Tratados Morales
Lucio Anneo Séneca
Los Tratados morales son una recopilación clásica de varios diálogos escritos entre los años 41 d. C. a 63 d. C. por el filósofo de la escuela estoica, escritor y orador Lucio Anneo Séneca. En los mismos, el prodigioso escritor de principios del Imperio romano razona sobre varias temáticas intrínsecas a la vida desde el punto de vista de su filosofía del vir fortis. De la Providencia (63 d. C.), De la felicidad (58 d. C.), De la serenidad del alma (53 d. C.), De la firmeza del sabio (55 d. C.), De la brevedad de la vida (55 d. C.), De consolación (c. 40 d. C.), De la pobreza.
Traducción realizada durante la primera mitad del siglo XX por el filósofo y canónigo republicano en el exilio don José Manuel Gallegos Rocafull.
Tratados morales
De la Providencia ― De la felicidad ― De la serenidad del alma ― De la firmeza del sabio ― De la brevedad de la vida ― De consolación ― De la pobreza
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De la serenidad del alma
(o De la tranquilidad del ánimo)
A Sereno
Capítulo I
Haciendo de mí examen, en mí, oh amigo Sereno, se manifestaron unos vicios tan descubiertos que casi se podían cortar con la mano, y otros más escondidos y no continuados, sino que a ciertos intervalos volvían; y a éstos los tengo por molestísimos, porque, como enemigos vagos, asaltan en las ocasiones, sin dar lugar a estar prevenidos como en tiempo de guerra, ni descuidados como en la paz. Hállome en estado (justo es confesarte la verdad, como a médico) que ni me veo libre de estas culpas que temía y aborrecía, ni me hallo de todo punto rendido a ellas. Véome en tal disposición, que si no es la peor, es por lo menos lamentable y fastidiosa. Ni estoy enfermo ni tengo salud, y no quiero que me digas que los principios de todas las virtudes son tiernos, y que con el tiempo cobran fuerza; porque no ignoro que aun las cosas en que se trabaja por la estimación, como son las dignidades y la fama de elocuentes, con todo lo demás que pende de parecer ajeno, se fortifica con el tiempo, y que así las cosas que tienen verdaderas fuerzas como las que se dejan sobornar con alguna vanidad, esperan a que poco a poco las dé color la duración. Tras esto recelo que la misma costumbre que suele dar constancia a las cosas, no me introduzca más en lo interior los vicios. La conversación larga, así de bienes como de males, engendra amor. Cuál sea esta enfermedad del ánimo perplejo en lo uno y en lo otro, sin ir con fortaleza a lo bueno ni a lo malo, no lo podré mostrar tan bien diciéndolo junto, cuanto dividiéndolo en partes. Diréte lo que a mí me sucede; tú puedes dar nombre a la enfermedad. Estoy poseído de un grande amor a la templanza; así lo confieso. Agrádame la cama no adornada con ambición; no me agrada la vestidura sacada del cofre y prensada con mil tormentos que la fuercen a hacer diferentes visos, sino la casera y común, en que ni hubo cuidado de guardarla ni le ha de haber en ponerla. Agrádame el manjar que no costó desvelo a mis criados, ni causó admiración a los convidados; y no me agrada el prevenido de muchos días, ni el que pasó por muchas manos, sino el ordinario y fácil de hallar, sin que en mi mesa se ponga cosa alguna de las que el precio subido atrae, sino las que en cualquier lugar se hallan, sin ser molestas a la hacienda y al cuerpo, y sin que sean tales y tantas que hayan de salir por la parte por donde entraron. Agrádame el criado poco culto y el tosco esclavo, y la pesada plata de mi rústico padre, sin que en ella haya considerable hechura y sin que esté grabado el nombre del artífice. Agrádame la mesa no celebrada por la variedad de colores, ni la conocida en la ciudad por diferentes sucesiones de curiosos dueños, sino aquella que baste para el uso, sin que el deleite ocupe ni la envidia encienda los ojos de los convidados. Pero después de estar agradado de estas cosas, me aprieta el ánimo el ver en otros gran cantidad de pajes y esclavos relumbrantes con el oro de las libreas, más bizarras que las de los míos. También me acongoja el entrar en una casa llena de riquezas y adornada con artesones dorados; y apriétame el lisonjero pueblo que de continuo corteja a los que disipan sus haciendas. ¿Qué diré de las fuentes que, transparentes hasta lo hondo, se ven en los cenáculos? ¿Qué de los manjares exquisitos dignos del teatro? Lo que puedo decir es que viniendo yo de las remotas provincias de la frugalidad, me cercó con grande esplendor la demasía, haciéndome por todas partes una dulce armonía, con que titubeó algún tanto el escuadrón; pero contra él levanté con más facilidad el ánimo que los ojos, y con esto me retiré, no peor, pero más triste, no hallándome tan gustoso entre mis deslucidas alhajas, donde me acometió un tácito remordimiento, dudando si eran mejores las más costosas; y aunque ninguna de ellas me rindió, ninguna dejó de combatirme. Agrádame seguir la fuerza de los preceptos, entrándome en medio de la república; y aunque me da gusto ponerme las insignias y honores de juez, no es por andar vestido de púrpura ni cercado de doradas varas, sino por estar más dispuesto para el socorro de mis amigos y allegados y al de todos los mortales. Puesto más cerca, sigo a Zenón, Cleantes y Crisipo, ninguno de los cuales se arrimó a la república, aunque ninguno de ellos dejó de encaminar a otros a ella; a la cual, cuando permito se acerque mi ánimo no acostumbrado, si acaso ocurre alguna cosa indigna o poco corriente (como es ordinario en la vida humana) o cuando las cosas a que se debe poca estimación me piden mucho tiempo, luego me vuelvo al ocio; y como es más veloz la carrera a los cansados ganados cuando tornan a su casa, así a mi ánimo le agrada más el encerrar la vida entre las propias paredes. Nadie, pues, me usurpe un solo día, ya que no pueda darme recompensa equivalente a tal pérdida. El ánimo estribe en sí mismo, estímese y no se embarace en ajenas cosas, ni haga aquellas en que pueda intervenir el juez. Ame la tranquilidad que no se embaraza en cuidados públicos ni particulares; mas donde la importante lección levantó el espíritu, y donde los nobles ejemplos pusieron espuelas, luego se desea acudir a los tribunales para ayudar a unos con la abogacía y a otros con el favor; y aunque parezca que éste no haya de ser de provecho, se intente que lo sea, para enfrenar la soberbia de quien sin razón se engríe por verse próspero. Yo tengo por más acertado en los estudios poner los ojos en la sustancia de las cosas, y que el lenguaje se acomode a ellas, proporcionándoles las palabras, de modo que a la parte donde ellas nos guiaren, siga la oración sin demasiado cuidado. ¿Qué necesidad hay de adornar lo que no ha de durar muchos siglos? ¿Pretendes que los venideros no te pasen en silencio? Advierte, pues, que naciste para la muerte, y que el entierro con silencio tiene menos de molesto. Escribe alguna materia en estilo sencillo, y sea para ocupar el tiempo en beneficio tuyo y no para ostentación: menor trabajo hasta a los que escriben para el tiempo presente. Cuando el espíritu se levanta de nuevo con la grandeza de algún pensamiento, luego se hace altivo en las palabras; porque al modo que aspira a cosas altas, procura hablar con altivez; y entonces, olvidado de la ley del ajustado juicio, me dejo subir en alto, hablando con labios ajenos. Y para no discurrir con singularidad en cada cosa, digo que en todas me sigue esta enfermedad del entendimiento sano, y temo caer poco a poco en ella, y lo que más cuidado me da es el estar siempre colgado, a imitación del que va a caer, siendo esta indisposición mayor que la solicitud que de curarla tengo. Porque a las cosas domésticas las miramos amigablemente, siendo este favor perjudicial al juicio. Entiendo que muchos llegarán a la sabiduría, a no persuadirse que ya la habían conseguido, y si en sí mismos no hubieran disimulado muchas cosas, mirando las de otros con ojos despabilados y atentos. No pienses que con la adulación se destruyen solamente los negocios ajenos y no los propios. ¿Quién hay que tenga valor para decirse la verdad a sí mismo? ¿Quién es el que, metido entre la multitud de aduladores, no se lisonjeó? Suplícote que si sabes algún remedio con que detener esta tormenta que padezco, me juzgues digno de que te deba la tranquilidad. Bien sé que los movimientos de mi ánimo no me son peligrosos, ni me acarrean cosas de inquietud; mas para declararte con un verdadero símil aquello de que me lamento, te digo que lo que me fatiga no es tempestad, sino fastidio. Líbrame, pues, de esta indisposición, y socorre al que padece a vista de tierra.
Capítulo II
Cuando estoy en silencio conmigo solo, me pregunto a qué cosa me parece semejante este afecto de ánimo, y con ningún ejemplo quedo más propiamente advertido que con el de aquellos que, habiendo salido de alguna grave y larga enfermedad, se ven todavía molestados de ligeros accidentes, y aun después de haber de todo punto desechado las reliquias de la indisposición, les inquietan sospechas, y estando ya sanos, dan el pulso a los médicos, desacreditando cualquier calor que sienten. Los cuerpos de estos no están enfermos, sino poco acostumbrados a la salud, sucediéndoles lo que al mar y a las lagunas, que aun después de cesar las tormentas y estar tranquilas y sosegadas, les quedan algunas mareas. Por lo cual es necesario uses, no de aquellos duros preceptos que hemos ya pasado, ni te resistas en algunas ocasiones, ni que en otras te hagas eficaz instancia; basta lo último, que es el darte crédito a ti mismo, persuadiéndote a que vas camino derecho, sin dejarte llevar por las trasversales huellas de muchos que a cada paso van haciendo nuevos discursos, y estando en el camino le yerran. Lo que deseas es una cosa grande, alta y muy cercana a Dios, que es no mudarte. Los griegos llaman a esta firmeza de ánimo estabilidad, de la cual Demetrio escribió un famoso libro; y yo la llamo tranquilidad, porque ni tengo obligación de imitarlos, ni de traducir las palabras a su estilo. La cosa de que se trata se ha de significar con algún término, que tenga fuerza de la palabra griega, aunque no tenga la misma cara. Lo que ahora preguntamos es de qué modo estará siempre el ánimo con igualdad, y cómo caminará con próspero curso, siéndose propicio y mirando sus cosas con tal alegría que no se interrumpa, perseverando en un estado plácido, sin desvanecerse ni abatirse. Esto es tranquilidad: busquemos, pues, el camino por donde podemos llegar de todo punto a ella. Toma tú la parte que quisieres del remedio público, y ante todas las cosas has de poner delante todo el vicio, para que cada uno conozca lo que de él te toca; y con esto verás cuánto menos embarazo tienes con el fastidio de ti mismo, que el que tienen aquellos que, atados a ocupaciones honrosas y trabajando bajo el yugo de magníficos títulos, los detiene en su simulación más la vergüenza que la voluntad. En un mismo paraje están los molestados de liviandad como los fatigados del fastidio y los que viven en continua mudanza de intentos, agradándoles más los que dejaron, como los que hechos holgazanes están voceando todo el día. Añade a éstos los que, imitando a los que tienen dificultoso sueño, andan mudándose de un lado a otro, hasta que el cansancio les acarrea la quietud, formando de tal modo el estado de su vida, que paran últimamente, no en el que les puso el aborrecimiento de mudanzas, sino en el que les acarreó la vejez, inhábil para nuevas empresas. Añade también los que no desisten de ser livianos por dejar de ser inconstantes, sino que por ser perezosos viven, no como desean, sino como comenzaron. Innumerables son las calidades de las culpas; y uno solo es el efecto del vicio, que es el de descontentarse de sí mismo. Y esto nace de la destemplanza de ánimo, y de los cobardes o poco prósperos deseos, que no se atreven a tanto como apetecen, o no lo consiguen; y adelantándose en esperanzas, están siempre instables, accidente forzoso a los que viven pendientes del querer ajeno. Pásaseles toda la vida en industriarse a cosas poco honestas y muy dificultosas; y cuando su trabajo queda sin premio, les atormenta la infructuosa indignidad, sin que el arrepentimiento sea de haber pretendido lo malo, sino de que sus deseos quedaron frustrados; y entonces se hallan poseídos del dolor que les causa el arrepentimiento de lo comenzado y el que tienen de lo que han de comenzar, entrando en ellos una inquietud de ánimo, que en ninguna cosa halla salida, porque ni pueden sujetar a sus deseos, ni saben obedecerlos: de que nace una irresolución de indeterminada vida, y un detenimiento de ánimo entorpecido entre determinaciones; y estas cosas les son más molestas cuando por odio de la trabajosa infelicidad se retiraron al ocio y a los estudios quietos, que no los admite el ánimo levantado a negocios civiles, ni el deseoso de trabajar, por ser de natural inquieto; y así, cuando se ve careciendo del consuelo y deleites que le daban las ocupaciones, no puede sufrir su casa, su soledad y el estar metido entre paredes, doliéndose de verse dejado para sí solo: de que le nace el fastidio y desagrado, y un desasosiego de ánimo poco firme. Cáusales la vergüenza interiores tormentos, y los deseos que se ven encarcelados en sitio estrecho y sin salida, se ahogan: de que resulta el entristecerse y marchitarse, por estar contrastados de infinitas olas de la incierta determinación que los aflige, en que les tienen suspensos las cosas comenzadas, y tristes las lloradas. De aquí principalmente tiene origen el afecto de aquellos que detestando su ocio se quejan en que les faltan decentes ocupaciones; y de ello nace asimismo la envidia de los ajenos acrecentamientos que se alimenta en la propia pereza; y así los que no pudieron adelantarse desean la ruina de los otros. Y finalmente esta aversión a las medras ajenas y la desesperación de las propias engendran un ánimo airado contra la fortuna, y querelloso de los tiempos; y el que se ve retirado en los rincones y reclinado en su misma pena, mientras tiene cansancio de sí mismo, tiene también arrepentimiento. Porque el ánimo es naturalmente activo e inclinado a movimientos, siéndole materia agradable la que se le ofrece de levantarse y abstraerse; y esto es mucho más en unos talentos pésimos, que voluntariamente se dejan consumir en las ocupaciones. Diría yo que a éstos de quien se han apoderado los deseos como llagas, teniendo por deleite el trabajo y fatiga, sucede lo que a algunas heridas que apetecen las manos de quien han de recibir daño, y lo que a la sarna del cuerpo, que se deleita con lo que la hace más penosa. Porque muchas cosas con un cierto dolor dan gusto a nuestros cuerpos, como es el mudarlos de una parte a otra, para refrescar el lado aún no cansado, en la forma que Homero nos pintó a Aquiles, ya puesto boca abajo, ya vuelto al cielo, mudándose en varias posturas, por ser muy propio de enfermos no durar mucho en un estado, tomando por remedio las mudanzas. De aquí nace el hacerse vagas peregrinaciones y el navegar remotos mares haciendo, ya en el agua y ya en la tierra, experiencia de la enemiga liviandad. Unas veces decimos que queremos ir a la provincia de Campania; y cuando nos cansa lo deleitable, pasamos a los bosques Brucios y Lucanos; y tras esto queremos que en la montaña se procure algún sitio de recreación en que los lascivos ojos se eximan de la prolija inmundicia de lugares hórridos; y para esto vamos a Taranto, y a su celebrado puerto y a otros sitios de cielo más templado, para pasar el invierno en las casas que fueron otro tiempo capaces y opulentas a su antigua población. Luego decimos «Volvamos a la ciudad, porque ha muchos días que nuestras orejas carecen del estruendo y aplauso, y tenemos gusto de ver en los espectáculos derramar sangre humana, pasando de unas fiestas en otras.» Y de este modo, como dijo Lucrecio, anda cada uno huyendo de sí: pero ¿de qué le aprovecha, si nunca acaba de ejecutar la huida? Va siguiéndose a sí mismo, con que le molesta un pesado compañero. Conviene, pues, que nos desengañemos, confesando que la culpa no está en los lugares, sino en nosotros, que somos flacos para sufrir mucho tiempo el trabajo o el deleite, nuestras cosas o las ajenas. A muchos acarreó la muerte la mudanza de intentos, recayendo en las mismas cosas sin dar lugar a la novedad de que resultó causarles fastidio la vida y el mismo mundo, diciendo con rabiosa queja: «¿Hasta cuándo han de ser unos mismos los deleites?»
Capítulo III
Pregúntasme de qué remedio te has de valer contra este hastío. Y según la opinión de Atenodoro, el mejor fuera ocuparte en las cosas públicas, en su administración y en los oficios civiles. Porque al modo que algunos hombres pasan los días curtiendo sus cuerpos al sol en ocupaciones y ejercicios; y al modo que a los luchadores les es muy útil el gastar mucho tiempo en fortalecer los brazos para el ministerio a que se dedicaron, así a nosotros, que hemos de disponer los ánimos a la pelea de los negocios civiles, nos es fuera de conveniencia asistir siempre en la obra, porque con el intento de hacerse apto para ayudar a sus ciudadanos y a todos, viene a un mismo tiempo a ejercitarse, y a ser provechoso a otros, aquel que, puesto en medio de las ocupaciones, administró conforme a su caudal las cosas particulares y las públicas. Pero tras esto dice, que como en esta tan loca ambición de los hombres son tantos los calumniadores que tuercen lo justo a la peor parte, viene a estar poco segura la sencillez, siendo más lo que impide que lo que ayuda. Conviene, pues, apartarnos de los tribunales y de los puestos públicos, que el ánimo grande también tiene en los retiramientos donde poder espaciarse; y como el ímpetu de los leones y de otras bestias fieras no me acobarda estando metidos en sus cuevas, así tampoco dejan de ser grandes las acciones de los hombres grandes, aunque estén apartados del concurso. De tal manera se retiran éstos, que donde quiera que esconden su quietud, lo hacen con intento de aprovechar a todos en común y a cada uno en particular, ya con su ingenio, ya con sus palabras y ya con su consejo. Porque no sólo sirven a la república los que apadrinan a los pretendientes, y los que defienden a los reos, y los que tienen voto en las cosas de la paz y de la guerra, sino también aquellos que exhortan a la juventud y a los que, en tiempo que hay tanta falta de buenos preceptos, instruyen con su virtud los ánimos, y los que detienen y desvían a los que se precipitaban a las riquezas y demasías. Y si de todo punto no lo consiguen, por lo menos los retardan. Los que esto hacen, aun estando retirados, tratan el negocio público. ¿Por ventura hace más el corregidor y juez, que entre los vecinos y forasteros pronuncia las sentencias comunicadas con su asesor, que el que retirado enseña qué cosa es justicia, piedad, paciencia, fortaleza, desprecio de la muerte, conocimiento de los dioses y, finalmente, el gran bien que consiste en tener buena conciencia? Luego si gastares el tiempo en los estudios, aunque te apartes de los oficios, no será desampararlos ni faltar a tu obligación, pues no sólo milita el que en la campaña está defendiendo el lado derecho o siniestro, sino también el que guarda las puertas, y el que asiste haciendo centinela en la plaza de armas, porque aunque este puesto es menos peligroso, no es menos cuidadoso; y así, aunque estos cuidados tienen menos de sangrientos, entran a gozar de los estipendios y sueldos. Si te retirares a tus estudios y dejares todo el cansancio de la vida, no vendrás a codiciar la noche por el fastidio del día, ni te cansarás de ti mismo, ni a otros serás enfadoso. Llevarás muchos a tu amistad, y te irán a buscar todos los hombres de bien: porque aunque la virtud esté en lugar oscuro, jamás se esconde: antes siempre da señales de sí, y cualquiera que fuere digno de ella, la hallará por las huellas. Pero si nos apartamos de la comunicación, y renunciamos el trato de los hombres, viviendo solamente para nosotros, sucederá a esa retirada una soledad, carecedora de todo buen estudio, y una falta de ocupaciones, con que comenzaremos a plantar unos edificios, y a derribar otros, a dividir el mar, a conducir sus aguas contra la dificultad de los lugares, consumiendo mal el tiempo que nos dio la naturaleza para que le empleásemos bien. Unos usamos de él con templanza y otros con prodigalidad: unos le gastamos en tal forma que podemos dar razón, otros sin que nos queden reliquias de él, por lo cual no hay cosa más torpe que ver un viejo de mucha edad que, para probarlo, no tiene otro testimonio más que los años y las canas. Paréceme a mí, oh carísimo Sereno, que Artemidoro se rindió con demasía a los tiempos, y que con demasiada presteza huyó de ellos, porque yo no niego que tal vez se ha de hacer retirada, pero ha de ser a paso lento, sin que el enemigo lo entienda, conservando las banderas y la reputación militar. Los que con las armas se entregan al enemigo, están más seguros y estimados: lo mismo juzgo convenir a la virtud y a los amadores de ella, que si prevaleciere la fortuna, y les atajare la facultad y posibilidad de hacer bien, no huyan luego, ni volviendo las espaldas desarmados busquen donde esconderse, siendo cierto que no hay lugar seguro ni exento de las persecuciones de la fortuna. En tal caso entren con mayor denuedo en los negocios de la república, buscando con buena elección algún ministerio en que puedan ser útiles a su ciudad. El que no puede militar, aspire a honores civiles; si ha de pasar vida privada, sea orador; si le imponen silencio, ayude a sus ciudadanos con abogacía; si tiene peligro en los tribunales, muéstrese en las casas, espectáculos y convites buen vecino, amigo fiel y templado convidado; y en caso que le falten los ministerios de ciudadano, no le falten los de hombres; y por esta razón, teniendo gallardía de ánimo, no nos hemos encerrado en las murallas de una ciudad, antes hemos salido al comercio de todo el orbe, juzgando por patria a todo el mundo, para dar con esto más ancho campo a la virtud. Si no has podido llegar a ser consejero; si te está prohibido el púlpito, y no te llaman a las juntas, pon los ojos en la grande latitud de provincias y pueblos, y verás que nunca se te prohíbe tanta parte que no sea mucho mayor la que se te deja. Pero advierte en que esta culpa no sea toda tuya, por no querer servir a la república, si no te hacen oidor o uno de los cincuenta magistrados, o sacerdote de Ceres, o Supremo dictador. ¿Será bueno que no quieras militar si no te hacen general o tribuno? Si otros están en la primera frente, y la fortuna te puso en retaguardia, pelea desde ella con la voz, con la exhortación, con el ejemplo y con el ánimo. El que estando a pie quedo esfuerza a los demás con vocería, hallará cómo ayudar en la guerra, aun después de cortadas entrambas manos. Lo mismo harás tú, si la fortuna te apartase de los primeros puestos de la república, si estuvieres firme y la ayudares con voces; y si te cerraren los labios, no descaezcas, ayúdala con silencio, que el cuidado del buen ciudadano jamás es inútil, pues siempre hace fruto con el oído, con la vista, con el rostro, con la voluntad y con una tácita obstinación y hasta con los mismos pasos; porque al modo que muchas cosas salutíferas hacen provecho con sólo olerlas, sin llegar a gustarlas ni tocarlas, así la virtud esparce mil utilidades, aunque esté lejos y escondida, ora use de su derecho, ora tenga las entradas precarias, hallándose obligada a recoger las velas, ora esté ociosa y muda o encarcelada en angosto sitio, ora esté en público, porque en cualquier traje será provechosa. ¿Piensas tú que es de poco fruto el ejemplo del que retirado vive bien? Asegúrote que es cosa muy superior mezclar el ocio en los negocios cuando se prohíbe la vida activa, o ya con casuales impedimentos, o con el estado de la república. Porque nunca se cierran tan de todo punto las cosas que no quede lugar para alguna acción honesta. ¿Podrás por ventura hallar alguna ciudad más perdida de lo que fue la de Atenas, cuando los treinta tiranos la despedazaban, habiendo muerto a mil y trescientos ciudadanos de los mejores, sin poner esto fin a la ciudad que consigo mismo se irritaba? En esta república, donde estaba el rigurosísimo tribunal de los areopagitas y donde se juntaban el pueblo y el Senado en forma de Senado, allí se juntaban también cada día un colegio de homicidas y un infeliz tribunal angosto para tantos tiranos. ¿Podía, por ventura, tener alguna quietud aquella ciudad, donde los tiranos eran tantos cuantos los soldados de la guarda, sin que se pudiese ofrecer a los ánimos esperanza alguna de libertad y sin descubrirse camino para el remedio contra tan gran fuerza de infortunios? ¿De dónde, pues, habían de salir para el reparo de tan mísera ciudad tantos Hermodios? De que estaba Sócrates en ella, y consolaba a los senadores que lloraban, y exhortaba a los que desconfiaban de la salud de la república, y baldonaba a los ricos que temían perder las riquezas con el tardío arrepentimiento de su peligrosa avaricia, y daba a los que le querían imitar un heroico ejemplo, viéndole que andaba libre entre treinta dueños. A éste, pues, que con valor se oponía al escuadrón de tiranos, mataron los atenienses, no pudiendo aquella ciudad, cuando se vio libre, sufrir la libertad; y con esto verás que en república afligida hay ocasión de que se manifieste el varón sabio, y que, al contrario, en la floreciente y bien afortunada reinan el dinero, la envidia y otros mil flacos vicios. En la forma, pues, que estuviere la república, y en la que la fortuna nos permitiere, nos hemos de desplegar o encoger; pero siempre ha de ser nuestro movimiento sin entorpecernos por estar atados con temor. Antes aquel se podrá llamar varón fuerte, que amenazado por todas partes de los peligros, y oyendo cerca el ruido de las armas y el estruendo de las cadenas, no atropellare ni escondiere la virtud, no siendo justo hacer ofensa a la que le conserva. Entiendo que fue Curio Dentado el que decía, que quisiera más ser muerto que dejar de vivir. El último de los males naturales es el salir del número de los vivos antes de morir; pero con todo eso conviene hacerlo cuando te trajere la suerte a tiempo menos tratable para la república, para que con el ocio y las letras la ayudes más, y que, como quien se halla en alguna peligrosa navegación, procures tomar puerto, no esperando a que te dejen los negocios, sino dejándolos tú.
Capítulo IV
Ante todas cosas conviene pongamos los ojos en nosotros mismos, y después en los negocios que emprendemos, por quién y con quién los emprendemos. Y lo primero que cada uno ha de hacer es tantear su capacidad; porque muchos nos persuadimos a que tenemos fuerzas para llevar más carga de la que en efecto podemos. Hay unos que en confianza de su elocuencia se despeñan; otros gravan su hacienda más de lo que puede sufrir; otros con ocupación laboriosa oprimen su enfermizo cuerpo. A unos impide la vergüenza para el manejo de negocios civiles, que requieren osada frente, y en otros no es conveniente para palacio su terquedad: unos saben enfrenar la ira; y a otros cualquier indignación los enfurece, y algunos no saben poner límite a la graciosidad, ni abstenerse de peligrosas chocarrerías. A todos éstos más seguro será el ocio que la ocupación, siendo bien que la naturaleza impaciente y feroz evite las ocasiones nocivas a su libertad.
Capítulo V
Débense después de esto pesar las cosas que emprendemos, cotejándolas con nuestras fuerzas: porque siempre es conveniente sean mayores las del que lleva que las de lo que ha de ser llevado, porque si éstas son mayores, será forzoso opriman al llevador. Demás de esto, hay otros negocios que no tienen tanto de grandes como de fecundos, porque encadenan consigo otros muchos; y estos de quien se originan varias y nuevas ocupaciones, son de los que debemos huir, sin entrar en parte donde no tengamos libre la salida. Sólo has de poner mano en aquellas cosas que esté en tu voluntad el hacer, o esperar que tengan fin, dejando las que se extienden a mayor latitud, sin poder terminarse cuando propusiste.
Capítulo VI
Has de hacer, finalmente, examen de los hombres, para ver si son dignos de que en ellos empleemos parte de nuestra vida, o si les alcanza algo de la pérdida de nuestro tiempo. Hay algunos que nos hacen cargo de las buenas obras que voluntariamente les hicimos. Atenodoro dijo que aun no iría al convite de aquel que no se juzgase deudor en tenerlo por su convidado. Persuádome que juzgarás que éste mucho menos iría a las casas de aquellos que quieren con dar su mesa recompensar las amistades de sus amigos, computando por dádivas los platos, y queriendo disculpar su destemplanza diciendo va encaminada a honor de los convidados: quita tú a éstos que no tengan testigos de sus convites y no tendrán gusto con el regalo secreto. También debes considerar si tu naturaleza es más apta al despacho de negocios, o a estudios retirados y a contemplación, y luego te has de encaminar a la parte donde te guía la fuerza de tu ingenio. Isócrates sacó del Tribunal a un consejero asiéndole por la mano, porque juzgó ser más apto para escribir historias y anales: que los ingenios forzados no responden bien; y si repugna la naturaleza, es bueno el trabajo.
Capítulo VII
Ninguna cosa hay que tanto deleite el ánimo como la dulce y fiel amistad, siendo gran bien estar dispuestos los pechos para que con seguridad se deposite cualquier secreto en aquel cuya conciencia temas menos que la tuya, cuya conservación mitigue tus cuidados, cuyo parecer aclare tus dudas, cuya alegría destierre tu tristeza y, finalmente, cuya presencia deleite tu vida. Hemos de elegir los amigos tales que, en cuanto fuere posible, estén desnudos de deseos: porque los vicios entran solapados y después se extienden a todo lo que hallan cercano, ofendiendo con el contacto; por lo cual conviene (como se hace en tiempos de pestilencia) que no nos sentemos junto a los cuerpos infectos y tocados de la enfermedad, porque, atraeremos a nosotros los peligros, y con sola la comunicación vendremos a enfermar. De tal manera debemos cuidar en elegir los talentos de los amigos, que sean sin tener la menor falta, porque suele ser origen de enfermedad mezclar lo sano con lo que no lo está. Pero en esto no es mi intento decirte que a tu amistad no atraigas otros más que al sabio: porque ¿dónde has de hallar a éste, a quien todos los siglos hemos buscado? Por bueno has de tener al que no es muy malo, pues apenas tuvieras comodidad de hacer mejor elección, aunque buscaras los buenos entre los Platones y Xenofontes y en aquella fértil cosecha de los discípulos de Sócrates, y aunque gozaras de la edad de Catón, que habiendo producido muchos hombres dignos de haber nacido en su vida, produjo otros muchos peores que en otro algún siglo, siendo maquinadores de grandes maldades; y siendo los unos y los otros necesarios para que fuese conocido Catón, convino hubiese buenos de quien fuese aprobado, y malos en quien se experimentase su valor. Pero en este tiempo, en que hay tanta falta de buenos, hágase elección menos fastidiosa, y en primer lugar no se elijan hombres tristes, que todo lo lloran, sin que haya cosa alguna que no les sirva de motivo para quejas; y aunque éstos tengan fe y amor, es contrario a la tranquilidad el compañero que anda siempre inquieto y el que se lamenta de todo.
Capítulo VIII
Pasemos a la hacienda, ocasión grande de las ruinas humanas; porque si hacemos comparación de las demás cosas que nos congojan, como son la muerte, las enfermedades, los temores, los deseos y el padecer dolores y trabajos con los demás daños que nuestro dinero nos acarrea, hallarás que la hacienda es la que nos pone mayor gravamen; y así debemos ponderar cuán más ligero dolor es no tenerla, que el perderla después de tenida; y con esto conocemos que, al paso que la pobreza es menor materia de tormento, lo es de daño: porque te engañas si juzgas que los ricos sufren más animosamente las pérdidas. El dolor de las heridas es igual a los pigmeos y gigantes. Bien dijo con elegancia que el mismo dolor sentían los calvos que los guedejudos, cuando les arrancaban algún cabello. Esto mismo has de entender de los pobres y de los ricos que sienten un mismo tormento: porque estando los unos y los otros asidos al dinero, no puede arrancárseles sin dolor; pero como tengo dicho, más tolerable es el no adquirir que el perder: y así verás que viven más contentos aquellos en quien jamás puso los ojos la fortuna que los otros de quien los apartó. Bien conoció esta verdad Diógenes, varón de grande ánimo, y dispúsose a no poseer cosa que se le pudiese quitar. A esta que yo llamo tranquilidad, llámala tú pobreza, necesidad o miseria, y ponle otro cualquier ignominioso nombre, que cuando hallares alguno libre de pérfidas, juzgaré que Diógenes no fue dichoso, o yo me engaño, o sólo el reino de la pobreza no puede ser ofendido de los avarientos, de los engañadores, de los ladrones y robadores; y si alguno duda de la felicidad de Diógenes, podrá también dudar de la de los dioses inmortales, pareciéndole que no viven felices porque no tienen adornados jardines ni preciosas quintas cultivadas de ajenos caseros, y porque no tienen grandes juros en los erarios. Tú, que con las riquezas te desvaneces, ¿no te avergüenzas de ello? Vuelve los ojos al mundo, y verás que los dioses, que lo dan todo, están desnudos y sin poseer cosa alguna: ¿juzgarás tú por pobre, o por semejante a los dioses, al que se desnudó de todas las riquezas? ¿Tienes por más dichosos a Demetrio y Pompeyano, que no hubieron vergüenza de ser más ricos que Pompeyo, haciéndoseles cada día relación de los criados que tenían, como la que al emperador se hace de los soldados de su ejército, habiendo poco antes sido las riquezas de éstos, dos esclavos, que sustituyendo servían por ellos, y un aposento algo más acomodado? Huyósele a Diógenes un solo esclavo que tenía, llamado Manes, y habiendo sabido dónde estaba, no hizo diligencia en recobrarle, diciendo parecería cosa torpe que pudiendo Manes vivir sin Diógenes, no pudiese Diógenes vivir sin Manes. Paréceme que en esto dijo a la fortuna, hiciese lo que quisiese, que ya no tenía que ver con él: huyóseme mi esclavo o, por mejor decir, fuese libre, pídenme de comer y vestir mis criados, siendo forzoso dar sustento a los estómagos de tantos voraces animales, siéndolo asimismo el vestirlos, y el vivir cuidadoso de sus arrebatadoras manos, siendo inexcusable el servirnos de quien siempre vive con llantos y quejas. Más dichoso es aquel que a nadie debe cosa alguna, sino es a quien con facilidad puede negar la paga, que es a sí mismo. Pero ya que no nos hallamos con suficientes fuerzas, conviene por lo menos estrechar nuestros patrimonios para estar menos expuestos a las injurias de la fortuna. Los cuerpos pequeños, que con facilidad se pueden cubrir con las armas están más seguros que aquellos a quien su misma grandeza expone más descubiertos a las heridas: de la misma suerte es más seguro aquel estado que ni llega a la pobreza ni con demasía se aparta de ella.
Capítulo IX
Agradáranos esta moderación, si nos agradare primero la templanza, sin la cual no hay riquezas que basten, y sin ella ningunas obedecen bastantemente, estando tan en nuestra mano el remedio, pudiendo, con sólo admitir la templanza, convertirse la pobreza en riqueza. Acostumbrémonos a desechar el fausto, midiendo las alhajas con la necesidad que de ellas tenemos: la comida sirva para dar satisfacción a la hambre, la bebida para extinguir la sed, y camine el deseo por donde conviene. Aprendamos a estribar en nuestros cuerpos: compongamos nuestro comer y vestir, no dando nuevas formas, sino ajustándolo a las costumbres que nuestros pasados nos enseñaron. Aprendamos a aumentar la continencia, a enfrenar la demasía, a templar la gula, a mitigar la ira, a mirar con buenos ojos la pobreza, y a reverenciar la templanza; y aunque nos cueste vergüenza el dar a nuestros deseos remedios poco costosos, aprendamos a encarcelar las desenfrenadas esperanzas y el ánimo, que se levanta a lo futuro: procuremos alcanzar las riquezas de nosotros mismos, y no de la fortuna. Digo, pues, que tanta variedad e iniquidad de sucesos no puede ser repelida sin que haya grandes tormentos en los que han descubierto grandes aparatos. Conviene, pues, estrechar las cosas, para que las flechas no acierten el tiro. De esto resulta que muchas veces los destierros y las calamidades vienen a ser remedios, separándose con pequeñas incomodidades otras más graves. El ánimo que con rebeldía obedece a los preceptos, no puede ser curado con blandura: ¿pues por qué no se enmienda, si de no hacerlo se le siguen pobreza, infamia y ruina en todas las cosas? Un mal se opone a otro. Acostumbrémonos a poder cenar sin asistencia de pueblo, y a servirnos de menos criados, haciendo que los vestidos sean para el fin a que se inventaron, y reduciéndonos a vivir en casas más estrechas. Y no sólo hemos de volver atrás en la carrera y en la contienda pública del coso, sino también lo hemos de hacer interiormente en estos términos de la vida. Hasta el trabajo de los estudios, con ser tan ingenuo, en tanto se ajusta a la razón, en cuanto se ajusta al modo. ¿De qué sirven innumerables libros y librerías, cuyo dueño apenas leyó en toda su vida los índices? La muchedumbre de libros carga, y no enseña; y así te será más seguro entregarte a pocos autores, que errar siguiendo a muchos. Cuarenta mil cuerpos de libros se abrasaron en la ciudad de Alejandría, hermoso testimonio de la opulencia real: alguno habrá que la alabe, como lo hizo Tito Livio, que la llamó obra egregia de la elegancia y cuidado de los reyes. Pero ni aquello fue elegancia, ni fue cuidado, sino una estudiosa demasía, o por decir mejor, no fue estudiosa, porque no los juntaron para estudios, sino para sola la vista, como sucede a muchos ignorantes, aun de las letras serviles, a quien los libros no les son instrumentos de estudios, sino ornato de sus salas. Téngase, pues, la suficiente cantidad de libros, sin que ninguno de ellos sirva para sola ostentación. Responderásme que tienes por más honesto el gasto que en ellos haces, que el de pinturas y vasos de Corinto. Advierte que dondequiera que hay demasía hay vicio. ¿Qué razón hay para perdonar menos al que procura ganar nombre con juntar estatuas de mármol o marfil, que al que anda buscando las obras de autores ignotos, y quizá reprobados, estando ocioso entre tantos millares de libros, agradándose solamente de las encuadernaciones y rótulos? Hallarás en poder de personas ignorantísimas todo lo que está escrito de oraciones y de historias, teniendo los estantes llenos de libros hasta los techos; porque ya aun en los baños se hacen librerías, como alhaja forzosa para las casas. Perdonáralo yo, si esto naciera de deseos de los estudios; pero ahora estas exquisitas obras de sagrados ingenios, entalladas con sus imágenes, se buscan para adorno y gala de las paredes.
Capítulo X
Si entraste acaso en alguna difícil forma de vida y, sin saberlo tú, te puso la pública o la particular fortuna en algún lazo que ni sabes desatarle ni puedes romperle, considera que los presos a los principios sufren mal las cadenas y grillos, que son impedimentos de sus pasos; pero después que se determinan a traerlos sin indignarse con ellos, la misma necesidad los anima a sufrirlos con fortaleza, y la costumbre los enseña a llevarlos con facilidad. En cualquier estado de vida hallarás anchuras, gustos y deleites, si te dispusieses primero a querer no juzgar por mala la que tienes, no haciéndola sujeta la envidia. Con ninguna cosa nos obligó más la naturaleza, como fue (conociendo que nacíamos para tantas miserias) haber inventado para temperamento de ellas la costumbre de sufrirlas, la cual con presteza se convierte en familiaridad. Nadie perseverara en las cosas, si la continuación de las adversas tuviera la misma fuerza que tuvo a los primeros acometimientos. Todos estamos atados a la fortuna; pero la cadena de unos es de oro y floja, la de otros estrecha y abatida. Pero ¿de qué importancia es esta diferencia, si es una misma la cárcel en que estamos todos, estando también presos en ella los mismos que hicieron la prisión?; sino es que asimismo juzgues que es más ligera la cadena porque te la echaron al lado izquierdo. A unos enlazan y encadenan las honras, a otros las riquezas, a otros la nobleza: a unos oprime la humildad, y hay otros que tienen sobre su cabeza ajenos imperios, y otros los suyos: a unos detiene en un lugar el destierro, a otros el sacerdocio, siendo toda la vida una continuada servidumbre. Conviene, pues, acostumbrarnos a vivir en nuestro estado, sin dar de él una mínima queja, abrazando en él cualquier comodidad que tenga. No hay caso tan acerbo en que no halle algún consuelo el ánimo ajustado. Muchas veces el arte del buen arquitecto dispone pequeños sitios para varios usos; y la buena distribución hace habitable el sitio, aunque sea angosto. Arrima tú la razón a las dificultades, y verás cómo con ella se ablandan las cosas ásperas, se ensanchan las angostas, oprimiendo menos las graves a los que con valor las sufren. Demás de esto no se han de extender los deseos a cosas remotas; y ya que de todo punto no los podemos estrechar, les hemos de permitir sólo aquello que está cercano, desechando lo que, o no puede conseguirse, o se ha de conseguir con dificultad. Sigamos lo que está cerca, y lo que se ajusta y proporciona con nuestra esperanza. Sepamos que todas las cosas son igualmente caducas, y que aunque en lo exterior tienen diferentes visos, son en lo interior igualmente vanas. No tengamos envidia a los que ocupan encumbrados lugares, porque lo que nos parece altura es despeñadero; y al contrario, aquellos a quien la adversa suerte puso en estado de medianía, estarán más seguros si quitaren la soberbia a los ministerios que de suyo son soberbios, bajando, en cuanto les fuere posible, su fortuna a lo llano. Hay muchos que se ven forzados a estar asidos a la altura en que se hallan, por no poder bajar de ella sino es cayendo; pero por la misma razón deben testificar que la carga que tienen les es muy pesada, por haber de ser ellos pesados a otros; y confiesen también que no están levantados, sino amarrados, y que prevengan con mansedumbre, con humildad, y con mano benigna muchos socorros para los sucesos venideros para que en esta confianza, aunque vivan pendientes, estén con mayor seguridad; y ninguna cosa los librará de las tormentas del ánimo como el poner algún punto fijo a los acrecentamientos, sin que quede en albedrío de la fortuna el dejar de dar: exhórtense a sí mismos a parar mucho antes de llegar a los extremos; y de esta forma, aunque habrá algunos deseos que inciten el ánimo, no se extenderán a lo incierto y a lo inmenso.
Capítulo XI
Esta mi doctrina habla con los imperfectos, con los mediocres y con los malsanos, y no con el sabio, que ni vive temeroso ni anda atentado; porque tiene de sí tanta confianza, que no recela salir al encuentro a la fortuna, sin jamás rendírsele, y sin poseer cosa en que poder temerla: porque tiene por prestados, no sólo los esclavos, las heredades y las dignidades, sino su mismo cuerpo, sus ojos y sus manos, y todo aquello que le puede hacer más amable la vida, viviendo como prestado a sí mismo, para sin tristeza restituirse a los que le volvieron a pedir; y no se desestima en saber que no es suyo, antes hace todas las cosas con tan gran diligencia y circunspección, como el hombre religioso y santo, que guarda lo que se entregó a su fe, y cada y cuando que se lo mandaren restituir lo hará sin dar quejas de la fortuna, antes dirá: «Doyte gracias por el tiempo que lo poseí. Yo estimó con veneración tus cosas, pero ya que me las pides, te las restituyo con voluntad y agradecimiento: si gustares dejarme alguna, te la guardaré también; pero ya que de ello tienes gusto, te restituyo la plata labrada, la acuñada, la casa y la familia.» Si me llamare la naturaleza, que fue la primera que me prestó a mí, le diré también: «Tómate mi ánimo: mejorado te le vuelvo de lo que me le diste: no ronceo, ni huyo: aprestado está por mí, que me hallo sin voluntad: recibe lo que me diste cuando no tenía sentido.» El volver a la parte de donde venimos, ¿qué tiene de molestia? Aquel vivirá mal que ignorare el útil de morir bien. Lo primero, pues, a que se ha de quitar la estimación es a la vida, contándola entre las demás cosas serviles. Dice Cicerón que aborrecemos a los gladiadores que en pelea procuran salvar la vida y, al contrario, favorecemos a los que la desprecian. Entiendo, pues, que lo mismo nos sucede a nosotros, siendo muchas veces causa de morir el esperar tímidamente a la muerte. La fortuna, que hace también sus regocijos y espectáculos, dice: «¿Para qué te he de reservar, animal malo y cobarde? Porque no sabes ofrecer el cuello has de ser más herido y maltratado; y, al contrario, tú, que no con cerviz forzada ni cruzadas las manos esperas el cuchillo, vivirás más tiempo y morirás con más despejo.» El que temiere la muerte no hará hazaña de varón vivo; mas el que conoce que al tiempo de su concepción capituló el morir, vivirá según lo capitulado, y juntamente con la gallardía de ánimo hará que ninguna cosa de las que en la vida suceden le sea repentina; porque teniendo por asentado que todo lo que puede venir le ha de suceder, mitigará los ímpetus de los males, que éstos nunca traen cosa de nuevo a los que estando prevenidos los esperan, y solamente son graves y pesados a los que viven con descuido y esperan solamente las cosas felices. Porque la enfermedad, la cautividad, la ruina y el incendio no me son cosas repentinas, sabiendo yo en cuán revoltoso hospedaje me encerró la naturaleza. Muchas veces sentí llantos en mi vecindad; muchas vi pasar por mi puerta entierros no sazonados, con hachas y cirios; muchas oí el estruendo de soberbios edificios que cayeron, y muchos de aquellos a quienes el tribunal, la corte y la conversación juntaron conmigo, se los llevó una noche, dividiendo las manos unidas en amistad. ¿Tengo de admirarme de que se me hayan llegado los peligros que siempre anduvieron cerca de mí? Muchos hombres hay que habiendo de navegar no se acuerdan de que hay tormentas: yo no me avergüenzo en lo bueno de tener por autor un malo. Publio, más vehemente que los ingenios trágicos y cómicos, todas las veces que dejó los disparates mímicos y los dicterios y donaires concernientes al vulgo, entre otras muchas cosas dignas de la gravedad y escena trágica, dijo: «A cada cual puede suceder lo que puede suceder a alguno» El que depositare en su corazón esta sentencia y atendiere a los males ajenos (de que cada día hay tanta abundancia) y conociere que tienen libre el camino para venir a él, este tal se prevendrá antes de ser acometido. Tardamente se arma el ánimo a la paciencia de los trabajos, después que ellos han llegado. Dirás: «No pensé que esto sucediera, ni creí que esto pudiera venirme.» ¿Pues por qué no lo pensaste? ¿Qué riquezas hay a quien no vayan siguiendo la pobreza, la hambre y la mendicidad? ¿Qué dignidad hay a cuya garnacha, cuyo hábito augural y cuyas insignias de nobleza no acompañen asquerosidades, destierros, descréditos, mil anchas y últimamente el desprecio? ¿Qué reino hay a quien no esté aparejada la ruina y la caída, teniendo ora un justo dueño y ora un injusto tirano? Y estas cosas no están separadas con grandes intervalos, pues sólo hay un instante de distancia del verse en el trono al estar postrado ante ajenas rodillas. Persuádate, pues, que todo estado es mudable, y que lo que ves en otros puede suceder en ti. Si te precias de rico, ¿éreslo, por ventura, más que Pompeyo, al cual, cuando Cayo, su antiguo pariente y huésped nuevo, abrió la casa de César por cerrar la suya, le faltó pan y agua? Y el que poseía tantos ríos, que nacían y morían en su Imperio, mendigó agua llovediza, muriendo de hambre y de sed dentro del palacio de su deudo, mientras el heredero preparaba entierro público al que moría de hambre. ¿Has tenido grandes honras? Dime si han sido tantas, tan grandes y tan no esperadas como las que tuvo Seyano. Pues advierte que el mismo día que le acompañó el Senado le despedazó el pueblo; y habiendo puesto en él los dioses y los hombres todo lo que se puede juntar, no quedó cosa que en el verdugo no hiciese presa. ¿Eres rey? Pues no te enviaré a Creso, que entró mandando en la hoguera y la vio extinguida, sobreviviendo no sólo al reino, sino a su misma muerte. No te enviaré a Yugurta, a quien el pueblo romano vio preso dentro del año en que le había temido. No a Tolomeo, rey de África, ni a Mitrídates, rey de Armenia, a quienes vimos entre las guardas cayanas, siendo el uno desterrado, y deseando el otro serlo con seguridad. Si en tan gran mutabilidad de las cosas que suben y bajan no juzgares que te amenaza todo lo que puede sucederte, darás contra ti fuerzas a las adversidades, las cuales quebranta el que las antevé. Lo que a esto se sigue es que ni trabajemos en lo necesario, ni para ello: quiero decir, que o no deseemos lo que no podemos conseguir, o lo que se ha de conseguir tarde, y después de haber pasado mucha vergüenza, conozcamos la vanidad de nuestros deseos, no poniéndolos en aquello en que ha de salir vano, y sin efecto el trabajo, a donde el efecto ha de ser indigno de lo que se trabajó: porque casi siempre se sigue tristeza si no suceden, o si suceden vienen a causar vergüenza.
Capítulo XII
Conviene reformar los paseos, que en muchos hombres son tan continuos que andan siempre vagando por las casas y teatros, ofreciéndose a los negocios ajenos, remedando a los que siempre están ocupados. Y si preguntas a alguno de éstos cuando sale de casa, a dónde va o en qué piensa, te responderá: «Por Dios que no lo sé; visitaré a algunos y haré algún negocio.» Van sin determinación buscando ocupaciones; y sin hacer aquello que habían determinado hacen lo que primero se les ofreció: su paseo es vano y sin consejo, como el de las hormigas que suben por los árboles, y después de haber llegado a la cima bajan vacías al tronco. Muchos son los que pasan la vida semejante a éstas, pudiendo con razón llamarla una inquieta pereza. De otros tendrás compasión, como de personas que corren incendio, que atropellando a los que encuentran se despeñan y los despeñan. Estos tales, después de haber corrido a saludar a quien no les ha de pagar la cortesía, o para hallarse en las honras de persona con quien no tuvieron conocimiento, o para asistir a la vista de algún pleito, del que es siempre litigante, o a las bodas de quien muchas veces se casa, siguiendo su litera y ayudando en muchas partes a llevarla, cuando vuelven a sus casas con un vacío cansancio juran que ni saben a qué salieron, ni dónde estuvieron, con haber de andar los mismos pasos el día siguiente. Enderécese, pues, tu trabajo a algún fin, y mire a parte seguro. A los inquietos y locos no los mueve la industria, muévenles las falsas imágenes de las cosas, porque les obliga alguna vana esperanza; convídalos la apariencia de aquello cuya vanidad no la comprende el entendimiento cautivo. Del mismo modo sucede a los que salen de casa a sólo aumentar el vulgo, llevándolos por la ciudad insustanciales y ligeras ocasiones, y sin tener en qué trabajar los expele de sus casas a la salida del sol; y después de haber sufrido mil encontrones para llegar a saludar a muchos, siendo mal admitidos de algunos, a ningunos hallan más dificultosamente en casa que a sí mismos. De esta ociosidad se origina el vicio de andar siempre escuchando e inquiriendo los secretos de la república y el saber muchas cosas que ni con seguridad se pueden contar, ni aun saberse con ella. Pienso que, siguiendo esta doctrina Demócrito, comenzó diciendo: «El que quisiere vivir en tranquilidad, ni haga muchas cosas en que se singularice, ni se deje llevar con publicidad a las superfluas.» Porque de las que son necesarias, no sólo se han de hacer muchas privadas y públicamente, sino innumerables; pero donde no nos llama la obligación de algún importante ministerio, conviene enfrenar nuestras acciones.
Capítulo XIII
Porque el que se ocupa de muchas cosas hace muchas veces entrega de sí a la fortuna, siendo más seguro hacer de ella pocas experiencias; no obstante que conviene pensar mucho en ella, sin prometerse seguridad alguna de su fe. Dirá el sabio: «Haré mi navegación, si no hubiera algún accidente; seré oidor, si no se ofreciere algún impedimento; y mis trazas saldrán bien, si no interviene algún estorbo.» El decir esto es lo que obliga a que afirmemos que al sabio no le suceda cosa alguna contra su opinión. No le exceptuamos de los sucesos humanos, sino de los errores; ni decimos le suceden todas las cosas como deseó, sino como pensó; porque antes de emprenderlas se persuadió podía haber algo que impidiese la ejecución de sus deseos; y así, es forzoso que al que no se prometió seguridad en sus intentos, venga más templado el dolor de verlos defraudados.
Capítulo XIV
Debemos también hacernos fáciles, sin entregarnos con pertinacia a las determinaciones; pasemos a lo que nos llevare el suceso, y no temamos las mudanzas de consejo o de estado, con tal que no seamos poseídos de la liviandad, vicio encontradísimo con la quietud: porque es forzoso que la pertinacia sea congojosa y miserable en aquel a quien diversas veces quita alguna cosa la fortuna, y que sea más grave la liviandad de aquel que jamás está en un ser. El ignorar hacer mudanza cuando conviene y el no saber perseverar en cosa alguna, son cosas contrarias a la tranquilidad: conviene, pues, que apartándose el ánimo de todas las externas, se reduzca a sí, confíe de sí y se alegre consigo: abrace sus cosas en cuanto fuese posible, abstrayéndose de las ajenas y aplicándose a sí mismo sin sentir los daños, juzgando con benignidad aun de las cosas adversas. Habiendo llegado nuevas a nuestro Zenón de que en un naufragio se había anegado toda su hacienda, dijo: «Quiere la fortuna que yo filosofe más desembarazadamente.» Amenazaba un tirano a Teodoro filósofo con la muerte y con que no sería sepultado, y él respondió: «Tienes con que alegrarte, pues mi sangre está en tu potestad; pero en lo que dices de la sepultura eres ignorante, si piensas que importa el podrecerme encima o debajo de la tierra.» Canio Julio, varón grande, a cuya estimación no daña el haber nacido en nuestro siglo, habiendo altercado mucho tiempo con Cayo, le dijo aquel Fálaris cuando se iba: «Para que no te lisonjees con vana esperanza, he mandado te lleven al suplicio»; y él le respondió: «Doyte las gracias, óptimo príncipe.» Estoy dudoso de lo que en esto quiso sentir, y ocúrrenme muchas cosas. Quísole afrentar dándole a entender cuán grande era su crueldad, pues tenía por beneficio la muerte; o quizá le dio en rostro con la ordinaria locura de aquellos que le daban gracias cuando les había muerto sus hijos y quitádoles sus haciendas; o por ventura recibió con alegría la muerte juzgándola por libertad. Sea lo que fuere, la respuesta fue de ánimo gallardo. Dirá alguno que pudo después de esto mandar Cayo que Canio viviese. No temió esto Canio, que era conocida la estabilidad que en semejantes crueles mandatos tenía Cayo. ¿Piensas tú que sin algún fundamento pidió cinco días de dilación para el suplicio? No parece verosímil lo que aquel varón dijo y lo que hizo, y en la tranquilidad que estuvo. Jugando estaba al ajedrez cuando el alguacil que traía la caterva de muchos condenados a muerte mandó que también le sacasen a él; y después de haber sido llamado, contó los tantos y dijo al que jugaba con él: «Advierte que después de mi muerte no mientas diciendo que me ganaste.» Y llamando al alguacil, le dijo: «Serás testigo de que le gano un tanto.» ¿Piensas tú que Canio jugaba en el tablero? Lo que hacía no era jugar, sino burlarse del tirano, y viendo llorosos a sus amigos por la pérdida que hacían de tal varón, les dijo: «¿De qué estáis tristes? Vosotros andáis investigando si las almas son inmortales, y yo lo sabré ahora.» Y hasta el último trance de su muerte, no desistió de inquirir la verdad y disputar de la muerte, como lo tenía de costumbres. Íbale siguiendo un discípulo suyo, y estando ya cerca del túmulo, adonde cada día se hacían sacrificios a César que pretendía ser adorado por Dios, le dijo: «¿En qué piensas, Canio? ¿Qué juicio es el tuyo? Sacrifica a César.» Respóndele Canio: «Tengo propuesto averiguar si en aquel velocísimo instante de la muerte siente el alma salir del cuerpo.» Y prometió que en averiguándolo, visitaría a sus amigos y les avisaría qué estado es el de las almas. Advertid esta tranquilidad en medio de las tormentas, y ved un ánimo digno de la eternidad, que para averiguación de la verdad llama a la muerte, y puesto en el último trance hace preguntas al alma cuando se despedía del cuerpo, aprendiendo no sólo hasta la muerte, sino también de la misma muerte. Ninguno ha habido que filosofase más tiempo; y así la memoria de este gran varón no se borrará arrebatadamente, antes siempre se hablará de él con estimación. Tendrémoste en todo tiempo, oh clarísima cabeza, por una gran parte de la calamidad cayana.
Capítulo XV
Y no basta desechar las causas de la tristeza particular, que sin ellas nos posee muchas veces un aborrecimiento de todo el género humano, saliéndonos al encuentro la turba de tantas bien afortunadas maldades; y cuando hacemos reflexión de cuán rara es la sencillez, cuán no conocida la inocencia y cuán poco guardaba la fe, sino es en aquel a quien le está bien guardarla; y cuando miramos las ganancias y los daños de la sensualidad, igualmente aborrecidos; cuando vemos que la ambición, no ajustada en sus debidos términos, resplandece con su misma torpeza, escóndesele al ánimo la luz, y salen oscuras tinieblas, cuando por estar abatidas las virtudes, ni es permitido esperarlas, ni aprovecha el tenerlas. Debemos, pues, rendirnos a no tener por aborrecibles sino por ridículos todos los vicios del vulgo, imitando antes a Demócrito que a Heráclito. Éste siempre que salía en público lloraba, y el otro reía. Éste juzgaba todas nuestras acciones por miserias, y aquél las tenía por locuras. Súfranse todas las cosas con suavidad de ánimo, siendo más humana acción reírnos de la vida que llorarla. Y añade que en mayor obligación pone al género humano el que se ríe de él, que no el que le llora; porque el primero deja alguna parte de esperanza, y estotro llora neciamente aquello que desconfía poder remediarse. Y bien considerado todo, mayor grandeza de ánimo es no poder enfrenar la risa que el no poder detener las lágrimas; porque todas las cosas que nos obligan a estar alegres o tristes, mueven el ligerísimo afecto del ánimo, sin que juzgue que en tanto aparato de cosas hay alguna que sea grande, severa ni seria. Propóngase cada uno todas aquellas cosas por las cuales venimos a estar alegres o tristes, y sepa ser cierto lo que dijo Bión, que todos los negocios de los hombres eran semejantes en sus principios, y que la santidad y severidad de su vida no era más que unos intentos comenzados. Y así es más cordura sufrir plácidamente las públicas costumbres y los humanos vicios, sin pasar a reírlos o llorarlos, porque es una eterna miseria atormentarse con males ajenos, y el alegrarse de ellos es un deleite inhumano, al modo que es inútil tristeza el llorar y encapotar el rostro porque alguno entierra su hijo; pues aun en tus propios males conviene dar al dolor aquella sola parte que él pide y no la que pide la costumbre: porque hay muchos que derraman lágrimas para que otros las vean, teniendo secos los ojos mientras no hay quien les mire, y juzgan por cosa fea no llorar cuando los otros lo hacen; y hase introducido de tal manera este mal de estar pendientes de ajena opinión, que aun en cosas de poquísima importancia viene el dolor fingido. Síguese tras esto una parte que no sin causa suele entristecer y poner en cuidado, cuando los remates de los buenos son malos, como son morir: Sócrates en una cárcel, y vivir en destierro Rutilio, y entregar Pompeyo y Cicerón la cerviz a sus mismos paniaguados, y que el gran Catón, única imagen de las virtudes, recostado sobre la espada dé juntamente satisfacción de sí y de la República. Conviene, pues, el dar quejas de que la fortuna pague con tan inicuos premios; porque ¿qué puede esperar cada uno cuando ve que los buenos padecen grandes males? ¿Pues qué hemos de hacer en tal caso? Poner los ojos en el modo con que ellos sufrieron, y si fueron fuertes desear sus ánimos; pero si murieron, mujeril y flacamente, no hay que hacer caso de la pérdida. O fueron dignos de que su virtud te agrade, o indignos de que se imite su flaqueza; porque ¿cuál cosa hay más torpe que aquellos a quienes los grandes varones, muriendo varonilmente, hicieron tímidos? Alabemos aquel que por tantas razones es digno de alabanza, y digamos de él: «Cuanto más fuerte fuiste, fuiste más dichoso; escapaste ya de los humanos acontecimientos, y de la envidia y enfermedad; saliste de la prisión tú que no eras merecedor de mala fortuna; y los dioses te juzgarán por cosa indigna que ella tuviese en ti algún dominio. A los que (cuando llega la muerte) rehuyen y ponen los ojos en la vida, se han de echar las manos. Yo no lloraré al que está alegre, ni lloraré al que llora; porque el primero con la alegría me quitó las lágrimas, y éste con las suyas se hizo indigno de las de otros. ¿He de llorar yo a Hércules quemado vivo? ¿A Régulo clavado con muchos clavos? ¿A Catón, que con fortaleza sufrió tantas heridas? Todos éstos, con corto gasto de tiempo breve, hallaron modo de eternizarse, llegando a la inmortalidad por medio de la muerte. Es asimismo no pequeña materia de cuidado el tenerle grande de componerte, no mostrándote sencillo; culpa en que caen muchos, cuya vida es fingida y ordenada a sola ostentación; y esta continua diligencia los martiriza, recelando no los hallen en diferente figura de la que acostumbran: porque este cuidado jamás afloja mientras juzgamos que todas las veces que nos miran nos estiman; y hay muchos sucesos que contra su voluntad los desnudan de la ficción; y dado caso que esta fingida compostura les suceda bien, no es posible que los que siempre viven con máscara tengan vida gustosa ni segura; y al contrario, la sencillez cándida, y adornada de sí misma, sin echar velo a las costumbres, goza de infinitos deleites. Pero también esta vida tiene peligro de desprecio: porque cuando todas las cosas son patentes a todos, hay muchos que hacen desestimación de lo que tratan más de cerca, aunque la virtud no tiene peligro de envilecerse por acercarse a los ojos, y mucho mejor es ser despreciado por sencillo que vivir atormentado con perpetua simulación. Mas con todo esto conviene poner en ello límite, habiendo mucha diferencia del vivir con sencillez al vivir con negligencia. Conviene mucho retirarnos en nosotros mismos, porque la conversación que se tiene con los que no son nuestros semejantes descompone todo lo bien compuesto, y renueva los afectos y las llagas de todo aquello que en el ánimo está flaco y mal curado. Pero también, conviene mezclar y alternar la soledad y la comunicación, porque aquélla despertará en nosotros deseos de comunicar a los hombres, y estotra de comunicarnos a nosotros mismos, siendo la una el antídoto de la otra. La soledad curará el aborrecimiento que se tiene a la turba, y la turba curará el fastidio de la soledad: que el entendimiento no ha de estar perseverante siempre con igualdad en una misma intención, que tal vez ha de pasar a los entretenimientos. Sócrates no se avergonzaba de jugar con los niños, y Catón recreaba en convites el ánimo fatigado de cuidados públicos. Scipión danzaba a compás con aquel su militar y triunfador cuerpo; pero no haciendo mudanzas afeminadas de las que exceden a la blandura mujeril, como las que ahora se usan, sino como lo solían hacer aquellos antiguos varones que se entretenían entre el juego y los días festivos, danzando varonilmente, sin que pudiesen perder crédito aunque los viesen danzar sus enemigos. Darse tiene algún refrigerio a los ánimos, porque descansados se levanten mejores y más valientes al trabajo; y como los campos fértiles no se han de fatigar, porque el no dar alguna intermisión a su fecundidad los enflaquecerá con presteza, así el trabajo continuo quebranta los ímpetus del ánimo, que recreado tomará más fuerzas. De la continuación en los cuidados nace una como inhabilidad y descaecimiento de los ánimos; y el eficaz deseo de los hombres no se inclinará a tanto, si en el entretenimiento y juego no hallara un casi natural deleite, cuyo uso siendo frecuente quita a los ánimos todo el vigor y fuerza. Necesario es el sueño para reparar las fuerzas; pero si le continúas de día y de noche, vendrá a ser muerte: mucha diferencia hay en aflojar o soltar una cosa. Los legisladores instituyeron días festivos para que los hombres se juntasen públicamente, interponiendo con alegría un casi necesario temperamento a los trabajos; y los grandes varones, como tengo dicho, se tomaban cada mes ciertos días feriados; y otros no dejaron día alguno sin dividirle entre los cuidados y el ocio, como lo sabemos de Polión Asinio, gran orador a quien ningún negocio detuvo en pasando la hora décima; y después, ni aun quería leer las cartas, porque de ellas no le resultase algún cuidado, reparando en aquellas dos horas de descanso el trabajo de todo el día. Otros dividieron el día reservando para las tardes los negocios de menor cuidado, y nuestros pasados prohibieron el hacerse en el Senado nuevas relaciones pasada la hora décima. El soldado divide las velas, y el que viene de la campaña está libre de hacer la centinela. Conviene ensanchar el ánimo dándole algún ocio que aliente y dé fuerzas; y el paseo que se hiciere sea en campo abierto para que en cielo libre y con mucho aliento se levante y aumente el ánimo; y tal vez dará vigor el andar a caballo, haciendo algún viaje y mudando de sitio. Los banquetes y la bebida algo más licenciosa, y aun llegando tal vez a la raya de la embriaguez (no de modo que nos anegue, sino que nos divierta) nos aligerarán los cuidados sacando el ánimo de su encerramiento; porque como el vino cura algunas enfermedades, así también cura la tristeza. A Baco, inventor del vino, le llamaron Liber, no por la libertad que da a la lengua, sino porque libra el ánimo de la servidumbre de los cuidados, fortaleciéndole y haciéndole más vigoroso y audaz para todos los intentos; pero como en la libertad es saludable la moderación, lo es también el vino. De Solón y Arquesilao se dice que fueron dados al vino; a Catón le tacharon de embriaguez; pero el que a Catón opone esta culpa podrá con más facilidad persuadir que ella sea honesta que no que Catón haya sido torpe. Mas esta licencia del vino no se ha de tomar muchas veces, porque el ánimo no se habitúe a malas costumbres, aunque tal vez ha de salir a regocijo y libertad, desechando algún tanto la sobriedad triste: porque si damos crédito al Poeta Griego, alguna vez da alegría el enloquecerse, y si a Platón, en vano abre las puertas a la poesía el que está con entero juicio, y si a Aristóteles, pocas veces hubo ingenio grande sin alguna mezcla de locura. No puede decir cosa superior y que exceda a los demás, si no es el entendimiento altivo, que despreciando lo vulgar y usado se levanta más alto con un sagrado instinto, porque entonces con boca de hombre canta alguna cosa superior. Mientras una persona está en sí, no se le puede ofrecer pensamiento sublime, y puesto en altura, conviene que se aparte de lo acostumbrado y que se levante, y que tascando el freno arrebate al caballero que le guía, llevándole hasta donde él no se atrevería a correr. Con esto tienes, oh carísimo Sereno, las cosas que pueden defender la tranquilidad, las que la pueden restituir y las que pueden resistir a los vicios que se quieren introducir. Pero conviene sepas que ninguna de estas cosas es suficiente a los que han de guardar una tan débil, si no es que al ánimo que va a caer le cerque un continuo y asistente cuidado.