El orador
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El orador
Marco Tulio Cicerón
Libro segundo
En nuestra infancia, hermano Quinto, recordarás que era opinión muy acreditada la de que Lucio Craso no tuvo más instrucción que la que suele adquirirse en los primeros años; pero que Marco Antonio carecía absolutamente de ella, y era ignorante. Muchos había que sin creer esta opinión, tenían placer en divulgarla, para desalentar así más fácilmente a los que veían inflamados en el amor de la elocuencia. Porque si aquellos hombres, no siendo eruditos, habían alcanzado tan increíble elocuencia, vano e inútil sería nuestro trabajo, y el afán de nuestro padre, óptimo y prudentísimo varón, en instruirnos. Refutábamos este parecer, como niños que éramos, citando como testigos domésticos a nuestro padre y a nuestro pariente Cayo Acúleo, y a nuestro tío Lucio Ciceron; porque del ingenio y doctrina de Craso nos habían hablado mucho nuestro padre y Acúleo (casado con nuestra tía materna), a quien Craso tuvo más cariño que a nadie, y nuestro tío, que fue con Antonio a Sicilia. Y habiéndonos educado con nuestros primos los hijos de Acúleo, y aprendido lo que era del agrado de Craso, y con los maestros que él elegía, vimos muchas veces (porque esto es cosa que hasta los niños pueden ver) que sabía el griego como si nunca hubiese hablado otra lengua, y conocimos por las cuestiones que él proponía a nuestros doctores, y por lo que trataba en conversación, que nada era nuevo ni inaudito para él.
De Antonio, aunque había oído contar muchas veces a nuestro buen tío cuánto se había dedicado en Atenas y Rodas al trato con los hombres más doctos, sin embargo, cuanto lo consentía la timidez propia de un jóven, hice al mismo Antonio muchas preguntas. Y no será nuevo para tí lo que escribo, pues más de una vez te lo he dicho: que en tantas y tan variadas conversaciones como tuve con él, nunca me pareció rudo ni ignorante en cosa alguna que yo pudiera juzgar. Pero hubo en ambos esta particularidad: que Craso quería que se le tuviese por hombre docto, pero que despreciaba la ciencia de los Griegos anteponiéndoles en todo la sabiduría de los nuestros; mientras que Antonio creía hacer más agradables sus discursos al pueblo fingiendo que lo ignoraba todo. Así, era punto de honra, en el uno, despreciar a los Griegos; en el otro, no conocerlos absolutamente. Por qué hacían esto, no me toca ahora averiguarlo: hasta dejar sentado que nadie se aventajó en la elocuencia sin el estudio de los preceptos y sin una grande y variada sabiduría.
Porque las demás artes tienen sus propios límites; pero el bien decir, el hablar con sabiduría, elegancia y ornato, no tiene región bien definida cuyos términos le circunscriban. Todo lo que puede ser materia de controversia entre los hombres, debe decirlo bien el orador, si es que merece este nombre; por lo cual, si en nuestra Roma y en la misma Grecia, que tanto estimó siempre este arte, hubo muchos, que no sabiendo tanto, sobresalieron por su ingenio y facundia, no puedo conceder, sin embargo, que exista tanta elocuencia cuanta hubo en Craso y Antonio, sin el conocimiento de todas las cosas que pueden ser materia del arte. Por eso he accedido gustoso a escribir el diálogo que ambos tuvieron sobre este asunto; ya para desterrar la opinión de que el uno no fue doctísimo, y el otro fue del todo ignorante; ya para compendiar y conservar por escrito lo que dos tan grandes oradores divinamente hablaron acerca de la elocuencia; ya para salvar del olvido y del silencio, en cuanto yo pueda, su fama, que ya va decayendo y borrándose. Si pudiéramos conocerlos por sus escritos, menos necesario fuera este trabajo; pero el uno nos dejó muy pocas cosas, y éstas escritas en su juventud, y el otro nada escribió. Justo es, pues, que los que conservamos viva la memoria de tales hombres, procuremos hacerla inmortal en lo posible. Y emprendo éste trabajo con tanta mayor esperanza, cuanto que no escribo de la elocuencia de Servio Galba o de Cayo Carbon, donde podría yo fingir lo que quisiera, sin que la memoria de ninguno pudiera desmentirme, sino que escribo para los que más de una vez oyeron a los oradores de quienes hablo. De esta suerte, la memoria de los que conocieron a aquellos dos oradores vivos y presentes, servirá para trasmitir sus alabanzas a los que no pudieron oír a ninguno de ellos.
Ni me propongo, hermano carísimo y excelente, importunarte con esos libros retóricos que tienes por bárbaros. ¿Pues qué cosa hay más sesuda ni más elegante que tu dicción? Pero ya sea por prudencia, como sueles decir; ya por aquel pudor y timidez ingenua que detenía al mismo Isócrates, padre de la elocuencia; ya porque (como dices con chiste) juzgabas suficiente que hubiese un orador en una familia y aun en toda una ciudad, te has abstenido siempre de hablar en público. Pienso, sin embargo, que no colocarás este libro entre los que, por la aridez de su estilo, merecen agria censura. En estos coloquios de Craso y Antonio creo que nada falta de lo que puede conocerse y alcanzarse consumo ingenio, infatigable estudio, copiosa doctrina y práctica grande: lo cual podrás juzgar muy fácilmente tú, que has querido aprender el arte por tí mimo, dejándome a mí la práctica. Mas para dar cima al empeño, no leve, que sobre mí he tomado, dejemos todo preámbulo, y volvamos al coloquio y disputa de nuestros interlocutores. Al día siguiente de la conversación ya referida, cerca de la hora segunda, estando todavía Craso en la cama y cerca de él sentado Sulpicio, y Antonio y Cota paseándose por el pórtico, se les presentó de repente Quinto Cátulo el viejo, con su hermano Cayo Julio. Así que lo supo Craso, se levantó a toda prisa, no alcanzando a comprender la causa de visita tan inesperada; y después de haberse saludado muy amistosamente como era costumbre entre ellos, les preguntó Craso: «Qué novedad os trae tan de mañana?
-Ninguna, dijo Cátulo, pues ya ves que es tiempo de juegos públicos; pero aunque nos tengas por impertinentes y molestos, te diré que, habiendo venido ayer tarde César de su granja Tusculana a la mía, se había encontrado con Escévola, el cual le había referido maravillas: que tú, de quien yo nunca había conseguido con ruegos ni exhortaciones que hablases de estas cosas, habías disputado largamente de la elocuencia con Antonio, al modo de la escuela griega: entonces mi hermano me rogó encarecidamente que te trajera, a lo cual yo asentí por el deseo que tenía de oírte, si bien temía seros molesto. Escévola me había asegurado que buena parte de la conversación había quedado para este día. Si crees que hemos obrado con ligereza, atribúyeselo a César; si con amistad, a cualquiera de nosotros. Por lo demás, si no os somos molestos, nos alegraremos mucho de haber venido.» Entonces dijo Craso: «Sea cualquiera la causa que aquí os haya traído, siempre me place ver en mi casa a tan buenos amigos míos, pero quisiera que el motivo hubiera sido otro del que decís. Pues yo (y os lo digo como lo siento) nunca he quedado más descontento de mí mismo que ayer; aunque esto me sucedió más por mi condescendencia que por otra culpa mía, pues queriendo dar gusto a estos jóvenes, me he olvidado de que yo era un viejo, y he hecho lo que nunca hice ni aun de joven: disputar sobre todo lo que abraza el arte de la palabra. Bien me ha venido que hayáis llegado cuando está acabada mi parte y empieza la de Antonio.»
Respondióle César: «En verdad, Craso, tanto gusto tengo de oírte, que si no logro una controversia larga y seguida, a lo menos he de disfrutar de tu cotidiana conversación. Así veré si mi amigo Sulpicio o Cota tienen más valimiento contigo, y te suplicaré que hagas algo en obsequio mío y de Cátulo; pero si no quisieres complacerme, no insistiré más, para que no me tengas por inepto, cosa que aborreces tanto.» Respondió Craso: «En verdad que de todas las palabras latinas apenas hallo ninguna que tenga tanta fuerza como ésta. Paréceme que el que no tiene aptitud para una cosa, debe ser calificado de inepto, y así lo prueba el uso común de nuestro lenguaje. El que dice las cosas fuera de tiempo, o habla mucho, o es vanaglorioso, o no atiende a la dignidad y al interés de los que lo oyen, o es incoherente y descompuesto, debe ser calificado de inepto. De este vicio adolece la eruditísima nación de los Griegos, y como no les parece vicio, tampoco tienen nombre para él; pues si preguntas qué es lo que entienden los Griegos por inepto, no hallarás esta palabra en su lengua. De todas las inepcias, que son innumerables, no sé si hay otra mayor que la de los que suelen disputar con mucho aparato, en cualquier parte y ante cualquier auditorio, de cosas muy difíciles o no necesarias. Esto tuve yo que hacer con harta repugnancia mía, movido por los ruegos de estos jóvenes.»
Entonces dijo Cátulo: «Ni los mismos Griegos que en sus ciudades fueron tan ilustres y esclarecidos como tú en la tuya y nosotros todos queremos serlo, fueron parecidos a esos Griegos que tanto molestan nuestros oídos; y, sin embargo, en los ratos de ocio no desdeñaban estas conversaciones y disputas. Y si te parecen ineptos los que no tienen consideración con el lugar, el tiempo y los hombres, por ventura ¿no te parece acomodado lugar este pórtico donde estamos, esta palestra y estos asientos? ¿no te traen a la memoria los gimnasios y las controversias de los Griegos? ¿Te parece inoportuno este tiempo de ocio tan deseado y tan rara vez concedido? ¿o tendrás por hombres ajenos de estos estudios a todos los que aquí estamos, y que sin estos coloquios no podemos pasar la vida?
-Todo esto, dijo Craso, lo interpreto yo de otro modo, pues entiendo, Cátulo, que los mismos Griegos inventaron la palestra, los asientos y el pórtico para ejercicio y deleite, no para disputa; y hubo gimnasios muchos siglos antes que los filósofos empezasen a graznar en ellos; y hoy mismo, que se han apoderado de todos los gimnasios, prefieren los circunstantes jugar al disco más bien que oir al filósofo, al cual abandonan en la mitad de su discurso por más que trate de materias de importancia, y se van a ungir a la palestra. Así prefieren a la utilidad más grave la diversión más frívola, según ellos mismos confiesan. Dices que gozamos de descanso: pero el fruto del descanso ha de ser no la fatiga, sino el sosiego del ánimo.
»Muchas veces oí contar a mi suegro que cuando Lelio salía con Escipión al campo, se volvían niños los dos de una manera increíble, escapando de la ciudad como quien escapa de una prisión. Apenas me atrevo a contarlo de varones tan grandes; pero muchas veces oí referir a Escévola que solían ambos coger conchas en Gaeta y Laurento, y entretenerse en los más pueriles juegos y diversiones. Pues así como los pájaros construyen y edifican sus nidos por causa de procreación y utilidad, y luego que han terminado la obra vuelan libres y sin dirección como para recrearse, así nosotros, cansados de los negocios forenses y urbanos, deseamos volar libres de todo cuidado y trabajo. Por eso yo en la causa de Curio dije a Escévola, como lo sentía: «Si ningún testamento está bien hecho sino los que tú escribes, iremos todos los ciudadanos a tu casa con las tablillas para que extiendas los testamentos de todos; pero entonces, ¿cómo desempeñarás los negocios públicos, cómo los de tus amigos, cómo los tuyos propios?» Y añadí: «porque para mí no es libre sino el que alguna vez no hace nada.» En esta opinión persisto, Cátulo, y ya que he venido aquí, nada me deleita tanto como no hacer nada y descansar del todo. Y lo que en tercer lugar añadiste, que la vida era para vosotros desagradable sin estos estudios, más bien que convidarme a la disputa, me detiene. Solía decir Cayo Lucilio, hombre docto y muy gracioso, que no quería que leyesen sus escritos ni los muy ignorantes ni los muy doctos, porque los unos no entendían nada, y los otros querían entender más de lo que él había escrito. «No quiero, decía, que me lea Persio, varón el más docto de todos los nuestros; quiero que me lea Lelio Décimo, hombre de bien y no literato, pero en nada comparable con Persio.» De igual suerte yo, si tuviera que hablar de estos estudios nuestros, no quisiera que me oyesen los rústicos, pero mucho menos los otros; prefiero que no se entienda mi oración a que se reprenda.»
Entonces dijo César: «En verdad, Cátulo, que no hemos perdido el tiempo en venir aquí, pues esta misma recusación de la disputa, es ya una disputa para mí muy agradable. Pero ¿por qué detenernos a Antonio, que se ha encargado de discurrir acerca de toda la elocuencia y a quien Cota y Sulpicio esperan ávidos hace mucho tiempo ? -Pero yo, dijo Craso, no permitiré a Antonio decir una palabra, y me callaré yo mismo, si antes no logro de vosotros una cosa. -¿Cuál? dijo Cátulo. -Que hoy os quedéis aquí.»
Y dudando Cátulo si aceptar (porque había prometido a su hermano pasar el día con él), dijo Julio: «Yo respondo por los dos; y aunque me impusieras la condición de no hablar tú una palabra, me quedaría.» Entonces se sonrió Cátulo, y dijo: «Ya no queda duda, porque en casa no he mandado que me esperasen, y César, que me tenía convidado, ha prometido quedarse, sin consultarme nada.»
Entonces fijaron todos la vista en Antonio, y éste dijo: «Escuchad, escuchad: oiréis a un hombre no salido de la escuela y de los maestros, ni erudito en letras griegas, y hablaré con tanta más confianza, cuanto que nos oye Cátulo, a quien no sólo concedemos nosotros la palma en la pureza y elegancia de la lengua latina, sino también los Griegos en la suya. Pero como esto de la oratoria, sea artificio o estudio, requiere siempre algo de audacia, os enseñaré, oh discípulos, lo que yo no aprendí nunca, lo que pienso sobre los distintos géneros oratorios.» Riéronse todos, y continuó Antonio: «La facultad oratoria me parece gran cosa, pero el arte mediano; porque el acto ha de versar sobre materias que se saben a ciencia cierta, al paso que el orador se ejercita en cosas opinables y que no se pueden reducir a ciencia: pues hablamos delante de los que nada saben, o decimos los que nosotros mismos ignoramos; y por eso los distintos oradores sentimos y juzgamos muy diferentemente en unas mismas causas, y no sólo hablo yo contra Graso, y Craso contra mí, por donde es forzoso que uno de los dos no tenga razón, sino que muchas veces defiende un mismo orador, en causas semejantes, opiniones contrarias, siendo así que una sola puede ser la verdadera. Os hablaré, pues, si queréis oírme, de una cosa que está fundada en la mentira, que nunca llega a ser ciencia y que se alimenta con las opiniones y errores de los hombres.
-Sí que te oiremos con placer, dijo Cátulo, y tanto más, cuanto que te presentas sin ostentación alguna, puesto que has principiado no vanogloriosamente, sino atendiendo a la verdad mucho más que a esa supuesta dignidad y alteza de la materia.
-Así como hablando en general, dijo Antonio, afirmé que él arte no era gran cosa, así afirmo ahora que pueden darse algunos preceptos muy útiles para dominar los ánimos de los hombres y regir sus voluntades. Si alguno quiere llamar arte a estos preceptos, por mí no lo repugno, porque si muchos defienden causas en el foro sin sujetarse a ninguna razón ni principio, hay otros que, ya sea por el continuo ejercicio, ya por cierta disposición natural, lo hacen con más destreza. Observando, pues, en cada género la razón por qué unos hablan mejor que otros, podrá llegar a constituirse una especie de arte, ya que no un arte perfecto, y ojalá que pudiera yo explicárosle tan claramente como lo veo en el foro y en las causas. Pero yo veré lo que puedo alcanzar; ahora sólo diré, porque estoy persuadido de ello, que aunque la oratoria no sea un arte, nada hay más excelente que un buen orador. Y dejando aparte el poder que la palabra ejerce en toda ciudad tranquila y libre, tanto deleite causa ella por sí misma, que nada más agradable pueden oír ni entender los hombres. ¿Qué canto más dulce puede hallarse que una oración armoniosamente pronunciada? ¿Qué versos más rotundos que un período concluido con artificio? ¿Qué actor tan agradable en la ficción, como el orador en la realidad? ¿Qué hay más ingenioso que las sentencias agudas y frecuentes? ¿Qué más admirable que el esplendor de cosas y palabras? ¿Qué más perfecto que un discurso lleno de riquezas? Pues no hay materia ajena del orador, siempre que éste sepa tratarla con gravedad y ornato. A él pertenece el dar prudente consejo en los negocios dudosos; a él levantar al pueblo de su apatía o refrenar sus ímpetus. La elocuencia sirve a la vez para castigar el fraude y para salvar al inocente. ¿Quién puede exhortar con más vehemencia a la virtud; quién apartar con más fuerza de los vicios; quién vituperar a los malvados con más aspereza; quién alabar tan magníficamente a los buenos; quién reprender y acusar los desórdenes; quién consolar mejor las tristezas? La historia misma, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad, ¿con qué voz habla a la inmortalidad sino con la voz del orador? Pues si hay alguna otra arte que enseñe la ciencia de usar y elegir las palabras, o si de alguno más que del orador se dice que pueda formar el discurso y variarle y adornarle con el esplendor de palabras y sentencias, o si hay otro arte fuera de este para hallar los argumentos y las ideas o la descripción y el orden, tendremos que confesar, o que la materia que este profesa es ajena de él, o que le es común con otras artes. Pero si de ella sola han de tomarse la razón y los preceptos, por más que hablen bien los que profesan otras artes, habremos de confesar que el bien decir es propio de esta; pues así como el orador, según decía ayer Craso, puede hablar con acierto de todas materias, aunque superficialmente las conozca, así los cultivadores de otras artes pueden hablar con elegancia si han aprendido algo de retórica; pero no porque el labrador use un estilo elegante en las cosas rústicas, o el médico al tratar de las enfermedades, o el pintor de pintura, hemos de creer que la elocuencia entra en sus respectivos conocimientos, porque es tal la fuerza del ingenio humano, que muchos, sin especial cultura, consiguen adivinar algo de todas las artes y ciencias. Pero aunque se pueda juzgar del objeto de cada una por lo que enseña, no es menos cierto que todas las artes pueden sin la elocuencia alcanzar su fin; pero que sin ella no puede conseguirse el nombre de orador. Los demás, si son disertos, lo deben en parte a este conocimiento; pero el orador, si no está preparado con armas domésticas, no puede tomarlas prestadas de otro arte.»
Entonces dijo Cátulo: «¡Oh Antonio, perdóname si te interrumpo, aunque no debiera cortar el hilo de tu discurso! No puedo menos de exclamar como aquel personaje del Trinunnio: «¡Con cuánto ingenio y elocuencia has expresado el poder de la palabra! Solo al hombre elocuente corresponde hablar de la elocuencia.» Pero sigue: estoy contigo en que solo a vosotros pertenece el arte de bien decir, y que si algún otro lo posee, es como prestado, no como propio.»
Dijo entonces Craso: «La noche, Antonio, te ha hecho más culto y humano; pues en tu discurso de ayer nos habías descrito un remero u operario, falto de toda instrucción y cultura, y (como dijo Cecilio) hombre de un solo negocio.
-Ayer, contestó Antonio, me había propuesto refutarte, para apartar de tí estos discípulos; pero ahora que me oyen Cátulo y César, paréceme que debo no tanto disputar contigo, como decir lo que realmente pienso. Y ya que el orador ha de presentarse en el foro y a los ojos de los ciudadanos, hemos de ver qué cargo y obligación le confiamos. Craso, ayer, cuando vosotros no estabais presentes, hizo en breves palabras la misma división del arte que suelen hacer los Griegos, y no dijo lo que él sentía, sino lo que habían enseñado otros. Afirmó que había dos géneros de cuestiones: unas definidas, y otras indefinidas. Parece que entendía por indefinidas las que proceden en términos generales, vg.: ¿es apetecible la elocuencia? ¿lo son los honores? Y llamaba definida a la que trae designación de personas y hechos, como son todas las causas que se tratan en el foro y entre ciudadanos. En mi opinión, éstas pueden dividirse en litigios y deliberaciones. En cuanto al tercer género que admitió Craso, y según tengo entendido admite el mismo Aristóteles, que tanto ilustró esta materia, aunque es conveniente, me parece menos necesario.
-¿Cuál? dijo Cátulo. ¿El género demostrativo?
-El mismo, respondió Antonio; y eso que yo, y todos los que estaban presentes, se deleitaron mucho con el panegírico que hiciste de tu madre Opilia, la primera mujer, según creo, a quien se ha concedido este honor en nuestra ciudad. Pero no creo que todos los discursos puedan reducirse al arte y a los preceptos; porque de las mismas fuentes de donde se toman las reglas generales, pueden, tomarse las particulares del género demostrativo. Y aunque nadie las enseñara, ¿quién ignora lo que en un hombre puede alabarse? Tomemos por ejemplo el exordio de Craso en aquella oración que pronunció contra su colega: «En los bienes que son de naturaleza o de fortuna, consentiré con ánimo resignado que él me aventaje, pero no en los que el hombre puede adquirir por sí mismo.» Así, el que intente elogiar a alguno, no deberá omitir sus cualidades de fortuna; éstas son, el linaje, la riqueza, los parientes y amigos, el poder, la salud, la hermosura, la fuerza, el ingenio y las demás cualidades, ya de cuerpo, ya extrínsecas. Si tiene estas dotes, ponderará el buen uso que de ellas ha hecho; si no las tiene, la paciencia con que ha sobrellevado su falta; si las ha perdido, la moderación con que ha sabido carecer de ellas. Después elogiará los actos de sabiduría, liberalidad, fortaleza, justicia, magnificencia, piedad, gratitud, humanidad; en suma, cualquiera de sus virtudes. En todo esto, claro que ha de fijarse el que quiera alabar a una persona, como en los vicios contrarios el que se proponga vituperarla.
¿Por qué dudas, dijo Cátulo, en admitir ese tercer género, puesto que está en la naturaleza de las cosas? Y no porque sea el más fácil hemos de excluirle del número de tus otros.
-Es, dijo Antonio, porque no quiero tratar de todo lo que alguna vez cae en la jurisdicción del orador, aunque sea de poca monta, con tanto esmero como si nada pudiera decirse sin preceptos especiales. También hay que dar muchas veces testimonio, y a veces muy por extenso, como me aconteció en la causa de Sexto Ticio, ciudadano codicioso y turbulento. En aquel testimonio tuve que explicar todos los actos de su consulado, la resistencia que había hecho a los tribunos de la plebe y sus actos de sedición contra la república. Mucho me detuve en esto, mucho tuve que oír, mucho que responder. Ahora bien: cuando des preceptos de elocuencia, ¿te parecerá necesario incluir entre ellos el modo de dar testimonios en juicio?
-No por cierto, dijo Cátulo; no me parece necesario.
-¿Y qué? si como suele acontecer a los varones esclarecidos, te mandan con embajadas de un general al Senado, o del Senado a un general o a un rey o a un pueblo, en cuyo caso tendríamos que usar una oratoria más escogida, ¿nos parecerá esto bastante para admitir un nuevo género, de causas o preceptos especiales?
-De ninguna suerte, dijo Cátulo, porque al hombre elocuente no le faltará en estos casos la facilidad de hablar bien, adquirida en el manejo de otras causas y negocios.
-Pues por la misma razón, dijo Antonio; aun los mismos asuntos que requieren siempre cierta elegancia del lenguaje, y que yo mismo, al hacer antes el elogio de la elocuencia, dijo que eran propios del orador, no ocupan lugar alguno en la división de las partes, y se sujetan a preceptos determinados, y sin embargo deben tratarse con no menor ornato que los litigios, reprensiones, exhortaciones y consuelos; todo lo cual exige grande ornato de palabra, pero no reglas artificiales y oficiosas.
-Estoy conforme, dijo Cátulo.
-Ahora bien, dijo Antonio. ¿Crees que se necesita ser un grande orador para escribir historia?
-Para escribirla como los Griegos la escriben, respondió Cátulo, me parece necesario; para escribirla como los nuestros, basta que el historiador no sea mentiroso.
-No te burles de los nuestros, dijo Antonio; también los Griegos escribieron al principio como nuestro Caton, como Pictor, como Pison. La historia no era más que la composición de los anales, en que para perpetua memoria consignaba el Pontífice máximo los acontecimientos de cada año, y los escribía en una tabla blanca, que suspendía a la puerta de su casa para que el pueblo pudiera leerla; costumbre que duró desde el principio de la república romana hasta el pontificado de Publio Mucio. Estos anales se llaman Máximos; siguieron muchos este modo de escribir, consignando sin la menor elegancia los tiempos, los sucesos y los lugares. Lo que entre los Griegos fueron Ferécides, Helánico, Acusilao y otros muchos, fueron entre los nuestros Caton, Pictor y Pison, que ni tienen elegancia en la frase (lo cual nos vino más tarde de Grecia), ni buscan otra alabanza que la de la brevedad, y la de que se entienda bien lo que dicen. Algo más se elevó y dio mayor dignidad a la historia aquel excelente varón Antipatro, amigo de Craso; los demás no fueron exornadores de los hechos, sino solamente narradores.
-Cierto es lo que dices, respondió Cátulo; pero el mismo Antipatro no adornó la historia con variedad de colores, ni atendió a la colocación de las palabras, ni a la suavidad y elegancia del estilo, sino que trabajó como podía hacerlo un hombre, que no era muy docto ni muy literato: venció sin embargo, como has dicho muy bien, a los anteriores.
-No es de admirar, prosiguió Antonio, que todavía no se hayan escrito grandes historias en nuestra lengua, porque entre los nuestros nadie se dedica a la elocuencia, sino en cuanto ha de brillar en las causas y en el foro, al paso que entre los Griegos, los hombres más elocuentes, como vivieron apartados de las causas forenses, se dedicaron a otro género, y sobre todo, a la historia: así de Herodoto, el príncipe de ésta, no sabemos que se ejercitase nunca en las causas, y eso que su elocuencia es tan grande, que aun a mí, que entiendo poco el griego, me deleita mucho. Vino en pos de él Tucídides, que, a mi parecer, venció a todos los demás en el artificio oratorio: tan grande es en él la abundancia de ideas, que iguala casi el número de las sentencias con el de las palabras, y es tan enérgico y cerrado en la frase, que apenas se puede determinar si las palabras ilustran en él a las cosas o las cosas a las palabras. Y aunque anduvo mezclado en los negocios de la república, tampoco sabemos que defendiera ninguna causa, y sus libros los escribió cuando estaba ya apartado de los negocios y desterrado; suerte común a todos los grandes hombres de Atenas. Siguió a este el siracusano Fillisto, que siendo muy amigo de Dionisio el Tirano, gastó sus ocios en escribir historia, y a mi parecer se propuso a Tucídides por modelo. Después salieron de la famosa escuela del retórico Isócrates dos grandes ingenios, Teopompo y Eforo; pero los dos se consagraron a la historia; ninguno de ellos a las causas forenses.
»De la filosofía salieron también, primero Jenofonte, discípulo de Sócrates; después Calístenes, discípulo de Aristóleles y compañero de Alejandro. Escribía éste en estilo casi retórico; el otro, con más sencillez y sin llegar al ímpetu oratorio; pero si es menos vehemente, es, a mi parecer, más dulce que el otro. Más reciente que éstos fue Timeo, hombre eruditísimo (en cuanto yo puedo juzgar), muy abundante en ideas y sentencias, y no inculto ni rudo en la composición de las palabras: tuvo ciertamente grande elocuencia, pero no práctica forense.» Habiendo acabado de hablar Antonio, dijo César: «¿Qué te parece, Cátulo? ¿Dónde están los que niegan que Antonio sepa griego? Cuántos historiadores nombró, ¡con cuánta sabiduría y propiedad discurrió sobre todos ellos!
-En verdad, dijo Cátulo, que estoy admirado; pero mucho más me admiraba antes de que siendo Antonio, como decían, poco instruido, fuera tanta su elocuencia.
-Por cierto, dijo Antonio, que suelo leer estos y algunos otros libros, no tanto por utilidad como por recreo en mis ratos de ocio. ¿He sacado algún fruto de ellos? Quizá alguno, pues así como andando al sol se me enciende la cara, aunque no sea este mi deseo, así cuando leo estos libros en Miseno, porque en Roma apenas tengo tiempo, siento que a su contacto se va encendiendo y coloreando mi discurso. Pero para que no os parezca mi inteligencia de los Griegos mayor de lo que en sí es, os diré que sólo conozco lo que escribieron para el vulgo; y en cuanto a vuestros filósofos, si alguna vez los he abierto, engañado por los títulos de sus libros, que ofrecen generalmente tratar de cosas conocidas y claras, vg., de la virtud, de la justicia, de la honestidad, del deleite, no entendí ni una palabra: tan concisas y enredadas son sus disputas. En cuanto a los poetas, nunca los toco, como si hablaran en otra lengua. Sólo me entretienen los historiadores, los oradores y los que han escrito para el vulgo de las gentes que no son muy eruditas. Pero vuelvo a mi asunto.
»Ya habéis visto cuán propio es del orador el escribir historia, y no sé si es la empresa más alta, atendida, su variedad y la riqueza que ha de darse al estilo; y sin embargo no encuentro sobra ella preceptos especiales en las obras de los retóricos: será porque son claros y evidentes. ¿Pues quién ignora que la primera ley de la historia es que el escritor no diga nada falso, que no oculte nada verdadero, que no haya sospecha de pasión y de aborrecimiento? Estos son los fundamentos conocidos de todos; pero el edificio estriba en las cosas y en las palabras. La narración pide orden en los tiempos, descripción de las regiones; y como en los grandes sucesos lo primero que se ha de considerar es el propósito, lo segundo el hecho, y lo postrero el resultado, necesario es que indique el historiador, no sólo lo que se hizo y dijo, sino el fin y el modo como se hizo, y las causas todas, dando a la fortuna, a la prudencia o a la temeridad la parte que respectivamente tuvieron; y no ha de limitarse a estas acciones, sino retratar la vida y costumbres de todos los que en fama y buen nombre sobresalieron. El estilo debe ser abundante y sostenido, fluido y apacible, sin la aspereza judicial ni el aguijón de las contiendas forenses. De todas estas cosas tan importantes, ¿hallaréis ningún precepto en las artes de los retóricos? »En el mismo silencio han dejado otros muchos oficios propios del orador: las exhortaciones, las consolaciones, los preceptos y advertencias; todo lo cual ha de tratarse con mucha elegancia, aunque no tiene lugar señalado en las artes que sobre esto se han escrito. Hay, sin embargo, en este género una materia casi infinita, porque la mayor parte de los oradores (como antes decía Craso) distinguen dos géneros de elocuencia: versa el uno sobre causas fijas y determinadas, como son los litigios y deliberaciones, y aun puede añadirse el género demostrativo; el otro, que casi todos los escritores nombran y ninguno explica, comprende las cuestiones indefinidas sin designación de persona ni de tiempo. Cuando dicen esto, no expresan, a mi parecer, con bastante claridad lo que pretenden; pues si al orador pertenece hablar de cualquier asunto indefinido, tendrá que decir de la magnitud del sol, y de la forma de la tierra, y de matemáticas, y de música, sin que pueda excusarlo en manera alguna. En una palabra: el orador que crea que entran en su jurisdicción, no sólo las causas del lugar y tiempo definido, como son todas las forenses, sino las infinitas cuestiones generales, tendrá que confesar que no hay asunto que esté fuera de su dominio. »Pero si queremos también conceder al orador ese género de cuestiones vagas, libres y extensas, vg., de lo bueno y de lo malo, de lo apetecible y de lo que debe huirse, de lo honesto y de lo torpe, de lo útil y de lo inútil, de la virtud de la justicia, de la continencia, de la prudencia, de la magnanimidad, de la liberalidad, de la piedad, de la amistad, de la buena fe, de las obligaciones, de las virtudes y de sus vicios contrarios, y si creemos que el orador ha de hablar asimismo de la república, del imperio, de la milicia, de la disciplina de la ciudad, de las costumbres; concedámoslo también, pero dentro de justos límites. En verdad que todo lo que pertenece al trato social, a la vida de los ciudadanos, a sus costumbres, al gobierno de la república, al estado social, al sentido común, a las inclinaciones naturales, es materia propia del orador, y todo debe conocerlo, si no tanto que pueda contestar separadamente a cada una de estas cosas como hacen los filósofos, tanto a lo menos como es necesario para intercalar esas materias con discreción en una causa. Y debe hablar de estas cosas como hablaron los que constituyeron las leyes, el derecho y las ciudades: sencilla y espléndidamente, sin aparato de controversia, ni seca disputa de palabras. Y para que nadie se admire de que no dé yo precepto alguno sobre tantas y tan importantes materias, diré que así en esta como en las demás artes, aprendido lo más difícil, no hay para qué insistir en lo más fácil o en lo muy semejante. Así, en la pintura, el que sabe hacer la figura de un hombre, puede, sin nuevas reglas, darle la edad o las facciones que le parezcan mejor, y no hay peligro que sabiendo pintar un león o un toro, no pueda hacer lo mismo con cualquier otro cuadrúpedo. Pues no hay arte alguna en que el maestro tenga que enseñar todo lo que dentro del arte puede hacerse, sino que adquiridas las primeras nociones, fácil es deducir lo restante. Lo mismo pienso que sucede en este ejercicio o facultad oratoria: el que haya adquirido la fuerza que puede mover a su arbitrio los ánimos de los que oyen y han de decidir de los intereses de la república o de los suyos propios o de sus amigos y enemigos; el que tenga esta fuerza, digo, no necesitará especiales preceptos sobre cada género de discursos, a la manera que Policleto cuando labraba la estatua de Hércules, acertaba a esculpir la piel y la hidra, aunque nunca lo había hecho separadamente.»
-Entonces, dijo Cátulo: «Paréceme, Antonio, que nos has expuesto muy bien lo que debe saber el que se dedique a la oratoria, y aunque no lo haya aprendido, de dónde puede con facilidad tomarlo; pero sólo has hablado de dos géneros de causas; las demás, que son innumerables, las dejas a la experiencia y al ejercicio. Pero mira no sea que esos dos géneros sean para tí la hidra y la piel, y que el Hércules y todas las demás obras mayores se queden entre las cosas que omites. No me parece tan fácil hablar de las cuestiones universales como de las particulares, y es mucho más difícil tratar de la naturaleza de los Dioses que de los litigios humanos.
-No es así, replicó Antonio; y lo que voy a decir, Cátulo, no nace de mi ciencia, sino de mi larga experiencia. Créeme, todos los demás géneros de discursos son como juegos para un hombre que no sea rudo e inexperto, ni carezca de las letras y educación que suelen tenerse, al paso que en las luchas forenses la dificultad es grande, y quizá la mayor que cabe en obra humana, pues muchas veces los ignorantes juzgan del mérito, del orador por el éxito y la victoria, y además se presenta un adversario armado, a quien hay que herir y rechazar. Allí, el que ha de decidir la cuestión es muchas veces enemigo tuyo y amigo de tu adversario, o está enojado contigo o no te conoce; unas veces tendrás que instruirle, otras que desengañarle, o reprimirle, o incitarle o moderarle con discursos acomodados a cada tiempo y causa, trayéndole muchas veces de la benevolencia al odio, o del odio a la benevolencia, y excitando los distintos afectos de severidad, indulgencia, tristeza y alegría. A todo esto ha de añadirse la gravedad de las sentencias, el peso de las palabras y la acción variada, vehemente, llena de alma, llena de espíritu, llena de verdad. El que consiga todo esto, y pueda, como Fidias, labrar la estatua de Minerva, no necesitará hacer nuevo estudio para cincelar el escudo de la Diosa.»Entonces dijo Cátulo: «Cuánto más lo ponderas y encareces, tanto más entro en curiosidad de saber por qué medios y preceptos se adquiere esa fuerza prodigiosa; y no porque me interese mucho el saberlo, pues ya mi edad no es para aprender, y además, porque yo he seguido siempre otro género de oratoria que no arranca por la fuerza las sentencias de manos de los jueces, sino que más bien procura calmar sus ánimos y recibe con agradecimiento cuanto ellos se dignan conceder. Sin embargo, deseo oír esas explicaciones tuyas por satisfacer la curiosidad , más que por sacar provecho de ellas. Ni eres tú un retórico griego que repite los vulgares preceptos sin haber visto nunca el foro ni los juicios, a la manera que el peripatético Formion, cuando Aníbal expulsado de Cartago se refugió en Efeso en casa de Antioco y fue invitado por su huésped a que oyera a aquel filósofo que tenía gran fama entre ellos, dicen que habló con mucha elegancia, por espacio de algunas horas, de los oficios del general y de todo el arte de la guerra. Los oyentes estaban muy satisfechos, y preguntaron a Aníbal qué le parecía de aquel filósofo. Y dicen que el cartaginés respondió, no como elegante Griego, sino con toda libertad y franqueza, que había visto muchos viejos delirantes, pero a ninguno que delirase tanto como Formion. Y tenía razón a fe mía. ¿Pues qué mayor arrogancia y locuacidad que atreverse un sofista griego que nunca había visto enemigos ni campamentos, ni había desempeñado ningún cargo militar, a dar preceptos a Aníbal que por tantos años había disputado la victoria al pueblo romano, dominador de todas las naciones? Así me parece que obran todos los que dan preceptos sobre el arte oratoria: quieren enseñar a los demás lo que ellos nunca aprendieron. Pero en esto quizá yerran menos que Formion, porque no quieren enseñarte a ti (como él quería enseñar a Aníbal), sino a niños y a jovenzuelos.
-Te equivocas, Cátulo, dijo Antonio, pues yo mismo he tropezado ya con muchos Formiones. ¿Quién de esos Griegos deja de pensar que puede enseñárselo todo a cualquiera de nosotros? Y, sin embargo, no me son molestos. Fácilmente los sufro y tolero. A veces lo que dicen no me desagrada, y me libra del sentimiento de no haberlo aprendido. Los despido, pues, no con ofensas, como hizo Aníbal con aquel filósofo, sino más bien burlándome de su ridícula doctrina. Dividen todo el arte en dos géneros, controversia de causa y de cuestión. Llaman causa a toda controversia que se funda en hechos ciertos y determinados, cuestión, a la que es de materia indefinida. Dan preceptos sobre la causa, pero guardan harto silencio respecto de la cuestión. Cinco partes admiten en la elocuencia: invención, disposición, exornación, memoria, y, finalmente, acción y pronunciación. Esto, a la verdad, no es cosa muy recóndita; ¿pues quién no ve por sí mismo que nadie puede hablar bien si no sabe lo que va a decir, y las palabras y el orden con que ha de decirlas, y si no lo retiene en la memoria? No digo que estas divisiones sean inútiles, pero sí que son evidentes, y que poco importa que sean cuatro, cinco, seis o siete las partes del discurso, ya que ni aun en esto se hallan de acuerdo los autores. Quieren éstos que en el exordio se haga al auditorio benévolo, dócil y atento: que la narración sea verosímil, clara y breve: que después se divida la causa o se haga la proposición: que se confirme nuestro parecer con argumentos y razones, y se refute el del contrario. Después colocan algunos la conclusión o peroración, y otros quieren que preceda al exordio una digresión que sirva a realzar o amplificar lo que se ha dicho. Tampoco reprendo esta división, porque es ingeniosa, aunque no es práctica, como podía temerse de hombres faltos de experiencia. Los preceptos que ellos dan para los principios y narraciones deben observarse en todo el discurso. Porque más fácil es captarse la benevolencia de los jueces en el curso de la oración, que cuando todavía no han oído nada; y más fácil es atraerse su docilidad y atención cuando se muestra y explana el asunto, y cuando de mil maneras se conmueve el ánimo de los jueces, que cuando sencillamente se anuncia lo que se va a demostrar. Tienen razón en advertir que la narración debe ser verosímil, clara y breve; pero muchos se equivocan en creer que estas cualidades son más propias de la narración que del resto del discurso, y su error procede de juzgar que este arte no es desemejante de los otros, y que se parece, por ejemplo, al del derecho civil de que Craso nos hablaba el otro día, en el cual deberían exponerse primero los géneros, siendo vicioso el omitir ninguno; después las partes de cada género, sin que haya más ni menos que las necesarias, y finalmente, las definiciones de cada vocablo, en que nada falte ni sobre. Pero si en el derecho civil, si en cosas pequeñas o medianas pueden alcanzar esto los más doctos, no creo que acontezca lo mismo con el arte oratoria, que es de suyo tan inmensa. Y los que otra cosa piensen, acudan a los preceptistas y lo hallarán todo explicado y desenvuelto, pues son innumerables los libros de este arte, y no están oscuros ni escondidos. Pero vean bien si lo que quieren es salir armados al juego y al simulacro o a la pelea. Una cosa es la lucha y la batalla, y otra muy distinta el juego y la palestra. Y sin embargo, el arte de la esgrima es útil al gladiador y al soldado; pero lo que hace a los varones invictos es el valor, presencia y serenidad de ánimo, aunque a estas cualidades bueno es que se agregue el arte.»
Por lo cual, si yo hubiera de educar a un orador, miraría bien, ante todo, lo que él podía hacer. Quisiera yo que tuviese alguna tintura de letras, que leyera y oyera algo, que aprendiera esos mismos preceptos, y luego que ejercitara la voz, las fuerzas, la respiración, la lengua. Si entendía yo que él podía llegar a la perfección, y me parecía además hombre de bien, no sólo le exhortaría a trabajar, sino que se lo suplicaría. Tengo para mí que un excelente orador que sea al mismo tiempo hombre de bien, es el mayor ornamento de una ciudad. Pero si veía que a pesar de todos sus esfuerzos no podría pasar de mediano, le dejaría hacer lo que quisiera, sin molestarle en nada. Y si era del todo incapaz, le aconsejaría que lo dejase o que se dedicase a otro estudio. Porque soy de opinión, que al que tiene excelentes disposiciones se le debe ayudar siempre con nuestros consejos, y que tampoco debe desanimarse al que puede llegar a ser mediano, pues lo primero, me parece propio de la Divinidad, y lo segundo, es decir, el no empeñarse en lo que no se puede hacer perfectamente, o el continuar haciendo lo que no se hace del todo mal, es propio de la condición humana; pero el dar voces a tontas y a locas es (como tú, Cátulo, decías de cierto declamador) reunir a voz de pregonero innumerables testigos: de la propia necedad. Yo sólo hablará del que merece ser ayudado con consejos, y le diré lo que la experiencia me ha enseñado, para que él, llevándome por guía, llegue al término adonde he llegado sin tener nadie que me mostrase el camino. Y para empezar por un amigo nuestro, me acuerdo, Cátulo, que cuando oí por primera vez a este nuestro Sulpicio, siendo todavía muy joven y defendiendo una causa de poca importancia, descubrí en su voz, en su acción, en el movimiento del cuerpo y en todo lo demás, disposición grande para la elocuencia: su discurso, era acelerado y ardiente, condición propia de su ingenio; sus palabras eran acaloradas y un poco redundantes, lo cual no me disgustó por ser efecto de la edad. Me agrada que en el joven se muestre esta fecundidad y exceso de vida; y así como en las vides es fácil cortar las cepas qua arrojan demasiado, y no lo es cultivar nuevos sarmientos en tierra estéril, así quiero que haya en los discursos del joven algo que se pueda cortar, porque no puede durar mucho el jugo en los talentos que llegan demasiado pronto a madurez. Conocí en seguida su índole, y sin perder tiempo le aconsejé que mirara el foro como una especie de palestra, y que eligiera un maestro, advirtiéndole que, a mi parecer, el mejor sería Lucio Craso; él prometió hacerlo, y aun añadió, sin duda en muestra de gratitud, que yo sería otro de sus maestros. No había pasado un año de esta conversación, cuando él acusó a Cayo Norbano, defendiéndole yo, y es increíble cuánta diferencia me pareció notar entre lo que era entonces y lo que había sido el año anterior. Ciertamente que su naturaleza le llevaba a aquel estilo magnífico y espléndido de Craso, pero nunca hubiera llegado a él si con todo ahínco y estudio no se hubiera propuesto imitar a Craso, fijando en la mente sus discursos. Mi primera regla será, pues, el modelo que ha de imitarse, y en este modelo las cualidades más dignas de imitación. Añádase a esto el ejercicio, que sirve para reproducir el modelo que se imita, no como muchos imitadores que yo conozco, que sólo trasladan lo que les parece más fácil, o lo que es un verdadero defecto. Nada más fácil que imitar el traje, la estatura o el ademán de alguno. Tampoco es muy difícil remedar sus defectos: así este Julio, que con haber perdido la voz todavía es una calamidad para nuestra república, no alcanza el nervio que tuvo en el decir Cayo Fimbria, pero reproduce su maledicencia y sus defectos de pronunciación; de suerte que ni supo elegir el mejor modelo, ni imitar en él más que los defectos. El que quiera evitar estos escollos, necesario es que elija un buen modelo, y, después, que estudie bien aquello que constituye su principal excelencia. ¿En qué pensáis que consiste el que cada época haya tenido un género de elocuencia propio? Y esto no se ve tanto en nuestros oradores, porque dejaron pocos escritos que nos den luz como en los Griegos, por cuyas obras podemos conocer el gusto e inclinaciones de cada tiempo. Los más antiguos de quienes se conservan oraciones son Pericles, Alcibiades y Tucídides, escritores sutiles, agudos y breves más abundantes en sentencias que en palabras. Su estilo no hubiera podido ser tan igual si no se hubieran propuesto un mismo ejemplar y dechado. A estos siguieron Critias, Teramenes, Lisias. De Lisias hay muchos escritos; algunos de Critias; de Teramenes nunca vi ninguno. Todos éstos conservaban el nervio de Pericles, pero el hilo de su oración era más abundante.»Todos ellos habían tenido por maestro a Isócrates, de cuya escuela, como del caballo de Troya, no salieron más que príncipes. Unos sobresalieron en la pompa; otros en la batalla. Entre los primeros, se cuentan Teopompo, Eforo, Filisto, Panerates y muchos otros de diverso ingenio, pero semejantes entre sí, y con su maestro, en el gusto. Y los que se dedicaron a las causas forenses como Demóstenes, Pericles, Licurgo, Esquines, Dinareo y otros muchos, aunque no fueron iguales entre sí, se parecieron todos en el arte de imitar la naturaleza; y mientras esta imitación duró, se mantuvo la sencillez y el buen gusto; pero después que ellos murieron y su memoria se fue oscureciendo y apagando, empezó a florecer otro estilo más muelle y remiso.Entonces florecieron Democares (a quien dicen hijo de una hermana de Demóstenes) y Demetrio Falereo, que a mi parecer fue más culto que todos ellos y tuvo muchos imitadores; y si quisiéramos prolongar es la reseña hasta nuestro tiempo, hallaríamos a Menecles Alabandense y a su hermano Hiérocles, a quien, según he oído, imita ahora toda el Asia, porque siempre hay alguno a quien los demás quieren parecerse.l que quiera con la imitación alcanzar tal excelencia, debe ejercitarse continuamente en hablar y en escribir, y a buen seguro que si nuestro Sulpicio lo hiciera, sería mucho más sobrio su estilo, en el cual (como de las hierbas dicen los rústicos) suele notarse, en medio de una gran riqueza, cierto lujo excesivo que convendría enmendar.» Entonces dijo Sulpicio: «Razón tienes en advertírmelo, mucho te lo agradezco, aunque tampoco creo, Antonio, que tú bayas escrito mucho.»
Replicó Antonio: «¡Como si no pudiera yo aconsejar a otros lo que yo mismo no hago! Dicen que escribo tan poco, que dicen que ni aun llevo mis cuentas; pero te probará lo contrario el estado de mi hacienda y el estilo de mis discursos, por poco que valgan. Veo que hay muchos que a nadie imitan, y por su propio ingenio hablan como quieren, sin parecerse a nadie, lo cual puede advertirse en vosotros, César y Cola, de los cuales, el uno tiene una sal y gracia desconocida de nuestros oradores, y el otro un género de decir agudo y sutil. Ni Curio, que es casi de nuestro mismo tiempo, parece que se propuso imitar a nadie (aunque su padre fue, a mi parecer, el más elocuente de su tiempo, si no en lo grave de las palabras, en la elegancia y riqueza) puede decirse que se forjó un estilo y manera propios, lo cual pude juzgar en la causa que defendió contra mí ante los Centunviros en defensa de los hermanos Cosos, en la cual nada se echó de menos de cuanto puede exigirse a un fecundo y sabio orador.»Pero traigamos ya al hecho de la causa al orador a quien instruímos, y fijémonos sobre todo en los juicios y pleitos que tienen más dificultad. Quizá se burle alguno del precepto que voy a dar, pues no es tan agudo como necesario, y parece más propio de un prudente consejero que de un erudito maestro. Lo primero que le recomiendo es que estudie bien la causa que va a defender. Estos preceptos no se dan bien en las escuelas, porque las causas que se proponen a los muchachos son fáciles, vg. esta: La ley prohíbe al extranjero subir al muro; un extranjero sube, rechaza a los enemigos y es acusado. Poco trabajo cuesta el entender esta causa; por eso los maestros de retórica, no dan ningún precepto sobre este particular, como que en las escuelas la causa es una mera fórmula.«Pero en el foro hay que conocer los documentos, los testimonios, los pactos, convenios, estipulaciones, parentescos afinidades, decretos, respuestas; finalmente, toda la vida y, costumbres de los que litigan, y la ignorancia de estas cosas hace que se pierdan muchas causas, sobre todo de las privadas, que son casi siempre las más oscuras. Algunos hay que por querer dar mucha importancia a su trabajo, y extender su nombre por el foro, y volar, digámoslo así, de causa en causa, se ponen a defender algunas que les son enteramente desconocidas. En lo cual merecen grave censura o de negligencia o de perfidia, porque cualquiera tiene que hablar muy mal de lo que no sabe. Y así, queriendo librarse de la tacha de inercia, incurren en otra mucho más grave, y por ellos más temida, que es la de torpeza. Yo suelo hacer que cada uno me informe de su negocio, y esto sin que ninguno esté presente, para que pueda él hablar con más libertad. Defiendo yo la causa del adversario; defiende el cliente la suya, y encuentra ocasión de desarrollar todos sus argumentos. Cuando él se ha retirado, procuro representar yo, sin pasión alguna de ánimo, tres papeles; el mío, el del adversario y el del juez. Elijo para el discurso los argumentos que tienen más ventajas que inconvenientes, y rechazo del todo los que no están en ese caso. Así consigo pensar lo que he de decir, antes de decirlo, al contrario de lo que hacen muchos fiados en su ingenio. Y ciertamente que algo mejor hablarían si se tomasen algún tiempo para meditar las causas antes de defenderlas.»Cuando he conocido ya el asunto y la causa, me fijo en el punto de la dificultad. No hay caso de duda, ya se trate de una acusación criminal, ya de una controversia de herencia, ya de una deliberación de guerra, ya de la alabanza de una persona, ya de una disputa sobre el método de vida, en que no se pregunte qué es lo que se ha hecho, o lo que se va a hacer, o cuál es el asunto, o cómo se ha de calificar.»En nuestras causas, como son casi siempre criminales, basta generalmente negar. Así sucede en las causas de peculado, que son tan frecuentes. En las de concusión no es fácil distinguir siempre la liberalidad y generosidad de la ostentación y del soborno; pero en las causas de asesinato, de envenenamiento, de peculado, es necesario negarlo todo. Este es el primer género de causas, fundado en controversias de hecho. En las deliberaciones no se suele tratar del hecho presente o pasado, sino del futuro. Muchas veces no se pregunta si la cosa es o no es, sino cómo es; así, cuando el cónsul Cayo Carbon defendía ante el pueblo la causa de Lucio Opimio, no negaba la muerte de Cayo Graco, sino que sostenía haber sido hecha con justicia y por la salvación de la patria. A este mismo Carbon, siendo tribuno de la plebe y gobernando con muy distintas ideas la república, le había contestado Publio Escipion Africano que la muerte de Tiberio Graco había sido justa y legítima. Todas estas causas se pueden defender con argumentos de conveniencia, o de necesidad, o de imprudencia o de acaso. Se disputa a veces sobre el nombre, como nos sucedió a Sulpicio y a mí en la causa de Norbano: yo concedía casi todo lo que éste me objetaba; pero no que el reo hubiese incurrido en el crimen de lesa majestad, del cual, según la ley Apuleya, dependía toda aquella causa. En este género de cuestiones previenen algunos que se definan claro y brevemente las palabras en que la causa consiste; pero esto me parece muy pueril, porque de muy diverso modo se define cuando se disputa entre hombres doctos de las cosas que son materia de ciencia, vg., qué es el arte, qué es la ley, qué es la ciudad. En estos casos mandan de consuno la razón y los preceptos que se exprese de tal manera la naturaleza de la cosa que se define, que ni falte ni sobre nada. Lo cual ni Sulpicio hizo en aquella causa, ni yo procuré hacer. Pero en cuanto pudimos, explicamos con gran copia de palabras lo que era crimen de lesa majestad. Porque una definición, en cuanto se reprende, añade o quita una palabra, es un argumento perdido y que se nos arranca de las manos: además, por su forma huele a enseñanza y ejercicio pueril, y no puede penetrar en el ánimo y en la mente del juez, pues pasa y desaparece antes que él haya podido hacerse cargo de ella.Pero cuando se duda sobre la naturaleza del hecho, suele nacer toda controversia de la interpretación de un escrito en que hay alguna cosa ambigua. Aun cuando el escrito discrepa de la sentencia, hay cierto género de ambigüedad, la cual se disipa supliendo las palabras que faltan, añadidas las cuales, se explica y deja claro el sentido de lo escrito. Cuando hay dos escritos contrarios, no nace un nuevo género de controversia, sino que se duplica la causa del género anterior, porque, o no se podrá resolver la dificultad, o se resolverá sólo supliendo algunas palabras en el escrito que defendemos. Así es que todas estas causas pueden reducirse a un sólo género de controversia: ambigüedad en los términos.»Muchos géneros hay de ambigüedad y los conocen muy bien los dialécticos; pero no los oradores, aunque debían no menos saberlos, porque es frecuentísima en todo escrito o discurso la ambigüedad que nace de haberse omitido una o varias palabras. Y es grave error de los nuestros haber separado este linaje de causas que estriban en la interpretación de un escrito, de aquellas otras en que se discute la naturaleza de una cosa, pues esto se hace casi siempre por escrito y nada tiene que ver con la controversia de hecho. Tres son, pues, los géneros de causas en que puede haber duda: qué se hace, se ha hecho o ha de hacerse; cómo se califica y cómo ha de llamarse. Y aunque los Griegos añaden un cuarto género, «si se obró con rectitud,» esto entra en la calificación misma del hecho.»Pero vuelvo a mi asunto. Cuando conocido el género de la causa empiezo a tratarla, determino ante todo el fin a donde se ha de encaminar todo el discurso para que sea propio de la cuestión y del juicio: después me fijo en los medios de hacerme agradable a los oyentes y de conmover sus ánimos para determinarlos a lo que deseo. Todo el arte de la persuasión consiste en probar que es cierto lo que defendemos, en atraernos la benevolencia de los oyentes, y en mover sus afectos del modo más favorable a nuestra causa.Tiene el orador dos géneros de pruebas: uno que él no inventa, sino que, dadas por el mismo asunto, después con el raciocinio las desarrolla, vg., escritos, testimonios, pactos, cuestiones, leyes, decretos del Senado, sentencias en juicios, decretos, respuestas de los jurisconsultos, y todo lo demás que la causa y los reos facilitan. El segundo género de pruebas estriba todo en argumentación y razonamiento. Por eso, en el primer caso importa sólo el modo de tratar los argumentos; en el segundo hay que inventarlos. Los mismos que dividen las causas en muchos géneros, señalan a cada uno de ellos gran copia de argumentos, lo cual, aunque sea útil para educar a los principiantes, porque, una vez presentada la causa, tengan a donde acudir en demanda de argumentos, sin embargo es muestra de ingenio tardo el buscar los arroyos y no ver las fuentes de las cosas, y ya en nuestra edad y en nuestra experiencia debemos tomarlo todo desde su origen y fuente. Y en primer lugar, debemos tener bien meditadas, para hacer uso de ellas en toda ocasión oportuna, las pruebas del primer género, vg.: por los escritos y contra los escritos, por los testigos y contra los testigos, por las cuestiones y contra las cuestiones, ya separada y universalmente, ya determinando personas, tiempos y causas. A vosotros, Cota y Sulpicio, os recomiendo mucho estudio y meditación sobre estos argumentos, para que siempre se os ofrezcan fáciles y explícitos. Largo sería explicar la manera de confirmar o de refutar los testigos, los documentos, las cuestiones: todo esto exige poco ingenio, pero mucho ejercicio; y sólo es necesario el arte y los preceptos para exornar los argumentos con elegancia de estilo. La invención de las pruebas del segundo género, obra en todo del orador, no es difícil, pero requiere una explicación lúcida y ordenada. Por eso, en toda causa debemos atender primero a lo que se va a decir; segundo, al modo de decirlo. Lo primero, aunque requiere arte, no excede los límites de una mediana prudencia; en lo segundo, es decir, en el estilo adornado copioso y vário, es donde más lucen la naturaleza y facultades del orador.»De la primera parte no rehusaré hablar, ya que tenéis tanto empeño; pero no sé con qué acierto lo ejecutaré: vosotros seréis jueces. »Os diré de qué fuentes puede tomar el orador sus argumentos para conciliar los ánimos, enseñarlos y moverlos. En cuanto al modo de ilustrarlos, presente está quien puede enseñar a todos, quien introdujo primero este arte en nuestras costumbres, quien más le perfeccionó, quien le ha ejercitado casi solo.»Pues yo, Cátulo (y lo diré sin temor de pasar por lisonjero), pienso que no ha habido en nuestra edad ningún orador algo ilustre, así griego como latino, a quien yo más de una vez, y con diligencia, no haya oído. Y si algún talento hay en mí (lo cual casi me atrevo a creer, viendo que vosotros, hombres de tanto ingenio, prestáis tal atención a mis palabras), consiste en que nunca oí decir a un orador nada que inmediatamente no se fijase en mi memoria. Pero si algo vale mi juicio, sin vacilar afirmo que de cuantos oradores he oído, ninguno ha aventajado a Craso en ornato y gala de elocución. Si a vosotros os parece lo mismo, creo que no llevaréis a mal esta división del trabajo; es decir, que yo, después de engendrar, criar y robustecer al orador, se lo entregue a Craso para que le vista y adorne.»onces dijo Craso: «Sigue educándole, Antonio, ya que empezaste; pues no es digno de un padre bueno y generoso dejar de vestir y adornar al hijo a quien procreó y educó, especialmente cuando no puedes negar que eres rico. Pues ¿qué ornamento, qué fuerza, vigor o dignidad pudo faltar al orador que, en la peroración de una causa, no dudó en hacer levantar de su asiento a un reo consular, y rasgando su túnica, mostrar a los jueces las cicatrices de las heridas que había recibido aquel anciano general? ¿0 cuando defendía a un hombre turbulento y sedicioso acusado por nuestro Sulpicio, y no dudó en elogiar la sedición misma, demostrando con gravísimas palabras que muchos ímpetus del pueblo no son injustos, y que nadie puede atajarlos, y que muchas sediciones han sido útiles a la república, vg., la que expulsó a los reyes o la que constituyó la potestad tribunicia; y que la sedición de Norbano, como producida por la indignación de los ciudadanos y por el odio contra Cepion que había perdido su ejército, era justa y no había podido reprimirse? ¿Cómo pudo tratarse un argumento tan difícil, tan inaudito, resbaladizo y nuevo, sino con una increíble vehemencia y habilidad en el decir? ¿Y qué diré de la conmiseración que logró excitar a favor de Cneo Manlio y de Quinto Rex y de otros innumerables, en cuyas causas no sólo brilló la singular agudeza de ingenio que te conceden todos, sino las mismas cualidades que ahora tan liberalmente me otorgas?»
Entonces dijo Cátulo: «Lo que yo más suelo admirar en vosotros, es que siendo tan desemejantes en el modo de decir las cosas, habláis de tal manera que parece que ni la naturaleza ni el arte os han negado nada. Por lo cual, oh Craso, no nos prives de tu agradable conversación, y si algo olvida o deja de decir Antonio, explícanoslo tú, aunque jamás atribuiremos, Antonio, tu silencio a que no hubieras podido decirlo tan bien como Craso, sino a que has querido dejárselo a él.»
Entonces dijo Craso: «¿Por qué, Antonio, no omites eso que ibas a decir y que nadie de los presentes necesita, es decir, las fuentes o lugares de donde pueden sacarse los argumentos? Pues aunque tú sabrías tratarlo de un modo nuevo y excelente, al cabo es cosa fácil, y son ya muy conocidos esos preceptos. Dinos más bien los recursos oratorios que sueles emplear, y siempre con mucho acierto.
-Sí que lo haré, dijo Antonio, para conseguir de tí más fácilmente lo que deseo, no negándote yo nada. Tres son las razones en que todos mis discursos, y aun la misma facultad de hablar que Craso ensalzaba tanto, se fundan: la primera conciliar los ánimos; la segunda instruirlos, y la tercera moverlos: para lo primero se requiere cierta suavidad de dicción; para lo segundo agudeza, y para lo tercero fuerza. Porque es necesario que el que haya de sentenciar nuestra causa se incline a nosotros, o por natural propensión, o por los argumentos que presentemos, o por moción de afectos. Pero como esta doctrina parece que está contenida casi entera en la parte del discurso que encierra la explicación y defensa de los hechos, de esta hablaré primero, aunque poco, porque muy pocas son las observaciones que sobre esto tengo hechas y guardo en la memoria. Con gusto seguiré tus sabios consejos, Lucio Craso, dejando aparte las defensas para cada una de las causas, que suelen enseñar los maestros a los niños, y fijándome sólo en los principios, de donde fácilmente desciende el raciocinio a todo linaje de causas y discursos. Pues no siempre que se escribe una palabra se ha de pensar en cada una de las letras de que se compone, ni cuantas veces se defiende una causa, otras tantas se ha de recurrir a los argumentos que le están subordinados, sino tener ciertos lugares comunes que se nos presenten con tanta facilidad como las letras al escribir la palabra. Pero estos lugares sólo pueden ser útiles al orador que esté versado en los negocios, ya por la experiencia y la edad, ya por el estudio y diligencia en oír y aprender, que muchas veces se adelanta a la edad. Aunque me presentes un hombre erudito, severo y agudo en el pensar y expedito en la pronunciación, si no está versado en las leyes, ejemplos o instituciones de la ciudad, si es peregrino en las costumbres y voluntades de sus conciudadanos, no le servirán mucho los lugares de donde se toman los argumentos. Lo que se necesita es un ingenio cultivado, no como el campo que se ara una sola vez, sino como el que se renueva muchas veces para que dé mejores y más copiosos frutos. El cultivo del ingenio consiste en la práctica del foro, en la lectura, en la instrucción y en el ejercicio de escribir. Lo primero que el orador ha de ver es la naturaleza de la causa, porque siempre se trata, o del hecho mismo, o de su calificación, o del nombre que le pertenece. Conocido esto, el buen juicio enseña mejor que los rodeos de los retóricos lo que constituye el nudo de la causa, sin lo cual la causa misma no existiría: finalmente, la cuestión que viene a juicio. Los retóricos enseñan a buscar los argumentos de este modo: Mató Opimio a Graco. ¿En qué estriba la causa? En que le mató por el bien de la república y llamando a los ciudadanos a las armas por un senatus-consultum. Si esto quitas, no habrá controversia; pero Decio niega que la muerte haya sido legítima. La cuestión que se liga es, pues, la siguiente ¿Fue lícito el darle muerte por un senatus-consultum y para salvar la república? Todo esto es evidente, y el sentido común lo dicta; pero lo que conviene hallar son los argumentos que han de alegar el acusador y el defensor sobre el asunto en litigio. Y aquí es de notar un grande error de los maestros a quienes enviarnos nuestros hijos; no porque esto tenga mucho que ver con la elocuencia, sino para que veáis cuán torpes y rudos son esos hombres que se tienen por tan eruditos. Admiten dos géneros de causas: uno de cuestiones universales sin personas ni tiempos; y otro en que se rijan los tiempos y las personas. Y no saben que toda controversia viene a resolverse en principios universales. En la misma causa que propuse antes, nada importa para los argumentos del orador la persona de Opimio ni la de Decio, porque la cuestión es general; es decir: ¿habrá de ser castigado el que mata a un ciudadano por salvar la patria y en virtud de un senatus-consultum, aunque las leyes no lo permitan? No hay causa alguna de cuantas vienen a juicio donde el interés dependa de la persona de los reos, y no de las proposiciones universales. En las mismas cuestiones de hecho, vg., si Publio Decio tomó dinero contra lo prevenido por los leyes, es necesario reducir los argumentos a proposiciones universales. Si el reo fue pródigo, trataremos del lujo; si ávido de lo ajeno, de la avaricia; si sedicioso, de los malos y turbulentos ciudadanos. Si las acusaciones son muchas, de la calidad de los testimonios. Y por el contrario, las pruebas en defensa del reo han de abstraerse de las condiciones de persona y tiempo y resolverse en un principio más general. Quizá a un hombre que no comprenda rápidamente la naturaleza de las cosas, lo parezcan muchos y complicados los puntos que se litigan en una cuestión de hecho; pero aunque el número de las acusaciones sea casi infinito, no lo es tanto el de las defensas y el de las pruebas. »
Cuando no se duda del hecho, búsquese la calificación que ha de dársele. Si atiendes a los reos, estas calificaciones serán innumerables y oscuras; si te fijas en las cosas mismas, serán muy pocas y muy claras. Porque si reducimos la causa de Mancino a la sola persona de Mancino, siempre que los enemigos no quieran recibir al ciudadano que se les entrega, nacerá una nueva causa. Pero si la controversia es: ¿puede considerarse que tiene el derecho de Post liminio el ciudadano que es entregado a los enemigos, pero no recibido por ellos? nada importa aquí para los argumentos de defensa el nombre de Mancino. Y si la dignidad o indignidad del hombre añade algo a la gravedad del caso, esto queda fuera de la cuestión, y así y todo habrá que referirlo a otro principio más general. Yo no defiendo esto por empeño de censurar a los retóricos, aunque merezcan reprensión por haber admitido un género de causas concretado a tiempos y personas. Pues aunque intervengan tiempos y personas, siempre se ha de entender que no de éstas, sino del género de la cuestión, depende la causa. Pero esto nada importa ahora, ni es ocasión de disputar con los retóricos. Basta entender que ni siquiera han conseguido, a pesar de estar apartados de los negocios forenses, discernir los géneros de las causas y explicarlos con alguna claridad. Repito que esto no me atañe. Lo único que me importa, y mucho más a vosotros, Cota y Sulpicio, es que, según la doctrina de ésos, ha de ser temible y aun infinita la muchedumbre de causas, porque habrá tantas como personas. Pero si se refieren a cuestiones generales, serán tan pocas, que los oradores diligentes, memoriosos y sobrios podrán tenerlas todas en el pensamiento y recordarlas cuando el caso llegue; a no ser que creáis que en la causa de Marco Curio, empleó Lucio Graso argumentos personales para probar que Curio, aunque no era hijo póstumo, debía heredar a Coponio. Para la abundancia de argumentos y la naturaleza de la causa, nada influía el nombre de Coponio ni el de Curio, la cuestión era universal y no dependiente de personas ni de tiempos, porque el testamento decía: «Si me naciere un hijo y éste muriere, aquel será entonces mi heredero.»
La cuestión es ver si, no habiendo nacido el hijo, debe heredar el legatario establecido para el caso en que el hijo muriere. Es un punto de derecho civil universal y perpetuo, que no requiere nombres de personas, sino arte en el decir y buena elección de argumentos. En esto, los mismos jurisconsultos nos ponen obstáculos y nos apartan del estudio de su arte. Veo en los libros de Caton y de Bruto las consultas que ellos dieron sobre puntos jurídicos a tal o cual varón o mujer, con sus nombres expresos, como si quisieran persuadirnos de que en los hombres y no en las cosas estaban los motivos de la consulta o la duda, para que desistiésemos de conocer el derecho, perdiendo a vez la voluntad y la esperanza de aprenderle, por ser las personas tan innumerables. »Pero esto ya Craso nos lo explicará algún día, distribuyendo las cuestiones en géneros, porque has de saber, Cátulo, que ayer nos prometió reducirlas a ciertas divisiones y formar un arte del derecho civil, que ahora anda disperso y confuso.
-Y ciertamente, dijo Cátulo, esto no ha de serle difícil a Craso, porque aprendió del derecho civil cuanto se puede saber, y además tiene lo que ha faltado a sus maestros; así es que puede escribir e ilustrar con elegancia todo lo que pertenece al derecho.
-Esto, dijo Antonio, lo aprenderemos todos de Craso, cuando cumpla su propósito de trasladarse del tumulto del foro al tranquilo asiento del jurisconsulto.uchas veces le he oído decir, replicó Cátulo, que tenía pensamiento de alejarse de los negocios y de las causas; pero yo le respondo que esto no le será lícito, ni podrá consentir que tantos hombres de bien imploren en vano su auxilio, ni lo podrá tolerar la misma Roma, que careciendo de la voz de Lucio Craso quedará privada de uno de sus mejores ornamentos.
-A fe mía, dijo Antonio, que si Cátulo dice verdad en esto, tú, Craso, y yo, tendremos que moler juntos en la misma tahona y dejar el ocio y el descanso para la perezosa y soñolienta sabiduría de los Escévolas y de otros no menos felices.» Craso se sonrió entonces blandamente, y dijo a Antonio:
«Prosigue lo que has empezado: ojalá me restituya pronto a mi libertad esa soñolienta sabiduría, así que me refugie en ella»-He acabado ya lo que tenía que decir, dijo Antonio; pues queda probado que no en la infinita variedad de los hombres y de los tiempos, sino en la naturaleza y en los principios generales recae la duda y controversia; y que los géneros, no sólo son en número limitado, sino muy pocos, de suerte que sea cual fuere la materia del discurso, los que sean estudiosos de la oratoria pueden fácilmente construir, disponer y exornar con palabras y sentencias el discurso en todas sus partes. Las palabras se ofrecerán naturalmente, y siempre serán felices, si nacen de las entrañas mismas del asunto. Mas si queréis saber con verdad lo que pienso (pues no me atrevo a afirmar sino mi parecer y opinión), digo que debemos llevar al foro todo este arsenal de principios y argumentos universales, y no escudriñar para cada asunto los lugares comunes y sacar de ellos las pruebas. Esto es fácil a todo el que después de algún estudio y práctica presta la debida atención a las cosas; pero siempre se elevará el pensamiento a los principios y lugares capitales de donde nacen las pruebas para todo el discurso. Todo esto es obra del arte, de la observación y de la costumbre: después de saber el coto donde vamos a cazar, nada se nos escapará, y cuanto pertenezca al asunto nos saldrá al encuentro y caerá en nuestro poder, si es que tenemos alguna práctica de negocios.Como para la invención son necesarias tres cosas: primero, agudeza de ingenio; segundo, método, o si queréis, arte; tercero, diligencia; no puedo menos de conceder al ingenio la primacía, por más que el mismo ingenio se aguza con la diligente aplicación, que vale tanto en las causas como en todo lo demás. Esta debemos cultivar y ejercitar principalmente; con esta se consigue todo. Conocida ya en todos sus ápices una causa, es preciso oír atentamente al adversario y fijarnos no sólo en sus pensamientos, sino en todas sus palabras y en su semblante, que muchas veces revela los afectos del alma; pero esto ha de hacerse con disimulación, para que el adversario no se aproveche de nuestra torpeza. La atención hace que el orador ordene en su mente los lugares de que antes hablé, y se vaya insinuando hasta las entrañas de la causa, sirviéndose de la luz de la memoria. El estudio finalmente corrige y perfecciona la voz y el gesto. Entre el ingenio y la aplicación poco lugar queda para el arte. El arte te dice dónde encontrarás lo que deseas; todo lo demás depende del estudio, de la atención, de la vigilancia, asiduidad y trabajo; de la diligencia, en una palabra; porque esta virtud comprende todas las restantes. Ya vemos qué abundancia de dicción tienen los filósofos; los cuales (como tú, Cátulo, mejor que yo sabes) no dan precepto alguno de oratoria, y sin embargo hablan copiosa y elegantemente de cualquier asunto que se les proponga.»
Entonces dijo Cátulo: «Dices bien, Antonio, que muchos filósofos no dan precepto alguno de oratoria, sino que tienen preparado siempre algo que decir en cualquier materia. Pero Aristóteles, a quien yo admiro mucho, propuso ciertos lugares comunes de los cuales se pueden sacar argumentos, no sólo para las disputas filosóficas, sino también para las forenses. Y por cierto que tus discursos, Antonio, no se alejan mucho de sus preceptos, o sea que tú, por la semejanza de ingenio, hayas venido a tropezar en las huellas de aquel divino filósofo, o sea porque le has leído y estudiado, lo cual parece más verosímil, ya que te has dedicado a las letras griegas más de lo que creímos.-Te diré la verdad, Cátulo: siempre creí que sería más agradable al pueblo el orador que manifestase muy poco artificio y ningún conocimiento de las letras griegas; pero también juzgué siempre que era de bestias y no de hombres el no oír a los Griegos cuando prometen enseñar cosas oscurísimas, y dar preceptos de buen vivir y de bien hablar, y no oírlos en público, por el pueril temor de disminuir nuestra autoridad entre los conciudadanos, sin perjuicio de atender con disimulo a lo que dicen. Así lo hice, oh Cátulo, y así adquirí un conocimiento sumario de las causas y de los géneros.-¡Por vida de Hércules! dijo Cátulo, que te has acercado muy tímidamente, y como si fueras a tropezar en algún escollo de liviandad, a la filosofía, la cual nunca fue despreciada entre nosotros. Porque en otro tiempo estuvo llena de Pitagóricos Italia, cuando una parte de esta región se llamaba Magna Grecia, y aun dicen algunos que nuestro rey Numa Pompilio fue también pitagórico, siendo así que vivió muchos años antes que Pitágoras; por lo cual es digno de mayor admiración el que conociera el arte de constituir las ciudades, dos siglos antes que este arte naciera entre los Griegos. Y ciertamente no ha tenido Roma varones más gloriosos ni de más autoridad ni discreción que Publio Africano, Cayo Lelio y Lucio Furio, los cuales públicamente tuvieron siempre consigo algunos eruditísimos Griegos. Muchas veces les oí decir que los Atenienses habían hecho cosa muy grata a ellos y a muchos personajes principales de la república, enviando de embajadores sobre gravísimos negocios a los tres ilustres filósofos de aquella edad: Carneades, Critolao y Diógenes. Así es que mientras estuvieron en Roma, iban los nuestros con mucha frecuencia a oírlos. Y me admiro, Antonio, de que cites esas autoridades, tú que has declarado guerra o poco menos a la filosofía, lo mismo que el Zeto de Pacuvio.-Nada de eso, dijo Antonio, sino que más bien quiero filosofar como el Neoptolemo de Ennio: poco, porque mucho me desagrada. Este es mi parecer, que ya creo haber expuesto: no reprendo esos estudios, con tal que sean moderados; pero tengo por perjudicial al orador en el ánimo de los jueces la menor sospecha de artificio, porque esto disminuye su autoridad y quita crédito a sus discursos.ero, volviendo al punto de donde habíamos partido,¿No recuerdas que uno de esos tres filósofos que a Roma vinieron fue Diógenes, el cual prometía enseñar el arte de bien decir y de distinguir lo verdadero de lo falso, el cual arte, con una palabra griega, llamamos dialéctica? En este, si es que existe, no hay precepto alguno para encontrar la verdad, sino sólo para juzgarla. Pues todo lo que hablamos al decir que una cosa es o no es, se reduce en el sistema de los dialécticos a un juicio sobre la verdad o falsedad de la proposición, cuando ésta es sencilla; pero si va unida con otras, hay que ver si la unión es recta y legítima, y si el raciocinio que resulta es verdadero. En suma, ellos se hieren con su propio aguijón, y a fuerza de indagar, no sólo tropiezan con dificultades insolubles, sino que destejen la tela que venían tramando. De poco nos sirve, pues, ese tu filósofo estoico, porque no nos enseña el modo de hallar lo que ha de decirse, sino que más bien nos estorba inventando dificultades que él cree sin resolución, y usando cierto género de estilo no claro, fluido y elegante, sino seco, árido, conciso y menudo, que podrá ser alabado, pero que de ninguna manera es a propósito para la oratoria. Porque nuestro estilo debe acomodarse a los oídos de la multitud para deleitar los ánimos, y nuestras palabras han de ser pesadas, no en la balanza del joyero, sino en la balanza popular. Dejemos, ese arte tan mudo en la invención de los argumentos, tan locuaz en el modo de juzgarlos. En cuanto a ese Critolao que dices que vino con Diógenes, algo más útil pudo ser a estos estudios, porque era discípulo de Aristóteles, de cuyos principios no difiero yo mucho, según tú dices; y entre ese Aristóteles, de quien he leído el libro en que expuso los preceptos de todos los maestros anteriores, y aquellos otros en que él discurrió por su cuenta acerca de este arte; entre éste, digo, y los legítimos maestros del arte, creo que hay esta diferencia: que Aristóteles con aquella fuerza de entendimiento que le hizo penetrar la naturaleza de todas las cosas, dio también con la que pertenecía al arte de bien decir, mientras que los otros, dedicándose sólo al cultivo de este arte, se encerraron en un estrecho circulo, no con la misma sabiduría que él, pero con más práctica y estudio. Mucho debíamos envidiar nosotros la increíble fuerza y variedad en el decir que tuvo Carneades, el cual nunca defendió proposición que no probara, ni combatió ninguna que no destruyera; pero esto es pedir mucho más, que lo que pueden darnos los que enseñan estas materias.»Pero yo, si quisiera hacer orador a uno que fuese del todo ignorante, le entregaría más bien a esos artífices incansables que día y noche machacan en el yunque, y que por decirlo así, meten en la boca de los discípulos el alimento en parte muy pequeña, y ya mascado, como hacen las nodrizas con sus criaturas. Pero si el que aspira a la oratoria ha sido ya liberalmente educado, y tiene alguna práctica y es de agudo ingenio, le llevaré, no a algún apartado remanso, sino a la fuente del caudaloso río, y le mostraré el asiento, y, por decirlo así, el domicilio, y se los definiré con claridad y exactitud. ¿Pues cómo ha de dudarse en la elección de argumentos, cuando es sabido que todas las pruebas y refutaciones se toman o de la naturaleza del asunto o de fuera de él? Se toman de la naturaleza del asunto cuando se examina, ya en su totalidad, ya en parte, investigando el nombre o calificación que cuadra bien a la cosa. Otras veces se toman de circunstancias excéntricas y que no son inherentes a la cosa misma.»Si se pregunta por la totalidad, hay que dar una definición universal, vg.: «si la majestad es la grandeza y dignidad de un pueblo, la disminuye el que entregó el ejército a los enemigos del pueblo romano, no el que entregó al pueblo romano al que había cometido este crimen.»
Si se pregunta por las partes, hay que hacer una división, vg.: «en el peligro de la República era necesario obedecer al Senado, o buscar otro consejo, u obrar con autoridad propia: lo primero hubiera sido soberbia; lo segundo arrogancia: hubo, pues, que obedecer al Senado. Si se trata del significado de la palabra, diremos como Carbon: «Si Cónsul es el que mira por el bien de la República, ¿qué otra cosa hizo Opimio?»
Si se trata de lo que tiene relación con el asunto, hay muchos lugares y fuentes de argumentación, porque pueden tomarse de las palabras conjuntas, de los géneros, de las especies, de la semejanza y desemejanza. de los contrarios, de los consiguientes, de los antecedentes, de los opuestos, de las causas y de los efectos, de lo mayor, de lo igual y de lo menor.»
Argumentos de palabras conjuntas: «Si a la piedad se debe una alabanza, debéis enterneceros al ver a Quinto Metelo llorar tan piadosamente.»
Argumento de género: «Si los magistrados deben estar sometidos a la potestad del pueblo, ¿por qué acusar a Norbano, que en su tribunado no hizo más que cumplir como buen general?»Argumento de especie: «Si todos los que miran por el bien de la República merecen nuestro cariño, ninguno más que los generales, que con su valor y prudencia, y exponiéndose a todo género de peligros, mantienen nuestra seguridad y la dignidad del imperio.»
Argumento de semejanza: «Si las fieras aman a sus cachorros, ¿no hemos de amar nosotros a nuestros hijos?»Argumento de desemejanza: «Si de los bárbaros es vivir al día, nuestros designios deben tender a lo inmutable y eterno.» En uno y otro género, en el de semejanza y en el de desemejanza, suelen intercalarse ejemplos de ajenos dichos o hechos o de narraciones fingidas. Argumento de contrariedad: «Si Graco obró mal, muy bien Opimio.»Argumento de consecuencia: «Si tu amigo murió a hierro, y a ti se te encontró con la espada ensangrentada en el mismo lugar donde se había consumado el delito, y nadie estaba allí sino tú, y nadie más tenía interés en aquella muerte, ¿cómo hemos de dudar de que tú fuiste el reo?»
Argumento de conformidad, de antecedentes y de repugnancia, como cuando dijo en otro tiempo el joven Craso: «Oh Carbon, no por haber defendido a Opimio te llamarán buen ciudadano; y es evidente que fingiste y que llevabas segunda intención, porque muchas veces en tus discursos deploraste la muerte de Tiberio Graco: porque fuiste cómplice en la de Publio Escipion: porque diste aquella ley en tu tribunado, porque disentiste siempre de la opinión de los buenos.»Argumento de causa: «Si queréis matar la avaricia, matad primero el lujo, que es su causa.»De efecto, vg.: Si nos valemos de los tesoros del Erario para ayuda de la guerra y ornamento de la paz, tratemos de aumentar la renta pública.»rgumento de comparación: de lo mayor: «Si la buena fama es preferible a la riqueza, y ésta la deseamos tanto, ¿cuánto más debemos apetecer la gloria?»De lo menor, vg.: «Si habiéndola tratado tan poco siente tanto su muerte, ¿qué haría si la hubiese amado? ¿qué hará cuando me pierda a mí que soy su padre?
Argumento de igualdad: «Igual delito es robar las rentas públicas que hacer prodigalidades contra la república.» Hay también argumentos extrínsecos que no se fundan en la naturaleza de la cosa, sino en circunstancias exteriores, vg.: «Esto es verdad; lo dijo Quinto Lutacio: esto es falso; lo prueba la cuestión de tormento: esta consecuencia es necesaria; lo probaré con documentos.»
»He dicho estas cosas con la mayor brevedad posible; pues si quisiera indicar a alguno dónde estaba enterrado el oro, me bastaría darle las señas e indicios del terreno para que luego él, cavando, y con poco trabajo, y sin engañarse, encontrase lo que deseaba: de la misma manera me basta saber estas notas de los argumentos para encontrarlos cuando es necesario; lo demás es obra del cuidado y de la atención. »En cuanto al género de argumentos que más conviene a las causas, no es de un arte exquisito el prescribirlos, sino de un mediano juicio el estimarlos. Y yo no trato ahora de explicar el arte oratorio, sino de comunicar a hombres muy doctos las observaciones que me dicta la experiencia.»
Impresos en la mente estos lugares comunes, y fijándose en ellos siempre que un nuevo asunto se presenta, nada habrá que pueda ocultarse al orador, así en las disputas forenses como en la teoría. Si consigue además que aparezca lo que él desea demostrar, y mueve y atrae los ánimos de los que le escuchan, nada le faltará de cuanto exige la elocuencia. Ya hemos visto que de ninguna manera basta la invención si no se sabe tratar bien lo inventado. Y en esto debe haber variedad, para que el oyente no conozca el artificio o no se fatigue con la repetición de cosas muy semejantes. A veces conviene proponer en forma, y dar las pruebas de la proposición, y unas veces sacar de ella las consecuencias, y otras abandonarlas y pasar a otra materia. En ocasiones, la proposición va envuelta en las mismas pruebas. En las comparaciones, pruébese primero la semejanza, y aplíquese luego al caso particular. No marques demasiado las divisiones de los argumentos, y aunque estén distinguidos en realidad, parezcan confusos en las palabras. »
He dicho todo esto de prisa, porque hablo entre doctos y yo no lo soy, y porque deseo llegar a mayores cosas. Nada hay, Cátulo, que favorezca tanto al orador como atraerse la voluntad de los que le escuchan, de suerte que se mueva, más por el ímpetu y perturbación del alma, que por el juicio o prudencia. Porque los hombres, la mayor parte de las veces juzgan por odio, por amor, por codicia, por ira, por dolor, por alegría, por esperanza, por temor, por error, o algún otro afecto del alma, más bien que por la verdad ni por la ley o el derecho, ni por las fórmulas del juicio; por lo cual, si os place, pasaremos a otra materia.
-Paréceme, dijo Cátulo, que aún falta algo de lo que ibas exponiendo, y debes acabarlo antes de pasar adelante.
-¿Qué me falta? dijo Antonio.
-El orden y disposición de los argumentos, dijo Cátulo, en el cual sueles parecerme un Dios.
Entonces respondió Antonio: «Ya ves, Cátulo, cual lejos estoy de ser un Dios; pues, si no me lo adviertes, de seguro que se me hubiera ido de la memoria, y de aquí debes inferir que si alguna vez acierto en mis discursos es por casualidad, o en fuerza de la costumbre; y esta que yo omitía, como si nunca la hubiera conocido, tiene para vencer más fuerza que ninguna otra cosa.
»Creo, sin embargo, que me has hecho esta pregunta antes de tiempo. Porque si yo hubiera hecho consistir toda la fuerza de la oratoria en los argumentos y pruebas, ya sería tiempo de tratar del orden y colocación de los argumentos; pero como he propuesto tres cosas y todavía estoy hablando de la primera, ya llegará su turno a la disposición de todo el discurso.
»Vale, pues, mucho para vencer, el que se forme buena opinión de las costumbres, acciones y vida del orador y del defendido, y, por el contrario, desventajoso concepto de los adversarios, y que se inspire benevolencia a los oyentes. Sirven para conciliar los ánimos la dignidad personal, los grandes hechos, lo irreprensible de la vida; todo lo cual es más fácil de encarecer si es cierto, que de fingirse si es falso. Ayudan al orador la suavidad de la voz, la serenidad apacible del semblante, la modestia y cortesía, de suerte, que, aun en los momentos de mayor acritud, muestre que obra así por necesidad y a disgusto. Muy útil será dar muestras de liberalidad, gratitud, piedad, mansedumbre, y de no ber codicioso, ni avaro, ni acre, ni pertinaz, ni envidioso, ni acerbo; porque todo lo que indica probidad y modestia atrae los ánimos hacia el orador, y por el contrario, los enajena de aquellos en quien no se hallan estas cualidades. Por eso debe procurarse hacer recaer en los adversarios las cualidades contrarias. Brilla sobre todo este género de oratoria en las causas que no requieren una vehemente y arrebatada moción de afectos. No siempre se busca un modo de decir vigoroso y enérgico: en ocasiones una defensa tranquila, en lenguaje sumiso y blando, favorece más a los reos. Llamo reos, no sólo a los acusados, sino a todos aquellos de cuyos negocios se trata en juicio, pues esta es la primitiva acepción de la palabra. Manifestar, pues, sus costumbres, y pintarlos como hombres justos, íntegros, religiosos, tímidos, sufridores de injurias, es de grande efecto, tanto en el exordio como en la narración y en la peroración, y si se trata con juicio y discreción, suele hacer más efecto que la causa misma: tanto es lo que se consigue con esta habilidad oratoria, que quedan, por decirlo así, impresas en el discurso las costumbres del orador. Con cierto género de palabras y sentencias, unidas a una acción agradable y fácil, se consigue que el orador parezca hombre morigerado, probo y de buenas costumbres. A este modo de decir, únese otro muy diverso que mueve e impele los ánimos de los jueces a odiar, o a amar, o a envidiar, o a desear la salvación de alguno, o a temer, o a esperar, o a aborrecer, o a alegrarse, o a entristecerse, o acompadecerse, o a castigar, o a cualquiera otra pasión de las que son análogas a éstas. Lo que más puede desear el orador es que los jueces traigan ya alguna disposición de ánimo favorable al interés de su causa; porque es más fácil (como suele decirse) incitar al que corre, que mover al que está sentado. Pero si no existe esta disposición de ánimo en los jueces, o no se la conoce bien; así como el médico diligente, antes de dar una medicina al enfermo se entera no sólo de la enfermedad que quiere curar, sino también del régimen y temperamento del paciente; así yo, cuando emprendo una causa dudosa y grave, pongo toda mi atención y cuidado en descubrir, con cuanta sagacidad puedo, lo que sienten, piensan o quieren los jueces, para ver a dónde con más facilidad pueden inclinarse sus ánimos. Si espontáneamente se entregan, como antes dijimos, y propenden y se inclinan a nuestro lado, acepto lo que se me da, y vuelvo las velas hacia la parte de donde sopla el viento. Si el juez es frío y sosegado, el trabajo será mayor, porque hay que excitar los ánimos, sin que ayude la naturaleza. Pero tanta fuerza tiene la elocuencia, que con razón la llama un buen poeta, domeñadora de los ánimos y reina de todas las cosas. De suerte que no sólo impele al que está inclinado, sino que como hábil y esforzado guerrero, puede vencer aun a los adversarios que más de frente le resistan.
»Estos son los recursos que antes me pedía Craso que os explicara, burlándose, sin duda, al decir que yo solía tratarlos divinamente, y trayendo por ejemplo la causa de Marco Aquilio, la de Cayo Norbano y algunas otras. Yo si que suelo admirarme del empleo que haces de estos recursos en las causas que defiendes: tanta es la fuerza de ánimo, el ímpetu, el dolor que manifiestas con los ojos, con el semblante, y hasta con los mismos dedos; tan copioso es el río de gravísimas y escogidas palabras; tan íntegras, verdaderas y nuevas las sentencias; tan sin pueriles y vanos afeites de suerte que parece no sólo que abrasas a los jueces sino que estás ardiendo tú mismo. Ni es posible que el oyente sienta dolor, ni odio, ni envidia, ni temor, ni se mueva a llanto o a misericordia, si todos estos afectos que el orador quiere excitar en el juez, no están impresos o grabados en el mismo orador. Porque si quiere fingir el dolor, y en su discurso nada se encuentra que no sea falso y afectado, tendrá que recurrir a un artificio mayor. No sé, Craso, lo que te sucederá, a tí y a los demás oradores: de mí puedo decir (y no mentiré en presencia de varones tan prudentes y tan amigos míos) que nunca he intentado excitar en los jueces el dolor, la misericordia, la envidia o el odio, sin estar yo antes conmovido de las mismas pasiones que quería excitar. Ni es fácil de conseguir que el juez se enoje, si tú mismo pareces mirar con tranquilidad el crimen, ni que aborrezca a alguno, si antes no te ve ardiendo en odio, ni que se mueva a misericordia, si antes no das muestras de tu dolor en palabras y sentencias, en la voz, en el rostro y en las lágrimas. Pues así como no hay materia tan fácil de encender que, si no le aplicamos fuego, se encienda, así el ánimo de ningún juez no llegará a encenderse, si el orador no le comunica su fuego y le abrasa en su propia llama. Y para que no os parezca cosa extraña y maravillosa que un mismo hombre se enoje tantas veces y tantas veces se duela, y por tantos afectos se conmueva, espacialmente en negocios ajenos, advertiré que es tan grande la fuerza de los argumentos y sentencias de que se vale el orador en sus discursos, que no necesita simulación ni falacia, porque la misma naturaleza del discurso con que se propone conmover los ánimos, conmueve al orador mucho más que a ninguno de los que lo oyen. ¿Y por qué no ha de acontecer esto en las causas, en los juicios, en el peligro de los amigos, en la ciudad, en el foro, cuando se trata, no sólo de la estimación en que pueda tenerse nuestro ingenio (porque esto sería cosa leve y de poca entidad, aunque tampoco debe despreciarla el que quiera hacer lo que hacen pocos) sino de cosas mucho mayores, la fe, el deber, la reputación, todo lo cual nos obliga, si queremos pasar por hombres de bien, a no tener por ajenos ni aun los negocios más extraños? ¿Qué cosa puede haber más fingida que los versos, la escena y las fábulas? Y sin embargo, muchas veces he visto centellear al través de la máscara los ojos del histrion al recitar aquellos versos:
¿Sin él osaste entrar en Salamina?
¿Y a mirar a tu padre te atreviste?
Nunca pronunciaba aquella palabra, «mirar» sin que me pareciese estar viendo a Telamon, furioso por la muerte de su hijo. Luego repetía con voz doliente y lastimera: «Has afligido, contristado y desesperado a tu miserable padre en su vejez, y no te ha conmovido la muerte de tu hermano ni de su hijo pequeño, que estaba encomendado a tu custodia.» Parecía que recitaba esto llorando y gimiendo. Y si aquel histrion, a pesar de repetir esto todos los días, no podía decirlo sin lágrimas, ¿creéis que Pacuvio lo escribió con ánimo tranquilo? De ningún modo. Pues muchas veces he oído decir, y lo sostienen Platón y Demóstenes en sus escritos, que no hay buen poeta sin fuego en el alma y sin cierta manera de furor.
»Por lo cual bien podéis creer que yo, que no tenía que imitar fingidas desgracias de antiguos héroes, y que no representaba el papel de otra persona sino el mío, no pude sin gran dolor defender la causa de Marco Aquilio, cuando quería yo salvarle del destierro.
»Pues cuando yo recordaba que había sido cónsul, general victorioso y triunfador en el Capitolio; cuando le veía afligido, debilitado, triste y en nuevo peligro, movíame yo mismo a compasión, antes de conmover a los otros. Y observé que la conmoción de los jueces llegó a su colmo cuando hice levantar de su asiento a este triste y malaventurado anciano. Y esto lo hice, oh Craso, no por el arte, que apenas conozco, sino por un vehemente impulso y dolor que me hizo romper su túnica y mostrar sus cicatrices. Y cuando Mario, que estaba sentado entre los jueces, acompañó mi peroración con sus lágrimas, y yo, dirigiéndole de continuo la palabra, le llamaba colega suyo, y le incitaba a defenderle en aquel común peligro de todos los generales, entonces sí que, no sin lágrimas, no sin gran dolor, invoqué a todos los Dioses, a los hombres, a los ciudadanos y a los aliados. Pues ciertamente que si yo no hubiera sentido nada de lo que entonces dije, no sólo hubiera sido digno de compasión sino de risa mi discurso. Por lo cual, Sulpicio, el precepto que te doy como bueno y práctico maestro, es que te enojes, te duelas y llores de verdad. Pero ¿qué he de enseñarte a tí que en la acusación de aquel cuestor amigo mío, produjiste tal incendio, no sólo con la palabra, sino mucho más con la fuerza del dolor y la ira, que yo mismo apenas pude extinguirle? Tenías todas las ventajas; clamabas en juicio contra la violencia, la fuga, el apedreo, la crueldad tribunicia, el miserable caso de Cepion; constaba, además, que Marco Emilio, príncipe del Senado y de la ciudad, había sido apedreado, y nadie podía negar que habían sido arrojados violentamente del templo Lúcio Cota y Tito Didio, por querer oponerse al decreto.
»Añadíase a esto que parecía bien en tí, que eres joven, defender la dignidad de la república, al paso que yo, que había sido censor, apenas podía decorosamente abogar por un ciudadano sedicioso y que se había mostrado tan cruel con un varón consular. Eran jueces los mejores ciudadanos; el foro estaba lleno de hombres de bien, y apenas se me podía admitir la excusa que yo daba de que defendía a un hombre que había sido mi cuestor. ¿Diré que me valí entonces de algún artificio? Os referiré sencillamente lo que hice, y si os agrada, vosotros diréis en qué lugar del arte debe colocarse mi defensa.
»Recordé todos los vicios y peligros de las sediciones, trayendo a la memoria toda la variedad de tiempos de nuestra república, y de aquí deduje que aunque las sediciones fueran siempre lamentables, podía haber algunas justas y casi necesarias.
»Luego defendí (como antes ha dicho Craso) que ni los reyes hubieran sido expulsados de la ciudad, ni se hubieran establecido los tribunos de la plebe, ni se hubiera podido disminuir con tantos plebiscitos la potestad consular, ni concederse al pueblo romano la apelación, defensora de los derechos y libertad del ciudadano, sin que a todas estas cosas hubiese precedido una sedición de los nobles; y si estas sediciones habían sido útiles a la ciudad, claro es que por el mero hecho de haber amotinado al pueblo, no debía acusarse a Cayo Norbano de tan nefando crimen ni condenarle a pena capital. Y si alguna vez le concedió al pueblo romano el derecho de sublevarse, nunca con más razón que entonces.
»Después encaminé todo mi discurso a reprender la fuga de Cepion, a llorar la pérdida del ejército: así renové el dolor de los que lloraban a los suyos, e infundí en el ánimo de los caballeros romanos, que eran jueces de la causa, grande odio contra Cepion, con quien andaban enojados por la cuestión de los juicios.»Cuando conocí que llevaba de vencida la causa, y que tenía segura la defensa, porque me había conciliado la benevolencia del pueblo, cuyos derechos, hasta el de sedición, había yo defendido, y por haber predispuesto en favor de mi causa los ánimos de todos los jueces, ya por la calamidad pública, ya por la pérdida de sus amigos y parientes, empecé a mezclar con este género de decir vehemente y terrible, otro más suave y reposado: dije que me exponía a todo por mi amigo, a quien debía querer como a hijo, según la costumbre de nuestros mayores, y que arriesgaba toda mi reputación y fortuna, y que nada podía acontecerme tan vergonzoso y acerbo como no poder salvar a mi amigo, yo que tantas veces había prestado auxilio a gente desconocida, sólo por ser conciudadanos míos. Pedí a los jueces que considerasen mi edad, mis honores y servicios, y viesen si era justo y piadoso mi dolor, mucho más, cuando en otras causas podían haber conocido que nunca por interés propio, sino por el de mis amigos, había yo suplicado. Así es, que en toda aquella defensa, lo que más breve y ligeramente traté fue la aplicación de la ley Apuleya de lesa majestad. Insistí principalmente en las dos partes del discurso a que son menos aplicables los preceptos del arte: en concitar el odio contra Cepion, y en hacerme agradable a los jueces. Así es, que más bien por la moción de afectos que por la convicción, ganó contra ti aquella causa, oh Sulpicio.»
Entonces dijo Sulpicio:
«A fe mía, Antonio, que es verdad lo que dices, pues nunca he visto escapárseme nada de entre las manos como se me escapó aquella causa. Pues habiéndote entregado yo (como antes decías), no una acusación, sino un incendio que apagar, ¡qué principio el tuyo, oh dioses inmortales! ¡qué temor, qué duda y vacilación y perplejidad en tas palabras! Después que en el exordio desarrollaste la única disculpa que podían concederte, y era que defendías a un grande amigo y antiguo cuestor tuyo, ¡cómo fuiste abriendo camino para que te oyeran con atención! Y cuando parecía que nada habías logrado sino que te perdonasen el defender a un ciudadano perverso en obsequio a tu amistad con él; empezaste ocultamente y por rodeos, sin que nadie lo sospechara, aunque yo ya me lo temía, a defender, no la sedición de Norbano, sino el furor y venganza del pueblo, que tú decías haber sido justo y lícito. ¿Qué argumento hubo que no usaras contra Cepion, excitando a la vez los afectos de envidia, odio y misericordia? Y esto, no sólo en la defensa, sino también en la reputación de Scauro y demás testigos, la cual hiciste, no directamente, sino recurriendo al mismo argumento del impulso popular. Cuando yo estaba oyendo lo que acabas de decirnos, no echaba de menos ningún precepto, porque el simple relato de la defensa encierra en sí doctrina no pequeña.-Si os place, dijo Antonio, seguiré mostrándoos los medios de que suelo hacer más uso en mis discursos, porque mi ya larga vida y experiencia me ha enseñado a conocer y mover los afectos de los hombres.»Lo primero que suelo considerar es si la causa exige moción de afectos; porque ni en los asuntos de poca importancia caben estas centellas oratorias, ni han de usarse tampoco delante de hombres tan apasionados que sea imposible doblegar su voluntad con palabras. En el primer caso, nos haríamos dignos de irrisión, como quien convierte en trágico un asunto burlesco. En el segundo, incurriríamos en odio, pretendiendo arrastrar a los que ni aun pueden ser conmovidos.»Porque los afectos que principalmente deben excitarse en el ánimo de los Jueces o de los oyentes son: el amor, el odio, la ira, la envidia, la misericordia, la esperanza, la alegría, el temor, la tristeza. Se concilia el amor cuando defendemos una causa útil a los que nos oyen, y cuando trabajamos por hombres buenos y útiles, o que a menos lo sean para el auditorio, porque esto nos concilia amor, y más aprovecha la esperanza de la utilidad futura que el recuerdo del beneficio pasado. Póngase grande ahínco en mostrar que la causa que se defiende es de dignidad o de utilidad, y que nuestro defendido nada ha hecho por interés propio. Porque todo el mundo envidia al que trabaja por su propio bien, y favorece al que se afana por el bien de los otros. Guardémonos mucho de no ponderar con exceso el mérito y la gloria de aquellos cuyos beneficios encarecemos, porque esto suele producir envidia.
»Parecidos recursos usaremos para hacer recaer el odio en los contrarios, y apartarlo de nosotros y de los nuestros y para calmar o sosegar la ira. Porque se exalta el odio poniendo de manifiesto lo inútil o pernicioso de algún hecho; el daño que ha recaído en algún hombre de bien, en quien menos lo merecía o en la república; y si no siempre se excita un odio tan cruel, puede concitarse cierta animosidad semejante al odio o a la envidia. El temor puede nacer, o del peligro propio, o del peligro común: el que más nos conmueve es el peligro propio; pero también el peligro común puede ser tratado de manera que nos parezca personal.»Por iguales medios se infunden la esperanza, la alegría y la tristeza; pero tengo para mí que el más vehemente de todos los afectos es la envidia, y que cuesta no menos sosegarla que excitarla. »Envidian los hombres a sus iguales cuando ellos se ven oscurecidos, mientras que los otros se han elevado; pero todavía envidian más a los superiores, sobre todo cuando éstos muestran arrogancia y quieren sobreponerse a la ley común, prevalidos de su dignidad y fortuna. Si hubiere que excitar la envidia contra alguno de estos, diremos que no debió tal posesión a su virtud, sino a sus vicios y pecados; o si sus costumbres hubiesen sido honestas o irreprensibles, diremos que no son bastantes tales meritos para contrapesar su insolencia y engreimiento. Para sosegar esta pasión se dirá, por el contrario, que el acusado debe su fortuna a su propio mérito, y se encarecerán los grandes peligros a que se ha expuesto, no por su interés propio, sino por el bien de los demás, y que si alguna gloria ha alcanzado como premio no injusto, sin embargo no se envanece con ella y la renuncia y depone toda. Y como la mayor parte de los hombres son envidiosos, y ésta es un vicio tan común y vulgar o inseparable de la próspera fortuna, ha de procurarse por todos medios que esta opinión se disminuya, y que mezclados con la fortuna resalten los trabajos y miserias que son su obligado acompañamiento. Muévese el oyente a compasión cuando ve alguna semejanza entre las calamidades ajenas y las que él ha padecido o teme, y contemplando a los demás, reflexiona con frecuencia sobre sí mismo. Si cualquiera desgracia nos conmueve cuando se nos refiere en tono lastimoso, ¿cuánto más no ha de conmovernos el espectáculo de la virtud afligida y postrada? Y así como la parte del discurso en que el orador quiere encomendarse a la benevolencia de los oyentes, ha de ser tratada en suave y apacible estilo, así la parte en que se trata de mover los afectos y doblegar los ánimos ha de ser vehemente y arrebatada.»Hay cierta semejanza difícil de distinguir entre estos dos géneros, al primero de los cuales llamamos reposado, y al segundo vehemente. Porque conviene pasar de la serenidad y reposo con que procuramos granjearnos la voluntad de los oyentes, a la vehemencia y arrebato con que excitamos sus afectos, y de esta vehemencia ha de comunicarse algo también a aquella suavidad y templanza siendo el mejor discurso aquel en que la aspereza de la contienda está templada por la cortesía del orador, y robustecida por cierto vigor y fortaleza.»En uno y otro modo de decir, ya en el que exige calor y discusión, ya en el que se limita a describir la vida y costumbres humanas, los principios deben ser tardos, pero los fines multiplicados y extensos.»Porque ni se ha de saltar de repente a la moción de afectos, lo cual sería ajeno de la causa, porque lo primero de que los hombres desean saber es de la cuestión remitida a juicio, ni tampoco debe abandonarse de ligero esta parte del discurso. Y el excitar la misericordia, la ira o la envidia, no es como presentar un argumento, y luego otro y otro, los cuales son comprendidos tan pronto como alegados. El argumento tiene su apoyo en la prueba, y ésta hace efecto por sí; pero la moción de afectos no busca la convicción en el juez, sino la perturbación de su ánimo, para conseguir lo cual hay que valerse de muy rico y copioso estilo y vehemente acción. Por eso los que hablan seca y pobremente pueden convencer al juez, pero no persuadirle, y en la persuasión está el secreto.»Claro es que los mismos lugares comunes pueden proporcionar argumentos para las dos partes contrarias. Y estos argumentos se refutan negando el medio de prueba o la consecuencia que se quiere sacar de las premisas, y si esto no fuera posible, presentando por la parte contraria otro argumento de tanta fuerza o de más. Las pasiones que el orador haya excitado, deberán de combatirse con otras pasiones contrarias, vg., el odio con la benevolencia, y la misericordia con la envidia.»A veces son de buen efecto los gracejos, chistes y sales; pero aunque todo lo demás sea materia de arte, esto es propio de la naturaleza y no puede enseñarse. Tú, César, que a mi parecer aventajas a todos en esto, podrás decirnos si es verdad que hay arte para el chiste, y caso de que le hubiere, tú sólo podrás enseñarlo.-Yo, contestó César, nada tengo por más insulso que oir disputar de los chistes y del arte de decirlos. Cuando vi algunos libros griegos titulados Del ridículo, tuve esperanza de sacar algún provecho de ellos. Hallé, ciertamente, muchas agudezas y sales de los Griegos, porque en este género sobresalen los Sículos, los Rodios, los Bizantinos, y sobre todo los Atenienses; pero los que han querido dar arte y preceptos para el chiste han sido tan insulsos que no han hecho reír más que de su propia simpleza. Yo creo que esto no puede sujetarse a regla.»Dos géneros hay de facecias; uno que anima todo el discurso; y otro que se reduce a sentencias agudas y breves. Al primero llaman los antiguos ironía; al segundo dicacidad. Ligeros parecen estos nombres, pero también es cosa leve el hacer reír. A pesar de eso, bien dices, Antonio, que en muchas causas están bien los donaires y agudezas. Pero en cuanto a la gracia esparcida por todo el discurso, no puede enseñarla el arte. La naturaleza es la que crea a los chistosos narradores, en quienes todo ayuda, el semblante, la voz, el modo mismo de hablar. ¿Y qué arte cabe en la dicacidad, siendo así que los dichos agudos pasan, hieren, antes que se pueda pensar en ellos? ¿De qué le pudo servir el arte a mi hermano, cuando preguntando por qué ladraba, respondió que porque veía a un ladrón? ¿Y qué diré de Craso en sus discursos contra Scévola ante los Centunviros, o contra el acusador Bruto en defensa de Cneo Planco? Porque el mérito que tú me atribuyes, Antonio, hay que concedérselo a Craso por unánime parecer de todos. Apenas se hallara ningún orador más excelente que él en ambos géneros de chistes, en el que se derrama por todo el discurso, y en el que consiste en prontitudes y agudezas. Toda su defensa de Curio contra Escévola rebosó de hilaridad y gracia, pero no tuvo breves chistes. Respetaba la dignidad de su adversario, conservando así la suya propia; y eso que es muy difícil en hombres decidores y graciosos distinguir de personas y tiempos cuando se les ocurre algún donaire. Por eso algunos decidores interpretan no sin gracia este pasaje de Ennio: «Más fácil le es al sabio apagar una llama dentro de su boca que retener un buen dicho;» entendiendo que los buenos dichos son los más agudos y salados, y hacen así un juego de palabras.»Pero así como en la causa de Scévola se contuvo Craso y amenizó el discurso sin recurrir al aguijón de la injuria; así en la causa de Bruto, a quien de todas veras odiaba y creía digno de toda afrenta, peleó con todo género de armas. »¡Cuántas cosas le dijo de los baños que acababa de vender, cuántas de su perdido patrimonio! Y aquella respuesta tan pronta, cuando diciéndole Bruto que él sudaba sin causa, le respondió: nada tiene de maravilloso, porque acabas de salir del baño.» Innumerables gracias dijo por este estilo; pero aun fue más agradable el tono jocoso de todo el discurso. Porque como Bruto hubiese presentado dos lectores, haciendo leer al uno la oración de Craso sobre la colonia Narbonense, y al otro la que pronunció en defensa de la ley Servilia, para poner de manifiesto las contradicciones políticas que encerraban, ocurriósele en buen hora, a nuestro Craso mandar leer los tres libros del padre de Bruto sobre el derecho civil. Y cuando se leyó en el libro primero «sucedió que estando yo en Privenate,» dijo Craso: «Bruto, tu padre testifica que te dejó una heredad en Privenate.» Prosiguióse leyendo en el libro segundo: Estábamos en mi heredad Albana, yo y mi hijo Marco… «Por cierto, dijo Craso, este hombre, uno de los más sabios de la ciudad, conocía bien a este abismo de disipación, y temía que, cuando todo lo hubiera gastado, se creyera que su padre no le había dejado nada.» Continuó leyéndose en el libro tercero, que fue el último de los que escribió, pues he oído decir muchas veces a Scévola que son tres solamente los libros auténticos de Bruto: Estábamos casualmente en mi heredad Tiburtina yo y mi hijo Marco… «¿Dónde están, Bruto, prosiguió Craso, los fundos que tu padre te dejó consignados en públicos documentos?. Porque si hubieras estado ya en la pubertad, de seguro que hubiera compuesto un libro cuarto, diciendo en él que se había lavado en baños propios juntamente con su hijo.» ¿Quién habrá que no confiese que estas chanzas y donaires contribuyeron a desacreditar a Bruto, no menos que las lamentaciones que en la misma causa hizo Craso, describiendo el funeral de la anciana Junia? ¡Oh Dioses inmortales! ¡cuánta vehemencia, cuán inesperada, cuán repentina, cuando fijando los ojos en Bruto y amenazándole con el gesto, decía grave y rápidamente: «¡Oh Bruto! ¿por qué te detienes? ¿qué noticia quieres que lleve esa anciana a ti padre? ¿qué a todos aquellos cuyas imágenes acompañan la pompa fúnebre? ¿qué a tus mayores? ¿Qué a Lucio Bruto, el que libertó al pueblo de la tiranía de los reyes? ¿Qué dirá de ti? ¿a qué gloria, a qué virtud, a qué estudio te dedicas? ¿Dirá que has acrecentado tu patrimonio? Esto no es nobleza; pero supongamos que lo sea: ya no te queda nada; tus liviandades lo han disipado todo. ¿Dirá que te dedicas al derecho civil? En esto imitarías a tu padre, pero al vender tu casa, ni siquiera te has reservado entre los muebles rotos la silla de jurisconsulto en que él se sentaba. ¿A la milicia? ¡Tú, que nunca viste un campamento! ¿A la elocuencia? Ninguna hay en tí, y lo que tienes de voz y de lengua lo has empleado todo en este torpísimo lucro de la calumnia. ¿Y te atreves a ver la luz? ¿a mirar a estos? ¿a presentarte en el foro, en la ciudad, en presencia de tus conciudadanos? ¿No te horrorizas de ese cadáver y de esas imágenes de tus ascendientes, a quienes no sólo no imitas, sino que ni aun tienes lugar donde colocarlas?»Todo esto es trágico y divino; pero vosotros recordaréis cuánto abundan los dichos agudos y urbanos en cualquiera de sus arengas. Nunca hubo mayor concurso ni se dijo ante el pueblo más grave oración, que la de Craso contra su colega en la censura, y por cierto que estuvo llena do jocosidad y gracias.»Por lo cual, Antonio, estoy conforme enteramente contigo, así en que las facecias valen mucho en el discurso, como en que no hay arte que pueda enseñarlas. Lo que me admira, es que me hayas elogiado tanto por este concepto, en vez de conceder la palma, así de esto como de todo lo demás, a Craso.»Respondió Antonio: «Ciertamente que yo lo hubiera hecho, si no tuviera en esto alguna envidia a Craso, pues aunque el ser donairoso y agudo, no es por sí muy digno de envidia, apenas me parecía tolerable el que éste sólo llegara a reunir lo que jamás alcanzó nadie: ser a la vez el más festivo y el más grave y elocuente de los oradores.» Habiéndose sonreído Craso, continuó Antonio: «Aunque has negado, César, que los chistes puedan ser materia de arte, tú mismo has indicado una cosa que tiene visos de precepto. Dijiste que debía tenerse cuenta con las personas, el asunto y el tiempo, para que las agudezas no desdijesen de la gravedad general del discurso, en lo cual es maestro Craso. No se empleen inoportunamente las facecias. Lo que ahora tratamos de averiguar es cuándo conviene emplearlas, vg., contra un adversario, sobre todo si se puede poner de manifiesto su necedad, o contra un testigo rudo, codicioso, liviano, si es que creemos que el auditorio ha de oírnos con agrado. Siempre gusta más lo que se dice en la réplica que lo que se explana en el discurso principal, porque en la réplica luce más la prontitud de ingenio, y además el responder, es propio de la condición humana, y parece que si no hubiéramos sido provocados, hubiéramos permanecido tranquilos. Así, en el mismo discurso a que me refiero, nada que pareciera chistoso dijo el orador sin haber sido provocado antes. Pues tanta era la gravedad de Domicio, que sus argumentos habían de ser mejor destruidos con chistes que con razones.»Entonces dijo Sulpicio: «¿Y qué? ¿Consentiremos que César, que tanto ha trabajado en este género de las facecias, por más que conceda la palma a Craso, deje de explicarnos la naturaleza del chiste y su origen, ya que confiesa lo útiles que son la sal y los donaires? -¿Y qué, contestó Julio, no acabo de convenir con Antonio en que no hay arte alguno para el chiste?»Habiéndose callado Sulpicio, dijo entonces Craso: «Tampoco hay arte que enseñe las demás cosas de que Antonio nos ha hablado: sólo hay la observación de los recursos oratorios; y si ella bastará a hacer hombres elocuentes, ¿quién no lo sería? ¿Quién no podría más o menos fácilmente aprender ese arte? Pero yo creo, que el valor y utilidad de los preceptos no consiste en hallar por medio del arte lo que hemos de decir, sino en hacer distinción de bueno o malo entre lo que por naturaleza, por estudio o por ejercicio se nos ocurra, según el fin que en el discurso nos propongamos. Por lo cual, César, te ruego, que consientas en disputar acerca de este género festivo, pues en una reunión como ésta, en que se ha hablado de todo, fuera grave pecado omitir esta excepción del arte.a que exiges, Craso, respondió César, su escote a cada convidado, no dejaré de satisfacer el mío, siquiera por que no tengas pretexto para negarnos luego nada. Aunque mucho suelo admirarme de los que representan en la escena delante de Roscio, ¿pues quién podrá moverse sin que él vea todos sus defectos? Así yo, ahora que me oye Craso, hablaré del chiste y seré (como dice el proverbio) el cerdo que enseña a Minerva, es decir, a un orador de quien poco ha dijo Cátulo al oírle, que todos los demás debían comer heno.-Sin duda, respondió Craso, que entonces se burlaba Cátulo, porque su propia elocuencia es tal, que merece ser alimentado con ambrosía. Pero oigámosle, César, para que Antonio nos explique lo que le falta decir.-Muy poco es lo que me falta, dijo Antonio; pero fatigado del largo camino y del trabajo de este razonamiento, descansaré en lo de César, como si hubiera yo encontrado oportunamente una posada.-Y por cierto, continuó Julio, que no ha de ser muy generosa mi hospitalidad, porque apenas hayas descansado un poco, te arrojaré y haré salir de mi casa. Y para no deteneros más, diré en pocas palabras lo que siento. Cinco cosas hay que preguntar acerca de la risa: primera, lo que es; segunda, de dónde procede; tercera, si es propio del orador hacer reir; cuarta, hasta qué punto; quinta, cuántos son los géneros de ridículo.
»En cuanto a lo primero, es decir, a lo que la risa misma es, y cómo se excita y mueve, y dónde reside y cómo estalla de repente sin que podamos contenerla, y de qué suerte se comunica a los costados, a la boca, a las venas, al rostro y a los ojos, averígüelo Demócrito, pues a mi propósito nada importan esas cosas, y aunque importaran, no tendría yo reparo en confesar mi ignorancia en lo que ignoran los mismos que prometen enseñarlo. El lugar, digámoslo así, y la región de lo cómico (y esta es la segunda cuestión), consiste en cierta torpeza y deformidad; pues casi siempre se reduce el chiste a señalar y censurar no ridículamente alguna ridiculez. Y viniendo al tercer punto, diré: que es muy propio del orador mover la risa, ya porque la misma hilaridad concilia la benevolencia de los que participan de ella; ya porque admiran todos la agudeza, contenida a veces en una sola palabra, especialmente en la réplica, ya que no en la invectiva; ya porque quebranta las fuerzas del adversario y le estorba y le aterra y le confunde; ya porque da a entender que el mismo orador es un hombre culto, erudito y urbano; pero sobre todo, porque mitiga y relaja la severidad y tristeza, y deshace en juego y risa la odiosidad que no es fácil destruir con argumentos. Hasta qué punto puede emplear el orador lo ridículo, es cuestión que merece atento examen y que trataremos en cuarto lugar. Porque ni la insigne maldad, ni el crimen abominable, ni menos la extrema miseria, son dignas de risa: a los facinerosos se los ha de castigar con armas más fuertes que la del ridículo, y de los miserables es cruel burlarse, a menos que no pequen de jactanciosos. Respétense las aficiones de los hombres, porque es muy fácil ofenderlos en lo que más aman.
»Esta moderación es la primera que debe observarse en los chistes. Y así las cosas de que es más fácil burlarse son las que no merecen ni grande odio ni misericordia extrema. Materia abundante de ridículo se encontrará en los defectos ordinarios de la vida humana, sin necesidad de ofender a los hombres estimados, o a los muy infelices, o a los que por sus maldades merecen ser llevados al suplicio. También las deformidades y vicios corporales son materia acomodada para el chiste, pero no más que hasta cierto punto, sin tropezar en insulsez ni pasar la raya de la lícita burla, evitando siempre el orador confundirse con el truhan o el chocarrero. Esto se entenderá mejor después que hayamos hecho la división de los géneros de chistes. Hay dos principales: uno de cosas, y otro de palabras. De cosas, cuando se refiere alguna fabulilla; vg., cuando tú, Craso, inventaste que Memmio había mordido el brazo de Largio en la riña que tuvieron en Terracina por celos de una querida. Toda aquella saladísima narración fue fingida por tí. Y añadiste que en todas las paredes de Terracina aparecieron escritas tres eles y dos emes. Y preguntando tú lo que era, te respondió un viejo ciudadano: «El mordaz Memmio laceró el lacerto de Largio.» Ya veis cuán dichoso y elegante, cuán oratorio es este género, ya sea verdadero el hecho que se cuenta, aunque mezclado con algunas mentirillas, ya del todo fingido. El mérito de este género consiste en presentar los hechos de tal manera y describir con tal viveza las costumbres, el modo de hablar y el semblante de las personas, que los oyentes se imaginen estar presenciando lo mismo que se les refiere. También es chiste de cosa el que se funda en alguna parodia o maligna imitación. Cuando Craso decía: «por tu nobleza, por tu familia … » ¿qué es lo que hizo reir al concurso sino la imitación de la voz y del gesto de su adversario? Y nuestra risa subió de punto cuando exclamó: «por tus estatuas,» y extendiendo el brazo, imitó tan bien el ademán de Bruto, a quien acusaba. De este mismo género es la imitación que Roscio hace de un anciano, cuando dice: «Para tí, Antifon, planto estos árboles.» Me parece estar oyendo a la misma vejez, cuando esto oigo. Pero todo este género de burlas ha de ser tratado con suma cautela. La excesiva imitación, lo mismo que la obscenidad, es propia de los mímicos y de los histriones. Conviene que el orador suprima algo de la imitación para que el oyente supla con el pensamiento mucho más de lo que ve. Debe mostrar además ingenuidad y pureza, evitando toda torpeza de cosas y de palabras. »Estos son los dos géneros de ridículo que recaen en las cosas. Ambos son propios de esa facecia sostenida que consiste en describir las costumbres de los hombres, y pintarlas de tal manera que baste la narración para entenderlas, o una breve imitación cuando se trate de algún defecto muy propio para la risa. Pero en los chistes de palabra todo el mérito está en la agudeza del vocablo y de la sentencia. Y así como en el género anterior debe evitarse cuidadosamente toda semejanza con los mimos e histriones, así en este debe huirse de toda dicacidad truhanesca. ¿Cómo distinguiremos, pues, a Craso, a Cátulo y tantos otros, de vuestro amigo Granio o de Várgula que es amigo mío? No me parece fácil distinguirlos, pues todos son decidores, y nadie más que Granio. Ante todo ha de tenerse presente que no es necesario empeñarnos en decir chistes siempre que se nos ocurra. Se presenta un testigo muy bajo de estatura, y dice Filipo: «¿Podré hacerle algunas preguntas? -Si, con tal que sean breves, responde el cuestor que tenía prisa. -Serán tan breves como el testigo, replica el orador.» El dicho es gracioso. Pero uno de los jueces era Lucio Aurifex, todavía más pequeño que el testigo. Toda la risa recayó en el juez y el juicio se convirtió en una bufonada. Así, pues, cuando el chiste, aunque sea feliz, pueda recaer en quien tú menos quisieras, debes abstenerte de él. No hace esto Apio, que se precia de chistoso y realmente lo es, pero que cae a veces en este vicio de la chocarrería. «Cenaré contigo, porque veo que hay lugar para uno, dijo a mi amigo Cayo Sextio, que es tuerto.» Este chiste tiene poca gracia, porque ofendió a Sextio sin motivo, aunque el dicho podía aplicarse a todos los tuertos. La respuesta que de improviso le dio Sextio fue admirable: «Lávate las manos y cenarás conmigo.» Estos chistes agradan tanto más, cuanto son menos preparados. La oportunidad, pues, la moderación y templanza, y la sobriedad misma en los donaires, distinguirán al orador del bufón, porque nosotros hablamos, no para hacer reír, sino para algún fin de utilidad, al paso que ellos están graceando todo el día sin causa. ¿Qué es lo que consiguió Várgula cuando, abrazándole el candidato Aulo Sempronio y su hermano Marco, dijo a su criado: muchacho, espántame estas moscas? Buscó sólo la risa, que es a mi ver un fruto bien mezquino del ingenio. La prudencia y gravedad nos indicarán el lugar más oportuno para tales gracias. ¡Ojalá hubiera algún arte que las enseñara! pero sólo las dicta la madre naturaleza.
»Expongamos ahora sumariamente las diversas maneras que hay de mover la risa. Sea la primera división la de palabras y cosas. Y aun son mejores las facecias que consisten a la vez en cosas y en palabras; y no olvidéis nunca, que de las mismas fuentes de donde nace lo ridículo pueden nacer también sentencias. No hay más diferencia sino que las cosas honestas deben tratarse grave y seriamente, y las vergonzosas y deformes han de tratarse en burla; de suerte que con las mismas palabras podemos alabar a un siervo bueno y vituperar a uno malo. Gracioso es aquel antiguo dicho de Neron, contra un siervo que le robaba mucho: «Es el único para quien en mi casa no hay nada cerrado ni sellado:» lo cual, con las mismas palabras, puede decirse de un siervo fiel. De las mismas fuentes proceden, pues, lo serio y lo burlesco. Así, por ejemplo, cuando Espurio Carbilio cojeaba gravemente a consecuencia de una herida recibida en defensa de la república, y por esta causa no se atrevía a presentarse en público, díjole su madre: «¿Por qué no sales, Espurio mío? Cuantos pasos des, serán otros tantos recuerdos de tu valor.» Esto es noble y grave.
»Las palabras ambiguas tienen mucha agudeza, pero no siempre se toman en burla, sino muchas veces en serio. Así Publio Licinio Varo dijo a Escipion el Africano, cuando se le desasía una corona en el convite e intentaba en vano ajustarla a la cabeza: «No es extraño que no te venga bien, porque tienes la cabeza muy grande.» Este rasgo fue noble y digno de alabanza. Del mismo género es este otro: Es bastante calvo, pero habla poco.
»En suma, no hay género de chistes que no pueda aplicarse también en sentido grave; y ha de advertirse además que no todo lo ridículo es gracioso. ¿Qué cosa hay más ridícula que Annio? Pero es su voz, su semblante, su arte de remedar, su figura, lo que nos hace reír; podremos decir de él que es divertido, no como un orador, sino como un mimo.
»Por lo cual, este primer género, aunque es el que mueve más a risa, no nos pertenece; ni el representar al perezoso, al supersticioso, al vanaglorioso, al necio; todos personajes risibles por sí mismos, y a quienes solemos zaherir, no representar: el otro género, que consiste en la imitación, es muy gracioso; pero nosotros sólo podemos usarle de cuando en cuando, y como de paso y a hurtadillas, porque de otro modo es poco liberal: el tercer género, es decir, la parodia de los gestos, no es digna de nosotros: el cuarto, es decir, la obscenidad, no sólo es indigna del foro, sino de los convites de personas libres. Quitadas, pues, de la oratoria todas estas especies de chistes, quedan sólo las facecias, de palabra y de cosa, según la división que antes hice. Lo que por sí es gracioso, sean cuales fueren las palabras con que se dice, es facecia de cosa; lo que mudando las palabras pierde la sal tiene toda su gracia en las palabras mismas. Los equívocos son muy agudos, y aunque su gracia consiste en el vocablo y no en la sustancia, suelen hacer reír mucho y son muy alabados cuando se dicen discreta y agradablemente. Así en el caso de aquel Ticio, que era muy aficionado a jugar a la pelota, y además tenía fama de romper de noche las estatuas sagradas, preguntando sus compañeros por qué no venía al campo, le excusó Vespa Terencio, diciendo que tenía un brazo roto. Los llamados decidores sobresalen principalmente en este género, pero aun hay otros chistes que provocan más la risa. El equívoco agrada por ser muestra de ingenio poder tomar la palabra en diverso sentido de aquel en que los demás la toman. Pero esto mueve más a admiración que a risa, a no ser que se dé la mano con otro género de ridículo.
»Recorreré estos otros géneros. Ya sabéis que uno de los más frecuentes es el decir una cosa cuando se espera otra, porque entonces nuestro mismo error nos mueve a risa. Y si a esto se añade el equívoco, aun tiene el chiste más gracia.
También es de muy buen efecto en una disputa arrebatar al adversario sus palabras y herirle con sus propias armas, como hizo Cátulo contra Filipo. Pero como son muchos los géneros de ambigüedad, y difícil de compendiar su doctrina, convendrá observar y atender a los vocablos para evitar todo lo que parezca frío y rebuscado, y limitarnos a lo que tenga verdadera agudeza.»Otras veces está la gracia en una pequeña alteración, a veces de una sola letra, en la palabra. A esto llaman los Griegos «paranomasia;» así Caton llamaba a Nobilio, Mobilio. También la interpretación del nombre tiene agudeza cuando sirve para el ridículo. Así dijo yo, hace poco, que el divisor Nummio había conquistado renombre en el campo Marcio como Neoptolemo delante de Troya. Muchas veces se cita por insignificantes. De ellos dice el mismo Ciceron: «mutalis verbis non possuni relinere eamdem venustatem.»
donaire algún verso, ya tal como es, ya un poco alterado, ya alguna parte de verso, como hizo Estacio con Escauro en aquella disputa, de la cual dicen que nació la ley de ciudadanía de Craso: «Callad; ¿a qué esos gritos? ¿por qué tenéis tanta arrogancia los que no conocísteis padre ni madre? Deponed esa soberbia.» Como estos dichos pierden la gracia en mudándose las palabras, deben considerarse como chistes de vocablo y no de sentencia. Hay otro género, y no insulso, que consiste en tomar las palabras en su valor literal, y no en el que les da el que habla. De este género es lo que tú, Craso, respondiste, no ha mucho, a uno que te preguntaba si te sería molesto el que fuera a visitarte antes del amanecer. «No me serás molesto,» le respondiste. «Mandarás que te despierten,» añadió él. Y tú: «Si te he dicho que no me serías molesto…» También tuvo gracia aquel dicho de Lucio Porcio Nasica al censor Caton, cuando le preguntaba éste: «Según tu voluntad, ¿tienes mujer? -No, según mi voluntad» contestó. Estos chistes son fríos cuando no son inesperados.
Es natural, como antes dije, que nos haga gracia el error en que caemos, y suele hacernos reir el ver burladas nuestras esperanzas. Son también chistes de palabra los que se toman de alguna alusión, traslación o inversión de vocablos. De alusión, vg., cuando Marco Servilio quiso oponerse a la ley de Rusea sobre la edad que debía tenerse para las magistraturas: «Dime, Marco Pinario, si afirmo algo contra tí, ¿me contestarás con injurias como a los otros?» «Según siembres, así cogerás,» le respondió Pinario. Por traslación, como Escipion el Mayor respondió a los de Corinto que querían levantarle una estatua en el sitio donde estaban las de los otros generales, «que no le agradaban las estatuas en escuadrones.» A veces se invierten las palabras, como hizo Craso defendiendo a Acúleo ante el juez Mareo Perpenna. Era defensor de Gratidiano, Lucio Elio Lámia, hombre tan feo como sabéis, y habiendo interrumpido a Craso, dijo éste: «Oigamos a ese hermoso mancebo.» Riéronse todos, y Lámia continuó: «No puedo yo darme hermosura, pero sí ingenio. -Oigamos, pues, a ese hombre tan sabio,» continuó Craso; y todavía fue mayor la risa. Dije antes que estos recursos valían así en lo grave como en lo serio, pues aunque la materia de lo cómico sea distinta de la de los discursos graves, la forma de unos y otros es la misma. Adornan mucho la oración las palabras en sentido contrario. Así Servio Galba, acusado por el tribuno de la plebe Lucio Estribonio, escogió por jueces a sus familiares y amigos, y diciéndole Libon: «Oh Galba, ¿cuándo sales de tu triclinio? -Cuando tú salgas de la alcoba ajena,» le respondió.
»De los chistes de palabra creo haber dicho bastante: los de cosas son más y excitan más la risa, sobre todo cuando entra en ellos la narración (cosa bastante difícil). Porque han de expresarse y ponerse a la vista las cosas de tal manera, que parezcan verosímiles, lo cual es propio de la narración, y además es necesario que los hechos que se narran sean materia acomodada a la risa. Pondré un ejemplo brevísimo, el mismo que antes cité, el de Craso contra Minucio. En este género debe incluirse también la narración de apólogos. Tómase a veces algo de la historia, como cuando Sexto Ticio decía que él era otra Casandra: «Yo, dijo Antonio, puedo nombrar a tus muchos Ayaces o Oiléos.» Otras veces el chiste es de semejanza, comparación o imágen. De comparación: siendo Galo testigo contra Pison, y censurando al prefecto Magio por haber recibido una gran cantidad de dinero, lo cual Escauro no quería admitir, alegando la pobreza de Magio: «Te equivocas, oh Escauro, le dijo, porque yo no afirmo que Magio conserve ese dinero, sino que le sepultó en su vientre, como hace un hombre desnudo que recoge nueces.» Y Marco Cicerón el viejo, padre de este excelente amigo nuestro, solía decir que nuestros conciudadanos eran parecidos a los esclavos sirios, que en cuanto saben un poco de griego, son peores. También tienen gracia las alusiones a deformidades o vicios corporales, porque suelen indicar alguna mala cualidad de ánimo. Tal es aquel dicho mío contra Elvio Mancia: «Demostraré quién eres, le dije. -Muéstralo, pues, me replicó.» Y yo señalé con el dedo a un Galo pintado en el escudo címbrico de Mario, bajo las tiendas nuevas, torcido, con la lengua fuera y caídas las mejillas. Riéronse todos, porque la semejanza con Mancia era completa. Otra vez dije a Tito Pinario, que se torcía la barba al hablar: «Dí lo que quieras, después que hayas quebrado esa nuez.» También son chistosas las ponderaciones que se hacen para ensalzar o deprimir alguna cosa. Así tú, Craso, dijiste ante el pueblo que Minucio se tenía por tan grande, que cuando pasaba por el foro, bajaba la cabeza para no tropezar con el arco de Fabio. Del mismo género es lo que cuentan que dijo Escipion ante Numancia, enojado con Cayo Metelo: «Si la madre de éste pare por quinta vez, parirá de fijo un asno.» También tiene agudeza el indicar brevemente, y a veces con una sola palabra, una cosa oscura. Habiendo ido Publio Cornelio, que pasaba por hombre avaro y rapaz, pero muy fuerte y buen general, a dar las gracias a Cayo Futiricio, porque siendo enemigo suyo le había hecho cónsul en tiempo de una grande y peligrosa guerra: «No tienes por qué darme gracias, le contestó Fabricio; quise, más ser hurtado que puesto en venta.»
»También es elegante la disimulación que consiste en decir una cosa distinta de lo que se piensa, aunque no la contraria, como en la respuesta de Craso a Lumia: de esta especie de severa ironía se valió nuestro Escévola, contra Septumuleyo de Anagnia, que había recibido el dinero ofrecido por la cabeza de Cayo, y rogaba a Escévola que le llevase al Asia de prefecto. «¿Qué quieres, insensato? le dijo; tan grande es el número de malos ciudadanos, que, si te quedas en Roma, reunirás en pocos años muchísimo dinero.» Cuenta Fannio en sus anales que a este género de chistes fue muy dado Escipion el Africano, y por eso con palabra griega le llama el irónico. Pero según dicen los que mejor entienden de esto, Sócrates aventaja a todos en la ironía y disimulación, por su gracia y buen gusto. Este género es muy elegante; tiene gravedad mezclada con la agudeza, y se acomoda, ya a la dicción oratoria, ya a las conversaciones urbanas. Y en verdad, todos los chistes que he enumerado sirven para condimentar no sólo las acciones forenses sino todo género de discursos. Por eso leo en Caton, de cuyos escritos he tomado muchos ejemplos, que Cayo Publicio solía decir: «Publio Muminio es hombre para todo tiempo.» Y tenía razón, porque no hay tiempo de la vida en que no convenga usar de gracia y jovialidad. Pero pasemos a los otros géneros.»Muy parecida a la disimulación es la figura que consiste en dar un nombre honesto a una cosa viciosa, como hizo Escipion el Africano, cuando, siendo censor, arrojó de su tribu a un centurión que no había asistido a la batalla de Paulo, y dándole el centurión por disculpa que se había quedado en los reales para custodiarlos, replicó Escipion: «No gusto de soldados tan cuidadosos.» Agudeza hay también en tomar las palabras de otro en un sentido diferente de aquel en que él las usa: así, cuando Livio Salinator, después de haber perdido a Tarento, conservó solamente la fortaleza, y desde ella resistió muy bien a los enemigos, hasta que algunos años después recobró Máximo la ciudad, diciéndole Salinator que se acordase de sus servicios, pues gracias a él había recobrado a Tarento: ¿«Cómo no he de acordarme? le dijo; nunca la hubiera recobrado yo, si tú no la hubieses perdido.» Hay otros dichos algo necios, pero que mueven a risa, y que no sólo pueden usarlos los mimos, sino también hasta cierto punto los oradores, verbigracia:«¡Qué hombre tan necio! cuando empezaba a ser rico, se murió. -¿Es parienta tuya esta mujer? -Es mi esposa. -Ciertamente que lo parece.-Mientras estuvo en los baños, no se murió.»»Este modo de chiste es algo ligero y propio de la comedia, como antes dije, pero tiene también algún lugar entre nosotros, cuando un hombre que no es necio dice con aire de ingenuidad alguna cosa picante, vg., lo que a tí, oh Antonio, te dijo Mancia, habiendo oído que Marco Duronio te acusaba de peculado, en el tiempo que fuiste censor: «alguna vez te había de ser lícito tratar de tus negocios.» Estas ocurrencias hacen reír mucho, como todos los aparentes absurdos que con ironía dicen los hombres de ingenio. Así, fingimos a veces no entender lo que en realidad entendemos, vg.: preguntaron a Pontidio. «¿Que piensas tú del que es sorprendido en adulterio? -Que es muy torpe en dejarse sorprender.» Así yo, cuando Metelo quería incluirme en el alistamiento sin atender a la excusa que yo daba de ser corto de vista, y me decía: «¿nada ves? Lo único que veo, le repliqué, desde la puerta Esquilina, es tu casa de campo.» De Escipion Nasica cuentan que, habiendo ido a visitar al poeta Ennio y preguntando por él, la criada que salió a la puerta le respondió que Ennio no estaba en casa. Nasica conoció que lo había dicho por orden de su amo, y que realmente estaba en casa el poeta. A los pocos días fue uno a ver a Nasica, y el mismo Nasica le contestó a gritos: «No estoy en casa. -¿Cómo no, si conozco tu voz?» le dijo Ennio. A lo cual respondió Nasica: «Qué atrevido eres: cuando yo te buscaba, creí a tu sierva que me dijo que no estabas en casa, y ahora tú no me quieres creer a mí.» También se puede hacer burla de alguno con las mismas palabras con que él ha querido burlarse. Así, Quinto Opimio, varón consular que no había tenido en su juventud buena fama, dijo a Egilio, hombre festivo y que parecía afeminado, aunque no lo era: «¿Qué tal, Egilia mía, cuándo vienes a mi casa con tu rueca y lana? -No me atrevo, contestó Egilio, porque mi madre me ha prohibido acercarme a mujeres de mala fama.» »Saladas son también las expresiones que llevan oculta la sospecha de ridiculez: de este género fue el dicho de aquel siciliano a quien un amigo suyo se quejaba de que su mujer se había ahorcado de una higuera. «Dame, le dijo, algún renuevo de ese árbol para plantarlo.» De una manera semejante respondió Cátulo a un mal orador, que le preguntaba si en el epílogo había conseguido mover a compasión. «Y muy grande, le dijo, porque ninguno hay de tan duras entrañas a quien tu discurso no haya parecido digno de lástima.» A mi me agradan mucho los chistes que se dicen con enfado; cuando es hombre de ingenio el que los dice, porque entonces se aplaude la naturalidad aun más que la gracia. Por eso me hace gracia aquel pasaje de Nevio: «¿Por qué lloras, padre? -¿Y he de cantar cuando estoy condenado?» Casi contrario a este género de ridiculez es el dicho de un hombre paciente e imperturbable, vg.: habiendo tropezado con Caton un hombre que llevaba a cuestas una arca, le dijo: «¡Cuidado, apártate!» y Caton le preguntó:«¿Llevas todavía algo más que el arca?»»También cabe chiste en las burlas contra la ignorancia. Así hizo aquel siciliano a quien el pretor Escipion había dado por defensor en una causa a su huésped, hombre noble, pero muy necio. «Te ruego, dijo al pretor, que des ese patrón a mi adversario, aunque después no me des ninguno.»»¿Y qué diremos de las contradicciones, vg.? «¿Qué le falta a éste sino hacienda y virtud?» También es agradable la reprensión amistosa y el consejo y advertencia familiar, vg.: aconsejaba Granio a un mal abogado que se había puesto ronco en el foro, que bebiese vino frío y mezclado con miel así que volviese a su casa. «Perderé la voz si tal hago. -Más vale que pierdas la voz que no que pierdas a tu cliente.» El chiste más incisivo es el que mejor se acomoda al carácter de las personas. Escauro, que era muy aborrecido porque sin testamento se había apoderado de los bienes de Pompeyo de Frigia, hombre rico, abogaba en defensa de Bestia, cuando acertó a pasar un entierro. Entonces gritó el acusador Cayo Memmio. «Mira, Escauro, allí llevan un muerto; a ver si puedes heredarle.» Los chistes que más hacen reir son los más inesperados. De éstos hay innumerables ejemplos, vg., el de Apio el Mayor, cuando se trataba en el Senado de los campos públicos y de la ley Thoria, y acusaban a Lucilio de que apacentaba su ganado en los campos públicos. «No es de Lucilio ese ganado, dijo Apio en son de defenderle. Es un ganado libre que pasta donde quiere.» También me agrada un dicho de Escipion Nasica, el que mató a Tiberio Graco: después de decirle muchas injurias, Marco Flaco le había propuesto por juez a Publio Mucio. «Le recuso, dijo Escipion, por inicuo.» Levantóse un murmullo y Nasica continuó: «Le recuso por inicuo, no sólo conmigo, sino con todos nosotros.» Pero en este género nada más gracioso que un chiste de Craso. El testigo Silo había ofendido a Pison, refiriendo contra él cosas que decía haber oído. «Puede ser, dijo Craso, que ese a quien tú se las has oído las dijese enojado.» Silo hizo señas de asentimiento con la cabeza. «Puede también que tú lo entendieses mal.» Silo dijo que sí con la cabeza. Puede ser también, continuó Craso, que lo que dices haber oído no lo oyeras nunca.» Esto fue tan inesperado, que provocó la risa de todos y confundió al testigo. De este género de sales está lleno Névio; vg.: «Aunque seas muy sabio, temblarás si tienes frío;» y a este tenor otros muchos.»Muchas veces se concede graciosamente al adversario lo mismo que él nos niega: así, diciendo a Cayo Lelio un hombre de mala familia: «Eres indigno de tus mayores,» le respondió Lelio: «Y tú ciertamente que eres muy digno de los tuyos.» A veces hay gracia en manifestar un deseo de cosa imposible: así, Marco Lépido, recostado en la hierba mientras que los otros se ejercitaban en el campo, decía:«¡Ojalá que esto fuese trabajar!» Tiene también chiste el responder fuera de propósito a los importunos preguntadores; vg.: habiendo expulsado el censor Lépido a Marco Antistio Pirgense, del orden de los caballeros, quejábanse sus amigos, y preguntaban qué había de contestar a su padre cuando quisiera saber por qué había sido separado del orden ecuestre un colono tan excelente, parco, modesto y frugal. «Diré, respondió Lépido, que yo no creo ninguna de esas cosas.»»A estas maneras añaden los Griegos algunas otras, como son las execraciones, admiraciones y amenazas. Pero me parece que ya he explicado más de las que debía, pues las que consisten en juegos de palabras son en corto número, y, como antes dije, más suelen merecer alabanza que risa. Los chistes de cosa son innumerables en sus especies, pero muy pocos en sus géneros. Puede excitarse la risa con esperanzas engañadas, o describiendo con gracejo el carácter de otro, o comparando una cosa con otra más torpe y fea, o disimulando, o diciendo cosas muy absurdas y reprendiendo necedades. Así, el que quiere hablar jocosamente ha de tener una disposición natural para este género, y ademanes y semblante acomodado a este linaje de ridículo. A veces, cuanto más severo y triste es el rostro, como sucede con el tuyo, oh Craso, tanta más gracia tiene lo que se dice.Pero ya es hora, oh Antonio, de que abandones esta posada de mi discurso, que es lugar tan poco ameno y saludable como si te hubieras hospedado en las lagunas pontinas. Creo que ya has descansado bastante, y puedes continuar tu viaje.
-Por cierto, respondió Antonio, que he sido generosa y alegremente hospedado por ti, y que me has hecho a la vez más docto con los ejemplos de esos Fabricios, Africanos, Máximos, Catones y Lépidos que me has citado.»Por lo demás, ya sabéis todo lo que queríais oir de mis labios, a lo menos lo más importante y difícil. Todo lo restante es fácil y se infiere de estos principios.
»Yo cuando me he encargado de una causa y he reflexionado, en cuanto he podido, todo lo que a ella se refiere, y he visto y considerado los argumentos y los recursos para mover el ánimo de los jueces, y para atraerlos, me fijo sobre todo en el lado bueno y en el lado malo de la causa. No hay asunto traído a discusión o controversia que no presente estos dos aspectos. Lo difícil es averiguar hasta qué grado cada uno de ellos. El método que suelo seguir consiste en amplificar, exornar y ponderar lo bueno de la causa, insistiendo y deteniéndome en esto, a la vez que me aparto del lado malo y desfavorable, no de suerte que parezca que le eludo, sino de manera que quede oscurecido y como abrumado por la parte favorable. Si el interés de la causa está en los argumentos, me detendré en los más firmes, sean muchos o uno sólo; pero si lo esencial es atraerse la benevolencia o excitar la pasión del auditorio, hago el mayor hincapié en la moción de afectos. Del mismo modo; si la refutación de las pruebas del adversario tiene más importancia que la confirmación de las nuestras, contra él debemos dirigir todas las armas; pero si es más fácil comprobar nuestras razones que redargüir las suyas, apartemos los ánimos de la defensa del contrario y hagámosle fijarse en la nuestra. Como por derecho propio, me valgo de dos recursos que parecen muy fáciles, porque lo difícil excede mis fuerzas: el primero consiste en no responder nada a un argumento molesto o difícil: quizá alguno se ría de esto, y con razón, porque ¿quién no puede emplear ese medio? Pero yo hablo de mis facultades, no de las de los demás, y confieso que cuando me veo muy apurado suelo retirarme, pero no arrojando ni separando el escudo, sino con una fuga semejante a una batalla, y mostrando más pompa y esplendidez de dicción que nunca; retraído en suma a mis posiciones, de tal suerte que parezca que no por huir del enemigo, sino por mejorar de puesto, me he retirado. Lo segundo, que el orador debe mirar con mucha atención y diligencia, y lo que más miro yo, no es tanto el ser útil a la causa que se defiende, como el no ser perjudicial, no porque deba desatenderse ninguna de las dos cosas, sino porque es mucho más vergonzoso en un orador el perjudicar a su cliente que el no sacarle victorioso.
»¿Pero qué estáis hablando entre vosotros, Cátulo? ¿Acaso despreciáis estas cosas, que realmente son despreciables?
-Nada de eso, respondió Cátulo; pero me parece que César quiere decirte algo sobre ese particular.
-Con mucho gusto lo oiré, ya sea para refutarme, ya para preguntarme. -A fe mía, dijo César, que siempre he dicho de tí que ningún orador te vencía en prudencia, y que era muy particular alabanza tuya no haber dicho nunca nada que pudiera perjudicar a tu cliente. Y recuerdo muy bien que hablando de tí, con este mismo Craso, delante de mucho auditorio, y ponderando Craso tu elocuencia, dije yo que el primero y más grande de tus méritos estaba, no en decir lo necesario, sino en callar todo lo que no hace falta; y acuérdome que él respondió, que todo lo demás era en tí digno de alabanza, pero que sólo un hombre malvado y pérfido podía decir cosas ajenas al asunto y perjudicar al que le había confiado su defensa; por lo cual no le parecía a Craso grande orador quien esto dejaba de hacer, sino malvado, el que no lo hacía. Ahora, Antonio, quisiera que nos dijeses por qué das tanta importancia a esto de no perjudicar al cliente y lo consideras como la primera cualidad del orador.
-Diré lo que entiendo, César, respondió Antonio, pero acuérdate tú y acordaos los demás que no hablo de la divina excelencia de un orador perfecto, sino de mi propia medianía acrecentada con el ejercicio y la costumbre. La respuesta de Craso fue propia de su excelente y singular ingenio: paréciale monstruoso que pudiera hallarse un orador que hiciese daño a la misma causa que defendía. Juzgaba por sí mismo, y como es tal la grandeza de su talento, no podía imaginar que nadie, a no ser adrede, pudiera hablar contra su propia causa. Pero yo no trato de los ingenios raros y excelentes, sino de los vulgares y comunes. Así, entre los Griegos cuéntase como muestra de la increíble grandeza de entendimiento y ánimo del ateniense Temístocles, que en cierta ocasión se la acercó un hombre muy erudito, y le prometió enseñarle el arte de la memoria, que empezaba, entonces a ser conocido. Preguntóle Temístocles para qué servía aquel arte: respondió el maestro que para acordarse de todo; y Temístocles replicó: «Más te agradecería que me enseñases el arte de olvidar lo que yo quisiera.» ¿Veis qué fuerza de ingenio, qué entendimiento tan poderoso? Y si respondió así, fue para dar a entender que nada de lo que una vez había entrado en su ánimo podía borrarse nunca, aunque hubiera deseado más poder olvidar muchas cosas que había oído o visto. Pero ni por esta respuesta de Temístocles, hemos de abandonar el cultivo de la memoria, ni esta mi cautela y timidez en las causas ha de ser tenida en menos, puesta en parangón con la suma prudencia de Craso. Porque ninguno de ellos me ha comunicado sus facultades y sólo han hecho gallarda muestra de las suyas. Hay en las causas y en todas las partes del discurso mucho que reparar, mucho en que tropezar. A veces un testigo no nos ofendería, o nos ofendería menos si no le provocásemos; nos ruega el reo, nos instan los abogados para que acometamos, para que injuriemos; finalmente, para que interroguemos. Si no me muevo, si no obedezco, si no satisfago sus deseos, no alcanzaré ninguna gloria. Los ignorantes pueden reprender mejor lo que se dice neciamente que lo que sabiamente se calla. ¡Cuánto mal puede resultar entonces de ofender a un testigo que esté enojado, y no sea necio ni liviano! Porque entonces la ira le da voluntad de ofender y su vida autoridad; y aunque Craso no lo haga, otros muchos lo hacen. Y nada me parece más torpe que oír decir después de un discurso: «Le mató. -¿A quién, a su adversario? -Nada de eso, se mató a sí mismo y a su defendido.»
»Craso juzga que esto no puede acontecer sino por mala fe, y sin embargo, he visto oradores que personalmente no son malos, hacer mucho mal con sus defensas. Pues que, lo que antes dije, de que acostumbro ceder, y digámoslo más claro, huir de todo lo que puede comprometer mi causa, ¿cuando otros no lo hacen, y se aventuran en el campo enemigo, y abandonan sus propios reales, os parece que hacen poco daño a la causa acrecentando las fuerzas de los enemigos y exacerbando las llagas que no pueden sanar? ¿Y qué diré cuando no tienen cuenta con las personas a quienes defienden, y en vez de mitigar la indignación que pueda haber contra ellas, la acrecientan con desmedidas alabanzas? ¡Cuánto mal no causan con esto! Y qué, si afrentas e injurias sin provocación alguna a hombres queridos y estimados de los jueces, ¿no te enajenarás su favor con esto solo? ¿Y es leve pecado reprender en el adversario vicios y defectos de que participan alguno o muchos de los jueces, de modo que parezca que la reprensión va contra estos? Y qué, si en son de defender a otro, defiendes sólo tu propia causa, o, arrebatado por la ira te alejas del asunto, ¿no le harás con esto ningún daño? De aquí que yo, no porque guste de que hablen mal de mí, sino porque no me agrada abandonar la causa, estoy reputado por hombre sufrido y tranquilo; y así te reprendía, Sulpicio, porque acometías no al adversario, sino a su defensor. De esta manera consigo que si alguno habla mal de mí, pase él por petulante o casi por loco. En los mismos argumentos, si pones algo abiertamente falso o contrario a lo que has dicho y has de decir o alejado de la práctica forense, ¿no harás ningún daño con esto? ¿Qué más? Toda mi atención suelo fijarla siempre en hacer algún bien con mis discursos, y si esto no lo consigo, a lo menos en no hacer ningún mal.
»Vuelvo ahora, Catulo, a lo que poco antes alababas, en mí, al orden y colocación de las pruebas y argumentos. El método es doble; depende el primero de la naturaleza de la causa, el segundo del juicio y prudencia del orador. Porque el decir algo antes del asunto, el exponer en seguida, el confirmar nuestro parecer y refutar el del contrario, el concluir y hacer una peroración, todo este orden lo dicta la naturaleza misma. Pero el modo mejor de ordenar las pruebas y los medios de persuasión, esto es propio solamente de la prudencia del orador. Muchos argumentos se ocurren, muchos que parecen aprovechables; pero parte de ellos son tan leves y de poco momento que pueden despreciarse; parte, aunque traigan alguna utilidad, no están exentos de vicio, y es más el daño que pueden hacer que el bien que pueden causar. Si los útiles y sólidos son muchos, como sucede con frecuencia, conviene dejar fuera de la oración los de menos fuerza o los que no tienen ninguna. Cuando reúno los argumentos de las causas, no suelo contarlos, sino pesarlos. Y como he dicho ya que de tres maneras podemos inclinar a todos a nuestro parecer, es decir, enseñando, deleitando y persuadiendo, con todo eso una sola de estas cosas ha de predominar sobre las otras, de suerte que parezca que sólo nos proponemos enseñar: en cuanto al deleite y a la persuasión, han de estar esparcidos por todo el discurso lo mismo que la sangre por todo el cuerpo. El exordio y las demás partes de la oración, de que hablaré luego, han de tener tal fuerza que arrastren los ánimos del auditorio. Pero en cuanto a las partes del discurso, que sin servir directamente para la argumentación, aprovechan mucho para persuadir y conmover, aunque su lugar propio es en el exordio y en la peroración, sin embargo, es útil a veces apartarse del propósito y de la causa para concitar las pasiones. Así, después de la narración cabe la moción de afectos, o en la confirmación, o en la refutación, o en una y otra, o en todas las partes del discurso puede hacerse esto, si la causa tiene bastante dignidad e importancia. Las que más ancho campo ofrecen a la pompa y ornato son las que mejor se prestan a este género de digresiones, y en las cuales puede usarse de esos lugares comunes con que se mueve o aplaca la pasión de los que oyen. Y en esto reprendo también a los que colocan primero las pruebas menos firmes. Creo que yerran también los que teniendo muchos defensores (cosa que nunca me agradó) hacen que hable primero el que tienen por más débil: el asunto mismo pide que se satisfaga desde el principio la expectación de los que oyen, porque si no, vano será todo lo que se trabaje en el resto de la causa. Mal parece ésta, si desde que se empieza a defender no presenta ya favorable aspecto. Así, pues, en los oradores búsquese el mejor, y en el discurso póngase primero lo más fuerte, guardando siempre esta medida: que algunos de los más excelentes se reserven para la peroración. Y en cuanto a los medianos (porque a los viciosos no se les da cabida) basta arrojarlos en medio de la turba y del tropel. Considerando todo esto, lo último en que suelo pensar es lo que he de decir en el exordio, porque siempre que he empezado por pensar en él, no se me ha ocurrido nada que no fuese pobre, débil, vulgar o común.
»Los exordios deben ser muy trabajados, agudos, llenos de sentencias y discretas palabras, y propios de la causa. Porque el exordio es como la primera recomendación del discurso, y debe suavizar y atraer desde luego al oyente. Y en esto suelo admirarme, no ya de los que nunca ponen cuidado en estas cosas, sino de Filipo, orador tan elocuente y diserto, que suele decir que se levanta a hablar sin saber cuáles son las primeras palabras que tiene que decir, y añade que él sólo pelea después de haberse calentado el brazo, sin advertir que los mismos de quienes toma este símil, se arrojan tan ligeramente las primeras lanzas, que a la vez que sirven para mostrar la gallardía de sus movimientos, economizan sus fuerzas. Y no es dudoso que el exordio debe ser en ocasiones vehemente y guerrero; pero si en el mismo certamen de los gladiadores, donde decide de la victoria el hierro, se hacen antes del encuentro final muchas cosas no tanto para herirse cuanto para muestra de valor y destreza, ¿cuánto más no se requiere esto en la oración, donde no se busca tanto la fuerza como el deleite? Nada hay en la naturaleza que se difunda totalmente y de súbito: aun a las cosas más extraordinarias da la naturaleza pequeños principios. Estos no han de traerse de fuera, sino sacarse de las entrañas de la causa. Recorrida y examinada ésta, imaginados y dispuestos los argumentos, entonces ha de buscarse el exordio, y entonces se hallará fácilmente, porque se tomará de las fuentes que parezcan más copiosas, ya en los argumentos, ya en las digresiones. Serán de más efecto cuando de tal manera estén tomados de la causa, que parezca no sólo que no son comunes ni pueden trasladarse a otras causas, sino que proceden únicamente de la que entonces va tratándose.
»Todo exordio, o debe dar una idea del asunto de que se trata, o servir de introducción a la causa y a la defensa, o se usa solamente para ornato y dignidad. Y así como la entrada o el vestíbulo han de ser proporcionados a la casa o el templo, así los exordios han de guardar proporción con la importancia de la causa. En las vulgares y de poca importancia, vale más empezar por la cosa misma. Pero si ha de usarse algún exordio, fúndese en el reo, o en el adversario, o en la materia, o en el auditorio. Del reo (comprendiendo bajo este nombre a todo aquel cuya causa se defiende) dígase todo lo que puede aplicarse a un varón bueno, liberal, desdichado, digno de misericordia, todo lo que tiene fuerza contra una falsa acusación: contra el adversario se usan los mismos lugares comunes, pero en sentido opuesto. Del hecho se dirá que es cruel, infando, nunca oído, injusto, indigno, nuevo, irremediable, o que ha sido una muestra de ingratitud. En cuanto a los oyentes, mejor nos captaremos su benevolencia defendiendo bien la causa que implorando antes su favor. En todo el discurso, y no menos en la peroración, se ha de ver este deseo de agradar, pero también puede fundarse en él exordios. Los Griegos nos aconsejan que hagamos a los jueces atentos y dóciles, lo cual es útil, pero no más propio del exordio que de las demás partes, y es más fácil de conseguir al principio, porque entonces están todos en expectación y suelen hallarse mejor dispuestos. Siempre se fija más en el entendimiento lo que se dice en el exordio que lo que se arguye o reprende en el cuerpo del discurso. Gran copia de exordios, para atraer o incitar a los jueces, se toma de los argumentos y recursos que para moverlos ánimos presenta la causa misma; pero no conviene explicarlos todos al principio, sino insinuarse primero levemente en el ánimo del juez, para que, ya inclinado a favor nuestro, se convenza con el resto del discurso. El exordio ha de estar tan enlazado con lo demás de la oración, que no parezca como un proemio que añade el citaredo a la pieza que va a tocar, sino como un miembro inseparable de los demás del cuerpo. Porque muchos oradores, después de decir el exordio que traen aprendido, pasan a lo restante con tanta ligereza como si no quisieran que se les oyese. Y este preludio debe ser, no como el de los Samnitas que vibran las lanzas antes de la pelea, y luego no hacen uso ninguno de ellas, sino que con las mismas sentencias, que juegan en el exordio, ha de combatirse después. »Mandan los retóricos que la narración sea breve; si por brevedad se entiende el que no haya ninguna palabra redundante, breves son los discursos de Lucio Craso. Pero si la brevedad consiste en que haya sólo las palabras necesarias, a veces conviene esto, pero otras muchas daña, principalmente en las narraciones, no sólo porque trae oscuridad, sino porque quita a la narración su mayor virtud, que es la de ser agradable y acomodada a la persuasión, vg., aquella de Terencio: «Así que este salió de la juventud.» ¡Cuán larga es! ¡Cuán varia y agradablemente se describen en ella las costumbres del mismo joven, las preguntas de los esclavos, la muerte de Crisis, el rostro, la hermosura y los lamentos de su hermana! Pero si el poeta hubiese buscado esta brevedad: «la sacan, llegamos al sepulcro, la ponen en el fuego,» etc. con diez versos habría podido referirlo todo; aunque estas mismas palabras: «la sacan, caminamos» son concisas, de tal suerte que no se ha atendido tanto a la brevedad como a la elegancia; pues con sólo que hubiera dicho: la pusieron en el fuego, bastaba para dar a conocer todo el asunto. La narración tiene mucha más gracia cuando se introducen en ella personas y se refieren sus pláticas, y parece mucho más probable lo que se narra cuando se expone el modo como acaeció, y es mucho más clara de entender si nos detenemos en algunas partes y no la recorremos con nimia brevedad. La narración ha de ser tan clara como el resto del discurso; y todavía es más reprensible ser oscuro en el relato de los hechos, que en el exordio o en el argumento o en la refutación o peroración. Es tanto mayor el peligro de oscuridad en esta parte de la oración sobre todas las restantes, cuanto que si en otro lugar se dice algo oscuro, nada hay perdido más que aquel pasaje, mientras la narración oscura ciega todo el discurso, porque lo que se ha dicho oscuramente en otra parte, puede volver a explanarse, pero la narración tiene un solo lugar en la causa. La narración será perpiscua, si se hace con palabras fáciles y muy usadas, conservando el orden de los tiempos y sin interrupción.
»Cuándo se ha de usar o no de la narración, esta es la dificultad, porque si la cosa es demasiado conocida o no hay duda en ella, puede excusarse la narración, y lo mismo si el adversario la ha hecho ya, a no ser que refutemos la suya. Si la narración es necesaria, no insistiremos demasiado en las circunstancias que puedan engendrar sospecha y mala voluntad contra nosotros, antes procuraremos atenuarla para no incurrir en lo que dice Craso, de que peca más de malicia que de ignorancia quien daña a la causa que defiende. Porque a la sustancia misma de la causa interesa mucho el que los hechos hayan sido expuestos con más o menos habilidad, y de todo el resto del discurso es fuente la narración.
»Síguese la exposición de la causa, es decir, el punto sujeto a controversia, y entonces han de alegarse las pruebas más firmes, ya para confirmar nuestra opinión, ya para debilitar la del contrario. En las causas sólo hay un método para la parte de argumentación: este requiere a la vez la confirmación y la refutación, porque ni se puede reprender lo que el contrario dice sin confirmar lo tuyo, ni defender tu causa sin contestar a sus argumentos: de aquí que por naturaleza, utilidad y método estén unidas estas dos partes. En pos de todo viene la peroración, ya amplificando las cosas, ya inflamando o mitigando el ánimo de los jueces.
»En esta parte, todavía más que en las anteriores, debe reunir el orador cuanto pueda mover los ánimos y ser de utilidad para su causa. Y pienso que no hay razón bastante para separar los preceptos que se dan acerca de la suasión, de los relativos al género laudatorio, antes casi todos son comunes. Sin embargo, el aconsejar o el disuadir me parece oficio de más grave persona. De sabios es dar un consejo en los negocios más arduos, y de hombre honrado y discreto prever con el entendimiento, probar con la autoridad y persuadir con el discurso. Todo esto ha de hacerse con menor aparato en el Senado, porque es una asamblea sabia, en que se ha de dejar lugar para que todos hablen, y evitarse así toda sospecha de ostentación de ingenio. Pero en los discursos que se hacen al pueblo, cabe toda la fuerza, gravedad y variedad: por eso en las suasorias nada se ha de encarecer sino lo digno y noble. Los que ponen por fin único la utilidad, atienden sólo a lo que generalmente ven que sucede. Nadie hay, sobre todo en una ciudad tan ilustre, que no crea que la dignidad debe preferirse a todo; pero en muchas ocasiones vence la utilidad, cuando entra el temor de que, abandonada ésta, ni siquiera se pueda retener el honor. La controversia, pues, y discordia de pareceres se reduce, a esto: cuál de dos cosas es más útil, o si ha de atenderse más a lo honesto o a lo útil. Cuando uno y otro estén en pugna, el defensor de lo útil enumerará las ventajas de la paz, las utilidades de la riqueza, del poder, del dinero, de los tributos, de los ejércitos, y de todas las demás cosas cuyo fruto se mide por la utilidad, y pondrá de manifiesto los inconvenientes contrarios. El que está por lo honesto, traerá a la memoria los grandes ejemplos de los antepasados que fueron gloriosos aun en el peligro mismo, apelará a la inmortal memoria de la posteridad, y defenderá que lo útil nace de lo glorioso y está unido siempre con la dignidad. Pero qué es posible o no, qué es necesario o no en uno u otro caso, es lo que hemos de examinar ahora.
»Toda deliberación queda cortada si se trata de una cosa imposible, o por el contrario, absolutamente necesaria; y el que esto vea, sin verlo los otros, pasará por varón prudentísimo. Para dar consejos sobre los negocios de la república, lo primero es conocerlos; para hablar con algún fundamento, es preciso saber las costumbres de la ciudad; y como estas varían a cada paso, de aquí que varíe también el género de oratoria. Aunque su fuerza sea siempre la misma, la dignidad del pueblo, los gravísimos negocios de la república, los alborotados movimientos de la plebe parece que exigen un género de oratoria más grande y vigoroso, y la mayor parte del discurso ha de emplearse en excitar los ánimos con alguna exhortación o recuerdo, a la esperanza, al miedo, a la codicia o a la gloria, y retraerlos de la temeridad, de la iracundia, de la esperanza, del odio, de la envidia y de la crueldad.
»Y parece que así como la arena del foro es el mejor teatro para el orador, así la naturaleza misma como que le inspira entonces un modo de decir más espléndido. Tiene la muchedumbre tal fuerza, que a la manera que el músico no puede tocar sin instrumento, así el orador sin pueblo que le oiga, no puede ser elocuente. Y como el pueblo es tan vario e inconstante en sus afectos, han de evitarse con cuidado sus aclamaciones adversas, de las cuales la mayor parte de las veces tiene la culpa el mismo orador, si con aspereza, arrogancia, o algún otro vicio de ánimo, habla o se concita el odio y la animadversión justa o injusta de los oyentes, ya porque la causa misma desagrade, ya por cualquier otro impulso de codicia o miedo en la multitud. A estas cuatro causas se ponen otros tantos remedios: la reprensión, si hay autoridad para ello; la advertencia, que es una reprensión blanda; la promesa de que, si nos oyen, apoyarán lo que vamos a decir, y finalmente, la deprecación, que es lo último que puede ser útil. En ninguna otra parte aprovechan tanto las facecias y los dichos breves y rápidos que tengan dignidad y no carezcan de gracia. Pasa fácilmente la multitud, del dolor y de la indignación a la alegría, con alguna expresión aguda y graciosa.
»Acabo de exponeros, conforme he podido, lo que en ambos géneros de causas suelo hacer, evitar y considerar, y de qué manera me gobierno en todas. Ni es difícil el tercer género, es decir, el laudatorio, que yo desde el principio había separado casi de nuestros preceptos y tenía intención de omitir, por lo mismo que hay muchos géneros de oraciones más graves y frecuentes, de los cuales nadie había preceptuado nada. Los mismos Griegos, más por dar materia a lectura deleitosa, o por honrar la memoria de algún hombre, que por causa de utilidad forense, escribieron muchos libros en alabanza de Temístocles, Arístides, Agesilao, Epaminondas, Filipo, Alejandro y otros; por el contrario, las alabanzas que usamos nosotros en el foro, o tienen la brevedad desnuda y sencilla de un testimonio, o se escriben para una memoria fúnebre que no consiente mucha pompa oratoria. Pero como alguna vez se pronuncian y aun se escriben, como cuando Cayo Lelio hizo para Publio Tuberon el elogio de su tío Escipion el Africano, y porque podamos nosotros mismos, imitando a los Griegos y por ejercicio de estilo, hacer la alabanza de quien queramos, paréceme que debemos tratar también este lugar oratorio. Claro que en el hombre hay algunas cualidades apetecibles y otras dignas de alabanza. El linaje, la hermosura, la riqueza, las fuerzas, todos los demás bienes que la fortuna da, extrínsecos y corporales, no tienen en sí verdadero motivo de alabanza, la cual sólo se debe a la virtud; pero como la misma virtud resplandece, sobre todo, en el uso moderado de las cosas, de aquí que en estos discursos haya que ponderar los bienes de naturaleza y fortuna, entre los cuales es sumamente glorioso no haber sido arrogante en el poder, ni insolente en la riqueza, ni haber ofendido a otros en la abundancia o en la fortuna: de suerte, que sus riquezas no le hayan servido para liviandad y soberbia, sino para bondad y moderación.
La virtud, que es por sí digna de alabanza, y sin la que no puede alabarse nada, tiene, sin embargo, muchas partes, unas más acomodadas que otras para el elogio. Hay virtudes que parecen consistir en cierto agrado y benevolencia natural o adquirida con el trato de los hombres; otras, que se derivan del vigor y grandeza de alma o de alguna de las más nobles facultades del espíritu. Por eso la clemencia, la justicia, la benignidad, la fe, la fortaleza en los peligros comunes, son virtudes que con gusto oímos celebrar como útiles, no sólo a los que las poseen, sino a todo el género humano. Por el contrario, la sabiduría y grandeza del alma que estima en poco todas las cosas humanas, y la fuerza inventiva del ingenio, y la misma elocuencia, infunden no menor admiración, pero sí menos agrado, porque parece que más bien honramos y queremos captarnos la benevolencia del personaje elogiado que de los que oyen el elogio. Tampoco puede prescindirse de este género de virtudes, ya que los oídos de los hombres toleran que se ensalce en la virtud no sólo lo agradable sino también lo maravilloso. »Y como cada una de las virtudes tiene su objeto particular y a cada una se debe su alabanza propia, habrá que explicar, cuando se pondera, vg., la justicia del héroe, qué es lo que hizo con buena fe y equitativamente en las grandes ocasiones. Y así iremos aplicando sus hechos a la naturaleza, valor y nombre de cada virtud. Gratísima es la alabanza de los hechos que han sido emprendidos por varones fuertes sin esperanza de ventaja o premio, pero los que han sido, llevados a cabo con trabajo y peligro de los autores ofrecen más abundante materia de elogio para el que habla y para el que escucha. Porque parece virtud de varón esclarecido la que es fructuosa para otros y para él mismo laboriosa, peligrosa o a lo menos sin recompensa. También suele ser objeto de grande admiración el hombre que resignadamente tolera la adversidad y no se rinde a la fortuna, y que en los mayores peligros retiene intacta su dignidad. Y no dejan de tener cabida en los elogios, y adornarlos hasta cierto punto, los honores, los premios decretados a la virtud, las hazañas comprobadas por el juicio público, y aun la misma felicidad dada por los dioses inmortales: se han de elegir cosas o por su grandeza, o por su novedad, o por su género mismo singulares, pues las pequeñas, las triviales, las vulgares, no son dignas de admiración ni de gloria. Es de grande efecto la comparación con otros varones preclaros.
»Me he extendido algo más de lo que debía sobre este genero, no tanto por la utilidad forense, que es la que voy persiguiendo en todo este tratado, sino para que vierais que si los elogios entran en la jurisdicción del orador, lo cual nadie niega, es necesario al orador el conocimiento de todas las virtudes, y sin él el elogio sería imposible. En cuanto a los preceptos para vituperar, claro es que han de tomarse de los vicios contrarios, y también lo es que, así como no puede elogiarse con propiedad y abundancia a un hombre de bien sin el conocimiento de las virtudes, tampoco es posible reprender y vituperar con bastante acritud y vehemencia a un malvado sin el conocimiento de los vicios. De estos lugares comunes de alabanza y vituperio se hace bastante uso en todo género de causas. Ya sabéis lo que pienso sobre la invención y disposición. Añadiré algo acerca de la memoria, para hacer más leve el trabajo de Craso, y no dejarle nada de que discurrir sino lo perteneciente al estilo y ornato del discurso.
-Sigue, le dijo Craso: ya voy conociendo cuán grande artífice eres; ya te veo al descubierto y sin los velos de tu disimulación, y me es muy grato el que no me dejes nada o casi nada que decir.
-Lo que yo te deje, repuso Antonio, dependerá de tu voluntad; tú podrás acortarlo o estrecharlo. Si quieres tratarlo de veras, te lo dejo todo; si quieres valerte de tu disimulación, tú verás cómo has de satisfacer a éstos. Pero volviendo al asunto, no soy de tanto ingenio como Temístocles, que prefería el arte de olvidar al de recordar, y doy muchas gracias a Simónides de Cea, a quien llaman primer inventor del arte de la memoria. Cuentan que cenando Simónides en Cranion de Tesalia en casa de Escopas, hombre rico y noble, como hubiese cantado unos versos que en alabanza del mismo Escopas había compuesto, donde, como suelen los poetas, introducía un largo episodio en loor de Cástor y Pólux, díjole Escopas con sórdida avaricia que le daría la mitad de lo que le había prometido por aquellos versos, y que lo demás se lo pidiese a los Tindáridas, a quienes tanto había elogiado. Poco después vinieron a decir a Simónides que saliera, porque había a la puerta dos jóvenes que preguntaban por él; se levantó, salió, pero no vio a nadie. Entretanto vino a tierra el aposento donde comía Escopas, y entre las ruinas perecieron él y los suyos, sin que se pudiesen reconocer ni distinguir los cadáveres para enterrarlos. Y dicen que Simónides, por acordarse del lugar en que cada uno había comido, fue indicando donde se los había de sepultar. Este acontecimiento le hizo fijarse en que el orden es quien da mayor luz a la memoria. Por eso los que cultiven esta facultad del ingenio deben elegir ciertos lugares y colocar en ellos las imágenes de las cosas que quieran recordar, de suerte que el orden de los lugares conserve el orden de las cosas, y éstas sean recordadas por sus imágenes, valiéndonos de los lugares como de la cera, y de los simulacros como de las letras.
»De cuánto fruto sea la memoria al orador, de cuánta utilidad y poder, no me correspondo decirlo: gracias a ella, podemos retener lo que hemos pensado, tener fijas en la mente todas las ideas, el orden y aparato de las palabras, y oír de tal suerte a aquel de quien aprendemos o a quien hemos de responder, que parezca, no que han infundido en nuestros oídos sus discursos, sino que los han grabado en nuestra alma. Así, pues, sólo los que tienen memoria saben lo que han de decir, y cuándo y cómo han de responder y lo que les falta, porque recuerdan mucho de lo que hicieron en otras causas y de lo que oyeron a otros. Confieso que de este bien es madre la Naturaleza, como de las demás facultades de que antes hablábamos; pero este arte de bien decir, a su imagen y semejanza, tiene la fuerza no sólo de engendrar y procrear en nuestro ingenio algo que absolutamente no había, sino de educar y robustecer las facultades ya nacidas y criadas en nosotros. Sin embargo, nadie hay de tan firme memoria, que sin disponer y anotar las cosas, pueda abrazar el orden de las palabras y sentencias, ni nadie tan torpe a quien esta costumbre y ejercicio no aproveche. Consideró bien Simónides, o quien quiera que fuese el inventor de este arte, que se fijaba con más eficacia en nuestros ánimos lo que era trasmitido e impreso por los sentidos, y principalmente por el de la vista: de aquí dedujo que lo que se oye o piensa, más fácilmente podría retenerse cuando penetrara con la recomendación de los ojos; de modo que una cierta imagen, semejanza y figura recordase las cosas ocultas y lejanas del juicio de la vista, de suerte que lo que no pudiésemos abrazar con el pensamiento lo retuviéramos, por decirlo así, con la mirada. Con estas formas y cuerpos, como con todos los demás que están al alcance de la vista, se advierte y excita nuestra memoria; pero es necesario colocar en alguna parte las imágenes, porque el cuerpo sin el lugar no es inteligible. Diré, pues, para no detenerme en cosas sabidas y vulgares, que los lugares han de ser muchos y separados por cortos intervalos, y las imágenes fuertes, brillantes, que hieran el ánimo en cuanto se presenten. Esta facultad la dará el hábito y el ejercicio; de aquí la conversión de palabras semejantes, y la mutación de casos, o la traslación de la especie al género, y el representar con la imagen de una sola palabra toda una idea, a semejanza de un pintor, que con la variedad de formas sabe distinguir los lugares.
»Pero la memoria de palabras es menos necesaria al orador: se distingue por la mayor variedad de imágenes, pues son muchas las palabras, que como articulaciones, enlazan los miembros del discurso, y que es difícil representar con imagen alguna. La memoria de cosas es propia del orador: por ella, y colocando en su lugar cada una de las ideas, podemos recordar las sentencias por sus imágenes y el orden por sus lugares. Y es verdad lo que dicen los perezosos, que la memoria se oprime con el peso de las imágenes, y que se oscurece aun lo que la naturaleza misma podría recordar. Pero yo he visto a hombres admirables y de memoria casi divina, en Atenas a Carneades, en Asia a Metrodoro Escepsio, que según creo vive todavía; uno y otro decían que así como se graban las letras en cera, así grababan ellos con imágenes lo que querían recordar. Claro es que con este ejercicio no puede adquirirse la memoria, si no hay disposición natural; pero ciertamente que si está oculta, puede despertarse.
»Habéis oído un razonamiento bien largo de un hombre que ojalá no haya pecado de imprudente y temerario hablando tanto de la elocuencia en presencia tuya, oh Cátulo, y también de Lucio Craso, porque la edad de estos otros no me infundía tanto temor; pero ciertamente que me perdonaréis, sabiendo la causa que me ha movido a esta insólita locuacidad.
-Nosotros, dijo Cátulo (y en esto respondo por mí y mi hermano), no sólo te perdonamos, sino que te damos muchas gracias; y reconociendo tu cortesía y agrado, admirarnos al mismo tiempo tu ciencia y sabiduría. Yo he salido hoy de un grande error y admiración en que estaba, porque solía asombrarme con muchos otros de la divina perfección de tus discursos, y estaba persuadido de que ni siquiera habías saludado los preceptos, y ahora veo que los conoces perfectamente y que los has recogido de todas partes, y que, amaestrado por el uso, has corregido unos y comprobado otros. Y no por eso admiro menos tu elocuencia, aunque más tu virtud y estudio, y a la vez me huelgo de ver confirmada la opinión que siempre tuve de que nadie puede alcanzar la gloria de sabiduría y elocuencia sin sumo estudio, trabajo y doctrina. ¿Pero qué quisiste dar a entender cuando decías que te perdonaríamos sí supiéramos la causa que te había movido a hablar? ¿Qué otra causa pudo haber sino satisfacer nuestros deseos y los de estos jóvenes que con tanta atención te oyeron?»
Antonio respondió: «Quise quitar todo escrúpulo a Craso, de quien temía que por modestia o por repugnancia (pues de hombre tan dulce no quiero decir cosa más grave) no querría tomar parte en esta discusión. Pero ahora ¿qué podrá decir? ¿qué es hombre consular y censorio? También lo soy yo. ¿Recurrirá a su edad? Yo tengo cuatro años más que él. ¿Alegará ignorancia? Lo que yo tarde, de prisa y en ratos de ocio, como suelen decir, he aprendido, él lo ha profesado desde niño con grande estudio y con los mejores maestros. Nada diré de su ingenio, que no tiene igual. Ciertamente que cualquiera que me haya oído, por muy despreciador que sea de sus cosas, no habrá dejado de esperar que podría él hacerlo mejor o del mismo modo; pero, cuando habla Craso, nadie hay tan arrogante que espere poder hacerlo nunca tan bien; por lo cual, y para que no haya sido en vano la venida de estos amigos, oigamos alguna vez a Craso.»
Entonces dijo él: «Oh Antonio, aunque te conceda que todo lo que has dicho es así, de lo cual estoy muy lejos, ¿qué me has dejado que explicar hoy, a mí o a cualquier otro? Diré con verdad, amigos míos, lo que siento: he oído muchas veces a hombres doctos. ¿qué digo muchas veces? de cuando en cuando, porque desde niño me dediqué al foro y sólo estuve ausente cuando fui cuestor; sin embargo, cuando estaba en Atenas oí a doctísimos varones, y en el Asia a ese mismo Metrodoro Escepsio, que de estas cosas disputaba; pero ninguno me pareció tan sutil en este género de elocuencia como me has parecido tú hoy. Si fuera de otro modo y yo entendiese que Antonio había omitido algo, no soy tan grosero y poco cortés que no procurara complacerte.» Y añadió Sulpicio: «¿No recuerdas, Craso, que Antonio convino contigo en que él expondría el mecanismo de la oratoria, y a tí te dejaría la distinción y el ornato?»
Respondió Craso: «En primer lugar, ¿quién permitió a Antonio hacer esas divisiones y quedarse con la parte que quiso? Además, si no le he entendido mal cuando con tanto gusto le he oído, él ha tratado juntamente de una cosa y otra.
-De los adornos del discurso nada ha dicho, interrumpió Cota, ni de la elocución de donde la elocuencia misma tomó su nombre.
-Por consiguiente, replicó Antonio, me dejó Craso las palabras y se reservó las cosas.» Y añadió César: «Si lo que te ha dejado es lo más difícil, razón de más para que deseemos oírte; si es lo más fácil, no tienes pretexto para excusarte.
-Y lo que hoy nos prometiste, dijo Cátulo, de que si nos quedábamos en tu casa, harías por complacernos, ¿juzgas que no debe hacerte fuerza ninguna?» A lo cual, riéndose Cota, replicó: «Pudiéramos, Craso, aceptar tus excusas; pero lo que alega Cátulo es grave y caso de religión. Asunto es que pertenece a los censores; y mira que el faltar a sus promesas está muy mal en un hombre que ha sido censor.
-Sea como queráis, replicó él; pero ahora creo que ya es tiempo de levantarnos y descansar; a la tarde, si os parece bien, hablaremos algo, a no ser que queráis diferirlo para mañana.»
Todos a una voz contestaron que deseaban oírle cuanto antes, o a más tardar después del mediodía.