Contexto de la obra
Marco Tulio Cicerón, además de ser uno de los juristas, filósofos y estadistas más reconocidos y admirados de todos los tiempos, fue uno de los oradores y expertos en retórica más reconocidos en Occidente. Sus alocuciones, como por ejemplo la pronunciada contra Catilina, han sido definidas como algunos de los máximos exponentes de la retórica occidental clásica.
El orador (De Oratore), es una serie de diálogos escritos por Cicerón en el año 55 a. C. La obra se desarrolla en el año 91 a. C., durante los antecedentes a la Guerra social (90 – 88 a. C.) y tras la muerte de Lucio Licinio Craso. En la misma, el orador, Marco Antonio (no confundir con el otro Marco Antonio, el aliado de Julio César), se ve involucrado y es personalmente afectado por los caóticos y violentos eventos de este tan turbulento y doloroso período de la sociedad romana.
Si bien El orador es uno de los tratados sobre oratoria y retórica más respetados y enaltecidos a lo largo de la Historia, la intención de Cicerón no fue únicamente la de crear un «manual sobre oratoria». Por el contrario, el autor intenta utilizar el contexto de la obra para plasmar su propia filosofía y servir de guía moral al lector. No obstante, la obra debe verse como una mezcla entre ambos conceptos, ya que Cicerón anuncia de manera explícita que el propósito de De Oratore es ofrecer un tratado sobre oratoria y retórica más maduro y pulido que De Inventione, su tratado sobre oratoria y retórica escrito cuando este era joven.
El orador
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El orador
Marco Tulio Cicerón
Libro primero
Trayendo yo muchas veces a la memoria los tiempos antiguos, siempre me han parecido muy felices, oh hermano Quinto, aquellos hombres que habiendo florecido en la mejor edad de la república, insignes por sus honores y por la gloria de sus hechos, lograron pasar la vida sin peligro en los negocios o con dignidad en el retiro. Ha llegado el tiempo en que a todos parecería justo (y sin dificultad me lo concederían) que yo comenzase a descansar y aplicar el ánimo a nuestros estudios predilectos, cesando ya en mi vejez el inmenso trabajo de los negocios forenses y la asidua pretensión de los honores. Pero esta esperanza y propósito mío se han visto fallidos por las calamidades públi cas y por mi varia fortuna. Donde pensé hallar tranquilidad y sosiego, me asaltó un torbellino de cuidados y molestias. Ni por más que vivamente lo deseaba, pude dedicar el fruto de mis ocios a cultivar y refrescar entre nosotros aquellas artes a que desde la infancia me he dedicado. Ya en mi primera edad asistí a aquella revolución y trastorno del antiguo régimen; llegué al Consulado en medio de confusiones y peligros, y desde el consulado hasta ahora he tenido que luchar con las mismas olas que yo aparté de la república y que luego se alborotaron contra mí. Pero ni la aspereza de mi fortuna ni lo difícil de los tiempos serán parte a que yo abandone los estudios y no dedique a escribir todo el tiempo que me dejen libre el odio de mis enemigos, las causas de mis amigos o el interés de la república.
A tí, hermano mío, nunca dejaré de complacerte ni de atender a tus ruegos y exhortaciones, porque nadie tiene tanta autoridad conmigo, ni a nadie profeso tan buena voluntad.
Es mi propósito traer a la memoria una antigua conversación, de la cual conservo vaga reminiscencia, suficiente sin embargo para el fin que deseas y para que conozcas lo que han opinado sobre el arte de bien decir los varones más elocuentes y esclarecidos. Muchas veces me has dicho que, pues aquellos primeros trabajos que rudos y desaliñados se escaparon de mis manos en la niñez y en la juventud no son ya dignos de estos tiempos y de la experiencia que he conseguido en tantas y tan difíciles causas, debía yo publicar algo más acabado y perfecto sobre esta materia; y muchas veces en nuestras conversaciones sueles disentir de mí, por creer yo que la elocuencia exige el concurso de todas las demás artes que los hombres cultos poseen; y tú, por el contrario, separas la elocuencia de la doctrina y la haces consistir en un cierto ingenio y ejercicio.
Viendo yo tantos hombres dotados de sumo ingenio, me pareció digno de averiguarse por qué se habían distinguido tan poco en la elocuencia, cuando en todas las demás artes, no sólo en las medianas, sino en las más difíciles, verás tantos hombres insignes donde quiera que pares la vista y la atención. ¿Quién, si estima la gloria de las ilustres acciones por su utilidad o importancia, no antepondrá la de un general a la de un orador? ¿Y quién dudará que aun de sola nuestra ciudad han salido innumerables guerreros excelentes, al paso que podemos presentar muy pocos varones que hayan sobresalido en el decir? Pues hombres que rigiesen y gobernasen con buen consejo y sabiduría la república, muchos hubo en nuestra edad, muchos más en la de nuestros padres y en la de nuestros mayores, mientras que en todo este tiempo apenas floreció un buen orador, y en cada época rara vez se presentó uno tolerable. Y si alguno cree que este arte de decir no ha de compararse con la gloria militar o con la prudencia de buen senador, sino con los otros estudios literarios y especulativos, fije la atención en estas mismas artes y vea cuántos han florecido en ellas siempre, comparados con el escaso número do oradores.
Bien sabes que los hombres más doctos tienen por madre y procreadora de todas las ciencias a la que llaman los griegos filosofía, en la cual es difícil enumerar cuántos escritores se han ejercitado y con cuánta ciencia y variedad de estudios, no separadamente y en una cosa sola, sino investigando, discutiendo y buscando la razón de cuanto existe. ¿Quién no sabe que los llamados matemáticos tratan de cosas oscurísimas, recónditas, múltiples y sutiles? Y sin embargo, ha habido entre ellos hombres consumados, hasta el extremo de que bien puede decirse que nadie se dedica a esta ciencia con ardor sin conseguir lo que desea. ¿Quién se aplicó de veras a la música o a aquel estudio de las letras que profesan los gramáticos, y no abarcó fácilmente con el pensamiento toda la extensión y materia de estas enseñanzas? Y aun me parece que con verdad puedo decir que, entre todos los cultivadores de las artes liberales, los menos numerosos fueron siempre los grandes poetas. Y aun en esta clase, donde rara vez sale uno excelente, si comparas los nuestros y los de Grecia, encontrarás que son muchos menos los oradores que los buenos poetas. Y esto es tanto más de admirar, cuanto que en los demás estudios hay que acudir a fuentes apartadas y recónditas; pero el arte de bien decir está a la vista, versa sobre asuntos comunes, sobre las leyes y costumbres humanas. Y así como en las demás artes es lo más excelente lo que se aleja más de la comprensión, de los ignorantes, en la oratoria, por el contrario, el mayor vicio está en alejarse del sentido común y del modo usual de hablar.
Ni puede con verdad decirse que se dediquen más a las otras artes porque sea mayor el deleite, o más rica la esperanza, o más abundantes los premios. Pues omitiendo a Grecia, que quiso tener siempre el cetro de la oratoria, y a aquella Atenas inventora de todas las ciencias, en la cual nació y se perfeccionó el arte de bien decir, ni aun en nuestra ciudad fue tan estimado ninguno otro género de estudio en tiempo alguno. Porque así que hubimos logrado el imperio del mundo, y una larga paz nos dio reposo, no hubo adolescente codicioso de gloria que con todo empeño no se dedicase a la elocuencia. Al principio, ignorantes de todo método, sin ejercicio, ni precepto, ni arte alguno, debían su triunfo sólo a su buen ingenio y disposición. Pero después que oyeron a los oradores griegos, y leyeron sus obras, y aprendieron de sus doctores, entró a los nuestros increíble entusiasmo por la oratoria. Excitábalos la grandeza, variedad y muchedumbre de causas, para que a la doctrina que cada cual había adquirido se uniese la experiencia frecuente, superior a todas las reglas de los maestros. Podía prometerse el orador grandes premios, aun mayores que los de ahora, ya en crédito, ya en riquezas, ya en dignidad. Vemos en muchas cosas que, nuestros ingenios llevan ventaja a los de todas las demás naciones. Por todas estas causas, ¿cómo no admirarse del escaso número de oradores en todas ciudades y tiempos? Sin duda que es la elocuencia algo más de lo que imaginan los hombres, y que requiere mucha variedad de ciencias y estudios. ¿Quién al ver tanta multitud de discípulos, tanta abundancia de maestros, tan buenos ingenios, tanta riqueza de causas, tan grandes premios propuestos a la elocuencia, dejará de conocer que el no sobresalir en ella consiste en su increíble grandeza y dificultad? Pues abraza la ciencia de muchas cosas, sin las cuales es vana e inútil la verbosidad, y el mismo discurso ha de brillar no sólo por la elección sino también por la construcción de las palabras; ha de conocer el orador las pasiones humanas, porque en excitar o calmar el ánimo de los oyentes consiste toda la fuerza y valor de la oración. Añádase a esto cierta amenidad y gracia, erudición propia de un hombre culto, rapidez y oportunidad en el responder y en el atacar, unido todo a un estilo agudo y urbano. Debe ser profundo el orador en el conocimiento de la antigüedad, y no profano en el de las leyes y el derecho civil. ¿Y qué diré de la acción misma, que consiste en el movimiento del cuerpo, en el gesto, en el semblante, en las inflexiones de la voz? Cuán difícil sea ella por sí sola, bien lo declara el arte escénico y de los histriones, en el cual, no obstante que hagan todos singular estudio de voz y de semblante, vemos cuán pocos son y han sido siempre los que se pueden oír sin disgusto. ¿Qué diré de la memoria, tesoro de todas las cosas? Si ella no guardara las cosas y las palabras inventadas, perecerían todas las cualidades del orador, por brillantes que fueran. No nos admiremos, pues, de que sea difícil la elocuencia cuando tanto lo es cada una de sus muchas partes, y exhortemos más bien a nuestros hijos, y a los demás que estiman la gloria y habilidad, a que paren mientes en la grandeza del asunto y no se reduzcan a los preceptos, maestros y ejercicios de que todo el mundo se vale, sino a otros más eficaces para lograr lo que se desea. Nadie, en mi opinión, podrá ser orador perfecto si no logra una instrucción universal en ciencias y artes: estos conocimientos exornan y enriquecen el discurso, que en otro caso se reduce a una vana y casi pueril locuacidad. No impondré yo a todos, y menos a nuestros oradores, en medio de las muchas ocupaciones de esta ciudad y de esta vida, una carga tan pesada como la de que nada ignoren, aunque la profesión del orador parece exigir el que de cualquier asunto pueda hablar con ornato y elegancia. Pero como no dudo que esto parecerá a muchos inmenso y dificultosísimo, porque los mismos Griegos, tan poderosos en ingenio y doctrina y dados al ocio y al estudio, hicieron cierta división de las artes, no trabajando todos en todas y poniendo bajo la esfera del orador tan sólo aquella parte del bien decir que versa sobre controversias forenses y públicas deliberaciones, no comprenderé en estos libros sino lo que, después de mucha investigación y disputa y por universal consenso de los doctos, se ha atribuido a este género, y no seguiré un orden de preceptos como en aquella antigua y pueril doctrina, sino que referiré una disputa que en otro tiempo oí a varones nuestros elocuentísimos y en toda dignidad principales, no porque yo desprecie lo que nos dejaron escrito los Griegos, artífices y maestros de este arte, sino porque sus obras están al alcance de todo el mundo, y no podría yo darles mayor luz ni ornato con mi interpretación. Asimismo me permitirás, hermano mío, que prefiera a la autoridad de los Griegos la de los que consiguieron entre nosotros mayor fama de elocuentes. Cuando con más vehemencia perseguía a los patricios el cónsul Filipo, y cuando el tribunado de Druso, defensor de la autoridad del Senado, empezaba a menoscabarse y a debilitarse, recuerdo haber oído decir que en los días de los juegos romanos se retiró Lucio Craso al Tusculano, y que allí fueron a verle su suegro, a quien decían Quinto Mucio, y Marco Antonio, su consejero en los negocios de la república, unido a Craso por grande amistad. Con Craso habían ido dos jóvenes amigos de Druso, y en quienes fundaban los ancianos de su orden grandes esperanzas, Cayo Cota, que aspiraba entonces al tribunado de la plebe, y Publio Sulpicio, de quien se creía que había de pretender al año siguiente la misma magistratura. Todo el primer día hablaron largamente de la condición de los tiempos y del estado de la república, por cuyo motivo se habían reunido. Cota refería muchos años después esa conversación, y las predicciones verdaderamente divinas que aquellos tres consulares hicieron, hasta el punto de no haber acaecido después en la ciudad desastre alguno que ellos mucho antes no hubiesen previsto. Acabada que fue esta conversación, se acostaron a cenar, y fue tanta la cortesía y buen acogimiento de Craso, que se disipó como por encanto toda la tristeza de la conversación anterior; siendo tantos los chistes y el buen humor, que si el día había sido de curia, el convite fue propiamente del Tusculano. Al día siguiente, después que los ancianos habían descansado, se fueron todos de paseo, y a las dos o tres vueltas dijo Escévola: «¿Por qué no imitamos, oh Craso, a aquel Sócrates que figura en el Fedro de Platón? Convídame a ello este plátano, que con sus anchas y extendidas ramas, hace este lugar no menos umbroso y apacible que aquel a cuya sombra se sentó Sócrates. Y tengo para mí que la amenidad de aquel lugar no procedía tanto del agua que allí se describe, como del estilo de Platón. Si Sócrates, con tener tan firmes los pies, se echó sobre la hierba para pronunciar aquellos discursos que los filósofos creen de inspiración divina, mucho más justo parece que a mis pies se les conceda esto.» Entonces dijo Craso: «Todavía quiero mayor comodidad.» Y pidió unos cojines y los hizo colocar a la sombra del plátano.
Entonces (como solía referir Cota) para descansar los ánimos de la pasada conversación, empezó Craso a tratar del arte de la elocuencia. Comenzó diciendo que más bien que aconsejar a Cota y a Sulpicio, debía elogiarlos por haber alcanzado ya tanta perfección, que no sólo excedían a los de su edad, sino que podían ser comparados con los antiguos. «Nada hay a mi juicio más excelente, dijo, que poder con la palabra gobernar las sociedades humanas, atraer los entendimientos, mover las voluntades, y traerlas o llevarlas a donde se quiera. En todo pueblo libre, y, principalmente en las ciudades pacíficas y tranquilas, ha florecido y dominado siempre este arte. ¿Qué cosa hay, más admirable que el levantarse de la infinita multitud de los hombres uno, capaz de hacer él sólo o con muy pocos lo que parece que apenas podrían realizar todos los hombres juntos? ¿Hay algo más dulce de conocer y oír que una oración exornada y elegante, de graves sentencias y graciosas palabras? ¿Hay nada tan poderoso ni tan magnífico como el ver allanados con un discurso los movimientos populares, la rigidez de los jueces, la gravedad del Senado? ¿Qué cosa más regia, más liberal y generosa que ayudar a los humildes, levantar a los caídos, salvar de los peligros o del destierro a los ciudadanos? Es como tener siempre una arma para atacar a los malvados o para vengarse de ellos. Y dejando aparte el foro, el tribunal, los rostros y la curia, ¿qué cosa más agradable aun en el ocio, y más digna de la humanidad, que una conversación graciosa y no ruda? Si en mucho nos aventajamos a las bestias, es porque tenemos el don de la palabra y podemos expresar todo lo que pensamos. ¿Cómo no admirar al que se aventaja a los demás hombres en aquello, mismo en que el hombre excede a las bestias, y cómo no esforzarnos en conseguir tanta excelencia? Y viniendo a lo principal, ¿qué otra fuerza pudo congregar en uno a los hombres dispersos, y traerlos de la vida salvaje y agreste a la culta y civilizada, y constituir las ciudades y darles leyes, derechos y costumbres? Y no deteniéndome en los demás innumerables beneficios, diré brevemente que en la moderación y sabiduría de un perfecto orador estriba, no sólo su propia dignidad, sino la de otros muchos particulares, y la salvación de toda la república. Por tanto, jóvenes, proseguid como habéis comenzado, no abandonéis el estudio, y así lograréis para vosotros honor, utilidad para vuestros amigos, provecho para la república.»
Entonces Escévola con su habitual cortesía, dijo: «Estoy conforme con casi todo lo que dices, oh Craso, y en nada quiero disminuir el arte y la gloria de mi suegro Cayo Lelio o de este yerno mío; pero dos cosas hay que no te puedo conceder: la una, que los oradores hayan fundado y establecido en un principio las ciudades y después las hayan salvado muchas veces; la otra, que aparte del foro, de la tribuna, de los juicios, y del Senado, ha de ser perfecto el orador en todo género de elocuencia y humanidades. ¿Quién ha de concederte que el género humano, disperso antes por montes y selvas, vino a edificar muros y ciudades, movido no tanto por los consejos de la prudencia como por la energía oratoria? ¿Acaso las demás utilidades; que de establecer y conservar los pueblos se han seguido, se deben sólo a los varones elocuentes y de buen, decir y no a los fuertes y sabios? ¿Te parece que Rómulo se valió antes de la elocuencia que de su buen consejo y sabiduría singular para reunir a los pastores y foragidos, para concertar las bodas con las Sabinas, o para reprimir la audacia de los comarcanos? Y en Numa Pompilio, en Servio Tulio, en los demás reyes que tanto hicieron para afianzar la república, ¿hallas algún vestigio de elocuencia? Y después de la expulsión de los reyes, la cual, Lucio Bruto llevó a cabo más con el entendimiento que con la lengua, ¿no vemos imperar entre nosotros el buen, consejo y no la vana locuacidad? Y si yo quisiera recordar ejemplos de nuestra ciudad y de otras, veríamos que los grandes oradores, han traído más daño que provecho a la causa pública. Y por no hablar de otros, sólo recordaré los dos hombres más elocuentes que yo he oído fuera de vosotros dos, oh Craso: a Tiberio y a Cayo Sempronio, cuyo padre, hombre prudente y grave, pero que nada tenía de elocuente, sirvió muy bien a la república, sobretodo cuando fue censor, y no con elegantes discursos, sino con energía y pocas palabras hizo entrar a los libertinos1 en las tribus urbanas. Y a fe que si no lo hubiera hecho, la república, que ya apenas existe, hubiera perecido mucho tiempo hace. Pero sus hijos, tan doctos y elocuentes, con todas las cualidades de la naturaleza y del arte, habiendo recibido la ciudad en un estado muy floreciente, gracias a la prudencia de su padre y a las armas de sus abuelos, dieron al traste con la república, valiéndose de esa misma elocuencia que tú llamas la mejor gobernadora de los Estados.
»¿Y las leyes antiguas, y las costumbres de nuestros antepasados, y los auspicios que yo y tú, Oh Craso, dirigimos con tanto provecho de la república, y la religión, y las ceremonias, y el derecho civil que está como vinculado en nuestra familia, sin ningún alarde do elocuencia, han sido inventadas, conocidas ni aun tratadas por los oradores? Bien me acuerdo de Servio Galba, hombre divino en el decir, y de Marco Emilio Porcina, a quien siendo joven venciste, el cual era ignorante del derecho y desconocedor de las costumbres de nuestros mayores; y hoy es el día en que, fuera de ti, Craso, que más por afición propia que por necesidad de la oratoria has aprendido conmigo el derecho civil, todos los demás oradores le ignoran del todo: cosa a la verdad lamentable. Y lo que al fin dijiste, como hablando en nombre y en derecho propio, es a saber, que el orador puede ejercitarse copiosamente de causas; esto no lo toleraría yo si no estuviésemos aquí en tu reino, y daría la razón a los que te pusieran interdicto o te llamasen a juicio por haber invadido tan temerariamente las ajenas posesiones. Hubieran promovido contra ti acción judicial, en primer lugar los Pitagóricos, y los sectarios de Demócrito y todos los demás físicos en sus varias escuelas: hombres elocuentes y graves en el decir, con los cuales no podrías contender aunque tu causa fuera justa. Te perseguirían además todas las escuelas filosóficas que tienen por fuente y cabeza a Sócrates, y te convencerían de que nada habías aprendido, nada investigado, y que nada sabías de los bienes ni de los males de la vida, nada de las pasiones del alma, nada de la razón y del método; y después que todos te hubiesen atacado juntos, cada una de las escuelas te pondría pleito. La Academia te obligaría a negar lo mismo que antes habías afirmado. Nuestros Estoicos te enredarían en los lazos de sus interrogaciones y disputas. Los Peripatéticos te probarían que esos mismos adornos que crees propios del discurso y del orador, debes tomarlos de ellos, y que Aristóteles y Teofrasto escribieron sobre los asuntos que dices, mejor y mucho más que todos los maestros de elocuencia. Omito a los matemáticos, gramáticos, músicos, con cuyas artes tiene muy poco parentesco la de bien decir. Por lo tanto, oh Craso, juzgo que do debes extender tanto los límites de tu arte: bastará el conseguir en los juicios que la causa que defiendes parezca la mejor y más probable; que en las arengas y deliberaciones valga mucho tu oración para persuadir al pueblo; en suma, que a los prudentes les parezca que has hablado con elegancia, y a los ignorantes que has hablado con verdad. Si algo más que esto consigues, no será por las facultades comunes a todo orador, sino por las propias y especiales de Craso.»
Entonces dijo éste: «No ignoro, Escévola, que entre los Griegos se suele decir y disputar esto mismo. Cuando después de mi cuestura en Macedonia, estuve en Atenas, oí a los hombres más ilustres de la Academia, entonces muy floreciente, como que la gobernaban Carneades, Clitomaco y Esquines. También vivía entonces Metrodoro, que había sido, como los otros, estudioso discípulo de aquel Carneades a quien tenían por el más acre y copioso en la disputa. Florecían Mnesarco, discípulo de Panecio y los peripatéticos Critolao y Diodoro. Todos a tina voz decían que se había de apartar al orador del gobierno de las ciudades, excluirle de toda doctrina y ciencia seria, y reducirle sólo a la parte judicial y al foro, como si fuera un esclavo, sujeto una tahona. Pero yo no convenía con ellos ni con el inventor y príncipe de este género de disputas, el grave y elocuentísimo Platón, cuyo Gorgias leí entonces en Atenas bajo la dirección de Carneades, en cuyo libro admiraba yo mucho a Platón, que al burlarse de los oradores se había mostrado él mismo orador eximio. La controversia de palabras ha atormentado siempre mucho a los Griegos, más amantes de la polémica que de la verdad.
»Y si alguno sostiene que es orador tan sólo el que habla en juicio, o ante el pueblo o en el Senado, necesario es que aun así, lo conceda muchas y raras cualidades. Pues sin gran experiencia de las cosas públicas, sin ciencia de las leyes, de las costumbres y del derecho, y sin conocer la naturaleza y las costumbres humanas, apenas puede tratar con sabiduría y prudencia esos mismos asuntos. Y al que llega a poseer este conocimiento, sin el cual ninguna causa, ni aun de las menores, puede tratarse, ¿qué cosa de importancia le faltará saber? Y aunque el oficio del orador se redujese a hablar con ornato, compostura y abundancia, ¿crees que podría conseguirlo sin aquella ciencia que vosotros no le concedéis? Pues toda la fuerza del discurso se pierde cuando el que habla no sabe a fondo la materia de que va a tratar. Por lo cual, si Demócrito el Físico tuvo buen estilo, según dicen y a mí me lo parece, su materia perteneció a la física; pero la elegancia de las palabras a la oratoria. Y si Platón habló divinamente de cosas remotísimas de toda controversia civil, lo cual yo concedo; si Aristóteles, Teofrasto y Carneades se mostraron elocuentes en la disputa, y suaves y adornados en el decir, pertenezcan en buen hora a otros estudios las materias de que escribieron, pero el estilo es propio de este único arte de que ahora vamos hablando. Así, vemos que de las mismas cosas disputaron otros seca y áridamente, como aquel Crisipo, cuya agudeza tanto encomian, y no por eso dejó de ser buen filósofo, aunque no tuvo el arte de bien decir propio de otra facultad que lo era extraña.
»¿Dónde está, pues, la diferencia? ¿O cómo has de discernir la riqueza y abundancia de los que antes nombré, y la aridez de estos otros que no tienen variedad ni elegancia en el decir? Lo único que tienen de característico los que hablan bien, es una elocución elegante, adornada, artificiosa y culta. Pero todo este adorno, si el orador no penetra y domina su asunto, es cosa vana y digna de toda irrisión. ¿No es un género de locura el vano son de las palabras, por excelentes y escogidas que sean, cuando no las acompaña ningún pensamiento ni ciencia? Cualquier materia que el orador trate, de cualquier arte o género, si la aprende como si se tratara de la causa de un cliente, la dirá mejor y con más elegancia que el mismo inventor y artífice de ella. Y si alguno dijere que hay ciertas sentencias y causas propias de los oradores, y una ciencia circunscrita a los canceles forenses, confesaré que estos son los asuntos en que con más frecuencia se ejercita nuestro arte, pero que hay entre estas cosas muchas que los maestros de retórica ni saben ni enseñan. ¿Quién no conoce el poder de la oratoria para mover los ánimos a ira, a odio o a dolor, o para trocar estos afectos en compasión y misericordia? Por eso, quien no haya estudiado la naturaleza humana y la vehemencia de las pasiones y las causas que las irritan o sosiegan, no podrá conseguir en modo alguno el efecto que con su oración se propone. Dices que todo esto es propio de los filósofos. De buen grado lo concederá el orador, pero siempre que dejándoles a ellos el conocimiento de las cosas, en el cual únicamente quisieron ejercitarse, le dejes a él el cuidado del estilo, que sin estos conocimientos vale poco, porque ya dije que el oficio propio del orador es hacer un discurso grave, elegante y acomodado a la inteligencia y sentido de los hombres. »Confieso que Aristóteles y Teofrasto escribieron sobre esto; pero quizás, Escévola, venga todo ello en apoyo de mí sentir. Sólo tomo prestado de ellos, lo que tienen de común con los oradores, al paso que ellos conceden que cuanto escriben sobre el arte de bien decir pertenece a la oratoria, y así, a todos sus libros que tratan de ese arte los llaman libros retóricos.
»De manera que cuando en el discurso intervienen aquellos argumentos tan usuales: de los Dioses inmortales, de la piedad, de la concordia, de la amistad, del derecho civil, del natural y de gentes, de la equidad, de la templanza, de la magnanimidad, y de todo género de virtudes, clamarán, por cierto, todos los gimnasios y todas las escuelas de los filósofos, que esta es materia propia suya, y que nada tiene que ver en eso el orador. Y aunque yo les conceda que siempre, aun en sus ratos de ocio, agitan ellos estas cuestiones, también concederé al orador el poder explicar con majestad y gracia los mismos puntos que ellos discuten con estilo árido y frío. Esto decía yo a los filósofos en Atenas. A ello me obligaba nuestro Marco Marcelo, que es ahora Edil curul, y que de seguro asistiría a nuestra conversación si no tuviera que celebrar estos días los juegos. Entonces era muy joven y ya se aficionaba a estos estudios.
»Pero, en cuanto a la institución de las leyes, a la guerra y la paz, a los aliados y tributarios, al derecho civil, distribuido por órdenes y edades, digan los Griegos, si quieren, que Licurgo y Solon (a quienes pongo, sin embargo, en el número de los hombres elocuentes) supieron más que Hipérides y Demóstenes, varones ya perfectos y consumados en el decir; o bien que nuestros decenviros, los que escribieron las doce tablas, y que sin duda fueron muy prudentes, se adelantaron en este género a Servio Galba y a tu suegro Cayo Letio, de quienes consta que sobresalieron en la oratoria. Nunca negaré que hay ciertas artes propias y peculiares de los que ponen todo su estudio en conocerlas y tratarlas; pero sólo llamaré orador pleno y perfecto a quien pueda discurrir de todo, con variedad y hermosura.
»Muchas veces en las causas que todos tienen por peculiares del orador, ocurre algo que no puede resolverse por la práctica forense, único saber que nos concedéis, sino que ha de tomarse de alguna otra ciencia más oscura. Y ahora os pregunto: ¿Se puede acusar o defender a un general sin tener conocimientos de arte militar y de las regiones terrestres y marítimas? ¿Se podrá tratar ante el pueblo de la abolición o promulgación de las leyes, o en el Senado, de todo el gobierno de la república, sin gran conocimiento y experiencia de los negocios civiles? ¿Podrá el discurso inflamar o sosegar los ánimos (verdadero triunfo del orador), sin una diligentísima investigación de todo lo que los filósofos especularon sobre la humana naturaleza y costumbres? No sé si podré convenceros de lo que voy a decir; pero no dudaré en decirlo como lo siento. La física y las matemáticas, y todos los demás objetos que antes señalaste, son ciencias para el que las profesa, pero si quiere poseerlas con elegancia, tiene que acudir a la facultad oratoria; y aunque conste que Filon, el arquitecto que hizo el arsenal de Atenas, dio en términos muy elegantes cuenta al pueblo de su obra, no hemos de creer que lo hizo por arte de arquitecto y no de orador. Y si nuestro Marco Antonio tuviera que defender a Hermodoro, ¿no hablaría con artificio y gala, de la construcción naval? Y nuestro médico y amigo Asclepiades hablaba mejor que los demás médicos, no por su saber en medicina, sino por su elocuencia. Por eso es muy probable, aunque no del todo verdadero, lo que solía decir Sócrates: que todos son elocuentes en lo que saben bien. Y aun es más verdadero que nadie puede hablar bien de lo que no sabe, y que aunque lo sepa, si ignora el arte de construir y embellecer el discurso, no podrá explicar lo mismo que tiene bien conocido.
»Por tanto, si alguno quiere definir y abrazar la facultad propia del orador, aquel será, en mi opinión, digno de tan grave nombre que sepa desarrollar cualquier asunto que se presente, con prudencia, orden, elegancia, memoria y cierta dignidad de acción. Y si a alguno te parece excesivo el decir yo: sobre cualquier materia, bien puede cortar y disminuir lo que bien le pareciere; pero siempre sostendré que, aunque el orador ignore lo que es propio de otras artes y ciencias, y se haya ejercitado sólo en las disputas forenses, cuando ocurra hablar de cosas para él desconocidas, debe acudir a los que poseen su conocimiento, y podrá hablar de ellas mucho mejor que los mismos que las profesan. Por ejemplo, si Sulpicio tuviese que hablar de arte militar acudiría a Cayo Mario nuestro pariente, y así que se hubiese enterado hablaría de tal manera, que el mismo Mario casi le tendría por superior a él. Si tratara del derecho civil, consultaría contigo, oh Escévola, y a ti, hombre prudentísimo y peritísimo, te vencería por su elocuencia con la misma doctrina que sin ti no hubiera aprendido. Y si ocurre tratar algo de la naturaleza, de los vicios y pasiones de los hombres, del dolor, de la muerte (aunque esto también debe saberlo el orador), quizá le parecerá conveniente consultar con Sexto Pompeyo, hombre erudito en filosofía; pero de seguro que expondrá con más elegancia que él lo mismo que de él haya aprendido. Pero si oyes mis consejos, como la filosofía abraza tres partes: primera, los secretos naturales; segunda, el arte lógica; tercera, la vida y costumbres, dejemos las dos primeras en obsequio a nuestra pereza, pero retengamos la tercera, que fue siempre del dominio del orador, pues sin ella nada le quedará en que pueda mostrarse grande. Este estudio debe hacerle con mucho ahínco el orador; los demás, aunque no los domine, podrá tocarlos cuando convenga, pidiendo y recibiendo de otros las noticias. Pues si consta entre los doctos que Arato, hombre ignorante de la astrología, escribió del cielo y de las estrellas en elegantísimos versos; si Nicandro de Colofon, con vivir muy apartado del campo, escribió de las cosas rústicas, guiado más por el genio de la poesía que por el de la agricultura, ¿por qué el orador no ha de ser elocuente en las materias que ha aprendido para cierta ocasión y tiempo? Porque el poeta se parece mucho al orador, aunque es más cedido en los números, más libre en las palabras, pero muy semejante y casi igual en el género de ornatos, así como en no tener materia definida ni circunscrita, fuera de la cual no le sea lícito extenderse con facilidad y abundancia. ¿Y por qué, oh Escévola, dijiste que, a no estar en mi reino, nunca hubieras tolerado el dicho de que el orador debe ser perfecto en todo género de elocuencia y leyes humanas? Nunca lo hubiera dicho, a fe mía, si en el orador que describo hubiera querido pintarme a mí mismo. Pero como solía decir Cayo Lucilio (hombre que andaba algo enojado contigo, y que por lo mismo me trataba con menos familiaridad que él quisiera, pero de quien nadie negará que era docto y muy gracioso), creo que nadie merece el título de orador si no está instruido en todas las artes propias de un hombre libre, pues aunque no las usemos en el discurso, siempre se conoce y resulta claro si somos en ellas ignorantes o no. Así como los que juegan a la pelota no usan en el juego el artificio propio de la palestra, pero con el movimiento indican si han aprendido la palestra o no, y así como en las obras del escultor puede adivinarse si sabe dibujar o no, así en los discursos judiciales o en los que se pronuncian ante el pueblo y el Senado, aunque no se mezclen los conocimientos propios de las demás artes, fácilmente se conoce si el declamador se ha ejercitado sólo en aquella obra o si llega al foro adornado con todas las artes liberales.»
Entonces dijo Escévola riéndose: «No lucharé más contigo, Craso, pues después de todo lo que contra mí has dicho, concediéndome por una parte no ser propias del orador algunas cosas, has torcido no sé cómo, el argumento y se las has concedido todas como si fuesen de su jurisdicción. Cuando yo estaba de Pretor en Rodas y confería con el gran maestro de retórica Apolonio lo que yo había aprendido de Panecio, burlóse mucho de la filosofía aquel retórico, como acostumbraba, no con tanta gravedad como chiste. Tu discurso no fue para burlarse de ningún arte o ciencia, sino para darlas todas por compañeras y ministras de la oratoria. Y si realmente hay alguno que las haya abrazado todas y añadido a ellas la gala del estilo, no puedo menos de tenerle por hombre eximio y admirable. Pero si existe, o ha existido alguna vez, o puede existir, no será otro que tú, pues en mi juicio, y creo que en el de todos los demás, apenas has dejado gloria ninguna a los demás oradores (dicho sea con paz de ellos). Pero si a ti nada te falta saber de cuanto se aprende en los negocios forenses y civiles, y sin embargo no has conseguido todavía la ciencia que atribuyes al orador, tengo para mi que la extiendes mucho más de lo que la verdad y la justicia piden.» Entonces lo replicó Craso: «Acuérdate que no hablo de mí, sino de la facultad oratoria. ¿Pues qué sabemos ni que hemos podido aprender los que hemos llegado a la acción antes al conocimiento; los que en el foro, en la ambición, en la república, en los negocios de los amigos, hemos visto abrumados antes que pudiéramos sospechar nada de la importancia de tales cosas? Y si crees que hay tales cualidades en mí (que si no carezco, según tú piensas, de ingenio he carecido siempre de saber, de tiempo y aun de afición al estudio), ¿a qué altura no se hubiera elevado el que juntara a un ingenio mayor toda esa ciencia que yo apenas he saludado? ¡Cuán grande orador no hubiera sido!» Entonces dijo Antonio: «Bien pruebas, oh Craso, tu opinión, y no dudo que será más abundante en el decir quien abrace el círculo completo de las artes y ciencias. Pero en primer lugar, esto es muy difícil, sobre todo en nuestra vida, cercada de tantas ocupaciones; y además, es de temer que nos distraigamos y apartemos del ejercicio y modo de decir popular y forense. Otro estilo me parece el de aquellos filósofos de que antes hablabas, aunque hayan tratado de la naturaleza y de las cosas humanas con cierta majestad y elegancia. Es un género de decir claro y brillante, pero más acomodado a la ungida palestra que al tumulto civil y al foro. Yo mismo, que aprendí muy tarde y ligeramente las letras griegas, cuando, yendo de Proconsul a Cilicia, me detuve muchos días en Atenas por las dificultades de la navegación, todos los días tenía conmigo hombres doctísimos, casi los mismos que nombraste antes; y como hubiesen sabido, no sé cómo, que yo, lo mismo que tú, solía ejercitarme en causas de importancia disputaban, cada uno a su manera, del arte y profesión del orador. Unos, como el mismo Mnesarco, decían que los que llamamos oradores no son más que unos operarios de lengua veloz y ejercitada; que nadie es orador sino el sabio; que la misma elocuencia o arte de bien decir es una virtud, y que el que tiene una virtud las tiene todas, puesto que son iguales entre sí: por donde el que es elocuente viene a tener todas las virtudes y a ser sabio. Esto era su espinoso y árido razonamiento, tan apartado de nuestro gusto. Carneades, hablaba con más abundancia, del mismo asunto, no para descubrir su parecer, pues es costumbre de los académicos contradecir siempre a todos y gozar en la disputa; pero daba a entender que los llamados retóricos, y los que daban preceptos de elocuencia, nada absolutamente sabían, y que no podía nadie adquirir el arte de bien decir sin conocer las opiniones de los filósofos. Disputaban en contra algunos oradores atenienses, ejercitados en la república y en los negocios, entre ellos Menedemo, que fue, hace muy poco, mi huésped en Roma, el cual decía que hay una ciencia del gobierno y ordenación de la república. Y como era hombre de genio sacudido, llevaba mal la contradicción de otro hombre de tan abundante doctrina y de increíble variedad y copia de noticias. Decía Cármadas que todas las partes de esa ciencia habían de tomarse de la filosofía, y que todo lo que en la república se establece acerca de los Dioses inmortales, de la educación de la juventud, de la justicia, de la paciencia, de la templanza, de la moderación en todo y de las demás instituciones sin las que las ciudades no pueden existir o ser bien gobernadas, jamás se hallará en los libros de los retóricos. Si estos doctores hubiesen comprendido en su arte tantas y tan elevadas cosas, ¿cómo es posible que llenaran sus libros de reglas sobre proemios, epílogos y otras necedades (así las llamaba), y que no escribieran ni una letra de la fundación de las ciudades, de la promulgación de las leyes, de la equidad, de la justicia, de la fe, del modo de refrenar las pasiones y arreglar las buenas costumbres? También solía burlarse de los preceptos, diciendo que los retóricos no solo eran ignorantes de esa ciencia que se atribuían, sino del mismo arte y método de bien decir. Porque él creía que lo más importante en el orador era parecer a los oyentes tal como él mismo deseara, y que esto sólo se conseguía con la dignidad de la vida (de la cual nada dijeron estos retóricos en sus preceptos), y afectar de tal manera los ánimos de los oyentes corno quisiera afectarlos el orador, lo cual también es imposible si ignora éste de qué modo y por qué razones se determina a obrar la voluntad humana; todos los cuales son conocimientos de recóndita filosofía que estos retóricos no han gustado siquiera. Menedemo intentaba refutarle más con ejemplos que con razones, trayendo a la memoria muchos y brillantes trozos de las oraciones de Demóstenes, para probar que conoció todos los recursos con que se conmueven los ánimos de los jueces y del pueblo, lo cual suponía Cármadas que no podía lograrse sin la filosofía. A esto replicó que él no negaba el sumo ingenio y elocuencia de Demóstenes, ya la hubiera alcanzado por su propia disposición, ya por las lecciones de Platón, de quien consta que fue discípulo; pero que no se trataba ahora de averiguar lo que aquel grande orador había conseguido, sino lo que enseñaban los maestros de retórica. Muchas veces, arrebatado por el calor de la disputa, llegaba a sostener que no existe el arte retórica, y probaba, con argumentos, que la naturaleza sola nos había enseñado a halagar y a insinuarnos suavemente cuando deseábamos pedir algo, a amenazar a los adversarios, a exponer los hechos, a confirmar nuestro parecer y refutar los argumentos contrarios, y, por último, a rogar y a lamentarnos; que a esto se reducía toda la facultad oratoria, y que la costumbre y el ejercicio bastaban a aguzar el ingenio y hacer la palabra fácil: todo esto lo confirmaba con muchos ejemplos. Decía, en primer lugar, que entre todos los preceptistas y maestros, desde un cierto Córax y Tisias, que pasan por inventores y príncipes de este arte, no ha habido ninguno ni aun medianamente fecundo, y por el contrario, nombraba a innumerables oradores elocuentísimos que jamás aprendieron estos preceptos ni se cuidaron de ellos, en cuyo número (no sé si burlando, o porque así lo pensara, o así lo hubiera oído) me contaba a mí, que nunca había aprendido el arte, y que sin embargo tenía algún poder oratorio, según él afirmaba. Yo le concedía fácilmente que nada había yo aprendido; pero en lo demás creía que se burlaba de mí, o más bien, que en su juicio se engañaba. Seguía diciendo que no hay ningún arte que no tenga su materia conocida y bien determinada y constante y encaminada a un fin, pero que todo lo que el orador trataba era dudoso e incierto, como que decía las cosas quien no las sabía plenamente, ni trataba de enseñar a los oyentes, sino de persuadirlos, por poco tiempo, de una opinión falsa o a lo menos oscura. ¿Qué más? llegó a persuadirme de que no existía el arte de bien decir, y que nadie puede ser orador si no conoce todo lo que enseñan los filósofos más doctos. En estos coloquios solía decir Cármadas, grande admirador de tu ingenio, oh Craso, que me encontraba oyente muy fácil y a ti pertinacísimo disputador.
»Entonces yo, persuadido de esa misma opinión, escribí en cierto librillo (que, sin yo saberlo, ni quererlo, llegó a manos de todos), que había yo conocido muchos hombres disertos, pero ninguno elocuente. Llamaba yo diserto al que podía hablar, según el parecer común, con cierta agudeza y claridad, en presencia de hombres no vulgares; y reservaba el nombre de elocuente para el que pudiese con esplendidez y magnificencia amplificar y exornar cuanto quisiera, y tener en su ánimo y en su memoria las fuentes de todas las cualidades que pertenecen al bien decir.
»Si esto es difícil para nosotros, que antes de empezar los estudios nos sentimos abrumados con las fatigas de la ambición y del foro, está fundado, sin embargo, en la realidad y en la naturaleza de las cosas. Y yo en cuanto puedo conjeturar, viendo tan buenos ingenios entre los nuestras, no desespero de que alguno con mayor estudio que el que nosotros tenemos o tuvimos, y con más sosiego y oportunidad de aprender, y con trabajo e industria superior, si se dedica a oír, a leer o a escribir, llegue a ser tan grande orador como yo le imagino, y pueda con razón llamársele no sólo diserto sino elocuente; aunque a mi entender, o este orador es Craso, o si más adelante florece otro que con igual ingenio haya oído, leído y escrito más, poco podrá añadir a su mérito.»
Entonces dijo Sulpicio: «Sin esperarlo yo ni Cota, aunque mucho lo deseábamos, hemos venido a parar en esta disputa. Al venir aquí, nos parecía bastante suerte poder recoger algo digno de memoria de vuestra conversación sobre otras materias; pero apenas acertábamos a desear que penetrarais en lo más íntimo de este estudio, artificio o facultad. Yo, que desde mi primera edad, os tuve grande afición a entrambos, y especial amor a Craso, de quien nunca me separaba, jamás le pude oír una palabra sobre el método y arte de bien decir, aunque lo intenté por mí mismo y por medio de Druso en muchas ocasiones. Tú, Antonio, por el contrario (la verdad digo), nunca dejaste de responder a mis preguntas, y muchas veces me diste cuenta de las observaciones que habías hecho en la práctica oratoria. Ahora que uno y otro habéis abierto el camino para la instrucción que buscamos, y ya que Craso ha sido el primero en traer esta conversación, permitidnos que detenidamente os preguntemos lo que, pensáis sobre todo género de elocuencia. Si nos lo concedéis, quedaré muy agradecido, oh Craso, a tu palestra y a esta gran Tusculana, y antepondré con mucho a la Academia y al Liceo este gimnasio suburbano.»
Craso le replicó: «Mejor fuera, Sulpicio, que rogáramos a Antonio, porque puede hacer mejor que yo lo que deseas, y porque ya tiene costumbre de hacerlo, según me dices. Yo, lo confieso, siempre he sido extraño a este género de razonamientos, y muchas veces rogándomelo tú, me he negado a responderte, como antes con verdad decías. Y no lo hice por soberbia ni por altivez, ni porque no quisiera corresponder a tu deseo tan recto y justo, especialmente cuando veía en tí tan gran disposición y aptitud, mayor que la de ningún otro, para la elocuencia; sino, a fe mía, por lo poco que yo me había ejercitado en la disputa y por la ignorancia de las reglas del arte.»
Entonces dijo Cota: «Ya que hemos conseguido lo que parecía más difícil, Craso, que era hacerte hablar de estas cosas, culpa nuestra sería si te dejáramos sin que nos explicases todo lo que queremos preguntarte.
Será de lo que yo pueda y sepa, dijo Craso. Y ellos contestaron: ¿Y de lo que tú no sepas ni puedas, quién de nosotros será tan atrevido que crea saberlo ni poderlo? Pues con esta condición, dijo Craso, de que me sea lícito negar que puedo lo que realmente no puedo, y, confesar que ignoro lo que en verdad no sé, podéis preguntarme a vuestro antojo.
Ante todo, te preguntamos qué piensas de lo que hace poco dijo Antonio. ¿Piensas que hay un arte de bien decir?
¡Cómo! dijo Craso: ¿me tenéis por algún griego ocioso y locuaz, aunque quizá docto y erudito, para ponerme a vuestro capricho una cuestión tan inútil? ¿Creéis que me he cuidado alguna vez de esas cosas, y que no me he burlado siempre de la imprudencia de esos hombres que, sentados en su cátedra, en medio de gran concurso, ofrecen contestar a todo lo que se les pregunte? Dicen que el primero en hacer esto fue Gorgias Leontino, el cual quedaba muy satisfecho después de anunciar que estaba preparado a discurrir de cualquier materia que le propusieran los oyentes. Después le imitaron muchos y hoy le imitan, de suerte que no hay materia, por alta, imprevista o nueva que sea, de la cual no ofrezcan decir cuanto puede decirse. Y si yo hubiera podido pensar que tú, Cota, o tú, Sulpicio, queríais este género de disertaciones, hubiera traído algún Griego que con ellas os entretuviera; lo cual no es difícil, pues en casa de Marco Pison, joven de grande ingenio, muy dado a estos estudios y amigo nuestro, vive el peripatético Estáseas, bastante conocido de todos nosotros, el cual, según dicen los que de esto entienden, en aquel género suyo es el más aventajado de todos.
¿A qué me hablas, dijo Mucio, de Estáseas el peripatético? Lo que debes hacer es dar gusto a estos jóvenes, que no han venido a oír la cotidiana e inútil locuacidad de un sofista griego, ni la cantilena de los retóricos, sino a un hombre el más sabio y elocuente de todos; al que no en los libros, sino en las mayores causas, y en esta ciudad, morada del imperio y de la gloria, se ha distinguido por el consejo y la elocuencia; y quieren seguir sus huellas y aprender su doctrina. Yo, que siempre te juzgué un Dios de la palabra, nunca tributé más elogios a tu elocuencia que a tu cortesía, de la cual debes usar ahora, y no esquivar esta disputa, en la cual desean entrar dos jóvenes de excelente ingenio.
Yo, dijo Craso, procuraré complacerles, y brevemente, según mi costumbre, diré de cada cosa lo que siento. Y en primer lugar (pues no creo, Escévola, que debo prescindir de tu autoridad), respondo que a mi ver no hay arte oratoria, o que tiene poca importancia, o que toda cuestión entre hombres doctos se reduce a una controversia de palabras. Pues si el arte se define según principios claros, bien conocidos, independientes de toda opinión y sujetos a ciencia, no me parece que existe el arte oratoria, porque los recursos de la oratoria forense son muy varios y acomodados al sentir y a la opinión del vulgo. Pero si llamamos arte el conjunto de observaciones hechas en la práctica por hombres discretos y entendidos, y escritas luego y divididas y clasificadas (lo cual creo posible), no sé por qué no ha de llamarse arte a la oratoria en este sentido vulgar o menos científico. Pero sea arte o alguna semejanza de arte, de ningún modo es despreciable; aunque sin olvidar nunca que otras cualidades más altas se requieren para conseguir la elocuencia.»
Entonces, Antonio dijo con vehemencia que él asentía al parecer de Craso, porque no lo reducía todo al arte, como suelen algunos, ni lo despreciaba del todo, como hacen muchos filósofos. Pero añadió: «Mucho te agradecerán éstos, oh Craso, el que les digas qué cualidades son esas que crees más necesarias para el buen decir.
Lo diré, respondió, ya que he comenzado; pero os pido que no divulguéis mis inepcias, aunque me moderaré para no hablar como maestro y artista, sino como uno de los ciudadanos, medianamente versado o no enteramente rudo en la práctica del foro. Y hablaré, no como quien lo hace de pro pósito, sino como quien por casualidad entra en una conversación. En verdad, cuando yo pretendía la magistratura, solía al solicitar los votos apartar de mi lado a Escévola, diciéndole que yo quería hacer necedades, por ser este el mejor modo de pretender, lo cual si no se hace neciamente, nunca se consigue. Y Escévola es uno de esos hombres en cuya presencia jamás quisiera aparecer necio, y ahora hace la fortuna que venga a ser testigo y espectador de mis inepcias. ¿Pues hay ninguna tan grande como discurrir sobre el arte de hablar, siendo el hablar cosa tan vana cuando no es necesaria?
Prosigue, Craso, dijo Mucio. Esa culpa que temes, yo la tomo a mi cargo.
Pienso, pues, dijo Craso, que la naturaleza y el ingenio son la primera condición para la elocuencia, y que a esos preceptistas del arte de que antes hablaba Antonio, no les faltó el arte ni el método, sino la naturaleza. Porque los movimientos del arte y el ingenio deben ser rápidos, y es menester que el orador se muestre agudo en la invención, rico en la amplificación y en el ornato, firme y tenaz en la memoria, y si alguno piensa que con el arte se puede aprender esto (lo cual es falso, ¡ojalá que el arte bastara para inflamar y conmover los ánimos! pero el arte no puede comunicarlo todo, ni menos lo que es don de la naturaleza), ¿qué dirá de aquellas facultades que nacen ciertamente con, el mismo hombre; la soltura de lengua, la voz sonora, la amplitud de pecho, y el buen aire y disposición de todo el cuerpo? Y no digo que el arte no pueda animar algo, pues bien sé que la enseñanza puede hacer mejor lo que es bueno, y aguzar y corregir de algún modo lo que no es; pero hay algunos tan titubeantes de lengua, o tan desapacibles de voz, o tan toscos y agrestes en gestos y ademanes, que aunque sobresalgan por el ingenio y el arte, nunca pueden contarse en el número de los oradores. Hay otros, por el contrario, tan hábiles en las cosas mismas, tan adornados con todos los dones de la naturaleza, que no parecen nacidos, sino creados por algún Dios. Grande y dificultosa empresa es el hablar donde todos callan, en una reunión grande de hombres, y sobre muy difíciles asuntos, porque ninguno de los que están presentes deja de notar con más agudeza y acierto los defectos que las perfecciones, y si algo te ofende, esto sólo basta para oscurecer el mérito de todo lo demás. Ni digo esto para apartar del estudio de la elocuencia a los jóvenes que carezcan de alguna disposición natural. ¿Pues quién no ve cuánto honor ha dado a mi contemporáneo Cayo Celio, hombre nuevo, esa misma medianía en el decir, de la cual nunca pasó? Y Quinto Varo, que es de vuestro tiempo, hombre tosco y feo, ¿no ha conseguido con sus facultades (sean las que fueren) mucho crédito en la ciudad?
»Pero ya que del orador hablamos, hemos de imaginar uno que carezca de todo vicio y merezca toda alabanza. Y si la multitud de pleitos, si la variedad de causas, si la turba y barbarie forense da lugar aun a viciosísimos oradores, no por eso hemos de renunciar a la perfección que buscamos. ¡Con cuánta escrupulosidad (por no decir desdeñosamente) juzgamos en aquellas artes donde no se busca una utilidad necesaria, sino una libre recreación del ánimo! No hay litigios ni controversias que nos obliguen a sufrir en el teatro a los malos actores, como en el foro a los no buenos oradores. Ha de procurar el orador no sólo satisfacer a los clientes, sino atraerse la admiración de los que pueden juzgar libremente. Y si queréis que os diga con franqueza lo que siento, os diré lo que siempre tuve y creí que debía tener oculto. En mi concepto, los que hablan mejor y pueden hacerlo con más facilidad y ornato, si no empiezan con cierta timidez, y en el exordio no se perturban algo, casi me parecen atrevidos e inmodestos, aunque puede no ser así, pues cuanto mejor se expresa el orador, tanto más conoce las dificultades y teme la varia fortuna del discurso y el juicio de los hombres. Pero el que nada puede decir digno del asunto, ni del nombre de orador, ni de los oídos del público, aunque se conmueva al hablar, me parecerá atrevido. Pues no por avergonzarnos, sino por no hacer nada indecoroso, podremos librarnos de la tacha de impudencia. Al que no se ruboriza (y conozco muchos) le tengo no sólo por digno de reprensión, sino de pena. En vosotros suelo advertir, y en mí he experimentado muchas veces que, al empezar el discurso, palidezco y empiezo a temblar. Así me aconteció, siendo muy joven, al principiar una acusación, deber a Quinto Máximo el favor de que disolviera el consejo apenas me vio desanimado y lleno de miedo.»
Aquí asintieron todos y comenzaron a hablar entre sí. Pues hubo siempre en Craso admirable modestia, que lejos de perjudicar a sus discursos, les daba un realce de probidad y virtud.
Entonces dijo Antonio: «Siempre he advertido, Craso, que tú y los demás ilustres oradores, aunque a mi parecer ninguno ha habido igual a ti, os conmovéis al empezar a hablar, y queriendo investigar la causa de esto, y por qué cuanto más vale el orador es más tímido, encontré dos razones: la una, que aquellos a quienes la naturaleza y la experiencia han instruido, conocen que el éxito del discurso no corresponde siempre al mérito del orador, y por eso temen, no sin razón, cuando hablan, que les acontezca algún fracaso, como más de una vez sucede. La otra, de la cual suelo quejarme, consiste en que en las demás artes, cuando un hombre de bien sentada reputación trabaja peor de lo que suele, creemos que no quiso hacerlo bien o que por alguna indisposición no pudo conseguirlo. Dicen (verbigracia): Hoy no pudo representar Roscio porque estuvo muy mal del estómago. Por el contrario, si en el orador se nota algún defecto, siempre se atribuye a ignorancia, y esta no tiene excusa porque nadie se hace el ignorante por su voluntad ni por estar mal del estómago. Por eso es tan grave el juicio que de los oradores se hace, pues cuantas veces hablamos, otras tantas se nos juzga con rigor, al paso que, cuando el histrion se equivoca en un gesto, no por eso juzgamos que ignora su arte. Pero si el orador en algo se equivoca, la opinión de su torpeza será eterna, o por lo menos dudará mucho. Y en cuanto a lo que dices que hay muchas cualidades naturales en las que, muy poco vale el arte, estoy muy conforme contigo, y en esto alabo mucho a aquel ilustre doctor, el cual, aunque enseñaba por dinero, no permitía, sin embargo, que los discípulos en quienes veía poca disposición para la oratoria perdiesen el tiempo con él, y así los despedía, aconsejándoles que se dedicasen a alguna otra ciencia para la cual fuesen más aptos. Pues para comprender los demás estudios, basta ser hombre, y percibir y retener en la memoria, siquiera a fuerza de oírla, la enseñanza; no se busca agilidad de lengua, ni facilidad de palabra, ni ninguna de las cualidades de semblante, de facción o de voz que nosotros no podemos fingir ni inventar. En el orador se pide la agudeza de los dialécticos, las sentencias de los filósofos, el estilo de los poetas, la memoria de los jurisconsultos, la voz de los trágicos y el gesto de los mejores actores. Por eso nada más raro y difícil de hallar en el género humano que un orador perfecto. Y si en las demás artes basta una tolerable medianía, en el orador es necesario que estén reunidas en grado sumo todas las cualidades.»
Entonces dijo Craso: «Ya ves cuánta más diligencia se pone en las demás artes, aunque sean ligeras y de poca monta que en esta de la elocuencia, que es más importante que todas. Muchas veces he oído decir a Roselo que nunca ha podido encontrar un discípulo bueno, no porque no hubiera algunos tolerables, sino porque no podía sufrir en ellos el menor defecto. Pues nada es tan notable ni dura tanto en la memoria, como lo que nos ofende. Y si aplicáramos el juicio de este histrion a la oratoria, ¿no veis que todo lo hace con perfección, todo con suma gracia y de la manera más conveniente para mover y deleitar a todos? Y así ha conseguido, hace mucho tiempo, que, cuando alguno sobresale en cualquier arte, digan que en su género es otro Roscio. Es en mí una temeridad el desear en el orador esta perfección, cuando yo disto tanto de ella. Quiero que se me perdone, y no perdono a los demás. Pero el que no puede, el que tiene radicales defectos, el que no sirve para el caso, debe, en opinión de Apolonio y también en la mía, dedicarse a otra cosa.
De manera, dijo Sulpicio, que a mí y a Cota nos obligas a estudiar el derecho civil o el arte militar. ¿Pues quién puede llegar a ese punto de perfección en todo?»
Craso le contestó: «Por ver en vosotros una rara y excelente disposición para la elocuencia he dicho esto; no tanto para apartar de esta carrera a los que no tienen aptitud, como para estimularos a vosotros que la tenéis. Y por más que en cada uno de vosotros he visto mucho ingenio y estudio, las cualidades exteriores de que antes os he hablado (quizá con más extensión que suelen hacerlo los Griegos), en ti, oh Sulpicio, son divinas. No me acuerdo de haber oído a ningún orador que tuviera más gracia de cuerpo, más gallardo ademán, más plenitud y suavidad de voz; cualidades que, aunque no son las principales y las da la naturaleza, pueden, sin embargo, aprovechar mucho a quien las posee, siempre que sepa usar de ellas con moderación, sabiduría y decoro. El faltar a éste es lo que principalmente debe evitarse; y esto no sólo os lo digo yo, que hablo de estas cosas como un padre de familia, sino el mismo Roscio, a quien muchas veces he oído decir que lo principal del arte es el decoro, pero que es también lo único que no puede enseñarse. Mas si queréis, pasemos a otra cosa y hablemos en nuestro lenguaje y no en el de los retóricos.
Nada de eso, dijo Cota, y pues nos retienes en este estudio y no nos dejas dedicarnos a otro, te rogamos que nos expliques cuál es el fundamento de tu oratoria. Ya ves, que no pedimos mucho; nos contentamos con esa tu mediana elocuencia, aunque no pasemos nunca del grado en que tú estás. Y ya que afirmas que las cualidades de naturaleza no nos faltan, dinos qué más condiciones se requieren.» Entonces dijo Craso sonriéndose: «¿Piensas, oh Cota, que para la elocuencia no se requiere un estudio y vehemente ardor, sin el cual nada egregio se hace en la vida ni nadie puede conseguir lo que tanto deseas? Aunque vosotros no necesitáis de estímulo, y en vuestras mismas porfiadas instancias conozco vuestra vehemente afición. Pero no basta el deseo para llegar a ninguna parte, si no se sabe y conoce el camino. Y como no me imponéis una carga muy pesada, ni me preguntáis en general sobre el arte oratoria, sino sobre esta facultad mía como quiera que ella sea, os daré una razón, no muy recóndita, difícil, magnífica ni grave, del método que yo solía usar cuando en mi adolescencia ejercitaba estos estudios.»
Entonces dijo Sulpicio: «¡Oh día feliz para nosotros, Cota! Lo que nunca con ruegos, ni insinuaciones, ni por medio de Difilo, su lector y copista, pudimos lograr que nos dijera Craso, es decir, cómo medita y escribe sus discursos, ahora vamos a conseguirlo, y a saber lo que por tanto tiempo hemos estado deseando.
Antes pienso, oh Sulpicio, dijo Craso, que no te admirarás tanto de lo que yo diga, como de la curiosidad que has tenido de oírme. Nada diré recóndito, nada digno de vuestra expectación, nada inaudito o nuevo para ninguno de vosotros. No he de negar que en un principio, como conviene a todo hombre de buena familia y liberalmente educado, aprendí esos preceptos triviales y comunes: 1º, que el oficio del orador es decir de una manera acomodada a la persuasión; 2º, que todo discurso es o de cuestión ilimitada sin designación de tiempo ni perso nas, o de cuestión limitada a ciertas personas y tiempos. Aprendí también que en uno y otro caso, y sea cualquiera la controversia, se pregunta si la cosa se hizo o no; y si se hizo, cómo es y qué nombre ha de dársele, y aun algunos añaden si se hizo justa o injustamente. Que existen controversias sobre la interpretación de un escrito en que haya ambigüedad, o contradicción o discordancia entre el sentido y la letra, y que cada uno de estos casos tiene sus argumentos propios. Que de las causas que son remotas de la cuestión general, unas son judiciales, otras deliberativas, y hay un tercer género de causas, que consisten en la alabanza o en el vituperio. Y que existen ciertos lugares comunes, fundados en la equidad, de los cuales nos valemos para los juicios; y otros en las deliberaciones, donde todo se dirige a la utilidad y buen consejo; y otros, finalmente, en el género demostrativo, en que todo se refiere a la dignidad de las personas. Y que como toda el arte oratoria está dividida en cinco partes, lo primero que ha de hacer el orador es inventar lo que ha de decir; lo segundo, ordenar lo inventado, y pesarlo y componerlo; lo tercero, vestir y adornar el discurso; lo cuarto, guardarlo en la memoria; lo quinto, recitarlo con dignidad y gracia. También aprendí que en el exordio se debe conciliar el ánimo de los oyentes, y luego hacer la exposición, establecer la controversia, confirmar nuestro parecer, refutar el del contrario; y en el epílogo, amplificar y poner de bulto todo lo que nos favorece, y debilitar y menoscabar lo que favorezca a nuestros adversarios. Aprendí también todo lo que enseñan sobre el ornato del discurso: primero, que se hable con pureza de latinidad; segundo, clara y tersamente; tercero con elegancia; cuarto, con decoro y según la dignidad del argumento. Supe los defectos de cada cosa, y vi que querían dar reglas hasta a las cualidades que más dependen de la naturaleza. Sobre la acción y la memoria recibí pocos preceptos, pero luego los fecundé con el ejercicio.
»A esto se reduce casi la doctrina de los retóricos, que yo no tengo por inútil, dicho sea con verdad, porque tiene ciertos preceptos que advierten al orador dónde ha de fijar el pié, y a dónde ha de mirar para apartarse menos del fin que se propone. Pero creo que el valor de los preceptos no está en que, siguiéndolos, consiga el orador la palma de la elocuencia, sino en que son observaciones nacidas de la práctica espontánea de los grandes oradores, habiendo nacido así la elocuencia del arte, y no el arte de la elocuencia, sin que por esto rechace yo el arte, pues aunque es menos necesario para el buen decir, no por eso hemos de tener por inútil su conocimiento. Hay ciertos ejercicios en que debéis entrar, aunque estáis ya bastante adelantados en la carrera; pero a los que ingresan en el estadio puede serles muy útil este ejercicio casi festivo, para adiestrarse y disponerse a la palestra del foro.
Este ejercicio deseamos conocer principalmente, dijo Sulpicio, aunque tampoco nos estará mal oír esos preceptos del arte que antes con brevedad has resumido, por más que no nos sean del todo nuevos. Pero de eso hablaremos después; ahora dinos lo que piensas acerca de esos ejercicios.
En verdad, dijo Craso, apruebo lo que soléis hacer cuando, propuesta una causa semejante a las que en el foro se tratan, habíais de la manera más acomodada a la realidad. Pero muchos no hacen en esto más que ejercitar la voz, aunque sin arte, y mover la lengua y deleitarse con la muchedumbre de las palabras. Les pierde el haber oído, decir que hablando se aprende a hablar, cuando la verdad es que hablando mal es muy fácil conseguir el hablar pésimamente. Y aunque en estos ejercicios es útil muchas veces el hablar aun de repente, todavía es más útil tomarse tiempo para pensarlo, y hablar con discreción y esmero. Y lo principal de todo (aunque, a decir verdad, lo que menos hacemos, porque huimos de todo gran trabajo) es escribir mucho; él estilo es el mejor y más excelente preceptor y maestro, y no sin razón, porque si el discurso meditado vence a la improvisación, cuánto más no la vencerá la asidua y diligente escritura. Porque todos los argumentos, todos los recursos oratorios, ya procedan del arte, ya del ingenio y prudencia, se nos presentan y ofrecen cuando afanosamente los buscamos, y con toda, la atención de nuestro espíritu los contemplamos; y todas las sentencias y palabras que son más brillantes en cada género, es necesario que una tras otra pasen por los puntos de la pluma. La misma colocación y armonía de las palabras no se perfecciona sino escribiendo con cierto número y cadencia, no ciertamente poético, sino oratorio. Esto es lo que arranca aplauso y admiración para los buenos oradores, y nadie lo conseguirá si no ha escrito mucho y por mucho tiempo, por más que se haya dedicado con todo afán al discurso improvisado. Y el que de escribir pasa a hablar, trae la ventaja de que sus discursos, aunque sean improvisados, parecerán escritos, y si trae algo escrito no presentará discordancia alguna con el resto de la oración. Así corno la nave no deja de continuar su movimiento y curso aunque el remero suspenda el empuje de sus brazos, así el discurso, aunque se acabe la parte escrita, continuará con el mismo calor y brío hasta el fin. »En los diarios ejercicios que hacía yo cuando muchacho, solía imitar a aquel Cayo Carbon, enemigo mío, del cual me constaba que para fijar en la memoria algunos versos insignes o algún notable discurso, repetía lo mismo que había leído, con otras palabras, las mejores que él podía encontrar. Pero después noté que eso tenía un inconveniente, y era que las palabras mejores y más propias y elegantes las había usado ya Ennio, si me ejercitaba en sus versos, o Graco, si me proponía por modelo sus discursos. El usar las mismas palabras a nada conducía, y emplear otras menos propias era una dañosa costumbre. Después me ejercité, durante toda mi juventud, en traducir los mejores discursos de los oradores griegos. Esto tenía la ventaja de que, al poner en latín lo que antes había leído en griego, no sólo buscaba yo las palabras mejores entre las que usamos, sino que introducía, a modo de imitación, algunos vocablos nuevos entre nosotros, con tal que fuesen propios. En cuanto a la voz, al aliento, al gesto y ademán del cuerpo, no es tan necesario al arte como el trabajo. Lo mejor es imitar a aquellos a quienes más quisiéramos parecernos, y no sólo a los oradores sino también a los actores, para no adquirir algún resabio o amaneramiento. Se ha de ejercitar la memoria aprendiendo muchos escritos propios y ajenos, Tampoco es inútil para este ejercicio, sobre todo si tenéis costumbre de hacerlo, el método de losa lugares y de las imágenes que se enseña en el arte. De este doméstico y umbrátil ejercicio, ha de salir luego la elocuencia a la arena, al polvo, en medio de los clamores, al campamento y lucha forense. Allí hay que acostumbrarse a todo y hacer prueba de las fuerzas del ingenio, y sacar a luz toda esa doctrina largamente adquirida.
»Léanse los poetas, conózcase la historia, recórranse los escritores y maestros en todo género de humanas letras; y para ejercicio provechoso, alábeseles, interpréteseles, corríjaseles, vitupéreseles y refúteseles. Defiéndanse en toda discusión las dos partes contrarias, y así se comprenderá lo que hay de probable en cada una: hay que aprender el derecho civil, conocer las leyes, la antigüedad, la organización del Senado, las instituciones de la república, los derechos de los aliados, los tratados de paz, el estado del imperio, en una palabra. Cierto género de chistes cultos y delicados es como la sal, que debe derramarse por todo el discurso. Ya os he dicho todo lo que sabía, que es lo mismo que hubiera podido responderos el primer padre de familia a quien os hubieseis dirigido.»
Habiendo dicho esto Craso, todos guardaron profundo silencio, porque aunque a todos les parecía que había contestado muy al propósito, sentían que su oración hubiese sido tan breve. Entonces dijo Escévola: «¿Qué es eso, Cota? ¿Por qué callas? ¿No se te ocurre nada más que pedir a Craso?
A fe mía que en eso mismo estaba yo pensando, dijo Cota. Tan rápido ha sido el curso, o por mejor decir el vuelo de sus palabras, que, aunque he visto la fuerza y el arranque, apenas he podido seguir sus huellas. Y como si hubiera yo entrado en una casa rica y suntuosa, pero en que no estuviesen a la vista y bien colocados las ricas telas, la plata, los cuadros y estatuas, sino amontonados y recónditos estos y otros no menos preciados tesoros, así en el discurso de Craso he traslucido como entre velos las riquezas de su ingenio, pero sin poder contemplarlas a mi sabor. Así que no puedo decir que absolutamente ignoro lo que posee, pero tampoco que lo sé, ni que lo he visto.
¿Por qué no haces pues, dijo Escévola, lo que harías si entrases en esa casa tan suntuosa? Si deseabas ver todas esas preciosidades que allí estaban guardadas, ¿no rogarías al dueño que te las mostrase, sobre tolo si eras amigo suyo? De igual manera debes pedir a Craso que saque a luz, y coloque cada una en su lugar oportuno, todas aquellas riquezas que tiene recogidas en tan breve espacio y que sólo nos ha permitido contemplar a través de un velo. Este favor te pedimos, Escévola; porque así yo como Sulpicio, tenemos vergüenza de preguntar estos que parecen elementos pueriles a un hombre tan grave corno Craso, que siempre desdeñó este género de controversias. Pero tú, Escévola, puedes suplicarle que amplíe y dilate lo que en su discurso compendió y expuso brevemente.
Sí que lo haré, dijo Mucio; y no tanto por mi interés como por el vuestro, deseaba yo antes esto, porque me deleitan más los discursos de Craso en el foro, que el oírle tratar de estas materias. Pero ahora también en mi nombre le ruego, que pues tenemos tanto vagar, cuanto nunca hemos tenido hace mucho tiempo, no lleve a mal coronar el edificio que ha comenzado. Veo la forma que has dado a este negocio, la mayor y mejor de todas; mucho lo apruebo.
En verdad, dijo Craso, no puedo admirarme bastante de que tú también, Escévola, desees oírme hablar en cosas que ni conozco también como los que hacen profesión de enseñarlas, ni aunque yo las supiera, serían dignas de tu sabiduría y de tus oídos.
¿Qué dices? replicó Escévola. Y aunque esos preceptos más comunes y vulgares no te parezcan dignos de un hombre de mi edad, ¿podré prescindir de esos conocimientos que exigías en el orador; de la naturaleza humana, de las costumbres, del modo de excitar o reprimir los ánimos, de la historia, de la antigüedad, de la administración de la república; finalmente, de nuestro derecho civil? Sabía yo que poseías toda esta ciencia y riqueza de noticias, pero nunca vi tanta esplendidez en ningún otro orador.
¿Puedes, dijo Craso, emitiendo otras cosas innumerables y de no escasa importancia, y, limitándome a ese derecho civil que profesas, tener por oradores a aquellos a quien se detenía a oir muchas horas Escévola entre enojado y risueño, cuando iba hacia el campo de los comicios y oía a Ipseo esforzarse con muchos gritos y gran verbosidad ante el pretor Craso, para hacer perder a su cliente la causa, mientras que Cneo Octavio, varón consular, en un discurso no menos largo se oponía a que el adversario perdiese la causa y a que su defendido se librase del torpe juicio de tutela y de toda molestia, gracias a la necedad del abogado contrario? Me acuerdo de habérselo oído contar a Mucio. A tales abogados los tengo por indignos, no sólo del nombre de oradores, sino hasta de presentarse en el foro. Y con todo eso, no les faltaba elocuencia, ni cierta abundancia, ni método en el decir, sino conocimiento del derecho civil, porque el uno, apoyándose en la ley, pedía más que lo que la ley de las Doce Tablas permite, y si lo hubiera conseguido, perdía del todo su causa; al paso que el otro tenía por injusticia que se le exigiese más de lo que en la acción legal se contenía, sin entender que, dejando obrar así al adversario, éste perdería el pleito.
»¡Y qué! en estos pocos días, estando yo en el tribunal de mi amigo Quinto Pompeyo, pretor urbano, ¿no pedía uno de esos hombres tenidos por discretos, que al demandado se le concediese la antigua y usada excepción, que día se había señalado para el pago, sin comprender que esta excepción era en favor del demandante, y que si el deudor probaba ante el juez que se le pedía el dinero antes que hubiese cumplido el plazo, el acreedor, al presentar nueva demanda, seria excluido de la excepción por haber venido antes este asunto a juicio? Nada más vergonzoso que contemplar que el que ha tomado a su cargo defender las causas de sus amigos, ayudar a los débiles, curar a los enfermos, consolar a los afligidos, tropiece en las causas más pequeñas y venga a ser escarnio de unos y lástima de otros. A mi pariente Publio Craso, llamado el rico, con haber sido en muchas cosas hombre elegante y culto, le alabo principalmente porque, siendo hermano de Publio Escévola, solía repetirle que ni él alcanzaría la perfección en el derecho civil si no agregaba el estudio de la elocuencia (lo cual ha hecho después su hijo, que fue cónsul conmigo), ni él había comenzado a tratar y defender las causas de sus amigos sino después de aprender el derecho civil. ¿Y qué diremos de Mareo Caton? ¿No tuvo tanta elocuencia cuanta aquellos tiempos en esta ciudad consentían, y no fue a la vez muy perito en el derecho civil? Con mucha vergüenza me atrevo a decir esto, porque nos está oyendo un varón insigne en el decir, a quien yo he admirado siempre como a orador único, y eso que ha despreciado siempre el derecho civil. Pero ya que habéis querido ser partícipes de mi opinión y dictamen, nada os ocultaré, y en cuanto pueda os expondré lo que sobre cada cosa pienso.
»Tan increíble y casi singular y divino me parece el ingenio de Antonio, que, aun sin el auxilio de la ciencia delderecho, fácilmente puede defender su causa con las demás armas de la sabiduría. Exceptuémosle a él solo; pero en cuanto a los otros no dudaré en condenarlos como perezosos y atrevidos. Porque andar siempre en el foro; no se pararse del tribunal del Pretor; tomar a su cargo los juicios privados más importantes, en que muchas veces no se controvierte el hecho sino la equidad y el derecho; arrojarse a las causas centunvirales de usucapiones, tutelas, derechos gentilicios, agnaciones, aluviones, nexos, servidumbres, paredes, luces, goteras, testamentos anulados o confirmados, y demás innumerables puntos del derecho, sin saber absolutamente lo que es propio ni ajeno, ni quién es ciudadano, extranjero o esclavo libre, es señaladísima imprudencia. ¿No fuera arrogancia visible en el que confiesa que no sabe dirigir una barca, empeñarse en gobernar una quinquerreme u otra nave de más alto bordo? Cuando en un corrillo te engaña tu adversario en cual quiera estipulación de poca importancia, y te obliga a firmar documentos que comprometen a tu cliente, ¿quieres que te confíen una causa de gran trascendencia? Es como si se pusiera a dirigir en el Ponto Euxino la nave de los argonautas el que perdió en el puerto una navecilla de dos escalmos. Y si no sólo en las causas pequeñas, sino en las más graves, entra el derecho civil, ¿cuál será la desvergüenza del patrono que sin las suficientes noticias jurídicas se atreve a encargarse de estas causas? ¿Cuál pudo ser más grave, que la de aquel soldado de cuya muerte llegó falsa noticia a su casa, y el padre, creyéndola, hizo nuevo testamento nombrando heredero a quien le pareció? Después de la muerte del testador vuelve el soldado a su casa y reclama legalmente la herencia paterna, aunque estaba desheredado por el testamento. Llévase el negocio al tribunal de los Centunviros; se agita una cuestión de derecho civil: si puede considerarse como desheredado de los bienes paternos el hijo a quien el padre no ha nombrado expresamente en el testamento ni para heredarle ni para desheredarte.
»¿Y qué, en la causa entre los patricios Marcelos y Claudios juzgada por los Centunviros, cuando los Marcelos reclamaban la herencia por derecho de estirpe, como descendientes del hijo de un liberto, y los Claudios por derecho gentilicio, no tuvieron los oradores que tratar ampliamente de todo el derecho de estirpe y de gentilidad? ¿Y en aquel otro juicio también centunviral, cuando se permitió a un desterrado volver a Roma si elegía algún patrono, y luego murió abintestato, no tuvo el defensor que explanar en el juicio el derecho de aplicación, tan oscuro e ignoto de suyo? Y ahora poco, cuando yo defendí en juicio privado a Cayo Sergio Aurata contra nuestro Antonio, ¿no versó cobre el derecho toda nuestra defensa? Porque como Manlio Gratidiano había vendido una casa a Aurata sin advertir en el contrato que tenía cierta servidumbre, defendía yo que la incomodidad causada por la servidumbre debía ser de cuenta del vendedor, si sabiéndola no la declaraba. En una cuestión semejante erró no ha mucho nuestro familiar Marco Buculeyo, hombre, a mi entender, nada necio, y en su opinión muy sabio, y no ajeno al estudio del derecho. Había vendido a Lucio Fufio una casa, asegurándole en el contrato las luces tal como entonces estaban. Fufio, así que se empezó a edificar en una parte de la ciudad que podía verse desde aquella casa, litigó en seguida con Buculeyo, alegando que cualquier objeto aunque estuviese lejos, siempre que le impidiese ver una parte mayor o menor del cielo, alteraba las condiciones de la venta. Y aquella famosísima causa de Marco Curio y Marco Coponio que se trató hace poco ante los Centunviros, ¿con qué concurso de gentes, con qué expectación fue defendida? Cuando Quinto Escévola, mi colega y amigo, hombre el más erudito de todos en el derecho civil, y a la vez de agudísimo ingenio y prudencia, y muy limado y sutil en el discurso, y a quien suelo llamar yo el más elocuente de los jurisconsultos y el más jurisconsulto de los oradores, defendía las disposiciones escritas del testamento, y negaba que una persona llamada a la herencia después de nacido y muerto un póstumo, pudiese ser heredero si el póstumo moría antes de salir de la tutela; y yo por el contrario defendía que la mente del testador había sido dejar por heredero a Marco Curio en caso de no haber hijo póstumo que llegase a la tutela; en esta causa, ¿dejó alguno de nosotros de apoyarse en autoridades, en ejemplos, en fórmulas de testamentos, es decir, en el derecho civil? »Omito innumerables ejemplos de causas muy graves, en que puede haber hasta peligro de la vida. Así Cayo Mancino, varón consular, nobilísimo y óptimo, por haber hecho un deshonroso tratado de paz con Numancia, fue entregado por senadoconsulto, a los Numantinos, y ellos no lo quisieron recibir. Habiéndose atrevido Mancino después de su vuelta a Roma a presentarse en el Senado, el tribuno de la plebe Publio Rutilio, hijo de Marco, quiso hacerle salir, fundado en que, por costumbres de nuestros mayores, al que había sido vendido por su padre o por el pueblo no se le concedía de modo alguno el derecho de postliminio. ¿Qué causa más importante entre todas las civiles podemos hallar que esta en que se trataba del orden, del derecho de ciudadanía, de la libertad y de la vida de un hombre consular, y no por ningún crimen que él pudiera negar, si no por una cuestión de derecho civil? Y en otro género, aunque en orden inferior, si hubiese sido esclavo entre nosotros alguien nacido en país confederado, y luego hubiese recobrado la libertad y vuelto su casa, disputaron muchas veces nuestros mayores si con esto perdía los derechos de ciudadano romano. Y qué, tratándose de la libertad, que es el más arduo de todos los negocios, ¿no es propio del derecho civil preguntar si el esclavo que por voluntad de su amo fue comprendido en el censo, queda inmediatamente libre, o no lo es hasta que se hacen las ceremonias de la lustración? ¿Y en tiempo de nuestros mayores no sucedió, que viniendo un padre de familias de España a Roma, dejó en la provincia a su mujer embarazada, se casó en Roma con otra sin haber dado parte a la prime ra, murió abintestato, y dejando hijos de las dos? ¿Os parece que fue de pequeña importancia esta causa, en la cual se trataba de la suerte de dos ciudadanos: del niño nacido de la segunda mujer, y de la madre que iba a ser declarada, concubina si se decía que el primer matrimonio no había quedado disuelto por no haberse cumplido las fórmulas del divorcio? Cuando se ignoran estas y otras leyes de la ciudad, ¿no es una audacia detestable el andar arrogante y erguido por el foro con alegre y satisfecho semblante, mirando a una parte y a otra, seguido de una turba de clientes, brindando protección a los amigos y ofreciendo a todos sus conciudadanos las luces de su saber. y consejos? »Y esto no, sólo es imprudencia, sino abandono y dejadez, pues aunque este conocimiento del derecho fuera en sí largo y difícil, toda vía su grande utilidad debía mover a los hombres a tomarse el trabajo de aprenderle.
»Pero, oh Dioses inmortales, no afirmaría yo esto delante de Es cévola si él mismo no acostumbrara a decir que ningún arte le parece más fácil que este. Verdad es que muchos por ciertas causas juzgan lo contrario; en primer lugar, porque los antiguos que se dedicaron a esta ciencia no quisieron divulgarla, con la mira de conservar y acrecentar así su poder; y en segundo lugar, porque después que Cneo Flavio dio a conocer las diversas formas de acción judicial; nadie hubo que las distribuyera artificiosamente, pues nada hay que pueda reducirse a arte, si el que conoce los elementos del arte no tiene además aquella ciencia que enseña a tratar con orden las materias que todavía no le tienen. He dicho esto algo oscuramente, por anhelo de la brevedad. Si puedo, lo diré más claro.
»Todos los conocimientos que hoy constituyen las diversas artes y disciplinas, estuvieron en otro tiempo dispersos y separados, vg.: en la música, los números, las voces y los modos; en la geometría, las líneas, las figuras, los intervalos, la extensión; en astrología, las revoluciones celestes, el orto, el ocaso y el movimiento de las estrellas; en la gramá tica, el estudio de los poetas, el conocimiento de la historia, la inter pretación de las palabras, y hasta la buena pronunciación; en el arte del bien decir, la invención, la disposición, la elocución, la memoria y la pronunciación; cosas desconocidas antiguamente de todos o disper sas en muchas partes. Hubo, pues, que acudir a un arte particular que se apropian como suyo los filósofos, el cual reuniese los miembros apartados y disueltos, y los trabase con cierto orden.
»Sea, pues, el fin del derecho civil la conservación de la legítima y acostumbrada equidad en las causas y negocios civiles. Distínganse luego los géneros, reduciéndolos a un número determinado y pequeño. El género abarca dos o más partes, que tienen algo de común, pero difieren en especie. Las partes están subordinadas al género de quien emanan, y por medio de la definición declaramos el valor de los nom bres de género y especie. Es la definición una breve y circunscrita ex plicación de las propiedades de la cosa que queremos definir. Añadiría ejemplos, si no viera que hablo delante de vosotros. Ahora voy a expli car en breve lo que me he propuesto. Si algún día pudiera yo, llevar a cabo lo que hace tiempo medito, o si no pudiendo hacerlo yo por ocu paciones o muerte, algún otro lo ejercitara, quiero decir, que dividiese el derecho civil en sus géneros, que son pocos, y distinguiese luego las partes de estos géneros, tendríais una perfecta arte del derecho civil, más grande y rica que difícil y oscura. Pero en tanto que no se reúnen estos dispersos elementos, podemos recogerlos de una y otra parte, y constituir así hasta cierto punto la ciencia del derecho civil. »¿No veis cómo Cayo Aculeon, caballero romano, que vive y vi vió siempre conmigo, hombre de agudísimo ingenio, pero poco instrui do en las demás artes, sabe el derecho civil de tal modo, que sólo le vence el que tenemos delante? En esta ciencia todo está a la vista, todo en el uso cotidiano y en la práctica del foro. No se contienen en mu chas letras ni en grandes volúmenes; todos han tratado de lo mismo, y aun un mismo escritor repite muchas veces idénticas materias con sólo variar algunas palabras. Añádase a esto lo que pocos creen, la increíble suavidad y deleite que hace fácil y ameno el estudio de las leves. Si los estudios de la antigüedad nos interesan, en todo el derecho civil, en los libros de los pontífices y en las Doce tablas contemplaremos una ima gen de la antigüedad que aun respira en la vetustez de las palabras y en las acciones que declaran la vida y costumbres de nuestros mayores. Si alguien es aficionado a la ciencia política que Escévola no cree propia del orador, sino de otro género de disciplina, en las Doce tablas hallará descrito todos los intereses y el gobierno de la república. Si le deleita esa prepotente y gloriosa filosofía (me atrevería a decirlo), en el dere cho civil y en las leyes encontrará las fuentes para todas sus disputas. Allí llegaremos a conocer la dignidad de la virtud, el premio y honor que se debe al trabajo justo, verdadero y honesto, y el dado, la ignomi nia, las cárceles, los azotes, el destierro y la muerte que están apareja dos para el vicio y el fraude; y aprenderemos, no por disputas interminables y erizadas contradicciones, sino por la autoridad y man dato de las leyes, a domar las pasiones y apetitos, a defender nuestro derecho y apartar de lo ajeno la mente, los ojos y las manos. »Aunque todos lo lleven a mal, diré lo que siento: el solo libro de las Doce tablas excede, en mi juicio, a las bibliotecas de todos los filó sofos, ya por su autoridad, ya por la utilidad que encierra si queremos conocer las fuentes y capítulos de nuestras leyes. Pues si a todos nos agrada como es debido, nuestra patria, y es tanta la fuerza de este amor que aquel sapientísimo Ulises anteponía a la inmortalidad el deseo de volver a su Itaca, pendiente como un nido de rocas asperísimas, ¿cuánto más cariño hemos de tener nosotros a esta patria, que es el emporio de la virtud, del poder y de la dignidad de toda la tierra? Antes que nada, debemos conocer su espíritu, costumbres y leyes, ya porque es nuestra patria madre común, ya porque debemos pensar que anduvo tan sabia en constituir el derecho como en acrecentar las fuerzas de su imperio. Sentiréis asimismo alegría y deleite grandes, conociendo por sus leyes cuánto vencían en prudencia nuestros mayores a los Licurgos, Dracones y Solones. Increíble parece cuán desordenado y casi ridículo es todo derecho civil fuera del nuestro: de esto suelo hablar mucho en mis diarias conversaciones, anteponiendo la sabiduría de nuestros ma yores a la de los demás hombres y sobre todo a la de los griegos. Por éstas razones creo, Escévola que el conocimiento del derecho civil es necesario a todo el que quiera ser perfecto orador.
»¿Y quién ignora cuánto de honor, gracia y dignidad proporciona por sí mismo a los que le profesan? Así como entre los Griegos los hombres más íntimos, a quienes llaman prácticos, se ofrecen por vil salario a servir de ministros en las causas, así en nuestra ciudad, por el contrario, las personas más esclarecidas y de mejor familia, como aquel a quien por su saber en la jurisprudencia llamó nuestro gran Poeta: el noble, sabio y prudente varón, Elio Sextio, y muchos más que, habiendo logrado reputación por su ingenio, alcanzaron después más autoridad que por su mismo ingenio, por su ciencia jurídica. ¿Y qué refugio más honroso puede hallarse en la vejez que la interpreta ción de las leyes? Por eso yo desde mi adolescencia procuré acaudalar este conocimiento, no sólo para utilidad de las causas forenses, sino también para consuelo y alegría de mi vejez, cuando me vayan faltando las fuerzas (cuyo tiempo ya se acerca) y para libertar mi casa de sole dad y abandono. ¿Hay nada más glorioso para el que ha desempeñado todos los honores y cargos de la república que poder decir en su vejez lo que dice en Ennio el pítico Apolo, que él es a quien piden consejo, si no los pueblos y reyes, a lo menos todos sus conciudadanos:
Inciertos van y de prudencia ajenos;
Mas yo con mi consejo los ilustro,
Y disipo las nieblas de su mente.
»La casa de un jurisconsulto es sin duda como el oráculo de toda una ciudad. Testigos sean la casa y el vestíbulo de Quinto Mucio, a quien aun en su vejez y agobiado de enfermedades, vemos rodeado diariamente de escogidísima y numerosa clientela.
»No es necesario un largo discurso para probar que el orador debe conocer así, el derecho público de la ciudad y del imperio como los monumentos de las hazañas de nuestros mayores y los ejemplos de la antigüedad, pues así como en las causas y juicios privados se han de tomar las pruebas del derecho civil, deben estar presentes al orador todos los recuerdos de la antigüedad, el derecho público, la ciencia de regir y gobernar los pueblos, como materia propia del que se ejercita en negocios de interés general.
»Lo que buscamos aquí no es un Causídico, un declamador o un Rábula, sino un orador que sea el primero en aquel arte, que con haber sido en dado en potencia al hombre por la misma naturaleza, se creyó no obstante que era beneficio de un Dios, no adquirido por nosotros sino divinamente revelado: a un hombre que pueda, defendido no por el caduceo sino por el nombre de orador, salir incólume entre las armas enemigas; que sepa excitar el odio de los ciudadanos contra la maldad y el fraude y moverlos a la justicia; librar de injusta pena a los ino centes y levantar a la gloria el ánimo caído y débil del pueblo, o apar tarle de un error, o inflamarle contra los malos, o mitigar su animadversión contra los buenos; que pueda, en fin, excitar o serenar en el ánimo de los oyentes todas las pasiones que el asunto y la causa exigen. Si alguno cree que esta fuerza oratoria ha sido enseñada por los que de este punto han tratado, o que puedo yo exponerla en tan pocas palabras, mucho se equivoca, y no solo desconoce mi poco sa ber, sino también la magnitud e importancia de las cosas. Os he mos trado, porque así lo queríais, las fuentes donde podéis beber, y el camino que habéis de seguir; no quise serviros de guía, lo cual fuera inmenso y no necesario, sino mostraros el camino y enseñaros con el dedo las fuentes.
-Me parece, dijo Mucio, que has hecho bastante para excitar la afición de éstos, si realmente son estudiosos. Pues así como Sócrates solía decir, según cuentan, que su obra era perfecta si con sus exhorta ciones lograba mover a alguno al deseo de conocer y a alcanzar la virtud, pues una vez que se ha persuadido a los hombres a que sean virtuosos, fácil cosa es instruirlos en todo lo restante, así entiendo yo que si queréis penetrar en lo que Craso con su oración os ha descu bierto, fácilmente llegaréis al término teniendo como tenéis la puerta abierta.
-Muy grato nos es todo esto, dijo Sulpicio; pero quisiera que nos explicases algo más lo que muy brevemente has dicho de este arte, confesando que no le desprecias y que lo has aprendido. Y si algo más te dilatares, colmarás nuestra esperanza y deseo. Ya hemos oído lo que se debe estudiar, cosa en verdad muy importante; ahora deseamos co nocer el camino y el método.
-¿Y por qué, dijo Craso, ya que, para daros gusto y reteneros en mi casa, he condescendido con vuestra voluntad tan opuesta a mi natu ral inclinación, no pedimos a Antonio que nos explique lo que él sabe y que todavía no ha divulgado, aunque hace tiempo comenzó a escribir sobre ello un libro, de lo cual mucho se arrepentía antes? ¿Por qué no nos explica esos misterios del bien decir?
-Está bien, dijo Sulpicio; así por lo que tú respondas, Antonio, sa bremos también tu opinión.
-Te ruego, pues, Antonio, dijo Craso, ya que los estudios de estos jóvenes imponen tan pesada carga a nosotros los viejos, que nos ex pongas tu parecer sobre las cuestiones de que fueres interrogado.
-Sorprendido me encuentro, dijo Antonio, no sólo porque se me preguntan cosas de que soy ignorante, sino porque en modo alguno puedo evitar lo que tanto procuro huir en las causas, que es el hablar después de tí, oh Craso. Sólo me da confianza el creer que no esperáis de mí un discurso elegante, como nadie puede esperarlo después que ha hablado Craso. No hablaré del arte que nunca aprendí, sino de mi experiencia, y lo mismo que en mi libro consigné, no estaba tomado de ninguna enseñanza, sino de la práctica y uso de los negocios. Si esto no os agradare, varones eruditísimos, culpad vuestra ligereza en haberme preguntado lo que no sé y agradecedme la docilidad con que os res pondo, movido no por mi juicio, sino por vuestra afición.
-Entonces, dijo Craso, sigue hablando, Antonio: de seguro será tu discurso tan prudente que a ninguno le pese de haberte inducido a hablar.
-Haré, dijo Antonio, lo que creo que debe hacerse al principio de toda disputa: fijar bien el punto de que se trata, cuando está en contro versia, para que así no ande errante y vagabundo el entendimiento. Por ejemplo, si se nos preguntare qué cosa es el arte del general, tendría mos que explicar ante todo quién es el general; diríamos que es el cau dillo supremo en tiempo de guerra: aquí entraría el habar del ejército, de los campamentos, de los escuadrones, de las banderas, de la expug nación de las ciudades, de los víveres, de las asechanzas y celadas; en suma, de todo lo que es propio de una guerra, y añadiríamos, que los que rigen y gobiernan todas estas cosas son los generales; ilustrando todo esto con ejemplos de los Africanos, los Máximos, los Epaminon das, los Aníbal y otros hombres semejantes. Y si se nos preguntara quién es el ciudadano que aplica su saber y estudio a la gobernación de la república, le definiríamos de este modo: debe tenerse por buen ad ministrador y consejero de la república al que sabe las cosas en que la utilidad de la república consiste y hace buen uso de ellas, vg., Publio Léntulo, príncipe del Senado, y Tiberio Graco el padre, y Quinto Me telo, y Publio Africano, y Cayo Lelio, y otros innumerables, tanto de nuestra ciudad como de las otras. Y si se me preguntare quién merece el nombre de jurisconsulto, diría yo que sólo el que conozca las leyes y costumbres y el derecho privado de la ciudad, y pueda responder a todo el que le consulte, y defender los intereses ajenos, como lo hacen Sexto Lelio y Publio Mucio.
»Y viniendo a estudios más ligeros, si se me pregunta por el mú sico, por el dramático o por el poeta; podré explicar de igual manera la profesión de cada uno; y todo lo que de ellos puede exigirse. Del mis mo filósofo, con abarcar su profesión las razones de todo, puede darse alguna definición, diciendo que sólo merece el nombre de filósofo el que conoce la naturaleza y las causas de todas las cosas divinas y hu manas, y sabe y practica el arte de bien vivir. Del orador, ya que de él tratamos, no tengo la misma idea que Craso, el cual me parece que quiere extender la jurisdicción oratoria a todo linaje de artes y disci plinas. Llamo orador al que en causas forenses y comunes puede valer se de palabras agradables al oído y de sentencias acomodadas a la confirmación. Pido en él además voz, acción y cierta gracia. Me parece que Craso ha señalado a la facultad oratoria, no sus propios límites sino los de su ingenio; casi inmensos. Porque concede a los oradores hasta el gobierno de la república, lo cual apenas acabo de creer; pues vemos que muchas veces el Senado en asuntos gravísimos asintió a tu parecer, oh Escévola, aunque le exponías brevemente y sin arte. Y Marco Es cauro, que vive no lejos de aquí, en su casa de campo (según tengo entendido), varón prudentísimo en cuanto al gobierno de la república, si supiera, oh Craso, que le despojabas de su autoridad y consejo para concedérselo al orador, vendría aquí y sólo con su rostro y mirada pon dría freno a vuestra locuacidad. Pues aunque su elocuencia no sea des preciable, brilla más por su digresión y práctica de los negocios, que por el arte de bien decir. Y aunque se lleguen a reunir las dos cosas, ni el buen senador y consejero es por este solo hecho orador, ni se obtiene el lauro de la elocuencia por ser insigne en el gobierno de la ciudad. Distan mucho entre sí estas facultades, son muy diversas y separadas, y Marco Caton, Publio Africano, Quinto Metelo, Cayo Lelio, con ser todos hombres elocuentes, trabajan de diverso modo sus discursos y la gloria de la república. Pues no está prohibido ni por la naturaleza de las cosas, ni por ley o costumbre alguna, el que cada uno de los hombres pueda conocer más de un arte o ciencia. Y no porque en Atenas fuera por muchos años el elocuentísimo Pericles el primero en los consejos y deliberaciones públicas, hemos de creer que las dos facultades de penden del mismo arte: ni porque Publio Craso sea a la vez orador y jurisperito, deduciremos que la ciencia del derecho civil sea una parte de la oratoria. Porque si alguno, eminente en un arte o profesión, se dedica luego a otra y sobresale también en ella, se considerará la última como parte de la primera; y así podríamos decir que la pelota y el jue go de damas son propios del derecho civil, porque en una y otra cosa se distinguió Publio Mucio, y que aquellos a quienes los Griegos llaman físicos, deben llamarse también poetas, porque el físico Empedocles hizo un espléndido poema. Ni siquiera los mismos filósofos, que lo reclaman todo como suyo y se creen poseedores de la ciencia univer sal, se atreven a decir que la geometría o la música sean propias del filósofo, por más que confiesen que Platón se distinguió mucho en ambas artes. Y si se quiere hacer entrar todas las disciplinas en la juris dicción del orador, más tolerable fuera decir que la elocuencia no debe andar pobre y desnuda; sino vestida y adornada con agradable variedad, y que el buen orador debe oír, ver, pensar, meditar y leer mucho, y no poseer estos conocimientos como propios sino libarlos como ajenos. Confieso que en todo asunto debe mostrarse el orador sagaz y hábil, no bisoño, ni rudo, ni peregrino.
»Ni me convencen, oh Craso, esas declamaciones trágicas de que tanto usan los filósofos y que tú has usado, queriéndonos probar que nadie puede encender o calmar los ánimos de los oyentes (principal efecto y triunfo de la oratoria) sino conoce la naturaleza y las costumbres e inclinaciones de los hombres, por lo cual es tan necesaria al ora dor la filosofía, en cuyo estudio vemos que pasan toda su vida hombres ingeniosísimos, pero muy ociosos.
»Yo, lejos de despreciar, admiro mucho su riqueza y variedad de conocimientos; pero a nosotros, que vivimos en el pueblo y en el foro, bástanos saber y decir de las costumbres de los hombres lo que nos enseñan las costumbres mismas. Porque, ¿quién es el orador grave y esclarecido que, queriendo aquietar al juez contra el adversario se vio, nunca dudoso por no saber si la ira era un fervor de ánimo o un deseo de castigar la afrenta recibida? ¿Quién, queriendo mover y agitar los ánimos de los jueces o del pueblo, habló como suelen los filósofos, siendo así que entre éstos hay quienes juzgan nefando crimen el excitar las pasiones de los jueces; y otros, que quieren ser más tolerantes y acercarse más a la verdad de la vida, dicen que las agitaciones del alma deben ser moderadas o muy leves? El orador encarece con palabras y presenta como mucho más acerbos los que en la vida común se tienen por males y molestias, y amplifica y exorna lo que al vulgo le parece bueno y apetecible, y no quiere parecer sabio entre ignorantes, para que los que le oigan no le tengan por un sofista griego, o admirando el ingenio del orador y su sabiduría, lleven a mal que los tenga por necios; pero de tal modo se insinúa en los ánimos de los hombres, de tal suerte explica sus inclinaciones y costumbres, que ni necesita acudir a las descripciones de los filósofos, ni se pone a investigar si el sumo bien consiste en el alma o en el cuerpo; si se define por la virtud o por el deleite; si estas dos cosas pueden unirse y enlazarse entre si, o si como algunos creen, nada se puede saber ni conocer con certeza: materias todas de gran dificultad e importancia, pero muy lejanas, oh Craso, de lo que ahora buscamos. Lo que se necesita es un buen ingenio, aguzado por la naturaleza y la práctica, el cual sagazmente investigue lo que piensan, asienten, opinan y esperan sus conciudadanos y los hombres a quienes trata de persuadir algo.
»Es necesario que conozca las inclinaciones de cada sexo, y edad y la índole de aquellos ante quienes hablan o han de hablar. En cuanto a los libros de los filósofos, bueno será que los reserve para este ocio y descanso Tusculano; y cuando le toque hablar de justicia y buena fe, no tome prestada su doctrina de Platón, que fingió en sus libros una república ideal, apartada, en todo, del uso de la vida y de las costum bres de los ciudadanos. Y si esta doctrina fuera aceptada en los pueblos y en las ciudades, ¿quién te hubiera permitido, ob Craso, con ser tú varón tan insigne y esclarecido, decir como dijiste ante un gran número de ciudadanos: «libradnos de estas miserias; sacadnos de las fauces de éstos cuya crueldad no puede saciarse con nuestra sangre; no nos per mitáis ser esclavos de nadie, sino de todos vosotros, de quienes podemos y debemos serlo.» Dejo aparte las miserias que, según dicen los filósofos, nunca pueden recaer en un varón esforzado; prescindo de las fauces, de que deseas librarte, para que en juicio inicuo no sea devorada tu sangre, lo cual ellos dicen que jamás puede acaecer al sabio. ¿Pero cómo te atreviste a decir que no sólo tú, sino todo el Senado, cuya causa defendías, estábais en servidumbre? ¿Puede, oh Craso, según tus autores, ser esclava la virtud, cuyos preceptos incluyes en la facultad oratoria, cuando ella es siempre libre, y aunque nuestro cuerpo esté en prisiones o cargado de cadenas, ella conserva siempre su derecho e ilimitada libertad? ¿Y qué filósofo, por muelle, lánguido y enervado que sea, por más que lo refiera todo al deleite y dolor del cuerpo, podrá probar lo que añadiste luego, es a saber, que el Senado, no sólo puede, sino que debe servir al pueblo? ¿Servir el Senado al pueblo, cuando el pueblo mismo le ha concedido las riendas y el derecho de gobernarle y regirle?
»Al paso que yo juzgaba divina esta oración tuya, Publio Rutilio Rufo, hombre docto y dado a la filosofía, no sólo la tachó de inoportuna, sino de torpe y vergonzosa. El mismo Rutilio solía decir mal de Servio Galba (a quien mucho había conocido), porque Galba, cuando le acusó Lucio Escribonio, quiso excitar la misericordia del pueblo, después que Marco Caton, grave y acérrimo enemigo de Galba, había pronunciado contra él, ante el pueblo romano, un áspero y vehemente discurso que trae el mismo Caton en sus Orígenes. Reprendía, pues; Rutilio a Galba, por haber levantado sobre sus hombros a un hijo huérfano de su pariente Cayo Sulpicio Galo, para mover la compasión y el llanto del pueblo con la memoria de su esclarecido padre, y por haber encomendado sus dos hijos párvulos a la tutela del pueblo diciendo que hacía testamento sin balanza ni tablillas, como aquel que va a entrar en combate, y que dejaba al pueblo romano como tutor de sus huérfanos. Así pudo salvarse Galba de la indignación y del odio del pueblo, y por eso dejó escrito Catón que, si Sulpicio no hubiera acudido a los niños y a las lágrimas, hubiera sido castigado. Rutilio vituperaba mucho esa humillación, diciendo que a ella debía anteponerse el destierro y hasta la misma muerte. Y no solo lo decía sino que lo pensaba y además lo ejecutó. Pues habiendo sido, como sabéis, un modelo de inocencia, hasta el punto de no haber otro más íntegro ni más santo en la ciudad, no sólo no0 quiso suplicar a los jueces, sino ni aun emplear en su causa más ornato ni más licencia que la que exigía la verdad. Sólo permitió tomar alguna parte en su defensa a nuestro Cota, elocuentísimo adoles cente, hijo de su hermana. También le defendió en algún modo Quinto Mucio sin aparato alguno, con pureza y claridad, como acostumbraba. Pero si hubieras hablado entonces tú, Craso, que decías antes que el orador debe valerse de las armas que los filósofos usan; si hablando a tu manera, no a la de los filósofos, hubieras defendido a Rutilio, es seguro que por malvados que hubiesen sido aquellos ciudadanos, dig nos del último suplicio, la fuerza de tu palabra hubiera arrancado de la mente de todos la opresión en que unos pocos los tenían. Ahora hemos perdido a un varón tan excelente, porque su causa fue defendida como lo hubiera sido en la república ideal de Platón. Nadie lloró, nadie reclamó por los patronos, a nadie le dolió, nadie se quejó, nadie suplicó ni imploró la misericordia del pueblo; ¿qué más? nadie en aquel juicio dio con el pié en la tierra, sin duda por no hacerse sospechoso a los Estoicos.
»Imitó este hombre romano y consular a aquel antiguo Sócrates que, con haber sido el más sabio y virtuoso de todos, se defendió en el juicio capital de tal manera, que no parecía reo ni suplicante, sino maestro o señor de sus jueces. Y habiéndole presentado el elocuentísi mo orador Lisias una oración escrita para que, si quería, la aprendiese de memoria y la dijese en el juicio, leyóla con gusto y dijo estaba bien, pero añadió: «Así como si me trajeras zapatos de Sidon, no los usaría por más que fuesen bien hechos y acomodados al pie, porque no son varoniles; así tu discurso me parece elegante y oratorio, pero no fuerte ni viril» Fue, pues, condenado, no sólo por la primera sentencia en que declaran los jueces si han de condenar o absolver, sino por la segunda, que debían pronunciar con arreglo a las leyes. Porque en Atenas, después de condenar el reo, si el delito no era capital se procedía a la casación de la pena, y los jueces, antes de dar la sentencia, interrogaban al reo para que declarase de qué se creía merecedor. Preguntado Sócrates, respondió que él merecía ser colmado de honores y premios y alimentado cotidianamente en el Pritánco a expensas del público, lo cual se tiene por grande honor entre los Griegos. Con cuya respuesta se enoja ron tanto los jueces, que condenaron a muerte a un hombre inocentísimo. Y si hubiera sido absuelto (lo cual, aunque no toca directamente a nuestro asunto, hubiera sido de desear, siquiera por la magnitud de su ingenio), ¿cómo podríamos contestar a los filósofos que ahora atribu yen su condenación sólo a no haber sabido defenderse como convenía, y, sin embargo, sostienen que los preceptos del bien decir se han de aprender de ellos? Yo no disputaré si su doctrina es mejor o más ver dadera; sólo digo que una cosa es la filosofía y otra cosa la elocuencia, y que la una puede ser grande sin la otra.
»Entiendo, Craso, por qué has ensalzado con tanta vehemencia el derecho civil: lo conocí desde que empezaste a hablar. Ante todo que rías agradar a Escévola, a quien todos debemos tener mucho cariño por su extremada cortesía. Viendo que su arte carece de ornato y es desaliñado, insistes en enriquecerle y adornarle con todas las galas de la palabra. Después, como tú has gastado tanto tiempo y trabajo en ese estudio, cuyo maestro y consejero has tenido en casa, te empeñaste en ponderar la importancia de ese arte, para que no se te acusara de haber perdido el tiempo. Pero yo no impugno ese arte. Valga en buen hora todo lo que tú quieras. Su importancia está fuera de controversia; toca y pertenece a muchos; estuvo siempre en grande honor, y los más ilus tres ciudadanos se han dedicado hasta ahora a su estudio. Pero mira, Craso, no sea que queriendo adornar con nuevas y peregrinas galas la ciencia del derecho civil, vengas a despojarla y desnudarla de las que siempre ha tenido y todos la concedemos. Pues si dijeras que el jurisconsulto debía ser orador, y el orador jurisconsulto, hubieras distinguido dos artes iguales en dignidad entre sí. Pero si dices que el juriscon sulto puede carecer de elocuencia, y que muchos han carecido, al paso que nadie puede ser orador sin saber la ciencia del derecho, queda reducido, en tu opinión, el jurisconsulto a ser un leguleyo sagaz, y agudo pregonero de acciones, cantor de fórmulas, cazador de sílabas; pero como muchas veces se vale el orador del auxilio del derecho en las causas, de aquí que hayas puesto la jurisprudencia al servicio de la oratoria, como criado que sigue los pasos de su amo.
»Te admiras de la imprudencia de los abogados, que siendo inca paces para los negocios pequeños, se encargan de los más graves, o se arrojan a tratar en las causas puntos de derecho civil que del todo igno ran; pero una y otra cosa tienen fácil explicación. Porque ni es de ad mirar que el que ignora la fórmula de la coempcion pueda, defender la causa de la mujer casada por coempción, ni porque se requiera mayor habilidad para regir una nave pequeña que otra grande, hemos de decir que no puede defender una causa de partición de herencia el que ignore los términos y fórmulas con que la partición se hace. Dices que la ma yor parte de las causas centunvirales se fundan en el derecho civil; pero ¿hay entre ellas alguna que no haya podido ser bien defendida por un hombre elocuente, aunque no conociera el derecho? En todas esas causas, así en la de Marco Curio, que tú hace poco defendiste, como en la de Cayo Hostilio Mancino, y en la del niño nacido de la segunda mujer sin haber sido legal el divorcio con la primera, hubo gran discusión entre los más sabios jurisconsultos. Pregunto ahora: ¿de qué le sirve al orador en estás causas la ciencia del derecho, cuando el más hábil ju risconsulto no podría defenderlas con armas propias, sino ajenas, no con la ciencia del derecho, sino con la elocuencia? Muchas veces he oído decir que cuando Publio Craso pretendía la edilidad, y Servio Galba, consular también (aunque de más edad que él), le acompañaba en el foro (porque la hija de Craso estaba prometida a Cayo, su hijo), se acercó a consultar a Craso un hombre rústico, y habiendo recibido de él una contestación más verdadera que acomodada a su negocio, se apartó de él muy triste. Vióle Galba, le llamó por su nombre, y le pre guntó qué consulta había hecho a Craso. Oída la relación, y visto el pesar del pobre hombre, dijo Galba: «Sin duda que Craso estaba dis traído y preocupado cuando te respondió.» Y volviéndose después a Craso, y tomándole por la mano añadió: «¡Eh! ¿cómo se te ha ocurrido dar esa respuesta?. Craso, con la confianza que su saber le daba, quiso sostener su opinión, que era sin duda la mejor y más legal. Pero Galba, con muchas alusiones y similitudes, invocaba la equidad contra la ley escrita; y Craso, que era muy inferior a él en elocuencia, aunque no hablaba mal, se refugió en sus autores y citó, en apoyo de su opinión, los libros de su hermano Publio Mucio y los comentarios de Sexto Elio; pero al fin tuvo que conceder que la opinión de Galba era mucho más probable que la suya y casi la única verdadera.
»Pero las causas en que sobre el derecho no puede haber duda, nunca suelen venir a juicio. ¿Reclama alguno una herencia, fundado en el testamento que un padre de familias hizo antes que le naciera un hijo? Nadie; porque, con nacer este hijo queda anulado el testamento. En esto no cabe disputa ni juicio alguno. Lícito es, pues, al orador ig norar la parte del derecho que no está sujeta a controversias, y que es, sin duda, la mayor. Y en las cuestiones dudosas aun para los más peri tos, no le es difícil hallar alguna autoridad en pro de la causa que se defiende, y recibir de otro las armas que ha de esgrimir él después con todo su vigor y fuerzas. A no ser, Craso, que tú, para defender la causa de Marco Curio (lo diré con paz de nuestro buen Escévola) te valieras de los libros y preceptos, de tu suegro. ¿No te encargaste de la defensa de la equidad, de los testamentos y de la voluntad de los moribundos? Las veces que yo te oí y estuve presente, lo que más atrajo a los oyen tes a parecer fueron las sales, gracias y cultas felecias con que fingías alabar la agudeza de los adversarios, admirando, vg., el ingenio de Escévola por haber descubierto que primero es nacer que morir; y cuan do reuniendo muchas leyes, senadoconsultos y ejemplos de la vida y trato común, mostraste, no sólo aguda sino chistosa y cómicamente, que, si nos atuviéramos a la letra y no el espíritu, nada podría cumplirse. Juicio fue aquel lleno de gracia e ingenio, y no veo que para nada te sirviera en él la práctica del derecho civil, sino la fuerza de tu palabra, unida a la felicidad y gracia de tu ingenio.
»El mismo Mucio, defensor del derecho del padre y propugnador del patrimonio (digámoslo así), ¿qué alegó contra tí en aquella causa que pudiera decirse tomado del derecho civil? ¿qué ley recitó? ¿qué secretos reveló, ocultos a los profanos? Todo su discurso se redujo a ponderar la importancia de la ley escrita, ni más ni menos que hacen los muchachos en las escuelas cuando se ejercitan en causas fingidas, y uno defiende la equidad, otro el escrito. Y creo que en la causa del sol dado, si hubieses defendido al heredero o al soldado mismo, no habrías tenido que acudir a las fórmulas de Hostilio, sino a los recursos de la elocuencia. Así, defendiendo el testamento, hubieras dicho que de este juicio dependía la fuerza y validez de todas las disposiciones testa mentarias; y si hablabas en defensa del soldado, hubieras evocado (digámoslo así) de entre los muertos la sombra de su padre, la hubieses puesto a nuestra vista, abrazando a su hijo y recomendándosela entra lágrimas a los centunviros; hubieras hecho, a fe mía, llorar a las mismas piedras; habrías conseguido, en suma, que la fórmula Uti lingua nuncupasset no pareciese escrita en las Doce Tablas, que prefieres a todas las bibliotecas de los filósofos, sino en los preceptos de algún retórico.
»Tachas de perezosos a los jóvenes que no aprenden ese arte, con ser facilísimo. No deben pensar que lo es tanto los jurisconsultos que tan satisfechos andan con su saber como si costase grandes dificulta des. Y tú mismo confiesas que la jurispericia no es todavía arte, pero que podría llegar a serlo cuando alguno descubriese el método y sis tema que ha de dársele. Dices además que es muy deleitable; pero de seguro que los jóvenes te ceden de barato semejante recreación y con sienten en privarse de ella, porque no hallarás entre ellos ninguno que no aprenda con más gusto el Teucro de Pacuvio que el tratado de Manilio sobre compra y venta. Afirmas que por amor a la patria debemos conocer las leyes e instituciones de nuestros mayores; pero ¿no cono ces que muchas de ellas han caducado por su antigüedad o han sido sustituidas por otras nuevas? Sostienes que el derecho civil hace buenos a los hombres, porque tiene premios para la virtud y castigos para el vicio: siempre creí que la virtud se inculcaba a los hombres (si es que puede inculcarse) con la persuasión y la enseñanza, no con amena zas ni terrores. Aun sin el conocimiento del derecho, podemos distin guir el bien del mal, y hacer el uno y evitar el otro.
»En cuanto a mí, único a quien concedes, oh Craso, que sin saber el derecho civil pueda defender causas, te diré que nunca he aprendido las leyes, pero que tampoco las he echado de menos en ninguna de las causas dependientes de ellas que he tenido que defender. Una cosa es ser artífice de cualquier género, y otra no ser en la vida común y vulgar hombre torpe y rudo. ¿Á quién de nosotros no es lícito recorrer por utilidad o deleite sus casas y heredades? Ninguno hay tan sin ojos y entendimiento que no sepa lo que es la mies y la sementera, la poda de los árboles y de las vides, y en qué estación del año, y cómo, se hacen estas cosas. Pero para examinar el fundo o dar alguna orden al arrendador o al granjero, ¿tendrás que estudiar los libros del cartaginés Magon o te bastará con ese vulgar conocimiento? ¿Y por qué no ha de ser lo mismo en el derecho civil, sobre todo cuando hemos vivido siempre en el foro y entre causas y negocios, y hemos tratado de ellos como ciu dadanos, y no como peregrinos y extranjeros? Y si alguna causa oscura y difícil se nos presentare, fácil será consultarla con Escévola, si ya el interesado no nos la trae consultada y resuelta. Cuando se disputa de la cosa misma, de límites que no tenemos a la vista, de tablas y prescrip ciones, aprendemos muchas veces cosas intrincadas y difíciles; ¿y te meremos tropezar en la interpretación de las leyes y de los pareceres de los jurisconsultos, sólo porque no hemos estudiado desde la adolescen cia el derecho civil?
»¿No aprovecha, pues, al orador la ciencia del derecho civil? No he de negar que toda ciencia aprovecha, sobre todo a aquel cuya elo cuencia debe estar adornada de variados conocimientos; pero grandes, muchas y difíciles son las condiciones que en el orador se exigen para que pueda distraer su atención a otros estudios. ¿Quién negará que el orador debe imitar en el ademán y en el gesto la elegancia de Roscio? Y sin embargo, nadie aconsejará a los jóvenes aficionados a la elo cuencia que hagan sobre el gesto el mismo estudio que Roscio. ¿Qué cosa hay tan necesaria al orador como la voz? Y sin embargo, por consejo mío, ninguno que se dedique a la oratoria debe educar la voz al modo de los Griegos y de los trágicos, que por muchos años declaman sentados, y todos los días antes de recitar van alzando poco a poco la voz, y luego desde el tono más agudo la hacen bajar al más grave, recogiéndola, digámoslo así. Si nosotros quisiésemos hacer lo mismo, serían condenados los que nos encargan sus causas, antes que aprendiésemos a recitar un Pean. Y si no debemos esmerarnos nimiamente en el gesto, que tanto ayuda al orador, y en la voz, única que sostiene y da realce a la elocuencia; si sólo podemos ejercitarnos en estas cosas durante el brevísimo tiempo que nos dejan libre los negocios cotidianos, ¿cuánto menos hemos de descender a la ocupación de aprender el derecho civil, que, en suma, puede comprenderse sin anterior doctrina? A lo cual se añade que la voz y el gesto no pueden tomarse de otro ni improvisarse, al paso que en las cuestiones de derecho puede consultarse a los doctos o a los libros. Por eso los más elocuentes oradores griegos tienen a su servicio jurisperitos muy doctos, a los que suelen llamar pragmáticos, como poco antes has dicho.
»En esto aciertan más los nuestros, que han querido dar a las leyes y al derecho la autoridad de los hombres más esclarecidos. Pero lo mismo hubieran hecho los Griegos, a habérseles ocurrido que el orador mismo debía conocer el derecho civil y no contentarse con un ayudante práctico.
»Lo que dices de que la ancianidad se consuela de la tristeza y abandono con el estudio del derecho, será sin duda por las grandes riquezas que proporciona. Pero aquí no buscamos lo que puede sernos útil, sino lo que es necesario al orador.
»Suele decir Roscio (ya que tantas veces nos hemos valido de su ejemplo) que cuanto más vaya entrando en años, irá haciendo más tar do el son de su flauta y más remiso su canto. Y si él, sujeto a las trabas del metro y de la cadencia, busca algún descanso para su vejez, ¿cuánto más fácilmente podemos nosotros, no suavizar el tono de la voz, sino mudarle enteramente? Y no se te oculta, Craso, cuán varios son los modos de decir, y quizá has sido tú el primero en demostrarlo, porque antes solías perorar con mucho más calor y vehemencia que ahora, y no menos aplaudimos tu presente serenidad que la antigua fuerza y el pasado brío.
»Y hubo muchos oradores como Escipion y Lelio que usaron siempre un tono de voz muy bajo, y no peroraron como Servio Galba, con toda la fuerza de sus pulmones. Y aunque no puedas o no quieras hacer esto, ¿temes por ventura que la casa de un tan ilustre varón como tú se vea abandonada por todos, sólo porque dejen de asediarte los litigantes? Tan lejos estoy de este parecer, que no sólo creo que no es un alivio para la vejez la multitud de los que vienen a consultar, sino que espero como un puerto esa soledad que temes, y pienso que el mejor refugio en la vejez es la quietud.
»En cuanto a los demás estudios, la historia, el derecho público, la antigüedad, la abundancia de ejemplos, podrá pedirlos prestados cuando sea menester a mi amigo Longino, varón óptimo y muy sabedor de estas cosas. Y no repugno yo que los jóvenes, siguiendo tu consejo, lo lean todo, lo oigan todo y se ejerciten en los estudios de humanidades, aunque a fe mía que les ha de quedar poco tiempo si se empeñan en cumplir todos los preceptos que les has dado, y que me parecen leyes harto duras para aquella edad, si bien casi necesarias para alcanzar lo que desean. Porque esos ejercicios improvisados a propósito de cualquiera causa, esas reflexiones tan profundas y meditadas, ese estilo tuyo que llamas maestro y perfeccionador del bien decir, es obra de mucho trabajo y sudor; y la comparación de los discursos propios con los ajenos, y las controversias de repente sobre un libro de otro para alabarle, vituperarle, comprobarle o refutarle, tienen no poca dificultad, ya para la memoria, ya para la imitación. Pero lo que es terrible, y creo ¡por Hércules! que ha de tener más fuerza para desalentar que para persuadir, es el haber querido tú que cada uno de nosotros sea en su género otro Roscio, añadiendo que no agradan tanto las cosas buenas como las malas fastidian. Pero yo creo que al orador se le juzga con más benevolencia que a un histrion. Así son oídos con atención, cuan do la causa es interesante, oradores muy roncos, al paso que si Esopo enronqueciera, todos le silbaríamos. En las artes que buscan el deleite del oído, ofende todo lo que disminuye este placer. Pero en la elocuen cia hay muchas más cosas que atraigan, y aunque no todas sean perfectas, basta que muchas lo sean para que la oración nos parezca admirable.
»Y volviendo a nuestra primera cuestión, sea el orador, tal como lo defendió Craso, el que puede hablar de un modo acomodado a la persuasión. Enciérrese en la práctica vulgar y forense, y dejando los demás estudios, aunque sean nobles y señalados, trabaje en esto sólo días y noches, imitando a aquel varón a quien todos conceden la palma de la elocuencia, al ateniense Demóstenes, que con tanto estudio y tra bajo llegó a vencer los obstáculos de la naturaleza; pues siendo tartamudo, hasta el punto de no poder pronunciar la primera letra del arte que estudiaba, llegó a hablar más claro que nadie; y siendo de respira ción dificultosa, logró (como lo vemos en sus escritos) con sólo retener el aliento, alzar y bajar dos veces la voz en el mismo período. Y aun dicen que se metía piedrecillas en la boca, y que recitaba en alta voz y de un sólo aliento muchos versos, y esto no parándose en un lugar, sino andando y subiendo agrias cuestas. Con estas exhortaciones, Craso, se debe convidar a los jóvenes al estudio y a la labor. Todas las demás artes y disciplinas, aunque en todas te distingues, las juzgo indepen dientes del oficio y cargo del orador.»
Así que acabó de hablar Antonio, quedaron Sulpicio y Cota en duda sobra cuál de las dos opiniones se acercaba más a la verdad. Entonces dijo Craso: «Nos has descrito al orador como una espe cie de operario, aunque no sé si lo juzgas así o si has querido sólo valerte de tu admirable facilidad de refutación, en la cual nadie te aventaja: la cual facultad es propia del orador, aunque ya la suelen usar los filósofos, sobre todo los que en cualquier asunto defienden las dos opiniones contrarias. Pero yo no entendía tratar, y más hablando en presencia de éstos, del abogado de ínfima clase que no se levanta sobre el interés de la causa, sino que me formaba del orador, sobre todo en nuestra república, una idea más alta, cuando dije que no debía carecer de ningún género de cultura. Pero ya que has reducido a tan estrechos límites la profesión oratoria, más fácil te será exponernos lo que piensas sobre los preceptos de este arte. Pero quédese para mañana. Por hoy bastante hemos hablado. Ahora, Escévola, si quieres ir al Tuscula no, descansa un poco hasta que pase el calor. Ya es tiempo también de que nosotros vayamos a descansar.»
Todos dijeron que sí; y Escévola añadió: «Siento haber dado a Lelio palabra de estar hoy en el Tusculano, porque oiría con mucho gusto a Antonio.»
Después se levantó y dijo riéndose: «No me ha sido tan molesto el desprecio que haces de nuestro derecho civil, como grato el oírte con fesar que le ignoras.»