia, la envidia o el odio, sin estar yo antes conmovido de las mismas pasiones que quería excitar. Ni es fácil de conseguir que el juez se enoje, si tú mismo pareces mirar con tranquilidad el crimen, ni que aborrezca a alguno, si antes no te ve ardiendo en odio, ni que se mueva a misericordia, si antes no das muestras de tu dolor en palabras y sentencias, en la voz, en el rostro y en las lágrimas. Pues así como no hay materia tan fácil de encender que, si no le aplicamos fuego, se encienda, así el ánimo de ningún juez no llegará a encenderse, si el orador no le comunica su fuego y le abrasa en su propia llama. Y para que no os parezca cosa extraña y maravillosa que un mismo hombre se enoje tantas veces y tantas veces se duela, y por tantos afectos se conmueva, espacialmente en negocios ajenos, advertiré que es tan grande la fuerza de los argumentos y sentencias de que se vale el orador en sus discursos, que no necesita simulación ni falacia, porque la misma naturaleza del discurso con que se propone conmover los ánimos, conmueve al orador mucho más que a ninguno de los que lo oyen. ¿Y por qué no ha de acontecer esto en las causas, en los juicios, en el peligro de los amigos, en la ciudad, en el foro, cuando se trata, no sólo de la estimación en que pueda tenerse nuestro ingenio (porque esto sería cosa leve y de poca entidad, aunque tampoco debe despreciarla el que quiera hacer lo que hacen pocos) sino de cosas mucho mayores, la fe, el deber, la reputación, todo lo cual nos obliga, si queremos pasar por hombres de bien, a no tener por ajenos ni aun los negocios más extraños? ¿Qué cosa puede haber más fingida que los versos, la escena y las fábulas? Y sin embargo, muchas veces he visto centellear al través de la máscara los ojos del histrion al recitar aquellos versos:
¿Sin él osaste entrar en Salamina?
¿Y a mirar a tu padre te atreviste?
Nunca pronunciaba aquella palabra, «mirar» sin que me pareciese estar viendo a Telamon, furioso por la muerte de su hijo. Luego repetía con voz doliente y lastimera: «Has afligido, contristado y desesperado a tu miserable padre en su vejez, y no te ha conmovido la muerte de tu hermano ni de su hijo pequeño, que estaba encomendado a tu custodia.» Parecía que recitaba esto llorando y gimiendo. Y si aquel histrion, a pesar de repetir esto todos los días, no podía decirlo sin lágrimas, ¿creéis que Pacuvio lo escribió con ánimo tranquilo? De ningún modo. Pues muchas veces he oído decir, y lo sostienen Platón y Demóstenes en sus escritos, que no hay buen poeta sin fuego en el alma y sin cierta manera de furor.
»Por lo cual bien podéis creer que yo, que no tenía que imitar fingidas desgracias de antiguos héroes, y que no representaba el papel de otra persona sino el mío, no pude sin gran dolor defender la causa de Marco Aquilio, cuando quería yo salvarle del destierro.
»Pues cuando yo recordaba que había sido cónsul, general victorioso y triunfador en el Capitolio; cuando le veía afligido, debilitado, triste y en nuevo peligro, movíame yo mismo a compasión, antes de conmover a los otros. Y observé que la conmoción de los jueces llegó a su colmo cuando hice levantar de su asiento a este triste y malaventurado anciano. Y esto lo hice, oh Craso, no por el arte, que apenas conozco, sino por un vehemente impulso y dolor que me hizo romper su túnica y mostrar sus cicatrices. Y cuando Mario, que estaba sentado entre los jueces, acompañó mi peroración con sus lágrimas, y yo, dirigiéndole de continuo la palabra, le llamaba colega suyo, y le incitaba a defenderle en aquel común peligro de todos los generales, entonces sí que, no sin lágrimas, no sin gran dolor, invoqué a todos los Dioses, a los hombres, a los ciudadanos y a los aliados. Pues ciertamente que si yo no hubiera sentido nada de lo que entonces dije, no sólo hubiera sido digno de compasión sino de risa mi discurso. Por lo cual, Sulpicio, el precepto que te doy como bueno y práctico maestro, es que te enojes, te duelas y llores de verdad. Pero ¿qué he de enseñarte a tí que en la acusación de aquel cuestor amigo mío, produjiste tal incendio, no sólo con la palabra, sino mucho más con la fuerza del dolor y la ira, que yo mismo apenas pude extinguirle? Tenías todas las ventajas; clamabas en juicio contra la violencia, la fuga, el apedreo, la crueldad tribunicia, el miserable caso de Cepion; constaba, además, que Marco Emilio, príncipe del Senado y de la ciudad, había sido apedreado, y nadie podía negar que habían sido arrojados violentamente del templo Lúcio Cota y Tito Didio, por querer oponerse al decreto.
»Añadíase a esto que parecía bien en tí, que eres joven, defender la dignidad de la república, al paso que yo, que había sido censor, apenas podía decorosamente abogar por un ciudadano sedicioso y que se había mostrado tan cruel con un varón consular. Eran jueces los mejores ciudadanos; el foro estaba lleno de hombres de bien, y apenas se me podía admitir la excusa que yo daba de que defendía a un hombre que había sido mi cuestor. ¿Diré que me valí entonces de algún artificio? Os referiré sencillamente lo que hice, y si os agrada, vosotros diréis en qué lugar del arte debe colocarse mi defensa.
»Recordé todos los vicios y peligros de las sediciones, trayendo a la memoria toda la variedad de tiempos de nuestra república, y de aquí deduje que aunque las sediciones fueran siempre lamentables, podía haber algunas justas y casi necesarias.
»Luego defendí (como antes ha dicho Craso) que ni los reyes hubieran sido expulsados de la ciudad, ni se hubieran establecido los tribunos de la plebe, ni se hubiera podido disminuir con tantos plebiscitos la potestad consular, ni concederse al pueblo romano la apelación, defensora de los derechos y libertad del ciudadano, sin que a todas estas cosas hubiese precedido una sedición de los nobles; y si estas sediciones habían sido útiles a la ciudad, claro es que por el mero hecho de haber amotinado al pueblo, no debía acusarse a Cayo Norbano de tan nefando crimen ni condenarle a pena capital. Y si alguna vez le concedió al pueblo romano el derecho de sublevarse, nunca con más razón que entonces.
»Después encaminé todo mi discurso a reprender la fuga de Cepion, a llorar la pérdida del ejército: así renové el dolor de los que lloraban a los suyos, e infundí en el ánimo de los caballeros romanos, que eran jueces de la causa, grande odio contra Cepion, con quien andaban enojados por la cuestión de los juicios.»Cuando conocí que llevaba de vencida la causa, y que tenía segura la defensa, porque me había conciliado la benevolencia del pueblo, cuyos derechos, hasta el de sedición, había yo defendido, y por haber predispuesto en favor de mi causa los ánimos de todos los jueces, ya por la calamidad pública, ya por la pérdida de sus amigos y parientes, empecé a mezclar con este género de decir vehemente y terrible, otro más suave y reposado: dije que me exponía a todo por mi amigo, a quien debía querer como a hijo, según la costumbre de nuestros mayores, y que arriesgaba toda mi reputación y fortuna, y que nada podía acontecerme tan vergonzoso y acerbo como no poder salvar a mi amigo, yo que tantas veces había prestado auxilio a gente desconocida, sólo por ser conciudadanos míos. Pedí a los jueces que considerasen mi edad, mis honores y servicios, y viesen si era justo y piadoso mi dolor, mucho más, cuando en otras causas podían haber conocido que nunca por interés propio, sino por el de mis amigos, había yo suplicado. Así es, que en toda aquella defensa, lo que más breve y ligeramente traté fue la aplicación de la ley Apuleya de lesa majestad. Insistí principalmente en las dos partes del discurso a que son menos aplicables los preceptos del arte: en concitar el odio contra Cepion, y en hacerme agradable a los jueces. Así es, que más bien por la moción de afectos que por la convicción, ganó contra ti aquella causa, oh Sulpicio.»
Entonces dijo Sulpicio:
«A fe mía, Antonio, que es verdad lo que dices, pues nunca he visto escapárseme nada de entre las manos como se me escapó aquella causa. Pues habiéndote entregado yo (como antes decías), no una acusación, sino un incendio que apagar, ¡qué principio el tuyo, oh dioses inmortales! ¡qué temor, qué duda y vacilación y perplejidad en tas palabras! Después que en el exordio desarrollaste la única disculpa que podían concederte, y era que defendías a un grande amigo y antiguo cuestor tuyo, ¡cómo fuiste abriendo camino para que te oyeran con atención! Y cuando parecía que nada habías logrado sino que te perdonasen el defender a un ciudadano perverso en obsequio a tu amistad con él; empezaste ocultamente y por rodeos, sin que nadie lo sospechara, aunque yo ya me lo temía, a defender, no la sedición de Norbano, sino el furor y venganza del pueblo, que tú decías haber sido justo y lícito. ¿Qué argumento hubo que no usaras contra Cepion, excitando a la vez los afectos de envidia, odio y misericordia? Y esto, no sólo en la defensa, sino también en la reputación de Scauro y demás testigos, la cual hiciste, no directamente, sino recurriendo al mismo argumento del impulso popular. Cuando yo estaba oyendo lo que acabas de decirnos, no echaba de menos ningún precepto, porque el simple relato de la defensa encierra en sí doctrina no pequeña.-Si os place, dijo Antonio, seguiré mostrándoos los medios de que suelo hacer más uso en mis discursos, porque mi ya larga vida y experiencia me ha enseñado a conocer y mover los afectos de los hombres.»Lo primero que suelo considerar es si la causa exige moción de afectos; porque ni en los asuntos de poca importancia caben estas centellas oratorias, ni han de usarse tampoco delante de hombres tan apasionados que sea imposible doblegar su voluntad con palabras. En el primer caso, nos haríamos dignos de irrisión, como quien convierte en trágico un asunto burlesco. En el segundo, incurriríamos en odio, pretendiendo arrastrar a los que ni aun pueden ser conmovidos.»Porque los afectos que principalmente deben excitarse en el ánimo de los Jueces o de los oyentes son: el amor, el odio, la ira, la envidia, la misericordia, la esperanza, la alegría, el temor, la tristeza. Se concilia el amor cuando defendemos una causa útil a los que nos oyen, y cuando trabajamos por hombres buenos y útiles, o que a menos lo sean para el auditorio, porque esto nos concilia amor, y más aprovecha la esperanza de la utilidad futura que el recuerdo del beneficio pasado. Póngase grande ahínco en mostrar que la causa que se defiende es de dignidad o de utilidad, y que nuestro defendido nada ha hecho por interés propio. Porque todo el mundo envidia al que trabaja por su propio bien, y favorece al que se afana por el bien de los otros. Guardémonos mucho de no ponderar con exceso el mérito y la gloria de aquellos cuyos beneficios encarecemos, porque esto suele producir envidia.
»Parecidos recursos usaremos para hacer recaer el odio en los contrarios, y apartarlo de nosotros y de los nuestros y para calmar o sosegar la ira. Porque se exalta el odio poniendo de manifiesto lo inútil o pernicioso de algún hecho; el daño que ha recaído en algún hombre de bien, en quien menos lo merecía o en la república; y si no siempre se excita un odio tan cruel, puede concitarse cierta animosidad semejante al odio o a la envidia. El temor puede nacer, o del peligro propio, o del peligro común: el que más nos conmueve es el peligro propio; pero también el peligro común puede ser tratado de manera que nos parezca personal.»Por iguales medios se infunden la esperanza, la alegría y la tristeza; pero tengo para mí que el más vehemente de todos los afectos es la envidia, y que cuesta no menos sosegarla que excitarla. »Envidian los hombres a sus iguales cuando ellos se ven oscurecidos, mientras que los otros se han elevado; pero todavía envidian más a los superiores, sobre todo cuando éstos muestran arrogancia y quieren sobreponerse a la ley común, prevalidos de su dignidad y fortuna. Si hubiere que excitar la envidia contra alguno de estos, diremos que no debió tal posesión a su virtud, sino a sus vicios y pecados; o si sus costumbres hubiesen sido honestas o irreprensibles, diremos que no son bastantes tales meritos para contrapesar su insolencia y engreimiento. Para sosegar esta pasión se dirá, por el contrario, que el acusado debe su fortuna a su propio mérito, y se encarecerán los grandes peligros a que se ha expuesto, no por su interés propio, sino por el bien de los demás, y que si alguna gloria ha alcanzado como premio no injusto, sin embargo no se envanece con ella y la renuncia y depone toda. Y como la mayor parte de los hombres son envidiosos, y ésta es un vicio tan común y vulgar o inseparable de la próspera fortuna, ha de procurarse por todos medios que esta opinión se disminuya, y que mezclados con la fortuna resalten los trabajos y miserias que son su obligado acompañamiento. Muévese el oyente a compasión cuando ve alguna semejanza entre las calamidades ajenas y las que él ha padecido o teme, y contemplando a los demás, reflexiona con frecuencia sobre sí mismo. Si cualquiera desgracia nos conmueve cuando se nos refiere en tono lastimoso, ¿cuánto más no ha de conmovernos el espectáculo de la virtud afligida y postrada? Y así como la parte del discurso en que el orador quiere encomendarse a la benevolencia de los oyentes, ha de ser tratada en suave y apacible estilo, así la parte en que se trata de mover los afectos y doblegar los ánimos ha de ser vehemente y arrebatada.»Hay cierta semejanza difícil de distinguir entre estos dos géneros, al primero de los cuales llamamos reposado, y al segundo vehemente. Porque conviene pasar de la serenidad y reposo con que procuramos granjearnos la voluntad de los oyentes, a la vehemencia y arrebato con que excitamos sus afectos, y de esta vehemencia ha de comunicarse algo también a aquella suavidad y templanza siendo el mejor discurso aquel en que la aspereza de la contienda está templada por la cortesía del orador, y robustecida por cierto vigor y fortaleza.»En uno y otro modo de decir, ya en el que exige calor y discusión, ya en el que se limita a describir la vida y costumbres humanas, los principios deben ser tardos, pero los fines multiplicados y extensos.»Porque ni se ha de saltar de repente a la moción de afectos, lo cual sería ajeno de la causa, porque lo primero de que los hombres desean saber es de la cuestión remitida a juicio, ni tampoco debe abandonarse de ligero esta parte del discurso. Y el excitar la misericordia, la ira o la envidia, no es como presentar un argumento, y luego otro y otro, los cuales son comprendidos tan pronto como alegados. El argumento tiene su apoyo en la prueba, y ésta hace efecto por sí; pero la moción de afectos no busca la convicción en el juez, sino la perturbación de su ánimo, para conseguir lo cual hay que valerse de muy rico y copioso estilo y vehemente acción. Por eso los que hablan seca y pobremente pueden convencer al juez, pero no persuadirle, y en la persuasión está el secreto.»Claro es que los mismos lugares comunes pueden proporcionar argumentos para las dos partes contrarias. Y estos argumentos se refutan negando el medio de prueba o la consecuencia que se quiere sacar de las premisas, y si esto no fuera posible, presentando por la parte contraria otro argumento de tanta fuerza o de más. Las pasiones que el orador haya excitado, deberán de combatirse con otras pasiones contrarias, vg., el odio con la benevolencia, y la misericordia con la envidia.»A veces son de buen efecto los gracejos, chistes y sales; pero aunque todo lo demás sea materia de arte, esto es propio de la naturaleza y no puede enseñarse. Tú, César, que a mi parecer aventajas a todos en esto, podrás decirnos si es verdad que hay arte para el chiste, y caso de que le hubiere, tú sólo podrás enseñarlo.-Yo, contestó César, nada tengo por más insulso que oir disputar de los chistes y del arte de decirlos. Cuando vi algunos libros griegos titulados Del ridículo, tuve esperanza de sacar algún provecho de ellos. Hallé, ciertamente, muchas agudezas y sales de los Griegos, porque en este género sobresalen los Sículos, los Rodios, los Bizantinos, y sobre todo los Atenienses; pero los que han querido dar arte y preceptos para el chiste han sido tan insulsos que no han hecho reír más que de su propia simpleza. Yo creo que esto no puede sujetarse a regla.»Dos géneros hay de facecias; uno que anima todo el discurso; y otro que se reduce a sentencias agudas y breves. Al primero llaman los antiguos ironía; al segundo dicacidad. Ligeros parecen estos nombres, pero también es cosa leve el hacer reír. A pesar de eso, bien dices, Antonio, que en muchas causas están bien los donaires y agudezas. Pero en cuanto a la gracia esparcida por todo el discurso, no puede enseñarla el arte. La naturaleza es la que crea a los chistosos narradores, en quienes todo ayuda, el semblante, la voz, el modo mismo de hablar. ¿Y qué arte cabe en la dicacidad, siendo así que los dichos agudos pasan, hieren, antes que se pueda pensar en ellos? ¿De qué le pudo servir el arte a mi hermano, cuando preguntando por qué ladraba, respondió que porque veía a un ladrón? ¿Y qué diré de Craso en sus discursos contra Scévola ante los Centunviros, o contra el acusador Bruto en defensa de Cneo Planco? Porque el mérito que tú me atribuyes, Antonio, hay que concedérselo a Craso por unánime parecer de todos. Apenas se hallara ningún orador más excelente que él en ambos géneros de chistes, en el que se derrama por todo el discurso, y en el que consiste en prontitudes y agudezas. Toda su defensa de Curio contra Escévola rebosó de hilaridad y gracia, pero no tuvo breves chistes. Respetaba la dignidad de su adversario, conservando así la suya propia; y eso que es muy difícil en hombres decidores y graciosos distinguir de personas y tiempos cuando se les ocurre algún donaire. Por eso algunos decidores interpretan no sin gracia este pasaje de Ennio: «Más fácil le es al sabio apagar una llama dentro de su boca que retener un buen dicho;» entendiendo que los buenos dichos son los más agudos y salados, y hacen así un juego de palabras.»Pero así como en la causa de Scévola se contuvo Craso y amenizó el discurso sin recurrir al aguijón de la injuria; así en la causa de Bruto, a quien de todas veras odiaba y creía digno de toda afrenta, peleó con todo género de armas. »¡Cuántas cosas le dijo de los baños que acababa de vender, cuántas de su perdido patrimonio! Y aquella respuesta tan pronta, cuando diciéndole Bruto que él sudaba sin causa, le respondió: nada tiene de maravilloso, porque acabas de salir del baño.» Innumerables gracias dijo por este estilo; pero aun fue más agradable el tono jocoso de todo el discurso. Porque como Bruto hubiese presentado dos lectores, haciendo leer al uno la oración de Craso sobre la colonia Narbonense, y al otro la que pronunció en defensa de la ley Servilia, para poner de manifiesto las contradicciones políticas que encerraban, ocurriósele en buen hora, a nuestro Craso mandar leer los tres libros del padre de Bruto sobre el derecho civil. Y cuando se leyó en el libro primero «sucedió que estando yo en Privenate,» dijo Craso: «Bruto, tu padre testifica que te dejó una heredad en Privenate.» Prosiguióse leyendo en el libro segundo: Estábamos en mi heredad Albana, yo y mi hijo Marco… «Por cierto, dijo Craso, este hombre, uno de los más sabios de la ciudad, conocía bien a este abismo de disipación, y temía que, cuando todo lo hubiera gastado, se creyera que su padre no le había dejado nada.» Continuó leyéndose en el libro tercero, que fue el último de los que escribió, pues he oído decir muchas veces a Scévola que son tres solamente los libros auténticos de Bruto: Estábamos casualmente en mi heredad Tiburtina yo y mi hijo Marco… «¿Dónde están, Bruto, prosiguió Craso, los fundos que tu padre te dejó consignados en públicos documentos?. Porque si hubieras estado ya en la pubertad, de seguro que hubiera compuesto un libro cuarto, diciendo en él que se había lavado en baños propios juntamente con su hijo.» ¿Quién habrá que no confiese que estas chanzas y donaires contribuyeron a desacreditar a Bruto, no menos que las lamentaciones que en la misma causa hizo Craso, describiendo el funeral de la anciana Junia? ¡Oh Dioses inmortales! ¡cuánta vehemencia, cuán inesperada, cuán repentina, cuando fijando los ojos en Bruto y amenazándole con el gesto, decía grave y rápidamente: «¡Oh Bruto! ¿por qué te detienes? ¿qué noticia quieres que lleve esa anciana a ti padre? ¿qué a todos aquellos cuyas imágenes acompañan la pompa fúnebre? ¿qué a tus mayores? ¿Qué a Lucio Bruto, el que libertó al pueblo de la tiranía de los reyes? ¿Qué dirá de ti? ¿a qué gloria, a qué virtud, a qué estudio te dedicas? ¿Dirá que has acrecentado tu patrimonio? Esto no es nobleza; pero supongamos que lo sea: ya no te queda nada; tus liviandades lo han disipado todo. ¿Dirá que te dedicas al derecho civil? En esto imitarías a tu padre, pero al vender tu casa, ni siquiera te has reservado entre los muebles rotos la silla de jurisconsulto en que él se sentaba. ¿A la milicia? ¡Tú, que nunca viste un campamento! ¿A la elocuencia? Ninguna hay en tí, y lo que tienes de voz y de lengua lo has empleado todo en este torpísimo lucro de la calumnia. ¿Y te atreves a ver la luz? ¿a mirar a estos? ¿a presentarte en el foro, en la ciudad, en presencia de tus conciudadanos? ¿No te horrorizas de ese cadáver y de esas imágenes de tus ascendientes, a quienes no sólo no imitas, sino que ni aun tienes lugar donde colocarlas?»Todo esto es trágico y divino; pero vosotros recordaréis cuánto abundan los dichos agudos y urbanos en cualquiera de sus arengas. Nunca hubo mayor concurso ni se dijo ante el pueblo más grave oración, que la de Craso contra su colega en la censura, y por cierto que estuvo llena do jocosidad y gracias.»Por lo cual, Antonio, estoy conforme enteramente contigo, así en que las facecias valen mucho en el discurso, como en que no hay arte que pueda enseñarlas. Lo que me admira, es que me hayas elogiado tanto por este concepto, en vez de conceder la palma, así de esto como de todo lo demás, a Craso.»Respondió Antonio: «Ciertamente que yo lo hubiera hecho, si no tuviera en esto alguna envidia a Craso, pues aunque el ser donairoso y agudo, no es por sí muy digno de envidia, apenas me parecía tolerable el que éste sólo llegara a reunir lo que jamás alcanzó nadie: ser a la vez el más festivo y el más grave y elocuente de los oradores.» Habiéndose sonreído Craso, continuó Antonio: «Aunque has negado, César, que los chistes puedan ser materia de arte, tú mismo has indicado una cosa que tiene visos de precepto. Dijiste que debía tenerse cuenta con las personas, el asunto y el tiempo, para que las agudezas no desdijesen de la gravedad general del discurso, en lo cual es maestro Craso. No se empleen inoportunamente las facecias. Lo que ahora tratamos de averiguar es cuándo conviene emplearlas, vg., contra un adversario, sobre todo si se puede poner de manifiesto su necedad, o contra un testigo rudo, codicioso, liviano, si es que creemos que el auditorio ha de oírnos con agrado. Siempre gusta más lo que se dice en la réplica que lo que se explana en el discurso principal, porque en la réplica luce más la prontitud de ingenio, y además el responder, es propio de la condición humana, y parece que si no hubiéramos sido provocados, hubiéramos permanecido tranquilos. Así, en el mismo discurso a que me refiero, nada que pareciera chistoso dijo el orador sin haber sido provocado antes. Pues tanta era la gravedad de Domicio, que sus argumentos habían de ser mejor destruidos con chistes que con razones.»Entonces dijo Sulpicio: «¿Y qué? ¿Consentiremos que César, que tanto ha trabajado en este género de las facecias, por más que conceda la palma a Craso, deje de explicarnos la naturaleza del chiste y su origen, ya que confiesa lo útiles que son la sal y los donaires? -¿Y qué, contestó Julio, no acabo de convenir con Antonio en que no hay arte alguno para el chiste?»Habiéndose callado Sulpicio, dijo entonces Craso: «Tampoco hay arte que enseñe las demás cosas de que Antonio nos ha hablado: sólo hay la observación de los recursos oratorios; y si ella bastará a hacer hombres elocuentes, ¿quién no lo sería? ¿Quién no podría más o menos fácilmente aprender ese arte? Pero yo creo, que el valor y utilidad de los preceptos no consiste en hallar por medio del arte lo que hemos de decir, sino en hacer distinción de bueno o malo entre lo que por naturaleza, por estudio o por ejercicio se nos ocurra, según el fin que en el discurso nos propongamos. Por lo cual, César, te ruego, que consientas en disputar acerca de este género festivo, pues en una reunión como ésta, en que se ha hablado de todo, fuera grave pecado omitir esta excepción del arte.a que exiges, Craso, respondió César, su escote a cada convidado, no dejaré de satisfacer el mío, siquiera por que no tengas pretexto para negarnos luego nada. Aunque mucho suelo admirarme de los que representan en la escena delante de Roscio, ¿pues quién podrá moverse sin que él vea todos sus defectos? Así yo, ahora que me oye Craso, hablaré del chiste y seré (como dice el proverbio) el cerdo que enseña a Minerva, es decir, a un orador de quien poco ha dijo Cátulo al oírle, que todos los demás debían comer heno.-Sin duda, respondió Craso, que entonces se burlaba Cátulo, porque su propia elocuencia es tal, que merece ser alimentado con ambrosía. Pero oigámosle, César, para que Antonio nos explique lo que le falta decir.-Muy poco es lo que me falta, dijo Antonio; pero fatigado del largo camino y del trabajo de este razonamiento, descansaré en lo de César, como si hubiera yo encontrado oportunamente una posada.-Y por cierto, continuó Julio, que no ha de ser muy generosa mi hospitalidad, porque apenas hayas descansado un poco, te arrojaré y haré salir de mi casa. Y para no deteneros más, diré en pocas palabras lo que siento. Cinco cosas hay que preguntar acerca de la risa: primera, lo que es; segunda, de dónde procede; tercera, si es propio del orador hacer reir; cuarta, hasta qué punto; quinta, cuántos son los géneros de ridículo.
»En cuanto a lo primero, es decir, a lo que la risa misma es, y cómo se excita y mueve, y dónde reside y cómo estalla de repente sin que podamos contenerla, y de qué suerte se comunica a los costados, a la boca, a las venas, al rostro y a los ojos, averígüelo Demócrito, pues a mi propósito nada importan esas cosas, y aunque importaran, no tendría yo reparo en confesar mi ignorancia en lo que ignoran los mismos que prometen enseñarlo. El lugar, digámoslo así, y la región de lo cómico (y esta es la segunda cuestión), consiste en cierta torpeza y deformidad; pues casi siempre se reduce el chiste a señalar y censurar no ridículamente alguna ridiculez. Y viniendo al tercer punto, diré: que es muy propio del orador mover la risa, ya porque la misma hilaridad concilia la benevolencia de los que participan de ella; ya porque admiran todos la agudeza, contenida a veces en una sola palabra, especialmente en la réplica, ya que no en la invectiva; ya porque quebranta las fuerzas del adversario y le estorba y le aterra y le confunde; ya porque da a entender que el mismo orador es un hombre culto, erudito y urbano; pero sobre todo, porque mitiga y relaja la severidad y tristeza, y deshace en juego y risa la odiosidad que no es fácil destruir con argumentos. Hasta qué punto puede emplear el orador lo ridículo, es cuestión que merece atento examen y que trataremos en cuarto lugar. Porque ni la insigne maldad, ni el crimen abominable, ni menos la extrema miseria, son dignas de risa: a los facinerosos se los ha de castigar con armas más fuertes que la del ridículo, y de los miserables es cruel burlarse, a menos que no pequen de jactanciosos. Respétense las aficiones de los hombres, porque es muy fácil ofenderlos en lo que más aman.
»Esta moderación es la primera que debe observarse en los chistes. Y así las cosas de que es más fácil burlarse son las que no merecen ni grande odio ni misericordia extrema. Materia abundante de ridículo se encontrará en los defectos ordinarios de la vida humana, sin necesidad de ofender a los hombres estimados, o a los muy infelices, o a los que por sus maldades merecen ser llevados al suplicio. También las deformidades y vicios corporales son materia acomodada para el chiste, pero no más que hasta cierto punto, sin tropezar en insulsez ni pasar la raya de la lícita burla, evitando siempre el orador confundirse con el truhan o el chocarrero. Esto se entenderá mejor después que hayamos hecho la división de los géneros de chistes. Hay dos principales: uno de cosas, y otro de palabras. De cosas, cuando se refiere alguna fabulilla; vg., cuando tú, Craso, inventaste que Memmio había mordido el brazo de Largio en la riña que tuvieron en Terracina por celos de una querida. Toda aquella saladísima narración fue fingida por tí. Y añadiste que en todas las paredes de Terracina aparecieron escritas tres eles y dos emes. Y preguntando tú lo que era, te respondió un viejo ciudadano: «El mordaz Memmio laceró el lacerto de Largio.» Ya veis cuán dichoso y elegante, cuán oratorio es este género, ya sea verdadero el hecho que se cuenta, aunque mezclado con algunas mentirillas, ya del todo fingido. El mérito de este género consiste en presentar los hechos de tal manera y describir con tal viveza las costumbres, el modo de hablar y el semblante de las personas, que los oyentes se imaginen estar presenciando lo mismo que se les refiere. También es chiste de cosa el que se funda en alguna parodia o maligna imitación. Cuando Craso decía: «por tu nobleza, por tu familia … » ¿qué es lo que hizo reir al concurso sino la imitación de la voz y del gesto de su adversario? Y nuestra risa subió de punto cuando exclamó: «por tus estatuas,» y extendiendo el brazo, imitó tan bien el ademán de Bruto, a quien acusaba. De este mismo género es la imitación que Roscio hace de un anciano, cuando dice: «Para tí, Antifon, planto estos árboles.» Me parece estar oyendo a la misma vejez, cuando esto oigo. Pero todo este género de burlas ha de ser tratado con suma cautela. La excesiva imitación, lo mismo que la obscenidad, es propia de los mímicos y de los histriones. Conviene que el orador suprima algo de la imitación para que el oyente supla con el pensamiento mucho más de lo que ve. Debe mostrar además ingenuidad y pureza, evitando toda torpeza de cosas y de palabras. »Estos son los dos géneros de ridículo que recaen en las cosas. Ambos son propios de esa facecia sostenida que consiste en describir las costumbres de los hombres, y pintarlas de tal manera que baste la narración para entenderlas, o una breve imitación cuando se trate de algún defecto muy propio para la risa. Pero en los chistes de palabra todo el mérito está en la agudeza del vocablo y de la sentencia. Y así como en el género anterior debe evitarse cuidadosamente toda semejanza con los mimos e histriones, así en este debe huirse de toda dicacidad truhanesca. ¿Cómo distinguiremos, pues, a Craso, a Cátulo y tantos otros, de vuestro amigo Granio o de Várgula que es amigo mío? No me parece fácil distinguirlos, pues todos son decidores, y nadie más que Granio. Ante todo ha de tenerse presente que no es necesario empeñarnos en decir chistes siempre que se nos ocurra. Se presenta un testigo muy bajo de estatura, y dice Filipo: «¿Podré hacerle algunas preguntas? -Si, con tal que sean breves, responde el cuestor que tenía prisa. -Serán tan breves como el testigo, replica el orador.» El dicho es gracioso. Pero uno de los jueces era Lucio Aurifex, todavía más pequeño que el testigo. Toda la risa recayó en el juez y el juicio se convirtió en una bufonada. Así, pues, cuando el chiste, aunque sea feliz, pueda recaer en quien tú menos quisieras, debes abstenerte de él. No hace esto Apio, que se precia de chistoso y realmente lo es, pero que cae a veces en este vicio de la chocarrería. «Cenaré contigo, porque veo que hay lugar para uno, dijo a mi amigo Cayo Sextio, que es tuerto.» Este chiste tiene poca gracia, porque ofendió a Sextio sin motivo, aunque el dicho podía aplicarse a todos los tuertos. La respuesta que de improviso le dio Sextio fue admirable: «Lávate las manos y cenarás conmigo.» Estos chistes agradan tanto más, cuanto son menos preparados. La oportunidad, pues, la moderación y templanza, y la sobriedad misma en los donaires, distinguirán al orador del bufón, porque nosotros hablamos, no para hacer reír, sino para algún fin de utilidad, al paso que ellos están graceando todo el día sin causa. ¿Qué es lo que consiguió Várgula cuando, abrazándole el candidato Aulo Sempronio y su hermano Marco, dijo a su criado: muchacho, espántame estas moscas? Buscó sólo la risa, que es a mi ver un fruto bien mezquino del ingenio. La prudencia y gravedad nos indicarán el lugar más oportuno para tales gracias. ¡Ojalá hubiera algún arte que las enseñara! pero sólo las dicta la madre naturaleza.
»Expongamos ahora sumariamente las diversas maneras que hay de mover la risa. Sea la primera división la de palabras y cosas. Y aun son mejores las facecias que consisten a la vez en cosas y en palabras; y no olvidéis nunca, que de las mismas fuentes de donde nace lo ridículo pueden nacer también sentencias. No hay más diferencia sino que las cosas honestas deben tratarse grave y seriamente, y las vergonzosas y deformes han de tratarse en burla; de suerte que con las mismas palabras podemos alabar a un siervo bueno y vituperar a uno malo. Gracioso es aquel antiguo dicho de Neron, contra un siervo que le robaba mucho: «Es el único para quien en mi casa no hay nada cerrado ni sellado:» lo cual, con las mismas palabras, puede decirse de un siervo fiel. De las mismas fuentes proceden, pues, lo serio y lo burlesco. Así, por ejemplo, cuando Espurio Carbilio cojeaba gravemente a consecuencia de una herida recibida en defensa de la república, y por esta causa no se atrevía a presentarse en público, díjole su madre: «¿Por qué no sales, Espurio mío? Cuantos pasos des, serán otros tantos recuerdos de tu valor.» Esto es noble y grave.
»Las palabras ambiguas tienen mucha agudeza, pero no siempre se toman en burla, sino muchas veces en serio. Así Publio Licinio Varo dijo a Escipion el Africano, cuando se le desasía una corona en el convite e intentaba en vano ajustarla a la cabeza: «No es extraño que no te venga bien, porque tienes la cabeza muy grande.» Este rasgo fue noble y digno de alabanza. Del mismo género es este otro: Es bastante calvo, pero habla poco.
»En suma, no hay género de chistes que no pueda aplicarse también en sentido grave; y ha de advertirse además que no todo lo ridículo es gracioso. ¿Qué cosa hay más ridícula que Annio? Pero es su voz, su semblante, su arte de remedar, su figura, lo que nos hace reír; podremos decir de él que es divertido, no como un orador, sino como un mimo.
»Por lo cual, este primer género, aunque es el que mueve más a risa, no nos pertenece; ni el representar al perezoso, al supersticioso, al vanaglorioso, al necio; todos personajes risibles por sí mismos, y a quienes solemos zaherir, no representar: el otro género, que consiste en la imitación, es muy gracioso; pero nosotros sólo podemos usarle de cuando en cuando, y como de paso y a hurtadillas, porque de otro modo es poco liberal: el tercer género, es decir, la parodia de los gestos, no es digna de nosotros: el cuarto, es decir, la obscenidad, no sólo es indigna del foro, sino de los convites de personas libres. Quitadas, pues, de la oratoria todas estas especies de chistes, quedan sólo las facecias, de palabra y de cosa, según la división que antes hice. Lo que por sí es gracioso, sean cuales fueren las palabras con que se dice, es facecia de cosa; lo que mudando las palabras pierde la sal tiene toda su gracia en las palabras mismas. Los equívocos son muy agudos, y aunque su gracia consiste en el vocablo y no en la sustancia, suelen hacer reír mucho y son muy alabados cuando se dicen discreta y agradablemente. Así en el caso de aquel Ticio, que era muy aficionado a jugar a la pelota, y además tenía fama de romper de noche las estatuas sagradas, preguntando sus compañeros por qué no venía al campo, le excusó Vespa Terencio, diciendo que tenía un brazo roto. Los llamados decidores sobresalen principalmente en este género, pero aun hay otros chistes que provocan más la risa. El equívoco agrada por ser muestra de ingenio poder tomar la palabra en diverso sentido de aquel en que los demás la toman. Pero esto mueve más a admiración que a risa, a no ser que se dé la mano con otro género de ridículo.
»Recorreré estos otros géneros. Ya sabéis que uno de los más frecuentes es el decir una cosa cuando se espera otra, porque entonces nuestro mismo error nos mueve a risa. Y si a esto se añade el equívoco, aun tiene el chiste más gracia.
También es de muy buen efecto en una disputa arrebatar al adversario sus palabras y herirle con sus propias armas, como hizo Cátulo contra Filipo. Pero como son muchos los géneros de ambigüedad, y difícil de compendiar su doctrina, convendrá observar y atender a los vocablos para evitar todo lo que parezca frío y rebuscado, y limitarnos a lo que tenga verdadera agudeza.»Otras veces está la gracia en una pequeña alteración, a veces de una sola letra, en la palabra. A esto llaman los Griegos «paranomasia;» así Caton llamaba a Nobilio, Mobilio. También la interpretación del nombre tiene agudeza cuando sirve para el ridículo. Así dijo yo, hace poco, que el divisor Nummio había conquistado renombre en el campo Marcio como Neoptolemo delante de Troya. Muchas veces se cita por insignificantes. De ellos dice el mismo Ciceron: «mutalis verbis non possuni relinere eamdem venustatem.»
donaire algún verso, ya tal como es, ya un poco alterado, ya alguna parte de verso, como hizo Estacio con Escauro en aquella disputa, de la cual dicen que nació la ley de ciudadanía de Craso: «Callad; ¿a qué esos gritos? ¿por qué tenéis tanta arrogancia los que no conocísteis padre ni madre? Deponed esa soberbia.» Como estos dichos pierden la gracia en mudándose las palabras, deben considerarse como chistes de vocablo y no de sentencia. Hay otro género, y no insulso, que consiste en tomar las palabras en su valor literal, y no en el que les da el que habla. De este género es lo que tú, Craso, respondiste, no ha mucho, a uno que te preguntaba si te sería molesto el que fuera a visitarte antes del amanecer. «No me serás molesto,» le respondiste. «Mandarás que te despierten,» añadió él. Y tú: «Si te he dicho que no me serías molesto…» También tuvo gracia aquel dicho de Lucio Porcio Nasica al censor Caton, cuando le preguntaba éste: «Según tu voluntad, ¿tienes mujer? -No, según mi voluntad» contestó. Estos chistes son fríos cuando no son inesperados.
Es natural, como antes dije, que nos haga gracia el error en que caemos, y suele hacernos reir el ver burladas nuestras esperanzas. Son también chistes de palabra los que se toman de alguna alusión, traslación o inversión de vocablos. De alusión, vg., cuando Marco Servilio quiso oponerse a la ley de Rusea sobre la edad que debía tenerse para las magistraturas: «Dime, Marco Pinario, si afirmo algo contra tí, ¿me contestarás con injurias como a los otros?» «Según siembres, así cogerás,» le respondió Pinario. Por traslación, como Escipion el Mayor respondió a los de Corinto que querían levantarle una estatua en el sitio donde estaban las de los otros generales, «que no le agradaban las estatuas en escuadrones.» A veces se invierten las palabras, como hizo Craso defendiendo a Acúleo ante el juez Mareo Perpenna. Era defensor de Gratidiano, Lucio Elio Lámia, hombre tan feo como sabéis, y habiendo interrumpido a Craso, dijo éste: «Oigamos a ese hermoso mancebo.» Riéronse todos, y Lámia continuó: «No puedo yo darme hermosura, pero sí ingenio. -Oigamos, pues, a ese hombre tan sabio,» continuó Craso; y todavía fue mayor la risa. Dije antes que estos recursos valían así en lo grave como en lo serio, pues aunque la materia de lo cómico sea distinta de la de los discursos graves, la forma de unos y otros es la misma. Adornan mucho la oración las palabras en sentido contrario. Así Servio Galba, acusado por el tribuno de la plebe Lucio Estribonio, escogió por jueces a sus familiares y amigos, y diciéndole Libon: «Oh Galba, ¿cuándo sales de tu triclinio? -Cuando tú salgas de la alcoba ajena,» le respondió.
»De los chistes de palabra creo haber dicho bastante: los de cosas son más y excitan más la risa, sobre todo cuando entra en ellos la narración (cosa bastante difícil). Porque han de expresarse y ponerse a la vista las cosas de tal manera, que parezcan verosímiles, lo cual es propio de la narración, y además es necesario que los hechos que se narran sean materia acomodada a la risa. Pondré un ejemplo brevísimo, el mismo que antes cité, el de Craso contra Minucio. En este género debe incluirse también la narración de apólogos. Tómase a veces algo de la historia, como cuando Sexto Ticio decía que él era otra Casandra: «Yo, dijo Antonio, puedo nombrar a tus muchos Ayaces o Oiléos.» Otras veces el chiste es de semejanza, comparación o imágen. De comparación: siendo Galo testigo contra Pison, y censurando al prefecto Magio por haber recibido una gran cantidad de dinero, lo cual Escauro no quería admitir, alegando la pobreza de Magio: «Te equivocas, oh Escauro, le dijo, porque yo no afirmo que Magio conserve ese dinero, sino que le sepultó en su vientre, como hace un hombre desnudo que recoge nueces.» Y Marco Cicerón el viejo, padre de este excelente amigo nuestro, solía decir que nuestros conciudadanos eran parecidos a los esclavos sirios, que en cuanto saben un poco de griego, son peores. También tienen gracia las alusiones a deformidades o vicios corporales, porque suelen indicar alguna mala cualidad de ánimo. Tal es aquel dicho mío contra Elvio Mancia: «Demostraré quién eres, le dije. -Muéstralo, pues, me replicó.» Y yo señalé con el dedo a un Galo pintado en el escudo címbrico de Mario, bajo las tiendas nuevas, torcido, con la lengua fuera y caídas las mejillas. Riéronse todos, porque la semejanza con Mancia era completa. Otra vez dije a Tito Pinario, que se torcía la barba al hablar: «Dí lo que quieras, después que hayas quebrado esa nuez.» También son chistosas las ponderaciones que se hacen para ensalzar o deprimir alguna cosa. Así tú, Craso, dijiste ante el pueblo que Minucio se tenía por tan grande, que cuando pasaba por el foro, bajaba la cabeza para no tropezar con el arco de Fabio. Del mismo género es lo que cuentan que dijo Escipion ante Numancia, enojado con Cayo Metelo: «Si la madre de éste pare por quinta vez, parirá de fijo un asno.» También tiene agudeza el indicar brevemente, y a veces con una sola palabra, una cosa oscura. Habiendo ido Publio Cornelio, que pasaba por hombre avaro y rapaz, pero muy fuerte y buen general, a dar las gracias a Cayo Futiricio, porque siendo enemigo suyo le había hecho cónsul en tiempo de una grande y peligrosa guerra: «No tienes por qué darme gracias, le contestó Fabricio; quise, más ser hurtado que puesto en venta.»
»También es elegante la disimulación que consiste en decir una cosa distinta de lo que se piensa, aunque no la contraria, como en la respuesta de Craso a Lumia: de esta especie de severa ironía se valió nuestro Escévola, contra Septumuleyo de Anagnia, que había recibido el dinero ofrecido por la cabeza de Cayo, y rogaba a Escévola que le llevase al Asia de prefecto. «¿Qué quieres, insensato? le dijo; tan grande es el número de malos ciudadanos, que, si te quedas en Roma, reunirás en pocos años muchísimo dinero.» Cuenta Fannio en sus anales que a este género de chistes fue muy dado Escipion el Africano, y por eso con palabra griega le llama el irónico. Pero según dicen los que mejor entienden de esto, Sócrates aventaja a todos en la ironía y disimulación, por su gracia y buen gusto. Este género es muy elegante; tiene gravedad mezclada con la agudeza, y se acomoda, ya a la dicción oratoria, ya a las conversaciones urbanas. Y en verdad, todos los chistes que he enumerado sirven para condimentar no sólo las acciones forenses sino todo género de discursos. Por eso leo en Caton, de cuyos escritos he tomado muchos ejemplos, que Cayo Publicio solía decir: «Publio Muminio es hombre para todo tiempo.» Y tenía razón, porque no hay tiempo de la vida en que no convenga usar de gracia y jovialidad. Pero pasemos a los otros géneros.»Muy parecida a la disimulación es la figura que consiste en dar un nombre honesto a una cosa viciosa, como hizo Escipion el Africano, cuando, siendo censor, arrojó de su tribu a un centurión que no había asistido a la batalla de Paulo, y dándole el centurión por disculpa que se había quedado en los reales para custodiarlos, replicó Escipion: «No gusto de soldados tan cuidadosos.» Agudeza hay también en tomar las palabras de otro en un sentido diferente de aquel en que él las usa: así, cuando Livio Salinator, después de haber perdido a Tarento, conservó solamente la fortaleza, y desde ella resistió muy bien a los enemigos, hasta que algunos años después recobró Máximo la ciudad, diciéndole Salinator que se acordase de sus servicios, pues gracias a él había recobrado a Tarento: ¿«Cómo no he de acordarme? le dijo; nunca la hubiera recobrado yo, si tú no la hubieses perdido.» Hay otros dichos algo necios, pero que mueven a risa, y que no sólo pueden usarlos los mimos, sino también hasta cierto punto los oradores, verbigracia:«¡Qué hombre tan necio! cuando empezaba a ser rico, se murió. -¿Es parienta tuya esta mujer? -Es mi esposa. -Ciertamente que lo parece.-Mientras estuvo en los baños, no se murió.»»Este modo de chiste es algo ligero y propio de la comedia, como antes dije, pero tiene también algún lugar entre nosotros, cuando un hombre que no es necio dice con aire de ingenuidad alguna cosa picante, vg., lo que a tí, oh Antonio, te dijo Mancia, habiendo oído que Marco Duronio te acusaba de peculado, en el tiempo que fuiste censor: «alguna vez te había de ser lícito tratar de tus negocios.» Estas ocurrencias hacen reír mucho, como todos los aparentes absurdos que con ironía dicen los hombres de ingenio. Así, fingimos a veces no entender lo que en realidad entendemos, vg.: preguntaron a Pontidio. «¿Que piensas tú del que es sorprendido en adulterio? -Que es muy torpe en dejarse sorprender.» Así yo, cuando Metelo quería incluirme en el alistamiento sin atender a la excusa que yo daba de ser corto de vista, y me decía: «¿nada ves? Lo único que veo, le repliqué, desde la puerta Esquilina, es tu casa de campo.» De Escipion Nasica cuentan que, habiendo ido a visitar al poeta Ennio y preguntando por él, la criada que salió a la puerta le respondió que Ennio no estaba en casa. Nasica conoció que lo había dicho por orden de su amo, y que realmente estaba en casa el poeta. A los pocos días fue uno a ver a Nasica, y el mismo Nasica le contestó a gritos: «No estoy en casa. -¿Cómo no, si conozco tu voz?» le dijo Ennio. A lo cual respondió Nasica: «Qué atrevido eres: cuando yo te buscaba, creí a tu sierva que me dijo que no estabas en casa, y ahora tú no me quieres creer a mí.» También se puede hacer burla de alguno con las mismas palabras con que él ha querido burlarse. Así, Quinto Opimio, varón consular que no había tenido en su juventud buena fama, dijo a Egilio, hombre festivo y que parecía afeminado, aunque no lo era: «¿Qué tal, Egilia mía, cuándo vienes a mi casa con tu rueca y lana? -No me atrevo, contestó Egilio, porque mi madre me ha prohibido acercarme a mujeres de mala fama.» »Saladas son también las expresiones que llevan oculta la sospecha de ridiculez: de este género fue el dicho de aquel siciliano a quien un amigo suyo se quejaba de que su mujer se había ahorcado de una higuera. «Dame, le dijo, algún renuevo de ese árbol para plantarlo.» De una manera semejante respondió Cátulo a un mal orador, que le preguntaba si en el epílogo había conseguido mover a compasión. «Y muy grande, le dijo, porque ninguno hay de tan duras entrañas a quien tu discurso no haya parecido digno de lástima.» A mi me agradan mucho los chistes que se dicen con enfado; cuando es hombre de ingenio el que los dice, porque entonces se aplaude la naturalidad aun más que la gracia. Por eso me hace gracia aquel pasaje de Nevio: «¿Por qué lloras, padre? -¿Y he de cantar cuando estoy condenado?» Casi contrario a este género de ridiculez es el dicho de un hombre paciente e imperturbable, vg.: habiendo tropezado con Caton un hombre que llevaba a cuestas una arca, le dijo: «¡Cuidado, apártate!» y Caton le preguntó:«¿Llevas todavía algo más que el arca?»»También cabe chiste en las burlas contra la ignorancia. Así hizo aquel siciliano a quien el pretor Escipion había dado por defensor en una causa a su huésped, hombre noble, pero muy necio. «Te ruego, dijo al pretor, que des ese patrón a mi adversario, aunque después no me des ninguno.»»¿Y qué diremos de las contradicciones, vg.? «¿Qué le falta a éste sino hacienda y virtud?» También es agradable la reprensión amistosa y el consejo y advertencia familiar, vg.: aconsejaba Granio a un mal abogado que se había puesto ronco en el foro, que bebiese vino frío y mezclado con miel así que volviese a su casa. «Perderé la voz si tal hago. -Más vale que pierdas la voz que no que pierdas a tu cliente.» El chiste más incisivo es el que mejor se acomoda al carácter de las personas. Escauro, que era muy aborrecido porque sin testamento se había apoderado de los bienes de Pompeyo de Frigia, hombre rico, abogaba en defensa de Bestia, cuando acertó a pasar un entierro. Entonces gritó el acusador Cayo Memmio. «Mira, Escauro, allí llevan un muerto; a ver si puedes heredarle.» Los chistes que más hacen reir son los más inesperados. De éstos hay innumerables ejemplos, vg., el de Apio el Mayor, cuando se trataba en el Senado de los campos públicos y de la ley Thoria, y acusaban a Lucilio de que apacentaba su ganado en los campos públicos. «No es de Lucilio ese ganado, dijo Apio en son de defenderle. Es un ganado libre que pasta donde quiere.» También me agrada un dicho de Escipion Nasica, el que mató a Tiberio Graco: después de decirle muchas injurias, Marco Flaco le había propuesto por juez a Publio Mucio. «Le recuso, dijo Escipion, por inicuo.» Levantóse un murmullo y Nasica continuó: «Le recuso por inicuo, no sólo conmigo, sino con todos nosotros.» Pero en este género nada más gracioso que un chiste de Craso. El testigo Silo había ofendido a Pison, refiriendo contra él cosas que decía haber oído. «Puede ser, dijo Craso, que ese a quien tú se las has oído las dijese enojado.» Silo hizo señas de asentimiento con la cabeza. «Puede también que tú lo entendieses mal.» Silo dijo que sí con la cabeza. Puede ser también, continuó Craso, que lo que dices haber oído no lo oyeras nunca.» Esto fue tan inesperado, que provocó la risa de todos y confundió al testigo. De este género de sales está lleno Névio; vg.: «Aunque seas muy sabio, temblarás si tienes frío;» y a este tenor otros muchos.»Muchas veces se concede graciosamente al adversario lo mismo que él nos niega: así, diciendo a Cayo Lelio un hombre de mala familia: «Eres indigno de tus mayores,» le respondió Lelio: «Y tú ciertamente que eres muy digno de los tuyos.» A veces hay gracia en manifestar un deseo de cosa imposible: así, Marco Lépido, recostado en la hierba mientras que los otros se ejercitaban en el campo, decía:«¡Ojalá que esto fuese trabajar!» Tiene también chiste el responder fuera de propósito a los importunos preguntadores; vg.: habiendo expulsado el censor Lépido a Marco Antistio Pirgense, del orden de los caballeros, quejábanse sus amigos, y preguntaban qué había de contestar a su padre cuando quisiera saber por qué había sido separado del orden ecuestre un colono tan excelente, parco, modesto y frugal. «Diré, respondió Lépido, que yo no creo ninguna de esas cosas.»»A estas maneras añaden los Griegos algunas otras, como son las execraciones, admiraciones y amenazas. Pero me parece que ya he explicado más de las que debía, pues las que consisten en juegos de palabras son en corto número, y, como antes dije, más suelen merecer alabanza que risa. Los chistes de cosa son innumerables en sus especies, pero muy pocos en sus géneros. Puede excitarse la risa con esperanzas engañadas, o describiendo con gracejo el carácter de otro, o comparando una cosa con otra más torpe y fea, o disimulando, o diciendo cosas muy absurdas y reprendiendo necedades. Así, el que quiere hablar jocosamente ha de tener una disposición natural para este género, y ademanes y semblante acomodado a este linaje de ridículo. A veces, cuanto más severo y triste es el rostro, como sucede con el tuyo, oh Craso, tanta más gracia tiene lo que se dice.Pero ya es hora, oh Antonio, de que abandones esta posada de mi discurso, que es lugar tan poco ameno y saludable como si te hubieras hospedado en las lagunas pontinas. Creo que ya has descansado bastante, y puedes continuar tu viaje.
-Por cierto, respondió Antonio, que he sido generosa y alegremente hospedado por ti, y que me has hecho a la vez más docto con los ejemplos de esos Fabricios, Africanos, Máximos, Catones y Lépidos que me has citado.»Por lo demás, ya sabéis todo lo que queríais oir de mis labios, a lo menos lo más importante y difícil. Todo lo restante es fácil y se infiere de estos principios.
»Yo cuando me he encargado de una causa y he reflexionado, en cuanto he podido, todo lo que a ella se refiere, y he visto y considerado los argumentos y los recursos para mover el ánimo de los jueces, y para atraerlos, me fijo sobre todo en el lado bueno y en el lado malo de la causa. No hay asunto traído a discusión o controversia que no presente estos dos aspectos. Lo difícil es averiguar hasta qué grado cada uno de ellos. El método que suelo seguir consiste en amplificar, exornar y ponderar lo bueno de la causa, insistiendo y deteniéndome en esto, a la vez que me aparto del lado malo y desfavorable, no de suerte que parezca que le eludo, sino de manera que quede oscurecido y como abrumado por la parte favorable. Si el interés de la causa está en los argumentos, me detendré en los más firmes, sean muchos o uno sólo; pero si lo esencial es atraerse la benevolencia o excitar la pasión del auditorio, hago el mayor hincapié en la moción de afectos. Del mismo modo; si la refutación de las pruebas del adversario tiene más importancia que la confirmación de las nuestras, contra él debemos dirigir todas las armas; pero si es más fácil comprobar nuestras razones que redargüir las suyas, apartemos los ánimos de la defensa del contrario y hagámosle fijarse en la nuestra. Como por derecho propio, me valgo de dos recursos que parecen muy fáciles, porque lo difícil excede mis fuerzas: el primero consiste en no responder nada a un argumento molesto o difícil: quizá alguno se ría de esto, y con razón, porque ¿quién no puede emplear ese medio? Pero yo hablo de mis facultades, no de las de los demás, y confieso que cuando me veo muy apurado suelo retirarme, pero no arrojando ni separando el escudo, sino con una fuga semejante a una batalla, y mostrando más pompa y esplendidez de dicción que nunca; retraído en suma a mis posiciones, de tal suerte que parezca que no por huir del enemigo, sino por mejorar de puesto, me he retirado. Lo segundo, que el orador debe mirar con mucha atención y diligencia, y lo que más miro yo, no es tanto el ser útil a la causa que se defiende, como el no ser perjudicial, no porque deba desatenderse ninguna de las dos cosas, sino porque es mucho más vergonzoso en un orador el perjudicar a su cliente que el no sacarle victorioso.
»¿Pero qué estáis hablando entre vosotros, Cátulo? ¿Acaso despreciáis estas cosas, que realmente son despreciables?
-Nada de eso, respondió Cátulo; pero me parece que César quiere decirte algo sobre ese particular.
-Con mucho gusto lo oiré, ya sea para refutarme, ya para preguntarme. -A fe mía, dijo César, que siempre he dicho de tí que ningún orador te vencía en prudencia, y que era muy particular alabanza tuya no haber dicho nunca nada que pudiera perjudicar a tu cliente. Y recuerdo muy bien que hablando de tí, con este mismo Craso, delante de mucho auditorio, y ponderando Craso tu elocuencia, dije yo que el primero y más grande de tus méritos estaba, no en decir lo necesario, sino en callar todo lo que no hace falta; y acuérdome que él respondió, que todo lo demás era en tí digno de alabanza, pero que sólo un hombre malvado y pérfido podía decir cosas ajenas al asunto y perjudicar al que le había confiado su defensa; por lo cual no le parecía a Craso grande orador quien esto dejaba de hacer, sino malvado, el que no lo hacía. Ahora, Antonio, quisiera que nos dijeses por qué das tanta importancia a esto de no perjudicar al cliente y lo consideras como la primera cualidad del orador.
-Diré lo que entiendo, César, respondió Antonio, pero acuérdate tú y acordaos los demás que no hablo de la divina excelencia de un orador perfecto, sino de mi propia medianía acrecentada con el ejercicio y la costumbre. La respuesta de Craso fue propia de su excelente y singular ingenio: paréciale monstruoso que pudiera hallarse un orador que hiciese daño a la misma causa que defendía. Juzgaba por sí mismo, y como es tal la grandeza de su talento, no podía imaginar que nadie, a no ser adrede, pudiera hablar contra su propia causa. Pero yo no trato de los ingenios raros y excelentes, sino de los vulgares y comunes. Así, entre los Griegos cuéntase como muestra de la increíble grandeza de entendimiento y ánimo del ateniense Temístocles, que en cierta ocasión se la acercó un hombre muy erudito, y le prometió enseñarle el arte de la memoria, que empezaba, entonces a ser conocido. Preguntóle Temístocles para qué servía aquel arte: respondió el maestro que para acordarse de todo; y Temístocles replicó: «Más te agradecería que me enseñases el arte de olvidar lo que yo quisiera.» ¿Veis qué fuerza de ingenio, qué entendimiento tan poderoso? Y si respondió así, fue para dar a entender que nada de lo que una vez había entrado en su ánimo podía borrarse nunca, aunque hubiera deseado más poder olvidar muchas cosas que había oído o visto. Pero ni por esta respuesta de Temístocles, hemos de abandonar el cultivo de la memoria, ni esta mi cautela y timidez en las causas ha de ser tenida en menos, puesta en parangón con la suma prudencia de Craso. Porque ninguno de ellos me ha comunicado sus facultades y sólo han hecho gallarda muestra de las suyas. Hay en las causas y en todas las partes del discurso mucho que reparar, mucho en que tropezar. A veces un testigo no nos ofendería, o nos ofendería menos si no le provocásemos; nos ruega el reo, nos instan los abogados para que acometamos, para que injuriemos; finalmente, para que interroguemos. Si no me muevo, si no obedezco, si no satisfago sus deseos, no alcanzaré ninguna gloria. Los ignorantes pueden reprender mejor lo que se dice neciamente que lo que sabiamente se calla. ¡Cuánto mal puede resultar entonces de ofender a un testigo que esté enojado, y no sea necio ni liviano! Porque entonces la ira le da voluntad de ofender y su vida autoridad; y aunque Craso no lo haga, otros muchos lo hacen. Y nada me parece más torpe que oír decir después de un discurso: «Le mató. -¿A quién, a su adversario? -Nada de eso, se mató a sí mismo y a su defendido.»
»Craso juzga que esto no puede acontecer sino por mala fe, y sin embargo, he visto oradores que personalmente no son malos, hacer mucho mal con sus defensas. Pues que, lo que antes dije, de que acostumbro ceder, y digámoslo más claro, huir de todo lo que puede comprometer mi causa, ¿cuando otros no lo hacen, y se aventuran en el campo enemigo, y abandonan sus propios reales, os parece que hacen poco daño a la causa acrecentando las fuerzas de los enemigos y exacerbando las llagas que no pueden sanar? ¿Y qué diré cuando no tienen cuenta con las personas a quienes defienden, y en vez de mitigar la indignación que pueda haber contra ellas, la acrecientan con desmedidas alabanzas? ¡Cuánto mal no causan con esto! Y qué, si afrentas e injurias sin provocación alguna a hombres queridos y estimados de los jueces, ¿no te enajenarás su favor con esto solo? ¿Y es leve pecado reprender en el adversario vicios y defectos de que participan alguno o muchos de los jueces, de modo que parezca que la reprensión va contra estos? Y qué, si en son de defender a otro, defiendes sólo tu propia causa, o, arrebatado por la ira te alejas del asunto, ¿no le harás con esto ningún daño? De aquí que yo, no porque guste de que hablen mal de mí, sino porque no me agrada abandonar la causa, estoy reputado por hombre sufrido y tranquilo; y así te reprendía, Sulpicio, porque acometías no al adversario, sino a su defensor. De esta manera consigo que si alguno habla mal de mí, pase él por petulante o casi por loco. En los mismos argumentos, si pones algo abiertamente falso o contrario a lo que has dicho y has de decir o alejado de la práctica forense, ¿no harás ningún daño con esto? ¿Qué más? Toda mi atención suelo fijarla siempre en hacer algún bien con mis discursos, y si esto no lo consigo, a lo menos en no hacer ningún mal.
»Vuelvo ahora, Catulo, a lo que poco antes alababas, en mí, al orden y colocación de las pruebas y argumentos. El método es doble; depende el primero de la naturaleza de la causa, el segundo del juicio y prudencia del orador. Porque el decir algo antes del asunto, el exponer en seguida, el confirmar nuestro parecer y refutar el del contrario, el concluir y hacer una peroración, todo este orden lo dicta la naturaleza misma. Pero el modo mejor de ordenar las pruebas y los medios de persuasión, esto es propio solamente de la prudencia del orador. Muchos argumentos se ocurren, muchos que parecen aprovechables; pero parte de ellos son tan leves y de poco momento que pueden despreciarse; parte, aunque traigan alguna utilidad, no están exentos de vicio, y es más el daño que pueden hacer que el bien que pueden causar. Si los útiles y sólidos son muchos, como sucede con frecuencia, conviene dejar fuera de la oración los de menos fuerza o los que no tienen ninguna. Cuando reúno los argumentos de las causas, no suelo contarlos, sino pesarlos. Y como he dicho ya que de tres maneras podemos inclinar a todos a nuestro parecer, es decir, enseñando, deleitando y persuadiendo, con todo eso una sola de estas cosas ha de predominar sobre las otras, de suerte que parezca que sólo nos proponemos enseñar: en cuanto al deleite y a la persuasión, han de estar esparcidos por todo el discurso lo mismo que la sangre por todo el cuerpo. El exordio y las demás partes de la oración, de que hablaré luego, han de tener tal fuerza que arrastren los ánimos del auditorio. Pero en cuanto a las partes del discurso, que sin servir directamente para la argumentación, aprovechan mucho para persuadir y conmover, aunque su lugar propio es en el exordio y en la peroración, sin embargo, es útil a veces apartarse del propósito y de la causa para concitar las pasiones. Así, después de la narración cabe la moción de afectos, o en la confirmación, o en la refutación, o en una y otra, o en todas las partes del discurso puede hacerse esto, si la causa tiene bastante dignidad e importancia. Las que más ancho campo ofrecen a la pompa y ornato son las que mejor se prestan a este género de digresiones, y en las cuales puede usarse de esos lugares comunes con que se mueve o aplaca la pasión de los que oyen. Y en esto reprendo también a los que colocan primero las pruebas menos firmes. Creo que yerran también los que teniendo muchos defensores (cosa que nunca me agradó) hacen que hable primero el que tienen por más débil: el asunto mismo pide que se satisfaga desde el principio la expectación de los que oyen, porque si no, vano será todo lo que se trabaje en el resto de la causa. Mal parece ésta, si desde que se empieza a defender no presenta ya favorable aspecto. Así, pues, en los oradores búsquese el mejor, y en el discurso póngase primero lo más fuerte, guardando siempre esta medida: que algunos de los más excelentes se reserven para la peroración. Y en cuanto a los medianos (porque a los viciosos no se les da cabida) basta arrojarlos en medio de la turba y del tropel. Considerando todo esto, lo último en que suelo pensar es lo que he de decir en el exordio, porque siempre que he empezado por pensar en él, no se me ha ocurrido nada que no fuese pobre, débil, vulgar o común.
»Los exordios deben ser muy trabajados, agudos, llenos de sentencias y discretas palabras, y propios de la causa. Porque el exordio es como la primera recomendación del discurso, y debe suavizar y atraer desde luego al oyente. Y en esto suelo admirarme, no ya de los que nunca ponen cuidado en estas cosas, sino de Filipo, orador tan elocuente y diserto, que suele decir que se levanta a hablar sin saber cuáles son las primeras palabras que tiene que decir, y añade que él sólo pelea después de haberse calentado el brazo, sin advertir que los mismos de quienes toma este símil, se arrojan tan ligeramente las primeras lanzas, que a la vez que sirven para mostrar la gallardía de sus movimientos, economizan sus fuerzas. Y no es dudoso que el exordio debe ser en ocasiones vehemente y guerrero; pero si en el mismo certamen de los gladiadores, donde decide de la victoria el hierro, se hacen antes del encuentro final muchas cosas no tanto para herirse cuanto para muestra de valor y destreza, ¿cuánto más no se requiere esto en la oración, donde no se busca tanto la fuerza como el deleite? Nada hay en la naturaleza que se difunda totalmente y de súbito: aun a las cosas más extraordinarias da la naturaleza pequeños principios. Estos no han de traerse de fuera, sino sacarse de las entrañas de la causa. Recorrida y examinada ésta, imaginados y dispuestos los argumentos, entonces ha de buscarse el exordio, y entonces se hallará fácilmente, porque se tomará de las fuentes que parezcan más copiosas, ya en los argumentos, ya en las digresiones. Serán de más efecto cuando de tal manera estén tomados de la causa, que parezca no sólo que no son comunes ni pueden trasladarse a otras causas, sino que proceden únicamente de la que entonces va tratándose.
»Todo exordio, o debe dar una idea del asunto de que se trata, o servir de introducción a la causa y a la defensa, o se usa solamente para ornato y dignidad. Y así como la entrada o el vestíbulo han de ser proporcionados a la casa o el templo, así los exordios han de guardar proporción con la importancia de la causa. En las vulgares y de poca importancia, vale más empezar por la cosa misma. Pero si ha de usarse algún exordio, fúndese en el reo, o en el adversario, o en la materia, o en el auditorio. Del reo (comprendiendo bajo este nombre a todo aquel cuya causa se defiende) dígase todo lo que puede aplicarse a un varón bueno, liberal, desdichado, digno de misericordia, todo lo que tiene fuerza contra una falsa acusación: contra el adversario se usan los mismos lugares comunes, pero en sentido opuesto. Del hecho se dirá que es cruel, infando, nunca oído, injusto, indigno, nuevo, irremediable, o que ha sido una muestra de ingratitud. En cuanto a los oyentes, mejor nos captaremos su benevolencia defendiendo bien la causa que implorando antes su favor. En todo el discurso, y no menos en la peroración, se ha de ver este deseo de agradar, pero también puede fundarse en él exordios. Los Griegos nos aconsejan que hagamos a los jueces atentos y dóciles, lo cual es útil, pero no más propio del exordio que de las demás partes, y es más fácil de conseguir al principio, porque entonces están todos en expectación y suelen hallarse mejor dispuestos. Siempre se fija más en el entendimiento lo que se dice en el exordio que lo que se arguye o reprende en el cuerpo del discurso. Gran copia de exordios, para atraer o incitar a los jueces, se toma de los argumentos y recursos que para moverlos ánimos presenta la causa misma; pero no conviene explicarlos todos al principio, sino insinuarse primero levemente en el ánimo del juez, para que, ya inclinado a favor nuestro, se convenza con el resto del discurso. El exordio ha de estar tan enlazado con lo demás de la oración, que no parezca como un proemio que añade el citaredo a la pieza que va a tocar, sino como un miembro inseparable de los demás del cuerpo. Porque muchos oradores, después de decir el exordio que traen aprendido, pasan a lo restante con tanta ligereza como si no quisieran que se les oyese. Y este preludio debe ser, no como el de los Samnitas que vibran las lanzas antes de la pelea, y luego no hacen uso ninguno de ellas, sino que con las mismas sentencias, que juegan en el exordio, ha de combatirse después. »Mandan los retóricos que la narración sea breve; si por brevedad se entiende el que no haya ninguna palabra redundante, breves son los discursos de Lucio Craso. Pero si la brevedad consiste en que haya sólo las palabras necesarias, a veces conviene esto, pero otras muchas daña, principalmente en las narraciones, no sólo porque trae oscuridad, sino porque quita a la narración su mayor virtud, que es la de ser agradable y acomodada a la persuasión, vg., aquella de Terencio: «Así que este salió de la juventud.» ¡Cuán larga es! ¡Cuán varia y agradablemente se describen en ella las costumbres del mismo joven, las preguntas de los esclavos, la muerte de Crisis, el rostro, la hermosura y los lamentos de su hermana! Pero si el poeta hubiese buscado esta brevedad: «la sacan, llegamos al sepulcro, la ponen en el fuego,» etc. con diez versos habría podido referirlo todo; aunque estas mismas palabras: «la sacan, caminamos» son concisas, de tal suerte que no se ha atendido tanto a la brevedad como a la elegancia; pues con sólo que hubiera dicho: la pusieron en el fuego, bastaba para dar a conocer todo el asunto. La narración tiene mucha más gracia cuando se introducen en ella personas y se refieren sus pláticas, y parece mucho más probable lo que se narra cuando se expone el modo como acaeció, y es mucho más clara de entender si nos detenemos en algunas partes y no la recorremos con nimia brevedad. La narración ha de ser tan clara como el resto del discurso; y todavía es más reprensible ser oscuro en el relato de los hechos, que en el exordio o en el argumento o en la refutación o peroración. Es tanto mayor el peligro de oscuridad en esta parte de la oración sobre todas las restantes, cuanto que si en otro lugar se dice algo oscuro, nada hay perdido más que aquel pasaje, mientras la narración oscura ciega todo el discurso, porque lo que se ha dicho oscuramente en otra parte, puede volver a explanarse, pero la narración tiene un solo lugar en la causa. La narración será perpiscua, si se hace con palabras fáciles y muy usadas, conservando el orden de los tiempos y sin interrupción.
»Cuándo se ha de usar o no de la narración, esta es la dificultad, porque si la cosa es demasiado conocida o no hay duda en ella, puede excusarse la narración, y lo mismo si el adversario la ha hecho ya, a no ser que refutemos la suya. Si la narración es necesaria, no insistiremos demasiado en las circunstancias que puedan engendrar sospecha y mala voluntad contra nosotros, antes procuraremos atenuarla para no incurrir en lo que dice Craso, de que peca más de malicia que de ignorancia quien daña a la causa que defiende. Porque a la sustancia misma de la causa interesa mucho el que los hechos hayan sido expuestos con más o menos habilidad, y de todo el resto del discurso es fuente la narración.
»Síguese la exposición de la causa, es decir, el punto sujeto a controversia, y entonces han de alegarse las pruebas más firmes, ya para confirmar nuestra opinión, ya para debilitar la del contrario. En las causas sólo hay un método para la parte de argumentación: este requiere a la vez la confirmación y la refutación, porque ni se puede reprender lo que el contrario dice sin confirmar lo tuyo, ni defender tu causa sin contestar a sus argumentos: de aquí que por naturaleza, utilidad y método estén unidas estas dos partes. En pos de todo viene la peroración, ya amplificando las cosas, ya inflamando o mitigando el ánimo de los jueces.
»En esta parte, todavía más que en las anteriores, debe reunir el orador cuanto pueda mover los ánimos y ser de utilidad para su causa. Y pienso que no hay razón bastante para separar los preceptos que se dan acerca de la suasión, de los relativos al género laudatorio, antes casi todos son comunes. Sin embargo, el aconsejar o el disuadir me parece oficio de más grave persona. De sabios es dar un consejo en los negocios más arduos, y de hombre honrado y discreto prever con el entendimiento, probar con la autoridad y persuadir con el discurso. Todo esto ha de hacerse con menor aparato en el Senado, porque es una asamblea sabia, en que se ha de dejar lugar para que todos hablen, y evitarse así toda sospecha de ostentación de ingenio. Pero en los discursos que se hacen al pueblo, cabe toda la fuerza, gravedad y variedad: por eso en las suasorias nada se ha de encarecer sino lo digno y noble. Los que ponen por fin único la utilidad, atienden sólo a lo que generalmente ven que sucede. Nadie hay, sobre todo en una ciudad tan ilustre, que no crea que la dignidad debe preferirse a todo; pero en muchas ocasiones vence la utilidad, cuando entra el temor de que, abandonada ésta, ni siquiera se pueda retener el honor. La controversia, pues, y discordia de pareceres se reduce, a esto: cuál de dos cosas es más útil, o si ha de atenderse más a lo honesto o a lo útil. Cuando uno y otro estén en pugna, el defensor de lo útil enumerará las ventajas de la paz, las utilidades de la riqueza, del poder, del dinero, de los tributos, de los ejércitos, y de todas las demás cosas cuyo fruto se mide por la utilidad, y pondrá de manifiesto los inconvenientes contrarios. El que está por lo honesto, traerá a la memoria los grandes ejemplos de los antepasados que fueron gloriosos aun en el peligro mismo, apelará a la inmortal memoria de la posteridad, y defenderá que lo útil nace de lo glorioso y está unido siempre con la dignidad. Pero qué es posible o no, qué es necesario o no en uno u otro caso, es lo que hemos de examinar ahora.
»Toda deliberación queda cortada si se trata de una cosa imposible, o por el contrario, absolutamente necesaria; y el que esto vea, sin verlo los otros, pasará por varón prudentísimo. Para dar consejos sobre los negocios de la república, lo primero es conocerlos; para hablar con algún fundamento, es preciso saber las costumbres de la ciudad; y como estas varían a cada paso, de aquí que varíe también el género de oratoria. Aunque su fuerza sea siempre la misma, la dignidad del pueblo, los gravísimos negocios de la república, los alborotados movimientos de la plebe parece que exigen un género de oratoria más grande y vigoroso, y la mayor parte del discurso ha de emplearse en excitar los ánimos con alguna exhortación o recuerdo, a la esperanza, al miedo, a la codicia o a la gloria, y retraerlos de la temeridad, de la iracundia, de la esperanza, del odio, de la envidia y de la crueldad.
»Y parece que así como la arena del foro es el mejor teatro para el orador, así la naturaleza misma como que le inspira entonces un modo de decir más espléndido. Tiene la muchedumbre tal fuerza, que a la manera que el músico no puede tocar sin instrumento, así el orador sin pueblo que le oiga, no puede ser elocuente. Y como el pueblo es tan vario e inconstante en sus afectos, han de evitarse con cuidado sus aclamaciones adversas, de las cuales la mayor parte de las veces tiene la culpa el mismo orador, si con aspereza, arrogancia, o algún otro vicio de ánimo, habla o se concita el odio y la animadversión justa o injusta de los oyentes, ya porque la causa misma desagrade, ya por cualquier otro impulso de codicia o miedo en la multitud. A estas cuatro causas se ponen otros tantos remedios: la reprensión, si hay autoridad para ello; la advertencia, que es una reprensión blanda; la promesa de que, si nos oyen, apoyarán lo que vamos a decir, y finalmente, la deprecación, que es lo último que puede ser útil. En ninguna otra parte aprovechan tanto las facecias y los dichos breves y rápidos que tengan dignidad y no carezcan de gracia. Pasa fácilmente la multitud, del dolor y de la indignación a la alegría, con alguna expresión aguda y graciosa.
»Acabo de exponeros, conforme he podido, lo que en ambos géneros de causas suelo hacer, evitar y considerar, y de qué manera me gobierno en todas. Ni es difícil el tercer género, es decir, el laudatorio, que yo desde el principio había separado casi de nuestros preceptos y tenía intención de omitir, por lo mismo que hay muchos géneros de oraciones más graves y frecuentes, de los cuales nadie había preceptuado nada. Los mismos Griegos, más por dar materia a lectura deleitosa, o por honrar la memoria de algún hombre, que por causa de utilidad forense, escribieron muchos libros en alabanza de Temístocles, Arístides, Agesilao, Epaminondas, Filipo, Alejandro y otros; por el contrario, las alabanzas que usamos nosotros en el foro, o tienen la brevedad desnuda y sencilla de un testimonio, o se escriben para una memoria fúnebre que no consiente mucha pompa oratoria. Pero como alguna vez se pronuncian y aun se escriben, como cuando Cayo Lelio hizo para Publio Tuberon el elogio de su tío Escipion el Africano, y porque podamos nosotros mismos, imitando a los Griegos y por ejercicio de estilo, hacer la alabanza de quien queramos, paréceme que debemos tratar también este lugar oratorio. Claro que en el hombre hay algunas cualidades apetecibles y otras dignas de alabanza. El linaje, la hermosura, la riqueza, las fuerzas, todos los demás bienes que la fortuna da, extrínsecos y corporales, no tienen en sí verdadero motivo de alabanza, la cual sólo se debe a la virtud; pero como la misma virtud resplandece, sobre todo, en el uso moderado de las cosas, de aquí que en estos discursos haya que ponderar los bienes de naturaleza y fortuna, entre los cuales es sumamente glorioso no haber sido arrogante en el poder, ni insolente en la riqueza, ni haber ofendido a otros en la abundancia o en la fortuna: de suerte, que sus riquezas no le hayan servido para liviandad y soberbia, sino para bondad y moderación.
La virtud, que es por sí digna de alabanza, y sin la que no puede alabarse nada, tiene, sin embargo, muchas partes, unas más acomodadas que otras para el elogio. Hay virtudes que parecen consistir en cierto agrado y benevolencia natural o adquirida con el trato de los hombres; otras, que se derivan del vigor y grandeza de alma o de alguna de las más nobles facultades del espíritu. Por eso la clemencia, la justicia, la benignidad, la fe, la fortaleza en los peligros comunes, son virtudes que con gusto oímos celebrar como útiles, no sólo a los que las poseen, sino a todo el género humano. Por el contrario, la sabiduría y grandeza del alma que estima en poco todas las cosas humanas, y la fuerza inventiva del ingenio, y la misma elocuencia, infunden no menor admiración, pero sí menos agrado, porque parece que más bien honramos y queremos captarnos la benevolencia del personaje elogiado que de los que oyen el elogio. Tampoco puede prescindirse de este género de virtudes, ya que los oídos de los hombres toleran que se ensalce en la virtud no sólo lo agradable sino también lo maravilloso. »Y como cada una de las virtudes tiene su objeto particular y a cada una se debe su alabanza propia, habrá que explicar, cuando se pondera, vg., la justicia del héroe, qué es lo que hizo con buena fe y equitativamente en las grandes ocasiones. Y así iremos aplicando sus hechos a la naturaleza, valor y nombre de cada virtud. Gratísima es la alabanza de los hechos que han sido emprendidos por varones fuertes sin esperanza de ventaja o premio, pero los que han sido, llevados a cabo con trabajo y peligro de los autores ofrecen más abundante materia de elogio para el que habla y para el que escucha. Porque parece virtud de varón esclarecido la que es fructuosa para otros y para él mismo laboriosa, peligrosa o a lo menos sin recompensa. También suele ser objeto de grande admiración el hombre que resignadamente tolera la adversidad y no se rinde a la fortuna, y que en los mayores peligros retiene intacta su dignidad. Y no dejan de tener cabida en los elogios, y adornarlos hasta cierto punto, los honores, los premios decretados a la virtud, las hazañas comprobadas por el juicio público, y aun la misma felicidad dada por los dioses inmortales: se han de elegir cosas o por su grandeza, o por su novedad, o por su género mismo singulares, pues las pequeñas, las triviales, las vulgares, no son dignas de admiración ni de gloria. Es de grande efecto la comparación con otros varones preclaros.
»Me he extendido algo más de lo que debía sobre este genero, no tanto por la utilidad forense, que es la que voy persiguiendo en todo este tratado, sino para que vierais que si los elogios entran en la jurisdicción del orador, lo cual nadie niega, es necesario al orador el conocimiento de todas las virtudes, y sin él el elogio sería imposible. En cuanto a los preceptos para vituperar, claro es que han de tomarse de los vicios contrarios, y también lo es que, así como no puede elogiarse con propiedad y abundancia a un hombre de bien sin el conocimiento de las virtudes, tampoco es posible reprender y vituperar con bastante acritud y vehemencia a un malvado sin el conocimiento de los vicios. De estos lugares comunes de alabanza y vituperio se hace bastante uso en todo género de causas. Ya sabéis lo que pienso sobre la invención y disposición. Añadiré algo acerca de la memoria, para hacer más leve el trabajo de Craso, y no dejarle nada de que discurrir sino lo perteneciente al estilo y ornato del discurso.
-Sigue, le dijo Craso: ya voy conociendo cuán grande artífice eres; ya te veo al descubierto y sin los velos de tu disimulación, y me es muy grato el que no me dejes nada o casi nada que decir.
-Lo que yo te deje, repuso Antonio, dependerá de tu voluntad; tú podrás acortarlo o estrecharlo. Si quieres tratarlo de veras, te lo dejo todo; si quieres valerte de tu disimulación, tú verás cómo has de satisfacer a éstos. Pero volviendo al asunto, no soy de tanto ingenio como Temístocles, que prefería el arte de olvidar al de recordar, y doy muchas gracias a Simónides de Cea, a quien llaman primer inventor del arte de la memoria. Cuentan que cenando Simónides en Cranion de Tesalia en casa de Escopas, hombre rico y noble, como hubiese cantado unos versos que en alabanza del mismo Escopas había compuesto, donde, como suelen los poetas, introducía un largo episodio en loor de Cástor y Pólux, díjole Escopas con sórdida avaricia que le daría la mitad de lo que le había prometido por aquellos versos, y que lo demás se lo pidiese a los Tindáridas, a quienes tanto había elogiado. Poco después vinieron a decir a Simónides que saliera, porque había a la puerta dos jóvenes que preguntaban por él; se levantó, salió, pero no vio a nadie. Entretanto vino a tierra el aposento donde comía Escopas, y entre las ruinas perecieron él y los suyos, sin que se pudiesen reconocer ni distinguir los cadáveres para enterrarlos. Y dicen que Simónides, por acordarse del lugar en que cada uno había comido, fue indicando donde se los había de sepultar. Este acontecimiento le hizo fijarse en que el orden es quien da mayor luz a la memoria. Por eso los que cultiven esta facultad del ingenio deben elegir ciertos lugares y colocar en ellos las imágenes de las cosas que quieran recordar, de suerte que el orden de los lugares conserve el orden de las cosas, y éstas sean recordadas por sus imágenes, valiéndonos de los lugares como de la cera, y de los simulacros como de las letras.
»De cuánto fruto sea la memoria al orador, de cuánta utilidad y poder, no me correspondo decirlo: gracias a ella, podemos retener lo que hemos pensado, tener fijas en la mente todas las ideas, el orden y aparato de las palabras, y oír de tal suerte a aquel de quien aprendemos o a quien hemos de responder, que parezca, no que han infundido en nuestros oídos sus discursos, sino que los han grabado en nuestra alma. Así, pues, sólo los que tienen memoria saben lo que han de decir, y cuándo y cómo han de responder y lo que les falta, porque recuerdan mucho de lo que hicieron en otras causas y de lo que oyeron a otros. Confieso que de este bien es madre la Naturaleza, como de las demás facultades de que antes hablábamos; pero este arte de bien decir, a su imagen y semejanza, tiene la fuerza no sólo de engendrar y procrear en nuestro ingenio algo que absolutamente no había, sino de educar y robustecer las facultades ya nacidas y criadas en nosotros. Sin embargo, nadie hay de tan firme memoria, que sin disponer y anotar las cosas, pueda abrazar el orden de las palabras y sentencias, ni nadie tan torpe a quien esta costumbre y ejercicio no aproveche. Consideró bien Simónides, o quien quiera que fuese el inventor de este arte, que se fijaba con más eficacia en nuestros ánimos lo que era trasmitido e impreso por los sentidos, y principalmente por el de la vista: de aquí dedujo que lo que se oye o piensa, más fácilmente podría retenerse cuando penetrara con la recomendación de los ojos; de modo que una cierta imagen, semejanza y figura recordase las cosas ocultas y lejanas del juicio de la vista, de suerte que lo que no pudiésemos abrazar con el pensamiento lo retuviéramos, por decirlo así, con la mirada. Con estas formas y cuerpos, como con todos los demás que están al alcance de la vista, se advierte y excita nuestra memoria; pero es necesario colocar en alguna parte las imágenes, porque el cuerpo sin el lugar no es inteligible. Diré, pues, para no detenerme en cosas sabidas y vulgares, que los lugares han de ser muchos y separados por cortos intervalos, y las imágenes fuertes, brillantes, que hieran el ánimo en cuanto se presenten. Esta facultad la dará el hábito y el ejercicio; de aquí la conversión de palabras semejantes, y la mutación de casos, o la traslación de la especie al género, y el representar con la imagen de una sola palabra toda una idea, a semejanza de un pintor, que con la variedad de formas sabe distinguir los lugares.
»Pero la memoria de palabras es menos necesaria al orador: se distingue por la mayor variedad de imágenes, pues son muchas las palabras, que como articulaciones, enlazan los miembros del discurso, y que es difícil representar con imagen alguna. La memoria de cosas es propia del orador: por ella, y colocando en su lugar cada una de las ideas, podemos recordar las sentencias por sus imágenes y el orden por sus lugares. Y es verdad lo que dicen los perezosos, que la memoria se oprime con el peso de las imágenes, y que se oscurece aun lo que la naturaleza misma podría recordar. Pero yo he visto a hombres admirables y de memoria casi divina, en Atenas a Carneades, en Asia a Metrodoro Escepsio, que según creo vive todavía; uno y otro decían que así como se graban las letras en cera, así grababan ellos con imágenes lo que querían recordar. Claro es que con este ejercicio no puede adquirirse la memoria, si no hay disposición natural; pero ciertamente que si está oculta, puede despertarse.
»Habéis oído un razonamiento bien largo de un hombre que ojalá no haya pecado de imprudente y temerario hablando tanto de la elocuencia en presencia tuya, oh Cátulo, y también de Lucio Craso, porque la edad de estos otros no me infundía tanto temor; pero ciertamente que me perdonaréis, sabiendo la causa que me ha movido a esta insólita locuacidad.
-Nosotros, dijo Cátulo (y en esto respondo por mí y mi hermano), no sólo te perdonamos, sino que te damos muchas gracias; y reconociendo tu cortesía y agrado, admirarnos al mismo tiempo tu ciencia y sabiduría. Yo he salido hoy de un grande error y admiración en que estaba, porque solía asombrarme con muchos otros de la divina perfección de tus discursos, y estaba persuadido de que ni siquiera habías saludado los preceptos, y ahora veo que los conoces perfectamente y que los has recogido de todas partes, y que, amaestrado por el uso, has corregido unos y comprobado otros. Y no por eso admiro menos tu elocuencia, aunque más tu virtud y estudio, y a la vez me huelgo de ver confirmada la opinión que siempre tuve de que nadie puede alcanzar la gloria de sabiduría y elocuencia sin sumo estudio, trabajo y doctrina. ¿Pero qué quisiste dar a entender cuando decías que te perdonaríamos sí supiéramos la causa que te había movido a hablar? ¿Qué otra causa pudo haber sino satisfacer nuestros deseos y los de estos jóvenes que con tanta atención te oyeron?»
Antonio respondió: «Quise quitar todo escrúpulo a Craso, de quien temía que por modestia o por repugnancia (pues de hombre tan dulce no quiero decir cosa más grave) no querría tomar parte en esta discusión. Pero ahora ¿qué podrá decir? ¿qué es hombre consular y censorio? También lo soy yo. ¿Recurrirá a su edad? Yo tengo cuatro años más que él. ¿Alegará ignorancia? Lo que yo tarde, de prisa y en ratos de ocio, como suelen decir, he aprendido, él lo ha profesado desde niño con grande estudio y con los mejores maestros. Nada diré de su ingenio, que no tiene igual. Ciertamente que cualquiera que me haya oído, por muy despreciador que sea de sus cosas, no habrá dejado de esperar que podría él hacerlo mejor o del mismo modo; pero, cuando habla Craso, nadie hay tan arrogante que espere poder hacerlo nunca tan bien; por lo cual, y para que no haya sido en vano la venida de estos amigos, oigamos alguna vez a Craso.»
Entonces dijo él: «Oh Antonio, aunque te conceda que todo lo que has dicho es así, de lo cual estoy muy lejos, ¿qué me has dejado que explicar hoy, a mí o a cualquier otro? Diré con verdad, amigos míos, lo que siento: he oído muchas veces a hombres doctos. ¿qué digo muchas veces? de cuando en cuando, porque desde niño me dediqué al foro y sólo estuve ausente cuando fui cuestor; sin embargo, cuando estaba en Atenas oí a doctísimos varones, y en el Asia a ese mismo Metrodoro Escepsio, que de estas cosas disputaba; pero ninguno me pareció tan sutil en este género de elocuencia como me has parecido tú hoy. Si fuera de otro modo y yo entendiese que Antonio había omitido algo, no soy tan grosero y poco cortés que no procurara complacerte.» Y añadió Sulpicio: «¿No recuerdas, Craso, que Antonio convino contigo en que él expondría el mecanismo de la oratoria, y a tí te dejaría la distinción y el ornato?»
Respondió Craso: «En primer lugar, ¿quién permitió a Antonio hacer esas divisiones y quedarse con la parte que quiso? Además, si no le he entendido mal cuando con tanto gusto le he oído, él ha tratado juntamente de una cosa y otra.
-De los adornos del discurso nada ha dicho, interrumpió Cota, ni de la elocución de donde la elocuencia misma tomó su nombre.
-Por consiguiente, replicó Antonio, me dejó Craso las palabras y se reservó las cosas.» Y añadió César: «Si lo que te ha dejado es lo más difícil, razón de más para que deseemos oírte; si es lo más fácil, no tienes pretexto para excusarte.
-Y lo que hoy nos prometiste, dijo Cátulo, de que si nos quedábamos en tu casa, harías por complacernos, ¿juzgas que no debe hacerte fuerza ninguna?» A lo cual, riéndose Cota, replicó: «Pudiéramos, Craso, aceptar tus excusas; pero lo que alega Cátulo es grave y caso de religión. Asunto es que pertenece a los censores; y mira que el faltar a sus promesas está muy mal en un hombre que ha sido censor.
-Sea como queráis, replicó él; pero ahora creo que ya es tiempo de levantarnos y descansar; a la tarde, si os parece bien, hablaremos algo, a no ser que queráis diferirlo para mañana.»
Todos a una voz contestaron que deseaban oírle cuanto antes, o a más tardar después del mediodía.
Libro tercero
Cuando yo me preparaba, oh hermano Quinto, a referir y copiar en este tercer libro el razonamiento que después de Antonio hizo Craso, un acerbo recuerdo vino a renovar en mi ánimo los antiguos cuidados y molestias. Aquel ingenio digno de la inmortalidad, aquella cortesía y virtud de Lucio Craso fue extinguida de súbito por la muerte, apenas habían pasado diez días después de la conversación que en este libro y en el anterior se refiere. Pues habiendo vuelto a Roma en el último día de los juegos escénicos, muy indignado con el discurso que había hecho ante el pueblo el cónsul Filipo, de quien constaba haber dicho que con aquel Senado era imposible gobernar la república: por la mañana, el día de los idus de Setiembre, vino a la curia, donde Druso había convocado el Senado. Y habiéndose quejado del discurso de Filipo, refirió al Senado la grave ofensa que contra aquel orden se había hecho ante el pueblo.
Siempre oí decir a los hombres más sabios que, cuando Craso hablaba con algún cuidado, parecía imposible hacerlo mejor, y superaba a todos; pero aquel día, por unánime confesión de los oyentes, se excedió a sí mismo. Deploró la desdicha y orfandad del Senado, de cuyo orden debía ser el Cónsul como un buen padre o un tutor fiel, y no un nefando ladrón que disipase el patrimonio de su dignidad, y añadió que no era de admirar que quien con sus consejos había trastornado la república, quisiera rechazar el buen consejo del Senado. Como Filipo era hombre vehemente, de fácil palabra y muy fuerte para la resistencia, no toleró aquellas encendidas teas; enojóse mucho y quiso refrenar a Craso con la amenaza de confiscarle los bienes. Cuentan que Craso dijo entonces cosas divinas, declarando que él no estimaba como Cónsul, a quien no le consideraba a él mismo como Senador. «¿Acaso tú, que miras como usurpada la autoridad de todo el orden senatorial y pretendes desacreditarle ante el pueblo romano, piensas aterrarme con esa amenaza de la confiscación? Si quieres contener a Craso, no le has de quitar los bienes sino la lengua, y aun arrancada ésta, respirará en su aliento la libertad y el odio a tu tiranía.»
Consta que habló largo tiempo con extraordinaria vehemencia de ingenio y de fuerzas, y que redactó en graves y magníficas palabras el parecer que siguió todo el Senado: «Que estuviese satisfecho el pueblo de que nunca habían faltado a la república el consejo y fidelidad del Senado.» Él mismo escribió estas palabras, según consta en los registros. Fue aquella oración como la voz del cisne de aquel hombre divino, y nosotros, cual si esperáramos todavía oirle, íbamos después de su muerte a la curia, para contemplar el sitio en que había pronunciado aquellas últimas palabras. Cuando aun estaba hablando, te acaeció un dolor de costado seguido de copiosísimo sudor; volvió con fiebre a su casa, y a los siete días murió. ¡Oh falaz esperanza de los hombres! ¡Oh frágil fortuna y vanas ambiciones nuestras que tantas veces se quebrantan y hunden en mitad de la carrera o antes de ver el puerto! Mientras la vida de Craso estuvo ocupada por los cuidados de la ambición, brilló más por sus beneficios privados y la fama de su ingenio, que por los altos honores y dignidades que tuviera en la república. Y cuando pasado un año después de su censura, el consentimiento de todos le abría el camino a los más altos honores, vino a destruir todas sus esperanzas y proyectos la muerte. Lamentable fue esto para los suyos, acerbo para la patria, doloroso para todos los buenos; pero tales calamidades vinieron luego sobre la república, que bien puede decirse que los Dioses inmortales no quitaron a Lucio Craso la vida, sino que le dieron la muerte. No vio ardiendo en guerra la Italia, en envidia el Senado, y a los principales de la ciudad reos de nefandos crímenes, ni el llanto de su hija, ni el destierro de su yerno, ni la triste fuga de Cayo Mario, ni la cruelísima matanza que siguió a su muerte, ni, finalmente, el completo desorden de aquella ciudad, antes tan floreciente y teatro de su gloria.
Pero ya que he venido a tratar del poder e inconstancia de la fortuna, no necesito ir a buscar ejemplos muy lejanos; basta ver a los mismos varones que en este diálogo hablan. ¿Quién no llamará con razón dichosa la muerte de Lucio Craso que fue llorado por muchos, cuando traiga a la memoria el fin que tuvieron todos los que por última vez hablaron entonces con él? Todos recordamos que Quinto Cátulo, varón en todo excelente, cuando pedía, no ya la salvación, sino el destierro y la fuga, se vio obligado a privarse él mismo de la vida. La cabeza de Marco Antonio, que había salvado las de tantos ciudadanos, fue clavada en aquellos mismos rostros donde él había defendido con tanta constancia la república, y que, siendo censor, había adornado con los despojos imperatorios. No lejos de él fue puesta la cabeza de Cayo Julio, entregado por traición de su huésped Arusco, y con ella la de su hermano Lucio Julio.
De quien tales cosas no llegó a ver, bien puede decirse que vivió con la república y murió juntamente con ella. No vio a su pariente Publio Craso, varón de tan esforzado ánimo, muerto por su propia mano, ni vio el simulacro de Vesta teñido con la sangre de su colega el Pontífice máximo. ¡Con cuánta tristeza (siendo tan grande como era su amor a la patria) hubiera visto aquel día la horrenda muerte de Cayo Carbon, con ser éste tan enemigo suyo! No vio la miserable suerte de aquellos dos jóvenes que entonces acompañaban a Craso. Cayo Cota, a quien él había dejado en tanta prosperidad, fue desposeído del tribunado por envidia, no muchos días después de la muerte de Craso, y a los pocos meses fue arrojado de la ciudad. Sulpicio, víctima del mismo odio, hizo, siendo tribuno, despojar de toda dignidad a los mismos que en otro tiempo habían sido sus amigos, y cuando empezaba a florecer para gloria de la elocuencia, el hierro le quitó la vida en pena de su temeridad, aunque no sin grave daño de la república. Por eso yo, cuando veo a Craso tan ilustre en vida y muerto tan a tiempo, no puedo menos de atribuir a divina y especial providencia su nacimiento y su fin, porque según era el valor y constancia de su ánimo, o hubiera sido víctima de la crueldad de las guerras civiles, o si la fortuna le hubiera librado de muerte tan atroz, hubiera tenido que ser espectador de la ruina de su patria, y no sólo la admiración de los malos, sino la misma victoria de los buenos le hubiera causado tristeza grande, por venir manchada con la sangre de tantos ciudadanos. Considerando yo, hermano Quinto, estas calamidades y las que yo mismo, por mi amor increíble y singular a la república, he sufrido, ha llegado a parecerme verdadero y sabio tu consejo, cuando citándome tantas y tan arrebatadas caídas de ilustres y excelentes varones, procurabas apartarme de toda contienda y disputa. Pero como ya no es hora de desandar lo andado, y la gloria viene a compensar mis mayores trabajos, prosigamos en estos solaces, que no sólo pueden ser agradables, sino provechosos en las molestias que de continuo nos abruman, y recordemos el razonamiento de Lucio Craso, casi el único que pronunció en su vida, y démosle la debida alabanza, si no igual a su ingenio, a lo menos proporcionada a nuestra afición. Ninguno de nosotros cuando lee los admirables libros de Platón, en todos los cuales se dibuja la figura de Sócrates, deja de formarse una idea aun más alta del personaje, con estar divinamente escritos aquellos diálogos. Yo también pido, no a tí que me lo concedes todo, sino a los demás que tomen en manos este libro, que sospechen del mérito de Craso algo más de lo que yo acierte a expresar. Porque como yo no estuve presente a la conversación, y Cota me refirió sólo los principales puntos y argumentos, he procurado hacer hablar a cada uno en su estilo propio, tal como le conocí por sus discursos; y si hay alguno que, llevado de la opinión vulgar, piense que Antonio fue más seco, o Craso más abundante que como yo los he descrito, será sin duda quien nunca los oyó o quien no puede juzgar. Porque, como antes dije, uno y otro, así en estudio como en ingenio y doctrina, se aventajaron a todos, y en su línea fueron perfectos, de suerte que ni faltaba ornato en los discursos de Antonio ni redundaba en los de Craso.
Así que se separaron antes del mediodía y descansaron un poco, narraba Cota que había llamado mucho la atención el ver que Craso había estado en atenta y fija meditación, y que él, como conocía muy bien, por haberlo visto en muchas ocasiones, el semblante y la mirada que Craso solía tener cuando meditaba o se disponía a hablar, vino entonces, mientras los otros descansaban, a aquel aposento donde Craso se había acostado en su lecho, y viéndole absorto en la meditación, se retiró en seguida, pasándose en este silencio no menos de dos horas. Y cuando ya el día se inclinaba hacia el ocaso, vinieron todos a ver a Craso, y dijo Julio: «¿Qué es eso, no nos sentamos? Venimos, no a pedirte, sino a recordarte tu palabra.» A lo cual respondió Graso: «¿Me juzgáis tan imprudente que pueda dilatar por más tiempo el cumpliros lo que os prometí? -¿Y qué lugar te parece bien en medio de la selva? Este es el más opaco y frío. -Sea, dijo Craso: nada más a propósito que ese lugar para nuestra conversación.» Y habiéndoles parecido bien a todos, fuéronse al bosque, y allí se sentaron con gran deseo de oír. Craso comenzó a hablar así: «Ya que por una parte vuestra amistad y por otra la facilidad de Antonio me ha quitado en tan excelente causa como es la mía toda libertad de negar, procuraré complaceros, por más que al partir la materia de que tratamos tomara Antonio para sí el hablar de las cosas que debe decir el orador, dejándome a mí el explicar cómo han de adornarse, con lo cual vino a dividir lo que nunca puede estar separado. Constando todo discurso de cosas y palabras, ni las palabras pueden tener valor si se quita el asunto, ni las cosas luz si se quitan las palabras. Paréceme que los antiguos alcanzaron y vieron mucho más que cuanto pueden ver y alcanzar nuestros ingenios, porque los antiguos filósofos decían que todo, así lo superior como lo inferior, es uno, y que una fuerza y una ley rige a toda la naturaleza. Ni hay cosa alguna que separada de las otras tenga existencia por sí misma, ni tampoco las demás, si ella les falta, pueden conservar su fuerza y eterna duración.
»Pero si esta razón parece superior al entendimiento y sentido humanos, no acontece así ciertamente con aquellas tan verdaderas y para tí, oh Cátulo, no desconocidas palabras de Platón, cuando sostiene que todas las artes humanas y liberales tienen entre sí cierto vínculo y alianza; y considerando bien las causas y fines de las cosas, se halla un admirable concierto y armonía entre todas las doctrinas. Y si todavía parece esta consideración demasiado alta para que nosotros tan apegados a la tierra la podamos contemplar, a lo menos debemos comprender y recordar el arte que hemos abrazado, el que profesamos y al que nos dedicamos. Una sola es la elocuencia de que yo hablaba ayer, y la que Antonio nos explicaba hace algunas horas en la conversación de esta mañana, sea cualquiera el terreno en que la discusión se coloque. Porque ya trate de la naturaleza del cielo, ya de la tierra, ya de las cosas divinas, ya de las humanas, ya de lo inferior, ya de lo igual, ya de lo superior; ya determine a los hombres a la acción, ya los instruya, ya los disuada, ya los arrebate, ya reflexione, ya encienda, ya calme las pasiones; ora se dirija a pocos oyentes, ora a muchos, a los extraños o a los propios, o aunque sea, finalmente, un monólogo, siempre brota la elocuencia de las mismas fuentes, por más que luego se divida en arroyos; y a donde quiera que llega va adornada y ataviada con las mismas galas. Pero como estamos dominados por las falsas opiniones, no sólo del vulgo, sino de los hombres de liviana erudición que, no pudiendo comprenderlo todo, gustan de aprender las cosas separadas y sueltas, y que apartan las palabras de la sentencia como quien separa el alma del cuerpo, cual si el una pudiera existir sin la otra, no abrazará en mi discurso más que lo que se me encarga: sólo indicará brevemente, que ni puede encontrarse el ornato de la palabra sin pensamientos claros y bien divididos, ni hay sentencia alguna que brille sin la luz de la palabra. Por eso antes de llegar a estos matices y lumbres de la oración, dirá en pocas palabras lo que pienso de la elocuencia en general. »Nada hay, a mi ver, en la naturaleza, que no abrace en su género muchas cosas desemejantes entre sí, aunque todas ellas dignas de alabanza. Porque nuestros oídos perciben muchas voces tan variadas que siempre la última nos parece la más agradable, y son casi innumerables las formas que se ofrecen a nuestros ojos y de diverso modo nos deleitan, sin que sea fácil decidir cuál es la más agradable. Lo mismo acontece en los demás sentidos; y lo que se dice de la naturaleza puede aplicarse a las artes. Hay un solo arte de escultura, en el cual sobresalieron Miron, Policleto, Lisipo, todos diversos entre sí, pero de tal suerte, que no quisiéramos que ninguno de ellos fuese diferente de sí mismo. Uno es también el arte de la pintura, y muy diferentes son entre sí Zeuxis, Aglaofon, Apeles, y no hay uno entre ellos a quien haya faltado ninguno de los primores de su arte. Y si esto es admirable, aunque sea verdad, en artes casi mudas, ¿cuánto más admirable no será en el discurso y en el lenguaje, que aun manejando las mismas sentencias y palabras, presenta grandes diferencias, pero no de suerte que merezcan vituperio los que no se amoldan a un determinado estilo, sino antes bien alabanza en géneros diversos? Y esto es de ver sobre todo en los poetas, que tienen tan próximo parentesco con los oradores. Ved cuán diferentes son entre sí Ennio, Pacuvio, Accio; cuánto lo son entre los griegos Esquilo, Sófocles y Eurípides, por más que a todos se otorgue casi igual alabanza en géneros diversos. Contemplad ahora a los oradores de quien tratamos, y ved qué diferencias hay entre ellos. Isócrates tuvo suavidad, Lisias sutileza, Hipérides agudeza, Esquines armonía, Demóstenes fuerza. ¿Quién de ellos no fue excelente, y sin embargo, a quién se pareció cualquiera de ellos sino a sí mismo? Escipion el Africano fue grave en su oratoria, Lelio suave, Galba áspero, Carbon rotundo y abundante. ¿Quién de ellos no fue el primero en su tiempo y modelo en un género distinto?
»¿Pero para qué busco ejemplos antiguos, cuando puedo valerme de otros presentes y vivos? ¿Qué cosa tan agradable ha sonado nunca en nuestros oídos como la dicción de Cátulo, la cual es tan pura que parece que él sólo sabe hablar el latín, y en la cual dichosamente se unen con singular majestad las gracias y los donaires? ¿Y qué mucho? Cuando lo oigo, juzgo siempre que no se puede añadir, quitar o alterar algo de sus discursos sin echarlos a perder. ¿Y qué diré de nuestro César, que ha introducido un nuevo género de oratoria y un estilo casi singular? ¿Quién sino él trató nunca las cosas trágicas cómicamente, las tristes y severas con hilaridad y alegría, las forenses, con todo el arte de la escena, y de tal modo que ni la gravedad de los asuntos excluyese los chistes, ni éstos aminorasen lo grave y serio de la cuestión? Presentes están Cota y Sulpicio, los dos casi de la misma edad: ¡qué cosa menos parecida entre sí, y sin embargo, cada cual en su género es eximio! El uno, limado y sutil, explicando las cosas con palabras propias y exactas, está siempre atento a la causa, y cuando su agudo ingenio le inspira el argumento de más fuerza para convencer a los jueces, omite todas las demás pruebas y en ella concentra todo su vigor y atención. Sulpicio, vehemente y arrebatado, junta a una voz llena y sonora y a un noble ademán y gracia en los movimientos, una gravedad y abundancia de palabras, que lo hacen parecer privilegiado por la naturaleza en disposiciones oratorias.
»Vengo ahora a nosotros mismos, ya que siempre nos han comparado, como en un juicio de competencia. ¿Qué cosa hay menos parecida que Antonio y yo en el decir? Él es tan grande orador, que no se puede hallar otro más excelente, y yo me avergüenzo de verme comparado con él. Veis qué género es el de Antonio: fuerte, vehemente, animado en la acción, apercibido y resguardado por todas partes, agudo, claro; se detiene en cada cosa, cede cuando honradamente puede cederse, y persigue y rinde al adversario, amenazando unas veces, suplicando otras, con una infinita variedad que jamás cansa nuestros oídos. Pero yo, ya que queréis contarme en el número de los oradores, sea cualquiera mi valor absoluto, ciertamente disto mucho de ese género. No me atrevo a decir cuál es mi estilo, porque nadie se conoce a sí propio, y es muy difícil juzgarse; pero se ve una diferencia en lo calmoso y reposado de mi acción, y en que suelo caminar siempre sobre las huellas que estampé al principio, y por lo mismo que pongo más cuidado que él en elegir las sentencias y las palabras, ando siempre temeroso de que parezca mi discurso afectado e indigno de la expectación del auditorio y del silencio con que me escuchan.
»Pues si sólo entre los que estamos aquí hay tanta diferencia de estilos y cada uno tiene el suyo, distinguiéndose más por sus facultades que por el género de elocuencia en que se ejercita, y siendo digno de alabanza todo lo que en su género es perfecto, ¿qué sucedería si nos fijáramos en todos los oradores que han existido o existen? ¿No encontraríamos tantos estilos como hombres?
»Todo este razonamiento se encamina a probar que siendo casi innumerables las formas y modos de decir, diversos en especie, aunque todos ellos laudables, no se pueden reducir a los mismos preceptos y a un mismo arte cosas que tanto discrepan entre sí.
»Por eso los que educan e instruyen a otros deben tener muy en cuenta el género a que más inclina a cada cual la naturaleza. Vemos que de una misma escuela de excelentes artífices y maestros han salido discípulos nada semejantes entre sí, pero todos ilustres, porque el maestro supo acomodar su enseñanza al genio de cada uno. De esto es grande ejemplo (omitiendo otras artes) lo que decía Isócrates, singular maestro: «que usaba de espuelas con Eforo, y de freno con Teopompo», porque en el uno reprimía el excesivo lujo y audacia de dicción, mientras que tenía que alentar la timidez y modestia del otro. Y no los hizo semejantes, pero tanto añadió al uno y limó al otro, que los conformó en cuanto la índole peculiar de cada uno consentía.
»He anticipado todas estas ideas para que entendáis que si no todo lo que voy a proponeros se acomoda a la índole y gusto particular de cada uno de vosotros en la oratoria, es porque sólo me he propuesto explicar el método y estilo que yo tengo por mejor.
»El orador ha de hacer todo lo que explicó Antonio y ha de decir las cosas de cierto modo. ¿Y qué modo mejor da decir (porque de la acción hablaré luego) que expresarse con pureza latina, con claridad y ornato y en los términos más acomodados al fin que nos proponemos? No creo que me preguntéis la razón que tengo para exigir pureza y claridad en el lenguaje, porque ni tratamos de enseñar a quien no sabe su lengua, ni es de esperar que quien no sepa latín pueda hablar nunca con elegancia, ni es posible admirar a quien habla de modo que no se le entiende. Dejemos, pues, esto, que es de conocimiento fácil y uso necesario, ya que la pureza de lengua se aprende en la niñez y en los primeros estudios, y la claridad es lo menos que se la puede exigir a un orador.
»Pero toda elegancia de estilo, aunque se perfecciona con la ciencia de las letras, todavía se acrecienta más con la lectura de los oradores y poetas, y aquellos antiguos escritores nuestros que aun no sabían adornar su estilo, casi todos hablaron con mucha pureza de lengua, y tan acostumbrados estaban a ello, que ni aun poniéndose de intento hubieran conseguido hablar malamente. Ni por eso se ha de abusar de las palabras que el uso tiene ya desterradas, a no ser por causa de ornato y con moderación; aunque el escoger, entre las palabras que están en uso, las más selectas, requiera largo y diligente estudio de los antiguos escritores.»Para hablar bien el latín, no basta emplear palabras que nadie pueda reprender con razón, y usarlas en sus casos, tiempos, género y número, evitando toda perturbación, discrepancia y trastorno, sino que debe educarse la lengua, el aliento y hasta el mismo sonido de voz; las letras no se han de pronunciar oscura y confusamente, ni las palabras han de salir flojas y desmayadas, ni por el contrario, hinchadas y como nacidas de fatigosa respiración. Y no hablo aquí todavía de la voz, como parte de la acción, sino en cuanto tiene enlace con el discurso. Hay ciertos vicios que todo el mundo quiere evitar: una voz afeminada y mujeril, o por el contrario, desentonada y absurda. Hay otro defecto que algunos buscan de propósito. Agrádales una voz rústica y agreste, y creen que esto da a sus discursos cierto color de antigüedad: así lo hace, oh Cátulo, tu amigo Lucio Cota, que a mi entender confunde lo rústico con lo anticuado. Por el contrario, a mí me deleita la suavidad de tu voz; prescindo ahora de la suavidad de las palabras, aunque es la más esencial y sólo se adquiere con el estudio y con el ejercicio de leer y de hablar. Sólo trato de la perfecta pronunciación, que así como entre los Griegos es propia de los áticos, así entre los latinos es gala de nuestra ciudad. Mucho tiempo hace que en Atenas se extinguió la sabiduría de los mismos Atenienses; sólo queda en aquella ciudad la morada de los estudios, en que ya no se ejercitan los ciudadanos, sino los extranjeros atraídos por el nombre y autoridad de aquel pueblo. Y, sin embargo, a los hombres más doctos de Asia los vence cualquier Ateniense indocto, no en las palabras, sino en el acento, y no tanto por hablar bien cuanto por hablar con dulzura. Los nuestros se dedican a las letras menos que los latinos, y no obstante, ninguno de los de la ciudad, por pocas letras que tenga, dejará de vencer en condiciones de voz y acento a Quinto Valerio Sorano, el más sabio de todos los Itálicos.
»Teniendo, pues, los Romanos de la ciudad una pronunciación suya, en la cual nada que ofenda, nada que desagrade, nada que suene o huela a peregrino y anticuado puede admitirse, imitémosla, y no sólo huyamos la rústica aspereza, sino también las innovaciones extranjeras. Cuando oigo a mi suegra Lelia (porque es sabido que las mujeres conservan mejor la tradición, antigua, y como oyen hablar a poca gente, retienen siempre lo primero que oyeron) me parece oír a Plauto o a Nevio; su pronunciación es recta y sencilla, sin rastro de ostentación o imitación: así habló su padre, así sus mayores; no con aspereza, como el orador que antes cité; no con grosería y rusticidad, sino con precisión, llaneza y agrado. Por eso nuestro Cota, a quien tú, Sulpicio, sueles imitar cuando suprimes la jota y pronuncias muy llena la e, no me parece que imita a los oradores antiguos, sino a los segadores.» Habiéndose reído Sulpicio, añadió Craso: «Ya que me habéis obligado a hablar, me he de vengar mostrándoos algunos de vuestros defectos.
-Ojalá lo hagas, replicó él; todos lo deseamos, y creo que si lo haces, dejaremos hoy muchos de nuestros defectos.
-Pero a tí, Sulpicio, dijo Craso, no te puedo reprender sin peligro propio, porque dijo Antonio que te pareces mucho a mí.
-También nos aconseja, replicó Sulpicio, que imitemos lo mejor de cada uno, y mucho me temo no haber imitado de tí más que los golpes que das con el pié en el suelo, y unas cuantas palabras, y quizá algún movimiento.
-De lo que tengas parecido a mí, respondió Craso, no te reprenderé, por no reprenderme a mí mismo: son mis defectos muchos más y mayores que los que tú imaginas: en cuanto a los que son tuyos enteramente o imitados de algún otro, de éstos ya te advertiré cuando la ocasión se presente.
»Pasemos en silencio los preceptos relativos a la lengua latina, que se aprenden en la enseñanza de la niñez, se desarrollan con el más sutil y razonado conocimiento de las letras o con el hábito diario y familiar de la conversación, y se acrecen con la lectura de los antiguos historiadores y poetas. Ni nos paremos tampoco a disputar cómo podremos hacer inteligibles las cosas que decimos.
»Hablando en buen latín, con palabras usadas y que indiquen propiamente lo que queremos significar y declarar, sin vocablos ni frases ambiguas, sin períodos demasiado largos, sin dilatar excesivamente los símiles, sin sentencia desligada, sin confusión de tiempos, de personas o de orden. ¿Qué más? Tan fácil es todo esto, que muchas veces me admiro de que sea más difícil entender lo que el patrono nos quiere decir, que lo que diría el mismo cliente si hablase en causa propia.
»Los que vienen a encargarnos causas, suelen explicarse de tal modo que no puede apetecerse más claridad. Pero cuando tratan el mismo asunto Furio o vuestro amigo Coponio, no puedo entender lo que dicen, si no presto mucha atención: tan confuso, tan enredado es su discurso; allí no se distingue lo primero de lo segundo, y es tal el tropel y lo desusado de las palabras, que lejos de dar luz a las ideas, traen oscuridad y tinieblas, viniendo a reducirse la oración a un vano ruido. Pero si esto no os agrada, principalmente a los que sois de mayor edad, y os parece molesto y pesado, hablemos de otras cosas todavía menos agradables.
-Ya ves, dijo Antonio, con qué disgusto te oímos; yo de mí sé decir que lo abandonaría todo por oírte: tienes el arte de dar claridad a lo más escabroso, plenitud a lo más seco, novedad a lo más vulgar.
-Fáciles eran, continuó Craso, las dos partes que hasta ahora he recorrido, o que más bien he pasado en silencio: el hablar con pureza latina, y la claridad de expresión. Las demás cualidades son muchas, difíciles, variadas, graves, y en ellas se funda todo el triunfo del ingenio y toda la gloria de la elocuencia. Nadie hay que se admire de un orador porque hable bien el latín. Si le habla mal, se rien de él lo mismo que de cualquiera otro, aunque no sea orador. Nadie ensalza la claridad del que se deja entender de sus oyentes, pero todos desprecian al que no puede hacerlo. ¿De qué se admiran, pues, los hombres? ¿Qué es lo que les deja estupefactos y arranca sus exclamaciones? ¿A quién tienen, digámoslo así, por Dios entre los hombres? Al que habla con distinción, riqueza, abundancia y lucidez en cosas y palabras, y pone en la oración un ritmo y número poético. Esto es lo que llamo ornato: los que modelan su estilo según el asunto y las personas lo exigen, merecen ser alabados, pues hablan con oportunidad y afluencia. Dice Antonio que nunca ha visto oradores de este género, y que a ellos solos debe concederse el lauro de la elocuencia. Burlaos de todos aquellos que con haber aprendido los preceptos de los retóricos, creen haber alcanzado toda la facultad oratoria, sin saber siquiera qué papel representan o qué se proponen. Ya que la vida humana es materia propia del orador, debe investigar, oir, leer, disputar, tratar y experimentar todo lo que ella abraza. La elocuencia es una de las principales virtudes; y no porque las virtudes dejen de ser todas iguales entre sí, sino porque hay algunas más hermosas y esclarecidas que otras, como es ésta que, abrazando la ciencia de las cosas, de tal manera explica con palabras los designios y afectos del ánimo, que fácilmente puede llevar adonde quiera el ánimo de los que oyen. Cuanto mayor es su fuerza, más conviene que vaya unida con una probidad y exquisita prudencia: si al que carece de estas virtudes le damos la facilidad y abundancia en el decir, no haremos de él un orador, sino que pondremos un arma en manos de un loco furioso.
»A este arte de pensar y bien decir le llamaban los antiguos Griegos sabiduría. Ella educó a los Licurgos, Pitacos, Solones, y muy semejantes a ellos nuestros Coruncanios, Fabricios, Catones, Escipiones, quizá no tan doctos, pero con igual vehemencia de ánimo e incorrupta voluntad. Otros por el mismo entendimiento, pero con diversas ambiciones, prefirieron la quietud y el sosiego: así Pitágoras, Demócrito, Anaxágoras, que, abandonando el gobierno de la ciudad, se dedicaron del todo a la investigación de las causas: la cual vida, por su tranquilidad y por la dulzura de la misma ciencia, que es lo más agradable que hay entre los hombres, deleitó a muchos más de los que convenía a la utilidad pública. Así que se dedicaron a este estudio hombres de excelente ingenio, libres de toda otra ocupación y cuidado, siguiéronles en las mismas investigaciones y estudios otros muchos, quizá en mayor número que el que hubiera convenido. Porque la antigua sabiduría era a la vez maestra del bien decir y del bien obrar, y eran unos mismos los preceptos de la vida y de la elocuencia: así, en Homero aquel Fénix, a quien Peleo había elegido por compañero de su hijo en la guerra, le enseñaba a ser orador elocuente y ejecutor de grandes hazañas. Pero así como los hombres habituados a un trabajo diario y asiduo, cuando por el mal tiempo tienen que suspenderlo, se refugian en el juego de pelota, o de los dados, o de las tesseras, o inventan en la ociosidad alguna nueva recreación; así ellos, excluidos de los negocios públicos por la mala condición de los tiempos o por su propia voluntad, se dedicaron unos a la poesía, otros a la geometría, otros a la música, otros, como los dialécticos, inventaron nueva ocupación y nuevo juego, y consumieron su tiempo y su vida en aquellas artes inventadas para educar y formar el ánimo de los jóvenes.
»Y como había muchos que florecían en la república por esa doble sabiduría de bien obrar y de bien decir, que no puede separarse, y que brilló en Temístocles, en Pericles y Teramenes, y como había otros que, sin ejercitarse en el gobierno de la república, eran preceptores de esa misma sabiduría, como Gorgias, Trasímaco, Isócrates, encontráronse también algunos varones en ingenio y doctrina excelentes, pero que calculadamente se apartaban de los negocios civiles, y reprendían y tenían en poco este ejercicio oratorio. El principal de ellos fue Sócrates, a quien por universal testimonio de los doctos y juicio de toda la Grecia nadie venció en prudencia, agudeza, ingenio y gracia, ni tampoco en variedad y copia de decir, fuese cual fuese el asunto en que se ejercitara. Cuando los maestros de quienes hemos hablado, trataban, enseñaban y disputaban estas materias retóricas, cuando todos los conocimientos, y entre ellos el de la oratoria, se llamaban filosofía, Sócrates les arrebató este nombre común, y separó las ciencias antes tan unidas, el discurrir bien, y el hablar con ornato. Esto hizo en aquellos coloquios y disputas suyas, que Platón inmortaliza en sus obras, porque Sócrates no dejó escrita ni una letra. De aquí esa discordia entre el pensamiento y la lengua, absurdo ciertamente, inútil y digno de reprensión, como si a unos estuviera concedido el recto juicio y a otros el bien decir. Habiendo sido tantos los discípulos de Sócrates, y conservando todos alguna parte de su enseñanza esparcida en tantas y tan variadas discusiones, nacieron de aquí muchas sectas entre sí discordes, aunque todos sus adeptos se llamasen socráticos y se tuviesen por fieles discípulos de Sócrates. Y primero fueron discípulos de Platón Aristóteles y Xenócrates, padre el uno de la escuela peripatética, y el otro de la Academia; fueron después discípulos de Antístenes (que había tomado de los discursos de Sócrates la paciencia y la severidad), primero los cínicos y luego los estoicos. De Aristipo, a quien agradaban más las disputas sobre el placer, nació la filosofía cirenáica que él y sus sucesores defendieron de buena fe, mientras hoy los que lo miden todo por el deleite, aun cuando con más delicadeza lo hagan, ni satisfacen a la dignidad humana, que no desprecian sin embargo, ni saben defender esa misma causa del deleite que quieren que abracemos. Hubo otras sectas filosóficas, que casi todas se llamaban socráticas: los Eretrios, Heríilios, Megareos y Pirrónicos, pero ya todas estas escuelas están quebrantadas y deshechas. Entre las que quedan, la que ha tomado a su cargo la defensa del placer, aunque a algunos les parezca verdadero, dista mucho, no obstante, de convenir al orador que estamos formando y que queremos sea autor del consejo público, caudillo en el gobierno de la ciudad, y el primero por su elocuencia y sabiduría en el Senado, en el pueblo y en las causas públicas. Y no por eso hacemos injuria alguna a esta filosofía. Cumpla en buen hora lo que desea, pero descanso en sus huertos, donde recostada muelle y delicadamente, nos aparta de los rostros, del tribunal y de la curia. Quizá obra sabiamente, sobre todo en el presente estado de la república. Pero yo no trato ahora de averiguar cuál es la filosofía más verdadera, sino cuál es la que conviene más al orador. Por lo cual dejémoslos sin agraviarlos en nada: después de todo son hombres de bien y se creen felices: sólo les aconsejaremos que, aunque sea verdad, tengan oculta como un misterio esa sentencia de que el sabio no ha de tomar parte en el gobierno de la república, porque si llegan a persuadirnos de eso a los que somos buenos ciudadanos, no podrán ellos mismos gozar por mucho tiempo de ese ocio que tanto desean.
»A los estoicos no los reprendo en nada, porque no quiero que se enojen, aunque no saben ni enojarse. Hasta les agradezco el haber sido los únicos que han dicho que la elocuencia es virtud y sabiduría. Pero hay en ellos dos cosas que no convienen al orador: la primera el decir, como dicen, que todo el que no es sabio, es siervo, ladrón, enemigo, insano, y afirmar por otra parte que no hay ningún hombre verdaderamente sabio. Es muy absurdo que hable en el foro, en el Senado o en cualquiera otra reunión de hombres, uno a quien le parezca que ninguno de los presentes está sano ni es buen ciudadano ni hombre libre. Añádase a esto que tienen un estilo quizá sutil y ciertamente agudo, pero que para un orador es seco, desusado, ingrato a los oídos del vulgo, oscuro, árido; tal, en suma, que de ninguna manera puede usarse ante el pueblo. Los estoicos discurren acerca del bien y el mal de un modo muy distinto que los demás ciudadanos, o por mejor decir, estiman de otra manera que los demás el honor, la ignominia, el premio y el suplicio. Si en esto aciertan o yerran no es ahora ocasión de discutirlo, pero siguiendo su doctrina, nunca haremos nada en el campo de la oratoria.
»Restan sólo los peripatéticos y los académicos: éstos forman dos escuelas con un mismo nombre, porque Espeusipo, hijo de una hermana de Platón; Xenócrates, discípulo del mismo Platón, y Polemon y Crántor, que lo fueron de Xenócrates, se diferencian poco de Aristóteles, que fue, juntamente con ellos, discípulo de Platón; sólo difieren mucho en la abundancia y variedad del estilo. Arcesilao, discípulo de Polemon, fue el primero que de varios diálogos platónicos y razonamientos de Sócrates dedujo la consecuencia de que no hay certidumbre alguna en el conocimiento adquirido por los sentidos o por el entendimiento, y cuentan que con suma gracia en el decir despreció todo criterio, lo mismo el de la razón que el de los sentidos, y fue el primero en renovar el método ya usado por Sócrates: no demostrar lo que él mismo pensaba, sino disputar contra la opinión de cualquier otro. De aquí nació la nueva Academia, en la cual se distinguió por su divina prontitud de ingenio y abundancia de decir, Carneades. Y aunque yo conocí muchos discípulos suyos en Atenas, sin embargo, los testigos más fidedignos que puedo citar son mi suegro Scévola, que le oyó en Roma siendo joven, y mi amigo Quinto Metelo, hijo de Lucio, varón muy ilustre, que lo alcanzó en Atenas, aunque muy viejo, y le oyó por muchos días.
»Así como los ríos se dividen al caer de la cumbre del Apenino, así huyendo de esta común altura de la sabiduría, se dividieron los estudios, cayendo los filósofos en el mar superior de Jonia, mar griego y abundante en puertos, al paso que los oradores cayeron en este mar inferior Tirreno y bárbaro, lleno de escollos y de peligros, en el cual el mismo Ulises hubiera andado errante. Por lo cual, si nos contentamos con un orador que sepa negar lo que se le arguye o defender a lo menos la conducta del acusado sosteniendo que ha obrado bien, o por culpa de otro, o según la ley, o no contra la ley, o con imprudencia, o por necesidad, o que no se ha de dar a su acción el nombre que se le da, o que la acusación no es en debida forma; y si creéis que basta aprender lo que los preceptistas de este arte enseñan, y que con mucho más ornato y abundancia que ellos acaba de exponer Antonio; si os contentáis, digo, con estas cosas y con lo que queréis que yo añada, venís a reducir al orador a un círculo exiguo, quitándole el vasto e inmenso campo en que se espaciaba. Pero si queréis imitar al antiguo Pericles o a Demóstenes, que nos es más familiar por la multitud de sus escritos, y si amáis aquella hermosa y soberana idea del orador perfecto, tenéis que seguir el método de Carneades o el de Aristóteles. Porque, como ya he dicho, los antiguos que precedieron a Sócrates juntaban con el arte de bien decir la ciencia de las costumbres, de la vida, de la virtud y de la república, hasta que separados después por Sócrates y sus discípulos los disertos de los doctos, despreciaron los filósofos la elocuencia y los oradores la sabiduría, y sólo de vez en cuando tomaban algo prestado los unos de los otros, siendo así que antes hubieran podido usar alternativamente de la misma riqueza, a haber permanecido en su primitiva alianza. Y así, como los antiguos Pontífices, aunque Numa les había encargado de los convites sagrados, quisieron que hubiese tres Epulones por ser tantos los sacrificios, así los socráticos apartaron de su gremio y del nombre común de filósofos a los defensores de causas, cuando por el contrario habían querido los antiguos que hubiese una admirable unión entre el arte de bien decir y la sabiduría.
»Siendo esto así, he de pediros sinceramente que en lo que voy a decir, no creáis que hablo de mí mismo, sino del orador. Porque yo, habiendo sido educado por mi padre con grande estudio en la niñez, y habiendo traído al foro el ingenio que en mí conozco y no el que vosotros imagináis, nunca he aprendido, sin embargo, las materias de que voy a hablar, con el esmero que os recomiendo a vosotros; empecé a defender antes que nadie causas públicas, y cuando tenía veintiun años, llamé a juicio a un hombre muy ilustre y elocuentísimo: mi disciplina fue el foro, mi maestro el uso, y las leyes e instituciones del pueblo romano, y las costumbres de los mayores. Sediento luego de adquirir esos conocimientos de que hablo, sólo llegué a buscarlos cuando estuve de cuestor en Asia, donde fue mi maestro el académico Metrodoro, de cuya memoria ha hablado Antonio; de allí me fui a Atenas, donde hubiera permanecido más tiempo a no haberme enojado con los Atenienses, porque no querían repetir los misterios que habían celebrado dos días antes de mi llegada. Así es que, cuando extiendo el término de la elocuencia a tanta variedad de conocimientos y doctrina, no sólo no hablo de mí, sino contra mí, ni disputo de mis facultades, sino de las del orador, y tengo por muy ridículos a todos los que escriben arte retórica y disputan del género judicial, de los principios y de las narraciones. Pero el poder de la elocuencia es tal, que explica el origen, la naturaleza y las alteraciones de todas las cosas, las virtudes, los deberes; describe las costumbres, y las leyes, dirige la república, y da palabras copiosas y elegantes en cualquier asunto. En este género nos hemos ejercitado, a decir verdad, cuanto podemos, con mediano ingenio, y, sin embargo, no concedemos mucha ventaja en la disputa a los que han hecho de la filosofía el tabernáculo de su vida.
»¿Qué puede decir mi amigo Cayo Veleyo para probar que el deleite es el sumo bien, lo cual yo no pueda, si quiero, defender más copiosamente, valiéndome de los argumentos que expuso Antonio, con este arte de decir, en que Veleyo es rudo, y en que cada uno de nosotros está versado? ¿Qué pueden decir Sexto Pompeyo, o los dos Balbos, o mi amigo Marco Vigelio, el que vivió con Panecio, de la virtud al modo de los estoicos, hasta el punto de obligarme a mí o a cualquiera de vosotros a ceder en la disputa? Porque la filosofía no se asemeja a las demás artes. ¿Qué hará en geometría el que no la ha aprendido? ¿Qué en música? Tendrá que callar o pensaremos que no está en su juicio. Pero en filosofía sólo un ingenio acre y agudo descubrirá lo más verosímil y lo expondrá con elegancia. Un orador vulgar y poco docto, pero que esté ejercitado en el decir, sólo con esto tiene bastante para triunfar de los maestros y para no dejarse despreciar ni tener en menos por ellos.
»Pero si ha existido alguno que al modo de Aristóteles pueda sostener acerca de todas las cosas dos pareceres contrarios, y lo mismo en toda causa, sólo con conocer los preceptos de aquel filósofo, y que sepa refutar al modo de Arcesilao y Carneades toda proposición, y que a este método una el arte oratorio y el hábito y ejercicio de decir, éste será el verdadero, perfecto y solo orador. Sin el nervio forense no puedo ser el orador bastante enérgico y grave, ni sin la variedad de la doctrina bastante culto y sabio. Dejemos, pues, a ese vuestro Córax empollar en el nido sus hijuelos hasta que tomen el vuelo, convertidos en declamadores odiosos, y molestos: dejemos a ese Pánfilo, que no sé quién es, pintar en vendas o fajas una cosa tan importante, tratándola como si fuera algún juego de niños: y nosotros, en esta breve discusión de ayer y hoy, expliquemos todo el oficio del orador, mostrando que nada de lo contenido en los libros de los filósofos está fuera de los límites de la oratoria.»
Entonces dijo Cátulo: «En verdad, Craso, que no es admirable que haya en tí tanta fuerza, suavidad y abundancia de decir; yo creí antes que estas cualidades eran naturales y que no sólo eras un grande orador, sino también un hombre sapientísimo; pero ahora entiendo que has estimado siempre más lo que se dirige, a la sabiduría, y que de ahí nace esa tu abundancia oratoria. Pero cuando recuerdo los sucesos de tu vida y considero tus estudios, ni puedo comprender cuándo has aprendido ni cómo has tenido tiempo para oír a los filósofos y estudiar sus libros. Ni sé qué es lo que me causa más admiración, si el que hayas aprendido en medio de tantas ocupaciones todas esas cosas, cuya utilidad quieres persuadirnos, o el que no habiéndolas aprendido, puedas hablar del modo que lo haces.»
Respondió Craso: «Lo primero que quiero persuadirte, Cátulo, es que hablo del orador casi como podría hablar de un histrion. Yo negaría que éste pudiera sobresalir en el gesto si no había aprendido la palestra y la danza. Para decir esto, no era necesario que yo fuera histrion, sino que me bastaba con ser no mal apreciador del artificio ajeno. De un modo semejante, estoy ahora, a ruego vuestro, hablando del orador, es decir, del orador perfecto, y siempre que se pregunta por algún arte o facultad, se habla de ella como absoluta y perfecta. Si queréis tenerme por orador mediano o bueno, no lo repugnaré, ni soy tan necio que ignore que esa es la fama que tengo. Como quiera que sea, no soy perfecto. Ni hay entre los hombres cosa más difícil, ni mayor, ni que exija más aparato de doctrina. Pero claro es que si disputamos del orador, nos hemos de referir al orador perfecto. Porque si no se tiene a la vista la idea perfecta de la cosa, nunca se entenderá bien cuán grande es su excelencia. Confieso, Cátulo, que hoy no vivo con los filósofos ni con sus libros, y como has advertido muy bien, nunca he tenido tiempo para aprender, ni he dedicado al estudio mas que seis años infantiles y mis vacaciones forenses.
»Pero si me preguntas, oh Cátulo, lo que pienso de esta enseñanza, te diré que un hombre ingenioso ocupado en el foro, en la curia, en las causas y en la república, no necesita tanto tiempo como el que se toman los que en aprender gastan la vida. Todas las artes son tratadas de diverso modo por los que las aplican a la práctica y por los que, absortos en el arte mismo, no hacen otra cosa en la vida. El maestro de los gladiadores Samnitas es muy anciano, y sin embargo todos los días hace ejercicios y no se cuida de más. Pero Quinto Velocio aprendió la esgrima cuando muchacho, y como era apto para ella y la sabía muy bien, fue, como dice Lucilio, «buen Samnita en la lid y hábil en el florete,» aunque dedicaba mucho más tiempo al foro, a los amigos y a la hacienda. Valerio cantaba todos los días, porque era cómico. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero Numerio Furio, nuestro amigo, canta cuando le viene bien: porque es padre de familia, es caballero romano, y aprendió de niño lo que tenía que enseñar. Lo mismo sucede con otros estudios mayores.
»Día y noche veíamos a Quinto Tuberon, hombre de suma virtud y prudencia, dedicarse a la filosofía. Pero de su tío el Africano pocos sabían que se dedicase al mismo estudio, y sin embargo lo hacía. Todo esto se aprende fácilmente tomando sólo lo necesario en cada ocasión, y teniendo alguno que pueda enseñarnos bien, y sabiendo nosotros aprender. Pero si en toda la vida no hacemos otra cosa, la misma ciencia y ejercicio producirá cada día nuevas cuestiones, en cuya indagación te empeñarás afanoso. Así resulta que el conocimiento es movible o infinito. El uso fácilmente confirmará la doctrina, con tal que se emplee un mediano trabajo, y no se abandone la memoria y el estudio. Yo gustaría de aprender a jugar bien a los dados o a la pelota, aunque quizá no pudiera conseguirlo; pero otros, por lo mismo que lo hacen bien, se deleitan en ello más de lo justo, como Ticio con la pelota y Brula con los dados.
»Nadie tema, pues, la dificultad de las artes, sólo porque vea a los viejos aprenderlas. Esto consiste, o en que se dedicaron al estudio siendo ya muy ancianos, o en que prolongaron su estudio hasta en la vejez, o en que son muy tardos. Yo opino que el que no pueda aprender pronto, nunca aprenderá bien.
-Ya entiendo, Craso, lo que dices, replicó Cátulo, y mi opinión es la misma. Comprendo que con tu facilidad de aprender te haya sobrado tiempo para adquirir esos conocimientos que muestras.
-¿Persistes, dijo Craso, en creer que hablo de mí, y no del arte? Volvamos, si te place, a la materia comenzada.-Si que me place, dijo Cátulo.»
Y prosiguió Craso: «¿A qué viene, ese discurso tan largo y traído de tan lejos? Las dos partes que me restan, y que sirven para ilustrar el discurso y coronar el edificio de la elocuencia, dándole esplendor y ornato, tienen la cualidad de ser las más agradables, las que influyen más en el ánimo de los oyentes, y las más adornadas con todo género de riquezas. El estilo forense es litigioso, acre, vulgar, pobre y miserable, en una palabra; y el estilo que enseñan esos que se dicen maestros de retórica, es mucho mejor que el vulgar y el forense. Requiere éste grande aparato de cosas exquisitas traídas y recogidas de todas partes, como tendrás que hacerlo tú, César, dentro de un año, porque calculo que con cosas diarias y vulgares no podrás satisfacer a este pueblo. El método de elegir y colocar las palabras y de cerrar los períodos es fácil, y aun sin método basta el mismo ejercicio. De conocimientos hay una gran selva que los últimos Griegos no han tenido, y por eso nuestra juventud salía de las escuelas ignorando más que sabiendo. También entre los latinos hubo durante estos dos años últimos maestros de retódonde los libros son gratis rica, que yo siendo censor prohibí por un edicto, no porque yo no quisiera (como sé que decían algunos) que se aguzasen los ingenios de los jóvenes, sino antes al contrario, porque no quise que se embotasen sus entendimientos y que creciese su petulancia. A lo menos entre los Griegos veía (fuera de este ejercicio de lengua) alguna doctrina de humanidades digna del nombre de ciencia; pero estos nuevos maestros nada podían enseñar, sino la audacia, que aun unida a un verdadero mérito, es intolerable, y mucho más cuando nada la disculpa. Como sólo esto enseñaban, y su escuela lo era de impudencia, juzgué obligación del censor atajar el daño. Mas no por eso desespero de que alguna vez se traten en lengua latina digna y decorosamente las materias de que ahora disputamos; porque así nuestra lengua como la naturaleza de las cosas, toleran que aquella antigua y excelente sabiduría de los Griegos se aplique y traslade a nuestros usos y costumbres; mas para esto se requieren hombres eruditos que todavía en este género no han florecido, y si alguna vez aparecieren, quizá merezcan ser antepuestos a los mismos Griegos.
»Ornase, pues, el discurso conforme a su naturaleza y con un color y jugo propio, y para que sea grave, elegante, erudito, liberal, admirable, culto, para que tenga afectos y grandes ideas, no se requiere el ornato en cada una de las articulaciones, sino que debe verse en todo el cuerpo. »Las flores de palabras y sentencias no han de estar derramadas igualmente por toda la oración, sino distribuidas con oportunidad y gusto, como matices y lumbres del estilo.
»Ha de elegirse un modo de decir que entretenga mucho a los que oyen y que no sólo deleite, sino que deleite sin saciedad; no creo necesario advertiros que vuestro discurso no ha de ser pobre, ni vulgar ni anticuado: algo más importante exigen vuestro ingenio y vuestra edad. »Es difícil explicar la razón de que las cosas que más deleitan nuestros sentidos, y que más nos conmueven a primera vista, son las que más pronto nos producen saciedad y fastidio. ¡Cuánto más brillantes suelen ser en colorido, las pinturas nuevas que las antiguas! Y, sin embargo, las nuevas, aunque a primera vista nos deslumbren, no nos deleitan largo tiempo, y por el contrario en las antiguas su misma severidad nos encanta y detiene. ¡Cuánto más blandas y delicadas son en el canto las flexiones y las voces falsas que las ciertas y severas! Y, sin embargo, no sólo la gente austera, sino la misma multitud prefiere las segundas. Lo mismo puede verse en los demás sentidos: nos agradan menos los ungüentos de fuerte y penetrante aroma, que los suaves y delicados: más alabado suele ser el olor de la cera que el del azafrán; y al mismo tacto no convienen superficies demasiado tersas y bruñidas. El gusto mismo, que es de todos los sentidos el más voluptuoso y el que más siente la dulzura, llega a hastiarse y a repugnar pronto lo que es demasiado dulce, así en alimentos como en bebidas, siendo así que en uno y otro género lo que ligeramente agrada a los sentidos es lo que menos cansa. Así en todas las cosas, sobre todo en los mayores placeres, está muy cerca el fastidio. No es de admirar que lo mismo acontezca en los poetas que en los oradores, y que un discurso claro, distinto, adornado, festivo, sin intermisión, sin desaliños, sin variedad, aunque esté adornado de bellísimos colores poéticos, no puede causar un largo deleite.
»Y todavía desagradan más en el orador o en el poeta los afeites y relumbrones, porque en los deleites de los sentidos proviene la saciedad de la naturaleza y no del entendimiento, mientras que en los escritos y en los discursos juzga los defectos no sólo el oído sino el entendimiento. Gusto de oír: «Bien, admirablemente,» aunque me lo digan muchas veces; pero no me agrada oir a cada paso: «Hermosamente, con gracia,» si bien no me pesaría que fuese más frecuente aquella exclamación: «¡No se puede hacer mejor!». Pero esta misma admiración y suma alabanza ha de tener cierta sombra y claro-oscuro que hagan brillar y sobresalir la parte iluminada.
»Nunca dice Roscio con toda la fuerza que puede, este verso:
Premio y honor, y no riquezas, buscacon la virtud el sabio,
Y cuando añade :
¿Mas qué miro?
de hierro armado invade nuestros templos,
lo dice con aire de admiración, estupor y aturdimiento. Y cuando exclama:
¿Mas qué defensa buscaré?
¡con qué abandono, con qué dulzura pronuncia estas palabras! Y
luego exclama con más entonación:
¡Oh patria, oh casa de Príamo!
»No sería tanta su conmoción en este último verso si hubiera consumido y agotado sus fuerzas en el primero; y esto antes que los actores lo conocieron los poetas, que establecieron esa variedad de tonos empezando por los más humildes, y ora aumentando, ora disminuyendo, ora elevando, introdujeron variedad y distinción. El ornato y dulzura del orador tiene que ser austero y sólido, no liviano y empalagoso. Los preceptos que se dan para el ornato, son tales, que el más vicioso orador puede explicarlos. Por eso, como antes dije, lo primero que ha de adquirirse, es una selva de palabras y sentencias, como antes dijo Antonio: con estas ha de irse tejiendo e hilando el discurso, iluminado con palabras y variado en sentencias.
»El mayor mérito de la elocuencia es la amplificación, que consiste no sólo en encarecer y ponderar las cosas, sino en despreciarlas y abatirlas. Es necesaria en todos los argumentos que Antonio señaló para dar autoridad al discurso, vg., cuando explanamos algo o cuando queremos conciliarnos los ánimos o mover los afectos. En esto último puede mucho la amplificación, y en ella debe extenderse el orador. Aún es mayor el uso de la amplificación en la alabanza y en el vituperio, que es lo último que explicó Antonio. Porque nada hay tan a propósito para exagerar y amplificar, como poder hacerlo con abundancia y ornato. Vienen después aquellos lugares que, aunque deben ser propios de la causa y salir de sus mismas entrañas, como quiera que suelen aplicarse a asuntos generales, recibieron entre los preceptistas antiguos el nombre de lugares comunes. Algunos de ellos encierran una censura amplificada de los vicios y pecados, o una invectiva a la cual nada suele ni puede responderse, vg., contra un concusionario, un traidor, o un parricida: estos argumentos sólo pueden usarse cuando los crímenes están bien comprobados: de otro modo, serán una declamación vana e inútil. Otros tienen por objeto mover a compasión, a misericordia, y otros se aplican a cuestiones dudosas, en que puede discutirse largamente por ambas partes. Este último ejercicio es propio ahora de las dos filosofías de que hablé antes. Entre los antiguos pertenecía también a los que se dedicaban a la enseñanza forense. Sobre la virtud, el deber, lo justo y bueno, la dignidad, utilidad, honor, ignominia, premio, pena, y otras cosas semejantes, debemos estar prontos a disputar con habilidad y fuerza por entrambas partes. Pero ya que arrojados de nuestras posesiones, se nos ha encerrado en este pequeño predio, y aun éste anda en litigio, y siendo nosotros patrones y defensores de otros no hemos podido conservar lo que era nuestro, tomemos prestado lo que necesitamos, de los que indignamente usurparan nuestro patrimonio. »Dicen, los que de una parte y lugar pequeño de la ciudad de Atenas se llaman filósofos peripatéticos o académicos, y a quienes por su exquisito conocimiento de las cosas más importantes y aun de los negocios públicos, llamaron antiguamente los Griegos filósofos políticos; dicen, repito, que todo discurso civil entra en uno de estos dos géneros: o es una controversia definida, en que se señalan personas y tiempos, vg.: «¿Convendrá rescatar de los Cartagineses nuestros cautivos, entregándoles los suyos?» o es una cuestión indefinida y universal, vg.: «¿Qué hemos de pensar y decidir respecto de los cautivos?» Al primer género le llaman causa o controversia, y le dividen en tres especies: litigio, deliberación y alabanza. A las cuestiones indefinidas las llaman consultas. La misma división usan para enseñar; pero no por derecho propio, ni por sentencia, ni por recuperar una posición perdida, sino por una usurpación que han cometido, según el derecho civil, rompiendo una rama en señal de dominio. También poseen el segundo género de cuestiones, en que se señalan tiempos, lugares y personas; pero tampoco esta posesión es muy segura. Hoy se celebra mucho en Filon, el más ilustre de los académicos, este conocimiento y ejercicio de las causas. Las cuestiones indefinidas tan sólo las nombran al principio del arte, y dicen que son propias del orador; pero ni penetran su naturaleza, ni las dividen en partes o géneros; así es que más les valiera pasarlas del todo en silencio, que abandonar la materia después de haberla empezado a tratar, pues ahora parece que callan por ignorancia, y entonces podía creerse que lo hacían por buen juicio.
»Toda cuestión está sujeta a dudas, ya verse sobre materias indefinidas, ya sobre las causas que se discuten en la ciudad y en el foro, y no hay ninguna que no se refiera o al conocimiento o a la acción. Porque, o se busca el conocimiento y ciencia de la cosa misma, vg.., «¿Ha de apetecerse la virtud por su dignidad o por sus propios frutos?» o se trata de tomar consejo para determinarse a la acción, vg.: «¿Debe el sabio gobernar la república?» Los modos de conocimientos son tres: conjetura, definición y consecuencia. Conjetura, vg.: «¿Existe en el género humano la sabiduría?» La definición explica la naturaleza de la cosa, vg.: «¿Qué es la sabiduría?» Consecuencia, vg.: «¿Puede mentir alguna vez el hombre de bien?» La conjetura pueden dividirla en cuatro géneros; porque, o se pregunta lo que es, vg.: «¿El derecho entre los hombres procede de la naturaleza o de la opinión?» o se investiga el origen de alguna cosa, vg.: «¿Cuál es el origen de las leyes y del gobierno?» o se pregunta la causa y razón, vg.: «¿Por qué los hombres más doctos disienten en asuntos de grande importancia?» o se disputa acerca de las alteraciones y mudanzas, vg.: «¿Puede morir la virtud en el hombre o convertirse en vicio?» Son casos de definición cuando se habla de principios universales y grabados en la mente de todos, vg.: «Lo justo es lo que conviene a la mayor parte de los ciudadanos,» o cuando se investigan las propiedades de una cosa, vg.: «¿El hablar con ornato es propio del orador, o puede hacerlo algún otro?» o cuando la cosa se divide en partes, vg.: «¿Cuántos géneros hay de bienes apetecibles? ¿Son por ventura tres, bienes de alma, de cuerpo o exteriores?» o cuando se describe la forma y carácter de alguna persona, vg., el avaro, el sedicioso y el vanaglorioso.
»La consecuencia abraza dos géneros de cuestiones, porque, o es sencilla, vg.: «¿Ha de apetecerse la gloria?» o procede por comparación, vg.: «¿Es más apetecible la gloria que la riqueza?» La discusión sencilla tiene tres modos, según se trate de lo que se ha de apetecer o huir, vg.: «¿Podemos desear los honores? ¿Debemos huir de la pobreza?» O se disputa de lo justo y de lo injusto, vg.: «¿Es justo vengar las injurias de nuestros parientes?» O de lo honesto y de lo torpe, vg.: «¿Es honesto morir por alcanzar gloria?» Los modos de la comparación son dos: en el uno se busca la semejanza o diferencia entre dos cosas, vg., entre temer y respetar, entre el rey y el tirano, entre el adulador y el amigo; o se pregunta cuál de dos cosas ha de ser preferida, vg.: «¿El sabio ha de guiarse por la alabanza de los mejores o por el aplauso popular?» Estas son las divisiones que los retóricos más doctos hacen de las cuestiones relativas al conocimiento.
»Las que se refieren a la acción, o versan sobre el deber, y se pregunta qué es lo recto y lo que debe hacerse (y aquí entra todo el tratado de las virtudes y los vicios), o tienen por objeto excitar o calmar los afectos. A este género pertenecen las exhortaciones, reprensiones, consuelos, quejas y todo impulso propio para mover los ánimos o para mitigarlos.
»Explicados estos géneros y modos de controversia, poco importa que nuestra división difiera algo de la de Antonio, porque iguales son los miembros de una y otra, aunque yo los distribuyo de un modo algo diferente que él. Paso adelante, y vuelvo a mi asunto y propósito. »De los lugares que expuso Antonio, pueden tomarse argumentos para todo género de cuestiones; pero los hay más acomodados a unas cuestiones que a otras. En esto no insistiré, por ser cosa tan evidente. »Son más elegantes las oraciones que ofrecen más campo donde explayarse y que de una controversia singular y privada se elevan a los principios generales, de suerte que los oyentes, conocida la naturaleza, género y universalidad del asunto, puedan juzgar del caso particular, del reo, del crimen o del litigio. A este género de ejercicio ha convidado a estos jóvenes Antonio, y ha juzgado que de las más estrechas y agudas cuestiones debíais elevaros en vuestros discursos a lo más universal y variado. Este no es asunto de pocos libros, como se persuaden los que escribieron del arte de bien decir, ni se aprende con un paseo por el Tusculano antes de comer, ni con una sesión como la de esta tarde. No basta aguzar y tener expedita la lengua, sino henchir y llenar el pecho de cosas admirables y excelentes por su dulzura, elegancia y variedad. Si somos oradores, si figuramos como los primeros en las contiendas de los ciudadanos, en los peligros y en las deliberaciones públicas, nuestra es, repito, la posesión de toda esa sabiduría y doctrina, de la cual otros hombres que tenían ocio mientras nosotros estábamos ocupados, se apoderaron como si se tratara de cosa abandonada y baldía. Y después de esto, o se burlan del orador con cavilaciones, como hace Sócrates en el Gorgias, o escriben sobre el arte oratoria algunos librillos que llaman retóricos, cual si no fuera propio de los oradores lo que los mismos filósofos discuten acerca de la justicia, el deber, el régimen y gobierno de las ciudades, el método de vida y hasta la naturaleza de las cosas. Todo lo cual, ya que no podemos tomarlo de otra parte, quitémoslo a los mismos que nos lo han robado; con tal que lo apliquemos a la ciencia política a que se refiere, y, como antes dije, no gastemos toda la vida en aprender estas cosas, sino que, en habiendo conocido las fuentes, que nunca sabremos bien si no las sabemos pronto, vengamos a beber en ellas siempre que la ocasión lo exija. Ni es tan agudo el ingenio del hombre, que pueda ver tantas cosas si no se le muestran, ni es tanta la oscuridad de las cosas que un hombre de agudo ingenio no alcance a distinguirlas si con atención las mira. En este tan inmenso campo donde es lícito al orador vagar libremente por dominios suyos, fácilmente hallará aparato y adorno para sus discursos. La abundancia de ideas engendra la abundancia de palabras. Y si hay nobleza en las cosas mismas de que se habla, en el esplendor de la materia se reflejan las palabras. Si el que habla o escribe ha recibido una educación liberal y esmerada, y arde en amor al estudio, y la naturaleza le ayuda, y se ha ejercitado en todo linaje de disputas, y conoce e imita a los más elegantes oradores y escritores, ni siquiera tendrá que preguntar a sus maestros cómo ha de dar ornato y esplendor a su palabra, porque en tanta abundancia de ideas y conocimientos la naturaleza misma con poco ejercicio encuentra todos los adornos del discurso.» Entonces dijo Cátulo: «¡Oh dioses inmortales, qué variedad de cosas, qué fuerza, abundancia y grandeza has abrazado en tu discurso, Craso, y cómo de un círculo estrecho has sacado al orador para colocarle en el reino de sus mayores! Bien sabemos que los antiguos maestros en el arte de hablar, ningún género de disputa tuvieron por ajeno de su arte, y se ejercitaron en todo linaje de oratoria. Por lo cual Hipias Eleo, habiendo venido a Olimpia en aquella gran festividad de los juegos, se glorió, delante de casi toda la Grecia, de no haber arte alguno que ignorase, y no sólo las artes liberales e ingenuas, la geometría, la música, el conocimiento de las letras y de los poetas, y las ciencias que tratan de la naturaleza de las cosas, de las costumbres y de los negocios públicos, sino que dijo que él, por su propia mano, había hecho el anillo que llevaba, el manto con que iba vestido, y los zuecos con que estaba calzado. Sin duda que éste fue demasiado adelante; pero de aquí es fácil conjeturar qué amor tuvieron aquellos oradores a las artes liberales, cuando ni siquiera despreciaron las más humildes.
»¿Qué diré de Pródico Ceo, qué de Trasimaco Calcedonio o de Protágoras Abderita? Cada uno de estos disertó y escribió mucho en sus tiempos, aun sobre ciencias naturales. Y el mismo Gorgias Leontino, a quien quiso describirnos Platón como a un orador vencido por un filósofo, o no fue vencido nunca por Sócrates, ni es verdadero aquel diálogo de Platón; o aunque fuese vencido, no ha de negarse que Sócrates era más elocuente y diserto, o, como tú dices, más copioso y mejor orador. Y con todo, en ese mismo libro de Platón ofrece Gorgias hablar copiosamente de todo asunto que se presente a discusión, y fue el primero en proponer ante un concurso numeroso que él hablaría de lo que cada uno quisiera. Por eso se le tributó tanto honor en Grecia, y a él sólo se erigió en Delfos una estatua, no dorada, sino de oro. Estos que nombro, y otros muchos excelentes maestros de elocuencia, florecieron casi al mismo tiempo, de donde puede inferirse que las cosas pasaron como tú, Craso, las has expuesto, y que el nombre de orador tuvo entre los antiguos Griegos más estimación, y exigía más ciencia. Pero dudo si se debe a tí más alabanza que vituperio a los Griegos, porque tú, nacido en otra lengua y costumbres, en una ciudad ocupadísima, distraído en los negocios de casi todos los particulares y en el gobierno de una ciudad que rige todo el orbe, has llegado a abarcar tanta suma de conocimientos y a unirlos con la ciencia y ejercicio del que por tus consejos y palabra tiene más autoridad en la república, mientras que ellos, nacidos en las letras y entregados con ardor a los estudios en medio del ocio más completo, no sólo no acrecentaron nada, sino que ni aun supieron conservar ni trasmitir lo que sus mayores les habían dejado.»
Prosiguió Craso: «No sólo en esto, sino en otras muchas cosas, se ha menoscabado la grandeza de los conocimientos con la distribución y separación de partes. ¿Crees que en tiempo de Hipócrates el de Cos hubo médicos que curaban, unos las enfermedades, otros las heridas, otros los ojos? Cuando Euclides o Arquímedes enseñaban la geometría, cuando Damon o Aristójeno profesaban la música, o Aristófanes y Calímaco las letras, ¿crees que estuvieron tan separadas que nadie abrazó la totalidad, sino que cada uno eligió una parte para trabajar en ella? Yo mismo oí a mi padre y a mi suegro que nuestros mayores, cuando querían alcanzar la gloria de la sabiduría, abrazaban todas las ciencias conocidas entonces en nuestra ciudad. Ellos se acordaban de Sexto Elio. Nosotros hemos visto a Marco Manilio pasearse por el foro, como ofreciendo a todos los ciudadanos el auxilio de su consejo. Y ora estuviese en el foro, ora en su casa sentado en la silla de jurisconsulto, no sólo iban a consultarle sobre el derecho civil, sino sobre el matrimonio de una hija, sobre la compra de un fundo, sobre el cultivo de un campo, sobre todo negocio u obligación. Esta fue la sabiduría del antiguo Publio Craso; esta la de Tiberio Coruncanio; esta la del prudentísimo Escipion, bisabuelo de mi yerno, todos los cuales fueron Pontífices máximos, y se les consultaba sobre todas las cosas divinas y humanas, y ellos daban su parecer y consejo en el Senado y ante el pueblo, y en las causas de los amigos, en la paz y en la guerra. ¿Qué le faltó a Marco Caton sino esta culta doctrina, venida del otro lado del mar? ¿Acaso porque sabía el derecho civil no era elocuente, o porque lo era, ignoraba el derecho civil? En uno y otro género sobresalió igualmente. ¿Acaso por servir a los particulares dejó de atender a los negocios públicos? No hubo en el pueblo mejor senador ni más excelente general. En suma, nada se supo o hizo en aquellos tiempos en la ciudad sin que él lo investigara y supiera, y aun escribiese sobre ello. Ahora, por el contrario, vienen muchos a pretender los honores y a gobernar la república desprevenidos e inermes, sin ningún conocimiento de las cosas ni ciencia alguna. Y si se aventaja al uno entre muchos, bástale para envanecerse el sobresalir en un solo concepto, vg., en el valor guerrero o en el manejo de las armas, cosas ahora algo anticuadas, o en la ciencia del derecho, y no todo, por que nadie estudia el derecho pontificio, o en la elocuencia, que ellos hacen consistir en el ruido y torrente de las palabras, pero ignorando el parentesco y alianza de todas las buenas artes y de las virtudes entre sí.
»Volviendo ahora a los Griegos (ya que no se puede prescindir de ellos en esta discusión, porque así como tomamos de los nuestros ejemplos de valor, hemos de tomar de los Helenos ejemplos de doctrina), dícese que hubo al mismo tiempo siete llamados sabios y tenidos por tales. Todos éstos, fuera de Thales de Mileto, tuvieron el poder supremo en sus ciudades respectivas. ¿Quién fue más docto en aquellos tiempos, o quién supo unir la elocuencia y las bellas letras tan bien como Pisistrato, de quien se dice que fue el primero en corregir los libros de Homero, confusos antes, y en disponerlos por el orden en que ahora los tenemos?
»No fue, ciertamente, hombre útil a sus conciudadanos; pero en elocuencia, como en letras y doctrina, aventajó a todos. ¿Y qué diremos de Pericles? cuya abundancia en el decir fue tal, que hasta cuando se oponía a la voluntad de los Atenienses, y por el interés de la patria hablaba con alguna dureza contra el pueblo, era a pesar de todo popular y aplaudido, y de él dijeron los antiguos cómicos (aunque alguna vez le satirizaron según la costumbre de Atenas) que la gracia habitaba en sus labios, y que era tanta la fuerza de su palabra que dejaba siempre una especie de aguijón en el ánimo de los que le oían. Pero no le había enseñado ningún hablador a dar gritos, midiendo el tiempo por la Clepsidra, sino que su maestro fue Anaxágoras de Clazomene, varón consumado en muchas ciencias. Éste con su doctrina, consejo y elocuencia, gobernó cuarenta años a Atenas, así en la paz como en la guerra. Y Cricias y Alcibiades, malos ciudadanos uno y otro, pero en verdad doctos y elocuentes, ¿no habían recibido las enseñanzas de Sócrates? ¿Y quién hizo consumado en todas las ciencias a Dion Siracusano? ¿No fue Platón, el cual, maestro no sólo de lengua, sino de ánimo y virtud, le impulsó y armó para que libertase su patria? ¿Fue distinta la enseñanza que dio Platón a este su discípulo, de la que dio Isócrates al hijo del ilustre caudillo Conon, a Timoteo, gran general al mismo tiempo que hombre doctísimo, o el pitagórico Lisís al tebano Epaminondas, quizá el hombre más esclarecido de toda la Grecia, o Jenofonte a Agesilao, o Arquitas Tarentino a Filolao, o el mismo Pitágoras a toda aquella Italia griega que se llamó Magna Grecia? Yo pienso que no. De aquí infiero que en otro tiempo fue una misma la enseñanza propia del hombre erudito y del que había de gobernar la república, y que los que recibían esta enseñanza, si tenían ingenio para la oratoria y se dedicaban a ella, eran los que más se aventajaban en la elocuencia. Así, el mismo Aristóteles, viendo tan floreciente y llena de discípulos la escuela de Isócrates, porque había convertido éste en vana elegancia la oratoria del foro y de la plaza pública, mudó de repente todo su método de enseñanza, y aplicóse con poca alteración un verso del Filoctetes. Había dicho éste: «Vergonzoso es callar cuando hablan los bárbaros.» Y dijo Aristóteles: «Vergüenza es permitir que hable Isócrates. «Y por eso adornó e ilustró toda esta doctrina, y procuró juntar el conocimiento de las cosas con el ejercicio de la palabra. Ni se ocultó esto al sapientísimo rey Filipo, que le puso por maestro de su hijo Alejandro, para que aprendiera de él al mismo tiempo los preceptos de bien decir y de bien obrar.
»Y si alguno quiere llamar orador al filósofo que posea abundancia de ideas y riqueza de dicción, yo no me opondré, ni tampoco a que se llame filósofo al orador que une la sabiduría con la elocuencia; siempre que convengamos en que no es digna de alabanza ni la torpeza del que tiene ideas, pero que no sabe expresarlas, ni la vana locuacidad del que habla sin tener nada que decir. Y si hubiera de elegir entre una de las dos cosas, mejor escogería la sabiduría inelegante que la locuaz ignorancia. Pero si buscamos lo mejor de todo, deberemos otorgar la palma al orador sabio. Consintamos en que le llamen filósofo, y cesa toda controversia. Si se quiere establecer división entre oradores y filósofos, siempre resultarán estos últimos inferiores, porque el orador perfecto posee la ciencia del filósofo, al paso que en el filósofo no es de rigor la elocuencia. Quizá ellos la desprecien, pero siempre tendrán que convenir en que es algo que se añado a su arte.»
Habiendo dicho esto Craso, guardó silencio por algunos instantes y callaron también los demás, hasta que dijo Cota: «No puedo quejarme, Craso, de que hayas hablado de otra cosa distinta de la que te habíamos pedido, porque nos has dado mucho más que lo que acertábamos a desear; pero ciertamente, lo que habías tomado a tu cargo era explicarnos el ornato del discurso, y ya habías entrado en materia, dividiéndola en cuatro partes, y nos habías dicho bastante de las dos primeras, aunque a tu parecer breve y ligeramente, pero todavía te faltaba explicar las otras dos: primera, cómo se ha de hablar con ornato; segunda, con oportunidad. Apenas habías comenzado a tratar este punto, el ardor de tu ingenio te levantó a tal distancia de la tierra, que casi te perdimos de vista. Abrazaste todo linaje de ciencias, y aunque en tan breve tiempo no pudiste agotar todo el caudal de tu saber, ni sé el efecto que en los demás harías, de mí puedo decirte, que me moviste a entrar en la Academia. Mas no por eso juzgo necesario consumir toda la vida en esos estudios, sino poder (como tú mismo has dicho) abarcarlos de una mirada. Pero aunque fuera su estudio más difícil o yo más tardo y rudo que lo que soy, no descansaré hasta haber aprendido el doble método que tienen los académicos para defender el pro y el contra en todo género de cuestiones.»
Entonces dijo César: «Una cosa hay en tu discurso, Craso, que me ha llamado mucho la atención, y es el negar tú que pueda aprender nunca el que no aprende pronto. La prueba no es difícil: o yo adquiriré pronto esa ciencia que tanto condenas, o si no lo consigo no me empeñaré en perder el tiempo, y me contentaré con la escasa doctrina que ahora poseo.»
A esto añadió Sulpicio: «Yo, Craso, no quiero competir ni con Aristóteles, ni con Carneades, ni con ninguno de los filósofos. Tú dirás si es porque desespero de poder aprender sus filosofías, o porque hago de ellas muy poca estimación. Para la elocuencia que yo busco, bástame un vulgar conocimiento de las cosas forenses y comunes, y aun de éstas ignoro muchas, que sólo aprendo cuando la causa que he de defender lo exige. Por lo cual, si no estás ya cansado y no te parece molesto, vuelve a tratar de lo que se refiere al esplendor y ornato del discurso; lo cual he querido oír de tí, no para perder yo toda esperanza de conseguir alguna vez la elocuencia, sino para aprender algo y ponerme en camino.
-Vulgares cosas me preguntas, respondió Craso, y de tí, oh Sulpicio, no desconocidas. Porque, ¿quién no ha enseñado o ha dejado escrito algo sobre esta materia? Pero te daré gusto y te expondré brevemente lo que yo alcanzo, remitiéndote en lo demás a los autores e inventores de estas menudas reglas.
»Toda oración se compone de palabras, y éstas pueden considerarse ya separadas, ya unidas. Hay un género de ornato propio de cada una de las palabras, y otro que resulta de su construcción y enlace. Usemos, pues, o de palabras propias, que son el nombre verdadero de las cosas, y nacieron, digámoslo así; con las cosas mismas, o de palabras trasladadas de su significado primitivo, o de palabras nuevas e inventadas por nosotros mismos. Cuando se usa de palabras propias, el mérito del orador está en huir de las abatidas y desusadas, y valerse de las más selectas y elegantes, de las más llenas y armoniosas; el oído será el juez en la elección de estas palabras, para lo cual influye mucho la costumbre de hablar correctamente. Por eso, lo que dice de los oradores el vulgo: «éste usa de palabras elegantes, o usa de palabras no elegantes,» no es efecto del arte, sino de un cierto sentido natural, porque no es grande alabanza huir de los defectos (aunque esto importe mucho). El fundamento casi único del edificio es la elección y uso de las palabras. Qué especie de edificio es el que el orador levanta y cómo ha de adornarle, es lo que vamos a indagar y a explicar ahora. Tres son, pues, los géneros de palabras de que el orador se sirve para ilustrar y adornar el discurso: inusitadas, nuevas o trasladadas. Inusitadas son las arcaicas y vetustas, desterradas ya del lenguaje común, y de las cuales pueden hacer más uso los poetas que nosotros. No obstante, hace buen efecto en el discurso alguna frase poética, y yo no dejaría de decir como Celio: «cuando el Cartagines vino a Italia,» y usaría otros muchos giros que, colocados oportunamente, dan a la oración un aspecto de antigüedad. Se usan también palabras nuevas, formadas ya por composición, ya sin composición.
»De la tercera clase son las palabras trasladadas, nacidas, ya de la necesidad y de la pobreza de lenguaje, ya del deleite y elegancia. porque así como los vestidos se inventaron primero para defenderse del frío, y luego se usaron para adorno y gala del cuerpo, así las traslaciones reconocieron por primera causa la necesidad, por segunda el placer. Que las vides producen yemas, que las hierbas están lujosas y los sembrados alegres, hasta los rústicos lo dicen. Las palabras trasladadas explican lo que con palabras propias apenas puede declararse, y la semejanza en que la traslación se funda aclara más nuestro pensamiento. Estas traslaciones son una especie de préstamo en que tomamos de otra parte lo que no tenemos. Hay otras más audaces, que no indican pobreza, sino que añaden algún esplendor al discurso. ¿Pero para qué he de explicar sus géneros y el modo de hallarlos?
»En la metáfora la comparación está reducida a una sola palabra, puesta en lugar ajeno como si fuera propio: si se comprende, agrada; si la semejanza no existe, la metáfora queda sin efecto alguno. Solo conviene usar de metáforas para hacer más clara una cosa, vg.: «el mar se alborota; las tinieblas se duplican; la negra noche lo oscurece todo; la llama brilla entre las nubes; el cielo se estremece con los truenos; el granizo mezclado con larga lluvia cae precipitado de las nubes; por todas partes se agitan los furiosos vientos y se levantan recios torbellinos; el piélago hierve.» Aquí casi todas las expresiones son figuradas, y ellas hacen más clara la descripción de las cosas materiales. Lo mismo sucede con un hecho humano, o un propósito o intención, como aquel que aludiendo a uno que hablaba oscuramente para que nadie penetrara su intención, lo da a entender con dos palabras trasladadas: «Este disfraza y rodea sus discursos.» A veces por medio de la transición se consigue la brevedad, vg.: «Si el arma se escapó de sus tiranos.» Muchas palabras propias no darían a entender tan bien como una sola trasladada, la imprudencia de haber dejado escapar el arma. »Y me parece digno de notarse por qué agradan más a todos las palabras trasladadas y ajenas que las propias y naturales. Si la cosa no tiene nombre propio, como el pié en la nave, como el nexo en el matrimonio, como en la Mujer el divorcio, la necesidad obliga a tomar de otra parte lo que no se tiene; pero por grande que sea la abundancia de palabras propias, siempre agradan más las ajenas, si la traslación está hecha con arte. Creo que esto sucede o porque es una prueba de ingenio el saltar por encima de los obstáculos y traer cosas de lejos, o porque el oyente muda de puntos de vista, sin apartarse, no obstante, del principal asunto, o porque vemos al mismo tiempo el asunto y lo que a él se parece, o porque toda traslación que está racionalmente hecha se dirige a los sentidos, y especialmente al de la vista, que es el más agudo de todos. El perfume de la urbanidad, la delicada cortesía, el murmullo del mar, la dulzura del discurso, son comparaciones tomadas de los demás sentidos; pero las de los ojos son mucho más vivas, y ponen casi en presencia del ánimo lo que no podemos ver con los ojos. No hay en la naturaleza cosa alguna de cuyo nombre no podamos servirnos para expresar cosas diferentes. De donde quiera que se tomen similitudes (y se pueden hallar casi en todo), puede sacarse también la metáfora, que por el símil que contiene, da luz y esplendor a todo el discurso. »Lo primero que debe evitarse en este, género es la falta de exactitud en la comparación, vg.: «grandes arcos del cielo;» y por más que Ennio, según cuentan, llevara una esfera a la escena, nunca podría encontrarse semejanza entre una esfera y un arco. «Vive mientras puedes, oh Ulises: arrebata con los ojos este último rayo de luz.» No dijo toma ni recibe, porque eso indicaría más esperanzas de vivir largo tiempo que las que podía tener Ulises, sino que dijo: arrebata, lo cual conviene mejor con lo que antes había dicho: mientras puedes.
»El símil tampoco ha de estar traído de lejos. Yo diría mejor el escollo, que no la sirte del patrimonio; mejor el abismo que la Caribdis de los bienes, porque más fácilmente se inclinan los ojos del entendimiento a lo que se ha visto que a lo que se ha oído.
»Y aunque es gran mérito de la traslación el que hiera los sentidos, ha de evitarse, sin embargo, toda torpeza en las ideas. No quiero que se diga que con la muerte de Escipion el Africano quedó castrada la república; no quiero que se llame a Glaucias el estiércol de la curia, porque aunque la comparación no sea inexacta, la idea que sugiere nada tiene de limpia. No quiero tampoco que la comparación sea mayor que lo que pide el asunto, vg.: «la tempestad de la revuelta,» ni tampoco menor, vg.; «la revuelta de la tempestad.» No quiero que la palabra trasladada exprese menos que lo que expresaría la propia, vg. «¿Por qué me haces señas para que no vaya a tu casa?» Mejor estaría: me lo vedas, me lo prohibes, me lo impides, porque él había dicho: «Pronto, ahí mismo, para que mi contagio ni mi sombra no dañe a los buenos.»
»Y si temes que la traslación parezca un poco dura, puedes suavizarla anteponiendo alguna palabra. vg.: decir que, muerto Marco Caton, quedó como huérfano el Senado, es un poco duro; pero diciendo quedó como huérfano, digámoslo así, resulta ya algo más suave. Porque ha de haber cierto pudor en la metáfora, de suerte que parezca que ha entrado en lugar ajeno, no por fuerza sino rogada.
»Entre las figuras que consisten en una sola palabra, no hay ninguna más galana que esta, ni que comunique más esplendor al discurso. La alegoría que de aquí nace, no consiste en una sola palabra trasladada, sino en muchas continuadas, de suerte que se diga una cosa y se entienda otra, vg.: «ni he de consentir otra vez que la armada de los Aquivos, tropiece en el mismo escollo y en las mismas armas.» Y aquel otro ejemplo: «Yerras: tu insolente y temeraria confianza será contenida por las fuertes riendas de la ley y del imperio.»
»Esta figura es grande ornato del discurso, pero ha de huirse de la oscuridad, porque de aquí resulta lo que llaman enigmas. Este modo de la metáfora no consiste en una sola palabra, sino en el hilo y continuación de todas. Ni el artificio de aquella traslación y cambio consiste en las palabras del discurso, vg.: «El Africa se estremece y tiembla al horrible tumulto.» Aquí el Africa está tomada por los Africanos. Ni es una palabra inventada, como: «las olas quebrantan las peñas;» ni trasladada, como: «la mar se calma;» sino que es una palabra propia puesta en lugar de otra, vg.: «Roma, deja a tus enemigos,» o en este otro ejemplo: «Testigos son estos dilatados campos.»
»Al mismo género pertenecen Marte, por la guerra, Céres, por los frutos; Baco, por el vino; Neptuno, por el mar; la Curia, por el Senado; el campo Marcio, por los Comicios; la Toga, por la Paz, las Armas, por la guerra. De la misma manera se sustituyen los nombres de las virtudes y de los vicios a los de las personas que los tienen: así se dice que la lujuria o la avaricia penetraron en una casa, o que la fe y la justicia prevalecieron. Ya veis cómo todo este género de figuras, por medio de inflexiones y cambios de palabras, expresan las cosas con más elegancia. Enlázanse con esta figura otras menos notables, pero que tampoco deben pasarse en silencio: así, se toma la parte por el todo, vg., las paredes o los techos por todo el edificio; o bien el todo por la parte, como cuando decimos de un sólo escuadrón: la Caballería romana; o se usa el singular por el plural, vg.: «El soldado romano, aunque salga vencedor, tiembla en su corazón;» o el plural por el singular, vg.«Somos Romanos los que antes éramos Rudinos.» O de cualquier modo que sea se da a entender en este género una cosa distinta de lo que se dice.
»El abusar del sentido de las palabras no es tan elegante como la metáfora, pero aunque es muy atrevido, puede usarse con cierta parsimonia, vg., un gran discurso, en vez de un discurso largo.
»Ya habéis visto que estas figuras no resultan de una sola palabra trasladada, sino de la conexión y encadenamiento de muchas. Las que nacen del cambio de una sola palabra o de que esta se entienda de diverso modo que como suena, pueden considerarse también como metáforas. De aquí resulta, que todo el mérito y fuerza de las palabras depende de tres cosas: o de que la palabra sea anticuada (aunque no la haya desterrado del todo la costumbre); o nueva y formando composición, en lo cual se ha de atender mucho al uso y al juicio del oído; o trasladado. Las palabras de esta última clase son como estrellas que iluminan todo el discurso.
»Síguese la continuación y enlace de las palabras, que requiere sobre todo dos cosas: primero, la colocación; segundo, cierto modo y forma. A la colocación pertenece el componer y colocar las palabras de suerte que en su concurso no haya aspereza ni hiato, sino que todo sea terso y fácil. De este esmero se burló en la persona de mi suegro Scévola el elegantísimo poeta Lucilio cuando dijo: «¡Qué palabras tan bien colocadas! Parecen piedrecillas, emblemas y labores que adornan con arte el pavimento.» Y después de haberse burlado de Albucio, ni siquiera me perdonó a mí: «Tengo por yerno a Craso, que es más retórico que tú.» Ahora bien: ¿qué te hizo ese Craso, de cuyo nombre abusas? Yo intenté lo mismo que tú, hacer lo que hizo mi suegro, y hacerlo algo mejor que Albucio; pero él quiso burlarse de mí, como acostumbra.
»Ha de atenderse mucho, repito, a la colocación de las palabras, porque ellas hacen el discurso enlazado, coherente, suave y armonioso. Conseguiréis esto si se enlazan las palabras antecedentes con las consiguientes, de modo que el concurso no resulte áspero, ni la pronunciación dificultosa.»
A esta diligencia síguese el modo de dar armonía a la expresión, lo cual temo que a Cátulo le parezca pueril. Los antiguos, sin embargo, creyeron que cabía en la prosa número y hasta versos. Querían que las cláusulas estuviesen separadas, no por los intervalos de nuestra respiración, ni por las notas del manuscrito, sino por la armonía de las palabras y sentencias, lo cual dicen que inventó Isócrates para sujetar a números la ruda manera de decir de los antiguos y deleitar así los oídos, según escribe su discípulo Naucrates. Los músicos, que en otro tiempo eran también poetas, inventaron el verso y el canto, para que con el número de las palabras y la modulación de las voces no llegara a hastiarse el oído, de un solo deleite. Creyeron, pues, que todo esto podía aplicarse a la oratoria, en cuanto la severidad de ésta lo consiente. Y aquí es de notar que cuando resulta algún verso en la prosa, es un defecto, y sin embargo, queremos que la prosa, al modo del verso, tenga cierto número y cadencia, y apenas hay cosa que distinga tanto al orador del que ignora el arte de bien decir, como que el uno dice sin arte cuanto se le ocurre, no haciendo más pausas que las del aliento, mientras que el orador de tal manera liga la sentencia con las palabras, que da a la frase un número más o menos libre y suelto. Y cuando ya ha encadenado las palabras con cierta medida y ritmo, vuelve a dejarlas libres con sólo alterar el orden, de suerte que las palabras ni están sujetas a ninguna ley tan rigurosa como la del metro, ni están tampoco desordenadas y sueltas.
»¿Cómo nos abriremos camino para conseguir esta armonía de dicción? No es cosa tan difícil como necesaria. Nada hay tan blando ni tan flexible, nada que tan fácilmente vaya por donde quiera que le lleves, como el discurso. De aquí resultan los versos, de aquí los números desiguales, de aquí la prosa en sus varios géneros. No son unas las palabras de la conversación y otras las de la disputa, ni unas las del uso diario y otras las de la escena y pompa, sino que nosotros tomándolas, por decirlo así, de un fondo común, las trabajamos a nuestro arbitrio como blandísima cera, y unas veces usamos el estilo grave, otras un medio entre los dos, acomodándose el estilo al pensamiento, de modo que deleite los oídos y conmueva los afectos. Sabiamente dispuso la naturaleza que las cosas que tienen en sí mayor utilidad, tengan también más gracia y hermosura. Contemplemos la armonía del mundo y de la naturaleza. El cielo redondo; la tierra en medio, sostenida por su propio peso; el sol, que ora se acerca al solsticio de invierno, y luego insensiblemente asciende al otro hemisferio; la luna que en su creciente y menguante recibe luz del sol, y las cinco estrellas, que con diverso movimiento y curso recorren el mismo espacio. Tan admirable es este orden, que cualquiera pequeña alteración le destruiría, y tanta hermosura tiene, que nada puede imaginarse más perfecto. Volved ahora la atención a la forma y figura del hombre o de los demás animales, y no hallaréis ninguna parte del cuerpo que no sea necesaria, y ninguna forma que no sea perfecta; y esto no por casualidad, sino por arte.
»¿Y qué diré de los árboles, en los cuales ni el tronco, ni las ramas, ni las hojas, sirven para otra cosa que para retener y conservar su naturaleza, y sin embargo, no hay ninguna de esas partes que no sea hermosa? ¿Qué cosa hay tan necesaria en una nave como la quilla, los costados, la proa, la popa, las antenas, las velas, los mástiles, todo lo cual tiene tal hermosura que no parece inventado sólo para la utilidad, sino para el deleite? Las columnas sostienen los pórticos y los templos, mas no por eso dejan de ser tan hermosas como útiles. La cima del Capitolio, como la de cualquier otro edificio, no la fabricó en primer lugar el arte, sino la necesidad, pues no habiendo medio de que el agua cayera por los dos lados del techo, vino a inventarse aquel remate tan útil como grandioso; de tal suerte que si el Capitolio estuviera en el cielo, donde no hay lluvia, parecería que sin aquella cúpula le faltaba gran parte de su majestad.
»Lo mismo acontece en todas las partes del discurso, donde a lo útil y necesario se junta casi siempre la gracia y la hermosura. Porque las cláusulas y la distinción de los períodos nacieron de la necesidad de respirar y tomar aliento; y, sin embargo, la invención de estas pausas es tan agradable, que si hubiera algún orador que tuviese un aliento incansable, no por eso desearíamos que eternizase sus períodos.
»El período más largo es el que puede decirse de un sólo aliento. Puede ser natural o artificioso. Y siendo muchos los pies métricos, oh Cátulo, vuestro preceptor Aristóteles suele excluir de la oratoria el yambo y el troqueo, los cuales, sin embargo, ocurren naturalmente muchas veces en la conversación y en el razonamiento, pero son pies ligeros y de poco grave sonido. Mucho más nos convidan los pies heroicos, el dáctilo, el anapesto, el espondeo, en el cual impunemente podemos alargarnos hasta dos pies o más, con tal que no hagamos versos o algo que a versos se parezca. Estos tres pies heroicos suelen caer bien al principio de la cláusula. Aristóteles gusta mucho del peón, el cual es doble. Porque consta, o de una larga seguida de tres breves, vg., desinite, incipito, comprimite, o de tres breves y una larga, vg., domueran, sonnípedes. Quiere el filósofo que se empiece por el primero de estos peones y se acabe por el segundo, el cual se parece no por el número de sílabas, sino por la impresión que hace en el oído (lo cual es el juicio más infalible), al pie crético, que consta de larga, breve y larga, vg., ¿Quid petam proesidii, aut exequar? quodve nunc? Con este número empezó el discurso de Fannio.
»Aristóteles quiere que las cláusulas se acaben, siempre que sea posible, con una sílaba larga.
»Todo esto no exige tanto cuidado y esmero como el que han de usar los poetas, a quienes obliga la necesidad y el mismo número y ritmo a incluir de tal manera las palabras en el verso, que nada haya más breve ni más largo que lo necesario, sin que se les permita añadir ni quitar una sola sílaba. La prosa es más libre y suelta, pero no tanto que ande errante y vagabunda, sino que ella misma se modere y corrija. Yo pienso, como Teofrasto, que la prosa por culta y esmerada que sea, no ha de estar sujeta a un número riguroso: por eso él sospecha que entre todos los pies métricos floreció primero el anapesto, y que de él nació el libre y audaz ditirambo, cuyos miembros y pies, como el mismo dice, están derramados en todo elegante discurso.
»Y si lo más armonioso en todo género de sonidos y de voces es lo que causa ciertas impresiones y lo que podemos medir por intervalos iguales, con razón se cuenta este género de armonía, siempre que no sea continua, entre los méritos del orador. Si tenemos por ruda e inculta la locuacidad perenne, copiosa y sin intervalos, ¿cuál es la causa de que la rechacemos, sino el que nuestro oído tiene instinto natural de las modulaciones? lo cual no podría suceder si en la voz no hubiese número. En la continuidad no cabe el número, porque éste resulta de la distinción y percusión de intervalos iguales, y muchas veces variados, los cuales podemos distinguir en el caer de las gotas, pero no en el río desbordado. Y si este género de períodos, libremente dividido en artículos y miembros, es mucho más agradable que los períodos continuados y sin fin, necesario será que estos miembros tengan cierta medida, porque si son demasiado breves, se pierde el ámbito de las palabras, que así llaman los Griegos a las cláusulas de la oración. Los miembros posteriores deben ser iguales a los anteriores, y aun es preferible y agrada más que sean más largos.
»Esta es la doctrina de esos filósofos griegos que tanto admiras, olh Cátulo, y bueno es que me escude con su autoridad para que no digáis que me he entretenido en simplezas.
-¿Cómo así? dijo Cátulo. ¿Qué cosa puede haber más elegante ni más sutil que ese razonamiento tuyo?
-Pero temo, dijo Craso, que todo esto les parezca a esos jóvenes muy difícil, o que, por el contrario, viendo que no se enseña por los preceptores vulgares, vengan a creer que hemos querido dar a tales cosas mayor importancia que la que realmente tienen.
-Mucho te equivocas, Craso, si piensas que yo o alguno de éstos esperábamos de tí esos preceptos triviales y vulgares. Lo que dices es lo que deseamos oir, y sobre todo, dicho de esa manera; te lo aseguro con toda sinceridad, en nombre propio y en el de todos éstos.
-Yo, dijo Antonio, he encontrado por fin el orador perfecto que había buscado en vano, según dije en aquel librillo que escribí; pero no he querido interrumpirte ni aun con alabanzas, para no perder ni una palabra sola de tu breve discurso.
-Conforme a esta ley, prosiguió Craso, formaremos el estilo, mediante el ejercicio de hablar y escribir, que es de tanta importancia en la oratoria, sobre todo para el ornato y rima. Ni es esto de tanto trabajo como parece, ni hemos de sujetarnos a las duras leyes de los poetas y los músicos; sólo hemos de procurar que la oración no corra demasiado, ni se aparte del camino, ni se detenga, ni se extravíe; que estén bien distinguidos los miembros y redondeadas las cláusulas. Ni el estilo ha de ser siempre periódico: conviene muchas veces usar miembros más cortos, pero sujetos también a cierto número. Ni os asusten el pié ni el metro heroico; ellos se os ocurrirán y responderán sin que los llaméis, con tal que hayáis adquirido costumbre de escribir y de hablar, de redondear las sentencias y de juntar los números majestuosos con los libres, especialmente el pie heroico con el peón primero o el crético, todo con la posible variedad y distinción. Nótese también la semejanza en las pausas, y siempre que estén colocados así los primeros y los últimos pies, pueden quedar ocultos los del medio, con tal que no sea la cláusula más breve que lo que esperan los oídos ni más larga que lo que las fuerzas y el aliento consienten.
»En el modo de cerrar los períodos está la mayor perfección y dificultad. En el verso llama la atención, así la primera como la media y última parte, y el efecto se pierde o debilita en habiendo cualquier tropiezo; pero en la prosa pocos ven los primeros miembros, y casi todos se fijan en los últimos. Por esto conviene variar las terminaciones para que no causen hastío en el ánimo ni en los oídos de los jueces. Si los primeros miembros no son muy breves y concisos, bastará acentuar los dos o tres pies últimos, que conviene que sean coréos, heroicos o alternados; o el peón posterior, que Aristóteles recomienda; o el crético, que es casi igual. Esta variedad hará que ni los oyentes sientan el fastidio de la monotonía, ni parezca que obramos de caso pensado. Y si aquel Antipatro Sidonio, de quien tú, Cátulo, te acordarás muy bien, solía improvisar versos exámetros y otros de varias medidas y números, y había conseguido tanto con su ejercicio, ingenio y memoria, que en aplicando la atención a componer un verso, se le ocurrían en seguida las palabras, ¿cuánto más fácilmente podrá conseguirse esto en la oratoria, contando siempre con el hábito y estudio?
»Y nadie se admire de que el vulgo indocto note y censure los defectos del orador, porque en esto y en otras muchas cosas es grande e increíble la espontaneidad de la Naturaleza. Todos, por un secreto instinto, sin ningún arte ni razón, distinguen lo que es bueno y lo que es malo en las artes. Y si esto hacen con las estatuas y los cuadros y otras obras de arte, para cuya inteligencia les dio la Naturaleza menos auxilios, mucho más lo muestran en el juicio de las palabras, números y voces, porque este juicio es de sentido común y la Naturaleza no ha querido privar de él a nadie; así es que todos se conmueven, no sólo por las palabras colocadas según arte, sino con los números y la armonía. ¡Cuán pocos hay que sepan este arte! Y sin embargo, apenas se comete el más leve tropiezo y se alarga una breve, o se abrevia una larga, todo el teatro estalla en clamores. La multitud y el pueblo silba lo mismo a los coros que a cada uno de los cantores, apenas desafinan.
»Admirable es que haya tanta diferencia entre el hombre docto y el rudo en cuanto a la ejecución, habiendo tan poca en cuanto al juicio. Porque el arte, como nacido de la Naturaleza, si no mueve y deleita a la Naturaleza misma, puede decirse que nada ha conseguido. Nada es tan conforme con la índole de nuestros ánimos como los números y la armonía: ellos nos excitan, nos inflaman, nos sosiegan y nos hacen sentir alegría o tristeza; de aquí el sumo poder de los versos y del canto, no olvidado por Numa, rey doctísimo, y por nuestros mayores, como lo indican las flautas y cantos de los convites, y los versos de los sacerdotes Sálios, pero todavía más celebrada por la antigua Grecia. ¡Ojalá que hubiérais querido disputar de estas y semejantes cosas, más bien que de pueriles traslaciones de palabras!
»Así como el vulgo ve cualquier defecto que haya en los versos, así nota la falta de armonía en el discurso; pero al poeta no lo perdona, mientras que con nosotros tiene alguna indulgencia, por más que tácitamente reconozcamos todos que lo que dijimos no es oportuno ni perfecto.
»Por eso los antiguos, como todavía lo hacen algunos, no pudiendo hacer períodos redondos, porque ésta es invención que de poco acá hemos empezado a ejercitar, ponían las palabras de tres en tres, de dos en dos, y aun de una en una; y aun en aquella infancia del arte, no ignoraban lo que podía halagar los oídos, y procuraban que las frases se correspondiesen y estuvieran separadas por pausas iguales.
»Ya expuse como he podido lo que principalmente toca el ornato del discurso. Hablé de cada una de las palabras, de su unión, de su número y forma. Si queréis saber cómo ha de ser el colorido general del discurso, os diré que puede ser rico, pero al mismo tiempo firme y entero: o sencillo, pero no sin nervio y fuerzas: o templado y que participe de los dos en cierta medianía.
»En estas tres figuras hay cierto color de belleza, no postizo, sino difundido en la sangre. El orador ha de perfeccionarse en palabras y sentencias. A la manera que los gladiadores o los que combaten en la palestra, que no sólo hacen estudio de evitar los golpes y de herir, sino también de moverse con elegancia, así el orador usará de las palabras para la mejor composición y decoro del discurso, y de las sentencias para la brevedad de él.
»Hay innumerables formas de palabras y de sentencias. De seguro que no las ignoráis. Hay entre ellas esta diferencia: que la figura de palabras desaparece cuando las palabras se mudan, y la de sentencia permanece, sean cualesquiera las voces de que se use. Y aunque vosotros ya lo ejecutáis, sin embargo, quiero advertiros que el orador no tiene que hacer otras maravillas sino cumplir en cada una de las palabras estas tres condiciones: usar con frecuencia de vocablos trasladados, a veces de los nuevos, rarísima vez de los antiguos. En lo que hace al conjunto de la oración, después que hayamos cumplido todas las condiciones de suavidad y armonía, adornaremos el discurso con todo el esplendor de palabras y sentencias.
»Porque la commoración, deteniéndose mucho en un asunto, mueve en gran manera los afectos, y la explanación pone, digámoslo así, a la vista las cosas que van sucediendo, lo cual vale mucho, ya para ilustrar lo que se expone, ya para amplificar. A esta figura es contraria la precisión, y la significación que da a entender más que lo que se dice, y la brevedad distinta y concisa, y la atenuación y la ironía que pertenece a la materia tratada por César, y la digresión que debe volver con gracia el asunto, después de algún agradable incidente, y la proposición en que se anuncia lo que se va a decir, y la separación de lo que se ha dicho, y la vuelta al propósito, y la repetición, y la conclusión, y la exageración o hipérbole, ya para engrandecer, ya para disminuir un objeto, y la interrogación y la exposición de su parecer, y la disimulación que se va insinuando en los ánimos, diciendo una cosa y significando otra, lo cual es, muy agradable, no en la disputa, sino en la conversación, y la duda, y la distribución, y la corrección, o antes de decir una cosa, o después de haberla dicho, o cuando rechazamos alguna objeción que pueda hacérsenos, y la prevención, y la reyección de la culpa a otro y la comunicación, que es una especie de deliberación con los mismos oyentes; la imitación de las costumbres y de la vida, ya introduciendo a las personas, ya sin ellas, grande ornamento del discurso y muy a propósito para conciliar los ánimos o conmoverlos: la introducción de personas fingidas que da tanta luz a la amplificación, la descripción, la inducción a error, el impulso a la alegría, la anteocupación, la semejanza y el ejemplo, la distribución, la interpelación, la contraposición, la reticencia, la recomendación, el uso da alguna palabra libre o atrevida para encarecer más un objeto, la ira, la reprensión, la promesa, el ruego, la obsecración, un breve apartarse del asunto, la justificación, la conciliación, la ofensa, la optación y la execración. Todas estas son las figuras de sentencia que ilustran el discurso. En cuanto a las figuras de palabras, el discurso es como el arte de las armas, que no sólo sirve para el acometimiento y la pelea, sino también para la gallardía y destreza. Porque la duplicación de las palabras unas veces da fuerza, y otras gracia al discurso, y lo mismo las pequeñas alteraciones y mudanzas de palabras, y la repetición de una palabra al principio, y su conversión al fin, y el ímpetu y concurso de los vocablos, y la adyección, y la progresión y la distinción de una misma palabra frecuentemente repetida, y la revocación y similicadencia o similidisidencia, y la igualdad o semejanza de los miembros que entre sí se corresponden. Hay también la gradación y la conversión, y la elegante trasposición de las palabras, la contrariedad, la disolución, la declinación, la reprensión, la exclamación, la disminución, y la prueba añadida a cada una de las proposiciones, y la concesión y otro género de duda, y las palabras imprevistas, y la y enumeración y otro linaje de corrección, y la separación, y lo continuado o interrumpido, y la imagen y la respuesta a sí mismo, la metonimia, la disyunción, el orden, la relación, la digresión y circunscripción. Estas y otras semejantes a estas (porque puede haber muchas más) son las figuras de palabras y sentencias que ilustran y embellecen el discurso.
-Veo, Craso, dijo Cota, que nos has dicho esas figuras sin definiciones y sin ejemplos, como si nos fueran ya conocidas.
Yo, respondió Craso, nunca pensé que fueran nuevas para vosotros las mismas cosas que antes os dije; pero quise obedecer a la voluntad de todos. Cuando empezaba a hablar, el sol me advirtió que fuera yo breve: ahora que ya declinando, me obliga a acabar cuanto antes este razonamiento. Afortunadamente, la explicación de estas figuras y su doctrina misma es bastante vulgar; en cambio su aplicación es lo más difícil de este arte. Ya, pues, que hemos mostrado todos los elementos del ornato del discurso, veamos qué es lo más oportuno y lo que más conviene en la oración. Porque es claro que no a toda causa, auditorio, persona o tiempo conviene un mismo género de discursos. De distinta manera ha de hablarse en las causas capitales que en las privadas y pequeñas: diverso estilo ha de usarse en las deliberaciones, en las alabanzas, en los juicios, en los sermones, en la consolación, en la reprensión, en la disputa, en la historia. Repárese también si quien oye es el Senado, el pueblo o los jueces; si son muchos, pocos o uno solo, y quién es el orador mismo, qué edad, honores y autoridad tiene; y si el tiempo es de paz o de guerra, de apresuramiento o de reposo. En esta parte no puede darse más precepto, sino que elijamos un estilo, más o menos grave, sencillo o templado, que se acomode al asunto de que tratamos. Los adornos serán casi siempre los mismos; pero unas veces con más parsimonia, otras con más abundancia. En todas las cosas, al arte y a la naturaleza corresponde el poder hacer lo que conviene; a la prudencia el saber cuándo y en qué manera conviene.
»Pero a todo esto ha de añadirse la acción, verdadera reina del discurso: sin ésta no puede haber orador perfecto, y con ella un orador mediano vencerá a los más insignes. A ésta dicen que dio la primacía Demóstenes, cuando le preguntaban cuál era la primera dote del orador: a ésta dio el segundo lugar y también el tercero. Esto me recuerda aquel dicho de Esquines, que habiendo salido de Atenas, condenado en un juicio, y trasladóse a Rodas, leyó a instancia de los Rodios aquel admirable discurso que había pronunciado contra Ctesifon y Demóstenes: rogáronle al día siguiente que leyese el de Demóstenes en defensa de Ctesifon: hízolo él con voz suavísima y entonada: admiráronse todos, y él dijo: «¡Cuánto más os admiraríais si le hubiérais oído a él!» Con lo cual, bien claramente dio a entender el poder de la acción, como que le parecía que el discurso era otro en cuanto se mudaba el actor. Y tú te acordarás muy bien, oh Cátulo, de aquel rasgo de un discurso de Graco tan ponderado cuando yo era niño: «¿A dónde iré, infeliz? ¿a dónde me encaminaré? ¿al Capitolio? ¡Si está teñido con la sangre de mi hermano! ¿A mi casa, para ver a mi madre mísera, llorosa y abatida?» Y cuentan que esto lo dijo con tal voz, gesto y mirada, que ni siquiera pudo contener las lágrimas. Y hablo mucho de esto, porque los oradores, que son representantes de la verdad misma, tienen muy abandonada la acción, de la cual se han apoderado los histriones, meros imitadores de la verdad. Sin duda en todas las cosas vence a la imitación la verdad; pero si ésta bastara por sí a la acción, no necesitaríamos ciertamente del arte. Por que los afectos del ánimo, que han de ser declarados o imitados con la acción, suelen estar tan perturbados, oscurecidos y casi borrados, que hay que apartar las nieblas que los oscurecen, y escoger la expresión más fácil y propia.
»Toda pasión del alma ha recibido de la naturaleza, digámoslo así, su semblante, gesto y sonido, y todo el cuerpo humano, y su semblante y su voz resuenan como las cuerdas de la lira, así que la pasión las pulsa.
»Las voces, como las cuerdas, están tirantes y responden a cualquier tacto: una es aguda, otra grave, una pronto, otra tarda; una grande, otra pequeña; entre todas las cuales, sin embargo, y en todas ellas caben variedades intermedias.
»De aquí nacen muchos tonos: suave, áspero, rápido, difuso, continuo, interrumpido, quebrado, roto, hinchado, atenuado, etc.: no hay ninguno de ellos que no pueda tratarse con arte y moderación; son como los colores que tiene a su disposición el pintor.
»Otro tono debe usarse para la ira: agudo, y arrebatado, vg.: «¡Mi hermano impío me exhorta a devorar infeliz a mis propios hijos!» y aquello que decías antes, ¡oh Antonio! «¿Te atreviste a separarle de tí?», y aquel otro pasaje: «¿Quién le oye? atadle.» Y casi todo el Atreo. »Otro tono exige la compasión y el llanto: flexible, lleno, interrumpido y lloroso, vg.: «A dónde iré? ¿qué camino seguirá? ¿me dirigiré a la casa paterna o a la del hijo de Pelias?» Y aquellos otros versos: «¡Oh padre, oh patria, oh casa de Príamo!» y los que siguen:
«Vimos ardiendo todo, y arrancada la vida a Príamo.»
»El tono del miedo será sumiso, vacilante y abatido, vg.: «¡Muchos males me cercan; la enfermedad, el destierro, la pobreza; el temor me quita toda prudencia: me amenazan con tormentos y muerte: nadie hay de tan firme condición y de tanta audacia a quien la sangre no se le hiele y retire con el miedo!»
»El tono de la violencia, será apresurado, impetuoso, amenazador, vg.: «Otra vez quiere Tiestes ablandar a Atreo; otra vez me insta y despierta mi enojo. Yo le oprimiré con mayores males, hasta que reprima y abata su corazón cruel.» Requiere el placer un acento suave, tierno, alegre y sumiso: «Cuando me ofreció la corona nupcial, a tí te la daba fingiendo dársela a otra; fue ardid ingenioso y delicado para engañarte.» El tono del pesar ha de ser grave sin mover a conmiseración, triste y monótono, vg.: «Cuando Páris se juntó a Elena en ilícita unión, yo estaba ya a punto de cumplir los meses del embarazo. Por el mismo tiempo tuvo Hécuba a Polidoro, en su último parto.»
»A todos estos movimientos debe acompañar el gesto; no el gesto escénico que expresa cada palabra, sino el que declara, no por demostración, sino por significación, la totalidad de la idea. La inflexión del cuerpo ha de ser fuerte; y varonil, no como la de los histriones en la escena, sino como la del que se prepara a las armas o a la palestra. Las manos deben seguir con los dedos los movimientos de las palabras, pero no expresarlas; el brazo ha del estar levantado como para lanzar el rayo de la elocuencia; se han de dar golpes con el pie en la tierra, al comienzo o al fin de la disputa. Pero en el rostro consiste todo, y en él, lo principal son los ojos; y esto lo entendían bien nuestros mayores, que no aplaudían mucho a ningún actor con máscara, aunque fuese el mismo Roscio. El alma, es la que inspira la acción; el rostro es el espejo del alma; sus intérpretes son los ojos; sólo ellos pueden hacer tantos movimientos y cambios cuantas son las pasiones del alma, y no hay nadie que lo consiga mirando siempre a un mismo objeto.
»Contaba Teofrasto que un tal Taurisco solía decir que el actor hablaba vuelto de espaldas al público, siempre que al representar tenía los ojos fijos en un solo punto. Gran moderación se ha de tener con los ojos. Ni ha de alterarse mucho la expresión del semblante, para no caer en alguna vaguedad o extravagancia. Con los ojos ya atentos, ya sumisos, ya alegres, significamos los movimientos del alma, más conformes con la naturaleza del discurso. Es la acción como la lengua del cuerpo, y por eso ha de seguir siempre al pensamiento. Para declarar los afectos del alma, nos dio la naturaleza los ojos, como dio al caballo y al león la melena, la cola y los oídos.
»Después de la voz, lo más poderoso es el semblante, y en éste los ojos. En todo lo que depende de la acción hay una fuerza natural que mueve hasta a los ignorantes, al vulgo y a los bárbaros.
»Las palabras no conmueven a nadie sino al que entiende la lengua, y las sentencias, por demasiado agudas, a veces se dejan entender sólo de ingenios delicados; pero la acción, que expresa por sí los afectos del alma, conmueve a todos y excita las pasiones que cada cual siente en sí mismo y conoce en los demás.
»Grande importancia tiene sin duda en la acción la voz. Hemos de desearla buena, pero sea cual fuere, conviene educarla. El cómo, no es materia propia de este lugar: sólo diré que conviene educarla con mucho esmero, y repetiré lo que antes dije, que en muchas cosas lo más provechoso es también lo más agradable. Para conservar la voz nada más útil que una frecuente variedad de tonos; nada más pernicioso que una entonación monótona e inflexible. ¿Qué cosa hay más acomodada a nuestros oídos que la alternativa y variada sucesión de tonos? Por eso el mismo Graco (según puedes oírlo, oh Cátulo, de tu cliente Licinio, hombre literato que le sirvió de esclavo y amanuense) solía tener detrás de sí, cuando hablaba, un músico diestro que con una flauta de marfil le daba rápidamente el tono, haciéndole pasar de lo más sumiso a lo más remontado, o al contrario.
-Sí que lo he oído contar, dijo Cátulo, y he admirado muchas veces así el estudio de este hombre como su doctrina y ciencia.
-Mucho me duelo, continuó Craso, de que tan esclarecidos varones cayesen en aquella traición contra la república, aunque tal tela se va tejiendo, y tal modo de vivir se va entrando en nuestra ciudad, que ya quisiéramos tener ciudadanos semejantes a los que no pudieron sufrir nuestros padres.
-Ruégote, Craso, replicó Julio, que dejes esa conversación, y vuelvas a la flauta de Graco, cuyo uso todavía no comprendo bien.
-En toda voz, dijo Craso, hay un medio propio de ella: el ir desde él subiendo la voz gradualmente, es útil y agradable. Gritar desde el principio tiene algo de rústico: levantar la voz poco a poco, es muy conveniente. Hay también un extremo cercano a los clamores agudos, al cual la flauta no te dejará llegar, antes te apartará de él, si a él te acercas. Hay, por el contrario, sonidos muy bajos, a los cuales tampoco ha de descenderse sino gradualmente. Esta variedad y este tránsito de un sonido a otro hará mucha gracia a la acción. Pero al flautista podéis dejarle en casa, y llevar con vosotros y al foro tan sólo la razón de esta costumbre. He dicho lo que he podido, no como he querido, sino como la estrechez del tiempo me lo permitía. Ya sabéis que es costumbre echar la culpa al tiempo, cuando no se puede decir más aunque se quiera.
-Mas yo creo, dijo Cátulo (en cuanto puedo juzgar), que has recogido todos los preceptos tan admirablemente, que no parece que los has aprendido de los Griegos, sino que se los puedes enseñar. Mucho me huelgo de haber participado de esta conversación, y siento que no haya estado presente mi yerno y amigo tuyo Hortensio, de quien espero que llegará a reunir todos los méritos que en tu discurso has enumerado.
-¿Dices que llegará a ser un gran orador? replicó Craso. Yo creo que ya lo es, y lo mismo juzgué cuando en el Senado defendió la causa del África, y todavía más ahora poco, cuando habló en defensa del rey de Bitinia. Pienso que a este joven no le falta ninguna de las dotes de la naturaleza ni del arte. Por tanto, Cota y Sulpicio, debéis trabajar con mucho esfuerzo, porque no es un orador mediano el que se levanta a vuestro lado, sino de agudo ingenio, de ardiente estudio, rico en sabiduría y de memoria singular. Yo, aunque lo admiro mucho, quiero sólo que florezca entre los de su edad: a vosotros, que sois mucho menores, fuera casi vergonzoso dejaros vencer por él. »Levantémonos, continuó: hora es ya de que descansen nuestros ánimos de esta prolija disputa.»